jankelevitch georg simmel, filosofo de la vida

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Vladimir Jankélévitch Georg Simmel, filosofo de la vida ^imensión Olásica TEORÍA SOCIAL

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Vladimir Jankélévitch

Georg Simmel, filosofo de la vida

^ i m e n s i ó n Olás i ca

T E O R Í A S O C I A L

Vladimir Jankelévitch Georg Simmel, filósofo de la vida

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wlásica TEORÍA SOCIAL

Dh ' imension V_ylásica

T E O R Í A S O C I A L

Director de la serie: Esteban Vernik La Serie Teoria Social reúne obras que son muestras del estado la-tente de la modernidad. Si la historia del pensamiento social y hu-manístico delineó un conjunto de textos clásicos sobre el legado mo-dernista, a su sombra restan aún por recuperarse contribuciones incisivas que conservan viva la inquietud sobre los fundamentos de nuestro presente.

La Biblioteca Dimensión Clásica se inicia con una Serie que se propone ampliar los horizontes del estado de la teoría social -tanto en sus resonancias filosóficas como político-culturales— mediante la publicación de un conjunto de ensayos claves hasta ahora alejados de los currículos universitarios, y que se ofrecen en todos los casos a través de traducciones cuidadas y textos introductorios de alto nivel realizados por destacados especialistas en la materia, que, por un la-do, devuelven los textos a su estado original de indicación y presenti-miento, y, por otro, los reintroducen plenamente en la discusión de lo contemporáneo.

Imágenes momentáneas Georg Simmel

Roma, Florencia, Venecia Georg Simmel

Los debates de la Dieta Renana Karl Marx

Max Weber y Karl Marx Karl Lowith

Próxima aparición Los empleados

Siegfried Kracauer

Pedagogía escolar Georg Simmel

Vladimir Jankélévitch Georg Simmel, filósofo de la vida

Traducción de Antonia García Cast ro

Prólogo de Cécile Rol

editorial

/IO

/ /

Ei ensayo de Vladimir Jankélévitch apareció en la RevM de Métaphy.iujLie et de morale (1925), A. Colin, Paris, págs. 213-257, 373-386.

Director de la serie: Esteban Vernik

Traducción: Antonia García Castro

Diseño de colección: Sylvia Sans

Primera edición: octubre de 2007, Barcelona

Derechos reservados para todas las ediciones en castellano

© Editorial Gedisa, S.A. Avda. Tibidabo, 12, 3°

08022 Barcelona, España Tel. 93 253 09 04 Fax 93 253 09 05

Correo electrónico: [email protected] http://www.gedisa.com

[SBN: 978-84-9784-210-5 Depósito legal: B. 41.846-2007

Impreso por Romanyà Valls Verdaguer, 1 (Capellades, Barcelona)

Impreso en España Printed in Spain

Queda prohibida la reproducción total o parcial por cualquier medio de impresión, en forma idéntica, extractada o modiíicada,

en castellano o en cualquier otro idioma.

indi ice

PRÓLOGO: Impresiones y reminiscencias. Vladimir Jankélévitch y la recepción de Georg Simmel Cécile Rol 9

GEORG SIMMEL, FILÓSOFO DE LA VIDA

Vladimir Jankélévitch 31

Razón teórica y razón práctica 33 La «autotrascendencia» . 47 Aplicaciones 60 La tragedia de la cultura . 81 Conclusión 95 Notas 98

Pròlogo Impresiones y reminiscencias.

Vladimir Jankélévitch y la recepción de Georg Simmel

ReminLicencia es una palabra banal que mantiene para mi una dono rid ad poética y nostálgica [...] la reminucencia no tiene el peso del recuirào, es niád bien el toque fugitivo que nos roza, a menudo din que nod demod cuenta.; nod queda algo y, a la vez, no nod queda nada, nod queda algo que no ed nada. ¡Ed una huella que no deja hue liad! {QJ: 5J). "

Vladimir Jankélévitch (1903-1985) había cumplido 20 años cuando empezó la redacción de su ensayo «Georg Simmel, fi-lósofo de la vida».' Durante décadas, la recepción de Simmel en Francia fue sin lugar a dudas mediocre,^ de tal manera que sin pasar totalmente desapercibido, dicho texto no se encon-tró con su público al ser editado en 1925. «En vano Jankélé-vitch intentó revivir el pensamiento de Simmel a través de un artículo publicado en la Reme de Métaphydique ct de Morale», re-sumía Freund, y en cierto sentido Jankélévitch compartió ese veredicto a regañadientes (Freund, 1981: 9). Evocando aquel «extenso artículo entusiasta» como una guirnalda de «exage-raciones juveniles», concedía con melancolía el poco éxito de sus esfuerzos al respecto (S: 125; QJ: 242). Sin embargo, estas palabras tampoco constituían una abierta confesión de fraca-

Para hacer más ligera la lectura, hemos recurrido a siglas que especiíica-mos en la bibliografía, en donde también figuran las referencias de las obras traducidas al castellano.

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so. A los 75 años proclamaba lo contrario con la misma con-vicción que medio siglo antes. «Pronto, quizá, la posteridad volverá a leer a Georg Simmel, lo reconocerá [...]. Algún día, se sabrá; algún día, tarde o temprano, el ignorado será reconoci-do; nunca nadie ha sido ignorado por los siglos y los siglos» (ibíd.: 243). Desde entonces, la historia le ha dado la razón y Simmel, de hecho, no es el único en conocer un vertiginoso reconocimiento desde finales de la década de 1980. Publicado por segunda vez en Francia en 1988, ese artículo fue traduci-do al alemán en el año 2003 y hoy se traduce al castellano, un idioma que Jankélévitch apreciaba especialmente. Esta intro-ducción pretende contextualizar aquel ensayo: ¿cómo se ubi-ca en la obra de Jankélévitch? ¿En qué radica su propia ori-ginalidad?

I. «Serás simmeliano y vitalista hasta el final... »

En 1922, finalizados los estudios secundarios, Jankélévitch entra en la École Normale Supérieure de París, en donde asiste a las clases de un importante representante de la filoso-fía francesa del período de entreguerras, Léon Brunschvicg (1869-1944). «En un principio», él fue quien lo «atrajo hacia Simmel» {S\ 133) y, de hecho, los lazos entre los dos filósofos son más tenues de lo que se podría pensar a priori. Simbólica-mente, primero, ya que Brunschvicg asegura la continuidad de la enseñanza filosófica en Estrasburgo, haciéndose cargo de la antigua cátedra de Simmel en 1919.' Brunschvicg se incor-pora más tarde a un círculo de pensadores que militará acti-vamente por una «Europa» intelectual.'' Después de la guerra, una de las preocupaciones de Brunschvicg fue el abismo esta-blecido entre el pensamiento francés y el alemán. Decidido a «hacer que la película de Europa retome el curso que le co-rresponde» (ibíd.: 139), él seguía esgrimiendo su antorcha,

GEORG SIMMEL, FILÓSOFO DE LA VIDA ^RJ

usando el espacio de sus clases para sensibilizar a sus alum-nos. ' Pero las afinidades terminan ahí, si se considera hasta qué punto^runschvicg se sentía lejano al vitalismo. Ante todo, Jankélévitch debe su encuentro con Simmel más que nada a otro «maestro», cuyo prestigio fue mucho menos académico. En efecto, la recepción de Simmel es una historia familiar que empieza con el padre de Vladimir, Samuel.

Samuel Jankélévitch (1869-1951)

En 1890, Samuel Jankélévitch parte de Odessa rumbo a Montpellier, donde cursa sus estudios de medicina.' Sostiene su tesis sobre la enfermedad de Hodgson y, en 1895, se radica en Bourges para atender a las necesidades de su familia. «El doctor Samuel Jankélévitch desempeñará un papel funda-mental en la vida de su hijo» {Corn 172); en primer lugar, por intermedio de su impresionante biblioteca, en la que el joven Vladimir encontrará materia para sus primeras afinidades electivas. Ahí devorará prácticamente toda la obra de Simmel, la mayor parte en alemán, lengua que lee con gusto aunque la hable «muy mal» (ibíd.: 202).^ No obstante, serán las repeti-das conversaciones con su padre las que se revelarán determi-nantes para Vladimir y, respecto a éstas, la muerte de Samuel, a fines de 1951, no implicará más que un final relativo.^ Autor ocasional, Samuel Jankélévitch fue un médico atipico, apa-sionado por la filosofía, por la psicología e incansable traduc-tor de obras rusas, italianas, inglesas o alemanas. ' Si bien la misteriosa traducción de Simmel, que a veces se le atribuye, no ha sido encontrada hasta ahora, el hecho es que, desde 1905 hasta la década de 1920, el doctor Jankélévitch se inte-resó especialmente por la sociología y a menudo propuso sus escritos a revistas de primer rango: la Reviw de dynthcM, Scientia o precisamente \&RMM. Una señal de la importancia otorgada

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a Simmel, es la publicación en 1911 de una reseña de la Sociolo-gia editada por la Reviie de jynthèje y por la Revu£ philodophiqLie. En esas ocho páginas elogiosas no sobresale más que una críti-ca, pero apenas «de pasada, sin ninguna intención de rebajar el valor de un libro que se puede considerar, sin exageración, co-mo una de las contribuciones más capitales hechas a la investi-gación sociológica en los últimos años» (Soz: 139). Tal como in-dica el libro que había publicado en 1906, Nature et docieté, en Samuel Jankélévitch perduraba, fruto de su paso por Montpe-llier, la huella de un enfoque vitalista de lo biológico y de lo social. Centrada en la cuestión de lo humano y de sus efectos recíprocos, ésta se refleja por ejemplo en su interés por «las dis-cusiones sobre el objeto sociológico» y también en su crítica ra-dical al «sociologismo». «Modesto», pero a la vez «profundo y penetrante», el esfuerzo de abstracción y la perspectiva forma-lista elaborada por Simmel remitían directamente a su sensi-bilidad, y veía ambos como la única alternativa posible a las derivas de la escuela durkheimiana (ibíd.: 129-130).

El hecho de que Vladimir haya asumido las posiciones de su padre sobre la polémica que oponía Simmel a Durkheim se desprende claramente de su ensayo de 1925. El formalismo sociológico de Simmel, fundado en la WecLielwirkung, está en «desacuerdo profundo» con las «escuelas positivistas» y los «excesos del "psicologismo" y del "sociologismo" en los que demasiado frecuentemente se ha incurrido estos últimos tiem-pos en Francia», especialmente en lo referente a la «escuela de Durkheim» {SPV\ 17; 22) según su resumen, tan enfático como el de su padre. Ahora bien, si las reticencias del joven Vladimir acerca de una «sociología sin alma» nunca fueron desmentidas,"' esta faceta de Simmel tampoco era la más rele-vante a sus ojos. Sus «descubrimientos fecundos» y sus «aná-lisis tan variados» del grupo social no le interesaban sino como preámbulo anunciador de una filosofía de la vida, verdadero resultado de la obra de Simmel (ibíd.: 26).

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«Los dos filósofos más grandes del siglo xx»: Bergson y Simmel

En 1908, Samuel Jankélévitch publicó un artículo en el que, transponiendo su análisis sobre el cáncer, ' ' trató de combinar sociología y filosofía. Bajo el título «Del papel de las ideas en la evolución de las sociedades», sus conclusiones se inspiraban, en gran medida, en La evolución creadora de Bergson (1907):

La vida en general, dice el señor Bergson, siempre empuja hacia delante; sus manifestaciones particulares quisieran permanecer en un mismo lugar [...]. Lo que es cierto de la vida en general lo es también de la vida histórica y social, y nada ilustra mejor que estas palabras las relaciones entre la evolución histórica en gene-ral y sus fases particulares, la primera estando determinada por ideas y tratando de adquirir su plasticidad [...], las últimas re-presentando esas ideas en el estado de materialización, es decir, limitadas, inmovilizadas, obstruidas en su expresión por la for-ma concreta que han adoptado» {RIS-. 279-280).

He aquí un marco de lectura que su hijo no vaciló en retomar para elogiar dos ideas geniales de Bergson: la existencia de una esclerosis del impulso vital y la necesidad de explicar la vida mediante la vida. Sin embargo, Vladimir irá más lejos, afinando la formulación de su padre, por lo demás bastante trabajosa, cruzándola con los análisis de la temporalidad y de la moral expuestos en Lebeiwaruchauung {Intuición de Li \>ida^. Así como la vida, para realizarse, precisa de su mortal antíte-sis, las obras del espíritu se reifican al objetivarse. Y si, al igual que su padre, consideraba la filosofía de Simmel como muy próxima a la de Bergson,' ' el núcleo que constituía su médula le parecía, al contrario, «totalmente antibergsoniano» (SPV-. 69). ¿Buscaba Vladimir convencer a su padre de la «in-comparable superioridad de Simmel sobre Bergson» al tratar de captar «el origen interior y profundo del cáncer»? {Corr.

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65; SPV\ 64) ¿Veía, acaso, en esa jerarquía, que de hecho Sim-mel hubiera refutado, un intersticio donde emanciparse de un pensamiento del que seguía siendo deudor?

A decir verdad, la alquimia del encuentro del joven Vladi-mir con la obra de Simmel proviene de una lógica mucho me-nos freudiana. Ciertamente, en un principio el atractivo de lo nuevo se traducía por una apología ditiràmbica. Sus artícu-los, «verdaderamente maravillosos», le hacían el efecto de ser «puras obras de arte» (Corr. 47). Insiste Jankélévitch:

Cada vez que abro Intuición de la vida, [...] o ProbUmaj funciainen-tahd de filosofía es [...] como una bocanada refrescante de entu-siasmo [...] Este hombre endiablado me hace pasar de maravi-lloso desconcierto en maravilloso desconcierto [...] Sólo un genio pudo haber escrito esas líneas» (ibíd.: 52-54).

Sin embargo, Jankélévitch opta rápidamente por los rnatices. A partir de 1923, sin negar sus diferencias, sitúa a los dos hombres en un mismo plano" del que no los volverá a despla-zar. Su ensayo sobre «La decadencia», publicado en 1950, nos da la medida:

«Los dos filósofos más grandes del siglo XX dieron, cada uno en su lenguaje, la formulación de esta fatal y fundamental decepción que [...] representa toda nuestra medianía creativa, fienri Bergson describe, en La evolución creadora, el impulso formativo, a cada ins-tante fascinado por la tentación del torbellino en un mismo lugar e inmovilizándose, complaciente, en esos mismos organismos que son obra de su genialidad. Bajo el nombre de «tragedia de la cul-tura», Georg Simmel estableció la ley muy general que norma esta ironía metafísica: el espíritu inventor produce obras que lo desmienten [...] [éstas] se vuelven ingratamente en su contra; el pensamiento creador llega a ser irreconocible en sus progenito-res; los signos no expresan ya el sentido, ni los aódigos la necesi-dad de justicia; la revolución, finalmente, se reseca en burocracia y en neopatriotismo» {D: 356; la cursiva es nuestra).

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De lo que se desprende que, una vez terminado el período de adulación, poco le importa a Jankélévitch la preeminencia de uno sobre otro. Lo que ahora ocupa un lugar central es la común intuición de una tragedia de la cultura que, por así de-cirlo, subsume a Simmel y a Bergson. Punto focal de su pen-samiento, en definitiva la tragedia de la cultura constituye la principal aportación de su ensayo sobre Simmel. A partir de 1925, Jankélévitch encuentra aquí una problemática central, tomando de esta «constelación fundamental de la naturaleza humana» un aliento extraordinario para su propia filosofía moral y política. Muy atento a este fenómeno, cuya lógica vol-verá a bautizar con las expresiones de «órgano obstáculo», de «imposible necesario»" o aun de «maldición del poder» {QJ: 151), «Jankélévitch no cesó de acechar con meticulosa clari-videncia sus múltiples avatares» (Montmollin, 2000: 77), del frenesí al estancamiento pasando por el aburrimiento. Sin embargo, cuando encaramos la cuestión de la originalidad de su lectura, un paso más se impone. Estrechamente vinculada a su padre, la insistencia sobre la tragedia de la cultura no lo distinguía tampoco de otros mediadores de Simmel. Si hizo prueba de originalidad fue indirectamente, al apropiarse del proyecto simmeliano de philúdophLtche KuLtur, una suerte de actitud ante el mundo capaz de responder a la tragedia de la cultura.

II. Una réplica a la tragedia, o la originalidad de una lectura

La tragedia de la cultura es un hecho y, sean cuales sean sus formas, hay que encararla, sostiene Jankélévitch remitiendo a Simmel. Ahora bien, mientras que los racionalistas dormi-tan, él prefiere exhortar a «no dormir durante este tiempo»'® (SPV\ 85; Corr. 77). No cerremos los ojos ante ella si acaso el

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hecho de aceptar su ineluctabilidad constituye una primera manera de obviarla. En efecto, «el relativismo mismo nos ofrece una salida» porque conocer nuestros límites es un acto de superación de los límites (SPV-. 29)."^ Sobre todo, estar en vigilia mientras la tragedia se desarrolla permite desplegar una segunda astucia que, aun siendo imperfecta, atenúa sus efectos. A esta astucia, Simmel la llama «cultura filosófica»,'' y para facilitar su emergencia -que se espera que sea de di-mensión europea—, se involucró activamente en la creación de una revista que marcó su época: Logoj, Internationale Zeitjchrift filr Philoéopbie der Kultur. Hasta que estalló la guerra, estuvo orgulloso de haber contribuido a que «esta época espantosa de la edad de las máquinas y de los valores exclusivamente capitalistas llegue a su fin», creyendo incluso «percibir los sig-nos que anunciaban una nueva espiritualidad».'® No se trata de relatar detalladamente en qué contexto Walter Benjamin, haciendo alusión a esta defensa simmeliana, hablaiá de'iT«/-turhoLichewumiu [bolcheviquismo cultural], Pero no podemos dejar de constatar que, aunque no hayan tenido gran éxito en Francia," estas réplicas destinadas si no a desbaratar por lo menos a atemperar la tragedia de la cultura, fueron recibidas con entusiasmo por diversas corrientes revolucionarias rusas y alemanas. La originahdad de Jankélévitch consistió en in-troducir esa sensibilidad en Francia. Durante mucho tiempo ignorado, la tumultuosa recepción de Simmel iba cobrando visibilidad bajo su pluma. Pero sobre todo, en ese mismo sur-co, se inscribía el propio Jankélévitch.

El proyecto Logod y su desarrollo

Testimonio de dicha inscripción, el ensayo que Jankélévitch dedica a Simmel da cuenta de una doble arquitectura. En un primer plano aparece la influencia puntual de algunos «filóso-

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fos rusos de la época» que a menudo citaban a Simmel {QJ: 242), como es el caso del «estudio de Fedor Stepun sobre el Romanticismo de E Schlegel y la "tragedia de la creación" es-tética» publicado en Logod (SPV: 49) que, de hecho, había lla-mado la atención de Simmel.Sobre todo, el enfoque simme-liano de la cultura filosófica dotaba a los esplritualismos ruso y alemán de un j)rograxn&dociopoUtico'^'- al que Jankélévitch era muy receptivo. «Lo que sobre todo me parece interesante en el pensamiento de Simmel», sostenía, «es que traduce cierto estado de ánimo actualmente imperante en Alemania» -pero también en Rusia—y que, manifestándose bajo las formas más diversas, apela a la intuición con el fin de superar las formas alienantes de la cultura objetiva por intermedio de un retorno a la vida espiritual» {SPV: 83). Ahora bien, al principio de los años veinte, y aunque conociendo las fuentes históricas y so-ciales de esa suerte de «revolución cultural» temblorosa, Jan-kélévitch creía con firmeza en las promesas de ese proyecto:

Parecería que en estos dos grandes vencidos de la guerra, Rusia y Alemania, en estos dos pueblos jóvenes que han sufrido más que cualquier otro en estos últimos diez años, se produce [...] una amplia conversión hacia los valores de la vida espiritual. Pare-cería que, desencantados por las «unilateralidades» monstruosas de nuestra civilización occidental (la cual, por una anomalía ver-daderamente horrorosay dramática [...] se desarrolla [...] en un solo sentido: en el sentido de la Técnica material, de la Repetición indefinida, o sea de un menor ejfiierzo), le piden su salvación pre-sente a la «cultura» interior, [...y] es, en efecto, la sofia alejan-drina (la WeLiheit de la escuela de Darmstadt) en su plenitud concretay en su perfecta limpidez espiritual la que nos propone-mos restaurar» {Corr. 92).

A través de ese «nosotros» que incluía un «yo», Jankélévitch da cuenta de un gran entusiasmo por la lectura de la tragedia de la cultura tal como emana de Logoé. ¿Cuál era ese programa

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en común? ¿Por qué los rusos tuvieron en él un papel tan ac-tivo? ¿Qué perspectivas ofrecía después de la guerra? Estoy «permanentemente aquejado por esas mismas ideas» confesa-ba, intrigado por la proliferación de clones en la revista, porque si «Logod, la antigua revista de Simmel,"" se llamaba Périodújue pour laphibéophie de la Culture es de notar que la Sophia, «revista de los rusos de Berlín, tiene el mismo subtítulo» (ibíd.) Impre-sionado por esta coincidencia, decide encarar un tema que le «importa particularmente: las reacciones de la mística rusa frente al bergsonismo y los filósofos romántico-vitalistas de Alemania», y se interesa por el nuevo número publicado por la delegación ruso-alemana de Logoé, que acababa de volver a formarse en 1925, en Praga, «con un índice de lo más apetito-so» (ibíd.: 90; 112). Sin embargo, la aventura cobró otra di-mensión cuando Jankélévitch fue nombrado profesor de Filo-sofía en el Instituto Francés de Praga en 1927. Rápidamente lúcido frente a su auditorio, tuvo, desde un principió, senti-mientos encontrados sobre esta estancia, que describió en al-gunas ocasiones como «el Pactolo» y en otras como «una bro-ma amable que no durará más de un año» (ibíd.: 142). Serán cinco años, durante los cuales tratará de involucrarse en el vie-jo proyecto de Logoé, enviando por ejemplo a París «algunas reseñas» sobre los movimientos checoy ruso de Praga o desa-rrollando, a petición de Brunschvicg, un «proyecto de sociedad de filosofía franco-eslava» (ibíd.: 152). En Praga, Jankélévitch mantendrá sobre todo algunos contactos con los Logodcy emi-grados, los redactores del Logod ruso, tales como Jakovenko. Huella innegable de sus esfuerzos y de sus mediaciones, será invitado a participar en este avatar ruso-alemán de Logoó que iu&Der rMítuche Gedanke, haciendo entrega de una contribución en 1929, y de dos más para el último número de 1930.'' Pero el idilio no durará y las últimas palabras de su estancia están mar-cadas por la amargura. «Sobre la enseñanza filosófica en Che-coslovaquia no hay nada que decir. Es un país de peones y

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pedantes, la tierra bendita del sinergismo [...] y otras extrava-gancias —en fin, el país de JVLasaiyky Essertier»"^ (Corr: 199). Señal aún más elocuente, Jankélévitch reformula drástica-mente el tema de su segunda tesis, " que en un principio quería dedicar a sus «proyectos rusos». ¿Qué pasó?

