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7/17/2019 La Peste Fresada v1 http://slidepdf.com/reader/full/la-peste-fresada-v1 1/128 16 y las piernas separados del cuerpo, en la actitud de un fantoche. El viejo venía apoyado en el brazo de un cura que el doctor reconoció. Era el padre Paneloux, un jesuita erudito y militante con quien había hablado algunas veces y que era muy estimado en la ciudad, incluso por los indiferentes en materia de religión. Los esperó. El viejo Michel tenía los ojos relucientes y la respiración sibilante. No se sentía bien y había querido tomar un poco de aire, pero vivos dolores en el cuello, en las axilas y en las ingles le habían obligado a pedir ayuda al padre Paneloux. -Me están saliendo bultos. He debido hacer algún esfuerzo. El doctor sacó el brazo por la ventanilla y paseó los dedos por la base del cuello que Michel le mostraba: se le estaba formando allí una especie de nudo de madera. -Acuéstese, tómese la temperatura; vendré a verle por la tarde. El portero se fue. Rieux preguntó al padre Paneloux qué pensaba él de este asunto de las ratas. -¡Oh! -dijo el padre-, debe de ser una epidemia -y sus ojos sonrieron detrás de las gafas redondas. Después del almuerzo Rieux estaba releyendo el telegrama del sanatorio que le anunciaba la llegada de su mujer cuando sonó el teléfono. Era un antiguo cliente, empleado del Ayuntamiento, que le llamaba. Había sufrido durante mucho tiempo de estrechez de la aorta y como era pobre, Rieux lo había atendido gratuitamente. -Sí -decía-, ya sé que se acuerda usted de mí, pero se trata de otro. Venga en seguida, le ha ocurrido algo grave a un vecino mío. Su voz era anhelante. Rieux pensó en el portero y decidió ir a verlo después. Minutos más tarde llegaba a la puerta de una casa pequeña de la calle Faidherbe, en un barrio extremo. En medio de la escalera fría y maloliente vio a Joseph Grand, el empleado, que salía a su encuentro. Era un hombre de unos cincuenta años, de bigote amarillo, alto y encorvado, La Peste  Albert Camus LA PROPIEDAD INTELECTUAL ES UN ROBO ¡RECUPERA, PIRATEA, DIFUNDE!

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y las piernas separados del cuerpo, en la actitud de un fantoche. El viejovenía apoyado en el brazo de un cura que el doctor reconoció. Era elpadre Paneloux, un jesuita erudito y militante con quien había habladoalgunas veces y que era muy estimado en la ciudad, incluso por los

indiferentes en materia de religión. Los esperó. El viejo Michel teníalos ojos relucientes y la respiración sibilante. No se sentía bien y habíaquerido tomar un poco de aire, pero vivos dolores en el cuello, en lasaxilas y en las ingles le habían obligado a pedir ayuda al padre Paneloux.

-Me están saliendo bultos. He debido hacer algún esfuerzo.

El doctor sacó el brazo por la ventanilla y paseó los dedos por la base del

cuello que Michel le mostraba: se le estaba formando allí una especie denudo de madera.

-Acuéstese, tómese la temperatura; vendré a verle por la tarde.

El portero se fue. Rieux preguntó al padre Paneloux qué pensaba él deeste asunto de las ratas.

-¡Oh! -dijo el padre-, debe de ser una epidemia -y sus ojos sonrierondetrás de las gafas redondas.

Después del almuerzo Rieux estaba releyendo el telegrama del sanatorioque le anunciaba la llegada de su mujer cuando sonó el teléfono. Eraun antiguo cliente, empleado del Ayuntamiento, que le llamaba. Habíasufrido durante mucho tiempo de estrechez de la aorta y como era

pobre, Rieux lo había atendido gratuitamente.

-Sí -decía-, ya sé que se acuerda usted de mí, pero se trata de otro. Vengaen seguida, le ha ocurrido algo grave a un vecino mío.

