juan antonio vallejo nagera - vallejo y yo

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Juan Antonio Vallejo-Nágera V V a a l l l l e e j j o o y y y y o o A ese «otro yo» que todos llevamos dentro y con el que, de vez en cuando, conviene dialogar

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Juan Antonio Vallejo-Nágera

VVaalllleejjoo yy yyoo

A ese «otro yo»

que todos llevamos dentro

y con el que, de vez en cuando, conviene dialogar

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INTRODUCCIÓN

Durante un año, de febrero de 1988 a febrero de 1989, publiqué un artículo semanal en

Blanco y Negro, suplemento dominical de ABC. Su director, Luis María Ansón, fue encargó

inicialmente temas relacionados con mi especialidad de médico psiquiatra, aplicada a

problemas de la vida contemporánea.

Por la índole de la publicación no convenía dar a mis artículos un tono didáctico ni

excesivamente solemne, precisaba proporcionar la información técnica envuelta en

amenidad, para hacerla más digerible. Mi página se convirtió en una de las más leídas de la

revista, y su director me dijo que a los lectores les interesaba tanto el componente

profesional de mis artículos como las anécdotas que intercalaba. «Por tanto -me dijo-,

escribe desde ahora sobre lo que creas conveniente, con total libertad.»

Los seres humanos somos por naturaleza muy egocéntricos, y si nos dan libertad de tema

tendemos a centrar la atención en nosotros mismos -si nos descuidamos ocurre aunque no

nos den libertad de elección

Soy humano, y paulatinamente mis artículos adquirieron una notable resonancia

autobiográfica. La mayoría de las personas tiene una especie de doble personalidad: la

profesional y «oficial», y otra forma de manifestarse en la intimidad.

Al repasar los artículos he visto claramente diferenciadas estas dos facetas; como si se

tratase de dos personas que dialogan, y en ocasiones se llevan la contraria. Por eso he puesto

a la recopilación el título: «Vallejo y yo.» Lo que no siempre queda muy claro es en qué

momento soy Vallejo, y cuándo aparece el «otro yo». Dejo el dictamen al lector, y para

facilitarlo he incluido algunos escritos que aparecieron en otras publicaciones, y no he

mantenido el orden cronológico.

Mi página de Blanco y Negro despertó notable atención. Recibí copiosa correspondencia

de personas a las que no conocía y querían darme su opinión, en general favorable, o

proporcionar datos. Muchos afirmaban coleccionar los artículos: «Los tengo todos

guardados en una carpeta.» Otros me pedían que les enviase una xerocopia de alguno que les

faltaba, lo que al repetirse en exceso comenzó a resultar un latazo.

Mi editor habitual, Planeta, opinó que debe de haber tantas personas que desean

conservar la colección completa, o leer alguno que se les escapó, que justifican una edición

en forma de libro. Espero que no se equivoque.

JUAN ANTONIO VALLEJO-NÁGERA

Madrid, febrero de 1989.

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LA SUBLIMIDAD DE UN HUMILDE REGALO

El domicilio de algunos médicos parece almacén de una sucursal secundaria del museo

de horrores, porque guardan y colocan todos los regalos que reciben a lo largo de su vida

profesional. Los «regalos de médico» tradicionales eran: el pavo en diciembre, un jamón,

queso de oveja, miel... En casos excepcionales una cesta de Navidad, con esos licores

rarísimos que no logran vender en las tiendas y una piña tropical.

Era un placer recibir el testimonio de gratitud y afecto en forma digerible. Todo marchó

por sendero de rosas hasta que cambió la moda y comenzaron a enviamos «regalos

artísticos». Estatuillas ecuestres de don Quijote y Sancho Panza en plomo pintado con

purpurina con la pretensión de imitar bronce, sobre un pedestal de mármol veteado color

caramelo. Don Quijote y Sancho desmontados. Don Quijote. Busto de don Quijote. La maja

desnuda de Goya en porcelana, con la carne color rosa cerdito, bizca y un poco bigotuda,

pero con los más nobles atributos de la feminidad desarrolladísimos. Una bailarina de

porcelana. Otra bailarina de porcelana. Dos caballos a galope tendido con las crines al

viento, los ollares dilatados y ojos saltones, de porcelana. Un médico larguirucho, con su

bata y el fonendoscopio colgando del cuello y ese espejo circular que se colocan los otorri-

nolaringólogos en la frente, de porcelana, convertido en pie de lámpara...

En mi habitación de soltero caminé los últimos años de puntillas, para no romper ninguna

«obra de arte». Al regreso del viaje de novios mi mujer frunció el ceño y amenazó: « ¡O las

porcelanas, o yo!» La elección acertada me ha permitido vivir un matrimonio feliz, y cierta

libertad de movimientos en la casa.

Agradecí con toda el alma cada uno de los obsequios que recibí asociados con el

ejercicio profesional. Hasta los más disparatados; llegaron envueltos en cariño y gratitud,

exactamente igual que los que acertaron en el centro de la diana.

Hoy quiero recordar un regalo, de esos que cascabelean en el corazón durante muchos

años, y que no pude aceptar.

-Doctor -susurró la enfermera-, está un señor que no tiene hora, pero dice que no es para

consulta, y que le ocupará sólo un momento.

Entró un hombre de edad con aspecto aún vigoroso; rostro tostado y ademanes enérgicos

en contraste con una evidente timidez.

-Usted no me conoce, soy el marido de su enferma «Nn». La ha curado hace un año, y

además nos cobró mucho menos de lo que sé que son sus honorarios.

La enfermera había entrado con el visitante la historia clínica de la paciente y, mientras

escuchaba, con un vistazo de reojo a los datos de filiación recordé el motivo de la última

frase: era la esposa de un guardia civil y, en su momento, comprendí que no podría atender

sin quebranto mi tarifa habitual.

-Hoy vengo a dar las gracias, y a intentar pagarle de algún modo mi deuda.

Quise protestar, pero no me dejó intervenir.

-Se preguntará por qué he tardado tanto. La razón es que no quería llegar con las manos

vacías; me jubilé la semana pasada y hasta ese momento no podía ofrecer lo que hoy le

traigo. He sido instructor en la escuela de perros policía de la Guardia Civil. Si usted lo

acepta yo le educo un pastor alemán. La inteligencia del perro es hereditaria, no le

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recomiendo los que tienen los criadores para ganar trofeos de belleza en las exposiciones

caninas. Conozco las cepas más aptas para la enseñanza. Estamos tan mal de dinero que no

le puedo regalar el cachorro, pero le diré cuál es el mejor que hay en Madrid. Si se lo queda,

cuando cumpla siete meses yo vendré a diario a entrenarle, los meses que haga falta, hasta el

adiestramiento completo.

No salía de mi pasmo. Ocurrió hace muchos años, no existían los entrenadores caninos

civiles que hoy abundan. Me ofrecían algo que no se hubiese podido comprar con dinero.

Nunca había tenido perro. Un primo murió de quiste hidatídico cuando éramos niños, y mis

padres quedaron inhibidos por ese temor. En mi ignorancia «perruna» pregunté qué órdenes

era capaz de obedecer el perro.

-Aprenderá a guardar la casa, a caminar a su lado sin separarse de la rodilla izquierda ni

tirar de la correa, parar cuando usted lo haga, esperar sin moverse del sitio, por ejemplo a la

puerta de una tienda, acudir instantáneamente a la llamada y las demás órdenes comunes. Al

suyo voy a intentar enseñarle dos cosas que no forman parte de la educación habitual: a dejar

de ladrar ante una señal y a ladrar como respuesta del chasquido casi inaudible de una uña

contra otra.

-¿Para qué sirve?

-Para más de lo que imagina. Suponga que pasea una noche con el animal y se acercan

dos individuos sospechosos. Tranquilamente roza una uña contra otra y en cada ocasión el

perro lanzará un ladrido amedrentador mirando a los intrusos. Es poco probable que se

aproximen. También puede usarlo para divertirse con los amigos. Les afirma que el perro

sabe sumar y restar hasta ocho, y les indica que digan las cifras despacio mirando al perro a

los ojos; usted da los golpes convenientes con la uña y el perro ladra el resultado sin

equivocarse. Ya le encontrará otros usos.

No creo que a nadie le extrañe la ilusión con que escuché la oferta. No pude aceptarla. Mi

mujer me vio tan ilusionado que, por si acaso, no se atrevió a un ultimátum como el de las

porcelanas; pero se mantuvo firme. Compartía el temor que tuvieron mis padres: «... los

niños...»

Los «niños» crecieron y tengo perro. Han transcurrido decenios. Cada vez que veo un

pastor alemán que obedece una orden de su dueño... desde el fondo del corazón me sale un «

¡gracias!», que mi generoso amigo no puede escuchar.

(Blanco y Negro, noviembre de 1988.)

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A DESTIEMPO

Los regalos humildes agradan y emocionan, los obsequios opulentos pueden complicar la

vida, tal como me ocurrió con la vaca.

-¿Qué vaca?

-Con la vaca; en mi vida sólo ha habido una vaca. Bueno, dos, pero la primera únicamente

de lejos.

A los asturianos nos gustan las vacas, les vaques, y aquella ternera me enamoró a primer

golpe de vista. Ocurrió en Avilés y tenía yo cinco años. En días de llovizna los veraneos

ofrecían pocos recursos, y fuimos a la feria de ganado. Presencié, sin compartirla, la

admiración colectiva por una vaca de ubres gigantescas que daba más litros de leche que

ninguna, y de repente apareció «ella».

Un campesino vestido en traje regional y acompañado de un gaitero paseaba una ternera

rubia, de ojos inmensos y dulces ribeteados de negro, adornada con un ancho collar de cuero

repujado, con dibujos realizados con remaches dorados. Del collar pendían cascabeles y

cintas multicolores. La miré, me miró y... el flechazo.

La niñera, que me mimaba descaradamente, me compró una papeleta para la rifa de la

vaca. Un papelito de color rojo en el que se centraron todas mis esperanzas, y que manoseaba

constantemente dentro del bolsillo del pantalón, con riesgo de hacer irreconocible el número.

-Felisa, ¿tocaráme la ternerina?

-Tocaráte. niñín, tocaráte, pero meyor pídeselo a la Virgen.

De rodillas recé aquella noche, con toda el alma. Tuvieron que meterme a la fuerza en la

cama, y en ella seguí en oración.

Pocas veces habrá recibido Nuestra Señora una petición tan descabellada. Veraneaba en

Salinas, segundo piso de una sencilla pensión, Fonda Lola; no sé qué diantre hubiese podido

hacer con la vaca, no creo que le permitiesen dormir en mi cama.

Mi madre confiaba en que la rifa fuese un timo o que, lógicamente, la única papeleta que

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poseía no acertase el número ganador. No se había fijado en mi forma de rezar.

A los pocos días en el periódico local publicaron el número premiado: el mío. Habían

lavado el pantalón con la papeleta aún en el bolsillo, y no reapareció. El tipo de Avilés, que

ya no vestía traje regional ni tenía buenos modales, permaneció inamovible pese al

testimonio de varios huéspedes de la pensión que nos acompañaron: sin la papeleta no hay

vaca. No la hubo, y cuentan que mis lamentos se escuchaban desde la plaza del pueblo.

Muchos años después, en una entrevista radiofónica relaté esta anécdota infantil. Por la

tarde en la consulta recibí los últimos pacientes antes de marchar de veraneo. Entre ellos di

de alta a un potentado venezolano simpático, ostentoso y extravagante, al que tras rodar sin

éxito por muchos consultorios había logrado aliviar. Se despidió con una frase que escrita

parece amanazadora: «Usted se acordará de mí», pero la dijo en tono afable y con una

sonrisa.

Una semana después me despertaron de la siesta:

-Perdona, hay unos hombres con un camión y dicen que tienes que firmar el recibo.

- ¿Qué traen?

-Me han dado esta tarjeta.

Era del venezolano y el texto me espabiló por completo: «Otros lo dicen con flores, ¡yo

lo digo con vacas! Le escuché en la radio. Me ha costado encontrar una así. Ahí la tiene, con

collar repujado y cintas de colores, como la que le quitaron de niño.»

Mi mujer no llegó a tiempo para impedir que la bajasen del camión, y yo tuve un

espejismo del viejo flechazo. Rubia, los mismos ojos largos de mirada de terciopelo.

-Pero ¿me quieres explicar qué vamos a hacer con esta vaca?

-No es una vaca, es una ternerina, se puede quedar en el jardín.

-Lo va a destrozar, y ¿luego, qué?

-No sé, ya veremos.

Lo vimos en seguida. A la media hora había comido o pisoteado todas las flores, y dejado

numerosos residuos. El jardín era pequeño, las plastas grandes. Resultaba difícil dar dos

pasos sin pisarlas. Comencé a notar que, en el fondo, no se parecía tanto a «ella».

Sólo el dueño de una perra que ha tenido diez, cachorros puede imaginar lo difícil que es

desprenderse de una vaca, en una zona en la que no hay ganadería. Siempre aparece un

entrometido.

-Oye, el carnicero dice que puede estar interesado.

-Pero ¡qué barbaridad!

-Bueno, tampoco te pongas así. Como dices que tienes tanta prisa en que se marche, y

nadie la quiere...

-No, eso no, ni hablar.

Al fin logré colocarla en la finca de un amigo. Allí envejece tranquila, sin el espectro

amenazador de un matarife.

(Blanco y Negro, noviembre de 1988.)

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REGALOS ARMÓNICOS

Desde días antes no había una entrada para el Real. Los periódicos comentaban que los

melómanos hicieron cola desde las seis de la mañana en espera de la hora de abrir las

taquillas.

Era el concierto extraordinario, fuera de abono, de una de las grandes orquestas

mundiales con su director. Tuve suerte, el embajador del país de la orquesta me invitó a su

palco. Ya digo que tuve buena fortuna, pero ella no lo sabía.

Los anfitriones me habían citado a la puerta del teatro. Con los atascos de tráfico es muy

difícil calcular, por lo que llegué con mucha anticipación, igual que cientos de personas que

formaban grupos a la entrada. No encontré ningún amigo, por lo que decidí entretener la

espera en la calle inmediata, ante los escaparates iluminados del «Real Musical» repletos de

instrumentos.

Nos hemos acostumbrado a considerarlos fuente de estímulos sonoros, no visuales, pero

la mayoría de los instrumentos musicales tienen una belleza intrínseca de tal fuerza y

armonía en sus líneas y texturas que, si fuesen únicos, los colocarían en los museos entre las

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esculturas. Me agrada contemplarlos en un escaparate, bañados por la luz en contraste con la

calle semioscura.

Entre los que acudían presurosos y los que esperaban en corrillos, maniobraban algunos

revendedores. Desde hacía un rato noté con el rabillo del ojo que una mujer me observaba, y

parecía haber iniciado algún intento de aproximación. En la pausa entre un escaparate y otro

realizó el abordaje.

-¿Tiene usted entrada?, ¿quiere una, doctor?

La última palabra me resultó ingrata en tal circunstancia. Siento antipatía por los

revendedores de cualquier especie, que abusan de la necesidad o del capricho para elevar

injustificadamente los precios. Pocos días antes dejé unas monedas en la gorra de un

mendigo en la escalera de un aparcamiento, y soltó un «gracias, doctor» que también me

había dejado perplejo e incómodo.

-Gracias, ya tengo entrada.

Contesté un tanto secamente para dar por terminado el diálogo, pero la mujer parecía

insistente; no se marchó aunque se la notaba titubear. La pausa me indujo a observarla y

cambié de opinión. Era una mujer en la treintena, bien arreglada con ese modesto lujo de las

personas sencillas cuando se engalanan para acudir a un concierto. Mi interpretación inicial

era errónea, no tenía el menor aspecto de revendedora, y eso acentuaba la incógnita del

ofrecimiento de una entrada. Al fin se decidió.

-No me conoce, pero yo a usted sí. Hace tres años curó a mi madre y se lo agradezco en el

alma. Hoy le he visto marcharse de la puerta del teatro y pensé que no tenía entrada. Me dije,

el doctor Vallejo-Nágera no se queda sin el concierto si puedo evitarlo, y venía a ofrecerle la

mía. Es de una localidad barata, de paraíso, desde la que no se ve la orquesta, pero por lo

menos la puede oír, he hecho cola dos días para conseguirla, ése es su único mérito.

No me bloqueo con facilidad, pero entre la emoción y la sorpresa temo no haber

expresado suficientemente mi gratitud. Pocas veces me han hecho un ofrecimiento tan

generoso. Sólo un melómano capaz de hacer cola dos días desde las seis de la mañana para

lograr asistir a un concierto puede intuir la magnitud del sacrificio y, por tanto, de la

importancia del regalo. La curación de su madre era mi deber, no un mérito; ella en su

largueza fue mucho más allá.

El concierto resultó una maravilla, pero estuve a ratos distraído. Sobre los instrumentos

de la orquesta se superponía otra melodía, la interpretada por un corazón generoso. Es una

paradoja que la mayoría de los mejores regalos que me han ofrecido no los pudiese aceptar y,

sin embargo, hayan enriquecido mi vida. Otros los acepto de mil amores. Acudí a un conven-

to de clausura para atender a una monja delirante. Meses después recibí una carta de la

superiora: la enferma seguía bien, y toda la comunidad rezaba a diario por mí. Hay uno, el

más generoso e inmotivado de todos, que tendría que rechazar si fuese posible. Entre los

cientos de cartas recibidas con ocasión de ganar el Premio Planeta llegó una sin remite. El

contenido aún me asombra. Explicaba la autora que era una maestra jubilada sin parientes

inmediatos y que su vida ya no cumplía ninguna función útil. «No le conozco

personalmente, pero he leído cosas suyas y le he escuchado en televisión. Usted sí que puede

hacer el bien a muchas personas. He ofrecido a Dios mi vida, a cambio de prolongar la suya.

Disculpe que no le dé ni mi nombre ni mi dirección.»

Ignoro si aún vive, pero en estos años al menos una vez sentí a la muerte blandir su guadaña

sobre mi cuello, y falló por milímetros. ¿Se lo debo a la maestra jubilada?

En varias ocasiones me han preguntado: « ¿Cómo soportas una profesión tan dura, y tan

triste, en la que os ocupáis sólo del sufrimiento ajeno, y con frecuencia no lo podéis

solucionar?» Hay muchas profesiones difíciles e incluso amargas, mucho más que la

nuestra; no conozco en cambio ninguna que brinde compensaciones equivalentes a las que

acabo de narrar.

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(Blanco y Negro, noviembre de 1988.)

UN ALMUERZO BIEN APROVECHADO

Ignoraba que mis buenos amigos los Castilleja de Guzmán estuviesen en la ciudad, y al

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reconocerlos al otro lado de la plaza de la catedral en Florencia tuve una reacción de alegría,

pero no pude adivinar que aquella grata sorpresa fuese a tener tanta influencia en mi futuro, y

en el de mis lectores.

Tras el intercambio de saludos y de júbilo me preguntó Cordelia:

-¿Te has comprometido para algo inaplazable mañana al mediodía?

Ante mi negativa ordenó:

-Pues tienes que venir a almorzar a casa de tía Sofía Serristori, que nos ha invitado, te van

a entusiasmar ella, que es la persona más interesante de la ciudad, su palacio y la biblioteca.

Ocurrió hace unos quince años y llevaba muchos de íntima amistad con Cordelia, que

nunca me había hecho una propuesta desafortunada, pero pregunté un tanto perplejo:

-¿No te importa decirme quién es «tía Sofía Serristori»?

-Estoy casi segura de que la conociste en casa de mi madre en París, es la princesa

Bossi-Pucci, cuñada del modisto Pucci; pero se ha separado de su marido y vuelve a usar su

título de marquesa Serristori; es la última descendiente directa de Maquiavelo, y vive en el

palazzo Serristori, ese caserón pintado de amarillo que está a la izquierda del Ponte-Vecchio.

Es una anciana simpatiquísima, erudita, con una curiosidad inagotable. Conozco tus gustos y

te va a fascinar.

-No me cabe duda, Cordelia, pero ¿crees que a «tía Sofía» no la va a aburrir que lleves a

su almuerzo a un psiquiatra extranjero que está de paso por Florencia?

-La conozco también a ella, y un psiquiatra tan raro como tú que encuaderna y pinta le va

a interesar, estoy segura de que congeniaréis, la llamaré ahora mismo para proponérselo.

Por suerte la marquesa aceptó y se cumplieron los pronósticos de mi amiga, pocas veces

he sintonizado tan rápida y profundamente como con aquella anciana sutil y luminosa.

El comienzo fue difícil, porque me puso de mal humor el inesperado texto de una gran

placa que hay al lado de la puerta de entrada en el palacio Serristori: «Aquí murió José

Bonaparte rey de España.» Yo compartía la mala opinión que casi todos mis compatriotas

tenían de Pepe Botella. En cuanto tomé confianza con la anfitriona se lo hice saber:

-El final de la inscripción me duele como español. Bonaparte no figura en la lista de

nuestros reyes, era un invasor y un usurpador.

-No comprendo por qué le odian tanto ustedes.

-No hizo más que daño en nuestra patria.

-Se esforzó todo lo posible en evitarles daños. Tengo en nuestro archivo cartas de

Napoleón en las que insulta a su hermano José por defender «excesivamente» a España; en

una de ellas le dice: «Os habéis convertido en más español que los españoles.»

Fue para mí una revelación. Como la mayoría de los españoles, no tenía la menor idea de

qué había sido de Pepe Botella después de ser expulsado de nuestra patria. Me explicó la

marquesa que vivió veinte años en los Estados Unidos, hasta que anciano y enfermo obtuvo

licencia para establecerse en Inglaterra, y después para acudir a Italia a reunirse con su

esposa Julia, que tenía alquilado el palacio Serristori. Julia nunca pisó España, durante los

cinco años de la guerra de la Independencia apenas se vieron y en los veinte años siguientes

le escribió con frecuencia, cortesía y afabilidad, pero nunca la invitó a reunirse con él.

Acudió a morir al lado de su esposa, en aquel caserón.

De esos datos arranca mi curiosidad por José Bonaparte. Encontré en un librero anticuario

una de sus biografías, instintivamente busqué libros y documentos sobre «el rey José», como

le llaman los franceses, y comprobé que la visión de Sofía Serristori se acercaba a la realidad

mucho más que la mía. La curiosidad inicial se convirtió en interés apasionado y, al cabo de

los años, me encontré con tanta documentación sobre Pepe Botella que no resistí la tentación

de escribir una autobiografía imaginaria de ese personaje.

Sin ese almuerzo, fruto del encuentro casual en Florencia con unos buenos amigos

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madrileños, nunca habría escrito Yo, el rey ni ganado el Premio Planeta. ¿Se puede pedir

más de un almuerzo? Aquel día debían conjugarse en el firmamento todas las estrellas que

me son favorables, pues abandonado el tema Bonaparte nuestra anfitriona se lanzó de lleno a

su tema favorito: su antepasado Maquiavelo, por el que sentía verdadera pasión. Reunió una

biblioteca impresionante sobre Maquiavelo, restauró la pequeña heredad en la que el escritor

pasó los catorce años de exilio, puso en cultivo los antiguos viñedos y lanzó al mercado un

vino Maquiavelo, abrió un restaurante en la posada...

Dicen que las fincas son manifiestamente mejorables, hasta la ruina total del propietario.

Con los antepasados ilustres ocurre lo mismo.

Aun personas tan cultivadas como la noble anciana florentina suelen tener ideas muy

curiosas sobre los psiquiatras, y la marquesa insistió en que yo realizase un análisis

caligráfico de algunas de las cartas de su antepasado que se conservaban en el archivo del

palacio. No sé gran cosa de caligrafía, pero para no decepcionarla hice algunos pinitos

interpretativos y quedé fascinado con el contenido de alguna de las cartas. Me entregó una

fotocopia de las que más me interesaron, y de su análisis surgió otro manantial de curiosidad

que me llevó a dedicar un capítulo de mi libro Locos egregios a Maquiavelo.

Supongo que ni un solo lector dudará de que tuve mucha suerte con ese almuerzo. Es

cierto, pero todo se paga en esta vida, y mi «efecto secundario negativo» consiste en que,

desde entonces, cada vez que me invitan a almorzar y sólo me dan comida... me siento

profundamente defraudado.

(Blanco y Negro, octubre de 1988.)

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CONVERSACIÓN DURANTE LA CENA

«No comprendo por qué usted, que tiene tantas actividades interesantes, pierde parte de su

tiempo en hacer vida social.» Lo curioso de este comentario, con tono de fatua reprimenda,

es que me lo suelen hacer personas que no he intentado conocer y que deseo no ver de nuevo,

en paréntesis de mi escasa vida social que resultan menos afortunados precisamente por

malgastarlos con ellos. De la vida social opino lo mismo que de la sociedad de consumo:

«Depende de lo que usted consuma, señor mío.»

Si la «vida social)) consiste en disfrutar de la compañía de los amigos, se me ocurren

pocas ocupaciones mejores para los ratos libres. Si se trata de la relación social

convencional, en la que se elige entre quedarse en casa o acudir pero no se escoge a los

demás asistentes, todo consiste en echar un vistazo al panorama y navegar con habilidad. Es

una tarea de rápida selección de oportunidades. También de suerte, lo reconozco.

Uno de estos empujoncitos de la suerte me benefició en una cena en la embajada

americana, en 1977, cuando yo estaba atascado en la elaboración de mi libro Mishima o el

placer de morir, pues me faltaban una serie de datos sobre las costumbres japonesas y sobre

el protagonista. En las cenas sentadas de las embajadas, que duran tanto, se mira con

aprensión la tablilla que ponen a la entrada con el plano de la mesa, los nombres y situación

de los comensales. ¿Entre quiénes me han colocado esta vez?, ahí sí que no se puede navegar

ni elegir; conversación obligada a las dos señoras, con una durante cada plato,

alternativamente según manda el protocolo. Campanilleó aquella noche una grata

premonición al ver junto a mi nombre: «Excma. Sra. de Keigawa.» Era la esposa del

embajador de Japón, a la que no conocía y que tenía fama de guapa, inteligente, cultivada y

amable. No es una combinación frecuente, y menos aún que nos caiga en la silla de al lado.

La embajadora encajaba en tan envidiable fama. Temo que abusé de su amabilidad; para

aprovechar la inteligencia y espíritu refinado, hice una pregunta tras otra.

-En Japón, país en el que la sobriedad es virtud esencial, pues su pueblo ha sufrido

escasez de alimentos, ¿qué es lo que manda la buena educación nipona, que el plato quede

limpio o deliberadamente dejar algunos restos de comida, para mostrar el desdén por las

privaciones?

Sonrió maliciosamente, y tras una mirada de reojo:

-Veo por su plato que aplica nuestra norma: no debe quedar en la taza ni un grano de

arroz, ¿es que también pasó hambre en su infancia durante la guerra civil, o es costumbre

nacional... quizá?

-No lo considero hábito nacional, embajadora, es norma en algunas familias y también

en la mía. Por cierto, tras una pausa al final de su frase ha añadido «quizá»; veo en las

traducciones de sus compatriotas que es muy frecuente, ¿por qué?

-Para un japonés hay dos situaciones dramáticas, el deshonor y el ridículo. Los antiguos

miembros de la corte se suicidaban en cualquiera de las dos circunstancias. El deshonor

depende de la otra persona, pero a su ridículo podemos contribuir y lo evitamos a toda costa,

por eso tras una afirmación en que se lleva la contraria y que resulta demasiado tajante

siempre añadimos «quizá», así queda una salida airosa para el otro.

-Los occidentales no tomamos esa precaución, tendemos a sentar cátedra, sobre todo en

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los temas de los que no tenemos la menor idea.

-En mis lecciones de español he notado que apenas tienen sinónimos de quizá, solamente

acaso y tal vez, y nunca lo añaden al final de la frase como nosotros, alguna vez lo

anteponen como una concesión amable, casi perdonavidas.

-Es para encubrir nuestra inseguridad, aún más frágil que la japonesa...quizá.

-Bravo, así es como se emplea -rió la embajadora.

La risa es la mejor herramienta para romper el hielo, y ya me atreví a hacer preguntas

directas sobre Mishima:

-¿Lo conoció personalmente, por casualidad?

-No por casualidad, fui compañera de colegio de su mujer y conservamos el afecto.

Dentro de un mes vamos de vacaciones de Navidad a Japón y pienso verla; por mi ausencia

no la he visitado desde su viudedad.

Expliqué que trabajaba en un ensayo biográfico sobre el escritor japonés, cuya vida y

obra quería dar a conocer a mis compatriotas (entonces casi nadie en España había oído

hablar de Mishima), y que la viuda no había contestado a mis cartas en las que pedía

fotografías y datos. Me proporcionó la embajadora muchas noticias inéditas sobre el escritor,

y se ofreció a interceder ante Yoko Hiraoka, la viuda de Mishima, para que me enviase el

material solicitado. Cumplió la promesa, convenció a su amiga venciendo en mi favor la

desconfianza que tiene ante todos los intentos biográficos sobre su marido hechos por un

occidental, y regresó de las vacaciones cargada de fotos y documentos. Sin esta ayuda mi

libro sobre Mishima hubiese tenido importantes lagunas.

Ya lo dije; de la vida social opino lo mismo que de la sociedad de consumo: depende de lo

que se consuma; todo consiste en echar un vistazo y navegar con habilidad...

-Menos faroles, dijiste que fue un empujoncito de la suerte.

-Sí, hombre, sí, tienes razón, reconozco que influyó la suerte, pero debías haber añadido

al final: «... quizá.»

-Te ayudó la suerte... quizá. Acepto que la conversación resultó interesante.

-Pues ya verás la que tuve con su marido; te la contaré otro día.

(Blanco y Negro, julio de 1988.)

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UN BUEN HUMOR CONTAGIOSO

Al conocer historias de los kamikazes, nos hemos preguntado más de una vez qué sentirían

aquellos muchachos al iniciar su vuelo final. Todo kamikaze muere al culminar su heroico

suicidio contra el blanco enemigo; así desconocemos sus reacciones.

En la sobremesa de la cena en la embajada de los Estados Unidos, mi vecina de mesa me

presentó a su esposo, en aquel momento embajador de Japón en España. El señor Keigawa

ya me había llamado la atención desde lejos durante la comida por la mímica expresiva y la

vivacidad de los gestos (todo lo que ahora en el mundillo teatral llaman expresión corporal),

poco habituales en la vida social de los japoneses de su rango.

En la conversación confirmó el carácter cordial, abierto, distante de la típica reserva

nipona. Era un interlocutor ágil, chispeante, con acusado sentido del humor y una risa

contagiosa. Congeniamos rápidamente y al cabo de un rato de charla divertida le pedí

disculpas por hacerle una pregunta personal, y expresé mi curiosidad por su excepcional

capacidad de irradiación afectiva en el plano del buen humor.

-Es muy sencillo de comprender -explicó-. Si usted tiene una larga espera en la antesala

del dentista, se aburre y quizá se enfade; pero si en vez de fusilarle le canjean la pena de

muerte por ese rato incómodo, o por una cola interminable ante la ventanilla de un mi-

nisterio, imagino que se pondría contentísimo. Eso es lo que me pasa a mí. Yo tenía que estar

muerto hace treinta años, y en último instante me canjearon la pena de muerte por la suerte

de vivir, los ratos buenos y malos que depara el destino. Por tanto aun los sinsabores me

parecen un regalo; me digo a mí mismo, «es mucho mejor que estar muerto», y al instante

me noto del buen talante que usted ha percibido.

Me pareció demasiado fuerte para el primer día preguntarle por la sentencia funesta; por

suerte, la expuso por iniciativa propia.

-Igual que mis restantes compañeros de clase con buen expediente en la universidad,

recibí una carta en la que me felicitaban por ofrecerme el alto honor de sacrificar mi vida por

el emperador como piloto kamikaze. En teoría era un honor voluntario, pero aceptamos

todos aunque en el reconocimiento médico eliminaron a dos por no tener buena salud, fíjese

qué disparate, ¿qué importaría la buena salud si teníamos que morir en un par de meses?; los

burócratas son así. Tras unas semanas de entrenamiento intensivo me destinaron a un portaa-

viones. La mayoría de mis amigos -siguió el embajador como ensimismado-, venían en el

mismo barco. Era el final de la guerra y todo se hacía a la desesperada y apresuradamente.

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Antes tenían la delicadeza de repartir a los miembros de grupos de la misma procedencia en

diferentes destinos, así no sufrían la amargura de ver partir cotidianamente hacia su último

vuelo a los íntimos amigos. En nuestro barco salían a diario cuatro, no comprendo las

razones de esta dosificación, nadie nos las explicó, pero así era. Quedábamos sólo dos

cuadrillas, y llegó el turno de la mía. Yo emprendía vuelo el tercero. Partieron hacia nuestro

común destino los dos primeros; puse en marcha el motor de mi avión y me desplacé por la

cubierta para la posición de despegue, pero en lugar de ordenármelo hicieron la señal de

parar. El mando del portaaviones acababa de conocer la noticia de la rendición. La guerra

había terminado. Mis dos amigos que salieron unos segundos antes no regresaron, nuestros

aviones no llevaban radio, en el portaaviones los despojaban de todo lo superfluo, eran para

un solo vuelo.

El diplomático jovial pareció salir de su trance evocador y me sonrió.

-Así que vivo de regalo, me lo digo todos los días al levantarme y me ayuda a saborear la

vida. Además, para colmo, hubiese tenido que estrellarme con toda mi carga de explosivos,

en el intento de hundir un barco de estos señores tan simpáticos que nos acaban de dar una

cena magnífica.

La risa del embajador desencadenó la mía. En una sobremesa con muchas personas y en

la que hay libertad de movimientos, los que se aburren suelen acudir al señuelo de las

risotadas, así que se nos unieron unos pelmas, por eso se aburrían, y nos cortaron la

conversación. La recuerdo muchas veces. Aunque no de un modo tan claro, todos vivimos de

milagro; es rara la persona que en un descuido en el automóvil, o en una enfermedad, no ha

sentido la mano helada de la muerte junto a su sienes: «¡Por los pelos!» Conviene meditarlo

al despertar por las mañanas, también tras cada disgusto o tragedia, sopesar si son preferibles

los sinsabores de los que nos lamentamos o el estar muerto y, como el embajador, adoptar el

empeño de teñir cada momento y cada vivencia, por ingrata que sea, de gratitud hacia el

destino y de buen humor contagioso.

(Blanco y Negro, julio de 1988.)

KAMIKAZES

En Occidente persisten muchas ideas erróneas sobre los kamikazes: suele afirmarse que eran

unos soldados aguerridos, fanáticos e insensibles a la magnitud de su drama. Ninguna de las

tres ideas es correcta.

El matiz de «aguerridos» sólo lo poseían los iniciadores, el resto fueron jóvenes de veinte

años, no tuvieron tiempo de curtirse. La última acción era también la primera. Se alistaron

voluntariamente más de cinco mil. Al mando japonés le sobraron pilotos, faltaron aviones.

Tuvieron la oportunidad de actuar 2.198 kamikazes, todos los cuales murieron, hundieron 34

navíos y dañaron otros 288.

La mayoría no eran fanáticos. El asombro se impregna de admiración y respeto al leer sus

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diarios y las cartas de despedida. Tenían conciencia clara de la inminencia de la derrota y del

limitado rendimiento práctico de su sacrificio. No los movía el odio al enemigo, tan fre-

cuente en otros episodios bélicos. Basta leer documentos equivalentes de la misma guerra en

Europa, o de contendientes en nuestra guerra civil o de las actuales luchas en Oriente Medio

plagados de expresiones de odio y desprecio al enemigo, para sorprenderse de su poca

frecuencia en los testimonios escritos de los kamikazes. Más que un acto de odio y de

autodefensa era un acto de amor, de amor al emperador, a su patria y a sus camaradas.

En la decisión inicial de prestarse voluntariamente fueron clave las dos primeras fuentes

de amor, al emperador y la patria, pero en la realización final del sacrificio, en la moral

durante el entrenamiento vemos agigantarse el factor de cariño a sus camaradas y el empeño

en no defraudarlos. Es lo que convierte en sublime esta gesta, una de las más ejemplares de la

Historia; tanto que resulta muy incómoda de recordar, por eso se habla poco de ella y se la

cubre con tópicos desfiguradores.

En cuanto a la supuesta insensibilidad de los protagonistas, es mejor que los escuchemos

a ellos mismos.

La marina japonesa enviaba a la familia del muchacho la carta de despedida a sus padres,

que escribían la noche anterior a la acción, al comunicarles que había llegado la hora. Los

parientes conservaban estos mensajes en el altar hogareño a los antepasados como una re-

liquia, como testimonio del honor y de la tragedia, del dolor y de la gloria que había caído

sobre ellos a través del hijo perdido.

Al terminar la guerra un padre de kamikaze, el señor Ichiro Omi, recorrió todo Japón en

busca de las familias de las víctimas para acumular recuerdos y copiar las cartas si se lo

permitían.

Publicó un libro con este material, uno de los doscientos que se imprimieron en Japón

después de la guerra sobre los kamikazes; tiene para nosotros la ventaja de estar traducido a

varias lenguas occidentales.

Parte de las cartas son meramente protocolarias o convencionales: no reflejan ni los

sentimientos ni la personalidad del héroe. Es mucho pedir a un chico de veinte años que

además de prepararse en unas semanas para acertar con su avión a un barco que le cañonea y

ametralla, sepa además escribir cartas expresivas.

Encontramos fórmulas de despedida que nos sorprenden, como la muy frecuente de pedir

disculpas a sus padres por la «descortesía» de precederlos en la muerte (los españoles sólo

nos disculpamos por preceder a otros en esas ridículas justas de cortesía ante una puerta).

Algunas cartas tienen un regusto entre estoico e insípido: «... No hay nada especial digno de

mención, pero quiero que sepan que disfruto de buena salud en estos momentos...»

Algunos chicos adoptan la misma actitud iluminada de los mártires religiosos que

marchaban cantando al sacrificio: «Queridos padres: por favor felicitarme, me han dado una

oportunidad perfecta para morir. Éste es mi último día...» Entre estos jóvenes guerreros hay

también poetas, y el aroma del talento se percibe en el gesto gallardo: «... Que mi muerte sea

súbita y perfecta, como el estallido de un cristal.» Otros envuelven las emociones en acentos

líricos de carácter tópico, con los símbolos aprendidos desde la escuela: «Somos dieciséis

amigos tripulando los aviones. Caigamos como la flor del cerezo en primavera, limpios y

radiantes.»

Pese al destello o al simple relumbrón de últimas misivas de este tipo, las que más

profunda huella dejan en el ánimo del lector son aquellas, la mayoría, en las que el joven

permite aflorar sus sentimientos. Escribe un huérfano de madre: «Querido papá: mientras se

acerca mi muerte, mi única pena es que no haya tenido jamás la oportunidad de hacer nada

bueno por usted en toda mi vida...» Cartas de esta índole desmantelan la absurda idea de que

el héroe no sufre tanto como los demás. Los escritos de muchos kamikazes son un grito

contra el horror y la injustificación de las guerras, de todas las guerras, aunque ese grito se dé

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en voz baja: «... Durante mi última caída en picado sobre el blanco enemigo, aunque usted no

lo oirá, puede estar seguro de que estaré llamándole, venerable padre, y pensaré en todo lo

que usted ha hecho por mí.»

