marÍa magdalena (1880) matilde cherner

100
MARÍA MAGDALENA (1880) Matilde Cherner Edición y dibujo de portada: ©Julio Pollino Tamayo [email protected]

Upload: juliopollinotamayo

Post on 06-Aug-2015

179 views

Category:

Art & Photos


23 download

TRANSCRIPT

Page 1: MARÍA MAGDALENA (1880) Matilde Cherner

MARÍA MAGDALENA (1880)

Matilde Cherner

Edición y dibujo de portada:

©Julio Pollino Tamayo

[email protected]

Page 2: MARÍA MAGDALENA (1880) Matilde Cherner

2

MADRID: DE LA VIUDA E HIJOS DE J. A. GARCÍA.

Calle de Campomanes, núm. 6.

Page 3: MARÍA MAGDALENA (1880) Matilde Cherner

3

MARÍA MAGDALENA

(ESTUDIO SOCIAL.)

Al político más consecuente de España, al autor del importante libro “Las nacionalidades” [Francisco Pi y Margall], dedica este ejemplar de su obra

como débil muestra de cariño admiración y respeto.

Rafael Luna [seudónimo de Matilde Cherner]

Page 4: MARÍA MAGDALENA (1880) Matilde Cherner

4

DOS PALABRAS AL LECTOR.

El libro que hoy nos aventuramos a publicar, hace ya algunos años que está escrito; mas la verdadera trascendencia social del asunto, y la osadía (perdónesenos la inmodestia) con que este mismo asunto está tratado en él, nos han retraído de publicarlo hasta ahora. Un libro de tal índole no puede salir a luz más que a la sombra de un gran nombre literario, y nosotros hemos esperado a que fuera algo conocido el nuestro para atrevernos a darlo al viento de la publicidad, y exponerlo a los furores de la crítica, tan duros siempre cuando se trata de trabajos que se apartan del diapasón normal, y que, como dejamos dicho, no están garantizados por una firma ilustre. Cuantas obras se han publicado en Francia, análogas a la nuestra, hemos leído, sin hallar ninguna que trate como en esta está tratado un asunto tan trascendental y resbaladizo. El diferente punto de vista desde el cual hemos podido estudiar, los autores de esos libros y nosotros, la llaga social, en la que nos atrevemos a poner, no el dedo, la mano toda, es causa de que una obra esencialmente realista (naturalista diríamos sino hubiera sido escrita antes que Zola bautizara con este nombre un género de literatura, cuyos modelos más perfectos nos los ofrecen nuestros novelistas de los siglos XV y XVI), se desarrolle en una atmósfera del todo ideal, en la que la imaginación sola crea los cuadros de más ó menos subido color que la pluma bosqueja. Si esta circunstancia añade o quita mérito a la obra, el público, y solo el público, puede y debe decidirlo: nosotros solo nos atrevemos a asentar aquí que, no teniendo que luchar ni con la comparación, ni con el recuerdo, hemos pintado a placer nuestra heroína, haciendo de ella, no un ser fantástico, mas sí un ser superior, muy superior, á la situación triste en que la desgracia y los vicios sociales la habían colocado. No es una novela, propiamente dicho, lo que hoy ofrecemos al público; es un libro cuyo importante asunto hace tiempo que está pidiendo la atención de los sabios y los filósofos, y que otra pluma más autorizada que la nuestra debía de ser la llamada a tratarlo. Si este libro, con todos los defectos de forma y fondo que nosotros le reconocemos, hijos legítimos de nuestra insuficiencia, viera la luz en Francia, daría la vuelta al mundo, y nuestras primeras publicaciones, y nuestras mejores casas editoriales se apresurarían las primeras a traducirlo, a ofrecérnoslo como la última palabra pronunciada sobre el asunto. Como hemos nacido en España, como amamos el castellano, y lo creemos el idioma más rico, más noble, más galano de la tierra, en España y en castellano publicamos este libro; mas no sin pena damos á luz, sin esperar tal vez recompensa de ningún género, una de nuestras obras más estimadas por nosotros. Y he aquí las dos palabras que se creía en el deber de decir a sus lectores el autor de María Magdalena, para cuya obra reclama toda su benevolencia y atención.

RAFAEL LUNA.

Madrid 1880.

Page 5: MARÍA MAGDALENA (1880) Matilde Cherner

5

INTRODUCCIÓN.

EL PROCESO DE CELESTINA.

—¿Vienes a la curiosa vista que se celebra hoy, y que sin duda te dará asunto para un buen libro? ¡Qué feliz eres! que pudiendo vivir en Madrid, en el centro de los placeres, las artes y las letras, tu independencia te permite venir a curiosear lo que pasa en esta ciudad vetusta, en la que se respiran aún los vientos clásicos, tan saturados de metafísicos aromas, de los siglos XV y XVI. Me alegro de encontrarte. Yo me dirigía solo a presenciar el curioso espectáculo que atrae hoy a toda la ciudad, y yendo contigo haremos juntos nuestras observaciones sobre ese ruidoso proceso. Este turbión de palabras, para mí incomprensibles en su mayor parte, me dirigía un amigo mío y paisano, al mismo tiempo que me abrazaba con efusión y estrechaba mis manos con cordialidad en la acera de Correos de la Plaza Mayor de Salamanca. El capricho de visitar una vez más mi querida Patria me había hecho a mí (ya hace de esto algunos meses) tomar el tren del Norte la noche antes en Madrid, y satisfacer a la mañana siguiente mi deseo de anegarme en el inmenso mar de amargos recuerdos que Salamanca despierta en mi alma; mar cuyas negras y tempestuosas ondas van templando su bravura, cansadas de batir, sin conmoverla, la resistencia que les opone mi sufrimiento. —Conque; siguió diciendo mi amigo, traduciendo tal vez mi silencio por una afirmación; son cerca de las once, y la vista va a empezar; yo tenga guardado un buen sitio, porque quiero ver de cerca a la acusada. —Pero ¿qué proceso, qué vista pública y qué acusada es esa de que me hablas? —¡Cómo! ¿No has venido a Salamanca para estudiar el famosa proceso de Celestina, del que se ocupa la provincia entera? —No. He venido a pasar aquí unos días, y no entiendo de qué proceso y de qué Celestina me hablas. —¿Qué, no te acuerdas de Celestina? ¡Parece imposible que hayas sido estudiante en esta Universidad! Bien dicen que Madrid es el río Leteo. —Pero hombre, yo no conozco más Celestina que la de Rojas, y creo que esa no se habrá dado el gusto de resucitar para que la encausen ahora, después de haber sido azotada y emplumada en vida y morir de mala muerte. —No, no es esa Celestina, sino la nuestra, la de nuestros tiempos, la que en este siglo ejercía sus maléficas artes, la de bruja inclusive, y a la que por eso se puso en la ciudad el nombre clásico de las zurcidoras de voluntades. Y como yo le escuchara distraído y silencioso, añadió impaciente: —Pero ¿estás dormido ó desmemoriado cuando no te acuerdas de la bruja Celestina que vivía en el barrio de los Milagros y tenia en su casa a aquella muchacha tan hermosa y tan distinguida, a la que llamábamos Aspasia los estudiantes? —Sí, me parece que recuerdo vagamente ese nombre; pero también recordarás tú que mis aficiones no iban por ese camino, y que ni una vez sola he visto, o he estado, en la casa de esas mujeres. —Yo sí; y por cierto que no recuerdo haber visto en mi vida mujer más bella que la Aspasia, y creo que la de Atenas no seria más distinguida ni tendría más talento que ésta.

Page 6: MARÍA MAGDALENA (1880) Matilde Cherner

6

—¿Y se hallaba y permanecía en tan horrible condición? —¡Pobre muchacha! ¡Cuando murió en el hospital consumida por el dolor y la fiebre, comprendimos todos lo que valía! —Pero... si mal no recuerdo había desaparecido de la casa que habitaba, y en algunos años no se volvió a saber de ella, hasta el punto de que ya todos la habíamos olvidado. —Pues bien, ¿recuerdas a Benavides? —¿Aquel zamorano que estudiaba medicina y era tan buen mozo y tan calavera? —Sí, el mismo. —Lo recuerdo perfectamente, y recuerdo que tenía fama de buen practicante, a pesar de sus locuras. —Pues bien; Benavides es hoy médico del hospital general, y en la sala de mujeres ha reconocido entre sus enfermas a la pobre Aspasia, la ha asistido hasta el último momento en su enfermedad del pecho, y él, que sabe la historia de la infeliz, h a promovido la acusación contra la infame vieja Celestina. —Pero ¿Aspasia estaba en esa casa a la fuerza? —¡Calla hombre! si es una historia horrible la suya, que al divulgarse por la ciudad ha conmovido hasta las piedras, y hecho llorar al mismo Claustro universitario, con Rector y todo, que es cuanto hay que ponderar. Así que el día de su entierro asistió la ciudad entera, como a un duelo público. Unos la apellidaban mártir, otros santa, y todos lloraban, como si con su muerte hubiera venido alguna calamidad a este pueblo. —¿Qué le había pasado á esa infeliz, y qué había de admirable en su vida y en su muerte para esa pública manifestación? pregunté yo, principiando a interesarme en una conversación que hasta entonces sostuve distraído. —Eso es muy largo de contar. Lo que sí te digo, y como yo lo dicen muchos, es que esa pobre muchacha, por sus desgracias, por su muerte, por su talento, por su hermosura, por su vida, escrita por ella misma, ha de ser contada en los siglos venideros entre las mujeres célebres españolas. —¿Y dices que h a dejado escrita su vida? pregunté yo con curiosidad, poniendo mi mano sobre el brazo de mi amigo y despertándose todo mi interés y simpatía por aquella desgraciada. —Sí, Benavides es el depositario. Creo que quiere publicarla. —Pero ¿su vida entera?¿Sus desgracias?¿Sus... —Sí; todo, todo. —¿Podría yo ver ese manuscrito? —Creo que sí. Benavides no lo da a nadie, pero lo deja ver en su casa. A mí me ha leído algunos trozos, y... créeme, he llorado como un niño. —¿Hallaremos a Benavides en la vista? —Será difícil, porque á estas horas está muy ocupado con sus enfermos. —¡Calla! ¿Qué significa aquel tropel de gente que entra por el arco del Toro? dije yo, mirando al frente del lugar donde nos hallábamos. —Será la Celestina que la traerán de la cárcel al Juzgado para asistir a la vista. Ven, vamos a verla. Salimos de los portales al centro de la plaza, que en un momento se había cuajado de gente, y vimos que entre cuatro alguaciles, acompañados de un escribano, marchaba una vieja de tez cobriza, con la que formaban horrible contraste los blancos mechones de cabellos que salían por entre los pliegues de su mantilla de bayeta; de boca hendida, que acusaba la completa carencia

Page 7: MARÍA MAGDALENA (1880) Matilde Cherner

7

de dientes y muelas; de nariz chata y remangada, que imprimía en su semblante, que ella procuraba hacer aparecer compungido, una expresión inequívoca de descaro y desvergüenza; expresión que concluían de hacer grotesca y repugnante sus ojos verdes, redondos e inquietos, que giraban en todas direcciones, y en cuyo fondo brillaban la astucia, el recelo y la malicia. Dos cejas blancas, espesas y erizadas añadían algo de feroz y cruel a aquellos ojos, cuyos párpados, desprovistos de pestañas y ribeteados de rojo, denunciaban el abuso del aguardiente. Llevaba las manos, negras, huesosas y secas, enclavijadas sobre el pecho, y sus labios se movían cual si rezara, o tal vez a impulso del terror que no pudiera dominar su pobre espíritu y su alma sumida en el pecado y la ignorancia. Una gritería infernal, compuesta de insultos, burlas y maldiciones, acompañaba a la pobre vieja, a la que si no hubiera amparado la justicia, despedazara quizá la indignación de aquel pueblo que por tantos años había tolerado y fomentado su infame industria. A mí, que suelo mirar las cosas bajo distinto prisma, o mejor dicho, con diferente criterio que las mira el mundo, me causó tanto horror como lástima el aspecto de la vieja Celestina, y me negué redondamente a asistir a la vista, prefiriendo en cambió buscar al módico Benavides para que me dejara leer el manuscrito de Aspasia, y me diera algunos pormenores sobre su muerte. Mi paisano, cuyas instancias para que le acompañara al Juzgado fueron inútiles, renunció galantemente a ir él, y me condujo a la calle de la Rúa, donde vivía Benavides, que después de su visita al hospital, tenia a las once consulta gratis para los pobres. Era Benavides antiguo amigo mió, y me recibió con expansión y cordialidad, manifestándome el gusto con que volvía a verme. Yo le abracé con cariño, y proponiéndole el objeto de mi visita, me rogó que pasara; que pasáramos, pues mi otro amigo me acompañaba; a su gabinete de estudio, en tanto que él concluía la consulta. Cuando se reunió con nosotros, después de un cuarto de hora largo de espera, en el que yo había admirado los gruesos volúmenes que llenaban los estantes de su gabinete, la mesa de escritorio y aun las sillas, y cuyo desorden denunciaba las infinitas horas que sobre sus páginas se paraba la atención del médico, nos dijo con su habitual franqueza y su voz sonora y alegre: —No creo que os parecerá mal que tome en vuestra presencia un piscolabis, las once, como decimos en Castilla; porque los médicos, si no cuidamos nuestro estómago, somos gente al agua. Vosotros me acompañaréis. Un vaso de Jerez y una magra no los rehúsa nunca un español. Benavides contaba apenas treinta años, y era alto y fornido, de mirada brillante, palabra fácil, maneras bruscas, aficiones un si es no es prosaicas, instintos, más bien que principios, materialistas, y en cuyos discursos y en cuyas acciones brillaban admirables rasgos de sensibilidad, que se hacían incomprensibles juzgándole superficialmente. En Madrid se conoce poco el tipo del antiguo castellano viejo, franco, brusco, leal, y cuyo carácter, recto y honrado, no le permite sujetarse a los amaños de la gente cortesana, prefiriendo vegetar en su provincia, querido y considerado, aunque olvidado y pobre, a venir a buscar fortuna y fama aquí, donde no siempre las alcanzan aquellos que mejor las merecen. Entró un criado, y extendiendo, sobre un ángulo de la mesa una blanca servilleta con honores de mantel, puso encima un gran plato de magras

Page 8: MARÍA MAGDALENA (1880) Matilde Cherner

8

cuyo apetitoso olor aromatizó todo el ambiente, tres tenedores de plata, un pan, un cuchillo, una botella de Jerez y tres vasos. Lo suculento del refrigerio y la falta de ostentación con que se nos ofrecía, nos hizo admitirlo con idéntica cordialidad, y empuñando cada cual su tenedor, principiamos a dar cuenta de las magras, que según lo abundantes, anchas y bien cortadas, se conocía que no estaba solo en la despensa el rico jamón de donde tan sin duelo las habían arrancado. Al lado de la botella y de las copas puso el criado una gran salvilla de plata, que contenía un bollo maimón recién salido del horno, y que acababan de enviar de regalo al médico. El alegre sol de invierno penetraba a través de los cristales del balcón del gabinete; la temperatura de éste era deliciosa; el desorden que reinaba en él agradable; el aspecto de mis dos amigos, que hacían más honores que yo a las magras, al Jerez y al colosal bizcocho, del que partían enormes trozos como pudieran de un pan de cuatro libras, alegre y simpático, sin que nada revelara el tristísimo, el horrible asunto de nuestra conversación, —¿Con que tú viste morir a Aspasia y eres depositario de sus memorias? —Sí, amigo. Nosotros los médicos somos los testigos de todos los dolores y miserias de la humanidad, que procuramos aliviar antes de pensar en compadecer, por lo que el mundo nos acusa de insensibles y materialistas. ¡Bueno fuera qué en vez de aplicarnos a curarle nos pusiéramos a llorar los males del enfermo! Y sin embargo, algunas veces el médico no puede vencer su debilidad de hombre y se identifica, como me sucedió a mí, con los dolores de Aspasia, con los que aquejan a sus enfermos. Si su enfermedad no hubiera sido mortal y de aquellas en que la ciencia no puede hacer más que cruzarse de brazos cuando llegan a tal grado de intensidad, yo hubiera tenido que encargar a otro su asistencia facultativa, porque el interés, el afecto que me inspiraba la enferma hubiera tal vez sido: causa de que yo no viera claro en su enfermedad! Y al hablar así Benavides, con su sonora voz ligeramente conmovida y el dolor oscureciendo su brillante pupila y dando sombra a su ancha frente, coronada de: recios cabellos oscuros con reflejos leonados, llenó nuestras copas de Jerez, siendo el primero que nos dio el ejemplo para apurarlas. —Había yo ido a Zamora a asistir a mi padre, que se hallaba enfermo y quería tenerme a su lado, y dejé encargada a un compañero mi sala de mujeres en el hospital. Tardé más de un mes en volver, y toda mi clientela se había renovado. Mis enfermas se hallaban en sus casas las que habían convalecido, y en la huerta de Villa Sandin (1) las que habían muerto. Como me gusta ver las cosas por mí; mismo, a la mañana siguiente del día de mi llegada me presenté, en el hospital a visitar á mis enfermas, que casi todas me eran desconocidas, y recorriendo la fila de camas llegué a aquella en que se encontraba la pobre Aspasia. Yo no la conocí al pronto. Bien es verdad que apenas la había visto media docena de veces en mi vida, cuando, asistíamos por las noches en casa de la Celestina a hacerla la tertulia, y que ya se habían pasado algunos años desde que la vi la última vez. (1) Este nombre se suele dar al cementerio de Salamanca, por ser el del terreno en que está situado.

Page 9: MARÍA MAGDALENA (1880) Matilde Cherner

9

Me llamó tanto la atención su aspecto, y era tan distinto del de las otras enfermas, que me quedó inmóvil, contemplándola. Contaba apenas veinte años, y a pesar de los terribles estragos de la funesta enfermedad de que era, presa, su bello y expresivo semblante no había perdido nada de su encanto y distinción. Aunque la palidez que cubría su rostro podía creerse hija del mal y la postración, el óvalo perfecto de su cara, sus finas facciones, sus cejas y pestañas sumamente negras y el delicado tinte moreno que animaba un tanto su sedosa tez, la denunciaban como de pálido e interesante color. Tenía los párpados caldos, y sus pestañas, extremadamente largas, sombreaban sus hundidas mejillas. A pesar de la aparente inmovilidad de sus facciones, la contracción nerviosa de sus cejas y sus labios ligeramente entreabiertos, que dejaban ver sus blancos dientes, fuertemente apretados unos con otros, denotaban un sufrimiento interno que ella quería velar con aquel aparente reposo. Caían en torno; de su semblante los negros rizos de sus abundantes cabellos, y por bajo de la barba, sin duda para impedir que la grosera tela de la sábana rozara su rostro, asomaban las puntas de unos dedos finos y torneados, adornados de uñas largas y ovaladas, teñidas, a causa del mal, de un ligero color azulado. Me acerqué a ella, diciéndola, con interés y dulzura: —¿Sufre usted mucho? Movió, negativamente la cabeza, más sin abrir los ojos, y yo insistí diciendo: —¡Cómo! ¿No quiere usted siquiera mirarme? A estas palabras mías pintóse en su semblante una ligera expresión de dolor resignado, y abrió lentamente sus bellísimos ojos. Entonces la conocí. La mirada de aquellos ojos rasgados y negros, velados por el dolor y hundidos por la enfermedad, penetró hasta mi alma, revelándome los sufrimientos de aquella infeliz. Aquellos hermosos ojos llenos de pasión, de ternura y sentimiento, que velados por sus azulados párpados parecían brillar con eterna e inapagable llama, aquellos ojos que ni el llanto ni el dolor habían podido deslustrar, revelaban ellos solos el temple de aquel alma altiva, ardiente, amante y generosa, torturada, quebrantada, destrozada por la decepción y el sufrimiento. Sin duda reflejaba mi rostro los sentimientos, la compasión que me inspiraba la pobre Aspasia, porque después de mirarme ella un momento, me dijo: —No le conozco a usted, pero comprendo que me mira con interés y simpatía. Si hay algo que revele infaliblemente el estado de un alma desgarrada por el dolor, y que ya nada espera en esta vida, es el acento lento y apagado, llenó de tristes inflexiones, que formula un pecho herido por el dolor, y llega a nosotros en son de tierna y sentida queja. —Soy el médico de esta sala, le dije, y vengo a hacer mi visita. —¡Ah! Ya he oído que es usted muy sabio, pero su ciencia no alcanza a mi mal. —¿Quién sabe? la dije yo, tomándola el pulso y cerciorándome por él de la exactitud de su pronóstico. Sonrióse tristemente la enferma, y repuso: —Hay dolores que matan, cubriéndose con la máscara de una enfermedad cualquiera, pero que matan infaliblemente. —¿Y usted se halla tan resignada a morir? ¡Usted, tan joven y tan bella!

Page 10: MARÍA MAGDALENA (1880) Matilde Cherner

10

Al oír mis palabras, púsose aún más pálida, si esto era posible, y con voz angustiada me dijo: —¿Sabe usted, conoce usted a la desgraciada que muere en el hospital después de haber vivido en la vergüenza? Confundido yo de haberle causado aquel tormento, fatal en su estado de debilidad y excitación nerviosa, la dije con dulzura: —Sí, la conozco a usted, y la compadezco y la estimo. —Gracias, me dijo con suavidad ella. Y una lágrima de reconocimiento brilló en sus ojos. —Por eso quisiera curarla y hacerle amable la vida. — No, no; clamó con vehemencia. Ni eso es posible, ni quiero que usted lo intente. Soy tan desgraciada, tan profundamente desgraciada, que la muerte es mi única esperanza. Respetando yo el dolor y el estado de postración de la enferma, a la que mi ciencia no concedía tres días de vida, nada le dije, ni nada le pregunté, pensando con angustia y extrañeza en el fatal destino de aquella mujer tan joven, tan hermosa, tan distinguida, que había pasado su vida en una casa infame y moría en un hospital, olvidada de sus amantes de ayer y hasta de sus compañeras de degradación. Yo no sabia ni podía explicarme cómo se había hundido en el fango de la prostitución una criatura de tan alta inteligencia y sensibilidad tan exquisita, ni quién,- ni cuándo la arrastraron, a ella, tan hermosa y tan buena, al antro de corrupción en donde yo la había conocido. El vicio no pudo ser, me decía yo a mí mismo; y si fue la miseria, ¿cómo no prefirió el suicidio a la infamia esa criatura en todo tan perfecta? Por la primera vez en mi vida me puse a considerar por su lado de vergüenza y oprobio para la sociedad que la tolera, la prostitución legal de la mujer, autorizada por las leyes de todos los pueblos civilizados, y tolerada por la religión cristiana. Yo no tengo poder ni valimiento para prohibir, para cauterizar con el hierro y con el fuego esa asquerosa llaga, esa hedionda gangrena que corroe el cuerpo social; pero os prometo que en nombre de la sociedad y de la ciencia, he de perseguirla tan cruelmente que, si mi ejemplo es imitado, el mundo entero se horrorizará de sí mismo al ver denunciados diariamente por nosotros los hechos tan repugnantes, tan monstruosos, tan horribles, tan sacrílegos, que a la sombra de la prostitución legal de la mujer se amparan. Hablaba Benavides con tanto calor y vehemencia, que yo no me atrevía a interrumpirle, por más que ardiera en deseos de saber los detalles de la muerte de Aspasia; por fin le dije: —¿Y es el proceso intentado contra Celestina, tu primera denuncia y tu primera persecución? —Sí: las memorias de Aspasia me han revelado el inicuo proceder de esa mujer, y la he denunciado al tribunal. —¿Son verdaderamente dignas de atención esas memorias? —Son lo mejor, lo único que se ha escrito, que se puede escribir sobre tal asunto; y yo creo, aunque entiendo poco de literatura, que si se publican, conmoverán a toda España. —Pero ¿podrían publicarse sin riesgo? Ya ves que la materia es delicada. —Ya lo veo, y no sé qué decirte. La pluma que ha escrito esa obra, aunque ingeniosa, era una pluma femenina, y... no desciende nunca a ciertas torpezas. En las memorias de Aspasia, que son un poema de dolor y sentimiento, un libro

Page 11: MARÍA MAGDALENA (1880) Matilde Cherner

11

horrible y bello a la vez, se reproduce un fenómeno ya más veces observado en los fastos de la literatura femenina. Y es que la intuición sola lleve a una mujer, no solo a desentrañar los más hondos misterios psicológicos, sino a elevarse a las más sutiles deducciones metafísicas. —¿Y no podré yo leer esas memorias, de las que me haces tan cumplido elogio? —Sí, quiero que las leas; y tú, que eres escritor y crítico, que me digas francamente si pueden publicarse. —¿Estás tú autorizado para ello? —Las memorias son mías. Aspasia me las dio pocos momentos antes de morir, como en recompensa de los cuidados o interés que había tenido con ella; y yo, publicándolas, quisiera arrancar del olvido las desgracias de esa mujer tan digna y víctima inocente de nuestros vicios, y mostrar al mundo, en la pintura sincera y fiel que ella hace de sus desdichas, un ejemplo de su egoísmo, de su bajeza y de la ineficacia de sus leyes para proteger al desvalido. Hablando así, se levantó, y sacando de uno de los estantes un legajo de papeles, los puso en mis manos, diciéndome: —Toma y lee con atención y cuidado, que no recorrerás muchas páginas sin verter una lágrima por la infeliz autora de ese libro inmortal, a la que el mundo dejó vivir en la vergüenza y morir en la miseria. Yo leí con avidez aquel importante manuscrito, y sin alterar en él ni una coma, lo publico hoy, seguro de que causará en el ánimo de todos los lectores la profunda impresión que ha dejado en el mío.

FIN DE LA INTRODUCCIÓN.

Page 12: MARÍA MAGDALENA (1880) Matilde Cherner

12

MEMORIAS ÍNTIMAS.

Page 13: MARÍA MAGDALENA (1880) Matilde Cherner

13

PRIMERA PARTE.

DESDICHA.

I.

Hoy que la tierra es ya para mí una morada que en breve he de abandonar; hoy que ya nada espero, ni temo, del mundo o de los hombres, hoy quiero emplear los días que aún Dios me conceda de existencia, en evocar uno por uno todos los acontecimientos de mi vida, por ver si encuentro en mí misma la causa de que el cielo me destinase a ser tan desgraciada; por ver si yo, que nada espero ya de las felicidades de los hombres, puedo por mis dolores, sufridos a veces con impaciencia, mas siempre con valor, esperar algo de los goces de Dios, y elevar hasta él mi alma, ya que mi pobre cuerpo no lavara nunca las manchas que le cubren. Tal vez el valor, tal vez la vida me falten antes de terminar mi trabajo. ¿Qué importa, si estas pobres páginas, triste recreo de mi agonizante vida, con ella acabarán, y con ella irán á morir en el polvo del olvido?...

Page 14: MARÍA MAGDALENA (1880) Matilde Cherner

14

II.

El día 22 de Julio, día que la Iglesia dedica a Santa María Magdalena, nací yo en la ciudad de Salamanca, de la que era natural mi madre, y a la que había venido a esperar el alumbramiento de su primera y única hija. Mi padre, que era empleado del Gobierno, y que apenas hacia un año que se había unido a ella, no pudiendo abandonar el puesto que su destino en Burgos le señalaba, y condescendiendo con los deseos de mi madre, que quiso venir a darme a luz al lado de la suya, la dejó partir a Salamanca, aunque sintiendo separarse de ella en tales momentos, anhelando el instante, de todos tan esperado y temido, en que una joven esposa da al mundo su primer hijo. El primer cuidado de mi madre, después que se mitigó su sufrimiento, fue mandar que noticiaran a su esposo que yo había nacido, y que me llamaba María Magdalena, puesto que vine al mundo en el día de esta santa penitente. A pesar de haber nacido en Salamanca, como ya dejo dicho, habiendo salido de ella cuando apenas contaba dos meses de existencia, y muriendo poco después mi abuela, pasóse mi infancia sin volver á mi ciudad natal, mas profesándola yo una gran predilección sobre todas las otras que los continuos cambios en el destino de mi padre me hicieron desde niña recorrer; predilección hija en su mayor parte del cariño que mi madre la profesaba y que desde mi más corta edad se esmeró en inspirarme. Era yo desde niña bastante adusta, por no decir melancólica, y mi madre que, por el contrario, era viva, insinuante, alegre y un tanto frívola, me reprendía diariamente por mi falta de alegría y expansión, que ella achacaba a caprichos de la niñez. No así mi padre, que comprendiendo mi carácter reflexivo y melancólico, y la extremada susceptibilidad de mis sentimientos, solía decirme con cariñosa tristeza: —¡Cuánto tienes que sufrir y vencerte, hija mía, para vivir en el mundo! Estas palabras oprimían tristemente mi corazón, aun cuando entonces no me era dado comprender su sentido verdadero, y al recordarlas ahora me parece que encerraban para mí un doloroso presagio. Pasaban, cuál siempre pasan, fugaces los años de mi niñez, dándome mis padres una educación bastante esmerada, si se atiende a su tan poco estable fortuna, que dependía únicamente del acaso, fortuito que sostenía a mi padre en un empleó medianamente lucrativo. A esta educación, por lo regular frívola para la mayor parte de las mujeres; mi amor á la lectura y mi anhelo de saber, casi extraño en mi edad y mucho más en mi sexo, añadieron algunos elementos enteramente ajenos á la educación que se da a la mayoría de las mujeres, y que desarrollaron mi inteligencia, haciendo nacer en mí una propensión irresistible a la meditación y al estudio. Mi madre, que se preocupaba mucho de las consideraciones sociales, y que sabía, que el mundo, no solo admite al individuo según su posición, sino según el tono con que él esta misma posición ocupa, no queriendo desmerecer en las sociedades que frecuentaba, sacrificaba su porvenir al vano orgullo de seguirla corriente de un mundo disipado o imprevisor y quemar su granito de incienso en aras de la ostentación y el fausto. Mi padre, no solo no se oponía esto, sino que poco más, poco monos, pensaba y obraba lo mismo, sin recordar uno ni otro que tal vez algún día su hija, a la que acostumbraban a una vida de lujo y

Page 15: MARÍA MAGDALENA (1880) Matilde Cherner

15

disipación, se hallara sola y miserable en aquel mundo que ellos veían tan alegre y divertido. Desde muy niña fui yo notada entre las amigas con quienes compartía mis infantiles juegos, por mi carácter casi alocado, que me hacia a veces intratable, y a veces la más amable y risueña de todas. Mi genio dominante y altanero, al que tenían que sucumbir, me enajenaba muchas veces sus simpatías, así como mi franqueza y generosidad volvían á conquistármelas. Yo poseía en alto, grado el don de hacerme amable a los ojos de u n a p e r s o n a que me agradara; pero al mismo tiempo no sabia ocultar mi aversión a la que me era antipática. Causábanme instintivo, disgusto las caricias que los hombres prodigan, con demasiada insistencia a veces, a las niñas de corta edad, y con tanto tesón y constancia las rechazaba, que llegó a hacerse proverbial entre los amigos que frecuentaban mi casa el dicho de que yo seria con el tiempo otra segunda y cruel Diana. Los años, al par que mi inteligencia y mis facultades físicas, desarrollaban también los sentimientos de mi corazón, haciéndome experimentar, niña y candida aún, vagas y tiernas aspiraciones, que yo ni sabía ni podía definir, súbitos e infundados temores, dulces esperanzas, pasajeras y ardientes enajenaciones que parecían querer iniciarme en futuros y desconocidos goces. Todo esto que de numisma voy diciendo, aunque indeterminado y vago, quizá ni lo recordaría sin la facultad que desde muy pronto adquirí de hacerme palpable por medio de la reflexión y la comparación todo lo que en la existencia me parecía anómalo y misterioso, y que naturalmente me llevó a estudiarme a mi misma, siguiendo paso a paso el desarrollo de mis ideas y sentimientos. Apenas contaba trece años, cuando un acontecimiento tan imprevisto como desgraciado, rompiendo el equilibrio de mi existencia, introdujo en mi alma con la primera pena el gormen del dolor, que había de ser en ella eterno e incurable. Una apoplejía fulminante llevó a mi padre al sepulcro, cuando su robusta y joven constitución parecía presagiarle largos años de existencia, dejándonos a mi madre y a mí sumidas en el dolor y el abandono, y viendo sin vida al ser en quien reposaban nuestra dicha y nuestra existencia.