Ambivalencia y disonancias

A pesar de su entusiasmo por el misticismo ruso y el irraciona-lismo alemán, hay que señalar que desde un principio la posi-ción de Jankélévitch fue ambivalente. Tempranamente des-confiará de un Keyserling o de un Spengler, quienes se consuelan «de sus desgracias presentes, atribuyéndole a no sé qué fatalidad dramática de la naturaleza humana las decepcio-nes que la civilización ha podido generar en ellos» (SPV: 84). Pero en cambio alaba sus esfuerzos por asumir esa «amenaza mortal, pero inevitable, que nuestra inteligencia, con sus pro-gresos fulminantes, constituye para la frescura intuitiva de nuestra vida espiritual» (ibíd.). La conclusión de su ensayo so-bre Simmel ilustra con fidelidad este quiasmo. Se puede «de-plorar las tendencias "irracionalistas" de este movimiento» decía, lúcido en relación con los «seudofilósofosy charlatanes» que estaban ligados a él (ibíd.). Pero se negaba rotundamente a generalizar. Razón por la cual «no podríamos negar que el mo-vimiento en sí mismo merece toda nuestra atención y toda nues-tra simpatía» (ibíd.). Mantendrá la misma actitud frente a las patentes desviaciones de algunos rusos: «Soy difícil al respecto, es un tema que me tiene hastiado», decía ya en 1924:

Acostumbrado [...] alas disciplinas occidentales, al pensamiento francés y alemán, no se me ocurriría confundir la reflexión filo-sófica, en su irreductible autonomía, con divagaciones apocalíp-ticas como las que, durante demasiado tiempo, han constituido la «filosofía rusa» (Corr: 90-91).

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Seducido por el misticismo ruso, Jankélévitch temía sin em-bargo que diversas corrientes se apoyaran en un mal uso de la cultura filosofica, como el círculo de la Sophia reunido en tor-no a Berdiaev.^'' Entre los Logoécy, algunos como Jakovenko o Losskij le desesperaban. Éstos «lamentablemente ignoran a Simmel, quien les da miedo por su relativismo religioso de ju-dío i reí ért/tí-r [librepensador]: es decir, que no entienden nada» (Corr: 91). Si bien le parecía que «la gran tradición que emana de Vladimir Soloviev debería [...] dibujar para las nuevas gene-raciones la silueta de una verdadera filosofia de la Cultura, tomando la palabra Cultura no en su sentido unilateral, téc-nico y objetivo que corrientemente le atribuyen los rusos, sino en el sentido sintético que tiene para los Relativistas alemanes» —léase Simmel—, Jankélévitch no estaba totalmen-te seguro de que fuera necesariamente capaz de hacerlo {TM: 359). O sea, para preservar este movimiento de cualquier desviación nacionalista, para conservar su postura de «verda-dera filosofía», era vital no limitar a sus garantes. Bajo este rótulo, Simmel, hijo de la tradición kantiana modelado con «escriipulos racionalistas», todavía era quien ofrecía las mejo-res garantías de seriedad (iS'i'F: 17; 81).

Fascismos irracionalistas y democracias de la razón

A partir de 1933, la ambivalencia de Jankélévitch se acentúa. Los usos franceses de la filosofía alemana, en gran parte me-diada por rusos —piénsese en Groethuysen, Koyré o Gur-vitcb-, ya no son solamente impugnados por haber permitido a una serie de «pretendientes» a la Sorbona imponerse (Pinto, 2002: 33), sino que, atizado por el fortalecimiento de los fascis-mos, el clima político suscita una nueva acusación. Este «ca-rácter antiobjetivista» que se refiere a Schelling, ITeidegger o Bergson se convierte progresivamente en sinónimo de conser-

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vadurismo (ibíd.: 25). Cada vez más inseguro de sus propias opciones políticas, Jankélévitch vacila hasta que la Segunda Guerra Mundial arrasa con sus últimas dudas. Destituido de sus funciones, se sumerge en la clandestinidad y entra en la Resistencia, eligiendo claramente su bando. En 1945, ala hora del balance, su vida intelectual está inexorablemente cortada en dos: «Antes, el joven filósofo amado por Bergson, influen-ciado por Simmel y Plotin, enarbolando un pensamiento nim-bado [...] de algún irracionalismo; luego, el pensador de edad madura, vomitando ideologías teñidas de romanticismo» (Schwab, 1998: 15). Preso de una desgarradora «mala con-ciencia»,^ Jankélévitch va perdiendo pie al recordar las críti-cas de Brunschvicg, quien, entonces, le había reprochado

[el] haberse abandonado al hechizo de Schelling, del Romanti-cismo y de los filósofos de la noche [...]. ¡Como si todo eso hu-biese sido culpa mía! Desde luego, él no lo creía pero, igualmen-te, tenía un poco de razón [...]. Era y no era mi culpa. Temamos nuestra parte de responsabilidad en el delirio del irracionalismo sangriento y del galimatías frenético. Cuando Victor Delbos es-cribía, hace mucho, que el pangermanismo estaba muy discreta-mente contenido en el idealismo alemán, exageraba sin duda y nosotros nos alzábamos en contra de esas alegaciones, en las que nos parecía reconocer la expresión de un fuerte patriotismo. Ha-ciendo hoy día, y tan tardíamente, mi autocrítica, me pregunto si no había gran parte de verdad en ese reproche dirigido a los jó-venes que éramos entonces y que cometían el error de sucumbir a las tentaciones del ideéilismo mágico {S: 137-138).

Al humor matizado de su mentor, Jankélévitch opone una se-riedad extrema que excluye todo perdón, repudiando al mis-mo tiempo «prácticamente toda la cultura alemana» y llegan-do a olvidar su idioma, negándose a leer y a enseñar a sus filósofos, a tocar a sus grandes músicos. Pero la radicalidad de este cambio de postura, que le significó, por cierto, una ex-

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elusion gradual del mundo académico ¿significaba realmente un abandono puro y simple de la tragedia de la cultura? ¿Fueron Simmel y el Logoé germano-ruso desechados de la misma manera que Keyserling o Schelling?

III. Reminiscencias

La referencia a Simmel fue ciertamente alterada por la gue-rra. Mientras que en 1925 Jankélévitch se resistía a ver en él a «la figura-tipo del filósofo semita» {SPV: 84), después de la guerra lo presentará bajo los rasgos de un .«filósofo judío ale-mán». Sin embargo, aunque Jankélévitch «repudiaría prácti-camente toda la cultura alemana», conservó con fervor un «no sé qué», un «casi nada», como le gustaba formularlo, en el que Simmel no desapareció jamás. Simmel no será, como lo fue en Lukács, la referencia oportuna de un instante. Cuando sucumbe a la enfermedad, a la edad de 82 años, su influencia seguía siendo palpable. De hecho, Jankélévitch parecía ha-berlo presentido muy tempranamente:

Lo uno o lo otro: aceptas el principio de la Selkitraruzenc)enz [au-totrascendencia] o lo rechazas. Si lo aceptas, no puedes ya, no debes ya detenerte: serás simmeliano y vitalista hasta el final {Corr. 64).

Simmeliano hasta el final, Jankélévitch continuará inspirán-dose en muchos de sus temas. Aun de forma insinuada, se puede distinguir la problemática simmeliana del Solíen o del hombre fronterizo que «relaciona los extremos» en su Traite dcé Vertiu {TV-. 112-117; 139; 149), la de la «metafísica de la muerte» {M-. 130-131; 425), la de la dialéctica sin síntesis de la vida o la del conflicto. Se podría alargar esta lista sin mayo-res dificultades. Nos contentamos con subrayar que la «nota

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azul», alrededor de la cual éstos seguían articulándose, no cambia: la tragedia de la cultura. En 1963, bajo los auspicios de «Georg Simmel y Fedor Stepun, [que] insistían con la tra-gedia de una cultura que se vuelve contra el espíritu», Janké-lévitch proponía una contribución identificando otras tres modalidades, más modernas y más propias del espíritu del tiempo: L'Aventiire, l'ennidet le ^lérieux (AES". 91; 215-216). Aún en 1981, su tardío opúsculo sobre Le paradoxe de la morale reac-tualizaba explícitamente el programa sociopolitico de la cul-tura filosófica como réplica a la tragedia de la cultura. La tra-gedia es tragedia porque es a la vez miseria y condición de toda fecundidad, una «feliz negación» de la cual nace la gracia que a ella se sobrepone y que hace posible la acción (PM: 110-112). Queda por saber si la filosofía de la cultura sigue siendo moderna para nosotros; si, a la manera de una huella sin hue-llas, no se trata de la reminiscencia de una visión del mundo que responde a catástrofes irremediablemente pasadas. Recu-rriendo también a Simmel, Arendt abogaba por un somos he-rederos sin testamento. Pero el debate ha ido ganando desde entonces radicalidad, desplazándose desde la filosofía a la tra-gedia de la cultura. « ¡Pues se ha acabado! », exclamaba hace poco Baudrillard, como si el intercambio, la mediación, el ór-gano-obstáculo estuvieran también destinados a la extinción:

Ahora somos libres con una libertad diferente. Liberados de la representación por sus propios representantes, los hombres son libres por fin de ser lo que son sin pasar por nadie más, ni siquie-ra por la libertad o el derecho a ser libres. Liberadas del valor, las cosas son libres de circular sin pasar por el intercambio y la abstracción del intercambio. Las palabras, el lenguaje, son libres de corresponder sin pasar por el sentido (Baudrillard, 1999; 152 [124 en su edición en castellano]).

CÉCILE R O L

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Notas

1. Jankélévitch comienza este ensayo en julio de 1923 y envía la versión definitiva «a Brunschvicg dui'ante el mes de septiembre» {Corr. 47). A pesar del servicio militar, al que se incorpora en agosto, su vo-luntad de trabajar se mantuvo tanto más intacta cuanto que el lugar al que file destinado era la última ciudad en la que Simmel dio clases. La «miel que permitió tragar la muy amarga bebida» fije fi-uto de «unas cuantas visitas intempestivas a los libreros» para conseguir «algún Sim-mel» (ibíd.: 46; 52). A fines de agosto, Jankélévitch, embriagado por el «opio simmeliano» (ibíd.: 60), pone sus argumentos a prueba en largas cartas que le escribe a su amigo Louis Beauduc. Muchos párrafos de esta correspondencia se repiten exactamente igual en su artículo.

2. Prueba de esto es la traducción tardía de la Filosofía del dinero (1987), o de Sociología (1999). Para más detalles véanse Deroche-Gurcel (2002: 17-59) y Rol (2006: 137-176).

3. Cuando Simmel muere en Estrasburgo, en septiembre de 1918, se acerca el fin de la Primera Guerra Mundial y la Universi-dad se convierte rápidamente en un espacio de poder. Los alemanes deben abandonar el lugar con toda celeridad y dar paso a los profe-sores franceses. La organización llevará meses, pero varios maes-tros son inmediatamente solicitados en misión temporal; es el caso de Brunschvicg, que propuso una clase sobre el tema «Naturalezay libertad» (Pfister, 1919: 336).

4. Mencionemos a Xavier Léon, quien ofreció, en más de una oportunidad, la tribuna de la RMM a Simmel.

5. Es también ese perfume de Europa lo que, presente en Sim-mel, seducirá a Jankélévitch. «Tuvo a principios del siglo XX una audiencia europea», insistía: «los filósofos rusos le citaban a menu-do, el relativismo simmeliano ejerció una gran influencia en Italia [...], y más particularmente en España, en OrtegaGasset, que ha-bía creado la Revuta de Occludente, muy impregnada por el espíritu de Simmel y su "filosofía de la cukura"» {QJ-. 242-243).

6. «El númerus clausus impuesto en Rusia excluía a los judíos de la Universidad» (Le, 1989: 42). En Montpellier, Samuel conoce-rá a su mujer, Anna Ryss, también de origen ruso. La pareja tuvo tres hijos, Ida, Vladimir y Léon.

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7. Se puede citar Introducción a la ciencia de Iti moral, Sobre la dife-renciación social, Kant, Intuición de la vida, Philoàophiiche Kultur [Cultu-ra filosofica], Problema^ fundamentales de Filosofia, Goethe, Filosofia del dinero, Problimas de filosofia de la. huitoria o Schopenhaiwr y Nietzsche. Los artículos tampoco fueron descartados, como aquellos sobre Rodin, Rembrandt, «Die Tragödie der Kultur» o «Die Metaphysik des To-des». Algunos ejemplares están conservados en Q^iai aux fUurs, y la cantidad de anotaciones al margen da cuenta de largas y minuciosas lecturas.

8. Hasta 1975, Vladimir vivirá con sus padres sin mayores inte-rrupciones. Incluso al final de su vida, «su hijo lo visitaba cada díay ambos hablaban de sus lecturas». Por otra parte, Vladimir «confe-saba con gusto la deuda que tenía con su padre, quien le había enco-mendado que escribiera//Ä muerte, dejándole gran cantidad de notas para llevar a cabo ese proyecto (Le, 1989: 45). Asimismo, en una entrevista realizada en France-Culture, declaró: «Mi padre no se halla en el cementerio en donde fue enterrado. Está más bien [...] en el libro que me dejó y en el pensamiento que me legó».

9. Traducirá, entre otros, a Berdiaev, Croce, Fichte, Malinows-ki, Lossky, Michels, Nordau, Rank, Schelling, Schiller o Sombart. También fue el primer traductor de Freud en Francia.

10. Su correspondencia y sus artículos contienen gran cantidad de ejemplos que dan cuenta de la perennidad de esta desconfianza, y ningún durkhemiano, incluso heterodoxo, fue eximido. En 1924, Vladimir sonreía porque Lévy-Bruhl le había «convocado en la B£-vue Philosophique [...], sin duda para retarle con motivo de algunos ataques en contra de la "sociología sin alma" (la de Durkheim), a la que oponía la de Guyau» {Corr. 56). La «grandilocuencia de Mauss», a quien tuvo que dedicarle una reseña para la. RMM, le da-ba «jaquecas», y cuando Célestin Bouglé, enfant terrible del durk-heimismo, le «embarca para el próximo número de la revistay4««ífe sociologique» en 1926, su respuesta fue clara: «¿Y qué haría yo ahí? ¡por Dios!» (ibid.: 87; 115). En cuanto a Durkheim, si bien Janké-lévitch le reconocía alguna aportación en cuanto a la «presión del medio en la evolución del concepto de Deber», era más bien para desposeerlo inmediatamente sosteniendo que Simmel había siste-matizado esos descubrimientos mucho antes que él {SPV\ 22).

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11. Sus reflexiones sobre el cáncer, tema que no dejará de preo-cuparle, se remontan probablemente a su tesis. Sintetizará sus aná-lisis en varias ocasiones. Véase Lephénomène vital (1909) o un artícu-lo titulado más simplemente «Le cáncer» (1938).

12. Sobre las relaciones de Simmel con Bergson, véase la mono-grafía de Gregor Fitzi (Fitzi, 2002).

13. Parece ser que su encuentro con Bergson, a fines de 1923, fue determinante al respecto: «Por fin be visto al gran hombre en su domicilio [...]. Un detalle al que fui especialmente sensible es que Bergson conoció a Simmel, en 1911, en Florencia, y que tiene de él un recuerdo inolvidable. Lo que resulta verdaderamente conmove-dor y divino en estos dos hombres extraordinarios es la admiración recíproca que se inspiraron y la emoción con la que hablan el uno del otro (ibíd.: 81-82; la cursiva es nuestra).

14. Jankélévitch sólo llegará a estas formulaciones después de 1925, pero el lazo con la tragedia de la cultura está implícito. Un solo ejemplo: «La naturaleza se encuentra ante la ley en la misma rela-ción [...] contradictoria que se establece entre el lenguaje y el pensa-miento, entre el ojo y la visión, el cerebro y la memoria [...]; es esta paradoja, visible en la existencia de cualquier cosa, que Georg Sim-mel llamaba la Tragedia de la Cultura: la tragedia que está conteni-da por completo en el obstáculo que a su vez es un medio, así como la desesperanza de morir lo está en lo imposible que le es necesario» (TV: 120; PhM: 207-209; 258-261; 280-288).

15. «Jesús estará en agonía hasta el fin del mundo: no hay que dormir durante este tiempo», Peruamientoj, sección VII, § 553. Este extracto de Blaise Pascal vuelve como un leitmotiv en la obra de Jankélévitch.

16. Esta problemática es influencia directa de un credo de Sim-mel: el hombre es el ser fronterizo que no tiene frontera. Jan-kélévitch le seguirá siendo fiel. «El hombre sólo es un hombre», es-cribía aún en 1980, «porque puede hacer mentir su definición. No tenemos otra "naturaleza" que no sea este poder de estar fuera de toda naturaleza, y en primer lugar fuera de la nuestra. Ahora bien, esta posibilidad del desmentido infligido al concepto es la que cons-tituye la libre libertad» (JP: 27).

17. «Después de que la síntesis de lo subjetivo produjera lo ob-

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jetivo, la síntesis de lo objetivo engendró un subjetivo aún más ele-vado y más novedoso», sostenía Simmel en 1908 {GSG, 11: 467). Esta suprasubjetividad fortalece la cultura filosófica, es decir, y, por un lado subjetiva lo objetivo, ajnida a personalizar sus formas, por otra parte, objetiva la individualidad de manera que su experimen-tación del desfase con las formas objetivas sea menor. Antes de mo-rir lo formulaba así: «Mi problema es el de la objetivación del sujeto o más bien el de la desubjetivación del individuo (siendo lo primero más bien asunto de Kant o de Goethe); dicho de otra manera: la sig-nificación eterna de lo temporal» {GSG, 20: 122).

18. Véase Simmel, carta a Keyserling de 18-05-1918, Georg Simmel Archiv.

19. Recordemos que, si no hubiera mediado la guerra, Loqoé hu-biese sido publicada también en Francia bajo la dirección de Berg-son y de Boutroux.

20. Fedor Stepun (1884-1965), a quien Jankélévitch no estaba «lejos de considerar como uno de los espíritus más penetrantes de la generación actual», fue profundamente marcado por Simmel {TM\ 360). Después de haber leído su artículo en Logod, Simmel se decla-raba «absolutamente encantado», hasta el punto de que Stepun le parecía ser, «con toda evidencia, uno de los pocos que sabe de qué se trata» {GSG, 22: 857). Jankélévitch citará también abundante-mente a otros representantes de este «movimiento filosófico ruso tan interesante» tales como Losskij, Frank o Berdiaev {Corr. 90; M\ 69; 143; 162; TV-. 230).

21. Jankélévitch insistirá en el término: «el antiintelectualismo tomó en Alemania [...] una íovva-a. éociopoLítica particularmente bien hecha para ser comprendida por los rusos» {TM: 338; las cursivas son nuestras; véanse también Kramme, 1993y Rol, 2003).

22. Una de las originalidades de Jankélévitch es también ha-ber devuelto a Simmel sus laureles en esta empresa, presentándo-lo como «uno de los colaboradores más asiduos» Ae. Logos, una pu-blicación a la que «supo imprimirle una dirección conforme a su dinamismo vitalista» {TM: 341), en circunstancias en las que aquella fue descrita durante mucho tiempo como el órgano de Rickert, e incluso de Weber.

23. Véase Jankélévitch, V. (1929), «N. Losski. L'Intuition, la

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m.aúhT& etìsiVie», Der riuisLiche Gedanke, 1, 1: 108-109; (1930a), «La culture russe en France (1922-1929)», ibíd., 2, 1: 92-95y por fm (1930b), «Alexandre Koyré, La philosophic et le problème national en Russie au début du XIX° siècle», ibíd., 2, 1: 114-115.

24. Daniel Essertier (1889-1931) fue profesor de 1920 a 1927 en el Instituto Francés de Praga, en donde Jankélévitch daba cla-ses. Su tesis trataba de las «Las formas inferiores de la expHcación» y buscaba renovar la sociología con la ayuda de la psicología berg-soniana. La desconfianza que inspiraba a Jankélévitch no remitía tanto a su enfoque, sino que apuntaba a denunciar la propaganda del Instituto de Praga: constituir una «verdadera arma cutural an-tialemana» en donde la francofilia «era un instrumento privilegiado de aculturacióny de desgermanización» (Braunstein, 1993: 14; 16).

25. Dirigida por Brunschvicg, llevaba por título « Valeur et sig-nification de la mauvaise conscience». Jankélévitch la defendió en 1933, al mismo tiempo que L'OdyMee de la condcience dand la derniere phllodophie de Schelling.

26. «Por lo tanto está claro», así concluía su artículo sobre el mis-ticismo ruso, «que, fascinados de algún modo por la unilateralidad re-volucionaria, los representantes del movimiento Sophia abandonaron poco a poco la hospitalaria y armoniosa Ciudad que soñaban con edi-ficar, enLogod, los filósofos de la "Cultura". Influenciados por circuns-tancias que no siempre eran favorables a la serenidad y a la sangre fría intelectuales, indispensables para el verdadero filósofo, cayeron también en una de esas abstracciones de las cuales Soloviev había previsto la estrechez esterilizante» {T/M: 353-354).

27. Éste fue, de hecho, el tema de su segunda tesis, una vez que abandonó la cuestión del misticismo ruso.

Bibliografía

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GEORG SIMMEL, FILÓSOFO DE LA VIDA

Vladimir Jankélévitch

[...] el contenido en ta pecho Y la forma en ta espirita.

GOETHE

Razón teórica y razón práctica

La idea de vida siempre ejerció sobre Georg Simmel una suer-te de misteriosa atracción. En uno de sus últimos ensayos de-dicados a Henri Bergson,' señala que el concepto de vida tiende a desempeñar, desde el siglo XIX, el mismo papel que en la antigua especulación romana le incumbía a la idea de sus-tancia en tanto esencia inmutable y eterna, en la teología me-dieval a la idea cristiana de Dios y en el Renacimiento a la idea de la naturaleza, y de las leyes del movimiento mecánico. No pa-rece ser que Simmel haya asumido la importancia de esta idea bajo la influencia de la Biología, aunque las ciencias de la na-turaleza organizada fueron las que se la impusieron a la filo-sofía durante el siglo pasado. Es el pensamiento, pero el pensa-miento en lo que conlleva de inmediato, de móvil, de intuitivo e, incluso, de «primario»; distinto a la vez de un devenir conti-nuo, pero vegetativo y en parte orgánico, y de una razón di-námica y actuante, pero discursiva, ese «pensamiento vivido» autónomo es lo que constituye para él la imagen psicológica

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de la vida. En efecto, en nuestro idioma la palabra «vivir» tie-ne dos sentidos profundamente diferentes; por un lado, la «vi-da» es pura exterioridad: no supone un yo actuante o cons-ciente de la acción de la que puede ser sujeto; en la oración «la ameba vive», la palabra «ameba» es, si se quiere, un sujeto, pero es un sujeto ficticio, sin sentido y meramente gramatical, así como, por ejemplo, el pronombre impersonal en la ora-ción: ilpleut. Sólo queremos decir que la ameba es el teatro de cierto fenómeno objetivo del cual la biología estudia el meca-nismo, y que llamamos «vida». Pero, por otra parte, la vida exige un sujeto, una conciencia que la viva-, en este segundo sentido, la vida es interioridad cualitativa y concreta; es inse-parable del individuo, al que le es inmanente. Los alemanes expresan muy bien este matiz distinguiendo entre lehen y eríe-ben, ErlebnLf, de una ameba nunca se dirá erUben, puesto que el prefijo er-, al dar al verbo un sentido transitivo, implica la pre-sencia de un yo-sujeto actuante, cuya acción sería la vida mis-ma, y no la presencia de un ser pasivo, para quien la vida es un elemento exterior. En pocas palabras, y si puedo expresar-me así, et animaL vive pero no vive du vida; eL hombre vive, y, ademad, vive du propia vida, vive sus estados de conciencia y su tiempo espiritual. Pues bien, para Simmel la vida no es precisamente el envejecimiento psicológico y por ello inconsciente de un or-ganismo que evolucionay cambia en el transcurso del tiempo: es el devenir continuo y creador que experimentamos en no-sotros mismos cuando se produce, de alguna manera, una re-flexión de la conciencia sobre la conciencia. Ahora bien, mien-tras que el fenómeno vital, objeto de la biología, se presenta bajo una forma cíclica, como ritmo causalmente determinado por leyes fijas, rigurosamente previsibles, y sometido al princi-pio de la «economía vital», la «vida vivida», auf der Stufe ded Geidted, [al nivel del espíritu], al postular un sujeto sintientey consciente que «la viva», se presenta como un progreso impre-visible según el cual a la conciencia le resulta tan imposible

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vivir a contracorriente la fluyente sucesión como atravesar dos veces una misma fase: como la voluntad nietzscheana, co-mo el WiLle zur Macht geniai de Zarathustra, el devenir espiri-tual, tal como lo concibe Simmel, tiende, no a conservar la «existencia» estática (Dasein) del organismo, sino a crecer y a enriquecer la vida del yo en todas sus formas: intelectual, mo-ral, estética o religiosa.

