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Seix Barral Los T res M undos Ensayo El perdón

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filosofia

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Page 1: Jankelevitch Vladimir - El Perdon

Seix Barral Los T res M u n d o s Ensayo

El perdón

Page 2: Jankelevitch Vladimir - El Perdon

Vladimir JankélévitchEl perdón

Para que la bondad, esa form a superior de la inteli­gencia, pueda emprender la majestuosa posibilidad del perdón, debe entender qué significa cancelar deudas que son terribles. Percibir lo que en el crimen hay de humillación, mantener el recuerdo de las víctimas y, mientras tanto, perdonar. He aquí la cima última de un hombre que se ha liberado.

Cíclicamente se nos plantea a todos el dilema rela­tivo a la posibilidad o el deber de perdonar a quien nos hizo daño. La tesis de Jankélévitch es que el perdón no excluye la percepción del dolor, ni la naturaleza injusta de la iniquidad cometida, ni mucho menos excluye la debida consideración hacia las víctimas. No se habla aquí del perdón en cuanto medida política o administrativa, ni tampoco del perdón meramente in­telectual o debido a un dictado religioso, sino del perdón real y absoluto.

Con esta obra, cuya prosa es uno de los grandes logros expresivos del ensayo contemporáneo como manifesta­ción artística genuina, Jankélévitch lleva a cabo una vale­rosa y original aportación al renovado corpus ético que demandan las incertidumbres de nuestro tiempo.

Seix Barral Los Tres Mundos

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Seix Barra! Los Tres Mundos

Vladimir JankélévitchEl perdón

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Traducción del francés porN ü ñ e z dei. R in c ó n

Cubierta:«La danza de Albión»(Día de alegría), de William Blake

Diseño colección: losep Bagá Associats

Título original:Le pardon

Primera edición: febrero 1999

© 1967 by Éditions Montaigne (Flammarion)

Derechos exclusivos de edición en castellano reservados para España y América Latina y propiedad de la traducción:

© 1999: Editorial Seix Barral, S. A. Córcega, 270 - 08008 Barcelona

ISBN: 84-322-0823-X Depósito legal: B. 1.084 - 1999 Impreso en España

Ninguna parte de esta publicación, incluido el disetio de la cubierta, puede ser

reproducida, almacenada o transmitida en

manera alguna ni por ningún medio, ya sea

eléctrico, químico, mecánico. Optico, de

grabación o de fotocopia, sin permiso previo del editor.

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No es difícil comprender por qué el deber de perdonar se ha convertido hoy en nuestro problema. El perdón que debemos conceder al ofensor y al perseguidor resulta, en efecto, excepcionalmente difícil para cierta categoría de humillados y de ofendidos: perdonar constituye un esfuer­zo que siempre ha de volver a hacerse, y nadie se extrañará si decimos que la prueba llega en ciertos casos al límite de nuestras fuerzas. Pero es que el perdón, en sentido estric­to, es efectivamente un caso límite, como pueden serlo el remordimiento, el sacrificio y el gesto de caridad. Puede que un perdón limpio de toda restricción mental no se haya concedido jamás en este mundo, que una dosis infi­nitesimal de rencor subsista de hecho en la remisión de toda ofensa: como el imponderable cálculo, el motivo microscópico de interés propio que subsisten escondidos en los subterráneos del desinteresamiento, o la impercep­tible especulación nimia que transforma la desesperación en un disperato de teatro y que es impura conciencia de la mala conciencia. El perdón es, desde este punto de vista, un acontecimiento que nunca ha advenido en la histo­ria, un acto que no tiene lugar en ninguna parte del espa­cio, un movimiento del alma que no existe en la psicología corriente... No obstante, y aun cuando no fuera un dato

EL PERDÓN

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de la experiencia psicológica, el gesto de perdonar sería un deber. Más aún, está en imperativo tan sólo porque justa­mente no está en indicativo. Pero el propio imperativo es imperioso únicamente porque el deber-hacer prescribe algo teóricamente factible. He aquí dos paradojas kantia­nas que parecen desmentirse entre sí y que, sin embargo, son verdaderas ambas a la vez: ante todo, es cierto, para­dójicamente cierto, que querer es poder, y que si nuestro querer es infinito, nuestro poder, en este sentido, no lo es menos; el hombre de deseo no puede mágica y literalmen­te todo lo que desea, pero la buena voluntad del agente puede todo lo que ella quiere; el ser «omnivolente» es, en este aspecto, omnipotente. Por lo tanto, si la buena volun­tad quiere el bien, puede hacerlo; y, por consiguiente, el bien es algo que todos podemos hacer, a condición de quererlo. Pero el bien es precisamente ¡algo que hay que hacer! De donde concluimos: siempre podemos hacer aquello que debemos hacer, si lo queremos sinceramente. Y no solamente podemos hacerlo, sino que podemos que­rer hacerlo, ya que el poder de querer es el único poder absolutamente discrecional, autocrático, ecuménico, que todos los hombres poseen en virtud de su hominidad: pues para querer, basta con quererlo. Y el querer querer, hasta el infinito, depende tan sólo de nuestra libertad, y cabe en un instante. Lo que cada cual es, en principio, capaz de hacer, cada cual, con mayor motivo, tendrá la fuerza de querer hacerlo, y hallará los recursos necesarios para querer ese querer. ¿Para qué exigir lo que nadie puede hacer? Por eso el apóstol escribe a los Corintios:' Dios no permitirá que seáis probados por encima de vuestras fuer­zas, o v x éáoei vpág jteigaoO qvai úqeg 6 ÓúvaoBe; pero junto con la prueba, nos dio el poder de soportarla,

I. Corintios 1, 10-13.

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t ó óúvaoücu í'Jtevevxeív. Este poder (óúvaoQat), la fuerza de resistir, corresponde al elemento psicológico. Una afortunada posibilidad, 6x60015, nos está por tanto reservada en todos los casos; gracias a ella, la prueba será siempre humana (ccvOQumivog), y el pecador siempre inexcusable. Un mandamiento que manda lo imposible no es un mandamiento serio, sino una recomendación plató­nica y sin consecuencia, una mera chanza; peor aún: la exigencia de lo inexigible, proporcionando a la inacción todo género de pretextos y de excusas, es una falsa intran­sigencia, un sofisma maquiavélico de la mala voluntad o, quién sabe, un sabotaje solapado. El purismo que exige la pureza incondicionalmente y sin concesiones- de ningún género, el extremismo que pretende el fin sin los medios, el verismo que predica la verdad a toda costa y en todos los casos, el radicalismo moral que quiere la inaccesible perfección hasta el punto en que ésta se contradice a sí misma, éstas son las verdaderas empresas clandestinas de desmoralización. El perdón de las ofensas no sería, por lo tanto, un deber serio si el ofendido careciera de la fuerza necesaria para perdonar a su ofensor. El perdón no es, des­de luego, como la victoria sobre la tentación, una decisión de la voluntad: pero, al igual que la decisión, es un aconte­cimiento inicial, y también repentino, y así mismo espon­táneo. — Y llegamos a la paradojología inversa: Kant impugna que haya habido nunca, en toda la historia del hombre, un solo acto de virtud puramente desinteresado; por eso La Rochefoucauld denunciaba el altruismo como una perífrasis del egoísmo, las virtudes como variaciones sobre el tema del amor propio, el desinteresamiento como una coartada especiosa del interesamiento; la filantropía como una filaucía clandestina. ¿No se expone la «dialécti­ca natural» a desalentar nuestra confianza en la omnipo­tencia de una buena voluntad? O sea, que lo más fácil del

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mundo es también lo más difícil. En esta imposible posibi­lidad reside toda la ambigüedad del «rigorismo»... De hecho, nuestros poderes están efectivamente limitados, pero debemos ignorarlo y hacer como si pudiéramos todo lo que queremos: pues una buena voluntad inocente, sin­cera y apasionada se guarda de usurpar, en ese aspecto, la óptica del testigo. A decir verdad, el héroe que no sólo alcanza, sino que franquea el límite de su poder, ese héroe, nihilizado por la muerte, deja de existir: tal es el caso del sacrificio hiperbólico, aquel que es iisque ad mortem. Pero hasta quiere decir aquí, al mismo tiempo, «hasta la muer­te, muerte excluida», y «hasta la muerte inclusivamente»: en ese punto supremo en que el ser es tangente a! no-ser, donde el hombre, culminando en la cima de su querer, es a la vez más fuerte y más débil que la muerte, el límite de las posibilidades humanas coincide con la sobrehumana, con la inhumana imposibilidad. El puro amor sin arroba­miento y el puro perdón sin resentimiento no son perfec­ciones que podamos obtener a título inalienable y cuya posesión sería para su poseedor fuente de buena concien­cia y de contenta complacencia. La satisfacción del deber virtualmente «cumplido», en participio-pasado-pasivo, es una patente que el dogmatismo reivindica a veces abierta­mente: muchos autómatas morales y papagayos virtuosos, en efecto, creen poseer un corazón habitualmente puro, se jactan de su pureza como de un hábito crónico, profesan el purismo, pretenden disfrutar de las rentas de su mérito. Pero una máquina de perdonar, un distribuidor automáti­co de gracias e indulgencias tienen sin duda relaciones sólo muy remotas con el verdadero perdón. Muy al con­trario, la gracia del desinteresamiento absoluto, semejante en eso al imposible puro amor feneloniano, es más bien un límite ideal y un horizonte inaccesible al que nos acer­camos asintomáticamente sin nunca alcanzarlo en reali-

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dad. O lo que viene a ser lo mismo: la gracia del perdón y del amor desinteresado se nos concede en el instante y como una aparición desapariciente, — es decir, en el mis­mo momento se encuentra y se pierde otra vez. ¿No es tan contradictorio un buen movimiento continuado como una chispa permanente? ¿No degenera en murga la inspi­ración que pretende perennizar una manera de ser? Este relajamiento del perdón se ha convertido hoy en un espec­táculo prácticamente cotidiano.

I. T emporalidad, intelección, liquidación

El impulso del perdón es tan impalpable, tan contro­vertible, que ahuyenta cualquier análisis: ¿qué asideros harían posible un discurso filosófico en esa sacudida fugi­tiva, en ese imperceptible parpadeo de la caridad?, ¿qué describir en la transparencia límpida de ese movimiento inocente? Inenarrable es el instante brevísimo, indescripti­ble el misterio simplicísimo de la conversión cordial. Pero si se trata del perdón relativo y no del perdón absoluto, muy bien. Tendremos inmensamente que decir... sobre los sucedáneos empíricos del perdón metempírico, acerca de las formas naturales del perdón sobrenatural. Tanto si el perdón es reticente como si es interesado, es decir, si el per­dón liquida incompletamente el pasado o si se le van los ojos hacia el porvenir, si disimula un secreto rencor o con­lleva una inconfesable especulación, si está mezclado con resentimiento o con «presentimiento», en ambos casos ofrece materia abundante para las descomposiciones psi­cológicas; en uno y otro caso resulta posible dosificar los elementos y desbaratar las restricciones mentales. Unos granos de rencor mal digerido o unos cálculos demasiado diplomáticos bastan para complicar, para espesar, para

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enturbiar la sinceridad diáfana del verdadero perdón. Ahora bien, cuanto más impuro y opaco es el perdón, mejor se presta a la descripción. Sólo es realmente posible, por ello, una filosofía apofática o negativa del perdón. Para empezar, tendremos que decir lo que el verdadero perdón gratuito no es. Tres productos de sustitución se nos ofrecen desde el principio: el desgaste por el tiempo, la excusa intelectiva, la liquidación, que es «paso al límite», pueden servir de perdón, es decir hacer las veces de per­dón; si no tenemos en cuenta el movimiento intencional, esas tres formas de similiperdón poseen más o menos los mismos efectos exteriores que el perdón puro, al igual que la apariencia conforme al deber surte los mismos efectos exteriores que el deber cumplido por deber; el similiper­dón sin intención de perdonar es tan indiscernible del ver­dadero perdón como la imitación es indiscernible del modelo. Pues algunas veces la copia remeda al modelo hasta confundirnos. Perdonar por cansancio o por caridad pueden equipararse para el insultador: el elemento dife­rencial permanecerá invisible... Pero ¿dónde está el cora­zón del perdón? Los perdones apócrifos tienen algo en común con el perdón auténtico: ponen fin a una situación crítica, tensa, anormal, y que había de acabar un día u otro; pues la hostilidad crónica pasionalmente arraigada en una memoria rencorosa, como toda anomalía, está pidiendo solución; el rencor atiza la guerra fría, que es un estado de excepción, y el perdón, verdadero o falso, hace lo contrario: levanta el estado de excepción, liquida lo que el rencor sustentaba, resuelve la obsesión vindicativa. El nudo del rencor se desanuda.

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II. El acontecimiento, la gracia y la relación con el otro. De la clemencia

Con todo, la temporalidad, la intelección y la liquida­ción no reúnen por sí solas todas las marcas distintivas por las que reconocemos al verdadero perdón. Veamos tres de esas marcas, entre las más características: el verdadero per­dón es un acontecimiento fechado que adviene en uno u otro instante del devenir histórico; el verdadero perdón, al margen de toda legalidad, es un don gracioso del ofendido al ofensor; el verdadero perdón es una relación personal con alguien. El acontecimiento, empezando por él, consti­tuye desde luego el momento decisivo del perdón, del mis­mo modo que es el momento decisivo de la conversión. ¿Sobreviene siempre y en cualquier parte? Se difumina, al contrario, en ciertas formas condescendientes de clemen­cia: el sabio está dispensado del esfuerzo meritorio, del sacrificio desgarrador que permiten a los ofendidos supe­rar la ofensa; para ese hombre invulnerable, casi nada acaece ni se produce; las injurias del ofensor no le alcan­zan siquiera. Nadie espera encontrar el verdadero perdón en las Disertaciones de Epicteto: para este estoico altivo, acorazado de ataraxia, de analgesia y de apatía, el instante dramático no desempeña casi ningún papel; las heridas son para el sabio más insignificantes que arañazos, apenas si percibe su existencia. Desdeñando el mal y la maldad, la clemencia minimiza la injuria; al minimizar la injuria, hace inútil el perdón. No hay perdón porque no hay, por decirlo así, ofensa, y en absoluto ofendido, aunque haya habido ofensor. ¿Ha habido siquiera un ofensor? — La cle­mencia, que no implica acontecimiento determinado alguno, tampoco es una verdadera relación con la ipsidad del otro. En resumen: casi nada que perdonar y casi nadie tampoco a quien perdonar. El magnánimo es demasiado

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grande para ver desde la cima de su altitud las moscas y pulgones que lo acosan: por eso, la megalopsiquia se cam­bia fácilmente en desdén. El ofensor no solamente es des­deñado: mejor dicho, es casi inexistente; y la clemencia, a su vez, no solamente es condescendiente, más bien es «intransitiva»; es literalmente solitaria en su magnanimi­dad. La clemencia es un perdón sin interlocutor: por eso el clemente no pronuncia la palabra perdón para un verda­dero compañero de carne y hueso. Ese cara a cara es una soledad, ese diálogo un soliloquio, esa relación un solipsis- mo. No es exagerado decir que el hombre clemente nunca sufre a causa de su insultador, que nunca ha tenido tiempo de estar resentido con él, que no le reprocha nada ni le honra con experimentar el menor rencor hacia él, aunque fuese un rencor incipiente de inmediato reprimido por el perdón... En verdad, no se digna mirar siquiera a quien absuelve. Ni percibe la existencia del pulgón. Sea magna­nimidad o magnificencia, (.lEyaXoijRtxía ou peyaXojtQév- JTEia, la clemencia excluye toda relación verdaderamente transitiva e intencional con el prójimo. La clemencia no es perdón, como tampoco la generosidad es amor: el genero­so es sencillamente demasiado rico en recursos, y los recursos desbordan por sí mismos, o bien es el generoso quien los derrama a su alrededor ciegamente, como un cuerno de abundancia derrama los dones de la tierra y las bendiciones; el generoso, en este punto, semeja a la natu­raleza: tampoco la naturaleza ama a nadie en particular; en su sobreabundancia vital, prodiga sus liberalidades a todos indistinta y ciegamente, sin ninguna predilección selectiva; pues la naturaleza no tiene preferencias, y no escoge ni jerarquiza los valores: por eso da flores para todos, para los buenos tanto como para los malos. Y lo mismo carece de rencor que de gratitud; la ingrata, la olvi­dadiza naturaleza se muestra perfectamente indiferente a

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nuestros pesares; la anónima naturaleza no tiene intencio­nes, y si ignora la alteridad del otro, con mayor motivo ignora la relación con el otro. Al igual que una multimillo- naria loca tira dólares por la ventana, o los da al que pasa, o invita a todo el que pasa a su mesa, no porque ame espe­cialmente a sus invitados, sino sencillamente porque el invitado ha tenido la suerte de pasar en el buen momento bajo sus ventanas; o como el hombre dichoso en amor sonríe a todos los desconocidos que encuentra, canta, besa a la controladora del metro: pero su beso no está destina­do a la controladora del metro, ni su sonrisa es en mi honor; sonríe a cualquiera, sonríe sencillamente a quien se encuentra ahí por casualidad en el momento de pasar él; el mundo nó es bastante grande para esa plétora de sonrisas. Así es como la clemencia prodiga sus gracias: a manos lle­nas, y sin mirar siquiera a los agraciados. Aristóteles, como sabemos, otorga más atención a la liberalidad que al perdón, a la amistad que a la caridad; el estoicismo predica la filantropía general y la filadelfia abstracta que aman a todo el género humano, pero el tierno agapé, el movi­miento inmediato de alocución, la predilección de la pri­mera persona por su segunda persona de amor han per­manecido, en general, ajenos a la sabiduría antigua. Y del mismo modo, el helenismo aprecia la virtud de pobreza, por cuanto la pobreza implica la orgullosa independencia y la autarcía sustancial; pero ignora la mendicidad, cuan­do la mendicidad implica el momento de la humillación y la petición suplicante. Cierto es que perdón y mendicidad se dirigen en sentido contrario el uno de la otra, porque aquél concede magnánimamente una gracia mientras que ésta implora humildemente una limosna; aquél da y per­dona mientras que ésta recibe y pide perdón... Pero tienen en común el advenir y el relacionar transitivamente a dos personas. La clemencia no constituye el momento privile­

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giado de una relación con otro; es, a la vez, indiferente a los perjuicios ajenos e insensible a la presencia del otro. Quien te ofende, nos dice el Manual de Epicteto, no es el insultador, oí>x ó Xoióoqwv r) tójitíov úóqí^e i,2 sino sencillamente tu opinión (Óóypa) acerca del insulto. Para el sabio colmado de humillaciones y de afrentas, para quien hubiese tenido tanto que perdonar a los perseguido­res y a los violentos, para el esclavo de Epafrodito, se trata de ser invencible (ávíxqxog) en un combate:3 sí, un com­bate (áycóv), mucho más que un diálogo. Se trata de ser el más fuerte, siendo el más débil. El sabio, parapetándose en la ciudadela de la voluntad propia, ignora en efecto la sus­ceptibilidad de los débiles y bajo el ultraje se vuelve más insensible que una piedra. ¿Acaso son susceptibles las pie­dras del camino? Bello resulta vencer cuando se es venci­do. La clemencia estoica nunca ha abandonado la coraza de la sublime indiferencia.

La efectividad del acontecimiento desaparece en el des­gaste temporal y en la intelección. El tiempo diluye el acontecimiento a lo largo del intervalo, al hilo de los días y de los años; y en cuanto a la intelección, aunque implique el descubrimiento de una verdad racional, anula por com­pleto y hace desaparecer el instante del perdón. La adveni­da deja de ser repentina si esperamos absolución de la duración; pero si nos dirigimos a la intelección, es la adve­nida en general lo que deja de advenir. En cambio, la deci­sión de pasar al límite adviene siempre como una ocu­rrencia arbitraria e instantánea. — La relación con la per­sona, a su vez, no es una verdadera relación personal ni en el desgaste cionológico ni en el paso al límite: ni en un caso ni en el otro, quien cree perdonar tiene ante sí a

2. Manual, $ 203. Manual, § 19.

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alguien a quien verdaderamente perdonaría; el perdonado con ese perdón es más bien un anónimo, un ser sin rostro a quien el hombre ultrajado trata con negligencia. — El perdón es, por último, un obsequio gratuito del ofendido al ofensor. Este tercer carácter, tal vez el más esencial, ya que implica el acontecimiento y la relación con alguien, lo encontramos de nuevo en la temporalidad, e incluso en el paso al límite. El perdón pertenece, en efecto, al ámbito extralegal, extrajurídico de nuestra existencia; como la equidad, y mucho más aún, es una abertura en la moral vallada, una especie de aureola en torno a la ley estricta: ¿no es la equidad esa excepción bienvenida que hacemos algunas veces a la exacta justicia?4 Los contornos rigurosos de la ley, por efecto del perdón, se tornan borrosos, difu­sos, atmosféricos; la justicia, con sus sanciones, se desdi­buja por completo en la niebla de las aproximaciones eva­sivas. Sin duda, al reglamentar la amnistía, la prescripción y el ejercicio mismo del «derecho de gracia», la ley procura fijar en sus plazos y límites la generosa ¡legalidad: así es como la «propina» tiende a perder su carácter facultativo y espontáneo y a formar parte de la nota, como los aguinal­dos se convierten poco a poco en impuestos. Pero la grati­ficación cordial se reconstituye hasta el infinito fuera del contrato y más allá del servicio pagado. Continuamente el derecho codifica y engloba el movimiento gracioso del perdón; y continuamente el perdón escapa a los límites en los que pretendía contenerlo un códice macizo; al negarse a ser simple posdata del derecho literal y jurisprudencia de la justicia, el perdón constituye para la ley un principio de movilidad y de fluidez: esta ley, por la gracia del per­dón, se mantendrá pneumática, evasiva y aproximada. De

4. Leyes, VI, 757 d-e. tó yÜQ éjneixég xui orÚYYViopov toü te- Xéov xa! áx0i6oíiq Trago 6¡xr|v ujv ÓQOrjv étmv nu0UTe00Ui*néov.

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este modo, la sola idea de un derecho al perdón destruye el perdón. El perdón encuentra empleo cuando el agravio permanece inexpiado y la culpa irreparada, y mientras la víctima no ha sido indemnizada de su daño. No se dice del condenado que ha cumplido su tiempo de prisión y pur­gado su pena completamente, sin remisión ni amnistía, no se dice de ese condenado, el día de su excarcelación: sale perdonado... Sería una burla demasiado amarga. Se dice tan sólo: ha pagado. Eso es todo. Su deuda está amortizada y no debe nada más a nadie; la sociedad le ha devuelto en principio, en forma de pena, el mal que ella había recibi­do. A toma y daca. El stntu quo ante (a condición de no tener en cuenta ni los antecedentes penales ni los años perdidos, que son irreversibles) queda aritméticamente restablecido por la compensación penal, es decir por la nivelación de la protuberancia injusta. El impuro purifica­do según el rigor de la justicia ya no necesita obsequios de nadie... En cambio, el perdón recobra una razón de ser cuando el deudor moral es todavía deudor: apresuraos a perdonar antes de que el deudor haya pagado. Perdonad de prisa para que podáis abreviar un castigo más, mientras dispongáis de una pena de la que poder dispensar al cul­pable. Si esperáis demasiado, el perdón no será más que una broma pesada. Perdonar es dispensar al culpable de su pena, o de una parte de su pena, o liberarlo antes del cum­plimiento de su pena; y por nada y a cambio de nada; gra­tuitamente; por añadidura. Pero para ello es preciso que quede una pena o un trozo de pena que condonar... La materia del perdón, así pues, es la culpa inexpiada o el epi­sodio inexpiado de la culpa; dicho de otro modo, la culpa inexpiada o parcialmente irredimida es el objeto de la con­donación graciosa. Dado que la gratificación es el don que se concede de más y por añadidura y al margen de la cuen­ta, y que es, por decirlo así, una franja de gratuidad alre-

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dedor del pago conmutativo, así el perdón, obsequio nega­tivo, es ese de-más que es un de-menos, y que permanece al margen de ávxutEjrovGóg, es decir, de la justicia correctiva: el ofendido renuncia, sin estar obligado a ello, a reclamar lo que se le debe y a ejercer su derecho, inte­rrumpe libremente las diligencias y decide no tener en cuenta el perjuicio sufrido. El perdón es en hueco lo que el don es en relieve.

III. El ofendido y el pecado

Una tercera distinción debe coincidir aquí con las dos primeras. Dando cabida sucesivamente al aconteci­miento, a la gracia y a la relación con el otro en la tempora­lidad, en la intelección y en la liquidación, nos situaremos cada vez en dos puntos de vista diferentes. El acto que per­donar puede ser en efecto de dos clases, a las cuales corres­ponden dos formas de perdón, una más bien psicológica, otra más puramente moral: primero, pueden perdonarse las afrentas que uno mismo ha sufrido: el amor propio y el interés propio son, en este caso, los únicos en juego; por lo que se refiere a los valores, sólo se ven perjudicados en la medida en que un atentado contra el yo puede ser un aten­tado contra la dignidad de la persona humana: pues los valores en sí no son «ofensibles». Este perdón con el cual el ofendido decide hacer abstracción de su ego, renunciando a cualquier reparación, no es el menos costoso ni el menos desgarrador: pues el único «desinteresamiento» meritorio es aquel que hace, expresamente, cruel sacrificio del interés propio. Poco importa que la ofensa sufrida no cree una situación ética, que la absolución del ofensor no dé lugar a un caso de conciencia: el perdón es por sí mismo el gesto moral, aun cuando mi interés dañado o mi susceptibilidad

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herida no constituyan en modo alguno problemas morales. Pero también se puede conceder el perdón al margen de cualquier ofensa, de cualquier afrenta personales: el per­dón, que significaba antes el olvido de los agravios, signifi­ca ahora la gracia concedida al pecado; en este caso perdo­no, no el mal que me han hecho, sino el mal a secas; no el agravio que me ha herido, sino la injusticia que un culpa­ble en general ha cometido. Este perdón, al condonar al pecador todo o parte del castigo que ha merecido, plantea un problema ético; puesto que la culpa queda impune, que el pecador ha saldado su deuda con la ley moral, el perdón da lugar a un conflicto de deberes y suscita escrúpulos. — La distinción que acabamos de hacer afecta especialmente a la relación con los demás: pues el perdón resulta evidente­mente más personalizado cuando el ultraje sólo alcanza a nuestro yo y cuando el insultado debe perdonar a su insul­tador. Habremos de distinguir cuidadosamente este perdón del perdón impersonal que sigue a una ofensa a los valores.