Page 16: MARÍA MAGDALENA (1880) Matilde Cherner

16

III. Pasados los primeros trasportes del dolor, y después de cumplir con todos los deberes sociales, tanto respecto a mi difunto padre como a nosotras mismas, viendo que aparte de los utensilios de casa, las ropas de nuestro uso y algunas alhajas, nada, absolutamente nada poseíamos, ni teníamos pariente alguno á quien implorar, mi madre y yo nos miramos una á la otra, y al recuerdo de aquel cuya inmensa pérdida ahora de nuevo principiábamos a comprender, prorrumpimos en amargo ó inconsolable llanto. Mi madre ¡mi pobre madre! que tanto se preocupaba de las consideraciones sociales, temblaba el momento en que nuestra pobreza, dándose a conocer, arrojara de nuestra casa a los amigos que procuraban, con su constante asistencia a ella, templar nuestro amargo dolor, e incapaz de tomar resolución alguna, veía desaparecer poco a poco nuestros escasos recursos. Una noche que nos hallábamos solas, le dije: —Mamá ¿no seria mejor que nos fuéramos a Salamanca, donde las dos hemos nacido, y donde si no me engaño, conservas la casa que mi abuelita te dejó al morir? Al oír mis palabras, quedóse pensativa un momento; y volviéndose a mí, me contestó: —¿Y no será un nuevo gasto para nosotras ese viaje? —Sí; pero escucha: tú temes y te avergüenzas de vender ninguno de nuestros efectos, porque no se publique nuestra miseria. Si nos marcháramos, a nadie extrañaría que vendiéramos todo cuanto poseemos y hasta nuestros vestidos, pues el luto nos imposibilita gastarlos ahora; con este dinero haríamos el viaje, y en Salamanca, viviendo con mucha economía, y esperando en Dios, quizá no lo pasáramos tan mal. —Ea, pues si tú te resuelves y lo has pensado tan bien, yo lo anunciaré mañana a nuestros amigos, y principiaremos desde luego a prepararnos a marchar. Mi madre tenía la fragilidad de consultarlo todo con los que ella llamaba sus amigos, y a los que iniciaba tanto en sus dolores como en sus alegrías, y si no les daba parte también de nuestra ruina, era por el temor de que cercenaran sus visitas. ¡Extraña contradicción que la hacia poner su confianza en personas á las que juzgaba ella misma, y quizá sin equivocarse, tan bajamente! Tres meses después de morir mi padre, partimos mi madre y yo para Salamanca, y este viaje, que en cualquiera otra ocasión nos hubiera sido a ambas tan agradable, llenaba nuestras almas de amargura, al recordar el triste acontecimiento que lo había motivado, aumentando si era posible nuestro natural dolor. A la caída de una tarde fría y nebulosa, pues nos hallábamos a mediados de Noviembre, nuestros ojos, que anhelantes devoraban el espacio, descubrieron a lo lejos los pardos y sombríos torreones de nuestra querida Salamanca. Mi primera impresión al descubrir aquella ciudad tan triste, oscura y solitaria, perezosamente adormida a la orilla del melancólico Tormes, que baña sus ruinosas murallas, fue tan dolorosa, que se oprimió fuertemente mi corazón, cual si un genio maléfico me hubiera revelado todos los sufrimientos que bajo aquellos sombríos muros habían de triturar mi alma.

Page 17: MARÍA MAGDALENA (1880) Matilde Cherner

17

Pasada aquella primera e involuntaria impresión, y después que mis ojos se hubieron paseado por las pardas laderas del Tormes, que corría monótono y lento, reflejando en sus aguas el encapotado cielo, después de ir mirando una á una aquellas casas estrechas y tristes, cuyos verdosos tejados denunciaban la crudeza del clima, después de cruzar sus angostas y tortuosas calles, pésimamente empedradas, y donde aún existían las huellas de su pasado esplendor; ora en una magnífica y aislada portada, ora en un viejo paredón derruido, ora en alguna almena o torre solitaria; después de contemplar con tanta admiración como asombro los grandiosos monumentos que aún conserva, apoderóse de mi alma un sentimiento de dulce y melancólica tristeza, pareciéndome que aquel recinto tan severo y misterioso, armonizaba con mis pensamientos y daba compañía a mi dolor. Mi pobre madre, afectada también con los recuerdos que la vista de Salamanca suscitaba en su ánimo, guardaba profundo silencio, viéndola yo que frecuentemente se enjugaba los ojos. Nada hay que pase más pesado, lento y monótono, que la existencia de dos pobres criaturas como nosotras, que sin abandonarse ya a grandes arrebatos de dolor, ni con fuerzas tampoco para del todo sacudirlo, nos dejábamos dominar de él sin el menor esfuerzo, pasando los días silenciosas o inmóviles y sin atrevernos siquiera a pensar en nuestro porvenir. A pesar de la viveza de carácter que distinguía a mi madre, la habían afectado tan rudamente la pérdida de su esposo, y el súbito cambio operado en su posición y en su fortuna, que yo la veía por instantes desfallecer y aniquilarse, presa de una invencible pasión de ánimo. ¡No recordaba que al dejarse morir por no luchar con el dolor y la miseria, me dejaba a mí sola en el mundo y expuesta a toda clase de peligros y desgracias! Al llegar a Salamanca, fuimos a instalarnos en la casa, que, como dejo dicho, poseía mi madre, heredada de su familia. En la primera época, algunas personas relacionadas con ella, procuraron consolarnos y hacernos compañía; mas como mi madre había perdido por completo su festivo y amable carácter, y yo no era más que una niña, nuestro trato debió parecerles tan fastidioso y triste, que poco a poco fueron dejando de visitarnos; con tanto más motivo, cuanto que nosotras jamás nos habíamos presentado en sus casas, y las visitas, como todo lo de este mundo, solo se sostienen por el interés y la reciprocidad. A los pocos meses de nuestra estancia en Salamanca, agotados a pesar de nuestra economía todos nuestros recursos, pensó mi madre en vender la casa, único bien que poseíamos. De veras que á los ojos de los que estén acostumbrados a subsistir toda su vida del trabajo de sus manos, será un hecho vituperable e indigno de perdón, el que nosotras verificábamos al ver acercarse la hora de nuestra total ruina, sin procurar hacer nada para detenerla. Pero si se reflexiona que yo no tenía más que trece años, y que mi madre, aunque joven, se hallaba enferma y abatida, víctima de su educación y sus costumbres, no pudiendo soportar ni aun la idea de sujetarse al trabajo, a la servidumbre, tal vez se convierta en lástima y conmiseración el sentimiento de reproche que al pronto inspire nuestra inercia. La casa, a más de no ser nada notable, a pesar de su extensión, y estar situada en un barrio excéntrico, se hallaba medio ruinosa, y como la necesidad se nos iba haciendo muy apremiante, la vendimos por lo que quisieron darnos por ella.

Page 18: MARÍA MAGDALENA (1880) Matilde Cherner

18

Jamás olvidaré el dolor de mi madre al recoger aquella cantidad, ni la expresión de amargura con que me dijo al guardarla: —Con esto tendremos para vivir tres años. Vendida la casa, alquilamos para mi madre y para mí unas habitaciones en un edificio que había sido colegio según creo, y en él que vivían reunidas una porción de familias miserables, que tenían como nosotras que sacrificar el bienestar y la independencia al módico precio por el cual allí se daba habitación. ¡Cuántos días pasamos mi madre y yo en aquella desmantelada sala, desde la que solo se veía el sol cuando reflejaba en la pared frontera, siendo preciso sacar la cabeza por la ventana, para contemplar un pequeño espacio de cielo, simétricamente cortado por las altas paredes del cuadrilongo patio! Desde que habitábamos aquella triste vivienda, nos habíamos aislado enteramente del mundo, y solo una pobre mujer, que iba a ayudarnos en nuestros quehaceres domésticos, era la única persona que penetraba en nuestra casa. Los demás vecinos, o bien por respetar nuestro aislamiento, o bien porque les fuera indiferente, si no enojoso, el trato con personas, que si bien de otra educación que ellos, la miseria las ponía en su contacto, nada hicieron por intimarse con nosotras, y nosotras igualmente casi rehuíamos sus saludos. He aquí cuál era nuestra vida en aquella casa, cuya falta de espacio y alegría nos hacía las horas más tristes, largas y pesadas. Mi madre salía temprano a oír misa, pasándose en el templo largas horas, después de las cuales, yo la veía volver más triste y abatida, entregada lo restante del día al silencio y la meditación, y la noche atormentada por dolorosos insomnios. Yo apenas salía de casa, y en el rincón más oscuro de ella permanecía agobiada de dolor todo el tiempo que podía sustraerme a las miradas de mi madre, rogando a Dios, con todo el fervor de que era capaz mi alma ardiente y pura, nos tendiera una mirada compasiva. Era la estación de verano, y a la hora del crepúsculo salíamos mi madre y yo a darnos un ligero paseo por algún sitio solitario, aspirando con avidez el puro y balsámico ambiente de los campos y la pura brisa del río, que ensanchaban nuestros oprimidos corazones. Con el luto, me había yo empezado a despojar de mis atavíos de niña, y a pesar de que aún no contaba catorce años, mi elevada estatura, atendiendo a la edad, y el precoz desarrollo de mi persona, me permitían figurar al lado de mi madre como una completa señorita, no pudiendo ella contener el llanto, cada vez que a la hora del paseo me veía envolver mis hombros en un mezquino pañuelo negro de lana, y echar sobre mi cabeza un ligero velo, bajo el cual ocultaba yo siempre mi semblante. Mi madre pensaba sin duda, al verme tan pobremente equipada, en los variados y elegantes trajes que yo podría lucir, si viviendo mi padre no se hubiera operado tan terrible cambio en nuestra fortuna, y en lo feliz que se sentiría ella al llevar a su lado a su querida hija, viéndola competir en gracia y elegancia con todas sus compañeras y principiando ya a alcanzar los aplausos del mundo. Cuando recuerdo esta época de mi vida ¡tan triste! mas sin embargo, tan pura aún para mí, y pienso que mi madre, que me veía crecer a su lado, que nada esperaba del mundo, ni para mí, ni para ella, no buscó un recurso cualquiera, por más penoso que fuera, que nos rescatara de la miseria á ambas, y a mí del oprobio ¡Dios mío!... casi siento impulsos de acusarla...

Page 19: MARÍA MAGDALENA (1880) Matilde Cherner

19

En nuestro número de escaseces contaba en primer término la de la instrucción, pues nuestros libros fueron vendidos como nuestros muebles, ropas y alhajas, quedándonos únicamente un libro de oraciones lujosamente encuadernado, que pertenecía á mi madre, y mi querido Quijote, que yo había sustraído a l a venta. Aquel precioso libro, que en tiempos más felices excitaba en mi madre y en mí tan alegres carcajadas, con sus graciosísimas y maravillosas aventuras, al leerlo ahora con el alma llena de dolor y el corazón oprimido por tristes presentimientos, hallaba ocultos en él mil pensamientos profundos y filosóficos que hasta entonces jamás descubrí, y en sus eternos y siempre oportunos chistes, un fondo de resignada y meditativa tristeza. Aquel libro, mi único amigo, mi único consuelo, brindábame en sus páginas tan sabias lecciones, que yo lo leía con creciente fe, hallando siempre en él algún nuevo y delicado pensamiento que fortificaba mi espíritu y daba sabroso pasto a mi imaginación.

Page 20: MARÍA MAGDALENA (1880) Matilde Cherner

20

IV. ¡Ay! este asomo de tranquilidad, muy parecido en nuestra dolorosa existencia al momentáneo alivio que proporciona el opio a un infeliz, víctima de una enfermedad aguda y mortal, vióse bien pronto destruido, y mi pobre alma sumida en nuevas angustias y dolores, que la hicieron hallar apacible, casi risueña, aquella corta tregua, en que mi sufrir, aunque lento, menos agudo, monos punzante, menos inmediato, me dejaba lugar, no para abrir mi alma á la esperanza, para medir la profundidad de nuestra desventura. Con los primeros fríos del otoño, postróse en el lecho mi madre, cuya salud estaba muy decaída, agravando su postración la zozobra que le causaba nuestro triste porvenir. Con el mal se había puesto mi madre tan impertinente, que probaba cien veces al día mi paciencia con sus quejas continuadas, sus recriminaciones y arrebatos de dolor. Al instalarnos en aquella pobre casa, mi madre había señalado una cantidad mezquina y fija para nuestro gasto diario, alcanzando apenas, como ya dejo dicho, nuestros recursos a sustentarnos por tres años. A los pocos días de enfermedad, principió mi madre a perder el apetito y mostrar repugnancia por los pobres manjares que componían nuestro alimento. Yo me esforzaba en aderezarlos del mejor modo posible; y con los ojos preñados de lágrimas, más afectando para animarla un cariñoso y festivo acento, la invitaba a que tomase aquel pobre manjar, al que todos mis afanes no habían podido dar la suculencia de que carecía. Todo era en vano: mi madre empeoraba de día en día, y con la enfermedad, se acrecentaban su irritación nerviosa y su inapetencia. Una tarde: aun ahora sufro el recordarlo; en todo el día había querido mi madre probar bocado, y la fiebre la atacaba con más fuerza. Cansada de importunarla, me había sentado junto a su cabecera sin saber qué hacer de mí misma, cuando fijando sus ojos en los míos, brillantes de calentura y animados de una expresión terrible, me dijo con amargo e irritado acento: —¿Vas a dejarme morir de necesidad, sin darme más que esos repugnantes alimentos? Al escuchar estas palabras, saltó de la silla, cual si me hubieran arrojado de ella, horrorizada a la idea de que mi madre pudiera figurarse que yo, por egoísmo o indolencia, no buscaba los medios de aliviarla. Desde aquel día, y triplicando nuestros gastos, proporcioné a mi madre todos cuantos antojos su enfermedad la sugería, sin querer pensar en el momento en que agotados aquellos recursos, tuviera que dejarla morir y morirme yo con ella. También hubiera yo querido llamar a un médico, que arrancando a mi madre de la enfermedad, nos permitiera algún alivio y esperanza; más ella se negó obstinadamente, no sé si porque no se hiciera más pública nuestra miseria, o porque su ánimo impaciente y agitado con su enfermedad y nuestros infortunios la hacia caer en perjudiciales aberraciones, a las que yo no podía oponerme, si quería verla algo tranquila. ¡Qué días al lado de mí madre, que solo salía de su pesada inmovilidad para llorar, impacientarse o dirigirme alguna amarga queja que desgarraba mi corazón!

Page 21: MARÍA MAGDALENA (1880) Matilde Cherner

21

¡Qué noches, en las que figurándome a cada instante que se agravaba su mal, permanecía al lado de su cama, con los ojos fijos en su lívido semblante y casi embotada por el frió y el insomnio! Un invierno crudo y largo, cual lo es siempre el de Salamanca, acabó de quebrantar la débil salud de mi madre, y yo que esperaba ansiosa la primavera, creyendo que su purificador ambiente la daría fuerzas para sacudir su postración, vi pasar Abril, Mayo, Junio, no solo sin que mi madre se aliviase, sino agravándose por momentos su mal, que para mí principiaba a tomar un siniestro carácter. También nuestros recursos se iban agotando, y yo, que no me atrevía a comunicar a mi madre mis inquietudes, pues el más pequeño disgusto exaltaba su débil cabeza, causándola peligrosas y fuertes crisis, sentía impulsos de pedirle a Dios me llevara del mundo, puesto que ni con mi vida podía devolver la salud a mi madre. Pasaron Julio, Agosto, Septiembre: cada día de estos meses tan pesados y calorosos, iba arrojando sobre mi corazón un dolor más horrible y sombrío, borrando por completo las débiles ráfagas de esperanza que alumbraban fugazmente mi alma dolorida. Y en este abismo de negros sufrimientos, viendo en torno de mí la desolación, la miseria, la muerte y sin atreverme a fijar mi vista y mí pensamiento en el porvenir que me aguardaba, toqué en la época más feliz y anhelada de la vida de la mujer. En esa época en que niña aún, por su candidez e inexperiencia, y mujer ya, por su corazón y el desarrollo de sus facultades, ve surgir ante su vista todo un mundo de dichas e ilusiones, en el que su alma, sedienta de ternura, se lanza en pos de esos aéreos goces, tan puros y codiciados, que encantan la primera juventud de la mujer. ¡Y yo, pobre desgraciada, arrostraba mi terrible vida junto al lecho de mi madre moribunda, con el dolor por patrimonio y la miseria y el abandono por única herencia! Cansada de rogar a Dios, ya nada le pedía, y únicamente pensaba algunas veces, que, si mi madre llegaba a morir, y yo, sola en el mundo, veía concluirse mis recursos, me dejaría morir también, y quizá en otra morada más dichosa iría a encontrarla. A fuerza de sufrir, a fuerza de llorar, mi corazón parecía haberse aniquilado, y gastados en mí los resortes del sentimiento, yacía aletargada en fría insensibilidad. ¡Con cuánta violencia principió a sufrir de nuevo, el día en que el terrible estado de mi madre me reveló su cercana muerte!... ¡Su muerte, en la que yo había á veces pensado; mas en la que nunca creí!... ¡Su muerte, que me dejaba sola, enteramente sola, en el mundo!... Loca de dolor, mandó al punto llamar un módico, culpándome a mí sola de la persistencia con que mi madre se había negado siempre a aquella determinación. ¡Con qué ansiedad, con qué angustia esperó su terrible fallo!... ¡Con qué serenidad, con qué tranquilo acento lo pronunció él!... ¡Mi madre, mi pobre madre, estaba herida de muerte!... Ser yo su hija, verla morir ¡morir siendo mi único amparo! ¿y no poder salvarla a costa de mi propia vida?... A los tres días de asistir el médico al ir yo a dar dinero a nuestra asistenta para

Page 22: MARÍA MAGDALENA (1880) Matilde Cherner

22

comprar una medicina que había recetado, me encontré con que agotado por completo nuestro pequeño caudal, ni restaba de él la cantidad suficiente para pagar aquel medicamento que quizá aliviaría a mi pobre madre. Casi sin sentido, al ver agolparse sobre mí tantas y tan terribles desgracias, me dejó caer sobre una silla sin saber qué partido tomar, y al cubrirme el rostro con las manos, llena de dolor, mis dedos tropezaron en unos pequeños zarcillos de oro, que me servían de pendientes. Me levanté precipitadamente, y quitándomelos, se los di a la mujer aquella con la receta y un vaso, diciéndola hiciera el favor de vendérmelos y de su importe pagara la medicina. Desde aquel día mi pobre casa, cual si estuviera entregada al saqueo, fue despojada de todos sus muebles, cuyo pequeño importe veía yo consumirse casi instantáneamente. El estado de mi madre era cada día más peligroso, y el médico se vio en la necesidad de decirme a mí misma que mi madre se moría y que era necesario pensara en disponerse a tan terrible trance. ¿Y cómo iba yo a hacer a mi madre esta triste proposición? Acerquéme a su lecho paso a paso y temblando, e inclinándome a ella, le dije con ahogado acento: —Mamá ¿cómo te sientes? Volvió un poco el rostro hacia mí, y después de un penoso esfuerzo, me contestó: —¡Ay Magdalena!... ¡yo me muero!... —¿Qué te ha dicho el médico? —Nada; pero yo me siento muy mala, muy mala. Al oír su voz débil y llena de fatiga, al ver su rostro casi cadavérico y su apagada mirada, sin poder por más tiempo contenerme, yo, que delante de mi madre ocultaba siempre mis congojas, dejé caer la cabeza sobre su misma almohada sollozando amargamente. —¡Hija mía!... ¡Magdalena!... me dijo mi madre, procurando aproximar al mío su rostro moribundo. —¡Mamá!... ¡mamá!... ¡no te mueras!... ¡no te mueras, por Dios!... grité yo, fuera de mí y arrojándome a su cuello. Quedóse casi muerta en mis brazos, en fuerza de su dolor, y yo, reprimiendo el mió, me esforcé en volverla á la vida con mis besos y mis lágrimas. Cuando la vi más serena, con voz tranquila y resignada, la participé la orden del médico, y ella, mirándome con dolor, me dijo: —Magdalena, no pidas a Dios mi vida, ruégale solo que me lleve a sí, para que pueda velar por la hija que dejo sola y abandonada en este pobre mundo. ¡Ay madre mía! si es de veras que me ves, que me oyes, ¡cuánto habrás sufrido al ver siempre en aumento las desgracias de tu pobre Magdalena! Aquella corta y dolorosa conversación fue la última que con mi madre tuve. A poco rato el cura de aquella feligresía, avisado oportunamente, se presentó a mi madre, y dejándola yo con él, me salí fuera a dar un momento expansión a la pena que me devoraba. En la noche de aquel día recibió mi madre ¡bien pobremente, Dios mío! todos los auxilios espirituales, y el penoso esfuerzo que tuvo que hacer para soportar aquellos actos tan imponentes y dolorosos, dejóla tan postrada, que casi podía decirse no era más que un cadáver.

Page 23: MARÍA MAGDALENA (1880) Matilde Cherner

23

Desde que nos instalamos en aquella casa, el propietario, al que no habíamos dado fianza alguna, nos exigía a principio de mes, y siempre adelantada, su modesta renta. Habíase ya cumplido el plazo, y trastornada yo con mi dolor, me olvidé por completo de aquella circunstancia, que me ponía en tan terrible apuro. La mañana siguiente al día tan fatal para mi madre y para mí, presentóse el casero en mi habitación a pedirme la renta del mes entrante, si es que pensábamos seguir viviendo en la casa. Yo, que no tenía ya el más pequeño recurso, que había el día anterior, y después de vender todas mis ropas, enajenado también mi querido Quijote para pagar los gastos de iglesia, dije a aquel hombre que me dejara por Dios dos días más en la casa, que mi madre se estaba muriendo, y yo no tenia con qué pagarle. Convino en ello, y marchándose, yo me volví al lado de mi madre moribunda, pensando con un sentimiento de envidia, que ella se vería pronto libre de aquellas penalidades y miserias que tan amarga hacían mi existencia. Aquel día, último de la vida de mi madre, lo pasó entero sentada junto a su lecho, sin probar el menor alimento y sin que ser alguno viniera a sacarme de mi pesada inmovilidad, muy semejante al alelamiento. Mi madre tampoco daba apenas señales de vida, y yo, perdida toda clase de esperanza, aguardaba solo a verla morir, para dejarme morir también; mas sin tener que echarme en cara el que la hubiera faltado un solo momento mi asistencia. A la entrada de la noche se presentó el médico, y en seguida de él nuestra asistenta, y como el primero dijese que mi madre apenas llegaría a la media noche, aquella buena mujer, compadecida de mi soledad, se brindó espontáneamente a quedarse en mi compañía; oferta que oí yo, así como la sentencia del facultativo, sin salir de mi estado de insensibilidad y estupor. Una tras otra, conté las horas de aquella noche, en la que el único ser que en la tierra me quedaba iba a abandonarme, y recordando las palabras del médico, repetía, cada vez que daba el reloj: —¡A la media noche! Era, ya Noviembre, y un viento impetuoso conmovía las ventanas y puertas de nuestra casa, penetrando por las mal unidas junturas, haciendo vacilar la llama de la vela que ardía á los pies del lecho, sobre una mesa que sostenía un santo Cristo. La mujer que se había quedado á mi lado rezaba fervorosa, y el ruido monótono de su rezo y los mugidos del viento, unidos al ronco exterior que se escapaba del pecho de mi madre, parecían entonar a mi alma un canto de agonía. A las once y media, aquel soplo de vida que animaba a mi madre se fue apagando gradualmente, y a la primera campanada de las doce se unió el último aliento que se escapó de sus labios. Había sido su muerte tan tranquila, que trascurrieron algunos segundos sin que yo, que no separaba de ella mis ojos, me diera cuenta de que mis ojos no contemplaban más que su cadáver. Ni un grito, ni un sollozo se escapó de mi pecho al revelárseme aquella horrible verdad; solo volviéndome á la mujer que rezaba fervorosa, la dije con voz extraña al humano acento: —¡Ya ha muerto!

Page 24: MARÍA MAGDALENA (1880) Matilde Cherner

24

V.

¡Oh! y era preciso principiar a sufrir de nuevo, a sufrir sin tregua ni reposo. Era preciso pensar ¡pensarlo yo misma! en el entierro de mi pobre madre, en su mortaja, en su ataúd, en su misa de réquiem... ¡y pensar en todo esto cuando en nuestra pobre casa ya no había el más pequeño recurso, cuando agotada la fuerza sobrenatural que el paroxismo del dolor me infundía, sentía circular por mis miembros el frío de la muerte, y mi niño corazón, aniquilado por tan cruel sufrimiento, se sentía ávido del reposo que ofrece la paz de la tumba. Me levanté, salí de aquella habitación, y abriendo una ventana miró con ojos extraviados aquel cielo cubierto de negros nubarrones, buscando en la inmensidad del espacio a Dios, que ya mi alma en ninguna parte hallaba. El viento azotó con furia mi rostro demacrado, y a la idea de que el cuerpo de mi madre, insensible ya al dolor, no sufriría con las miserias de la vida, pensé, con placer casi, que yo me moriría también muy pronto, de hambre y frío, si no de dolor, y que dejaría de sufrir como ella. Esta amarga esperanza fortaleció mi espíritu, y volví a entrar en el dormitorio de mi madre, resuelta a apurar hasta las heces la copa del sufrimiento. Yo, yo misma, acompañada de aquella pobre mujer, vestí á mi madre su último traje, y arreglándole los cabellos lo mejor que pude, le puse sobre el pecho una cruz que ella había siempre apreciado mucho, pensando luego en lo que me costaría un modesto ataúd, pues temblaba a la idea de que el cuerpo de mi madre fuera colocado sobre la tierra, y un pobre funeral, tan pobre como yo podía pagarlo. El lecho en que había muerto mi madre, una pequeña mesa que había a los pies y la silla donde yo me sentaba era lo único que poseíamos, pues mi cama, mis ropas, hasta el último utensilio de casa estaban ya vendidos. Consulté con la asistenta mis tristes cálculos, y valuando el catre, los colchones y las ropas, creímos reunir una cantidad suficiente a lo qué necesitábamos. Al ser de día la asistenta salió a buscar un hombre que se encargara de hacer el ataúd, y yo me quedé sola con mi madre muerta. Me arrodillé al lado de su lecho, y ocultando el rostro entre mis manos, quedé anegada en un confuso mar de dolor, llanto y oraciones. Todo aquel día pasó para mí en un continuo martirio, y precisada a atender a los que se presentaban en mi casa, ya para tomar la medida y ajustar el ataúd, ya para colocar a mi madre en él, ya para tasar los muebles y ropas que yo vendía, llevárselos y entregarme su importe, ya, por último, para llevarse a mi pobre madre... ni un instante, ni uno solo me dejaron para entregarme a mi dolor, obligada por la inflexible necesidad a intervenir en aquellas dolorosas operaciones. A la caída de la tarde, y después que hube satisfecho todos los gastos, dando; a la buena mujer que tanto me había servido y acompañado las dos últimas monedas de 10 reales que me quedaban, la despedí, diciéndole que no volviera, que ya no necesitaba sus servicios, quedándome entonces sola, enteramente sola, con mi dolor y mi miseria. Hacia cuarenta y ocho horas que no tomaba el menor alimento, y sin pan, sin luz, sin lumbre, sin vestido, pues únicamente cubría mi cuerpo una pobre bata negra, cerré la puerta de mi cuarto, yendo a arrodillarme en el sitio donde la noche antes estaba colocado el lecho que sostenía a mi madre moribunda, y cuyo ronco exterior me parecía aún oír.

Page 25: MARÍA MAGDALENA (1880) Matilde Cherner

25

¡Dios mío! si ha habido un dolor en el mundo que al mío iguale y sin rayar como el mío en la desesperación, ¿con qué has premiado el alma angelical que tanto supo sufrir y resignarse? Pronto las sombras invadieron aquella fría y desmantelada sala, y mi cabeza, débil a falta del alimento y exaltada por el dolor, principió a ser presa de espantosos delirios, que poblaban de horribles espectros, de gritos inarticulados, aquella habitación sombría y solitaria, revolcando mi alma en el más hondo abismo del humano dolor. Y en medio de aquellos medrosos fantasmas, mi mente fascinada creía ver a mi madre con el semblante lívido, con las manos cruzadas sobre el pecho, cubierta con su vestido negro, cual aquel mismo día yo la vi llevar a enterrar, y que levantándose de su ataúd, derecha e inflexible, con los miembros agarrotados, venia a colocarse al lado mío, y yo me retiraba espantada de que me tocase su helado espectro. Quería huir, y no podía; quería gritar, y la voz se helaba en mi garganta; quería rezar, y no hallaba ni palabras, ni fervor; estaba sola, no tenía luz para disipar aquellos fantasmas, ni un ser que acudiera a mis voces. Tampoco tenia hambre, y en mis mil necesidades, a más del terror que aquella soledad y aquellas sombras me infundían, sentía un frío mortal, que me hacia estremecer cada vez que el viento, que zumbaba aun con más fuerza que la noche anterior, conmovía la puerta de mi cuarto. No sé cuantas horas pasaría presa de aquel delirio; no sé cuantos espectros, cuantos horrores evocaría mi débil imaginación; no sé si el dolor, si el hambre, si la locura, me sugirieron el terrible pensamiento que fue causa de mi desgracia. Cansada de desvariar, consiguiendo alguna lucidez para mi pobre espíritu, pensé en el instante en que la luz del nuevo día alumbrara mis ojos, y que yo, yo no debía ya jamás volver a verla; tenia que morir irremisiblemente aquella noche. ¿Por qué, Dios mío, cuando yo así raciocinaba, no me hiciste morir de hambre y de frío en aquella misma hora y en aquella misma casa que había visto morir a mi madre? Pura yo entonces del oprobio con que han mancillado mi ser, hubiera ido a ti con mi inocencia de niña y mi dignidad de mártir. ¡Pero permitiste que viviera! ¡Pero me diste el juicio suficiente para comprender que aquella noche aun no me matarían el dolor y el hambre!... ¡Pero me diste fuerzas para proyectar un crimen y para principiar a ejecutarlo!... Solo una desesperación tan grande e hija de tan horribles sufrimientos como la que a mí me poseía pudo darme en aquel trance fatal la tranquilidad suficiente para calcular con precisión los medios de mi suicidio. Mi primer movimiento, hijo del dolor, fue el de estrellar mi frente contra el suelo; tal ansia sentía de dejar de sufrir. Mas sobreviniendo la reflexión, pensó que aquel golpe no podía más que aturdirme, y, dejándome la vida, aumentar y prolongar mis tormentos. Después pensé en arrojarme por la ventana que daba al patio, y cuya elevación era garantía de mi muerte. Mas no podía morir en el acto, y asustados los vecinos importunarían mi agonía con inútiles socorros y agrias recriminaciones. Me recogí sobre mí misma, y tras cortos instantes de meditación, brotó en mi mente una idea que yo creí luminosa.

Page 26: MARÍA MAGDALENA (1880) Matilde Cherner

26

En las largas horas de vigilia que la enfermedad de mi madre me había impuesto, acercábame a veces a la ventana, y en medio del profundo silencio de la noche, infundía en mi alma melancólica tristeza el lejano y misterioso murmullo del río que corre al pie de esta ciudad. Este recuerdo fue un rayo de luz para mí. Las aguas puras y serenas del Tormes, sepultarían mi dolor y mi miseria. Nada me arredró el tener que salir a la calle en medio de la noche. Ningún temor contuvo mi atrevida planta. Echando sobre mi cabeza el pobre mantón que envolvía mis hombros, púseme en pie decidida, y buscando a tientas la puerta de mi cuarto, la abrí sin dar ruido y me dirigí a la escalera. Como de casa de muchos vecinos, la puerta de la calle se afianzaba interiormente con un pesado cerrojo y el picaporte, para que todos pudieran entrar y salir libremente. Con mano firme, aunque abrasada por la fiebre que trastornaba mi cabeza y me daba aquella ficticia y asombrosa resolución, descorrí con tiento el cerrojo, y alzando el picaporte salí, volviendo a cerrar la puerta con cautela. La noche estaba oscurísima; zumbaba impetuoso el viento, y ni una luz, ni el menor ruido acompañaban aquellas pavorosas sombras. Me detuve un momento al lado de la puerta; un vago temor se apoderó de mí al pensar que tenía que arriesgarme en las profundidades misteriosas de aquella espantosa oscuridad. El lejano y monótono murmullo del río, que un intervalo en los mugidos del viento me permitió escuchar, vino a darme el valor que me faltaba. Parecióme oír la voz de un amigo que me llamaba de lejos a su lado. Apenas habría dado unos cien pasos, cuando el reloj de la próxima catedral, me dejó oír sus pausadas vibraciones. A la primera campanada, mis pies quedaron paralizados, y con el corazón palpitante conté, una tras otra, aquellas notas solemnes. Eran las doce. ¡Las doce! La misma hora en que mi madre había espirado. ¡Veinticuatro horas ya que no existía!... ¿Y aún yo vacilaba en seguirla? Hice un supremo esfuerzo y continué caminando con mayor rapidez, cual si temiera que el dolor o la postración interrumpieran mi marcha. La casa que habitábamos estaba situada cerca del sitio donde aún hoy existen las ruinas del convento de San Agustín, y la ruta que yo me había marcado me llevaba primero a la plazuela de San Isidro, y después, bajando por la Compañía, a la puerta de San Bernardo, y últimamente al río, que no lejos de allí corre. A pesar de la densa oscuridad y de la ninguna costumbre que yo tenia de salir a la calle en tan desusadas horas, los edificios que entre las sombras se destacaban, iban, cual mudos fantasmas, enseñándome silenciosos mi camino, y yo los seguía con una rapidez hija de la exaltación de mi espíritu, que me hacia olvidar toda clase de temores. Ni un alma hallé en mi camino. La fuerza del viento parecía acelerar mi carrera, y más bien que andar, me precipitaba por la Compañía abajo, cual arrastrada de un fatal torbellino. Al llegar a las Agustinas, mis piernas principiaron a flaquear y mi cabeza a desvanecerse, y solo aquella fija y horrible idea que a la muerte me arrastraba dábame fuerza para proseguir mi camino.

Page 27: MARÍA MAGDALENA (1880) Matilde Cherner

27

Pronto acabé de perderlas. Pronto principiaron a zumbar en mis oídos temerosos rumores. Pronto los objetos, que las sombras me permitían distinguir, principiaron á girar en mi derredor con espantosa rapidez, y yo también creía girar con ellos. En este estado de delirante postración llegué a dar vista al Campo de San Francisco. Yo marchaba fuera del Campo, siguiendo la línea de los edificios que han sustituido al antiguo convento, y mi imaginación, fluctuando entre su resolución y su anonadamiento, y mis piernas vacilantes a causa de aquella larga carrera, después de tan larga postración y cuando hacia dos días que me hallaba falta de alimento, fuóronse paralizando gradualmente, y caí sin sentido a la embocadura de la calle que da vista a la Casa-Hospicio.

FIN DE LA PRIMERA PARTE.

Page 28: MARÍA MAGDALENA (1880) Matilde Cherner

28

SEGUNDA PARTE.

INFAMIA.