Ya en la Introducción a Li ciencia moral, Simmel parece dis-tinguir, a grandes rasgos, dos actitudes generales del pensa-miento humano: la actitud «eleática» y la actitud «heraclitea-na». La primera ha sido, salvando algunas excepciones, la actitud dominante en el pensamiento helénico, aquella cuyas huellas se encuentran tanto en los artistas y en los escritores como en los filósofos de la época clásica, aquella que Fidias petrificó para la eternidad en el mármol blanco del Partenón. La otra, que visiblemente tiene la preferencia de Simmel, apa-reció en la antigüedad griega, pero en un segundo plano y, al menos durante el período helenístico, bajo influencias orien-tales, en todo caso no helénicas. Esta Weltanschauung [cosmo-visión] se habría perpetuado no sólo en los románticos, en Goethe particularmente, sino también en los representantes más ilustres del voluntarismo alemán, Schopenhauer y Nietzsche. Simmel compara sin resquemores el genio de Go-ethe, esencialmente sintético y monista, cuya energía creado-ra emerge de lo más profundo de la vida subjetiva, con el ge-nio analítico de Kant, aún dominado, más allá de las apariencias, por el intelectualismo del siglo XVIIL. Por otra parte, Schopenhauer y Nietzsche, aunque llegando a conclu-siones diametralmente opuestas, ¿no entronizan uno y otro el querer-vivir? ¿No está el voluntarismo schopenhaueriano sa-turado por esta atmósfera de Sehnsucht [religiosidad], cuyo encanto sutil aturdió a un Hölderlin, a un Novalis, a un Ro-bert Schumann, y en medio de la cual parecería que nuestros modernos irracionalistas aún respiran? La obra de Simmel

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traduce, a su manera, esa suerte de aspiración oscura a un in-finito moral, intelectual, estético y religioso que los alemanes llaman Sehnducht; la Sehmucht sigue animando el relativismo filosófico, y en la idea de un orden vitaídu)tinto a La vez de un pen-samiento dinámico pero raciocinante y de una «vida» espontánea, pero meranwnte fijioLógica, es donde Georg Simmel condensa las in-tuiciones más relevantes del Romanticismo alemán.

1? La noción de Vida'se presenta como el principio motor, invisible e inexpresado, de la epistemología simmeliana. Se percibe, primero, de qué manera la idea misma de relatividad, al desplazar la atención, en un término autónomo y absoluto, sobre la relación por la cual dos o vanos términos se remiten el uno al otro, pudo servir de punto de partida a una filosofía de la vida; ésta sustituye a la idea de un conocimiento «abso-lutamente» objetivo, inalterado en su contacto con el sujeto, definitivo por consiguiente e inmóvil, a la idea de un vínculo entre dos términos solidarios e independientes: un sujeto cog-noscente y un objeto conocido que serían función el uno del otro, cuyas variaciones serían correlativas y cuya compleja reciprocidad de relaciones, determinada por una suerte de equilibrio inestable del conocer, se ejercería en una incesante ida y vuelta de acciones y reacciones. Para el relativismo sen-sualista de los griegos, para Protágoras y los escépticos, nues-tras representaciones son solamente relativas a la conciencia empírica, al conjunto de las imágenes subjetivas y a las per-cepciones ilusorias del yo. Sin embargo, no era posible fundar una epistemología en la idea de vida interior limitándose a este «Relativismo de la contingencia»: la «subjetividad», en las teorías de Protágoras o de la Nueva Academia, no es, si pue-do así decirlo, sino la superficie inconsistente del espíritu; no podría, por lo tanto, establecer con el conocimiento objetivo de la realidad una relación verdaderamente interior, viviente e inmanente a la conciencia profunda. El incomparable mérito

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de la critica kantiana, y Simmel lo reconoce abiertamente en sus Lecciones sobre Kant, fue racionalizar de alguna manera el «relativismo de lo contingente», dando cuenta, mediante la intervención de un a. priori necesario y universal, de la ideali-dad resistente de nuestras representaciones. El subjetivismo kantiano tiene, entonces, como consecuencia la interiorización del «problema de la relatividad» epistemológica: ya no se tra-ta de una relación exterior, superficial y, por así decirlo, peri-férica de nuestra sensibilidad con las cosas en sí, sino de una relación profunda e íntima entre el plano psicológico del a priori y el plano psicológico de la experiencia. Sin embargo, a pesar de la idea de un dinamismo funcional, necesariamente implícito en el punto de vista criticista, ¿las mismas correccio-nes que la epistemología de Kant tuvo el gran mérito de apor-tar al «relativismo periférico» no opacaron la pureza del pun-to de vista relativista general? ¿Al optar como hizo por el plano de referencia trascendental, Kant no restaura, disimu-ladamente, una forma de absoluto en el interior de uno de los términos relativos, en el interior de este apriori \áeú que mol-dea «lo dado» por la experiencia? Hay, desde este punto de vista, una curiosa e interesante analogía entre el examen al que Simmel somete aquí el relativismo kantiano y el juicio que, tres años más tarde, Bergson, ese otro filósofo de la vida, ela-borará en La evolución creadora sobre el criticismo.'^ Bergson, al igual que Simmel, no le discute a Kant el hecho de haber des-plazado la atención del filósofo de los conceptos, que son co-saci, hacia las leyes, que son relaciones; y, como «una relación no es nada fuera de la inteligencia que la relaciona», fuera del espíritu actuante que vincula los términos, como lo puro a priori es una abstracción del dogmatismo, así como lo es «lo dado» bruto, la Crítica logra conferir al conocer un carácter sintético, operatorio, progresivo y, digámoslo, humano? Al igual que Simmel, Bergson reprocha a Kant haber erigido la forma intelectual de nuestro conocimiento en una especie

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de absoluto, renunciar a hacer la génesis del entendimiento y de sus categorías: «[...] los marcos del entendimiento y el entendimiento mismo deberían ser aceptados tal cual, tout faité»S No se separará del relativismo alemán sino reprochan-do a la Crítica el no haber podido superar el intelectualismo, llegando a admitir una intuición supraconceptual por la cual la conciencia aprehendería inmediatamente su objeto y nos introduciría plenamente en tina forma de absoluto: hipótesis que el relativismo no podía admitir en una época en que Sim-mel atín era más un escéptico que un constructor, pero a la que su filosofía de la vida llegará más tarde por un atajo.

Simmel es un heredero de la tradición criticista, pero, al igual que Bergson, tal vez más que él, está influenciado por el evolucionismo, el pragmatismo y el «sociologismo» contem-poráneos; además, está impregnado por el voluntarismo con-creto de Schopenhauer y de Nietszche, que reintegró parcial-mente el intelectualismo kantiano en la atmósfera de vida y de acción que impregna nuestra razón y toda nuestra conciencia. Para ablandar el a priori áspero y fijo de la Crítica, Simmel lo volverá a sumergir en el ámbito sociológico, biológico e histó-rico en relación al cual se establece su propia relatividad. No se trata de que no haya cierta fijeza, cierta unidad en el a prio-ri elaborador de «lo dado» experimental, y a Simmel, auténti-co heredero del racionalismo alemán, le importa demasiado el carácter lógico e ideal del conocimiento para no repudiar los excesos del «psicologismo» y del «sociologismo», en los que demasiado frecuentemente se ha incurrido estos últimos tiem-pos en Francia y en Inglaterra; cuando Baldwin (que, por cierto, sólo tenía en cuenta Ismociobgia simmeliana) levantó en su contra la acusación de forniaLidmo, expresaba solamente el desacuerdo profundo que, en torno a este punto, separa al filósofo alemán de las escuelas positivistas. Para que el conte-nido (Inhaít) diverso y movedizo del conocer pueda ser unifi-cado por una forma, es necesario que ésta ofrezca cierta cons-

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tancia, al menos relativa, que sea principio de estabilidad y de organización; de la superposición de una diversidad sobre una diversidad, no podría surgir nada inteligible. Lo que Sim-mel impugna es esa suerte de primacía de la Forma que la crí-tica kantiana afirma en detrimento de los contenidos del inte-lecto. La Forma, en el ámbito del entendimiento, es el orden, pero un orden plástico, modificable, vivo-, es más una dirección y una tendencia que una cosa.

En suma, si interpretamos correctamente el pensamiento de Simmel, Kant estaba bien encaminado cuando pretendía superar tanto la noción dogmática de objetividad absoluta co-mo la noción dogmática de subjetividad pura; ciertamente era loable la intención de tratar de conciliar, desde el punto de vista subjetivista, el puro a priori del racionalismo con «lo da-do» empírico de los sensualistas. Pero lo que Kant obtuvo es, si se puede decir, una simple conciiiacién estática de dos polos del conocimiento, cuando lo que tendría que haber buscado es una comhinacién dinámica de la forma a priori con los conteni-dos sensibles. Nuestros sentidos no introducen los datos exte-riores en las formas de la razón, como quien echa patatas en una bolsa o, si se prefiere, a la manera en que la imagen de un espejo se refleja mecánicamente en una superficie inmóvil. Ciertamente, la combinación realizada por Kant alcanza de todos modos una síntesis profunda en la cual los términos rela-tivos se convierten, por así decirlo, en inmanentes uno al otro; pero si una solución como la suya toma parte, en cierta medi-da, en el dinamismo relativista, lo hace de un modo que podría-mos calificar de unilateral. Admirablemente, Kant vertió luz sobre la actividad sintética por la cual el yo unificador impone sus formas racionales a lo diverso de la experiencia; no mos-tró cómo la experiencia reacciona sobre estas formas y las modifica; más aún, las erigió en un absoluto definitivo y per-manente y, al acentuar a priori el polo del conocer, destruyó el equilibrio armonioso del pensamiento viviente. Para Simmel,

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al contrario, el tínico hecho real es la relación compleja, mo-vediza, multiforme de un objeto que sólo es conocido, mode-lado, formado, recortado en la tela de la naturaleza por las ca-tegorías subjetivas, con un sujeto que, a su vez, se transforma y desarrolla bajo la acción de los contenidos objetivos que él mismo asimila: la única fealidad, al fin y al cabo, es la vida, la vida ondulante, fluida y progresiva del conocer que se busca a sí mismo, tantea y poco a poco afirma su dominio sobre el ob-jeto. Esto explica que tal realidad sea más bien sentida y vivi-da y no demostrada. «El ser en general no puede ser demos-trado, sino solamente vivido y sentido; no se podría, por lo tanto, deducir de conceptos abstractos».' No hay, por un la-do, un sistema arquitectónico de categorías fijas e inmutables; y del otro, realidades objetivas absolutas y definitivas. Lo que la introspección y la intuición nos revelan es, más bien desde lo subjetivo, los a pr 'wr 'ui plásticos y actuantes que sus conteni-dos moldean, así como individualizan sus contenidos, ante es-tas formas, una serie de representaciones, entre las cuales al-gunas se incorporan a la categoría de la realidad (así como otras rellenan la forma a prwñ del espacio y del tiempo) y pre-sentan, por lo tanto, cierto coeficiente subjetivo, no sé qué to-nalidad, no sé qué Lokalzeichen [señales locales] específicos, in-manentes al pensamiento en sí mismo, en virtud de los cuales las llamamos «objetivas» o «verdaderas». Hay por lo tanto un ida y vuelta, un intercambio activo de influencias (WechseLwir-kiuig) entre esas formas, cuya cualidad psicológicay atmósfera ideal varían segtin los contenidos que la rellenan, unos conte-nidos que, según la categoría en la que se incorporan, afectan a los caracteres más opuestos; por último, la fuente viva de esos intercambios sutiles es el yo unificador, la conciencia di-námica y espontánea que sintetiza los dos términos correlati-vos. De manera que, desde la época en que formulaba los principios de su epistemología, Simmel concebía la vida como el movimiento y el esfuerzo por el cual nuestra conciencia

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busca ajustar un contenido a una forma: haciendo estallar las formas perimidas o avejentadas que ya no serían capaces de disciplinar la oleada creciente de los contenidos indetermina-dos, comprimiendo los contenidos sin ley en formas sólidas que los marcan con el sello de la individualidad y los encie-rran entre esos límites rígidos a los que la razón necesita afe-rrarse, si no quiere caer en la nada de la fluidez pura y disol-verse, al fin, en lo inexpresable.

2? Antes de extraer de su relativismo una metafísica posi-tiva de la Vida, cuya silueta sin embargo se dibujaba ante-riormente, a través de la parte crítica de la doctrina, Georg Simmel había aplicado los principios de su viva y ágil episte-mología a las ramas más diversas del saber filosófico. Su pun-to de partida había sido el de las ciencias sociales, morales y económicas, y fue incluso una crítica de las nociones morales corrientes la que lo llevó a bosquejar, por primera vez, las grandes líneas de su teoría del conocimiento. Limitándonos a resumir la parte de la doctrina relativista anterior a la metafí-sica de la vida, aquí no se trata de seguir a Simmel en el deta-lle complejo de las aplicaciones que le otorgaron a sus princi-pios. Nos basta con mostrar de qué manera la crítica del dogmatismo moral, así como la refutación del dogmatismo teórico, condujo a Georg Simmel a una filosofía de la Vida pura, y de qué manera un nuevo tipo de absoluto tomó poco a poco cuerpo en su obra, en el exacto lugar en donde la doble razón de Kant le había parecido que no envolvía sino una re-latividad unilateral.

Se comprende fácilmente por qué Georg Simmel, obsesio-nado en cierta forma, como todos los filósofos alemanes de su generación, por el punto de vista de la gran tradición criticis-ta, dirigió muy tempranamente su atención hacia el problema moral. En efecto, en la esfera de la práctica el carácter dog-mático del a priori kantiano se afirma con el más inflexible ri-gor, dado que la forma que rige la moral no es más que, como

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en el ámbito teórico, una suerte de absoluto en %vlvív3, funcional cuyo rol sería interiorizar «lo dado», un valor ideal, m\a.Forde-rung, es decir, una exigencia trascendental, un absoluto impe-rativo que se impone soberanamente a nuestra voluntad por la autoridad incondicional e inviolable del Deber.'* ¿Y cómo una forma cuya potencia legisladora consiste en el «respeto» que nos inspira podría depender, de alguna manera, de los contenidos empíricos con los que nuestra conducta diaria la rellena? Ahora bien, esa reacción de los contenidos morales sobre sus formas es postulada por el relativismo como necesa-rio acompañamiento de la acción reguladora de las formas so-bre sus contenidos. Por eso, retomando contra el dogmatismo kantiano el viejo argumento escéptico de la lòoòOéueLa que Sextus Empiricus dirigía contra el dogmatismo del Pórtico, Simmel pone en reheve la igual validez de las nociones mora-les, las más contradictorias y, en suma, la indiferencia en que se debe mantener a todas esas abstracciones conceptuales que forman los principios cardinales de la Ética tradicional. Y trata a su vez de infundir un poco de vida en las formas de la razón práctica, adoptando tres puntos de vista diferentes: el punto de vista de la historia, el de la sociúlogía y el de la psicolo-gía. Por un lado, las formas de la moral son los seres vivos que evolucionan y envejecen, y a propósito de los cuales incumbe al filósofo reconstituir la génesis y seguir el desarrollo gradual en el tiempo. Además, estas formas tienen en gran parte un origen colectivo; se arraigan en lo más profundo de la materia social. Antes que Durkheim,' Simmel subrayó el rol de la «presión del medio» en la evolución del concepto de Deber o del Imperativo categórico, y se ocupó de mostrar cómo, por un simple fenómeno de Umdrehung («sustitución de motivos» diría un utilitarista), estas pretendidas categorías abandonaron la forma del Müssen [deber] para adoptar la del Sallen [deber también, pero menos categórico]; más tarde Simmel generali-zará la teoría del Umdrehung aplicándola a las normas jurídicas,.

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a las creencias y a las prácticas religiosas, e incluso al amor sexual.® Así como el instinto sexual, primitivamente subordi-nado a las exigencias de la vida, originalmente tenía un signi-ficado exclusivamente biológico y utilitario, y no se desarrolló plenamente como «puro Gefüht» [sensación], bajo la forma de ese absoluto afectivo que es el amor, sino bajo la influencia de una Uindrehung-, así como las normas jurídicas o las creen-cias religiosas le deben al mecanismo de la substitución de los motivos su carácter desinteresado, ideal y, en cierta medida, a pnorb. así, las formas éticas tienen su origen en la vida colectiva, y es una transferencia de motivos la que, al divinizarlas, les ha dado esas apariencias respetables y, de alguna manera, sagra-das, bajo las cuales se presentan hoy día ante nosotros. Sin embargo, la preocupación por completar el punto de vista so-ciológico, necesariamente exterior a la individualidad profun-da, por un análisis psicológico, distingue a Simmel de la es-cuela de Durkheim; y se puede decir que aquí la tradición kantiana le protegió eficazmente contra las seducciones del sociologismo. La conciencia y la vida personal desempeñan un papel capital en el proceso de «idealización» de los concep-tos morales; y esos conceptos no aparecerían nunca bajo la forma imperativa, soberana y absoluta que los caracteriza an-te la humanidad civilizada si las representaciones colectivas utilitarias no se interiorizaran gradualmente, «condensándose» (dLcht verdichtend) en el espíritu del individuo y moldeando, po-co a poco, con segura e irresistible lentitud, la sustancia flexi-ble de su conducta diaria.

Los principios de la Ét ica simmeliana presentan por tanto el mismo carácter de dualidad de la cual la epistemología rela-tivista nos ha revelado las huellas. Por un lado Simmel, to-mando posición contra el dogmatismo kantiano, que aisla el a priori en una suerte de idealidad altanera e imperiosa, insiste en la viviente plaéticidad de Leu formcu rrutralei), en los cambios que le impone la acción de contenidos sociológicos e históri-

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cos; de acuerdo con la escuela positivista francesa, entonces reemplaza los principios cardinales de la práctica en el seno del medio concreto, de la materia histórica y social desde don-de la ideología universal del siglo XVIII los hábía, por así de-cirlo, arrancados; es decir, restablece el complejo entramado de las relaciones que unen esas íormas en apariencia absolu-tas a la vida integral y rica del conjunto. Pero por muy flexi-ble que sea, la Forma es la Forma, y los contenidos empíricos serían un caos anárquico desprovisto de sentido si no estuvie-ran disciplinados por ella; y aquí Simmel se aleja de los soció-logos que, dejándose llevar por su oposición al kantismo en una oposición a la filosofía misma, pretenden poder prescin-dir hasta el final de un a pr'wrircíOvA. «Debemos sostener, con el mayor vigor, que todos los detalles históricos, todas las ob-servaciones del mundo no constituyen aún la ciencia en cues-tión; el moralista siempre precisa un a priori para organizar esas observaciones y darles un sentido»."' El asunto está claro. Con más ímpetu que otros, Simmel siente que el análisis so-ciológico o la descripción genética no agotan lo que hay en ese a priori moral de fundamentalmente objetivo y, por así de-cirlo, de resistente; con más fuerza que cualquier otro siente que cierto residuo ideal, un no sé qué necesario e irreductible, subsiste en el fondo de las normas de la práctica, escurriéndo-se entre los dedos del sociólogo o del historiador, a medida que sus observaciones se hacen más penetrantes y más apre-miantes. Por tanto, la tarea del relativismo consistirá en ligar el formalismo kantiano, que afirma con fuerza y justeza la in-dispensable primacía del a priori, tanto en el ámbito de la ra-zón teórica como en el de la razón práctica, con un empirismo sociohistórico que, rehabilitando los contenidos, se dedicaría sobre todo a mostrar de qué manera éstos reaccionan sobre las formas que la razón les impone. La verdadera moral filo-sófica, intermediaria entre una metafísica de formas abstrac-tas y una ciencia positiva de contenidos particulares, evitará

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tanto exagerar la independencia del a priori en relación con «lo dado» que modela, como denunciar en el a priori una ilusión psicológica, un simple epifenómeno, o bien algún espejismo in-consistente, cuyo prestigio audazmente usurpado debería ser disuelto por el sociólogo. La norma del deber, entonces, siem-pre se merece plenamente el respeto que le inspira a nuestra voluntad: pero ¿es acaso tan difícil seguir demostrándoselo una vez que hemos acatado su relatividad fundamental?

En resumen, así como en el terreno de la razón teórica Sim-mel impugna al mismo tiempo el dogmatismo racionalista que postula la inmutabilidad radical, la actividad exclusivamente determinante de las formas aprioriy el dogmatismo sensualis-ta que pretende explicar el hecho de conocer sin salir del pla-no de la experiencia, así también, en el ámbito práctico, la verdadera realidad no es ni la forma inmutable y absoluta de la cual las morales racionalistas exaltan la soberanía despóti-ca, ni el contenido empírico bruto de nuestras tendencias y de nuestras acciones, del cual el naturalismo afirma el valor in-dependiente, sino más bien la correlación móvil y dinámica que vincula, el uno al otro, los dos polos contrarios de la mo-ral. Esta correlación es rigurosamente ¡yilateraLy, hablando en los términos einstianos, recíproca (gegeruteitig)-. es decir, que aparece como «reversible» y que nuestra moral, nuestro sa-ber, bamboleándose entre un a prioriy un «dado» que se trans-forman mutuamente, dan vueltas (kreiéen) en un círculo sin fin. Sin embargo, puesto que toda relación emanada de nues-tra vida psíquica es esencialmente inestable, y que esta inesta-bilidad no tarda en romper el balanceo de las influencias de los términos correlativos, uno de los polos se encuentra rápi-damente acentuado por un coeficiente concreto que hace que nos aparezca como \XTÍ Absoluto. Es el caso de las normas a priori tales como el Deber, el Imperativo categórico, etcétera. Pero este absoluto es en sí mismo y, de alguna manera, relativo:

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relativo al término complementario sobre el cual ejerce su su-premacía, sin el cual se aboliría a sí mismo en el vacío, y del cual, por lo mismo, precisa para existir. Es un absoluto provi-sorio y si vemos, por así decirlo, que se coagula en nuestra moral pretendidamente universal de hombres civilizados, no es de ninguna manera en virtud de una misión sobrenatural o de origen sacrosanto: explicaciones que, por otra parte, no agregarían nada a su innegable dignidad; el aflujo incesante de los nuevos contenidos no deja de dilatar gradualmente sus límites elásticos ante nuestros propios ojos y, si se le opone una rigidez demasiado estricta, es probable que tarde o tem-prano los haga explotar. La razón práctica, como la razón teó-rica, nos revela en la vida un esfuerzo de renovación creadora que, en todo instante de su devenir, se presenta bajo la forma determinada e individualizada, se cristaliza por intervalos en normas racionales y en conceptos sólidos pero, en su ascen-sión indefinida hacia un ideal jamás logrado, los rechaza uno tras otro, como ropa demasiado estrecha, cuando ya no se siente cómoda.

