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MISCELÁNEA RELACIONES 74, PRIMAVERA 199 8, VOL. XIX

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MISCELÁNEA

R E L A C I O N E S 7 4 , P R I M A V E R A 1 9 9 8 , V O L . X I X

STÉTICA Y TENSIÓN EN EL ARTE POPULAR

Josefina María Cendejas U n iv e r s id a d M ic h o a c a n a d e Sa n N ic o l á s de H id a l g o

Vivimos una época en la que, para empezar, se ha pregonado la muerte del arte, en la que conviven casi tantas tendencias como artistas, en la que conceptos como tradición y vanguardia son prácticamente ob­soletos. La posmodemidad ha relativizado a tal punto los estilos y la originalidad, que hoy en día es válido parafrasear a los artistas del pasa­do utilizando sus elementos iconográficos en contextos distintos, echar mano de técnicas como el offset, la serigrafía, el diseño por computado­ra, el collage.1 Después del famoso excusado de Duchamp, puede decir­se que todo se vale. Sin embargo, no es así, pues en los hechos sigue existiendo una clase de individuos llamados "artistas", que realizan un trabajo susceptible de ser evaluado como arte con categorías y prácticas selectivas y estrictas, que además excluyen las obras realizadas por indi­viduos no pertenecientes a esa clasificación. Esa selectividad existe, aunque a veces sea explícita y otras no, y afecta de muchas maneras al arte popular. Sobre ello quiero hacer algunas reflexiones en este trabajo.

No se sabe a ciencia cierta cuáles son hoy los criterios de calidad para aceptar una obra como "artística". Los tradicionales paradigmas estéticos han dejado de tener operatividad. Las propuestas estéticas son individuales, y ya nadie se acoge a una escuela o a una tradición para justificar lo que hace. Tampoco puede tomarse como criterio una defini­ción del arte, puesto que nuestra época también ha renunciado a las de­finiciones. Al menos a aquellas que pretenden englobar "la verdadera esencia" de lo definido.

1 Acerca de esto, Gombrich señala que la historia del arte es también la historia de

un desarrollo tecnológico: "Hay un progreso. Pero cuando se desarrollan los medios téc­

nicos, se desarrollan también los riesgos [...] Es cada vez más difícil dominar la inmensa

complejidad de recursos que ofrece el medio." E. Gombrich, y Didier Eribon, Lo c\ue nos cuentan las imágenes, Ed. Debate, p. 75-76.

Esto no significa que tales criterios no existan, ni que tengamos que asumir la muerte del arte simplemente porque no contamos con apara­tos conceptuales que expliquen su realidad cambiante. En la práctica, se siguen produciendo, exhibiendo y vendiendo obras consideradas como arte, sólo que el proceso de su comprensión se ha vuelto muy complejo. Esto no ocurre solamente con el arte, sino con cualquier manifestación humana que pueda considerarse como cultura. El hecho de que actual­mente las categorías crítico-estéticas sean tan diversas como el arte con­temporáneo, y que por lo mismo, no exista un acuerdo universal sobre lo artístico, permite incluir el análisis de otras prácticas creativas con un enfoque más abierto. Tal podría ser el caso, por ejemplo, del arte popu­lar y la artesanía, la literatura oral, las artes manuales femeninas, la coci­na y la decoración, etcétera.

Nada nos impediría realizar un análisis estético de dichas prácticas, desde luego. Pero pronto nos encontraríamos con el rígido sistema de exclusiones imperante si tratásemos de introducir las obras correspon­dientes en los lugares y circuitos de circulación consagrados al "verda­dero arte". Allí nos percataríamos de que, aunque la teoría del arte está cambiando y flexibilizándose rápidamente, las prácticas sociales de le­gitimación de los artistas y sus obras siguen respondiendo a criterios muy poco modernos que además no siempre son explícitos y siempre son poco claros. A menos que se los estudie incluyendo una óptica po­lítica. Esto es, una visión que considere los comportamientos hegemó- nicos como parte inherente de la vida en toda sociedad, y como factores que determinan en gran medida aquello que ha de considerarse "arte".2

Desde esa óptica, me interesa en particular detenerme en un térmi­no que he encontrado en varios textos teóricos3 y que creo puede ser útil para conceptualizar las características del arte popular frente a otros

2 La obra de Amold Hauser y Pierie Bordieu nos ha hecho el gran servicio de eviden­

ciar los contextos socio-políticos de las producciones culturales. Específicamente Bordieu

en La distinción, se ocupa de los sistemas hegemónicos de legitimación de lo estético.