I. Cuando volví en mí, me parecieron tan anómalos todos los objetos y personas que hallé a mi derredor, que no supe darme cuenta de si era hijo del delirio, o era real y verdadero aquello mismo que mis ojos veían. Hice un supremo esfuerzo de imaginación, y recorriendo mi memoria todos los trámites de aquella noche fatal, llegué al momento en que di vista al Campo de San Francisco, sin que más allá pudiera descifrar nada mi débil cabeza, y casi sin saber yo misma si estaba muerta o viva. Cerró los ojos un instante, y oí una voz alegre y burlona que decía a mi lado: —¿Qué es eso, Celestina; se le pasa la congoja a tu nueva educanda? —Así parece, D. Pedro, contestó otra voz de mujer, áspera y desapacible; pero ésta no es educanda mía, como dice usted, sino una pobre muchacha que me he encontrado en la calle medio muerta. —Y que vas a hacer la caridad de recoger en tu casa ¿eh? le volvió a decir la voz que ya hablara anteriormente. Y añadió: —¡Pobre muchacha! ¿Es cierto que esta enferma? —Ya se ve que sí, contestó la voz de mujer; y ya que es usted medio módico, podía ver qué es lo que tiene. —Con mucho gusto. Y yo, que había oído maquinalmente aquella para mí ininteligible conversación, sentí una mano tibia y suave que se apoderó dulcemente de la mía. Abrí asustada los ojos, y vi en pie junto a un sofá en que yo estaba reclinada, un joven de rostro pálido e inteligente, que me observaba con profunda y meditativa atención. Al otro lado mío, y casi sosteniéndome en sus brazos, se hallaba una vieja de fisonomía resuelta y descarada, y cuya tez, de un moreno cobrizo, contrastaba notablemente con las blancas canas que cubrían su cabeza. —¿Dónde has hallado a esta pobre niña? preguntó el joven a la vieja con el mayor interés. —Tendida en el suelo junto al Campo de San Francisco. —¿Cuándo? —Hará media hora. Vi que no estaba muerta ni herida, me dio lástima de ella, y me la traje a casa. —Es extraño, Celestina, repuso el joven con su jovial acento, que a estas horas andes sola por la calle. —¡Vaya una salida! saltó la vieja, acompañando estas palabras con otras llenas de obscenidad. Fui a acompañar a D. Victorino, que se muere de miedo cuando tiene que andar de noche por estos sitios. ¡Qué militar! —Temerá tropezar con la ronda, repuso el joven.

Page 29: MARÍA MAGDALENA (1880) Matilde Cherner

29

Después añadió: —¿Y el farol te ayudó a descubrirla? —Ya lo creo. La noche está tan oscura, que hubiera pasado a su lado sin verla; pero el farol que llevaba para alumbrar al valentón de D. Vitorino, me ayudó a descubrirla; y como me dio tanta lástima de la pobrecita, me la traje a casa para socorrerla. —¿Y qué le has dado? —Nada más que un sorbito de aguardiente. —¡Calle! Pues no vuelvas a repetir la chanza, que sería pesada en el estado de extenuación en que esta niña se encuentra. —Y ¿qué hago con ella? porque ya que la he traído aquí, no quiero que se muera. —Pues lo primero la acuestas en una cama bien caliente, y después la das de hora en hora una cucharada de la poción que voy a recetarle, dejándola reposar hasta mañana que vendré yo a verla lo más pronto que me sea posible. —Bien, bien, no se me olvidará; escriba usted la receta, que yo iré a buscarla. Escribióla efectivamente, y dándosela a la vieja, le dijo: —Hasta mañana, Celestina, que yo, como no soy militar, ni quiero tu compañía ni tu farol. Y se marchó añadiendo: —Adiós, Rosario. —Buenas noches, D. Pedro, oí contestar a otra voz de mujer. Miré al lado donde había sonado, y vi sentada a un brasero una joven de facciones bellas, aunque vulgares, en la que yo no había reparado hasta entonces. El estudiante al salir le pasó la mano por la cara con la mayor desenvoltura. Me acostó la vieja, dándome la poción que le habían prescrito, y mi desfallecido cuerpo y mi débil cabeza, incapaces de resistirse a nada y quebrantados por el dolor, cayeron en profundo y reparador letargo.

Page 30: MARÍA MAGDALENA (1880) Matilde Cherner

30

II. De este mismo modo que dejo dicho, me hallé de repente yo, niña pura, yo, pobre huérfana abandonada, maldecida sin duda por Dios, y olvidada de los hombres, me hallé sumida en aquella horrible casa, abismo de corrupción y desenfreno. ¿Y podré no maldecir a la infame mujer que me arrancó de la muerte para precipitarme en aquella Odiosa caverna donde la fatalidad, el destino, la desgracia, me llevaron a ser una de tantas infelices como en ella pululaban?... ¡Dios mió, yo la perdoné el día que tú fuiste para mí misericordioso! ¿Cómo atreverme á describir aquel abismo de degradación en que me hallé sumida de repente? ¿Cómo, sin morirme de dolor y de vergüenza, traer a la memoria el recuerdo del primer paso que me hicieron dar en aquella senda de ignominia? ¿Dónde estaba mi alma, Dios mió, la noche fatal que a aquella casa me llevaron, casi muerta de dolor, hambre y frío, y a merced del primero que quiso apoderarse de mí? Si la postración de mi cuerpo fue causa de que mi alma no pudiera arrancarse de aquel precipicio, ¿acusarás, Dios mío, a esta pobre alma de aquel involuntario consentimiento? ¿Por qué, haciendo si era preciso un milagro, no le diste valor y fuerza para arrancarse de aquel precipicio? ¿Por qué, Dios mío, no me dejaste morir antes que por mí pasara tal infamia? Y ahora, degradada, manchada con una mancha indeleble, ¿podré hallar en todo el universo un solo ser capaz de comprender mi desgracia? Han pasado seis años ¡seis años, Dios mío! y el recuerdo de la hora en que aun era pura, candida, irreprochable, y el de aquella otra en que caí de golpe al más vergonzoso abismo de degradación en que puede caer la mujer más criminal y miserable, tritura mi corazón, desgarra mi alma, trastorna mis sentidos, y me hace renegar hasta de tu poder, Dios santo, que no me arrancó de aquel abismo. Cuando repuesta ya de la postración y la fiebre, hijas de mis sufrimientos, me di cuenta a mí misma del sitio en que me hallaba, comprendí llena de horror que ningún medio tenia de salir de él, puesto que aquella mujer que me había recogido y que esperaba a cada instante que fueran a reclamarme, o yo la indicara dónde se había de dirigir para que me sacaran de su casa, supo de mi boca, pues hube de satisfacer a sus reiteradas preguntas, supo, con un sentimiento de infernal alegría, que yo no tenia a nadie en el mundo, y que si ella no me hubiera recogido me hubiera muerto, sin que ser alguno se acordara de mí. Desde esta indispensable revelación, que yo había con insistencia retardado, y a la que ni una sola palabra añadí, aumentaron hacia mí las deferencias de aquella mujer, y principió a tratarme con la franqueza y cordialidad que se tiene con una persona allegada. Yo no me atrevía a pensar qué harían de mí en aquella casa donde tantos horrores veía, y donde ni mi inocencia ni mi poca edad me pondrían a cubierto del peligro. ¿Y qué hacer? Ya creo haber dicho que yo era supersticiosa, si no fatalista, y a la par que me desesperaba al recordar mi suicidio frustrado y que ya podía reposar tranquila en el seno de la eternidad, no me hubiera atrevido, aun cuando nada me lo

Page 31: MARÍA MAGDALENA (1880) Matilde Cherner

31

impidiera, pues era constantemente vigilada; no me hubiera atrevido a intentarlo de nuevo, temiendo que el poder que la primera vez me arrancó a la muerte, me arrancara del mismo o peor modo la segunda. Mi suerte estaba echada, y hubo un momento tan horrible para mí, que casi sentí tentaciones de aceptarla, como un reto al mundo que me dejó sumir en la miseria, o como una recriminación a Dios que permitía aquella infamia. Otras veces pensaba con espanto que yo había muerto para el mundo, y aun para mí misma, y que al resucitar en aquella mansión de horrores, pertenecía en cuerpo y alma a los que de la muerte me arrancaron. También pienso ahora con profunda tristeza que si el mundo, ese mundo que se dice tan ilustrado, no abrigara en su seno llagas tan gangrenosas, no tolerara infamias tan horribles, no permitiera que la mujer, esa dulce mitad del género humano, cayera en tal extremo de degradación, que de un ser puro, santo, respetable, que de una criatura humana hija de Dios y favorecida con sus dones, se trocara en una vil mercancía que cualquiera puede alcanzar por un infame precio; que si el mundo no tolerara tan vergonzosas monstruosidades, no tendría yo, pobre niña abandonada, que haberme visto arrastrada en el más inmundo fango. Una tarde que me hallaba sola con la tía Celestina (hacía cosa de tres semanas que me hallaba en aquella casa), vino a sentarse junto a mí, que al lado del brasero me hallaba tristemente distraída en mirar cómo agitaba el viento las desnudas ramas de un rosal que había en una maceta puesta en el antepecho de la ventana, y mirándome con atención, me dijo: —Muy callada estás, Solita. Llamábanme así en aquella casa, porque yo, que había ocultado cuidadosamente mi nombre porque no fuera profanado por aquellas impuras bocas, me había hecho acreedora al de Solita, por mi empeño en aislarme, huyendo todo contacto con las gentes que lo habitaban; y yo me acostumbré a responder a él para mejor ocultar, o más bien dicho olvidar, el mió verdadero. —¿Qué quiere Vd. que diga? contesté yo, temblando a la sola idea de que aquella mujer me dirigiera la palabra. —No te abandones así a la tristeza hija mía, porque nada alcanzarás con eso, siguió diciendo Celestina, procurando dulcificar su áspero acento. Los estudiantes de Salamanca habían dado el nombre de Celestina a aquella horrible mujer, en recuerdo de otra bruja que siglos atrás dicen que ejerció en esta ciudad el mismo infame oficio que ella ejercía, y a la que se asemejaba en malicia y perversidad. —Tú eres joven, bella y... modesta; siguió diciendo, al ver que yo no pronunciaba una palabra. Aquí todos te queremos bien, y si te empeñas, dentro de poco tiempo serás la reina de esta casa. Ya ves que vida tan descansada y alegre pasan las muchachas que aquí habitan. Yo, aunque vieja, soy muy amante de la mocedad, y me gusta que se divierta. Y viendo que sus palabras ni provocaban las mías, ni me sacaban de mi abatimiento, abandonando de repente su acento insinuante, me dijo con aspereza y dándome un fuerte codazo: —Qué ¿no contestas? A aquella brusca interpelación, me cubrí el rostro con las manos, rompiendo a llorar amargamente. Levantóse la vieja hecha una furia, y vomitando por su boca las más espantosas blasfemias, me dijo:

Page 32: MARÍA MAGDALENA (1880) Matilde Cherner

32

—¿Qué es eso? ¿Crees que te voy a estar aquí manteniendo solo por tu linda cara?... Pues no lo creas, hija mía, y piensa lo que haces porque lo pasarás mal. Yo en tanto no sabía qué hacer de mí. Comprendía que ni mis ruegos, ni mis lágrimas, ni mi soledad y abandono conmoverían a aquella mujer; ¡y como era una niña! ¡como solo tenia quince años! apoderóse de mi ser un terror superior a todo encarecimiento, que sacudiendo mis miembros cual si estuvieran descoyuntados y entrechocando fuertemente mis dientes, trocó en ahogados y angustiosos sollozos mis suspiros y mis lágrimas. La tía Celestina, compadecida sin duda de mí, me dio a beber un poco de agua, que apenas pude tragar, tal era la contracción de mi garganta y el temblor de mis labios; mas viendo que mi terror y congoja iban en aumento, prevaliéndose de mi deplorable estado, me cogió entre sus brazos, pasando conmigo a otra habitación que se hallaba completamente a oscuras, y dejándome y volviéndose a salir, cuando yo, casi loca de espanto quise incorporarme en el asiento donde me había depositado, sentí una mano ardiente que se apoderó de la mía, y un brazo, semejante a una tenaza de hierro, que se extendió en torno de mi cintura. Yo di un grito de angustia y horror, y perdí completamente el conocimiento.

Page 33: MARÍA MAGDALENA (1880) Matilde Cherner

33

III. Así se consumó mi infamia. De esta manera tan vil y traidora, yo, pobre y candida niña, me vi despojada de mi pureza y virtud, llevando por siempre sobre mí la indeleble mancha de una involuntaria culpa... Cuando volví en mi acuerdo, después de seis u ocho horas de mortal congoja, cuando me convencí de que mi desgracia estaba consumada, cuando se me reveló que ya jamás volvería a recobrar la virtud que tan vilmente me habían arrebatado, renegué de Dios, del mundo y de mí misma, y me dejé hundir sin resistencia en aquel asqueroso lodazal. Por espacio de un año, no fui más que una máquina, un cuerpo inerte, entregado al desenfreno de los hombres, que iban a buscar el placer en aquel antro de horrores. Toda aquella corrupción, todas aquellas monstruosidades de que era víctima mi pobre cuerpo, jamás llegaron a contaminar mi alma, siempre pura en medio de aquellas abominaciones, ni mi corazón y mis sentidos, que no tomaban en ellos la más mínima parte. ¿Cómo viví todo aquel año? ¿qué pensé? ¿qué sentí? es lo que yo no podría decir ahora. Parecía que mi pobre alma, asustada de aquellos horrores, se había retirado de mi cuerpo, llevándose con ella mi sentimiento y mi razón. Y por una contradicción inconcebible, por un extraño misterio de la humana naturaleza, a la par que mi imaginación, paralizada con aquel duro choque, parecía tender al alelamiento, desarrollábanse notablemente mis facultades físicas, embellecíanse mis facciones, redondeábanse los contornos de mi cuerpo, y sin que esto sea una jactancia, bien triste en verdad, si se atiende a mi miserable posición, podía yo rivalizar con las mujeres de más acabada hermosura. Un año hacia, como dejo dicho, que vivía sujeta a aquella horrible mujer, cuando, no sé si cansada de aquella detestable esclavitud, no sé si con la esperanza de sustraerme a aquella vergonzosa existencia; no sé, en fin, si por oculto instinto, resolví abandonar el pasivo papel que hasta entonces me habían impuesto. Quizá solo desde aquel punto principié a ser culpable. Quizá desde el día que así pensé, añadí a la culpa de hecho la de consentimiento. Quizá la inficionada atmósfera que respiraba íbase ya infiltrando en mi corazón y mis sentidos, tan puros hasta entonces. Por un momento, hasta tuve la horrible idea, puesto que me hallaba joven, hermosa y degradada, de devolver al mundo el daño que me había hecho. De vengarme en los hombres, a los que su corrupción y desenfreno hacían mis esclavos; de vengarme de todos los tormentos, de todas las amarguras, de todas las degradaciones que aquella misma corrupción me había causado. Mas es tal la rectitud o indolencia de mi carácter, que jamás, puedo decirlo sin mentir, he causado voluntariamente el menor daño a otro. La Celestina, que era la primera en proclamarme la reina de su casa, y que sabia demasiado bien lo mucho que valía yo a los ojos de los hombres que a ella concurrían, convino en cuanto yo quise, y me dejó arreglar mi existencia según mi voluntad, si bien pagándole siempre aquel tributo de infamia, al que yo no

Page 34: MARÍA MAGDALENA (1880) Matilde Cherner

34

me podía sustraer, y en el que no quería intervenir por un resto de triste susceptibilidad, pues aún me parecía rescatable mi degradación, en tanto que yo no conviniera, o interviniera completamente en ella. ¡Dios mío! ¡y qué haya yo pasado por tales horrores! ¡Y que el mundo los tolere! ¡Y que no haya una mano bastante generosa, bastante fuerte para arrancar a tanta infeliz de ese vergonzoso abismo! ¡Ay! por una que en él yaciera por su propio gusto y por su misma corrupción, se hallarían mil, a las que la miseria, el abandono, la falta de buenos principios, hubieran arrastrado a la infamia. A veces, asustada yo misma de lo que voy diciendo, suspendo de repente el triste relato de tan vergonzosos horrores que mi pobre pluma se resiste a describir; mas al recordar que me he impuesto como una penitencia, como un nuevo tormento, añadido a los que sufro, el de evocar uno por uno aquellos recuerdos tan terribles como dolorosos, sigo resignada la senda que me tracé al comenzar este trabajo, y ahogando la confusión y angustia de mi alma, prosigo mi desconsoladora historia. Celestina, que como dejo dicho, nada sabía negarme, me permitió arreglar a mi gusto mi habitación, mis trajes, mis labores, y hasta que los libros, esos dulces consoladores de las almas atribuladas, dieran algún solaz a mi atormentada vida. Por este tiempo me acostumbré a llevar una especie de diario o memorándum de aquellos hechos que más me sorprendían y de las reflexiones que me inspiraban; y como él describirá mejor que yo lo haría ahora aquellas época de mi vida, me voy a permitir extractar aquí todo aquello que crea digno de atención.

Page 35: MARÍA MAGDALENA (1880) Matilde Cherner

35

IV. ¡Qué hermoso día de primavera! ¡Cuánto tiempo hacia que mis ojos no se extasiaban contemplando un cielo tan azul y transparente! ¡Cuánto que mi pecho no aspiraba la dulce brisa de los campos! ¡Cuánto que mi alma no se abría a la contemplación de la naturaleza! ¡Dios mío! ¿Podré negar tu poder y justicia al contemplar tu obra tan perfecta y acabada? ¿Podré confesarte poderoso y justo, al verme a mí tan abandonada de tu justicia y poder? ¿Cómo volver ahora al infierno en que habito después de esta excursión matinal, en que mi alma y mis sentidos se han impregnado de los puros perfumes del ambiente? ¡Qué horrible me parecerá el contraste! ¡Cuan bien hago en enterrarme en vida en aquel abismo horrendo! Sufriré siempre; sufriré sin tregua ni alivio, pero el espectáculo de la pura y dulce felicidad, concedida a otros seres, no hará más amargo y horrible mi sufrimiento. Al menos podré saborear, si no placeres, algunas distracciones que distraigan mis tormentos. Estos pobres libros, que con la misma bondad derraman su ciencia sobre una criatura vil y degradada como yo, que sobre otra virtuosa y grande, estos libros darán a mi alma la luz que necesita para no perderse en un caos de horribles negaciones. Ellos me revelarán el por qué de mi miseria. Ellos fortalecerán mi ánimo abatido. Ellos darán fijeza y lucidez a mis descarriadas ideas. Mucho les pido: ¡quiera Dios que puedan concedérmelo! ¿Y por qué no? ¿Para qué la ciencia, si no lleva la fortaleza y la esperanza a un alma atribulada? ¿Y esto se escribe? ¿Y esto se tolera? ¿Y esto se convierte de crimen en necesidad? ¿De vicio en ley? ¿Y los hombres lo proclaman? ¿Y las sociedades lo fomentan? ¿Y los gobiernos lo autorizan?... Aquí está escrito. Estas tres líneas pintan mejor ¡oh mundo! tu bajeza y desenfreno, que la más apasionada diatriba. Los gobiernos se ven obligados a tolerar la prostitución, como una salvaguardia de la virtud de las demás mujeres. Pero yo me vuelvo loca... Pero el mundo es un abismo de iniquidad... ¡Creer una necesidad la infamia, la vergüenza, él oprobio de tantas infelices!... Y yo, que había acusado de mi desgracia al destino, a la miseria, al abandono, a los seres que me rodean... A ti, a ti solo, mundo venal y corrompido, que sientas por ley tu desenfreno, que crees una necesidad hundir en el fango a seres infelices y desamparados; a

Page 36: MARÍA MAGDALENA (1880) Matilde Cherner

36

ti, que sacrificas al débil en aras de tus vicios y tu egoísmo, a ti solo acusaré de mi infortunio. ¡Nosotras! ¿Nosotras constituidas en salvaguardia de la virtud de las demás mujeres? ¡Nuestra vergüenza sacrificada a su pudor! ¿Y con qué derecho se nos despoja a nosotras de esa virtud, de esa pureza que a ellas se les conserva? Si es un sacrificio el que el mundo nos impone, ¿por qué van unidos a él la vergüenza y el oprobio? Si es una horrible y feroz esclavitud, ¿por qué ellas han de gozar derechos que a nosotras se nos niegan? ¡Por qué ellas llevan erguida la frente que nosotras tenemos que ocultar entre el fango!... ¿Es Dios, es el mundo, quien nos marcó tan distintos destinos? ¿O es que el hombre, duro y egoísta, les impone a ellas su virtud, como a nosotras nuestra impureza?... ¿Es posible la vida, la vida de una mujer que apenas cuenta diez, y siete años; es posible sin deseos, sin esperanzas, sin dichas, sin creencias, sin afectos? Sí, es posible, puesto que la mía se desliza de esta manera. Tal vez, sin yo saberlo, guarda mi corazón alguna dulce y escondida esperanza. Tal vez ese Dios, cuyo poder, ciega desconozco, conforta y refresca con su divino soplo mi alma atribulada. Tal vez tras el ojo de carne, que no ve más que miseria y llanto en esta tierra maldita, se oculta el de nuestra alma, que penetra con sus miradas en los insondables senos de la eternidad. ¡Qué bajos son los hombres! ¿Cómo Dios entregó a su albedrío a los puros y dulces seres que ellos creen criados solo para su regalo? ¿Y envidiaba yo la suerte de esas mujeres, a las que el mundo acata por su virtud? ¡Cuan caro compran el respeto que esa misma virtud infunde! ¡Con cuántas torturas, con cuántas decepciones, con cuánto dolor, con cuánto llanto pagan al mundo esa falsa deferencia! ¿Y ellos? ¿Y los hombres? ¡Con qué desden, con qué cínica insolencia se burlan, en lo íntimo de su corazón, de esa virtud que en público tanto afectan respetar!... ¿Piensan siquiera en la iniquidad que cometen al desdeñar las caricias de su espiga por las de una mujer a sus ojos despreciable? ¿Les importa acaso la angustia de esta misma esposa, si llega a descubrir su villanía? Un hombre rico, de elevada posición, marido de una mujer bella e intachable, padre de dos hermosos hijos, haciéndome las proposiciones más lisonjeras, ha querido sacarme de esta casa, llevarme a su lado, abandonar esposa e hijos si yo lo exigía. ¡Yo! Si ese hombre odioso fuera para mí el más idolatrado, rechazaría, como rechacé su oferta, y jamás llevaría al corazón de una pobre mujer la desolación y el llanto. ¡Qué lecciones tan tristes y dolorosas se reciben de los hombres!

Page 37: MARÍA MAGDALENA (1880) Matilde Cherner

37

¡Qué odiosos y repugnantes son cuando se entregan sin freno al imperio de sus brutales pasiones! ¡Cómo asoman la cabeza entre este corrompido fango todas las llagas, todos los vicios, todas las miserias de la humanidad! Aquí la fidelidad de la casta esposa es vilipendiada por el libertinaje del esposo indigno. Aquí el amor candido y puro de la tierna doncella lo profana, sin temor ni remordimiento, su pervertido amante. Aquí el hombre, todo materia, renegando hasta de su esencia divina, viene a revolcar su gangrenado corazón en abrasadores deleites, y desde este abismo d é l a humana vileza, escupe al mundo el lodo en que se arrastra. ¿Para qué he querido conocer un mundo tan odioso? ¿No fuera mejor haber seguido viviendo en aquel estado de insensible estupidez en que estuve sumida el primer año de esta mi vergonzosa existencia? ¡Quién me diera un poco de aire puro y balsámico, que aligerara un tanto la mefítica y pesada atmósfera que me rodea!... En todas las infelices que como yo, viven al lado de la tía Celestina, hallo tanta bajeza, tanta abyección, degradación tal, que a veces pienso si esa entidad que en vosotras vela, y a la que damos el nombre de alma, se despertará solo a las voces de una cultivada inteligencia, y yacerá en profundo letargo, en los cuerpos de los pobres seres a los que fue negada toda clase de cultura. ¡Pobres muchachas! Son más felices que yo, porque no acaban de sondear el abismo que las separa de las demás mujeres. Porque aceptan, con indiferencia unas, con resignación otras, una degradación que yo lloro diariamente ¡que yo lloraré por toda una eternidad! Principiaron a mirarme con prevención y envidia, y ahora me miran con deferencia. Creyeron sin duda que a mi lado no hallarían ellas lugar. ¿Y quieren que me lisonjee la preferencia que sobre ellas alcanzo?... ¿Puede descender más la humana vileza?... He aquí que de una despreciable o infeliz criatura, me he trasformado, sin saber cómo, ni cuándo, en una especie de oráculo, para media docena de atolondrados que frecuentan esta casa. Casi acusándome de ello, prefería yo siempre (pero una preferencia que no se refiere al individuo, sino a la clase), prefería yo siempre a los estudiantes, entre todos los demás hombres que aquí veo. La indulgencia, el indiferentismo, la filosófica conformidad con que ellos me aceptan tal cual soy, sin recordar mi degradación y hasta tal vez disculpándola, hijos quizá de su método de vida, de su juventud, del caos que forman en su cerebro los encontrados sistemas en que se dividen sus libros de estudio, han introducido en mi alma más de una idea consoladora. Si yo no procurara evitarlo, si no me horrorizase la idea de hacer desgraciado á otro, hasta hubiera inspirado a alguno de estos alocados y generosos jóvenes, amores, cual no les inspirara otra mujer de acrisolada virtud. Yo soy su consejera, su consultora, el árbitro, según dicen, de su destino, y pasando a mi lado todas aquellas horas que el aula y el estudio les dejan libres, me van iniciando, casi sin querer, en sus más ocultos pensamientos. l ¡Ay! es una satisfacción muy triste; mas las deferencias y atenciones de estos generosos jóvenes dan algún alivio a mi alma lacerada.

Page 38: MARÍA MAGDALENA (1880) Matilde Cherner

38

Han formado a mi derredor una especie de corte, con su asiduidad y sus lisonjas, y según sé por ellos mismos, la fama de mi belleza, mi gracia y mi talento (son sus palabras), váse extendiendo por las aulas salmantinas. Al lado de estos jóvenes, a los que su buen corazón o inexperiencia les hacen ser indulgentes y delicados conmigo, casi no reniego de mi rehabilitación, y su franco y amable trato ha hecho nacer en mi pecho mil vagas aspiraciones. Quizá algún día llore amargamente el dulce error que ahora yo misma en mí fomento; mas ¿podrá acusárseme de descansar en estas ilusiones mi dolorido corazón y elevarlo algún tanto del lodazal en que gimiendo se arrastra?... Me parece un sueño lo pronto que para mi se ha pasado otro año. Las primeras flores que se abrieron en el jardín a que da vista la reja de mi cuarto, me anunciaron haber ya entrado la primavera, y yo que saludo con íntimo regocijo cada nuevo día, pensando que será uno menos en mi triste existencia, me estremecí de placer, al verme trasportada casi a mediados del año, pensando con satisfacción en la rapidez del tiempo, que lo mismo pasa para el dichoso que para el infeliz. ¡Con cuánto dolor verán correr los días aquellos que mecidos en dichosa existencia recuerden con pesar la felicidad que su marcha les arrebata! ¡Con qué placer los voy yo despidiendo uno a uno, con más ansia, con mayor anhelo, que aquel que yace sumido en oscuro y hediondo calabozo y espera el día de su libertad! A veces, la idea de envejecer en medio de esta tormentosa existencia, ha empalidecido mi frente, y robado el aliento a mi pecho. Mas, no: Dios no querrá prolongar demasiado mi martirio; se compadecerá de mí y me sacará de este horrible destierro. A cualquiera que dijera yo, que esperaba una muerte infalible para época tal vez no muy remota, me trataría de visionaria; pero aun cuando ahora me sostiene la fuerza de mi juventud, no se sufre impunemente lo que yo he sufrido, y mi quebrantada naturaleza sucumbirá a la menor decadencia de la edad. Siento los gérmenes de un mal, tan desconocido para mí, como terrible. A veces me acometen horrorosas palpitaciones, que cortan mi respiración y aniquilan mis fuerzas. A veces una repentina laxitud se apodera de todo mi ser, precipitándome en doloroso y prolongado desmayo. Y yo, a cada síntoma, a cada acceso de esta oculta enfermedad, siento crecer en mi alma la inefable y dulce esperanza de salir pronto de éste valle de lágrimas.

Page 39: MARÍA MAGDALENA (1880) Matilde Cherner

39

V. He aquí que acabo de recibir un nuevo nombre, apropiado a mis presentes circunstancias, y que desde hoy, sustituirá al de Solita, que antes me daban. Anoche presentáronse a verme algunos de mis antiguos conocidos, todos pertenecientes a las aulas salmantinas, y que volvían de sus vacaciones de verano. Traían otro, desconocido, que me presentaron con esa delicadeza, y gracia tan natural es en ellos, y que yo les agradezco tanto, y después de algunas palabras lisonjeras que mi nuevo visitante me dirigió y a las que contestó lo mejor que me fue posible, él, andaluz al fin, volviéndose a sus compañeros, les dijo con énfasis: —Mil veces he oído comparar con Atenas a la sabia y culta Salamanca; para parecerse del todo a la patria de Sócrates, solo necesitaba una Aspasia, y ya la tiene. Al escuchar estas palabras, que no pudieron dejar de arrancarme una sonrisa, todos los demás jóvenes aplaudieron ruidosamente gritando: —¡Aspasia! ¡Aspasia! ¡viva Aspasia! Y desde aquel instante, no me dieron más nombre que éste. Yo secundé su broma, y tanto ha cundido en la casa el nuevo bautismo, que hasta Celestina, al despertarme esta mañana, me dijo risueña: —Aspasia, hija mía, ¿has dormido bien? Será lo que ellos quieran, me llamaré Aspasia. ¡Ay! si encontrara un Sócrates y un Alcibiades. No en vano me había yo apasionado tanto de la historia griega, cuando he merecido la honra de que me comparen, aunque sea solo por exageración, a una de sus más célebres mujeres. ¿Qué importa que yo haya vestido con graciosos y elegantes atavíos mi degradación y mi infamia, que las haya embellecido con los atractivos de la cultura y el talento, que haya procurado darles la forma y el lenguaje más delicado, si al fin existen, en su horrible y espantosa hediondez? ¿Ocultaría su repugnante y asqueroso estado un cadáver ya en putrefacción, por más que le adornaran de flores, seda y oro? ¿No harían estos mismos adornos más horrible y hediondo su aspecto? ¿Qué me sirven las lisonjas, las deferencias, los aplausos de los que me rodean? ¿Se me oculta su móvil? ¿Ignoro, por ventura, que si poseyendo la hermosura, la gracia, el talento que me conceden, no fuera lo que soy, cesarían bien pronto sus obsequios y atenciones? Ellos me dan más de lo que yo puedo exigir, y aun más de lo que yo merezco, y yo sufro a veces tanto con sus delicadas deferencias como sufría antes con la grosería de los que insultaban mi desgracia con su cínico desenfreno. ¿Será que solo la muerte podrá abrirme las puertas de este infierno? No basta que yo sea infeliz. No basta que sufra mi desdicha. Es necesario que penetre la infelicidad y la desdicha de otras, quizá tan desgraciadas como yo misma.