Posiblemente la primera persona en comprenderlo fue el emperador de Japón. Al recibir a

los almirantes que con orgullo le relataron la acción inicial de los kamikazes, el 25 de

octubre de 1944, sólo cinco días después de formarse la primera escuadrilla, con el resultado

de cuatro impactos y el hundimiento de un acorazado, Hiro-Hito al conocer el sistema

empleado preguntó con tristeza: «¿Es indispensable llegar hasta ese extremo?»

(Blanco y Negro, julio de 1988.)

«¿CONOCES A JUAN SEBASTIAN BACH?»

«NO, PERO HE OÍDO HABLAR DE ÉL

Y ME GUSTARÍA CONOCERLO»

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Aunque parece un mal chiste, me ocurrió exactamente así en plena adolescencia. Antes de

haber escuchado a Bach, al menos de forma consciente, oí un comentario que me llenó de

impaciente curiosidad por el compositor.

-¿En la adolescencia no habías oído a Bach?, ¿es que en tu familia eran analfabetos

musicales?

-Todo lo contrario, teníamos pasión por la música clásica, pero durante mi infancia el

repertorio familiar arrancaba de Haendel.

-¿Por qué no escuchabas a Bach en tu casete o en la radio?

-Estás en la luna. Ni existían los magnetófonos ni nos dejaban oír la única radio que había

en la casa más que en los ratos libres. Decían que con la radio no nos podíamos concentrar en

el estudio.

-¡Qué disparate!, ahora todos los jóvenes estudian con los auriculares puestos, o la radio

y la tele (al mismo tiempo) a mil decibelios. Dicen que estudian perfectamente.

-Que «todos» lo digan no significa que sea cierto. El cerebro no asimila en los dos

campos simultáneamente, lo hace de modo alternativo, y supone un sobreesfuerzo. Los ratos

en que realmente se concentran en el estudio, una de las misiones de un sector del cerebro

consiste en eliminar la percepción de los otros estímulos, el índice de fatiga aumenta. Así les

va.

-Les va perfectamente, aprueban los cursos y terminan sus carreras tan panchos y a la vez

disfrutan de la música.

-El nivel medio actual en la universidad española es tan bajo, que los profesores buscan

con lupa en los exámenes un pretexto, envuelto en faltas de ortografía, para poder aprobar a

un porcentaje de alumnos que no provoque el incendio del aula. El problema se aplaza hasta

que terminan la carrera y surgen unas oposiciones con siete plazas y se presentan dos mil

novecientos candidatos. ¿De verdad crees que los siete que obtienen las plazas, prepararon la

oposición con la tele a todo volumen?

-No, esos siete creo que no.

-Pues ahí tienes una explicación. Los errores, aunque estén muy difundidos, siguen

siendo errores, ¡qué le vamos a hacer!

-Has cambiado de tema y no me explicas lo de Juan Sebastian Bach.

-Ocurrió en casa, en una cena que daba mi padre en honor a Ernesto Halffter, el gran

compositor hoy tan injustamente relegado. Estábamos en plena guerra mundial y Halffter

regresó aquel mismo día de Alemania, donde había dirigido un concierto. Los comensales le

escuchaban con gran atención. España estaba aislada y alguien que venía del extranjero

podría traer noticias de toda índole, que confirmasen o desmintiesen lo que decía la prensa.

»Halffter, con signos de turbación y ensimismamiento, no estaba locuaz, y cuando

hablaba no lo hacía de Alemania y los contactos que tuvo con personas de relieve, sólo

rumiaba el viaje que fue una pesadilla. Los comensales, con cierto egoísmo, preguntaban

sobre otros temas.

»Ernesto Halffter apenas probó bocado y contestaba distraído. Al fin estalló. Venía de

pasar las peores horas de su vida. El aparato en que salió de Munich tras sufrir los embates de

una tormenta que los dejó mareados y temblones, fue perseguido y tiroteado por cazas

aliados.

»El piloto logró salvar avión y pasajeros, con el recurso desesperado de tirarse en picado

para ocultarse en una niebla baja, casi al ras del suelo.

»Intentaré reproducir el relato de Halffter tal como lo recuerdo: «Los pasajeros creímos

llegada nuestra última hora. El pánico fue general. Éramos pocos y el avión llevaba, al modo

de algunos tranvías, los asientos unos frente a otros. Algunos pasajeros rezaban, otros no

lograron dominar los sollozos. Enfrente, mirándome fijamente a los ojos, una señora

italiana, tiesa y con aires de superioridad, conservaba una digna apostura. Creo que era una

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Rúspoli. Yo estaba con una angustia enorme y debí poner tal cara de pánico que aquella

señora me miró con desdén, al menos eso me pareció. Vi tan claro el desprecio en sus ojos

que al fin me harté y le dije: "Mire usted, señora, yo ahora no estoy para hacer comedias de

heroísmo, yo ahora lo que querría es estar escuchando la Pasión según san Mateo, de Juan

Sebastian Bach. "»

»Halffter dijo la última frase con rotundidad; pareció descargarse y quedar ya tranquilo.

Todos los comensales asintieron, como si fuese lo más natural.

»Quedé perplejo, con la curiosidad de saber qué diantres era aquello de «la Pasión de

Bach», y por qué quería escucharla alguien que pensaba estar en sus últimos instantes. ¿Por

qué era tan valiosa aquella música que yo nunca había escuchado? En el intento de

averiguarlo nacieron muchos momentos clave del gozo en la música, que forma una parte

importante en mi vida. En el sector de Bach tengo una deuda de gratitud con Halffter.

Gracias, don Ernesto.

(Blanco y Negro, agosto de 1988.)

EL SEÑOR DE CORREOS

Mi afición a escuchar música en compañía de otras personas que también la aprecian arranca

de recuerdos de la infancia. Mi padre sentía verdadera pasión por la música clásica. En

nuestra casa había todos los domingos por la tarde un concierto gramófono, acudían entre

doce y veinte personas con aspecto de sabios distraídos. Casi todos leían música y tenían la

partitura en la mano.

Eran wagnerianos fanáticos. Se reunían exclusivamente a eso, a escuchar a Wagner en

unión de otras personas que sentían la misma adoración por el compositor. Entre los

asistentes estaba el maestro Rivera, el único español que había dirigido la Walkiria en

Baireuth, algunos cantantes retirados y melómanos con esa especial inclinación.

-Podían oírlo más cómodamente cada uno en su casa.

-Son recuerdos del período de la posguerra; en Madrid pocas personas disponían de algo

superior a un gramófono de manivela, no había buenos discos en el mercado. Mi padre tenía,

era su único lujo, uno de los mejores amplificadores de Madrid y muy buena discoteca que

completaban para esas audiciones con lo que cada uno podía aportar. Un viejecito casposo y

temblón presumía: «Mi hija Teresa, que vive en La Habana, me ha mandado este álbum por

un diplomático.» Gran emoción en el grupo, que paladeaba una versión diferente de algo que

amaban.

-Podrían prestarse los discos, encuentro muy duro matar las tardes de «todos» los

domingos para escuchar un tocadiscos.

-El entusiasmo compartido se vive más intensamente. Estaban juntos y al mismo tiempo

sumergidos hasta el tuétano en su mundo interior. No hablaban en los cambios de disco, y al

terminar cada acto celebraban los descansos, como si estuviesen en el teatro. Paseaban por

las tres habitaciones de puertas correderas, y les pasaban la merienda durante el «entreacto»

principal.

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En la reproducción de un aria que había cantado en escenarios famosos, se le humedecían

los ojos a la vieja soprano. Al terminar el disco, eran discos de 78 revoluciones y cambiaban

en cada uno la aguja de acero o de bambú, rodaban perezosas las lágrimas por las mejillas

ajadas. Los demás respetaban su emoción, fingían no percatarse y vivían las propias

añoranzas. El maestro sostenía en una mano la partitura y con la otra esbozaba los

movimientos de dirigir una orquesta imaginaria. El espectáculo me parecía un poco ridículo

y a la vez cargado de emoción y de poesía.

-¿Con esa colección de chiflados pasaste los domingos de tu adolescencia?, no me extraña

que te hicieras psiquiatra.

-Sólo acudía algún domingo y no durante toda la sesión. Eran personalidades originales,

alguno algo excéntrico, no recuerdo a ningún chiflado. Desde que el Real cerró en los años

veinte, en Madrid no hubo ópera. Los wagnerianos cuando podían viajaban a Barcelona, al

Liceo. El nivel de vida era muy inferior al actual, y un desplazamiento de este tipo era un lujo

que muy pocas veces podían permitirse; fuera de esos arrebatos viajero-wagnerianos no

tenían mejor oportunidad que las sesiones dominicales de mi padre.

-¿Podía asistir cualquiera?

-Recuerdo el criterio de selección que aplicaban: si alguien está enterado de estas

sesiones, y desea disfrutarlas... merece asistir. Sea bien venido.

El número de oyentes variaba poco. Durante los «descansos» apenas comentaban algo

que no se refiriese a la valoración crítica de lo que acababan de oír: interpretación, dirección,

solistas, calidad de la grabación. Era un grupo de expertos y escucharlos permitía aprender y

aumentaba el interés por la audición. Nunca los oí chismorrear y esto, aunque parezca

extraño, tiene sus inconvenientes.

-Renunciar al chismorreo sólo tiene ventajas.

-¿Eso piensas?, pues escucha la historia del «señor de Correos». Algunos wagnerianos

forasteros, a su paso por Madrid, recalaban en nuestra casa el domingo por la tarde. Uno de

ellos que vivía en el extranjero acudió acompañado de un amigo bajito, atildado, de pelo

blanco, al que presentó apresuradamente, porque el concierto comenzaba con la puntualidad

de una corrida de toros. Los españoles presentamos muy mal, mascullamos con una extraña

mezcla de prisa y desgana un nombre ininteligible, y ya está. Así fue en aquella ocasión y

nadie se enteró de quién era el recién llegado, que en el descanso explicó que vivía en

Madrid y trabajaba en Correos. Como el «nuevo» se portó impecablemente, al despedirse le

invitó mi padre a volver al domingo siguiente.

Volvió ese domingo, y otro, y todos los siguientes durante varios años. Afable y discreto,

ganó la simpatía y luego el afecto del compacto grupo de melómanos... que seguían sin tener

la menor idea de quién era. Al principio pensaron que su presencia sería pasajera, como la de

tantos, y no dieron importancia a no haber entendido su nombre. Tras unas cuantas sesiones

resultaba ofensivo preguntarle por una identidad que teóricamente conocían desde hacía

meses. «Qué lástima, no ha venido hoy el señor de Correos», «Qué agradable es el señor de

Correos». A su llegada una cálida bienvenida imprecisa: «Qué gusto tenerle otra vez aquí.»

En la despedida: «Hasta el próximo domingo, espero que no falte.»

Así mes a mes, año tras año, en una relación creciente de afecto sincero... y anónimo. Un

domingo no acudió, ni los siguientes. Sus «amigos» se preguntaban alarmados: ¿qué le

pasará al señor de Correos? ¿Estará enfermo? ¿Podríamos ayudarle de algún modo? ¿Cómo

lograríamos ponernos en contacto con él?

No pudieron. Quien le presentó se había esfumado en un cambio de residencia. Les quedó

la amargura de no cumplir con el deber sagrado de asistir a un amigo, al que tenían verdadero

cariño.

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-Aceptarás que en ocasiones conviene chismorrear un poco. Se habrían enterado de

nombre, domicilio, familia y mil detalles más.

-¿Por qué no preguntasteis en Correos?

-¿Por un «señor de Correos»? Al cabo de un año le encargaron un funeral, al que

asistieron todos. De acuerdo, eran algo rarillos, pero... los echo de menos.

(Blanco y Negro, agosto de 1988.)

EL MIEDO DE LOS TOREROS

He sido médico de muchos toreros. ¿Para qué acudían a la consulta? Venían a buscar alivio

de los trastornos fisiopatológicos que en su organismo provoca el miedo; el terrible y

justificado miedo de los toreros. ¿Eran toreros «medrosos»? (En el mundo del toreo jamás se

pronuncia la palabra «cobarde», el menos valeroso de los toreros lo es más que el ciudadano

común.) Alguno creo que pertenecía al grupo de los «medrosos», el resto eran «valientes» e

incluso temerarios, de esos que pasman por su serenidad ante el peligro, impávidos que no se

«alivian» y que dan la sensación de tener dominadas por completo las reacciones de temor.

La procesión va por dentro; los toreros sufren el miedo y además de las cicatrices en el

cuerpo llevan otras en el alma, hasta los que afirman sin mentir que una vez en el ruedo e

iniciada la faena ya no perciben los grilletes del temor. Precisamente por haber sido médico

de toreros no puedo disfrutar de los toros sin que me los amargue la conciencia de esas

huellas del sufrimiento bajo el traje de luces. Recibí tan reiteradamente sus confidencias que

en la plaza creo notar cuándo les sobreviene la crisis de pánico, aunque la superen con

esfuerzo heroico, pundonor torero, y la lidia prosiga impecable.

Al torero «poco valiente», indeciso, el público le percibe los titubeos, las reacciones de

sobresalto y de sobrecogimiento que afean el lance, y a la vez hacen su ejecución más

arriesgada porque el diestro ha perdido la fluidez de movimientos, la armonía de los reflejos,

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y está mermado de facultades y más vulnerable. Él lo sabe y se distancia del toro, recurre a

trucos y un sector del público le abuchea como reproche y de modo más o menos consciente

porque desea que termine, sabe que frente a ese toro ya no va a ser capaz de nada que valga la

pena contemplar.

Ante el torero impávido se produce en el público, y a veces en la conciencia del propio

espada, el espejismo de una integridad de recursos físicos y psicológicos que en realidad no

es completa. A pesar del dominio de las respuestas controlables por la voluntad, las

funciones vegetativas que acompañan a las emociones, como frecuencia del pulso,

respiración, tensión arterial, sudoración, contracción de cierto tipo de musculatura, etc,

siguen su curso automático sin doblegarse a los deseos ni a las imposiciones volitivas. El

héroe del ruedo está también en mengua de agilidad y rapidez de reacción durante la crisis de

pánico dominado, y en ese momento ocurre tantas veces la tragedia.

Hay una frase típica que mucho supuesto entendido dice con aire de suficiencia después

de la cogida: «Bueno, el toro ya le había avisado dos veces», y que me hiere por su injusticia

cuando se hace en tono de reproche al torero, y que explica, y casi justifica, el desgraciado

trance debido a la «ciega tozudez» del matador que se empeñó en no percibir el reiterado

aviso. Por supuesto que lo había percibido, ése es precisamente el motivo de que le atenazase

el pánico y, pese a doblegarlo con esfuerzo supremo, la contractura y lentificación de sus

reacciones diese ventaja al toro.

La valentía no consiste en no sufrir miedo, sino en dominarlo y continuar en la línea de

conducta elegida. El componente vegetativo del miedo (palpitaciones, sudor frío, etc.) es

mucho menos intenso en unas personas que en otras, con cierta independencia de su coraje.

Dicen que el Litri tenía las mismas pulsaciones al entrar en el ruedo que sentado en un café.

Este embotamiento vegetativo facilita la serenidad en el riesgo. Otros diestros igualmente

valientes me relataron cómo tenían que luchar contra estas reacciones, que les entorpecían la

lidia.

De todos modos no es el miedo sufrido durante la corrida motivo que puede

llevar a un torero a la consulta del psiquiatra. Todos los toreros saben que es un problema

personal, no clínico. Acuden por las consecuencias posteriores del terror soportado con tanta

intensidad y frecuencia: úlceras de estómago, crisis asmáticas, calambres y algias

musculares, etc. Su médico les explicó que sus síntomas eran «psicosomáticos», es decir, al-

teraciones de funciones corporales producidas por tensiones psicológicas, y que el

tratamiento adecuado debía dárselo un psiquiatra. «¿No me puede tratar usted?» «No, tiene

que ser un psiquiatra o un psicoterapeuta.» « ¿Y qué es eso?»

Cuando se lo explican resulta que es más o menos lo mismo que un psiquiatra. ¡Pobre

torero! Aún hoy les resulta difícil encajar el trance. ¿Imaginan lo que suponía para un torero

de hace unos lustros que le dijesen que tenía que ir al psiquiatra? ¿Se lo figuran en la sala de

espera, aguardando entre otros pacientes que le reconocen?

La respuesta negativa a la última pregunta hace muy complicado ser psiquiatra de

toreros. Si se corre la voz de que precisa nuestros cuidados le surgirán problemas de

contratación y prestigio.

Sospecho que antes de 1950 ni un solo matador de toros acudió jamás a la consulta de

uno de mis colegas. Resultaba inimaginable. La mentalidad colectiva fue cambiando, en

parte por una influencia que parecerá trivial: la de las muchas películas americanas de

entonces con tema psiquiátrico, y al fin un diestro cedió a la presión de su médico de

cabecera: «Debe verte un psiquiatra.» Mi amistad con ciertas figuras estelares del mundo

taurino hizo que frecuentase el trato personal con otros matadores, y con eso resultó más

digerible el trance para el que padecía problemas psicosomáticos. «Querría hablar contigo.»

«Podemos hacerlo ahora.» «No, ahora no, es para hablar despacio.» En mi vida he hecho

nada despacio, así que intentaba abreviar: « ¿Es que quieres hora de consulta?» Quería

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consulta pero no en la consulta, lo que resultaba un latazo, pero los toreros no entienden que

a ellos les afecten las reglas, están acostumbrados a saltárselas a la torera. Pronto acepté lo

que he comentado antes, que tenían razón y no podía ser en la consulta.

Es curioso que una idea nueva se les ocurra a la vez a varias personas que no se la

comunican. Habitualmente un paciente que queda satisfecho con su médico le recomienda a

otros, pero en este caso no fue así, vinieron en cadena clientes-toreros ninguno de los cuales

había dicho ni escuchado una palabra a los demás sobre la consulta. El carácter original de

sus problemas clínicos derivados del miedo merece comentarlos en un próximo artículo.

(Blanco y Negro, mayo de 1988.)

EL RUEDO COMO CRIBA DE SUPERDOTADOS

Comenté otro día las alteraciones que produce el miedo en las funciones corporales de los

toreros. El primero en demostrar que eran más profundas que lo percibido subjetivamente

fue Marañón, en un estudio de hace más de medio siglo.

Una hora antes de la corrida los toreros no están para bromas, ni para experimentos

médicos. Quien haya contemplado la salida de la habitación del hotel, con la última mirada a

esa especie de altar que montan sobre una mesa con estampas, medallas y velas, lo compren-

derá. Pero Marañón era Marañón, y además muy aficionado a los toros, y había algunos

toreros eminentes «muy aficionados a Marañón». Logró que varios se prestasen al estudio, y

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recogió muestras de orina de los diestros en días de descanso y de la última emitida antes de

la corrida.

Es de conocimiento universal la relación entre las emociones intensas y la función renal:

«Del miedo se hizo pis» es una de sus expresiones populares. Esta reacción es común a

muchos mamíferos, y sin salir del ruedo puede percibirse en algunos caballos de los rejonea-

dores.

El miedo surge ante un peligro, y es lógico que el organismo se apreste a la lucha, por eso

hay una aceleración de los latidos cardíacos y el mayor flujo sanguíneo oxigena los

músculos que deberán rendir durante la pelea, y la respiración acelerada busca también ese

resultado. Aumenta la tensión arterial, y hay una contractura vascular periférica, «se quedó

pálido de miedo», que permite mayor concentración sanguínea en los órganos vitales.

También hay contracción vascular y sequedad en las mucosas, «no podía tragar saliva», y si

disponen de unos buenos prismáticos podrán comprobar que muchos diestros tienen los

labios casi blancos durante el paseíllo.

Otras respuestas fisiológicas tienen más dudosa interpretación. «Se le pusieron los pelos

de punta) es posiblemente el vestigio humano de la erección capilar, que en muchos

animales da la impresión de aumento de volumen y puede asustar al enemigo. ¿Por qué el

incremento del peristaltismo intestinal y de la secreción y urgencia en la eliminación de

orina? Quizá para vaciar el intestino y la vejiga y hacerlos menos propensos al desgarro con

los golpes. ¿El aumento de orina, no resulta contradictorio? Sí, pero la aceleración de la

función renal permite una eliminación más rápida de las toxinas que se acumularán en el

torrente sanguíneo debido a las exigencias metabólicas durante la pelea.

El estudio de Marañón mostró lo que han confirmado otros posteriores con medios más

sofisticados: que la función renal además de acelerada es cualitativamente distinta. En la

orina recogida antes de la corrida las concentraciones de glucosa y de albúmina se apartaban

sustancialmente de los niveles habituales en la misma persona. Los hallazgos fueron

constantes: el riñón no sólo acelera sus funciones, sino que las modifica selectivamente

durante los episodios de tensión emocional por miedo.

Muchos síndromes psicosomáticos se explican así: una variante fisiológica, que es

normal como respuesta a determinado estímulo, en lugar de desaparecer cuando cesa la

circunstancia provocadora permanece y se cronifica. En el terreno que hoy nos ocupa, el

transitorio aumento de los latidos cardíacos se puede convertir en una taquicardia

permanente, la subida de tensión arterial en una hipertensión, la respiración jadeante en

cuadros de dificultades respiratorias, la mayor secreción gástrica en una úlcera de estómago,

etcétera. En esquema: algo que es normal y útil, por su presentación inoportuna se convierte

en perturbador y patológico, en este caso en enfermedad psicosomática.

¿Qué es lo que puede cronificar y hacer anormal una respuesta fisiológica? Además de las

características psicológicas y funcionales del sujeto que marcarán su predisposición o

labilidad, resulta esencial la anormal intensidad o reiteración del estímulo. Existen pocas

situaciones en que el peligro de muerte, y su cortejo psicoemocional, sean tan claros,

intensos y reiterados como en la vida profesional de un torero. No puede extrañarnos la

seriedad de los cuadros psicosomáticos en algunos matadores.

Se preguntará el lector qué ocurría con los diestros que padecían alteraciones de ésta

índole, antes de que los avances de la medicina psicosomática permitiesen curarlos y

continuar en su dura profesión. Simplemente, de novilleros desaparecían de los ruedos

víctimas de las cornadas a las que estaban más propensos por la minusvalía, o los apartaba el

miedo directamente o a través del rechazo del público. Muchas promesas taurinas, después

de años de esfuerzo, riesgo y sufrimiento, se disiparon en el aire por este motivo.

El mundo de los toros es un despiadado selector de superdotados. Elimina a todos los que

no lo son, tanto en el plano físico como en el intelectual. Seguiremos con este tema.

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(Blanco y Negro, mayo de 1988.)

UN TREN CON LOS VAGONES CARGADOS

DE MUERTE

Concluí mi último artículo con una reflexión sobre el mundo del toreo como selector de

superdotados, que puede haber extrañado a algún lector. Para notar las exigencias

psicológicas del triunfo en el toreo basta comparar figuras estelares entre los toreros,

futbolistas y boxeadores y analizar cómo se portan durante las entrevistas por la radio o en

televisión. Con frecuencia choca lo diferenciados psicológicamente que suelen ser los to-

reros, la agilidad de las respuestas, la fluidez verbal, la riqueza y variación de ideas, la

adaptación a modos sociales diferentes de los suyos de origen, etc.

De toreros de antaño se recuerdan y repiten con admiración frases y observaciones;

algunos pueden calificarse de maestros de la reflexión y de la sabiduría del vivir, auténticos

filósofos. Todo esto es mucho menos frecuente entre los boxeadores y los futbolistas. Los

púgiles, que arrancan de un medio sociocultural equivalente al de los toreros, están en

desventaja en un sentido: cuando les hacen entrevistas ya han triunfado, y si la carrera no fue

fulgurante y sin derrotas muchos sufrieron el deterioro por los reiterados traumatismos cra-

neales.

Tampoco es típica la brillantez y agilidad mental en las entrevistas a los futbolistas, que

gozan de la ventaja sobre los matadores de partir en general de un medio más privilegiado;

aunque hay una clara evolución y últimamente aparecen figuras del fútbol con rasgos simi-

lares a los que comento en los toreros.

¿Por qué nos encontramos con un porcentaje tan alto de inteligencias naturales notables

entre los toreros, cuyo ingenio destellea pese a la deficiente preparación cultural que suelen

tener? ¿Es que esta profesión no tiene cantera vocacional entre los psicológicamente poco

dotados?

Por supuesto la llamada por el mundo del toro surge entre coeficientes de talento de todo

tipo, pero la lucha a muerte con un ser vivo exige algo más que vigor físico y rapidez de

movimientos.

Las tremendas corridas de pueblo eliminan a los que carecen de agilidad mental. Las

cornadas y los fracasos arrinconan a muchos novilleros sin talento y de los restantes no todos

son capaces de maniobrar entre los apoderados, empresarios, ganaderos, representantes de

los medios, etc., para labrarse su carrera fuera del ruedo. Estos dos filtros, ambos

despiadados, hacen que los que llegamos a conocer no estén entre los torpes.

Con independencia de su talento, el miedo de los toreros se viste con disfraces

insospechados. Presencié dos episodios que lo ponen de relieve, precisamente en dos toreros

muy valientes.

En el período cumbre de la carrera de Victoriano Valencia acudimos a una tienta en Villa

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Paz, que se prolongó con merienda y tertulia. El doctor Tamames, cirujano salvador de

tantos toreros, tenía prisa por regresar y logró arrancar a Victoriano Valencia y a algunos pe-

riodistas que debían acompañarle en el coche del diestro. Los demás seguimos en alegre

charla.

Media hora después nos llamaron de Saelices, el pueblo más próximo, para avisar que

nuestros amigos habían tenido un accidente. Salimos en su auxilio bajo una lluvia torrencial,

y en una cuneta próxima al pueblo encontramos volcado el mercedes de Victoriano.

El grupo estaba en la «casa del médico», que disponía, ¡milagro!, de un pequeño

quirófano en el que el doctor Tamames, que era el más seriamente lesionado con una fractura

de dos costillas y una buena brecha en la frente, con abnegado olvido de sus lesiones había

iniciado las curas a los restantes, con la ayuda del médico local. Colaboré en la asistencia a

los heridos, e hicimos la distribución para traerlos en nuestros coches a Madrid.

Victoriano Valencia vino conmigo, sólo sufrió contusiones, pero el golpe en la cabeza le

tenía aún aturdido y seguía con el espejo retrovisor roto de su coche en la mano y otros

automatismos de comportamiento. En cuanto el automóvil tomó velocidad empezó a

recriminármela: «Ten cuidado, hombre, que llueve mucho.» Repetía las advertencias en

cada curva: «Despacio, que nos la vamos a pegar.» Estaba insistente en las peticiones de

cautela y para calmarle alguien le preguntó cuántas corridas tenía contratadas: «Treinta y

ocho, fijaros mi madre cuando se entere de lo de hoy, el veranito que va a pasar la pobre,

treinta y ocho corridas -subió el tono de angustia de Victoriano-, ¡y tengo que desplazarme a

todas en automóvil!))

En la mente del torero pesaba más, en aquel momento, el riesgo de la carretera que el del

ruedo. En psicología llaman a este fenómeno «desplazamiento)): el nivel de ansiedad

reprimido voluntariamente en un campo (el ruedo) se expresa de forma vicariante en otro

terreno inocuo a la dignidad de la persona. Tener bajada la guardia por el embotamiento de la

contusión cerebral permitió percibírselo.

La otra anécdota es de Luis Miguel Dominguín. En el mismo viaje a Cannes en que

ocurrió el incidente de los pantalones cortos de Picasso que relaté hace unas semanas, la

revista Life le hizo un extenso reportaje. Para las fotografías alquilaron una casa y parque

suntuosos sobre un acantilado, y llevaron a la actriz de belleza más deslumbrante del festival

de cine. Mientras maquillaban a la estrella de la pantalla y preparaban los focos, Luis Miguel

se apartó conmigo y nos sentamos en un promontorio desde el que se veía parte de la costa,

el mar de esmeralda, el parque y el cadillac descapotable que acababa de comprar. Teníamos

veintipocos años, le comenté mi asombro de que el mundo se le presentase como una

alfombra persa desplegada a sus pies cargada de tesoros, como en la cueva de Aladino.

Quedó pensativo, debió encontrar blandengue la metáfora de la alfombra y contestó: «Sí, es

cierto, pero tengo firmadas treinta corridas en España y América, y eso significa que para

estar vivo en Navidades debo haber matado antes sesenta toros con un estoque, y si ahora

entorno los párpados y miro al horizonte los veo venir hacia mí en fila india, como un

interminable tren de mercancías con todos los vagones cargados de muerte.»

(Blanco y Negro, junio de 1988.)

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EL DEPORTE DE REYES Y REY DE LOS DEPORTES

«El deporte de los reyes y el rey de los deportes», el halago va dirigido al deporte del polo; es

lenguaje de principios de siglo, cuando había reyes en número suficiente para formar un

equipo. Don Alfonso XIII practicaba con entusiasmo el polo, y en su memoria se celebra

anualmente «la Copa del Rey» en Madrid. Nuestro monarca Don Juan Carlos prefiere otros

deportes, y hoy sólo se reclutan jugadores egregios entre la familia real británica.

El entusiasmo con que jugué al polo no borra los sentimientos de culpa que tengo en

relación con este singular deporte, remordimientos que pueden servir de reflexión

aleccionadora sobre cómo se escribe la Historia... en algunas ocasiones.

Hace unos quince años el polo español celebró su centenario (o su cincuentenario, ya no

me acuerdo), y los directivos de la federación decidieron editar un libro sobre nuestro

deporte. Lo malo era que los artículos los tenían que escribir ellos, y que luego serían

también ellos y sus parientes más inmediatos y leales los únicos que los iban a leer. Éramos

muy pocos jugadores, menos de cien, casi ninguno escribía y acabaron encajándome el

capítulo más arduo, el de la historia del polo, que exigía documentarse.

En la vida se complican las cosas por senderos imprevistos. En aquellos días a mi equipo

le hizo una jugada -fuera de la cancha- el formado con los encargados de la publicación, y

tuve una extraña expresión del resentimiento: para probar su ignorancia les escribí la historia

del polo mezclada con las mentiras más extravagantes. Afirmé en aquellas páginas

disparatadas que Tamerlán a su entrada en Bagdad celebró la victoria con un partido de polo

en el que se emplearon como pelotas las cabezas decapitadas de los vencidos, «lo que hizo el

partido impresionante, pero de juego excesivamente lento». Que el polo es un deporte

femenino -para que a ellos les sonara a afeminado, que siempre fastidia después de jugarse el

tipo en cada partido-, ya que en la antigua China T'ang y en Bizancio eran mujeres las que lo

practicaban. Escribí tan campante que cuando Darío envió a Alejandro un palo y una pelota

no era para ofenderle llamándole niño, tal como afirman nuestros libros de texto, sino para

hacer la paz, pues se trataba de un mazo y una pelota de polo, para inclinarle a dirimir de-

portivamente sus rivalidades y no en la guerra. Darío debería ser el patrón de las Olimpiadas.

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También conté que un emperador chino, en la época en que ya eran hombres quienes

jugaban nuestro deporte, mandó decapitar a todos los miembros del equipo contrario al de su

amante, un «eunuco corrupto», que murió en un accidente durante el partido; y que en el

siglo XVIII un marajá tenía tal pasión por el polo que no le bastaba jugar por el día y logró en

el norte de la India disputar partidos nocturnos iluminando el campo con hogueras

encendidas en sus bordes, al usar leña de un árbol de la región de especial potencia lumínica.

Inventé el nombre de esa madera imaginaria de combustión cegadora. Resultó un nombre

precioso con el que luego bauticé a una de mis jacas de polo, aunque lo deslucía porque era

bizca.

En todas esas fantasías pseudohistóricas había un fondo de verdad. En efecto, existen

unas estatuillas funerarias de la dinastía T'ang de jugadoras de polo, y también descripción e

iconografía de competiciones femeninas en Bizancio, etc., pero en mi capítulo para el

anuario del polo exageré hasta el disparate delirante.

La broma, destinada a un pequeño grupo, tuvo consecuencias que no esperaba. Para

empezar, los afectados no eran precisamente fanáticos de la lectura, así que ni ojearon mi

ensayo-camelo y lo publicaron tal como lo envié, sin el menor resquemor ni suspicacia por

su parte Al contrario, comenzaron «ellos» a recibir (¡y aceptar! felicitaciones por «mi»

artículo. Luego hicimos las paces y resultaba muy incómodo advertirlos del intento d burla.

En esas semanas, y como un elemento más de la conmemoración, se celebró un

campeonato internacional de polo en Madrid y Sotogrande. Acudieron jugadores de, todas

partes, y en los ratos en que no tenían nada que hacer, que eran muchos, echaron un vistazo a

la publicación que les habíamos regalado (no sabíamos cómo librarnos de los mil ejemplares

sobrantes almacenados en la secretaría de la federación).

Por misteriosas razones les apasionó mi artículo; quizá porque precedentes tan ilustres

como Darío y un emperador chino halagan a cualquiera. Los visitantes pidieron permiso

para traducir mi «importante investigación en la que habían aprendido tantas cosas que des

conocían del polo» e imprimirla en las revistas hípicas de sus países... sin que me enterase a

tiempo para impedirlo.

Para resumir: esa colección de disparates ya la han publicado (¡Dios mío, con mi firma!)

en cuatro idiomas' y siete países. Cada vez era más difícil decir la verdad, así que dejé pasar

en silencio estos años; y cuando asisto a una competición de polo en el extranjero siempre

hay algún tontaina con pretensiones de erudito que intenta aumentar mi cultura, y me cuenta

muy solemne lo de las bolas que usó Tamerlán, o lo peligroso que es ese deporte no sólo en

la cancha, sino en el apré polo porque un emperador chino...

¿Por qué lo confieso ahora? Hijo mío, cuando seas viejo sabrás que con la edad viene un

impulso irrefrenable a descargar la conciencia.

(Blanco y negro, mayo de 1988.)

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¿ERA NAPOLEÓN UN MAL EDUCADO?

A muchos contemporáneos los decepcionó la falta de buenos modales de Napoleón, en

especial el dejarse llevar de arrebatos de ira y llenar de insultos en presencia de otras

personas a quien le disgustaba.

El ayudante de campo de José Bonaparte, Gaspar de Clemont-Tonnerre, señala en sus

memorias la diferencia de trato típica de los dos hermanos: «... En el fondo de su alma el

emperador no quería que el rostro siempre sereno y los modos amables del rey José, tan

opuestos a su aire amenazador... ofreciesen contraste entre quien merece que se le ame y

quien impone que todos tiemblen en su presencia.»

En cierta medida es lógico que quien pretendía dominar el mundo adoptase

circunstancialmente aires amenazadores; como él mismo afirmaba, «no es con caricias y

halagos como se domina a los pueblos». Con las personas pensaba que había que combinar

los dos métodos: halago y amenaza, pero el emperador embriagado de gloria y adulación

perdió progresivamente la medida y reiteraba escenas penosas con aparente falta de control,

como en la bronca e insultos en las Tullerías ante toda la corte al pobre embajador portugués,

inmediatamente antes de ordenar la invasión de Portugal.

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Algunos comentaristas suponen que Napoleón fingía y teatralizaba alguna de estas

explosiones, para en cierto modo justificar las acciones hostiles contra esa persona o

colectividad que ya había previamente decidido.

No siempre se le puede dar la explicación de cálculo político a los arrebatos

napoleónicos, los tiene de fría saña vengativa. En uno de los más conocidos la víctima fue

Talleyrand, tal como he relatado en mi libro Yo, el Intruso: «... volvió insistente Talleyrand

con sus peticiones. Al emperador le habían llegado noticias de un intento de conspiración y

estaba indignado con su ministro, que vino para la ocasión suntuosamente vestido de sedas,

y le espetó Napoleón: "Sois una mierda enfundada en una media de seda; no comprendo por

qué no os hago colgar... bien, aún estamos a tiempo. Por cierto, no me habéis contado que el

duque de San Carlos es el amante de vuestra esposa."»

La escena fue ante otros dignatarios que naturalmente quedaron pendientes de la

reacción del ministro, quien sin aparente turbación dijo en tono de indiferencia: «En efecto,

sire, no se me ocurrió que este informe pudiese interesar a la gloria de vuestra majestad ni a

la mía.» A Napoleón no le hizo ninguna gracia este revolcón en el terreno de los buenos

modales y del ingenio que le ponía en ridículo, y voceó en tono amedrentador: «Si se inicia

una revolución os aplastaré el primero.» Salió dando un gran portazo, y de nuevo los

espectadores miraron a Talleyrand, que en voz suave y con matiz levemente desdeñoso

comentó: «Qué lástima que un hombre tan grande esté tan mal educado.))

En esos meses había sufrido Napoleón uno de los tres ataques epilépticos de los que se

tiene noticia cierta por haber ocurrido ante espectadores que los relataron. En ciertas formas

de epilepsia, en los períodos de acentuación surgen como manifestación de la enfermedad

latente unas típicas crisis de furor, que dan nombre al «carácter explosivo» de estos enfermos

comiciales. Lo típico de tales arrebatos de furia es que tras el tempestuoso incidente (o

tragedia pues a veces cometen agresiones mortales) se pasen tan inesperadamente como

vinieron, y el enfermo prosigue su actividad sin nuevas muestras de ira incontrolable.

Napoleón mostraba también esta fugacidad en las tormentas de ira, pero sigue quedando la

duda de si lo hacía por cálculo, por genio explosivo enfermizo o, simplemente, por mala

crianza tal como afirmaba Talleyrand.

En el año 1808 acumuló Napoleón las expresiones desinhibidas de ira. También incluí en

mi libro mencionado la que tuvo el emperador al enterarse de la inesperada derrota de sus

ejércitos en Bailén. La carta que le envió su hermano José con el informe detallado de la

batalla y capitulación tardó nueve días en alcanzar a Napoleón. El domingo 7 de agosto de

1808 durante una visita a la Vendée hizo noche en Fontenay, en la casa del alcalde. Su valet

de chambre, el sinvergonzón de Constant, preparó como de costumbre la bañera portatoria

de lona, por «si el emperador tiene la fantasía de tomar un baño», tal como decía el criado.

Napoleón no tuvo de momento esa «fantasía», pues siguió despachando papeles hasta bien

entrada la noche, con cierta desolación del alcalde y su familia, que debían esperar en vela

desde otra parte de la casa para atender cualquier deseo imperial y vigilar la cocina encen-

dida, con cubos de agua caliente que se subían cada pocos minutos para mantener constante

la temperatura del baño.

Al fin a Napoleón le molestaron las botas, pero decidió seguir despachando, por lo que se

conformó con descalzarse y aliviar los pies en una palangana con agua templada, sal y

vinagre.

Durante el pediluvio imperial llegó un emisario y el gran mariscal de palacio, Duroc, pasó

el documento y el emperador quedó sumido en la lectura de la capitulación de Bailén. La

terminó, sacó lentamente los pies del agua, los colocó con cuidado uno a cada lado bajo el

borde de la palangana, se afianzó bien en la butaca y con un movimiento brusco de extensión

de las dos piernas lanzó el recipiente contra la pared. Los presentes quedaron paralizados

mientras los oficiales de guardia entraron espada en mano temiendo un atentado. Napoleón

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permanecía de pie, lívido, arrugado en la mano izquierda el último pliego, los demás

esparcidos por el suelo como era su costumbre. El emperador deslizó parsimoniosamente la

mano izquierda hacia el bolsillo izquierdo del chaleco. Sacó el reloj. Alzó la mano. Con un

grito seco, «¡Aaaah!», estrelló el reloj contra el suelo. Miró a los perplejos oficiales que le

oyeron mascullar: « ¡Parece que tengo empleados de Correos al mando de mis ejércitos de

España!»