1 A. Hauser, Introducción a la historia del arte, Ed. Instituto del libro, La Habana, Cuba,

1969; Bill Gilbert, The potters o fM ata Ortíz . Transforming a tradition, The University of New

México Art Museum, 1995; Jonathan D. Amith, The amate tradition. Innovation and disent in mexican art, Mexican Fine Arts Center Museum/La casa de las imágenes, Chicago,

Ciudad de México, 1995.

tipos de arte y frente a los mecanismos de inclusión-exclusión que de­limitan el ámbito de la cultura. Se trata del término "tensión". Voy a usarlo para ejemplificar cómo los criterios prácticos y las conjeturas im­plícitas que rigen la selectividad estética en nuestro tiempo generan "campos minados" donde las producciones simbólicas surgidas fuera de la élite artística son sometidas a tratamientos por demás ambiguos, llenos, precisamente, de tensión.

Fuera del campo de la física, el concepto nos remite de inmediato a realidades de índole subjetiva, y un poco más específicamente, a la idea de conflicto. Hay tensión entre los parámetros vigentes para delimitar lo artístico y la realidad vibrante de un arte hecho por las clases popu­lares. La hay porque no pocas veces el arte popular desborda su confi­namiento y alcanza niveles de excelencia ante los cuales la crítica enmudece o profiere disparates. El lenguaje del arte "culto", sus pará­metros y categorías, aun las más actuales, son insuficientes para abarcar una realidad cultural que le es ajena, y a la que sólo puede acceder mediante rodeos y consideraciones tensas, claramente forzadas.4 Voy a tratar de ejemplificar ese proceder y de evidenciar que la tensión se debe, en la mayoría de los casos, a lo que Sartre llamó "mala concien­cia". Es decir, a una elaboración conceptual que no sería, en el fondo, más que la racionalización de los propios prejuicios, hecha con el fin de mantener ciertos privilegios.5

Así, analizar el arte popular desde fuera es emprender una batalla contra formas muy cristalizadas y ampliamente aceptadas de aprecia­ción de lo artístico, que lo han relegado siempre a un estatus inferior. Implica, además, el evitar conscientemente todo sentimentalismo y acti­

4 En este sentido, rodeando el espinoso e inútil asunto de las definiciones, baste

aclarar que coincido plenamente con la afirmación de Rafael Tovar y de Teresa a propósi­

to del trabajo de las alfareras de Ocumicho: "el adjetivo popular no traza una frontera

entre arte y lo que no lo es, entre expresión artística y expresión artesanal. El arte popu­

lar pertenece al panorama del arte contemporáneo con igual derecho que el arte abstrac­

to o el conceptual". Catálogo de la exposición Ocumicho: Arrebato del encuentro, Museo

de Arte Moderno, México, 1993.

5 Como bien lo señala Hauser: "un fenómeno como el arte del pueblo presupone una

diferenciación social y es incompatible con el concepto de una cultura o una actitud

anímica unitaria que abarque a la nación entera. De un arte del pueblo sólo puede

hablarse allí donde existen diferencias de clase y de cultura". Ibidem, p. 336

tud complaciente hacia las creaciones populares, y no eludir las dificul­tades formales de un análisis riguroso. Lamentablemente, muy pocos autores escapan a la tensión, a la incomodidad que significa valorar una actividad creadora realizada por aquellos que no participan plenamente de la cultura considerada como legítima. El resultado es, entonces, un tono de superioridad, en ocasiones realmente insultante, o una especie de empatia paternalista que habla de los artistas populares como si se tratara de débiles mentales o de menores de edad. Escuchemos, si no, las apreciaciones de Jas Reuter:

[...] la incomparable espontaneidad, frescura e ingenuidad que se manifies­

ta en las obras de arte popular [...] se debe a la no intelectualización del pro­

ceso creador por parte del artista popular [...] El arte popular no sólo debe

ser original: debe ir acompañado de una inocente espontaneidad [...] y si en

alguna obra de arte popular o artesanía popular encontramos uno de mal

gusto, ello se deberá siempre a alguna influencia de la civilización."6

En un juego maniqueo que pretende pasar por trabajo crítico, se llega al extremo de descalificar al artista popular si sus actitudes estéti­cas no corresponden a lo que se espera de él. Se le califica, entonces, de insincero, tramposo, pervertidor de lo auténtico, estafador, etcétera. Esto es particularmente notable cuando el artista, como señala Reuter, se ha "contaminado" con rasgos de la cultura urbana que le es contemporá­nea. Pareciera así que un requisito indispensable para que el arte popu­lar adquiera valor es que provenga de comunidades en confinamiento e incomunicación casi total, es decir, en estado de marginación patente.