¿Hallaremos en el desgaste temporal, tanto si borra un pecado como si atenúa una ofensa, el acontecimiento, la gratuidad y la relación con alguien?

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EL D ESGASTE TEM PORAL

Si el desgaste es un efecto natural de la duración, habremos de confesar que el perdón confirma y ratifica la intención de la naturaleza. No es que el desgaste de las cosas materiales o minerales resulte propiamente de la temporalidad del tiempo: no es el tiempo lo que trans­forma las cosas, ni lo que las roe (pues el tiempo es impalpable), sino la acción de ciertos factores físicos a lo largo del tiempo; es el viento y el mar en el curso de los años, no los propios años; no son los minutos lo que amortigua las ondas sonoras de un eco o las vibraciones de un diapasón descuidado, sino la resistencia del aire. En cambio, el desgaste de los organismos vivos, aunque acelerado por los agentes físico-químicos, resulta ante todo de una entropía cualitativa e irreversible, esencial en el devenir vivido. Es cierto, el hombre nunca se baña dos veces consecutivas en el mismo río; pero hemos de añadir: no es el mismo hombre el que se baña dos veces consecutivas... Si creemos a Heráclito, el bañista al menos seguiría siendo el mismo a través de la sucesión de sus baños: pues hasta en el movilismo existe un siste­ma de referencia inmóvil. Último núcleo de sustanciali- dad y de inmutable fijeza, al que renuncia, como sabe-

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mos, el sobreevolucionismo bergsoniano. Todo es cam­bio, incluido el sujeto que cambia. Las situaciones se modifican, pero también los hombres que se hallan en esas situaciones. A otros tiempos, otros problemas. El perdón, a este respecto, está bien dirigido en el sentido de la evolución, la cual va siempre hacia delante; el per­dón se opone al rencor como el haciendo-se a lo ya- hecho. Mostremos de qué manera confirma el perdón la dimensión natural del devenir y desmiente la tenaz resis­tencia de los hombres a ese devenir. Pues en toda tempo­ralidad hay un anverso y un reverso, una posición y una negación...

I. Re-venir también es advenir.El devenir está siempre del derecho

El devenir, por de pronto, es esencialmente futurición y accesoriamente preterición; dicho de otro modo, y según se mire hacia delante o hacia atrás, el devenir monta conti­nuamente un futuro, y por eso mismo y al mismo tiempo desmonta tras de sí un pasado; a medida que presentifica el porvenir, preteriza el presente, con un solo movimiento y en una sola renovación continuada. Por supuesto, para que haya devenir se necesita a la vez el souvenir y el sobre­venir, pero no son dos movimientos inversos hechos para contrarrestarse: ya que si sobrevenir y «subvenir» tirasen en sentidos diametralmente opuestos, se neutralizarían recíprocamente y el devenir, a fin de cuentas, se inmovili­zaría en punto muerto. Cierto es que el devenir, en cuanto advenimiento del porvenir, es secundariamente fábrica de recuerdos: pero esos recuerdos, depósito natural de la posición, del mismo modo que los valles son el reverso de las montañas, lastran la imaginación e imprimen normal­

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mente a la futurición un impulso y un empuje acrecenta­dos, toda vez que el papel de la memoria consiste en enri­quecer la experiencia y no en retrasar la acción; sobre el trampolín de los recuerdos, la acción rebota más alto y con mayor energía. Tal es el efecto de la alternativa. La alteración hace advenir al otro haciendo retroceder al mis­mo, la innovación actualiza la novedad drenando la pléto­ra de recuerdos, favoreciendo la deflación de la memoria; y mientras que el Aún-no se transforma en Ahora, el Aho­ra, ipso fado, se transforma en Ya-no. Mañana será Hoy y Hoy Ayer, todo ello en un solo y mismo sentido: ésa es la intención del devenir; pues el devenir irreversible tiene un sentido y una vocación. Así pues, todo aquello que va en el sentido de la marcha y de la historia está del derecho; todo aquello que va en sentido contrario, o nada a contraco­rriente, es decir aguas arriba, está dirigido del revés. Se trata de devenir en el sentido del tiempo, y no de re-venir a destiempo o a contratiempo... Incluso si el «souvenir» no es un «sobrevenir» del revés, el «advenir» es el auténti­co «venir» del derecho... ¿Acaso la advenida no expresa la esencia elpidiana de la venida, la cual es por entero espe­ranza, aventura y advenimiento? Re-venir no significa tan­to venir al revés: significa más bien, a la manera de los aparecidos, aparentar venir; pues la «aparición» es un simulacro y un fantasma de venida; como progresión invertida, la regresión es, sobre todo, inmovilidad de raíz, bajo las apariencias del movimiento: permanece estacio­naria más que yendo a reculones. El recuerdo es esta falsa venida. Pero en ciertos casos puede aparecer como la onda de retorno que tiende a neutralizar a la futurición. Entre todas las formas de la falsa venida y del anacronis­mo, la retrogradación rencorosa, aun no siendo literal­mente regresiva, es sin duda la más pasional: pues el ren­cor no es un recuerdo como los demás; el rencor no acep-

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ta evolucionar, a imagen del recuerdo; no se deja, como el recuerdo, colorear por la sucesión cronológica de los acontecimientos: semejante más bien al hombre de remor­dimiento, el hombre de resentimiento se engancha y se aferra al pretérito, se envara porfiadamente contra la futu- rición. El agresivo rencor resiste al devenir; mientras que el perdón lo favorece, al quitarle los impedimentos que lo entorpecen; nos cura de la hipertrofia rencorosa: la con­ciencia, una vez liquidados los viejos rencores, es semejan­te a un viajero sin equipaje; camina a paso ligero al encuentro de la vida; o si preferimos la dimensión vertical: la conciencia, aliviada del peso de los recuerdos y de los resentimientos, supera la pesantez como un aeronauta y se eleva de un salto hacia la altura después de haber soltado lastre. ¡Hagan sitio para las novedades! El perdón desanu­da de este modo la última traba que nos amarraba al pasa­do, nos arrastraba hacia atrás, nos retenía abajo: dejando advenir al porvenir y acelerando así este advenimiento, el perdón confirma la dirección general y el sentido de un devenir que pone el acento tónico en su futuro. El perdón ayuda al devenir a devenir, pero el devenir ayuda al per­dón a perdonar. Porque el anacronismo rencoroso, en general, no resiste mucho tiempo al irresistible arrastre de la futurición... — Y es que el devenir está siempre del derecho, incluso cuando parece re-venir; el devenir va siempre hacia delante, incluso cuando parece volver sobre sus pasos: los retrocesos aparentes son continuación, nada más, de una sucesión cronológica invariablemente dirigida hacia el futuro. Así, todo el mundo se halla en el sentido de la historia, incluidos quienes parecen remontar a con­tracorriente. El movimiento que monta desmontando, desmonta montando, en definitiva es posición: representa su última palabra. La futurición-preterición resulta ser futurición, e incluso tan sólo eso; más aún: la propia

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preterición es un momento de la futurición, futurición más rápida en el crecimiento, más laboriosa en el enve­jecimiento, pero futurición en todos los casos ’EQ/ópe- vog fj^si, veniens veniet! ’ Ióou eqxetcu, ecce venit. Existe, así pues, una sola «venida», y esta venida, positiva o apa­rentemente negativa, constituye el devenir mismo. Por ejemplo, por muy antiguos que sean los acontecimientos que nuestra memoria recuerda, el acto de recordarlos adviene ahora: el acontecimiento rememorado está fecha­do en el pasado de las crónicas, pero la rememoración constituye cada vez una novedad en el presente de la cro­nología; mis recuerdos actuales son un acontecimiento del día de hoy. San Agustín lo dijo con otras palabras. Así, también el anacronismo, en su lugar, a su vez, y a su manera, es anacrónico, una pieza de la cronología cuyo anacronismo es él mismo: el anacronismo resulta un epi­sodio intempestivo de la temporalidad. Puede que el ana­cronismo no derribe lo irreversible, pero ralentiza su mar­cha: las fuerzas retrógradas entorpecen el progreso aunque sin detenerlo, y menos aún invertir su curso; no cambian, en conjunto, la tendencia general de la evolución. La regresión no va, por lo tanto, en sentido inverso de la pro­gresión: la regresión es sencillamente una progresión retardada; la retrogradación que se cree retrógrada es sen­cillamente un progreso perezoso. El progreso regresivo difiere del progreso progresivo solamente por su tonalidad cualitativa. El recuerdo es ese rallentando del devenir: no obliga a re-venir al devenir, y apenas si lo frena. Y en cuan­to al rencor, actúa también sólo como ralentizador y causa retardadora. Antes o después, el rencoroso cederá a la omnipotencia del tiempo y al peso de los años acumula­dos; pues el tiempo es casi tan omnipotente como la muerte, el irresistible tiempo es más tenaz que las volunta­des mas tenaces. Y el rencoroso se cansará de aborrecer a

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su ofensor antes de que el devenir se canse de devenir... No, nada resiste a esta fuerza silenciosa, continua, impla­cable, a esa presión verdaderamente infinita del olvido progresivo; ningún resentimiento, por obstinado que sea, aguanta ante esa masa de indiferencia y de desafecto. Todo nos aconseja olvidar. La memoria, vencida de antemano, solamente puede oponer a la futurición una defensiva siempre provisional y por lo general desesperada... Un día u otro, a la larga, el olvido oceánico sumergirá todos los rencores en su grisalla niveladora: así es como las arenas del desierto acaban sepultando ciudades muertas y civili­zaciones difuntas, y así es como la acumulación de siglos y de milenios envolverá, a lo sumo, en la inmensidad de la nada los crímenes inexpiables y las glorias imperecederas. Marco Aurelio, como sabemos, lanzó una mirada de águi­la a esta infinidad de la historia que aplasta las reputacio­nes más duraderas, esta eternidad que nihiliza las hazañas más memorables: piXQÓv óé f| pqxíotq i)OTeQO(pqpla:' mínima es la más extensa gloria postuma; referido a la his­toria infinita, cualquier recuerdo tiende hacia cero, como un punto en el espacio; en la sucesión de los siglos la haza­ña acaba apareciendo como si nunca hubiese tenido lugar, el héroe como si nunca hubiese existido; y hasta acabamos dudando de que la culpa imperdonada fuera alguna vez realmente cometida; lo hecho y lo no-hecho, facturn e infnctum, resorbidos en un mismo no-ser, resultan indis­cernibles uno de otro. Ducunt fata volcntem, nolentem trahunt... Lo que equivale a decir: voletis nolens y, por las buenas o por las malas, el hombre deberá marchar en el sentido de la futurición, ir adonde el tiempo lo lleve. Tarde o temprano, el tiempo tendrá la última palabra. ¿Volens nolens? — Pues mejor volens. Puesto que en ambos casos 1

1. Pensamientos, III, 10.

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el resultado será el mismo, más vale consentir al tiempo y abundar en el sentido de la historia; más vale asumir

-espontáneamente el destino, para no tener que padecerlo. ¿Tarde o temprano? Pues más vale temprano que tarde, más vale incluso en seguida; y en cualquier caso lo antes posible. Sí, cuanto antes mejor. Ya que se trata sin duda de un dilema, ya que de todas maneras la temporalidad será más fuerte y de todas maneras el olvido acabará su obra un día u otro, ya que el recuerdo es una causa perdida, mejor perdonar sobre la marcha y acabar de una vez con la causa perdida y el recuerdo sentenciado. Adelantándose al inevitable olvido y al inevitable desuso, el perdón reco­noce en definitiva la invencibilidad del destino inexorable: pues podemos aplicar al tiempo lo que dicen Aristóteles y después de él León Chéstov2 de oqiETájieiaTOg á v á y x q . Para no ser triturado por la máquina del proceso tempo­ral, la buena memoria se anticipa a su derrota cierta, opta por olvidar sin esperar que el devenir la obligue a ello, y por consiguiente se apresura a perdonar. No se obstina en conservar las modas pasadas de moda, en mantener en circu­lación las monedas desmonetizadas, en pudrirse en los odios caducos: favorece el porvenir acelerándolo.

II. El olvido

Y además, aunque el rencoroso no olvide la ofensa, sus allegados y las generaciones nuevas ya han olvidado por él: el rezagado, expuesto a ser barrido por su época, deberá compensar el anacronismo y alcanzar el movi­miento general; semejante a un instrumentista atrasado que corre e incluso se salta unos compases para volver a

2. Athénes et Jérusaleni (1951).

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coincidir con la orquesta. El perdón, a su manera, borra una especie de disonancia. Antes de que el desfase resulte irremediable, el rencoroso se apresura a perdonar... Pues la historia marcha más deprisa que la cicatrización de nues­tras heridas. El hombre rebasado sobrevivirá si permanece contemporáneo de su tiempo, o se sitúa en el mismo tiem­po del tiempo que sus contemporáneos. Solemos decir: las circunstancias han cambiado, la actualidad y la oportuni­dad se han desplazado, los problemas se plantean hoy de otra manera, etc.; los viejos rencores, repelidos por el pre­sente y por la transformación del contexto histórico, se tornan tan irreales como apariciones, tan inactuales como supervivencias supersticiosas, tan risibles como vestidos obsoletos de nuestras abuelas. — La evolución de cada individuo, incluido el propio ofensor, recapitula a su manera la de las generaciones sucesivas: hoy estoy resenti­do con alguien que ya no es quien me ofendió entonces; guardo rencor, en definitiva, a alguien que no existe ya, a la sombra de un culpable, a un fantasma de pecador. El rechazo de perdonar inmoviliza al culpable en su culpa, identifica al agente con el acto, reduce el ser de ese agente a haberlo-hecho. Pero el ser desconocido protesta contra esa simplificación: una mentira no hace un mentiroso; la persona rebasa infinitamente el pecado en el que nuestro rencor quiere encerrarlo. Cuando se apunta a un planeta pretendiendo disparar al objetivo hay que tener presente el movimiento de dicho planeta, es decir el lugar que ocu­pará en el cielo cuando el cohete deba alcanzarlo, y que de ningún modo es su lugar actual: sin esa corrección se dis­pararía a un lugar vacío, al punto en el que efectivamente había algo en el momento del disparo y en el que ya no hay nada. El rencoroso, al fijar al ofensor en su esencia inmutable, incorregible y definitiva de hombre culpable, apunta también a un lugar vacío. Toda la desesperación

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del resentimiento cabe en esa impotencia: el resentimiento ni siquiera sabe a quien culpar; ¡acusa a quien ha dejado de existir! — Todo se une así al movimiento general del devenir: la época, que evoluciona irreversiblemente, el ofen­sor, que ya no es el mismo, sino otro, y por último, el ofendido en persona, — todos avanzan, quieran que no, pero desigualmente deprisa, por el camino del tiempo. Y así como el rencoroso es una especie de anacronismo en plena contemporaneidad, así el rencor de dicho rencoroso puede ser un anacronismo local y un elemento rezagado dentro del individuo. Pues no todos los ingredientes de esa sincrasia individual que llamamos psiquismo llevan nece­sariamente el mismo compás, ni llevan necesariamente el mismo paso, o a la misma velocidad: todos no siguen la pauta del mismo diapasón ni con el mismo tempo. La vida personal es un complexus de líneas relativamente inde­pendientes que a veces se desarrollan cada una por su

cuenta: un hombre en vanguardia del progreso en el cam­po social puede ser completamente retrógrado en sus pre­juicios estéticos; un aficionado a la pintura abstracta pue­de ser anticuado en sus gustos musicales y preferir Ambroise Thomas a Stravinski. Y del mismo modo, islotes de inactualidad — una desolación desconsolada, un remor­dimiento obsesivo, un viejo rencor nunca digerido, el recuerdo tenaz de una ofensa imperdonada— , pueden sobrevivir en una conciencia muy moderna. La articula­ción y el pluralismo de las líneas de conciencia evitan muchas veces que parezcamos como la muía del Papa, que guardó su coz en reserva durante siete años, y se convirtió toda ella en esa patada vengadora: el hombre no es, en general, esa muía ofendida, humillada y pasionalmente obsesionada por la idea fija de su revancha. La parte de nosotros mismos que permanece vindicativa y que resiste al movimiento natural de la historia es en general una

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porción local de lo vivido. El rencor parece a menudo un grumo que el devenir no ha conseguido todavía disolver. Cuando nuestros intereses vitales se han movido en fun­ción de las amistades nuevas y de las preocupaciones del momento, en función de los términos inéditos en los que ahora se plantean los problemas, una aparición ha sobre­vivido en plena modernidad; testigo de los tiempos pasa­dos, el provecto fantasma erra aún en nuestra memoria. Y esta supervivencia es tanto más antivital cuanto que es supervivencia, no ya de un amor difunto, ni de una fideli­dad ridiculamente tenaz, ni de una gratitud extemporá­nea, sino de un odio verdaderamente postumo: si el amor que tenemos a un espectro es un «amor brujo», el rencor sería dos veces brujo, — primero porque también él so­brevive a su causa y, en segundo lugar, porque es memoria del mal,3 recuerdo de odio e inversión de la gratitud, la cual es, al contrario, eumnemia y buena memoria del beneficio. ¿No es el resentimiento una especie de reconoci­miento al revés? Al menos el amor no siempre ha sido brujo, y no lo deviene hasta el otro lado de la tumba, una vez embrujado por los sortilegios de la reminiscencia. Mientras que el odio era ya brujo el día de la afrenta, cuando todo lo justificaba y cuando su actualidad era todavía viviente. ¿Qué psicoanálisis exorcizará ese espectro de antaño? El tiempo obliga al rezagado no solamente a ser contemporáneo del tiempo de todos, no solamente a marcar la misma hora que su época, sino también a ser contemporáneo de su tiempo propio y a regular sobre el mismo «Ahora» todos los contenidos de su conciencia. ¡Que la evolución se lleve nuestras últimas fidelidades, borre nuestras últimas supersticiones, evacúe las supersti­ciones de un pasado caduco! El perdón temporal disuelve

3. Nombre que se da en ruso al rencor: zlopamiatstvo.

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las preocupaciones y jaquecas rezagadas en nuestro pre­sente. Así es como el tiempo borra por sí mismo los dis- cronismos regionales de la cronología-propia. Moviliza todas las ¡deas fijas, consuela las penas más inconsolables, conjura los remordimientos más obsesivos, derrite los ren­cores tenaces. Liquida licuando. El hombre que consiente al devenir y renuncia al deleite de la machaconería fluidifi­ca el advenimiento del porvenir, lubrica la sucesión del antes y el después; abunda en el sentido de la alteración que hace advenir al otro: la escurridiza futurición disolve­rá en ese hombre los coágulos de la preterición rencorosa que tienden constantemente a rehacerse a nuestra espalda.

III. El desgaste

El accelerando de la futurición implica, así pues, el ritardando de la preterición; el advenimiento del porvenir y el rechazo de los recuerdos constituyen un solo y mismo devenir, considerado como antes, al derecho, o como aho­ra, al revés. Mientras el devenir es una creación continua vuelta hacia el porvenir, nos aconseja sencillamente acoger otra cosa, pensar en otra cosa, abrirnos a la alteridad del día siguiente: la conciencia sin memoria mira continua­mente más allá, como si nada hubiera ocurrido. Pero cuando el devenir conserva recuerdos, la alteración, ralen­tizada por el plomo del pasado, implica el desgaste de ese pasado: pues el retorno al statu quo ante resulta de todos modos imposible. Si el devenir fuera lisa y llana futurición e innovación incesante, el olvido frívolo borraría sobre la marcha y en el acto y como por encanto, el recuerdo de la culpa: el perdón (admitiendo que ese perdón inmedia­to, que ese olvido instantáneo y continuado merezcan lla­marse perdón) intervendría entonces en la inocencia de

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cada minuto nuevo; más aún, el perdón se daría con la ofensa o, lo que es lo mismo, el instante después. Tal es el caso de una mens momentánea, de una mente instantánea y desmemoriada para la cual la futurición se reduce a un aeternmn nunc y a un presente perpetuo. En ese caso ni siquiera hay perdón: pues el perdón exige que un plazo mínimo se infiltre entre la ofensa y la absolución, que se haya tenido tiempo, aunque sólo sea diez segundos, de detestar al pecador, que un rencor infinitesimal tenga al menos tiempo de formarse; pues el resentimiento, senti­miento sobre sentimiento, sentimiento con exponente, no existe sin la contemporización. Sin esa contemporización, sin ese intervalo que perenniza la injuria, ¿dónde encontra­ría el perdón algo que perdonar? Pero la «consciencia» puntual e inconsistente de la que nosotros hablamos es una consciencia de protozoo, atascada por la inconsciencia: afrentas e insultos, para esa consciencia despreocupada, son solamente fuegos fatuos, fulgores instantáneos y apari­ciones desaparecientes. Pues el tiempo vivido no sólo es sucesión novadora, también es el conservatorio y el deposi- torio de los recuerdos; y la memoria, si no es literalmente regresiva, por lo menos enlentece y entorpece el ímpetu de la progresión. Sin la conservación, no obstante, la innova­ción no sería siquiera novadora: pues esa mezcla de inno­vación y de conservación, ésta frenando a aquélla, aquélla apoyándose en ésta, es la que fabrica la renovación relativa que llamamos devenir; lo nuevo continuamente sustituye a lo antiguo; un presente siempre distinto por ser siempre el mismo, un presente continuamente diferente del pasado y sin embargo semejante a ese pasado, un presente lenta­mente transformado a través de mil modificaciones imperceptibles, — eso es lo que convenimos en llamar evo­lución. Ese devenir que es pro indiviso futurición y prete­rición tiene por resultante la propia futurición. Y asimis­

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mo> la resultante de una progresión y de una acumu­lación de recuerdos se llama, sencillísimamente, el progreso: el progreso sólo se calibra con referencia a lo adquirido; el progreso representa, por decirlo así, la diferencia entre una pura futurición sin contrapeso y una futurición ralen­tizada. Lo irreversible mismo no consiste en dar la espalda al pasado, — pues el devenir retiene siempre algo de ese pasado, sino en evolucionar continuamente en el mismo sentido: está prohibido volver atrás, no está vedado con­servar recuerdos; la imposibilidad del rejuvenecimiento no acarrea la necesidad de ser infiel o ingrato. Cuando el devenir es futurición, su impulso se ralentiza con el peso de los recuerdos. Pero cuando es preterición, el patrimo­nio de los recuerdos es al contrario roído, mordisqueado, menguado por el impulso de una futurición novadora y locamente dispendiosa. Nuestros sentimientos lo demues­tran: si el futurismo del proyecto y de la esperanza se retrasa por el apego al pasado, el apego al pasado del ren­cor y del remordimiento, de la fidelidad, del pesar y de la gratitud se desmorona poco a poco por efecto de la futuri­ción: hay en el rencor algo que se aferra con saña desespe­rada a lo ineluctable del devenir; la frágil gratitud, a su vez, es una especie de apuesta paradójica defendida por el hombre agradecido a despecho de lo irreversible, y aboca­da tarde o temprano a la nada; la fidelidad se encuentra en el mismo caso: por milagro hace frente, fiel ella, testaruda, a las fuerzas irresistibles de desafecto y de olvido; reto heroico o loca protesta, la fidelidad cumple su palabra contra viento y marea. O más bien cumplirá palabra... hasta nueva orden. Juramento fiel o juramento rencoroso, juramento de gratitud o juramento de venganza, la impo­tente palabra comprometida entabla contra la historia todopoderosa una lucha desigual que acaba siempre mal y conduce siempre al perjurio. En el lamento, por último, la

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victoria del tiempo no está en futuro sino en presente; y la derrota del hombre no es ahora una amenaza, ni una posi­bilidad, sino justamente una derrota: algo ha desaparecido ya, el tiempo ha realizado ya su obra. La presencia a partir de ahora nos escapa, y eso es lo que expresa con su lengua­je melancólico la desdicha de la nostalgia. — La futurición ralentizada por la preterición tiene como resultado el des­gaste progresivo de los recuerdos. Borrando poco a poco todo rasgo del pasado, sofocando a cada minuto los recuerdos que renacen a cada minuto, una futurición sin preterición no sería sino amnesia y olvido continuado; fijando el devenir, una preterición sin futurición condena­ría al hombre a la esclerosis mortal. Futurición y preteri­ción combinadas se asocian para que el olvido sea progre­sivo: a medio camino de la conservación sin esperanza y de la alteración sin memoria, el olvido aparecerá así como una degradación continua; los recuerdos, en lugar de abo- lirse de un solo golpe, se debilitan poco a poco y palidecen antes de desaparecer; esta desaparición, que hubiera podi­do ser instantánea, se diluye con el correr de los años. Ahora conviene decir, no ya desaparición, sino decolora­ción y desafecto... O con otras imágenes: a medida que la conciencia sobre el camino del tiempo se aleja de su pasa­do, el eco de ese pasado se atenúa cada vez más; cada vez es más difícil y, en definitiva, imposible ser fiel. Y el per­dón resulta a la vez de la sobrevivencia del pasado en el presente y del aflujo incesante de novedades: el contenido de nuestra modernidad en rencor es cada día un poco más bajo; cada día disminuye la dosis de resentimiento que subsiste en nosotros como remanente de los viejos agra­vios, y así hasta el día en que el punto rencoroso acaba perdiéndose en la masa del presente-pasado, desaparecien­do en la acumulación de los innumerables recuerdos. Así es como un rencor ya infinitesimal se aniquila a fuerza de

