las muertes de marlene

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Extracto del cuento contenido en el libro "Las muertes de Marlene y otros relatos".

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Las muertes de

Marlene

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I. Haber hecho encerrar a Cascote merecía ese premio, pero también algo más. De

modo que luego de lamer otra vez las bragas de mi secretaria, y lo que normalmente aquellas contienen cuando están en uso, la dejé acomodándose la ropa en mi despacho y yo salí a almorzar al mejor restaurante de París. Y tal vez deba decir que la culpa de todo lo que ocurrió después fue de Cascote, quien quiso sobornarme para que atenuara los cargos regalándome el cuchillo que usaba en sus fechorías. El mismo que ahora yo consideraba un premio. Era imposible que semejante belleza estuviera en manos de semejante sujeto, pero así era; y hubiera pagado para saber cómo había llegado hasta él. Se trataba de un alfanje morisco de cuarenta centímetros de hoja, con incrustaciones de marfil y nácar. ¿Era o no un premio que me merecía?

Los cargos no fueron atenuados, Cascote fue a prisión y sus reclamos acerca del cuchillo en parte movieron a risa a los testigos y en parte hicieron enojar a Su Señoría. Me merecía el alfanje de todos modos, y aunque el acusado y yo jugábamos en bandos distintos a él no le serviría por muchos años, y mi labor había sido extraordinaria. Eso sí, tenerlo en mi despacho podía ser comprometedor, y luciría mejor en mi colección privada. Sexo, traslado de la reliquia a mi casa y posterior almuerzo pantagruélico me parecía la mejor de las combinaciones. El primer elemento de la misma, a propósito, había sido satisfactoriamente alcanzado. Bebí un generoso sorbo de la petaca de coñac que llevo encima para estas ocasiones, y salí a la calle.

Caminaba por la Rue Saint Gottard con el cuchillo apenas envuelto en una franela que encontré en el depósito de limpieza de mi despacho. Se me tachará de descuidado. Una vez un amigo mío se presentó para una transacción en que un número iba seguido de varios ceros. Mi amigo era precisamente el encargado de llevar el efectivo y tras barajar varias posibilidades, valijas con cadenas y esas cosas, se presentó en la oficina correspondiente mal vestido y portando un paquete envuelto con papel de diario y atado con un cordel ordinario, agitándolo alegremente en una mano asido por el moño. Por supuesto, adentro estaba el efectivo, y su explicación nos dejó sin respuesta: nadie le roba a un vagabundo. Bueno, no sufrí un intento de robo, pero...

No pude prever el ataque, y en todo caso cualquier sospecha de ferocidad del animal era desmentida por el continente natural y afable de la joven que lo paseaba. Sólo ahora, evocándola a la distancia, percibo como algo chocante el que una señorita tan angelical paseara a esa bestia. Entonces, su sola compañía transformaba al animalejo en una tierna ardilla.

Pero no era una ardilla, era un rottweiler, uno de esos perrazos que proliferaron como perros de los carniceros de la Alemania del siglo XIX. Algunas familias de la aristocracia parisina los tomaron como emblema de distinción de modo que a fines del XX no era extraño sortear la presencia de uno que otro por los paseos céntricos.

“Bueno, bueno –me dije cuando vi a la muchacha-, es lo que me faltaba para festejar”. La chica merecía el primer lugar en la antología de las tetas, las que llevaba sin sostenes por debajo de una blusa blanca ajustada, provista de un escote generoso, por añadidura. Bamboleaba indolente unos brazos tersos y delicados, que llevaba desnudos casi desde los hombros, y la falda, de color ladrillo y bastante breve por cierto, tomaba vuelo con cada uno de sus pasos despreocupados. Llevaba una gorra con

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visera, con la que protegía del sol un rostro risueño, con ojos oscuros que miraban entre pícaros y desafiantes por encima de unas mejillas pecosas y rosadas. Los rizos, oscuros, enmarcaban unas facciones que habrían inspirado a Renoir. Debo confesar que mi libido, para cuando terminé mi inspección ocular, me había llevado más bien al terreno de Lautrec.