Encontramos aquí una de las actitudes más cínicas con las que pue­da abordarse el estudio del arte popular. Al mismo tiempo que recalca como insalvable la diferencia entre el arte "culto" y el popular o "incul­to", niega a los productores de éste último la posibilidad de beber en las fuentes simbólicas de la cultura dominante. Esta negación no es explíci­ta, sino encubierta como actitud protectora: se trata, supuestamente, de que el artista popular no contamine su propia naturaleza con elementos que le son ajenos, y no pervierta el sentido originario de su obra.

* Jas Reuter, "xi Arte popular", en Antología de textos sobre arte popular, Fonart, Méxi­co, 1982. p. 189 y 192.

Carmela Martínez, alfarera-escultora de Ocumicho (Catálogo O c u m ich o .

A r re b a to del en c u e n tro , inba , 1993).

En esta época de la globalización plena, un supuesto como el ante­rior resulta insostenible. La comunidad mas apartada cuenta con televi­sión y bebe coca-cola. Salvo raras excepciones, en el África y en la selva amazónica la gran mayoría de los grupos étnicos marginados recibe la influencia constante de la cultura occidental hegemónica y ello se refle­ja en muchos aspectos de su cotidianidad. Lamentarlo significa, hoy por hoy, mantener un encubierto prejuicio de clase y una actitud solapada­mente racista. No por el hecho de que todo lo occidental moderno sea mejor que lo étnico tradicional, sino por creer que, a pesar del bombar­deo constante de la sociedad de consumo, los grupos tradicionales de­ben mantenerse heroicamente impasibles y dignos, conservando, para nuestro solaz estético, las marcas invariables de sus raíces simbólicas.

Una actitud mucho más objetiva sería observar cómo estos grupos se apropian de los elementos externos y los transforman, dándoles una función distinta en el contexto de su propia matriz cultural.7 Un ejem­plo muy interesante es la experiencia de las alfareras-escultoras de Ocumicho, Michoacán. Es bien sabido que estas artistas, además de su imaginería personal y colectiva -en la que siempre está presente el dia­blo y otros animales maléficos- echan mano de un acervo amplísimo de imágenes "ajenas" para elaborar sus obras. Así, realizan esculturas eróticas a partir de fotografías proporcionadas por los clientes, y son célebres las dos colecciones que realizaron para exponerse en Europa: la primera basada en iconografía de la Revolución francesa y la segunda en imágenes de la Conquista de México. Los resultados fueron y siguen siendo sorprendentes.8 No obstante, y a pesar de haber expuesto en museos prestigiosos, las alfareras de Ocumicho siguen siendo conside-

7 Sobre este punto, resulta de gran utilidad la teoría del control cultural propuesta

por Guillermo Bonfíl, en la que distingue diferentes tipos de elementos culturales: pro­

pios, ajenos, impuestos y apropiados. La apropiación de elementos externos sería una de

las vías legítimas de transformación dinámica de cualquier cultura, siempre y cuando se

adopten voluntariamente y no por imposición. Véase: Bonfil Batalla, "Lo propio y lo aje­

no. Una aproximación al problema del control cultural", en Pensar nuestra cultura, Alianza Editorial, México, 1991.

K Véase el catálogo editado por el mam ya mencionado, y el correspondiente a la ex­

periencia en Francia: Les trois couleurs d'Ocumicho. D ix artisanes et la Révolution Française, Centre Culturel du Mexique, 1989.

Cortés recibe regalos en Tepoztlán,interpretación de la escena histórica por

María Luisa Basilio (Catálogo O c u m ich o . A r re b a to d e l e n c u e n tro , in b a, 1993).

radas por algunos críticos como creadoras de art b m t . La carga peyora­tiva es doble: hacia su trabajo y hacia ellas como personas. En la obra de estas artistas están presentes, además, situaciones que su comunidad y el país viven actualmente: estatuillas del subcomandante Marcos, ca­miones polleros en los que viajan los emigrantes para llegar "al Norte", personajes de los programas de televisión, etcétera. Reprobar esas pre­sencias de lo contemporáneo y lo urbano en aras de una inexistente pu­reza estética resulta, por lo menos, malintencionado. Un buen número de artistas reconocidos actualmente en México -como Carla Ripey y Ra­fael Cauduro- utilizan elementos iconográficos de artistas del pasado, así como fotografías periodísticas, logotipos de marcas, etcétera, para

incluir en sus composiciones plásticas. ¿A quién se le ocurriría acusar­los de plagiarios, inauténticos o contaminados por el progreso?