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menguar: como mucho, y contando con la costumbre, el rencor moribundo muere por sí solo de inanición. Del viejo rencor, como de la vieja ira y del viejo dolor, pronto subsistirá tan sólo un vago recuerdo; un fantasma de ren­cor, una sombra de ira. Pues el ofendido se cansa de estar resentido con su ofensor. El tiempo que erosiona las cordi­lleras y redondea los cantos en las playas, el tiempo que nivela cualquier asperidad y consuela cualquier pena, el tiempo lenificante y cicatrizante ¿no es acaso cantera del desgaste? Se presenta como la dimensión según la cual el pasado es cada vez menos vivo; es el infalible consolador e irresistible pacificador. O por decirlo de otra manera, la futurición siempre tiene la última palabra. La erosión del rencor supone por lo tanto dos condiciones inversas: un pasado remanente debe rezagarse en nosotros en forma de recuerdo; a fin de cuentas, el movimiento irresistible que nos empuja hacia delante siempre debe vencer contra las tradiciones retardadoras. Por una parte, al acontecimiento contingente, agresión o pecado, que desvía el curso de las relaciones entre los hombres, deben sobrevivir los rastros del acontecimiento; y, por otra parte, la futurición ha de atraer continuamente la novedad; pues una intención bien definida no cesa de orientar el devenir, de velar por el debilitamiento del recuerdo. — Como toda mutación cua­litativa, ese debilitamiento es irregular y discontinuo; y en eso se opone a los degradados escalares: a la larga, el tiem­po habrá desempeñado su labor; pero la desempeña a tiro­nes; en definitiva, la evolución se habrá efectuado en el sentido del olvido, — y sin embargo, el recuerdo dista mucho de ser cada día más lejano y más vago; no, el desa­fecto no es más completo hoy que ayer ni menor que mañana. Cierto es que, en líneas generales y después, el tiempo nos depara el olvido y el consuelo, pero no es cier­to que el olvido sea proporcional a la antigüedad del

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recuerdo o a la longitud del intervalo transcurrido, no es cierto que a toda fracción de tiempo corresponda una ate­nuación proporcional del rencor: pues la calidad, el senti­do y la intención no se fraccionan, y permanecen, por consiguiente, inconmensurables con relación al tiempo transcurrido o al camino recorrido; la calidad es una tota­lidad que se altera cualitativamente sin dejar de ser siem­pre total. El desgaste, por lo tanto, no es más que una metáfora para fijar las ideas. Y así como la verdad general del avejentamiento puede parecer desmentida, en sus detalles, por períodos más o menos largos de rejuveneci­miento aparente, o cuando menos de estabilización, o cuando menos por una ralentización temporal de la senes­cencia, así la incuestionable verdad del desafecto puede hallarse temporalmente desmentida por repentinos des­quites de la memoria, por bruscos regresos de pesadum­bre, por súbitas llamaradas de resentimiento: el pretérito

reactivado retrasa momentáneamente el proceso inexora­ble del olvido, interrumpe provisionalmente el ineluctable consuelo que tarde o temprano consolará al inconsolable; en el duelo en vías de desecación reaparecen ahora lágri­mas sinceras: semejantes a esos últimos accesos de fiebre que a veces retrasan el proceso general de convalecencia. Sin embargo, el «perdón» temporal, más o menos retrasa­do por resurgencias del recuerdo, tendrá ineluctablemente la última palabra. El rencor no desaparece a fuerza de embotarse, y no obstante acaba por desaparecer. Dicho de otro modo, el perdón resulta de un diminuendo irregular, pero fatal, de un decrescendo desigual, pero irresistible... Conforme el tiempo pasa, los retornos de llama escasean, los picos de resentimiento no son tan agudos. Grosso modo, la curva de la cronología rencorosa, con su zigza­guear, sus rellanos y sus medias vueltas, tiende hacia el cero de la horizontal; el olvido es una nivelación por aba­

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jo; el gráfico del olvido tendría sin duda el mismo perfil que el gráfico de un dolor irregular, pero progresivamente amortiguado: la vida, en el herido, recobra fatalmente sus derechos, salvo, claro está, cuando el organismo en exceso dañado no puede reparar las consecuencias del traumatis­mo que lo aquejó. Más aún: si la aptitud del organismo para restaurar su forma es necesariamente limitada, la elasticidad de un alma dolorida u ofendida es práctica­mente infinita; no existe afrenta que no acabe olvidándose con el tiempo; no existe pena que, por efecto de la habi­tuación, no se vacíe poco a poco de su ardor, que no se torne psitacismo y murga, aflicción de cocodrilo y fideli­dad de cocodrilo: del viejo dolor acartonado, lignificado, esclerosado, queda tan sólo una mímica sin alma; cual viuda inconsolable y luego consolada que continúa, veinte años después, celebrando la liturgia del recuerdo y cum­pliendo mecánicamente los gestos y pronunciando mecá­nicamente las palabras de la piedad conyugal sin pensar siquiera en el difunto. El fervor del aniversario está en vías de extinción, y cabe prever que los sobrevivientes pronto dejarán del todo de conmemorarlo. El hombre de tiempo, creatura acabada, no está tallado para una pena eterna ni para un rencor imperecedero: esa eternidad es más bien el infierno de los malditos; esa eternidad inconcebible sería más bien para nosotros la invivible desesperación. En cualquier caso, el hecho del borrado progresivo, resultado de una futurición retardada por el pretérito, o de una pre­terición rechazada por el futuro, prueba al menos que el pasado no se deja abolir sin protestar: la progresividad del olvido mide la tenacidad del recuerdo, como la duración de la agonía mide la resistencia y la vitalidad del organis­mo. No importa: retrospectivamente y en futuro anterior, el tiempo habrá podido más que nuestro rencor.

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IV. La integración

Este desgaste, que constituye una nihilización retarda­da, puede ofrecérsenos bajo un aspecto más positivo. Pues el pasado rara vez desaparece sin dejar rastro alguno: la labor del tiempo consiste de hecho en integrar o en digerir el acontecimiento adventicio; el acontecimiento adventicio pasa a ser latente y se convierte, como Bergson demostró, en elemento integrante y componente secreto de nuestro presente. Si el desgaste es mera atenuación física y pasiva, la asimilación, la adaptación y la regeneración son propie­dades vitales. El organismo aparece, en efecto, como una totalidad continuamente deformada y transformada, revi­sada y retocada, alterada por los menudos accidentes de la existencia: la vida puede más al digerir los factores antivi­tales; y así también el carácter y la persona en general son totalidades en cada momento enriquecidas, complicadas, dilatadas, fecundadas por la experiencia. La culpa cometi­da, la ofensa soportada, pueden convertirse, una vez asi­miladas, en invisibles ingredientes de esa experiencia. ¿No consiste todo el valor del arrepentimiento en que la pro­pia culpa sirva para nuestro enriquecimiento espiritual? Cuando el hijo pródigo arrepentido, acabado ya el circuito de aventuras y tribulaciones, ha vuelto al redil, ningún otro elemento diferencial lo separa en apariencia del hijo hogareño: y sin embargo, un no se qué invisible, una com­plicación pneumática que es la prueba del sufrimiento y de la tentación, lo distingue para siempre; aquel que ha regresado y aquel que nunca se fue se hallan ahora en el mismo punto, pero un pasado indeleble los separa. Por eso habrá más cabida en el cielo, según el Evangelio, para un solo publicano arrepentido que para novecientos mil hipócritas irreprochables. Lo mismo que el organismo se adapta a un cuerpo extraño, así el ofendido adopta un

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modus vivendi con la ofensa. La ofensa que resulta insensi­ble e indolora, la ofensa transformada en recuerdo indife­rente, la ofensa enfriada, se convierte, en el inconsciente, en un elemento de nuestro pasado personal. El perdón se asemejaría así a la mediación que integra la antítesis en una síntesis superior. ¿Acaso la conciliación dialéctica no es literalmente «reconciliación», es decir, pacificación y cesación de cualquier beligerancia? Por consiguiente, la conciencia pasa el tiempo digiriendo los agravios y los ultrajes; la conciencia ultrajada tiene, en verdad, el estó­mago de goma. Con otras imágenes: la conciencia reconci­liada, o arrepentida, lleva en forma de cicatrices el rastro de viejos traumatismos morales, — ofensas perdonadas, culpas redimidas. Trataremos, pues, de considerar un ren­cor indigerido o una pena inconsolable como casos pato­lógicos; ¿no es la función medicadora y lenificante de la cicatrización lo que se ataja así? Nada tiene de extraño que la integración se cumpla en el tiempo, — pues el tiempo es la dimensión natural de la mediación; y la mediación es esencialmente temporal. Este aspecto incomprensible de la temporalidad restauradora mediatiza tanto la expiación de los pecados propios como el perdón que se concede a los pecados y ofensas ajenos: ni el arrepentimiento, relación del yo al sí mismo elevado, ni el perdón, relación del yo al otro, eluden ese plazo; el rescate de la culpa cometida y el perdón de la injuria padecida se toman su tiempo.

V. Ni LA FUTURIC1ÓN, NI EL DESGASTE, NI LA SÍNTESIS

SUSTITUYEN AL PERDÓN

¿Bastan la futurición, el desgaste, la síntesis integra- cionista para justificar el perdón?, ¿pueden siquiera ocu­par su lugar? Primero, la futurición: decir que el tiempo es

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sucesión irreversible y continua innovación, significa con­siderar solamente la mitad de la verdad y silenciar la otra mitad, desdeñar el hecho de que el tiempo es también conservación y perennidad y, por último, significa hacer caso omiso de la propiedad mnémica, característica sin embargo esencial de cualquier conciencia. La integración y el propio desgaste, invocado por el naturalismo para justi­ficar el perdón, ¿no suponen acaso la persistencia de los vestigios y la permanencia de los recuerdos? A este respec­to, la naturalidad del tiempo más bien sería un argumento a favor del rencor.

A la inversa, el desgaste es la caricatura de la gracia; el desgaste, tal como aparece en el olvido de las heridas reci­bidas y de las afrentas padecidas, no es en absoluto una razón para perdonar. Desde luego el desgaste, el hecho más físico y natural que existe, traduce la orientación general de los procesos vitales, pero traduce esos procesos en tanto que se dirigen en el sentido de la muerte: pues la vida, en virtud de una misteriosa contradicción, sólo es vital por la muerte que la niega. Y es que el tiempo vivido es ambiguo hasta el infinito; el tiempo es natura anceps: no sólo es a la vez fiiturición y conservación, sino que la propia futurición es a un tiempo progreso y retroceso, puesto que es a la vez desarrollo y envejecimiento; lo vivo no deja de realizarse a sí mismo y de enriquecerse por sín­tesis y aprendizaje, — y por lo mismo, no deja de consu­mir sus posibles y acercarse a la nada; día a día ve menguar delante de sí su margen de esperanza, hasta el instante último en el que, actualizado y desarrollado el último futuro, el condenado a muerte se encuentra cara a cara con la desesperación. O mejor dicho: ¡el ser se cumple ten­diendo hacia el no-ser! Singular paradoja de la ambigüe­dad temporal. Para un sujeto interior a sí mismo, lo que ha sido vivido está aún por vivir, y ello indefinidamente;

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pero en la óptica sobreconsciente del testigo, y según la cronología objetiva de los calendarios, lo ya vivido no está por vivir; lo ya vivido, vivido está. Para un tercero, la por­ción ya vivida de mi propia vida se descuenta, en virtud de un irreversible dispendio, de la duración media de la vida humana, la cual se inscribe en un lapso de tiempo limita­do. Así es el tiempo de la senescencia: eterno en el momento y englobado por un presente, acabado después y objetivamente, acabado para la retroconsciencia y para la sobreconsciencia, desgranado minuto a minuto por el tic­tac de los relojes, corroído poco a poco por el insecto del tiempo. La ambigüedad temporal puede adoptar una for­ma más y alentar a la vez optimismo y pesimismo: el tiem­po, por una parte, es la dimensión natural según la cual las enfermedades evolucionan normalmente hacia su cura­ción; la curva de las fiebres, la cicatrización de las heridas, la regeneración de los tejidos atestiguan la virtud médica- dora y curativa del tiempo; el escozor del primer dolor se atenúa aprovechando ese gran sedante temporal. Baltasar Gracián opone a la precipitación, generadora de abortos, la fecunda lerttitud de la espera. Pero si el tiempo nivela las protuberancias del sufrimiento agudo y atenúa las crisis, también amortigua las reacciones vitales del organismo; la nivelación que caracteriza la curva de una fiebre, caracte­riza asimismo la curva de la fatiga. El devenir no es sola­mente el dolor lenificado, sino también, e ipso facto, la energía biológica embotada poco a poco: los reflejos se ralentizan y los traumatismos son cada vez más difíciles de compensar. El devenir no es solamente la restauración de la forma, también es, y al mismo paso, cansancio creciente, próximo marasmo, estancamiento y, en un plazo más o menos largo, muerte inevitable. No os alegréis demasiado pronto de las virtudes consoladoras del tiempo: a fin de cuentas, la muerte tendrá la última palabra; a fin de cuen­

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tas, todo se arregla a la larga y vuelve poco a poco a la nor­malidad, todo menos la muerte, que no se arregla nunca. Ese tiempo equívoco, ese tiempo vital-mortal en cuyo nombre nos recomiendan el perdón, y que es arma de doble filo, actúa asimismo en la disparidad de efectos del hábito: pues si el hábito, en el momento de contraerlo, manifiesta la soltura del organismo vivo y su poder activo de adaptación, una vez contraído, el hábito no es más que mecanización y tartamudez; el hombre que se habitúa aumenta sus poderes, pero el hombre habituado se entu­mece y tiende hacia la inercia de la materia. Tal es el doble efecto del proceso temporal en nuestros sentimientos, y más aún en el resentimiento: el tiempo que decolora todos los colores y empaña el brillo de las emociones, el tiempo amortigua la alegría y consuela la pena, el tiempo adorme­ce la gratitud y desarma el rencor, uno y otro indistinta­mente; enjuga nuestras lágrimas, pero también apaga la llama de la pasión: el amor se pierde en las arenas; el entu­siasmo está condenado a la osificación, a la mineraliza- ción, a la fosilización. El tiempo así entendido implicaría una especie de entropía fatal. Ese tiempo es degradación mucho más que maduración: aunque la evolución preva­lece sobre la involución durante la primera parte de la vida, sólo la disolución tiene la última palabra. El desgaste que invocamos para justificar el perdón representa así una muerte continuada, una muerte diluida al hilo de los años, una sucesión de pequeñas muertes antes de la grande o, para decirlo de una vez, una «mortificación». ¿Se puede predicar el perdón en nombre de la muerte y de la deca­dencia? ¿Encuentra el perdón su justificación en nuestra miseria creatural y en la finitud en general? Equivaldría a reconocer que el perdón, como el olvido, es una flaqueza senil y una pobreza, un fenómeno de déficit, una desban­dada de la conciencia, un abandono de la memoria y del

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querer... El olvido no es solamente una despreocupación biológica ni solamente una protección vital contra los impedimentos de vivir y los recuerdos inoportunos: es además un síntoma de decrepitud creciente: es sinecura por el anverso e incuria por el reverso. Este olvidadizo per­dón, después de todo, es más bien amnesia que amnistía, y más bien astenia o atropía que generosidad; por cuanto resulta de la anestesia y de la apatía crecientes. La buena y larga memoria no, no es ella un vacío, más bien es el olvi­do, fenómeno privativo, lo que cava un agujero en medio de la memoria. Y, por consiguiente, el vivaz rencor signifi­ca tensión y plenitud... ¿Acaso la fatiga es una actitud moral? ¿Son éticas la lasitud y la sequía? Perdonar cansa­dos de luchar, ¿es perdonar? Desde luego que no, ¡la lasi­tud no es ética! La lasitud es inconfesable, la lasitud es indigna del agente moral; la sola idea de que una voluntad pueda a la larga cansarse de querer resulta injuriosa para esa voluntad. La infatigable voluntad que nunca se cansa de querer, ni de estar resentida con el culpable, esa volun­tad está en los antípodas de la olvidadiza veleidad y en los antípodas de la mala voluntad. ¿Acaso el tiempo, príncipe de olvido, nos aconsejaría el perdón? Pero en este caso el tiempo, fundamento natural del perdón, sería asimismo un motivo para mostrarse ingrato e infiel, frívolo y versá­til. Distinguiremos tal vez entre un buen olvido y un mal olvido... Diremos: no es el hecho del olvido en sí lo impor­tante, la cosa olvidada es lo único decisivo; todo depende­ría de la naturaleza del pasado que se olvida, como todo depende del recuerdo que se rememora; según se trate de un favor o de un crimen, la calidad intencional del recuer­do cambia de arriba abajo: el olvido de una ofensa se lla­ma perdón, pero el olvido de un favor se llama ingratitud e infidelidad, falta de seriedad y de profundidad, frivoli­dad y ligereza culpable, cuando no puro y simple egoísmo;

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y recíprocamente, la buena memoria del crimen se llama rencor, cuando la buena memoria del favor se llama reco­nocimiento; el olvido del crimen y el recuerdo del favor son ambos un bien, al igual que el olvido del favor y el recuerdo del crimen son ambos un mal. El olvido, como apertura y disponibilidad con miras al porvenir, debe dis­tinguirse de un olvido que es negligencia dolosa y desafec­to mortal; y la distancia entre esos dos olvidos es tan gran­de como la distancia entre desinteresamiento y desinterés. Es cierto. Pero la disimetría de los dos olvidos obedece a su vez a la virtud transfiguradora del verdadero perdón, y esta virtud transfiguradora nada tiene que ver con la tem­poralidad. El quiasma del crimen y del amor forma la esencia del perdón. Si la intención del rencor es devolver el mal por el mal y la intención de la gratitud devolver el bien por el bien, cabría considerar el perdón como un vuelco radical de la ingratitud, es decir como la verdadera gracia del derecho; porque si la ingratitud devuelve en cierto modo el mal por el bien, el perdón, muy al contra­rio, devuelve el bien por el mal; el perdón va más allá de la justicia conmutativa, mientras que la ingratitud se queda más acá. El perdón, en estas condiciones, ¿se asemejaría a esa especie de amnesia biológica que nos trae el olvido de viejos sufrimientos, de antiguas dolencias y de desgracias pasadas, protegiendo así al organismo de los malos recuer­dos? ¡Ni mucho menos! El olvido de las ofensas, cuando se perdona verdaderamente al ofensor, no es una simple sinecura protectora: la gratuidad de la generosa remisión excluye aquí toda finalidad utilitaria. El quiasma en virtud del cual el perdón niega o contradice la intención ofensan- te, ese quiasma nada debe, por lo tanto, a la naturalidad del tiempo.

La ¡dea de integración, es decir, de síntesis, no equiva­le más que el desgaste gradual al perdón transfigurante.

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Decíamos: el olvidadizo en quien resbala la ofensa sin dejar el menor rastro, no sabe siquiera qué debe perdonar; el rencoroso que lleva atragantado el recuerdo del mal sabe qué debe perdonar y a quién, pero no quiere. Aquel que traga y digiere la ofensa y tiene el estómago de goma, y no peca ni por defecto ni por exceso de memoria, ¿ése, al menos, perdona al ofensor? Claro que no, digerir no es perdonar. Digestión y asimilación reclaman más habilidad práctica, más elasticidad y flexibilidad utilitaria que gene­rosidad: el egoísta conoce el arte de sacar partido de los insultos que recibe, y torna los agravios y las humillacio­nes en lecciones saludables; hasta las injurias le sirven para enriquecer su experiencia; conoce el buen uso de los desai­res, como los ascetas conocen, con miras a su formación espiritual, el buen uso de las tentaciones y de las pruebas. Quién sabe, tal vez la bofetada recibida sea para esos cam­peones del perdón ocasión de perfeccionamiento. Aquel que tiende la otra mejilla, no ya por amor de los hombres, como Jesús pedía, sino para ejercer su voluntad y su resis­tencia a la tentación vindicativa, agilizar sus facultades de adaptación, diversificar la síntesis, integrar alimentos especialmente indigestos dentro de una totalidad cada vez más rica, ése es un hábil y un voraz: no es un hombre generoso. Por poco le haríamos un favor abofeteándolo. Su propósito es explotar todo, devorar todo y no desperdi­ciar nada, ni siquiera la ganga de una bofetada. ¿Es eso perdonar? No, esa síntesis captativa y anexionista no está abierta al otro: aquí se trata únicamente de mí, de mi pro­vecho, de mi hermosa alma. Hipocresía y complacencia, filaucía y pleonexia son las verdaderas restricciones men­tales del perdón vallado. Ese similiperdón, de buena gana lo llamaríamos, en el lenguaje de san Francisco de Sales,4

4. Obras completas (Vives, 1872), t. IV, pp. 230-231 y 277-278.

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«avaricia espiritual». — Más grave todavía. La síntesis resul­tante de una mediación tiene en cuenta, si de verdad es síntesis, los dos extremos o los dos contrarios que la mediación ha reconciliado. ¿No es el compromiso la razón misma de ser de la reconciliación y la función del término medio? El mediador, cuando propone sus buenos oficios y se interpone entre los adversarios para arbitrar su litigio, procura integrar la unilateralidad de la tesis y de la contra­tesis en una síntesis superior que las digiera ambas: eso significa que ambas partes han hecho concesiones durante la negociación. El hombre perjudicado debe ceder en su derecho. La resultante de dos fuerzas contrarias es, para un optimista, a la vez una y otra, y para un pesimista ni una ni otra (neutra). La integración, a este respecto, es más bien empobrecimiento y disminución que enriqueci­miento: en eso se asemeja a la adaptación de un organis­mo perjudicado o mutilado que se asienta en un género de modus vivendi con su invalidez; después del infarto, el car­díaco, si sale adelante, se adapta lentamente a su nuevo estado; después de la congestión cerebral, puede que el derrame sanguíneo se resorba en parte y que los daños sean relativamente compensados: el enfermo vivirá, pero una vida menoscabada y en un nivel inferior; el enfermo vivirá o, mejor dicho, irá tirando, encogiendo su modo de existencia, como beligerante reducido a la defensiva que acorta su frente a fin de sobrevivir: pues el restablecimien­to se salda siempre con un retroceso. Queda un rastro, una cicatriz minúscula, una modificación irreversible que impiden para siempre la restauración del statu quo... Como el organismo dañado, la conciencia herida compen­sa, mal que bien, su insuficiencia: el ofendido digiere su humillación, pero es una digestión laboriosa y dificultosa; hace, con ayuda de la habituación, como si la injuria fuera nula y no advenida, pero no hace que nunca haya sucedi­

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do: atenúa el recuerdo sin nihilizar la efectividad del mis­mo; el dolor de la humillación sigue ahí, pero ha cambia­do en latencia, se ha vuelto invisible, se ha transformado en resabio. Ese perdón es demasiado complejo y tiene demasiadas restricciones mentales para ser un perdón liso y llano: ¿y cómo no va a estar cargado de escrúpulos y de preocupaciones inconscientes, cuando la función de la síntesis es justamente integrar los sobrentendidos y los trasrencores dentro de una totalidad en fusión? La síntesis no es tanto el objetivo de una vida moral como la obra maestra de una química erudita; y las combinaciones demasiado hábiles no pueden pretender pureza. Si el per­dón se reduce a una integración, la gracia permanece incompleta: siempre quedará algo de la ofensa; el ofendido sigue estando secretamente resentido con el ofensor; una imperceptible restricción mental impide que la remisión sea absoluta y sin mezcla: el rencor es repelido, disimula­do, soterrado en la profundidad, no es abolición propia­mente dicha. Un analista sutil, un detector ultrasensible, un zahori armado con un péndulo, tal vez conseguirían captar las radiaciones que emanan de ese rencor subterrá­neo. O por trasponer aquí el lenguaje de los estoicos: una gota de perfume diluido en el océano Pacífico es práctica­mente ilocalizable; pero los teóricos de la «mezcla total» pretenden que toda la composición del océano resulta en derecho modificada por esa gota; para olfatos de ángel, el océano debería estar sin duda imperceptiblemente perfu­mado. Tal vez sea ésta, veinte años después de la ofensa, la proporción de rencor contenida en nuestro presente, la proporción de resentimiento contenida en nuestros senti­mientos. Más que un verdadero perdón, la integración es un rencor críptico o, mejor, un rencor infinitesimal, un rencor ¡ndetectable y casi ilocalizable, perdido en la masa del presente. Esas huellas desdeñables y en verdad apenas

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dosificables, bastan sin embargo para hacer del perdón un perdón aproximado y una liquidación incompleta. Ése es el impalpable resentimiento que los hombres denominan, en general, perdón. El ofendido que no hace el sacrificio total de su rencor y la total ofrenda de su vindicta, que no renuncia sin reservas a su derecho, ¿perdona verdadera­mente? El régimen del muy impreciso y lejano resenti­miento ha suplantado para él al rencor agresivo, como el rencor había suplantado a la beligerancia colérica; así es como los ofendidos, a pesar de tantos recuerdos terribles, se resignan a veces a mantener relaciones de buena vecin­dad con sus antiguos verdugos, se dan a razones, tienden al verdugo, no sin repugnancia, la mano de la coexistencia pacífica. Pero haciendo, como decimos, de tripas corazón. El corazón del perdón. El corazón, es decir, la adhesión apasionada, el convencimiento entusiasta y la espontanei­dad y el impulso de la alegría... ¿Pero dónde está el cora­zón del perdón? Por desgracia, ese perdón no tiene co­razón: ese perdón sin corazón, como una declaración de amor sin sinceridad, no es más que bronce sonoro y cím­balo resonante.5

VI. El tiempo CONTINUO ESCAMOTEA LA CONVERSION

definitiva; el don gratuito, LA RELACIÓN

CON LOS DEMAS

El verdadero perdón, decíamos, es un acontecimiento, un don gratuito y una relación personal con el otro. En un tiempo continuo, ¿dónde está el acontecimiento?, ¿qué es de la resolución instantánea? Si el perdón se sustenta en la sola responsabilidad, ya sea olvido, desgaste o integración,

5. Corintios I, 13, 1.

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¿cuántos años de envejecimiento hacen falta para que el perdón se dé por adquirido?, ¿a partir de cuándo se perdo­narán la culpa y la ofensa?, ¿y por qué en tal o cual momento más que en otro? El desgaste, por sí mismo, cumple su labor interminablemente, a medida que el recuerdo se aleja en las brumas del pasado, a medida que el viejo incumplimiento se difumina en el horizonte pasando por todos los degradados de una atenuación escalar. O con otras imágenes: el tiempo continuo pellizca y consume día a día la sustancia del recuerdo. Cada vez más grande es nuestra despreocupación, cada vez menos apasionado nuestro recuerdo: cada vez menos y cada vez más, es decir, en todos los casos, poco a poco. Hasta el infinito ya no queda del primer rencor sino un rencor infi­nitesimal... ¿Pero en qué momento el pianissimo se ha apagado en el silencio, lo apenas visible en lo invisible, el casi nada en la nada?, ¿en qué momento el último hilo de la fidelidad se rompió definitivamente?, ¿en qué momento el propio acontecimiento advino? Nunca, hubiesen res­pondido los megarenses, — pues los megarenses, invocan­do el acervas ruens, negaban el acontecimiento y la muta­ción en general. Muchos sofismas célebres nacieron de esta aporía... ¿Se va a dilatar el proceso hasta el fin de los siglos? Hasta los siglos de los siglos, si no hubiera la muer­te, un eco del viejo rencor expiraría en el silencio; el res­plandor del recuerdo, si no hubiera la muerte, no acabaría nunca de iluminar la noche del olvido. Pero como el decrescendo del rencor no podría prolongarse indefinida­mente, como los adversarios tienen prisa por liquidar los viejos contenciosos, el derecho determina autoritariamen­te por ellos la fecha de la liquidación legal: ese decreto arbitrario precipita las cosas, acelera el interminable pro­ceso, recoge en una sola decisión tajante el perezoso ada­gio del olvido. Tal es la razón de ser del plazo prescriptivo.