Un pañuelo blanco al cuello le daba un aire aún más desenfadado. El cuadro se coronaba (qué curioso, la corona la sitúo abajo) con unas piernas devastadoras, dotadas en su extremo de sensuales sandalias... ya no me pregunten de qué color. Admito haber sido muy detallista en la descripción y se me dirá que esa es más bien una cualidad femenina. Las mujeres sí que saben cómo estaba vestida la mujer que aguardaba el metro en el otro extremo del andén. Déjenme decir en mi defensa dos cosas: que algunas mujeres nos obligan a guardar vívidos y detallados recuerdos; y que ese mismo día tuve ocasión de alimentar con una inspección más cercana los datos que me proporcionara el primer vistazo.

En la antigüedad se escribió mucho sobre el sexo de los ángeles. Desde aquel día, no tengo dudas de que son mujer. Y sin embargo... era endemoniadamente tentadora.

Dije antes que el animal que paseaba al lado de ella hubiera pasado por ardilla. Más exacto es decir que de haberse tratado de algún dragón no hubiera sido óbice para acercarme a la chica, aunque en ello me fuera la vida.

No había dudas de que nos cruzaríamos. Si bien yo venía de tener una sesión del mejor deporte que se puede practicar con una señorita, la saciedad, al respecto, no me resulta algo conocido; y en todo caso queda claro que se trataba de una mujer que reduciría a la mínima duración el período refractario de cualquier hombre. Empecé a sentir que mi corazón se aceleraba, y la evidente atención que deposité en la muchacha pareció divertirla, ya que desde que la viera me había dirigido algunas sonrisas mal disimuladas entre sus dedos. Para un conocedor del alma femenina no era difícil adivinar que bastaría una excusa sencilla, una simple galantería, para retener su atención. Tal vez se tratara de la criada de alguna ricachona, de esas sin la suficiente autoridad para vestir adecuadamente a la servidumbre, alguna provincianita, sin dudas; y para una muchacha campesina, aún con pretensiones, sería irresistible dejarse cortejar por un hombre de la ciudad. Ni hablar de ser directamente solicitada. A todas, me consta, les encanta conocer una alcoba lujosa.

Estábamos a tan sólo un paso y yo decidí levantar mi mano izquierda para saludarla, con toda intención de establecer un diálogo. Pero a mitad camino de mi mano un bulto oscuro se me abalanzó. Es curiosa la rapidez de reacción que podemos llegar a tener. El caso es que en una fracción de segundo me di cuenta de que el enorme perrazo me atacaba a mandíbulas abiertas y que sólo me quedaba para defenderme lo mismo que el animal procuraba destruirme. Con un rápido impulso introduje mi brazo hasta donde pude dentro de sus fauces. El efecto fue que cuando el bruto quiso dar la dentellada ya era mucho más urgente para él librarse de la obstrucción que mi puño le producía en lo profundo de su garganta. Quiso echarse para atrás, pero poniendo mis dedos en garfio lo trabé, creo, por detrás de las amígdalas.

La chica, horrorizada, se tapaba la boca con las manos pero, con sinceridad, no pensaba precisamente compensar la pérdida de su mascota. Estaba claro que se trataba

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de matarla. No podía ni pensar en soltarla. Había podido defenderme bien una vez, no podía averiguar qué pasaría en una segunda, y sin duda el perro pensaba en cualquier cosa menos en darme las gracias si lo liberaba. Son esas cosas que tiene la vida. De pronto te sonríe y te promete y al segundo siguiente debes matar o morir. Quizás ese es el punto: todo lo que te promete lo tendrás si eres capaz de matar. Con un rápido movimiento de mi mano libre hice caer la franela que envolvía al alfanje y sin pensarlo dos veces lo introduje desde debajo de la mandíbula, con furia y dando un alarido, hacia arriba. Recuerdo haber tenido la intención, al hacerlo, de destrozar el cerebro del animal. La muchacha ya no interesaba, pero pienso ahora si no albergaba también la esperanza de que mi gesta contribuyera a conquistarla, aún a costa de perder a su ardilla.

La extraordinaria tensión de los músculos del perro se transformó de pronto en la flacidez pesada de un saco de grasa, sólo alterada por alguna sacudida espasmódica, y en ese momento me di cuenta que, después de todo, sí debí haberlo pensado dos veces: ¡entre la mandíbula inferior del perro y la tapa de sus sesos estaba mi mano!