Jas Reuter respondería la pregunta aduciendo que en este caso el proceso de creación ha sido "intelectualizado", mientras que en el de los artistas populares predomina la ingenuidad y el desconocimiento. Es decir, el artista popular no tendría una conciencia plena de sus intencio­nes estéticas, mientras que el artista de élite sí, y esto es lo que estable­cería la diferencia, el por qué en un caso la inclusión de elementos extraños o preelaborados es legítima y en el otro no.

Nos encontramos ahora con otra de las formas típicas de la mala conciencia con la que se analiza el arte popular. Me refiero al problema de las intenciones, que está también muy ligado al de las actitudes y al de los fines. Para ejemplificarlo, me referiré a la excepcional produc­ción de pintura en cerámica que actualmente ocurre en la aldea de Mata Ortíz, en la región de Casas Grandes, Chihuahua. Ningún caso es más

Vasija realizada por los esposos Héctor Gallegos y Graciela Martínez

( T he p o t t e r s o f M a t a O r t i z . T ra n s fo rm in g a T ra d i t io n , The University of New

Mexico, Art Museum, 1995).

apropiado para mostrar, al mismo tiempo, el sentido lábil de conceptos como herencia y tradición cultural, y la torpeza de algunas interpreta­ciones "especializadas" que pretenden explicar la naturaleza de obras artísticas como las que allí se crean.

Resulta que hace apenas 25 años un lugareño llamado Juan Quezada se encontró de bruces ante fragmentos de piezas cerámicas extraordi­narias pertenecientes a las culturas indias conocidas como Mimbre y Paquimé, que habitaron en la región hace varios siglos. Con paciencia y laboriosidad incomparables, Quezada logró reconstruir por sí mismo las formas de las piezas y la técnica con la que fueron hechas. Más aún, se apropió con maestría de los estilos, la iconografía y la gama cromáti­ca reflejados en las piezas arqueológicas, y a partir de ello, desarrolló sus propias creaciones. En pocos años, enseñó a sus familiares y amigos el arte de la alfarería y el de la pintura, comunicándoles además las su­tilezas estéticas necesarias para mantenerse dentro de un cauce artístico común y perfectamente reconocible por su peculiaridad. Hoy, la gran mayoría de los habitantes de Mata Ortíz se han vuelto artistas y sus obras se cotizan a precios altísimos.

El fenómeno tiene varias vetas interesantes para explorar y com­prender. Por ahora, quiero referirme tan sólo al cuestionamiento que ha­cen algunos estudiosos a las piezas de Mata Ortíz, a la tensión que ex­perimentan al sentirse fascinados por ellas y no poder evitar, sin em­bargo, pensar que están siendo engañados o que son víctimas de una ilusión.

Flora Clancy9 una crítica de arte norteamericana, sorprendida ante el éxito de las piezas de Mata Ortíz en el país vecino, sugiere que éstas han surgido "por todas las razones equivocadas". Razones subyacentes de las que nadie habla, y que ella se dispondrá a poner al descubierto. La enumeración de Clancy resulta tan clara que termina evidenciando no las intenciones solapadas de los artistas mestizos de Mata Ortíz, sino las contradicciones en las que incurre la crítica de arte culto cuando se acer­ca al arte popular, para seguir teniendo el poder de aceptarlo o de des­calificarlo según los intereses en curso.

v Flora S. Clancy, “Art works from Mata Ortiz", en The potters of M ata Ortiz. Transfor­ming a tradition, 1995.

Una muestra de los trabajos de los artistas norteños. De izquierda a derecha

obras de Nicolás Quezada y María Gloria Orozco, Manuel Rodríguez, Óscar

Rodríguez y Juan Quezada (T h e p o t t e r s o f M a t a O r t i z . T ra n s fo rm in g a T ra d i t io n ,

The University of N ew México, Art Museum, 1995).

Primera: la autora señala que el impulso inicial para la fabricación de las vasijas no es genuino. Es decir,

se inició con el conocimiento de la existencia de un mercado ávido de anti­

güedades y al obtener la habilidad necesaria para satisfacer ese deseo con

falsificaciones. Por medio de la fabricación de trabajos 'contemporáneos'

inspirados en diseños antiguos, por los que actualmente existe un ávido

mercado, rápidamente esta empresa fue más aceptable y legal.