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Los frívolos tenían ya pocas preocupaciones, veinte años después del crimen tendrán derecho a despreocuparse; estarán jurídicamente despreocupados. Es legítimo estar resentido con un criminal durante veinte años; ¡pero a partir del vigésimo primero se vuelve uno rencoroso! Con pleno derecho y de la noche a la mañana, lo inolvidable se ha olvidado; lo que era imperdonable hasta mayo de 1965, de repente, ha dejado de serlo en junio. Es mejor acordar una fecha, ¿verdad? Y así, el olvido oficial comienza a medianoche. Qué escarnio. Si debemos asignar un pla­zo, ¿por qué esperar veinte años?, ¿por qué no ahora mis­mo?, ¿por qué no perdonar en el preciso momento que sigue inmediatamente a la afrenta? Viene al caso decir: ¡ahora mismo o nunca! Jesús exhorta al humillado y al abo­feteado a tender la otra mejilla no veinte años después del bofetón, no después de pensárselo bien, después de haber reposado la afrenta y procurado olvidar, sino acto seguido: pensaba sin duda que la contemporización y la expectativa no añadirían nada al gesto gratuito y que el perdón ofrecía más bien cierta similitud con la espontaneidad de un refle­jo sobrenatural. ¿No es el perdón, como la caridad indeli­berada o como la piedad, un primer movimiento? Hasta tal punto resulta cierto que el perdón es siempre un fíat, un acontecimiento y un acto: el único perdón decisivo es el que adviene en lo repentino del instante. Encomendarse al desgaste o al correr de los años equivale a ahogar el instan­te repentino y escamotear la discontinuidad de la conver­sión que el perdón inaugura. Si se deniega el perdón, el tiempo ciego hace por sí mismo, muy lenta y aproximada­mente, lo que el ofendido no fue bastante generoso para hacer: pero a la inversa, el perdón logra de una vez y en un abrir y cerrar de ojos, aquello que el tiempo desnudo tar­daría años en realizar y, sin duda, en dejar inacabado.

Éstas son las dos insuficiencias de una duración aban­

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donada a sí misma. Por una parte, el tiempo bruto no posee en absoluto el poder convertidor y transfigurante del perdón. El hombre de luto, consolado únicamente por la antigüedad de su viejo pesar, no por ello ha metamorfo- seado su tristeza en alegría, ni hallado razones positivas de estar alegre; la emoción primera sencillamente se ha enfriado, resecado, erosionado por efecto del tiempo y del hábito: el manantial de lágrimas se ha secado, — nada más. Una indiferencia tal vez teñida de melancolía ocupa el lugar de la pesadumbre... Y así también la emoción de ira, perennizada por el resentimiento crónico, no se cambia poco a poco en impulso de amor: con el paso del tiempo, el rencor se ha convertido sencillamente en un automatis­mo sin convicción; la alta temperatura pática de la ira no podía mantenerse: la fiebre ha bajado; y así como el rencor había sucedido a la congestión colérica, así la apatía suce­de al rencor. El olvido ha diluido la hostilidad en indife­rencia, no la ha intervertido en amor ni convertido al amor: pues un decrescendo no equivale a una interver­sión. El paso del más al menos, atravesando todos los gra­dos del comparativo, no podría suplir al cambio completo, la conversión de contradictorio a contradictorio que el perdón supone. La distensión progresiva y la convalecen­cia que nos depara la duración, ¿guardan alguna relación con la intención de perdonar? Aun cuando mengüen el rencor hasta el extremo límite de la tenuidad, el desgaste y la integración nunca significan advenimiento de una era nueva, nunca fundan un orden nuevo; son incapaces, por sí solos, de inaugurar relaciones positivas entre un ofendi­do y un ofensor íntimamente reconciliados: la desintegra­ción de un viejo complejo pasional que se desmorona, se descompone, se pulveriza, esta desagregación negativa en ningún caso resulta fundadora. El auténtico perdón, al igual que la conversión, es lo único capaz de construir una

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nueva casa para una nueva vida. — Por otra parte, el tiem­po, por sí solo, no es garantía permanente contra los viejos resentimientos poco a poco apagados y lenificados: aún quedan rescoldos en la cámara de la memoria y pueden espabilar el incendio; ¿quién puede afirmar que el rencor no renacerá de las cenizas frías del olvido, que la llama de la ira no se espabilará entre las brasas del rencor? No, nadie puede afirmarlo. Nadie puede afirmar — por hablar otro lenguaje— que el tumor del rencor no se formará de nuevo, que la herida no se abrirá otra vez. Más vale reco­nocerlo en seguida: un rencoroso curado por la sola acu­mulación de los años es un rencoroso mal curado, un ren­coroso expuesto a una recaída. Pues el olvido que nos depara el simple transcurso del tiempo es un remedio superficial, una solución precaria y provisional, y la paz que le debemos parece más bien una tregua. Quien desiste de su rencor bajo la anestesia general del tiempo y, por

consiguiente, ha escamoteado la operación quirúrgica del instante y de la conversión, quien no ha conocido el acon­tecimiento desgarrador continuará obsesionado por el humillante recuerdo. La única curación definitiva y com­pleta es aquella que el herido se daría a sí mismo, si tuvie­ra la fuerza, en una decisión súbita tomada de una vez por todas. Esta decisión se opondría a la temporalidad inma­nente, como el sacrificio de Cristo, según Schelling, se opone a las pruebas sucesivas de Dioniso. La gracia de la decisión redentora no se conformaría con bajar la fiebre: previene y excluye hasta la posibilidad de ello. No sola­mente pone el punto final al rencor: lo hace imposible, lo extirpa de raíz. Nos corresponde ver si semejante decisión queda a la medida del hombre.

Acabamos de verificarlo: puesto que el perdón es un acontecimiento instantáneo, cabe admitir que el tiempo continuo e inmanente de la evolución, de la incubación y

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de la maduración nada tiene en común con el acto de per­donar. Y el don gratuito, que es la segunda marca caracte­rística del perdón, no se halla más implicado en un deve­nir en el que nada adviene ni sobreviene. El perdón sólo es perdón porque puede ser libremente rehusado o graciosa­mente concedido antes de tiempo y sin detenerse en pla­zos legales. ¿Es perdón una absolución que interviene automáticamente, ineludiblemente cuando se cumple el vencimiento? No, un perdón fatal no es perdón pues no es un don; o mejor, es un don que no da nada. Y además no da nada a nadie. .Ésta es, en efecto, la tercera marca del perdón: la relación con alguien. No solamente la negativi- dad del olvido no implica esa relación, sino que más bien la excluye: el olvidadizo, al dejar de estar resentido con el ofensor, rompe cualquier relación con él. El perdón es una intención, y esta intención se dirige como es natural hacia otro, puesto que conduce a un pecador y que su razón de ser es absolverlo, puesto que lo mira a los ojos. ¿Tiene el tiempo desnudo una intención? Ciertamente, el tiempo está orientado; ciertamente, el tiempo va a alguna parte: el tiempo mira al futuro; pero no mira al otro, no tiene ojos para la segunda persona, y ni siquiera cuenta con ella; en ese sentido el tiempo es más bien ciego. ¡Y solitario! Por­que el futuro anónimo nunca es correlato personal ni compañero de amor en una alocución inmediata. Por eso el tiempo es indiferente al bien y al mal, disponible para el mal y para el bien, éticamente neutro; los días y las sema­nas transcurren al mismo paso para los arrepentidos y para los impenitentes, sin que ningún elemento diferencial permita distinguir el tiempo de los buenos y el tiempo de los malvados. El tiempo se asemeja en eso a la generosa naturaleza, de la que decíamos que ama a todo el mundo, es decir, que no ama a nadie: pues una dilección universal sin predilección favorecedora es más bien indiferencia.

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Para hablar con el lenguaje de Leibniz: lo que le falta al tiempo desnudo es el Potius quam o el Mejor que; dicho de otro modo, el principio de opción y de discernimiento preferencial. Mostrábamos cómo el tiempo del olvido que supuestamente nos aconseja el perdón nos aconsejaría además la frivolidad y la superficialidad y la veleidosa inconsistencia: pues hay olvido y olvido. El tiempo, por lo demás, aconseja cualquier cosa a cualquiera, confusa e indistintamente; y como trabaja para los partidos más opuestos, así también proporciona a todo el mundo argu­mentos y excelentes razones. Esta indiferencia tan perfec­tamente ajena a cualquier discriminación es especialmente implacable en el olvido. La olvidadiza naturaleza, según dicen, no es rencorosa, pero su despreocupación no encie­rra ningún significado moral: pues la despreocupación de un renuevo que no tiene en cuenta en lo más mínimo el pasado es asimismo ausencia de gratitud y de fidelidad. La inocente primavera brilla para los malvados lo mismo que para los buenos... Cada año los árboles florecen en Ausch- witz al igual que florecen en todas partes, y la hierba no está asqueada de crecer en esos lugares de indecible horror: la primavera no distingue entre nuestros jardines y el llano maldito en el que perecieron a hierro y fuego cua­tro millones de ofendidos. «La bonita primavera es lo que hace brillar al tiempo.» Y el tiempo brilla, brilla, ¡ay!, como si nada. No tiene mala conciencia la bonita primavera; en realidad, no tiene conciencia alguna: ni mala ni buena... El hombre olvidadizo, al contrario, es una conciencia que podría acordarse, ser fiel, conservar el pasado en el presen­te; el olvidadizo posee una memoria y no la usa, o la usa únicamente para retener los incidentes más insignifican­tes: pues en el orden de la naturalidad sin intención, la memoria irrisoria es digna pareja del olvido irrisorio.

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V il. El tiempo desnudo

CARECE DE SIGNIFICADO MORAL

Ibamos, así, descaminados cuando indagábamos en la temporalidad la justificación del perdón: pues el tiempo puro y desnudo, considérese como futurición o como con­servación, es por sí mismo un hecho natural e injustifica­do, luego incapaz de justificar nada. Éste es el caso cuando menos del tiempo bruto y sustancial, prescindiendo de cualquier especificidad sobreañadida, éste el caso de la desnuda cronología considerada independientemente de toda adición ética o psicológica. Si comenzamos por investir de todo tipo de cualidades morales la temporali­dad incalificada, no es extraño que volvamos a encontrar­las en ella: redentora no es entonces la temporalidad del tiempo, sino las virtudes con que la investimos; en tiempo de expiación y de penitencia, por ejemplo, no son los años los que rescatan al criminal, sino el rigor de la prueba expiatoria o penitencial; no es la duración bruta, sino la duración del sufrimiento; para el pasante de pasantía penal, es el propio purgatorio lo que supuestamente da al lapso de tiempo un valor «purificante»; a todas luces, cua­tro años de asueto en la Riviera no surtirían a este respecto el mismo efecto que cuatro años de trabajos forzosos. Cuatro años, sin otra determinación, son por lo tanto un plazo indiferente; indiferencia es la duración de un plazo cuyo contenido no se especifica: y, en efecto, el tiempo, en la vida moral, importa menos que la manera de pasar o de ocupar el tiempo. Y además, si el tiempo vacío carece de significado moral, el tiempo lleno de expiación, aun pudiendo tener un significado, hace inútil el perdón: pues aquel que expía no necesita que lo perdonen. — Para ser aún más precisos: el lapso de tiempo que se invoca para justificar la prescripción es un proceso biológico, no un

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progreso moral. Sin duda, veinte años pesan mucho más que doce meses sobre las espaldas de un hombre que enve­jece: pero ¿de qué manera esa masa inerte del tiempo transcurrido, de qué manera la acumulación meramente cuantitativa del pasado estarían dotadas del misterioso poder de absolver al criminal? Puede comprenderse que el arrepentimiento posea semejante virtud, — el arrepenti­miento implica drama y vida moral: vida moral, es decir, actos de contrición; vida moral, es decir, pesar vergonzoso, acompañado del sabio propósito de mejorar en el porve­nir, endosando valerosamente el sufrimiento; el arrepenti­do da vueltas y vueltas al recuerdo de la culpa y procura redimirla. El tiempo del arrepentimiento, por oposición a los veinte años huecos de la prescripción, es por lo tanto una plenitud meditativa y recogida: lo que opera en el arrepentimiento es la sinceridad del lamento y el ardor intensivo de la resolución. El arrepentimiento es redentor porque es, ante todo, una voluntad activa de redención. Pero el tiempo del olvido y del desgaste, el tiempo pres- criptivo, ¿acaso es algo más que un plazo vacío y negativo y sobre todo pasivo? Ese tiempo sin acontecimientos care­ce de historia y, por ello, no puede contarse. Separado de todo deber y de todo esfuerzo, reducido al solo automatis­mo inerte de la futurición, el tiempo vacío es un tiempo perezoso, ágyóq xQÓvoq, y hasta un tiempo muerto. Así es, en ciertos casos y para un hombre de acción, el tiempo biológico de la germinación, de la maduración y del creci­miento, así también, hasta cierto punto, el tiempo tera­péutico de la cicatrización y de la curación: y se trata de un tiempo fecundo que pide ser dirigido por las interven­ciones del hombre, volver a ponerse en marcha o, más sencillamente, no ser molestado; porque el tiempo-médi­co necesita que lo ayuden o admite que lo aceleren: se pre­cisan, en efecto, precauciones para dejar actuar al medica-

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mentó del devenir y para apartar los obstáculos que pon­drían trabas a su acción. Sin embargo, e incluso en ese caso, el papel del hombre se limita a veces a no azuzar el proceso y a no escamotear las fases sucesivas; y ocurre que la participación humana en el tiempo, que nuestra coope­ración en su obra, que nuestra colaboración en su labor no van más allá. El labrador entierra la semilla en el suelo, y luego se va a descansar: espera que la primavera la des­pierte, que las fuerzas telúricas la hagan germinar y fructi­ficar: confía esencialmente en el tiempo invencible.6 Por eso se nos dice: dad tiempo al tiempo, el tiempo rueda solo, el tiempo trabaja por nosotros. No obstante, el tiem­po de los agricultores trabaja sólo para los que trabajan ya. Pero puede suceder que el hombre no tenga absolutamen­te nada que hacer, por ejemplo cuando el tiempo se reduce al puro espesor incomprimible de las semanas, los meses y los años: es el caso del aburrimiento o de la espera. No se trata ahora, literalmente, sino de matar el tiempo; de matarlo o, si es preciso, dormirlo o insensibilizarlo me­diante «pasatiempos»; no se trata sino de durar paciente­mente la duración... Y la paciencia, ¿resulta siquiera nece­saria, suponiendo como supone siempre tensiones infini­tesimales y una cooperación incipiente en la obra tempo­ral? Basta con dejar consumirse la obra ineluctable de la futurición, dejar vaciarse la clepsidra, dejar girar las mane­cillas del reloj, deshojar el calendario; esperad que el azú­car se derrita y que el momento llegue... ¡Esperad que el porvenir advenga! ¡El tiempo se encarga de todo! A la inversa del trabajo que empuja el carro y desvía el tiempo en la dirección preferida, el hombre de expectativa asiste como espectador pasivo al desarrollo del filme. Así pues, basta consultar la cronología que decidirá por sí sola si los

6. Marcos, 4, 26-29.

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adversarios están maduros para la reconciliación, si ha sonado la hora del perdón. Perdonar, para los sofistas de mala fe, es abandonarse al paso de las horas y los días, encomendarse al proceso que hará advenir inevitablemen­te el vencimiento del domingo próximo o el término fija­do para la prescripción. Un perdón concedido antes de tiempo evoca una cosecha prematura... Ni más ni menos inmoral. Temed perdonar demasiado pronto, y no dema­siado tarde. Y nosotros diríamos más bien lo contrario: temed perdonar demasiado tarde. El arrepentido se toma­ba al menos el trabajo de expiar: más que al arrepenti­miento valeroso, el perdón de calendario se asemeja a un consuelo bastante cobarde y fácil. El arrepentido trabaja para liberarse: pero ofendido y ofensor esperan sobre todo desembarazarse. Y en cuanto al ofendido, no interviene personalmente en la operación irresistible e infalible de los años: no le preguntan su opinión. Insistamos: la ceguera del tiempo bruto no nos deja medio alguno de distinguir entre el condenado que ha expiado su crimen durante veinte años y el tramposo que, después de su crimen, se escondió durante veinte años en Montecarlo; el segundo criminal, al tener la suerte de escapar a la búsqueda y caer en el olvido, ha jugado una buena pasada a la justicia, sen­cillamente. No ha sucedido nada durante esos veinte años. Una remisión indolora, — ahí tienen la comodidad ofreci­da a los tramposos felices: por poco que se ahorren el pur­gatorio, un buen día se despertarán libres, sin haber teni­do que pagar. — Así pues, para los sofistas del calendario y del reloj de arena, el tiempo poseería en sí mismo no sé qué virtud medicadora; para nosotros, purificador resulta­ría más bien el dolor. Para ellos y para nosotros, y a pesar de Schopenhauer, el dolor no es inherente de ningún modo a la esencia del tiempo: el dolor continúa en la duración, pero en sí mismo es distinto del tiempo doloro­

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so; la relación del atributo con el sustantivo lo indica bas­tante; el tiempo sólo es doloroso a veces, porque puede ser también indoloro o incluso agradable; el dolor siempre es más o menos temporal, pero el tiempo no es doloroso por necesidad. El tiempo es tan distinto del dolor que más bien sería su remedio: el tiempo es medicina doloris; actuando como sedante y analgésico, la morfina del tiem­po palia los viejos dolores y adormece los viejos pesares. Pero no se deduzca de ello que la medicina temporal del dolor es a la vez medicina moral del pecado. Primero por­que el pecado del ofensor y el rencor del ofendido no son en modo alguno «enfermedades». Después, si el desgarra­miento costoso es, como nosotros pensamos, la condición del verdadero perdón, el tiempo que lenifica la herida ha de volver ese verdadero perdón menos verdadero, menos auténtico, menos meritorio: ya no queda casi nada que perdonar, luego nada es verdaderamente perdonado; vein­te años son un calmante suficiente que nos dispensa de cualquier sacrificio. El paliativo temporal, al nivelar las asperezas y rugosidades de la vida moral, sólo servía en definitiva para ahorrarnos el sufrimiento.

El hombre, como ser moral, realiza su vocación en el tiempo; pero como ser biológico, no posee ni vocación ni intención y se conforma con devenir y envejecer: pues el envejecimiento no es intencional. Confundir evolución biológica y devenir psicológico con vida moral es, sin duda, una de las formas más maquiavélicas de mala voluntad. La vida moral no es un proceso sino un drama, un drama puntuado por decisiones costosas. El progreso moral sólo avanza por esfuerzo expreso de una decisión intermitente y espasmódica, y en la tensión de una infati­gable vuelta a empezar; el querer, queriendo y volviendo a querer continuamente, no cuenta en ningún caso con la inercia del movimiento alcanzado, no vive nunca de las

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rentas del mérito acumulado. Y de este modo, el progreso moral vuelve a empezar en todo momento desde cero. No hay otra continuidad ética que esta agotadora continuación del «relanzamiento» y de la reanudación; el progreso moral es, por lo tanto, laboriosamente continuado, más que espontáneamente continual o continuo, y se asemeja a una recreación más que a un crecimiento. El abandona­miento a la resbaladiza continuidad, a la corriente de la duración y a la nana del devenir, este abandonamiento no constituye una vida moral; y la dulzura del abandono nada posee en común con la crisis del perdón. Ascesis y no canción de cuna: tal es la vida moral. El tiempo de la vida moral prohíbe al dormilón vivir en el descuido de la inmanencia y de la expectación.

VIII. La temporalidad no puede nihilizar

EL HECHO DE HABER HECHO

El devenir bruto, sin otra precisión, es el modo de ser del hombre tal cual es; pero el perdón es el gesto del hom­bre tal y como debería ser; en la medida en que es un deber, es decir en tanto que es, si no siempre racionalmen­te justificado, al menos sobrenaturalmente, paradójica­mente, categóricamente exigido, el perdón pertenece al dominio del valor; y el valor, a menos que sea una moneda o una moda, vale con independencia de cualquier crono­logía: vale, no con una validez temporal, como un pasa­porte, sino con valor intemporal; no ya contando con el plazo y con tales o cuales determinaciones circunstancia­les, sino absolutamente: cutXcúg; es decir que es «válido» lisa y llanamente; «vale», y sanseacabó, y sin adverbio de grado, de modo, de duración ni de lugar. ¿Cómo podría resultar ese gesto normativo de la sucesión de estaciones y

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artos? Sazonado por los veranos, modelado por la expe­riencia y la costumbre, no es más capaz de gradar al cul­pable hoy que el día de la afrenta. Viene al caso repetir: ¡ahora mismo o nunca! — Pero la intemporalidad de la ley de perdón colisiona con la intemporalidad de la culpa por perdonar. Distingamos aquí con mayor nitidez la ofensa personal y la culpa moral propiamente dicha. La ofensa no daña más que el amor propio y el interés propio del ofen­dido, y por consiguiente, incluso cuando concierne a la justicia, el rencor que la ofensa suscita en el ofendido tiene siempre un carácter más o menos egoísta y pasional. Cabe comprender que fenómenos, naturales como el olvido, el desgaste, la evolución, el envejecimiento influyan en pa­siones naturales como el resentimiento y la susceptibili­dad; es inútil explicar (aun cuando esa erosión no sea per­dón) por qué la emoción colérica debe debilitarse a medi­da que pasa el tiempo, tornarse rencor vindicativo, y luego imagen indiferente; una ira perpetua es incompatible con la entropía del devenir y el estatuto del ser acabado. — Más difícil resulta comprender que un luto cruel pueda ate­nuarse por el solo efecto del tiempo: cada persona es, en efecto, única e insustituible, y la pérdida de uno de esos insustituibles no se compensa mejor veinte años después de su desaparición que el día mismo; la situación es idén­tica sea cual sea el momento del tiempo: el vacío (al menos ese vacío) no se colmará, el «hápax» (al menos en su incomparable haecidad) no será sustituido. La muerte de lo insustituible debería, pues, dejarnos inconsolables. Ahora bien, es un hecho que el inconsolable no seguirá eternamente desolado: el inconsolable, a la larga, se con­suela. Decimos: hay que vivir, — lo cual no es una respues­ta; al menos no es una explicación filosófica. El hombre aún ¡nconsolado, pero finalmente consolable, encontrará otros seres que amar... Otros seres, ¡luego no el mismo!