Espíritu enciclopédico por excelencia, verdadero herede-ro de esos grandes metafísicos alemanes que reúnen la uni-versalidad del saber y la audacia de la construcción especula-tiva, Georg Simmel ha aplicado los principios directores de su relativismo teórico y práctico a la Economía política, a la So-ciología y a la Historia y, en todas estas disciplinas, ha hecho descubrimientos fecundos, ha obtenido resultados valiosos. Esos análisis tan variados, que tratan de la idea de valor, de los métodos de la Historia o del grupo social, hacen madurar paulatinamente la filosofía de la vida, cuya silueta general ya adivinábamos a través de la crítica moral o epistemológica. Ahora la influencia bergsoniana le permitirá desarrollarse plenamente en la síntesis metafísica de la cual el último, y qui-zá más bello libro de Georg Simmel, nos ofrece la imagen.

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La «autotrascendencia»

En un libro pòstumo, Ldjendaiuchauung \Intuicwn de La i'ida], Georg Simmel encaró de frente el problema de la vida. Hasta entonces la noción de vida no había aparecido en la doctrina relativista sino bajo las vestimentas particulares con que se arropa en la realidad: ya sea como vida moral, como vida so-cial o como vida cognitiva, estética o religiosa. Podría parecer que en los últimos tiempos, apremiado por la enfermedad y sintiendo quizás aproximarse la muerte, Simmel tuvo la nece-sidad de mirar al enigma frente a frente: así es cómo, de algún modo, la visión directa, la intuición inmediata del misterio an-gustiante de la vida y de su correlato metafisico, la muerte, otorgan a estas páginas profundamente conmovedoras de In-tuLCLÓn de La vida la enérgica sinceridad de su acento, su inten-sidad vivida y, me atrevería a decir, su lirismo. El primer ca-pítulo del libro, titulado «Die Transzendenz des Lebens» [La trascendencia de la vida], que es, de todos, el más cautivador, expone cabalmente y sin rodeos esa concepción personal de la vida: por ende, ése es el que vamos a analizar, a pesar de sus grandes dificultades de forma. Simmel es un escritor admira-ble, pero compone mal: al recorrer esas páginas voluminosas y compactas, uno tiene la impresión de que el autor tuvo miedo de romper la continuidad y la densidad intuitiva de su pensa-miento, recurriendo a párrafos demasiado frecuentes que, seg-mentándolo sin cesar, lo hubieran transpuesto brutalmente en el plano discursivo. Ardua es, por lo tanto, la tarea de intentar dar cuenta de ese pensamiento sutil y matizado sin desvirtuar-lo; pero ésta tal vez no sea una tarea insuperable.

Simmel parte de la observación según la cual el hombre es, de alguna manera, un «ser intermediario» que se encuentra, en razón de su destino profundo, limitado en dos direcciones contrarias: por su saber tanto como por sus deseos o por sus acciones, está restringido entre un «más» y un «menos», un

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Más Aquí y un Más Allá, un mejor y un peor. Esta idea, banal en sí misma, de la MitteUteLLung [posición intermedia] del hombre se aclara y enriquece con un sentido profundo para quien conoce los principios generales de la doctrina relativis-ta. El relativismo postula, en efecto, que el espíritu, en sus di-versas manifestaciones, no se mueve jamás en el seno de lo absoluto, no llega nunca a ningún extremo, sino que se halla por así decirlo en equilibrio entre los dos polos contrarios de la subjetividad pura y de la pura objetividad; y ese equilibrio inestable y movedizo, en virtud del cual el pensamiento se in-clina tanto hacia un absoluto como hacia el otro, pero siempre más hacia uno que hacia el otro, ese sinuoso y actuante equili-brio es el que constituye la vida espiritual. Damit, dcus wir im-mer und iiberaíl Grenzen haben, sind wír auch Grenze.» [Por el derecho de que siempre y por doquiera tengamos límites, so-mos también límite nosotros.] Recurriendo tan sólo a los ejemplos que conocemos, la MitteLitellung moral del espíritu consiste en el hecho de que la moral es intermediaria entre lo absoluto de las normas a priori -que deben, según Kant, al dis-ciplinar las tendencias empíricas, establecer la necesidad de una metafísica de las costumbres-y lo absoluto de los conte-nidos psicológicos, sociológicos o históricos, de los cuales la escuela positivista afirma la preponderancia exclusiva en la formación de la conciencia moral;'" así también, en el ámbito teórico, SI el conocimiento es verdaderamente una vida, es por-que no existe una adecuación estática y definitiva entre las ca-tegorías a prioriy «lo dado» empírico, porque sujeto y objeto no se sobreponen uno a otro, de una vez por todas, en virtud de quién sabe qué coincidencia misteriosa, qué armonía pre-establecida; el conocimiento es vida porque es fragmentario (brucétilchkhaft) y porque una exigencia superior le ordena completarse a sí mismo; es vida porque sólo subsiste movién-dose, transformándose, progresando, y porque objeto y sujeto son, en derecho, dos absolutos que se buscan, se persiguen, se

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acercan sin cesar el uno al otro y se unen provisionalmente en el compromiso siempre amenazado, siempre inestable que constituye el «saber humano»." Ése es el destino profundo o, como le gusta decir a Simmel, la «constelación» fundamental de la naturaleza humana; y desde esa misma relegación deses-perante en la zona de la mediocridad, Simmel hace surgir ante la conciencia la esperanza consoladora de una metafísica de la vida.

En efecto, el mismo relativismo nos ofrece una salida, y ningún libro de Simmel lo expresa tan bien como Intuición de. la vida. La crítica moral y teórica se había dedicado más que nada a mostrar que la «constelación» del espíritu humano era una suerte de exilio sin esperanza, sin meta y sin descanso en el inipcuMe de la relatividad perpetua, pero el ensayo sobre la «Trascendencia de la vida» nos revela por primera vez que el relativismo contiene ya, inmanente por así decirlo a la limita-ción insuperable de la que nuestro espíritu parece ser cautivo, la solución a la esterilizante negatividad.

Nuestro espíritu está limitado por todas partes, pero es ca-paz de desbordar esos límites, de sacudir los duros marcos que circunscriben su expansión. Sin duda el pensamiento hu-mano sería inconcebible fuera de todo límite formal, pero no lo sería menos si la rigidez del límite fuera absoluta y definiti-va; y la unidad, en apariencia misteriosa y paradójica del acto vital, es la que realiza la síntesis de estas dos exigencias con-trarias. Negar que el saber humano sea un saber entrelazado por ignorancias, agujereado por vastas lagunas, sería renun-ciar al relativismo; pero suponer el universo absolutamente ininteligible para nuestra razón, es decir, admitir la hipótesis de una inadecuación irremediable de las categorías y de «lo dado», sería sacrificar el principio mismo de la relatividad fi-losófica. «Todos somos como el jugador de ajedrez. Si él no supiera, hasta cierto punto, qué consecuencias pudieran deri-varse de determinados movimientos, el juego sería imposible;

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pero también sería imposible si esta previsión se extendiera indefinidamente.»'" La vida sería entonces radicalmente dis-tinta si no trascendiéramos, de algún modo, en todo instante su más aquí, si no nos obstináramos en negar los límites que, en todo momento de nuestra evolución, circunscriben el alcance de nuestra conducta y la extensión de nuestro saber. Esa do-ble exigencia constitutiva de nuestra naturaleza Simmel la re-sume en la impactante fórmula: «Wir haben nach jeder Rich-tung hin eine Grenze, und wir haben nach keiner Richtung hin eine Grenze»"' [Tenemos un límite en cualquier dirección y no tenemos límite en ninguna].

Un claro signo de que trascendemos continuamente nues-tros límites, es que los conoceirwd en tanto limited. ¿Conocer sús propias relatividades no es acaso superar, en parte, el aspecto negativo? ¿No es encontrarse ya del otro lado de la frontera? Y, recíprocamente, ¿no tomamos conciencia de la relatividad esencial de nuestra naturaleza si no el día — y solamente el día— en que comenzamos a vivir mád allá de los límites actuales que determinan la forma de nuestra individualidad, el día en que dejamos precisamente de ser cautivos de esa relatividad de la cual comprendemos la potencia fatal de coacción? Así, el telescopio y el microscopio, al extender desmedidamente el alcance de nuestros sentidos, uno y otro, nos han, por así de-cirlo, empequeñecido, y la extensión misma de la esfera de lo percibido nos ha otorgado un sentimiento más neto de nues-tra relatividad y de los límites que justamente acabábamos de desbordar. «Kaspar Hauser no sabía que se encontraba en prisión hasta que, tras abandonarla, pudo ver los muros des-de fuera.»'" Por tanto, la especulación abstracta y la imagina-ción constructiva nos hacen desbordar los límites formales de nuestro yo cuando hacen que los constantemos como límites. Y es, en efecto, la paradoja más enigmática de la vida que po-damos superar nuestra propia relatividad al comprenderla —¿qué digo? por el hecho midmo de que la comprendemos—, que

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podamos, en un acto simple intuitivamente vivido como uni-dad, percibir nuestra limitación a la vez desde fuera y desde dentro, sentirnos tanto más aquí como más allá de esta forma determinada que es nuestra persona. Sin embargo, en el acto de algún modo lírico de Selbstübeiwindung [autosuperación], de Selhjttrandzendenz [autotrascendencia], de Sich-Selhét-Ueberéch-treiten [autorrebasamiento de sí], según sus expresiones, es cuando Simmel ve la constelación fundamental de la natura-leza humana. Y con una convicción que por momentos re-cuerda a Pascal, muestra en algunas fórmulas impactantes de qué manera el acto de Selhsttranjzéndez se manifiesta ante no-sotros como anhelo, tal vez insensato pero tenaz, de poder ra-cionalizar esa parte de «lo dado» que sabemos irracional, de poder conocer objetos o contenidos que precúamente no pode-mos conocer. «El hecho de que conozcamos esta limitación [...] nos sitúa por encima de ella. La negamos en el momento en que la conocemos como limitación. [...] Nosotros tenemos conciencia de nuestro saber y de nuestro no saber, y también de este saber extenso, y así sucesivamente, en la permanente inacabilidad potencial de lo real -ésta es la propia infinitud del movimiento de la vida en el nivel del espíritu.»'' Es así co-mo entonces el desdoblamiento indefinido por el cual nuestra conciencia se postula a sí misma como objeto de una reflexión de la cual es ya sujeto, prueba que el espíritu es capaz de salir de ét mismo y de superarse sin, por eso, alcanzar un absoluto, por otra parte inconcebible. Lo que hay que concluir es que la trascendencia es en sí misma inmanente a la vida.''' Fórmula paradójica en apariencia, pero altamente sugestiva; la con-ciencia se trasciende a sí misma, pero sin dividirse en dos par-tes, en dos «cosas», una sobrepasando a la otra y separándose a la vez; es decir, que nuestro pensamiento no tiende hacia ese absoluto fijo reificado por el racionahsmo dogmático, hacia quién sabe qué «ideal» estático y abstracto que sería indepen-diente de nosotros y se coagularía, de algún modo, alrededor

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de un punto exterior al tiempo fluido que se vive: ' mientras incluso un esfuerzo de reflexión sobre sí mismo lo transporta fuera de los marcos estrechos de nuestra vida actual, él je sabe Limitado al interior de un yo por relaciones y determinaciones concretas. Por tanto, el más allá que tiende a crear y que hace estallar las formas cerradas en las que se asfixia no se agrega espacialmente y desde el exterior de esas vestimentas anticua-das y caducas que son, de algún modo, los residuos de la vida espiritual; se desprende naturalmente, orgánicamente; su si-lueta, en cierta medida está preformada, de tal manera que el impulso creador de vida puede actualizarlo sin desbordar ese más aquí psicológico que toma por punto de partida, sobre el cual reaccionará por intermedio de transformaciones conti-nuas y que permanecerá con él en estrecha reciprocidad de acción, en virtud de la solidaridad esencial de los elementos del espíritu.

No hay dudas en cuanto al hecho de que el relativismo pri-mitivo de Simmel envolviera ya los gérmenes de esta metafísi-ca de la vida y de que la influencia del dinamismo de Scho-penhauer y de Nietzsche'® haya precipitado su vigoroso desarrollo; por último, en este punto el ejemplo de Goethe pa-rece haber obsesionado continuamente la mente de Simmel, tal como se desprende de un estudio de filosofía estética dedi-cado al gran poeta, que publicó en 1913 y que es una auténti-ca maravilla de sutileza psicológica, de penetración y de pro-fundidad. Pero la revisión de la crítica y el punto de vista del Romanticismo no fueron los únicos que llevaron a Simmel por este camino. Bergson no aparece jamás nombrado en In-tiiicién de la vida-, pero la inspiración bergsoniana, invisible y presente, penetra, atraviesa, impregna todo el volumen. Sim-mel me parece haber sido particularmente impactado por una idea de Materia y memoria''^ que pudo haberle servido de punto de partida psicológico y como de animadora latente de toda la teoría de la Selbdttranxendenz: es la idea según la cual el presen-

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te no es, en realidad, más que el límite ideal y atemporal del pasado y de futuro, en tanto que el pasado, sea por la memo-ria, sea por la generalización, es decir, por la creación de con-ceptos objetivos, sea por la imaginación especulativa, se sobre-vive a sí mismo en el presente y se prolonga en el futuro; los términos de los que se vale el relativismo alemán (Hineinle-ben der Vergangenheit in die Gegenwart, Hinausleben der Gegen-wart in die Zukunft [La incorporación viva del pasado al pre-sente; la incorporación viva del presente al futuro]) expresan espléndidamente esa inmanencia profunda de los diversos instantes del tiempo vivido los unos en relación con los otros, esa continuidad íntima del devenir espiritual que sólo la abs-tracción analítica de los gramáticos ha podido parcelar en tres «tiempos» absolutos y substancialmente distintos. La conse-cuencia de este hecho es que no noé haUanwd nunca plenamente en el matante actual de nuestra vida, sino que «el presente de la vida consiste en que trasciende el presente»,"" que nuestra volun-tad sobrepasa sin tregua el «ahora» de la existencia a pesar de estar eternamente sujeto a él. En el fondo, la vida es superior a la antítesis conceptual de un presente y de un futuro espa-cialmente yuxtapuestos: es la síntesis del Jetzt [ahora] y del Nocht-nicht [todavía-no], del Diesseits [aquende] y del Jenseits [allende], a la vez limitada por una forma actual y superior a toda determinación particular que desborda ya las orillas del presente en el preciso instante en que se sabe relativa.

En suma, la vida tiende incesantemente a superarse a sí misma, y esto en dos direcciones: es Mehr-Lehen [más-vida] y

Merh-AL-Leben [más-que-vida],^' es decir que, por un lado, desarrollándose en el plano de los valores vitales, progresa y se enriquece continuamente en tanto vida y, por otra parte, se trasciende a sí misma en el plano de los valores lógicos y obje-tivos, se convierte en más-vida, y en más-íjue-vida. Pero ya sea que se renueve en un sentido o en otro, siempre se presenta como la inestabilidad misma, siempre manifiesta la inquietud

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febril del espíritu que ninguna forma dada, ningún contenido dado satisfacen, y que, rompiendo una forma actual, bajo la presión de los nuevos contenidos, se desarrolla en la dirección àAMehr-Leben y comprimiendo la oleada tumultuosa de su vi-da interior por una forma trascendente se proyecta en tanto Alehr-Ald-Lehen. No hay reposo, no hay satisfacción posible para la conciencia, y su «positivo» es, como tal, un «compara-tivo». No bien un sentimiento, un concepto, una acción esta-bles y bien delimitados en sí mismos se convierten en estados de conciencia intuitivamente vividos, en vez de ser simple-mente concebidos, se insertan en este sistema estrechamente solidario de relaciones movedizas que constituye una vida psicológica e inmediatamente los vemos perder su inmutabili-dad y su equilibrio estáticos, entrar en reciprocidad de acción con todas las energías secretas de la conciencia: no defendien-do su autonomía, su FUrsichéeln, sino a través de múltiples transformaciones, no subsistiendo, por así decirlo, sino mo-viéndose, a veces trascendentes, a veces trascendidas, restau-radas y destruidas.

Ésta es la imagen que hitiiicwn de La vida nos ofrece de la vi-da en esas páginas sutiles, complejas e incluso vibrantes a causa de las angustias del pensamiento moderno. Resulta fá-cil, entonces, ver de qué manera Simmel superó el punto de vista de su relativismo primitivo y cómo su metafísica de la vida alcanza una modalidad de lo absoluto. En sus libros anterio-res, Simmel había permanecido fiel hasta el fmal a las primi-cias criticistas de su doctrina. Sin duda, de algún modo había «vitalizado» el formalismo kantiano afirmando la reciproci-dad de las acciones dinámicas que, según Kant, sólo el a priori ejercía y sólo «lo dado» sufría; pero mantenía la dualidad criti-cista de la forma y de su contenido, la obligación para la inte-ligencia de no conocer «lo dado» sino bajo las determinaciones a priori que lo califican y, como consecuencia, la imposibilidad en la que se encuentra el espíritu humano de alcanzar jamás

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una realidad absoluta. Su crítica de la razón teóricay de la ra-zón moral no supera, en suma, esa dualidad; sólo nos deja presentir en la vida la energía creadora que anima a esas cate-gorías dinámicas, que electriza a esos contenidos actuantes, y cuya incansable movilidad se expresa en la correlación inesta-ble del sujeto y del objeto. l^&FiLMofúi del dinero y sobre todo los Problemcu de filosofía de la historia ya representan un progre-so en relación con el relativismo primitivo de la Introducción a la ciencia moral, en el ámbito de la Economía política, como en el ámbito de la Historia, el Arte o la Religión, objetividad pu-ra y subjetividad pura son absolutos igualmente inaccesibles; el ideal de pura subjetividad A&\ Naturmensch [Hombre de na-turaleza] se confundiría con alguna impulsión inmediata e in-conciente, así como un ideal de pura objetividad, tal como el Kulturmensch [Hombre de cultura] puede concebirlo, aboliría el espíritu en la nada de algún impensable numen. Pero entre esos dos absolutos, o más bien entre esas dos nadas, hay, si puedo así decirlo, un óptimo-, puesto que la objetividad de un valor no deja de crecer a medida que el espíritu la proyecta más lejos de sí, y que paralelamente su subjetividad no deja de borrarse, llega un momento en que las dos exigencias contra-rias se encuentran más o menos igualmente satisfechas; dicho de otro modo, existe una suerte de «plan de proyección» in-termediario a partir del cual el valor cada vez más objetivo per-dería todo contacto con la conciencia individual, debilitándo-se paulatinamente para finalmente desaparecer en la nada de la cosa en sí y de la exterioridad pura; mientras que hasta ese plan los elementos subjetivos, aún vigorosos, vinculaban de-masiado estrechamente el valor con el yo contingente, incu-rriendo en ciertos aspectos en una ilusión e impidiendo que se desarrollara como objetividad independiente. Entonces, tanto más aquí como más allá de ese plano de proyección interme-diaria, el equilibrio nunca es perfecto entre los dos polos fun-damentales de la vida. Lo «óptimo» no se haya realizado sino

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cuando la relación que une los términos en presencia se pre-senta como rigurosamente recíproca: en efecto, ahí los inter-cambios de influencias son los más activos y las vibraciones del devenir vital alcanzan, por así decirlo, su más fuerte inten-sidad; de tal manera que el absoluto no nos es realmente acce-sible sino cuando la relatividad es, por sí misma, perfecta; só-lo la acentuación de un térmmo privilegiado a expensas del otro, haciendo de esa armoniosa interacción una relación su-perficial y, de alguna manera, caricatural, destruye el elegante equilibrio de las proporciones de la vida que es, para SiWimel, la más profunda realidad que podamos alcanzar.

Ésta me parece ser, al menos, la interpretación más plausi-ble de esta teoría de la Dutanzienuig [distanciamiento] tal co-mo se desprende de la Filosofía del dinero y de los ProbUmiu de filosofía de la hutioria. Vemos que, en un balanceo armonioso de acciones y de reacciones por parte del sujeto y del objeto, en un ida y vuelta ágil de influencias equivalentes, o sea, en un equilibrio provisoriamente estable de la vida, contenidos y formas, hasta entonces inadecuados, dejan de ir uno tras otro en esa persecución vertiginosa que es la vida, coinciden de re-pente y nos hacen entrever, como un relámpago, lo Absoluto. Pero Intuición de la vida va mucho más lejos aún. La Forma de la vida es, en apariencia, un absoluto si se la compara con lo relativo de los contenidos; pero el impulso creador y fecundo del espíritu la reprime, a su vez, en lo relativo, de tal manera que el único absoluto verdadero es esa Seíbsttranszendez en sí misma, que domina y absorbe la antítesis de lo absoluto y de lo relativo."^ Así como existe un concepto absoluto de un Bien y un JVlal que encierra en sí la antítesis de un Bien y un Mal correlativos, de un Bello y un Feo interdependientes, así tam-bién existe una vida absoluta que es la unidad irreductible de la Forma en tanto correlativa al flujo transdiscursivo de la vi-da y del flujo relativo de la vida en tanto inseparable de una forma indeterminada; toda forma es provisional, porque la

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marea creciente de los contenidos termina tarde o temprano por arrastrarla; y la corriente lírica de la vida no es jamás, tampoco, la forma definitiva de nuestra conciencia espiritual, porque siempre hay un dique levantado por la inteligencia que le corta finalmente la ruta. El único absoluto es la ScLbé-ttratwzendenz, que inmutablemente sintetiza y contracta para nosotros, en un acto simple intuitivamente vivido, esos dos momentos lógicamente contradictorios del drama de la vida. Por lo tanto ese absoluto, para ser entendido en su unidad, exige un modo de pensamiento radicalmente diferente del pensamiento discursivo por conceptos; la inteligencia, por sí sola, hace surgir aquí una antítesis porque, procediendo de una manera analítica y discontinua, aisla y solidifica los elementos que, en la realidad vivida, están dados como inse-parables y que ella intenta, sin embargo, yuxtaponer artificial-mente. Por eso, aproximándose por entero a Bergson, Simmel confiesa, al final de su ensayo sobre la «Trascendencia de la vida»,"* que su teoría no se presta fácilmente a un formulario meramente lógico porque requiere, en realidad, una estratifi-cación profunda de la conciencia, que es la fuente primera y vivificante de nuestra lógica de los sólidos.

Se entiende entonces hasta qué punto Simmel se alejó de su posición criticista inicial, de la cual, según Mamelet, nunca se habría apartado y que de hecho no había totalmente supe-rado en el momento en que el bergsonismo comenzó a propa-garse en Alemania. ¿Por qué, según Kant, es imposible «vivir un contenido como no sea bajo una forma»? Porque la forma es, en su filosofía, la necesidad, la universalidad, la inmutabi-lidad misma, porque la constitución de nuestra razón humana requiere que ella elabore, moldee, cualquier elemento dado, en el momento preciso en que lo dado es «conocido». Pero pa-ra una doctrina que extiende a la forma esta relatividad reser-vada por Kant a los contenidos, que hace depender de las ca-tegorías de lo dado empírico, así como lo dado depende de las

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categorías, hay dos movimientos inversos y contradictoriod que se dibujan, cuyo juego complejo forma la vida misma del espí-ritu: un movimiento por intermedio del cual el a priori discipli-na y racionaliza el caos de los contenidos, y el movimiento equivalente por el cual los contenidos niegan la forma en la que nuestra inteligencia los quiere encerrar. Ahora bien, la aprehensión inmediata y simultánea de estos dos movimien-tos incompatibles es algo irracional. La reflexión lógica postula, para ejercerse, esa suerte de duinietria de la razón crítica que proviene, en Kant, de la adopción de un plano de referencia absoluto; dos hechos que se excluyen mutuamente no podrían ser vividos a la vez si-no en un acto de intuición simple e inmediato; al pensamiento discursivo le es imposible concebirlos al mismo tiempo.