(Blanco y Negro, julio de 1988.)

NAPOLEÓN Y SU SOMBRERO

Por la infinidad de cuadros, dibujos y grabados en que aparecen juntos tenemos la

sensación de que Napoleón y su sombrero eran inseparables y convivían en permanente

buena relación. No siempre. En la rebusca de rasgos psicológicos originales de Napoleón

para el libro que tengo entre manos, encontré dos episodios en que de modo voluntario y

violento se separa del sombrero, para tirarlo al suelo y pisotearlo. Notable muestra de

ingratitud hacia la prenda que completaba su silueta al aire libre.

El sombrero, como el resto de la indumentaria imperial, no era un objeto vulgar, parecido

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al de los restantes mortales. El emperador se había convertido en un sibarita del atuendo y

exigía materiales exóticos. Los pantalones blancos eran de lana de Cachemira, y los

pañuelos de seda de Madrás; el sombrero estaba hecho con fieltro de pelo de castor, enviado

ex profeso desde Canadá. Era impermeable y mucho más ligero y flexible que los de fieltro

común, y a la vez podía plegarse y recuperaba su forma al soltarlo.

Bonaparte poseía un sentido muy desarrollado del impacto psicológico de la

escenografía, e intervenía en planificar detalles de las ceremonias y atuendos. Cuidaba

rodearse del máximo esplendor de guardarropía en las personas de sus mariscales y

dignatarios, y él con aparente indiferencia jugaba a la austeridad, salvo en ciertas

solemnidades.

Siempre resulta interesante leer en las cartas y memorias de los contemporáneos la

impresión recibida. Es muy precisa la descripción de la poetisa austriaca Carolina Pichler,

que acudió a contemplarle en uno de los desfiles que organizó tras su entrada en Viena en

1809: «... apareció un gran número de oficiales de a caballo soberbiamente uniformados.

Sus atuendos de color oscuro quedaban realzados por bordados y recamados en oro y plata.

Sobre sus sombreros, kepis y tricornios oscilaban borlas y plumas multicolores. Era el

estado mayor francés. En medio de este grupo deslumbrante se encontraba un hombre

menudo, en sencillo uniforme de diario de color verde, tocado con un bicornio de menor

tamaño que el de sus mariscales. Era "ÉL" y pude verlo de muy cerca, aún hoy recuerdo su

figura y rasgos. Aquel día aparecía sobre su caballo como vencedor, usurpador y enemigo

de nuestra nación... el repique de los tambores anunciaba su presencia...»

En el Museo del Ejército en París puede contemplarse ese sombrero y hacer la

comparación con los de sus mariscales que están en vitrinas próximas. Lo que no podían

percibir los espectadores apretados en multitudes como la que suspendía la respiración al

verle pasar en Viena era la diferencia de las materias primas, en contraste con el impacto

visual. Es todo un test psicológico.

Pero volvamos un poco hacia atrás en el tiempo. En septiembre de 1808, semanas

después de tirar al suelo el reloj al recibir la noticia de la batalla de Bailén, se dirigió a Erfurt

a entrevistarse con el zar Alejandro, única persona en el mundo a quien consideraba en un

relativo plano de igualdad.

Para esta ocasión el emperador de' los franceses potenció al máximo toda pompa

imaginable. Vino con un ejército completo vestido de gala. Hizo acudir a los príncipes

alemanes subyugados y a casi todos los reyes que aún no había destronado, para que

acentuasen el lucimiento de su cortejo, y los trataba precisamente como a miembros del

cortejo, con un endiosamiento absoluto.

Durante un paseo alguien preguntó quién era un personaje cubierto de condecoraciones,

bandas, entorchados Y Plumas que se apartó para cederles paso al cruzarse con ellos. Miró

de reojo Napoleón y comentó con desdén: «Nada, es sólo un rey.»

Los modales que reservó para el zar eran distintos. Bonaparte, excelente actor, sabía

representar según conviniese majestad, sencillez o ternura, y poseía una gran capacidad de

seducción... hasta que perdía los estribos.

El encuentro de los dos emperadores fue tan solemne como cordial. Bajaron de los

caballos, se abrazaron y caminaron emparejados seguidos de sus estados mayores mezclados

en un único e insuperable cortejo, mientras tronaban los cañones, volteaban las campanas y

sonaban tambores y trompetas.

Unos días después las relaciones se enfriaron. Seguían paseando juntos, distanciados de

sus séquitos, pero el zar se oponía a secundar el enfrentamiento de Bonaparte contra Austria.

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Insistió Napoleón y acabó por enfurecerse ante la cerrada posición del zar. Tuvo entonces

uno de sus arrebatos (¿epileptoide o de niño mal criado?), agarró el sombrero, lo tiró al suelo

y lo pateó furiosamente. Alejandro le contempló con expresión serena, y le dijo con una

sonrisa helada: «Sois violento, yo soy muy templado; conmigo la cólera no sirve para nada.

Charlemos y razonemos, o me marcho.» Al francés se le disipó como por encanto la furia y

logró reanudar la relación, que ya no fue nunca la misma. Creo que el sombrero tampoco

volvió a ser el mismo.

Pasan cinco años antes de que el emperador vuelva a enfrentarse con su ornamento

cefálico. El otro personaje del triángulo es esta vez Metternich en la entrevista de Dresde.

Napoleón se irrita e insulta: «Bueno, Metternich, ¿cuánto os ha pagado Inglaterra para

decidiros a jugar este papel contra mí? A mí ya me habéis sacado veinte millones, ¿queréis

otros veinte?, os los daré.» Según Metternich, contestó que no actuaba contra él (no es nada

personal, dirían hoy), simplemente tenía en cuenta el descenso del poderío militar francés, y

entonces Napoleón tiró con violencia el sombrero al suelo y lo pisó. Ya sus contemporáneos

tuvieron dudas sobre si existió la agresión al bicornio, o fue una invención de Metternich

para distraer la atención de esos veinte millones sobre los que nunca volvió a decir una

palabra. Si alguien insinuaba pedir una explicación, completaba Met

ternich imperturbable el relato: «Entonces le dije: "Vous étes perdu, sire."» Estos golpes de

efecto en una conversación espinosa siempre dejan con la boca abierta, y mudos, a los

demás. Quizá por eso no sabemos nada de

los veinte millones.

(Blanco y Negro, junio de 1988.)

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LA PEOR CANTANTE DEL MUNDO

Con mis primeros ahorros hice una de la compras más idiotas que se pueden imaginar: en

el Rastro adquirí un morro de pez sierra pésimamente disecado, que para colmo noté al llegar

a casa que olía mal, y ante las protestas de mi hermano, que compartía el dormitorio, lo tuve

que tirar a la basura. Imagino que habrá repetido el ciclo: basurero, los traperos, el Rastro,

etc., pues los que sentimos una atracción compulsiva por objetos estrafalarios somos legión,

bueno quizá no tanto como legión pero al menos un pequeño regimiento, muy activo.

Años después vi en la enorme tienda de discos que hay en Oxford Street uno que tenía en

la cubierta la foto en blanco y negro y anticuada de una señora gorda con un traje ridículo de

lamé de plata y unas alas de ángel en la espalda. La promoción del disco era chocante, un

cartelito que anunciaba: «La peor cantante de ópera del mundo.» Vaya alhaja de grabación,

pensé, gorda, fea, cursi, se dedica a cantar y desafina, ¿quién le habrá editado el disco, a qué

sector del mercado se dirige, quién será el tipo tan raro que lo compre? Bien, pues me en-

contré en el hotel con el disco en la mano. No lo tiré, lo tengo todavía.

Al contrario que el fragmento de pez sierra, esta grabación la he podido utilizar alguna

vez a lo largo de los años. Comprendo que el lector se pregunte que para qué se puede

emplear semejante esperpento. Lo usé, por ejemplo, para iniciar la educación musical de mis

hijos, reproduciendo un fragmento y alternándolo con la misma canción bien cantada por

otra soprano. La gorda insensata no atacaba cualquier cancioncilla, se enfrentó con alguna de

las arias de ópera más sublimes y difíciles, como las de «la reina de la noche» en la Flauta

Mágica de Mozart. No puede haber una caricatura más disparatada. Los niños escuchaban

con los ojos como platos; comprendí que había logrado un golpe de efecto, y quise acentuar

el aspecto didáctico. ¿Veis, hijos, la diferencia entre hacerlo bien y hacerlo muy mal?

El tiro salió por la culata. En vez de solicitar con lágrimas de vibración estética en los ojos:

«Papá, por favor, quita ésa y pon otra vez la de Elisabeth Swarzkopf», los niños pedían:

«Papá, papá, pon otra vez la de la señora gorda», se desternillaban de risa, aplaudían y al

final mendigaban otro bis. Igual que con el cuento de la Caperucita.

Seguía perplejo sobre cómo enmendar tan catastrófica iniciación musical de mi prole,

cuando entró Fernando Zobel, que acudía con mucha frecuencia a casa. Reconoció

inmediatamente a la cantante.

-¡Anda, pero si es Florence Foster Jenkins!, ¿cómo tienes este disco?

-Lo acabo de comprar en Londres -dije un tanto solemne-, se conoce que en esa tienda

guardan algunos fósiles musicales, algo así como el rincón del bibliófilo en una librería.

-No creo -cortó Fernando, que siempre chafaba esos faroles-, está agotado hace muchos

años, será una reimpresión.

Echó un vistazo a la funda del disco y lo comprobó, era una reimpresión. El problema de

Fernando Zobel resultaba el mismo de algunos personajes de las películas de gángsters:

sabía demasiado. No había modo de darle una sorpresa en el ámbito de la cultura. Si en-

contraba en las quimbambas un libro que me parecía una exquisitez, lo compraba para

brindarle un regalo insólito.

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-Mira, Fernando, creo que te puede interesar este libro, se llama La fascinación de la

ruina, y es un análisis histórico del curioso fenómeno de la atracción que desde fines del

siglo xv al XIX produjeron las ruinas, como objeto específico de delectación estética.

¿Verdad, amigo lector, que suena impresionante? Pues la respuesta de Zobel lo era más:

-¿Qué edición has encontrado, la original alemana con los aguafuertes, la facsímil

americana o la última inglesa?

Ya lo digo, con Fernando no había modo. En ocasiones como ésta me daban ganas de

hacerle lo mismo que los gánsters. De la dichosa gorda desafinada no es que conociese el

disco y recordase el nombre, que ya estaba bien, es que ¡la había oído cantar!

Casi todos hemos tenido en nuestras pandillas juveniles un tipejo al que agobiaban con

bromas más o menos pesadas, pero al que simultáneamente se le mostraba cariño, una

especie de bufón-mascota-chivo expiatorio. El mundillo artístico-intelectual norteamericano

reaccionó de esta forma con la señora Foster Jenkins. La historia es muy curiosa. Antigua

corista con frustrados sueños de gloria en el bel canto, se casó con un multimillonario, a

entera satisfacción de ambos. Contrató al mejor maestro para convertirse en diva. Tenía un

obstáculo que parecía insuperable: en los agudos no llegaba ni a la mitad de la escala.

Iba a renunciar cuando ocurrió el «milagro». Su limousine tuvo un accidente. El grito de

Florence pudo dejar sordos al chófer, al del otro coche y al guardia de la esquina. Un chillido

penetrante, agudísimo, en el límite de la escala. Al pasar el susto pensó que había saltado

airosamente el obstáculo que se interponía entre su voluminosa presencia y los escenarios de

ópera. El mucho dinero embota la capacidad de autocrítica, y la antigua corista, apoyada en

el nuevo alcance de sus chillidos, contrató teatros para sus recítales. Al principio con

invitados, luego consiguió llenarlos, incluso el Carnegie Hall. Me lo explicó Fernando:

-Cuando estudiaba en Harvard iba con mis amigos a escucharla a Boston, incluso a Nueva

York; era una gozada el ambiente del recital salpicado de risas y aplausos, y leer al día

siguiente las críticas en los periódicos.

Los grandes críticos musicales americanos, tan feroces habitualmente, hicieron con

Florence Foster Jenkins un convenio tácito de ambigüedad. Rivalizaban: «... Pocas veces he

sentido emociones tan vigorosas en un recital.» «,.. Una noche inolvidable.» «... Experiencia

nunca antes vivida y que quizá no vuelva a experimentar...»

El público, casi todo de auténticos melómanos, participaba en el juego con sus sonrisas y

ovaciones. Un año tras otro a partir de 1943. De algún modo esta extraña mujer transmitía la

intención, el entusiasmo por encima del resultado melódico, un fenómeno parecido al de los

buenos pintores naifs, y los críticos y espectadores neoyorquinos supieron apreciarlo.

Estaba sumido en estos recuerdos -en la conversaciones aburridas siempre procuro

aislarme y navegar por mi mundo interior-, cuando me recuperó para el entorno el vigor del

tono de un interlocutor. Decía enfáticamente algo tan original que lo escuchamos a diario:

«Estos americanos son unos incultos y unos borricos, todavía están subidos al cocotero.»

(Blanco y Negro, junio de 1988.)

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ÓPTIMO, PÉSIMO, EXTRAVAGANTE

Desde la infancia me han atraído las rarezas y también las condiciones extremas. El más

listo del pueblo y el más tonto, la más guapa y la más fea, el más caradura y el más tímido

presentaron para mí un interés inusitado precisamente por su situación distal de la norma; y

todo lo estrafalario fue un imán para la atención, quizá por eso elegí la profesión de

psiquiatra y encima me sentí en ella como pez en el agua.

Puede imaginar el lector mi curiosidad cuando en una librería de viejo en Nueva York

encontré un volumen que tiene estas preferencias por tema. No lo escribió un autor sino dos,

Felton y Fowler (Best, Worst and Most Unusual, House Books, N. Y., 1975), que tal como

indica el título se dedicaron a coleccionar noticias de «lo mejor, lo peor y lo más inusual» en

distintos terrenos: literatura, música, política, gentes, estilos de vida, cine, periodismo,

etcétera.

Es un libro extravagante y los autores explican en el prólogo que escribieron a muchas

personas ilustres pidiéndoles datos, y preguntaron también su opinión sobre la idea de

escribir un libro de este tipo. Entre los pocos que les contestaron está Leon Uris: «Es la peor

idea para un libro de la que tengo noticia.»

Ante dictamen tan desconsolador recurrieron a los clásicos, por si tenían mejor opinión

de quienes se dedican a la valoración en buena o mala de la obra de los demás; en suma, de

los críticos. Leonardo da Vinci destaca por la rotundidad de su punto de vista: «Me interesa

tan poco el viento que sale de la boca de los críticos, como el que sale bajo su espalda.» Con

tan buenos estímulos tiene mérito que terminasen el libro.

Los críticos sin duda les preocupan mucho a los autores, pues entre las rarezas citan al

crítico de pintura más original, sobornable y parcial de que se tiene noticia. Lo utilizó

Cézanne en su etapa inicial, cuando el mismo dudaba de su talento como pintor y precisaba

elogios. Le sobornó con pagos en una moneda singular, con chocolate, pues el «crítico» era

un precioso loro verde al que Cézanne enseñó a decir una frase y sólo una: «Cezanne es un

gran pintor.»

La mayor sorpresa en la lectura de este libro me la lleve en el capítulo de la música, que

demuestra que no hay nada nuevo bajo el sol. En mi rebusca de datos sobre las aficiones

musicales de los contemporáneos de Beethoven (del que intento escribir un perfil psicológi-

co), encontré un ingles de lo más pintoresco, que a fines del XVIII construyó un aparatoso

instrumento musical con materiales insospechados, con cerdos vivos. El artilugio pretendía

funcionar como un órgano, y el organero y a la vez organista que se llamaba Halligan en

lugar de tubos de estaño para crear las notas seleccionó machos apáticos, cerdas en celo,

verracos, lechoncillos, guarros vetustos, marranetes de mediana envergadura... y los colocó

en jaulas estrechas adosadas en orden de gravedad y agudeza de los gruñidos y chillidos

lacerantes de los animales. Una especie de teclado estaba conectado con unas palancas con

pincho o escobilla al final, y cada una de ellas al accionarla «estimulaba» a uno de los

guarros. El cosquilleo de la escoba o el pinchazo provocaban como respuesta el gruñido o el

grito penetrante del animal, y al tener una cierta regularidad en su reacción acústica, el

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ingenioso señor Halligan lograba que las audiencias reconociesen las notas de alguna

melodía popular, con gran júbilo de los asistentes.

El organero-organista y su piara melódica se ganaron el sustento de una feria rural a otra

por la Inglaterra de fines del XVIII, hasta que una epidemia porcina dejó sin instrumento y

en la ruina al músico.

En el libro citado compruebo que el órgano guarril tiene precedente. Luis XI de Francia

para divertir a sus cortesanos encargó al abate de Baigne que interpretase un concierto con

instrumento nunca antes escuchado, y el buen clérigo construyó uno muy similar al que

acabo de describir, con la misma distribución de los animales de voz grave a la izquierda del

teclado, y los lechones a la derecha. Como la audiencia no era de rudos campesinos sino de

refinados palaciegos, en lugar de usar jaulas abiertas se escondió a los animales bajo una

tienda de terciopelo, nobleza obliga. Este concierto no se celebró al aire libre, como los de

las ferias inglesas, sino en el gran salón del castillo. ¿Y el olor? Parece que era idéntico al de

los asistentes, así que el recital resultó un gran éxito.

Los críticos musicales tienen una larga tradición de ferocidad en el sarcasmo: «... dio ayer

un recital de piano en la sala Pleyel, ¿por qué?», «... parece música, suena como si fuese

música, incluso puede saber a música; pero es tozudamente una no-música», «... el público

sintió vehementes deseos de aplaudirle... en la cara», «... su música es tan repulsiva como su

persona», «... esa pseudopieza maestra tiene tanto sabor como un pavo trufado hecho con

pasta de madera», «... el concierto parecía describir con fidelidad el progreso de un terrible

incendio en el más poblado de nuestros parques zoológicos», «... era tan grato al oído como

el sonido de la sala de laminado de una siderúrgica, combinado con el rugido de los leones

que piden la comida, el chirrido de un tranvía que toma una curva y un cuco borracho en

medio de todo el barullo».

Es la fuente de consuelo cuando lamento no tener dotes musicales.

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DESAMOR

En los tratados de psiquiatría que se estudiaban en mi juventud, no había un capítulo de

remedios terapéuticos para cortar un amor indeseado. Ahora lo tienen, sería un argumento

para los que piensan que el mundo no ha mejorado gran cosa en los últimos decenios, si no

estuviese invalidado por la antigüedad de la búsqueda de remedio para matar un amor

ardiente y no correspondido. En la Edad Media tuvo larga tradición el «mal de amores». El enamorado no satisfecho

languidecía hasta la muerte. Brujas y hechiceros nutrieron su clientela con buscadores de

filtros y bebedizos en las dos direcciones: para encender la llama del amor en la persona que

lo bebía, o para tomarlo ellos mismos y librarse de un enamoramiento que se convirtió en un

martirio.

En las consultas no nos piden el bebedizo para seducir (quizá porque saben que no

tenemos la receta), pero alguna vez acuden para remedio del «mal de amores». También

carecemos de «pócima antiamorosa», pero existen técnicas derivadas de las de modificación

de conducta y de descondicionamiento, que se usan para recuperar jóvenes tras el lavado de

cerebro de una secta explotadora, y para algunas drogodependencias: supresión de

pensamientos, sustitución, distorsión del recuerdo, reflejos condicionados negativos,

aborrecimiento, etc. Pueden utilizarse para el desamor científico.

¿Quiénes solicitan ayuda terapéutica de desamor? En general adultos que, entrados en la

treintena o una etapa posterior, «padecen» un enamoramiento no correspondido, y ya sin

esperanza. Lo que debió ser ilusión y entusiasmo se convierte en obsesión martirizante.

Un caso típico es el de la mujer madura, perdidamente enamorada de un jovencito que la

explota. Otro el del cincuentón prendado de una joven, que le corresponde, y que en difícil

superación de su pasión amorosa quiere no romper círculo de deberes y afectos hacia su

mujer y el resto de la familia; preferiría olvidar el nuevo amor pero no lo consigue: «La he

cambiado de despacho, pero noto que contra mi voluntad acudo una y otra vez al suyo, busco

cualquier pretexto para llamarla por teléfono, estoy como un adolescente, así no podemos

vivir ni ella ni yo, creo que es un trastorno mental, vengo a que me ayude.»

Los médicos tenemos que auxiliar a nuestros pacientes, aunque no nos guste, y las pocas

veces en que lo consideré un deber ineludible me amargó ese papel de bombero que trae

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cubos para apagar la hoguera de un amor indeseado, pero amor, ¡caramba! Nunca me entu-

siasmó el consejo de Juan de Mena: «Pues que me ficieron del mal que vos facen, sabed del

amor desamar, amadores.»

Hay pocas situaciones tan antipáticas como la de proponerse «desamar» apoyado en

recursos científicos, pero hemos de reconocer que los que anhelan el desamor no lo suelen

buscar por capricho o frivolidad (como tantas veces ocurre en los amoríos), sino con

desesperación y angustia.

Se ha pensado y escrito mucho más sobre el enamoramiento, sus delicias y sinsabores,

que sobre la pérdida de la capacidad o inclinación a amar, el desamor. Una de las

excepciones más notables la tenemos en los místicos castellanos, a quienes preocupa

sobremanera el tema de la congelación de los afectos. Un aspecto que les atañe

especialmente a ellos, y es fuente de sus mayores amarguras. Lo designan con un precioso

nombre, que señala su infinita pesadumbre: «desolación espiritual.

En la «desolación espiritual», o «desconsolación espiritual», la mente se mantiene clara y

comprende que debe seguir amando; en cambio, el corazón se congela y pierde la resonancia

sentimental del objeto amado. En los místicos lo anulado es nada menos que la vivencia del

amor de Dios, el que da significado a toda su vida y sacrificios. Quedan colgados en el vacío,

con sensación abrumadora de abandono, desconsuelo, incertidumbre y vacío de sentido. Lo

consideran una prueba de Dios, o una maquinación del enemigo, con torturantes dudas de fe,

de vocación, y sin el apoyo de su habitual armazón de sentimientos y emociones positivas.

Hoy consideramos que estos episodios de desolación, o «desconsolación espiritual»,

pueden ser crisis espirituales o ideológicas, crisis de fe o tratarse simplemente de una fase

patológica de la vida emocional.

En algunas formas de depresión y en otras dolencias psíquicas, la víctima nota ese vacío

de amor. Queda como espectador asombrado de su propio estado del ánimo, percibe que no

«siente» el cariño a sus hijos, a su pareja, etc. Resulta especialmente desconcertante cuando

le ocurre a un enamorado, ya que le es difícil aceptar que se trata de una enfermedad del

ánimo y que curada ésta brotará con la misma pujanza el interrumpido enamoramiento.

En el curso de la vida hay un desamor biológicamente normal y explicable, en la fase que

hoy consideramos madurez y que para los clásicos era el ocaso de la vida, sus «viejos» tenían

de cuarenta a sesenta años. Los entusiasmos amorosos de la pareja original quedan atrás.

Tirso de Molina lo explica: «Por lo que tiene de fuego suele apagarse el amor.»

El instinto de protección a la prole se atenúa con el crecimiento de los hijos. El

escarmiento tras reiterados desengaños y golpes de la vida provoca un reflejo de despego

sentimental de los demás, aumento del egoísmo y disminución de la entrega. Cuando los

místicos orientan su atención hacia la moral, consideran que en la juventud son los afectos y

la pasión los que apartan de la norma, y, en cambio, en la edad madura el pecado viene por

defecto, por frialdad sentimental, y suelen hacer una severa advertencia: «En el atardecer de

la vida Dios te examinará de amor.»

(Blanco y Negro, julio de 1988.)

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APLAUDIR CON EL SILENCIO

La risa es privilegio del género humano. El aplauso lo comparte con otras especies, son

muchos los animales con expresiones sonoras de aprobación y de apoyo a uno de sus

congéneres. Paradójicamente, los que con más frecuencia vemos «aplaudir», las focas y

chimpancés de los circos, no lo hacen en ese momento, sólo responden a una orden del

adiestrador.

Una forma expresiva y poco frecuente de aplauso es hacerlo con el silencio. El silencio es

mucho más que una ausencia de sonidos, es una importante forma de comunicación, que en

ocasiones sustituye a las palabras, en otras las refuerza en un mutis.

«Así habló Toro Sentado, y una vez que hubo hablado guardó silencio.» En el Antiguo

Testamento encontramos frases casi idénticas que no pudo conocer el cronista siux de Sitting

Bull. Tiene que haber un radical psicológico común para que se repitan en culturas tan

diferentes. Beethoven quiso expresar del modo más vehemente su condolencia a una mujer

que acababa de perder a su hijo. Acudió a la casa; sin saludar se sentó al piano, dijo con la

música cuanto tenía que decir y luego marchó en silencio...

Las muestras de aprobación por parte de un grupo o multitud congregados para presenciar

un espectáculo suelen ser ruidosas. Las hay de variada índole, entre nosotros se usan el

palmoteo y gritos, o en circunstancias más discretas murmullos de aprobación. Los

anglosajones mezclan las palmadas con silbidos laudatorios y los alemanes patean; en el

fondo utilizan las plantas de los pies en lugar de las manos para el palmoteo de rigor.

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En la cultura occidental cuando se pide un minuto de silencio suele tener significado de

honra fúnebre, o de homenaje al ausente en desgracia.

Recuerdo mi profunda emoción en dos excepciones importantes, una singular y otra

institucionalizada. La primera fue en la despedida del gran músico Gerald Moore, en su

último concierto en el Albert Hall de Londres en 1967. Fue un memorable homenaje en que

cantaron, acompañados al piano por él por última vez en público, Victoria de los Ángeles,

Elisabeth Swarzkopf y Dietrich Fisher-Dieskau.

Se grabó en directo para editar un álbum insustituible, que recientemente he visto

reproducido en compact disc.

Cada solo, dúo o trío de aquel concierto fue seguido de ovaciones delirantes que crearon

una tensión creciente que debía culminar con la dedicada a Gerald Moore, pero éste al final

del recital se dirigió a los presentes para advertir que en los minutos siguientes iba a inter-

pretar la que sería su última sonata en público, y les rogó que permaneciesen mudos,

inmóviles mientras él, tras las últimas notas, abandonaba el local.

Ninguna manifestación sonora de entusiasmo hubiese podido igualar la carga emocional

de la muestra de respeto y entusiasmo, patente en aquel silencio que sigue sonando en el

corazón de quienes contribuyeron a crearlo.

La otra excepción, la del silencio institucionalizado en forma de costumbre, ocurre todos

los veranos durante las cinco semanas que dura el festival de música de Salzburgo.

La tradición impone que todos los domingos haya una representación teatral, la misma

desde hace muchos años, en la plaza de la catedral. Es la mascota del festival. Se trata de un

auto sacramental del siglo XV, reescrito por Hugo von Hofmannsthal, y que desde 1920 es el

único acontecimiento fijo del festival.

Los mejores actores austriacos y alemanes se disputan el incómodo y antieconómico

honor de actuar en estas cinco sesiones dominicales al aire libre, durante las que se desvía el

tráfico rodado de Salzburgo para que el ruido no moleste.

El estrado se coloca ante la fachada principal de la catedral. Desde todos los edificios que

encuadran la plaza se participa de la acción. Campanadas premonitorias de muerte suenan en

la torre de San Francisco, en el lado opuesto de la plaza, y trompetas desde otra fachada. El

público en un graderío provisional que ocupa toda la plaza sigue, con la tensión de quien

participa en un rito, este espectáculo deslumbrante con los trajes medievales en una

explosión de formas y colorido desplegados en su propio ambiente arquitectónico, en el que

puntúan cromáticamente las fases de la tragedia.

Al terminar el drama que por su índole de auto sacramental y el lugar de la representación

se considera religioso, la multitud se levanta pausadamente, con orden y respeto sale por las

calles laterales sin hablar. Esperan a alejarse para intercambiar las primeras frases, al

principio en voz baja, luego en tono entusiasta para comentar lo que tanto han admirado.

Hasta ese instante tienen la cortesía suprema de aplaudir con el silencio.

(Blanco y Negro, julio de 1988.)

JUANA LA LOCA Y LAS REVISTAS DEL CORAZÓN

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¿Hubiese merecido Juana la Loca espacio en las portadas de las revistas del corazón? Por

supuesto que sí. Hemos de reconocer que su duelo no es de menor magnitud que el de la

Pantoja. El ímpetu pasional superior al de toda la jet-set reunida. Imaginamos los grandes

titulares: « ¿Indicios de que doña Juana olvida su amor por don Felipe?» « ¿Se encuentra

unida sentimentalmente al gobernador de la fortaleza de Tordesillas?»

Aunque la respuesta resultase siempre negativa, y decepcionante para el lector, doña

Juana, a quien correspondía haber sido «la persona más importante del mundo» de su

tiempo, con belleza, porte majestuoso y disparates cotidianos, podría acaparar portadas y un

«amplio reportaje en el interior» semana tras semana, durante decenios.

Hay personas y personajes con atractivo intrínseco, otros carecen de magnetismo. Lo

tienen muy en cuenta los directores de las revistas del corazón, por eso hacen tan buen

negocio.

Padezco una amiga pesadísima (a los amigos de la infancia se les aguanta casi todo),

empeñada en ocupar huecograbado en una de esas publicaciones. Intentó utilizarme para tan

trivial capricho, y se colocó adherida como una lapa cada vez que me enfocaba la cámara de

un fotógrafo de prensa.

Alguna de esas fotos se publicó... sin su imagen, siempre la recortaban. Es perseverante y

perfeccionista, afinó la estrategia. Comprendió que acompañar mi imagen en solitario no

bastaba y esperó agazapada como un tigre en la selva.

Llegó la ocasión propicia en un acto en el Museo del Prado en que actué con Fernando

Fernán-Gómez, Amparo Rivelles y Antonio Mingote. Nada más terminar, en el momento en

que se formaba el semicírculo de fotógrafos, antes del destello del primer flash pegó el salto

del tigre, para eso estaba agazapada en postura felina; se nos colocó en medio y recibió con

sonrisa de anuncio de dentífrico la cegadora ducha de los flashes.

Al fin lo ha conseguido y me dejará en paz, pensé ingenuamente. Publicaron un reportaje

del acto incluida la foto del grupo... sin ella. Ignoro qué milagros del retoque tuvieron que

emplear para eliminarla, pero los utilizaron. Me lamenté al director de la revista.

-Hombre, hubieses ahorrado trabajo y ella sería feliz, podías haber puesto ese pie de foto

tan socorrido: fulano y fulano y una amiga. ¡Mira que privarla de esa migaja de gratificación

narcisista!

-Déjate de historias -contestó un tanto molesto-, conozco bien mi profesión y a ver si de

una vez se entera esa amiga tuya de que aunque ella y su marido se divorcien no son noticia.

Con los personajes históricos ocurre lo mismo que con los contemporáneos: unos son

noticia y otros no. Un escritor reiteradamente fracasado hizo confidencia de su próximo

proyecto: «Voy a escribir la biografía de un peón de brega de Joselito, es un representante

del pueblo y el pueblo también merece...» Pues estás lucido, pensé yo, te sería mucho más

gratificante escribir la de Joselito, y si deseas tranquilizar tu conciencia social dedícale un

capítulo al dichoso peón. Se lo insinué con delicadeza, pero no, el tío quería la del peón. Así

le fue.

La obstinación en elegir lo que les será desfavorable está muy arraigada en ciertas

personas. En mi cuarto de *siglo de docencia universitaria tuve que dirigir las tesis

doctorales de muchas «jóvenes promesas» de mi especialidad.

-¿Me querría usted orientar en mi tesis doctoral? -¿Cuál es el tema elegido?

-Soy de Valladolid y trabajo en el manicomio de esa capital. He revisado los ficheros del

siglo XIX, y encontré un enfermo que permaneció cincuenta y tres años, pienso rehacer su

historia clínica.

-¿De verdad cree que ese tema va a interesar a alguien?

-Cincuenta y tres años en un hospital debe de ser un récord.

Intenté disuadirle. Le expliqué que una tesis doctoral no tiene nada que ver con el

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Guinnes de los récords. Además, cuando en 1957 gané las oposiciones de director del

hospital de Leganés, me encontré entre otras sorpresas con un pobre enfermo que estaba

ingresado desde 1895, 62 años. El final del imperio español en el 98, la primera guerra

mundial, las de Marruecos, la dictadura, la República, la guerra civil, la segunda guerra mun-

dial, el descubrimiento de la penicilina y de la bomba atómica... todo ocurrió sin que él

prestase atención, aislado en el triste recinto de un hospital psiquiátrico.

-Ya ve que no le sirve ni como campeonato de hospitalización. ¿Por qué en lugar de esa

historia clínica anodina no rehace usted la de doña Juana la Loca?

-¿Cómo dice, profesor?

No se lo confesé al muchacho, pero comparé mentalmente el atractivo para los posibles

lectores entre psicótico del XIX y Juana la Loca. No había parangón posible con el recluso

de los 53 años. Me sentí obligado a insistir ante el joven investigador.

-Creo que le dará más satisfacciones dedicar sus esfuerzos al estudio de la reina Juana.

Me ha dicho que es usted de Valladolid, pues tiene la historia a sus puertas, la reina estuvo

cuarenta y siete años encerrada en Tordesillas. Fíjese bien, cuarenta y siete años, casi como

ese enfermo que tanto le ha impresionado.

»De doña Juana la Loca hay un detallado informe durante esos cuarenta y siete años.

Todos los gobernadores de la fortaleza tuvieron que describir la conducta de la reina.

Primero el antipático Luis Ferrer, que durante ocho años escribe a Fernando el Católico y

reconoce «haber usado de violencia» con doña Juana, incluso llegó a «darle cuerda» «para

preservarle la vida, pues se negaba a tomar alimentos». Ahí tiene otra observa ción curiosa:

doña Juana fue precursora de las huelgas de hambre.

»Luego se ocupó de Tordesillas el amable Hernán Duque, bajo cuyos cuidados mejoró

tanto la enferma que se «temió» que recuperase la salud. Carlos V sustituyo a Hernán Duque

por el marqués de Denia, y muerto el marqués, por su hijo.

»El emperador Carlos exigía una carta diaria de los Denia. Se conservan en el archivo de

Simancas. Tienen tanto el padre como el hijo una caligrafía descifrable. Al enfermo mental

se le diagnostica por lo que dice y por lo que hace. Jamás se redactó y conservó un material

clínico tan rico; puede usted recomponer la historia psiquiátrica más completa que nunca

haya existido. ¿Qué le parece?

No le pareció gran cosa. Prefirió la del manicomio de Valladolid, así no necesitaba

desplazarse unos kilómetros. Hay personas que no tienen remedio.

(Blanco y Negro, agosto de 1988.

«DOCTOR, ¡QUÉ DESCANSO!»

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Es muy difícil predecir las reacciones humanas a una misma situación. La mayoría de las

personas responde de forma similar, pero no hay modo de adivinar si el que tenemos

enfrente va a quedar englobado en ese tipo habitual de respuesta.

Una de las mayores sorpresas la disfruté en mi consulta. El paciente parecía de lo más

corrientito, un catedrático de Literatura del instituto de una capital costera, próximo a su

edad de jubilación.

En una primera consulta psiquiátrica, por muy prolongada que sea, siempre falta tiempo

para la evaluación total de la personalidad del entrevistado. Tendemos a iniciar el análisis

desde el momento de la entrada del paciente: si tarda en atravesar la puerta, si se despide o no

de la enfermera, la forma de saludar y de sentarse, de mirar a los ojos o de esquivarlos, etc.,

todo es revelador y debe tenerse en cuenta, no nos podemos distraer ni un segundo.

Por todos estos datos y la primera parte de la conversación, consideré provisionalmente a

don Francisco como tímido, sensitivo, educado, pulcro, minucioso con tendencia a la

prolijidad, susceptible, cumplidor tanto de las normas como de los convencionalismos, de

buen nivel intelectual y cultural.

En conjunto, una persona agradable sin ningún rasgo extraordinario. Tampoco

presentaba nada excepcional el motivo que le traía a la consulta, una depresión de intensidad

media que había comenzado a mejorar espontáneamente. La discreción parecía ser un rasgo

fundamental de don Francisco, hasta para enfermar.

El matiz cumplidor-prolijo de su personalidad sin duda era muy útil en las clases del

instituto, pero resultaba una pesadilla para un interlocutor impaciente como yo.

Don Francisco había leído en algún sitio que al psiquiatra había que contárselo «todo», y

venía dispuesto a cumplir; traía una larguísima relación escrita, para no olvidar nada, y

¡vive el cielo que no lo olvidó!

Con la cuarta parte de lo que me había contado ya tenía completo el diagnóstico y

resuelto el problema clínico, que era muy sencillo, pero no había modo de pararle.

Imaginaba mi paciente que cualquier situación traumática del pasado podía influir en su

dolencia actual; así me detalló sus avatares desde la primera infancia, y la reacción que tuvo

ante cada uno de ellos.

Yo miraba con disimulo el reloj, y pensaba en los nuevos visitantes que se iban

concentrando en la sala de espera mientras don Francisco desgranaba recuerdos de los tres

intentos fallidos antes de ganar las oposiciones a su cátedra, del enamoramiento adolescente

con larguísima espera en un noviazgo interminable hasta la boda, tras la que se aburrió

muchísimo con su mujer hasta que le dejó viudo inconsolable, los cambios de residencia y el

efecto de los distintos climas, etcétera.

Al fin me contó, en el mismo tono de voz delicado y monótono, que unos tres años

antes, sin previo aviso, perdió repentinamente y de modo absoluto la capacidad y la

apetencia sexual.

El machismo tiene grandes inconvenientes. Los varones suelen aceptar muy mal la

involuntaria jubilación de la libido, y una de las consecuencias es que se ponen pesadísimos

en la consulta buscando remedio, y cuando se convencen de que no lo hay eficaz, siguen

hechos unos pelmas con protestas y lamentos.

El tema en un prolijo como don Francisco podía ser de campeonato de aburrimiento para

el interlocutor, y cuando yo esperaba el consabido rosario de lastimeras recriminaciones a la

decadencia viril me miró a los ojos, hizo una pausa, tomó aire y exclamó enfáticamente:

«Doctor, ¡qué descanso!»

Quedé mudo por la sorpresa, era la primera vez en mi vida que escuchaba algo semejante.

Don Francisco interpretó el silencio como invitación a profundizar en el tema, y volvió al

tono monótono: «Soy un hombre con poco éxito con las mujeres, las pocas conquistas que

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logré me costaron enormes esfuerzos y pérdida de tiempo, tengo una moral estricta y a la

frustración se añadían sentimientos de culpa. La relación sexual mercenaria, a la que acudí

alguna vez, me provoca repugnancia, aprensión al contagio de enfermedades y me resulta

humillante. Ahora me encuentro con más tiempo y menos amarguras e insatisfacciones, con

una paz y una tranquilidad que no disfruté en muchos años. Se lo repito, doctor: ¡qué

descanso!»