Page 40: MARÍA MAGDALENA (1880) Matilde Cherner

40

Es necesario que vea en esta maldita casa renovarse a cada instante, cual el mobiliario en una casa a la moda, las víctimas sacrificadas al carnal desenfreno de los hombres. Dicen que ha habido sabios y filósofos que negando a la mujer el alma, no han visto en ella más que una especie de autómata sin voluntad ni pensamiento, entregado a sus caprichos. ¿Por qué no, si acaso juzgaban por mujeres semejantes a las que me rodean y aun a mí misma? ¿Qué soy yo, qué son ellas, a los ojos de los hombres que vienen aquí á satisfacer un brutal deseo, no hijo del amor, no hijo de la simpatía del sexo ni producto siquiera de un capricho momentáneo, sino hijo tan solo del vicio y que se satisface sin necesidad de inspirarlo, y por consiguiente sin pensar siquiera en el ser que calma aquel antojo? Cuando me hundo en estas tristes consideraciones; cuando penetra mi razón en estos vergonzosos misterios de nuestra humana naturaleza; cuando veo a los hombres hacer tan completa abstracción de su alma, cual si les estorbara, para entregarse de lleno a su brutalidad, reniego de la mía y me dan tentaciones de juzgar ilusoria la creencia de que existe en nosotros ese soplo inmortal. ¡Es extraño que el nombre solo de ese desconocido haya causado en mí tan profunda impresión que no pueda apartarlo de mi memoria, yo, que tan acostumbrada estoy a nuevos conocimientos y que he visto todo lo más notable que en esta ciudad existe! Por otra parte, la admiración que inspira en cuantos le conocen, la originalidad de su carácter y lo excéntrico de sus ideas, disculpan mi simpatía hacia él. A más, íbanme haciéndose ya monótonas las visitas y lisonjas de los que se dicen mis adoradores, y mi pobre corazón, que por do quiera busca con qué acallar sus tormentos, ha acogido ansioso ese nombré lanzado a la ventura, haciéndose del anhelo de conocer al que lo lleva un paliativo a sus cotidianos dolores. A pesar de todo, crece a cada instante mi impaciencia, y ardo en deseos de conocer a ese ser maravilloso que absorbe toda la admiración de sus condiscípulos, pues todo lo que se piensa, dice o hace entre los alumnos de la Universidad es inspirado por el nunca por ellos bien ponderado La Sierra. A veces me siento inclinada a rogar a mis jóvenes amigos que me lo presenten; más un temor instintivo contiene las palabras en mis labios, y cada día aumenta mi anhelo de conocerle y la intima y profunda emoción que me causa oír pronunciar su nombre. Toda la noche he estado atormentada por el triste descubrimiento que hice ayer, y dejo el lecho antes de la hora de costumbre para trasladar al papel mis reflexiones y temores. En mi tertulia, que yo sola presido, se discuten, pues es la discusión libre y sostenida por ardientes oradores, toda clase de intereses, tanto sociales, políticos, religiosos, filosóficos, administrativos, como puramente individuales, y aun divagando, si es caso, por los ilimitados campos de la hipótesis. Aquí cada uno expone sus teorías, se aplica las máximas que mejor le cuadra, cree o niega aquello que le conviene, y dando rienda suelta a la imaginación y a las palabras, se proclaman las ideas más elevadas con la misma insistencia

Page 41: MARÍA MAGDALENA (1880) Matilde Cherner

41

que las más absurdas, sosteniéndose los principios más inmorales y corruptores, con el mismo calor que se sostienen los más nobles y generosos. Anoche hubo gran entrada en mi tertulia, y por lo tanto grandes gritos y acalorada discusión. Disputábase nada menos sobre si las culpas involuntarias imprimen al alma responsabilidad. Y mientras unos sostenían que era imposible en Dios tal injusticia, otros decían que toda clase de culpa, sea o no voluntaria, contamina e impurifica nuestra alma. Yo les escuchaba con interés; pues si bien es cierto que de aquellas jóvenes y ardientes imaginaciones se escapan las más locas fantasías, también lo es que suelen concebir los pensamientos más elevados y generosos. —Yo sostengo, decía uno, que por más involuntaria que sea una culpa, siempre es culpa, y siempre deja huella y responsabilidad en el alma. —Eso es un absurdo, gritó otro del opuesto bando, y el sostenerlo una aberración. Supongamos que yo hago violencia a una mujer, y prevaliéndome de mis fuerzas superiores la despojo de su pureza; ¿quién es capaz de hacerla cómplice de un crimen en que solo fue víctima? —Cómplice no, repuso el otro; pero confesarás que tu culpa la manchó a ella también, y con mancha indeleble. —Sí, a los ojos mezquinos de los hombres, gritó aquel indignado; pero no, no a los de Dios. —Si estuviera aquí La Sierra, dijo otro de los estudiantes, fallaría como acostumbra en esta difícil cuestión. —¿Por qué no le presentas a Aspasia, tú que eres tan amigo suyo? preguntó otro a aquel que habló de él. Desde que se pronunció el nombre de La Sierra, apoderóse de mí un ligero temblor, y esperó con ansiedad la respuesta del que se decía su amigo. —Yo creo que La Sierra no tiene interés alguno en conocer a Aspasia, contestó el interpelado. A estas palabras me estremecí de confusión y de dolor. —Pues es extraño, volvió á decir el otro. La Sierra nos oye hablar de Aspasia, tanto como Aspasia de La Sierra, y era natural que deseara conocer a una mujer que todos admiramos. —Sí; pero hay algo que puede desvanecer ese deseo. —¿Y qué es? preguntaron algunos con curiosidad, mientras que mi corazón se oprimía dolorosamente creyendo adivinar la causa de aquel desvío. —Que La Sierra afecta mirar, o en realidad mira, con indiferencia a toda clase de mujeres. —¿Por qué? ¿por qué? preguntaron todos a la par, en tanto que yo esperaba sin aliento aquella respuesta. —Porque La Sierra, tan excéntrico y original como es, ha incurrido en la manía de creer a las mujeres seres inferiores, incapaces e indignos de interesar nuestro corazón, y mucho monos nuestro pensamiento; por esto huye de ellas sistemáticamente, y solo cuando la imprescindible necesidad le obliga, concede que las mujeres pueden ser útiles para algo. —Es decir, añadió otro, que La Sierra no ve en la mujer la compañera del hombre, su media alma que dicen los poetas, y sí solo la hembra. —Eso es; tú has interpretado fielmente su pensamiento. Esta triste revelación me dejó muda y confundida, deseando quedarme solapara entregarme de lleno a las amargas reflexiones que me inspiraba.

Page 42: MARÍA MAGDALENA (1880) Matilde Cherner

42

La Sierra, aquel hombre cuya elevación de alma, cuya entereza de carácter, cuya grandeza de corazón, cuya superioridad de inteligencia me eran por sus amigos reveladas; La Sierra, aferrado á una creencia tan humillante para nosotras y para la humanidad entera, cuya mitad componemos las mujeres... El tropel de ideas que acudió a mi pobre cabeza secó por un instante mi pensamiento, y caí sobre el lecho sin fuerzas y casi sin sentido. Y ahora que he conseguido devolver alguna tranquilidad a mi espíritu, ahora quiero preguntarme, qué espero yo de ese hombre, que ni aun conozco, y cuyo recuerdo perturba, conmueve y martiriza mi corazón. ¿Qué seré yo, pobre desgraciada, a los ojos de ese hombre altivo y arrogante? ¿Podrían sus miradas, penetrando en mi pasado, leer en mi alma la historia de mis dolores? Y si es cierto, si es verdad, que amaría yo a ese hombre si le conociese, ¿podré con esta sospecha seguir viviendo en este lodazal? ¡Cuán horrenda me parece ahora mi infamia! ¡Qué hedionda mi degradación! ¿Y no hay llanto en la tierra, fuego en el cielo, para purificarme? ¿Y es verdad que mi oprobio y mi vergüenza son eternos? ¿Y es cierto que no podré rescatar nunca mi alma del pecado? Pero mi alma está pura... ¿No ha abominado siempre estos horrores? ¿No ha llorado continuamente mi corazón la pérdida de su inocencia? ¿No han permanecido mudos mis sentidos a todas estas profanaciones? ¿De qué podrán acusarme más que de mi desdichada suerte? Pero ¿existiría un hombre tan sobradamente generoso que al dolerse de mis desgracias, fuera también capaz de perdonar, de olvidar las impurezas de que he sido víctima? No, no. Los hombres son tan materiales, que buscan más bien la inocencia de los sentidos que la del corazón; antes la pureza del cuerpo que la del alma. No comprenden que una mujer inocente puede abrigar un alma corrompida y un corazón propenso al vicio; y que otra, despojada por la violencia o el engaño de su virtud, puede guardar un alma pura y un corazón intacto. El alma, solo en aras del amor sacrifica su pureza. El corazón, solo pierde la suya con su primero y ardoroso deseo. ¿Y han amado, ni deseado nada, mi alma y mi corazón? ¿No pueden con su pureza, resarcir y equilibrar la que los vicios del mundo han arrebatado a mi cuerpo? ¡Ay! es demasiado profundo y hediondo el fango en que me han hundido para que yo pueda salir de él sin conservar su pestilente contagio. Y si de veras abrasara mi pecho el amor de ese hombre, ¿profanaría yo este amor siguiendo en esta vida de impureza?... ¿Podría disculpar en mí tan imperdonable extravío?... ¿Podré alegrarme? ¿Deberé entristecerme? ¿Daré rienda suelta al sin número de esperanzas que bullen en mi corazón? ¿Me dejaré dominar por los dolorosos presentimientos qué a veces me acometen? ¿Será un bien, será un mal la dicha que aguardo? ¡Él, él mismo ha querido conocerme!... ¡Si su primera mirada leyera en mi corazón sus angustias y delirios!... Pero él desea conocerme, porque mi nombre, mi prestigio le habrán chocado. ¿Y no me muero de vergüenza al adivinar el aliciente que á mi lado le arrastra?

Page 43: MARÍA MAGDALENA (1880) Matilde Cherner

43

Sin mi degradación, jamás él hubiera pensado en mí, pobre y olvidada criatura; y esta horrible degradación me roba hasta la remota esperanza de alcanzar su aprecio... ¿Y su amor?... Pero... no, no... yo estoy loca. Yo olvido que no existe amor verdadero, sin el aprecio del ser que lo inspira, y que él jamás podrá concederme el suyo. ¿Qué haré?.., ¡Qué haré Dios mío!... La duda me devora. Hasta aquí el Diario que yo escribí en aquella época. Después de dejar estampadas las anteriores líneas sucediéronse con tal rapidez los acontecimientos, que ni aun tiempo me dejaron para meditar sobre ellos. ¿Y qué falta hace este incorrecto y mal ordenado diario, si ni el más leve incidente de aquellos episodios de mi vida se ha borrado de mi imaginación? ¿Si continuamente los está mi alma comentando? ¿Si estos recuerdos, tan amargos como preciosos, son el único alimento de mi vida?...

FIN DE LA SEGUNDA PARTE.

Page 44: MARÍA MAGDALENA (1880) Matilde Cherner

44

TERCERA PARTE.

AMOR.

I.

¡Con cuánta ansiedad y temor esperé el momento de verle! A veces la vergüenza empañaba el brillo de mis ojos al pensar que le llevaba a mi lado. A veces un fuego inextinguible abrasaba mi corazón, al recordar que al fin iba a verle. Jamás, en toda mi vida de dolores, había pasado en menos espacio de tiempo por más crueles alternativas. Y en vez de brotar de este caos de encontradas pasiones una grave resolución, yo, que había perdido en aquella casa hasta la conciencia del deber, dejó que resultara una puerilidad. Y fue, que manifestando algunos de mis amigos el deseo de que me ofreciera á los ojos de La Sierra rodeada de todas las mujeres de la casa, por ver si él sabría distinguirme entre ellas, este fútil antojo fue con tanto entusiasmo acogido por todos mis tertulios y hasta por la misma Celestina y mis compañeras, que en vano hubiera sido querer oponerme a aquel capricho. Para ellos aquello no era más que una broma, de la que esperaban reírse. Yo había hecho para mí asunto de vida o muerte mi primera entrevista con La Sierra. De pronto oyóse en la antesala un confuso rumor de multiplicadas voces, y entre ellas llegó a mi oído el eco de una enteramente desconocida, y cuya enérgica entonación dio a mi ser un fuerte sacudimiento. Aquella voz que por primera vez llegaba a mi oído, aquella voz que después escuché modulada por toda clase de afectos, aquella voz, cuya entonación arrogante, decisiva y desdeñosa no tenia igual en el mundo, dominó irresistiblemente mi corazón, desde la primera vez que llegó a mí, y ya sólo supo obedecerla. —Ya está aquí; dijimos. Y hasta las que indiferentes le aguardaban, se estremecieron sin saber por qué. Yo, temerosa de que mis ojos descubrieran mi turbación, volvíme casi de espaldas a la puerta, y bajando la pantalla de la lámpara, dejé mi rostro completamente en la sombra. El rubor abrasaba mis mejillas, y mi seno palpitaba con extraordinaria rapidez. Se abrió la puerta, y entraron a la vez todos mis compañeros de velada, los que cediendo a la costumbre nos dieron atentamente las buenas noches, quitándose los sombreros. Solo uno, ni desplegó los labios, ni descubrió su cabeza, adelantándose desdeñosamente en la habitación. Era La Sierra. Yo alcé los ojos, y lo que vi, lo que creí ver jamás se borrará de mi alma. Si dijera que era bello, mentiría. Su rostro se hacia notable, más que por la belleza de los rasgos, por la atrevida y característica acentuación.

Page 45: MARÍA MAGDALENA (1880) Matilde Cherner

45

Todo hablaba en aquel semblante enérgico y significativo. Su figura tan esbelta, que casi parecía endeble, era nerviosa y recia en vez de afeminada, trasluciéndose su poderosa musculatura en la flexibilidad y desarrollo de sus delgados miembros. Contando apenas veinte años, eran aún imberbes sus facciones, por más que hubieran ya del todo perdido la frescura de su primera edad, apareciendo apáticas y decaídas cuando no las animaba algún afecto. Leíase en su frente, poderosamente acentuada y en la que la profundidad del pensamiento, más que la edad y las pasiones, habían marcado indestructibles pliegues, leíase su elevada inteligencia y la osada firmeza de su altanero carácter. Sus labios, un tanto pálidos y desdeñosos, aparecían plegados por la más amarga y mordaz sonrisa, y sus luminosos ojos, algo hundidos, se empañaban a veces con una expresión de dulce melancolía. Se alzaban sobre sus sienes los negros rizos de sus lustrosos cabellos, y por un movimiento habitual, enredaba entre ellos las afiladas puntas de sus dedos. Lo que más me chocó al pronto en aquel hombre, cuya elevada cuna yo ya conocía, y cuya elevación de alma creía adivinar, fue lo obsceno de su lenguaje y el desaliño y hasta incuria de las ropas que vestía. Aun creí leer en su marchito rostro y ardiente mirada el abuso de bebidas espirituosas. Se sentó con negligencia, y prescindiendo por completo de nosotras, entabló con sus amigos una discusión política, introduciendo en ella, en menos de media hora de conversación cuantos asuntos vitales discute la presente humanidad, y sentando libremente sus principios, que a mí me parecían los más elevados, los más nobles, los más generosos. Sus discursos, salpicados de dichos obscenos, estaban llenos de fuego y energía, dilucidando con elocuente concisión el más embrollado asunto. Brotaban de su mente las ideas más nuevas y luminosas, y la facilidad y vehemencia de su decir, las trasmitía, tal cual él las concibió, a la imaginación de sus oyentes. Creo no exista razón más sana y despejada colocada en cabeza más atrevida y loca. Y yo, que le escuchaba con admiración, con entusiasmo, con delirio, yo sentía sus luminosas ideas penetrar en mi cerebro, y olvidada hasta de mí misma, no hubiera querido más gloria que estarle escuchando hablar de aquella manera por toda una eternidad. Pasábase en tanto el tiempo, y fascinados todos por el placer de oír aquel admirable y atrevido lenguaje, parecía habérsenos olvidado el objeto que allí nos reunió. Interrumpióse él un instante, y aprovechándolo aquel de mis tertulios, que se decía su amigo, le dijo alegremente: —Vamos, La Sierra, deja ya a un lado la política y no seas tan poco galante que te vayas a marchar sin haber dirigido á estas chicas siquiera una mirada. Estas palabras me sacaron bruscamente de mi dulce abstracción, y le miré con reserva, por ver cómo las tomaba. La Sierra se encogió ligeramente de hombros, volviendo a nosotras sus ojos indolentes. A mí me pareció un sultán, pronto a arrojar su pañuelo a la esclava feliz que ha de partir con él su lecho aquella noche.

Page 46: MARÍA MAGDALENA (1880) Matilde Cherner

46

Sus ojos llegaron hasta mí; yo les vi cambiar súbitamente de expresión y bajé la cabeza estremecida. Desde que aquel hombre se hallaba a mi lado, absorta mi alma en admirarle, ni pensado había en cuanto la rodeaba. ¡Hasta olvidó en aquel supremo instante sus impurezas y dolores!... La Sierra no pronunció una palabra; y yo, que había visto brillar en sus ojos un relámpago de pasión, al tropezarse con los míos, sentía mi alma rebosante de ternura y felicidad. Los demás jóvenes, al ver la frialdad y reserva de La Sierra, y comprendiendo que ya era hora de retirarse, dieron por terminada la tertulia, y tomando sus sombreros y despidiéndose de mí, salieron todos, y con ellos las muchachas que me habían acompañado. Quedóse el último La Sierra, y aproximándose a mí rápidamente, me dijo con precipitación: —Voy a volver, Aspasia. Y salió, sin que nadie hubiera visto su acción ni oído sus palabras. Algunos minutos después, se volvió a abrir la puerta de mi cuarto, y vi entrar por ella a La Sierra. Yo alcé á él mis ojos radiantes de amor e impregnados de tiernas lágrimas, y mis labios le sonrieron. Con el rostro ligeramente coloreado, con la mirada dilatada y ardiente, con vacilantes y turbados pasos, acercóse a mí, y apoderándose de mi ser una emoción superior a todo humano encarecimiento, perdí, no el sentido, sino el sentimiento de todo lo que no era la suprema felicidad que embargaba mi alma. ¡Oh, Dios mío! ¿Podré lamentarme de mis desgracias al recordar aquel momento de inefable dicha? ¿Podré no bendecirte, Dios poderoso, que permitiste a un alma tan infeliz como la mía elevarse hasta ti en alas del más vehemente sentimiento que pusiste en el corazón de tus criaturas? Dios mío, si me fuera permitido elegir una vida de pura y tranquila dicha, sin esta pasión tan abrasadora y sublime, u otra, toda dolor, toda miseria, cual ha sido la mía... ¡ah! multiplíquense en buen hora mis tormentos, crezca, si es posible, mi desgracia; mas venga un instante, uno solo, de aquélla inefable y arrebatadora embriaguez. Una gota, una sola, de la encantada copa que mis labios sedientos de amor apuraban; una gota sola es bastante á endulzar la más amarga existencia a embellecer la vida más miserable, a hacer dichoso el más horrible destino. Mis quejas, mis lamentos son injustos, Dios mío; injustos, desde el instante que mi alma se abrió a tan rica ventura; desde el momento que mi corazón esconde tan precioso tesoro.

Page 47: MARÍA MAGDALENA (1880) Matilde Cherner

47

II. Mi alma, mi corazón, mis sentidos, mis potencias; todo en mí sufrió tan fuerte sacudida al pasar de repente desde el más negro y profundo abismo del dolor a la cumbre más alta de la humana dicha, que trastornado mi ser con aquella violenta transición, pasó de sus brazos al borde casi de la tumba, y una fiebre ardiente y peligrosa se amparó de mí. Por espacio de una semana tuve completamente perdido el conocimiento, sucediendo al delirio de mi amor el de la terrible calentura que me devoraba y hacia vivir en mi alma, a costa de la salud de mi cuerpo, el recuerdo candente de aquella dicha que gocé un instante. Mi enfermedad, tan violenta como repentina, me permitió medir la profundidad de mi amor, y jurar solemnemente vivir de allí en adelante solo por él y para él. La fiebre que consumía mí cuerpo y embotaba mis fuerzas, daba lucidez y energía a mi espíritu, permitiéndole sondear los misterios de nuestras humanas pasiones, y dejándole entrever en aquel amor, fuente para mi de toda pura dicha, la rehabilitación de mi pasada existencia. Cuando mi estado de convaleciente me permitió dar fijeza a la exaltación de mis pensamientos, el primer temor, la primera esperanza, que hicieron asiento en mi pecho, fue el temor de que él no comprendiera, no supiera apreciar la inmensidad del amor que me abrasaba; fue la esperanza de que él, tan grande, tan noble, tan elevado, él solo sabría perdonar, disculpar, olvidar las manchas de mi triste vida. A través de aquel velo encantado que encubría a mis ojos la realidad de mi pasada dicha, había conservado mi alma, como de un sueño de gloria, el recuerdo de palabras tiernas y consoladoras que él me dirigió; el sentimiento de inefables caricias que dulce y amoroso me prodigara. Y a estos recuerdos, tan preciosos como vagos, mi alma se abría a todo un mundo de esperanzas, y olvidaba sus dolores, y purificaba su mancilla en la llama de aquella ardiente y vivificante hoguera. Mi primer deseo fue verle. Según supe, él no había vuelto a aparecer por la casa desde la noche primera que en ella se presentó, y sus amigos, que todos los días iban a enterarse de, mi estado, decían que ni una sola palabra le oyeron que a mí se refiriera. Y qué, ¿había él de comunicarles locamente sus sentimientos o impresiones? Era tan ciega, tan firme mi fe en él y en el imperio de mi amor, que al pensar así ni me asaltaba la duda de que me hubiera olvidado. Sin detenerme a dar interpretaciones a aquella reserva, dispuse, para celebrar mi alivio, una cena de amigos, incluyéndole a él en el número de los convidados. La tía Celestina, que había temblado a la idea de mi muerte, loca de alegría al verme ya restablecida, se prestó gustosa a mi capricho, preparando profusa y lujosamente el convite. En mi vida había yo pensado en agradar, y a veces, cuando me llamaban hermosa las impuras bocas que osaban empañar el brillo de mi frente, maldecía aquella para mí funesta hermosura, y hubiera deseado ser un monstruo de repugnante fealdad a trueque de conservar mi pureza.

Page 48: MARÍA MAGDALENA (1880) Matilde Cherner

48

Pero aquel día quise que el brillo de mis ojos reflejase la pasión de mi alma; que la palidez de mi semblante denunciara el fuego de mi corazón; que la ternura de mi sonrisa dejara entrever la dicha que anidaba mi pecho. ¡Quería que él me hallara hermosa! Apenas llegó la hora señalada para la cena, a la que asistían todas las muchachas de casa, presentáronse los convidados, y La Sierra en medio de ellos. Su primera mirada fue para mí, que aguardaba fijos los ojos en la puerta a que los suyos confirmaran mi esperanza. Todos a porfía me rodearon, felicitándome por mi alivio y dirigiéndome palabras dulcemente lisonjeras, y por medio de todos rompió él hasta mí y se sentó en silencio a mi lado. Yo tampoco hallaba nada que decirle; me parecía que entre nosotros estaban de más las palabras. Colocáronse todos en torno de la mesa, y La Sierra, con una delicadeza a que le creía enteramente extraño, eligió para mí los manjares que creyó más a propósito en mi estado de convalecencia, rodeándome de tan tiernas atenciones, que lágrimas de dicha y reconocimiento temblaban bajo mis párpados. Ni una palabra, ni media, me dirigió que se refiriera a nuestra primera entrevista, y yo, a su lado, fortalecida por su encantadora protección, casi olvidaba lo horrible de mi suerte, y me parecía a veces haber de pronto reconquistado mi infantil y pura inocencia. En torno mío todo era bulla y algazara, y hasta yo misma respiraba felicidad aquella noche. Él me dirigía algunas preguntas sobre si deseaba probar este o el otro manjar, y yo le contestaba únicamente con monosílabos, y estos pronunciados con tanta timidez que la voz espiraba en mis labios. ¡Ay! yo me olvidaba de mí misma hasta el punto de creer posible aquel amor que abrasaba mi pecho; de creer fácil que él olvidara mi infamia; que él, cuya elevación de alma le imposibilitaba descender hasta mí, permitiera a mi amor elevarse hasta él. En tanto que yo procuraba ocultar mis pensamientos, y habiendo ya terminado la cena, encendió él un puro, y desviando algo su silla de la mesa recostóse indolentemente en el respaldo. Yo veía a través de mis pestañas su elegante figura, y mi alma embriagada absorbíase en la contemplación de aquel hombre sin igual. El ardor de las bebidas había aumentado el brillo fascinador de sus ojos, y el humo del cigarro encendía el rosado color de sus labios, así como sus acalorados discursos ponían en movimiento, una por una, las fibras todas de su expresivo semblante. Ya dejo dicho cuánto llamó mi atención la primera vez que le vi el desaliño de su traje, y aun cuando el que vestía aquella noche no era más esmerado, mirándole con atención, hallaba yo de buen gusto aquel mismo desaliño, que no hacia incompatibles ni la elegancia ni aun el lujo. Casi enfrente de nosotros, al lado opuesto de la mesa, hallábase un joven al que yo había mirado siempre con disgusto y antipatía. Estudiante también, y natural de la provincia, quería, por una singular aberración, ser en el mundo otro segundo La Sierra, resultando una risible parodia de lo que él se esforzaba en que fuera exacta imitación. Repetía sus obscenas palabras, sin serle posible alcanzar la menor de las sublimes ideas que La Sierra con ellas desenvolvía, y faltándole la natural

Page 49: MARÍA MAGDALENA (1880) Matilde Cherner

49

dignidad que hacían en el otro inimitables sus libres maneras, se veía impelido q ser bestial, grosero e insufrible, sin gracia ni talento, sin alma ni corazón para comprender lo que traducir quería. A mí me parecía un feo y ridículo mono, esforzándose en afectar la majestad y arrogancia de un poderoso Monarca. Aquel hombre había bebido con exceso, profiriendo palabras tan degradantes que hasta sus mismos amigos las repugnaban, y las muchachas de casa, acostumbradas por desdicha a oír el más horrible lenguaje, se sentían avergonzadas. La Sierra le oía impasible, siendo así que a él eran dirigidos particularmente sus disparatados discursos, y al escuchar tales desbarros, veíale yo arquear ligeramente la boca, revelando su semblante tanto asco como desprecio. El otro, acalorado por el vino, o creyendo un insulto el desden con que le oían, no hallando otro medio de provocar a La Sierra, se dirigió a mí con insolente cinismo, diciéndome: —Aspasia, pásate a mi lado: no ha de ser solo La Sierra el favorecido, cuando todos tenemos el mismo derecho a tus favores. Aquellas groseras palabras, que en aquel instante me parecieron más espantosas que nunca, desgarraron horriblemente mi corazón, y cerró los ojos cual si quisiera ocultarme a mí misma la bochornosa impresión de aquel insulto. Chispearon de ira los ojos de La Sierra, y como el otro, enteramente ebrio, tendiera a mí sus odiosos brazos, él, cuyo violento carácter no tenia igual, quitándose de la boca el cigarro medio gastado, lo arrojó iracundo al avinado rostro de aquel hombre. Fue tan negra y horrible la expresión que leí en aquellos ojos, por los licores y el odio inflamados, que instintivamente tendí mis brazos a La Sierra para preservarle de su cólera; más antes que yo pudiera escudarle con mi pecho, había el otro, ciego de furor y saltando sobre la mesa, había clavado en el suyo un cuchillo de trinchar, sintiéndome salpicada con su sangre, cuando me arrojé en sus brazos.

Page 50: MARÍA MAGDALENA (1880) Matilde Cherner

50

III. Sin perder La Sierra su valor y serenidad, a pesar de verse peligrosamente herido, sus primeras palabras fueron para mandar que arrojaran de allí a aquel hombre, y que no se le denunciara, fuera el que quisiera el resultado de su herida. Uno de aquellos jóvenes, sin duda inteligente en la materia, tanteó la herida; y atendiendo antes a su gravedad que a vanas consideraciones, manifestó a La Sierra que debía trasladarse prontamente a su posada, pues la fiebre y el delirio no tardarían en sobrevenir. Al oír estas palabras, apretó con fuerza una mano de La Sierra, que conservaba en las mías, rogándole en voz baja, mas con angustiosa vehemencia, que permaneciera a mi lado, que yo le daría mi vida, si era preciso, por salvarle. Miróme él con atenta y profunda mirada, y haciendo con la cabeza una señal afirmativa, consintió en mi demanda. Encargó en seguida a sus amigos y condiscípulos que disculparan sus faltas en la Universidad sin descubrir su estado, y pidiéndome una pluma y una hoja de papel, escribió unas cuantas líneas, que dio a uno de sus amigos para que las pusiera en manos de su ayuda de cámara, hombre en quien, según después supe, tenia puesta toda su confianza. Sus amigos, que habían arrojado a empellones y llenos de indignación al que tan vilmente le había herido, rodeábanle consternados, sin atreverse a inquirir la gravedad de la herida. El que se había nombrado a sí mismo médico de cabecera, aunque pintándonos peligroso su estado, nos prometió el pronto y completo restablecimiento. Mientras unos corrían a buscar los medicamentos recetados por el novel facultativo, otros desnudaron a La Sierra, después de haber conseguido restañar la sangre de su herida, acostándole en un lecho que al efecto habíamos preparado en mi habitación. A pesar de la multitud de afectos que ocupaban mi ánimo, no podía menos de conmoverme el esmero e interés con que todos aquellos jóvenes asistían a su herido compañero, ni dudar podía de su curación, al ver tantas existencias consagradas a arrancarle del peligro. No tardó en declararse la fiebre; y yo, que hasta entonces me había conservado algo animada al ver el valor y la tranquilidad de espíritu de La Sierra, sentí mi pecho lleno de angustia cuando el delirio, contrayendo sus facciones, me reveló sus sufrimientos. Era ya el amanecer, y sus amigos, aunque con sentimiento y prometiendo volver lo más pronto posible, se vieron obligados a abandonarle, pidiéndome una y mil veces les prometiera no apartarme de él, y diciendo que solo a mi cuidado le encomendaban. Vanas eran para mí todas sus recomendaciones, y la amistad de todos ellos no podría dar jamás a La Sierra una asistencia tan continuada y cariñosa como la que le daría mi ternura. Me dejaron sola con él, enteramente sola; y sentándome junto a su cabecera, por la primera vez me atreví a buscar en su pálida frente y vagorosas pupilas la confirmación del favorable fallo pronunciado por el novel médico.

Page 51: MARÍA MAGDALENA (1880) Matilde Cherner

51

Su agitación y su delirio fueron calmándose gradualmente, y una hora después de marcharse sus compañeros, cayó en una profunda postración, bastante parecida al reposo. El sol dejaba ya deslizar sus primeros rayos a través de la reja de mi cuarto, y levantándome yo calladamente me acerqué a ella, ansiosa de aspirar la fresca brisa de la mañana. A la vista de aquel cielo de primavera, puro y transparente, ornado de blanquecinos celajes, al herir mis ojos los dorados rayos del sol, mi alma henchida de fervor y de ternura voló a su Hacedor, y cruzando las manos y alzando mis miradas a lo infinito, me atreví a pedir a Dios la salud y la vida de La Sierra.

Page 52: MARÍA MAGDALENA (1880) Matilde Cherner

52

IV. Ni me es posible pintar, ni con palabras podría expresarse, la multitud de impresiones, ora de dolor, ora de esperanza, ora de ventura, ora de tormento que angustiaron mi alma todo el tiempo que estuvo en peligro su vida. Yo no dormía, no sentía, no pensaba; yo no viyía en mí, sino en él y para él. ¿Y cómo no, si su vida era la mía? Un momento de alivio enloquecía mi alma de ventura; la inevitable recaída del mal torturaba mi corazón. Cuando fue declinando el mal; cuando principiaron a cesar sus delirios; cuando la razón volvió a imperar en su cabeza, él, que me había visto los días y las noches velando constante al lado de su cabecera, me intimó con ternura su deseo de que no quebrantara mi aun débil salud con esfuerzos superiores a mi estado de convalecencia. Y yo, para quien eran órdenes irrevocables sus más leves insinuaciones, me sujetó gustosa a aquel mandato, sintiendo una dulce satisfacción al supeditar mi voluntad a la de él. Su convalecencia fue tan rápida, que a los tres días de dejar el lecho se hallaba en estado de poder trasladarse a su posada, según dictamen del joven que le asistía. El día en que yo (que en toda su enfermedad solo de él me había ocupado y mi alma se había ya ciegamente creído para siempre al lado suyo), el día en que yo pensé se apartaría de mí, dejándome en aquella maldita casa, cuya infamia solo su presencia pudo hacerme olvidar, mi alma se estremeció de horror, y ni a recordar me atrevía qué seria de mí si él me abandonaba. Como pasábamos juntos la mayor parte del día, yo, que deseaba hacerle agradable su estancia a mi lado, buscaba todos los medios de distraer esas horas tan largas y pesadas para un convaleciente, y las más de las tardes las pasábamos leyéndole yo aquellas obras de imaginación que eran mis predilectas, y que por una extraña simpatía eran también las por él preferidas. A veces me hacía preguntas sobre el asunto del libro que yo leía; y al oír mis respuestas, dictadas más por el sentimiento que por la razón, pues yo jamás he tratado de profundizar ciertas materias, veía yo en sus ojos una expresión dulce y satisfecha. Pues bien; el día que comprendí que una vez restablecido La Sierra se apartaría de mi lado y cesarían para mí aquellos momentos de inefable ventura, mi agitación, mi dolor, mi angustia eran tan visibles, que apenas me presentó a él leyó en mis ojos lo que pasaba en mi alma. —¿Qué tienes? me dijo con aquella voz tan vibrante, y que al dirigirse a mí, siempre era modulada por un eco de ternura. Al oír estas palabras, el llanto humedeció mis ojos, y cediendo a los impulsos de amor que mi corazón arrebataban, yo, que era con él tan tímida que si la casualidad hacia se rozasen nuestras manos sentía saltar a mi rostro el más vivísimo rubor, me acerqué a él apresuradamente, diciéndole con palpitante acento: —Sufro, porque te vas a separar de mí. Aquel acento que partía de lo íntimo de mis entrañas conmovió hondamente a La Sierra, y mirándome con profunda atención, me dijo: —Tiempo es ya de que hablemos con claridad, Aspasia, porque yo también sufriría mucho si tuviera que separarme de ti.

Page 53: MARÍA MAGDALENA (1880) Matilde Cherner

53

—¡Dios mío! exclamó yo, enajenada de gozo y de alegría. —Si, Aspasia, yo quiero saber de una vez qué sentimientos te animan hacia mí. —Demasiado los conoces; demasiado sabes el imperio que tienes sobre mi corazón. Yo me avergüenzo de decirlo, porque me hallo indigna de abrigar tales sentimientos; porque tú tal vez te abochornarás de habérmelos inspirado; mas yo no puedo arrancar de mi alma tu recuerdo y daría mi vida, mi misma alma, porque me miraras una vez sola con indulgencia. Estas palabras afectaron profundamente a La Sierra, y acercándome más á sí, me estrechó con fuerza en sus brazos, diciéndome en voz baja y palpitante: —Es necesario que hablemos... que hablemos largamente. — Sí, sí: le contesté yo, resuelta a revelarle todos mis infortunios; aun puedo esperar de ti disculpa a mi horrible vida. —Habla: me dijo con acento grave y conmovido. Yo me estremecí a la idea de evocar todos los dolores que habían desgarrado mi alma; mas intimada por él, abría yo la boca para dar principio a mi triste historia, cuando apareció en la puerta de la sala la horrible figura de Celestina. Al verla, hizo La Sierra un gesto de impaciencia, diciéndole con imperativo y duro acento: —Abuela, fuera de aquí, y que nadie venga a interrumpirnos. Mirónos con expresión horriblemente maliciosa aquella infame mujer, diciendo con tono burlón: —Bien señorito. Ya se conoce que está usté fuerte... Vaya, estén sin cuidado que nadie vendrá a darles molestia. Y salió cerrando la puerta tras de sí, y dejándome tan consternada, que me cubrí el rostro con las manos, sin poder ahogar los sollozos que se escapaban de mi pecho. ¿Cómo pretender limpiarme del inmundo fango en que me habían arrastrado, si cuando menos lo esperaba venia aquella odiosa mujer a arrojármelo al rostro? La Sierra se volvió á mí, y poniendo su mano sobre mi humillada cabeza, con un movimiento tan tierno como protector, me dijo con dulzura: —Aspasia, olvídalo todo, todo... no pienses más que en mí, que soy el único que ha de juzgarte. —¿Y si tú también me condenas?... —Aun cuando mi razón te condenara, mi corazón te absolvería. Yo espero que el uno y la otra hallen suficientes causas para perdonarte. Una mujer como tú no se degrada ni por vicio, ni por miseria, y yo quiero que me reveles la causa de tu desdicha. —Sí, sí, a ti, a ti solo; tú solo sabrás mi verdadera historia. Pero ¿te compadecerás de mí? ¿Me conservarás tu cariño? —Eso siempre; aun cuando aparecieras culpable a mis ojos. —¡Gracias! ¡gracias! yo te adoraré como a un Dios; le dije enajenada y estrechando sus manos con las mías. Él me sentó con blandura a su lado, y apoyando en mi hombro su aun débil cabeza, se dispuso a escucharme lleno de atención y recogimiento.