Su voz era anhelante. Rieux pensó en el portero y decidió ir a verlodespués. Minutos más tarde llegaba a la puerta de una casa pequeña de

la calle Faidherbe, en un barrio extremo. En medio de la escalera fría ymaloliente vio a Joseph Grand, el empleado, que salía a su encuentro. Eraun hombre de unos cincuenta años, de bigote amarillo, alto y encorvado,

La Peste

 Albert Camus

L A P R OP I ED A D I N TE L EC T UA L E S UN R O BO¡ R EC U PE R A, P I RA T EA , D I FU N DE !

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LA PESTEAlbert Camus

EDITORIAL MAL DE OJO

 Marzo 2014, Valparaíso

[email protected] / editorialmaldeojo.noblogs.org

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en los lugares más frecuentados de la ciudad. Ensuciaban la plaza dearmas, los bulevares, el paseo de Front-de-Mer. Limpiada de animalesmuertos al amanecer, la ciudad iba encontrándolos poco a poco cada vezmás numerosos durante el día. En las aceras había sucedido a más de un

paseante nocturno sentir bajo el pie la masa elástica de un cadáver aúnreciente. Se hubiera dicho que la tierra misma donde estaban plantadasnuestras casas se purgaba así de su carga de humores, que dejaba subir ala supericie los forúnculos y linfas que la minaban interiormente. Puedeimaginarse la estupefacción de nuestra pequeña ciudad, tan tranquilahasta entonces, y conmocionada en pocos días, como un hombre debuena salud cuya sangre empezase de pronto a revolverse.

Las cosas fueron tan lejos que la agencia Ransdoc (informes,investigaciones, documentación completa sobre cualquier asunto)anunció, en su emisión radiofónica de informaciones gratuitas, 6.231ratas recogidas y quemadas en el solo transcurso del día 25. Esta cifraque daba una idea justa del espectáculo cotidiano que la ciudad teníaante sus ojos, acrecentó la confusión. Hasta ese momento nadie se había

quejado más que como de un accidente un poco repugnante. Ahora ya sedaban cuenta de que este fenómeno, cuya amplitud no se podía precisar,cuyo origen no se podía descubrir, empezaba a ser amenazador. Sóloel viejo español asmático seguía frotándose las manos y repitiendo:“Salen, salen”, con una alegría senil.

El 28 de abril, Ransdoc anunció una cosecha de cerca de 8.000 ratas y la

ansiedad llegó a su colmo. Se pedían medidas radicales, se acusaba a lasautoridades, y algunas gentes que tenían casas junto al mar hablabande retirarse a ellas. Pero, al día siguiente la agencia anunció que elfenómeno había cesado bruscamente y que el servicio de desratizaciónno había recogido más que una cantidad insigniicante de ratas muertas.La ciudad respiró.

Sin embargo, ese día mismo, cuando el doctor Rieux paraba su automóvildelante de la casa, al mediodía, vio venir por el extremo de la calle alportero, que avanzaba penosamente, con la cabeza inclinada, los brazos

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Fue en ese momento más o menos cuando nuestros conciudadanosempezaron a inquietarse. Pues a partir del 18, las fábricas y los almacenesdesbordaban, en efecto, de centenares de cadáveres de ratas. En algunoscasos fue necesario ultimar a los animales cuya agonía era demasiado

larga. Pero desde los barrios extremos hasta el centro de la ciudad, portodos los sitios que el doctor Rieux acababa de atravesar, en todos loslugares donde se reunían nuestros conciudadanos, las ratas esperabanamontonadas en los basureros o alineadas en el arroyo. La prensa de latarde se ocupó del asunto desde ese día y preguntó si la municipalidadse proponía obrar o no, y qué medidas de urgencia había tomado paralibrar a su jurisdicción de esta invasión repugnante. La municipalidad

no se había propuesto nada ni había tomado ninguna medida, peroempezó por reunirse en consejo para deliberar. La orden fue dada alservicio de desratización de recoger todas las mañanas, al amanecer,las ratas muertas. Una vez terminada la recolección, dos coches delservicio tenían que llevar los bichos al departamento de incineraciónde la basura, para quemarlos.