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Aquel a quien lloraba, a quien va a dejar de llorar, está perdido para siempre. ¡Consolación aproximada y misera­ble compensación! En cualquier caso, el hecho es ése: quien está con razón inconsolable, está, aunque parezca imposible, consolado; lo insustituible, de hecho, está susti­tuido. Este escarnio, bastante similar al escarnio de un amor eterno en un momento dado y provisional después, — qué buen tema para la ironía de Pascal. El juramento de fidelidad siempre acaba desmentido..., y sin embargo, no por ello es menos sincero. La contradicción del inconsola- ble-consolado resulta, dentro de nuestra miseria, normal como un disgusto eterno, tan dolorosa veinte años des­pués como el primer día, pasaría fácilmente por un caso patológico;7 el absolutista que experimenta en todo su rigor la desesperación de lo insustituible-inconsolable debe de ser una especie de enfermo: está enfermo de no poder liquidar aquello que de todos modos no podría ser liquidado. — Pero lo absurdo de la pacificación temporal es más patente todavía cuando el acto que perdonar es un pecado, es decir cuando hay valores en juego. El pecado es un atentado a los valores; pero como los mismos valores son invulnerables, indestructibles e intemporales, el aten­tado siempre resulta fallido: la justicia y la verdad se encuentran después del agravio donde estaban antes de él, la mentira y la injusticia de los hombres les traen sin cui­dado. Nunca hay daños, ni un rasguño. Y por consiguiente ni estragos que reparar ni ruinas que poner en pie... Los valores, que están al margen de la historia, tampoco entran en ella un buen día, so pretexto que el hombre los ha violado: suprahistóricos por esencia, no se tornan his­tóricos a partir del día D y de la hora H de la culpa; lo

7. Pierre Janet cita ejemplos en L'Évolution de la mémoire et de la notion du temps (París, 1928).

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mismo antes que después (¿y acaso hay un «antes» y un «después»?) la cronología sigue sin relación con la axiolo- gla y sin efecto sobre ella. Dado que los valores se encuen­tran de nuevo intactos, inmediatamente después del aten­tado, una de dos: o no hay, en ese aspecto, nada que per­donar, ya que todo está perdonado de antemano, — pues los valores no se han percatado de nada; o (lo que viene a ser lo mismo) hay algo imperdonable en el hecho mismo del atentado. El atentado a los valores confirma, pues, lo que decíamos del acto de perdonar: ¡en seguida o nunca! — Se me dirá: los valores son intemporales, — pero el crimen del hombre que levanta la mano contra ellos no lo es, y las víctimas del criminal todavía menos; este crimen es un acontecimiento que lleva fecha y que adviene un buen día en las efemérides. El flujo del devenir, cuando sus momen­tos sucesivos se repelen continuamente el uno al otro en el olvido, ejerce, en efecto, una acción erosiva sobre la culpa: recorta el perímetro, mordisquea los contornos; las vícti­mas del atropello no resucitarán, pero las consecuencias materiales son reparables y, del mismo modo, los recuer­dos que el crimen nos deja son cada vez más imprecisos: repercusiones físicas y repercusión psicológica no dejan de atenuarse; a la larga, decíamos, los rastros de un atropello se vuelven tan insignificantes que no existen aparatos ni órganos sensoriales suficientemente sensibles para detec­tarlos y dosificarlos. El crimen, arrojado a un pasado más o menos remoto, resulta dudoso e improbable. — Pero en el centro del envoltorio psicológico se halla a la vez la chis­pa ética de la intención y un núcleo metafísico que cabría llamar la quodidad de la culpa. La intención, que es breví­sima, puede cambiar, pues se trata de un tambaleo imper­ceptible y un sobresalto fugitivo de la voluntad; pero el tiempo propiamente dicho, tempiis ipsum, nada tiene que ver; es el hombre quien por sí mismo evoluciona por con­

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versión y voluntad deferente. Por otra parte, el inasible movimiento del pecado constituye un acontecimiento: porque la iniciativa de la libertad crea destino: la Quodi- dad es el elemento destinal inscrito en el núcleo metafísico de la culpa. Con el tiempo, todo cuanto se ha hecho puede ser deshecho, todo cuanto se deshizo puede ser rehecho: pero el hecho-de-haber-hecho (fecisse) es indefectible; se puede deshacer la cosa hecha, pero no hacer que la cosa hecha no se haya hecho, no hacer, como decía Cicerón después de Aristóteles, áúfactum un infactum. O más sen­cillo: los efectos del crimen pueden repararse, lo mismo que cualquier malhechura se presta a la refacción; pero la malevolencia, es decir, el hecho de la mala voluntad en general, es decir, el solo hecho de haber malquerido una sola vez, esto es, el solo hecho de haber tenido mala inten­ción, eso es lo inexpiable propiamente dicho. El pecado por antonomasia es esa calidad malvada de la intención que, imposible de localizar en la culpa cometida, adviene en la comisión misma de la culpa. En el espacio de un relámpago y en el tiempo de un guiño, el designio malin­tencionado está engendrado. Por supuesto, la mala inten­ción ha podido ser tan fugitiva como una aparición desa­pareciente; ha podido durar lo que duran las chispas, encenderse y apagarse en el mismo momento...: el mo­mento semelfactivo no por eso deja de ser un momento eterno, aeternum mine; y ya es demasiado que haya sido posible. Ya es demasiado que haya tenido siquiera la inten­ción. Ya es demasiado que haya pensado siquiera en ello. Cometer un crimen es un acto que ocurre una vez en la crónica, pero haberlo cometido durará siempre. Ésta es la paradoja de la semelfactividad intemporal. El hecho de haber-tenido-lugar, que es la culpa reducida al puro adve­nimiento del acontecimiento, ese hecho es, así pues, eter­no. Eterno, o más bien imperecedero, — porque no es

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intemporal por ambos cabos: la culpabilidad ha comenza­do, en efecto, aunque no deba acabar; la comisión de la culpa adviene en una historia que nada sabía anterior­mente de ella. Esta iniciativa temporal que decide por lo intemporal y se ve así infinitamente rebasada por sus pro­pias consecuencias ¿no resume acaso toda la disimetría de nuestra libertad? Así pues, la cosa hecha ha comenzado y acabará, mientras que el hecho de haber hecho, al haber comenzado, no acabará jamás; la cosa hecha aparece para desaparecer progresivamente por efecto del devenir, pero el hecho de haber hecho se eterniza como aparición desa­pareciente. El tiempo inerte de la continuación borra poco a poco lo que se ha hecho; pero no hace la menor mella en el hecho de que. La cosa hecha, res facía, resulta, al enveje­cer, prácticamente nula: ¡bien está! ¿Pero cómo conseguiría el tiempo que el fecisse fuera absolutamente nulo y no advenido? ¿Cómo hacerlo para que lo que ha ocurrido nunca haya ocurrido? Poco importa que el crimen de hace veinte años haya dejado en la memoria de los hombres un recuerdo infinitesimal; poco importa si, en último extre­mo, ese recuerdo apenas existente, si ese recuerdo casi ine­xistente es indiscernible del olvido, si el último eco del cri­men ha expirado en el silencio, si la pequeña llama de la reminiscencia casi se ha apagado en las tinieblas: no se tra­ta de eso. El número de años no viene al caso. Aun si se hubiera cometido el crimen hace veinte mil años, la comi­sión del crimen cometido no sería menos horrible, la sola idea de haber podido cometerlo no produciría menos horror. ¿A qué se referiría el desgaste?, ¿qué podría desgas­tar? La cosa hecha posee forma, volumen y masa: por su morfología podemos comprender que los años tengan una especie de influencia; el tiempo precipita la ruina de la for­ma, — o si no es el tiempo en sí (pues no tiene dientes para mordisquear las cosas), al menos los factores físicos que

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actúan temporalmente y que embotan, pulen y menguan la forma, como la intemperie nivela el relieve del suelo y el perfil de las montañas, o como el océano roe los farallones y redondea los cantos. ¡Pero el haber hecho!, ¿qué asideros encontrará la acumulación de los años en el «hecho de haber hecho» para redondear aristas, mordisquear los contornos y gastar la urdimbre? El tiempo deja obligato­riamente intacto aquello que está exento de cualquier masividad o, con otras palabras, lo que carece de consis­tencia y de resistencia, y de existencia sustancial. Y por idénticos motivos: la quodidad de la culpa, al ser «indes- gastable», es igualmente inintegrable e inasimilable; no se deja, como cualquier experiencia nueva (por ejemplo, un recuerdo de viaje), integrar o totalizar en una síntesis superior; no es digerible y, como consecuencia, no es físi­camente enriquecedora; las buenas acciones ulteriores, al haber sucedido a la mala, se yuxtaponen a ella, pero sin absorberla ni transfigurarla por dentro. La mala intención se ha vuelto buena hace mucho tiempo, pero la buena no ha absorbido el hecho de la mala, como no ha aniquilado el hecho eterno de haber una vez carecido de amor; la bue­na y la mala son para siempre incomparables; y aunque esa quodidad emane de la libertad, y desemboque en la responsabilidad, permanece en nuestra historia como un cuerpo extraño. En la imposibilidad de integrar lo que sin embargo no podemos renegar residen toda la quemadura y todo lo incurable del remordimiento. Si el tiempo no muerde en la quodidad de la culpa es porque resulta im­palpable y por decirlo así, pneumático. Lo hecho resulta evidente, pero el hecho de haberlo hecho pertenece al orden del sentido, ya que es un acontecimiento-eterno accionado por una intención. El hecho es lábil porque es tangible: se disgrega y arruina a medida que envejece, como los templos de Grecia. Pero el hecho del hecho, el

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hecho exponencial, el hecho a la segunda potencia elude la acción corrosiva de la duración.

¿Cuál es, en resumen, la acción del tiempo en el hecho consumado, en la intención de hacer y en el hecho de haber hecho? Por una parte, el tiempo borra la culpa con­sumada; o tal vez sería más exacto decir que la culpa cometida se esfuma temporalmente, es decir, poco a poco: pues el tiempo no es más que la dimensión indiferente, pasiva e íntegramente dócil de todas nuestras experiencias. — Por otra parte, la intención, como se ha visto, se trans­forma sin que el tiempo intervenga en ello. Si el tiempo solo, si el tiempo sin dramas bastara para metamorfosear a un pecador y si la intención, a semejanza del vino, se boni­ficara con el envejecimiento, sería sin duda inútil tomar en serio la espontaneidad de la conversión y la autonomía de la voluntad: el tiempo-providencia, madurando la disposi­ción ética, se encargaría de nuestra mejora; el automatis­mo del progreso y del perfeccionamiento continuo nos dispensaría de cualquier penitencia y de cualquier crisis moral. Ahora bien, es el hombre mismo quien se levanta fuera de la ciénaga con la fuerza de los puños; es el hom­bre mismo quien se salva a sí mismo por esfuerzo expreso, inicial, deferente de su voluntad, sin tratar de ahorrar los sufrimientos del remordimiento ni los sacrificios del arre­pentimiento y de la contrición. Pero el tiempo, dato pri­mario y natural de la experiencia vivida, es inconmensura­ble con el orden normativo del valor; y el valor, a su vez, es de un orden muy diferente del tiempo. No hay, decíamos, rasero común entre cronología y axiología: con otras pa­labras, la «conversión» no depende de la circunstancia cronológica; la fecha es aquí indiferente. ¿Qué influencia puede ejercer la antigüedad en el valor o el antivalor de una intención? Para que la temporalidad tuviera ese efecto transfigurador y esas virtudes absolventes, tendría que ser

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ella misma un valor capaz de rescatar el antivalor del malintencionado y transmutar la malevolencia en benevo­lencia. Pero nadie puede explicar de dónde sacaría ese poder mágico, ni cómo arreglárselas para exorcizar la cul­pabilidad del culpable. — En tercer lugar, la ineficacia éti­ca de la temporalidad se ve agravada por la impotencia metafísica. Preguntábamos por qué el tiempo bruto haría al culpable menos culpable. Preguntémonos ahora por qué haría menos grave la culpa de ese culpable, y con mayor motivo por qué lo anularía. El tiempo puede paliar o borrar la culpa cometida, pero no puede nihilizar su comi­sión; neutraliza los efectos de la culpa, pero no puede ani­quilar el hecho de la culpa. El tiempo no puede conseguir que lo advenido sea inadvenido: pues sería contradicto­rio que la misma cosa fuese a la vez hecha y no hecha; si, por consiguiente, el haber hecho no es nihilizable, es por­que la contradicción no es superable. Para reconciliar los contrarios basta una síntesis hábilmente mediatizada, un compromiso erudito o una buena mixtura; pero para uni­ficar los contradictorios es preciso un milagro... Tendre­mos que indagar si el perdón no es justamente ese milagro repentino, esa milagrosa coincidencia de la posición y de la negación. Por lo tanto, no basta decir que el haber- hecho es físicamente indestructible o inexterminable: es esa destrucción lo lógicamente imposible. Y, por consiguiente, pretender hacer tabla rasa de lo que fue no anda lejos de ser un absurdo. Aquí también se puede hacer como si, pero no hacer que: hacer como si lo ocurrido no hubiera ocu­rrido, pero no que lo ocurrido no haya ocurrido; los pro­pios dioses nada podrían hacer: los pequeños dioses de la mitología, especialistas en prodigios menudos, metamor­fosis y desapariciones insólitas de todo tipo, no pueden hacer lo imposible, es decir, lo que de ninguna manera puede ser podido. En cuanto a los hombres, neutralizan la

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derrota con la revancha; la victoria sirve para hacer olvidar la humillación de la debacle y la vergüenza de la capitula­ción. Los abogados de la prescripción convienen entre sí que Auschwitz nunca existió: no hablemos más de ello; pero, de tarde en tarde, un secreto remordimiento, atesti­guando la indestructibilidad del «haber tenido lugar», les recuerda hasta qué punto esa ficción es frágil. La imposi­bilidad de nihilizar lleva en el reverso la impotencia del hombre. Considerada por su cara positiva, no es más que la necesidad de la quodidad. A ese díptico de una imposi­bilidad y de una necesidad nos remite, en resumen, la necesidad de Imprescriptible: el Parlamento francés pro­clama que los crímenes contra la humanidad son a priori imprescriptibles, es decir no pueden estar prescritos; dado que se trata de un principio absoluto, la prórroga tempo­ral del plazo prescriptivo debe ser considerado como una medida miserablemente empírica; el caso de conciencia sería tan agudo treinta años después como al vencimiento del vigésimo año. Si acaso y teóricamente toda culpa es imprescriptible, puesto que todo haber-tenido-lugar, a partir del momento en que tuvo lugar, se torna eterno: el haber-tenido-lugar de la ofensa personal, igual que el haber-tenido-lugar de la culpa moral; el de los pecadillos como el de los crímenes atroces. Pero el atentado a la ho- minidad del hombre posee algo inexpiable donde la quo­didad se muestra al desnudo. En los casos literalmente «veniales», la liquidación de la acción penal puede pasar por una aproximación benéfica. En cambio, la prescrip­ción de un crimen colosal es la monstruosa caricatura de la prescripción corriente y hace resplandecer lo absurdo de la misma.

Cuando se trataba de la ofensa personal, podíamos decir que el tiempo, por sí solo, no es un perdón eficaz ni un perdón duradero, que carece de caridad, que no impli­

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ca ni el acontecimiento, ni la relación de un corazón con otro corazón, ni el don gratuito; podíamos asegurar que la continuación vacía y el intervalo necio no sustituyen en ningún caso al arrepentimiento. Pero no podíamos negar, e incluso presuponíamos que la renuncia al odio y la con­versión al amor constituyen el fin supremo; discutíamos solamente que el largo camino del devenir fuera la vía más recta y más sincera para llegar a la paz. En cambio, tratán­dose de la culpa, tomar en consideración al tiempo resulta injurioso para los valores escarnecidos; experimentába­mos dudas sobre la eficacia de la evolución: henos ahora ante un caso de conciencia. La idea de que se pueda borrar, como si nada, un atentado a los valores posee algo de sacrilego. ¿Y podemos siquiera incriminar aquí al «ren­cor» de los rencorosos?, ¿podemos reprochar una memo­ria demasiado tenaz a quienes se niegan a pasar página sobre todo aquello? La imprescriptibilidad ya no está en el plano psicológico del recuerdo. La fidelidad a los valores y la adhesión indefectible a la justicia y el respeto a la verdad no son «recuerdos». Y la negativa a traicionar las razones de vivir en nombre de un presunto derecho a la vida, esa negativa tampoco es rencor. Nadie, sino por cinismo o coquetería, profesa en voz alta el rencor, ni se confiesa ren­coroso, y los propios egoístas que alimentan contra el ofensor un inconfesable resentimiento personal y un inconfesable deseo subjetivo de venganza, esos egoístas se toman al menos la molestia de justificar y santificar su pasión en nombre de los principios: confunden sus dere­chos con el buen derecho, su causa con la causa justa, y denuncian la injusticia del adversario. Pero un crimen contra la humanidad no es asunto personal mío. Perdonar, aquí, no sería renunciar a sus derechos, sino traicionar al derecho. Quien «guarda rencor» a los criminales de seme­jante crimen posee, por lo tanto, literalmente el derecho. El

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derecho, y, por añadidura, el deber. Mejor dicho: guardar rencor a los criminales de ese crimen, ¿es realmente «estar resentido» con quienquiera que sea? El hombre fiel no es un niño enfurruñado y más o menos terco que se niega a hacer las paces y a dirigir la palabra a su hermano: el enfu­rruñado se desenfurruñará cuando su enfurruñamiento haya durado un tiempo suficiente, cesará su huelga cuan­do el rencor haya fundido enteramente. No, el hombre serio y fiel no es ese huelguista caprichoso. Lo que parece rencor era, en su caso, rigor. Los propios valores no nece­sitan desde luego ni nuestro rencor ni nuestro rigor, pues­to que ningún atropello, por monstruoso que sea, podría alcanzarlos ni hacer dudar de su perennidad. Pero los millones de exterminados sí necesitan nuestro rigor. Esos exterminados no son motivo de enojo ni de enfado. El rencor, pasión frívola, pone en el mismo plano al tortura­do que está resentido con su verdugo y al verdugo con quien está resentido: torturado y verdugo, en suma, están enfadados. El rencor, en esto, no difiere mucho de la coquetería: lejos de ser la suspensión de todas las relacio­nes, es más bien la institución de un nuevo modo de rela­ciones. Así son las relaciones muy provisionales que la gente de mundo entabla cuando entre unos y otros hay tirantez: al sarnoso lo ponen en cuarentena, y sin duda se considera que cuarenta días bastan y sobran para quitar de encima la sarna al contagioso. Pues bien, en nosotros no existe tirantez con los verdugos: nuestro «rigor» desearía simplemente manifestar que no hay ninguna relación entre sus crímenes y el tiempo, ni siquiera relación de rencor; y no hay razón alguna para que el tiempo, y él solo, los haga menos graves; cuarenta días y cuarenta siglos, en este aspecto, pesan exactamente lo mismo. El tiempo que nive­la las mayores desgracias, el tiempo que aplana, el tiempo que amortigua nos propone en vano las comodidades del

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desafecto: los años pasan sobre la situación estacionaria sin lenificarla.

IX. No RATIFICAR LA NATURALIDAD DEL DESAFECTO

O tal vez había que razonar en términos más genera­les. Que la remisión vaya en el sentido espontáneo de la evolución natural no es en absoluto un argumento a favor de la remisión; ese argumento sería más bien una obje­ción. ¡Y vaya objeción! Con otras palabras: la naturalidad del perdón, si el perdón fuera natural, sería más bien una razón para no perdonar jamás. ¿Desde cuándo la moral tiene por función imitar a la naturaleza o reproducir sus rasgos? Puesto que la propia pintura rechaza ser pura­mente fotográfica y copiar lo dado, y prefiere inspirarse en ella, modificarla, deformarla, añadir al cuerpo femeni­no, como hace Ingres, una vértebra suplementaria, con mayor motivo la vida moral comienza con la desrealiza­ción de la irrealidad. El realismo, en arte, sólo es realista por esa incipiente idealización. Y de modo análogo, la «conformidad con la naturaleza» del sabio estoico debe entenderse, no en el sentido de un conformismo servil­mente naturalista, sino como búsqueda de una profundi­dad racional escondida en lo sensible. Más aún: al arte le basta ser irreal o surreal; la ética, al contrario, quiere ser escandalosamente, paradójicamente antirreal; su objeto no es, de ninguna manera, transfigurar lo sensible, sino renegar el placer; su función no es, de ninguna manera, ratificar la naturaleza, sino más bien contradecirla y des­mentirla, y protestar contra ella. Y es que el objeto de la negación, lejos de ser un dato indiferente que elaborar, es una tentación pasional que combatir; ese objeto es atrac­tivo y por consiguiente pérfido, puesto que presuntamen­

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te nos seduce para engañarnos. La vocación y el «prohibi­tivo categórico» son los dos aspectos, uno positivo y otro negativo, de esta absurda y sobrenatural exigencia. — La justicia, por ejemplo, no está para confirmar la violencia, ni para reforzar la fuerza, que por sí misma y en realidad, tiende ya a prevalecer, sino más bien para dar a la debili­dad el suplemento de fuerza que necesita, para compen­sar la desventaja física de la debilidad con una ventaja moral y, a la inversa, para desaventajar la ventaja física de la fuerza. La justicia desaventaja la desventaja injustifica­da de los unos y aventaja la injusta desventaja de los otros. ¡Pues no se pueden tener todas las ventajas a la vez! Sería pedir demasiado. Quien ya posee la ventaja física de la fuerza, de la riqueza y de los honores inmerecidos, no puede pretender duplicar, por añadidura, tantas ventajas con una ventaja moral; no se puede ser un tiburón dicho­so y, además, tener razón; acaparar, a costa de la alternati­va, lo que es imposible acumular. No se puede, a la vez, obtener un sillón en la Academia francesa y rechazarlo, lograr todas las glorias juntas, ser rico y parecer pobre. Dejad algo para los hombre pobres y solos: dejadles al menos la humildísima dignidad de la miseria; no les dis­cutáis la inalienable fuerza de la debilidad. Sin la justicia, las desigualdades abandonadas a sí mismas crecerían sin descanso. Cada cual sabe que el dinero va a los ricos; la dicha va a los dichosos, que no tienen necesidad alguna, y recusa a los desdichados que tanta necesidad tendrían de ella; la superioridad material va a los poderosos para aumentar descomunalmente, monstruosamente, su pode­río; la suerte, finalmente, sonríe a los que ya la tienen: en lugar de llenar el vacío de la mala suerte, como debería, ¡la suerte resulta escandalosamente atraída por el exceso de suerte! ¿Qué dirían si la justicia se pusiera al servi­cio de los multimillonarios?, ¿si echara a volar en auxilio

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de ogros y tiburones? Dirían ustedes que es una justicia irrisoria, una impostura indignante y una horrorosa cari­catura, o mejor ¡una cínica injusticia! Nietzsche, defensor, no de los huérfanos, sino de los tiburones, encuentra que los débiles aún no son bastante débiles, ni los brutos aún bastante fuertes. Los brutos necesitaban, para colmo, ¡ser justificados! Es la última superioridad que les faltaba... Respondamos aquí al abogado de los brutos: la justicia no se ha hecho para favorecer a aquello que ya posee todos los favores de la naturaleza. La justicia es el mecanismo compensador o, si se prefiere, el remedio alopático que neutraliza al contrario con su contrario: defiende la opi­nión opuesta a las superioridades de hecho; es la justa compensación y el justo «quiasma». Por eso acude en auxilio de los débiles, ayudando a la viuda y al huérfano, defendiendo a los humillados y ofendidos, asistiendo a los oprimidos y a los explotados, armando a los inermes. Ella, consuelo de afligidos y amparo del pobre, protege a los miserables de la avalancha de miserias: pues una mise­ria, dicen, nunca llega sola. Lejos de abundar en el sentido de la desigualación siempre creciente y del desequilibrio continuamente agravado, da el frenazo al «cada vez más» de pleonexia, bulimia y frenesí personal; derroca la ten­dencia a la enfebrecida sobrepuja. La justicia moderadora contraría cualquier crescendo y cualquier accelerando, compensa toda aucción, deshincha cualquier inflación; detiene, por fin, la proliferación de los abusos. — Ésta es asimismo, en la dimensión del tiempo, la función típica­mente moral de la fidelidad. Si hay una pesantez temporal y si el devenir, como factor de olvido, designa al hombre el sentido del menor esfuerzo y la vía de la repugnante facilidad, el deber de fidelidad nos indicaría, al contrario, el sentido de la mayor resistencia, que es la vía más difícil y austera de todas. Nadar a favor de la corriente, ir donde

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sopla el viento, dejarse llevar por la moda, consentir la declividad del tiempo ¿no es el conformismo mismo? El deber de fidelidad rehúsa esas tentaciones: va, no en el sen­tido de la naturaleza, sino como todos los deberes, en sentido contrario y a contracorriente, es decir aguas arri­ba: está dirigido, pues, no sólo en sentido contrario de los tropismos y del instinto, sino también en sentido contra­rio de la inclinación: o más modestamente (pues nadie es capaz de hacer re-venir al devenir) la horizontal de la fidelidad retiene la conciencia dispuestísima a resbalar por el plano inclinado del olvido, y retrasa así el estúpido desafecto; y así como la justicia pone obstáculos a las exa­geraciones de la pleonexia, así la fidelidad contraría la fri­volidad y nos detiene a media cuesta. Por supuesto, si se opone la futurición novadora a ciertas formas puramente mecánicas de adhesión verbal y de murga, lo que puede parecer inerte es la fidelidad. Pero ya no es lo mismo si se opone la fiel cordialidad al geotropismo del olvido y de la ingratitud. Cuando el rencor es simple hosquedad y obs­tinación enteramente negativa, el perdón es un deber de caridad; pero cuando el sedicente «rencor» es, en reali­dad, fidelidad inquebrantable a los valores y a los márti­res, el perdón es la traición. Solemos oír que los derechos de la vida, la evolución general de la situación histórica, las necesidades de la reconciliación, deberían prevalecer sobre los resentimientos caducos; y, aprovechando la oca­sión, nos reprochan la monotonía agotadora de nuestras cantinelas y de nuestros rencores. Ya no estamos, al pare­cer, «al día». Pero, primero, no es tanto el amor del próji­mo lo que inspira a los apóstoles de la reconciliación, más bien son las comodidades prácticas; es la perspectiva de relaciones atractivas. La caridad no cuenta para nada: presentan como un deber lo que sencillamente tienen ganas de hacer ellos, y lo hacen por egoísmo, cobardía y

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frivolidad. El perdón tiene anchas las espaldas: ceder al arrastre de la reconciliación general, al calor comunicati­vo de una simpatía superficial y a la campechanía tosca de las relaciones cotidianas, ¿puede pasar eso por actitud moral? De cerca, el ex verdugo retirado de sus asuntos de tortura es sin duda un plácido ciudadano y un excelente padre de familia: la enormidad de sus crímenes ya no puede leerse en su cara. Por la simpatía que ese rostro bonachón puede inspirar, dado el caso, es imposible poner otros nombres que estupidez, vulgaridad sórdida, ánimo de aproximación. Ese género de confraternización nos asquearía antes de perdonar. Los indiferentes, los no concernidos, aquellos para quienes en general no ha ocu­rrido nada y a quienes la perspectiva de congeniar con los verdugos repugna demasiado, a esos más les valiera no invocar el perdón y ahorrarnos sus sermones; no se entiende siquiera por qué hablarían de reconciliación cuando ya estaban reconciliados con el criminal al día siguiente del crimen, cuando jamás han pedido cuentas a los asesinos. Por otra parte, ¿se puede reprochar seria­mente a los hombres fíeles que frenen la marcha de la his­toria y estorben las relaciones de los hombres entre sí? Respondamos que las letanías del rencor no evitarán nada, y que los partidarios de la liquidación general pue­den estar, de todas maneras, tranquilos: de todas mane­ras, el olvido será más fuerte, el olvido tendrá la última palabra en todos los casos: algún día, tarde o temprano, el olvido oceánico anegará todo, y nuestra impotente deses­peración acabará también por ceder al irresistible mare­moto de la indiferencia o al auge de los intereses nuevos y de las preocupaciones nuevas; la modernidad triunfante barrerá como una paja el culto del pasado y la piedad de los recuerdos. Pues el presente, es decir la cotidianidad ambiente, nos asedia por todas partes y no cesa de convi­

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darnos al olvido de las cosas anticuadas; es una presión de cada minuto. El presente no necesita que lo llamen ex profeso, puesto que ahí está siempre; el presente no nece­sita a nadie; el presente se encarga él solo de su propia defensa, sin esperar consejos de abogados. El olvido no tiene tanta necesidad de ser predicado, y no es muy útil recomendarlo a los hombres: siempre habrá muchos bañistas en las aguas del Leteo; a los hombres les sobra ya tendencia a olvidar, e incluso lo piden. ¿Por qué exhortar­los a seguir el camino que tanto ansian seguir y que de todos modos seguirán? Sería precipitar una caída que resulta ya inevitable por la pesantez de los instintos, forti­ficar con una aceleración moral esa irresistible gravedad, suscribir la brutal superioridad del presente, volar cobar­demente en auxilio de la victoria. El hombre es ya de por sí bastante egoísta y cobarde como para que los moralis­tas se crean obligados a «cargar la mano», a empujar el carro, a ayudar al cobarde a hallar excusas y pretextos honorables. ¿Y si fuera el perdón ese pretexto glorioso? La razón de ser del imperativo moral no puede ser abundar en el sentido de la facilidad. ¿Cómo sería, por añadidura, la facilidad buena y normativa? La conjunción del deber y del deseo sería una increíble ganga, y el mérito de Kant radica en haber denunciado el eudemonismo de ese opti­mismo, la mala ley de esa «armonía». No es el presente lo que necesita nuestra ayuda, más bien el pasado; no son los presentes quienes necesitan nuestra fidelidad, sino los ausentes. Sí, es el pasado quien pide que lo llamen conti­nuamente, expresamente rememorado, piadosamente conmemorado: el pasado, al no existir ya, necesita que lo honren y le sean fiel; pues si dejáramos de pensar en él, quedaría completamente aniquilado. ¡El pasado no se defenderá solo! Como el pasado es inactual, hemos de tomar nosotros espontáneamente la iniciativa de ir hacia

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él. Por lo tanto, la frivolidad de los unos hace necesaria la fidelidad de los otros: esta fidelidad es tal vez el remordi­miento de los frívolos. Pero que los frívolos no se preocu­pen: los recuerdos nunca serán tanto estorbo como los intereses. La fidelidad moral al pasado es, pues, siempre de naturaleza protestadora: esa protesta básicamente ética es un desafío desesperado y hasta provocante a las fuerzas naturales; el hombre moral, reducido a la defensiva, pro­testa solemnemente contra el triunfo inevitable del olvi­do. Contra esa fuerza todopoderosa del devenir, ¿qué puede hacer la caña pensante sino protestar? Protesta pla­tónica, protesta impotente, ¡y que, sin embargo, es una de las formas de la sublimidad moral! Pues esa fidelidad es fiel hasta lo absurdo y a pesar de lo absurdo; paradójica­mente fiel a lo que es anacrónico e inútil... Cuando el uni­versal desafecto se nos eche encima, a nuestra vez, cuando todo aconseja a quien ama desamar, una voz solitaria y absurda nos recomienda la fidelidad indefectible. Acor­daos. No olvidéis. No seáis como los vegetales, los rumian­tes y los moluscos que olvidan a cada instante el instante anterior y jamás protestan por nada. Y en cambio, cuan­do todo nos aconseje hacer borrón y cuenta nueva, liqui­dar y absolver, una voz protesta en nosotros, y esa voz es la voz del rigor, y esa voz nos manda ser testigo de las cosas invisibles y de los desaparecidos innumerables; esa voz nos dice que lo real no está hecho solamente de cosas invisibles y de desaparecidos innumerables; esa voz nos dice que lo real no está hecho solamente de cosas palpa­bles y obvias, — los buenos negocios, los viajes hermosos, las vacaciones magníficas... No, las vacaciones no son todo. Y esa voz nos habla, por fin, de los crímenes sin nombre que fueron perpetrados, y cuya sola evocación nos colma de horror y de vergüenza.