Page 54: MARÍA MAGDALENA (1880) Matilde Cherner

54

V. ¿Cómo enumerar todos los dolores que acompañaron a aquel triste relato? ¿Cómo explicar, la inefable dicha que difundía en mi alma el interés con que él escuchaba la historia de mis dolores? Arrastrada por el poder de mis recuerdos y dando por primera vez salida al mar de, desventuras en que se anegaba mi alma, empapada de nuevo en aquellos ya pasados tormentos, mi dolor, mi angustia, mi agitación, daban a mis palabras tanta elocuencia, tanto vigor, tanta verdad, tanta energía, tanta pasión, tanto fuego, que imposible hubiera sido, ni a él ni otro, escucharme sin sentirse hondamente conmovido, sin tomar parte en mis horribles desdichas. Aquel hombre indomable cuya altanera frente no se había doblegado al peso del propio dolor, identificado con el mío sufría horriblemente, y al evocar el recuerdo de aquel supremo instante en que me vi con mi madre moribunda y sin auxilio ninguno sobre, la tierra, vi brillar en sus ojos dos amargas lágrimas... ¡lágrimas por las que yo hubiera dado gozosa las dos últimas gotas de mi sangre! Cuando llegué a la noche horrible en que mi conato de suicidio me sacó de mi solitaria morada y me hizo caer en las manos de la infame Celestina, la idea de que él iba a o ir de mis labios la vergonzosa relación de mi envilecimiento, extinguió la voz en mi garganta, y callando de repente, volví la vista a otro lado, suspirando con dolor. Tornó él a mí sus ojos, y al verme tan inmutada, adivinando la causa de mi terror y confusión, me dijo con dulzura: —Habla, habla sin temor. Lo que me has dicho es ya bastante para justificarte. —No, no es bastante; exclamó sollozando; ni la misma muerte bastará a lavar mi afrenta. Y arrastrada por mi desesperación, añadí: —¡Dios mió! ¿por qué no me dejaste morir antes que sumirme en tan horrible degradación?... Volvióse él a mí, y estrechándome en sus brazos, me dijo, con tan tierno y conmovido acento, que mi alma dolorida se estremeció de amor, al escucharle: —Y si hubieras muerto entonces ¿te amaría yo ahora como te amo?... ¿No había de adorar mi alma al hombre que la prodigaba tan inefables consuelos? Trémula de amor, enlacé mis brazos en los suyos, y ocultando en su pecho mi cabeza, proseguí en voz baja mi amargo relato. Cuando cesé de hablar, cuando la confesión de la irresistible simpatía que por él había sentido, aun antes de conocerle, dio fin a mi narración, quedóse un momento silencioso y pensativo, y alzando la cabeza, cual si acabara de tomar una resolución, me dijo: —Aspasia: permíteme seguir llamándote así, aun después de saber tu nombre verdadero: yo no voy a pagar tu confianza con otra igual, porque sería inútil ahora. Solo quiero que sepas que soy hijo único, que mi padre es el hombre más indulgente y despreocupado de la tierra, y que te ruego, puesto que tú misma te aterrorizas a la idea de seguir viviendo en esta casa, te ruego que te vengas a mi lado... Quizá juzgues mi oferta poco delicada y creas que en nada te rehabilita a los ojos del mundo; yo te amo Aspasia; yo creo en tu amor, y por eso me atrevo a hacerte esta proposición, que espero aceptarás. —Sí, sí, la acepto, porque te amo La Sierra, y porque vivir al lado tuyo es toda la felicidad que yo puedo apetecer.

Page 55: MARÍA MAGDALENA (1880) Matilde Cherner

55

Cuando recuerdo con qué interés, con qué delicadeza, con qué ternura buscó todos los medios de rodearme de atenciones y cuidados, de escudar a los ojos del mundo nuestra unión, de ponerme a cubierto del más pequeño sonrojo, me perdono a mí misma el haberme arrojado tan ciegamente en brazos de aquella pasión, el creer que él también me amaba... Sí, y en este supremo instante, en que próxima a la muerte no espero volverle a ver jamás en esta vida, en este instante, creo firmemente que me amaba, que me ama aún, y que los votos que hago por su dicha serán infructuosos, puesto que nunca podrá arrancar de su alma el recuerdo de mi amor y mi desventura. Comprendiendo La Sierra que sería arriesgado el que yo viviera con él en la ciudad, o interesándose por mi delicado estado de salud, me propuso, puesto que ya se hallaba algo adelantada la primavera, el trasladarme a algún pueblecillo de las cercanías, donde él iría a verme con la mayor frecuencia posible, y donde se trasladaría también, en concluyendo el curso. Yo, que nada tenía que oponer a aquella proposición, y que, por el contrario, me sentía feliz y enternecida al ver sus atenciones, accedí gustosa a todo, haciéndole arbitro de mi destino. Al siguiente día marchó de casa sin decirme dónde, y al volver por la tarde, me dejó admirada diciéndome, que ya tenia buscada para mí una linda casita, a la salida de un pueblo llamado Tejares, distante menos de media legua de la ciudad y situado en la orilla del Tormes. Yo apenas me atrevía a creerle: tan grande era mi dicha, aumentándose mi admiración al oírle que aquella misma noche quería instalarme en mi nueva casa, y que siendo la distancia tan corta, el ir hasta ella nos serviría de paseo. —Ahora, me dijo, es preciso que te despidas de Celestina, porque no quiero que vuelves a ver en la vida a esa mujer. Yo temblé a la idea de que aquella infame quisiera poner algún impedimento a mi salida de su casa, y por un instante, la más horrible ansiedad sucedió a mi enajenación y mi dicha. Llamóla La Sierra, y mandándole cerrar la puerta, para que no pudieran oírnos, después de pagarle con regia esplendidez la asistencia que durante su herida le habíamos dado, le dijo con imperio: —Aspasia se va a venir conmigo, para no volver nunca a esta casa. A tan inesperada salida, aquella mujer quedó un momento suspensa; mas recobrándose pronto, y no conociendo la inflexible voluntad conque luchar quería, principió a echar tacos y reniegos, diciendo, que yo era suya, y que jamás me apartaría de su lado. Dejóla hablar La Sierra, y después de haberla oído fríamente, le dijo con entereza: —En este instante me voy a llevar a Aspasia de aquí, y si tú (acentuó con voz amenazadora) te atreves á hacer la más leve resistencia, ¡por Dios! que me expondrás a que te impida cometer más infamias. Revelaban tanta ira las contraídas facciones de La Sierra, y era tan poderosa y amenazadora su mirada, que Celestina, conociéndose impotente para luchar con él, salió de la sala hirviendo en cólera, mas sin atreverse a impedir mi marcha de su casa. Arregló yo presurosa mi traje para presentarme en la calle, y volviéndome a La Sierra, que se paseaba de un lado a otro, con objeto sin duda de disipar la ira ocasionada por su reciente altercado, le dije dulcemente: —Cuando quieras.

Page 56: MARÍA MAGDALENA (1880) Matilde Cherner

56

Él, me alargó la mano en silencio, y salimos para siempre de aquella casa maldita.

FIN DE LA TERCERA PARTE.

Page 57: MARÍA MAGDALENA (1880) Matilde Cherner

57

CUARTA PARTE.

FELICIDAD.

I.

Al llegar a la calle, La Sierra me dio el brazo, y yo, enajenada de amor, apoyé en él mi mano temblorosa. Salimos por la inmunda puerta de los Milagros, digna del horrible barrio que le da nombre, y tras tanto tiempo de reclusión, mi alma se dilató extasiada, aspirando el ambiente de la tarde, y palpitando ansiosa bajo la influencia benéfica de aquel cielo transparente y puro. ¡Qué tarde tan bella! El horizonte, suavemente coloreado aún, permitía señalar el curso del sol, ya en su ocaso, y la luna, asomaba un cuarto de su argentada faz, que sobrenadaba en aquel azulado piélago, como un medio círculo de plata. Corría a nuestros pies armonioso el Tormes, y la trémula brisa mezclaba su dulce murmullo con todos los vagos y misteriosos rumores que se escuchan a la caída de una tarde de primavera, y unidos forman un himno de imponderable ternura. Mi alma, tan lastimada por el dolor, sucumbía a aquellas dulces emociones, y mi agitado corazón parecía no caberme en el pecho. La Sierra contemplaba también aquel bello espectáculo, entregado a una dulce meditación. Al llegar al puente, para tomar el camino del pueblecillo donde nos dirigíamos, mi corazón, rebosando de inefable ternura, latía con tanta violencia, que sus rápidas palpitaciones se hicieron notar de La Sierra, en cuyo brazo me apoyaba yo, con lánguido abandono, y volviéndose a mi, me dijo: —Aspasia, ¿comprendes que se desee morir en una tarde como esta? —¡Sí, contesté! porque el alma hallaría, más pronto el camino de la eternidad, y la presencia de Dios, cuya poderosa mirada parece vislumbrarse a través de ese cielo tan puro. —¡Sientes como un poeta! me dijo con dulzura. —No: siento como una pobre criatura que ha sido siempre desgraciada, y ahora teme sucumbir a su felicidad. —¿De veras, te hace feliz mi amor, Aspasia? me preguntó, cogiendo con la suya mi mano, que se apoyaba en su brazo. —¡Oh! ¡muy feliz! Solo siendo tan desventurada como yo he sido, se puede apreciar y valorar la dicha que hoy inunda mi corazón. Calló él, y variando de conversación, me dijo después de un instante: —Quisiera, no imponerte la vida que deseo llevar, sino rogarte que la aceptes, tal y como yo te la he proporcionado. —Habla, La Sierra, ya sabes que tu voluntad es la mía. —¿Por qué me llamas La Sierra? me preguntó sonriendo. Yo querría mejor oír en tus labios mi nombre personal. —Pero, si no lo sé; le dije ingenuamente. —No es extraño. Tengo un nombre tan original...

Page 58: MARÍA MAGDALENA (1880) Matilde Cherner

58

—Tan original sin duda como tú mismo; mas así y todo, ya deseo saberlo. —Sí, pues ahí va: me llamo Ciro. —¿Ciro el conquistador? le preguntó sonriendo. —No. Ciro La Sierra. —Te llamaré Ciro; le dije acentuando dulcemente aquel nombre, de entonces tan querido para mi corazón. —Puesto que ya queda ventilado del todo este asunto, me dijo alegremente, prosigamos nuestra anterior conversación. —Sí, si, dime todo lo que deseas de mí; porque basta que tú lo quieras, para que yo lo quiera también. —Pues escucha: la casita que vas a habitar, está enteramente aislada, y por lo tanto, libre de importunas vecindades. Yo podría poner a tu lado toda clase de sirvientes; pero éstos, te harían mil preguntas, querrían penetrar en tu vida pasada y te darían mil disgustos. Creo haberlo dispuesto mejor. Yo tengo un criado; un amigo mejor dicho, pues jamás se ha separado de mí y me quiere como un hermano. Para éste, yo no tengo secretos y desde niño está iniciado en mi vida toda. El, y solo él, quiero que esté a tu lado, y me convenzo de que no ha de faltarte nada de cuanto desees. —Pero ¿vas a privarte por mí de los servicios de ese hombre que tan bien te comprende y tanto te quiere? —No, no me privo. Él, que tiene la sorprendente cualidad de multiplicarse cuando lo cree necesario a mi bienestar, sabrá, sin desatenderme a mí, hallarse dispuesto siempre que tú le necesites. —Si es así, acepto, y ya deseo conocer a ese hombre que ha sabido merecer tu confianza y cariño. —Pues en breve satisfarás tu deseo, porque él nos espera en casa. —¿Y llegamos ya? —Sí. Mira la iglesia y las primeras casas del pueblo. Había ya del todo anochecido, y la luz de la luna me permitió distinguir a muy corta distancia los objetos que me señalaba La Sierra. Caminábamos con lentitud por aquella senda risueña y solitaria, y mi alma, embebecida en la presente dicha, no hubiera anhelado más gloria que no terminara nunca aquel camino encantado. Las sombras de la noche aumentaban el brillo de las innumerables estrellas que tachonaban el firmamento, y la luz de la luna rielaba a lo lejos en el diáfano Tormes, cuya pura corriente volvíamos á encontrar, después de haber caminado algún tiempo separados de ella. Costeando el pueblo por el lado del río, llegamos a una pequeña alameda, de reciente plantación, en cuyo pavimento de movediza arena se hundían nuestros pies hasta el tobillo, dificultando nuestra marcha, y obligando a La Sierra a suspenderme en sus brazos, para evitarme los tropiezos que a cada paso hallaba mi torpeza. Algo más allá de la alameda, y como a un tiro de fusil del río, se alzaba la preciosa casita donde nos dirigíamos, que iluminada por la luna me pareció encantadora. Sus blancas paredes y encorvado tejado la hacían notable desde larga distancia, y sus ventanas y puerta pintadas de verde le daban un aspecto sumamente risueño. Tenia la entrada enfrente del camino, y detrás de ella se extendía un hermoso jardín, cuyos copudos árboles elevaban sus ramas sobre el techado.

Page 59: MARÍA MAGDALENA (1880) Matilde Cherner

59

Yo me puse tan contenta cuando La Sierra me dijo que aquella casita tan poética era la que me había destinado, que sin querer apretó el paso, deseando llegar a ella. En el umbral de la puerta se dibujaba una sombra inmóvil que parecía mirar al camino, y La Sierra, juzgando que seria su ayuda de cámara, se quitó el puro de la boca, gritando: —Antimo. En dos saltos llegó a nosotros el fiel guardián de nuestra encantadora morada, y dándonos las buenas noches dijo que extrañando nuestra tardanza había salido a la puerta a esperarnos. —¡Qué quieres, le contestó La Sierra con festivo acento y tierna sonrisa; Aspasia; se ha distraído contemplando las estrellas, y yo me he visto obligado a seguirla en sus astronómicas observaciones. Yo me ruboricé al oír estas palabras de tan dulce familiaridad, y volví mis ojos al hombre cuyo cariño a La Sierra le hacia acreedor a toda aquella confianza. Tan joven casi como él, después supe que se habían criado juntos; tenía el aire más serio, es decir, más formal, y era de menos estatura. Sus facciones, bastante irregulares, respiraban bondad e inteligencia, mezcladas con cierta expresión de melancolía. Habiendo quedado huérfano muy niño, su abandono hubiera sido completo, a no haberlo recogido el padre de La Sierra, haciendo de él el compañero más bien qué el' criado de su hijo. Llegamos a la casa, y empujando Antimo la puerta, ofrecióse a mis ojos el portal, iluminado con una elegante farola colocada en la escalera de piedra con balaustrada de hierro pintada de verde con remates dorados. La escalera desembocaba en una hermosa antesala, y de ella pasamos a una salita sumamente linda con vistas al jardín. Al llegar a ella hizo alto La Sierra, y señalándome dos puertas, que además de la de entrada se abrían en las dos paredes laterales, me dijo: —Esta sala es terreno neutral, y a los dos nos pertenece. Esta puerta, añadió señalando a la derecha, corresponde a tu habitación, y ésta, y señaló a la izquierda, a la mía. Yo me sonreí, y como aun no había soltado su brazo, le empujé suavemente a la derecha, ansiosa de visitar la habitación que me había destinado. Cogió Antimo una lámpara que ardía sobre un velador, y pasó delante de nosotros. Componíase mi habitación de un precioso gabinete con vistas al jardín y al río, un dormitorio y un cuarto de tocador, todo amueblado con tanto gusto como sencillez, y donde si no existía lo superfluo no se echaba de menos nada de lo necesario. ¡Con cuánta emoción vi en un precioso estante y lujosamente encuadernados los libros que yo me deleitaba en leer a La Sierra durante su convalecencia! Sin saber cómo darle gracias por tantas y tan delicadas atenciones, le miraba en silencio, deseosa de que mi alma revelara a la suya mi amor y mi gratitud. Pasamos enseguida á su habitación, distribuida por el mismo orden que la mía, con la diferencia de que el cuarto correspondiente al de mi tocador estaba destinado al buen Antimo. Volvimos a la sala que Ciro llamaba neutral, y quitándose el gabán y sombrero y yo mantón y mantilla, nos sirvió Antimo una cena tan delicada como exquisita. Cenamos alegremente, y yo misma me admiraba y me admiro aún de lo inmensa que era mi dicha cuando me hacia olvidar por completo mis pasadas desventuras, y del ciego abandono con que yo me entregaba a ella.

Page 60: MARÍA MAGDALENA (1880) Matilde Cherner

60

La Sierra se hallaba del mejor humor posible, y yo parecía haber olvidado para siempre mis tristezas. Concluida la cena, y viendo La Sierra ya consumido el cigarro con que le dio complemento, se volvió hacia mí, y mirándome con ternura, me dijo con voz palpitante: —¿Me creerás interesado si te pido una caricia para mi alma que se muere de amor?...

Page 61: MARÍA MAGDALENA (1880) Matilde Cherner

61

II. Tres días, que fueron para mí un siglo y un instante; un siglo, por los infinitos deleites que en ellos saboreé; un instante, por la rapidez con que pasaron; tres días estuvimos Ciro y yo sin separarnos un momento y sin pensar más que en nuestra absoluta felicidad. Al amanecer del cuarto día, el relincho de un caballo que piafaba a la puerta me despertó, y al abrir los ojos lo primero que vi fue a Ciro con el gabán sobre los hombros y calzándose las espuelas. —¡Te vas! le dije con tristeza. —Pero tú te olvidas de que tengo que asistir a cátedra. —¡Si es tan temprano!... repuse tendiéndole los brazos. Sonrióse él, o inclinándose para que pudiera abrazarle, me dijo: —Van a dar las siete, y tengo a las ocho la primera clase. Yo le atraje hacia mí, ansiosa de refrescar mis labios en sus sedosos rizos, y le pregunté con ternura: —Volverás a la noche, ¿verdad? —Sí, me contestó besándome en la frente. Yo me sonreí de amor, y saliéndose él del dormitorio, me arrojó rápida del lecho, me puse como quiera una bata, y corrí a la ventana que daba al camino. Ponía él al mismo tiempo el pie en el estribo, teniéndole Antimo la brida, y oyendo sonar las vidrieras alzó la cabeza, fijando en los míos sus ojos luminosos, y enviándome un furtivo y tierno beso, puso las espuelas al caballo, desapareciendo de mi vista casi instantáneamente. Seguíanle mis miradas hasta que me lo ocultó la próxima alameda; y cuando ya no le veía, aún escuchaba ansiosa el galope de su caballo, que pronto también dejé de oír, volviendo entonces mis ojos y mi atención a la contemplación del bello espectáculo que me ofrecía aquella dulce mañana de primavera. Soplaba un vientecito suave, que agitaba blandamente las hojas de los árboles de mi jardín, y el susurro del Tormes, que deslizaba a mi izquierda sus tranquilas aguas, infundía en mi alma dulce melancolía. Sin querer me acordé del tiempo en que, encerrada con mi madre en aquella casa triste y sombría, me acercaba por la noche a la ventana para oír, en medio del silencio, aquel melancólico murmullo. Este doloroso recuerdo, haciéndome más grata mi presente dicha, me, arrastró insensiblemente a una profunda y larga meditación, en la que mi alma se reconcilió completamente con aquel Dios tan poderoso, cuya justicia yo me atreví a negar en medio de mi infortunio, y cuya bondad reconocía ahora. Cuando me retiré de la ventana, refrigerada mi alma con aquella muda y solemne contemplación, se halló más apta para saborear la felicidad que la enloquecía, y más dispuesta que nunca a buscar en Dios, y solo en Dios, el principio y el fin de nuestras venturas y dolores. Cerca de mediodía, el buen Antimo, que como me había dicho La Sierra, parecía a veces multiplicarse, se presentó a mí diciéndome que iba a la ciudad, por si el señorito le necesitaba, y volverían juntos a la caída de la tarde. Yo le manifesté mi deseo de que en ningún tiempo descuidara por mi el servicio de su señorito; y él, ofreciendo obedecer, se marchó, dejándome enteramente sola.

Page 62: MARÍA MAGDALENA (1880) Matilde Cherner

62

Gracias a mi amor, a mi presente ventura, la soledad estaba tan poblada para mí de encantadoras imágenes, que ni el menor recuerdo de tristeza tenia cabida en mi corazón. Cuando pienso ahora ¡ahora que todo lo he perdido! en el absoluto imperio de aquella felicidad que me enloquecía, y cuyo término mi alma deslumbrada no se detenía a buscar, casi me parece anormal, en esta tierra del llanto, gozar por solo un instante tan completa y rica ventura. A la caída de la tarde, mi corazón, que ya más de una vez había querido lanzarse a aquel camino, por el que había de venir su dueño, se dirigió instintivamente a la ventana, anheloso de acortar con el deseo la distancia que le separaba de él. Se había levantado algo de viento, y a pocos instantes de estar devorando con mis ojos el camino, una violenta ráfaga llevó hasta mí el eco del galope de dos caballos, y sin pararme a reflexionar que podían ser otros y no los que esperaba, movida por una de esas ocultas emociones que nos revelan la presencia del ser que amamos, bajó apresurada, y dejando entornada la puerta de la casa, tomó la senda que ellos traían. A los cien pasos se ofrecieron a mi vista galopando uno al lado del otro, lanzando a mí sus caballos al momento que me descubrieron. —¡Loca!... dijo La Sierra mirándome amoroso. Y arrojándose del caballo, dio la brida a Antimo, cogiéndome del brazo y conduciéndome hacia la orilla del río. —¿Dónde me llevas? le dije apretando su mano con la mía. —A pasear. —Pero ¿no estás cansado? —¡Cansado! ¿De que? ¿De haber andado a caballo una legua escasa? No, no estoy cansado; estoy muy contento. —¿Por qué? le dije sonriendo al ver la animación de su rostro. —Si te lo digo me vas a reñir, y sin razón, porque tú ya sabes que no soy más que un loco. —¡Yo reñirte! le dije riendo y llena de encanto al ver su familiaridad y abandono. —Sí; porque... mira. Y metiendo la mano en el bolsillo de su pantalón, me enseñó un puñado de oro. —¿Has heredado? le pregunté festivamente. —Sí, a un vivo. Y añadió con interés: ¿qué has hecho todo el día, Aspasia? —¿Yo? le dije mirándole. Nada; pensar en ti. —Pues yo mucho, y voy a contártelo todo. Y tirando el cigarro, cual si le estorbara para hacerme aquella narración, y azotando con la punta del látigo la húmeda arena del río, por cuya mismísima orilla caminábamos, principió a decir: —Apenas llegué á la puerta de mi posada, y sin detenerme a saludar a la amable pupilera, dejé el caballo sin saber a quién, y corrí a la Universidad, haciendo en ella una entrada triunfante. Mis amigos, mis condiscípulos, todos los que poblaban a aquella hora los claustros, desde que me atisbaron corrieron a mí en tropel, gritando: ¡La Sierra! ¡La Sierra! acompañando sus aclamaciones de tales apretones de manos y abrazos, que me dejaron descoyuntado y sin poder dudar de mi popularidad en las aulas salmantinas, ni de la amistad de mis compañeros, tan estrepitosamente manifestada. El catedrático, al que reiteré las excusas que ya había hecho le dieran en mi nombre, me recibió muy fino,

Page 63: MARÍA MAGDALENA (1880) Matilde Cherner

63

felicitándome por mi restablecimiento. De la Universidad nos fuimos al billar, donde hallamos a un gran jugador que, al verme entrar, rechinó el taco diciendo: «¡Oh, ínclito La Sierra, bienvenido seas a sacarme del suplicio de jugar con estos pollinos.» Yo, que recordaba una terrible carambola que él me había dado, queriéndome resarcir y fiado en mi estrella, acepté al momento la partida y nos pusimos a jugar, rodeados de un sinnúmero de curiosos, casi más interesados en el juego que nosotros mismos. No sé si achacarlo a mi buena suerte o a la mala de mi contrincante, pero lo cierto es que le gané cuantas mesas jugamos, cuyas cantidades reunidas forman un total de algunas decenas de duros. Para concluir de celebrar mi vuelta a las aulas, propuse a mi costa refrescos y bebidas a discreción, y viendo que mis compañeros no parecían dispuestos a abandonar tan pronto su improvisada orgía, recordando que me esperabas les dejé y volé a tu lado, deseoso de que me perdones mis locuras de hoy. Y al pronunciar estas palabras, cogió mi mano acercándola a sus labios. Yo le escuchaba embebecida, y me era tan grato ver la ilimitada confianza con que me revelaba sus menores acciones, que no sabia cómo darle gracias por aquella prueba de aprecio. —¿Y temías que te riñera? le dije cariñosa. —Sí; pero ya veo que eres muy indulgente conmigo. —Porque me ha desarmado tu franqueza. Llegábamos en este instante, siempre por la orilla del río, a un sitio donde forma una pequeña y agradable cascada, cerca de la aceña en que nació el célebre Lazarillo de Tormes, según él mismo nos cuenta en el libro de sus aventuras, y proponiéndome La Sierra si quería sentarme en su pizarroso cauce, yo acepté, sentándonos a la margen del río, cuya espumosa corriente casi nos bañaba los pies. Poco apoco nos fuimos quedando silenciosos, y t r a s la bulliciosa alegría de La Sierra, apoderóse de nuestro ánimo un sentimiento de plácida tristeza. Ciro, extendiendo los pies y poniendo el sombrerillo debajo del codo y la cabeza en la palma de la mano, dejóse dominar de una vaga y profunda distracción, siguiendo sus miradas las blancas espumas de las bulliciosas ondas, que después de bordar ambas orillas del río, iban a perderse a lo lejos en su rápida corriente. A veces alzaba los ojos al firmamento, en el que principiaban a asomar algunas estrellas, y borrándose de su rostro la habitual expresión de arrojo y altivez que le caracterizaba, íbase difundiendo en sus facciones una suave tinta melancólica. Yo le contemplaba absorta, y contemplaba también aquel cielo y aquel río, imágenes de ventura y calma para mi dolorido corazón, y que mi alma extasiada no hallaba cansancio en admirar. Volvió a mí sus ojos La Sierra, y me preguntó con acento insinuante: —¿Crees en Dios, Aspasia? Y como yo le mirara absorta, vacilando en contestarle, añadió con energía: —Pero una creencia sin el menor átomo de duda; pero con una fe que jamás haya vacilado. —¡Ah! le contesté conmovida, ese Dios tan grande y bueno me ha dejado sufrir tanto, que a veces mi alma se sentía inclinada a negar su justicia y poder! —Es verdad, dijo Ciro con acento reflexivo y melancólico, que da gana de dudar del poder, de la justicia, de la bondad de Dios, cuando se sufre tan sin culpa y tan horriblemente como tú has sufrido. Pero esos mismos dolores, ¿no revelan al alma su esencia divina y su divino Hacedor?

Page 64: MARÍA MAGDALENA (1880) Matilde Cherner

64

—¡Oh! Sí, le contesté; porque el dolor puramente moral, la herida que desgarra nuestra alma sin lastimar nuestro cuerpo, no existiría, no podría dolemos, sin la inmortalidad de nuestro ser y sin la revelación de nuestro Dios. Miróme él complacido, cual si mis palabras hubieran traducido su mismo pensamiento, diciéndome: —Y ahora, Aspasia, ¿dudas también? —No, no. Tú has devuelto a mi alma su fe, su creencia, su esperanza; tú la has elevado hasta Dios. Sonrióse él con dulzura, y cogiéndome una mano, la acercó a su frente, diciendo: —Hay almas de tan diamantina pureza, que pueden yacer sumidas en el más inmundo fango sin mancharse, sin que aquel contacto infecto altere en lo más mínimo su virtud. Así es tu alma, Aspasia. Tu alma, que desde el más profundo abismo se ha elevado de un vuelo a la altura en que hoy se mece. Volvió a quedar silencioso; y yo, que recordaba el bullicioso abandono con que momentos antes me había relatado sus locuras del día, admiraba la fuerza de aquella maravillosa organización, comparando, sin querer, los vicios y virtudes del corazón humano, sus aspiraciones y flaquezas, a la misteriosa escala de Jacob, que con un extremo tocaba en el cielo, dejando el otro asentado en la tierra. Al oír a Ciro hablarme con tanta confianza, con tanta expansión, asociando sus pensamientos a los míos, abriéndome su alma y queriendo que yo le abriera la mía, a mis raptos de amor y embriaguez sucedíanse raptos de ilimitada dicha, casi de orgullo, en los que mi alma iba a buscar la suya, que tan bien me comprendía. Yo no puedo hablar de amores; no conozco, no comprendo más que el amor que he sentido, que he inspirado; pero creo que este amor no hubiera sido tan absoluto, o al menos tan completo, si el hombre a quien yo amaba me hubiera dejado ignorar sus cualidades morales, si él mismo no me hubiera dado parte de todos sus pensamientos. ¿No es esto casi identificarse con el ser que se ama? Dos horas largas permanecimos sentados a la orilla del río, y cuando el frío de la noche nos arrancó de aquella profunda meditación, en la que nuestras dos almas perdidas en lo infinito, se habían rebelado la una a la otra tantos misterios, nos levantamos ufanos y contentos, volviéndonos a casa asidos del brazo, y cantando La Sierra, a la luz de la luna, la preciosa aria de la Norma: casta diva.

Page 65: MARÍA MAGDALENA (1880) Matilde Cherner

65

III. Pasábanse los días tan rápidos y felices, que apenas mi corazón se apercibía de su curso. La Sierra marchaba todas las mañanas a la ciudad, donde sus estudios le llamaban; mas apenas el sol recogía su postrer rayo, la brisa de la tarde llevaba á mi corazón, que lo esperaba impaciente, el amado rumor que formaban al herir la tierra las herraduras de su caballo. Jamás había yo conocido en el vario clima de Salamanca primavera tan hermosa como la actual, y daba gracias á Dios, que parecía gozarse en mi ventura, al enviarme aquel sol tan espléndido y aquel tan puro y transparente cielo. Un día, era sábado, y yo, loca de placer, esperaba el siguiente, que Ciro pasaría a mi lado. Habíanse visto algunas nubes, y al declinar la tarde, el cielo, completamente encapotado, me privó de contemplar la puesta del sol, espectáculo siempre nuevo y grandioso para mí. Poco más de las seis serian, cuando yo a la ventana y sin hacer caso del viento que azotaba mi rostro y desordenaba mis cabellos, devoraba el camino con mis ojos, pensando que ya Ciro tardaba en volver. Oí el galopar de un caballo; mas mí corazón en vez de saltar alborozado, se oprimió con tristeza, que se convirtió en dolor al ver llegar solo a Antimo. Yo no era aprensiva ni tampoco caprichosa, y deduciendo que Ciro se habría quedado en la ciudad, me esforcé en devolver a mi alma la calma y el contento, saliendo a recibir al que La Sierra tenía por amigo y confidente. —El señorito se ha quedado en la ciudad, me dijo así que me vio. Volverá tarde, porque va al teatro, y me manda advertírselo a Vd. para que esté sin cuidado. —Bien, bien, Antimo; pues vuélvase Vd. si el señorito le necesita. —No, señora; me mandó que me quedara acompañándola. Aunque yo hallaba muy justo el que Ciro asistiera a donde podía esperar alguna diversión, y ni el menor asomo de queja se alzó en mi pecho, me puse triste sin querer, pensando en las horas que aún pasarían sin verle, y mi tristeza se tornó en dolor, cuando a la media hora oí caer una lluvia tan violenta como continuada. Zumbaba el viento, y mi corazón se oprimía al oír la lluvia, azotada por él, chocar con los cristales de mi ventana. Antimo, que comprendía tal vez mi ansiedad y quería respetarla, al oír dar las once y que La Sierra no volvía, ni el viento y la lluvia cesaban, me dio las buenas noches, diciéndome que si necesitaba alguna cosa le llamara al punto, y se retiró a su habitación. En el momento que me quedó sola, abrí la ventana, cual si de este modo me hallara más cerca de él. Mas aquella noche tan oscura y tempestuosa, aquel camino anegado en agua y envuelto en pavorosas sombras, helaron en mis labios la plegaria que iba a alzar al cielo por la vuelta de Ciro. ¿No era pensar más en mí que en él desear que volviera en tan horrible noche? ¿Y podía sin verle cerrar aquella ventana en la que mi corazón estaba tan acostumbrado a esperarle?