He utilizado esta anécdota con fines psicoterápicos en muchas ocasiones. Algunas

medicaciones, por ejemplo ciertos tratamientos antidepresivos, producen impotencia

masculina transitoria. Los enfermos se alarman y es preciso advertirles previamente. La

reacción de don Francisco suele provocar una carcajada si se cuenta con énfasis, y luego el

interesado comprende el enorme respaldo de sentido común que contiene, y le sirve de

consuelo para aceptar una etapa transitoria de olvido de las vehemencias instintivas. Quizá

sea útil recordarla en el declinar ineludible por la edad, y en lugar de los lamentos, o junto a

ellos, decir: ¡qué descanso!

LA PALABROTA DE DIOS

Durante algunos lustros la televisión en España alcanzaba a una zona muy reducida, y una

escena permitía averiguar si la instalación de un nuevo repetidor hacía llegar la señal al

pueblo que atravesábamos.

-Supongo que te refieres a la aparición de las antenas en los tejados.

No, me refiero a una señal mucho más fiable. La floración de antenas fue gradual, el

nivel adquisitivo era muy inferior al de hoy, y en cada pueblo sólo el casino, los bares y unos

pocos manirrotos se lanzaban a la compra del televisor. Quizá las antenas no eran visibles

desde nuestro coche. Había una indicación muy fiable que aparecía preferentemente al

cruzar el pueblo de noche.

Por el día los pueblos parecían deshabitados, parte de la población trabajaba en el campo

y el resto en el interior del hogar. Al anochecer, de modo especial los días festivos, la

juventud paseaba por la calle principal que, casi sin excepción, era precisamente la carretera.

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La dignidad del habitante rural le aconsejaba moverse con circunspección, no era de esperar

que ante los bocinazos o los faros se apartasen apresuradamente. La rebeldía a ceder el paso

aumentaba con las luces largas, era mejor cambiar a las de cruce y entonces se averiguaba si

al pueblo llegaba la televisión.

-¿De noche en la calle abarrotada de gente?

Sí, por las piernas. Si no había televisores, las viejas iban vestidas de negro hasta los

tobillos y las mozas con un traje de colorido discreto que bajaba hasta media pantorrilla. En

el pueblo siguiente los faros del coche iluminaban un bosque de muslos, todas las jóvenes

con minifalda: había llegado la televisión.

Entre la población masculina el cambio centrado en los pantalones vaqueros fue menos

repentino, los hombres no son tan rápidos en someterse a la moda.

Tuvimos que parar por avería en un austero pueblo castellano no alcanzado aún por el

repetidor más próximo. En el café jugaban al dominó en varias mesas rectangulares de

mármol. El deslizar de las fichas al entremezclarlas para el reparto y el posterior golpeteo

producen sonidos que al parecer resultan para muchos jugadores más gratos que los

equivalentes sobre una tabla. El atuendo de los clientes del café mantenía la vieja estampa de

boina y pana, con una excepción: uno de los jugadores estaba en vaqueros y camisa de

colorines desabrochada por la que asomaba una abundante pelambrera pectoral.

En aquel pueblo era raro que parase algún viajero, por lo que al cabo de un rato nos dieron

conversación, y así supimos que el de los vaqueros era el nuevo cura, llegado un año antes

con atuendo y conducta que tenían desconcertados a sus feligreses.

-El que era muy bueno era el anterior, don Fermín, un santo, estaba como un grillo pero

era un santo. Tendría usted que oír los disparates que decía desde el púlpito, ya le digo, como

una chiva, se lo tuvieron que llevar al manicomio de Leganés, pero un santo.

Pegué un respingo, pues acababa de ganar las oposiciones a director de ese hospital, y el

viaje era para un breve descanso y reponerme del esfuerzo extenuante de las oposiciones.

El día que tomé posesión de mi puesto, en la primera inspección de los pabellones de

hombres sentí curiosidad por el «santo-grillo-chiva-santo» y busqué una sotana entre los

pacientes que paseaban por los patios y jardines. Ni una. La verdad es que tampoco había

unos vaqueros en todo el hospital, así que esperé a momento más oportuno para preguntar

por «don Fermín)) a la enfermera-jefe del departamento.

-Hermana, ¿tenemos algún paciente sacerdote?

-Sí, don Fermín, es uno de los que usted saludó en el parque.

-Es el que busco, ¿qué diagnóstico tiene?

-Esquizofrenia paranoide, padece el delirio de que habla directamente con Dios y que

recibe órdenes de reformar la Iglesia, también presenta alucinaciones visuales y auditivas,

cree ver a Nuestro Señor y le habla.

- ¿Quiere llamarle?

Don Fermín era un anciano afable, que vestía un traje raído que con toda evidencia no se

cortó para una persona de su tamaño. Simpatizamos desde la primera entrevista y me ofrecí

al despedirnos:

-¿Hay algo que pueda hacer por usted?

-Sí, por favor, que me devuelvan la sotana, me la quitaron al entrar y me dieron esta

chaqueta; toda la vida he llevado la sotana con devoción y con cariño, me siento desnudo y

ridículo, como con un sambenito.

Asunto resuelto, pensé, si no aparece la de don Fermín le podemos pedir la suya al de los

vaqueros, que está en su puesto y no la usa. El tema resultó mucho más complicado de lo que

imaginaba. El Derecho canónico prohibía terminantemente que los sacerdotes vistieran la

sotana durante su internamiento en un manicomio; en un período en que colectivamente se

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despojaban de su tradicional atuendo.

Durante mi gestión como director de hospital psiquiátrico, defendí ardientemente el

derecho del enfermo a vestir como guste, ¡son tan pocos los gustos que pueden satisfacer! En

mi libro Concierto para instrumentos desafinados, relato el pintoresco incidente que tuve con

las autoridades militares por una gorra de «teniente de tranvías». No resultaron menos

incómodos los roces con las autoridades eclesiásticas por la sotana de don Fermín; en el

obispado consideraron que me había puesto muy pesado.

Todo inútil. Don Fermín siguió de paisano y yo escocido por el fracaso de mis gestiones.

La frustración nos unió, teníamos largas charlas en las que comenzó a hacer confidencias

sobre algo que no había detallado a nadie, la iniciación de su relación verbal con Jesucristo.

Estaba de profesor en el seminario y una noche sentí la llamada y me levanté.

Parecía venir la voz del primer piso, y bajé al refectorio, allí sentí la Presencia con tal

intensidad que me temblaban las piernas y la voz al preguntar: Señor, Señor, ¿dónde estás?,

y oí su voz: «Aquí, Fermín, aquí», pero yo aunque notaba como una luz espiritual no veía

nada y pregunté otra vez: ¿dónde, Señor? La voz se hizo más fuerte, y así como enfadada y

dijo: «Aquí, ¡coño!, Fermín, aquí, ¿es que no me ves?» Entonces le vi, y caí de rodillas...

La voz de don Fermín se rompía en la rememoración, y a los espectadores nos llegaba de

algún modo el eco sentimental de aquel diálogo alucinatorio. Mientras le durase la

enfermedad no podía administrar los sacramentos ni decir misa, pero conseguí que le

dejasen actuar de monaguillo.

El capellán estaba enfermo, y era un aleccionador contraste el de la rutina del suplente y

la unción del acólito senil y alucinado. Las palabras de don Fermín al contestar al oficiante

resonaban en la capilla del hospital vigorosas y solemnes; se le notaba extasiado en la

conversación directa con Dios, sin distraerse si en alguna frase surgía, inesperada, una

palabrota.

(Blanco y Negro, septiembre de 1988.)

¿CURAR O NO CURAR?, ÉSTA ES LA PREGUNTA

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Al profano le parecerá que en la lucha contra la enfermedad los médicos tenemos muy

claro de qué bando estamos. Las normas sí están claras; por el contrario, la dramática

realidad de algunos casos excepcionales desdibuja las líneas de conducta. Con

independencia del planteamiento de la eutanasia, que es un tema distinto pese a su aparente

semejanza; los enfermos terminales con sufrimientos terribles y pérdida irrecuperable de la

capacidad intelectual, pero no de la de padecer, plantean problemas delicados tanto en el

plano técnico como en el ético: ¿hasta qué momento hay que prolongar la tortura?, ¿con qué

nivel de asistencia?, ¿con qué medios?, ¿quién está capacitado para decidir?, ¿en nombre de

quién?, ¿con qué criterios?...

«Le sería mucho mejor terminar de una vez.» En mi larga vida profesional lo he

escuchado repetidamente. Todos lo hemos oído. Con demasiada frecuencia comprobé que si

tras esta tajante afirmación de «los que le quieren» el enfermo logra dar su opinión, nos

enteramos de que no desea morir. Los que tienen prisa son «los que le quieren». Algunos sí

anhelan de verdad llegar pronto al final, y quienes los arropan con su afecto comparten

vehementemente el deseo, en una encrucijada de sentimientos contrapuestos que

comprendemos todos los que hemos acompañado a un ser querido en una larga agonía.

El peligro de decidir por otras personas se expresa caricaturizado en el viejo chiste negro:

-¿Cómo está tu suegra? -¿No sabes?, la pobre murió.

-Pero ¿qué ha ocurrido, si la vi hace poco tan campante?

-Chico, fue terrible, se hizo un corte en un dedo y... la tuvimos que rematar.

Es una parodia grotesca, pero refleja lo difícil que es la delimitación de fronteras. La

cruda realidad lo confirma a diario.

Siempre que se discute este tema recuerdo el caso de un amigo al que tengo mucho

afecto. Padece una parálisis cerebral, que no afecta a su clara inteligencia, que ha

demostrado ampliamente en sus logros intelectuales y artísticos por encima de todas las

barreras. A los ocho o nueve años de edad le paseaba su madre en la silla de inválido, con la

cabeza colgante, las manos torcidas en movimientos espasmódicos, la mandíbula deplazada

lateralmente, la mirada perdida en lo alto, un hilo de baba... Una mujerona que se topó con

ellos en la calle paró, miró y dijo en voz alta:

-Pobrecillo, más valía que se muriera.

La madre quedó muda de pena y de irritación y mi amigo, con la voz distorsionada por

sus movimientos espasmódicos, pero con toda claridad, contestó:

-Muérete tú, idiota, que yo no quiero.

Han pasado más de treinta años y todavía no quiere.

Hay manifestaciones extremas en sentido contrario, algunas casi grotescas. Hace ya

muchos años, una enferma majadera y antipatiquísima a la que salvé la vida tras un intento

de suicidio me amenazó con demandarme por «meterme en sus asuntos sin su permiso». La

mayoría de los que intentan la autoeliminación nos dan las gracias después, por haberlos

librado de la muerte, pero no todos. Algunos lo lamentan, tanto si deciden ensayarlo de

nuevo a la primera ocasión como si se «resignan a vivir» tras el fracasado intento. Es una de

las experiencias profesionales más tristes, y desconcertantes, para un médico.

Cuando acabé mis estudios en el año 49 había, como ahora, plétora profesional y era

imposible encontrar puesto de trabajo salvo ganando alguna oposición. La primera en

convocarse fue la de médicos de la Beneficencia Municipal, por lo que pasé varios años de

médico de guardia en una de las «casas de socorro» que había repartidas por Madrid. En la

de la calle Velázquez. ¡Qué escenas se presenciaban en estos centros de urgencia ru-

dimentarios! Creo que alguno de mis colegas debería animarse a escribir sus memorias de

médico de «casa de socorro».

No todo eran tragedias; entre otras visitas teníamos las de las fulanitas que hacían la calle

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en la nuestra de Velázquez. Entraban en busca de calor, café y conversación, y para hacer

amistad «por si algún día nos necesitaban». Eran muy simpáticas; el gremio no tenía el si-

niestro carácter actual dominado por explotadores matones. El mundillo de Madrid era

reducido hasta extremos que hoy parecen irreales; en el descanso de los cines se saludaba a

un montón de amigos y gran parte de los asistentes se conocían, al menos de vista o de oídas.

El nivel de entonces era tan menguado y ramploncillo que disponíamos para toda la capital

de un solo masoquista notorio, un conde. Al menos la sangre azul daba un tono elegante a su

peculiar uso de las fuentes de placer. «Yo soy decente, yo no hago lo del conde.» El sufridor

aristócrata había logrado dividir a las pelandusquillas en dos grupos: las que aceptaban

cobrar por darle latigazos en las nobles posaderas y las «decentes que no hacían lo del

conde». Se enzarzaban en calurosas discusiones del tema. Era otro mundo.

Las guardias nocturnas de la casa de socorro no tenían la catarata ininterrumpida de

ambulancias con aullidos de sirena, que hacen cola en los centros de urgencia actuales.

Había muy pocas ambulancias y no usaban la sirena. Apenas había tráfico y eso reducía el

número de accidentes. Ciertas noches podíamos mantener un rato de tertulia con las

visitantes que he mencionado, leer o dormitar alguna de las doce horas de guardia. En otras

se acumulaban los problemas. Tengo grabada en la memoria una en que nos trajeron a un

joven al que un tranvía acababa de destrozar una pierna a la altura del muslo. El equipo de

guardia lo formábamos

el portero, un médico y un practicante, con un quirófano rudimentario. Mientras hacíamos

milagros para cortar la hemorragia y que llegase a tiempo la ambulancia para trasladarle al

equipo quirúrgico y allí lograsen salvarle la vida, el pobre chico me gritaba: «¡Doctor, díga-

me que podré seguir jugando al fútbol, dígame que podré jugar!»

Nada más salir la ambulancia con el chico con una sola pierna, entraron a una mujer

prácticamente muerta por una intoxicación voluntaria con barbitúricos. La conocía; era la

esposa de un amigo mío al que destrozaba la vida, pues era la mujer más perversa y dañina

que he tratado. La ambulancia acababa de salir y tardó una eternidad en regresar. Extremé

celo e ingenio, luché con pasión, hice filigranas con los escasísimos medios de que disponía;

si alguien me debe el haber seguido con vida fue esa persona, y mientras la arrancaba de las

garras de la muerte pensaba: «Pero ¿qué estoy haciendo yo?, ¡qué disparate!, si es una

serpiente de cascabel!, aniquilo la oportunidad de rehacer su vida de mi amigo... si no estoy

tan activo y ocurrente...» Me sentía como si a los de la película Alien los obligaran a salvar al

monstruo.

Por fortuna mis maestros me habían enseñado que la misión del médico «es muy

importante, y a la vez muy modesta; consiste en salvar vidas, sin preguntarnos sobre su

significado. No somos árbitros del destino, somos sus servidores y en una única dirección: la

de evitar muertes y sufrimientos».

(Blanco y Negro, abril de 1988.)

LA ENFERMEDAD AMABLE

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La renuncia a la plena salud mental más graciosa que conozco es la de María C., persona

de gran sentido del humor como toda su familia. Hace años comenzó a perder memoria e

incluso, según ella, agilidad mental. Como casi todos los profanos son tan aficionados a

recomendar medicinas, la abrumaron parientes y amigos con elogios de un arcaico

compuesto de fósforo que, sin ninguna razón, gozaba de gran fama. Lo tomó y quienes se lo

recomendaron, por supuesto sin usarlo ellos por si acaso, preguntaban sobre los efectos. Para

que la dejasen en paz mintió una mejoría e inmediatamente empezaron a decirle que la

encontraban más espabilada, y lo agradecida que debería estar por tan buena receta.

Al cabo de unas semanas llegó a una reunión que agrupaba a casi todos sus consejeros de

salud. Al unísono saludaron varios con la sonrisa de quien espera elogios:

-Cuéntanos, María, ¿qué tal te va con la medicina que te recomendamos?

-La verdad es que he tenido que dejarla.

-Pero ¿por qué?, si te sentaba tan bien.

-Pues por eso mismo. Me hizo tanto efecto que os encontraba a todos idiotas.

Este despliegue de ingenio tiene su eco sombrío en la realidad clínica; hay enfermos que

no desean mejorar, al menos de algunos de sus síntomas.

Marañón utilizó para el ex libris un fragmento de un verso suyo: «Si la pena no muere, se

la mata.» No conozco mejor expresión del arrebato que nos debe invadir a los médicos

cuando luchamos contra la enfermedad y sus sufrimientos. También nos beneficia a noso-

tros; anestesia las fatigas y sinsabores de nuestra profesión y la hace más plena de sentido.

Por eso nos desconciertan tanto los pacientes que no quieren mejorar. Nos pillan a

contrapié. Algún lector se preguntará qué clase de extraños sujetos pueden reaccionar así.

Más de los que imagina, por de pronto la mayoría de los histéricos, que obtienen lo que se

llama «la ganancia con la enfermedad». Gracias a sus aparatosos síntomas reciben la

atención, curiosidad, lástima y a veces afecto de quienes antes no les hacían caso. Suelen ser

unos hambrientos de la estimación ajena, y a la vez unos pelmas que la dificultan. Es lógico

que prefieran no desprenderse de los beneficios adquiridos a través de la dolencia.

Reaccionan como todos nosotros de chiquillos, cuando maldecíamos la curación de una

gripe o unas anginas, porque había que volver al colegio.

Tanto en estos casos como en los de intentos de suicidio que comenté en un artículo

anterior, el médico no atiende al deseo momentáneo del paciente. El instinto y el código del

médico le obligan a salvar vidas y a curar. No siempre quedamos aplaudiéndonos desde el

fondo del corazón.

En estas reflexiones se me enreda siempre la rememoración de Leocadio. Lo tuve a mi

cuidado al estrenarme, muy joven, como director del «manicomio» de Leganés (era un

manicomio).

Antes y después de Leocadio he conocido multitud de enfermos mentales con delirio de

grandezas. Ninguno con un goce tan pleno y merecido de las fantasías patológicas. La

mayoría exigen sus «derechos» (que es más o menos lo que intentamos todos). Leocadio era

distinto: aceptaba resignado, y con permanente sorpresa, los privilegios que en catarata le

brindaba su delirio. Ni los buscaba, ni los imponía.

La historia real de este paciente era triste. Poco inteligente, muy feo, inocentón, era el

hazmerreír de su pueblo, en el que acaban de morir arruinados sus padres, modestísimos

comerciantes rurales. Ninguna mujer aceptó de buen grado su compañía

La historia delirante de mi paciente era una maravilla. Se consideraba el hombre más rico

de Europa, debido a que varias mujeres de enorme fortuna se enamoraron de él (entre otras

citaba a la princesa Margarita de Inglaterra), y «se habían empeñado» en donarle todos sus

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bienes. «Fíjese usted qué cosa más rara, pero ¿qué le voy a hacer yo?, los abogados dicen que

no tengo más remedio que aceptar.»

Entre las enamoradas-donantes estaba una «archiduquesa de Austria», con lo que

Leocadio era, al parecer también sin poder evitarlo, archiduque. Lo curioso es que disfruté

del trato de varios archiduques en aquel hospital, era como una epidemia; uno de ellos

también memorable fue don Ataúlfo, el propietario del «orinal de plata» que dio título a un

capítulo de mi libro Concierto para instrumentos desafinados.

Lo deslumbrante en Leocadio era la humildad con que aceptaba sus grandezas. «Fíjese,

doctor, qué cosa más curiosa, di un donativo al Vaticano y el Papa me ha concedido dispensa

para casarme con ochenta y seis mujeres, y doce de ellas monjas.» Pensé haber encontrado la

brecha en una apariencia intachable, y pregunté con malicia: «¿De modo que usted dio el

donativo al Vaticano para conseguir esos matrimonios?» La amplia sonrisa del archiduque

consorte iluminó la estancia. «¡Qué va!, doctor, yo di el dinero por las buenas, sin pedir nada,

y Su Santidad me ha salido con esa dispensa, y yo le digo a Su Santidad: ¿pero para qué

tantas?, si con diez o doce tengo de sobra.»

Ninguna sombra oscurecía aquel panorama de bendiciones sin límite. Si se le preguntaba

por las preocupaciones que trae la administración de tan enorme fortuna iniciaba la respuesta

por su típico «¡Qué va!», y añadía radiante: «Si lo hacen todos los administradores...», y se

marchaba al patio a comer cacahuetes tan contento.

Simultáneamente con mi llegada al hospital, dispusimos por vez primera de nuevos

tratamientos que curaban a muchos pacientes similares a Leocadio. La tentación de no

dárselos era enorme. Si le curo, me decía en las largas cavilaciones con su historia clínica en

la mano, convierto al hombre más feliz conquistador y afortunado que conozco en el tontito

del pueblo, bufón involuntario, huérfano, solitario y arruinado... Por suerte para él los

nuevos tratamientos no eran infalibles, y no se curó.

(Blanco y Negro, abril de 1988.)

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LA VIDA ES DEMASIADO BREVE PARA TENER

BUENA CALIGRAFÍA

«La vida es demasiado breve para tener buena caligrafía.» La sentencia carecería de interés

si no la hubiese pronunciado Beethoven. Tenía en efecto mala caligrafía, y razón en no

gastar en mejorarla un tiempo útil para componer.

Todos lamentaríamos que la Novena quedase incompleta por dedicar Beethoven

demasiadas horas a la estética de sus grafismos. ¿Qué más da? Eso es también lo que él

pensaba, pero, para su desgracia, aplicó el criterio con tanta amplitud y en tan diversos

terrenos, que a sus contemporáneos sí les comenzó a importar... y se lo mostraron.

La actitud desdeñosa hacia destrezas que consideraba triviales la manifestó desde la

infancia, en una mezcla de orgullo y rebeldía; antes de poder tomar conciencia de su

genialidad. Muy niño contestó a una vecina que le recriminaba el desaliño en el vestir y la

suciedad del rostro: «Cuando yo sea un dios, eso no tendrá la menor importancia.»

Es una chulada bastante graciosa... ahora que sabemos quién es Beethoven, pero en vida

sólo fue un dios para unas pocas personas; a los demás no les hizo gracia.

Espero publicar en el otoño un libro que tengo casi terminado sobre perfiles psicológicos

de personajes ilustres, entre ellos Beethoven, y en su elaboración he rebuscado en las

memorias de quienes lo trataron íntimamente, y confirman que mi venerado músico siguió

durante toda su vida vistiendo con desaliño y mal gusto, y sin peinarse. En cambio se bañaba

y lavaba la cabeza mucho más de lo habitual en su tiempo. El lavado del pelo se consideró

hasta hace muy poco una tarea peligrosa, casi temeraria. Recuerdo de mis tiempos de estu-

diante de medicina que al hacer la historia clínica a aquellos pobres enfermos, analfabetos y

desnutridos, que nos llegaban a San Carlos, con mucha frecuencia relacionaban el comienzo

de la enfermedad con ese riesgo. De modo especial si eran mujeres y elegían mal el momen-

to: «... se lavó la cabeza, y estaba con el período y...» Lo que nunca comprendí es por qué lo

hacían si estaban convencidas de que una catástrofe biológica seguiría a tan imprudente

inmersión capilar. Por tanto en el caso de Beethoven no extraña que alguno de sus amigos

atribuyese a tanta limpieza del cuero cabelludo la sordera del portador de la melena leonina y

despeinada.

Lo malo de Beethoven era que la pulcritud la reservaba sólo para el cuerpo, no para la

envoltura y ambiente. El traje lo llevaba sucio, en su habitación tenía sobre las sillas platos

con restos de comida de días anteriores, y bajo el piano un orinal que no siempre

permanecía vacío, para eso estaba allí. Además escupía por la ventana y, como era muy

distraído, a veces hacía diana en el espejo. Algunas personas remilgadas encontraban el

ambiente poco acogedor.

Simultáneamente el «dios de los tonos» componía melodías sublimes, inteligentes,

sutiles, que acarician el alma y, de forma más directa que en ningún otro músico, inducen

amor a la naturaleza, a la humanidad, al refinamiento espiritual y a pensamientos elevados.

Algunos artistas son pulcros, otros presentan esta dualidad que es extrema en Beethoven;

por ejemplo Picasso, de quien hablaré en un próximo artículo.

De jóvenes todos nos hemos preguntado quién sería la Elisa de la sonata Para Elisa (ahora

nos cuentan que se llamaba Teresa, son ganas de fastidiar), o la destinataria de La apasionata

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o la del Claro de luna. Imaginábamos que al escucharlas aquellas jóvenes darían la voltereta

como un conejo al recibir el tiro, rendidas de amor, pasión y gratitud; y volaba la fantasía con

el secreto anhelo de escribir una melodía semejante, o al menos poder interpretarla al piano y

recibir similares tributos de amor. Supuso una importante decepción saber que ni una sola

correspondió a sus fervores juveniles. La única dispuesta a entregársele, la famosa Amada

inmortal (¡qué nombre!), llegó casada, histérica y con cuatro hijos, con años de retraso a un

Beethoven bien entrado en la treintena, y fue él quien, quizá por desentrenado, rehuyó

rematar el lance.

Si hacemos la prueba de preguntar a un amigo por qué cree que las mujeres no se

enamoraban de Beethoven, casi siempre responde: «No me extraña nada, era sordo, feo y

pobre, que son tres elementos de disuasión.» Pero la realidad es que antes de los treinta años

no estaba sordo, no era tan feo ni tampoco pobre. El amigo se revuelve: «Ten en cuenta que

Beethoven aspiraba a demasiado para las costumbres de la época, se enamoró de una

condesa.» Podría ser una explicación aceptable si la condesa no se hubiese casado con otro

músico, sin talento y en tan precaria situación económica que el propio Beethoven le tuvo

que prestar dinero. La afición a la música era tal en la sociedad europea, que los músicos

tenían muchas posibilidades para un matrimonio desigual, en su favor. La mayoría de las

mujeres de las que se enamoró Beethoven eran alumnas suyas, que le admiraban.

En las veladas musicales vienesas era frecuente que partidarios fanáticos de dos pianistas

les enfrentasen en un mano a mano, igual que hacemos en España con los toreros y con el

mismo apasionamiento. Un rival frecuente del Beethoven juvenil (luego no aceptó estos

duelos musicales) era otro joven pianista, Hummel, al que muchos consideraban superior

como intérprete a Beethoven. El aspecto físico era por lo menos tan desafortunado como el

del coloso. En lugar de virtuoso del desaliño a lo Beethoven, Hummel era un hortera de

campeonato con los dedos repletos de anillos y el traje siempre inadecuado para la ocasión.

No estaba picado de viruelas como Beethoven, pero padecía un grave tic de la musculatura

facial que, en sus espasmos, le desfiguraba constantemente el rostro. Se apoyó en la

fascinación que produce el talento: Hummel no tuvo dificultad en casarse con una joven muy

bella y simpática. ¿Por qué no Beethoven? Su vida no fue corta, pero quizá descuidó

en exceso «la caligrafía».

(Blanco y Negro, mayo de 1988.)

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LOS PANTALONES CORTOS DE PICASSO

Y LUIS MIGUEL DOMINGUÍN

En aquella época llevaban pantalones cortos en Europa los bañistas, oficiales ingleses

destinados a un cuerpo de ejército colonial, Picasso y algunos tiroleses de medio pelo. De

noche sólo Picasso.

Mi primer encuentro personal con Picasso, y sus pantalones cortos, ocurrió hacia el 52 o

53 en un festival de, cine de Cannes. ¿Qué pintaba yo, medicucho que se ganaba la vida

haciendo guardias en la casa de socorro, en un festival de cine de la Costa Azul? Pintaba de

gorrón. Me había convidado Luis Miguel Dominguín (convaleciente de una terrible cornada

y que aún no podía torear) a compartir la mejor suite del hotel Carlton de Cannes.

Tentación irresistible, busqué un sustituto para mis guardias, pedí unas pesetillas

prestadas, hice la maleta aguanté una bronca descomunal de mi padre que consideró el

asunto una frivolidad, y ¡a volar!

No estaba muy claro lo que allí hacía Luis Miguel. Daba igual, Luis Miguel era un dios.

Un dios griego, héroe y triunfador, que ocupaba páginas de todas las revistas del mundo

fotografiado con Ava Gardner, Rita, Hemingway y presidentes de cualquier país.

En el aeropuerto de Niza le esperaba un enjambre de fotógrafos, que le acompañó sin

cesar durante el festival. Era invitado de honor de todo festejo apetecible, y en las galas y

cenas protocolarias ocupaba puesto en la mesa presidencial, y le seguía ese foco que destaca

a los que ya están destacados sin necesidad de que los iluminen.

Luis Miguel es un colosal amigo de sus amigos (si no se le peina contrapelo y está de

malas), y se las arregló para conseguirme invitación en su vecindad en casi todos los sitios; y

en los restantes me coló por las buenas o por las malas. Así hice todas las cenas del festival,

de una mesa presidencial a otra, en esas sillas supletorias que colocan de muy mala gana en

el último momento en una esquina.

Permanecer en el corrillo de iniciados, aunque fuese colado, permitía ver la función entre

bastidores, con sus intrigas y mezquindades.

A un pardillo, como era yo, le extrañó mucho ver el extraordinario interés de los

directivos en llevar a Picasso a presidir uno de los actos solemnes. Conocía pocas cosas de

Picasso y encima no las entendía. Además, ¿qué tenía que ver Picasso con el cine? No voy a

presumir ahora de que una especial intuición me hizo callar tan torpes reflexiones, por

suerte todos iban a lo suyo y nadie escuchaba; además, muchos compartían esas opiniones,

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eran las comunes en aquella época.

El asombro llegó a la cumbre al saber que Picasso, que yo en mi inocencia suponía

halagado con el honor de presidir el festival, lo desdeñaba negándose a asistir. Los que hoy

llamamos «relaciones públicas» iban presurosos y regresaban con expresión desolada. El

maestro se negaba, al parecer con una actitud a lo Diógenes: «... que te apartes y no me quites

el sol». Los directivos recurrieron a resortes oficiales, ministerio, ayuntamiento, etc.

Rechazo de Picasso. Utilizaron a supuestos «íntimos amigos» del pintor que los mandó a

paseo por que no eran «amigos». Al fin el director bajó del Olimpo: «Tendré que ir yo

mismo, ¿alguno de ustedes conoce íntimamente al maestro para acompañarme?» Arrancó

Luis Miguel Dominguín tras un silencio incómodo de los organizadores: «Si quieren yo

puedo llamarle por teléfono, pero no respondo del resultado.» «¿Pero usted le conoce?, ¿no

es mejor que vayamos a verlo juntos?» Ante el tonillo cargante del francés el torero se

engalló y sacó a relucir su temible mordacidad: «Sí, y lo que es más importante, también él

me conoce a mí.» El personajillo no se dio por enterado. «¿Podría usted llamarlo ahora

mismo?»

Regresó Luis Miguel del teléfono con máscara de preocupado y un brillo guasón en los

ojos. «Acepta venir a la clausura, pero dice que tal como esté, que no puede dedicar tiempo a

componerse.» «Oiga, ¿y cómo cree usted que estará?» «Bueno, ya saben cómo suele estar.»

«Bien, bien, que venga como quiera pero, ¡por mil diablos, que venga!»

Logró Luis Miguel que acudiese Picasso a la entrega de premios «como estaba»: en

camiseta arrugada, sandalias y pantalón corto. A las funciones nocturnas del festival asistían

las señoras de traje largo y enjoyadas, y los hombres todos de esmoquin, menos un

corresponsal portugués que iba de frac y nos miraba por encima del hombro. Hoy las

costumbres son diferentes, y tenemos más conciencia de quiénes eran Einstein y Picasso, y

aplaudimos que no hayan perdido un minuto de su precioso tiempo en formalismos de

guardarropía, pero entonces... fue una bomba. Se escuchaban murmullos: «Es un desprecio,

un insulto.» «¡Qué se ha creído!»

Picasso no explicó lo que se creía, en cambio dijo que tenía frío. El aire acondicionado de

la sala resultaba excesivo para su atuendo. Cuchicheos entre los directivos que se pasaban la

pelota en escala descendiente, y al final un relaciones públicas hercúleo entregó su chaqueta

al pintor, a quien llegaba casi al borde inferior de los pantalones. Así recibió una larguísima

ovación y repartió los premios tan contento.

En un artículo anterior comenté que a Beethoven no le perdonaron sus contemporáneos

unos desplantes equivalentes, aunque menos osados. ¿Por qué? La explicación es

«multifactorial», como dicen los pedantes, y con los elementos ambientales es decisiva la

personalidad del implicado. Picasso desdeñó asistir al festival como he relatado, pero una

vez que aceptó estuvo simpatiquísimo con todos aquellos figurones a quienes despreciaba,

encantador con los premiados, y hasta tuvo la cortesía de fingir una cierta gratitud por los

aplausos. Captó inmediatamente al público. Otro día hablaremos de lo importante que es

«parecen» simpático. No existe mejor negocio que conseguir que digan con sonrisa

benévola: «Son cosas de...»

(Blanco y Negro, mayo de 1988.)

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SÓLO LA VEO EN VAQUEROS

La frase completa: «¿Para qué demonios gasta tantos millones en vestidos, si luego la veo

sólo en vaqueros?» Salió con rabia y despecho de los labios de Aristóteles Onassis, la

reprodujo la prensa y me hizo gracia. Había contemplado poco antes, desde otra

embarcación, al naviero y a su mujer en la cubierta del Christina, solos y empapados en un

aburrimiento tan palpable que se percibía desde una distancia de media milla. Luego apare-

cía Jackie en la galería de tiendas de Cala di Volpe, con pañuelo en la cabeza y las gafas de

sol sobre el pañuelo, sonrisa radiante de oreja a oreja y brillo en los ojos, rodeada de un

pequeño séquito que cargaba con la catarata de trajes, joyas y objetos carísimos, que en un

breve arrebato de actividad recolectaba en las tiendas más caras del Mediterráneo (millón y

medio de dólares en el primer año sólo en «caprichos»). En la cubierta del barco, sin sonrisa,

una camiseta de dos perras gordas y los famosos vaqueros. Enfundada en ellos aparecía en la

mayoría de las fotos que a diario nos prodigaba la prensa.

El comentario dio la vuelta al mundo, y en París a una persona le dio un vuelco al

corazón. María Callas vio renacer la esperanza de un amor perdido. Nuevas noticias de la

decepción de Onassis avivaron el rescoldo de ilusiones. Una revista publicó la carta de

Jackie ex Kennedy a un «intimísimo amigo» durante el viaje de bodas con Onassis: «... debí

contártelo (el precipitado matrimonio con Onassis), pero leí algo que habías dicho y quedé

profundamente herida, querido Ros. Espero que sepas todo lo que has sido, eres y serás para

mí». La lectura de estas frases, repetidas en toda la prensa amarilla, no es lo más adecuado

para poner contento a un' marido griego.

Onassis intentaba siempre no desprenderse de ninguno de sus negocios ni de ninguna de

sus mujeres. Comenzó a tender puentes de nuevo a la Callas, a la que, en frase de su

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magnífica biógrafa Ariana Stassinopoulos, «había despojado de fama, fortuna y amigos».

Al enamorarse de Onassis inició María Callas su declinar. Cuando aún dudaba

abandonar a su marido, que seguía en la luna, para unirse a Aristóteles, comentó la

indecisión con un confidente que, asustado del conflicto que se avecinaba, exclamó: «Pero

María, esto es un melodrama», y ella con un deje de ensoñación melancólica contestó: «No,

nada de melodrama, ¡es un drama!» Lo fue, teñido de infidelidades y mezquindad por parte

de Onassis.

Formaban mala combinación. Onassis tenía envidiosos en todo el mundo; María,

adoradores. En la pareja era él quien llevaba el bastón de mando, y lo usaba para dar palos.

En 1960 María dijo en público que se iban a casar, y al día siguiente él lo desmintió a la

prensa: «Era una broma de María.» En pleno idilio, si invitaba a Winston Churchill o a su

esposa a un crucero en el Christina, desembarcaba a María para no herir los sentimientos de

los Churchill, que apreciaban a Tina, la ex esposa de Onassis. Un día de julio tuvieron la

siguiente conversación, iniciada por Onassis:

-Te convendría marchar unas semanas a París.

-¿A París en agosto?, estás loco.

-Tengo invitados incompatibles contigo, y necesito que abandones el barco.

Tras nueve años de actuar como anfitriona y ama de casa en el Christina con sus sesenta

tripulantes, María tuvo que marchar con lágrimas, amargura y despecho. En el hotel se

enteró por la televisión de quién era el huésped incompatible: Jackie, viuda de Kennedy,

que la iba a sustituir en el navío y en el corazón del griego. Ahora María parecía tener una

nueva oportunidad de revivir el viejo amor.

La diva suprema reconocía desde su soledad en París el abandono colectivo. En busca de

una explicación dijo de sí misma : «Es muy difícil ser amigo de una estrella.» En realidad

ella lo hacía difícil, estaba inaguantable.

Quedaba un pequeño grupo de amigos incondicionales de la Callas. George Moore, el

gran financiero americano, vive parte del año en Sotogrande, el lugar en que paso las

vacaciones. Fue presidente de la Metropolitan Opera de Nueva York, y la compartida

melomanía resultó un motivo de unión entre nosotros. Me llamó por teléfono a Madrid:

-¿Podrías acudir este fin de semana a Sotogrande? Tendré en casa a María Callas.

Acudí a la casa de Moore. George disfruta con objetos un tanto estrafalarios que le sirven

de puente sentimental con sus buenos recuerdos. Antes de entrar en la casa se tropieza con el

primero, el felpudo para limpiarse los pies. Usaba por entonces uno que le había regalado

Onassis, el del Christina, con el nombre del barco estampado. Onassis y el yate serían

lógicamente de rememoración amarga para la Callas.

Veintinueve de mayo de 1970. Decididamente el felpudo del Christina no era el mejor

recibimiento. Moore, en un gesto de delicadeza, cambió la alfombrilla por otra no menos

extravagante. En la habitación destinada a la diva había tres inmensos ramos de rosas rojas.

En el magnetófono la grabación del aria de Norma «Casta diva» cantada por María, para

que sonase a su llegada.

-Por cierto, María debería estar aquí hace más de una hora, ¿llamamos al aeropuerto de

Málaga para averiguar el retraso?

No nos dio tiempo. El servicio escuchaba su transisstor, y el mayordomo entró con aire

sombrío.

-Señor, acaban de decir por la radio que la señora Callas se ha intentado suicidar.

Moore logró hablar con la casa de María en París. No hubo tal intento de suicidio; se

desbocó en la dosis de tranquilizantes y somníferos de la noche anterior. Con el susto la

ingresaron en el hospital americano de Paris y olvidaron avisar a Sotogrande. Seguía

estupurosa, pero ya fuera de peligro.

Rumiaba la mezcla de alivio por la última noticia con la decepción por no haber

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coincidido con mi admirada Callas, y Moore intentó animarme: «Cuando se reponga,

necesitará aún más que antes unos días de descanso aquí; te avisaré de nuevo. George

cumple siempre sus promesas.»

(Blanco y Negro, diciembre de 1988.)

EL CANTO DE UN PÁJARO TRISTE

María Callas comentó: «Sólo un pájaro feliz es capaz de cantar», y ya no era un pájaro

feliz. Pasaba los días, los meses, solitaria, amargada y hosca en su apartamento de París.

Embotada por los tranquilizantes y somníferos, miraba, ¿veía?, durante horas y horas la

televisión, o escuchaba sus antiguas grabaciones, las legales y las piratas, con una mezcla de

embeleso, nostalgia y amargura. Aceptaba de tarde en tarde una cita a salir a cenar o al cine

con algún amigo, para casi siempre darle plantón a última hora, y seguir con la televisión y

las píldoras.