Este primer cuestionamiento resulta clave para nuestro análisis. Re­fleja de manera clara una tensión "subjetiva" experimentada por el ob­servador ante la obra de un artista popular, que consiste básicamente en una clara desilusión al descubrir que a éste no le interesa el arte por el arte, sino que se ha mancillado calculando su creación en función del conocimiento sagaz de su mercado potencial. La imagen de un arte po­pular "fresco, espontáneo e ingenuo" se toma risible de tan burda y

malintencionada. Todavía hay quienes no pueden aceptar que artistas populares como los pintores alfareros de Mata Ortiz no sólo hayan recu­perado intencionalmente las técnicas y estilos de sus antepasados in­dios, sino que orienten su producción allende la frontera norte, donde por varias razones se cotiza mucho mejor que en su propio país.

El otro tema, el de la "falsificación" nos pone de frente a varios pro­blemas vigentes, no sólo de la crítica de arte contemporánea, sino de cualquier estudio científico de la cultura. Me refiero al asunto de las tra­diciones y la herencia cultural de una comunidad y a cómo una tradi­ción completamente olvidada es de pronto reconstruida y puesta nue­vamente en vigencia por un sólo hombre -Juan Quezada- y cómo "prendió" de manera tan fecunda entre los demás habitantes del pue­blo. La interrupción de la tradición alfarera durante varios siglos y su reincorporación más o menos abrupta es lo que causa tensión en el ob­servador especializado. Se trata de una especie de acusación de bastar­día, o de pillaje para con los propios padres. En el fondo la idea que sub- yace a tal acusación es el concepto nada moderno de "linaje", con todo su aparato de reglas y protocolos de pertenencia y exclusión. Si en la mayoría de los casos similares a éste es una tradición antigua pero todavía viva la que "autoriza" y "legitima" los productos, los artistas de Mata Ortíz se encuentran casi huérfanos de tal linaje al no existir los ri­tos de transmisión generacional de conocimientos y prácticas ances­trales. Para ellos, como dice Bill Gilbert, Juan Quezada es la tradición.

Y sin embargo, también las fuentes antiguas de su arte les pertene­cen. Igual que les pertenecen hoy en día, a todos los artistas populares, los modelos e iconografías transmitidos por los medios masivos de comunicación, las imágenes producidas por los artistas urbanos, los sueños y delirios de su inconsciente y, por qué no, las tácticas de mer­cado que rigen la vida moderna en todos sus ámbitos.10

El calificativo de "falsificación" sólo puede surgir, entonces, de una "razón equivocada" pero que pertenece al observador urbano y no al

10 Sobre las experiencias de los artesanos ante los retos que les plantea la moderni­

dad, resulta indispensable la obra de Néstor García Canclini, Culturas híbridas. Estrategias para entrar y salir de la modernidad, cnca , Gribalbo, México, 1990, en particular, el capítu­

lo "La puesta en escena de lo popular".

artista popular: aquella que pretende ignorar que el creador popular es un ser vivo y actuante, dueño de una herencia cultural, sí, pero también inmerso en las complejidades de este fin de milenio y habitado, como cualquier artista, por el deseo de reconocimiento y de éxito económico.

La segunda razón que menciona Flora Clancy es que las piezas de Mata Ortíz "se hacen estrictamente para otros, no son objetos para uso personal o local [...] y a pesar de que muchas de estas piezas tienen la forma de cerámica funcional, no lo son. Las formas de cerámica se ela­boran para ser pintadas".

Por lo tanto, tercero: los materiales y procesos tradicionales para la elaboración de la cerámica pintada están destinados para propósitos no tradicionales. Así, en resumen:

1. Estas piezas se elaboran para satisfacer la demanda del mercado,

2. A primera vista dan la impresión de vasijas tradicionales, pero no se des­

tinan a funciones tradicionales (entiéndase utilitarias), y

3. Muestran diseños no originales sino derivados de otros formatos tradi­

cionales.

Como conclusión, llegaríamos a una aparente antinomia: las vasijas de Mata Ortíz son y no son lo que parecen ser. No puede decirse que no sean arte, puesto que su excelencia lo desmentiría. No puede reclamarse que sean inauténticas por el hecho de no ser antiguas, puesto que hay una tradición estética que, aunque interrumpida, las respalda. No pue­de tampoco culparse a los artistas que aprovechen comercial y estética­mente el enorme poder evocador de las imágenes ancestrales que utili­zan, puesto que esa intención la han tenido y la tienen miles de artistas "cultos" en todas las disciplinas y en todos los tiempos. El ejemplo más trillado es el Renacimiento, que empezó con la deliberada "resurrec­ción" del arte de la antigüedad clásica.