Page 66: MARÍA MAGDALENA (1880) Matilde Cherner

66

Sin sentir la lluvia que empapaba mis deshechos rizos; sin sentir el viento que azotaba mi rostro, estremeciéndome cada vez que mi imaginación me fingía aquel rumor querido que con tanto anhelo esperaba, y sin que nada más que los zumbidos del viento y el ruido que hacia la lluvia al caer en el cercano río llenaran los ecos de la noche, permanecía inmóvil en aquella ventana sin querer acordarme del tiempo que trascurría. Mi reloj de sobremesa señaló las doce, y mi corazón, sordo á los consejos de la razón, se dijo a sí mismo: —Le esperaré otra media hora. Y dejé perderse mis miradas en aquellas espesas sombras. Pasóse la media hora. Una bocanada de viento me trajo entre el silencio de la noche el eco dolorido de un reloj de la ciudad. Hasta entonces había esperado... qué sé yo: creo que con confianza. En aquel instante, mi corazón lleno de angustia, me ofreció la triste perspectiva de tener que recogerme sin verle. No, no, más quiero helarme a la ventana, más quiero permanecer aquí toda la noche. Pasóse un largo intervalo. Yo, ni contaba el tiempo, ni ya esperaba casi; estaba allí, como cumpliendo un deber, o mejor dicho, porque mi corazón sin él, no sabia estar en otra parte. De repente, me parece que oigo, que oigo el galopar de un caballo, que al herir la tierra, reblandecida por la lluvia, formaba apenas un perceptible rumor. Escuchó con avidez, con locura, con angustia casi. ¡Oh! ¡si me hubiera engañado!... El rumor se aproxima... se hace más perceptible... es ¡es el galopar de su caballo! Y sacando los brazos fuera de la ventana, sin pensar ni saber lo que hacia, gritó con toda la fuerza de mi alma: —¡Ciro! —Yo, yo soy; me contestó con amante entonación. Y quitándome de la ventana y llamando a Antimo presurosa, bajé corriendo a recibirle. Cuando le estrechó en mis brazos tan empapado en agua, tan salpicado de lodo, creí que mi corazón se deshacía de felicidad. —¡Me esperabas! dijo mirándome con amor. —Sí, sí; creí que ya no vendrías, pero me era imposible dejar de esperarte. —He tardado sin querer. Salimos ahora del teatro. —¿Y con la noche que está has venido? —Si; porque sabia que tu me esperabas. Y quitándose los guantes, el sombrero y el abrigo, se enjugó la frente, empapada en sudor y mojada por la lluvia, en tanto que Antimo le descalzaba las espuelas y que yo levantaba sobre sus sienes su rizada cabellera, que el viento había desordenado. Sonreíase él con tanta satisfacción como encanto, y yo creía sentir agitarse su corazón cada vez que al aproximarme a él, para prodigarle mis cuidados, llegaba mi seno a rozarse con el suyo.

Page 67: MARÍA MAGDALENA (1880) Matilde Cherner

67

IV. Finalizó el curso, y mi alma enloquecía a la idea de que iba a pasar al lado de Ciro todo aquel verano, habiéndomelo él así prometido, y habiendo alcanzado de su padre, que nada sabia negarle, permiso para quedarse en Salamanca la temporada de vacaciones Yo contaba ansiosa el ya limitado número de días que aún pasaba lejos de mí, y la noche que al regresar a casa me dijo con su natural encanto: —Aspasia, ya me vengo definitivamente al lado tuyo, mi corazón saltó gozoso, viendo cumplido su más ardiente deseo. ¿Qué diré de mi vida en aquel delicioso verano? ¿Dónde hallaré palabras para describir aquella dicha sin nombre, aquellos goces indefinibles, aquella felicidad tan pura como inalterable, y que nunca el mortal saborea dos veces en la tierra? Y ahora, ahora que todo lo he perdido, ahora que desgarrada mi alma por un dolor más horrible que todos cuantos dolores la habían atormentado, ahora que la miseria, el abandono, la muerte, son las únicas sombras que vagan en mi derredor, ahora que por un bárbaro antojo he ido evocando uno a uno todos mis pasados martirios, ahora solo comprendo, ¡por qué la he perdido! la inmensa dicha que mi alma gozaba en aquella única y venturosa época de mi existencia. Cuando mis delirantes recuerdos me fingen aquella preciosa casita oculta entre el follaje y bañándose en las ondas del río, como el nido del alcion, ¡aquella casa, pequeño paraíso de mi corta ventura! cuando recuerdo su amor, su generosidad, su ternura; cuando pienso que yo podía haber conservado todo esto, si recordando, que el mundo se había olvidado de mí hubiera yo prescindido de él y sus deberes, ¡oh! entonces Dios mío, reniego de esta rectitud de sentimientos que pusiste en mi alma, y me arrastró a sacrificarme en aras de un deber que pude haber desconocido. ¿Tanto te costaba, Dios mío, prolongar una dicha que tan pronto había de arrebatarme mi temprana muerte? ¿Tan ansioso estabas de volverme a sumir en el llanto y el dolor? ¿De que expiara aquel rápido reflejo de ventura? Y yo, yo que sufro hasta el extremo de morir víctima de mi dolor, yo daría mi vida, mi alma, sufriría un doble contenta, si mi dolor, si mi sufrimiento, le hubieran asegurado a él la tranquilidad y la dicha... Era yo tan feliz á su lado, que hasta había olvidado mi pasada desventura. Soy tan desgraciada ahora, que ni aun evocar puedo mi perdida felicidad. ¿Qué diré, que no sea pálido y frío, de nuestra existencia tan feliz y tranquila en aquella corta estación que pasamos sin separarnos y ocultando nuestra dicha en tan delicioso nido? Al lado de La Sierra, mi alma se engrandecía, mi inteligencia se desarrollaba, adquirían nueva vida los puros instintos de mi corazón, ahogados hasta entonces en el fango en que había vivido. Él, sin separarse de mí, sin cansarse de mi amor, sin hacérsele pesada mi ternura, él me abría su alma, me participaba sus ideas, me asociaba a sus pensamientos, engalanando mi imaginación con los ricos atavíos que adornaban su ardiente fantasía. Él me enseñaba a sentir, a pensar, a comprender la virtud, el deber, el sacrificio; a elevar mi alma y mi corazón sobre las mezquinas pasiones de la vida; a ver siempre más allá de la tumba.

Page 68: MARÍA MAGDALENA (1880) Matilde Cherner

68

Sin él, sin él, Dios mío, jamás yo hubiera sabido conocerte y amarte. Y aquel hombre sin igual, aquel hombre que todo lo comprendía, que sabía elevarse a los últimos límites de lo posible, que abarcaba con su imaginación cuanto le es permitido abarcar a la humana inteligencia, aquel hombre descendía también arrastrado por su espíritu analítico y observador, a los abismos más profundos de las humanas miserias, y anatomizando vicio por vicio, degradación por degradación, no dejaba sin desdoblar ni un solo pliegue en el corazón del hombre. Cuando yo, que palpitante y angustiada escuchaba la horrible pintura, la descripción repugnante que hacía de las humanas flaquezas, volvía a verle remontarse a lo infinito, venia a halagar mi dolorida mente la idea de que nuestra alma, pura, inmaterial, eterna, era inaccesible a tan degradante corrupción, que solo puede manchar en nosotros este pobre cuerpo tan débil y deleznable. A veces también, locos y alegres como dos niños, nos entregábamos a mil pueriles diversiones, sin que cesara nunca el encanto que uno al lado de otro nos retenía. Mi alma henchida de ternura se desbordaba a mi pesar y cuántas tardes, sentados en la orilla de aquel sonante río, viendo volar sobre nuestras cabezas mil alegres pajarillos, oyendo a lo lejos el canto monótono y dulce de los segadores; cuántas tardes, reclinando mi cabeza sobre el hombro de Ciro, y bañados los ojos en deliciosas lágrimas, se escapaban de mis labios palabras de pura o ideal ternura, cual solo pueden pronunciarse en momentos de éxtasis y abandono. La Sierra, era muy sobrio de frases de amor, y hasta de caricias; pero, mi alma apasionada, parecía no existir más que para amarle y para decírselo a todas horas. ¡Cuánta era mi ventura cuando mis tiernas palabras, mis amorosos halagos, me merecían de sus ojos una mirada de pasión, que abrasaba mi pecho!... ¡Cuándo el más leve movimiento de sus labios, rozándose por mi semblante, me demostraban que su corazón correspondía a mi ternura!... ¡Y estos deleites, y estos goces tan puros como indefinibles, nunca, jamás volveré a gozarlos!... No. ¡Ni siquiera á sentir en mi alma el imperio de sus ardientes ojos!... Si he sufrido, si he llorado, si me he sentido próxima a morir de dolor al evocar el recuerdo de mi desgracia, nunca, jamás, fue mi tormento tan cruel, como ahora, que evoco el de mi dicha. Era yo tan dichosa, que no se me ocurría pudiera volver a sufrir; contaba de tal modo con mi ventura, que me parecía que nadie podría arrebatármela; me entregaba tan ciegamente a ella, que ni el menor recelo se albergaba en mi alma. ¿Y él? ¿Vi yo, ni una vez sola, nublarse su frente? ¿Experimenté ni el más pequeño efecto de su imperioso y altanero carácter? ¿Me acerqué una vez sola a él, que su corazón no se abriera para recibirme? ¿Puedo, ni aun ahora que lo he perdido, dudar de su amor, quizá tan absoluto y ardiente como el mío? No, no, y al querer hacer votos por su dicha, espiran las palabras en mis labios, y el corazón me dice, que el recuerdo eterno y constante de Magdalena, amargará siempre su vida.

Page 69: MARÍA MAGDALENA (1880) Matilde Cherner

69

V. Conforme avanzo en mi narración, conforme me aproximo al supremo instante en que tuve que renunciar ¡que renunciar, Dios mío! a una dicha tan preciosa para mi alma, siento una ansiedad, una congoja, tan terribles cual si me hallara aun en el instante de consumar mi sacrificio. Mi dicha, aquella dicha tan corta como inefable, absorbiendo mis sentidos y potencias, ni lugar me dejaba para reflexionar sobre mi existencia, por ella embellecida, y si mis delirios de amor, me permitían un momento de tregua para pensar en el porvenir, mi alma delirante se elevaba hasta Dios, para rogarle fervorosa, me arrebatara la vida, primero que aquella felicidad, mi único tesoro. La enfermedad, cuyos primeros síntomas experimenté en casa de la tía Celestina, seguía su curso lento y fatal, a pesar de mi presente ventura, y yo, contaba con ella, como con una garantía, contra futuros dolores. ¡Cuánto me engañaba al pensar así! Al creer tan cercano el fin de mi existencia, ¿cómo había de figurarme fuera más corto el de mi escasa dicha? También Ciro veía con dolor los progresos de mi mal, y cuántas veces, estrechando en las suyas mis manos, abrasadas siempre por el ardor de la fiebre que me consumía, clavaba en mí sus ojos, a los que parecía asomarse su alma, y su frente sombría me revelaba multitud de pasiones que combatían su corazón. Yo me sonreía con la dulce resignación del que espera morir en brazos de su bien, y mi sonrisa; calmando sus exacerbadas pasiones, le hacía resignarse también, admirando en silencio mi conformidad. Al escribir las anteriores líneas, me admiro yo misma recordando lo identificada que se hallaba mi alma con la de Ciro, y cómo, sin que él dijera una palabra, hasta sin mirarle a veces, comprendía, adivinaba yo sus pensamientos; y los afectos que su pecho agitaban. Cuando volvió a principiar el curso, volvió La Sierra a su antiguo método de vida, pasando el día en la ciudad y regresando por la noche a mi lado, y yo, a aquella cruel y deliciosa alternativa de ansiedad, de temor, de esperanza y ventura, que poniendo en movimiento todas las fibras de mi corazón, desgastaba los últimos resortes de mi existencia. Lejos de Ciro, pensaba a veces que ningún lazo, de esos que ni el mundo, ni los hombres, pueden romper, nos unía, y que si por desgracia algún día se viera obligado a abandonarme, respeto alguno, aparte de su amor, podría contenerle. Cuando pensaba así, mi alma se moría de dolor; mas yo buscaba en vano los medios de afianzar aquella dicha, cuya sola garantía estaba cifrada en mi temprana muerte. No es esto decir que yo desconfiara de Giro, ¡jamás! y mi corazón respondía de él, como de sí mismo. Pero el mundo impone deberes a veces indeclinables, y que es preciso cumplir, aun a costa de toda nuestra felicidad. Estos pensamientos, aunque tristes, no me hacían sufrir, puesto que yo había aceptado mi destino tal cual era, y puesto que mi amor bastaba solo alienar todos los instantes de mi vida. Jamás estos vagos antojos, estos indefinibles terrores fueron comunicados por mí a La Sierra, y si él los adivinó, o llegó a sentirlos también, nunca me hizo comprender nada que a ellos se refiera.

Page 70: MARÍA MAGDALENA (1880) Matilde Cherner

70

Ya he dicho otra vez, que yo, que ignoro como son los amores de un mundo en que no he vivido, solo sé comprender mi amor y hablar de él. Mas a pesar de mi ignorancia, me atrevo a asegurar que ni el esposo más prendado de su esposa, ni el amante más enamorado de su amada, podrán ser con ellas, en palabras, en acciones, en deseos, más delicados, más tiernos, más espirituales, y permítaseme la frase, que lo era Ciro para conmigo. ¡Para con la mujer que había él mismo sacado de aquel antro de corrupción!... ¿Necesito decir acaso, que ni por descuido, volví a oír en su boca la menor de las obscenas palabras con que salpicaba comúnmente su conversación? ¿Qué su lenguaje, aunque lleno de dulce familiaridad, era para mí el más delicado y tierno? ¡Oh! cuando recuerdo todo esto, me siento halagada, enorgullecida, a la idea de que si él, él, tan elevado en todo, no hubiera hallado a mi alma ilesa de aquella corrupción en que me sumió mi desdicha, y digna de la suya, jamás me hubiera amado, y mucho menos puesto al igual de su corazón y su inteligencia.

FIN DE LA CUARTA PARTE.

Page 71: MARÍA MAGDALENA (1880) Matilde Cherner

71

QUINTA PARTE.

DOLOR.

I. Cuando recuerdo aquel invierno tan tranquilo pasado en mi deliciosa casita, y aquellas noches, tan llenas de ansiedad y encanto, en las que a cada instante la idea de que Ciro llegaba, me hacia saltar de mi asiento, para correr a recibirle: cuando recuerdo aquellas horas en que sentada al lado del fuego, me entretenía, ora en leer, ora en hacer algo de costura, y el buen Antimo, sin separarse de mí, procuraba hacerme menos largo aquel tiempo que ya Ciro robaba a mi amor: cuando recuerdo la inefable dicha que derramaba en mi alma su llegada, y cómo echando a un lado libros, labores, todo, corría desalada a su encuentro: cuando recuerdo otras noches más felices aún, en que Ciro a mi lado, con mis manos entre las de él, con sus ojos en mis ojos, me relataba sus diurnas aventuras, ¡Dios mío! ¡casi dudo de tu bondad al ver que me has arrebatado una dicha tan inmensa y tan inofensiva!... Ni una vez sospeché yo en La Sierra que mi amor le cansara, y si los amigos, el teatro, el billar, le retenían en la ciudad y lejos de mí algunas noches, más de lo que yo quisiera, era luego tan ardiente su afán por resarcirme de aquel pequeño disgusto, que trocábalo en dicha para mí, con sus caricias y ternura. Sin dudar yo del amor de La Sierra, sentía a veces una vaga desconfianza respecto a su fidelidad, recordando su vida borrascosa; mas estos vagos recelos desaparecían bien pronto al ver la insistencia, el incansable afán con que él buscaba siempre mis caricias, y que era la más vehemente prueba de su fidelidad. Sin dejar de amarme, sin alterar en lo más mínimo su ternura hacia mí, podía La Sierra, por capricho, por vicio o por inconsecuencia haber buscado las caricias de otra mujer; mas si así hubiera sido, no le hubiera visto yo, como le veía, sediento siempre, siempre ansioso del amor que en mi corazón, y solo en él, iba el suyo a buscar. ¡Y pasó aquel invierno! ¡El primero y el último de mi ventura!... La primavera, esperada siempre por mí con tan dulce anhelo, sacudiendo con demasiada rudeza mi débil ser, gastado por el mal, era causa del acrecentamiento de la fiebre que lenta me consumía, y ningún año la vi llegar sin que la enfermedad me postrara. Aquel invierno largo y riguroso no dejó de extender hasta mí su perniciosa influencia, y los primeros albores de la primavera, por el rigor del frío retardada, postráronme en el lecho, presa de una fiebre devoradora. ¿A qué, Dios mío, podré comparar los cuidados de Ciro durante mi dolencia?... Aun cuando para no asustarme aparentaba en mi presencia suma confianza en mi pronto alivio y se mostraba siempre con faz tranquila y cariñosa, en mis largas noches de insomnio y fiebre leía en sus sombríos ojos el abismo de desesperación que abría a su alma la idea de mi muerte. ¡Y cuan dichosa hubiera yo sido muriendo entonces!

Page 72: MARÍA MAGDALENA (1880) Matilde Cherner

72

Morir en sus brazos, rodeada de su ternura, abrasada por su amor, sucumbiendo a sus caricias... ¡oh! ¡aquella muerte hubiera sido vida para mí!... Sin pensar más que en mí, sin separarse un instante de mi lado, abandonando estudios, pasatiempos, amigos, todo, en fin, dedicóse a combatir mi mal con su inagotable ternura y solícitos cuidados. ¿Y había yo de morir cuando sus amantes ojos vertían raudales de vida en mi agonizante pecho? ¿Y podía dejar un mundo que él iluminaba con su ardiente pasión? ¿Y había de ser mortal para mí aquella terrible fiebre que su amor trocaba en delirios de ardiente embriaguez? Cual una sonámbula, que sin resistir obedece la voz del que la tiene magnetizada, obedeció mi ser los íntimos deseos de Ciro, y volviendo mi dolencia a su estado normal, pude de nuevo mostrarme a sus ojos alegre y cariñosa. Mi alivio tornó la confianza al pecho de Ciro, y separando de su imaginación y procurando apartar de la mía toda idea siniestra, no perdonaba medio para rodear mi existencia de cuanto pudiera hacerla más risueña y feliz. ¡Nunca, nunca fue para mi más precioso, más indispensable, más anhelado, aquel amor, único bien de mi vida, que en el momento que lo había de perder para siempre! Me falta el valor. Tres días hace que con tenaz insistencia procuro apartar de mí aquellos funestos recuerdos. Tres días que al querer proseguir estas amargas páginas, la idea de evocar el aterrador espectro de mi muerta dicha, hiela de espanto mi alma y sume mi ser en mortal congoja. ¡Sola, Dios mío, en este miserable cuartucho, presa de la enfermedad y la miseria, sin más esperanza, sin más consuelo que ese más allá que la tumba nos ofrece!... ¿Y él? ¡Ah! ¡Si pudiera ver a su pobre y desdichada Magdalena! ¡Si contara uno por uno todos sus dolores, todas sus miserias, todos sus martirios! ¡Si acertara a leer en mi alma todo lo horrible, lo amargo, lo sacrílego de mi angustiosa desesperación!... Sí, porque a veces me pregunto a mí misma: ¿qué he hecho yo para ser tan desgraciada? ¿Quién me usurpó la parte de dicha que debió caberme al nacer? ¿Por qué he de ser yo sola la víctima, de los deberes de los hombres? ¡Por qué, Dios mío, he perdido lo que tanto amaba!... Y al pensar así reniego de mí misma, reniego del mundo, reniego hasta de ti, Dios mío, que tan severo fuiste con esta desgraciada., incapaz de soportar el peso de su desventura. Cuando tales ideas se apoderan de mi ánimo, despertando en mí odiosos y crueles instintos, mi dolor, mi angustia, el profundo y desconsolador conocimiento de mi propia miseria, de mi completa debilidad, vuelcan mi alma en un infierno de amargura y llanto, de donde solo la saca la cercana y pálida esperanza de mi próximo fin.

Page 73: MARÍA MAGDALENA (1880) Matilde Cherner

73

II. Acercábase la Pascua de Pentecostés, y a la par que mi alma sonreía feliz a la dulce esperanza de que en aquel día tendría a Ciro a mi lado, pensaba con más gozo aún en las próximas vacaciones, recordando loca de alegría el verano anterior, del que nuestro amor hizo un sueño embriagador y venturoso. La Sierra compartía y alimentaba esta misma esperanza, porque no podía acostumbrarse a la idea de separarse de mí, ni aun por breve tiempo, y había escrito a su padre pidiéndole permiso para quedarse también aquel verano en Salamanca, si bien ocultándole la causa que en ella le retenía, y extrañaba no haber recibido ya contestación a esta carta. Jamás me atreví yo a hacer á La Sierra la menor pregunta sobre su familia, ni él me había hablado nada sobre este asunto, aparte de pintarme a su padre como el hombre más franco y noble de la tierra y lamentar la pérdida de su madre, a la que apenas había conocido. Atendiendo a nuestras respectivas situaciones, fácilmente se comprende esta delicada reserva, y si a veces me asaltaba el temor de que Ciro ocultara nuestro amor a su padre, y que quizá sabiéndolo lo reprobaría, me tranquilizaba luego recordando el lisonjero concepto que de su bondad me había hecho concebir su hijo, y mucho más al ver la independencia de carácter y acciones de éste. Al pensar así, ni se me ocurría que Ciro hubiera de chocar abiertamente con su padre por mi causa; y como eran tan pocas las veces que mi imaginación se ocupaba de este asunto, ni vislumbrar había podido tantos obstáculos como nuestro amor hallaría en el mundo, no pidiendo yo, para llamarme feliz, más que la seguridad de que La Sierra no me abandonaría en tanto que durase mi existencia. No era solo este asunto el que tanta reserva nos imponía. Guardábamosla también respecto al juicio que el mundo hubiera formado de nosotros, y aun cuando mi desaparición de casa de Celestina no hubiera dejado de ser notada, y aun cuando los amigos de La Sierra más de una vez le habrían sobre esto interrogado, jamás él me dijo nada de ello, ni en todo el tiempo que vivimos juntos pronunció una palabra relativa a mi vida pasada. ¡Extremo de delicadeza que yo no sabia cómo agradecerle! El sábado antes de Pascua, apenas había anochecido, presentóse en casa La Sierra, y abrazándome amoroso, me dijo con ternura: —Ya estoy aquí, y pronto lo estaré del todo. Yo, loca de placer, me apresuré a prodigarle todas esas cariñosas atenciones de que una mujer afectuosa rodea siempre al hombre que ama, y que Ciro no se cansaba nunca de recibir de mí. De más está decir que mi mayor ventura Se cifraba en gobernar aquella preciosa casita, morada de mi amor, y la inefable dicha que me reportaban mis domésticas ocupaciones y el dulce encanto con que Ciro me contemplaba empleada en ellas, y esmerándome siempre en adivinar sus menores deseos, y que no echara de menos a mi lado la más pequeña satisfacción de sus gustos. Más de una vez pensaría el cuan dulcemente se podía pasar la vida en aquella reducida mansión, lejos del bullicio del mundo y sin necesitar para nada el fausto y la riqueza, y más de una vez me dejó casi adivinar sus pensamientos, cuando, interrumpiendo de repente mi ocupación, me estrechaba contra su seno con un sentimiento de inefable ternura mezclada de amarga tristeza.

Page 74: MARÍA MAGDALENA (1880) Matilde Cherner

74

Si algún día el sol alumbró mis ojos exentos de toda nube de dolor, fue aquel primero de Pascua, en que apenas se presentó sobre el horizonte anunciando un hermoso día de primavera. La Sierra, tan feliz y gozoso como yo, me propuso entusiasmado un paseo matinal por la orilla del río, que yo acepté regocijada. Hay quien dice que nuestro corazón presiente, las desgracias que nos han de sobrevenir; mas el mío, demasiado confiado o demasiado embebecido en su dicha, ni el más leve: síntoma me dejó percibir de la inmensa y próxima desgracia que me amenazaba. ¿Quién me habla de decir, cuando apoyada en el brazo de La Sierra contemplaba extasiada las azuladas ondas del sonante río, hollando el verde y húmedo musgo, y oyendo los gorjeos de mil tiernos pajarillos que revoloteaban sobre nuestras cabezas, quién me había de decir que aquella seria la postrera, la última vez que podía entregarme al impulso de mis tiernos sentimientos; que ya nunca, jamás, me apoyaría en aquel brazo que ahora estrechaba con tan dulce abandono; que para siempre tenia que renunciará aquel amor, único bálsamo de mi alma dolorida? No, ni él tampoco sentía temor ni recelo alguno; y tan gozoso y confiado como yo, se abandonaba al impulso de su amor y de la alegría que le inspiraba aquel hermoso día de primavera. Jamás ¡oh! ¿sería porque iba a perderle? jamás me parecieron sus ojos, al dirigirse a mí, más amorosos y radiantes; jamás su acento más tiernamente modulado; jamás su mano oprimió la mía con tan imponderable y ardorosa ternura. Y es que la impresión de aquellas miradas, de aquellas palabras, de aquellas caricias, quedó para siempre grabada en mi corazón; ¡porque fueron las últimas, porque no vinieron otras miradas, otras palabras, otras caricias a borrarlas de él! Tornamos a casa, y recordando Ciro que esperaba carta de su padre, montó. Antimo al punto a caballo para ir a la ciudad a buscar el correo, y nosotros nos sentamos a almorzar, dejándonos ya él la mesa completamente servida; y apenas hablamos tenido tiempo de finalizar el almuerzo, que intermediábamos con largos diálogos, ya estaba de vuelta Antimo, trayendo, entré otras, la carta esperada por La Sierra. —Lleva esas cartas á mi cuarto, Antimo, le dijo Ciro al verle entrar. Y dejándome en la salita que yo continuamente habitaba, se fue a buscar su correspondencia. ¿Qué pensé la mayor parte de aquel tiempo que tardó en hacérseme notable la larga estancia de La Sierra en su habitación? Ni aun ahora lo recuerdo; y adormecida en mi dicha, le dejaría pasar embebecida en dulces sueños. —¡Cuánto tarda Ciro! me dije a mí misma. Y a esta reflexión, fue unido el recuerdo de aquella carta por él esperada, y la única que parecía interesarle en toda su correspondencia. —¿Si le habrá sucedido á su padre alguna desgracia?... Y el creer a Ciro entregado al dolor, me hizo saltar de mi asiento y correr en su busca. Mas apenas había dado dos pasos, oí sonar en la puerta de la casa las herraduras de su caballo, y voló á la ventana loca de espanto y sin saber ni qué temer ni por qué sufrir.

Page 75: MARÍA MAGDALENA (1880) Matilde Cherner

75

La Sierra, con el pie en el estribo, alzó a mí sin querer su trastornado rostro, y sin decirme una palabra y montando rápidamente, metió las espuelas a su veloz alazán, desapareciendo de mi vista en menos de un segundo. Muda, yerta, aterrada, sin poderme dar cuenta de aquello mismo que veía, me quedé en la ventana con la vista fija en el sitio por donde le había visto desaparecer, con el pecho tan lleno de dolor, cual si para siempre hubiera huido de mi lado. Al volver a mí Ciro casi maquinalmente su semblante, me había dejado leer en él la expresión de una desgracia inevitable, inmensa; de una desgracia que en su mayor parte sobre mí pesaría. No era a su padre, no era a él a los que amenazaba el dolor que yo había leído en sus sombríos ojos; era a mí, era a mi amor... ¡A mí, que principiaba a expiar mi corta y pasajera dicha! Ni aunque quisiera podría recordar todos los recelos, todos los terrores, todos los horribles fantasmas que atormentaron mi alma y mi corazón aquel largo día, que pasó entero sin que Ciro volviera. Fuera de mí, y olvidando que cometía un abuso de confianza, corrí a su cuarto, buscando en vano entre sus papeles, insignificantes todos, o poco menos, aquella carta fatal, que parecía haber matado tan de repente mi ventura. Nada hallé; y con el juicio trastornado por mil siniestros presentimientos, interrogué al pobre Antimo, que estaba casi tan aterrado como yo, sobre la repentina marcha de su señorito, y que nada supo decirme, y sí solo advertir el trastorno de las facciones de La Sierra cuando, bajando él mismo a ensillar su caballo, había rechazado con amarga dureza su ayuda, ordenándole terminantemente que no le siguiera. Cuando pensaba que aquella imprevista desgracia, sin menoscabar nuestro amor podía herir solo a La Sierra, atacando su posición o sus afectos de familia, sufría el doble al creerle infeliz; mas la reflexión venia pronto a demostrarme lo errado de mi juicio, pues si Ciro hubiera de lamentar una desgracia que no influyera en nuestro amor, ni huiría mi vista ni guardaría la menor reserva con la que merecía toda su confianza. Fueron tan horribles los vagos e infundados temores que todo el día martirizaron mi alma, que rogaba á Dios me revelara la verdad, pues por cruel que fuese no superaría a lo que ya estaba sufriendo. Muy entrada la noche, volvió Ciro; y el temor de saber por fin a ciencia cierta mi desgracia, y los efectos del dolor que todo el día habían atormentado mi alma, casi me dejaron sin sentido, y en vez de salir a su encuentro, como de costumbre, permanecí en mi asiento sombría y abatida. Entró él en mi habitación, y sin acercarse a mí, sin pronunciar una palabra, permaneció inmóvil aliado de la puerta, sintiendo yo pesar sobre mi alma sus miradas, impregnadas de amarga desesperación. Y cual si le fuera insoportable mi vista, dio rápidamente tres o cuatro vueltas por la sala y se volvió á marchar sin haberme dicho una palabra. Un raudal de llanto que brotó de mis ojos, desahogando mi oprimido pecho y librándome de alguna mortal congoja, me dio aliento para levantarme y marchar paso a paso hasta el cuarto de Ciro. Tenía la puerta cerrada, y percibiendo luz por sus junturas, apliqué la vista al ojo de la llave, y le vi sentado junto a su escritorio y ocupado sin duda en escribir, según colegí de su postura, pues me daba la espalda. Sin atreverme a entrar y sin pensar en expiar con segundo fin sus acciones, permanecí inmóvil, y observándole con tanta congoja como ansiedad.

Page 76: MARÍA MAGDALENA (1880) Matilde Cherner

76

A veces llegaba hasta mí su anhelosa respiración y el ruido ¡de su pluma al rozar sobre el papel, cual si fuera impulsada por alguna contracción nerviosa de su calenturienta mano. De pronto hizo un brusco movimiento, y retirando la silla de la mesa, tiró la pluma, levantándose agitado. Yo di un paso atrás, temiendo fuera a salir; mas lo que hizo fue dar tres o cuatro vueltas como un loco, y volver a dejarse caer en la silla, cubriéndose el rostro con las manos. Nunca, jamás, había yo visto a La Sierra, a aquel hombre enérgico y resuelto que parecía pronto a arrostrar toda clase de peligros, nunca había visto, ni sospechado en él aquel abatimiento, aquella muda desesperación de que era presa. Después de un largo intervalo, en el que con el rostro oculto entre las manos parecía querer encubrirse a sí mismo la manifestación de sus amargos pensamientos, alzó la cabeza, y la expresión de dolor que leí en su semblante era tan absoluta, tan amarga, tan desesperada, que hizo desfallecer mi alma. Solo una angustia tan cruel, tan espantosa como la que a mi me causaría la pérdida del hombre a quien única y solamente había amado, y al que estaba enlazada toda mi felicidad sobre la tierra, solo este incomparable y supremo dolor, que yo sola me creía capaz de sentir, podía haber dado a las facciones de La Sierra aquella expresión tan sombríamente desesperada. Embargados mis sentidos por los distintos afectos que me hacían sufrir mis angustias y temores y el dolor que en Ciro había sorprendido, permanecí unos instantes lejos de la puerta y recostada casi sin aliento contra la pared. Cuando volví a mirar, escribía de nuevo Ciro, dándome la espalda, más revelando en sus febriles movimientos y anhelosas aspiraciones, el martirio que su alma sufría. ¿Qué escribirá, Dios mío?... Y conociendo su noble y franco carácter, deseché la horrible idea que un momento me asaltó, de que estuviera escribiendo su despedida para mí. —¡Oh! ¡no, no! me dije; Ciro es incapaz de abandonarme tan indignamente; su mismo dolor, su misma congoja, me garantizan sus nobles sentimientos. Mas ¿esa carta? ¿Esa fatal desgracia que tan de repente ha caído sobre, nuestras cabezas?... Su padre, quizá su padre le ordene, le obligue a que me abandone... ¡OhDios mío! si es así, mátame antes que me dejes pasar por tan horrible prueba... Si, tal vez está contestando a la carta de su padre. La lucha entre su amor y las órdenes paternas, es laque le hace tanto sufrir. Mas su padre, su padre tan noble y caballero ¿podrá imponerle una crueldad tan grande cual seria la de abandonarme a mí que vivo con su vida? Y él, y Ciro, tan enérgico y resuelto, ¿obedecerá una orden injusta? ¿No serán nada para él mi desesperación y mi abandono? ¿Podrá olvidar, apartar de sí a la que le ama cual mujer alguna supo amar en la tierra? Estas amargas reflexiones, ofreciéndose en tropel a mi imaginación, en vez de darme algún alivio, aumentaban mi congoja, revelándome vagamente alguna dura ley, algún deber imprescindible al que a pesar nuestro hubiera de ser sacrificada nuestra dicha, y del que ni mi amor, ni la energía de La Sierra, ni la bondad de su padre pudieran libertarnos. Ciro escribía, escribía cada instante con más angustia y con mayores interrupciones, y más de una vez le vi resuelto a despedazar aquel fatal escrito, recurriendo a sus rápidos paseos por la habitación para calmar un tanto sus excitadas pasiones.