Esto es lo que da a las fórmulas de Simmel su apariencia paradójica. Der Mensch ist etwcu, das überwunden werden soll. «El hombre es algo que debe ser sobrepasado», dice citando una frase célebre del autor del «Zarathustra». «También esto, toma-do lógicamente, es una contradicción: quien se sobrepasa a símLinw, e^s el que sobrepasa pero, al mismo tiempo, lo que se sobrepasa. El yo es derrotado venciendo y vence derrotando."* [Wer sich selbst über-windet, ist zwar der Ueberwinder, aber doch auch der Ue-berwundene. Das Ich unterliegt doch selbst, indem es siegt; siegt, indem es unterliegt (...)].» El hombre se sobrepasa a sí mismo significa que el hombre desborda los límites que el ins-tante actual le impone. Es necesario, por tanto, que haya un vencedor que supere, pero él sólo está ahí para ser vencido. El hombre, en tanto ser moral, es, por lo tanto, el ser limitado que no tiene ningún límite. [Es muss etwas zu überwinden da sein, aber es ist auch nur da, um überwunden zu werden. So ist der Mensch auch als ethisher das Grenzwesen, das keine Grenze hat.]'' Das Grenzwesen, das keine Grenze hat! ¡Qué lejos estamos de Kant! Y cada página acentúa el divorcio: «La vida necesita forma y más que forma. La vida puede concebirse desde una contradicción que supone que sólo puede amoldar-

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se a formas y, sin embargo, sobrepasa y socava todo lo que ha formado...» [Indem es Leben ist, braucht es die Form, und indem es Leben ist, braucht es mehr als dir Form. Mit diesem Widerspruch ist das Leben behaftet, dass es nur in Formen unterkommen kann, und doch in Formen nicht unterkom-men kann...].»'^' La vida mmediatamente vivida es la unidad de una forma y de la superación de toda forma dada, la uni-dad del Sicht-Steigern y del In-Sich Bleiben, o más bien, si se quiere, ni unidad ni dualidad: desafía esas groseras aproxima-ciones cuantitativas; trasciende todas las categorías numéri-cas confeccionadas por una inteligencia raciocinante; por ella llegamos a ese resultado prodigioso de nuestro sentir a la vez mád aquí y mát) allá de los límites que nosotros mismos nos he-mos impuesto. Al final de su ensayo Simmel retoma sus con-clusiones anteriores de la Fibdofúi del dinero y de los Problemod de filodofía de la hidtoria, pero agudizándolas. Se desolidariza a la vez del realismo y del criticismo subjetivista; con más vigor que nunca, acentiia su oposición a la Weltandchauung subjeti-vista; se preocupa especialmente por subrayar que una ora-ción como «el mundo es mi representación» hace de la Selhdt-trandzendenz, algo mediato, inerte e ilusorio; que los límites del yo, a pesar de los subjetivismos, suponen un más allá, un no yo del cual el yo sería correlativo, y que la vida no sólo ya no es prisionera del círculo vicioso de la subjetividad absoluta sino que no se diluye en el no ser de una objetividad pura: en el en-sayo que sigue a «La trascendencia de la vida», ' Simmel in-sistirá de igual modo sobre el hecho de que la objetividad, en su teoría, permanece como realmente trascendente al sujeto y que no es en absoluto una simple vestimenta de aquél (eine blodde Verkleidung ded Subjektd).

En suma, la Vida es un absoluto superior a la dualidad conceptual del objeto y del sujeto. ¿No nos muestra acaso el bello libro sobre Goethe, in concreto, de qué manera MÍÍ genio realiza en su persona y en sus obras ese absoluto, verdadera-

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mente divino, gracias al cual alcanza la objetividad suprema a fuerza de interiorización y reencuentra la vida profunda del yo a fuerza de objetividad? Queda por mostrar de qué mane-ra ese equilibrio genial se establece más o menos en las diver-sas formas que reviste la vida, según que ésta se manifieste bajo un aspecto estético, religioso, moral o sexual. Nos in-cumbe precisamente determinar en qué medida el principio relativista expresa, sometido a la prueba de las aplicaciones concretas, esa fe ardiente en la vida, ese tiefes Zutrauen zum Le-ben, esa fiebre de vida, si puedo así decirlo, bajo la cual vibra el pensamiento simmeliano.

Aplicaciones

Sobre todo en el ámbito del arte y de la religión, la metafísica simmeliana de la vida implica consecuencias profundas; de hecho, los últimos ensayos de Simmel se abocaron más que nada a problemas de filosofía estética o rehgiosa, cuando no trataban del problema sexual o del de la muerte; de esas varia-das aplicaciones se desprende una concepción radicalmente nueva de la filosofía, de la cual trataremos, en último término, de caracterizar su inspiración y determinar sus aportaciones.

La Estética vitali)ta. En este ámbito, como en el ámbito moral o en el teórico, Simmel parte de la distinción relativista fundamental de la forma y del contenido. El «valor» estético es una forma a priori, como lo es también, por ejemplo, el valor económico, si bien aquél califica contenidos especiales, distin-tos a los contenidos intelectuales, éticos o religiosos. La teoría de la Diitanzierung, anteriormente esbozada en la Filosofui del dinero o en Problemas de filosofía de la. hidíona, encuentra aquí una nueva aplicación. Así como la filosofía constituye un me-dio entre el saber absoluto y la ignorancia absoluta, ® así como

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el amor es, según la expresión de Platón, intermediario entre la posesión y la no posesión,'* así también la obra de arte, combinación dinámica de una forma y de una materia, es in-termediaria entre la subjetividad pura y la pura objetividad. En la medida en que el valor estético ha sido proyectado muy lejos del yo, alcanza más comúnmente que los otros ese «pla-no óptimo» a nivel del cual la objetividad llega a su máxima autonomía compatible con la supervivencia de los elementos subjetivos, y la vida subjetiva logra su mínima intensidad compatible con la independencia de los elementos objetivos. Por ende, la auténtica obra de arte presenta dos caracteres opuestos en apariencia, pero que sólo se excluyen según nuestra lógica conceptual, generadora de contradicciones y de discontinuidades:

a) La obra de arte se caracteriza por su aULuniento y por su unidad objetiva hasta cierto punto cerrada; por su Selbétge-niigsamkeit [autosuficiencia] y su Fürdichsein [aislamiento]: dos palabras bastante difíciles de traducir a las que Simmel recurre a menudo. En presencia de una obra perfecta, según Schopenhauer, la voluntad se retrae, porque todas las exigen-cias de orden propiamente artísticas que podrían presentarse están preformadas y satisfechas de antemano en la obra mis-ma.'" Si el yo en tanto voluntad muere al contacto de la obra bella, es que la obra bella se presenta como un todo, a la vez concentrado sobre sí mismo y cerrado al mundo exterior, una síntesis y una antítesis al mismo tiempo. Simmel usa una pala-bra muy expresiva para definir ese carácter sintético, autóno-mo y de alguna manera centrípeto de la obra de arte: una obra maestra, dice, el cuadro en su marco y la escultura en su pe-destal, es un «islote» en el mundo de la realidad, es una «enti-dad insular» (inseLhaf) que espera que uno vaya hacia ella y que no se entremezcla, en tanto objeto útil —instrumento o mueble—, con nuestra vida cotidiana." Por eso, el marco es al

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cuadro lo que el cuerpo es al espíritu: aquello que concreta y simboliza al mismo tiempo la individualidad espiritual de la obra pictórica, lo que vuelve sensible a nuestros ojos su uni-dad irreductible y celosa. Los límites de un objeto natural no son más que un teatro de intercambios osmóticos incesantes; siguen siendo superficiales y no representan, en suma, sino el lugar de los puntos en los que un cuerpo termina y otro co-mienza. La forma de una obra de arte tiene, por el contrario, un sentido profundo por el hecho mismo de reforzar su aisla-miento, su Fiiróichéein.

b) Pero el «distanciamiento» de la obra de arte, en su auto-nomía objetiva, en relación con la conciencia, se acompaña de un acercamiento equivalente, proporcional y simultáneo: pro-ximidad y distancia son dos conceptos recíprocos y cada uno de ellos, a pesar de nuestro principio lógico de identidad, su-pone e implica al otro inmediatamente. En efecto, al postular la forma de la obra de arte como unidad objetiva absoluta e inmutable, Simmel habría renunciado al principio mismo de su relativismo. Ahora bien, ese principio exige que la objetivi-dad sea siempre relativa a un sujeto que la transforma por lo menos tanto como ella lo transforma a él, y que la relación se intensifique a medida que el objeto se distancia precisamente del yo, hasta que, con la distancia volviéndose a su vez excesi-va, el objeto se hunde progresivamente ante nosotros en la nada. Esta Sdb<ftgeniigéamkeit de la obra de arte es, segiin la expresión de Simmel, la distancia (AnLiufrückdchritt) por in-termedio de la cual la obra toma, por así decirlo, su impulso para penetrar más profundamente en nuestra conciencia. Obras cuya coherencia formal es débil son también obras ex-teriores a la vida íntima del sujeto; un romanticismo frenético o un impresionismo delicuescente' son formas de arte igual-mente superficiales porque no se dirigen sino, si puedo decir-lo así, a la periferia del yo; acentuando excesivamente el polo subjetivo transforman el vínculo que une el individuo a la obra

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en una relación puramente unilateral (eirueitig) y sacrifican, por lo mismo, tal como lo hace un clacisismo ridiculamente fiírmalista, el principio de la relatividad estética. Al contrario, una obra bella que, sin desvanecerse por efectos de un distan-ciamiento excesivo en las brumas del inaccesible numen, re-vela sin embargo una fuerte centralización, provoca en nues-tra conciencia mil tetuioneé secretas y se interioriza tanto más que constituye por sí misma un todo más objetivo. Lo que en última instancia el filósofo comprende con más profundidad en el goce estético es, como en la vida moral o intelectual, una Weckielwirkung, una acción recíproca: la unidad sintética y la independencia «insular» de la obra bella intensifican y enri-quecen la vida profunda del sujeto que admira, y esa vida es-piritual, que se ha vuelto más elástica y más expansiva, se proyecta a su vez en la obra misma, le presta su propia unidad y continuidad. Entonces, si la solidaridad entre las diversas partes de una obra (los rasgos de un rostro en un retrato, por ejemplo) es la condición de su «espiritualización» (VergeLiti-gung), la interioridad es en sí misma factor de unificación (Ve-reinbeitlkhimg):'"' La única realidad constituye, aquí como en otros ámbitos, más allá de los dos absolutos sustanciales de la objetividad y de la subjetividad, un tercer absoluto en todo punto original, intraducibie para el lógico que piensa alinean-do conceptos, pero intuitivamente vivido por el yo, en el marco de ciertos goces puramente estéticos o en ciertos casos de ad-miración intensa; ese absoluto consiste en la relación recípro-ca, elegante y armoniosa de la conciencia subjetiva con una obra de arte, un valor proyectado por el artista en un distancia-miento tal que las vibraciones del objeto, interfiriendo, por así decirlo, en aquéllas de la vida subjetiva, las compensan casi por completo, suprimiendo el sentimiento de desproporción dolo-roso que nace de una proyección insuficiente o excesiva.

Esa coincidencia que se materializa en el espectador y el auditor bajo la forma de «goce» estético, toma el nombre de

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«genialidad» cuando se vuelve, en el creador, coextensiva a una vida humana entera. El misterio de lo Bello se explica por la «distancia óptima» a la cual una obra se encuentra proyec-tada y por las vibraciones interferentes que se generan entre sujeto y objeto. Ahora bien, el milagro del genio consiste pre-cisamente en la realización perpetua de ese alejamiento ópti-mo, en el instinto excepcional por el cual un creador se sitúa de entrada en el centro de lo que he llamado el pLanp^de proyec-ción intermediario, y que para Simmel no dista de ser un plano ontològico. ¿Qué digo? El genio vive y respira verdadera-mente dentro de esa atmósfera metafísica en donde el equili-brio se establece como de sí mismo entre el yo y la obra. Lo que caracteriza, por ejemplo, la personalidad de Goethe es la coincidencia genial de una serie subjetiva y de una serie obje-tiva, ordinariamente separadas en los otros hombres.''' Goe-the desconfiaba por igual de los racionalistas, quienes de tanto exteriorizarse en sus obras terminan por perder todo contac-to con su yo profundo, y de los románticos, quienes de tanto perseguir impresiones fugitivas y consignar los movimientos más secretos del alma olvidan ante todo que la función del ar-te es expresar realidades objetivas. Goethe era, a la vez, un temperamento Uricoyxxn temperamento dranuiticof" y si la ins-piración de su juventud fue sobre todo subjetiva mientras que su vejez se expresó por entero en el culto de la forma, el dese-quilibrio, la disimetría, nunca fueron absolutos. Goethe, en su madurez, repudia sin duda el puro formalismo de los neoclá-sicos, y el realismo óptico parece inspirarle una profunda aver-sión. Pero este Zurücktreten aiu der Erécheinung [retroceder a la apariencia] no significa que se haya abandonado jamás a un subjetivismo contingente y disolvente; el sujeto hacia el cual se desvía es, desde ya, y en cierta manera, un sujeto objetivo y general, un Selbstein: es un yo genial supraindividual que, al igual que la mónada de Leibniz, refleja el cosmos entero. Ahora bien, la conciencia de un artista genial no admite forma

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qLie no dea inmanente a la materia de da propia éubjetividad-. encuen-tra, por tanto, lo general y lo objetivo en sí misma, en la inme-diatez de su vida profunda.''' En esa universalidad, en esa hu-manidad de la vida individual, reside el secreto del genio y la eterna grandeza de Goethe. De igual modo, si se puede decir de un drama de Shakespeare que es «genial», es porque, con excepción de Hamlet, sobrepasa según Simmel la dualidad conceptual de lo subjetivo y de lo objetivo. Romeo, el rey Lear u Otelo no son personajes «objetivos», si se entiende por ello que son exteriores y trascendentes al sujeto; son objetivos in-mediatamente gracias a la vida intensa y a la supraindividuali-dad que el genio, en su desbordante vitalidad, les prodiga. Esto no quiere decir que sean subjetivos: la personalidad de Sha-kespeare, en lo que tiene de contingente y estrechamente in-dividual, desaparece completamente en su obra. Lo que hace genial Fausto o Macbeth es, por tanto, ese absoluto que es la vi-da y que, uniendo el yo a una objetividad, en sí glacial, en un ida y vuelta de influencias recíprocas, contrae forma y mate-ria en ese algo intuitivamente vivido e inexpresablemente simple que llamamos lo Bello.

Georg Simmel aplicó los principios de su estética vitalista a una serie de monografías y de ensayos en los cuales, bajo pretexto de personalidades artísticas, de problemas estéticos peculiares expone su concepción personal de la vida y abre continuamente ante su lector, perturbado por semejante inge-nio, semblanzas maravillosas de penetración y de perspecti-vas infinitas que a menudo dejan pensativo. La elección de sus «sujetos»: Arnold Boecklin, Rodin, Meunier o Rembrandt es, en sí misma, significativa. Admira en los retratos de Rem-brandt la desaparición casi completa del formalismo oriental y la intensidad de la vida espiritual (Seelenhaftigkeit), que es la que asegura la unidad orgánica y móvil de los rostros. ' Los misteriosos paisajes de Boecklin también le parecen realizar esa síntesis viviente del yo y de la naturaleza con la que Gu-

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yau ya soñaba cuando escribía: «Los verdaderos paisajes están tanto dentro como fuera de nosotros: participamos, los dibujamos por así decirlo una segunda vez; repensamos más claramente el pensa-miento vago de la naturaleza [...]»." Esta síntesis armoniosa, Simmel la reconoce también en el lirismo de su compatriota y contemporáneo, el poeta Stefan George. En Stefan George, la unidad formal está dada no por un esquematismo exterior, sino por la música secreta de las estrofas y las palabras, por la «acústica interna» y las sonoridades que generan ciertos en-cuentros de las sílabas; y toda esa música despierta en el alma del lector un eco misterioso, una multitud de resonancias sub-jetivas que, reaccionando a la obra, contribuyen a su vez a es-piritualizarla y refuerzan su objetivad, su unidad viviente. El verdadero lirismo trasciende entonces la antitesi) analítica de la forma y del contenido estimulando en nosotros un impulso de vida espiritual que armoniza las acciones de la obra con las reacciones del sujeto, y realiza, con el «elemento dramático», ese.equilibrio de influencia cuyo goce este'tieo es la expréswn subjetiva y la Belleza artística su traduc-ción exterior.

Hay un músico al cual Simmel no recurre a menudo, ya sea porque no lo conoció bien, o porque su competencia en materia de arte musical fuera limitada, pero que hubiera justi-ficado admirablemente los principios de su estética vitalista. Robert Schumann fue, en efecto, la realización viviente del ideal simmeliano; en su obra, más que en la de ningún otro, el yo se trasciende a sí mismo en el instante en que se fija bajo nna.gepreegte Form, [forma de carácter], y la oleada lírica de los contenidos afectivos, de los sentimientos y de las pasiones, rompe victoriosamente las barreras que la inteligencia le opone al mismo tiempo que una forma objetiva lo contiene en límites determinados. Aquí dejo de lado las sinfonías, sobre todo las últimas, que manifiestan un retorno muy claro al formalismo clásico, para ocuparme solamente de las obras del período ro-mántico, aquellas en las que reina la Sehruucht de Novalis, la

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FormLodigkeit [informalidad] de Jean-Paul, de Frederic Schle-gel " y de Hoffmann. Es un hecho ya bastante característico que Schumann, en su juventud, haya tenido una predilección especial por el género «Fantasía»: esto no quiere decir que la Gran fantiuía en do, las Fantcuiiedtücke o los Edtudioé dinfónicoé se distingan por el arbitrario absoluto de la inspiración creadora; el lirismo más «demoníaco» se somete siempre a la disciplina de un esquema convencional, al «estilo del género», si puedo expresarme así.'" Pero la forma no subsiste en su rigidez abso-luta; bajo la presión de los contenidos estalla sin cesar para re-constituirse luego en un marco distinto y ampliado. Basta comparar un «Tema y variaciones» clásico, en Haydn, por ejemplo, con los EdtudwJ dinfónicod en do sostenido menor, con las DavSdbündler-Tanze y sobre todo con esa admirable Toccata en do para darse cuenta de la diferencia entre un desarrollo musical, hasta cierto punto silogista, en el que la forma orde-na y regula todas las deducciones que el artista extrae por in-termedio de una matemática ingeniosa del tema inicial, y un desarrollo en el que la forma evoluciona, ondea, desaparece para reaparecer después de sinuosas metamorfosis, y juega caprichosamente con los contenidos que la dilatan y que ella comprime sin tregua entre sus límites flexibles y elásticos. Sólo hay un absoluto en la música de Schumann: la vida sintética y profunda, subyacente a la vez a los contenidos que electriza y a las formas flexibles en las que se encarna provisionalmen-te; vida ardiente en la cual sujeto y objeto, hgados entre sí por mil correspondencias secretas, mil afinidades misteriosas, se contraen, por así decirlo, en un acto único y simple cuya inex-presable tonalidad otorga al lirismo schumanniano su exqui-sito encanto y su intuitiva frescura. Esto es lo que explica la maravillosa continuidad inmanente a la inspiración fluida de Schumann; esa continuidad aparece, si puedo así decirlo, con una «densidad» absolutamente espiritual en el largo final de la Gran fantasía, en la octava novelette (en fa sostenido menor).

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en el último de los Estudios sinfónicos postumos, en el segundo movimiento de la Humoreske (en sol menor) y, aquí y allá, en

KreLiUriana. Por tanto, la objetividad fundamental y la uni-dad formal de la poesía de Schumann se desarrollan de mane-ra plena e inmediata en una interioridad profundamente emo-tiva, en esa Innigkeit [intimidad] que el mismo compositor le reclamaba al intérprete según las indicaciones de ejecución que esparció en toda su música.