Existe, así pues, una manera imprudente de recomen­

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darnos el perdón que representa más bien un medio de quitarnos las ganas. El tiempo, lejos de justificar el per­dón, lo torna sospechoso. El conjunto del problema moral que el perdón debe resolver se sitúa, en efecto, fuera del tiempo: los valores, primero, que son intemporales; el pecado después, que ha comenzado, pero que es intempo­ral a parte post\ el pecado nada puede contra los valores y los valores nunca necesitan, por consiguiente, ser restaura­dos; la culpa, una vez cometida, yuxtapone en cierto modo su intemporalidad culposa a la de los valores sin influenciarla; y la conversión misma del movimiento cul­pable se cumple fuera de toda evolución y en el instan­te del remordimiento sincero. Y también la intemporali­dad del perdón gratuito, fuera de cualquier restauración progresiva, es la única que puede cortar el nudo gordiano de la intemporalidad culposa: esa gracia no se adquiere poco a poco en el curso del tiempo, y el número de años no da al culpable ningún derecho sobre ella. Dicho de otro modo: la agonía de la culpa, prorrogada todo el tiempo que se quiera, nunca producirá un resultado comparable al gesto instantáneo del perdón; el perdón no es una mor­tificación crónica. El perdón, ya lo veremos, cobra un sen­tido si nos valemos del trampolín de la inquebrantable buena memoria, única que proyecta al ofendido por enci­ma de la ofensa, única que confiere a la gracia el impulso y el resorte necesarios. La discontinuidad del perdón resulta posible gracias al pleno de recuerdos. No puede ser más evidente: para perdonar hay que acordarse. El rencor es la condición curiosamente contradictoria del perdón; y por el contrario, el olvido lo vuelve inútil. Pues el perdón salta en el vacío, apoyándose en el pasado. Dentro de la merma temporal, no hemos encontrado en ninguna parte la ple­nitud de fidelidad que hubiese dado un sentido a la ruptu­ra repentina, al don gracioso y a la relación con alguien; el

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desgaste y el olvido no son acontecimientos, y carecen de intención; es cierto que acaban reduciendo el rencor a cero, pero acaban, y con qué lentitud, por donde el perdón hubiera comenzado. Repitámoslo aquí: de tripas corazón. No hemos hallado el corazón del perdón.

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Capitulo 2LA EXCUSA: COMPRENDER

ES PERDONAR

La confianza en la intelección es, en todos los aspec­tos, más filosófica que la confianza en el tiempo y en las virtudes del olvido: pues la intelección es, cuando menos, una actividad de la mente y resulta de un esfuerzo perso­nal del hombre, mientras que el tiempo corre solo, inde­pendientemente de nuestras iniciativas. La confianza en la intelección presupone cierta filosofía del mal, precisa­mente el intelectualismo: y nos gustaría poder decir inte- leccionismo, — pues si el intelectualismo es filosofía del intelecto, el «inteleccionismo» es filosofía de la intelec­ción penetrante. Este «inteleccionismo» funda su indul­gencia en la negación del pecado. El «inteleccionismo» es una teoría de la culpa, y el inteleccionista posee una opi­nión sobre la naturaleza del acto culpable, mientras que el olvidadizo no posee opinión sobre nada de nada, y no trata siquiera de motivar intrínsecamente su necesidad de reconciliación; el olvido no es una teoría filosófica, y lo único que hacen los predicadores del olvido es utilizar la ligereza y la pereza de los hombres, su amnesia, su super­ficialidad: pues ¿qué es el olvido, sino un vacío y una ausencia? El olvido, el desgaste y la integración, en suma,

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son tres analogías, una psicológica, otra física y la tercera biológica, con las que, llegado el caso, puede interpretarse el deshielo del rencor; pero toda pretensión normativa resultaría aquí usurpada: reconciliémonos porque la his­toria nos invita a hacerlo, porque ésas son las exigencias de la vida y las necesidades de la buena vecindad, porque la duración lenifica todos los resentimientos; porque, porque... Pero ese porque no es un porque: no indica el motivo de la reconciliación, da sencillamente la explica­ción. Hagamos, pues, como el tiempo, ya que el tiempo, al parecer, nos invita a ello: el tiempo pasa, en efecto, sin mirar atrás... Ahora bien, ésa no es una «razón»; ni siquiera una causa física: todo lo más, una analogía. Ate­nerse a la indicación del proceso natural sólo porque es natural, es una variedad de conformismo: la evolución general de las cosas no está forzosamente justificada desde el punto de vista de la persona moral. El que perdona en nombre del tiempo y en consideración a la antigüedad del crimen y porque, según dicen, hay prescripción, no niega que el crimen haya tenido lugar, y ni siquiera pretende, hablando con propiedad, que el crimen sea perdonable o el pecado venial; o sea, que no se pronuncia sobre su cali­dad intrínseca; nada nos dice sobre la gravedad de la cul­pa perdonada; no tiene en cuenta el grado de culpabilidad del culpable. La excusa intelectiva, al contrario, es una toma de posición sobre los daños del culpable a quien se achaca una culpa; implica la apreciación moral del acto que excusa, penetra profundamente en el mecanismo de las intenciones, es una lectura interna de esas intenciones. Los predicadores del olvido no dicen que el malvado sea malvado: dicen sencillamente que ya basta, y que es hora de acabar con el estado de guerra. Son los intelectualistas quienes niegan la maldad del malvado. Y, por consiguien­te, si la antigüedad por sí sola no es una razón filosófica

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para perdonar, la nada del pecado sí es, seguramente, esa razón.

I. No HAY VOLUNTAD DEL MAL

Perdonar, para el intelectualista, es reconocer implícitamente la nada del mal; luego, atando cabos, la inexistencia del pecado, lo absurdo del rencor y la pro­pia inutilidad del perdón. Lo verdaderamente intelec­tualista, no es tanto negar la sustancialidad del mal, cuanto rechazar la idea de una maldad absoluta, inhe­rente a la voluntad del hombre: pues si la fuente del mal es un contraprincipio, una hipóstasis trascendente o no sé qué arqueo diabólico, ¡el culpable ya no es tan responsable! Ya no son tantas las razones de estar resentido con quien es víctima a su vez de un corrup­tor. ¡El rencor personal ni siquiera sabe ya con quién emprenderla! Diríjanse mejor a la serpiente que pervir­tió al pecador o a Satanás, que encomendó a su ser­piente pervertir a la creatura y urdió toda la maquina­ción. Paradójicamente, ese pesimismo radical es un medio de excusar al pecador acusando al seductor que le sorbió el seso. ¡Cuanto más malvado es Satanás, más inocente Adán! Si el diablo inspira el pecado, el peca­dor es inocente. Pero también es cierto que el resenti­miento se ha desplazado: el hombre está resentido aho­ra con el propio diablo. ¿Cabe imaginar, no obstante, que un principio abstracto sea objeto de rencor?, ¿que la palabra perdón tenga aquí sentido? En todo caso, sea hipóstasis o malevolencia humana, el mal es denuncia­do como un ídolo del «conocimiento del primer géne­ro», ídolo fabricado por el maniqueísmo dramático y por el patetismo inveterado del pensamiento primitivo.

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El intelectualismo optimista de Sócrates niega hasta la posibilidad de una mala voluntad;1 y como la voluntad no puede ser mala, tampoco puede ser propiamente buena. Pues, ¿qué significa una voluntad que no puede querer mal? Nada tiene eso de voluntad. Al suprimir la posibilidad del bi-querer, el intelectualismo suprime el querer en general. El pecado, bajo su aspecto más característico, que es la mentira, forma para Platón el ob­jeto de una aporía insoluble. — Una vez disipado el espejismo del pecado, el rencor, al no tener nada que llevarse a la boca, muere de inanición; el intelectualis­mo, transformando el pecado en lapsus, quita el pan de la boca al rencoroso. El pan seco, el pan amargo del resentimiento. No sabemos siquiera con quién estar resentido, ni por qué estar resentido con quienes lo estamos. ¿Y cómo estar resentido con una voluntad que ni siquiera puede querer? — Al carecer el rencor de

razón de ser, el perdón, a su vez, carece de materia. Ya no hay ofensa ni ofendido ni ofensor; no hay pecado ni pecador. Como antes el rencoroso no sabía con quién estar resentido ni por qué, así tampoco el generoso sabe a quién perdonar ni qué perdonar, a qué pecado­res graciar, qué pecados absolver. Al preguntar Gou- laud a Mélisande:1 2 «Mélisande... ¿Me perdonas, Méli- sande?» — la inocente responde: «Sí, sí, te perdono... ¿Qué he de perdonar?» El perdón del corazón, el per­dón pasional encontraba materia en la positividad de la culpa: la malevolencia perversa, — he aquí, por anto­nomasia, lo resentido del resentimiento y lo perdona­ble privilegiado de un perdón gracioso. ¡Habiendo malvados, magnífico! El rencor que es relación directa

1. Hipias menor, 373 b: ...be, ótv xuxoueYH óauav ouyyvüHI>)v éyeiv.

2. Pelléas ef Mélisande, V, 2.

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del ofendido con la culpa, el perdón que tiene un ren­cor que superar, ambos encontrarán empleo. Una culpa que perdonar al culpable, ¿acaso no es un rencor que superar en uno mismo? La positividad del pecado y la paradoja de la caridad son solidarias en la mente de san Pablo. El «perdón» a base de excusa se reduce, por el contrario, a la simple constancia de que nunca hubo ofensa, y que la idea de una maldad de fondo es un espejismo ilusorio. Ese perdón es ¡un acta de insolven­cia! Perdonar es así, paradójicamente, reconocer que no hay nada que perdonar. El obstáculo llamado culpa era la condición contradictoria del perdón: al volatili­zar el obstáculo, se suprime el perdón. El sentimiento subjetivo de haber «perdonado» es más bien un efecto de conjunto, una especie de impresión aproximada, una apariencia que se resuelve, vista de cerca, en com ­prensión racional. Lo que nosotros añadimos de gene­rosidad y gratuidad es simple producto de una imagi­nación calenturienta. El perdón es, pues, tan vano como el propio pecado; la ebriedad del perdón es un delirio tan absurdo como la obsesión de la culpa. Peor todavía: puesto que el pecado no existe, quien perdona un pecado inexistente tomándolo por un pecado verda­dero, o bien se hunde en el error o bien se expone efec­tivamente a crear una especie de pecado a fuerza de creer en ello; se asemeja al mentiroso verídico que dice la verdad tomándola por una mentira y con la inten­ción de mentir. Perdonar un pecado que no existe sería, por lo tanto, pecado; e incluso el pecado de per­donar lo que no es pecado sería el primero de los peca­dos y el único pecado. Para conjurar la locura del per­dón, el intelectualismo, como vemos, no teme contra­decirse un poco. Y si por casualidad el pecado existía ya, el perdón que lo absuelve sería un segundo pecado;

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el pecado de perdonar el pecado es un pecado más, que dobla y agrava el primero; de tal modo que, perdonan­do el pecado, cometemos otro, y nos hacemos solida­rios del culpable; compartimos con ese culpable la res­ponsabilidad de un atentado contra los valores. ¿No es complicidad esta negligencia? Después de Jeremías, el Evangelio recomienda tender la otra mejilla. ¿No es querer fabricar alegremente injusticia allí donde no existe?, ¿agravar como por capricho la culpabilidad del culpable? El ofendido acepta espontáneamente dupli­car la humillación, sin percatarse de que si una bofeta­da no basta para hacer un pecador, dos quizá bastarán. O más sencillamente, el intelectualismo radical niega hasta la posibilidad del pecado. El intelectualismo representa así la negación de cualquier sobrenaturali­dad irracional, sea ésta del mal o del amor. El espejis­mo del pecado se disipa ante el análisis. Quien se cree obligado a perdonar es el crédulo del sistema patético que gira en torno al mito de la culpa; participa en el mundo imaginario del pecado. La exaltación que pro­cura la maldad se comunica al magnánimo que hace ademán de absolverla; y cuanto más imperdonable sea la maldad, más sublime será el perdón. Con el intelec­tualismo desaparece ese amontonamiento de aberra­ciones. Los compañeros del pequeño drama — el dia­blo, el pecador, el rencoroso, el magnánimo— desem­peñaban papeles imaginarios: todos se eclipsan a la vez. Puesto que no hay malevolencia radical, inútil perder tiempo perdonando: el culpable está sencillamente mal informado, incompletamente informado, y más valdría que lo instruyésemos; la propia expiación de la que se habla en el Gorgias posee un carácter ortopedagógico. ¿Por qué la caridad y no la justicia?, inquina Anatole France. ¿Por qué el perdón y no la simple verdad?

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II. La excusa no es ni un acontecimiento,

NI UNA RELACIÓN CON OTRO, NI UN DON GRATUITO

La excusa intelectiva no reúne los tres caracteres dis­tintivos del verdadero perdón. No es un acontecimiento, ni una relación personal con otro, ni un don gratuito. Aje­na al acontecimiento, la excusa pierde su ofensa; ajena a cualquier relación real con otro, pierde a su ofensor y, por consiguiente, ya no hay ofendido: los tres correlatos son a todas luces solidarios; de suerte que si retiramos uno, caen todos. Sin ofensa, el ofendido y el ofensor desaparecen tomados de la mano — pues la ofensa no existe por sí mis­ma. Sin ofensor, no hay ofendido..., ¡a menos que el ofen­dido se haya ofendido él solo! Sin ofendido, no hay ofen­sor, — pues un ofensor que no ofende a nadie, un ofensor con título de ofensor es pura abstracción, salvo si el ofen­dido, despreciando el agravio, no se siente ni siquiera ara­

ñado por el ofensor. La comprensión absolvente no es un verdadero acontecimiento: pues si adviene o interviene en cierta fecha de nuestra historia personal, es tan sólo por­que la creatura es débil, miope o incluso completamente ciega, porque la capacidad de su entendimiento, por hablar como Malebranche, está miserablemente limitada; la finitud y la falta de clarividencia del hombre hacen de la intelección un descubrimiento y del descubrimiento un suceso que llega en tal o cual momento de la crónica. Este descubrimiento es el punto de inserción de nuestra dura­ción en la verdad eterna del sentido; o mejor, es el punto de tangencia de lo temporal con lo intemporal. Señala, por decirlo de algún modo, el advenimiento de lo intemporal. Así pues, el sentido verdadero de las relaciones humanas se nos revela un buen día, pero ese sentido está fuera del tiempo; y es tanto más intemporal cuanto nos enseña por contraste hasta qué punto la hosquedad del ofensor es

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irracional, hasta qué punto son efímeras y contingentes nuestras recriminaciones, nuestras iras y nuestras suscep­tibilidades; la situación rencorosa es equiparable a un gabinete de espejismos, a una esquiagrafía, como diría Platón, a un juego de sombras y fantasmas cuya fuente es la importancia exagerada que el ego — ofensor u ofendi­do— , atribuye a su interés propio; en efecto, en la óptica egocéntrica de los verdugos y de sus víctimas es como conviene interpretar las ilusiones pasionales nacidas de la filaucía. Comprender el sentido equivale a reconocer que el ofendido nunca ha sido ofendido, que el pecado nunca tuvo lugar. Si el ofendido fuera más lúcido, «perdonaría» en el preciso momento de la ofensa, de entrada y sobre la marcha; mucho mejor, habría «perdonado» de antemano (¿pero podemos seguir diciendo «perdonar»?) todos los futuros pecados de todos los pecadores; descargaría al cul­pable antes de la culpa, y hasta sin tomarse el tiempo de perdonar, ya que los daños y pecados por venir están ya perdonados. Así es como el sabio comprende un día la positividad afirmativa de todo lo que existe: a la universal transparencia de un mundo despejado de pecado respon­de la universal indulgencia de una visión lúcida. Esta lec­tura clarividente no puede ser considerada como un acto efectivo ni como una conversión creadora; por eso la lla­mamos Descubrimiento mejor que Invención; pues se tra­ta del descubrimiento inefectivo de una eterna positividad. La excusa desconoce el instinto repentino del perdón, no sólo descubriendo un sentido intemporal que preexistía a nuestro descubrimiento, sino descubriendo ese sentido al cabo de una labor discursiva: la intuición intelectiva está temporalmente preparada. Los hombres en general son tan lentos que comprenden la culpa mucho después, y poco a poco. Y a veces, hasta deben rehabilitar después y a destiempo a un hombre injustamente sentenciado. ¿Es

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perdón esta reparación póstuma de un error judicial? Se precisa tiempo para reprimir la ira y el reflejo vindicativo, tiempo para sobreponerse al rencor, tiempo para dominar la naturalidad instintiva. Como cualquier otro esfuerzo, el esfuerzo de intelección necesita tiempo: comprender supone aquí tanteos y retoques, una laboriosa puntualiza- ción, atención sostenida y análisis meditado de la culpa. Cierto es que el tiempo, como hemos mostrado, no tiene por sí solo influencia alguna sobre la gravedad de la culpa. No es el tiempo el que nos hace comprender algo: el tiem­po es sencillamente la dimensión del esfuerzo intelectual, y mide su duración. Ese tiempo de incubación es ineficaz e insuficiente sin la intuición que corona la continuación del intervalo. Y sin embargo, la intelección implica un proceso de profundización laborioso que el instante del perdón descarta. Nos falta verificar, en ese proceso inma­nente, que el acontecimiento doloroso está disuelto.

La intelección, que no es por sí misma un aconteci­miento, tampoco implica una verdadera relación personal con el otro. Y por de pronto, desde el punto de vista del ofensor: no hay alocución y por consiguiente no hay inter­locutor. El «otro» de carne y hueso, el compañero del per­dón resulta, por decirlo así, inexistente; no es en su honor — ¡en tu honor!— , ni por amor de él — ¡por ti!— , por lo que desapasionamos la relación colérica o rencorosa: es en nombre de una verdad impersonal y anónima. El cul­pable incluso podría no existir. El culpable no es culpable, ya que la culpabilidad es el mito de una imaginación calenturienta: sólo es enfermo o demente; de ahí a amar, media un abismo que la justicia no nos pide en absoluto salvar. Pues quien ama a todos no ama a nadie: ahí sólo hallamos desvinculación y sonriente tolerancia. Nuestro desinteresamiento respecto del compañero, suponiendo que el compañero tenga un rostro y una ipsidad, es in­

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discernible de la indiferencia, rigócog e|eig jtgóg róv Xo iÓoqoüvtoi, dice el Manual de Epicteto,3 emplea la dulzura con quien te ofende, pues se equivoca él... Pero esa dulzura hacia un culpable en el error nada tiene en común con el amor transitivo: es pura negatividad. Y, como su contrario, la violencia, representa un simple comportamiento exterior. La dulzura no tiene intención alguna: puede expresar el desprecio tanto como el amor; pues el desdén es precisamente una manera de no violen­tar. ¿Ser dulce con el ofensor? Así es, comenta Guyau, como «perdonamos» a la piedra que nos golpea. Y para comentar al comentarista, cabe añadir: nuestra ira contra el ofensor es tan absurda como la de Jerjes contra el Helesponto. Tanto daría aborrecer a la teja que nos hiere. — Desde el punto de vista del ofendido, la humildad sería por supuesto absurda. Una liquidación consentida en nombre de la verdad es mucho más fácil, más indolo­ra, menos costosa que el sacrificio desgarrador llamado Perdón. Costoso para el amor propio y para el interés propio, cruel para el honor y para la dignidad de quien perdona, el perdón descarta cualquier compensación y cualquier contrapartida; y en eso es sacrificio. La intelec­ción, por el contrario, es indolora. No hablamos aquí sino del dolor inherente a las relaciones del hombre con sus semejantes, con los violentos, los malvados y los verdu­gos. El dolor, como efectividad irracional y afectividad vivida, pertenece en efecto a un orden completamente distinto al de la intelección. Un esfuerzo penoso resulta a veces necesario para comprender: pero prescindiendo de ese esfuerzo, la comprensión intelectual no guarda rela­ción ni posible proporción con un acontecimiento que interesa al sistema nervioso y a la vida psicosomática

3. ’E yxelqíSiov 42.

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completa. Ninguna herida que coser. Analgesia segura. Así, comprender y sufrir resultan inconmensurables. Comprender no duele. Y no sólo comprender no duele, sino que comprender, por añadidura, no cuesta nada: en ese perdón, el amor propio no se compromete en absolu­to; la intelección ni siquiera es, hablando con propiedad, meritoria, ya que la evidencia de la verdad se impone por sí misma a cualquier razón de buena fe. — Desde el pun­to de vista de la ofensa, por último: nuestro conflicto, situado de nuevo en el marco impersonal de los asuntos humanos, deja claramente aparecer su insignificancia y su nulidad: nuestros rencores liliputienses, reinsertados en el determinismo general, resultan tan nimios como la car­bonilla en el ojo de un peón caminero trabajando en esos momentos; mis quejas son tan sólo un elemento o una pieza en la concatenación de causas y efectos. La ofensa se ha diluido en el interior del orden general... Ahora ya no basta decir, como decíamos de la clemencia, que la ofensa se ha vuelto microscópica y que el ofensor ni siquiera es visible a simple vista; ahora no resulta exagerado afirmar, como dice el hombre desdeñoso, que el agravio es mi­núsculo y en cierto modo imperceptible; la altiva clemen­cia, con su grandeza de alma un tanto condescendiente, no niega que el agravio haya ocurrido, solamente niega que la afrenta pueda alcanzarla o que pueda siquiera detectarla. Por otra parte, la clemencia, aunque esté más allá de los ofensores y de los pecadores, mantiene con ellos una relación de dominación; accede a no abusar de su superioridad, a emplear sólo una parte de su fuerza, a no hacer todo lo que puede: pero es mera táctica, una for­ma de guerra fría. La intelección está más allá de la cle­mencia. Es el clemente, no el sabio, quien desprecia los agravios: pues el desprecio es demasiado pasional para quien nada tiene que despreciar y quien tiene en cuenta la

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discernible de la indiferencia. FlQÚcog eíjeis jigóg tóv X.oi6oQOUvxa, dice el Manual de Epicteto,1 emplea la dulzura con quien te ofende, pues se equivoca él... Pero esa dulzura hacia un culpable en el error nada tiene en común con el amor transitivo: es pura negatividad. Y, como su contrario, la violencia, representa un simple comportamiento exterior. La dulzura no tiene intención alguna: puede expresar el desprecio tanto como el amor; pues el desdén es precisamente una manera de no violen­tar. ¿Ser dulce con el ofensor? Así es, comenta Guyau, como «perdonamos» a la piedra que nos golpea. Y para comentar al comentarista, cabe añadir: nuestra ira contra el ofensor es tan absurda como la de Jerjes contra el Helesponto. Tanto daría aborrecer a la teja que nos hiere. — Desde el punto de vista del ofendido, la humildad sería por supuesto absurda. Una liquidación consentida en nombre de la verdad es mucho más fácil, más indolo­ra, menos costosa que el sacrificio desgarrador llamado Perdón. Costoso para el amor propio y para el interés propio, cruel para el honor y para la dignidad de quien perdona, el perdón descarta cualquier compensación y cualquier contrapartida; y en eso es sacrificio. La intelec­ción, por el contrario, es indolora. No hablamos aquí sino del dolor inherente a las relaciones del hombre con sus semejantes, con los violentos, los malvados y los verdu­gos. El dolor, como efectividad irracional y afectividad vivida, pertenece en efecto a un orden completamente distinto al de la intelección. Un esfuerzo penoso resulta a veces necesario para comprender: pero prescindiendo de ese esfuerzo, la comprensión intelectual no guarda rela­ción ni posible proporción con un acontecimiento que interesa al sistema nervioso y a la vida psicosomática

3. ’EyxeipíÓtov 42.