Page 77: MARÍA MAGDALENA (1880) Matilde Cherner

77

Pasaban las horas, y ni aquel largo escrito concluía, ni la febril y desesperada impaciencia de Ciro cesaba, ni daba tregua la dolorosa angustia que desgarraba mi pecho. Un movimiento más brusco y rápido que los anteriores, volvió a llamar sobre Ciro toda mi atención, distraída un instante en mi propia pena, y le vi que tirando de nuevo la pluma y levantándose agitado, se dirigió a largos pasos hacia la ventana. La abrió con ímpetu, y el primer albor del día reflejó en sus ojos, fatigados por la vigilia e inflamados por la fiebre que trastornaba su cabeza. Por un largo espacio de tiempo perdiéronse sus miradas en aquel dilatado horizonte, ligeramente rosado por la naciente aurora, o inclinando su frente sombría, le vi pasarse las puntas de los dedos por sus febriles ojos. ¡Quizá empapaba en ellos alguna escaldante lágrima arrancada a lo más recóndito de su corazón! ¿Qué barrera se interponía entonces entre mi alma y la suya que no me lancé en sus brazos cuando tan crudamente le veía sufrir, y cuando yo sufría también tanto? ¡Ay! ¡él evitaba mi vista, y yo no me atrevía a buscar la suya! Se apartó de la ventana, y cogiendo su sombrero, que estaba sobre el escritorio, y abrochándose el gabán, que ni aun se había quitado, me hizo comprender que iba a salir, y temiendo me hallara allí, entré rápidamente en la habitación próxima, desde la que le vi dejar la suya dirigiéndose a la escalera, oyendo yo a poco rato la rápida carrera de su caballo. ¡Por segunda vez huía, esquivaba mi vista! Loca de dolor me lancé en su cuarto, y arrojándome vivamente sobre aquella larga y no terminada carta, me puse a leerla con avidez, olvidando toda clase de escrúpulos, y buscando en ella la solución de aquel espantoso enigma.

Page 78: MARÍA MAGDALENA (1880) Matilde Cherner

78

III.

Aquella carta notable, cuyas frases quedaron para siempre grabadas en mi alma, decía así: «Tú no extrañarás, padre mío, el desorden de esta carta; tú perdonarás la franqueza con que voy a hablarte; tú recordarás, en fin, que esta franqueza es indispensable, es necesaria, y que tú, tú mismo la has exigido siempre de tu hijo, y hasta me acusas de haber faltado a ella, cuando me dices en un párrafo de la tuya: «Aunque no por ti, ha llegado a mi noticia qué clase de lazos te ligan a esa ciudad; mas tu falta de confianza para conmigo no me hará sospechar tengas que ocultarme alguna acción indigna, de la que nunca creeré cómplice a mi hijo.» No te has engañado. Un exceso de delicadeza me ha impuesto silencio hasta hoy, y al romperlo, lo hago empujado por la irresistible fuerza de las circunstancias. »Yo no sé qué decirte, padre mío; yo no sé cómo principiar a exponerte unos hechos ignorados hasta ahora por ti, y que han de decidir de mi destino. »El temor de que mis pasiones me oculten el verdadero medio de cumplir con mi deber; el miedo de oponerme a tu voluntad, al cumplimiento de una palabra que tú empeñaste por mí; el recelo de que mis frases, la pintura que voy a hacerte de cuanto por mí ha pasado, no sea demasiado viva, exacta, elocuente, no sea bastante a obligarte que me perdones, que me atiendas, si te pido, si te ruego que rompas ese compromiso fatal; todo esto, padre mió, me confunde, me abate, me angustia, y por la primera vez de mi vida me hallo indeciso, turbado y sin saber qué partido tomar. »Sí, padre mío, yo amo a una mujer, la más grande, la más tierna, la más amante, la más noble, la más digna que pueda existir. »Y esta mujer... ¿A qué he de esperar más para decírtelo?... »Esta mujer ha sido para el mundo, la más impura... la más degradada y envilecida... »¡Oh! ¡no, no arrojes mi carta creyéndome embriagado por una indigna pasión! ¡No, padre mío! Lee hasta el fin, y hallarás la solución de tan horrible enigma. »Escucha: esta mujer, esta pobre niña, huérfana cuando apenas tenía quince años, sin amparo en la tierra, habiendo consumido todo cuanto poseía en asistir a su madre enferma, en dar a su cadáver decente sepultura, esta mujer, esta niña, sola en el desmantelado cuarto donde su madre había muerto aquel mismo día, y del que al siguiente iba ella á ser arrojada, esta niña, transida de frío, falta de alimento, y rodeada de horribles espectros que su débil imaginación creaba, esta niña, oprimida por la terrible realidad, más terrible para ella que aquellas pavorosas sombras, concibió el designio de suicidarse. »Sí: para morir de hambre y de frío en medio de la calle, quiso morir por su propia voluntad, y velando su muerte entre las sombras de la noche. »En aquellas largas horas, cuando su madre enferma la imponía dolorosas vigilias, ella, pobre niña oprimida por la tristeza, solía abrir la ventana de su habitación, y en el silencio de la noche escuchaba con melancólico placer el sordo murmullo del río, que corre al pie de esta ciudad. »Aquella noche lo oyó también, y la siniestra idea de que sus dulces aguas le darían sepultura, apoderándose irresistiblemente de su ánimo, la impulsó, a ella, tan tímida o inocente, la impulsó a echarse a la calle a la mitad de una noche fría y medrosa de invierno.

Page 79: MARÍA MAGDALENA (1880) Matilde Cherner

79

»Ella no sentía el frío; ella no oía zumbar el viento. »Corría, volaba arrastrada por vertiginosa fiebre, y llevando por guía el murmullo del río, que parecía llamarla de lejos. »Las fuerzas le faltaron. »Aquella naturaleza quebrantada por la abstinencia y el dolor, desfalleció en medio de la funesta marcha... »¡Oh! ¿si la hubieras oído apostrofar enérgicamente a Dios, preguntándole por qué no la quitó entonces la existencia?... »¿Por qué conservarle una vida destinada a tanta abominación?... »¿Por qué la dejó vivir para ser tan desgraciada?... »Mi cabeza se extravía al recordar el instante en que ella, desecha en llanto y ocultando en mis manos su abatida frente, me hacia entre sollozos tan espantosa revelación. »Había caído sin sentido cerca de uno de los barrios más bajos de esta ciudad, y hallándola casualmente una mujer... una mujer infame que daba acogida en su casa a las muchachas más pervertidas, con cuyas caricias traficaba, por compasión, o interés, la recogió, prestándole cuantos auxilios exigía su estado. »Y creyéndose con absoluto derecho sobre ella, puesto que la infeliz, conociendo donde la había arrastrado su desgracia y no teniendo sobre la tierra amparo ni apoyo de ningún género, jamás quiso revelar ni quién era, ni a dónde iba en aquella horrible noche, la infame mujer que la recogió... »He tenido que tirar la pluma, padre mío, y tiraría también contra el suelo mi cabeza, por no soportar los terribles pensamientos que la abrasan... »¡Oh! si pensáramos en los infortunios, las desgracias, los martirios, los crímenes, que nuestros vicios fomentan... »¡Ella! ¡una niña pura, candida, tierna, desgraciada y sola, abandonada en aquel antro de corrupción, guardada tal vez con infernal cuidado por aquella infame mujer, hasta encontrar algún caprichoso opulento, que quisiera pagarle el primer amor de aquella infeliz criatura!... »¡Oh! si recuerdas que yo amo a esta mujer, que admiro la elevación de su alma, que me embriago recordando los tesoros de amor y ternura que para mí tiene su corazón, no extrañarás que haya deseado beber la sangre del hombre vil que se atrevió á degradarla con sus impuras caricias... »No seguiré enumerándote sus dolores, sus martirios, el horror que la inspiraba aquella existencia, de la que solo la muerte podría arrancarla. »Cuando yo vine a Salamanca, hacia creo tres años que estaba ella sumida en tan triste degradación; mas son tan relevantes, tanto su valor físico, demostrado por su sin par hermosura, como su valor moral que manifiestan lo exquisito de sus sentimientos y lo elevado y noble de sus ideas, que, aun en aquel antro de corrupción, fueron conocidos y admirados por los que a él concurrían. »Yo oía hablar de ella a todas las horas, a todos los instantes del día. »Aspasia (los cursantes de esta Universidad, la habían dado este nombre por elogio), Aspasia los encantaba con su gracia, los deslumbraba con su talento, los fascinaba con su belleza. »Tanto me dijeron, tanto me rogaron, que yo, padre mío, que huía por sistema, por fatuidad, de toda clase de mujeres, juzgando en mi loco orgullo no hallar ninguna a la altura de mis sentimientos y pasiones, yo, consentí en verla. »¡Oh! si me ofrecieran la más rica, la más ideal, la más imperecedera dicha, porque borrara de mi vida aquella noche, no, no la borraría, no, no hallaría mi alma delicias, placeres, venturas, superiores al deleitoso encanto que derrama su recuerdo en mi corazón...

Page 80: MARÍA MAGDALENA (1880) Matilde Cherner

80

»Desde el momento en que mis miradas se cruzaron con las de ella, se me reveló instintiva e infaliblemente haberme hallado con uno de esos seres privilegiados y superiores, en cuya existencia no queremos creer. »Entonces me parecieron pobres y fríos los elogios que había oído de ella. »Entonces conocí que los que la alababan no sabían, no eran capaces de comprenderla. »Entonces se me reveló que aquella mujer era digna, sí, digna de mi amor. »Y a pesar de esto, yo no supe conformarme buenamente con el juicio que de ella había formado. »Nuestra naturaleza grosera y recelosa, nos obliga a dudar de lo mismo que estamos viendo, y por una horrible aberración, relegamos a los sentidos la corroboración de los juicios formados por las percepciones del alma. »Un deseo impuro, tal vez disculpable si se atiende a lo que ella era para el mundo, un deseo impuro se amparó de mi corazón a la vista de aquella mujer, y yo, en vez de desecharlo, lo fomenté en mi pecho, buscando en su satisfacción algo con que afianzar el relevante juicio que a la primera mirada había de ella formado. »Esto es horrible, lo sé, lo conozco: mas ¿quién en mi lugar no hubiera hecho otro tanto, aun siendo menos arrojado, menos descreído, menos despreocupado que yo? »Ella estaba turbada, silenciosa, y yo hallaba aquella turbación tan en consonancia con mis sentimientos, que es ahora la primera vez que se me ocurre cómo entonces no me chocó. »Cuando me halló a solas con ella, un rubor celestial tiñó su pálida frente, pintándose en su semblante tal turbación, tan candida modestia, que casi quedé indeciso. »No, no me dejó subyugar por un impuro deleite; no cegó mis sentidos un exceso de placer puramente carnal; lo que yo sentía, lo que yo gozaba, es indescriptible, se escapa al análisis, se escapa a la comprensión y solo el cielo en sus santos goces podrá ofrecernos más ideal ventura. »¡Ella me amaba también, padre mío, y ella, por la primera vez en su vida, abría su corazón, su alma, su pensamiento, a mis caricias, entregándose sin restricciones a mi impetuoso amor!.. »Y ahora padre mío, que hace más de un año que esta mujer vive conmigo, piensa conmigo, siente conmigo, que yo lo soy todo en el mundo para ella, que ella es la única mujer para mí, ahora que he podido día tras día leer en su corazón mi amor y su eterna fidelidad, leer en su alma la elevación y grandeza de su carácter, ahora que sé qué la mataría mi abandono, que conozco no serme posible ni pensar siquiera en otra mujer, ¡ahora, padre mío, he de abandonarla!... »¡Jamás, jamás! Antes romperé ese compromiso estúpido; antes me opondré a tu...» Aquí estaba interrumpida aquella carta, cuya conclusión parecía superior al valor de La Sierra. Aturdida, aterrorizada de lo que acaba de leer, de lo que a través de aquella carta traslucía, me dejé caer sin fuerzas sobre una silla, ofreciéndose a mi imaginación la idea de que existe algo en el mundo superior a nuestros más caros afectos, y que ese algo es el cumplimiento de una promesa santa. No sé qué vagas ideas de abnegación, de sacrificio cruzaron entonces por mi mente; mas yo, que día tras día contaba, con placer casi, la proximidad del fin de mi existencia, yo me estremecí de horror al pensamiento de que aquella corta

Page 81: MARÍA MAGDALENA (1880) Matilde Cherner

81

vida hubiera de pasarla apartada de Ciro, y cruzando las manos sobre mi pecho, y elevando al cielo mis ojos, exclamé en la angustia de mi dolor: —¡Dios mío, no permitas que tal infortunio pese sobre mi alma! ¡Mátame cien veces antes que separarme de él! Las revelaciones que La Sierra hacia a su padre, la ardiente pintura de su amor, en vez de consolar mi alma, la desgarraban más y más, pues yo conocía que sin un motivo muy poderoso, sin la imposición de un deber casi indeclinable, jamás él hubiera hecho aquella revelación. Y esta idea, unida a la convicción que de su amor me daba aquella carta, aumentaban mi angustia; porque cuanto más grande, más codiciado, más rico es un bien que poseemos, tanto más su pérdida destroza nuestro corazón. Abismada en tan hondos y amargos pensamientos permanecí cerca de una hora, y al coger segunda vez la carta para leerla nuevamente, para ver de hallar en ella algún vislumbre de esperanza, se abrió la puerta de la habitación, apareciendo en ella Ciro. Solo entonces comprendí el abuso de confianza que estaba cometiendo, y angustiada y confundida permanecí en pie con su carta en la mano y sin atreverme a pronunciar una palabra. Él, turbado, confundido también a mi vista, quedóse inmóvil al lado de la puerta. —Magdalena, me dijo con tan triste y conmovido acento, que mi alma se sintió morir de dolor al escucharle. Aquel nombre que por primera vez me daba, hizo pedazos mi corazón. Alcé los ojos, y su dolorosa mirada trastornando mi ser, me arrastró á sus brazos, en los que me arrojé sollozando. —¡No, no, Magdalena, me dijo estrechándome contra sí; no ese llanto, que abrasa mi corazón! Yo me enjugué los ojos, y haciendo un esfuerzo sobre mí misma, porque conocía que cada una de mis palabras iba matando en mi pecho una esperanza, le dije con voz trémula: —¡Todo... cuéntamelo todo; no des a mi alma por más tiempo el martirio de la duda! Yo he leído esta carta... ¡Perdóname! No podía resistir más mi angustia... Toda la noche he estado observando la agitación, el dolor con que la escribías, y pensando que ella me revelaría la desgracia que me amenaza, la he leído y aún la ignoro. Guardó él silencio un instante, y mirándome con apasionada y dolorosa ternura, me dijo: —Todo lo sabrás, Magdalena, y solo después que lo sepas comprenderás los sentimientos que hacia ti me animan. Nos sentamos uno al lado de otro, y después de un corto intervalo de meditación principió a decir La Sierra:

Page 82: MARÍA MAGDALENA (1880) Matilde Cherner

82

IV. Mi padre, del que me has oído siempre hablar con respetuosa ternura, era primogénito del Conde de La Sierra, y uno de los hombres más francos, más valientes, más inaprensivos y pródigos de la tierra. Tenía otro hermano, poco más joven que él, que era como quien dice el reverso de la medalla; encogido, desconfiado, medroso, y un si es no es, interesado. Los dos hermanos, ni se querían ni se odiaban, a más que vivieron muy poco tiempo juntos. Mi padre siguió desde muy joven la carrera de las armas, mientras su hermano permaneció siempre en la casa paterna. Casaron a mi padre, siendo aún adolescente, con una señorita joven, noble, rica y hermosa, hija de un antiguo amigo de la casa, y cuyo matrimonio fue lo que se llama un convenio de familia. Los pocos años e impetuoso carácter de mi padre, le hacían no dar importancia a los lazos que le sujetaban; y mientras cumpliendo con sus deberes militares, que se avenían perfectamente con sus aventureros gustos, corría de un confín a otro del reino, dejaba a mi madre sola y abandonada años enteros, por único consuelo en su triste vida alguna que otra carta que de tarde en tarde se acordaba de escribirle. No obraba así mi padre ni por perversión, ni por dureza de alma, sino que era muy joven, muy loco, muy imprevisor, y ni una vez había pensado en los deberes que su esposa le imponía. Murió mi abuelo; y según la ley entonces vigente, y abolida ya, su fortuna íntegra, sus títulos, sus propiedades pasaban a su hijo primogénito, sin que el otro tuviera la más pequeña parte en la herencia. Hasta la muerte de mi abuelo, había vivido a su lado su hijo segundo; mas al verse completamente desheredado por una ley cruel, no escuchando las ofertas de mi padre, que tan generoso y desprendido como siempre le rogaba que siguiera viviendo como hasta allí, que en su casa sería tan señor como él, tomando una resolución que parecía incompatible con su apático carácter, marchó al extranjero, y con la influencia de su nombre y una respetable cantidad de dinero que mi padre puso á su disposición, entró de asociado en una de las casas más fuertes de Inglaterra. Ni su título, ni su orfandad, ni su riqueza separaron a mi padre de su azarosa carrera y aventurera vida; lo que únicamente hizo fue ser más derrochador, más pródigo que nunca, viendo sin el menor asomo de recelo consumirse sus cuantiosas rentas, que nunca le alcanzaban al año, y sin recordar que tal vez algún día no pudiera sostener con decoro su título de Conde. Acababa de encenderse en España la primera guerra civil, y mi padre, por convicción y caballerosidad, se puso del lado de la Reina Isabel, arrojándose con toda la impetuosidad de su carácter a los azares de aquella terrible y fratricida lucha. A un revés de la guerra se debió el arrepentimiento de mi padre, su reconciliación con su virtuosa esposa, y quizá más tarde mi venida al mundo. Herido mi padre en un encuentro con los carlistas, cuando aún éstos se sostenían en las montañas de Navarra y Cataluña, haciendo de ellas sus últimas trincheras, quedó en un pueblecillo abandonado á su suerte; pues sus tropas en retirada no pudieron recogerle, y expuesto a ser asesinado por aquellos feroces montañeses.

Page 83: MARÍA MAGDALENA (1880) Matilde Cherner

83

Llegó a noticia de mi madre su herida y abandono, y recordando antes sus deberes y su cariño a un esposo que tan mal la correspondía, que los peligros a que iba a exponerse, voló a su lado, y sus cuidados, su tierna asistencia salvaron la vida a mi padre. No fue él insensible a aquella prueba de amor y lealtad, y en su convalecencia supo tan bien hacerse perdonar sus errores, y se esforzó tanto por ser digno del amor de su esposa, que cuando regresaron a su casa ya estaban completamente reconciliados. Mi padre había pecado, mas su enmienda fue tan sincera y verdadera, que alcanzó el completo perdón de mi madre, siendo un marido modelo el que por tantos años había vivido del todo olvidado de sus deberes conyugales. Cuando nací yo, años después de la reconciliación de ambos esposos, llegó á su colmo la felicidad de éstos, y creyendo mi padre que los placeres domésticos bastaban a embellecer y ocupar su vida, pidió su retiro, que le concedieron con el empleo de teniente general. Mi madre, loca de placer al ver que había dado un heredero a su esposo, no soñaba más dicha que vivir alejada del mundo y entregada por completo al amor de aquellos dos seres que llenaban toda su existencia. La vida triste y solitaria que había pasado en la época más floreciente de su juventud, lacerando su corazón y abatiendo su ánimo, había quebrantado su débil naturaleza. Al reconquistar el amor de su esposo, al ver nacer más tarde a su primer hijo, se olvidó de sus pasados sufrimientos, de su salud escasa, y creyéndose fuerte y llena de vida, se empeñó en que ella sola había de amamantarme. Este esfuerzo acabó de aniquilarla, y después de haber gastado conmigo toda la ternura de su alma, todo el amor de su corazón, murió cuando yo principiaba a pronunciar su nombre dulcísimo. El dolor de mi padre fue tan profundo y violento, como había sido sincero y ardiente el amor que a su esposa profesara en aquella última época de su vida. Tres años, que eran más de tres siglos para un carácter tan vivo y ardiente como el suyo, tres años estuvo aferrado a aquella pena cruel, huyendo, del mundo y consolándose únicamente con mi ternura. Yo apenas he conocido a mi madre, y aunque su recuerdo y su cariño fueron por mi padre inculcados en mi corazón cuando mi razón aun no era capaz de comprenderlos, este recuerdo, este cariño a un ser que no estaba en este mundo, eran demasiado vagos e ideales para llenar mi alma ardiente, que desde su más remota niñez profesó a mi padre el amor más acendrado y tierno. Al cabo de aquellos tres años, y cuando yo contaba cinco, comprendiendo mi padre que en la presente época necesitaba yo recibir otra educación más científica que la suya, decidió trasladarse conmigo á la corte, abandonando la quinta que había habitado desde que se reconcilió con mi madre. Una vez en Madrid, y arrastrado por los hombres de su partido, arrojóse en brazos de las políticas contiendas, que tan bien se avenían con la exaltación y viveza de su carácter. Viudo, con un nombre ilustre y una posición elevada, tuvo, casi por necesidad, que ser más pródigo, más espléndido que nunca, sin que su imprevisión le dejara ver la infalible ruina que había de seguirse a aquellos despilfarros. El día, por mi padre no esperado, en que se le reveló que sus deudas absorbían todo su capital, inclusa la rica dote de su difunta esposa, aquel día, fue para él espantosamente triste puesto que comprendió que su imprevisión, no solo le había llevado a la ruina, sino que había también arrastrado a ella a su hijo,

Page 84: MARÍA MAGDALENA (1880) Matilde Cherner

84

¿Qué haría mi padre, contando únicamente con su sueldo de retiro y sin tener la más pequeña fortuna que dejar a su hijo, aparte de un título ya bastante desdeñado, cuando no le acompaña la riqueza? Él tenía amigos, tenía crédito, tenía influencia, podían darle un empleo lucrativo, podían proporcionarle un préstamo cuantioso; mas todo esto no le salvaría del dolor, de la vergüenza de tener que enajenar, que ceder a sus acreedores todo su patrimonio. Pensó en su hermano. Mi tío, que con su trabajo, su probidad y buena suerte se había adquirido una fortuna de príncipe, duplicada con la dote de su esposa, hija y heredera del banquero inglés en cuya casa había hecho su caudal; mi tío, ya retirado de los negocios, vivía en Madrid, con su esposa y una hija de corta edad, y aun cuando eran la única familia de mi padre, nos tratábamos muy poco con ellos, y yo no recuerdo haber estado jamás en su casa por aquella época. Los dos hermanos de tan opuestos caracteres, seguían mirándose casi con indiferencia, y aun cuando mi tío respetaba a mi padre como pudiera un segundón del siglo XV, su esposa, que había importado á España la fría altivez de sus nobles compatriotas, no le permitía demostrarnos ninguna clase de deferencias, en tanto que mi padre, y en esto tenia razón, se les manifestara extraño y desdeñoso. No era un pensamiento interesado el que hizo a mi padre acordarse de su hermano. Pensó sí, que él podía rescatar sus hipotecas, adquiriendo su patrimonio, y evitando se hiciera pública su humillante ruina. Le llamó a su casa, con el deseo de poder hablarle con entera libertad, y con su franqueza acostumbrada le expuso los apuros de su situación, y el medio con que esperaba ocultarlos a los ojos del mundo. Escuchóle en silencio mi tío, y después de un largo intervalo de meditación, le dijo: —Yo consiento en pagar todas tus deudas, en levantar las hipotecas que gravan tus fincas, y tú volverás a ser dueño absoluto de todo tu patrimonio... Mi padre, que aunque solo de oídas, estaba al corriente de la interesada codicia que el mundo achacaba a su hermano, no volvía de su asombro oírle expresarse de aquel modo, ni atinar podía a qué precio se ofrecía a ser tan generoso. Interrumpióse éste un instante, y viendo que mi padre nada decía, prosiguió: —Todo esto que te ofrezco, es con una condición que a ti debe serte indiferente, y que a mí me hará dichoso para toda la vida. —¿Qué condición? preguntó mi padre con más asombro aún. —Que me des palabra de que tu hijo ha de ser el esposo de mi hija, y le dejes por único heredero de tu título y de todos tus bienes. —¡Cómo por único heredero! dijo mi padre, casi sin comprender el verdadero sentido de las últimas palabras de mi tío. —Como que tú puedes volverte a casar y tener otros hijos, a los que la ley te autorizaría hoy a llamar a la parte en tu herencia... Estas palabras hicieron casi reír a mi padre, y a la par que le demostraron la sutil penetración de mi tío, para prevenir futuros acontecimientos en los que su impetuosa imaginación jamás se hubiera detenido, comprendió lo sensible que para su hermano había sido el verse del todo eliminado en la herencia de sus padres, y cómo aprovechaba la ocasión de asegurársela, sino a él, a sus descendientes al menos.

Page 85: MARÍA MAGDALENA (1880) Matilde Cherner

85

Paró mi padre la atención en la proposición de su hermano, pareciéndole casi dura, no por él, sino por su hijo, para el que quizá fuera algún día un sacrificio cumplir aquella condición. Mas recordando su matrimonio, hijo, como dije ya, de un convenio de familia, y como él había al fin hallado la felicidad al lado de su tierna esposa, pensando que tal vez él mismo, de su propio albedrío hubiera buscado la hija de su hermano para mujer de su hijo, resolvió acceder a aquellas extrañas condiciones, no desconociendo que, a pesar de ellas, mi tío se mostraba en aquella ocasión asaz generoso y desinteresado. —Bien: contestó después de una corta meditación. Por mí acepto tus condiciones; mas mi hijo es un niño, y exigirle ahora una palabra, sería algo arriesgado. —No es necesario, contestó mi tío; tú me la darás por él; comprometiéndote a imponerle su cumplimiento. —Te la doy, dijo mi padre con acento entero y decidido. Y los dos hermanos se despidieron afectuosamente, estrechándose las manos como signo de su alianza. Doce años escasos tenia yo cuando mi padre se vio obligado a empeñar por mi aquella palabra, y siete, según creo, la que algún día había de ser mi esposa. Pagó mi tío todas las deudas de mi padre, levantando las hipotecas que pesaban sobre sus propiedades, y volviéndole a colocar en el goce absoluto de sus cuantiosas rentas. Desde entonces intimáronse algo nuestras relaciones; mas como habían enviado mis tíos a su hija a educarse en un colegio de París, ni entonces ni ahora he llegado a conocerla. Mi padre, habiéndome inculcado desde niño los más nobles sentimientos, y seguro de que los vicios jamás podrían degradar mi alma, me dejaba completamente abandonado a mis caprichos, gozándose en mis locuras, que tan vivamente las suyas le recordaban. Jamás se sentía más lisonjeado que cuando alguno, al hablarle de mis originales calaveradas, le decía que el hijo no renegaría nunca de su padre. A pesar de todo, nuestros caracteres no son tan completamente semejantes. En mi padre todo es espontáneo. Su franqueza, su imprevisión, su generosidad; la misma irascibilidad de su carácter, revelan su alma independiente, altiva y sin doblez. Yo me parezco a él en todo esto; mas poseo una costumbre o cualidad, no sé si adquirida o innata en mí, que desvirtúa mis más espontáneos arranques. Yo analizaba mis pasiones, mis pensamientos, mis gustos, mis deseos, todo cuanto pasaba por mí, todo cuanto se ponía al alcance de mi observación. Esta costumbre, un tanto viciosa, si bien me iniciaba en los misterios del corazón humano, que yo estudiaba en mi mismo, desilusionaba mi alma juvenil, y solo la entereza, el arrojo de mi carácter me han libertado de ser el hombre más desconfiado, más receloso, más artero de la tierra. Diez y seis años acababa de cumplir el día en que mi padre me dio parte del compromiso que había contraído en mi nombre. En aquel tiempo nada era a mis ojos el cumplimiento de aquel deber; mas aun cuando hubiera sido para mí un sacrificio, bastaba que mi padre hubiera empeñado su palabra para que yo me apresurara á ratificar aquella promesa. Así lo hice; y enterado de la generosidad de mi tío, fui yo mismo a darle la seguridad de que suscribía gustoso a las condiciones impuestas por él a mi padre, con lo que lleno de gozo me abrazó con ternura, diciéndome que por su

Page 86: MARÍA MAGDALENA (1880) Matilde Cherner

86

parte pondría todos los medios para que su hija fuera digna de llevar el título de Condesa; sueño dorado de mi buen tío. En cuanto a mí, sin dolor ni zozobra, me acostumbró a la idea de que mi porvenir respecto a felicidad conyugal estaba ya decidido; y esto, unido a mi amor propio, a mi tonta vanidad, me hicieron vivir quizá demasiado ajeno a todo afecto amoroso, hasta que el destino o la Providencia me llevaron a tu lado, dando en un minuto por tierra con mis pretensiones y delirios. Guardó silencio; y yo, que ni lugar había tenido para meditar en sus palabras, ocupada tan solo en escucharle, ofreciéndose de repente a mi imaginación el fin, el móvil que le había impulsado a contarme aquella historia, pensé que aún faltaba en ella algo más fatal, más inmediato, algo que me hiriera más directamente, arrojándome a un abismo de dolor más profundo, más sombrío, más insondable que aquel de que mi amor me había sacado. Mírele en silencio, como esperando el fin de su narración; y comprendiendo él el sentido de mi triste mirada, me dijo con voz trémula: —Hace dos años que murió la esposa de mi tío, y que éste tiene a su lado a su hija, de la que es el único apoyo... Pues bien; ahora él se halla gravemente enfermo, tan grave, que quizá no exista ya, y antes de morir ha exigido a mí padre el cumplimiento de nuestra palabra, queriendo llevar a la tumba la seguridad de lo que él llama la ventura de su hija. Mi padre me ha escrito diciéndome que ha ofrecido a su hermano en mi nombre, que así que espire el curso iré a reunirme con ellos, verificándose en seguida mi casamiento con su hija. Ahora, Magdalena, que lo sabes todo, perdóname si he dudado. Por grande que sea nuestro amor, por indisolubles que sean los lazos que nos unen, también es muy grande el cariño y respeto que a mi padre profeso, y el deber que me impone una palabra tan solemnemente empeñada. Al oír sus palabras, al comprender que quería sacrificarme su padre, su nombre, su honor, su posición, su fortuna, temiendo dejarme cegar por mi dolor, por mi egoísmo, por el terror que infundía en mi alma la idea de perderle, desprendiendo mis manos de las suyas, y haciendo oír la voz de mi deber sobre los angustiosos gritos de mi espirante ventura, cogí una pluma, escribiendo al pie de la carta que él dirigía a su padre, y cuyo final no había tenido resolución para poner: «Señor; su hijo de usted no faltará nunca a una palabra por él empeñada y que su mismo padre ha garantizado. Si dudó en cumplirla, yo doy a usted la seguridad de que sus dudas han desaparecido ya, y que cumplirá fielmente los deberes que le impone una promesa tan sagrada.» Y alargándole la carta en silencio, me salí corriendo de su habitación, porque conocía que las fuerzas iban a faltarme.

Page 87: MARÍA MAGDALENA (1880) Matilde Cherner

87

V. Si tras aquel día de inconcebible dolor hubiera visto marchar de mi lado a La Sierra, y hubiera podido arrancar de mi corazón, no mis esperanzas de ventura ¡ay, éstas no existían ya en él! si no mis delirios de amor, mis ensueños de perdida dicha; si hubiera podido verle a mi lado sin morirme de amor, sin anhelar sus palabras, sin pasarme días enteros palpitante y estremecida bajo la impresión de una mirada suya; si entregada a una sombría desesperación solo su pérdida me hubiera representado mi delirante pensamiento, ¡cuántos y cuan horribles martirios se hubiera evitado mi alma!... Pero estaba allí; pero vivía á mi lado; pero le veía continuamente, y mi alma, mi corazón, mi pensamiento, mi sangre, mi ser me arrastraban a él a pesar mío. No, no había partido. Aún faltaba un mes de curso, y aquel mes quiso pasarlo a mi lado. ¡Recordar cuánto sufríamos los dos, y que ni nos atrevíamos a consolarnos mutuamente!... ¡Recordar las horas que pasábamos uno al lado de otro, sombríos, silenciosos, sin dirigirnos una palabra, sin osar siquiera mirarnos!... ¡Y él! ¡él que me amaba con toda su alma, por un extremo de delicadeza casi increíble, desde el día que hice a su deber el sacrificio de mi amor, no había osado prodigarme la menor caricia, ni una palabra siquiera, de aquellas que en otros tiempos fascinaban y enloquecían mi alma! Y en tanto que yo, orgullosa, halagada de haber inspirado un amor tan noble, tan desinteresado, tan inmaterial, elevaba a Dios mi alma, dándole gracias porque en medio de mi aflicción me proporcionaba aquel triste consuelo, mi pecho abrasado de amor y sediento de ternura, maldecía aquella susceptibilidad, que me robaba sus caricias. ¿Y él? ¿No sufría, como yo, estos mismos martirios? ¿No luchaba entre tan opuestos sentimientos? ¿No desgarraba su alma la idea de haber para siempre perdido su felicidad, al par que punzaban su corazón los recuerdos de pasados deleites? ¿Por qué, Dios mío, no me dejaste sufrir en toda su grandeza la amargura de aquel sacrificio, sin distraer, sin envilecer mi dolor con aquellas continuadas y abrasadoras torturas? ¿Podía yo mandar á mi pecho que no se estremeciera al eco de su voz? ¿A mis miradas que no siguieran ávidas su sombra? ¿A mi alma que no languideciera de amor en su presencia? ¡Oh! ¿por qué permaneció a mi lado? ¿Por qué entonces, más que nunca, pasaba días enteros sin separarse de mí? ¿Era que no quería perder uno solo de los momentos que aún podía pasar a mi lado? ¿Era que alguna fuerza superior a su voluntad le retenía? ¿Cómo pasamos aquel aciago mes? Por la mañana, apenas dejaba el lecho La Sierrra, se presentaba en mi habitación, informándose con palabras vagas, inconexas a veces, más en las que el acento era el todo, cómo me sentía, cómo había pasado la noche. Nos desayunábamos juntos, se iba a la ciudad, y lo que no había hecho jamás desde que estaba a mi lado, volvía a media tarde, abandonando sus amigos, sus placeres, sin separarse de mí hasta el siguiente día.