Un dolor sordo y ascendente que se unió a mi sensación de espanto me recorrió el brazo hasta el hombro. Me dejé inclinar por el peso muerto del animal hasta que estuvo en el suelo y yo arrodillado junto a él. Sospechaba que el calor viscoso que sentía alrededor de los dedos que tenía dentro de su boca se debía tanto a su sangre como a la mía. Estaba claro que en un segundo había dejado mi brazo sólo apto para su amputación. El perro había muerto, y yo había hecho su trabajo.

Tenía la frente mojada, sentía náuseas y estaba seguro de que me desmayaría, por lo que decidí moverme rápido. De un tirón quité el arma de la cabeza del animal... y de mi mano, y lenta, muy lentamente, comencé a quitar mi brazo izquierdo de dentro del animal. Cuando terminé de retirarlo, casi desde el codo era un cuajarón indiscernible, que chorreaba pastosamente por la punta de los dedos. Con una presencia de ánimo que me sorprendió, tal vez porque yo esperaba que estuviera enojada por haber matado a su perro, la muchacha se quitó el pañuelo que llevaba al cuello, lo desplegó y comenzó a limpiar mi brazo desde el codo hacia la mano, con un temor evidente conforme se acercaba a ésta. Sus movimientos se hacían más lentos como si temiera que las fuerzas no le fueran suficientes para tolerar la vista de la herida pasante, de los músculos desgarrados, de los pedazos de hueso.

Fue bajando, bajando... Cuando pasó la muñeca pensé que la herida estaría en la mano. Y cuando terminó de

limpiar mis dedos estuve convencido de que se había operado un milagro. No había herida. Y no había posibilidad, estaba seguro, de que todo mi brazo escapara indemne. Era un milagro. Al menos eso pude pensar por un rato. La muchacha, que había resistido en pie con la templanza de un cirujano, no toleró la vista de la piel sana, y debí ayudarla a sentarse en el suelo para evitar que cayera. Sobre la franela del cuchillo, por supuesto, que una parte activa de mi inconsciente no había olvidado del todo mis intenciones galantes.

- Otra vez. Debí sospecharlo. No dejó sus experimentos. Creí que desvariaba. Pidiéndole disculpas por parecer grosero, pero argumentando

que sin duda le haría bien, le ofrecí coñac. No lo hubiera hecho de haber sabido el trago

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que se zamparía. Trató de ser más delicada al limpiarse los labios, y yo hice lo mío limpiando con mi pañuelo unas gotas inexistentes en su encantadora barbilla.

- Es mi tío –me dijo-. Otra vez está experimentando. Me había prometido que quemaría todo. ¡Oh, tengo tanto miedo!

Y echándose a mi cuello rompió a llorar. Su cabello olía de maravillas. II. No siempre uno extraña el almuerzo, ni siquiera si se hubiera dado en el Chez

Marguerite. No al menos si lo reemplaza por al abrazo de las piernas de la chica del pañuelo blanco. El incidente del perro me había hecho perder el apetito gastronómico, y el otro se había avivado al contacto del perfume en el cabello de la muchacha. La cual, digo de paso, distaba de oponerse. Accedió de inmediato a una sugerencia mía de reponernos del contratiempo con una copa en mi apartamento, y allí estábamos ahora, mirando atardecer sobre la ciudad desde las sábanas, a través de la pared de cristal.

- Eres delicioso. - Lo sé. Reímos. - Pobre Peter. Había sido un buen perro –dijo con suavidad, como intentando no

sonar acusadora. - Aunque un tanto temperamental, ¿no crees? Sonrió. Pasó su mano por mi abdomen y yo quise bajarla un poco más. - Primero te prepararé café, ¿quieres? Accedí, luego de besarla. Se puso una camisa mía que le quedaba estupenda y salió

del dormitorio. Me quedé mirando la última línea rojiza del día. Desde la cocina me llegaba el olor del café junto con la voz de Marlene canturreando alguna canción. Pensé en lo disímiles que pueden ser destinos que conviven bajo el mismo cielo. Desde la mañana y por unos cuantos años estaría a la sombra un sujeto apodado Cascote, con quien habíamos cruzado nuestras miradas por última vez desde detrás de nuestros respectivos escritorios en el momento de la lectura de la sentencia. Unas horas después, él estaría llorando contra la pared de su celda o siendo violado en el baño del penal, y yo me descosía en la cama con el mismísimo demonio vestido de ángel. Cosas de la vida. Miré el alfanje. Todavía con algunas manchas, a medio envolver en una franela sobre el mármol de la cómoda. Se me perdonará que no haya tenido tiempo de guardarlo, ¿verdad?

