mamá gallina - josecarlos nazario
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Cuento incluido en la colección CARNECRUDA, publicada por Editorial Parábola. Buenos Aires, Argentina.TRANSCRIPT
Mamá gallina
Por Josecarlos Nazario
G. Cabrera Infante
Cuando llegué la puerta estaba abierta. La casa se veía deteriorada.
Me había llamado esa tipa diciéndome que mi mamá estaba
inconsciente. Entré. Dudé un poco. No era la primera vez que me
llamaba en vano esa mujer que se había metido en la vida de mi
hermano y de mi madre para joderlo todo.
Esa tipa y mi hermano vivían en un pleito eterno;; se golpeaban. Se
daban trompadas y patadas en frente de mi mamá y los niños. Mamá
se ponía muy nerviosa. Lo callaba todo, pero yo me daba cuenta. No
podía dormir. A la tercera vez me llamó pidiéndome unas pastillas.
-Mamá, qué es lo que está pasando en esa casa. Tienes que decirme y
si no, conmigo no cuentes.
Ella hizo silencio. La imagino mordiéndose los labios, apretando el
auricular. Me lo contó todo.
Después se me ocurrió la peor idea. Invité a Salim a comer a mi casa.
Desde que me casé no habíamos compartido. Él llevaba una vida muy
distinta de la mía. Es un tipo bueno, Salim. Lo que pasa es que no
está bien. Después de unas cuantas comidas, bastante tranquilas, un
rechinar de gomas se escuchó en la marquesina a las cuatro de la
mañana. Yo desperté con un mal presentimiento y antes de que me
asomara a la ventana ya el timbre había sonado cuatro veces. Mi
marido bajó y subió enojado.
-Es para ti.
No me pasó por la cabeza que podría ser mi hermano, borracho como
una cuba, que venía a pedirme dinero prestado. Moisés, estaba harto.
-Soy un político reconocido como para que un hijodeputa venga a
hacer que los vecinos hablen.
-
Discutimos varias veces, hasta un día. Salim llegó con unos amigos y
empezaron a insultar a Moisés. Le decían ladrón, maldito corrupto.
Gritaban otras cosas que yo no entendía, estaban muy borrachos.
Uno de ellos, rompió con un bate los vidrios de todas las jeepetas. Ahí
fue cuando mi marido me puso el ultimátum y fui a hablar con mamá.
Cuando llegué la casa estaba igual, desordenada. Pero había vida en
las ventanas. Muy agitada por cierto, mi mamá me recibió
escupiéndome en la cara y cerrándome la puerta. No entendí nada.
-¡Mamá! -le gritaba yo-, secándome la saliva.
Y ella no respondía, hablaba cosas insensatas, tiraba cosas,
insensata. Me asomé a la ventana y le hablé con tono firme, ella
seguía fuera de sí.
-
-¿O qué? -preguntó mirándome a los ojos.
La ventana llena de polvo nos separaba.
-¿Vas a hacerme lo mismo? Vas a mandar a darme palos con tu
marido mafioso y luego qué. ¿Acaso te olvidaste de nosotros? ¡A esta
casa no vuelvas!
Mamá no volvió a hablarme. A veces yo la llamaba y me quedaba
callada para oír su voz. Estaba quebrada por la pena. Pasaron unos
meses y ese fue mi único contacto con la familia. Entonces exploté.
Moisés llegaba de un viaje a Minnesota. Creo que iba invitado por un
senador, algo así. Estaba cansado, pero eso ya me importaba poco. Lo
reté, cuestioné su actitud para con mi hermano y él no pudo
responder con palabras mis preguntas. Me empujó. Lo empujé. Nos
insultamos en cada sitio de la casa, hasta llegar a la habitación. Allí,
con su calma él empezó a desvestirse. Yo seguí mi cantaleta. Me
respondió su voz grave: Estoy cansado, quiero estar tranquilo.
Su calma al decir esas palabras me impulsó como un resorte. Cogí el
teléfono en su mesa de noche y le fui arriba, dejándole una marca en
la frente. Él me empujó de nuevo. Llevó su mano a la herida, sintió la
humedad y disipó la sangre en sus dedos frotándolos entre sí.
Entonces me tomó por los brazos con una fuerza que yo le desconocía,
así, cargándome, me llevó hasta la puerta. La abrió sin soltarme, no
sé cómo. Y el portazo me hizo encoger los hombros de espanto.
¿Eso fue todo? Sí y no. Un rato más tarde él abría la puerta de nuevo
y tiraba una maleta abierta con toda mi ropa adentro. Se derramó en
plena marquesina y yo también. Las lágrimas que nunca habían
salido de mis ojos caían sin parar. Lloraba por el episodio. Pero sentía
el dolor de otras penas. Cada lágrima tenía una razón, un nombre.