Mortecina en su vida real, era para sus muchos adoradores una leyenda viva, y una

añoranza. La Callas tuvo el mayor nivel de popularidad cuando empezaba a no merecerlo. Al

abandonar su carrera por Onassis canjeó el talento y la justificada fama por popularidad. Se

interesaron por ella, en curiosidad apasionada, millones de personas a las que la mejor

soprano del mundo dejó previamente indiferentes. La escasez de sus actuaciones las

convertía en acontecimientos sensacionales, y los melómanos no lograban localidades para

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la sesión, agotadas por los buscadores de sensaciones, que aplaudían «el espectáculo» sin

percatarse de la calidad.

María intentaba de vez en vez, como en los antiguos programas de rehabilitación de

penados, «la redención por el trabajo», y luchaba contra su tedio vital, ¿mortal?, con ensayos

de horas ante el piano.

El entrenamiento de una gran soprano es tan riguroso como el de un atleta para las

Olimpiadas, no puede hacerse a rachas. El mero adiestramiento de la musculatura

diafragmática, para impostar y colocar adecuadamente la voz, y conseguir el milagro de que

los susurros se escuchen con claridad desde la última localidad de gallinero, es un logro

prodigioso que debe reconquistarse a diario, no de forma intermitente.

La Callas llevaba seis años sin apenas cantar, y con un pánico creciente al fracaso, que la

martirizaba ante cada aparición pública. Para la Norma de París de 1967 tuvieron que

administrarle tranquilizantes e inyecciones tónicas. En 1973 George Moore me comunicó

muy preocupado que María, contra toda previsión razonable, sin voz, sin entrenamiento, sin

estado de ánimo apropiado, se disponía a reaparecer. ¿Por qué?

Es muy difícil penetrar en la raíz de una decisión tan importante. Nunca se hace por un

solo motivo. María seguía enamorada de Onassis, que la utilizaba como fuente de consuelo y

de apoyo a la vanidad quebrantada, tras cada desavenencia conyugal con Jackie. Después de

un brote de esperanza renacida recibía la Callas otra amarga decepción. Comprendió al fin

que Onassis usaba a la mujer, pero que años atrás quedó prendado sólo del relumbrón de la

«diva suprema», para presumir con el trofeo. Imaginó María que precisaba volver a ser una

gran estrella con luz propia, y así fijar la atención del griego. Fantasías irrazonables de una

enamorada.

La Callas fue una artista de técnica irreprochable, y con sentido crítico certero y sutil.

Debiera ser la primera en percatarse de su incapacidad presente. La adulación es un poderoso

anestésico de la autocrítica, de modo especial cuando lo que escuchamos corresponde a un

anhelo vehemente. En cuanto María salía de su escondite, y despejaba la neblina

farmacológica, quedaba envuelta en el aroma del entusiasmo fanático de sus viejos admi-

radores.

Es difícil dar idea hoy, a quienes no conocieron su gloria, lo que fue la Callas para sus

miles de entusiastas. Cuatro años más tarde, en su entierro en 1977, la multitud aplaudirá

todavía al paso del féretro, entre gritos de «¡brava! bravíssima!», y «¡Las diosas nunca

mueren!». Naturalmente María no podía predecir tan extraña apoteosis póstuma, pero

paladeó en esos meses decisivos antes de la reaparición de 1973 la pervivencia de la antigua

idolatría de sus fanáticos.

Impartió unas clases en la Julliard School of Music de Nueva York, y además de los

alumnos asistieron, cada día, todas las grandes figuras del mundo musical neoyorquino,

entre ellas un joven tenor español que iniciaba su vuelo, Plácido Domingo. Eran clases y

estaba prohibido aplaudir; sin embargo en cuanto María, para orientar a un alumno, cantó

una breve frase, los espectadores rompieron la norma con un aplauso frenético, electrizados

con la magia de la presencia escénica de María. La Callas comenzó a ensayar en secreto.

Unas semanas más tarde asistió a una representación en la Scala de Milán. En el descanso la

reconocieron algunos espectadores, y al instante todos los del patio de butacas en pleno

vueltos hacia su palco comenzaron a aplaudir y a gritar enloquecidos: «Ritorna, Maria,

ritorna, ritorna!...» «Vuelve, María, vuelve», era lo que ella deseaba con toda el alma.

Un antiguo triunfador en pareja con María también retirado, Giuseppe di Stefano, tuvo la

peregrina idea de reverdecer conjuntamente los marchitos laureles; y reapareció en la vida de

María con cantos de sirena para empujarla a una gira «triunfal», de ambos, por Europa y

Estados Unidos.

No es extraño que Moore, que tanto quería a la Callas, estuviese preocupado.

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-Pero, George -le pregunté-, ¿cómo es posible que ninguno de los dos se percate de que se

encaminan hacia una catástrofe?

-El fin de semana próximo tendré a los dos en mi casa de Sotogrande, ¿por qué no vienes,

lo averiguas y me lo cuentas?

Era un desafío, y a la vez una proposición muy tentadora. Soy frágil ante las grandes

tentaciones.

(Blanco y Negro, diciembre de 1988.)

ES MÁS FÁCIL ADMIRARLA QUE QUERERLA

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Uno de los empresarios de la Callas, entusiasta de esta artista singular, y que había luchado

durante meses para convenir con ella un óptimo contrato, se encontró con que María, ¡otra

vez!, lo canceló a última hora echándole a perder esfuerzos, negociaciones, viajes, gastos... y

le dejaba en ridículo. Con ejemplar señorío no discutió, y al salir de la habitación de la diva

le escucharon lamentar: «Es más fácil admirarla que quererla.»

Recordaba este desahogo al esperar el encuentro con la Callas, en el mismo lugar al que

tres años antes no llegó por su falso intento de suicidio. Vino puntual, con enormes gafas

negras graduadas, poco equipaje, y acompañada de Giuseppe di Stefano.

Fuerte contraste con la última imagen física que guardaba de ella en Madrid y Milán,

radiante en su gloria de diva suprema. La Tigresa que se atrevió a dejar plantado a media

función a todo el auditorio de la Scala de Milán, que incluía al presidente de la República

italiana y a su esposa en un palco; que al menor siseo aprovechaba una frase del libreto para

cantarle desafiante al público « ¡Cruel!», en giro iracundo de la cabeza para hacer flamear la

melena de luminoso caoba... era en aquel día de 1973 un velero que regresaba desarbolado

tras sufrir una serie de tormentas. Pelo mate, con las raíces grises sin teñir y las puntas

abiertas; tobillos hinchados; atuendo insípido y desganado, probablemente elegido de forma

rutinaria por la doncella; sin un adorno con la excepción de un interesante reloj masculino

del XVIII que llevaba pendiente de una cadena de oro. Expresión de abatimiento y cansancio

infinito; con sus cincuenta años y todos los esfuerzos, triunfos y amarguras acumulados

pesándole en el alma.

Giuseppe di Stefano, a quien no había tratado personalmente hasta ese momento, era la

otra cara de la moneda. Blazier azul cruzado con botones dorados de un club elegante,

pantalón de gabardina, corbata llamativa y bien entonada, pañuelo de seda a juego erguido

en el bolsillo de la chaqueta. Fornido, bronceado, sonriente, locuaz, gracioso, ocurrente,

sintónico. Cautivó de inmediato a todos los presentes, incluido el servicio de la casa; dio un

abrazo de despedida al chófer que los había traído del aeropuerto de Málaga, y además de las

personas sedujo a toda la jauría de perros de la más rara especie que siempre tiene George

Moore circulando por la casa y que, por suerte para los restantes huéspedes, ya no se querían

subir más que a las rodillas del tenor. Sospecho que lo mismo les ocurría a algunas invitadas.

En verdad, es uno de los hombres más simpáticos que he conocido.

Cristina, una de las hijas de los Moore y ahijada de la Callas, salió a recibirla con un ramo

de rosas rojas, la flor preferida de la soprano. Como en la fallida visita anterior, otros tres

grandes ramos esperaban en el dormitorio de María, y la grabación de su «Casta diva» de

Norma preparada en el magnetófono, para timbrar con gloria pretérita la cálida acogida.

En la manipulación apresurada se atascó el aparato y no sonó el aria que había traído de

mi discoteca para la ocasión. Después he comprendido que aquel contratiempo fue una

suerte. No recordaba que una de las broncas del público que la indujeron al retiro ocurrió du-

rante la Norma de París del 65. Al terminar la representación se desahogó con un amigo: «...

¿cómo es posible que no comprendan que soy también un ser humano, con mis angustias y

un miedo terrible al fracaso... Al verme sola en escena, con trajes deslumbrantes y joyas que

brillan bajo los focos, creen que soy una heroína insensible, y me tratan despiadadamente...».

María tenía la voz alterada por una faringitis y quedaban otras tres representaciones; en ellas

una joven rival con la que cantaba el famoso dúo, Firenza Cossoto, vio su oportunidad de

empinarse sobre el pedestal roto de la garganta enferma de la Callas, al vencerla en el duelo

vocal. Lo consiguió. Al caer el telón tras la última representación no pudieron levantarlo por

la sonora ausencia de aplausos; detrás del telón María se desmayó, aún en el escenario. No

volvió a cantar Norma. He de reconocer que «Casta diva» no hubiera resultado el

recibimiento más oportuno. Probablemente debo al atasco del magnetófono que fuese

posible la relación cordial que en los días siguientes establecí con la prima donna absoluta.

«Es más fácil admirarla que quererla.» No se cumplió durante aquellos días; la vi rodeada

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del afecto entrañable de sus anfitriones Sharon y George Moore, y de la atención de Di

Stefano en un empeño permanente de alegrar el espíritu decaído de María. Formábamos un

pequeño grupo optimista y relajado que se completó a la llegada de mis buenos amigos Lula

y Alberto. Alberto es ingenioso, rápido, y con un descaro cordial que convierte la

conversación en un desafío divertido. La Callas reconoció que le gustaban las personas que

piensan con rapidez y hablan de prisa y que, al menos en ese sentido, no se sentía

defraudada. Lo malo era que de vez en cuando, incluso a mitad de una anécdota apasionante,

la soprano se ponía en pie y abandonaba por. unos instantes la habitación. Exactamente cada

dos horas.

Cada ciento veinte minutos se ponía en marcha la sonería del reloj del siglo XVIII que

llevaba colgado la Callas. Era la advertencia de que debía ponerse unas gotas de colirio en

los ojos, por el glaucoma que le habían diagnosticado pocas semanas antes, justo en los días

en que falleció su padre. Hay un viejo dicho castellano: «Las desgracias nunca vienen

solas.» A María acudieron a visitarla las desdichas en grupo nutrido. Al ensayar seriamente

se recrudeció la antigua sinusitis crónica que hacía doloroso el canto de las notas agudas. La

hinchazón de tobillos que percibimos a su llegada era una de las múltiples manifestaciones

psicosomáticas que en los últimos años inexorablemente desencadenaba el estado de tensión

emocional, verdadera crisis de pánico, que la invadía antes de sus actuaciones.

En esa situación la empujaban al retorno a los escenarios. Quienes la acompañamos en

aquellos días temíamos hacerle un flaco servicio al avivar la vieja energía, aún latente bajo

su manto de melancolía y abandono.

(Blanco y Negro, diciembre de 1988.)

DISTINTA A TODAS LAS DEMÁS

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María Callas fue distinta a las restantes grandes sopranos de su período. Es muy aventurada

la comparación con las de siglos pasados, de las que no queda testimonio acústico, sólo la

referencia verbal de sus contemporáneos, pero parece que existió alguna similar.

Antes del cine no disponían de estrellas cinematográficas, en las que plasmar fantasías de

amor y deseo, como ocurrió a las generaciones de los primeros sesenta años de este siglo

(ahora está pasado de moda); previamente las mujeres expuestas a la admiración colectiva

eran las grandes cantantes, las actrices y las bailarinas. Al ir a la ópera no se pretendía sólo

asistir a un concierto escenificado; los espectadores acudían a una obra de teatro, cómica o

dramática, sublimada por la música.

Las prima donnas del pasado intentaban ser también actrices, representar las pasiones de

las heroínas, y hacerlo de una forma seductora. El mundillo musical era reducido, de grupos,

no de multitudes como hoy; por tanto contaban mucho las personas asistentes, y las can-

tantes aprovechaban al máximo su potencial de seducción personal, erótico-emotiva, al

encarnar las venturas y desdichas amorosas de las protagonistas.

En una etapa posterior, al contar con los sistemas de reproducción sonora, los gramófonos

y la radio, los factores de encanto personal importaban menos, y se llegó en un purismo

musical excesivo a desdeñar, como impurezas o trucos histriónicos, las facultades dramáti-

cas de tenores y sopranos; sólo interesaba la fidelidad melódica, el timbre de voz, etcétera.

El esquema funcionaba bien en la audición casera de unos discos, pero la ópera comenzó

a resultar un espectáculo excesivamente aséptico y frío; era un concierto con disfraces,

malos disfraces, pobres decorados y pésimos actores. Para colmo de calamidades la voz se

impulsa desde el diafragma más fácilmente con las piernas abiertas que con los pies juntos,

y al descuidar la figura los cantantes comenzaron a navegar por los escenarios bam-

boleándose como marionetas espatarradas; es una imagen muy repetida en las

representaciones de ópera y que hacía preguntarse a los espectadores: «Pero ¿por qué de-

monios caminan así?»

La desgracia de la ópera está en que no tolera el notable alto; exige la matrícula de honor.

Aunque hayan contratado a unos solistas excelentes, si el coro es pobre, las figuras

secundarias son de cuarto orden, la orquesta mediocre, los decorados ramplones (que es lo

que ocurría con más frecuencia)... es mejor oírla en casa; la ópera se escucha

magníficamente en discos. Muchos aficionados comenzaron a preferir la versión de

concierto, o la poltrona casera con ópera enlatada y cómoda lectura del libreto.

Por supuesto este esquema resulta caricaturesco, lo empleo deliberadamente para marcar

lo que significó la aparición de la Callas; una pregunta que nos hacen a veces los jóvenes

melómanos de hoy y que es muy compleja de contestar.

María Callas era una perfeccionista total. En lugar de aspirar sólo a la perfección vocal y

melódica, se propuso añadir potencia dramática a sus interpretaciones; a expresar con pasión

las pasiones. Lo consiguió.

Cuando la Callas cantaba una aria cuyo texto contenía palabras de odio, la ira y el rencor

vibraban en el aire del teatro; si las palabras eran de ternura, entrega o de indecisión,

comunicaba estos sentimientos. Por ejemplo, en el final de La Traviata la muerte de Violetta

Valery se suele escuchar con deleite musical, y sólo una participación distante en el tema. Al

cantarla la Callas muchos espectadores lloraban, inmersos plenamente en la intensidad de la

tragedia. Eso ocurría «sólo» con la Callas; era una vivencia melódico-estético-sentimental

irrepetible. En cierto sentido resucitó la ópera. Es lo que convirtió en adictos delirantes a

quienes supieron entenderlo; era lo que le agradecían, lo que nunca olvidaron y que explica

la reacción del público en su última gira de recitales, para la que se disponía en los días en

que coincidí con ella en Sotogrande.

Existe un equívoco muy difundido: imaginar que la Callas actuaba, que «ponía caras y

posturas». Por supuesto lo hacía, y magníficamente, pero no era la clave. Lo explicó ella

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misma en las últimas lecciones que había dado, unos meses antes, en la Julliard School of

Music en Nueva York. Un joven tenor interpretaba ante ella un aria de amor apasionada; lo

hizo correctamente pero con frialdad. María le preguntó:

-¿Sabes lo que significan las palabras que cantas?

-Sí, « ¡eres mía!»

-¡Pues dilo así!

El tenor, aturdido, repitió el fragmento exactamente igual, y apretó el abrazo a María, que

le advirtió irritada:

-Con las manos no, hombre, ¡con la voz!, ¡con la voz!

Es lo que María supo hacer como nadie, su sello de marca. En otros aspectos la superaba

por ejemplo la voz cristalina, placentera de escuchar de Victoria de los Ángeles, o el estilo

elegante y musicalmente impecable de Renata Tebaldi. El interrogante ante el proyecto de

reaparición era si dentro de la Callas, mermada de voz, quedaba el fuego interno con el que

incendiaba los auditorios.

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UN SILBATO QUE YA NO CHIFLA

La buena educación se nota en los malos momentos. Onassis, en los malos momentos, era de

una rudeza brutal con María Callas. En una de las broncas, al palidecer la estrella de María, y

resultar menos envidiable como trofeo, le espetó: « ¿Quién te crees que eres? No eres nada,

no eres nadie; sólo tienes un silbato en la garganta y ya no chifla.»

Era atroz la invectiva y reflejaba en parte la realidad. A la Callas la abandonaron a la vez

su voz y su amante, las dos cosas que daban significado a su vida.

María recibió los halagos más extremados de la crítica. Entre la catarata de loas

comenzaron a aparecer esporádicamente críticas adversas, y alguna feroz. El timbre de voz

de María, a partir de un tiempo era más opaco, fallaba ocasionalmente las notas altas. La

pérdida del control absoluto de las cuerdas vocales la llevaba a desafinar alguna vez.

Existen intérpretes exactos pero fríos, que nos dejan también indiferentes, y otros con

fallos y que sin embargo emocionan. Arturo Rubinstein equivocaba alguna nota, y en otros

momentos lograba ponernos la carne de gallina; siempre le preferí a los pianistas sin errores

pero insípidos, que suenan a pianola. Por suerte para Rubinstein, no tenía a la mitad del

público en espera del fallo para darle un pateo; no habría logrado terminar los conciertos. En

cambio María Callas, en la premiare de cada ópera, sabía que allí estaba un amplio grupo

impaciente, que aguardaba el menor desliz para mostrarle con siseos, pateos y silbidos su

desaprobación, en las broncas más fenomenales que se escucharon en los teatros de ópera.

¿Quiénes eran aquellos reventadores, y por qué lo hacían? Eran los «tebaldistas», los

fanáticos de su rival Renata Tebaldi, y de la «otra forma» de cantar, y estaban seguros de no

recibir represalias porque la Tebaldi jamás fallaba una nota. Es lógico que María Callas

sufriese un pánico progresivo a subir al escenario.

La Callas, menguada de voz, ¿con qué resorte lograba en una misma representación entre

críticas adversas los aplausos delirantes? Contaba con su milagrosa capacidad de fascinar,

que es la esencia del gran actor.

Al entrar en una sala de un museo que visitamos por primera vez, de repente entre todos

los cuadros destaca uno, «tiene presencia» que quizá se desvanezca luego al analizarlo, pero

por el momento es el que se impone. Ocurre lo mismo con las personas en una reunión de

cualquier tipo; da igual que sea de empresa, sindical, asamblearia, procesión devota, motín o

turba sanguinaria. En el grupo que desconocemos suele haber alguien que nos impresiona.

¿Quién será?, nos preguntamos. Tiene «presencia».

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Tal capacidad de destacar con su sola aparición la poseía en grado sumo María Callas. En

algunas óperas, por ejemplo en Las vísperas sicilianas, la protagonista sale al escenario entre

un grupo de mujeres con atuendo similar, y en silencio. Cuando la intérprete era María, una

intuición cargada emotivamente brotaba al unísono en los espectadores: «¡Es ella!» Los

actores de rango supremo cambian el clima psicológico de toda la sala con sólo una mirada o

un gesto.

Al llegar a la casa de Sharon y George Moore en Sotogrande en el 73, María había

perdido la fuerza interior que es el motor de la «presencia». La recuperó en los días

siguientes. La vimos vitalizarse por horas, caldeada con las atenciones de todos y el

optimismo desbordado de Giuseppe di Stefano.

Las biografías de la Callas suelen ser muy duras con Di Stefano al analizar esta etapa. Le

acusan de haber seducido a María para aprovechar la leyenda de la Callas y reaparecer él,

que de otra forma no lo hubiese logrado, aun a costa de destrozar la imagen de María con

esa última gira injustificada. Le censuran haberlo realizado de forma fríamente calculada.

El haber convivido con la pareja en aquellos días decisivos me hace pensar que se

equivocan. La admiración, el cariño, la dedicación devota de Di Stefano por la Callas,

incluso un cierto espejismo de enamoramiento, eran auténticos, no una ficción calculada en

provecho propio. El gran tenor retirado tenía también ilusiones y esperanzas; se engañó a sí

mismo con un sueño irrealizable, y envolvió a María en las fantasías consoladoras.

Recobró la Callas aplomo y pasó al extremo contrario. Comenzó a combinar los restos de

inseguridad que la inducían a realizar por teléfono supresiones de las arias más difíciles en el

programa ya convenido con el empresario, con alardes de osadía, casi de desfachatez.

Llegaba de una larga conversación-discusión telefónica con el empresario:

-Protesta porque he abreviado el programa. Le he dicho que no se preocupe, que las

lagunas las llenarán los aplausos.

En ese tono festivo-desafiante marcharon a enfrentarse con las salas de concierto de

varias naciones. Los auditorios se compusieron de fanáticos de la Callas, dispuestos a

perdonarle cualquier disparate vocal con tal de verla otra vez, y de papanatas de los que

asisten a todo acontecimiento sensacional con localidades compradas en la reventa y que no

se enteraban de si cantaba bien o mal.

El pronóstico megalómano de la Callas se cumplió: casi todos los conciertos en Europa

en los que cantaban una hora, duraron dos por los prolongados aplausos y las ovaciones. El

espejismo de gloria se mantuvo algún tiempo, hasta que la acumulación de críticas negativas

preparó el desplome final en Estados Unidos.

El clima de admiración deliroide de sus fanáticos creo que se expresa perfectamente por

la reacción de su pianista acompañante en esos conciertos, Ivor Newton, que tenía más de

ochenta años. Por la edad de Newton llevaban otro pianista suplente. En Berlín el anciano

tuvo un leve desvanecimiento antes del recital, y le dijo a joven:

-Si durante el concierto, cuando Maria navegue gloriosamente por las notas altas,

percibes que tengo un infarto, no me ayudes, ¡arrójame del taburete y sigue acompañando a

la Callas!

Ésa era María Callas.

(Blanco y Negro, enero de 1989.)

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TEMAS DE CONVERSACIÓN

Los hombres de mi generación no hablaban nunca de sus empleadas del hogar; era un tema

reservado a las conversaciones femeninas, en las que se combinaba con la ginecología y las

tendencias del momento en vestuario y peluquería. En cuanto en una reunión comenzaban a

barajar este interesante repertorio las mujeres, los hombres formaban otro grupo para hablar

precisamente de mujeres, de las que no estaban allí. Era el tema más socorrido y facilón.

¡Cómo han cambiado las cosas! En la vida social de la clase media española, hoy por lo

general resultan más interesantes y variadas las charlas con las mujeres. Los maridos se

interesan por la política y los negocios, dos temas que me aburren mortalmente. Sus esposas

se han cultivado y tienen un caudal de intereses amplísimo, del que forman parte los maridos

de sus amigas, lo que a su vez aporta nuevas emociones a la vida de relación.

Tardamos mucho en percatarnos de los cambios graduales. La verdad es que no me di

cuenta de las posibilidades actuales de la conversación femenina hasta que un amigo me dio

la clave, durante una charla de hombres en la que, como en los viejos tiempos, se hablaba de

mujeres. Los comentarios se orientaron hacia las de los amigos ausentes, y a lo fácil que

ahora resulta reclutar entre ellas una o varias como amantes.

Fue unánime el reconocimiento de tal posibilidad si se selecciona bien y no se pierde el

tiempo con las virtuosas, «estrechas» dijeron, pero no todos estaban de acuerdo en sus

ventajas. Era un grupo formado por cincuentones, y la mayoría hizo comentarios

desdeñosos:

«... Sí, sí, es divertido, pero, por otra parte, ¡menudo latazo tenerse que adaptar a otra

persona!, la edad me ha vuelto comodón...», «... Es verdad, qué tostón tener que

acostumbrarse a los gustos y manías de otra persona...»

Siguieron de este talante hasta que uno, que no parecía demasiado interesado en el tema y

había estado timándose desde lejos con la mujer del que acababa de hablar, prestó atención

momentánea y exclamó: «Pero ¿os habéis vuelto locos?, ¡qué idioteces estáis diciendo!, si

no hay que acostumbrarse a nada, no hay que cambiar nada, no da tiempo, ¡siempre tienen

prisa!, o las está esperando el marido, o necesitan llegar a una clase a la que se han apuntado.

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Pero, ¿no veis que siempre están dando clases? De tenis, de golf, cursillos de restauración, de

cerámicas medievales, de teología superior, de cocina con microondas, de yoga, de

paisajismo, de ballet clásico, de sevillanas, ¡del infierno en cebolleta! No has terminado, y ya

se están vistiendo a toda mecha, un toquecito en el pelo, y salen despendoladas para no llegar

tarde a clase. Ya me contaréis cuándo da tiempo para acostumbrarse uno a nada, aunque

quieras, que yo tampoco quiero.»

Fue una revelación en dos aspectos, uno clarísimo: de todo el grupo, ése era el único que

ligaba, los demás hablaban de oídas... de los amigos de sus padres. El otro aspecto también

indudable: las nuevas posibilidades de conversación.

Desde ese día pregunto siempre a la señora que tengo al lado, ¿de qué das clases

últimamente? No es fácil imaginar los horizontes de la iniciativa femenina. «Hago un curso

sobre maderas, para reparación de ebanistería del siglo XVIII, que, como sabes, es el período

de mayor sutileza en la elección de maderas.» «A uno de ingeniería genética.» «Voy a dos

cursos, uno de arqueología submarina y otro de sánscrito.» «Yo a uno de semiótica y a otro

de caligrafía en la Córdoba de Abderramán, porque, como tú sabes, el período de oro de la

caligrafía árabe...» El «como tú sabes» es una muletilla que han introducido para no humillar

el amor propio viril. Funciona. Al otro lado de la mesa el marido intenta explicar a una

distraída comensal la fusión de los bancos, las opas y todo eso tan interesante.

-¿Ya no hablan del servicio doméstico?

Sí, alguna vez, pero adiestradas en su formación suprauniversitaria polivalente dan giros

cosmopolitas al tema: «Los polacos son magníficos, tuve un matrimonio durante un mes.»

Escucha, si son tan magníficos, por qué sólo un mes. «Se marchan, tanto ellos como ellas son

ingenieros o algo por el estilo, se colocan aquí mientras les llega el visado para Canadá.»

«Yo he tenido unas peruanas, pero los patrones socioculturales...»

Uno de los aspectos más curiosos es que hoy se puede hacer una clasificación de la

ideología política del ama de casa por cómo expone el motivo de que nos tenga que servir

ella misma la mesa, después de habernos explicado las ventajas e inconvenientes de un

matrimonio portugués, dos marroquíes, seis parejas sucesivas de filipinas... Si dice «es que

hoy he dado libre al servicio» es una conservadora cavernícola, si explica «es que hoy libra

la chica» estamos ante una progre de narices. Así, al adivinar su postura ideológica por este

test tan cómodo, nos evitamos tener que hablar de política, que es un latazo de muy señor

mío.

(Blanco y Negro, enero de 1989.)

SERVICIO ORIGINAL

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Cuentan que durante un concierto se rompió una de las cuerdas del violín de Paganini. No

se inmutó el virtuoso, y tampoco luego al saltar otra, y después una tercera. Paganini fue

capaz de seguir el concierto con la única restante. Escribió como rúbrica de este episodio una

composición para una sola cuerda.

Guillermina recuerda a Paganini. No toca el violín, pero es intérprete a «una sola cuerda»

de otro instrumento: el de la conversación.

Aparece por la esquina y ya sabemos de qué nos hablará: de sus empleados del hogar.

Contra todo pronóstico logra tener prendidos a los auditorios más predispuestos en contra de

un tema tan manoseado. ¡Qué variaciones y sutilezas!

- He tomado a una vietnamita tuerta, de las de los barcos, a la pobre la ametrallaron. No

habla una palabra de español y tropieza un poco al servir por la izquierda, pero sonríe con

tanta amabilidad...

En cada encuentro, sobre el mismo paisaje cambian los protagonistas:

-Ahora tengo a dos mafiosillos.

-¡Guillermina!, en ese submundo no existen diminutivos.

-No creas, estuvieron metidos en un lío en un bar de Torremolinos, pero quieren

reformarse. No sabes lo amables que son con las visitas y lo bien que contestan al teléfono.

El siguiente encuentro fue en casa de la propia Guillermina. Nos invitó a cenar y notamos

la ausencia del magnífico servicio de plata y de la cubertería que tanto envidiaban sus

amigas. Nuestra anfitriona sigue la filosofía del «yo nunca me arrepiento de nada»; cancela

el pasado y se enfrenta ilusionada con el presente:

-¿Os habéis fijado en la chica tan alta que nos ha servido a la mesa?

-Sí, y no tiene los ademanes volátiles de tu anterior equipo.

-Claro -rió Guillermina-, y eso que no la habéis visto con el traje de cuero... Para ser clara

de una vez: he tomado a dos lesbianas. Creo que una de las causas de la inestabilidad del

servicio, es que hoy nada los retiene en la casa; pero si tienen una sensación de hogar

propio...

-Pues, hija, contrata a un matrimonio -intervino una invitada con fama de aguafiestas.

-No es lo mismo, tendrías que traerlos de novios o de recién casados y eso no lo

encuentras nunca; en cambio estas chicas están en su luna de miel, y eso les dará la sensación

de que éste es su nido, su hogar.

La revelación despertó, no sé por qué, una inusitada curiosidad entre los comensales, y

Guillermina se lanzó a cantar las excelencias de la pareja.

-La que conocéis fue la primera que contraté, y a los pocos días me preguntó si no quería

otra interna, que ya sabéis lo difícil que es; dijo que tenía una conocida, buena chica, fina, de

pelo largo, modosita. En efecto, era todo eso y cocina bien y se la nota enamoradísima. Es la

que hace el papel de sumisa, pero la adquisición es la enérgica. Como os dije, tendríais que

verla con el traje de cuero; tiene las piernas largas y los pantalones le sientan

estupendamente. Conduce el coche y lleva las niñas al colegio, y cuando las va a buscar a la

salida de clase espera de pie, con un codo apoyado en el techo del automóvil y tiene

revolucionados a todos los chicos del cole, mis hijas presumen que se matan.

Intervino otra vez la aguafiestas, que expuso su preocupación por un posible contagio a

las niñas de la variante erótica de la pareja, y eso deslució un tanto la velada, porque enfrió

a la narradora.

Quince días después Guillermina pretendía alabarme a una moza rústica, analfabeta y

recién llegada «de un pueblecito perdido en el fin del mundo, en las montañas de ...». No

estaba dispuesto a que unas tediosas precisiones geográficas me dejasen en la ignorancia

sobre el destino de las anteriores.

-Guillermina, ¿qué ha sido de tus encantadoras lesbis?

-Agua pasada no mueve molino.

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Insistí, y de mala gana resumió el episodio.

-Resultó que no eran tan encantadoras. La alta salía los jueves. Salió, y nosotros también.

Al regresar de noche, las encontramos en el portal, hablaban con vehemencia. No caímos en

la cuenta de que ni nos saludaron. Jacobo marchó a la oficina a las ocho, y la chica llevó las

niñas al colegio. Todo normal, pero a eso de las diez estaba yo en la bañera, como se está en

la bañera, y escuché unos golpes tremendos en la puerta y una voces que no entendí bien: «...

amos... nos... mos»; pregunté «¿Qué pasa?», y gritaron: «¡Que nos vamos!», y oí un portazo.

Salí envuelta en una toalla y encontré la ventana entreabierta, la aspiradora en el suelo. El

cuarto de servicio estaba absolutamente vacío de sus pertenencias. No parecía faltar nada de

la casa. Llamé a Jacobo y me dijo la secretaria que estaba reunido. Le desreuní y me mandó

a paseo. Chico, cómo se puso. Todavía peores humos cuando llegó al mediodía y no había

comida en casa. Al regresar las niñas fuimos a un restaurante y nos aclararon el misterio,

porque a ellas sí les contó la enérgica lo que había pasado.

-Y la modosita, ¿no les dijo nada?

-La modosita no habla, hijo, por eso es modosita. Resulta que la alta fue al bingo. Ganó

cuarenta mil pesetas. En el portal discutían si «todo o nada». Se largaron al casino y ¡tres

millones seiscientas mil pesetas! Dijo a las niñas: «Ya hemos hablado con un vendedor de

coches usados, nos espera un Escort descapotable, y como somos marxistas-leninistas nos

vamos de vacaciones a Rusia.»

Guillermina estaba arrebolada, tomó aliento:

-Lo que me molesta y no comprendo es por qué se marcharon de esa manera y sin

despedirse. Si me lo explican las habría felicitado, e incluso creo que habría descorchado una

botella de cava para celebrarlo con ellas. Parece mentira, ¡qué desagradecidas! Deberías es-

cribir un artículo en Blanco y Negro y contarlo, para que se enteren.

-Si te empeñas lo hago, pero tiene un riesgo: que ellas escriban explicando por qué no se

quisieron despedir de ti.

(Blanco y Negro, enero de 1989.)

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«BONITO DE LEJOS...»

«Bonito de lejos... y lejos de ser bonito.» Se refería a un villorrio perdido en las montañas de

Luzón, con sus casas de madera sobre postes, techo de paja, un corral en cada vivienda y los

habitantes en majestuosa semidesnudez.

En los corrales, cerdos y perros, principales fuentes de proteínas para sus pobladores. Son

comedores de carne de perro que para resultar sabroso, dicen, debe estar muy delgado.

Se expreso en inglés: «Nice from far... and far from nice.» Parece un juego de palabras

trivial, y en realidad lo es, pero su tono distaba mucho de sugerir cualquier tipo de juego.

Fue difícil llegar hasta allí. Catorce horas en coche todo-terreno, gran parte al borde de

precipicios. Además me obligaron a llevar escolta, dos soldados con metralleta. Era zona de

cortadores de cabezas; ilustre tradición muy enraizada, que meses antes privo de su remate

corporal a unos turistas americanos.

Ocurrió en mi primer viaje a Filipinas, hace más de treinta años. Quise conocer a fondo el

país y había escuchado alabanzas de los igorrotes, habitantes de las montañas y raza muy

distinta a la de los tagalos de la costa. Es una estirpe brava e independiente.

Desde Manila, con varios millones de habitantes y nueve emisoras de televisión, se sube

en unas cuantas horas por una carretera sinuosa hacia paisajes distintos, flora diferente y... al

pasado.

Quedé prendado de la gallardía, la natural dignidad de estos hombres y mujeres. Me

empeñé en visitar alguno de los poblados más aislados y puros.

Llegamos al último villorrio en que, junto a las chozas, había una pequeña plaza con un

cuartel, correos y un local en que daban cama y comida.

Era la noche de Navidad. Durante la cena a la luz de una lámpara de petróleo, se presento

un misionero católico belga con sotana blanca y dijo en inglés:

-Disculpen, me han dicho que uno de ustedes es español.

-Sí, soy yo.

-Tengo una buena sorpresa para usted.

Abrió la puerta y dio paso a una docena de igorrotes de ambos sexos en su atuendo

habitual. En Europa no existía entonces el top-less y hacía muy extraño ver al sacerdote

rodeado de aquellas mujeres. Formaron corro y cantaron villancicos en castellano arcaico.

Quedé sobrecogido de asombro y emoción. Les dirigí unas palabras.

-Disculpe, no le entienden. Hace muchas generaciones que perdieron el uso de su lengua.

Sus antepasados aprendieron de memoria las palabras y se las han transmitido con la música

de padres a hijos. Saben perfectamente lo que cantan, aunque no comprendan los vocablos.

Conservan estas canciones y la fe.

Expliqué donde me encaminaba al día siguiente. Mi escolta solo admitía llegar a un punto

desde el que pudiese regresar en la misma jornada.

-En el último poblado encontrará a dos compañeros míos, también belgas.

Salimos de madrugada. Un camino estrecho colgado del abismo a mitad de la ladera de

montañas ciclópeas. Cada diez kilómetros un ensanche en el que se pueden cruzar dos

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coches y un teléfono para preguntar al próximo puesto si hay alguien en camino. En ese caso

se debe esperar; sería un drama hacer cinco kilómetros marcha atrás en riesgo permanente de

despeñarse.

El último pueblecito es el que inicia este relato. Al lado de una cascada y un pequeño

lago. Intocado, tal como está desde hace siglos en toda su pureza primitiva. Un regalo para

mis aficiones de fotógrafo.

Salieron a nuestro encuentro los dos misioneros belgas. Tras los saludos, eufórico por las

sensacionales fotos que había logrado, comenté:

-¡Qué pueblo tan bonito!

Fue entonces cuando a uno se le escapó en tono de amarga melancolía:

-Bonito de lejos y... lejos de ser bonito.

Quedó incómodo el sacerdote por su desahogo. Explicó que llevaban siete años en el

poblado, sin haber logrado ni una sola conversión al cristianismo.

-Son una gente intachable. Cumplen estrictamente sus normas religiosas y sociales; no

aceptan otras. Detestan a los extraños. A nosotros nos toleran, sólo eso. Se acostumbraron a

que vivamos aquí. Apenas conseguimos otra relación que algún encargo cuando viajamos al

mercado de Baguío.

¡Siete años!

-¿Cómo siguen aquí, siete años, en vez de intentar en otro lugar más receptivo?

-El obispo nos aconseja seguir.

Miré sus rostros. Eran dos hombres próximos a los cuarenta años, de facciones finas y

expresión inteligente. Uno me contó que casi había terminado la carrera de medicina antes

de iniciar la nueva vocación. Pensé en sus estudios, su nivel cultural. Sabían al menos cuatro

idiomas: francés, inglés, latín, igorrote... Todo malgastado en aquel rincón del mundo; en un

aparente disparate, enterrados en soledad y fracasos. Casi inconscientemente repetí en voz

alta lo que pensaba:

-¿Cómo es posible que el obispo sea tan rígido, y que ustedes aguanten estar aquí solos

los dos?

Sonrió el misionero y contestó en voz baja, como si fuese una confidencia:

-Es que no somos dos, somos tres, porque aquí está también Jesucristo.

(Blanco y Negro, enero de 1989.)

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MARÍA ANTONIETA NO LO DIJO

«Si no tienen pan, que coman pasteles» va unido al nombre de María Antonieta como un

apellido. La asociación de ideas antes que a la guillotina camina automática hasta esa frase

desdichada, que en cierto modo sirve de justificación de su trágico final. No existe la menor

evidencia de que María Antonieta dijese nada parecido. La frase comenzó a circular durante

su cautiverio para desacreditarla. Hoy es inseparable de su recuerdo, y sirve para la trama del

latiguillo en discursos de ínfima calidad.

¿De dónde viene la frase?, ¿la pronunció alguna figura histórica en situación equivalente

a la de María Antonieta? Aparece por primera vez en las Confesiones de Juan Jacobo

Rousseau, que se refiere a un episodio ocurrido en Grenoble dieciséis años antes de nacer

María Antonieta, y atribuye el comentario a «una gran princesa». Rousseau fue un autor muy

leído durante todo el XVIII, por los pocos que sabían leer. La humanidad copia del arte, y

pocos años después de escritas esas palabras se le escaparon con notoria inoportunidad a una

gran duquesa de Toscana, no a María Antonieta.