- Si sigues pensando te dormirás y no te lo perdonaré. No la había escuchado entrar. Tenía mi camisa totalmente desabrochada y una

bandeja con tazas de café que me dificultaba la visión de sus hermosos pechos. Estaba muy bien la sensualidad, pero un profesional debe saber dominarse, y en lo

personal creía que había algunos puntos oscuros que necesitaba iluminar. - Marlene, no quiero arruinar el momento, pero me dijiste algo de un tío tuyo,

¿recuerdas? - Como para olvidarlo. Hizo silencio, disimulado por algunos sorbos que dio a su taza. Era evidente que le

costaba hablar.

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- Mi tío Gérard fue siempre la oveja negra de la familia. Bueno, creo que por eso nos llevamos tan bien los dos desde siempre. Mi familia viene de la nobleza. Si te vas algunas décadas para atrás encontrarás unos cuantos duques y marquesas. Todos fueron lo suficientemente hábiles para reciclarse a la democracia, estudiar leyes y llenar el parlamento. ¿Me sigues?

Acaricié el tobillo sobre el que no estaba sentada. - Imposible no hacerlo. - Bien, mi tío Gérard estudió medicina, lo cual fue una afrenta para toda la familia. Y

el colmo fue cuando dilapidó buena parte de la fortuna familiar, que ya venía golpeada después de Argelia, en montar un laboratorio en su mansión de las afueras, cerca de donde nos encontramos hoy. Lo acompañé en el portazo que eso significó a sus espaldas, y me fui a vivir con él.

- Y al parecer, la mansión está en un lugar con problemas de seguridad, los suficientes como para hacerse de una mascota guardiana.

Estaba llegando a donde quería. Mi brazo estaba sano como el de un bebé, y yo estaba seguro de que el alfanje lo había atravesado. Estaba muy bien tratar de foliar con Marlene, pero ella sabía algo sobre curación de heridas, algo que yo ignoraba.

- No era una mascota. Era un animal de laboratorio, el sujeto de los experimentos del tío Gérard.

- ¿Dices que puedo estar infectado con alguna peste? Estaba verdaderamente alarmado, pero debo haber resultado cómico, porque se echó

a reír. - ¡No, tonto! –me acarició el brazo que debería estar descansando en el estómago de

Peter-. Siento que te debo una explicación. “Eres muy ubicada”, pensé para mí. - Mi tío había decidido investigar sobre el dolor y la muerte. - Bueno, la industria farmacéutica anda en lo mismo desde hace algún tiempo –dije,

pero me arrepentí de inmediato; no quería sonar irónico. De todas formas, su respuesta se ocupó de silenciarme.

- Sí, y gracias a ella tú estarías con problemas para sostener esa taza, aunque tal vez los analgésicos te habrían hecho efecto.

Sorbió su café como para darme tiempo de acusar el golpe. - El punto es que mi tío encontró algo más. - ¿Las aspirinas en el botiquín del baño? Sonrió indulgente. - No, sólo el modo de quitar las heridas de la faz de la tierra. Apuré mi café. Sostenía la taza con la mano que ya no debería estar en el extremo de

mi brazo. Eso me hacía sentir obligado a escuchar. Después de todo, yo buscaba una explicación. Esta vez guardé un silencio respetuoso, ella comprendió, y continuó.

- Tío Gérard tenía una cantidad importante de rottweilers en unos caniles medio ocultos en los fondos de la mansión. Estaba trabajando con uno en su laboratorio, uno al que le había cobrado especial afecto, y que por eso lo guardaba para lo que llamaba la etapa crucial. Venía administrándole una droga que, suponía, tendría efectos que “sacudirían a la ciencia médica”.