Entre las "razones equivocadas" aducidas por la especialista Clancy, queda por discutir todavía una, que me parece ejemplificadora de la "doble moral" que los críticos aplican según se trate de arte culto o de arte popular. Me refiero al reclamo de que las piezas "parecen" vasijas pero en realidad no lo son, puesto que no se usan como tales, sino tan sólo como superficie para pintar. No forman parte del entorno del artis­

ta, ni él ni su familia las "usan" sino que las hacen sólo para vender. Aparece aquí de nuevo el tema de las intenciones del artista, y de los efectos colaterales de la obra misma, como señal de algo más que per­manecería implícito en ella.

En el caso del arte culto urbano, los criterios de autentificación de una obra están basados en factores tales como la originalidad, la innova­ción o la resolución de problemas técnicos inherentes a la disciplina de que se trate.11 No se reprocha a los artistas que hagan su obra sólo para consumo "externo" (el público) sino que incluso se considera que un artista sin público (entiéndase también sin clientes) no es tal. Nadie le pediría a un pintor famoso que su casa estuviese llena de señales de su arte o que su vida cotidiana evidenciara por doquier rasgos estéticos. En cambio, al artista popular se le tacha de inautèntico cuando se compor­ta como los artistas de la ciudad. Esto es, mientras que al artista urbano se le exige que sus obras tengan un carácter claramente no utilitario, al popular se le presume una actitud falsa cuando produce objetos pura­mente estéticos (vasijas que no sirven más que para ser vistas). Mientras que el primero tiene que demostrar su valía a través del éxito de públi­co, de reconocimiento y de alta demanda de compra de su obra, se pre­tende que el artista popular permanezca en la miseria y el anonimato para poder seguir siendo "auténtico". Se le pediría, además, que lo artístico de su trabajo ocurriese casi por accidente, sin una intencionali­dad formal-estética deliberada, y que sus ímpetus innovadores no rebasasen las señas de una especie de marco tradicional colectivo, per­fectamente identificable y clasificable desde afuera.12

11 Como lo señala Hauser: 'los entendidos en arte, sienten y valoran toda realizadón

artística como el triunfo de su autor sobre una gran dificultad técnica y se sienten mucho

más emocionados por este triunfo que la mayoría de la gente por el triunfo sobre mil

peligros de los héroes de sus novelas" (op. cit., p. 330). Lo lamentable es la sutil distinción

implícita que hace el autor entre arte culto y arte popular, ignorando que en éste último

también existen grandes dificultades técnicas que requieren preparación y alta compe­

tencia por parte de los artistas.

12 J. D. Amith describe con claridad lo que esta exigencia implica para el artista popu­

lar: "parte de una tendencia general de categorizar a los artistas del Tercer Mundo por su

grupo geográfico, político o sociocultural, genera una tensión singular para los artistas

"étnicos": tienen que ser lo suficientemente innovadores para distinguirse como indivi-

He reseñado estos casos excepcionales de arte popular -Ocumicho y Mata Ortiz- porque los considero paradigmáticos de un proceso de transformación en la conciencia estética de este fin de siglo. En ambos casos las categorías "oficiales" de legitimación del arte se resquebrajan o terminan en antinomias y contradicciones, cuando son usadas para caracterizar al arte popular. Como punta de lanza de un cambio en los parámetros de apreciación de las producciones simbólicas de los es­tratos populares, estos artistas dan cuenta de una energía creadora que no se somete a las dicotomías de la lógica occidental hegemónica (bue­no/malo, hombre/mujer, culto/inculto, arte pobre/arte rico),13 y que desborda los esquemas de análisis consagrados por la estética y la críti­ca de arte.

En mi opinión, lejos de explicitar y tratar de resolver una supuesta tensión irresoluble, lo que hay que comprender en el trabajo del artista popular y en su obra es, además de lo meramente estético, una legítima pretensión identitaria y el impulso insoslayable de su propia lucha por la sobrevivencia.

dúos, pero al mismo tiempo lo bastante convencionales para que se les considere repre­

sentativos de un grupo soriocultural en particular" (op. cit. p. 43).

13 Un análisis muy puntual del efecto que tienen estas categorías dicotómicas sobre

el arte popular puede encontrarse en Eli Bartra, "En busca de las diablas", p. 5, edición

mecanografiada de la autora.