Lloraba por mi madre y su silencio, por Salim;; por los hijos que no
tuve, por la vida que perdía en ese momento. Agarrándome a la ropa,
tirada conmigo, sollozaba todavía cuando salió el sol.
Entonces, el rayo de luz me dio las fuerzas. Cogí mi maleta y me
largué.
El dinero del divorcio dio para mucho. Al principio Moisés intentó
asustarme. Decía que me iba a joder si intentaba quitarle su dinero.
Pero yo, viniendo de una familia como la mía, me ocupé de buscar un
buen abogado que se encargara de todo. Con él me casé años más
tarde, pero eso es otra historia. A los pocos meses yo estaba mudada
en mi nuevo apartamento de la Anacaona. Tranquila. Dispuesta a
comenzar de nuevo.
Tomé un cuaderno y empecé a hacer una lista. Eso lo había visto en
una charla del mexicano ese. En una columna anoté mis planes
personales y en la otra los profesionales. Sólo hubo dos filas. En la
izquierda decía ser feliz. En la derecha, tener dinero. Arranqué la hoja
arrugándola y llamé a mi madre mientras tiraba el papel en el
zafacón.
La voz neurótica de siempre me devolvió el saludo y fui feliz.
Estuvimos de luna de miel por un tiempo.
-Cuando me enteré que te habías divorciado me puse muy contenta -
me dijo.
No quise reclamarle nada. La invitaba a comer los fines de semana.
Algunos meses me la llevaba a Las Terrenas. Todo bien hasta que la
dejaba en su casa. La tristeza le brillaba en los ojos.
-Ven. Múdate conmigo. Déjale esa casa a Salim y a esa tipa. Tú no
puedes seguir en eso.
Su mirada bajó a la altura de mis rodillas. Pensé en la primera vez
que Salim desapareció. Yo estaba todavía en bachillerato. Se perdió
por quince días. Mamá no dejó de llorar por uno solo. Una noche yo
estaba en la discoteca Yubilé, bailando, cuando sonó el celular. No lo
sentí. En el baño vi la llamada perdida y devolví. Me respondió un
hombre. Sonaba asustado. Quién me habla, decía. Con quién desea
hablar, le replicaba yo. No respondió. Aló, aló, intenté recuperarlo.
Salim está muy mal. Qué, quién habla, dónde. Ven a buscarlo. Y me
dio una dirección.
No me atrevía a ir sola, pero junté fuerzas. El sitio quedaba en el
ensanche Ozama. Subí unas escaleras sucias y llenas de grafiti. Toqué
una puerta y me abrió la tipa esa. Cuando eso todavía no salía con
Salim.
-Dagoberto te está esperando -me dijo.
-¿Quién es Dagoberto? ¿Dónde está Salim?
Del fondo, de un cuartico, salió un señor de unos sesenta años con
pelo y bata blanca. Parecía una doña.
-Siéntate -me dijo.
-¿Dónde está mi hermano? -y negué con la cabeza.
-Está aquí, pero tengo que explicarte. Está dormido, le inyecté algo
para calmarlo un poco.
-¡Hijo de puta! -grité llorando-. Está matando a mi hermano.
-Cálmate, niña -dijo el hombre-. Siéntate te digo -y me empujó hasta
la silla.
Me dio un sermón con instrucciones. No escuché nada. Pedí un taxi y
bajé con Salim directo para la clínica. Ahí me quedé. Salí de la
habitación sólo para llamar a mamá, decirle que Salim estaba bien y
para llamar a papá y contarle todo.
Al otro día mi viejo, a quien no veía desde hacía dos años, en mis
quince, apareció con un pasaje de ida y se llevó a Salim. Lo montó en
un avión con uno de sus personeros.
No fue la última vez que llamó un desconocido. Que tuve que ver a mi
hermano tirado en una cama asquerosa, hecho mierda. No fue la
última vez que tuve que llamar a nuestro padre para que intercediera
por nosotros.
Miré a mamá, seguía con los ojos a media asta. La abracé. Ella me
besó en los labios. No hubo nada sensual en ese roce, no fue obsceno.
Tampoco nada que pueda explicar. Supongo que ese beso fue una
súplica, un reclamo, un agradecimiento. La culpa. La forma en que
me decía, te quiero tanto, pero a él lo quiero más.
Llegué a la casa y encontré la puerta abierta. Nada raro. Avancé y
todo estaba hecho mierda. No había vuelto a pisar ese sitio desde que
mi mamá me cerró aquel día. Ella siempre me pedía que la esperara
afuera, en el carro, cuando iba a buscarla. Habíamos ido a comer dos
veces. No habló mucho de Salim, algo extraño. Sí me contó que la
mujercita esa no dejaba de reclamarle que él se había ido por su
culpa. Que le dejó los muchachos y toda la carga de la escuela y la
comida para ella. Pero si esa nunca ha trabajado, dije yo, tú siempre
los has mantenido a los cuatro. ¿No le da vergüenza?
Mamá callaba.