Georg Simmel dedujo también de los principios de su esté-tica una filosofía de lo cómico que, por su ingenio y su profun-didad, recuerda la teoría bien conocida de Bergson. Esta filo-sofía se encuentra estrechamente vinculada a la metafísica de la vida tal como la hemos expuesto. La vida, bajo su forma ideal, se presenta como un equilibrio armonioso de acciones objetivas y de reacciones subjetivas que se compensan; en materia de arte, como hemos visto, esta proporción elegante de la forma y del contenido es el resultado de la distancia me-diana en la que se encuentra el objeto en relación con el yo. Pero tanto en el ámbito estético como en el del conocimiento y de la realidad, ese equilibrio no es más que un ideal. En rea-lidad, siempre hay una desproporción entre el contenido y la forma, ya sea porque nuestra inteligencia y nuestra concien-cia moral se encierran en límites estrictos, ya sea porque ten-demos, al contrario, a trascender esos marcos estrechos y a acentuar preferentemente el flujo de los contenidos psicológi-cos: dicho de otro modo, ya sea que nos trascendamos a noso-tros mismos en la dirección del Mehr-Leben, ya sea que nos proyectemos hacia fuera en la dirección de Mehr-Ais-Leben. Ahí, en el restablecimiento perpetuo de este equilibro perpe-tuamente comprometido, se fundamenta la vida del espíritu. El hombre es der geborene Grenzüberscfjreiter, el ser que sobre-pasa los límites, y, transponiéndolo en el plano de los valores estéticos, el hombre es un ser que exagera (ein übertreibendes Wesen)Cuando un artista destruye voluntariamente en un

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objeto ese balanceo orgánico de las partes que hace la unidad y la individualidad, cuando las transforma en Grenzüberschrei-ter a su semejanza, se dice que hace una carkatura; entonces, el principio de lo cómico, tanto para Simmel como para Berg-son, es, en el fondo, la destrucción del equilibrio movedizo y dinámico de la vida. La caricatura, la mueca, son precisamen-te la solidificación de una desproporción unilateral; éstas fijan e inmovilizan de alguna manera una relación monstruosa en-tre la parte y el todo de la individualidad. ' En pocas palabras, nuestra conciencia, como si siguiera la ley de la inercia, tiende siempre a exagerar y a distanciar aún más los límites que al-guna vez desbordó; pero para que haya caricatura, el artista tiene que hipertrofiar en la personalidad una falta de armonía particular. Si EL avaro sigue siendo una muy bella comedia (a pesar de lo que se ha dicho, ¡como si Molière hubiese querido que esa obra fuera trágica!) mientras que Ricardo III no lo es; si los personajes de Aristófanes, de Cervantes, de Daumier o de Goya son también caricaturas, mientras que en las pintu-ras de los jarrones griegos los dioses y los héroes, siempre más altos que los mortales, no lo son, es porque lo cómico siempre tiene por fuente algún contraste. «Apenas el balanceo funcio-nal o estático desaparece, apenas ese ir más allá de los límites se solidifica en un punto, aislándose en tanto exceso, la cari-catura real está dada.» O sea, la esencia de lo «risible» se halla en una «proporción psicológica entre la desproporción cari-catural del original y la desproporción de la caricatura».^'

Esa es la actitud de Simmel en presencia de un problema estético. No deja, como lo vemos, de presentar algunas analo-gías con la estética bergsoniana o incluso con la estética de Guyau. ^ Lo que en efecto caracteriza a Bergson, a Guyau y a Simmel, es un común esfuerzo por sobrepasar la dualidad dogmática del «realismo» y del «idealismo», por sustraerse a un dilema en el cual, durante siglos, un intelectualismo estre-cho había encerrado a los filósofos. Siguiendo la fórmula de

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Bergson,^' «el realismo está en la obra cuando el idealismo es-tá en el alma»; y «sólo a fuerza de idealidad se puede llegar a estar en contacto con la rèalidad». Pero mientras que Berg-son, para alcanzar lo absoluto de la vida inmediata, se confía a una intuición que eliminaría radicalmente las formas inte-lectuales, Simmel trata, por el contrario, con su teoría de la Dutanzurung, de realizar su intuición de la vida sintetizando forma y contenidos, sin depurar los contenidos de toda deter-minación objetiva. De acuerdo con el ideal de objetividad de Goethe, afirma la forma al mismo tiempo qUe la superación de toda forma actual. No podría, entonces, al igual que Berg-son, admitir un formalismo abstracto que, vaciando las for-mas artísticas de todo contenido subjetivo, erigiera esquemas esqueléticos a la dignidad ideal suprema. Por eso ataca sin cesar a los teóricos àA Arte por el Arte y X^ts reprocha «geome-trizar» de alguna manera la Estética aislándola de la psicolo-gía concreta. Así como en la Introducción a la ciencia moral y en los Vorlesungen iiber Kant [Lecciones sobre Kant], Simmel ha vuelto a situar la conciencia intelectual y la conciencia moral en un medio sociohistórico, religioso y afectivo a los cuales nuestros a priori) son relativos, así el objetivo del arte debe ser, según él, traducir el «ritmo de la persona total» («die Rhythmik der ganzen Persoenlichkeit»)'"' reintegrando la Es-tética en la vida integral, enriquecida por contenidos subjeti-vos. Y así como la moral simmeliana se oponía al rigoriémo kantiano que transforma el a priori de la práctica en normas glaciales y sólidas, así la estética simmeliana se opone a ese n-gorumo artütico que es la doctrina del Arte por el Arte. El rigo-rismo del «Arte por el Arte» abstrae, equivocadamente, de la obra plástica todo lo que no es principio ornamental, esque-ma geométrico o belleza formal. Esta tendencia formalista que Simmel condena tan enérgicamente en pintura y en poe-sía, correspondería bastante bien, en el ámbito de la música, a la manera de un Richard Strauss: manera deslumbrante por

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la riqueza de la instrumentación y la variedad prodigiosa de la cobertura orquestal, desconcertante por las ocurrencias téc-nicas, por la espiritual y aérea virtuosidad de los desarrollos, pero fundamentalmente indigente, a pesar de tanta gracia y delicada frialdad, si se la encara bajo el aspecto de los conte-nidos afectivos y sentimentales y, sobre todo, si se la compara con la Schnáucht profunda y ansiosa de Schumann o con la ex-quisita delicadeza de Hugo Wolf.

Sin duda los teóricos racionalistas del Arte por el Arte tie-nen el mérito de poner en relieve la necesidad resistente del principio formal, así como el mismo Kant tiene el doble méri-to de rescatar las normas éticas de mezclas impuras en las que el naturalismo moral las había aprisionado, y de establecer la universalidad y la idealidad del a priori teórico. Pero ellos han olvidado que el Arte es más que el Arte, así como el pensador de Kcenigsberg había olvidado que la Moral ed más aún que UL Moralf El ejemplo de Goethe -que fue el menos «especialis-ta» de todos los grandes hombres— nos lo prueba: un gran ar-tista es grande sólo en la medida en que es más que un artista, en la medida en que su técnica es vivificada por el «microcosmos» de una personalidad compleja. "* La realidad viviente atraviesa y desborda todos esos conceptos estrechos y exclusivos que llamamos moralidad, inteligencia, religiosidad, arte. Por ella, y sólo por ella, la intuición estética realiza ese milagro de transportarnos a la vez al interior y al más allá de toda forma, y hacernos sentir como acto simple lo que la inteligencia de-nuncia como contradicción. Ella es, por fin, la meta suprema del Arte. El mandato del Arte no es ni copiar servilmente los objetos ni disolverse en la noción de las impresiones más fugi-tivas de la conciencia; su ideal no es la literalidad fotográfica ni tampoco la realidad meramente «óptica» de las cosas o la psicología de los movimientos insconcientes del alma, sino la vida espiritual que exhala inmediatamente de las formas obje-tivas unificadas. A las fórmulas igualmente defectuosas: el ar-

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te por el arte, la vida por la vida, ella les opone un lema, que es al mismo tiempo un doble programa: la Vida por el Arte y el Arte por la Vida.

2.° La vida reLigiosa, como la vida estética, la vida moral o la vida intelectual, tiene por forma cierto a prion puramente subjetivo, ese a priori abstracto de los contenidos que puede ca-lificar y que se expresa inmediatamente en una forma de Sehn-éucht que es la necesidad religiosa, o «religiosidad». La religio-sidad o, como también dice Simmel, la «Glasubigkeit», la «tendencia a creer», anteriores a las religiones positivas y a las creencias particulares, no son solamente cualidades inmanen-tes a nuestra vida espiritual; la religiosidad es cierta actitud de toda la conciencia, cierta manera de vivir su vida y de colorear el conjunto de una personalidad." Un hombre religioso no siente las cosas, no actúa, no organiza su existencia de la mis-ma manera que un hombre no religioso; la Stümnung, el ritmo de su yo, es algo único. Su conciencia funciona por así decirlo religiosamente, así como nuestro cuerpo funciona orgánica-mente o, como un gran artista, Goethe, por ejemplo, vive, siente, actúa y respira en la atmósfera sui gèneris creada por las categorías estéticas.'" En pocas palabras, la Glauhigkeit es en cierto modo una tonalidad (KLingfarbe, «urspriüigíiche Ton-biQung) que especifica la vida entera, así como la moralidad, la intelectualidad o el genio artístico. La religiosidad es, enton-ces, originalmente distinta a los dogmas sólidos en los cuales se ha cristalizado en el curso de la historia, a las creencias po-sitivas en las que la vida se ha coagulado, perdiendo su inge-nuidad y su frescura intuitivas.

Va-Mitteldtellung relativista se afirma en el ámbito religioso tanto como en el ámbito estético, moral o intelectual. La idea de una objetividad religiosa absoluta, de una realidad tras-cendente a nuestra vida individual, no ofrece, digan lo que di-gan los dogmáticos confesionales, ningún sentido psicológico y humano, pero no por eso la religiosidad es simple ilusión

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subjetiva, puro fantasma, como afirman los ateos superficia-les, tan dogmáticos como sus adversarios teólogos. Éstos hi-postasian de alguna manera las excrecencias objetivas de la vida religiosa y las erigen en un absoluto sustancial cuya reli-giosidad misma sería un simple reflejo sustantivo; ellos hacen que se evapore la GLaubigkeit en el espejismo inconsistente y mentiroso de una subjetividad sin esperanza. En realidad, la vida religiosa, en tanto vida irreductible y concreta, es un ter-cer absoluto intermediario entre dos absolutos impensables por Igual. El «ritmo religioso» de la persona es por tanto, como tal, un valor metafisico superior al dualismo del sujeto y del objeto. Así como el artista provisto de genio posee un yo que, siendo objetivo y general ya en su forma, se exterioriza inme-diatamente en obras humanas, así también el «creyente pro-visto de genio», Lutero, por ejemplo, está dotado de una vita-lidad religiosa tan desbordante que sobrepasa los límites de su propia personalidad y se proyecta al infinito en una «su-pervivencia» universal pero sin salir de sí mismo. Por eso, así como un verdadero artista no dispersa su genio en una objeti-vidad sólida y tampoco lo volatiliza en un impresionismo di-solvente, así también el verdadero creyente encuentra a Dios a Li vez dentro cíe él y fuera de él por un acto simple intensamente vivido que es el «acto de fe»: los valores religiosos son de al-guna manera inmanentes a toda su vida espiritual. El verda-dero no religioso es precisamente aquel que, revindicando el monopolio de la fe, no práctica la religión sólo porque no la posee. «Aquel que no encuentra a Dios en sí mismo se ve obligado a situarlo ante sí»,''" tiene necesidad de sentirse dominado por realidades trascendentes: una Iglesia, un Dogma sólido, un Dios objetivo. Así como el deber es inmanente a la personali-dad de un ser profundamente moral, así también el ser pro-fundamente creyente lleva, de algún modo, en carne propia y en su sangre, los valores religiosos que un mero devoto busca más allá de su conciencia íntima.

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Por su actitud original frente al problema religioso, Georg Simmel se sitúa entre los dogmatismos confesionales y un subjetivismo absoluto que no explicaría el valor ideal de la vi-da religiosa. Sin duda, el punto de partida del análisis relati-vista, aquí y en otras partes, es la crítica a Kant. Ni las cosas en sí se introducen inmediatamerite en el canal de nuestros sentidos, ni Dios en persona en nuestros corazones: la religio-sidad es, como la espacialidad, un a priori, ein innered Verhalten derSeele. Pero al deducir el contenido de la fe de una exigencia puramente moral, introduciendo muy miserablemente la reli-gión en la razón práctica a título de «postulado», el moralismo kantiano desconoce la dignidad propia de la vida religiosa. De igual modo Hegel,''' siguiendo a Kant, hizo equivocada-mente de la religión una simple prolongación de la Ética, ex-trayendo de la razón moral, en tanto pensamiento actuante y libre, la materia del concepto de Dios. La religión es cierta-mente una antropología, como sostenía Ludwig Feuerbach, no porque toda trascendencia divina es un fantasma subjetivo ilusorio, sino porque lo divino mismo es inmanente al hom-bre, inmanente a la Sehnjucht profunda e irresistible en virtud de la cual creeniod, incluso cuando la crítica científica nos ha retirado toda razón de creer. Como vemos, la actitud de Sim-mel no deja de tener cierta analogía con la actitud que un dis-cípulo de Bergson, el señor Le Roy, adoptó en Francia en re-lación con la Iglesia católica. Así como Le Roy se esfuerza ante todo por intei^iorizar la arquitectura masiva del dogma to-mista y otorga, en particular, una interpretación del milagro puramente subjetivista y psicológica, así también el esfuerzo de Simmel — y esto es lo que comporta su mérito y su gran va-lor- busca depurar el orden religioso de todas las excrecencias parasitarias que lo matan, de todas las «sumas», de todas las construcciones teológicas que alteran la inmediata interiori-dad. JWás fiel incluso que Le Roy al intuicionismo vitalista, Georg Simmel no se vincula con ninguna ortodoxia rígida:

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para él sólo hay un absoluto metafisico y universal: es la vida intensa y profunda que, coloreada por el a priori irreductible que llamamos «religiosidad», sintetiza objeto y sujeto en un impulso de fe «genial». Una vez más vemos claramente, si acaso fuera necesario, de qué manera Simmel ha sobrepasado el punto de vista estéril de su relativismo primitivo y de qué manera, más allá del punto de vista pragmatista en el que pa-recen haberse quedado anclados nuestros actuales «libera-les», ha restaurado la vida religiosa en toda su idealidad resis-tente y su incomparable dignidad.

3.° La vida humana, calificada en su forma por a prbrút ló-gicos, morales, estéticos y religiosos, se ve también limitada en el tiempo por la barrera de la muerte. La vida, en sus rela-ciones con la muerte, se presenta como determinada por esa MitieUteLLuncj de la cual la razón teórica y la razón práctica, el arte y la religión, nos han revelado la «constelación» fatal de la persona humana. Si la muerte, en tanto verdadero a priori, pref orma la vida y colorea todos los instantes de su devenir, es que estamos absolutamente seguros de su «OTi»y absoluta-mente inseguros de su «oxav». Así como el conocimiento re-sultaría igualmente inhumano si el universo fuera absoluta-mente racional o irremediablemente ininteligible, la moralidad igualmente inhumana si la conciencia empírica fuera radical-mente adecuada o inadecuada a las normas éticas, la religión Igualmente inhumana si fuera pura ilusión o pura ontologia objetivistay trascendente, así también la vida seria inconcebi-ble, incluso monstruosa, si supiéramos exactamente la fecha de nuestra muerte o si, al contrario, nos supiéramos inmorta-les. Precisamente nuestra existencia es soportable porque éa-henwd el hecho de la muerte e ignoramos Ju fecha-, ese medio-saber, solidario de esa media-ignorancia es el que, al obligar al hom-bre a emprender más de lo que puede, constituye la condición misma de la actividad.''' La muerte «especifica» y preforma la vida tan profundamente que la determina no sólo por lo que

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en ella hay de seguro y de conocido, sino, negativamente, por lo que en ella hay de oscuro y de inseguro.

La muerte, por tanto, no es un límite exterior y, de algún modo, espacial que determinaría la vida exclusivamente des-de fuera: es por dentro y a priori qiìe^la muerte está ligada a la vida, y aunque siendo su antítesis material, se desprende de ella natural y casi orgánicamente. La vida envuelve por tanto su propia negación; ¿qué digo? la contradicción lógica de la vida es inmanente a la vida misma; se combina con ella en una síntesis absolutamente irreductible al análisis discursivo. Así como en el místico ferviente o en el artista genial toda la per-sonalidad requiere de los a priori) estéticos y religiosos cierto ritmo indefinible y espontáneo, así también en los hombres, cuya actitud en presencia de la existencia es verdaderamente digna y seria, la vida requiere del a priori latente de la muerte un no sé qué, como una sutil coloración que le faltaría, si la muerte fuera siempre una nex, es decir, un accidente superfi-cial que interrumpiera por así decirlo desde fuera la trama continua de la vida. Por ejemplo, cuando un personaje de Shakespeare muere, aunque sea, como en Hamlet, de muerte violenta, tenemos la impresión de que su fin no es fruto de al-gún azar exterior, no se debe a alguna contingencia espacial, sino que estaba preformado en su destino mismo en virtud de una necesidad interior y profunda: de tal manera que «la ma-duración de su destino, como expresión de su vida entera, en-volvía ya en sí la maduración de su muerte»." ' ¿Qué es, de he-cho, en general, el «destino» sino una de esas categorías dinámicas, uno de esos flexibles a priori) que califican la vida profunda? Hay acontecimientos puramente exteriores y de algún modo periféricos que, en vez de concurrir tangencial-mente con la vida interior, no alcanzan nunca el «umbral» de nuestro destino central: ésa sería la muerte trascendente como la conciben los pueblos primitivos o las personas supersticio-sas. A ningún precio nos resignamos a reconocer en la muerte

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el resultado natural de una necesidad que madura la vida en-tera; y sin embargo, ¡qué hay de menos catastrófico, de más realmente vital que la muerte!

En la medida en que el límite de la muerte es en apariencia un Außerhalb [afuera] y verdaderamente, en lo más profundo, un Innerhall' [adentro] de la vida, Simmel repudia la concep-ción realista y antropomòrfica de la inmortalidad, según la cual el alma continuaría viviendo, después de la muerte fisiológica, una vida eterna. Durante largo tiempo, las religiones dogmá-ticas han enseñado que el alma «posee» la inmortalidad como un WeiterexLitieren, es decir, como una puray simple prolonga-ción indefinida de la vida que llevaba cuando estaba unida al cuerpo. Pero de ningún modo está probado que la vida, la vida humana tal como la conocemos, sea el único tipo de existencia posible del alma. El alma, sin el cuerpo, no puede «vivir», en el sentido exacto que le atribuimos a esa palabra; pero puede ser que «exista» de otra manera: sería la existencia de la forma pura, liberada de contenidos particulares, contingentes y pe-recederos que, al diferenciarla, haría con la muerte un yo «vi-viente» y humano. Ese ideal de las formas sin contenidos ha-cia el cual nuestra vida mortal y limitada tiende por así decirlo asintomáticamente es el estado de beatitud, el absoluto con-templativo y estático alabado por todos los misticistas. Sin embargo, para Simmel éste es mucho más adecuado que el prejuicio tradicional de una «vida eterna» a la concepción «in-manentista» de la muerte que se desprende de la metafísica de la vida.

Las ideas esenciales en las que se inspira esa penetrante escatologia habían sido expresadas, mucho antes de Intuición de la vida, por el conde Keyserling en un estudio singularmen-te elocuente sobre \a. Inmortalidad (1907).°" El conde Keyser-ling, que más que Simmel respiró la atmósfera embriagadora del romanticismo alemán y del bergsonismo (aunque no haya conocido La evolución creadora en la época de Unsterblichkeit), se

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acordó de las bellas palabras de Maeterlinck: «La mayoría de bé éered tienen el sentimiento confuso de que un azar muy precario, una suerte de membrana transparente separa la muerte del amor, y que la idea profunda de la naturaleza requiere que tino muera en el momento mismo en que transmite la vida». La vida, escribe Keyserling, no subsiste sino en la medida en que transcurre, en la medida en que se mueve, en la medida en que desaparece-, la vida se agota en una muerte progresiva e ininterrumpida, su llama ya no alumbra ni calienta sino consumiéndose. La vida más intensa y más rica se condensa en el instante de la muerte. Así como el acorde musical sólo alcanza su desarrollo pleno con el calde-rón, es decir, en el instante en que sus vibraciones se propa-gan, se debilitan y poco a poco expiran, así la vida sólo se desa-rrolla plenamente cuando se apaga con ese calderón que es la muerte y cuyas sonoridades amortiguadas, dominando la vida entera desde el instante del nacimiento, no alcanzan ya la gran intensidad sino en el momento en que estamos dejando de ser. Media, in vita nos in morte sumus: IJU vida es la muerte.

Lo que nos parece sobre todo interesante en esta escatolo-gia simmeliana es que se presenta como un vigoroso esfuerzo por mteriorizar el problema de la muerte y que corresponde, por eso mismo, a ciertas tendencias muy características de la pa-tología y de la biología modernas. Hace mucho, a la enferme-dad se le asignaban causas meramente exteriores, superficia-les y contingentes; y, desde ese punto de vista, los progresos de la microbiología, a fines del siglo XIX, contribuyeron fuerte-mente a interiorizar la explicación causal de las enfermedades atribuyéndolas ya no a fuerzas antropomórficas, ni siquiera a formas abstractas y trascendentes, sino a microorganismos, cuya acción en el seno de la vida fisiológica permanece invisi-ble y profunda. Sin embargo, tal como se advirtió, con razón, el factor «infección» es un factor exogénico. Cada vez más, par-ticularmente en lo que se refiere a la patogenia del cáncer, los verdaderos científicos tienden a abandonar la investigación.

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sin embargo fecunda, pero en algunos casos superficial, del factor parasitario, y asignan al cáncer un origen endógeno o, como diría Simmel, embiótico. Me parece que no hay que olvi-dar jamás esta cuestión del origen interior y profundo del cáncer cuando se lee la Metafisica de la muerte-, quizás Simmel pensaba en ese carácter profundamente, íntimamente citolo-gico de los tumores cancerígenos cuando escribía que la muerte es inmanente a la viday que el organismo trae al nacer en sus tejidos, en sus células, en sus disposiciones idiosincrá-sicas las más secretas virtualidades de muerte que se desarro-llarán ulteriormente cuando el organismo haya alcanzado su madurez. Es cierto, entonces, y la biología moderna justifica en cierta medida esa paradoja, que la vida envuelve su propia negación; que es la síntesis irreductible de dos movimientos contradictorios; que en el instante mismo en que, indefinida-mente elástica, se afirma como superior a todo límite y se dilata sin tregua, permanece determinada por un a priori isXA que la especifica por entero; que la relación armónica de la viday de la muerte es el único absoluto verdadero que una «metafísica vitalista» puede alcanzar; y que, por fin, según las palabras del poeta: Media in vita nos in morte sumiui.

Ésos son los tres ámbitos principales que sirvieron de terreno de experiencias a la filosofía pòstuma de Simmel. No podría-mos desarrollar con detalle todos los casos particulares de los que tomó pretexto para ejercer su increíble ingenio y la des-concertante sutileza de su espíritu. Incluso las relaciones se-xuales del hombre y de la mujer, asimiladas a las relaciones intelectuales, morales, estéticas o religiosas del sujeto y del objeto, del contenido y la forma, del límite y la autotrascen-dencia, de la vida y la muerte, fueron para él una ocasión de poner a prueba la flexibilidad del principio relativista y ex-traer de esa reciprocidad de influencias «un absoluto transe-xual» análogo al absoluto «genial» de la vida estética o al ab-

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soluto «mistico» de la vida religiosa."'' De esas aplicaciones tan diversas se desprende una cììncepción radicalmente nue-va de la filosofía y de la historia de la fiilosofia que no deja de recordar la concepción intuicionista expuesta por Bergson en 1911, en la. Intuición fibsófica," o por Guyau en el prólogo a su Marat de Epicuro.^'' Así como no es mandato del artista y del re-tratista hacer una copia por así decirlo fotográfica y servil-mente «óptica» de las cosas, el filósofo y el historiador de los sistemas no tienen por tarea reproducir literalmente la objeti-vidad bruta; pero el objeto de la filosofía tampoco es la pura subjetividad, por oposición a la «objetividad» de las ciencias exactas. La característica común del gran filósofo, del artista genial y del creyente místico —Platón, Goethe y Lutero— es la realización del tipo, es decir de algo intermediario entre una individualidad absolutamente contingente y una generalidad inhumana y glacial. ¿El humanismo socrático no asignaba en cierta medida a la filosofía un objeto análogo cuando renuncia-ba a alcanzar la cpnaig de los antiguos naturalistas, al mismo tiempo que se oponía al relativismo contingente de Protágoras, cuando buscaba rescatar lo que hay, en la individualidad, de universal, de objetivo y de «típico»? Simmel, por su parte, usó ampliamente ese método, en los trabajos en que hace obra de «historiador». Cuando estudia a Kant, a Goethe, a Schopen-hauer, a Nietzsche o a Rembrandt, se preocupa mucho menos de ser «fiel», exa,ctoy verdadero que de mostrarnos cómo su pen-samiento personal y viviente reacciona al contacto de un pensamiento extranjero, y qué tipo de interés gerxerú y objetivo puede ofrecer esa reacción individual; cada monografía en con-creto es, en suma, pretexto y una suerte de ocasión que usa pa-ra hacer perceptible la génesis de su propia Weltaiuchauung en presencia de la Weltanécldauung que es la que, se supone, debe exponer. Esa diferencia respecto a la verdad objetiva (a pesar de que Simmel aborrecía el impresionismo puro en la misma medida) es la que da a los ensayos históricos de Simmel su ca-

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rácter sin duda muy penetrante, pero siempre un poco abs-tracto y a priori. Simmel no hizo sino llevar al extremo las con-secuencias de un método cuyos principios Dilthey ya había aplicado en Alemania de manera ejemplar.