Tampoco Galileo exclamó: «E pur si muove», ni inventó el telescopio, ni fue torturado o

encarcelado por la Inquisición (sufrió lo que hoy se llama un breve arresto domiciliario), ni

dejó caer ningún cachivache desde la torre inclinada de Pisa para demostrar que la velocidad

de descenso no cambia con el peso.

La canción «ojos negros» que consideramos más rusa que el Volga fue escrita por un

alemán, Florian Hofmann, y a los avestruces jamás se les ha ocurrido una idea tan idiota

como enterrar la cabeza en la arena ante el peligro. John F. Kennedy no fue quien acuñó: «...

no preguntes lo que tu patria puede hacer por ti, pregúntate lo que puedes hacer por tu

patria». Luis XIV no afirmó: «El estado soy yo»; se lo atribuyó Voltaire muchos años

después de muerto, y lo repitió Napoleón ante el senado francés en 1814, por su afán de

parecerse al «Rey Sol).

Edison no es el inventor de la bombilla, que puso en función el físico inglés J. W. Swan

dieciocho años antes que el americano.

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Celebro que nadie haya cometido la descortesía de preguntarme en público cuál es el

punto de la Tierra más distante de su centro, ya que me habría tirado un notable planchazo al

contestar que la cumbre del Everest. La cima de esa cordillera es efectivamente la más alta

sobre el nivel del mar, pero la Tierra no es redonda sino tal como nos decían en la primera

enseñanza, «achatada por los polos», y por tanto abultada en el ecuador, y el nivel del mar

está allí más distante del centro de la Tierra. La cumbre del Chimborazo en los Andes es la

portadora de la medalla de oro de distancia del centro de nuestro planeta, aunque ni ella ni

casi ninguno de nosotros nos hayamos enterado.

Los «errores admitidos» están estampados con tal fuerza en la conciencia colectiva que se

atornillan en nuestras mentes, y es muy difícil desprenderse de ellos. Aunque hayamos leído

las aclaraciones precedentes, tanto ustedes como yo cada vez que escuchemos lo de los

pasteles, «el estado soy yo», «pero se mueve», etc., pensaremos automáticamente en María

Antonieta, Luis XIV y Galileo. Precisaremos un esfuerzo de memoria crítica para romper la

asociación de ideas, y seguiremos comentando que ese amigo nuestro se ha arruinado por

utilizar la técnica del avestruz.

Además de las frases lapidarias existen complejas imágenes mentales arrinconadas en la

conciencia y en el subconsciente. Es lógico que esté tan difundida la suposición de que

madame de Pompadour -«Pom-Pom» para sus amigos, cuando ella no estaba delante, claro

tenía prendido en sus redes a Luis XV por el atractivo físico y sabias maniobras de

excitación erótica.

La imaginación refuerza la idea al enterarnos que las copas de champagne deben el

cambio de su forma de la cónica profunda del XVII a la relativamente aplanada del XVIII,

que persiste en nuestros días, a que su cuenco es un molde del busto de la Pompadour. ¡Pobre

Pompadour!, resulta que era frígida. Juana Antonia -lamento añadirle otra decepción, amigo

lector, pero se llamaba Juana Antonia, qué le vamos a hacer, también yo llevo esos dos

nombres y no lo convierto en un drama- luchó desesperadamente contra la privación

enfermiza de placer sexual, que temía decepcionase al rey.

Acudió la Pompadour a médicos y curanderos. Su médico, el doctor Quesnay, era un

hombre prudente y recomendó dieta sana y ejercicio suave, pero apremiado por la falta de

éxtasis eróticos de la paciente aplicó el remedio oficial: sangrías. La atribulada «Pom-Pom»,

pálida y anémica, confesó a una amiga: «Adoro al rey, y daría mi vida por complacerle, pero

sigo fría como el hielo.»

Entraron en escena los curanderos con recomendaciones disparatadas. Una dieta

rigurosa de apio, trufas y vainilla estuvo a punto de acabarla. Otro insensato mandó que la

marquesa levantase grandes pesos. No repuesta de las sangrías y de la dieta extravagante, la

Pompadour desfalleció y... «Sigo con mi incapacidad para responder».

La mengua de virtuosismo sexual de la Pompadour no disminuyó nunca su capacidad de

fascinación, basada en la inteligencia, amabilidad, alegría contagiosa y una conversación

chispeante. Conviene que lo conozcan los actuales apóstoles del sexo, que es un aspecto muy

importante de la relación humana, pero ni el único, ni tampoco en todas las parejas el más

importante.

(Blanco y Negro, octubre de 1988.)

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EL SUTIL ARTE DE HACERSE ENEMIGOS

The gentle art of making enemies es el título de un libro de J. A. M. Whistler, uno de los

grandes talentos pictóricos del siglo pasado.

Whistler pasó por la vida incomprendido, los críticos le atacaron despiadadamente y él, en

lugar de permanecer impotente como otros pintores, respondió con feroz mordacidad en

cartas a los periódicos, panfletos y ante los tribunales.

El «público cultivado» no apreció sus cuadros pero sí sus ironías y sarcasmos, con lo que

Whistler, sin salir de apuros económicos, fue estrella en las reuniones de la alta sociedad

inglesa. En banquetes y reuniones compitió con Oscar Wilde y Swinburne, en sátiras y

agudezas que le enemistaron con todos los aludidos. Sólo le daban a cambio la fugaz ovación

de las risas de unos comensales de situación social privilegiada, que lo utilizaban como

ilustre bufón y aplaudían su ingenio, cuando lo empleaba contra otros, sin ser capaces de

captar su excepcional talento de pintor y dibujante.

Whistler vivió en Estados Unidos, donde nació, en San Petersburgo, en Francia e

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Inglaterra, y realizó numerosos viajes a otros países, con lo que tuvo la oportunidad de

enemistarse internacionalmente. La aprovechó a fondo y desde edad temprana. Un dato

sorprendente en la vida de este artista es que estudió en West Point, y queda memoria del

combate verbal con uno de sus profesores. En un examen le preguntaron la fecha de la

batalla de Bella Vista en la guerra con México. No tenía la menor idea y el profesor se lo

recriminó de un modo original por su esnobismo: « ¿Se da usted cuenta del mal efecto que

haría si en una cena de gala se lo preguntan y no lo sabe?» A Whistler le podían dar lecciones

de fechas pero no de esnobismo; en tono despectivo contestó: « ¿Yo? ¡Por favor!, rehúso en

absoluto codearme con gente que mantiene ese tipo de conversación durante la cena.»

En Francia los artistas mediocres dieron en «vestirse de artista», lo que sacaba de quicio

al elegante Degas. Durante una etapa de trabajo en Francia, Whistler, inseguro y desafiante,

se vestía del modo más estrafalario con presunción de suprema elegancia. Degas, que supo

apreciar el talento del americano, le dijo: «Si usted no fuese un genio, resultaría el hombre

más ridículo de París.»

Años más tarde, en Londres, arruinado pero aceptado por su ingenio en los círculos más

distinguidos, encontró incómoda la presencia de otro norteamericano que para colmo de

coincidencias había nacido en su mismo pueblo, y jubiloso se lo comunicó en voz alta: «Yo

también he nacido en Lowell, Massachusetts.» Whistler enderezó el espinazo, colocó bien el

monóculo para mirar de arriba abajo al compatriota y replicó en tono incisivo: «Señor mío,

yo no elegí nacer en Lowell.» Logró la enemistad de todo el grupo de poderosos y refinados

estadounidenses que residían en Londres.

Conoció y admiró a los impresionistas, pero siguió un sendero distinto, aún más

vanguardista; en lugar de «impresiones» pretendía pintar la esencia de las cosas, no su

aspecto. En una polémica con los pintores que defendían el realismo afirmó: «Si el hombre

que reproduce sólo el aspecto externo de un árbol o una flor fuese un artista, el rey de los

artistas sería el fotógrafo.»

Desesperaba a Whistler la rigidez de conceptos de los críticos y se dedicó a escribir contra

ellos: «Se afirma que el crítico es necesario para guiar el gusto del público y de los propios

artistas, que se desmandarían sin el látigo de los críticos. Es falso, el crítico es un invento

reciente, no lo padecieron los grandes maestros del pasado a los que ellos hoy tanto alaban, y

que no se desmandaron a pesar de la ausencia de ese látigo. Algunos artistas conceden

resignadamente que los críticos son un mal necesario. También falso, los críticos son un mal

absolutamente innecesario, aunque con toda certeza un mal.»

El más famoso de los críticos, John Ruskin, arremetió cruelmente contra el pintor

aprovechando la exposición de un cuadro ultravanguardista de Whistler, casi abstracto y por

tanto inaccesible al público de 1877, el Nocturno en negro y oro: «... He visto y oído muchas

cosas; pero jamás esperé escuchar a un fatuo la demanda de doscientas guineas por arrojar un

bote de pintura al rostro del público... No deberían en la galería admitir obras en las que la

desorientada presunción del artista se aproxima tanto a la consciente impostura.»

Hoy la venenosa y petulante majadería de Ruskin nos parece una blasfemia artística, pero

correspondía a los criterios de la época en la que no se concebía un cuadro sin todos los

detalles minuciosamente rematados.

El pintor inició una acción legal contra el crítico y ganó el pleito «a pesar» de su ingenio.

Un letrado le preguntó si sería capaz de hacerle ver la belleza del cuadro objeto del litigio. El

pintor se encampanó, caló el monóculo, miró alternativamente el cuadro y la cara del letrado,

hizo una pausa y dijo: « ¡No! Temo que sería tan inútil como si un músico intentase meter

sus notas en el oído de un sordo.»

Los magistrados se vengaron al darle la razón y concederle una indemnización simbólica

equivalente a una peseta, pero le hicieron pagar las costas, y así consumaron su bancarrota.

El ingenio empleado de forma inoportuna puede convertirse en un arma eficaz de

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autodestrucción.

REFINADA POBREZA

«Vive en refinada pobreza.» Me extrañó la frase al escucharla por primera vez en Japón hace

muchos años. En Occidente la pobreza puede asociarse con dignidad, incluso con señorío,

como el de algunos de nuestros campesinos, pero no con refinamiento, parece una incon-

gruencia.

Es un extraño e interesante concepto japonés, que no creo tenga equivalente entre

nosotros, pero al que ellos dan suma importancia y valoran como una virtud, por tanto hacen

el comentario respetuosamente siempre que viene a cuento. Por ejemplo, al recibir en 1968

Yasunari Kawabata el premio Nobel de Literatura, casi todos los comentaristas locales

centraban la reseña biográfica en el estilo de vida del escritor «en refinada pobreza»; las

agencias occidentales copiaron como papagayos la frase sin saber exactamente a qué se

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refería.

Por supuesto yo tampoco lo sabía. Creí haber escuchado mal, o ser un defecto de

traducción, pero nuestro interlocutor insistió: vive en refinada pobreza. La destinataria de la

alabanza era una famosa profesora de caligrafía, que Fernando Zobel tenía mucho interés en

conocer. Yo sentí curiosidad por presenciar el encuentro y me apunté a la entrevista que

había logrado concertar el pintor japonés amigo de Fernando, que antes de llevarnos

aclaraba el estilo de vida de la calígrafa, no sabíamos si para prevenir una posible decepción

o para llamar la atención hacia algo que debíamos valorar, y que podía escaparse a un

occidental.

Pregunté al japonés:

-¿Qué se entiende exactamente por refinada pobreza?

Meditó un rato antes de responder:

-Es difícil de explicar, trataré de hacerlo con un ejemplo. En una novela que acabo de leer,

y que le recomiendo, el protagonista describe el calor de la persona amada, como el de las

brasas recogidas en una exquisita vasija de porcelana. El escritor ha querido señalar que el

personaje es un nuevo rico, fatuo y carente de sensibilidad. Las brasas no tienen por qué

presentarse en una vasija de porcelana, eso es una ostentación y una cursilada. Deben

recogerse en un recipiente de cerámica; si la cerámica es popular, antigua y bien elegida,

estamos ante una muestra de refinada pobreza, ¿comprende?

En el taxi, camino de la casa de la profesora de caligrafía que vivía en el quinto demonio,

el pintor tuvo tiempo sobrado de perfilar el concepto:

-Los japoneses que actualmente viven «en refinada pobreza» pertenecen a estratos

socioculturales muy delimitados. Poetas, escritores, actores de teatro clásico, profesores,

filósofos, artistas, etc. Como radical común presentan estrechez económica y riqueza

estética e intelectual con desdén para los productos y hábitos de la sociedad de consumo. Es

un modo de vivir repleto de convencionalismos y en cierta forma heroico...

Llegamos a nuestro destino, y en verdad el hogar de la calígrafa correspondía a la imagen

esperada: una casa diminuta de estilo tradicional, con paredes corredizas de papel, sin

calefacción, televisión ni electrodomésticos. La habitación austera y al mismo tiempo

exquisita. Un solo adorno floral, muy técnicamente elaborado para armonizar con el único

cuadro, un kakemono caligráfico del maestro de la profesora, las maderas sin barnizar pero

impecablemente pulidas.

La propietaria nos atendió con gran cortesía y toda la parafernalia de buenos modales de

su rango, interminable ceremonia del té incluida, que no lograba disimular del todo su

indiferencia hacia unos visitantes que había recibido por compromiso y con disimulada

desgana.

Entonces vi funcionar una vez más la «magia Zobel).

Fernando, con la sencillez que era tan suya, y que contrastaba con la solemnidad un tanto

pomposa de su colega el pintor japonés, hizo un análisis magistral de la caligrafía del

maestro de la anfitriona.

La anciana le escuchó perpleja al principio, luego con expresión admirativa, al final con

embeleso. Cambió de gesto, brillo en los ojos y frescura en la voz.

-Si es usted capaz de mirarlas así, me gustaría enseñarle otras caligrafías, ¿me lo

permite?

Fue un espectáculo emocionante, y también conmovedor, ver entrelazarse los talentos y

el entusiasmo de dos desconocidos, de razas, edades y culturas tan distantes, que apenas se

entendían en el rudimentario inglés de la profesora. Desplegó la noble dama un rollo

caligráfico sobre el suelo, luego otro, y otro, guardando siempre los anteriores y en

gradación de peor a mejor, como hacen los japoneses. Fernando, arrebatado por el

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entusiasmo, sugirió las posibles variantes de algún trazo. Como impulsada por un resorte la

anciana se acercó a un mueble con cajoncillos y sacó los instrumentos para el dibujo.

Fernando comentó su admiración por la piedra labrada en la que se frota la barra humedecida

para obtener la tinta, que identificó como china y del siglo VIII, y el pincel de mango de jade

imperial, período Nara. La profesora le hizo un homenaje que jamás se le habría ocurrido a

un occidental: no mostró la menor sorpresa por la asombrosa erudición de Fernando.

Comenzaron a dibujar trazos caligráficos, se alternaban ante el papel, la profesora

corrigió la postura de los dedos del español, ovacionó alborozada el resultado, se pasaban el

pincel como los corredores hacen con el testigo, sin perder una décima de segundo, reían, se

jaleaban... La escena, para mí inolvidable, tenía el ritmo melódico y el vigor de un buen

concierto de cámara barroco.

Casi todo el suelo de la estancia estaba cubierto de papeles, los dos testigos, olvidados,

nos apretamos en un rincón para no estorbar. Pasaron las horas sin sentir, y faltó luz. La

anciana se levantó para sacar una lámpara del armario de puertas corredizas, sobrias y ele-

gantes y... ocurrió la catástrofe. Al separar las puertas, como de los bordes de una herida

infectada surge el pus a presión, brotaron un flexo colorado, una muñeca de peluche, un

almohadón bordado en colores chillones, un transistor, un teléfono...

Utilizaron la luz del flexo poco tiempo. El encanto se había roto. En el taxi de regreso al

hotel rompió el pesado silencio un esbozo de excusa del pintor japonés. Zobel, aún

arrebolado por las emociones de la velada, le cortó:

-No se preocupe, siempre le agradeceré haberme presentado a esta maravillosa artista.

Y tras una pausa y una mirada de reojo en mi dirección para que no me burlase de su

«japonada»:

-También la más hermosa luna llena puede quedar velada, unos instantes, por una nube

indiscreta.

(Blanco y Negro, septiembre de 1988.)

PINTORES, MÚSICOS Y POETAS

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Al hombre de vida prosaica los músicos, pintores y poetas le parecen envueltos en una

aureola romántica, desde siglos antes de surgir el romanticismo, en una singular anticipación

histórica.

Lógicamente el romanticismo potenció este manantial latente de ensoñaciones. Ocurrió

tanto en la vida real como en la ficción. Pintores, músicos y poetas tuvieron estrecha relación

en los cenáculos, tertulias de café y reuniones en el estudio de los pintores (en la vivienda de

los poetas no había sitio ni para ellos mismos, y hacía mucho frío).

Muchas de estas reuniones quedaron plasmadas en cuadros de gran tamaño, bastante

aburridos y abarrotados de señores con levita. Figuran en los museos con una reproducción

en silueta a un lado, en la que las cabezas aparecen numeradas y debajo están los nombres de

personajes que siguen siendo famosos y de otros completamente olvidados. Los médicos

también disponemos de este homenaje pictórico colectivo, pero mis colegas del pasado,

como si fueran imbéciles o aves de rapiña, suelen rodear en el cuadro a unos restos humanos

destrozados en la autopsia que acaba de realizar el más eminente del grupo. En el museo

colocan también enmarcada la lista de retratados, pero nadie se molesta en leerla, no

contiene ningún nombre que pueda recordar el visitante de la galería, y tampoco siente la

menor envidia de estos señores de levita de inclinaciones morbosas y de tan mal gusto al ele-

gir el escenario de su retrato.

La envidia del espectador de vida prosaica brota en la contemplación del otro cuadro, pues

en un rincón aparece retratada de pie una modelo desnuda, que le parece al mirón un

espectáculo sumamente estimulante, completamente olvidada por los señores vestidos de

levita que escuchan embelesados a uno de ellos que toca el piano. En otros lienzos atienden

al poeta que lee unos versos. «¡Menuda vidorra! -piensa el de la existencia prosaica y

encarrilada-, ¡qué apasionante tenía que ser el poema o la sonata, para desdeñar de esa forma

a la señorita encuerada!, ninguno la mira ni de reojo. ¡La bohemia, eso era vida!

Los ejércitos en su repliegue dinamitan puentes y fortificaciones. En la retirada del

romanticismo Puccini realizó la voladura de los últimos bastiones de frialdad crítica frente a

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la imagen ilusoria de un estilo de vida. Utilizó la potenciación que brinda la música a la

transmisión de ideas y de emociones. Las melodías arrebatadoras de La Bohéme

entrelazaron las fantasías engañosas de dos generaciones, en un batiburrillo de poetas,

músicos, pintores y alegre pobreza en buhardillas en las que «por fortuna es noche de luna, y

aquí la luna la tenemos siempre vecina». En el timbre glorioso de los agudos de un tenor

privilegiado... no hay quien resista.

Es habitual que las gratas ensoñaciones sobre poetas y pintores las asociemos con el París

del XIX. Sabemos que la vida real de nuestros poetas, músicos y pintores fue casi sin

excepción tan dura que rechaza la menor fantasía de una apetecible bohemia. Si superamos

la localización en el romanticismo francés, viajamos con la mente al renacimiento italiano.

Olvidamos de forma injusta una moda, verdadera epidemia, de nuestro siglo XVII, la del

«pintor poeta», que combina dos de estas imágenes gratas. La lista de nuestros «pintores

poetas» es larga y brillante: Francisco de Quevedo, Francisco de Pacheco, Mohedano,

Céspedes, Juan de Jáuregui.

Es muy difícil que una persona logre destacar en ambos terrenos, pero facilísimo

cosechar elogios, en una especie de carambola a dos bandas, como en el billar. Los otros

poetas lo alaban cuando pinta, y los pintores lo cubren de loas cuando escribe: «... Pluma

valiente / si pincel fecundo», «Si en el pincel singular destreza, / si en la pluma ingenio /

divida su laurel en dos laureles», etcétera.

En realidad tales alabanzas duplicadas se hacen con desgana. La lectura atenta de los

comentarios de nuestros clásicos sobre los pintores-poetas resulta decepcionante. Se limitan

a repetir una pocas ideas, y es la más frecuente una tan facilona como que pintan con las imá-

genes poéticas y en sus cuadros hacen poesía. Nos lo cuenta, por ejemplo, Francisco de

Calatayud: «... o muda poesía en tus pinceles / o pintura espirante en tus escritos...».

No sabemos muy bien lo que quiere decir con «espirante», pero parece que la intención es

laudatoria. Encontramos excepciones en esta moda de alabanzas rutinarias y desganadas. En

la crítica chispea mejor el ingenio de nuestros clásicos, les sale del alma.

Góngora no pintaba y lo sacó de quicio que Quevedo fuese capaz de manejar los pinceles.

La verdad es que lo ponía fuera de sí cualquier logro de Quevedo. Que yo sepa, no ha

sobrevivido ningún óleo de Quevedo, y es lástima, pero sí el comentario que mereció a

Góngora en un famoso soneto: «¿Quién se podrá poner contigo en quintas / después que de

pintar, Quevedo tratas / tú escribiendo ni atas ni desatas / y así haces lo mismo cuando pintas

/... ambas cosas son en ti poco gratas /... bajos los versos, tristes los colores.»

Lope de Vega había adulado muchas veces el doble talento literario y pictórico de Juan de

Jáuregui, que era un personajillo con influencias en la corte. En una «justa poética», las

influencias que Lope había solicitado a Jáuregui las aplicó a sí mismo el cortesano, y obtuvo

el galardón. Lope, furioso, escribe en el Antijáuregui: «Aciago fue el día que V. M. tomó la

pluma y los pinceles, tan aborrecido de los poetas como chacoteado de los pintores.»

A quienes desean ejercer ambos oficios, conviene que consideren que las alabanzas tibias

quedarán olvidadas de inmediato por todos menos el interesado. En cambio, los comentarios

mordaces repetirán su eco burlón a través de los tiempos.

(Blanco y Negro, septiembre de 1988.)

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¿PSIQUIATRA O CONFESOR?

Suena a anacronismo. Lo es. Hoy nadie lo plantea así, pero me parece interesante un

repaso a esta desfasada alternativa.

El ideal sería no tener que acudir nunca al psiquiatra, pero si hace falta y está asequible

uno competente es insensato renunciar a su ayuda. Uno de los problemas es averiguar

cuándo hace falta. Otro, adivinar si es competente. No siempre resulta fácil.

He pasado tantos años en el ejercicio de mi dura y hermosa profesión, que la he visto

cambiar de aspecto varias veces. Hace casi cuarenta años, en los primeros viajes al

extranjero, en cuanto se enteraban de que era psiquiatra preguntaban en su lengua (por algún

motivo no se tropezaba con nadie que hablase español), algo que me parecía una solemne

majadería: « ¿Es verdad que en España casi no hacen falta los psiquiatras, porque tienen

ustedes los confesores, y se descargan con ellos?, además son gratis, ja, ja.»

Solía templar mi respuesta, quizá por tímido, que entonces aún lo era. Lo curioso es que

ahora ya no me parece una tontería tan grande la pregunta; tampoco la observación final.

Por la inercia y el retraso en la copia de las ideas y frases extranjeras, ahora preguntan

algo parecido en España: «¿No estaréis haciendo los psiquiatras lo que antes nos resolvían

gratis los confesores?» Antaño se podía hacer un ejercicio mental de comparación; ahora es

difícil porque casi no hay confesores.

Si hacemos la prueba de preguntar a los jóvenes, comprobaremos que pocos conocen la

diferencia entre un confesor y un director espiritual. El primero se limita a administrar el

sacramento de la penitencia; escucha las culpas, y si hay arrepentimiento da la absolución. El

penitente se marcha aliviado y, desde el punto de vista psicológico, se puede beneficiar de

una catarsis de sentimientos de culpa. No es poco.

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Solicito del lector licencia para intercalar una anécdota: siendo yo muy joven nos envió el

Instituto de Cultura Hispánica a dar conferencias a Brasil a un profesor de literatura, a un

físico y a mí. Extraña combinación. Tuvimos circuitos lectivos distintos, pero viajamos

juntos a la ida y lo íbamos a realizar al regreso; para lo cual nos citamos el último día en Río

de Janeiro. Los españoles vivíamos en un clima de austeridad moral estricto; y en los viajes

nos entraba una obsesión un tanto ridícula de compensar las oportunidades perdidas de

juerga erótica. Esas cosas, con prisa, salen mal; así nos iba.

El de literatura, que era un pardillo, al parecer se desorejó de lo lindo, mulata va, mulata

viene; no salió de las sábanas más que a dar sus conferencias. Lo relató con muchos más

detalles de los necesarios, contento y orgulloso, al encontrarnos en el hotel para desayunar.

El vuelo era nocturno y disponíamos de ese único día libre. A lo largo de la mañana se tornó

mustio y silencioso. En el almuerzo no dijo ni palabra. Estalló durante el café:

-Necesito buscar una iglesia.

Sonaba irreal a las cuatro de la tarde soporífera y embalsamada, en la terraza del

Copacabana.

-Pero hombre, ¿para qué necesitas ahora una iglesia?, estarán cerradas.

-Quiero confesarme.

-No nos fastidies la tarde, ya te confesarás mañana en Madrid.

-No, ahora.

- Espera a mañana.

-No puedo, tengo la corazonada de que nos vamos a matar esta noche en el avión.

La convicción del cenizo nos dejó «nerviosus» al físico y al psiquiatra, quizá por eso le

acompañamos en la caminata sobre el asfalto reblandecido por el sol tropical hacia una de las

iglesias cuya cúpula veíamos desde la terraza. Como era lógico, estaba cerrada, y la

siguiente, y la siguiente. Al fin una con la puerta abierta. Vacío el interior. Al lado del

confesionario un timbre. Lo pulsamos varios minutos. Apareció un hombrecillo en chaqueta

de pijama, que contenía a la vez su irritación y un bostezo.

Dormía la siesta, ¿qué es lo que quieren con tanta urgencia?

Impaciente, se adelantó el físico.

-Que éste quiere confesarse.

-Las confesiones son por las mañanas, vuelvan mañana.

-Esta noche volamos a España, y tengo el presentimiento de que nos vamos a matar en el

avión.

Y dale, el muy cenizo.

El sacerdote cambió de expresión.

-No se preocupe, ahora mismo le confieso.

Desde un banco en la penumbra vimos a nuestro amigo arrodillarse en un lateral del

confesionario. Fue rápido. Se enderezó tras recibir la absolución e inició la retirada. En ese

momento el cura asomó por la puerta del confesionario.

-Oiga, voy a rezar para que no les pase nada.

-Padre, ¡ahora YA no me importa!

Quedamos pasmados ante el alarde de egoísmo del gafe. ¿Y nosotros qué? El sacerdote

exclamó:

-¡Qué fe tan rara tienen ustedes los españoles!

Miró unos segundos a los dos que seguíamos perplejos en el banco.

-Ya que me han estropeado la siesta, ¿no querrían ustedes también...?

Quisimos.

Los confesores no tenían apenas áreas de superposición con la tarea del psiquiatra. Los

directores espirituales, sí. El director espiritual pertenece a una especie en peligro de

extinción, y creo conveniente preservarla. En este momento lo comento desde el punto de

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vista psiquiátrico. No nos pueden sustituir a los psiquiatras, pero tampoco nosotros a ellos.

Son funciones distintas, que se complementaban en el alivio de ciertos pacientes neuróticos.

El odio a la religión es tan intenso en quienes manipulan ciertos medios de difusión, odio

que ellos mismos califican con presunción y mal gusto de «visceral», que han hecho a la

sociedad española un verdadero lavado de cerebro antirreligioso. En televisión, cine,

novelas, en la prensa y en el teatro, se presenta ininterrumpidamente una imagen del modo

de vivir la religión hace unos decenios como traumatizante, opresora, privadora de libertad

y valores esenciales; y a los sacerdotes católicos como una colección de barraca de feria de

sadomasoquistas cretinos, morbosos sexuales, que neurotizaban a sus feligreses.

Esta imagen, como tantas que nos brindan sobre nuestro pasado, no sólo está

distorsionada, sino que forma parte de una estrategia de indoctrinación; por eso la estampa es

siempre idéntica. Calculan que acabará convenciendo por acumulación, como los anuncios

de los detergentes. Saben lo que hacen, las nuevas generaciones comienzan a creer que era

así. Por supuesto, en un «colectivo» tan numeroso había de todo; y algún energúmeno podía

aproximarse a la caricatura que nos brindan como prototipo. Eran excepciones.

Los sacerdotes, de modo particular quienes se dedicaban a. la «dirección espiritual),

aceptaban la responsabilidad de asesorar no sólo en el terreno estrictamente religioso, sino

en el «espiritual», y por tanto actuaban como consejeros psicológicos; también en las

desviaciones enfermizas. Ahí surgieron las áreas de posible conflicto con los psiquiatras. En

pacientes que consideraban fundamental en su vida el factor religioso, nos vimos inducidos

muchas veces a colaborar con sus «médicos del alma». En cada grupo brotaron suspicacias

sobre el potencial intrusismo del otro. Un repaso a estas viejas historias será objeto del

próximo artículo.

RELIGIÓN O PSIQUIATRÍA

La psiquiatría fue asignatura independiente en las facultades de medicina españolas mediada

la década de los cuarenta. En 1949 los psiquiatras éramos 103 para todos los millones de

españoles. Parece irreal, pero es así. La mayoría de los neuróticos no podía ni plantearse la

alternativa que encabeza estas líneas.

La patología mental es muy variada, y uno de los sectores que puede afectar es el de las

vivencias religiosas. En realidad los distintos credos forman de por sí climas psicológicos

diferentes; por ejemplo, los fieles budistas se inclinan a ejercer su fe en un temple de paz

interior, y los devotos musulmanes tienden a hacerlo con pasión. Dentro de unas mismas

creencias, las cristianas, la religión se puede vivir en temor de Dios o en amor de Dios. El

resultado subjetivo es opuesto; unos padecen la religión (escrúpulos, remordimientos,

angustias, dudas...), otros la disfrutan (iluminación interior, proselitismo, caridad, plenitud

de significado, celo, consuelo, esperanza...). Es habitual una combinación de los dos grupos

de factores, y el dominio de uno de ellos procede a veces de la formación que ha recibido, y

en otras ocasiones de factores personales (masoquismo psicológico por sentimientos

inconscientes de culpa y necesidad de autocastigo, etc.). En ocasiones las circunstancias

acorralan despiadadamente al creyente y le amargan la vida espiritual, como en la

incompatibilidad de un amor duradero con las normas (recuerdo una narración de Kawabata

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que en su precioso título esboza uno de estos conflictos: «El Gran Bonzo y la concubina

imperial»).

Las enfermedades mentales pueden revestir expresión religiosa: delirios místicos,

mesiánicos, ideas de culpa descabelladas... y en ocasiones son contagiables en forma de

epidemia psíquica, recuérdese la tragedia de Guyana con el suicidio colectivo inducido por

el «reverendo Jones». En ocasiones los delirios se manifiestan de forma trágico-cómica, al

combinarse la grandiosidad patológica con la mezquina visión personal; recuerdo un pobre

esquizofrénico que se creía nueva encarnación de Jesucristo, pero no quería decirlo, y al

preguntarle el motivo de su discreción estallaba indignado:

-¡Por lo de la cruz, hombre, por lo de la cruz!

Cuando encaja en el cuadro clínico de una enfermedad mental definida, como una

esquizofrenia con alucinaciones e ideas delirantes, es fácil el diagnóstico diferencial. Resulta

más arduo el deslinde entre lo sencillamente excepcional y lo patológico en casos de

«revelaciones», «apariciones», estigmatizados, endemoniados, extremistas en el rigor,

etcétera.

No he podido olvidar un caso al que atendí hace muchos años. Un chico normal,

trabajador y simpático que inició su brote psicótico mientras cumplía el servicio militar en

una ciudad distinta de la suya. El primer síntoma le costó ir a la comisaría.

-¿Qué había hecho?

-Regalar su bicicleta.

-¿Y por eso le metieron en la cárcel?

-Sí, unas horas.

-Pero ¿por qué?

- Lo denunciaron. -¿Quiénes?

-Los gitanos a los que había regalado la bicicleta.

-Pero bueno, ¿por qué diablos regaló la dichosa bici?

Eso es precisamente lo que le preguntaron en la comisaría, y contestó que por amor a

Jesucristo. Regresaba al atardecer a su domicilio cuando percibió al grupo en un solar: «Noté

que estaban apurados, los niños tenían cara de hambre; lo único que yo tenía era la bicicleta,

vi que les hacía más falta que a mí y se la di. Es el mandato de Cristo atender al más

necesitado, tenía obligación de hacerlo.»

A los gitanos les extrañó el regalo y la forma de entrega; al cabo de un rato sin

comprender lo que había ocurrido tuvieron miedo de que fuese robada y que el donante

intentase pasarles la papeleta; ante la probabilidad de verse en un conflicto llevaron la bici a

la comisaría y le denunciaron. El chico se aferró a su versión, carecía de documento de

propiedad de lo regalado (¿quién tiene la documentación de su bici?). Pasó unas horas en la

celda mientras comprobaban domicilio, conducta y propiedad. Comenzó a manifestar

síntomas de anormalidad, como disgregación e incongruencias, y le pasaron al hospital

psiquiátrico con dudas de si era un simulador.

Lo excepcional de este caso es que desaparecieron rápidamente los síntomas claros de

enfermedad, como el trastorno de pensamiento y de la coherencia, y quedó como variante

única de su conducta previa el sentido extremo de la caridad, llevada al límite. Por ejemplo,

al decirle que podía ir a pasar el fin de semana a su casa respondía:

-No puedo, no hay sitio.

-Claro que lo hay, tienes tu habitación, te esperan tus padres.

-No, mi habitación estará ocupada; hay gente muriendo de frío en bancos de la calle,

¿cómo van a ser mis padres tan duros de corazón como para no haber salvado por lo menos

uno dejándole mi cuarto?

Se argumentará que podía ser un santo, la madre Teresa dice algo parecido. Sí, pero hay

diferencias esenciales. Los santos dicen en efecto estas cosas, pero por una parte las cumplen

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todo el día, todos los días, y el resto de su comportamiento es coherente con el

desprendimiento, es ardiente y pleno de sentido; con la generosidad entrelazan otras virtudes

y a la vez se percatan de que la meta de perfección la alcanzan muy pocas personas. El joven

que comento tenía un pensamiento insípido, pasaba el día inactivo, carecía de valoración

crítica. De todos modos resultaba desconcertante que la más llamativa «anormalidad» fuese

la práctica de la norma cristiana del amor al prójimo. Era muy amargo, y en cierto modo

siniestro verle clasificado como «enfermo». Nos tuvo perplejos tanto a sus médicos como a

quienes intentaban hacer una valoración moral de su conducta.

Estos casos limítrofes nos inducían a colaborar, tanto en su análisis como en su manejo, a

los psiquiatras y a los directores espirituales, y a vencer nuestras mutuas suspicacias

iniciales.

(Blanco y Negro, marzo de 1988.)

DIFERENCIAS DE OPINIÓN

En los primeros lustros de ejercicio profesional me encontré, como todos los psiquiatras de

entonces, con que gran número de mis pacientes acudían también a un confesor. La mayoría

nos planteaban problemas distintos y trabajábamos ambos grupos en compartimentos

estancos sobre la misma persona; pero en ciertos neuróticos creyentes surgió una

conveniencia de colaboración entre sus dos fuentes de ayuda.

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Existen pocas formas de tortura psicológica más eficaces que la de padecer la más extraña

de las enfermedades: la neurosis obsesivo-compulsiva. Consiste en padecer una idea

dominante (idea obsesiva), o un impulso (compulsión), en contra de la propia voluntad. Se

entiende mejor con ejemplos: una madre teme «perder la razón y tirar a su hijo recién nacido

por la ventana»; sabe que no hay nada más lejos de sus deseos, pero queda desazonada. La

angustia crece, comenta ese miedo con el marido y amigos. Se sorprenden, critican lo ri-

dículo de sus temores y la tranquilizan unos minutos. Inmediatamente vuelve a subir el nivel

de angustia, « ¿y si lo hago?». Manda poner cerraduras en las ventanas y que la llave no esté

nunca a su alcance, exige estar siempre con alguien, etc. Vive esclavizada por esa idea ab-

surda, y complica la vida a cuantos la rodean; no goza del cariño a su hijo, éste se convierte

en el núcleo de su tormento. La paciente «sabe» que no existe motivo razonable de temor,

encuentra ridículas, absurdas y patológicas sus ideas; sin embargo no puede evitar portarse

como si existiese una amenaza real para el niño. En eso consiste la enfermedad.

En otros casos, sobre la idea obsesiva domina un impulso, compulsión, a realizar

determinado acto. Una compulsión frecuente es la de lavarse las manos. Nada más normal,

dirá el lector. Sí, es normal, pero no cuando se hace setecientas veces al día.

- ¡No es posible!

Por desgracia sí lo es. Sufren lesiones dérmicas importantes en las manos por la acción

repetida del agua y el jabón. Pierden el puesto de trabajo, porque no llegan a tiempo ninguna

mañana, pese a levantarse horas, antes que sus compañeros para tener oportunidad de rea-

lizar sus ceremoniales. «Es que me tengo que lavar las manos treinta y tres veces; y si me

distraigo un segundo y no estoy seguro del número que llevo, tengo que volver a empezar, y

si me equivoco otra vez, ya tengo que lavármelas treinta y tres veces treinta y tres.» Si se

subleva contra este impulso interno, al cabo de un rato nota una angustia creciente, con tal

desazón y temor que al fin se doblega, y retorna al complejo ceremonial de lavados

sucesivos. Llora de rabia y desesperación, sabe que no hay ningún motivo razonable para

someterse. El obsesivo no es un «enfermo mental», nunca pierde la capacidad de razonar,

discurre perfectamente, «sabe» que su impulso es enfermizo, pero la tragedia es que

permanece esclavizado a sus compulsiones. Es un espectador, desesperado, de su

comportamiento anómalo.

En todos y cada uno de los cientos de casos que han acudido a mi consulta con esta

enfermedad, he sentido una reacción interna de protesta un tanto pueril: «¡No hay derecho!

¡Es una canallada del destino!» Lo es. El aspecto que más me duele es que nunca, ni en un

solo caso, he visto padecer esta enfermedad a un sinvergüenza. Siempre la sufren personas

con un alto sentido del cumplimiento del deber. Por su propia dinámica, la neurosis obsesiva

se enclava, como un cáncer psicológico, en tipos de personalidad con un superego muy

desarrollado, que en líneas generales corresponde con lo que llamamos «una buena

persona». Los bellacos son inmunes. Lo repito, ¡no hay derecho!

La enfermedad obsesiva consiste en los temores irrazonables y los ceremoniales de

evitación. Da igual el tema, tanto el de los ejemplos citados como otro cualquiera. La clave

está en sufrimiento innecesario y en que el enfermo está consciente de la injustificación de

sus impulsos, pero siempre con carácter de duda. En el siglo pasado se la llamó «la

enfermedad de la duda». ¿Y si me descuido (abandono los ceremoniales) y como con-

secuencia mato a mi hijo, o me contagio de rabia, o sífilis, o quedo embarazada, etcétera?