Esa última noche me dijo que se sentía cansada. Yo la abracé con
miedo de que fuera a besarme como aquella vez. Estábamos en pleno
Vesuvito, con cientos de testigos, muchos de ellos amigos de mi padre
que la miraban sorprendidos de su deterioro. Maldije a Salim y a su
mujercita y se me salió una lágrima que manchó la blusa de mamá.
-Ánimo, vieja -le dije-. Que tú eres más fuerte que eso.
-Es eso, hija. Es eso.
Se había dado por vencida. Estaba vieja. Muy harta de luchar contra
Salim, por Salim, para Salim. Pero no imaginé que esa misma noche,
la tipa me llamaría diciéndome que mamá estaba inconsciente. Mucho
menos la razón.
Ella me dijo: Llama a la policía si quieres. Yo tengo esto y sé usarlo.
Se llevó las manos a la pelvis, haciendo un triángulo al juntar los
índices y los pulgares.
Yo me quedé callada. Intenté reanimar a mamá. La cosa era un
desastre.
Ella me dijo: Si esa vieja no se metiera tanto conmigo no habría
pasado. Haz lo que quieras.
Yo la miré cansada. Cansada de ella y de Salim, que aunque no
estaba, era el causante de todo. Abrí las gavetas, el botiquín, el closet
en busca del teléfono de un médico, de alcohol, de algo. Nada. La casa
era un desastre.
Ella me dijo: A mí la droga me la dan y yo la meto porque quiero y con
quien quiero. Por donde quiero. Esa vieja no va a venir a decirme que
esta casa es suya. Esta casa es de Salim y de sus hijos y ella ya está
en buena edad para morirse.
Intentaba reanimar a mamá sin escuchar las palabras de la estúpida
de mi cuñada. No entendía cómo mamá podía soportarla. Todo el
tiempo borracha o drogada, jodiendo la paciencia.
-¡Mamá!, despierta decía mientras los niños miraban en el umbral de
la cocina-. ¡Mamá!, despierta, qué carajo fue lo que pasó.
Ella me dijo: Me vino con que no podía traer a mis amigos y cocinar
su pollo. Yo sólo quería probar suerte con alguien diferente. Y la vieja
que no, que no podía hacer eso;; menos en su casa, que qué pasaba si
Salim llegaba y veía aquello. Le dije que eso no era asunto suyo. Que
Salim no iba a venir y que no era asunto suyo. Ella me gritó, como
nunca, dijo que no iba a permitir que ninguno que no fuera su hijo se
comiera el pollo que ella compraba con su dinero. Estaba como loca.
Se quedó callada, apretando las manos, los brazos tiesos, paralelos al
cuerpo.
¿Y entonces? -le dije-, notando que mamá ya despertaba, mientras le
acariciaba la frente.
Ella me dijo: Entonces yo maldije a Salim, a ella y a mis hijos y le tiré
el pollo congelado que le dio en la frente. Y ella cayó. Yo te llamé. Pero
coño, por qué no podía dejarme hacer lo que yo quiero.
Vi que mamá abrió los ojos al escuchar su voz. Se notaba inquieta.
Entonces, la miré con furia. Su expresión cambió. Se puso pálida.
Me paré y caminé hacia ella. Ella, a su vez, caminaba en reversa. ¿Por
qué no podía? ¿Por qué no podía? ¡¿Por qué?! Yo te voy a decir por
qué. La acorralé en el cuarto de servicio y agarré la plancha que
estaba en la tabla, noté que no estaba conectada y le di algunos
planazos en la cara, en los hombros, en la panza.
-¡En la panza no! -gritó.
Yo me detuve, dejé caer la plancha y cerré los ojos un segundo. Volví a
abrirlos poniendo todo el odio en mi mirada. Ayudé a mamá a
levantarse. Ya estaba sentada, mirando sin asombro la escena. La
agarré por el brazo y la llevé hasta mi carro.
-Espérame aquí.
-Adónde vamos, qué vas a hacer -dijo mamá-. No necesito ir a un
médico, estoy bien.
-Espérame ahí, mamá.
Llené la primera maleta que encontré con sus batas y la saqué para
siempre de esa pocilga.
-Esa casa es mía. No puedes sacarme de mi casa.
Se escuchaba tan ingenua, por primera vez. Me hablaba como una
niña le habla a su madre sobre un problema de grandes. No
encontraba sentido en sus palabras.
-Es la niñera de Salim, no podías tratarla así.
Tragué en seco. No dije nada. Nos perdimos en la noche, en las curvas
de la carretera.
-Tengo frío.
Le di una ojeada y por primera vez la vi sonreír en mucho tiempo. Pero
su mirada estaba lejos.
-Quiero hacer pipí me dijo con una risa cómplice.
Le planté un beso en los labios y seguí apretando el acelerador hasta
la próxima parada. Mi mamá tenía que hacer pipí.
Buenos Aires, noviembre
2009