Sin embargo, si alguna vez hubo doctrina que fuera de verdad «un temperamento visto a través de una imagen del mundo», según el ideal que Simmel asignaba a la filosofía, és-ta fue la suya. ¿Quién mejor que él ha realizado en su obra es-te programa tan bergsoniano del cual los Problemas fundamen-tales de filosofía'''' nos dibujan las líneas generales? Pero para alcanzar ese resultado, Georg Simmel tiene que haber sobre-pasado en cierta medida la dualidad esterilizante que es la ba-se de su relativismo; a fuerza de simpatía y de intuición, la «cultura filosófica» tiene que haber encontrado, más allá del sujeto y del objeto, de la forma y el contenido, un absoluto más profundo. En esa objetividad que la cultura individuali-za, en esa individualidad que objetiva, ya hemos reconocido la Vida: la vida móvil y armoniosa que, cuando se desprende de un equilibrio perfecto de acciones y de reacciones, cuando se establece en una Mittelstellung estable, corresponde a una verdadera realidad metafísica. Y esa realidad es la que con-forma el objeto incontestado, imprescriptible de la filosofía.

¿Qué valen ahora la Lebensanschauung y la Weltanschauung de Simmel?" ¿Cuáles son las críticas a las que se exponen y cómo se pueden refutar? ¿Constituyen, por último, una solu-ción menos satisfactoria o más aceptable que la solución berg-soniana? Esas son las distintas preguntas a las cuales debe-mos, para terminar, aportar una respuesta.

Jankélévitch juega aquí con ambos términos. Lehensanscliauimg es la últi-ma obra de Simmel, que se tradujo en castellano como Intuición de la vu)a, aunque también pudo ser traducida como «Visión de la vida», mientras que Weítanjchaming es el concepto simmeliano de «cosmovisión» o «vi-sión del mundo». [N. del E.]

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La tragedia de la cultura

Hay una reflexión que Georg Simmel formula respecto a Henri Bergson que siempre me ha llamado fuertemente la atención: «Da la impresión», escribe, «.que Bergson nunca percibió lo que hay de profundamente trágico en el hecho de que la Vida, para poder existir, debe convertwse primero en No-Vida» El «drama de la cul-tura espiritual» (Die Tragik dergeistigen Kultur) consiste precisa-mente en que la negación de la vrda es inherente a la vida mis-ma y que b vital, para realizarse, requiere su propia antitesi): que lo mata. Éste es de algún modo el Grundmotiv fundamental que domina todo el pensamiento de Simmel y que, a pesar de tan-tas semejanzas certeras, lo opone en definitiva al pensamiento de Bergson. Simmel se esfuerza por contraer en un acto sim-ple, intuitivamente vivido, dos momentos contradictorios que un artista genial, como Goethe, ha atravesado en el curso de su vida sucesivamente. En su juventud y durante el primer período weimeriano, Goethe, dominado por influencias románticas, sólo aspira a romper todas las formas y todos los «estilos» me-diante el infinito lírico de los sentimientos, de las creencias y pasiones que acumula; el puro devenir subjetivo, el dinamismo viviente de la personalidad son, entonces, para él los valores supremos del arte. Después de su estancia en Italia, en el país de la realidad actual, de la atmósfera límpida y luminosa, de los objetos puntiagudos, de las formas plásticas claramente recor-tadas en un cielo azul, Goethe busca al contrario dominar en él la Sehnsucht sin freno de Tieck y de Schlegel, imponiéndole límites y determinaciones formales:

«Von der Gewalt, die alle Wesen bindet, «Befreit der Mensch sich, à&v sich überwindet.»

[De la violencia que en todos los seres impera Libérase el hombre que a sí mismo se superai\

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Si el viaje a Italia encarna en cierto modo el cénit de la carrera de Goethe, es porque sólo entonces la tragedia de la cultura alcanza en él su fase crítica y encuentra su desenlace en este equilibrio genial del límite estilizado y de la vida cuya expre-sión más perfecta es Ifigenia en Táuríde. O, mejor dicho, el últi-mo período de la vida de Goethe es el que representaría el ver-dadero desenlace de esa tragedia metafísica: al atenuar el gusto exclusivo de la forma que había sucedido al lirismo tumultuoso de su juventud, Goethe encuentra en el éiniboLiénw de su segun-do Fausto una manera de conciliar lo vital con las formas objeti-vas que lo niegan y desprender del mismo devenir espiritual las determinaciones estéticas que le son inmanentes.'"'

El ideal contenido en Intuición de la vi2a no es, de ninguna manera, como vemos, un ideal heracliteano. ¿De qué manera Simmel justifica, en oposición a Bergson, su manera de ver? La tragedia se presenta ya en el hecho, muy sencillo, de que existen individuos. En suma, el primer acto del drama de la cul-tura espiritual tuvo lugar el día en que la corriente continua de la vida se fijó en individualidades cerradas y perecederas; lo que resulta paradójico y verdaderamente trágico es que la vi-da, flujo ininterrumpido y perpetuamente móvil, no puede existir y de hecho sólo es continuo bajo la forma de un yo limi-tado en el espacio, finito en el tiempo, unificado en torno a un centro inmutable que es como el núcleo de una personalidad. El individuo es, por tanto, una parcela de Li tela de la vida aislada en el enclave intemporal y rígido de una forma-, y si la individualidad es siempre viviente, la vida es siempre individual: ésa es la fatali-dad de la naturaleza humana." La aparente incompatibilidad de los dos principios, en cuyo acercamiento reside lo trágico de la existencia, se resuelve en una síntesis irreductible y simple que cada uno de nosotros puede experimentar en el fondo de sí mismo, y que escapa al análisis abstracto del experto en lógica.

La misma constelación fatal domina todas las manifesta-ciones de la vida individual. El primer acto del drama, como

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hemos visto, consistió en el aislamiento de lo vital entre los lí-mites de un yo que, en ciertos aspectos, es su negación. Pero puede ser que, en su desbordante fecundidad creadora, la vi-da prisionera trate de romper sus cadenas y trascender la individualidad contingente: ¡pues bien!, incluso entonces, in-cluso en sus propias obras, la vida recae bajo la fatalidad dra-mática que la agobia; y ése es el segundo acto de la tragedia. La vida, decíamos, no sólo se desarrolla como Mehr-Leben, sino también como Mehr-ab-Leben. Y esta última proposición, si reflexionamos, es totalmente antibergsonianaya que significa que la vida se convierte en algo que no es la vida, que se cris-taliza en «existencias transvitales» {traiuvítaLe Sonáerexútezen) y que negándose a sí misma no hace más que explicar la antí-tesis inmanente a su propia naturaleza.

En el ámbito moral, por ejemplo, la tragedia de la cultura se afirma con dolorosa evidencia.La moralidad no puede expresarse sino en las formas supravitales y en las leyes obje-tivas, que la matan; esos conceptos y esas normas, condición misma de la manifestación más refinada del progreso de la vi-da auf der Stufe des Geistes [en el ámbito del espíritu], constitu-yen también la más mortal amenaza. En virtud de una contra-dicción metafísica que es un verdadero suicidio, la vida espiritual engendra por tanto en sí misma las formas sólidas que la van a asfixiar; pero lo angustiante y verdaderamente dramático en este suicidio es su carácter inevitable, ya que la conciencia no podría escapar sino volviendo al estado vegeta-tivo y caótico tal como se encuentra en niños y salvajes. Así como la solidificación mortal de la vida ética, ya en la época del Decálogo, incluso siendo históricamente un signo seguro de progreso, así también la doctrina socrática de la unidad de la virtud contribuye a «impersonalizar» los principios morales y a fijarlos bajo una forma objetiva, universal, en una palabra, científica. Níás tarde, la Razón práctica de Kant, abstrayéndo-se del a priori moral, o Deber, de la personalidad concreta.

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oponiendo a la Voluntad legisladora la sensibilidad exterior y «amoral» del yo, construirá un tipo simplificado de «homún-culo moral» sometido a algún imperativo trascendente. Fichte agrava aún más la tragedia de la conciencia moral aislándola del «yo puro» y central, representante de una ley universal, de la individualidad empírica y concreta; e incluso Nietzsche, quien, a pesar de su esfuerzo por dotar el querer-vivir de la primacía que el Criticismo le había negado, no creyó que se debiera solidificar la ley moral bajo la forma de una tabla de valores trascendente a lo arbitrario individual. La misma tra-gedia domina la evolución de las ideas religiosas.''' Como la conciencia moral, la religiosidad debe, si no quiere evaporar-se en la movilidad inexpresable de la vida, proyectar su fervor creador en signos palpables y en monumentos sólidos: dog-mas, ritos y plegarias; pero, al convertirse en un fenómeno ex-terior y, si puedo así decirlo, espacialmente localizado, la reli-gión pierde todo contacto con el sujeto viviente. Precisamente la preocupación por retomar ese contacto que la Iglesia occi-dental perdió en la Edad Media es lo que otorga un profundo sentido a la Reforma. Pero cuando, codificado por el trabajo doctrinario de Melanchthon, el protestantismo recae bajo la misma fatalidad que había suscitado las duras críticas de Lu-tero al catolicismo romano, un nuevo misticismo emerge en Alemania. Osiander, Schwenckfeld, Sébastien Franck y Va-lentin Weigel se inspiran en las mismas necesidades supra-confesionales que había engendrado, mucho antes, el misti-cismo de Meister Eckhart: indiferencia frente a los dogmas osificados, a las marcas exteriores de devoción, a la organiza-ción temporal de las Iglesias; preocupación por interiorizar la fe y «espiritualizar» la piedad. Hoy día, hay muchos «libera-lismos» religiosos; pero ninguno, ni el catolicismo liberal ni el protestantismo liberal ni el judaismo liberal, podría escapar a esa alternativa dramática —de disolverse en una interioridad, pura, así lo creo, pero volátil e inalcanzable— o de resecarse

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bajo el sóbelo armazón que la estabiliza, pero aplastándola. Ésa es la tragedia de ta conciencia espiritual.

Entonces, es una misma fatalidad la que se introduce en el deber imperativo que la conciencia proyecta más allá de su vi-da profunda, en el dogma masivo que adormece la fe e incluso en el formalismo rígido exaltado por la Estética del Arte por el Arte: la negación de la vida es inmanente a su afirmación; invade nuestra conciencia a medida que ésta se exterioriza en determinaciones positivas. En una palabra: la muerte es inma-nente a la. vida. Y aquí reencontramos las conclusiones de la Metafísica de la muerte. La Vida, en sí, es inmortal; la Mate-ria, en sí, es inmortal: sólo el individuo puede morir. Sólo el individuo debe morir: porque la muerte es de algún modo el se-llo de una existencia superior, el tributo que los hombres, seres inteligentes y diferenciados, deben pagar por la perfección de su lógica y su potencia de objetividad. Por tanto todos lleva-mos, en el fondo de nosotros mismos, en nuestra individuali-dad, en nuestras acciones, en nuestras creencias, en nuestra carne y nuestra sangre, la negación de nuestra propia esencia; y esta antítesis de la vida, preformada en la vida, nos invade tanto más fácilmente y nos mata tanto más rápidamente que la reflexión discursiva, ese producto refinado y valioso de la evo-lución humana, elabora aún más nuestros valores morales, es-téticos y religiosos. Ésta e<t la tragedia de la cultura espiritual.

En la medida en que no hemos traicionado el pensamiento de Georg Simmel, no podemos negarle a esta metafísica de la vida una audacia, un vigor y una belleza especulativas que in-vitan a la admiración. Todos estos encantos parecen, sin em-bargo, haber dejado a Heinrich Rickert insensible. En un pe-queño libro lleno de cosas finas y elocuentes que dedicó últimamente a las «filosofías a la moda»' " y en que parecería que tampoco él ha roto totalmente con el Romanticismo, Ric-kert refuta que se pueda, siguiendo a Simmel, sintetizar me-diante una intuición transdiscursiva las dos exigencias lógica-

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mente contradictorias de la forma y de la vida, del Mehr-Leben y del Mehr-aL)-Leben, de la limitación y de la autotrascenden-cia. Hay dos cosas, según Rickert, que Simmel vio claramente: primero, que la forma, en su calidad de límite, de principio de individualización, es necesaria al pensamiento conceptual y discursivo; la ciencia, por sus razonamientos, por sus defini-ciones, postula imperiosamente ese elemento estable e intem-poral. Y, por consiguiente, el hecho de postular una forma vi-viente y variable, un límite dilatable, equivale, como Simmel reconoce a menudo, a salir de nuestra lógica común fundada en el principio de identidad. Pero por un lado esa solución conduce, según Rickert, a una contradicción y, por otra parte, a una imposibilidad. Por un lado, en efecto, la SeLbdttraiuzen-denz de Simmel, la SeLbstüberwindung [autosuperación] de Nietzsche, es ya \xví3. forma-, el concepto de destrucción (Be-griff deé formzerétcerenden Lebenj) constituye, al fin y al cabo, una determinación positiva como cualquier otra, y el hecho de sobrepasar y destruir cualquier forma ¿no es, para la vida, tener una formal Ahora bien, como la vida es una perpetua ne-gación de los límites, puede ser que en este proceso elimine también la forma de la SeLbéttranézendenz, y en ese caso, la teo-ría de Simmel se volvería en contra de sí misma. Así, la SeLlyj-tiiberwindung pasa a ser una forma como tantas otras, en la cual la Vida puede trascender todo límite; por tanto, es bajo la forma de la inmovilidad y la limitación absolutas como habría que definirla, y Simmel se contradiría a sí mismo. De hecho, tal como Platón señalaba, ¿cualquier relativismo ilimitado no constituye fatalmente su propia negación? La razón de esa contradicción es, según Rickert, la imposible alianza de la forma y de la vida cuyas exigencias Simmel ha tratado de concretar en una síntesis irracional. Una forma no puede «vi-vir» sino a condición de no ser ya una forma, y el concepto mis-mo de Vida no ed un concepto viviente-, la estabilidad de nuestro conocimiento tiene ese precio. Por ende, los a pr 'wrid que de-

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terminan saber, moralidad, vida estética o religiosa deben ser, en cierta medida, irreales y muertos. «Las formas de la vida no son formas vivientes. Lo que vive no es la forma en sí mis-ma, es la vida en esa forma. [...] La forma de la variación no puede, por tanto, ser más que una invariable.»"" Rickert dis-tingue radicalmente entre los contenidos vitales, los únicos que son móviles, el límite absoluto e inmutable en et interior det CLiat se transforman. No rompe completamente, como vemos, con el relativismo: hay vida en la conciencia así como hay vida en el mundo; el único marco en donde esa vida se desarrolla es un cuadro ideal y muerto. Los contenidos de la vida son rela-tivos, pero relativos a un priori, a un Más allá que no lo es; llega un momento en el que hay que parar, en el que nuestro espíritu, ávido de reposo y de estabilidad, nos exige: áváyxTi OTrjuaL. Este reposo, esa quietud de la razón, Simmel, al igual que Pascal, nos la niega; junto con Le Roy denuncia la «su-perstición de lo definitivo» de la que padecen «dentistas» y conceptualistas, acusa obstinadamente el «prejuicio bastante grosero» (dadganzphituitroese Vorurteit) según el cual ¡los pro-blemas estarían hechos para ser resueltos! A lo cual Rickert responde ingeniosamente: «Nuestros científicos se ven, sin embargo, obligados a aferrarse a ese prejuicio, por muy "gro-sero" que sea. De lo contrario no se entiende por qué perdería-mos, en general, nuestro tiempo ocupándonos de ciencia. Sí, es un prejuicio, pero así como los juicios a priori de Kant también lo son». Y, renovando su objeción primera, Rickert demues-tra que la «trascendencia» destructiva de Simmel puede ter-minar por destruirse a sí misma si una forma definitiva y per-manente no es postulada, aunque sea como forma del cambio; si queremos evitar que la filosofía de la vida corra, de alguna manera, a su propio suicidio, impongamos a nuestro relativis-mo un término absoluto y digámosle: ¡Alto!

A esa ingeniosa objeción respondo inmediatamente: ¿por qué noi ¿Por qué, después de todo, la vida no se negaría a sí

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misma? ¿Por qué no se «contradiría» a sí misma en vez de es-capar a toda relatividad, en vez de abolirse en una eternidad inhumana? No creo ser infiel al espíritu de la doctrina simme-liana si digo que la vida, en su irresistible esfiierzo de renova-ción, puede muy bien trascender algún día la forma de la mo-vilidad y adoptar la del reposo, dando por sentado que, según el principio mismo de relatividad, esa nueva forma sigue sien-do providwnal como las precedentes. Pero Rickert omitió com-pletamente este segundo punto: se situó, si puedo así decirlo, en la atmósfera del relativismo durante el tiempo justo y nece-sario para ver el cambio destruido por el reposo y apenas el reposo fue convertido en la forma dominante de la vida, Ric-kert volvió a ser «absolutista» y olvidó que el principio de la relatividad no tiene ninguna razón para poner a salvo la for-ma nueva mientras sigue siendo implacable con otras. ¿Hay que repetirlo? Sólo hay una cosa que sea absoluta para Sim-mel: sólo hay una «forma» que sea eterna, inmutable, indes-tructible y, bien podemos decirlo, metafísica: es el movimiento de la vida, el dinamismo profundo subyacente a la vez al reposo y al movimiento del espíritu mediante el cual la vida, en su im-pulso lírico hacia el Mehr-aU-Jetzt [más-que-ahora], niega to-da forma dada, sea cual sea. Los contenidos cambiantes y sus a priorií inmutables no son sino dos tendencias extremas de esta vida latente, y la negación del término «cambio» no implicaría un suicidio para el relativumo sino en el caso de que el relutiviémo hu-biera ya, disimuladamente, puerto el acento sobre el término reposo. Ahora bien, éste no puede ser el caso del relativismo simme-liano. El impulso vital - s i podemos evocar la relatividad del movimiento según Einstein— no supone ningún sistema de re-ferencia absoluto; existe una reciprocidad de influencias per-fecta entre la forma y los contenidos.

Rickert reprocha a Simmel el no haber impuesto a la vida una forma estática, aunque fuera la forma del cambio. Y yo creo, precisamente, que en eso radica su gran mérito, su in-

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comparable originalidad. Negándose hasta su muerte, incluso en el momento en el que concluía su metafísica intuicionista, a poner el acento en la movilidad de la vida y meramente en el tiempo, Georg Simmel desvió de su doctrina algunas inter-pretaciones superficiales que en cambio, injustamente, reca-yeron sobre el bergsonismo. Y es aquí donde la Tragedia de la cultura reviste ante nuestros ojos un sentido profundo. No podemos, a primera vista, evitar la impresión según la cual, para Bergson, el problema de las relaciones de la Forma y la Vida ni siquiera se plantea. Sin duda Bergson tiene la precau-ción de recalcar que la inteligencia es maestra en su ámbito que es el de la realidad material; que da cuenta incluso de una auténtica fecundidad y que es el preludio indispensable del esfuerzo de intuición; pero, a pesar de todo, Bergson insiste tanto en el carácter parasitario y espacial de la «forma», acusa tan a menudo al intelecto de banalizar y de fijar, a través de sus excrecencias inertes, la fluida movilidad de los contenidos de la vida, que el duelo entre la forma y el tiempo anterior no podría, se advierte, ofrecer ante nuestros ojos ningún carácter trágico. Reprocha a las formas conceptuales habernos hecho perder todo contacto con la realidad íntima de las cosas, como si éste fuera un daño que el espíritu pudiera evitarse con po-cos esfuerzos, eliminar sin mayores trastornos y que la huma-nidad pensante se htibiera infligido espontáneamente a sí mis-ma, con alegría, si puedo así decirlo. Sí, sin duda es un daño profundo y debemos trabajar para su extirpación. Bergson tiene mil veces razón; pero hay ahí una verdadera tragedia porque ese mal, que nos mata, es una necesidad prácticamen-te ineluctable. La forma no es una excrecencia superficial que pudiéramos mondar y desechar, de un día para otro, sin re-mordimientos; no sólo es un signo innegable de progreso, no sólo se desarrolla en el hombre civilizado en tanto producto refinado de una larga evolución, sino que echa sus raíces en lo más profundo de nuestra vida espiritual. La gran reforma de

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Simmel, decíamos, consistió en interiorizar la negación de la vida. Lo que constituye el drama de la cultura como tal, es justamente el hecho de que la antítesis de nuestro pensamien-to es uno de sus elementos íntimos, porque llevamos en noso-tros mismos virtualidades de muerte y porque, por una para-doja a la vez irónica y dolorosa, el desarrollo de esos gérmenes asesinos es la condición de nuestra cultura y el signo manifies-to de nuestra superioridad. Sin duda Simmel, como Bergson, llega a una metafísica fundada en la intuición pero, mientras que Bergson se sitúa inmediatamente en el más allá de todo conceptualismo, es decir de toda doctrina que más o menos abiertamente salvaguarde la forma, Simmel, que permanece fiel, en parte, a Xs. MitteídteLlung relativista, se sitúa entre el «conceptualismo» y el puro «movilismo»: lo que, por ejemplo, caracteriza el genio según Simmel, no es que trascienda si-multáneamente toda conceptualidad, que se libere a la vez de toda forma, sino que sintetice, en un acto de intuición, las dos exigencias contrarias armoniosamente equilibradas del Mehr-Leben y del Mehr-aU-Leben.

Sin duda, salvando a toda costa los derechos de la forma, haciendo del dinamismo profundo de la vida una suerte de «tercer absoluto» {ein Drittes...) capaz de absorber la alternati-va de reposo y de cambio, Simmel se expuso a no traducir, con esa musicalidad insinuante del bergsonismo, la continuidad densa e íntima del devenir interior. Repudia la concepción he-racliteana del flujo sin forma, pero precisamente porque el lí-mite subsiste en el instante en que lo sobrepasamos, parecería que esa «autotrascendencia» procede demasiado a través de bruscos movimientos; que nuestra Sehnsucht vacila de alguna manera por sacudidas sucesivas, entre la inmanencia y la tras-cendencia, entre lo estable y lo fluyente o, recurriendo a Wi-lliam James, a su vocabulario aún teñido de asociacionismo, entre el sustantivo y el transitivo. A pesar de estas reservas, por suerte Simmel se sustrae a la alternativa dogmática de la

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movilidad y del reposo; evita el reproche, de hecho absurdo y grosero, que a menudo se le hizo al bergsonismo de sustanciali-zar el devenir, de bipostasiar el tiempo espiritual o de restaurar bajo el nombre de Vida quién sabe qué Más allá intuitivo suer-te de concepto de un género nuevo. Incluso el absoluto que Simmel ha transpuesto en el dinamismo subyacente de la Selbjttrandzendenz se desprende de alguna manera orgánica-mente del principio de relatividad; no porque uno sea relati-vista debe prohibirse traducir las realidades bajo una forma constante, y con palabras que ofrecen el mismo sentido cuando se aplican a las mismas cosas. El absoluto descubierto por la metafísica de la vida, a la vez flexible y sustancial en su intuitiva generalidad, ¿no es la realidad humana por excelencia?