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completa. Ninguna herida que coser. Analgesia segura. Así» comprender y sufrir resultan inconmensurables. Comprender no duele. Y no sólo comprender no duele, sino que comprender, por añadidura, no cuesta nada: en ese perdón, el amor propio no se compromete en absolu­to; la intelección ni siquiera es, hablando con propiedad, meritoria, ya que la evidencia de la verdad se impone por sí misma a cualquier razón de buena fe. — Desde el pun­to de vista de la ofensa, por último: nuestro conflicto, situado de nuevo en el marco impersonal de los asuntos humanos, deja claramente aparecer su insignificancia y su nulidad: nuestros rencores liliputienses, reinsertados en el determinismo general, resultan tan nimios como la car­bonilla en el ojo de un peón caminero trabajando en esos momentos; mis quejas son tan sólo un elemento o una pieza en la concatenación de causas y efectos. La ofensa se ha diluido en el interior del orden general... Ahora ya no basta decir, como decíamos de la clemencia, que la ofensa se ha vuelto microscópica y que el ofensor ni siquiera es visible a simple vista; ahora no resulta exagerado afirmar, como dice el hombre desdeñoso, que el agravio es mi­núsculo y en cierto modo imperceptible; la altiva clemen­cia, con su grandeza de alma un tanto condescendiente, no niega que el agravio haya ocurrido, solamente niega que la afrenta pueda alcanzarla o que pueda siquiera detectarla. Por otra parte, la clemencia, aunque esté más allá de los ofensores y de los pecadores, mantiene con ellos una relación de dominación; accede a no abusar de su superioridad, a emplear sólo una parte de su fuerza, a no hacer todo lo que puede: pero es mera táctica, una for­ma de guerra fría. La intelección está más allá de la cle­mencia. Es el clemente, no el sabio, quien desprecia los agravios: pues el desprecio es demasiado pasional para quien nada tiene que despreciar y quien tiene en cuenta la

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verdad partitiva de cada error y no niega la existencia más que a los fantasmas inexistentes. Las ofensas resbalan sobre el magnánimo sin herirlo, pero el sabio ni siquiera es ofensible. En la clemencia hay un ofensor, aunque no haya un ofendido; en la sabiduría intelectiva no hay ni ofendido ni ofensor; y en cuanto a la ofensa, no es sola­mente desdeñable, nimia e infrasensible, sino lisa y llana­mente inexistente, es decir nula y no advenida. Repitá­moslo aquí: el «perdón» intelectivo equivale a reconocer que, en definitiva, nunca ha habido ni ofensa, ni ofendi­do, ni ofensor. — Pocas palabras bastarán para concluir que la excusa intelectiva, no siendo ni un acontecimiento ni una relación con el otro, tampoco es un don gratuito. Reconocer la nada del pecado, no es hacer un regalo y menos aún una limosna al pecador, puesto que no hay pecador: es sencillamente reconocer la verdad; absolver al ignorante o al enfermo, no graciarlo: pues para nada necesita nuestra gracia, y nuestra caridad le trae sin cui­dado; se trata sencillamente de hacerle justicia.

¿Comprender es perdonar? Comprender es... implica­ría que el perdón no solamente es continuación o conse­cuencia obligatoria, sino efecto necesario y automático de la comprensión. Más aún: comprender sería ipso facto e inmediatamente perdonar, como si lo uno y lo otro vinie­ran a ser lo mismo... ¿Se deduce el perdón del conoci­miento? Convertir el perdón en una conclusión sería suprimir la libertad de perdonar y, con la libertad, el acon­tecimiento aleatorio y la gratuidad caritativa. Al igual que una voluntad deja de querer si no puede querer más que el Bien, si quiere el Bien por naturaleza y en virtud de leyes físicas; el perdón deja de «perdonar» si se deriva de la inte­lección, como la secreción de jugos gástricos se deriva de la ingestión de alimentos... ¡Pues el Bien es algo que pode­mos no querer! Y así también, el perdón es algo que po­

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demos rechazar... Una libertad libre para el Bien sola y unilateralmente, una libertad sin alternativa, una libertad despojada de su bi-querer y de su bi-poder, una liber­tad incapaz de escoger lo uno o lo otro, ¿en qué sería libre? Y asimismo: un perdón que no contuviera nada azaroso, ¿en qué sería perdón?

III. La excusa total: comprender es perdonar

La comprensión razonable inutiliza la gracia impulsi­va del perdón. Pero esta comprensión, si no implicara en cierta medida el don gracioso, el acontecimiento y la rela­ción con alguien, tampoco sería pacificadora. La com­prensión vivida acaso sea lo que distingue a Spinoza del intelectualismo socrático. En los primeros diálogos de Pla­tón se trata únicamente, por vía didáctica, de rebatir las contradicciones de un discurso erróneo y de dar consis­tencia a la nesciencia; de colmar ese vacío, de llenar esa nada; se trata ante todo, dado que la ignorancia o amatía es el único pecado, de denunciar la nada de la culpa. A Sócrates, aunque perseguido, no le tienta ni el resenti­miento ni el perdón hacia sus perseguidores: muestra sola­mente, con la refutación, que el culpable es ignorante. No dice a Anito y Meleto, quienes lo han sentenciado a muer­te: os perdono; dice tan sólo, con toda objetividad y sin dirigirse a nadie en particular: oüÓelg éxtbv ctpaQxávei, nadie hace el mal a sabiendas. Y ya está. Esa gente aparen­temente hace el mal, pero no sabe lo que hace. La ciencia de su nesciencia, es decir la conciencia, está habilitada para absolverlos; la ciencia superficial y parcialmente inconsciente que llaman mentira queda desbaratada por una ciencia más profunda. Epicteto, en este aspecto, está más cerca de Spinoza que Sócrates. Desde lo hondo de su

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miseria y su derelicción, el esclavo-filósofo habla para los ofendidos y humillados, hermanos suyos, más que para los ofensores. El problema que resuelve es su problema personal: ¿cómo mantenerse feliz en la más extrema desdi­cha?, ¿libre en la más humillante servidumbre? El deshie­lo de la situación rencorosa, que no se planteaba en tiem­pos de Sócrates, se adelanta ahora al problema del error. Spinoza, a su vez, es contemporáneo de una época que comienza a conocer el odio y todas las variedades del resentimiento; el hombre moderno, después de Spinoza, experimentará formas de odio gratuito que ni Platón, ene­migo de la violencia, ni el propio Spinoza habían sospe­chado: el arte diabólico de hacer sufrir y torturar, la volun­tad maquiavélica de humillar y ofender, la maldad inédita han llegado a ser en ciertos pueblos especialmente dotados para ello un género de talento nacional. Digámoslo tam­bién: el conocimiento de la ipsidad y la precisión de pun­tería que permite tocar sus puntos débiles o su centro más vulnerable, todo eso se ha perfeccionado inmensamente desde la época de Calicles. Sólo el arte refinado de la pala­bra hiriente, especialidad eminentemente moderna, plan­tearía ya con toda agudeza el difícil problema del perdón, — de un perdón que suele ser superior a nuestras fuerzas. No se puede pretender con seriedad que Spinoza fuera un humillado y ofendido en ese sentido. Si Spinoza hubiera sido contemporáneo de los exterminios masivos, dice con fuerza Robert Misrahi,'1 no hubiese existido spinozismo. Spinoza superviviente de Auschwitz no hubiese podido decir: «Humanas actiones non ridere, non lugere, ñeque detestari, sed intelligere.»4 5 A partir de aquí, comprender ya no significa perdonar. O mejor, ya no se puede compren­

4. La Conscience juive face i) l ’Histoire: le Pardon (Congreso judío mundial, 1965), p. 286.

5. Tractatus políticas, 1,4.

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der; no hay nada que comprender. Pues los abismos de la maldad pura son incomprensibles. Pero, en fin, Spinoza, a su manera, tenía algo que perdonar.

Comprender es perdonar. En el doble sentido de esta ecuación se refleja toda la ambigüedad de una excusa inte­lectiva. Y, lo primero, «comprender es perdonar» significa: no existe más perdón que el conocimiento; comprender es el único modo de perdonar; la comprensión hace las veces del perdón y hace inútil el perdón; con otras palabras, es el perdón en general, es la propia venta la que se reduce a un movimiento intelectivo. Pero cabe también interpretar la fórmula en sentido inverso: no es la intelección lo que absorbe al perdón (intelligere, id est ignoscere), sino que el perdón resulta de la intelección (intelligere ergo ignoscere). Y vamos con el primer punto: comprender es perdonar en estilo seco; la intelección, al instituir una fraternidad abs­tracta entre los hombres, reconoce y respeta la verdad rela­tiva de cada ser y la igualitaria promoción de todos los seres. Pero ese perdón no tiene segunda persona: concier­ne a la universalidad anónima de las «terceras» personas, no se dirige a ti. No está, como el verdadero perdón, com­prometido en una relación inmediata con su vis-ñ-vis, sino imparcial, a la manera de la instancia trascendente que Aristóteles llama ó íxatov ém|>uxov: pues para dirimir las verdades antagonistas es preciso no participar en ninguna de ellas. — Con todo, la intelección, como el verdadero per­dón, puede implicar una comunicación real con el ofensor y una transfiguración real del ofendido. Ante todo, una forma de perdón que conlleva la renuncia al privilegio óptico de la primera persona, al punto de vista autista de la filaucía y, en una palabra, al egocentrismo del mí-por-sí, esa forma equitativa de perdón no carece de calor ni siquiera de generosidad. Cierto es que el interlocutor de esta alocución ya no se llama el Otro, Alter, el compañero

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del tú y yo inmediato, sino el Otro, el Otro que son legión, el Otro multiplicado al infinito: a pesar de su anonimato, ese Otro de mil cabezas, esa hidra del no-yo en plural representa bien, sin embargo, alrededor del Yo, la alteridad por antonomasia; a pesar de su indeterminación, ese Pró­jimo tan lejano es para el ego ofendido o contrariado una invitación permanente a deshinchar el tumor del amor propio y la hipertrofia de la susceptibilidad pasional, a dar de baja a cualquier mezquindad. Renegando de la excep- cionalidad del punto de vista egoísta, el hombre que per­dona comprendiendo, o a fuerza de comprensión, halla en su modestia la fuerza de reconocer, si ha lugar, la parte de razón y la parte de legitimidad de la ofensa; en su lucidez, halla la valentía de tratar al otro como a sí mismo, tratán­dose a sí mismo como a otro. La ley de reciprocidad que nos pide no estar en un solo partido unilateralmente, y en este caso en el bando del yo, sino estar a la vez en el bando propio y en el ajeno, sobrevolando ambas verdades, esa ley se llama Justicia. Justicia y asimismo Razón. Pues la justicia es tan razonable como la razón justa. De la razón recibe la justicia el principio de omnilateralidad, y con él la resolución de todos los rencores. El rencor, en resumen, era un malentendido fundado en la malcomprensión; las falsas relaciones y las falsas situaciones que de ello derivan, al favorecer la primera persona en menoscabo de las otras mónadas, instituían un orden imaginario, un orden gue­rrero y frenético: la comprensión resuelve los malentendi­dos surgidos de la malcomprensión; con otras palabras, disuelve los grumos de rencor que alteraban la fluidez y la transparencia de las relaciones humanas; liquidando o licuando las falsas relaciones congeladas por el enfurruña- miento, restablece entre los hombres el ligante de la comu­nicación pacífica. No es en Spinoza, sino en Leibniz donde el perdón resulta extraño a cualquier intención alterocén-

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trica. Al desear que la mónada de corto alcance se acomo­de lo más posible al punto de vista de la armonía general, también Leibniz aceptaría decir: «Comprender es perdo­nar.» Pero como admite el mal necesario y, como ese mal es un mal menor, el pecado se encuentra más minimizado que nihilizado; ahora bien, si la negatividad del mal es positividad menor, el perdón se expone a ser solamente rencor menor. En cierta medida, la acomodación óptica, al disminuir la gravedad de la culpa, surte los mismos efectos que el tiempo. El pecado de alguien se ordena en el plan general del universo, del cual es ingrediente desde tiempo inmemorial; como quiera que los elementos de la econo­mía universal están vinculados entre sí, la culpa singular, como todo lo demás, debe comprenderse serialmente. Leibniz no dice que el pecado sea inexistente, tan sólo dice que el pecado encaja en el cuadro: la armonía del universo está a salvo, pero el pecador queda abandonado a su suer­te. Dentro de esta visión «contemplacionista», la escopia, — telescopia, microscopía, es lo que importa, y no la felici­dad personal. Menos atento a la belleza del fresco, Spinoza es mucho más compasivo con el individuo.6 — Compren­der no implica solamente una comunicación con el género humano, sino una transformación interior del sujeto que comprende; comprender no es solamente hacerse amigo de los hombres, sino hacerse amigo de sí mismo. «Com­prender es perdonar», como hemos visto, significa que la intelección no solamente es intelectual, sino que la intelec­ción es calmante: la intelección baja la ira como la aspirina baja la fiebre; trátese de indignación o de irritación, de rencor o de vergüenza, el conocimiento lúcido es en todas las cosas el gran sedante, lenifica el sufrimiento, desapasio­na el enojo tenaz, descongestiona la inflamación de la ira,

6. Véase el espléndido libro de Georges Friedmann, Leibniz y Spinoza (1946).

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«relaja» al hombre huraño y crispado. Con miras a esa curación interior, a esa transformación total, la Refutación socrática (iíkeyxog) resulta insuficiente: el hombre necesi­ta una metodología eficaz y, cabe decir, un arte persuaso- ria, algunas veces incluso una especie de dieta, lo único capaz de calmarle. Relacionar la injusticia con sus causas, reintegrar la culpa en una necesidad universal en la que se torne inteligible, desvanecer las zonas de sombra y las opa­cidades que el espejismo de una libertad malvada proyecta en el mundo, no es una empresa puramente especulativa: la verdad que la intelección quiere restablecer es la de un mundo amigable donde el hombre dejará de maldecir a su hermano y vivirá en la paz del espíritu y del cuerpo. La intelección, en esto, implica un esfuerzo y se refiere al por­venir. La serenidad no viene hecha y dada como en Sócra­tes; la serenidad no se ha logrado, está por conquistar. Este paso de la vindicta a la serenidad, este proceso de serena- miento es el que distingue la inalterable serenidad socráti­ca y la sabiduría spinozista. El ofendido airado, para sere­narse, debe sostener un combate que Sócrates no había conocido. La transfiguración lenitiva de la enemistad por efecto de un mejor conocimiento constituye, asimismo, una conversión del odio en su contrario. No es de extra­ñar, por lo tanto, que semejante conversión se cumpla con alegría.

IV. La excusa partitiva: la ambigüedad

DE LAS INTENCIONES Y EL CULPABLE-INOCENTE

Hemos hablado hasta ahora de la excusa total, la que de antemano nihiliza el pecado en general y aboca a una absolución universal indiscernible del perdón: aun cuando no sea el perdón, sí es conforme al perdón, lo sustituye y

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produce prácticamente el mismo resultado; sólo sus razo­nes difieren. O más bien se distingue del perdón en que tiene motivos y el perdón es inmotivado. ¡Pero la excusa no siempre es spinozista! Casi siempre es partitiva y relati­va, y tiene por función excusar a seres mezclados, comple­jos, impuros, cuyas intenciones siempre son equívocas, y no pueden por consiguiente ser apreciadas de manera uni­valente. La excusa partitiva ya no se sustenta, como la excusa total, en la negación metafísica del mal, de la mal­dad y del pecado; la propia idea de un aligeramiento de la responsabilidad mediante circunstancias atenuantes pre­supone la posibilidad de ser culpable o malevolente. ¿No continúan siendo periféricas las «circunstancias» con rela­ción al centro de la mala voluntad? Esta responsabilidad posible, matizada por las circunstancias, permite el escalo- namiento de los grados innumerables (degradados y gra­daciones) de la culpabilidad intencional. El ser queda más o menos descargado de las cargas que pesan sobre él. De hecho, la excusa partitiva excusa al culpable, no ya porque el mal es en general inexistente, sino porque cualquier intención es compleja. El intermediario de la excusa inte­lectiva refleja la ambigüedad fundamental de las intencio­nes. El pensamiento moral siempre ha tenido la sensación de esa ambigüedad. El primer pecado, el pecado de los pecados, el mismo del que nos habla el Génesis, es en reali­dad una inocente curiosidad anterior a la voluntad del mal, puesto que su objeto es precisamente conocer la dis­tinción del mal y del bien: quien va a cometer el mal aún no sabe lo que es el mal, no lo sabrá hasta después de haber probado su fruto; conoce solamente un interdicto, y es culpable, por lo tanto, de simple desobediencia. Desco­noce incluso ese pecado por antonomasia que se llama mentira. Pero en otro sentido, el hombre tentado de abrir los ojos no estaría tentado si no presintiera el gusto y el

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sabor de la dignosceticia; le tientan las ventajas del espíritu, cuyo símbolo apetitoso es un fruto; posee, por consiguien­te, un preconocimiento de la distinción que ansia conocer: por ello la distinción se le aparece en forma de fruto envi­diable. Ahí está el reptil para promover el género, para valorizar el objeto tentador y alabar su atractivo. La impulsión original de Adán prelapsario no es por consi­guiente tan indiferente como nosotros pensábamos: inclu­so antes de que sus ojos se abran presiente todas las venta­jas del despabilarse; sabe que Dios le prohíbe ceder, ya sabe cuanto hay que saber; el propio fruto ya no tiene nada que enseñarle. O más bien, como no se puede decir que ignore ni que sepa, cabe pensar que adivina. El primer pecador, en el instante de su iniciación, es a la vez culpable y no culpable. Como culpable, Dios lo arroja despiadada­mente del jardín de felicidad, sin retorno y sin amnistía posible: la historia completa no estará de más para resca­tar esa culpa infinita; el pecador inexcusable sólo puede ser castigado..., o milagrosamente graciado. Pero como ¡nocente, culpable únicamente de aturdimiento y, por consiguiente, excusable, una temporada en el purgatorio debe bastar; o mejor, habría que enviarlo a la escuela, para que aprenda obediencia. Con frecuencia puede dudarse en la apreciación de una intención, entre el pecado de igno­rancia y el pecado de malevolencia y, por consiguiente, entre la excusa y la alternativa de la condena o del perdón. La oscilación es muy perceptible en los Evangelios. El Evangelio de Lucas, este Evangelio exclusivamente,7 atri­buye a Jesús crucificado una palabra un tanto «socráti­ca»: «Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen»; náiEQ, ácpeg añtoig- oü y á g o íóao iv tí jtoioOcuv. Ahora bien, si el ¿upíripi es del orden del perdón sobrena­

7. Lucas 23, 34.

loo

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tural, y de un perdón tanto más sobrenatural cuanto que se pide a Dios, el o íw oí&aoiv, en cambio, es claramente cognitivo; no saben lo que hacen (no saben que han cruci­ficado al hijo de Dios): luego si supieran, no lo harían; si hubieran sabido, no lo habrían hecho. Por eso el perdón divino no es tan necesario... Mejor sería enseñarles. Como los ignorantes y los mentecatos que dieron a beber cicuta a Sócrates, los pecadores que insultan y crucifican a Cristo son pobres dementes, más dignos de compasión que de maldición. Lo que parecen confirmar los Hechos de los apóstoles,8 donde Pedro dice al pueblo: «Obrasteis por ignorancia»: x a x á á y v o ia v ÉJtQá|axxe. Y sin embargo, nadie se había hecho del pecado de mala intención una idea menos socrática que san Pablo. — La misma oscilación aparece en la manera que tienen los teólogos cristianos de juzgar el desconocimiento de que acusan al pueblo judío: tan pronto condenan el «crimen» necesariamente inexpia­ble del pueblo presuntamente «deicida»; tan pronto, y Pas­cal el primero, incriminan la ceguera y la terquedad de los fieles de la antigua ley: ese pueblo superficial esperaba un Mesías glorioso revestido de los atributos más visibles y más tangibles de la realeza... ¡Luego era culpable de puerilidad y de frivolidad más que de perfidia! Eran solamente niñe­rías y pecadillos. ¿No fue la sinagoga bastante lúcida para reconocer al verdadero Mesías? Tenía la sinagoga telarañas en los ojos... ¡Entonces, no era tan malvada! Era más bien ingenua... Y no se es eternamente maldito por unas sim­ples telarañas. Lo que faltó al pueblo mentecato fue abrir los ojos. Tendrían que haber aprendido, como ya enseñaba Platón, a no fiarse de las apariencias carnales, a leer el sen­tido pneumático tras la literalidad gramática, a ver la humilde belleza críptica tras las formas sensibles; y es sabi-

8. nQ Ú|ei5 ¿utoaTÓtaov, 3, 17.

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do que esta visión secreta, esta lectura esotérica de los sig­nos estaba vinculada en Platón al ejercicio de la ironía. No sabían los atolondrados que el supliciado del Gólgota era el Mesías; si lo hubieran sabido, no cabe duda de que tam­poco ellos habrían derramado aquella sangre. Pero al mis­mo tiempo que se reprocha a los judíos no haber recono­cido al Mesías, se les acusa de no haber querido reconocer­lo: en realidad, lo reconocían, pero simulaban adrede des­conocerlo. Por maldad. Por mala voluntad. Ni que la ceguera y la voluntad de ser ciego remitieran sin fin uno a otro, como en la JtQoaÍQEOtg de Aristóteles, y que la res­ponsabilidad inexcusable y la irresponsabilidad excusable correspondieran a dos niveles diferentes de intención. Si los judíos están ciegos, excusados sean. Y si son malevo­lentes, ¿no han bastado veinte siglos de rencor implacable para que la religión del perdón perdone a quienes acusa? El perdón, después de todo, sirve para eso o no sirve para nada. ¿Cuántos siglos de persecuciones necesitará todavía? — Tal es, en todo caso, la anfibolia infinita de la aprecia­ción moral. Filantropía y misantropía, optimismo y pesi­mismo son igualmente verdaderos o, lo que viene a ser lo mismo, igualmente falsos. El culpable-inocente es tam­bién inocente-culpable. El mentiroso-sincero no es menos sincero que mentiroso. Hay en él, en sentido partitivo, «algo bueno» y «algo malo». ¿Es bueno?, ¿es malo? Sin duda es, contradictoriamente, ambos a la vez: la inversión del Contra en Pro reclama de inmediato una inversión de esa inversión, es decir un retorno del Pro al Contra; la reci­procidad paradójica de ese vaivén no autoriza ningún jui­cio unívoco sobre el culpable-inocente; el culpable-inocen­te no es intermediario entre la culpabilidad y la inocencia, ni equidista de una y otra, es decir estáticamente neutro; no: el culpable-inocente es a la vez inocente y culpable, más inocente que culpable y más culpable que inocente.

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V. La indulgencia: más necios que malvados.M ás malvados que necios

Dentro del equívoco del Pro y el Contra, que es el equívoco de lo humano en general, la indulgencia intelec­tiva se apunta al Pro y se fía del «buen fondo», de la feliz naturaleza, de la inocencia original del hombre; insiste en el optimismo del pesimismo, opta contra el pesimismo a secas y contra el pesimismo del optimismo; inclina del lado favorable la balanza del equívoco. Inmoviliza las osci­laciones e inversiones alternas de nuestra evaluación. Esta fijación es la excusa: el culpable sale absuelto en beneficio de la duda. El hombre, alarmado por la ambivalencia, siempre intenta simplificar, y trata el equívoco de modo unívoco: toma partido e introduce un desequilibrio prefe­rente en la ¡sostenía de la severidad y de la indulgencia. La excusa partitiva consiste o bien en tener en cuenta, unila­teralmente, sólo la inocencia del culpable-inocente, o bien en realzar la inocencia sin suprimir por ello la compleji­dad de la natura anceps, sin borrar completamente el otro rostro del «Jano bifronte». En el primer caso, se considera la intención lisa y llanamente como una buena intención inambigua; en el segundo, la buena intención resulta dominante dentro de un contexto de inocencia culpable, contexto en que la culpabilidad pasa a segundo plano: mediante un montaje apropiado, la excusa interpreta la inocente culpabilidad en sentido favorable, en el de la in­dulgencia. Esta presentación tendenciosa constituye el arte mismo de la abogacía, — y sabido es que todo se «abo­ga»: poner de relieve el bien que forma la mitad favorable de la mezcla ambigua, del híbrido llamado intención, agrupar magistralmente todos los hechos que puedan des­cargar al culpable, despreciando o minimizando los ele­mentos acusadores, obtener a costa de una acentuación

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insidiosa o casi imperceptible, la levísima deformación que desequilibrará el equívoco a favor de la inocencia e inclinará a la absolución, — he aquí el abecé de la excusa; ese arte de la compaginación, de la escenificación, de la valorización es a la vez sincero y de mala fe, puesto que es veraz a medias: verídico por lo que dice, deshonesto por lo que calla. El optimismo a este respecto es la obra maestra del arte de excusar: ¿No son acaso optimismo y pesimismo dos lecturas contradictorias y sin embargo igualmente jus­tificadas (es decir, igual de falsas) de un mismo texto?, ¿dos lecturas unilaterales en las que se expresa, leyendo casi las mismas cosas, toda la mala buena fe de los lecto­res? La «teodicea» leibniziana, por ejemplo, es un alegato de abogado a favor de Dios, un arreglo de todas las buenas razones que la creatura puede tener para admirar la crea­ción, de todos los motivos de contento que una buena conciencia puede encontrar, una justificación de la apa­rente injusticia; por el contrario, la antiteodicea pesimista aúna en su requisitoria todos los argumentos susceptibles de resquebrajar nuestra confianza en la armonía del uni­verso. Cambiando el mal en bien, proyectando sobre las imperfecciones los focos de la esperanza, el optimismo zanja a favor de la indulgencia la ambigüedad general. Si ninguna causa es absolutamente pura, ninguna es absolu­tamente indefendible; si ninguna dicha existe sin nubes, ninguna situación es desesperada; y por lo mismo, nadie es absolutamente malintencionado; ningún culpable es malvado de parte a parte, de los pies a la cabeza y hasta la médula. Dentro del complejo intencional que atribuimos al culpable-inocente se acentúa, pues, la inocencia del cul­pable: el culpable-inocente, según los alegatos de la Excu­sa, es menos culpable que inocente, culpable seguramente por sus actos, pero inocente por sus intenciones: pues cuando el acto acusa, la intención muchas veces excusa...