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- Tu tío tenía una concepción un tanto particular del afecto. - Te lo dije, era la oveja negra de la familia –hizo una pausa y miró la noche parisina

que nos acompañaba desde detrás del ventanal-. Sí, esperaba encontrar la solución al dolor. Pero encontró otra cosa. Con Strike echado en la alfombra que lo privilegiaba, tío Gérard traspasaba un líquido de una redoma a un matraz, cuando el matraz se le resbaló, se estrelló contra el borde de la mesada de mármol y cuando tío quiso atraparlo en el aire sólo atrapó un gran vidrio que le rasgó la mano lo suficiente para paralizar los experimentos por una par de semanas. Strike, como siempre, lo miraba todo con sus ojos brillantes desde su rincón oscuro. Mi tío, tomándose la mano lastimada, sangraba como un cerdo y maldecía como un hereje. Strike se levantó. Tenía una mirada sobrenatural. Mi tío estaba de rodillas, lloraba, gritaba. Strike se paró junto a él. Mi tío lo miró con furia. Pero los perros siempre saben. El enorme perrazo se limitó a cabecearle las manos como cuando buscaba ser acariciado, sólo que cuando mi tío separó las manos, el perro se las lamió, deteniéndose especialmente en la herida. Luego dio la vuelta y se marchó a su rincón. Tío Gérard, que ya no sentía dolor y ahora guardaba silencio, levantó sus manos y se las miró. La herida había desaparecido.

- ¡Por Dios, Marlene! –y me reí. Me reía con ganas. Pero Marlene se limitó a terminar su café.

- No te culpo –dijo cuando hubo terminado-, pero aunque te dé risa, la saliva de esos animales obtuvo la capacidad de cicatrizar una herida aún antes de que se termine de formar.

La tomé por el cuello y la besé, metiendo mi mano por entre mi camisa abierta (la que tenía ella, por supuesto).

- ¿Las heridas del corazón también? –le pregunté. Ella, correspondiéndome, y sonriendo como quien de pronto tiene una idea (confieso

que me dio cierto temor), confirmó: - Las heridas del corazón también. III. No mentiré fidelidad diciendo que mi secretaria desapareció de mi vida extralaboral,

ni que en adelante sólo se dedicó a las tareas pertinentes a sus deberes. Más aún, cuando sospechó (no sé fundada en qué, pero las mujeres tienen ese olfato especial para detectar la vecindad de otra miembro de su género) que no era la única (no recuerdo que lo hubiera sido, tampoco), puso en sus... tareas, un esmero y un entusiasmo que me sorprendieron.

Pero Marlene tomó una importancia que tampoco imaginé cuando me propuse conquistarla haciendo caso omiso de la ardillita.

Pocas noches después de aquel primer encuentro estábamos nuevamente en mi dormitorio (nunca durábamos demasiado en otra parte de la casa), sobre mi cama, yo sin ropa y Marlene luciendo un baby-doll traslúcido, que permitía ver sus pechos arriba y su minúscula ropa íntima abajo (tampoco durábamos mucho en ropa de calle). Marlene había mostrado unas cuantas habilidades y yo me sentía la más voraz de las fieras.

Tomándola por un muslo, y por lo que recuerdo jadeando, le dije: - Acércate, luego tendremos toda la noche para más.

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Ella casi acercó sus labios a mi boca, y yo sentí su olor animal y atrapante, sus olores naturales y artificiales, justo antes de que ella se separara apoyando sus palmas sobre mis hombros. Bajó de la cama y al hacerlo descubrió sus piernas aún más. No creía poder aguantar mucho más, decididamente.

- Espera, encanto... ¿te dije que pensé en sorprenderte? Me lo había dicho, pero no podía imaginar qué más podía hacer que no hubiera

hecho. Caminó felinamente hasta su cartera, que había dejado sobre la cómoda, junto al alfanje que aún aguardaba que yo le diera su lugar de honor en mi colección. Abrió la cartera y extrajo un frasco. “¿Perfume?”, pensé.

- Mmmm... ¿violetas? –pregunté; seguramente se notó que trataba de ser atento, pero a esa altura violetas o perejil me daba lo mismo.