Junto con Rickert, otros pensadores han criticado, en par-ticular, algunas aplicaciones especiales de la «filosofía de la cultura»; sus objeciones se remiten casi siempre a las que he-mos expuestos y refutado anteriormente. Uno de los repro-ches que con más frecuencia se le dirige a Simmel y que vol-vemos a encontrar con variaciones no menores bajo la pluma de Willy Moog y de Max Scheler, del conde Keyserling y de Victor Delbos, consiste en acusarlo de no explicar la objetivi-dad resistente de los valores ideales o del ii priori-, es lo que Rickert expresa por su parte afirmando contra Simmel los de-rechos exclusivos de la Forma en relación con la Vida. Lo que atormenta sobre todo a Moog®' es la psicología y la teoría del conocimiento que Simmel expone en los últimos capítulos de Intuición de la vida: «Die Wendung zur Idee» [De la vida a la idea] y «Das individuelle Gesetz» [La ley individual]. Moog deplora que Simmel confunda permanentemente el punto de vista «existencial» con el punto de vista ideal, y le reprocha un «psicologismo» a ultranza. Por otra parte, Simmel debilitaría la necesidad y la objetividad de las formas ideales reintegran-do en la vida subjetiva valores universales tales como los prin-cipios lógicos o las normas éticas, y reduciendo el Deber a

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una Ley individiiaL que se desprendería de la personalidad con-creta (¡como si pudiera haber «leyes individuales»!). Por otra parte, y a la inversa, Simmel elevaría a rango de valores idea-les meras «existencias» naturales, en particular en su metafísi-ca de la muerte, que asimila este hecho puramente «existen-cial», la muerte, a los a prbru teóricos y morales cuya unidad racional organiza y disciplina nuestra vida empírica. Así co-mo Max Scheler quien, en su libro Esencia y formas de la simpa-tía, se refiere sobre todo a la teoría simmeliana del amor, se queja a veces de que Simmel «vitalice» demasiado el espírituy «espiritualice» demasiado lo vital:'® mientras subordina a las exigencias de la viday de la sociedad normas jurídicas, estéti-cas y morales, mientras su teoría de la Umdrehung sensualiza en exceso los valores ideales, Simmel espiritualiza el amor tanto como racionaliza la muerte y olvida que, incluso en un co-mienzo de la evolución, los valores religiosos o morales son ya valores «supravitales», y que incluso en la cima de la evolu-ción, el amor y el instinto sexual siguen siendo, como sostie-nen Schopenhauer y Sigmund Freud, hechos vitales; ahora bien, un romanticismo que «sublima» sentimientos biológicos se acompaña a menudo, según Scheler, de un naturalismo (Moog decía: un psicologismo) que omite la idealidad de las normas verdaderamente espirituales. El conde Keyserling, fi-nalmente, en su libro previamente citado, Unsterblichkeiti^- se-ñala que la filosofía religiosa de Simmel define sobre todo la co-loración subjetiva. Xa. Klangfarbe [timbre] psicológica, donde se expresa para nuestra conciencia el hecho religioso, pero que, si se hubiera dedicado más al contenido objetivo de la fe, Simmel habría, quizá, diferenciado más irreductiblemente el a priori religioso de los a prioris morales, estéticos o intelectua-les; y Victor Delbos, en el prólogo que escribió para el libro de Albert Mamelet, parece renovar contra Simmel las obje-ciones que los postulados de la Razón práctica le habían ins-pirado: al igual que el conde Keyserling, acusa a Simmel de

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ignorar, tanto corno Kant o Hegel, la irreductible especifici-dad y la dignidad incomparable del orden religioso.

Todos estos reproches, que apuntan en Simmel a la teoría del conocimiento, a la metafísica del amor sexual o a la filoso-fía de la religión, tienen por origen la misma incomprensión profunda del principio de relatividad. Advierten también del hecho de que se tuvo poco en cuenta sus escrúpulos raciona-listas al construir su filosofía de la vida. Georg Simmel nunca dejó de combatir el «psicologismo» y el «sociologismo», así como combatió todas las formas del impresionismo estético o del subjetivismo religioso. ¿Es realmente necesario recordar que si bien la objetividad pura no ofrece a sus ojos ningún sentido «humano», tampoco admite el absoluto irreal de la pura subjetividad? Ahora bien, creo que La dignidad propia de Loé fonncui ideaLes no está mejor defendida en una teoría que, de tanto unpersonaLizar eL a priori^ Lo delydita y Lo seca, que en una doctrina que, como La de SimmeL, proyectando La forma b cu tante Lejos deL sujeto para conferirLe un valor objetivo, le impide sin embargo romper el con-tacto con el yo viviente del que sale y del que se alimenta. La verdad, el deber, lo bello son evidentemente absolutos provisionales, pero no por eso son menos absolutos: la tragedia de la cultura nos ofrece todos los días la prueba dolorosa de esto. Porque si la forma fuera exclusivamente cierto aspecto y una suerte de prolongamiento de la vida subjetiva, si verdaderamente las normas racionales sólo fueran un producto de la conciencia, ¿cómo podrían infligirle heridas tan mortales a la vida? Heri-das que se expanden violentamente en el mundo de los sóli-dos geométricos. La tragedia simmeliana de la cultura supone que nos enfrentemos a resistencias que son, lamentablemen-te, demasiado independientes de nosotros.

Sin embargo, a fin de cuentas, si Georg Simmel «vitaliza» excesivamente los valores objetivos mientras espiritualiza los hechos puramente vitales, es que el verdadero absoluto no re-side según él ni en el sujeto ni en el objeto como tales, sino en

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la vida que absorbe, por así decirlo, los dos términos antitéti-cos y que vincula la forma a la conciencia en el instante en que la aisla de la misma. Al dar a la forma la plasticidad y la movi-lidad de la vida, Simmel rompe con el racionalismo integral para acercarse a Bergson; al conceder a la forma una perenni-dad relativa, repudia el heracliteísmo absoluto; y, al sintetizar en un acto simple la forma y la superación de toda forma, al reencontrar un absoluto metafisico en el dinamismo latente que sólo persiste a través de las metamorfosis del sujeto del objeto, Simmel toma posición entre dos dogmatismos que su critica moral y epistemológica babia previamente opuesto el uno al otro. Su relativismo primitivo se había visto satisfecho por ese doble repudio; pero, a medida, que el pensamiento simmeliano maduraba, la Vida se le presentaba cada vez más claramente como la intermediaria destinada a conciliar las dos exigencias contradictorias y a resolver, a la vez, la negati-vidad estéril del puro relativismo. Goethe muestra en el genio un plano de proyección óptimo en donde el equilibrio de las acciones recíprocas acontecía con la más armoniosa agilidad; y en esa zona metafísica creyó encontrar lo absoluto.

La Metafísica de la Selbéttranjzendenz, en tanto forma in-mutable e indestructible de nuestra naturaleza, es, por tanto, efectivamente, la liltima palabra y el pensamiento supremo de Georg Simmel. Y eso es lo que queríamos demostrar.

Conclusión

Así es esa doctrina, bella incontestablemente, audaz, seducto-ra y compleja. Se advierte desde un principio que refleja muy variadas influencias. No solamente le debe mucho al bergso-nismo y al voluntarismo alemán (Nietzsche le legó más bien la idea de una individualidad genial y de la SeLbétiiberwindu.ng-, Schopenhauer, la idea de la continuidad inmanente a la vo-

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luntad), pero la identidad hegeliana parece haber dejado su im-pronta en esta metafísica de la cultura que exige que la vida envuelva inmediatamente su propia negación y la absorba en una síntesis absoluta. Lo que sobre todo me parece interesan-te en el pensamiento de Simmel es que traduce cierto estado de ánimo actualmente imperante en Alemania que se mani-fiesta bajo las formas más diversas; en la morfología histórica de Oswald Spengler, en la Escuela de la Sabiduría fundada en Darmstadt por el conde Keyserling e incluso en los exce-sos antroposófícos de Rudolf Steiner. Si dejamos de lado a los seudofìlósofos y a los charlatanes que, como el fundador del Gatheanum, no hacen sino comprometer la dignidad y la serie-dad del movimiento, podemos constatar que hoy una verda-dera ola de misticismo irrumpe en Alemania. Los momentos particularmente terribles que este país atraviesa, desde hace ya varios años, parecen por otra parte propicios al desarrollo de una filosofía irracionahsta que, decepcionada por la civili-zación material y abstracta de nuestra época, escéptica en cuanto a las conquistas de la inteligencia científica, le pide a una intuición inmediata la manera de reencontrar la vida pro-funda con la cual nuestro Occidente parece haber perdido contacto. Por eso un pensador como Keyserling, siguiendo las vías indicadas anteriormente por Schopenhauer y Deus-sen, se dirige a la WeLiheit [sabiduría] de los orientales, de los hindúes y de los chinos, única capaz, según él, de regenerar nuestra monstruosa civilización «faustiana» y de atenuar me-diante un ideal de vida concreta esa hipertrofia de la inteligen-cia analítica que ha provocado, según expresión de Spengler, la «decadencia de Occidente». Por eso el ruso Stepun, anima-do, como muchos de sus compatriotas, por un vivo desprecio hacia la civilización occidental, pide a Frédéric Schlegel el ideal de una intuición contemplativa que no se exteriorice en obras materiales y en formas espaciales. ¡Pues bien! esa filo-sofía de la «decadencia del Occidente», dispersa en los libros

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de Spengler o en el Diario de viaje de Keyserling, remite a la misma inspiración romántica, a la misma Sehruucht cuyo per-fume sutil e insinuante hemos hallado en la «Tragedia de la cultura» de Georg Simmel. Parecería que los alemanes de hoy día buscan consolarse de sus desgracias presentes, atribuyén-dole a no sé qué fatalidad dramática de la naturaleza humana las decepciones que la civilización ha podido generar en ellos, y la amenaza mortal, pero inevitable, que nuestra inteligencia, con sus progresos fulminantes, constituye para la frescura in-tuitiva de nuestra vida espiritual. Se puede, junto a un viejo idealista como Windelband, deplorar las tendencias «irracio-nalistas» de este movimiento; no podríamos negar que el mo-vimiento en sí mismo merece toda nuestra atención y toda nuestra simpatía.

Ignoro si Georg Simmel es la figura tipo del «filósofo semi-ta», y agrego inmediatamente que esa fantasía de Werner Sombart nunca me convenció.

Veo más bien en él lo que se ha llamado la «mentalidad de las grandes ciudades». Hay, en este pensamiento móvil y por así decirlo permanentemente inquieto, un no sé qué de febril, de angustiado y vibrante que es específicamente moderno. Georg Simmel no es un optimista y no ha de ser su «Tragedia de la cultura» la que pueda prometernos reposo y quietud; Ge-org Simmel, como Pascal, aprobaría sin duda a los que «bus-can con gemidos». Pero, como Pascal también, se remite a la esperanza en un Absoluto que tal vez algiín día devuelva al es-píritu su serenidad confiada; y en eso radica el origen de ese lirismo algo áspero, de esa fe enérgica y sincera, de ese robusto Zidrauen ziun Leben [confianza en la vida] que se expresó en la vida de Goethe y que ha dejado una huella trémula en Intuición de la vida. Pero mientras no se alcance la zona metafísica en donde las oscilaciones ansiosas del dinamismo vital dan lugar a un equilibrio genial, no habrá seguridad posible para la con-ciencia; mientras nuestra cultura no resuelva, en una síntesis

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inexpresablemente simple, en una armonía intuitivamente vi-vida, la contradicción dramática que la agobia y la mata, el re-poso del espíritu no podrá ser sino un Absoluto inhumano. Nuestro pensamiento forcejea en un doloroso cuerpo a cuerpo con aquello que lo mega y en el que, sin embargo, se reencuen-tra; « ¡no hay que dormir durante este tiempo! ».

Notas

1. Zur PhilodophÍ£ der KanJt {Pos\áa.xrí, 1921) [Sobre la filosofía del arte], pp. 126-145 (pòstumo).

2. Evolution créatrice, pp. 384-392. Las Vorledungen ilber Kant son de 1904 y L'e'volution cre'atriee àe 1907. [Henri Yiergson: La evolución creadora, Renacimiento, Madrid, 1912, traducción de Carlos C. Ma-lagarriga.]

3. Evolution créatrice, pp. 385-386. 4. Véase George Sorel, Be l'utili té da pragniatLnne (Paris, 1921).

Las críticas de Sorel (apoyándose en W. James) coinciden en más de un aspecto con las de Bergson y las de Simmel. Véase, en parte, op. cit. pp. 116-122 y ss.

5. Einleitung in die Moralwijjenjchaft [Introducción a la ciencia de la moral], t. 1, p. 12.

6. Al respecto Lucien Lévy Bruhl, cuyas ideas recuerdan, en varios aspectos, el «sociologismo» moral de Georg Simmely que, de hecho, conocía el Einleitung (pp.cit., p. 20, 134) al escribir su Morale et la jcience dej moeurj, insistirá más explícitamente aún que el relativis-mo alemán en resaltar la disimetría de las dos partes de la Razón que es el resultado, en la crítica kantiana, del carácter imperativo del aprwri moral.

7. La tesis de Durkheim es de 1893 y las RegLu del método socioló-gico de 1894, la/itroducción a la ciencia de la moral es de 1892y Sobre la diferenciación social Ae 1890.

8. Véase. Fragmente über die Liebe. [Fragmentos sobre el amor]. [Obra parcialmente incluida en El individuo y la libertad, Península, Barcelona, 1986].

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9. Einleitung in die Moralwisjendchaft, t. II, véase la p. V. 10. Lebenéanschauang, p. 105 («Tod und Unsterblichkeit») y pp.

31-36 («Die Wendun zur Idee» [De la vida a la idea]). [Intuición de la vida, Nova, Buenos Aires, 1950. Hay también una reedición más reciente; Altamira, Buenos Aires, 2002, traducción de José Rovira ArmengoL]

11. Lebenéanjchauung, p. 6 («Die Transzendenz des Lebens» [La trascendencia de la vida]), pp. 36-37y 103-106.

12. Los extractos de «La trascendencia de la vida», que Vladi-mir Jankélévitch describe en francés, son presentados en castella-no, traducción de Celso Sánchez Capdequí [Georg Simmel, La Trascendencia de la vida, Reis, 89/00, pp. 297-313], p. 298.

13. Lebensanschauung, p. 3 («Die Transzendenz des Lebens») [«La trascendencia de la vida»].

14. [«La Trascendencia de la vida», op. cit., p. 299.] 15. Lebensanschauung, pp. 7y 14. [«La trascendencia de la vida»,

op. cit., p. 301.] 16. Lebensanschauung, pp. 6, 14, 24, 26. 17. Un discípulo de Henri Bergson, Ed. Le Roy, ha expresado las

mismas ideas recurriendo, con una analogía ingeniosa, a la noción matemática de limite-, la progresión dinámica del pensamiento hacia lo verdadero sería comparable al «límite inmanente» que interviene, por ejemplo, en el caso de las medidas geométricas inconmensurables.

18. La publicación de una serie de conferencias sobre Schopen-hauer y Nietzsche en 1907 indica hasta qué punto Georg Simmel estaba impresionado por el voluntarismo concreto de estos dos filó-sofos de la vida, sobre todo en el primer decenio del siglo XX.

19. Älatiere et Mémuire, pp. 148-152. {Materni y memoria, Cactus, Buenos Aires, 2006.]

20. Lebensanschauung, p. 10. [«La trascendencia de la vida», op. cit, p. 303.]

21. Lebensanschauung, pp. 20 a 27. 22. Lehensanschauung,-p-p. 14 y 24. 23. Lebensanschauung, p. 27. 24. [«La Trascendencia de la vida», op. cit, p. 301.] 25. Lebensanschauung, pp. 7-8. [«La Trascendencia de la vida»,

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^^ VLADIMIR JANKÉLÉVITCH

26. Lebeiuarucimuung, p. 22-23. [«La Trascendencia de la vida», op. cit., p. 310.]

27. Leberiifaruchauung, («Die Wendung zur Idee»), p. 97. 28. Lebensanöchauung, pp. 1-6, 34-37, 103-106. 29. Philodophie des Geßed, pp. 24-25. Véase en Philodophijche Kul-

tur, III-, «Zur Philodophidche der G&jchlechter», el ensayo titulado «Die Koketterie» [La coquetería], p. 101.

30. Leberuandchauung, pp. 114-115 («Tod und Unsterblichkeit»). 31. Zur Philodophie der Kundt [Sobre la filosofía del arte], «Der

Bildrahmen» [El marco del cuadro], pp. 46-47, 48, 50. Yéa.se Leben-dandchauung, IV: Dad individuelle Gedetz [La ley individual], p. 189.

32. Respecto al impresionismo, véase Goethe, pp. 251 y 253. [Goethe, Nova, Buenos Aires, 1949, traducción de José Rovira Ar-mengol.]

33. Zur Philodophie der Kundt, pp. 102-103 («Das Problem des Porträts» [El problema del retrato]).

34. Goethe, pp. 1-2. Véase Probleme der Gedchichtdphilodophie, pp. 24-27.

35. Goethe, p. 172. La distinción que hace Simmel entre las na-turalezas líricas y las naturalezas dramáticas se corresponde bastan-te bien con la famosa distinción nietzscheana del espíritu dioniiiacoy del espíritu apolíneo-, también a la distinción que Oswald Spengler introduce entre la cultura apolínea, que es la de los antiguos griegos, y la cultura «mágica», que es la de los árabes y la de los occidentales.

36. Görf/ g, pp. 252-255. 37. Zur Philodophie der Kundt, pp. 106-107. En los retratos de

Eugène Carrière -que Simmel no parece haber conocido- esta espi-ritualización de la fisonomía aparece, detrás de un denso velo que envuelve el retrato en una suerte de atmósfera inmaterial, con una densidad particularmente impactante.

38. ArtaupointdevuedocioLigique,^. 15. 39. Véase en la edición rusa de «Logos» (1910, tomo I) un estu-

dio de Fedor Stepun sobre el romanticismo de F. Schlegel y la «tra-gedia de la creación» estética (en ruso).

40. La Sonata n "3para piano en fa sostenido menor, por ejemplo, con sus cuatro movimientos característicos: introducción; allegro, aria, scherzo-intermezzo y final, no sacude totalmente el canon de la

GEORG SIMMEL, FILÓSOFO DE LA VIDA ^RJ

sonata clásica y beethovenlana, aunque su unidad esté dada sólo por el dinamismo de la inspiración y la continuidad de la vida.

41. Zur Philosophie der Kurut, pp. 87-88 («Philosophie der Kari-katur» [Filosofía de la caricatura]).

42. Zur Philosophie der Kunst, p. 90. Cksmpárese con Le rire, passim. 43. Zur Philosophie der Kunst, pp. 94 y 95. 44. Art aapoint de vue sociologique, pp. 75-76. 45. Perire, p. 161. \La risa, Orbis, Buenos Aires, 1983, traduc-

ción de Amalia Aydée Raggio, p. 108.] 46. Zur Philosophie der Kunst, p. 82 {L'Art pour l'Art). 47. Zur Philosophie der Kunst, pp. 85-86; «Wie Kunst mehr ist, als

Kunst, so ist auch Moral mehr als Moral». 48. Goethe, 49. Lebensanschauung, pp. 169-170. («Das individuelle Gesetz».)

Philosophische Kultur, pp. 227-241 («Das Problem der religioesen La-ge» [El problema de la situación religiosa]).

50. Goethe, pp.\7A&. 51. Philosophische Kultur, p. 239. [Esta obra, de 1911, fue publi-

cada en España en 1934 por Revista de Occidente bajo el título de Cultura femenina y otros ensayos-, y posteriormente por Península, en 1988, como Sobre la aventura. Ensayos filosóficos.^

52. Véase YLegA, Enzyklopädie der philosophischen Wusenschaften, III: «Philosophie des Geistes», § 552. La religiosidad, dice Hegel, es en el fondo «die denkende, d.i der freien Allgemeinheit ihres kon-kreten Wesens bewusstwerdende Sittlichkeit» [la moralidad pen-sante, esto es, la que se hace consciente de la libre universalidad de su ser concreto].

53. Lebensanschauung, «Tod und Unsterblichkeit», pp. 103-107. 54. Lebensanschauung, pp. 21, 103 y 122-129. Véase en Logos t. 1,

el artículo «Zur Metaphysik des Todes» [Sobre la metafisica de la muerte]; algunos extractos fueron traducidos en los «Mélanges de philosophie relativiste».

55. Unsterblichkeit, Múnich, 1907. Señalo de paso, en Windel-band, Einleitung in die Philosophie (pp. 407 y ss.) y Proeludien, t. II («Das Heilige» «Sub specie aeternitatis: Eine Meditation»), una crí-tica análoga a la de Simmel y Keyserling contra la interpretación antropomòrfica y contradictoria de la inmortalidad en tanto «vida»

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eterna, en tanto vida intemporal Keyserling, op. cit., pp. 155-156.

56. Véase Philosophische Kultur, III: Das Relative und das Absolute im Geschlechter-Problem.

57. «Revue de Métaphysique et de Morale », noviembre de 1911, véa-se Rev. Cit. 1900, L'Introdiwtion à la métaphysique, en donde Bergson, tal como Simmel, define la filosofìa mediante caracteres provenien-tes del arte. \La intuición filosófica. Siglo Veinte, Buenos Aires, 1984; Introdiwción a la Metafisica, UNAM, Centro de Estudios Filosóficos, Traducción de Rafael Moreno, documento disponible en littp://www.biblio;uridica.org/libros/libro.btm?l=461.]

58. [Guyau J. M., La moral de Epicuro y sus relaciones con las doctri-nas contemporáneas, Americalée, Buenos Aires, 1943 (traducción de A. Hernández Almanza).]

59. Hauptprobleme der Philosophie, Einleitung y cap. 1, pp. 23-35. Véase también, en el prólogo que Simmel escribió para la traduc-ción francesa de algunos de sus ensayos, una definición muy berg-soniana de la «Cultura filosófica».

60. Zur Philosophie der Kunst, p. 138. 61. Goethe, pp. 184-186 y ss., 238-240, 243 y ss. 62. Lebensanschaiiung, cap. passim. Goethe, pp. 188 y 239. 63. Veáse el capítulo IV de Lebensanschauung, «Das individuelle

Gesetz», en el que Simmel edifica su «moral de la vida» según una psicología muy bergsoniana.

64. Philosophuche Kultur, pp. 207-241. 65. Die Philosophie des Lebens, «Darstellung und Kritik der

philosophischen Modestrcemungen unserer Zeit» (Tubinga, 1920). 66. Philosophie des Lebens, pp. 70-71 y 112. 67. Die deutsche Philosophie des 20. Jahrhunderts {Stuttg&rt, 1922),

pp. 84-87. Yéase Hauptprobleme der PhUosophie, IV. 68. Op. cit., pp. 133-140. Véase en particular las pp. 138-139

(«die falsche Versinnlichung [Vitalisierung] des Geistes, und die falsche Vergeistigung des Sinnlichen [Vitalen] » [la falsa sensoriali-zación (vitalización) del espíritu, y la falsa espiritualización de lo sensorial (vital)]).

69. Pp. 330-332.

Ijimensión V-^lásica

T E O R Í A S O C I A L

TRADUCCIÓN DE ANTONIA GARCIA CASTRO

INTRODUCCIÓN DE CÉCILE R O L

Vladimir Jankélévitch empezó a escribir su artículo «Georg Simmel, phUosophe de la vie» en 1923, cuando tenía veinte años, aunque fue publicado dos años después. El propio padre de Vladimir, Samuel, había acogido con entusiasmo el esfuerzo de abstracción y la perspectiva formalista de la sociología de Simmel como una alternativa a los derivados de la escuela durkheimiana. Sin embargo, la oposición entre las sociologías de Durkheim y Simmel apuntada por su padre queda en un segundo plano en el escrito del joven Vladimir: él va más allá al interpretar el trabajo de Simmel como el preámbulo anunciador de una filosofía de la vida y apropiarse del proyecto simmeliano de la phlLoMphischc KuLtur como una especie de actitud ante el mundo capaz de oponerse a la tragedia de la cultura, el tema principal de su ensayo. Con ello Jankélévitch introdujo en Francia un debate de gran actualidad entre los intelectuales revolucionarios del momento, en Alemania y en la recién creada Unión Soviética.

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