Pero en los días que siguieron, la situación se agravó. El número de losroedores recogidos iba creciendo y la recolección era cada mañana másabundante. Al cuarto día, las ratas empezaron a salir para morir engrupos. Desde las cavidades del subsuelo, desde las bodegas, desde lasalcantarillas, subían en largas ilas titubeantes para venir a tambalearsea la luz, girar sobre sí mismas y morir junto a los seres humanos. Por

la noche, en los corredores y callejones se oían distintamente susgrititos de agonía. Por la mañana, en los suburbios, se las encontrabaextendidas en el mismo arroyo con una pequeña lor de sangre en elhocico puntiagudo; unas, hinchadas y putrefactas, otras rígidas, con losbigotes todavía enhiestos.

En la ciudad misma se las encontraba en pequeños montones en los

descansillos o en los patios. Venían también a morir aisladamente en lossalones administrativos, en los patios de las escuelas, en las terrazas delos cafés a veces. Nuestros conciudadanos, estupefactos, las descubrían

Tan razonable como representar

una prisión de cierto género por

otra diferente es representar algo

qué existe realmente por algo que

no existe.

DANIEL DE FOE.

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hubieran querido empujar para que se apresurase, que se encarnizabanverdaderamente en precipitar; ahora, que se encontraban ya cercade nuestra ciudad deseaban que fuese más lento, querían tenerlosuspendido, cuando ya el tren empezaba a frenar antes de la parada.El sentimiento, al mismo tiempo vago y agudo en ellos, de todos esosmeses de vida perdidos para su amor, les hacía exigir confusamente una

especie de compensación que consistiese en ver correr el tiempo de ladicha dos veces más lento que el de la espera. Y los que les esperabanen una casa o en un andén, como Rambert, cuya mujer, que en cuantohabía sido advertida de la posibilidad de entrada había hecho todo lo

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había sido advertida de la posibilidad de entrada, había hecho todo lonecesario para venir, estaban dominados por la misma impaciencia y lamisma confusión. Pues este amor o esta ternura que los meses de pestehabían reducido a la abstracción, Rambert temblaba de confrontarlos

con el ser de carne y hueso que los había sustentado.

Hubiera querido volver a ser aquel que al principio de la epidemiaintentaba correr de un solo impulso fuera de la ciudad, lanzándose alencuentro de la que amaba. Pero sabía que esto ya no era posible.

Había cambiado; la peste había puesto en él una distracción que

procuraba negar con todas sus fuerzas y que, sin embargo, prevalecíaen él como una angustia sorda. En cierto sentido, tenía la impresiónde que la peste había terminado demasiado brutalmente y le faltabapresencia de ánimo ante este hecho. La felicidad llegaba a toda marcha,el acontecimiento iba más de prisa que el deseo. Rambert sabía quetodo iba a serle devuelto de golpe y que la alegría es una quemadura

que no se saborea.Todos, más o menos conscientemente, estaban como él, y de todos estamoshablando. En aquel andén de la estación, donde iban a recomenzar susvidas personales, sentían su comodidad y cambiaban entre ellos miradasy sonrisas. Su sentimiento de exilio, en cuanto vieron el humo del tren,se extinguió bruscamente bajo la avalancha de una alegría confusa y

cegadora. Cuando el tren se detuvo, las interminables separaciones que

habían tenido su comienzo en aquella estación tuvieron allí mismo suin en el momento en que los brazos se enroscaban, con una avariciaexultante, sobre los cuerpos cuya forma viviente habían olvidado.