No dijo nada. Tomó el alfanje y con su andar cadencioso caminó hasta el equipo de música, haciendo piruetas con el alfanje y con el frasco en la otra mano. Por primera vez se me ocurrió pensar que estaba sólo, con una mujer que apenas conocía y que además estaba armada, por añadidura con un arma que yo le había facilitado y que sin duda tendría en su haber unas cuantas cabezas. No creo en ningún dios cuya atención deba merecer especialmente, pero deseé tener uno a quien pedirle que mi cabeza no fuera a agregarse a la colección. Marlene, de espaldas a mí, oprimió “play”, y con los primeros acordes del saxo que ya habíamos escuchado antes, giró su cabeza hacia mí, haciendo ondear su cabellera, rojiza a la luz especial de que dispongo en un par de rincones del cuarto. El saxo aportó su sensualidad dulzona y pegajosa, hipnotizante, y Marlene aportó una danza que me dejó con la boca abierta. Literalmente. En un momento del baile trepó por los pies de la cama, se me acercó y apoyando la yema de su dedo índice bajo mi mandíbula la levantó, cerrándola. Luego deslizó su boca hasta mi oído y luego de acariciarme la oreja con su lengua, murmuró:

- Así me gustas más, ¿sabías? El sonido del saxo acariciaba su vientre y me aplastaba contra las almohadas, y la

poseía y me despellejaba, y la hacía girar y acariciar mis ojos con su figura. No creía haber tenido tantas cuentas pendientes con el sexo. Estaba viviendo algo extraordinario.

El alfanje iba y venía de una mano a otra, cuando dejó el frasco dentro de sus pequeñas bragas. El cuchillo había adquirido una consistencia plástica, onírica, como toda la escena; se había vuelto dúctil y suave como la seda, y sin embargo nunca había sido tan peligroso. Marlene quitó el frasco de su braga, lo abrió y mientras sostenía colgando el cuchillo hizo chorrear el perfume desde el mango hacia la punta. No sé cuánto duró todo, pero estaba por concluir la música cuando Marlene se puso de pie en la cama, con uno separó mis piernas y luego se arrodilló frente a mí. Yo respiraba agitado. Marlene hizo trepar la punta del cuchillo sobre la seda de su baby-doll para luego separarlo de su cuerpo, y yo tuve la percepción de que algo horrible estaba por ocurrir.

Paralizado por el espanto no tuve tiempo ni reflejos para reaccionar. Antes que yo pudiera incorporarme, y dudo incluso que lo haya intentado, Marlene levantó el cuchillo sujetándolo por el mango con las dos manos muy por encima de su cabeza y la punta hacia abajo, y conteniendo la respiración con los ojos muy abiertos como quien espera algo monstruoso detrás de una puerta, lo bajó con violencia contra su pecho. El cuchillo

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se hundió más de la mitad, al tiempo que Marlene exhalaba un quejido ahogado. Alrededor de la hoja una gran aureola roja se dibujó en su baby-doll, impregnándolo y pegándoselo al cuerpo. No sé por qué reparé en eso, ya que lo peor fue el violento vómito de sangre que salió expulsado de la herida manchando la pared, el cuero de la cabecera de la cama, la ropa y mi cara. Tras un breve balanceo en el que me pareció que Marlene quería estirar una mano hacia mí pidiendo auxilio, cayó de costado sobre la cama con un escorzo horrible del cuerpo y una mueca de sorpresa en el rostro.

Aguardaba que en algún momento riera y me descubriera el truco de la broma. Pero no había broma, o en todo caso era macabra. Marlene estaba muerta, ella misma acababa de ocuparse del tema, ante mí. Y un detalle más: para hacerlo había elegido mi cama. El cuadro me espantaba, pero también me espantaba imaginar lo difícil que me resultaría explicar mi inocencia a la policía. Lo digo con conocimiento de causa: si tienes un cadáver sobre tu cama no gastes saliva explicando que no hay huellas tuyas en el arma homicida.

Fui hasta la puerta y accioné el interruptor. La luz blanca, con una crudeza despiadada, me mostró la realidad que yacía detrás del sueño que había vivido hacía sólo un instante, con música de saxo, luz rojiza y una mujer espléndida sobre mi cama. Espléndida y viva

Era horrible además que quien me había dado tanto placer, placer que se me estaba haciendo hábito, decidiera así como así dejar de dármelo, pero luego pensaría en eso. Lo primero que debía hacer ahora era eliminar pruebas que me incriminaran... como el cadáver, por ejemplo.