Page 88: MARÍA MAGDALENA (1880) Matilde Cherner

88

A veces me hablaba, no para darme cuenta de lo que sentía, de lo que pensaba, sino de aquello que su padre le escribía y que él se creía en el deber de comunicarme. Así me hizo saber la profunda impresión que había causado a su padre aquella larga carta que él le escribía, y que le reveló la inmensidad de nuestro sacrificio, y lo que le había conmovido y admirado aquel rasgo de nobleza y rectitud de mi parte. —Mi padre me dice; añadió Ciro; que sin esa solemne promesa cuyo cumplimiento no podemos decorosamente eludir, ni aun dilatar, que él mismo te tendería los brazos llamándote su hija, confiado en que no solo harías la felicidad de su Ciro, sino que rodearías de cariños y cuidados su ancianidad. ¡Ay! era un consuelo muy triste; mas estas tiernas palabras viniendo de un hombre tan franco e ingenuo como el Conde de La Sierra, llenaban mi alma de dulce satisfacción. Otra tarde en que habíamos pasado más de dos horas tristes y silenciosos, preocupados ambos en nuestro mutuo dolor, que no nos atrevimos a comunicarnos, dijo de pronto La Sierra, sin volver a mí los ojos y con una voz del todo falta de inflexiones: —Mi tío ha muerto, y mi prima está con mi padre, que se desposó con ella en mi nombre, dos días antes de morir el suyo. Decía él todo esto con tanta indiferencia respecto a la mujer que ya era su esposa, que ni una vez sola se ofreció a mi mente la idea de que el hombre que tenia a mi lado, aquel por cuyo amor me moría, aquel que era para mí todo en la tierra, pertenecía ya a otra mujer. ¡A otra mujer que era su esposa, que llevaría su nombre, que seria la madre de sus hijos!... ¡Y en tanto, los días pasaban y llegaba el instante en que teníamos que separarnos para siempre! Yo no los contaba. Semejante a una enferma que adormecen con opio para hacerla sobrellevar una dolorosa operación quirúrgica, dejaba a mi alma sumida en el abatimiento, hasta el instante cruel en que la fuera arrancada aquella otra alma a que ella había enlazado su existencia. ¡Oh, si me hubiera muerto en aquel mes fatal!... ¡Dios mío, cuántas veces he invocado la muerte, y tú no me la has concedido hasta que mi alma ha consumado todos sus sacrificios y dolores!... Un día, La Sierra no se presentó a la hora de costumbre, y aunque yo jamás había creído se apartara de mi lado sin darme el último adiós, por más que aquel momento fuera para ambos horriblemente doloroso, la duda y la angustia se ampararon de mi alma, y pasó toda la tarde presa del más cruel sobresalto. Cerca de anochecer le sentí llegar, acompañado de Antimo, y sin atreverme, como en más felices días, a salirle al encuentro con los brazos abiertos y el corazón rebosante de ternura, rogué a Dios desde lo íntimo de mi alma lo encaminara a mi cuarto, y para dolor mío vi escuchado mi ruego. La Sierra entró, cerró la puerta tras si, y lo que ya jamás hacia, se sentó en el mismo sofá que yo ocupaba. Al verle a mi lado, toda mi voluntad no era bastante a contener mi corazón, que se lanzaba a él. —¡Magdalena! me dijo con acento tan lleno de dolorosas inflexiones, que alcé estremecida la cabeza, fijando en él mis ojos.

Page 89: MARÍA MAGDALENA (1880) Matilde Cherner

89

Estaba pálido; más pálido que yo jamás le había visto, y sus hundidos ojos conservaban huellas indelebles de recientes y amarguísimas lágrimas. ¡Quizá al volver a casa en aquella hora en que antes comúnmente volvía, y ver vacía y cerrada la ventana en la que en días más felices le esperaba su Aspasia, llena de ansiedad y amor, la angustia hubiera oprimido su pecho y el llanto abrasado sus ojos! Al ver en sus alteradas facciones la proximidad de su marcha, trastornóse todo mi ser, y cruzando las manos y fijando en los suyos mis angustiados ojos, exclamó con voz palpitante y sin saber apenas lo que decía: —¡Mátame, Ciro; mátame antes que te vayas de mi lado!... Al oír él mis palabras, me estrechó con fuerza en sus brazos, cual si en cumplimiento de mi deseo fuera a ahogarme en ellos, y soltándome de repente se levantó con violencia, dando vueltas por la sala cual si se hallara fuera de sí. Yo estaba loca, anonadada, despedazada por el dolor. ¡Conocía demasiado tarde que aquel sacrificio que me había impuesto era superior a mis débiles fuerzas! Calmado un tanto en Ciro aquel primer rapto de desesperación, volvió a sentarse a mi lado, y cuando yo creía iba a hablarme, me dio vivamente la espalda cubriéndose el rostro con las manos. ¿Qué podría decirme que igualara en elocuencia a lo que aquel mudo dolor me revelaba? Y yo, ¿qué podría hacer más que morirme de dolor en silencio? —Ahora, dijo, ahora que voy a dejarte y por mi dolor mido el tuyo, temo entre dos deberes dar solo cumplimiento al menos sagrado par a mí... Yo creía no hubiera dolor superior al que destroza mi alma desde que sé que voy a perderte, y ahora al pensar en tu abandono roe mi corazón el más horrible remordimiento. ¿Qué harás, Magdalena, al volverte a ver sola en el mundo? —Cuando tú ya no estés a mi lado, le contesté, el dolor y el desaliento acelerarán mi muerte. —¡Y yo la habré causado!... ¡Y tú no podrás perdonarme el que haya pospuesto tu ventura, tu amor, el que te haya dejado sacrificar en aras de la tranquilidad de otro!... —Ni ahora, ni nunca, le contesté, tendré por qué acusarte, y si en este momento te hallaras libre para elegir entre mi ternura y el cumplimiento de tus promesas, jamás yo permitiría que por mí renegaras de tu padre y de tu nombre. —¿Y no hay algún medio de hacer compatible ese deber con nuestro amor y nuestra ventura?... A estas palabras, cruzó por mi mente un relámpago de esperanza, y entre aterrorizada y confundida, dije a Ciro con tristeza: —Ya ves que eso es imposible. —¡Imposible!... ¡Oh! si tú quisieras... E interrumpiéndose me dijo con precipitación. —Magdalena, óyeme, y perdona si mis palabras te ofenden. Yo, que no puedo acostumbrarme a la idea de no volverte a ver, yo he pensado que nuestro amor es demasiado noble, demasiado grande y elevado, para que tú, que tan bien sabes leer en, mi alma, no té ofendieras si yo te pedía, si yo te rogaba, que siguieras siendo mi vida, mi amor, mi felicidad, aun cuando yo sea esposo de otra mujer... Yo he pensado también vivir un mes, dos, un año, al lado de mi prima, y abandonándola, y huyendo después de ella, volver a tu lado, para no separarme más de ti...

Page 90: MARÍA MAGDALENA (1880) Matilde Cherner

90

—¡No, no, por Dios! le dije ahogando en mi corazón todas las tempestades que sus ardientes palabras suscitaban en él, y haciendo oír la voz severa de mi conciencia. Toda transición seria una debilidad indigna de ambos, que envilecería nuestro amor, rebajándonos A nuestros propios ojos. —Y qué, ¿no soy inhumano, cruel, egoísta, al separarme de ti, cuando sé que mi abandono te matará?... ¡Ahí si no me creyeras loco, ya te hubiera propuesto que nos quitáramos la vida ambos, primero que consentir en separarnos... Cuando Ciro me hablaba de aquella manera dando expansión al tempestuoso mar de encontradas pasiones que mugía en su pecho, era porque ya debía estar su partida determinada; era porque aquella sería nuestra última conversación. Yo así lo creía, yo estaba cierta de ello; y sin embargo, no me atrevía a preguntárselo, ni él tampoco se atrevía a decírmelo. Él callaba, él pensaría acaso que era ilusoria toda esperanza de futura dicha, que nuestra separación debía ser eterna, y al convencerse de tan terrible realidad, callaba, temiendo aumentar mi dolor. Ya nada nos decíamos. Ya no teníamos palabras, lágrimas, sollozos, para nuestra despedida. Ya aquel dolor e r a mudo, era sombrío, era helado... ¡era la muerte de nuestro amor!... Antimo entró. A su vista, púsose en pie La Sierra, dando un paso a mí. Yo me levanté también; sin pensar, sin sentir; loca de dolor; loca de espanto. Me abrió los brazos; mas yo no tuve fuerzas para arrojarme en ellos. Cubrió mi semblante de besos y lágrimas; mas yo no los sentí. Me dio el postrer adiós; mas sus palabras no llegaron a mi oído. Yo no sé si le contesté; yo no sé si correspondí a sus caricias. Estaba loca, estaba agonizante, estaba muerta, y ni fuerzas tenia ya para sufrir. Él se separó de mí; dio algunos pasos hacia la puerta; volvió a mirarme, y cubriéndose los ojos con la mano, salió precipitadamente, seguido de Antimo, que me decía adiós, lleno de tristeza. Cuando oí el galope de su caballo, que para siempre de mi lado le llevaba, un grito arrancado a lo más íntimo de mis entrañas, un grito, que la intensidad del dolor llevaría tal vez hasta su oído, un grito desgarrador se exhaló de mi pecho, y caí desplomada al suelo. Cuando volví en mí, aun era noche y las sombras invadían mi aposento. Todo era soledad y silencio en mi derredor... Todo era luto y desolación en mi alma... Entonces, al verme tan sola, tan abandonada de Dios y de los hombres, con las sombras del dolor en mi alma, con las sombras de la noche en torno mío, recordé... sí, recordé aquella otra noche horrible en mi vida, en que también sola, y con el espectro al lado de mi madre en su ataúd, concebí la idea de suicidarme.

FIN DE LA QUINTA PARTE.

Page 91: MARÍA MAGDALENA (1880) Matilde Cherner

91

CONCLUSIÓN.

DESCONSUELO.

I. Hijo sin duda de la fiebre que calcinaba mis huesos, fue el delirante antojo que se amparó de mi ánimo, apenas se apartó de mi lado Ciro. Yo le combatí en vano; yo en vano me esforcé en hacerme superior a aquel loco deseo. Cada instante iba tomando más y más incremento, hasta que consiguiendo apoderarse de mi voluntad, inútil fue ya el resistirlo. Yo deseé con ansia, con furor, con locura, ver por mis propios ojos a la mujer que me había arrebatado mi amor; a la que yo había tenido que sacrificar mi dicha. Tal vez tras este deseo, casi inocente, se ocultara la maligna esperanza de convencerme por mí misma que jamás por ella me olvidaría Ciro; que nunca podría amarla como a mí me había amado. ¿Por qué no? Yo estaba enferma; yo estaba loca, y mi pobre cabeza no concebía más que confusos y descarriados antojos, que yo me esforzaba en realizar. Si quisiera decir lo que pensó, lo que sentí, lo que hice desde el día en que marchó La Sierra, hasta aquel en que me decidí a satisfacer aquel último antojo de mi destrozado corazón, me seria imposible, enteramente imposible. ¡Oh! ¡sin duda estaba muy enferma, muy loca, cuando ni el recuerdo de un dolor sufrido en aquellos días conserva mi alma! Sí; me decidí á marchar. Creo que hacia cinco días que me había dejado La Sierra. Pensé que él no habría partido sin acordarse de mí, y me dirigí a su habitación. No había vuelto a entrar en ella desde que Ciro me contó la historia de su familia, y absorta en el pensamiento que allí me llevaba, o embotados ya en mí los órganos del sentimiento, entré en ella sin la menor emoción. Sobre el escritorio de Ciro hallé una tarjeta con las señas de la casa de su padre. Yo la recogí regocijada. En uno de sus cajones, había una crecida cantidad de dinero, y al lado de ella un papel con estas palabras: «Madgalena: el que te ha dado su alma y su corazón, tiene derecho a seguir pensando en ti, a no querer romper por completo los lazos que a ti le unen. No me rehúses este derecho. Permíteme advertirte que cuando lo crea oportuno y necesario, enviaré a Antimo a tu lado. Permíteme conservar la esperanza de que no será éste nuestro último adiós.» También recogí el dinero, que iba a facilitarme los medios de realizar mis deseos, y a pesar mío, pues mi alma quebrantada, rehuía toda emoción, acerqué a mis labios aquel papel, última prueba del amor tierno y solícito de Ciro. A los dos días me trasladó a la ciudad, y sin pensar, sin querer acordarme de todas las angustias, de todos los horrores porque había pasado, y que las calles,

Page 92: MARÍA MAGDALENA (1880) Matilde Cherner

92

las plazas que atravesaba ofrecían a mi imaginación en toda su viveza, aferrada a aquella idea, que no me había hecho abandonar el temor de encontrarme a personas que tal vez se acordaran de la infeliz Aspasia, dispuse lo necesario para mi viaje, y me halló en Madrid cuando no hacia un mes que La Sierra había salido de Salamanca. Al hallarme, por fin, en el gabinete de la fonda donde me había instalado, tan sola y abatida, me pregunté asustada qué iba yo a hacer allí, qué vértigo me había arrastrado a aquellos sitios. Yo, que apenas acertaba á andar por la ciudad en que había pasado casi toda mi vida, temblé a la idea de abandonarme en el confuso laberinto de la corte, sin más guía que un loco antojo que tal vez no pudiera satisfacer. El cansancio del viaje, mis temores, la reacción de aquella noticia energía, me postraron de tal modo, que en más de una semana no pude abandonar el lecho. Cuando me sentí mejor, cuando pensé que sería ya más locura, después de haber llegado hasta allí, volverme sin haber tenido la satisfacción de verle a él, de ver a su esposa, busqué los medios más fáciles y menos ostensibles de conseguir mi fin. ¡Sobre todo yo quería que él no me viera, que ni soñando pudiera adivinar que allí me hallaba! Cuando pensaba en decidirme a salir a acercarme a su casa, a adquirir noticias suyas, se apoderaba de mi ánimo tan cruel ansiedad, agitaba mi cuerpo tan espantoso temblor, que tenia que trasladar para el día siguiente aquella excursión de mí tan temida. Estábamos a mediados de Julio, y según oía decir a las gentes de la casa donde me hallaba era la época en que los nobles, los ricos emigraban de la corte huyendo del calor. —¿Si acaso ellos también se habrán marchado? me pregunté con desaliento. Y esta duda me dio el ánimo que me faltaba. Mandé que me buscaran un carruaje, y salí, dando al cochero las señas de la calle donde vivía Ciro. Al llegar a ella me apeé, y cubierta con un espeso velo, de que me había provisto, busqué el número de la casa que él en sus señas me había dejado. Yo misma ignoraba de qué me serviría aproximarme a su vivienda, y sin saber qué hacer, quedó un instante inmóvil enfrente de la puerta de su casa. Si él, si Antimo, hubieran salido de ella, me hubiera quedado muerta de terror. Acerquéme al cancel, y temiendo si hacía alguna pregunta llamar sobre mí la atención o infundir alguna sospecha, no queriendo volverme sin saber de fijo si se hallaban en Madrid, me dirigí a la portería, y levantándome a medias el velo, como si no temiera ser conocida, preguntó si habitaba en aquella casa el Conde de no sé qué título, que en aquel instante me vino a la imaginación. —No, señora, me contestó atentamente el portero; el que vive aquí es el señor Conde de La Sierra, y también su hijo el Condesito. —En ese caso me habré equivocado, le contestó, porque no tengo el honor de conocer a ese señor. Y despidiéndome, volví donde había dejado el carruaje, con la certeza de que podía, si hallaba los medios, verle aún otra vez en mi vida. Al día siguiente también salí, salí a pié a la caída de la tarde, dirigiendo mis pasos al único sitio que en aquella población me era conocido. Al llegar enfrente de su casa, vi una carretela parada a la puerta, y aun cuando yo no conocía la librea del Conde, juzgué seria suya al ver enlutados a los lacayos y cochero.

Page 93: MARÍA MAGDALENA (1880) Matilde Cherner

93

Quizá iban a salir a paseo y podría verles. Con esta esperanza me acerqué a una puerta estrecha situada dos pasos más arriba, rogando a Dios salieran pronto para que no fuera notada mi presencia allí. Cinco minutos después vi salir de la casa a una joven enlutada, y detrás de ella a un caballero de edad. El lacayo tenía bajado el estribo, y saltaron con tanta rapidez al carruaje, que solo pude distinguir la nevada tez y rubios cabellos de ella y la sorprendente semejanza del caballero con Ciro. Aquellos eran, a no dudar, el padre y la esposa de La Sierra. Yo me volví a mi posada con el corazón tan oprimido, tan aniquilado, que me arrojé sobre el lecho, casi muerta de dolor. La vista de aquella mujer joven, bella, elegante, rodeada de lujo, de honores y riquezas, esposa de un hombre que solo la seguridad de pertenecerle debía bastar a hacerla feliz descubriendo en lontananza un porvenir tan brillante y risueño cual pueden ofrecer la dicha, el nombre y la fortuna, la vista de aquella mujer me hizo ver en su más espantosa realidad toda la infelicidad, toda la miseria, toda la degradación de mi pobre ser. Entonces yo, que ya conforme con mi destino había rogado a Dios, me perdonara mis pasadas blasfemias, yo dudé de su bondad, yo renegué de su justicia, yo murmuré de su poder al verme a mí, ¡a mí que había sufrido y amado tanto! tan desgraciada y miserable, y verla a ella que solo rosas había encontrado en su risueña vida. ¡Oh! ¡Pasé una noche infernal! ¡Dudé, dudé, Dios mío, hasta del amor y la lealtad de La Sierra!... El día siguiente le pasé en mi habitación, sola, abatida, sombría. ¡Estaba ya expiando mi loco antojo! Después pensé que a él no le había visto; que a ella apenas pude vislumbrarla; que quería volverla a ver, verle a él al lado suyo, y morirme de desesperación si leía en sus ojos que la hallaba tan encantadora como a mí me había parecido. Volví a instalarme cerca de su puerta; mas no salieron. Pasé día tras día por aquella calle; mas no logré verles. Desanimada, abatida, viendo cuan larga se iba haciendo mi estancia en Madrid, que yo solo creí de algunos días, resuelta a volverme a Salamanca antes que del todo agotadas mis débiles fuerzas me fuera ya imposible ponerme en camino, me dirigí una tarde, ya casi noche, a su casa, decidida a, si no lograba verlos, marcharme al día siguiente, desistiendo de mi loco deseo. Como era la última vez que probaba fortuna, arriesguéme a jugar el todo por el todo, y ocultándome en un modesto carruaje que hice detener a un lado de su casa, me puse a devorar la puerta con mis ardientes ojos. A breves instantes vi salir por ella a Ciro, solo, pensativo, triste, con un puro en la boca, con las manos metidas en los bolsillos del pantalón, con el sombrero levantado sobre la frente, con la mirada vaga y distraída. ¡Ah! ¡Era él! ¡Él, tal y como yo le había visto siempre! ¡Él, que en medio de su opulencia echaba quizás de menos la pobre casita donde su Aspasia le amaba tanto! ¡Él! ¡él, qué pensaba siempre en mí, sin adivinar que me hallaba casi a su lado! Si alguna acción dignarle recompensa, digna de memoria, hay en mi vida, fue aquella en que viendo a Ciro, viendo al dueño de mi alma pasar a dos pasos de mí, no corrí a él desalada, no le llamé con todas las fuerzas de mi corazón... Cruzó rápidamente la calle, y pronto dejaron de verle mis ojos.

Page 94: MARÍA MAGDALENA (1880) Matilde Cherner

94

¿A dónde iba? ¿Tal vez a exhalar su dolor a un sitio solitario lejos de toda mirada indiscreta? ¿Tal vez a aturdirse en el bullicio y los placeres? ¿Tal vez a buscar a su esposa? ¡Ah! ¿por qué no? Volverán juntos, y yo me esperaré aquí para verlos. Mas en vez de cumplirse mi predicción, solo vi volver la carretela de la tarde anterior, y en ella, al padre y la esposa de Ciro. ¿Será un crimen decir que se ensanchó mi pecho? Se detuvo la carretela casi al lado del coche que yo ocupaba, y antes de bajar, oí al Conde que decía a la joven: —Vamos, decídete, Evelina, si quieres que mande volver el carruaje. —Pero tío, ¿qué dirá el mundo si no haciendo aun tres meses que murió mi papá, me ven en el teatro? —¿El mundo?... que diga lo que quiera. Pensarán que has querido oír una vez al menos a esa famosa cantante. —¿Y mi primo, irá? —Es fácil, si no está ahora en casa, dejaremos recado que vaya allá a buscarnos. —Bien; pues si quieres, iremos. Y bajaron del carruaje, dando al lacayo la orden de que volvieran a enganchar para las nueve y media. Por fin veía casi logrados mis deseos de contemplarlos unidos; de poder fijar en ellos algún tiempo mis miradas. Me volví a casa con el anhelo de saber qué cantante era aquella; en qué teatro se hacia oír, para dirigirme a él a toda costa. Después de dos horas largas de impaciencia, volvió el camarero, al que yo había enviado por una localidad cualquiera, en el teatro donde la fama de aquella célebre cantante atraía a todo Madrid; volvió llevándome uno de los palcos peor situados, y que había tenido que pagar a un precio casi fabuloso. Yo me dirigí al teatro apresurada, sin querer recordar que tras aquella noche, en la que un ardiente deseo me arrastraba a mezclarme en los placeres de aquel mundo que yo no conocía, y que de mí no se ocupaba, vendría el día siguiente, en el que triste, desanimada, sola, tomaría el camino de mi sombría ciudad, con el convencimiento de no volver a ver ya nunca en esta vida al hombre que en aquel instante se hallaba tan cerca de mí. Cuando llegué al teatro había un lleno completo, y los espectadores, pendientes de los labios de la hermosa cantante, sentíanse subyugados bajo el imperio de su mágica voz. Yo, ni oía ni veía nada, ansiando que cayera el telón para poder entregarme a mis observaciones. Concluyó el acto por fin, y variando de postura los espectadores, a los que ya no atraía el escenario, descubrí en un palco del lado opuesto, al Conde de La Sierra y su sobrina. Ciro no estaba con ellos. Recogiéndome en mí misma, me puse a contemplar con avidez, con furor, a aquella mujer, a la que hice el sacrificio de mi dicha, y a cada gracia, a cada belleza, a cada encanto que descubría en ella, se ahondaba más y más la herida abierta en mi alma la primera vez que la vi. Sí, era muy bella, era encantadora.

Page 95: MARÍA MAGDALENA (1880) Matilde Cherner

95

Su madre era inglesa, quizá ella también hubiera nacido en la Gran Bretaña, y todas las gracias, todas las perfecciones que dicen adornan a las mujeres de ese país, las veía yo compendiadas en la esposa de Ciro. Su tez satinada, su cuello flexible, su color ligeramente rosado, la finura de sus facciones, la languidez de sus ojos, tímidos y azules, el color adorable de sus sedosos cabellos, el hechizo del dulce acento que aquella misma tarde había yo oído, su juventud, la finura y distinción de sus maneras, todo, todo en conjunto, hacia de aquella criatura un sor tan encantador, que difícilmente se creía hubiera hombre que conociéndola, no la amara; que yo, a pesar de mi angustia, de mi humillación, me sentí pronta a disculpar a Ciro, si me había olvidado por ella. Después miré al Conde. Ya dejo apuntada su semejanza con su hijo. Mas como este me había dicho, aquella semejanza era hasta cierto punto, y la franca sonrisa del Conde, por burlona que quisiera ser, jamás llegaría a la expresión cruelmente sarcástica, que tan temibles hacía las sonrisas de su hijo, ni de sus brillantes ojos se desprendería nunca la mirada profunda, irradiosa, vehemente, que revelaba en Ciro la grandeza de su alma sin par. El Conde aceptaba el mundo tal cual es, y así y todo, le dispensaba su indulgencia. Su hijo, profundizando todos los arcanos del humano corazón, tornaba sus ojos al espacio, lanzando un sarcasmo sobre aquel mundo, en el que no hallaba nada que admirar. El Conde y su sobrina hablaban poco, y al verla yo tan tranquila, sin echar de menos a Ciro, pensaba, si demasiado niña e ignorante, seria incapaz de comprender, de amar al hombre que la suerte le había deparado por esposo. Aunque sin rectificar el primer juicio que formé de ella, al volverla a mirar con más atención, con menos angustia, me pareció su belleza algo fría, algo inexpresiva, algo amanerada; sus miradas, sus gestos, sus sonrisas, carecían del encanto que les da un alma rebosante de pasión. Recordé que apenas tenia diez y siete años, y hallé casi naturales, aquella falta de expansión, aquella cortedad de movimientos. Si yo gozaba o sufría al hallar en aquella mujer encantos o desperfecciones, si yo buscaba en su mérito, en su gracia, una garantía de la futura felicidad de su esposo, o quería hallar en la insensibilidad de su alma, en la frialdad de su corazón la seguridad de que jamás su amor se sobrepondría al mío en el pecho de Ciro, si yo la miraba con inquieta, mas benévola curiosidad, o con maligna envidia, arcano es que ni ahora puedo aclarar. Y entregada a mis meditaciones, y fijos mis ojos en aquel palco, vi, sin poder contener las palpitaciones de mi pecho, vi entrar en él a La Sierra. También ella, sí, también se ruborizó ligeramente a su vista. Él se sentó a su lado, y aun cuando yo no podía adivinar sus palabras, sus sonrisas, sus animados gestos me revelaban los dulces elogios que la dirigía. Ella le contestaba con seductora timidez, y él, cada vez más amable, cada vez más tierno, parecía no hallar palabras bastante delicadas, miradas suficientemente dulces, con que manifestarla la respetuosa, la inefable ternura que la profesaba. ¡Oh! ¡cuánto sufría mi alma en aquellos momentos! No, nunca, no, jamás La Sierra había usado conmigo aquel lenguaje delicado y lisonjero; no, jamás había yo merecido aquellas sonrisas tan hechiceramente

Page 96: MARÍA MAGDALENA (1880) Matilde Cherner

96

dulces; no, nunca sus ojos se fijaron en mí con aquella expresión encantadora, en que el respeto templaba el ardor, en queda dulzura atenuaba la osadía. Mi alma se despedazaba pensando que había en el mundo castos placeres, ideales deleites, inefables, y puros goces, que yo, infeliz y desgraciada criatura, jamás había podido inspirar. Entonces, aquella mujer que momentos antes miraba casi con indulgencia, me pareció aborrecible, odiosa, arrojada al mundo para humillar, para triturar mi alma con su insolente ventura. Cuando recuerdo lo pronto que quedé vengada de aquel martirio, hijo de mi delirante imaginación: Cuando recuerdo la satisfacción interior conque vi despreciado aquel candor, aquella celestial modestia, que yo tanto en ella envidiaba, me avergüenzo, Dios mío, de que el dolor, la angustia, los celos, hubieran engendrado en mi corazón tan odiosos sentimientos. Cansado Ciro del papel de apasionado que su posición le obligaba a representar, púsose en pie, dejando vagar sin objeto sus miradas, que parecían buscar en un punto indeterminado las miradas de su Magdalena, en tanto que sus labios, quizá sin él querer, dirigían una sonrisa cruelmente despreciativa a la mujer que tenia al lado. ¿Será un crimen, Dios mío, decir que mi corazón se inundó de gozo al ver que él me amaba siempre? No, yo no me felicitaba de que la desdeñara a ella; yo sentía una dicha inefable al comprender que después de ser su esposo, de conocerla y vivir a su lado, me conservaba íntegro su amor, me prefería á aquella niña tan pura y tan bella. Salió Ciro del palco momentos después, y yo me recogí al fondo del mío, recordando estremecida la mirada que él sin verme, me había dirigido. De pronto me pareció oír sus pasos, y aproximándome a la puerta de mi palco y aplicando el oído, comprendí distintamente que se acercaba, tal vez paseando por el pasillo, en compañía de otro. —Sí, dijo una voz para mí desconocida; tu futura (La Sierra me había dicho que por respeto al luto, tendrían oculto su casamiento algunos meses) tu futura es hechicera, y debes estar loco con la dicha que te aguarda. —Sin duda, contestó la voz de Ciro, con acento de desden. —A más, siguió el otro, es huérfana, rica, de tu misma familia, adorable, encantadora... un ángel, en fin. Al oír aquellos encomios, soltó La Sierra una carcajada amargamente burlona, y cual si quisiera vengarse de ser tan dichoso, dijo a su amigo, con aquel acento incisivo, cínico, mordaz, que solo a él pertenecía, y que hacia tan temibles sus palabras: —¿Y me querrás decir de qué sirven los ángeles en... la tierra? ¡Oh! al oír tan brutal sarcasmo, tan horrible blasfemia, espantada, fuera de mi, cual si yo sola tuviera la culpa de las desgracias que pudiera presagiar a aquella mujer el desprecio con que su esposo la miraba, del triste porvenir que esperaba a aquel hombre, capaz de lanzar tan feroz epigrama sobre la niña candida que iba a ser, que era ya su esposa, esperé agitada a que él se apartara de aquel sitio, y salí del teatro, casi maldiciendo el antojo a que debía tan triste descubrimiento. Al día siguiente salí de Madrid, regresando, para jamás volver a abandonarla, a la sombría ciudad en que muy pronto verían mis ojos el último sol que alumbrara mi angustiosa existencia.

Page 97: MARÍA MAGDALENA (1880) Matilde Cherner

97

II. De vuelta en Salamanca, y excitadas mis pasiones con aquellos recientes sufrimientos, tembló a la idea de volver a aquella casa, morada de dicha y amor algún tiempo, y que ahora solo dolor y espanto infundía en mi alma, y pensando que ya nadie conocería en mí a la Aspasia de otra época, me instalé en un reducido y pobre cuartito, bajo mi verdadero nombre de Magdalena. Para decidirme a tomar esta determinación, influyó en primer término el temor de que Ciro, Ciro, que tanto pensaba aún en mí, concibiera el deseo de volver a verme, o hubiera enviado, como dijo, a Antimo a mi lado. Yo, que temblaba al recordar las violentas pasiones que había adivinado en él la última noche que le vi, yo rogaba a Dios diera tranquilidad a su alma tempestuosa y le hiciera conformarse con su destino, que solo mi recuerdo podía hacerle parecer desdichado. Yo no quería volverle a ver. Yo no quería tener de él la menor noticia. Ni que supiera que aun yo existía en el mundo. A más, yo esperaba morir apenas arreciara el frío, y los pocos días que de vida esperaba, quería dedicarlos a perdonar, a olvidar cuantos tormentos me habían causado el mundo y los hombres; a rogar a Dios por mi alma atribulada; a rogarle también que él fuera dichoso. Pero los días principiaron a hacérseme demasiado tristes, demasiado largos, en mi soledad y abatimiento; pero las noches eran para mí horribles, cuando presa de espantosos insomnios, de ardientes delirios, evocaba, a mi pesar, todos los tormentos, todas las angustias, todas, las degradaciones de mi pobre vida. Asistiendo yo misma al espectáculo de mi propia miseria, veía a la desdichada Magdalena, huérfana y pobre, llorando sola junto al cadáver de su madre, y sintiendo alzarse en su alma niña y pura, como un fantasma horrible, el negro intento de terminar con un crimen su amarga existencia. Veía a la infeliz Solita, virgen, candida, inocente, habitando aquel antro de corrupción, y entregada á la brutalidad de un hombre vil y sin entrañas, que la mancilló para siempre con sus impuras caricias. Veía a la desventurada Aspasia, dando el último adiós al hombre cuyo amor era para ella todo en la tierra, viéndole partir ¡partir de su lado para ser esposo de otra mujer!... Mis delirios, demasiado consecuentes con el estado de mi alma, solo me ofrecían imágenes de llanto y desolación. Entonces rogué á Dios que me revelara algún medio de ocupar, de distraer los días que ya sobraban a mi existencia, y concebí la idea de escribir estas Memorias. Con el corazón oprimido de dolor, con la cabeza trastornada por la ardiente fiebre que devora mi ser, con el alma aniquilada bajo la terrible influencia de mis amargos recuerdos, he escrito página tras página estas tristes Memorias, rogando a Dios cada día que nace que sea el último de mi vida, y viendo a esta misma vida alargarse más allá del término que yo le creía marcado. Y yo, que contaba con la muerte para evitarme nuevos dolores, nuevas miserias; yo, que creía morir antes de agotar los escasos recursos que me restaron de mi loca expedición, ahora, en lo más crudo del invierno, sin fuego,

Page 98: MARÍA MAGDALENA (1880) Matilde Cherner

98

sin ropa, sin pan, espero el momento en que la miseria, secundando mi enfermedad, dé por tierra con las pocas fuerzas que aun conservo. Después de dos días de completa abstinencia, en los que ni fuego, ni luz, ni abrigo he tenido, en los que la fiebre casi me ha arrebatado el conocimiento, veo lucir un pálido rayo de sol, quizá el último que alumbre mis ojos, y aunque casi espirante, lo aprovecho para escribir la última página de mis Memorias... para decir adiós a todo lo que he amado en este mundo. Mañana, quizá mañana ya no exista, y arrancado mi cadáver de esta pobre morada, irá a dormir el sueño eterno en el polvo del olvido. Y yo, Dios mió, no maldigo al mundo que me deja morir en la indigencia, que me dejó vivir en la infamia. Yo perdono en este postrer instante de mi vida a todos los seres que hayan podido ser causa de mi desdicha. A todos, sin excepción ninguna. Y a él... a él, Dios mío, hazle dichoso, hazle grande, hazle digno de alabar tu nombre, como lo alababa y engrandecía cuando en nuestras horas de ventura su alma elevada enseñó a la mía á conocerte y amarte; a bendecir tu bondad y justicia; a conformarme siempre con tu inescrutable voluntad, Dios mío. ¡Oh! si es dado a las almas llevar a esa otra vida los afectos de esta, yo rogaré por él eternamente... y él, Dios mío, haz que conserve siempre en su corazón el dulce recuerdo de la infeliz María Magdalena.

FIN.

Page 99: MARÍA MAGDALENA (1880) Matilde Cherner

99

Se halla de venta en las principales librerías, al precio de 10 reales en toda España.

Los pedidos se harán a su autor, calle de la Palma Alta, núm. 21, cuarto 3º.

Page 100: MARÍA MAGDALENA (1880) Matilde Cherner

100