El obsesivo cristaliza en sus síntomas precisamente lo que más teme. Por tanto no es

extraño que personas con intensa vida religiosa, si padecen esta enfermedad, la expresen a

través de «escrúpulos religiosos». Les entra la duda patológica de haber pecado en

pensamiento, que es tan difícil de delimitar, y acuden al confesor. Siempre quedan con la

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«duda» de haberse expresado bien, de haber transmitido al confesor claramente la idea de la

gravedad de su pecado. El pobre confesor los ve marchar con alivio... para verlos regresar a

los pocos minutos, «es que me ha entrado la duda de si le expliqué bien...». Al cabo de un

rato interrumpe su tarea en la oficina, y vuelve angustiado (y pesadísimo) al confesionario, y

otra vez, y otra, y así bloquean durante varias horas al día la actividad del sacerdote-víctima.

Algunos confesores, por buena formación psicológica, y otros creo que por

desesperación, comenzaron a enviarnos a sus obsesivos a los psiquiatras.

Así se inició el contacto de trabajo entre mis colegas y quienes ejercían el ministerio

sacerdotal, relación que pronto tuvo una alternativa en dirección contraria. Cuando un

obsesivo resultaba demasiado martirizante en la consulta (al ver su nombre en la lista de la

tarde nos entraban sudores fríos), si tenía firmes creencias y el contenido de las obsesiones

era de tema religioso le insinuábamos:

-¿No le sería útil también la orientación con un buen director espiritual?

Temo que este hábito, al que en seguida nos aficionamos muchos psiquiatras, hizo

tambalear algunas de las menos firmes vocaciones del otro grupo y, al tiempo, nos obligó a

trabajar en contacto con ellos para lograr un apoyo multidimensional al obsesivo y entre

todos librarle de su tormento. El trabajo en equipo obliga al conocimiento y profundo respeto

mutuo de los expertos que lo forman, para lo que, en este caso, hubo que superar múltiples

diferencias de enfoque.

(Blanco y Negro, abril de 1988.)

LA INICIACIÓN CON LAS DROGAS

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En España hace algunos lustros no existía problema de drogas entre los jóvenes (excepto

con el alcohol). Muchos se preguntan, con perplejidad y amargura, por qué la situación es

ahora tan diferente.

En los años sesenta hubo una epidemia mundial de uso de drogas, especialmente entre

jóvenes, que llega a nosotros con retraso pero con notable virulencia y con una curiosa carga

ideológica que persiste, más o menos modificada.

En el contacto con la droga se imbrican una serie de factores socioculturales, en realidad

forman toda una filosofía de la vida, que se les ha inculcado por los «apóstoles de la droga»

y que en sus posiciones extremas se sintetiza así: el trabajo es una explotación del hombre,

sólo tiene justificación cuando apetece y es creativo (en el sentido de autorrealización

espiritual, no de creación o adquisición de bienes materiales que dan por supuesto que

«tiene» que proporcionárselos (la sociedad»). La generación de sus padres está

irremisiblemente corrompida por las falsas premisas de la sociedad de consumo, y es inútil el

diálogo con ellos. Lo único que importa es el placer «hoy», y el afecto a los demás libre y ge-

nerosamente expresado a través de relaciones sexuales promiscuas y desinhibidas. Esta

libertad sexual es imprescindible para la «sinceridad», premisa básica de su ética, y la única

conducta inteligente es la de la potenciación de las fuentes de placer por cualquier sistema.

Uno de los trampolines que permiten saltar a niveles superiores de placer, de conocimiento

de sí mismo y del cosmos, y de la autorrealización, es el uso de las drogas. Las drogas han

tenido tal importancia en esta subcultura que se la denomina «la de la droga».

La consecuencia es que hoy casi todo adolescente tiene que enfrentarse, como un

ceremonial de pubertad, con este fenómeno y adoptar una postura ante él, precisamente

cuando no está capacitado por falta de experiencia, y no puede saber qué es cierto y qué falso

entre lo que escucha repetido como dogma.

La edad en que están expuestos a este influjo es la misma en que hace unos años lo

estaban al tabaco: en los primeros cursos escolares, hacia los diez años de edad.

La iniciación suele ocurrir con el Cannabis (hachís, marihuana, «chocolate», etc.). Sus

apóstoles predican a los jóvenes que: «El alcohol es la droga de los adultos, la nuestra es la

hierba. Los médicos hacen terrorismo intelectual afirmando que la hierba es peligrosa; es

mucho más inofensiva que el alcohol y, además, en vez de ponernos violentos, da paz, es la

droga de la paz, la paz es buena, haz el amor y no la guerra», etc.

No siempre se les realiza el proselitismo de la droga bajo este esquema. Por supuesto, el

cannabis no tiene los peligros de los opiáceos y la cocaína, y son multitud los adolescentes

que tras probarlo por curiosidad, o por presiones del grupo (para ser «aceptado») o por

inducción de un habituado (el fenómeno del proselitismo es una constante en todas las

drogas), son capaces de abandonar la droga sin más consecuencias. Un grupo, cuyo número

va en vertiginoso aumento, queda prendido en el hábito, que no es al principio una

«dependencia de la droga», sino básicamente una «dependencia del grupo» y de sus patrones

de comportamiento.

Poco a poco la situación cambia, mezclan el cannabis con otras drogas (incluido el

alcohol pese a las afirmaciones de rechazo) y con cualquier fármaco o sustancia que sus

amigos cuentan que da más vigor a la experiencia (generalmente anfetaminas, barbitúricos,

LSD y medicamentos que contienen codeína). Los «viajes alucinatorios» con LSD tienen

para ellos especial atractivo inicial (hasta que se hacen monótonos), pues presentan un

contenido de vivencias pseudomísticas, de «iluminación interior», que les sirven para

sentirse superiores al «rebaño» de los no iniciados y para atenuar sus sentimientos de culpa y

fracaso, pues ya en este período bajan de rendimiento escolar y tienen conflictos con sus

padres. Abandonan el estudio y cualquier esfuerzo continuado (por ejemplo, una seria

preparación deportiva). El consumo de droga lo van haciendo en grupo, con relaciones

sexuales (para muchos las primeras), y las «sesiones» tienen un lógico magnetismo, y al

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hacerlas frecuentes están poco motivados para renunciar a ellas y volver al esfuerzo de

estudiar. Al poco tiempo toda su actividad gira en torno a la adquisición de drogas y ex-

perimentación con ellas.

Si logran terminar los estudios preuniversitarios, fracasan en la universidad. Para

autojustificarse suelen adoptar una de dos posturas ideológicas: o el que en España llamamos

«pasotismo» («pasan» de las mezquinas ambiciones comunes) o un ideario ideológico ra-

dical (el trabajo, una explotación; la sociedad, alienante, etc.), pero en estos últimos casos su

vinculación es sólo verbal, pues ya son incapaces de prestar una colaboración eficaz a los

grupos políticamente activistas, y en cuanto se les requiere algún esfuerzo y dedicación, se

limitan a la exhibición de símbolos y frases y a la participación vociferante en alguna

manifestación extremista (si ésta no se convoca a una hora incómoda), por lo que los líderes

radicales los rechazan, acusándolos de haber «sustituido la acción idiotizante de la televisión

por la televisión química» y de ser unos parásitos sociales; extremo en el que todos los que

los rodean parecen estar de acuerdo, menos los demás miembros del grupo, al que se aferran

como única salida de autojustificación.

La propia dinámica del grupo, en el que varios miembros son ya drogadictos graves, los

lleva a la emulación, como «experiencias más valientes», con heroína o sus equivalentes, y

entran rápidamente en una drogadicción, con todas sus consecuencias. ¿Cuál es la acción

individual, familiar y social más eficaz para ayudarlos a que no caigan en la celada? Es una

de las preocupaciones que ensombrecen el horizonte de cada familia, y de toda persona

responsable del futuro de una generación.

(Blanco y Negro, marzo de 1988.)

AMISTAD TRAS EL DIVORCIO

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El divorcio entre personas responsables no ocurre por capricho, siempre sucede a

prolongadas e intensas tormentas emocionales. La ruptura añade nuevas tensiones a la

pareja, centradas en dos temas de conflicto: el dinero y los hijos (visitas del padre y la

educación).

El proceso legal tal como se realiza en España es largo y deficiente, y complica siempre la

relación, incluso la de los esposos que se separaron en relativa buena armonía, o al menos en

situación de armisticio y rectas intenciones para el futuro.

No contaban con las argucias de los abogados de la parte contraria, y por desgracia tienen

que padecerlas en nada menos que los tres pleitos habituales: «medidas provisionales»,

«oposición a estas medidas», y «pleito principal.

Durante estas pruebas, como dice Zarraluqui, «interesados y testigos mienten como

bellacos en la mayoría de los casos, sin que se proceda contra los segundos penalmente por

falso testimonio».

Cada uno de los ex cónyuges interpreta la conducta en las «pruebas» como una nueva

traición del otro y de los antiguos parientes políticos y de los amigos. Resulta sumamente

amargo notar con sorpresa que personas en quienes se confiaba y a quien se conserva afecto

toman partido «por el otro» y actúan como enemigos. Se provoca una división en dos

bandos, y consideran enemigos a personas con las que hubiese sido deseable contar para la

ayuda a la pareja separada y a los hijos (abuelos de los niños, amigos comunes, etc.).

«Siempre me he llevado muy bien con mis suegros; en el fondo creo que me dan la razón,

aunque es lógico que no lo digan, creo que me ayudarán para librar a los niños de muchos

traumas»; ahora se desmoronan tales esperanzas, los aliados forman parte del bando hostil.

Tras esta tempestad de resentimientos y desengaños, el vínculo sentimental con la

antigua pareja, de modo especial si es «padre o madre de sus hijos», no desaparece como

por ensalmo, y queda un subfondo de odiocariño vestigios del antiguo amor y deseos de

revancha que complica aún más la situación.

Los hijos ya sufrieron muy importantes traumas durante el período de falta de amor y

de hostilidad que provocó el divorcio, y que ahora pueden agravarse, por lo que es

indispensable restablecer cuanto antes un tono de relación cortés, «civilizado».

Es curioso cómo cambia nuestra mentalidad colectiva en poco tiempo; hace unos

lustros cuando en una película o directamente en la conducta de unos amigos «extranjeros»

observábamos entre la pareja divorciada muestras de cordialidad, de atenciones y simpatía

mutuas, de cortesía, «si hasta le envía flores el día de su santo», la reacción era de sorpresa,

e incluso de indignación: « ¡¿Cómo es posible?! Me parece que ese tío tiene una vocación

de cornúpeta como una catedral.»

Hoy sabemos que dentro de la situación posdivorcio es la meta deseable. Para lograrla

es imprescindible dar por zanjado el cúmulo de pleitos previos. Hay que aceptar la

situación tal como ha quedado, aunque se la considere el colmo de la injusticia (pensión y

reparto del cuidado de los hijos), y tratar de mantener una relación distante pero amistosa,

dominada por el respeto mutuo y la conciencia de lo difícil que es también la situación del

otro.

Es importante no olvidar el matiz «amistosa-distante»; conviene mantener las distancias

y la asepsia sentimental; vemos entre quienes exageran la persistencia de vínculos, «mi ex

marido sigue siendo mi mejor amigo, y mi confidente», esperanzas ilusorias, o el deseo

más o menos consciente de herir a la nueva pareja del otro, y por tanto las raíces de nuevos

conflictos entre los cuatro implicados principales.

El dinero es una carga de dinamita que explota al menor choque. Por ello el hombre debe

enviar puntualmente la pensión, y la mujer no exigir su aumento sin motivo muy justificado.

El ideal es no tener «ni que hablar» de este tema en el futuro; considerarlo asunto ya zanjado.

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El otro tema peligroso es el de las visitas y estancias de los hijos con el padre. Ambos ex

cónyuges tienden a dramatizar el menor incidente y, quizá sin darse cuenta, a usar los hijos

como arma arrojadiza para herir al otro, con olvido de que el más dañado es «el arma

arrojadiza».

La recogida y entrega de los hijos debe ser puntual («Me has hecho perder la tarde

esperando a que vengas por ellos», (llevo horas angustiada, creí que al niño le había pasado

algo, además tiene que hacer los deberes y aún no se ha bañado», etc.).

Las escenas de recepción y despedida son espinosas; si los hijos demuestran mucha

alegría al ver al padre, la madre se siente defraudada y celosa («Con el daño que éste nos ha

hecho a ellos y a mí, resulta que ahora es el simpático; claro, como soy yo la que les tiene que

reñir», etc.).

La información que padre y madre se transmiten sobre los hijos en estas situaciones debe

ser aséptica, libre de reproches al otro. Informar sobre el estado y problemas de los hijos sin

añadir: «Naturalmente, como tú le consientes todo», « ¿Cómo quieres que salga contento

contigo, si le llevas donde te divierte a ti, no donde le gustaría a él», «Los estás

maleducando, los vas a hacer unos desgraciados», etc.

Es distinto el tono de advertencia del de reproche. Conviene extremar todas estas

precauciones, para lograr un vínculo de comprensión y apoyo mutuo en la ruptura, al menos

en cuanto a la protección sentimental de los hijos, sin la que éstos sufrirán nuevos traumas y

amarguras que pueden evitarse.

(Blanco y Negro, marzo de 1988.)

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LA APTITUD PARA GANAR PODER O DINERO.

ESA CLASE DE INTELIGENCIA

QUE NO MIDEN LOS TESTS

Las tareas escolares que tienen que superar los niños y adolescentes actuales son arduas. Sus

progenitores comentan con frecuencia: «No soy capaz de auxiliar en los deberes del colegio

ni a mis hijos pequeños. Creo que a mí me suspenderían.» Lo mismo les ocurre si les caduca

el carnet de conducir, creen que no lograrán pasar de nuevo las pruebas de aptitud, y luego lo

consiguen; por tanto hay un cierto espejismo en la valoración de las dificultades de

aprendizaje cuando están oxidados los reflejos de estudio en un cierto terreno: «Antes

multiplicaba y dividía mentalmente, ahora sin la calculadora no logro sumar dos cifras»; a

los pocos días de entrenamiento reaparece la vieja aptitud.

Hay que reconocer que en todos estos casos se cuenta con aptitudes dormidas pero que

existen; en cambio la alarma está justificada cuando llega del colegio una nota: «Rogamos

pase el jueves a las seis para hablar de su hijo con nuestro psicólogo», y éste, tras ciertos

rodeos y eufemismos, expone que el chico, a través de lo que indican los tests que le ha

realizado, tiene pocas posibilidades de salir airoso en los estudios. Probablemente el

psicólogo y sus test están en lo cierto... en el terreno académico.

Es una observación común que aparte de los triunfadores inteligentes, que es la

asociación más frecuente, hay muchas personas que, por ejemplo, han levantado una gran

fortuna desde la nada, y no eran precisamente los primeros de la clase en el colegio. Por el

contrario, es raro que «el primero de la clase» se enriquezca. En cambio observamos con

frecuencia que no fueron capaces de completar los estudios personas destacadas en campos

tan diversos como algunos políticos, jefes de bandas de delincuentes, guerrilleros, actores,

músicos, modistos, líderes sindicales, etc., y quedan en la lucha por la vida en superioridad o

claro dominio sobre personas más brillantes intelectualmente.

Si se les realizan a este tipo de triunfadores los tests de cociente intelectual (IQ), el

resultado en ocasiones es alto, pero en otras mediocre o bajo. Son estos últimos el objeto de

mi reflexión, pues pese al mal resultado en los tests, destacan sobre otras personas por su

capacidad excepcional en ciertos terrenos. No es la suya una inteligencia «académica» que

permite gran rendimiento en los estudios, pero no cabe duda de que forman parte de una

selección de superdotados y disfrutan de «otro tipo de inteligencia», que hasta hoy no

medían los tests.

Los tests se han utilizado masivamente para selección de candidatos a puestos de

empresa, y también por los ejércitos en las dos guerras mundiales. Las empresas siguen en el

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uso de los tests para elegir aspirantes y los ejércitos para decidir rápidamente entre la enorme

masa de reclutas cuáles están más capacitados para que aprovechen el adiestramiento y

convertirlos en suboficiales u oficiales, y así no perder el tiempo en el intento de entrenar a

soldados ineptos intelectualmente. Pero si en un grupo de jóvenes no buscamos un empleado

o un sargento sino un socio para hacer una fortuna, no nos valen los tests convencionales, no

miden tal capacidad. Hasta recientemente no se intentó una valoración técnica de estas y

otras variantes de aptitudes superiores.

R. Sternberg hace poco desarrolló en la Universidad de Yale un nuevo concepto de la

medida de la inteligencia por tests que tengan en cuenta tales aptitudes para el triunfo no

académico, como por ejemplo (si queremos mencionar alguno extravagante) la capacidad de

comunicación de los mimos profesionales y la de sobrevivir de los timadores hábiles. En otra

universidad, la de Harvard, Howard Gardner ha trabajado en la detección de doce tipos de

«inteligencia práctica» que no suelen valorarse en colegios y universidades, entre ellos los

de manipulación de personas, esencial para los líderes, y la aptitud creativa clave en los

escritores y artistas.

La importancia de estos conceptos, que no son nuevos pero que al fin reciben una vía de

aplicación real, no sólo está en el diagnóstico precoz de talentos escondidos, sino también en

una reorientación a los pedagogos para estimular en las aulas estas aptitudes tan útiles para el

triunfo en la competitividad que, como todas las variantes de capacidad excepcional, son una

zancadilla a la igualdad de oportunidades.

Por tanto, si su hijo da un rendimiento decepcionante en los tests de laboratorio de

psicología escolar, esté alerta para ayudarlo, ese chico precisará un tipo de apoyo y de

orientación diferentes al del resto de sus hijos, pero no está fatalmente destinado a la base de

la pirámide en la estructura jerárquica de triunfo-fracaso, que configura el resultado de la

lucha por la vida.

REACCIONES DE NIÑOS CON PADRES RECIÉN

DIVORCIADOS

Parece una perogrullada, pero los niños reaccionan al divorcio «antes» de que ocurra,

excepto en los raros casos en que no habían sospechado que hubiese desarmonía entre sus

progenitores.

Lo dañino para los hijos, en especial si son menores de diez años, no es la nueva

situación legal, sino inicialmente el clima de hostilidad y falta de cariño y respeto mutuo, y

luego la desaparición de uno de los seres queridos: «Ya no está con nosotros.»

Por supuesto, la pérdida del padre o la madre es mucho más dramática en la muerte de

uno de ellos. La orfandad es un trauma psicológico terrible y he conocido a muchas personas

a quienes marcó para toda la vida. La muerte no se elige, el divorcio sí, y la repercusión

traumática en los hijos tiene matices específicos que conviene revisar, por si pueden

atenuarse.

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En ocasiones los hijos salen ganando con el divorcio. Son casos excepcionales en los que

uno de los progenitores es tan anormal, perturbador o malvado que el resto de la familia vive

su desaparición del hogar como una esperanza de paz. Es como la amputación de un

miembro gangrenado, salva la vida pero nadie deseamos que nos ocurra.

Las reacciones a la situación predivorcio o divorcio varían según la madurez, que en los

niños va relacionada con la edad. Los niños en edad preescolar no comprenden lo que ocurre

en la familia, y tienden a interpretarlo como siempre que les riñen: ha ocurrido algo

indeseable, es que ellos han sido «malos», por tanto cargan con sentimientos injustificados

de culpa y tienden a responder con irritabilidad (rabietas desmesuradas) y excesiva

dependencia («enmadrados»).

En las etapas iniciales de la edad escolar buscan ayuda en las tareas y el calor de hogar al

regreso de la escuela. Ahora se sienten solos y desvalidos. Repercute en cuadros depresivos,

y deterioro del rendimiento escolar y de la relación con amigos. Tienden a pedir o a fantasear

sobre ir a vivir con el otro, creen que allí sería mejor su vida y tienen la secreta esperanza de

volver a unir a la pareja.

Entre los adolescentes las dos reacciones más frecuentes son: o una madurez prematura

aceptando responsabilidades de adulto con un superego hipertrófico o, por el contrario,

conducta antisocial y refugio en las drogas.

Entre los menores de diez años los síndromes (grupos de síntomas) más frecuentes son:

retirada, apatía, depresión, regresión, angustia de separación-fobia a la escuela, fugas para

buscar al otro.

Retirada. El niño rehúye el contacto y conversación. Puede hacerlo sólo en el hogar o

también en la escuela (no habla con los amigos, juega solo, no hace preguntas).

Apatía. Desgana, pereza, ausencia de iniciativa. Es más acusada en las tareas que no le

gustan, como los deberes escolares (baja de rendimiento), lavarse, ordenar sus cosas.

Depresión. La depresión se caracteriza por tristeza, llantos, inhibición, desgana y

angustia. En la infancia existen también depresiones que pueden coincidir con el divorcio y

no estar relacionadas. Cuando el trauma desencadenante es el divorcio pero se establece una

auténtica depresión, se nota al poco tiempo un cambio en el tema de sus pesares, deja de ser

la falta del padre o de la madre y se orienta a otros motivos; el niño no se entristece «cuando

se acuerda de... », sino que «está triste»; ya no sirve como en la primera fase el consuelo,

cariño, comprensión, seguridad; la depresión ya no cede ante estímulos psíquicos, precisa

tratamiento.

Regresión. El niño «regresa» (retrocede) a una etapa previa del desarrollo. Vuelve a no

comer ni vestirse solo, habla más infantilmente. Demuestra con su conducta el rechazo de la

situación actual y el deseo inconsciente de «regresar» a una etapa en que era feliz.

Angustia de separación-fobia a la escuela. Se llama «angustia de separación» a la

ansiedad de la primera ruptura prolongada del contacto con la madre; la manifiestan también

los cachorros en las primeras horas de pérdida de la madre. En situaciones de conflicto

(como el divorcio y separación del padre o la madre) el niño revive esa angustia, y la

actualiza cada vez que se aparta de la madre. La manifestación más típica está en que el niño

que ya iba a la escuela sin problemas vuelve cada mañana a convertir el momento de la

partida en un drama con llantos y lamentos.

Fugas de la casa a buscar al otro. Con la esperanza ilusoria de que al ver su desolación

regresará al hogar.

Si estos síntomas no son muy intensos y desaparecen en unos tres meses, se considera

«normal)).

Otro tipo de respuestas son más graves, y anormales.

Resultan más alarmantes las reacciones de: Negación, indiferencia, conducta antisocial.

Negación. Consiste en que el niño «niegue» de forma irrazonable que existe el problema,

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dice que el ausente no se ha marchado, que vendrá a cenar, etc., pese a las veces que se le ha

explicado la situación. Es un mecanismo neurótico de defensa.

Indiferencia, calma. Aparenta que no le importa, «no se ha quejado ni una sola vez».

Tiene el mismo significado que la negación.

Conducta antisocial, acting-out. La delincuencia infantil tiene en ocasiones el

simbolismo de ganar poder compensador. El haber contemplado a sus padres en lo que a él

le parece cruel hostilidad mutila el superego y le permite actuar sin sentimientos de culpa.

Existe un grupo de reacciones normales que hay que vigilar pues son patógenas si no se

ayuda al niño.

Sentimientos de culpa injustificados. Ha escuchado tantas veces «Si eres tan malo papá

nos va a dejar» o «Das tantos disgustos a mamá que se va a marchar)), que cuando ocurre

piensa que él es el culpable. Puede provocar reacciones de masoquismo, en busca

inconsciente de autocastigo y también por dirigir contra sí mismo la hostilidad que siente

contra sus padres y no reconoce conscientemente. Es el origen de la propensión a accidentes

(accident-prone) de algunos niños psicotraumatizados.

Acusaciones falsas al padre o la madre contra el otro. Así consigue que se relacionen,

aunque sea para recriminarse.

Explotación de los padres. «No voy a ser yo la que siempre le riña», «Para unas horas

que paso con él, no pienso pedirle cuentas por los suspensos, como quiere la madre; que lo

haga ella, que es la encargada de su educación». El niño se percata y utiliza la situación. En

ocasiones añade proyección de culpa («No puedo estudiar porque os habéis divorciado»,

etc.).

Errores frecuentes de las madres (o padres) bienintencionados cuando hablan al niño del

ausente, con la intención de mantener una buena imagen de la figura paterna o materna:

a) Que el ausente le quiere pese a no demostrarlo. El niño se pregunta: si me quiere, ¿por

qué no viene a por mí?

b) El ausente tiene muy buenas cualidades. El niño se pregunta: si es tan bueno, ¿por qué

lo dejaste?

Conviene explicar con claridad al niño su situación, dentro de lo que a cada edad puede

soportar; dejarle expresar su frustración, irritación y angustia. Debe tener una imagen

realista (aunque atenuada) de lo que puede esperar, y darle apoyo compensatorio.

«Eso no es asunto tuyo», cuando pregunta sobre la separación. Sí es asunto del niño,

tiene necesidad de explicación. Recomiendan hacer un ritual, a hora fija, de hablar con el

niño a diario unos minutos sobre este tema.

(Blanco y Negro, marzo de 1988.)

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REACCIONES DE LOS HIJOS AL DIVORCIO

En el artículo anterior repasamos las respuestas habituales de los hijos, en particular los de

corta edad, al divorcio de sus padres. Recordemos que son casi inevitables, y se consideran

normales si no duran más de tres meses y no presentan intensidad desmesurada, las reac-

ciones de: retirada, apatía, depresión, regresión, angustia de separación y fobia a la escuela, y

alguna fuga de la casa con el propósito de ir a buscar «al otro».

Con afecto, tacto, y el paso del tiempo, el hijo encaja el nuevo estilo de relación familiar.

Uno de los peligros está en que la forma de adaptación, aunque a él de momento le parezca

útil, puede perjudicarlo a la larga (por ejemplo, la astuta explotación de la ruptura de sus

padres para abandonar sus estudios, deberes: « ¿Cómo voy a estudiar si no pienso más que en

mi padre?», etc.). Otras modalidades de reacción manifiestan anomalías psicológicas.

Entre las que resultan alarmantes están las reacciones de negación, indiferencia y

conducta antisocial.

La negación consiste en que el niño «niega» de forma irrazonable tanto verbalmente

como con sus actos que existe el problema, y dice que el ausente no se ha marchado, y

vendrá a cenar: «Estoy haciendo este dibujo para que lo vea papá cuando vuelva de la

oficina», etc., pese a las veces que se le ha explicado: «Ya no vive con nosotros.» Es un

mecanismo neurótico de defensa.

Indiferencia, calma: inicialmente tranquiliza a la familia, pues el niño aparenta que lo

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ocurrido no lo afecta, que no le importa: «No se ha quejado ni una sola vez.» Sin embargo, es

un síntoma de alarma. Tiene el mismo significado que la negación.

La conducta antisocial (acting out): es conocido que todo niño normal algunas veces se

porta de modo destructivo, como una llamada de auxilio; por ejemplo, rompe

deliberadamente y con estrépito un jarrón, y así recibe la atención que echa de menos aunque

pague el precio de la bronca o los azotes. En una etapa posterior la delincuencia infantil

ocasionalmente esconde en su iniciación este mecanismo; en otras ocasiones busca el sim-

bolismo de ganar poder compensador. Así puede ocurrir como respuesta a la desintegración

de la familia. Uno se pregunta muchas veces con sorpresa cómo es posible la conducta

despiadada de los delincuentes infantiles. El haber contemplado a sus padres en lo que a él le

parece cruel hostilidad mutila el superego y le permite actuar sin sentimientos de culpa.

Además de las tres señaladas, existe un grupo de reacciones normales que hay que vigilar,

pues son patógenas si no se ayuda al niño.

Sentimientos de culpa injustificados: ha escuchado tantas veces «Si eres tan malo papá

nos va a dejar» o «Das tantos disgustos a mamá que se va a marchar», que cuando ocurre

piensa que él es el culpable. Puede provocar reacciones de masoquismo, en busca

inconsciente de autocastigo y también por dirigir contra sí mismo la hostilidad que siente

contra sus padres y no reconoce conscientemente. Es el origen de la propensión a accidentes

(accident-prone), o a buscarse conflictos innecesarios que es típico de algunos niños

psicotraumatizados.

Acusaciones falsas al padre o la madre contra el otro: «Este niño miente por maldad.»

No, lo que busca es que así se relacionen, aunque sea para recriminarse. El hijo imagina, en

sus fantasías irreales, que tras la discusión, al verse de nuevo, harán las paces.

Explotación de los padres: «No voy a ser yo la que siempre le riña», «Para unas horas

que paso con él, no pienso pedirle cuentas por los suspensos, como quiere la madre; que lo

haga ella, que es la encargada de su educación». La madre se resiste a desempeñar sólo ella

el papel de la severidad. El niño se percata de la tensión que existe entre sus padres y la

escasez de comunicación, utiliza la situación e intenta manipularlos a su conveniencia. En

ocasiones añade «proyección de culpa: «No puedo estudiar porque os habéis divorciado, y

ha sido por mi culpa», etc.

Es muy frecuente un tipo de errores en las madres o padres bienintencionados cuando

hablan al niño del ausente. Con el propósito de mantener una buena imagen de la figura

paterna o materna, suelen afirmar, contra toda evidencia:

a) Que el ausente lo quiere pese a no demostrarlo. El niño se pregunta: si me quiere, ¿por

qué no viene a por mí?

b) El ausente tiene muy buenas cualidades. El niño se pregunta: si es tan bueno, ¿por qué

lo dejaste?

Conviene explicar con claridad al hijo su situación, dentro de lo que a cada edad puede

soportar; dejarle expresar sus frustraciones, irritación y angustia. Debe tener una imagen

realista (aunque atenuada) de lo que puede esperar, y darle apoyo compensatorio.

Hay una frase que todos hemos dicho a un hijo: «Eso no es asunto tuyo.» Pero cuando

pregunta sobre la separación, entonces sí es asunto del niño, tiene necesidad de explicación.

Recomiendan hablar a diario del tema con el niño durante unos minutos, a hora fija, en una

especie de ritual de descarga de tensiones. Dialogar sobre los aspectos que desee averiguar

de su pasado, presente y futuro familiar.

(Blanco y Negro, marzo de 1988.)

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LA MODA ESBELTA Y LA ANOREXIA MENTAL

«La reina ha engordado, y está mucho más hermosa.» Es frase de un embajador veneciano en

la corte de Felipe IV. Corresponde a criterios estéticos que se han mantenido durante

milenios. Por primera vez en la Historia existe la preocupación colectiva de mantenerse

delgado. ¿Por qué? Es demasiado facilona, y descortés, la habitual respuesta de que hoy la

moda femenina la dictan hombres, a los que en general no les gustan las mujeres. El tema es

más complejo.

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Hubo períodos de exageración en sentido contrario, que en la cultura occidental

asociamos con los retratos femeninos de Rubens y Rembrandt. Se puede argumentar que en

las figuras del XV dominan personajes esqueléticos. Sería convincente como argumento de

moda, si no tuviesen todos signos de raquitismo, como la «tibia en forma de sable» que hace

las piernas curvadas en paréntesis, o en las venus un rasgo que apreciaban mucho como

signo de belleza todavía en tiempo de Botticelli, lo que ahora llaman en los estudios de

desnutrición «vientre en cristal de reloj», un abombamiento que es residuo del «vientre de

batracio», expresión del raquitismo infantil grave, que vemos en tantas representaciones del

Niño Jesús en la época. Los pintores representaban lo que veían, fue un período de

hambrunas terribles. Sería tan impropio hablar de «moda» como si lo hacemos ahora con los

niños y madres de Etiopía.

Si nos preguntan cuál es el canon estético ideal para la figura humana, responderíamos

que el helénico. Pocas personas caen en la cuenta de que ni a la venus de Milo ni a la

afrodita de Cnido las podrían contratar para un pase de modelos. En la pasarela parecerían

desgarbadas debido a su «obesidad».

No nos percatamos de la progresiva acentuación de la tendencia a moldear una figura

humana distinta, que se ha experimentado en los últimos veinte años. Las piernas de Bo

Derek, mujer de calificación oficial de 10 sobre 10, no las habría aceptado jamás como

modelo para una estatua un escultor de antaño; los muslos deben ser cónicos, no cilíndricos.

¿Nos estamos deformando?

Un incidente trivial me lo puso de manifiesto. En casa de un amigo veíamos por televisión

un reportaje sobre películas de Ava Gardner y Rita Hayworth, diosas absolutas de belleza

para toda mi generación. Estaban presentes las hijas del anfitrión, e intentamos presumir ante

ellas de que en nuestro tiempo las mujeres eran más guapas; una de las chicas exclamó:

«Pero papá, si son unas vacas, ¡qué trasero!» Sin tiempo a reflexionar, mi amigo dio una

orden: «Niñas, ¡hay que tener trasero!» Sólo entonces me percaté dé que sus hijas no lo

tienen. ¿Caminamos hacia una aberración estético-fisiológica?

Es difícil valorar la influencia que estos patrones socioculturales han tenido en el

reciente aumento de una enfermedad muy extraña. Se trata de la anorexia mental o anorexia

nerviosa que es un síndrome psiquiátrico que se centra sobre la negativa de la enferma a

comer, y una alarmante pérdida de peso. Aparece en mujeres jóvenes, solteras, entre la

pubertad a la adolescencia. Hay casos tardíos y alguna excepción masculina. La frecuencia

de la enfermedad ha subido hasta un nivel de una adolescente entre cada 200. No se trata de

una verdadera anorexia (inapetencia); es todo un trastorno positivo de la conducta

alimenticia. Las enfermas no quieren comer.

Al hacerse alarmante la delgadez la familia suele obligarlas. Recurren entonces a toda

clase de estratagemas para no alimentarse. Fingen haber comido o con habilidad de

prestidigitador esconden la comida en la servilleta. Cuando se las obliga a ingerir alimentos,

van inmediatamente al cuarto de baño a vomitar, etc. Seleccionan los pocos alimentos que

aceptan entre los que

tienen menos calorías. Aseguran que no toleran los demás. Toman laxantes y diuréticos. Las

pacientes están muy activas (algunas caminan durante horas para «consumir calorías y

adelgazar»), rinden bien en los estudios o profesión con una energía que sorprende en su

estado. Pierden el interés por los temas sexuales.

Los síntomas somáticos alcanzan equivalencia con una caquexia orgánica. Las jóvenes

anoréxicas parecen tener muchos años más, quedan esqueléticas, huesos y piel arrugada y

deshidratada; el aspecto es de foto siniestra de campo de concentración. La paciente juzga

con acierto el aspecto físico de las demás mujeres, pero no el suyo, que asegura que es

«normal», y si engorda unos gramos cree haberse deformado por la obesidad. La negativa a

alimentarse es tan tenaz que se provocan caquexias y la mortalidad se calcula entre el 10 y el

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20 de los casos.

No está claro el origen de esta anomalía. Los psicoanalistas lo atribuyen a un rechazo

inconsciente a la femineidad o a fantasías de fecundación oral, pero la realidad es que

muchos casos sólo se inician tras un período de obesidad y la preocupación de la familia o de

la paciente por recuperar la línea. El conflicto con la familia, especialmente con la madre, es

uno de los elementos constantes, que dominan el cuadro clínico. Los organicistas atribuyen

la anorexia mental a un trastorno hormonal previo o a un déficit hipotalámico. Los

conductistas, a que «no han aprendido»» la sensación de hambre y sencillamente no comen.

No está comprobada ninguna de estas interpretaciones.

Por la gravedad de la enfermedad y el mal pronóstico ambulatorio, el tratamiento suele

ser hospitalario, para romper el círculo vicioso de hostilidad con la familia, y realizar

alimentación controlada y tratamientos biológicos junto a psicoterapia. Son pacientes que

protestan de su ingreso, se consideran normales y creen injustificada cualquier terapéutica,

que hacen todo lo posible por evitar.

Es un tema de reflexión inexcusable y urgente preguntarse si no estamos todos

contribuyendo inconscientemente con la evolución de nuestro gusto a cargar a las

adolescentes con este drama, antes casi inexistente, y que ahora perturba con gravedad

extrema la vida de muchas adolescentes y de sus familias.

Bulimia. Bulimorexia. La Bulimia se manifiesta por crisis de apetito voraz e

incontrolado. Es frecuente que se combine con actitud anoréxica en la Bulimorexia, y la

paciente después de cada ingestión desordenada intenta vomitar, toma laxantes, diuréticos,

etc. Excepto las crisis de bulimia, la conducta global es parecida a la de una anorexia

nerviosa, con la preocupación obsesiva por no engordar un gramo. La lucha entre la

atracción accesional por la comida y el rechazo posterior se vive con ansiedad, sentimientos

de culpa y de autodesprecio. La vida de la paciente se centra en la comida, comer o expulsar

lo comido por medio de vómitos y laxantes y domina su campo de intereses.

Los atracones de comida los inician como compensación por un disgusto o fracaso,

como «gratificación oral». Se convierte en hábito y ya responden a cada situación de estrés

con la comida; de modo indiscriminado, pueden comer medio kilo de mantequilla o de

tocino.

Una diferencia llamativa con las anoréxicas estriba en que éstas desde el principio

rechazan su femineidad y no manifiestan interés erótico ni sexual. Las bulimoréxicas, por el

contrario, hacen los sacrificios de no comer para estar más atractivas, buscan el galanteo casi

obsesivamente. Procuran mantener en secreto sus problemas de alimentación, que dominan

su vida tanto como la de las anoréxicas.

El tratamiento es psicoterápico, difícil y prolongado. Responden mejor a la terapia de

grupo que a la individual.

(Blanco y Negro, marzo de 1988.)

«COSÍ FAN TUTTE»

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La emigración del campo a la ciudad ha invertido su curso histórico. Muchas profesiones

pueden desarrollarse desde cualquier lugar con un ordenador y los sistemas de

teletransmisión. Uno de mis conocidos especula en el mercado de granos de Chicago desde

un pueblecito de Albacete. Hay personas que prefieren alejarse de la tensión de la gran

ciudad y residir en el campo o en un lugar tranquilo. Es difícil predecir la dimensión que

adquirirá esta nueva tendencia.

La opción rupestre se ha convertido en tema frecuente de discusión.

- ¿Y tú que puedes hacerlo, por qué no te marchas de Madrid, que se ha puesto

insoportable con la polución y los atascos de tráfico?

No lo suelo traer a colación para no complicar las cosas, pero inevitablemente asocio con

esta polémica el recuerdo del viejo chiste del amoniaco. Un chico pasa apuros en el examen

de química que no ha preparado. Le preguntan sobre el amoniaco: «Es un líquido, muy

fluido, de color amarillento, de olor agradable.» Interrumpe el catedrático: «Sospecho que

no ha asistido usted a las prácticas, si opina que es agradable el olor del amoniaco.»

Agobiado por la amenaza del suspenso, el estudiante argumenta a la desesperada: «A mí... a

mí me gusta.» Me ocurre lo mismo con Madrid.

¿Qué tiene Madrid para compensar sus asperezas? Nos brinda situaciones que no se

producen en casi ninguna otra parte. Una reciente y llamativa ha sido la representación en

privado de la ópera Cosi fan tutte de Mozart.

Parece casi imposible lograrlo en un nivel de gran calidad. Es a lo que me refiero: en

Madrid ocurren cosas casi imposibles.

Jacques Hachuel, financiero internacional con residencia en nuestra ciudad, es nieto de

una cantante de ópera. «De niño adoraba a mi abuela paterna, guapa y alegre, que me sentaba

frente al piano con el que ella se acompañaba para cantar arias de su obra predilecta: Cosi fan

tutte. Es también mi ópera preferida, y la asocio con esa persona querida con la que me siento

en deuda por haberme iniciado en el mundo sublime de Mozart. Su recuerdo me ha movido a

gozar nuestra pieza favorita con un grupo de amigos, tal como ella lo hacía, acompañada

sólo por un piano.» .