Y el arma. El arma. Separé las manos de Marlene, tomé el mango del alfanje (¡santo cielo! ¿de

dónde saqué ánimos?) y tiré. Marlene parpadeó. Tosió. Creo que quiso reír y no pudo. Volvió a toser. Con un

suave ¡oh! se pasó una mano por el rostro y con la otra me tomó el brazo. - Te lo dije, cariño: también las heridas del corazón. No recuerdo si tiré el alfanje o si simplemente se me cayó de las manos. Raspé el

camisón de Marlene alrededor del lugar donde unos segundos antes un cuchillo le atravesaba el pecho. Allí no había nada. No había ninguna herida. Pero la sangre era cierta

- Pronto, cariño, necesito agua. Mucha agua. Cielos, estoy agotada. Yo no terminaba de creer que me estuviera hablando, y ella se sorprendía de estar

cansada. IV. Cuando Marlene apuraba su cuarto vaso de agua, y parecía algo más repuesta, me

dijo: - Perdona el susto, pero fue lo que se me ocurrió para que me creyeras. Creo que

además fue divertido –sonrió y volvió a beber. - No te imaginas cuánto. - De verdad, lo siento y también me alegro, porque ahora puedo hablarte y sé que me

creerás. Lo que había en el frasco... bueno, era saliva de perros tratados.

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Iba a protestar, pero no tenía sentido: alguien que había estado muerto ahora me estaba hablando.

- Mi tío eligió originalmente a los bóxers, porque tienen mucha saliva. Pero tuvo algunos problemas. Entonces pasó a los rottweilers. Ellos también tienen una cantidad, digamos, siempre disponible de saliva. Si se logra que la saliva del perro sea el vehículo de las... ¿cómo las llamaba mi tío?, creo que “proteínas reconstituyentes”, que por otro lado sólo actúan en humanos, pues entonces el perro se transforma en una farmacia ambulante muy a la mano.

Hice una pausa para elegir las palabras. - Escucha Marlene, lo que tú hiciste esta noche... ¿ya...? No pude continuar. - Sólo con animales. Pero si tú lo hubieras visto tampoco hubieras tenido temor de

morirte. Es muy cómodo tener el salvoconducto de regreso. ¿Me das más agua? Las heridas cicatrizan al tiempo que se hacen, pero parece que la sangre debe ser repuesta. Ahí está bien, gracias. ¿Hablaste de unos huevos revueltos?

- No exactamente... - No importa, los acepto igual. Me levanté pero antes de caminar hacia la puerta le pregunté: - Escucha, preciosa, ¿te repondrás? Se arrodilló sobre la cama y enroscó sus brazos alrededor de mi cuello. - ¿Quieres probarlo? Recién mucho tiempo después estuvieron preparados los huevos revueltos. V. La idea fue de Marlene, y debo conceder que era especialmente tenaz cuando se

proponía algo. Pocos meses después nos habíamos trasladado a New York, donde éramos el número más esperado del Gartson Brothers Circus. Como suena. Cerré mi estudio en París y me trasladé a América con Marlene. Marlene sólo fue estricta en exigir que viajáramos sin secretaria, y fue una condición que me pareció razonable. Y previsible. Por lo mismo, y pretextando tener que poner mis papeles en orden, me permití unos días con mi antigua empleada en la playa, a modo de despedida. Por otro lado, Marlene se ocupaba de maravillas de que yo no tuviera que extrañar.

Al poco tiempo de la firma de nuestro contrato con los hermanos Gartson, nos dimos cuenta que los estábamos haciendo ricos, con un dinero que podía ser para nosotros solos.

Y así, Asdrul, el Grande y su princesa Zafira, la Inmortal, tuvieron su local propio, una media manzana algo alejada de la zona céntrica, que primero arrendamos y poco después compramos. Los hermanos Gartson no podían creer que la gente prefiriera nuestro teatro montado a nuevo, a su pretenciosa carpa. Pero así fue. Debimos contratar una cantidad de números subsidiarios (¿adivinen a quién se los robamos?), y cada noche de función la última media hora estaba destinada a (por favor, redoble de tambores) “La Muerte de Zafira”. El estreno en nuestro teatro se dio aproximadamente para cuando empecé con ciertas molestias en el abdomen.

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Todos trataban de explicarse el truco, ya que si de algo no había dudas era de eso: se trataba de un truco…