Rambert no tuvo tiempo de mirar esta forma que corría hacia él y quese arrojaba contra su pecho. Teniéndola entre sus brazos, apretandocontra él una cabeza de la que no veía más que los rizos familiares,

dejaba correr las lágrimas, sin saber si eran causadas por su felicidadpresente o por el dolor tanto tiempo reprimido, y seguro, al menos,de que ellas le impedirían comprobar si aquella cara escondida en su

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hombro era con la que tanto había soñado o acaso la de una extraña. Porel momento, quería obrar como todos los que alrededor de él parecíancreer que la peste puede llegar y marcharse sin que cambie el corazón

de los hombres.Apretados unos a otros, se fueron a sus casas, ciegos al resto de las cosas,triunfando en apariencia de la peste, olvidados de todas las miserias yde aquellos otros que, venidos en el mismo tren, no habían encontradoa nadie esperándolos, y se disponían a recibir la conirmación del temorque un largo silencio había hecho nacer en sus corazones. Para estos

últimos, que ahora no tenían por compañía más que su dolor reciente,para todos los que se entregaban en ese momento al recuerdo de un serdesaparecido, las cosas eran muy de otro modo y el sentimiento de laseparación alcanzaba su cúspide. Para ésos, madres, esposos, amantesque habían perdido toda dicha con el ser ahora confundido en una fosaanónima o deshecho en un montón de ceniza, para ésos continuaba porsiempre la peste.

Pero, ¿quién pensaba en esas soledades? Al mediodía, el sol, triunfandode las ráfagas frías que pugnaban en el aire desde la mañana, vertíasobre la ciudad las ondas ininterrumpidas de una luz inmóvil. El díaestaba en suspenso. Los cañones de los fuertes, en lo alto de las colinas,tronaban sin interrupción contra el cielo ijo. Toda la ciudad se echó a la

calle para festejar ese minuto en el que el tiempo del sufrimiento tenía

in y el del olvido no había empezado.

Se bailaba en todas las plazas. De la noche a la mañana el tránsito habíaaumentado considerablemente y los automóviles, multiplicados depronto, circulaban por las calles invadidas. Todas las campanas de laciudad, echadas a vuelo, sonaron durante la tarde, llenando con susvibraciones un cielo azul y dorado. En las iglesias había oicios en acción

de gracias. Y al mismo tiempo, todos los lugares de placer estaban llenoshasta reventar, y los cafés, sin preocuparse del porvenir, distribuíanel último alcohol. Ante sus mostradores se estrujaba una multitud de

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gentes, todas igualmente excitadas, y entre ellas numerosas parejasenlazadas que no temían ofrecerse en espectáculo. Todos gritaban oreían. Las provisiones de vida que habían hecho durante esos meses

en que cada uno había tenido su alma en vela, las gastaban en este díaque era como el día de su supervivencia. Al día siguiente empezaría lavida tal como es, con sus preocupaciones. Por el momento, las gentes deorígenes más diversos se codeaban y fraternizaban.

La igualdad que la presencia de la muerte no había realizado de hecho,la alegría de la liberación la establecía, al menos por unas horas.

Pero esta exuberancia supericial no era todo y los que llenaban lascalles al inal de la tarde, marchando al lado de Rambert, disfrazabana veces bajo una actitud plácida dichas más delicadas. Eran muchas lasparejas y las familias que sólo tenían el aspecto de pacíicos paseantes.En realidad, la mayor parte efectuaron peregrinaciones sentimentales alos sitios donde habían sufrido. Querían enseñar a los recién llegados las

señales ostensibles o escondidas de la peste, los vestigios de su historia.Algunos se contentaban con jugar a lo guías, representar el papel delque ha visto muchas cosas, del contemporáneo de la peste, hablandodel peligro sin evocar el miedo. Estos placeres eran inofensivos. Peroen otros casos eran itinerarios más fervientes, en los que un amanteabandonado a la dulce angustia del recuerdo podía decir: “En tal época,estuve en este sitio deseándote y tú no estabas aquí.” Se podía reconocer

a estos turistas de la pasión: formaban como islotes de cuchicheos y

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