Fácil de decir, pero no de realizar. Hachuel trajo desde Inglaterra a Madrid seis solistas de

primer rango, especializados en este tipo de representaciones, con todo el vestuario y el

pianista adecuado, y la dirección de escena capaz de adaptar los movimientos de los

cantantes a la situación que voy a describir.

El salón de la casa tiene forma de cruz, recuerda una iglesia con sus naves laterales. Las

cuatro galerías contienen importantes obras de arte contemporáneo. Trasladaron las

esculturas, muebles e instrumentos de música antiguos para dejar espacio, y colocaron el

piano en el punto de confluencia. Dispusimos de unos estrados escalonados en los cuatro

brazos de la cruz, y allí nos apiñamos los invitados, más de doscientos, y quedaba en el cruce

de las galerías un amplio espacio central para los seis cantantes, impecablemente vestidos al

modo del XVIII. Sobre las pelucas blancas pendía un móvil de Calder. La iluminación sólo

con velas de cera, en multitud de candelabros repartidos por el suelo y los muebles, borraba

como por ensalmo las arrugas de los rostros y caldeaba las figuras.

Cosi fan tutte es la mascota del festival de Salzburgo, cierra cada año el ciclo de óperas,

por lo que he tenido la suerte de escucharla muchas veces interpretada por los mejores

cantantes del mundo.

Me preguntaba cuál sería la cadena de sensaciones al oírla en otro nivel de ejecución. El

resultado fue equivalente a la contemplación de un cuadro poco importante en un hogar. Se

aprecia mejor que en el museo, donde tendría excesivos competidores. El arte, apeado de su

pedestal, es más entrañable.

No estoy de acuerdo con la repetida afirmación de que los museos son cementerios de

cuadros y estatuas. Las grandes obras de arte, si se tiene la cortesía de escucharlas

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atentamente, dialogan con los visitantes, pero nunca en forma tan confidencial como en una

casa. Lo mismo ocurre con la música.

Cosi fan tutte es una ópera cómica en la que Mozart hace constantes bromas con las

melodías, sin rebajarlas del nivel de sublimidad. En una representación habitual, el

escenario y el foso de la orquesta nos distancian del pálpito vital de los personajes y de los

intérpretes.

El gran regalo de nuestro anfitrión fue permitirnos disfrutar de la sensación de formar

parte de la trama. Los cantantes circulaban entre el público, entraban cantando en el salón

por una puerta a nuestras espaldas, se dirigían en los apartes a algún espectador de la pri-

mera fila, nos daban a todos la ilusión de participar en las discusiones. La magia de

integrarse en los sentimientos de los protagonistas, sublimados en unas melodías que están

entre las más hermosas que se han escrito, no se rompió un instante, hasta el final de la

ópera.

Al regresar en la noche madrileña persistían los atascos de tráfico, las luces lejanas se

difuminaban en la neblina de la polución, pero no lo percibía, creo que no hubiese notado ni

el olor del amoniaco.

(Blanco y Negro, octubre de 1988.)

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EL ENIGMA PSICOLÓGICO DE SALVADOR DALÍ

La persona de Dalí ha tenido a nuestra generación sumida en un mar de dudas y

cavilaciones. Hoy nos preocupan su estado de salud y el tono siniestro del implacable cerco

de aislamiento (¿voluntario?) del pintor. Durante muchos años la pregunta dominante fue:

¿está loco Dalí, o se trata de una farsa publicitaria?

Salvador Dalí entra de lleno, casi como buque insignia, en lo que los críticos de arte

estadounidenses suelen llamar «genios extravagantes». Por definición son personas de gran

talento pero con chocantes formas de conducta, que desconciertan a sus contemporáneos.

Desde el principio quedó claro el buen rendimiento publicitario de los arrebatos

estrafalarios de nuestro pintor. Alcanzó tal virtuosismo en la excentricidad y el desenfado

que logró convertirlo en otra forma de creación artística, mas ¿era sólo eso? Resultaban

inseparables la obra y la persona y, a mi juicio, igualmente interesantes. Disfruté de forma

similar al contemplar sus cuadros en los museos y al escucharlo, de modo especial en las

entrevistas televisadas. Por ambos regalos le estoy agradecido, los dos fueron gratis y

reconfortantes.

En general se lo admira en los cuadros y se ríen sus ocurrencias. Pueden perfectamente

invertirse los términos: reír con la ironía sutil y desgarrada de muchas de las pinturas y

quedar en embelesada admiración ante alguna de las payasadas geniales.

El agigantamiento actual de la figura del pintor de Cadáqués hace difícil aceptar que Dalí

fuese un completo desconocido para casi todo el público artístico español, cuando ya era

muy popular al otro lado de los montes y de los océanos. Surgió de repente, como una apa-

rición fantasmal en pleno aislamiento de los años cuarenta, en una exposición en la

Biblioteca Nacional, simultánea con los decorados y vestuario dalinianos que consiguió Luis

Escobar para unas representaciones de Don Juan Tenorio y una

conferencia-escándalo-alboroto que el artista pronunció, con su habitual fórmula de im-

pávido desgarro y sabia torpeza verbal, en el teatro María Guerrero de Madrid.

Las mentes simples tienden a deformar las interpretaciones de los hechos complejos

simplificándolas en exceso. Además de existir personas simples, hay «épocas simples».

Una de ésas fue entre nosotros la década de los cuarenta; al estar abrumados por

necesidades apremiantes se tendía a interpretaciones radicales... No pudo librarse el

fenómeno Dalí.

La incertidumbre del espectador aguijoneada por las provocaciones del artista no quedó

en duda pasiva, las gentes tomaron partido apasionado: «Es un genio.» «Es un farsante.» «

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¿Y qué me dice del Cristo y del cesto de pan?», argüía el primero. «Eso lo hace cualquier

estudiante aventajado de Bellas Artes», replicaba airado el otro. «Dígame el nombre de uno

y le compro toda la producción.» Resultaba un punto de vista incómodo para el detractor,

que insistía: «El colorido es de náusea.» Contraatacaban: «Es un dibujante fabuloso.» «Es

un pésimo dibujante con trucos y coartada literaria.» «Está loco.» «Es un genio que se hace

el loco.» «Vende mucho mejor de lo que pinta»...

Al principio resultaba divertido escuchar las encendidas polémicas, pero a los seres

humanos nos cuesta mucho trabajo resultar originales y, en consecuencia, una vez lanzadas

unas pocas ideas tendemos a repetirlas estereotipadamente, sin demasiada reflexión. Dalí

ha seguido cortejado por tales afirmaciones rotundas y hueras durante los últimos decenios,

con un deslizamiento progresivo hacia la admiración sin crítica empujadas por la sanción

oficial y la de mercado.

Naturalmente, no pretendo inclinar al lector en su juicio sobre el mérito intrínseco de la

obra daliniana, prefiero comentar el interrogante que aún flota en el aire: ¿estaba Dalí loco,

simplemente condicionado por pulsiones neuróticas o era todo mera teatralización

publicitaria?

Para enfocar el enigma conviene recordar algo que Dalí nos contaba ya en su primera

autobiografía: Dalí tiene unos calamitosos errores ortográficos. Hoy existe una mayor

tolerancia en el tema, pero en la época de su juventud una falta de ortografía era objeto de

anatema académico y social. Dalí era probablemente disléxico, y por tanto incapaz de

superar esta grave desventaja que esquivó de forma tan original como inteligente: todos sus

escritos, tanto los privados como los destinados a publicación, los plagaba deliberadamente

de los más graves disparates ortográficos. Ni él mismo sabía ya cuándo eran conscientes y

cuándo involuntarios, menos podía adivinarlo el lector. Automáticamente dejaron de ser

faltas de ortografía para convertirse en «cosas de Dalí)).

Si encontramos una fórmula para resolver un problema difícil, tendemos a aplicarla en

otros terrenos, y es lo que hizo nuestro gran personaje. Profundamente neurótico, con

imposiciones esclavizantes del subconsciente, se impuso otra serie de rituales y actitudes

hasta crear todo un edificio en el que se combinan originalidades y extravagancias

estrechamente entrelazadas con anomalías, trazando un laberinto indescifrable: el enigma

psicológico de Dalí.

Dos observaciones de 1968 quizá ayuden a matizar el proceso interno del pintor: le visité

en su casa de la Costa Brava con un pequeño grupo en el que venía otro psiquiatra, el doctor

Lartigau. Nos recibió con gran amabilidad. «Nada más fácil» era una frase con la que

accedía a cualquier petición, como dejarse retratar para lo que inmediatamente mordía un

clavel y hacía una mueca feroz. Mientras nos enseñaba el jardín acentuó las afirmaciones

chocantes: «Éste va a ser el corral para los rinocerontes.» Le dije en voz baja: «No se

moleste, Dalí, dos de los seis somos psiquiatras.» Me miró, enarcó una ceja y pasó

afectuosamente el brazo por encima de mis hombros y dijo solemne: «Ah, entonces

llevaremos la velada por terrenos más convencionales.» Lo cumplió, con acusada cortesía e

ingenio, pero de vez en vez con afirmaciones incongruentes o absurdas. En ocasiones

miraba como diciendo: «Perdón, se me ha escapado.» En otras era un automatismo sincero,

inevitable. Igual que con la ortografía.

Meses después nos encontramos de nuevo. Entró majestuoso en el hall del hotel Rítz de

Barcelona, en una de cuyas mesas estábamos sentados López Ibor y yo con unos colegas

extranjeros. Se acercó portando ostentosamente un paquetito colgado del lazo de la atadura.

Alguno del grupo anticipó con malicia: «No le preguntéis lo que lleva en el paquete, seguro

que viene a impresionarnos.» En efecto, saludó a los que conocía y dijo: «Se preguntarán qué

llevo en este paquete.» Intenté echarle un capote: «No, no nos hemos preguntado nada, pero

estamos encantados de verlo.» Inútil, Dalí era imparable: «Pues llevo un grillo, porque

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habrán de saber que en este hotel viven los mejores grillos del mundo.» Se me anticipó

Socorro López Ibor, que le advirtió: «Dalí, que TODOS son psiquiatras que han venido a un

congreso.» Acarició el bigote, miró con ojos desorbitados. «Hombre, TAMBIÉN es mala

pata», y al marchar navegó por el hall con el empuje de una fragata con todas las velas

desplegadas.

El aroma sutil de esta personalidad extraordinaria y entrañable ha enriquecido nuestras

vidas, con emociones estéticas y tambíén con sonrisas que sin él no hubiéramos tenido.

Gracias, Dalí.

(ABC, julio de 1988. Este periódico

lo publicó de nuevo el 24 de enero de 1989,

al fallecimiento de Salvador Dalí.)

HE VISTO LLORAR A UN LABRADOR

«He visto llorar a un labrador.» El amigo que me hizo este comentario estaba muy

impresionado, «ver llorar a un hombre siempre afecta, pero éste era un joven campesino, me

dijo su familia que tenía una depresión, ¿es posible?» Por lo visto sí hubiera sido un

dependiente de ultramarinos, o un empleado, habría afectado menos a mí amigo el atisbo de

la tragedia, quizá a la mayoría nos hubiese ocurrido lo mismo, y también nos impresionaría

más en un minero o en un forzudo de circo. El vigor físico y la rudeza provocan en el

espectador el espejismo de embotamiento o resistencia a los embates sentimentales. No es

así.

La pregunta « ¿es posible?» referida a una depresión en el medio rural la he escuchado

muchas veces. Está muy difundido el error de que la depresión es un producto exclusivo de

la sociedad industrial. Para comprender que es falso basta recordar: «El tío Eufrasio se tiró a

un pozo»; «Su madre se suicidó, se tiró al pozo».

Estas frases y otras parecidas probablemente evocarán en el lector recuerdos infantiles,

casi olvidados, que nos enfrentan con una versión tristísima y tercermundista del suicidio

pueblerino hasta hace muy pocos años. Todavía se escucha alguna vez. El estigma del

suicidio hacía modificar la noticia: «Se ahogó en un pozo.» Así, la familia quedaba libre de

la mancha de tener un suicida.

El pozo; el poeta Juan Ramón Jiménez nos dirá en Platero y yo: «El pozo. Qué palabra

tan honda, tan fresca, tan verdinegra.» A la víctima debía provocarle otras asociaciones de

ideas. Es un modo terrible de morir. ¿Por qué lo hacían? Prácticamente todos eran víctimas

de una depresión.

¿Por qué precisamente el pozo? No tenían muchas alternativas. La escopeta no estaba al

alcance de todos, las casas de pueblo no tienen altura suficiente para tirarse desde una

ventana, la torre de la iglesia (recurso ocasional) añade una nota «sacrílega».

Esta última reflexión nos acerca a las angustias culpabilizadoras del deprimido en trance

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suicida. He escuchado infinidad de veces en mi consulta que «si no fuese por mis creencias

me mataría». Es verdad, lo hubiesen hecho. En la pérdida o entibiamiento de las

convicciones religiosas está una de las explicaciones del aumento de suicidios. También una

mejor cultura religiosa; los creyentes intuyen certeramente que la enfermedad los exculpa.

Es frecuente encontrar en la nota del suicida a su familia: «Dios me comprende y me

perdonará.» Hace unos lustros, y mucho menos en el medio rural, carecían de este alivio.

He estudiado a muchos suicidas frustrados con píldoras, cortes de venas, etc. Incluso

ahorcados a los que se logró salvar la vida. La mayoría dan las gracias al destino y a nosotros

los médicos que los sacamos adelante; otros nos maldicen. Recuerdo una paciente que me

quiso poner pleito por haberle salvado la vida sin su permiso, «metiéndome sin ningún

derecho en sus asuntos». Renunció al pleito, pero como vive en Madrid la veo de vez en

cuando; sigue sin saludarme. No he tenido ocasión de investigar las vivencias de un intento

de suicidio en el pozo, mueren todos. No ignoraban su espantosa agonía, pero precisamente

por ser prolongada les daría ocasión de arrepentirse, así no morían en pecado que lleva a la

condenación y al mismo tiempo no los libraría de la muerte. Creo que ésos eran los dos

motivos combinados de la elección de este procedimiento atroz.

Pertenecemos a una generación de lamentadores profesionales, nos quejamos

constantemente de todo. Suponemos ser víctimas de un «estilo de vida» nefasto, cada uno

cree ser el más castigado. Muy pocos reflexionan que los bellos «tiempos pasados» fueron,

casi sin excepción, peores. El ejecutivo presume del tributo que su opulencia paga al estrés,

no suele pensar en el estrés del obrero en paro con cuatro hijos en la centésima intentona

fracasada de lograr trabajo; le parece una palabra demasiado elegante para que el otro se la

apunte.

La realidad es que la «igualdad de oportunidades» aparece singularmente evidente, en la

posibilidad de sufrir una depresión.

DOS ENAMORADOS PLATÓNICOS

DE LUCRECIA BORGIA

Los grandes amadores dejan una estela que fascina a generaciones futuras. En cambio, no

sé de nadie que se haya enamorado de un personaje del pasado del que sabemos que no fue

capaz de amar.

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Lucrecia Borgia tuvo amores, amoríos, pasiones, galanteos y una curiosa

correspondencia sentimental de mero ejercicio lírico con varios poetas. Hay donde elegir.

Además de su auténtica vida sentimental, la leyenda negra de los Borgia cultivada sin

pausa durante cuatro siglos, añadió fantasías eróticas morbosas asociadas con una imagen

falsa de su persona y vida, que adquirió tal pujanza que es la que habitualmente se nos

brinda.

Mentes luminosas como las de Victor Hugo y Alejandro Dumas se sometieron

servilmente al tópico y han contribuido a cimentar la cadena de errores. Por tanto, atrae todo

el que ha sido capaz de saltar sobre las mentiras establecidas y acercarse a la persona.

Resulta más atractiva la aproximación si se ilumina con un espejismo de enamoramiento.

Lord Byron recibió el flechazo de Cupido, con tres siglos de retraso, al contemplar un

mechón de pelo de Lucrecia Borgia. El aturdimiento amoroso disculpa la pequeña villanía

que cometió en Milán. En la biblioteca Ambrosiana fue autor de un hurto, mínimo es cierto,

el de uno de los cabellos: «Rubios, sedosos, los más bellos que nunca me ha sido dado

contemplar.» La sustracción fue de sólo una hebra, pero la conservó como el más preciado

de los tesoros, en un gesto entre fantasía romántica para contar a los amigos y concesión

fetichista, propia de su personalidad neurótica.

Byron, en ese viaje por Italia, para deleite de su egolatría fomentó al máximo la

intensificación de vivencias de evocación del pasado, con cualquier tipo de recurso, cuanto

más extravagante mejor. Por ejemplo, se hizo en cerrar dos días y dos noches en la celda en

la que supuestamente había estado recluido Torcuato Tasso, en un alarde histriónico muy del

gusto de la época, con el que pretendía «impregnarse del pensamiento de Tasso». No explicó

de qué pretendía impregnarse con el cabello de Lucrecia.

Un famoso bibliófilo francés del XVII, Grolier, empleó a los mejores encuadernadores

de su tiempo, galos y venecianos, e hizo estampar a los artesanos en la cubierta de sus libros

la inscripción que hoy buscan con afán en las subastas o anticuarios todos los coleccionistas

que pueden permitírselo: lo Grolieri et Amicorum (Soy de Grolier y de sus amigos).

Era una baladronada, jamás prestó un volumen de su librería, así la colección

permaneció entera y mereció la fama con que llega a nuestros días. Las grandes bibliotecas

actuales manifiestan la misma alergia a perder un solo documento y llaman a gritos a la

Interpol a la menor sustracción de sus fondos. Extraña que la Librería Nacional de París, en

la sección de manuscritos y documentos, conserve con presunción el producto de un hurto

de biblioteca: el de otro cabello de Lucrecia.

Un erudito francés del XIX se amparó en el precedente de lord Byron, ya que sintió la

misma tentación ante el mechón rubio de Lucrecia Borgia adherido durante trescientos años

a una carta. Igual que el poeta inglés, quedó prendido en el mágico atractivo de esa mujer

singular. Con idéntica parsimonia en el hurto se llevó un solo cabello, que es el que se

conserva en París.

Por suerte, hizo algo más interesante: copió las siete cartas de amor, cinco en italiano y

dos en español, que Lucrecia escribió a un poeta, Pietro Bembo, autor de unos famosos

diálogos de amor: Gli Asolani.

Las cartas de Lucrecia son discretas, salpicadas de referencias en clave, «enigmas» los

llamaban en los jugueteos amoroso-literarios a que eran tan dadas las damas cultivadas de

finales del Renacimiento. No convenía hacerlo de otro modo. El nuevo marido de Lucrecia,

Alfonso de Este, era hombre enamorado y celoso. En Ferrara persistía la tradición de

abandonar cosido a puñaladas en un callejón a quien turbase la paz sentimental de un

miembro importante de la familia ducal.

La correspondencia con Bembo proporciona a Lucrecia un lugar destacado en los

epistolarios poéticos. Las cartas conservadas muestran la evolución de un juego intelectual,

que se transforma en cariño y al final en pasión. Hasta este punto Lucrecia se desenvolvió

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con soltura literaria, no en vano fue discípula de los mejores maestros de su tiempo. En la

carta final, aquella que lleva prendido el mechón de cabellos, la vehemencia de los

sentimientos no encuentra expresión en palabras propias y ha de usar las ajenas. Toma

prestada una estancia del español López de Estúñiga:

Yo pienso si me muriese Y con mis males finase

Desear, Tan grande amor feneciese

Que todo el mundo quedase

Sin amar.

Al parecer, Lucrecia se apropió para sus amoríos la esencia del mote de su hermano

César: «O de Lucrecia o de nadie.» No se cumplió el egocéntrico anhelo y bastó su recuerdo

para impedir que «todo el mundo quedase sin amar».

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EL CURA DE PIXEIROS

El cura de la aldea se niega a dar los consuelos de la Iglesia a la difunta, y dispara contra

los asistentes al entierro: hay un herido. Al escuchar la noticia pensé: ¡Dios mío, un pobre

enfermo mental, empujado por las ideas delirantes, ha provocado una tragedia!

Los medios de difusión fueron proporcionando los detalles. Inicialmente algunas crónicas

transparentaban el odio a la religión y al clero, que es distintivo de ciertos informadores

actuales. Proyectaron una imagen de intransigencia cerril y despótica, ¿mercantilizada

quizá?, de un sacerdote «ultraconservador», seguidor de las orientaciones de la Iglesia

«oficial», que insultó en el sermón a la difunta y a su hijo, se negó después a asistir al

entierro y a pronunciar las oraciones porque la fallecida, inválida desde hacía años, no

acudía habitualmente a la iglesia. «El pueblo» protestó indignado por el alarde de «caridad

cristiana» y, en ese momento, el cura sacó un revólver escondido bajo la sotana...

Otros informadores actuaron con objetividad. En pocas horas, pues el episodio era muy

llamativo, nuevos detalles permitieron perfilar la conducta del protagonista. Desarmado por

los asistentes al duelo, corrió a su casa, sacó una metralleta y amenazó con «matarlos a

todos». Huida de los campesinos, fuga a un pueblo próximo «que tiene teléfono», aviso a la

Guardia Civil, detención del cura y hallazgo en su domicilio de «un arsenal» un tanto

incongruente: pistola «de fabricación casera», una metralleta portuguesa, etc. Comienza a

hablarse de «trastorno mental).

Parecía evidente. Los antiguos tratados de psiquiatría explican que al enfermo mental se le

diagnostica «por lo que dice y por lo que hace». En parte lo seguimos realizando así y el

«cura de Pixeiros», si los datos proporcionados eran objetivos, encajaba claramente en una

esquizofrenia paranoide, al menos como probabilidad diagnóstica. Con gran sorpresa

escuché, leí, que el psiquiatra que le reconoció el mismo día de su detención determinó que

era responsable de sus actos. El juez opinó de otro modo al escuchar las declaraciones

incoherentes del detenido, y ordenó un nuevo examen psiquiátrico.

¡Qué tema para una novela! Por desgracia, el sacerdote y los vecinos de la aldea están

envueltos, desde hace mucho tiempo, en una triste realidad. Los micrófonos y las cámaras

acudieron al remoto villorrio. Los vídeos se esmeraron en grabar únicamente entrevistas con

personas muy hostiles hacia el párroco. Las radios y la prensa comunicaron la opinión de

otros vecinos, movidos a compasión por la aparente enajenación mental de aquel hombre

extravagante y solitario. Una gran parte de los habitantes mostraron vehementes deseos de

seguir con normalidad sus prácticas religiosas, que ya han reanudado.

Las religiones, casi sin excepción, imponen códigos de conducta incómodos; a cambio,

proporcionan un hondo sentido a la vida y consuelo ante la adversidad. ¿Quién daba el

mensaje cristiano de amor y esperanza a estos feligreses, agobiados por el aislamiento y la

estrechez de una economía agrícola de subsistencia?: un hombre hosco, sucio, solitario,

amenazador, víctima de un delirio de persecución.

Los delirios de persecución y prejuicio inducen a que el enfermo, creyéndose víctima,

proteste y ataque. Para defenderse, hostiga. Quienes reciben sus agresiones, sin comprender

lo que ocurre, contraatacan. El paciente lo interpreta como una confirmación de sus temores

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y reanuda las hostilidades. Los agredidos arrecian su respuesta, cerrándose un círculo

vicioso de acumulación de actos hostiles, de temores y resentimientos que forma el núcleo

del «síndrome del perseguido-perseguidor» que, como bola de nieve, aumenta al rodar por

la pendiente.

Este cuadro patológico aniquila cualquier posibilidad de convivencia armoniosa entre el

enfermo y los integrados en su delirio. Es una tragedia en cualquier situación, pero

imaginémosla en el círculo cerrado de una pequeña aldea sin teléfono. Aunque algunos

sospechen que el agresor está perturbado, es muy difícil que soporten los insultos desde el

púlpito a sus mujeres y a sus hijas, a sus madres, y la falta de asistencia en el momento

dramático de la muerte de un ser querido. En esta guerra civil dentro del microcosmos de la

aldehuela, uno de los dos bandos tiene un solo militante; precisamente el que tiene que

cuidar la salud espiritual del otro bando.

A este velador de la armonía con el más allá de sus feligreses, a este cuidador de almas,

¿quién le cuida la suya?

La excelente crónica de Ricardo Domínguez, enviado especial de ABC, nos permitió a

sus lectores atisbar el fondo del drama. El triste sino del protagonista, el «cura pistolero» de

otras crónicas, se perfila: cuarenta y siete años. Lleva dieciocho en la parroquia. Fue uno de

los primeros de su promoción.

La cabeza mejor dotada intelectualmente de la comunidad se deteriora, víctima de un

proceso patológico de evolución insidiosa. «Al principio, cuando llegó, era un hombre

normal, pero poco a poco...», «Con la camisa y los zapatos rotos vagaba, huraño y

desconfiado...», «En una ocasión llevaba una linterna en la boca y en sus manos dos pistolas,

dijo que eran para defenderse...», «Apenas comía...», «Dormía sobre un somier».

La acentuación de la enfermedad es lenta y paulatina, los observadores se van

acostumbrando, y eso explica que se pudiesen dar a su conducta interpretaciones distintas a

la de la psicosis paranoide, sin prestarle la debida ayuda.

Qué desamparados están en ocasiones quienes, por vocación y generosidad, dedican sus

vidas a ocuparse del prójimo.

El párroco de Pixeiros desde la cárcel ha pasado al hospital psiquiátrico de Orense. ¡Que

Dios lo bendiga!

(ABC.)

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AGRESIVIDAD EN EL AUTOMÓVIL

En mi consulta de psiquiatra me ha llamado la atención que al regreso de las vacaciones

los pacientes que habitan en una gran ciudad no lamentan demasiado el regreso al trabajo,

algunos están incluso impacientes; en cambio, todos exclaman con angustia: ¡otra vez a ese

odioso tráfico!

La realidad es que en muchas ciudades el tráfico resulta una verdadera pesadilla, además

de los atascos padecemos el comportamiento de conductores agresivos, con llamadas

impertinentes de claxon, pasadas rozando, el morro metido apresuradamente para impedir el

paso a otro, un acelerón para frenar bruscamente detrás y demostrar que algo ha hecho mal.

Los forasteros son los que más padecen de sobresalto por esta gratuita violencia de los

conductores. Hay ciudades en que es muy llamativa, una de ellas es la mía: Madrid. Los

taxistas españoles suelen ser amables con el pasajero (al contrario de los de París, por

ejemplo); aquel de Barcelona también lo era conmigo, y muy parlanchín. De repente cambió

de tono y dijo: «Ese coche es de Madrid.» La matrícula pertenecía a otra provincia, por tanto

le pregunté por qué le atribuía el madrileñismo. Contestó: «Porque conduce antipático.»

Los mismos individuos que nos hostilizan desde su vehículo, si los encontramos luego

son amables. Ante el volante se enfadan. Enfadarse y conducir de modo antipático son dos

matices complementarios de un tipo de conducta que no resulta inofensivo.

En casi todas las grandes ciudades del mundo el tráfico es incómodo. Que resulte

«odioso» depende de la actitud de los conductores. En las carreteras este tipo de

comportamiento al volante aumenta mucho el riesgo de accidente.

En el estrés del conductor se acumulan pequeños traumas de impaciencias, irritaciones,

sobresaltos, frustración. Cada uno aislado no importa, la suma es agotadora. El tráfico

impone una serie de molestias inevitables; en cambio, la mayoría de los «disgustos» se pue-

den esquivar.

En psiquiatría llamamos neurosis al sufrimiento innecesario. En este sentido, el modo

de conducir de muchos automovilistas es neurótico. Sufren y hacen sufrir más de lo que la

situación en sí misma les impone.

Por supuesto, los rasgos neuróticos que la persona ya tenía en otros terrenos se

manifiestan también ante los mandos del automóvil. Existe el conductor ansioso, el

obsesivo, el irresponsable... Una de las manifestaciones más frecuentes es la de los

complejos de inferioridad, que se intentan compensar con la artificial superioridad de un

motor más potente, del acelerón que deja a otros atrás. Este esquema de compensación

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inconsciente es una de las causas del irracional aumento de potencia de todos los coches,

que con una pisada a fondo del acelerador lleva en unos segundos a velocidades prohibidas

en cualquier código de circulación.

Si el acomplejado lleva el coche de menor cilindrada, lo que hace es caminar

tozudamente por la izquierda de la carretera, sin dar paso por nada del mundo.

Una buena medida de convivencia sería la educación cívica del conductor; adiestrarle al

buen temple, al respeto a los demás, incluso la cortesía que mantiene en otras ocasiones y

que pierde al volante. Un viejo dicho castellano afirma que «las penas con pan son menos»,

también los atascos de tráfico sin enfado «son menos». Todos saldremos ganando.

EL ESCRITOR Y SU RINCÓN

Decía Baudelaire que «el trabajo creativo es el único milagro que los dioses permiten hacer

al hombre». Este anhelo, adormecido en el ciudadano común, despierta en cuanto vislumbra

el estudio de un artista o la mesa del escritor, porque irradian un aroma especial. La máquina

de escribir desvencijada, la vieja estilográfica, el grupo de pipas en un vaso de cerámica...

parecen aureoladas de una magia que brinda gratuitamente la inspiración.

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« ¡Cómo me gustaría poder tener un rincón así en mi casa para trabajar!», es la típica

exclamación del visitante irreflexivo. Los escritores, aun los destacados, viven con

frecuencia en la estrechez y su «rincón» suele consistir en un pequeño espacio atiborrado de

libros, los útiles de escribir, una pipa o un montón de colillas en un cenicero. Los japoneses

dan gran importancia a un concepto que me entusiasma y sobre el que ya he escrito otras

veces: el «vivir en refinada pobreza». Es frecuente en los escritores nipones; entre nosotros

el intento puede desviarse hacia un estilo de vida más bien cochambrosillo. Sin embargo, la

exclamación del recién llegado fue sincera, le «gustaría» disponer de un ambiente semejante.

No suele percatarse de que el clima psicológico, lo que en realidad le atrae, está vinculado a

que sabe que allí se realiza una labor creativa, en ese rincón se escribe. En el escenario

equivalente de un contable, el visitante no habría tenido la misma reacción.

En raras ocasiones el escritor logra hacerse con un ambiente envidiable; una casita en la

montaña o al borde del mar, colgada del paisaje. En estos casos, casi sin excepción, ha

volcado el entusiasmo en la amplitud y decoración del recinto en el que escribe y que, un

tanto solemnemente, llama «mi estudio». El deslumbramiento del visitante llega al delirio:

«Aquí sí que se puede escribir», y si es de natural envidioso añade: «Bueno, aquí escribe

cualquiera.»

Lo escucho en verano, porque disfruto de una escenografía de este tipo en mi lugar de

descanso en el que termino casi todos los libros: «Qué maravilla escribir aquí, se siente uno

inspirado.» La verdad es que tras esta reflexión generalizadora no suelen decir nada espe-

cialmente inspirado. Ese tipo de huéspedes respira hondamente, contempla la habitación,

mira el panorama y añade: «Esto es vida.» Me lo dicen personas que están de vacaciones sin

dar golpe en todo el día, mientras yo trabajo allí durante mis vacaciones, de cuatro a seis

horas diarias. De todos modos, no lo lamento, reconozco que «eso es vida».

La verdad es que resulta estimulante disponer de un hermoso escenario. Mientras escribe,

el autor no levanta la vista del papel o el teclado de la máquina o del ordenador, a veces

durante horas seguidas y da igual lo que le rodea, no lo ve. Es en el respiro para soportar la

fatiga, en el estirarse para aminorar el dolor de espalda o de cervicales, es cuando los ojos

quedan prendados de la belleza del panorama que penetra en el alma, como un bálsamo que

alivia y reconforta.

Tengo una actitud esteticista. Me importa mucho la belleza, temo que excesivamente. En

Madrid, donde vivo, no puedo disponer de un paisaje. Las calles que rodean mi casa son un

monumento a la vulgaridad de cierta arquitectura contemporánea, prefiero no verlas. He

dispuesto la mesa de trabajo de espaldas a la ventana en las dos habitaciones en las que

escribo. El «paisaje» es interior. En una de ellas, mi despacho profesional, el placer visual lo

proporciona la biblioteca. Creo que no existe un ambiente más acogedor, mas cálido para el

espíritu, que el enmarcado por libros; mucho más cuando el amor y el respeto al libro se ha

mostrado en arroparlo dignamente con una hermosa encuadernación. Más de la mitad de los

libros de las estanterías que contemplo desde la mesa de trabajo están encuadernados por mí;

fue mi afición predilecta hasta que hace unos años comencé a pintar.

Mi pintura rodea por completo la mesa de trabajo en la otra habitación. En ella me

encierro para escribir o para pintar. Lo último es más agradable. Cuando tengo que iniciar un

libro guardo bajo llave los pinceles (si comienzo con ellos no soy capaz de abandonarlos);

sirve de consuelo notarme rodeado, del techo al suelo, por cuadros en cuya ejecución he

disfrutado tanto. «¿Cómo? ¿Cómo dice? ¡No lo entiendo! Ah, que es un alarde narcisista. Sí,

sí, ya lo sé, ¡qué le vamos a hacer, todos tenemos algún defecto!)

« ¿Que para qué necesito dos habitaciones?» No es que las «necesite», durante muchos

años escribí en el rinconcito de una habitación compartida con mis hermanos bajo la luz de

un flexo en un pupitre. En realidad es suficiente. Ahora los artículos o trabajos breves los

hago en mi despacho y a la vez puedo atender el teléfono. Si necesito concentrarme para una

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tarea prolongada me aíslo en la otra habitación, la de los cuadros, donde está el ordenador. «

¿Cómo, que dice usted que soy un maniático? Bueno, la verdad es que todos tenemos... más

de un defecto.»

(ABC, noviembre de 1987.)

¿OBRA MAESTRA O FALSIFICACIÓN? LOS

QUE SABEN Y LOS QUE SIENTEN

Hace unas semanas me mostraron con solemnidad presuntuosa la casa de un afamado

coleccionista de arte. «Este es un Murillo -dijo mi acompañante-, éste es el Greco -ambos

más que discutibles-, y éste es el Goya; bueno, del Goya hay algunas dudas.» Sin poderlo

evitar se me escapó: «No puedo comprender por qué existe la menor duda.»

Para mí no la había, es tan falso como los otros dos.

En circunstancias similares suelo mantener secretas mis objeciones, pues ya sé lo que me

van a decir: «Es que está firmado.» Recuerdo que ante esta afirmación -tan habitual en

anticuarios de antaño-, Fernando Zobel solía comentar: «Claro, como todos los falsos; los

que a veces no están firmados son los auténticos; los falsos siempre tienen firma. Lo difícil

es imitar un ojo o un dedo del maestro, la firma la hemos falsificado todos en las notas del

colegio y de vez en cuando colaba.»

Sorprende la frecuencia con que nombres grandiosos figuran en la plaquita en el marco de

cuadros mediocres. No ocurre sólo en las mansiones de ricos presuntuosos, también nos los

encontramos en los principales museos del mundo.

En el Metropolitan de Nueva York hace pocos años descolgaron un cuadro que figuraba

en el catálogo como de Goya porque, según el director, «bien analizado, tiene algunas

pinceladas innecesarias, y la clave diferencial del talento de Goya está en que jamás sumaba

elementos que no fuesen indispensables».

Como puede sospechar el lector, esta sutileza un tanto extravagante del director despertó

una intensa polémica, y al final le costó el puesto, pues el «falso Goya» se vendió a un museo

japonés, y ahora la mayoría cree que es auténtico.

Tanto en el Prado como en el Louvre o en el National Gallery comprobamos un

desconcertante bailoteo de asignaciones -«Van der Weiden»... «Escuela de Van der

Weiden», etc.-, y con frecuencia están divididos en dos bandos, en uno los expertos

historiadores del arte y los pintores en el otro.

Ocurre por ejemplo con el retrato del duque de Lerma por Rubens adquirido hace pocos

años para el museo del Prado. Es un cuadro perfectamente documentado, se conserva todo el

papeleo del encargo a Rubens por el convento de Toledo donde ha permanecido siglos hasta

su paso directo a la pinacoteca nacional. Las facturas, recibos, descripciones de época, etc.

Los eruditos afirman su autenticidad, «saben» que es auténtico. A casi todos los pintores

importantes que conozco les parece falso, «notan que es falso»; me decía uno de ellos: «Pero

hombre, ¿cómo va a pintar Rubens ese caballo con los cascos empotrados en un cielo

capitoné?»

No es el único caso. Se le parece mucho el de un discutidísimo dibujo de Rembrandt. Es

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el único que ha salido a subasta seis veces en este siglo. Figura reproducido a página entera

en algunos de los libros de más prestigio sobre dibujo. ¿Por qué los museos o los colec-

cionistas que, lo han tenido una temporada acaban desprendiéndose de él? Normalmente un

dibujo de Rembrandt, si puede conservarse no se vende. Éste tiene su historial claro, desde la

primera venta por un discípulo de Rembrandt, el papel es el utilizado por el maestro, el

análisis químico de la tinta muestra que es la del taller. Sin embargo los propietarios, al cabo

de un tiempo, sospechan o se cansan. El test del tiempo es muy certero tanto para el amor

como para las obras de arte. Por algún motivo su contemplación prolongada no satisface y lo

venden.

Asistí a una discusión sobre este dibujo (un desnudo femenino, la mujer está sentada en

un taburete con las piernas cruzadas) la víspera de su penúltima subasta hace siete años (era

la penúltima porque lo han vuelto a vender). Ocurrió en Londres y recuerdo en el grupo al

director de la casa Colnaghi, a uno de los conservadores de dibujo del Museo Británico y a

Fernando Zobel, que era a quien yo acompañaba. Fue Zobel quien resumió: «A fin de

cuentas resulta que no hay un solo historiador de arte que no afirme que es auténtico, y no

hay un solo pintor que no diga que es falso, lo mismo que el duque de Lerma de Madrid;

claro, los historiadores se fijan en los documentos y los análisis, no miran ni con tanta crítica

ni con tanto amor el dibujo o el cuadro, y los pintores no toman en consideración los docu-

mentos; pero bueno, ¿cómo va a ser de Rembrandt esa pierna que parece de escayola?» Tal

como antes decíamos: unos «saben» que es auténtico, otros «notan» que es falso. ¿Quiénes

tienen razón?

Una posible interpretación del caso del Rembrandt: fue dibujado en el taller del maestro...

por un discípulo. Rembrandt hizo unas correcciones, pues hay toques magistrales en la

cabeza y torso. El discípulo en lugar de destruir el dibujo fallido lo conservó, y a la muerte

del maestro hizo la primera venta de las muchas que ha tenido. El papel es auténtico, la tinta

también, la procedencia exacta, algunos de los trazos del maestro y... acaba cansando porque

no es «totalmente» auténtico.

Puede que todos estén un poco en lo cierto, y a la vez todos se equivoquen, especialmente

yo al hacer estos comentarios, pero no olvidemos que, como dice Wittkower: las

interpretaciones rpretaciones erróneas son también un modo interesante de revivir el pasado.

(Divina, marzo de 1988.)