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Más necio que malvado, dicen a veces... Luego, ¡un poco malvado sí que es! Pero no tanto como necio; sobre todo, necio. El solo hecho de que la tontería sea para muchos hombres la única manera de ser inocente demostraría ya la impureza de nuestro desinteresamiento, la miseria de nuestra condición. Pues un hombre a la vez necio y malva­do resultaría en verdad demasiado desheredado; ¡demasia­do infortunio sería tener todas las desgracias a la vez! ¿Dónde consta que en régimen de alternativa la tontería sea el rescate de la inocencia? Pobre excusa en realidad, y para uso de un pobre hombre. El malvado-estúpido, aún más estúpido que malvado, da sobre todo lástima; merece, en definitiva, nuestra piedad. La culpabilidad de ese lamentable malvado no se cuestiona; es un hecho; pero se explica para quien tiene en cuenta lo complejo de la situa­ción, resulta venial cuando se consideran todos los ele­mentos del problema. Las «circunstancias atenuantes», como su nombre indica, atenúan o alivian la responsabili­dad del culpable sin nihilizar la commissio peccati, es decir el hecho de que se ha cometido la culpa, y con mayor razón, sin nihilizar el principio mismo de la responsabili­dad puesto que suponen, al contrario, esa responsabilidad. Bien mirado, la culpa es benigna. ¿No evoca semejante razonamiento el optimismo de la «teodicea», esta «teodi­cea» que es a su manera la filosofía del balance? En la con­tabilidad general de males y bienes, la suma de bienes supera, a fin de cuentas, la de males, y el crédito al débito: el balance resulta positivo. Recordemos que el mundo, para el optimista, no es perfecto, sino sencillamente «ópti­mo», en superlativo relativo: el mejor posible; la Providen­cia ha hecho lo mejor, habida cuenta de las circunstancias, es decir, ante todo de los incomposibles. Para quien ve desde arriba el universo, Dios merece circunstancias ate­nuantes... A esta perfección mezclada de imperfecciones, a

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esta consonancia sazonada de disonancias, a ese complejo en una palabra, daba la Excusa leibniziana el nombre de Armonía. Todas las filosofías que, renunciando a la qui­mera de un Soberano Bien sin mezcolanza, tienen en cuenta la complejidad del hombre y tienen consideracio­nes, como Aristóteles, con las determinaciones circunstan­ciales del acto, se reconocerán en esta idea de la buena mezcla y de la modesta virtud mediana.

Desde otro punto de vista, la indulgencia optimista para un culpable-inocente más inocente que culpable apa­rece como intermediaria: intermediaria entre el mito del culpable puramente culpable y la idea pesimista del ino­cente-culpable más culpable que inocente. O con otras palabras: la lucidez de la indulgencia es, por decirlo así, mediana entre una severidad infralúcida, que es ira y vin­dicta ciega, y una severidad supralúcida, que es rigor y preludia al perdón. Recordémoslo aquí: la indulgencia lúcida que ha rebasado el estadio primitivo de la condena pasional rehabilita en cierta medida a los condenados. Son más necios que malvados. Pero inmediatamente des­pués de esta afirmación, la afirmación inversa acude a de­salojar a la precedente y a revisar la revisión: pese a todo, son, ¡ay!, más malvados que necios. Si son necios, que sean excusados. Si son malvados, que sean castigados..., o que Dios los perdone. El malvado que no es malvado, el ino­cente más necio que malvado, el culpable más malvado que necio corresponden así a tres formas de intelección moral: la indulgencia para el inocente-más-necio-que- malvado (e incluso más loco que necio) se sitúa más allá de la severidad para el puro malvado y más acá del rigor para el culpable-más-malvado-que-necio. O a la inversa: más acá de la indulgencia hay evidencia primitiva, obvia, inmediata de la culpabilidad del culpable; esta grosera evi­dencia visible salta a la vista del hombre carnal, pero sólo

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es evidente, si cabe decir, para un determinado «conoci­miento del primer género», es decir para un conocimiento deformado por la óptica de la primera persona, cegada por la ira y la pasión, por un conocimiento apenas cono­ciente, más cerca de la «doxa» que de la ciencia. La mala acción tiene por causa el mal agente: tal es, en suma, la etiología elemental, la etiología clásica arraigada en el sus- tancialismo gramatical del lenguaje y adaptada a las exi­gencias de la sociedad; la gramática refiere los atributos al sujeto, cuya precedencia afirma; y la sociedad, para aplicar sus sanciones, necesita asignar al responsable, que es a la vez autor del acto y sujeto en nominativo. La causalidad culpable, para ese simplismo sustancialista, es perfecta­mente irrecíproco e inambiguo. La imputación obedece a la tendencia primitiva, a la ley pasional de «frenesí»: se incrimina a la voluntad en bloque y se tiene a la persona por culpable indivisa. Es cierto que los jueces procuran desenredar la psicología de las intenciones, matizar la imputación y la incriminación: haciéndolo, afinan en cier­ta manera el tino de su puntería; la acusación tiende a articularse y a pormenorizarse. Esta psicología judicial sigue siendo, sin embargo, tan sutil como la psicología de los guardias del orden público. — En el extremo opuesto, la severidad para un inocente-culpable más culpable que inocente, más malvado que necio, más mendaz que sincero, esa severidad no es, como la severidad para el culpable- culpable, una severidad simplista y unilateral: es una seve­ridad que ha conocido lo complejo de las intenciones, y la ambivalencia, y la relativa inocencia del culpable, y las cir­cunstancias atenuantes, circunstancias de las que la severi­dad primera no tenía la menor ¡dea; por oposición a la severidad antecedente, que es severa a priori, la severidad consecuente ha dado crédito al culpable-inocente, dado todas las oportunidades al pecador redomado, y solamen­

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te ante la evidencia de una mala voluntad inveterada e incorregible exclama con el alma partida, como el Águila del casco: «Testigos sois de que este hombre es malvado.» Esta severidad templada por la experiencia se compone de desaliento y desengaño. — Así, en «comprender es perdo­nar», el es prejuzga la absolución: se postula, de una manera optimista, que la profundización de la culpa reve­lará obligatoriamente los buenos lados de la intención; se da por evidente que el fondo sigue siendo bueno. Ahora bien, nada nos asegura que cuanto más lúcido se es acerca del culpable, más indulgente se debe de ser con la culpa: después del análisis indulgente que descubre las circuns­tancias atenuantes o disolventes y la buena intención de la mala intención viene el hiperanálisis, el análisis severo que descubre la mala intención de la buena y las circuns­tancias agravantes; tras la minucia indulgente viene la minucia acusadora. Los detalles atenuantes nos ayudan a excusar, pero los detalles abrumadores nos vuelven más rigurosos... A partir de aquí, ¡comprender es volverse intransigente! La implacable lucidez descifra, bajo la filan­tropía, la sórdida filaucía, bajo la virtud, los móviles cra­pulosos y los intereses inconfesables de la hipocresía y las mil cicaterías del ego interesado y mezquino. Pues existe una microscopia misantrópica que lee, a su vez, en lo infi­nitesimal. Así, ambas comprensiones comprenden a por­fía, alegato y requisitoria rivalizan en lucidez: la versión del fiscal resulta tan abrumadora como aliviadora la del abogado. Por último, si con relación a otro la indulgencia suele ser más comprensiva que el rigor, no ocurre así con relación a uno mismo: el rigor es lo lúcido y escrupuloso, la indulgencia es complaciente y aproximada. La segunda lectura, la lectura agravante, prepara una tercera; la terce­ra lectura, como veremos, es la del perdón: los hombres son aún más desdichados que malvados — lectura simétri­

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ca de su contrario en equivocidad: son aún más malvados que desdichados. Por encima de las descomposiciones ana­líticas gratas a la indulgencia se mostrará que, al restaurar la simplicidad de la ipsidad culpable, el perdón tiende la mano a la primera severidad: acusa como ésta y absuelve como aquélla, acusa para absolver. Si comprender excu­sando significa no tener ninguna necesidad de perdonar, comprender acusando nunca significa tampoco perdonar, sino tener más que perdonar.

VI. La profundidad intermedia:LAS CIRCUNSTANCIAS ATENUANTES

Entre ambas severidades, la excusa indulgente descu­bre así la intermediaridad del hombre complejo, inocente y culpable, pero sobre todo inocente. Y no como simple tolerancia respecto del mal, sino como una verdadera dis­culpación y una rehabilitación racional del sospechoso. Más allá de la apariencia, encuentra la primera verdad, esa que corresponde a la profundidad de primer grado, a la primera complejidad, al primer exponente de conciencia: pues la primera verdad es, asimismo, una verdad a la segunda potencia. La indulgencia representa la primera profundidad por debajo del plano superficial de severidad primitiva. Pero a la inversa: comparada con la segunda profundidad, comparada con la verdad pluscuamprofun- da, con aquella que haría reaparecer la intención malevo­lente bajo las coartadas de la psicología, la indulgencia más bien constituye, como veremos, una profundidad superficial: la profundización de la culpa queda frenada; la indulgencia se detiene a media profundidad antes de encontrar la nueva y cruel verdad, que es verdad a la terce­ra potencia. Con su profundidad mediana, la indulgencia

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medio profunda resulta a la vez menos severa que la seve­ridad pasional de los orígenes y menos rigurosa que el rigor ético del hombre desengañado. Pero, sobre todo, su relativa profundidad la distingue de los reflejos vindicati­vos. La intelección, no contenta con escudriñar las moti­vaciones, intenciones y resortes críticos del acto, revela los factores invisibles del mismo: pues los efectos palpables tienen causas impalpables, el acto manifiesto obedece a una causalidad inmanifiesta; la intelección descubre así una especie de verdad esotérica: bajo las apariencias dra­máticas del pecado teje la trama de una etiología inapa­rente. Esta etiología inaparente es asimismo una etiología fina: descansa en el análisis crítico, detallado y minucioso de la culpabilidad; distingue en lugar de confundir; desen­reda hilos que la acusación totalitaria y la condenación sumaria no se preocupaban de desenmarañar. Supone el examen y la peritación de la culpa. Y demuestra el carácter paradójicamente mutuo de la causalidad culposa: la causa es, asimismo, efecto de sus propios efectos; los efectos son, asimismo, causa de su propia causa. A fuerza de compren­der todo, acabaremos descubriendo que los verdugos son las verdaderas víctimas de sus víctimas, y que las culpas estaban ¡«repartidas»! A igualdad de condiciones, además, la severidad, juicio de conjunto, resulta, por término medio, más aproximada que la indulgencia; la indulgencia por término medio más matizada y meticulosa que la severidad: tiene en cuenta circunstancias más numerosas y más complejas, la sociedad y la heredad, aduce el determi- nismo de los antecedentes, y en esto es más psicológica. Por su parte, la psicología, al multiplicar los matices y adu­cir las circunstancias atenuantes, vuelve al acusador indul­gente y proporciona a la excusa no sólo razones, sino ade­más pretextos. Las circunstancias atenuantes y la respon­sabilidad atenuada forman la especialidad del psicólogo:

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representan el perímetro de excusabilidad alrededor de la quodidad. Más aún: todas las circunstancias, sea cual sea su naturaleza, son atenuantes más o menos, atenúan más o menos la culpa que «circunstanciaban», contribuyen a matizar el hecho sumario y brutal de haber hecho. Haber matado, robado, mentido, haber cometido esto o aquello, — ésa es la quodidad indivisa de la comisión, y esta indesa- rraigable quodidad no conlleva ni degradados ni atenua­ción. Haber hecho... ¿pero cómo? Quien no sabe el Cómo de la culpa no sabe nada. Quien sabe la efectividad de la comisión y esa efectividad únicamente, ignora el quid de la culpabilidad; desconoce la palabra del matiz y de la especificidad cualitativa. La ciencia de la culpa comienza con las determinaciones categoriales, y principalmente las que se expresan con adverbio de modo y que califican la disposición intencional del culpable. La indulgencia parti­tiva ya no se pregunta si el agente ha hecho o no ha hecho («an... annon»), si es físicamente culpable o no-culpable, ya no se interroga sobre la alternativa del todo-o-nada, sobre la disyunción del pro-o-contra, sobre la polaridad del sí-o-no: su problema son los innumerables grados del más-o-menos, o sea, los grados del Cuánto y, sobre todo, las innumerables variedades y modalidades del Cómo. Tras el dualismo de la opción que nos intimaba a optar entre el Bien y el Mal, entre el día y la noche, y que añadía: «Lo toma o lo deja», llegamos al pluralismo de la elección-, tras el efecto maniqueo, tras la antítesis dramática de los rayos y las sombras, aquí tenemos la paleta impresionista de los mil colores, los tonos innumerables y los degrada­dos; por oposición al rigorismo estoico, la indulgencia eli­ge los matices transicionales y los tintes más delicados; intercala entre blanco y negro todos los colores del prisma. Ya no se conmina al juez a «tomar» o a «dejar»; ni a adop­tar «una de dos»: se puede tomar y dejar a la vez, tomar

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esto y dejar aquello, mezclar y seleccionar. Los matices ate­nuantes embotan el filo agudo del ultimátum judicial y policial «culpable-o-no-culpable»; vuelven los contornos del acto vagos y nebulosos, diluyen y ahogan la culpa en un contexto circunstancial donde la causalidad culpable se vuelve equívoca y recíproca. Así se constituye, en aparien­cia, una verdad más íntima y más afinada, una verdad que nos complace creer más verdadera porque es comprensiva y omnilateral, y porque, como el Dios de Leibniz, tiene miramientos con todos los aspectos de todas las situacio­nes, porque toma en consideración la duración más dura­dera. La filosofía del matiz y de la excusa multiplica los retoques teniendo en cuenta la heredad, la etiología, la fisiología y la sociología, es decir, a la vez el pasado, el organismo y el medio social. El culpable es un hombre vis­to de lejos, juzgado por aproximación, acusado en bloque, condenado globalmente; el culpable-inocente, el culpable excusable, es el mismo visto de cerca, teniendo en cuenta todos los factores circunstanciales, y a costa de una pun- tualización que constituye para el indulgente la condición de la buena óptica y del mejor punto de vista. La excusa ha abandonado la vía rectilínea del rigor para adentrarse en los meandros sinuosos de la indulgencia.

Y ahora, un último aspecto de la indulgente mediani­dad; situada entre la severidad antecedente que inmoviliza al pecador en su pecado y la severidad consecuente que acusa globalmente a la imperdonable libertad, la indul­gencia rehúsa considerar aparte la culpa aislada y la fla­queza de un instante; el criminal no coincide jamás entero con su crimen, el pecador no se expresa jamás entero en su pecado, el agente no cabe jamás entero en el acto reprensi­ble; y una mentira suelta no equivale todavía a un menti­roso. Así pues, ¡la indulgencia se niega a identificar al cul­pable con su culpa y a encerrarlo en una definición defini-

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tiva! Nada está nunca cerrado, terminado, irremediable, y no se es eternamente maldito ni condenado al infierno por una culpa. Toda su vida la persona continúa expresándose y renovándose más allá de la culpa, y nunca ha dicho su última palabra. La indulgencia considera el porvenir glo­bal de la persona, y reserva sus futuras posibilidades de enmienda; la indulgencia da crédito al tiempo en su con­junto y a las sorpresas imprevisibles que nos prepara. El pesimismo, que es puntillista y atomístico, separa la culpa de ese contexto temporal total, y la esperanza optimista, la esperanza abierta, vuelve a situarla en él.

Por oposición a la primitividad de la vindicta y al pesimismo desengañado, el optimismo progresista puede ser considerado como el partido de la modernidad. Michelet, en La biblia de la humanidad, nos muestra en términos magníficos el helenismo civilizado sucediendo a la barbarie despiadada del talión, amaestrando a los monstruos de la violencia y de la ogrería, renunciando a toda venganza, abrazando en todas partes la causa del hombre. Desde la intelección socrática hasta la indulgen­cia del cireneo Hegesias, y hasta la dulzura casi cristiana de Marco Aurelio, la Excusa griega no ha dejado de tender hacia el límite del Perdón... sin confundirse con él jamás. El perdón, en efecto, no pide a la culpa, para poder perdo­narla, que las circunstancias la atenúen. Lo cual no signifi­ca que busque las circunstancias agravantes: pero la agra­vación no le amedrenta. Haber condenado la culpa, de ningún modo impide al perdón perdonar: al contrario. El perdón no es «indulgente», ni mucho menos: es más bien severo, o cuando menos lo fue.

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VII. Excusar es perdonar: la adhesión vivida

Y sin embargo, de una manera distinta, la indulgencia optimista que excusa la culpa al comprenderla concede ya una especie de perdón; la indulgencia es, a su manera, una humilde graciosidad. Distingamos aquí el esfuerzo sobre uno mismo, generador de transformación íntima, y la apertura a los demás. El esfuerzo de comprender, ¿no es a su manera tan costoso y meritorio como el gesto de per­donar? Primero, la intelección, al igual que la atención o la reflexión, se vuelve dificultosa por nuestra finitud somáti­ca, por nuestra debilidad y por el obstáculo de la naturali­dad propia. En efecto, el hombre no es en modo alguno un espíritu puro ni un sabio; el hombre no es, como decía Spinoza, un automa spirituale o, como nosotros preferiría­mos decir, un «automatón racional»: el hombre es un anfibio psicosomático, es decir, una simbiosis de soma y de psique, esto es, un ser mezclado; la pereza y la iner­cia de la carne, los reflejos ciegos, el instinto recalcitrante, generadores todos ellos de distracciones y disipación, bas­tarían para explicar la penosidad del trabajo intelectual. Pero aquí se trata de un trabajo más penoso aún: así como el sentimiento del deber lucha en nosotros contra la pesantez del egoísmo, contra la resistencia de la parte con­cupiscible, contra la atracción del placer, así la compren­sión impersonal y objetiva de un acontecimiento en el que está comprometida la libertad del otro suscita en el vindi­cativo y el rencoroso un interés pasional y una resistencia encarnizada del amor propio; la egoidad, por su parciali­dad rencorosa, está naturalmente interesada en no com­prender al culpable. ¿No son ira y resentimiento modos de participación vivida en el drama del pecado? Como el per­dón, aunque de forma menos aguda, el esfuerzo de inte­lección implica el momento del costoso sacrificio, del des­

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garramiento cruel y a veces hasta de la renuncia heroica; exige que el ofendido haga caso omiso de sus susceptibili­dades propias. Y tratándose no de ofensa, sino de pecado: ¿qué hacer para refrenar la indignación tan natural que experimentamos ante el crimen?, ¿para sobreponerse a la insuperable aversión-reflejo que el culpable nos inspira? Y luego, una vez cumplido ese trabajo negativo, ¿qué hacer para comprender el carácter venial y la «excusabilidad» de una culpa, para admitir que los móviles pasionales pueden atenuar la gravedad de un crimen? Una verdadera ascesis, una especie de catarsis de la comprensión, parecen ahora necesarios. ¿Dónde hallará la intelección la fuerza de ven­cer a las fuerzas adversas? No hay «victoria» en general sin la prevalencia física de una fuerza sobre otra fuerza. La victoria supone obstáculo y lucha: por eso la idea de victo­ria no es un concepto íntegramente racional. Cierto es que la verdad que pretende la intelección no tiene en cuenta el obstáculo: la verdad es de antemano victoriosa sin necesi­dad de vencer, y la idea de una verdad «triunfante» no es más que una alegoría antropomórfica; la verdad seguiría siendo verdadera aunque nadie la reconociera, aunque todos los hombres acordaran desconocerla. Allá nosotros si hablamos de una nihilización de las verdades eternas: pero entonces debemos imaginar no sé qué catástrofe metafísica propia del campo de las «suposiciones imposi­bles» y, por consiguiente, una impensable absurdidad. Intemporalmente y desde tiempo inmemorial, lo verdade­ro es índex sui et falsi. Pero la comprensión de esta verdad conoce los eclipses y las vicisitudes del fracaso. Para garan­tizar efectivamente su dominio y su preponderancia sobre la violencia colérica o rencorosa, para afirmar su imperio sobre la concupiscencia, la comprensión debe tomar pose­sión de quien comprende; es preciso que domine su vida instintiva, que ocupe de algún modo el terreno. El indul-

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gente se deja penetrar íntegramente por la intelección. El problema del dominio-de-sí-mismo, EYXQáteia, tan importante para la sabiduría griega, expresa esa necesidad de una influencia y de una toma de posesión: porque el dominio de sí mismo es virtud de un espíritu que vuelve a ser dueño de su propia casa; el dominio de sí mismo cons­tituye una serenidad ganada en reñida lucha, y que nos depara el control de las fuerzas pasionales. ¿En ¿ v ig ó r e la no hay xpáxog, que es la fuerza domeñando la violencia? La victoria de la racionalidad no puede realizarse, en defi­nitiva, por medios racionales. Para que la inteligencia pue­da prevalecer sobre la pasión es preciso que se apasione ella misma; es preciso que la inteligencia se vuelva un poco pasión. Singular paradoja. La inteligencia debe ser apasio­nada para desapasionar a la pasión... Pues sólo la pasión influye en la pasión. El Tratado de las pasiones de Descartes sabe algo de esa homeopatía pasional. — Por otra parte, el esfuerzo sobre uno mismo implica el paso a la efectividad. Si la excusa es verdaderamente la excusa, y no esa simple constatación quiescente, pasiva y platónica de que el cul­pable-inocente es, en suma, inocente, si la indulgencia es verdaderamente indulgencia y no simple reconocimiento cortés de una excusabilidad desconocida, es preciso, al margen y además de la visión comprensiva, una adhesión activa del hombre a la comprensión: y esta adhesión es de un orden muy distinto al de esta comprensión; sin ella no podríamos superar el obstáculo de la naturalidad. Una comprensión puramente especulativa sería impotente. La culpa es un drama, y un acontecimiento dramático recla­ma una solución drástica... Comprender, dicen, es perdo­nar; o por lo menos: comprender es excusar. Pero si se puede perdonar sin comprender, también se puede com­prender sin perdonar: lo cual prueba que comprender es una cosa y perdonar otra. Ocurre que comprendamos sin

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volvernos de hecho más inteligentes respecto a la culpa, sin reconciliarnos de hecho con el culpable. La excusa no se deduce automáticamente y en todos los casos de la comprensión, sino que es, si cabe, «sintética» con relación al acto de comprender. «Comprender es perdonar», no expresa, por lo tanto, una identidad perfectamente reversi­ble, sino una relación de consecuencia caprichosa y aleato­ria. Para perdonar, e incluso para excusar cuando se ha comprendido, es preciso agregar a la comprensión un suplemento de energía dinámica, suplemento sin el cual la comprensión sería eternamente impotente y platónica, y por consiguiente no sería más que una piadosa aproba­ción: pues un hombre que carece de ese impulso suple­mentario continúa siendo testigo y espectador indiferente de las razones de perdonar o excusar, en lugar de perdonar o excusar él mismo, en lugar de internarse en persona por la vía del perdón. Existe, pues, una impulsión eficiente, eficaz, efectiva, que es la única que determina el paso de la intelección a la excusa. En otro plano, la deliberación y la confrontación de los motivos tampoco desencadenarían jamás el fíat tajante y valeroso de la decisión sin una impulsión gratuita, única capaz de sustraernos a la abulia y a la vacilación perpetua; esa impulsión sin la cual el debate estaría dando vueltas eternamente y que de pronto inclina la balanza a favor de un motivo, es la voluntad misma, la voluntad decisiva y operante. Cualquier opción digna de ese nombre es al mismo tiempo una adopción: pues si la preferencia académica no tiene importancia, la opción es una toma de posición efectiva; la opción toma partido. «Video meliora proboque, deteriora sequor», dice el poeta. «Video proboque»... Pero por lo que se refiere a sequi, por lo que se refiere a adoptar, «deteriora sequor!», saludo y paso de largo; o mejor aún, aplaudo sin mover­me. Después de quitarnos el sombrero ante las verdades

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inmortales, la insuficiente buena voluntad, que no es sino una mala voluntad disfrazada, vuelve a sus rencores y a su amor propio. Temamos que la intelección, si se limita a reconocer la complejidad de un acto, sea ¡un probo sin sequorl Por eso Platón no pide a los prisioneros de la Caverna que griten «¡Bravo!» al filósofo que les explica lo que es sombra y lo que es verdad, sino que se vuelvan ellos mismos hacia el sol «con todo el alma», y que vayan y que suban personalmente hacia la luz del día. ¡Levántate y anda! ¿No es lo que Platón llama éjrioi0ocpf| o conver­sión? La indulgencia más intelectual supone ya esa con­versión óntica, — o ni siquiera es indulgencia. Y la excusa misma, por impersonal que sea, no es un problema teóri­co sino un acontecimiento hecho para advenir. No se trata de bendecir al culpable, ¡sino de absolverlo! La indulgen­cia, a este respecto, se encuentra en el mismo caso que la valentía y la justicia. El análisis del peligro no engendra valentía, sino más bien miedo y cobardía: no existe valen­tía sin ese miligramo más que representa el vértigo del sal­to azaroso y el afrontamiento efectivo. La propia justicia, que nos pide abandonar el punto de vista egocéntrico y la unilateralidad parcial del interés propio, la justicia no exis­te sin renunciamiento drástico: es duro preferir el interés de todos al interés personal cuando semejante preferencia se toma verdaderamente en serio y pasa a la efectividad; incluso el canje y la distribución de partes iguales son ges­tos eficaces y actos militantes que no están implicados analíticamente en el reconocimiento especulativo de una verdad impersonal. La justicia exige que el gesto se sume a la palabra y la acción a la noción, que se haga lo que se dice. ¿No es la justicia un imperativo y una invitación a hacer, y a hacer de verdad? Por eso el juicio es más que axiológico: es también «judicial»; condena o absuelve. Más aún: la justicia, cuando no es deseo apasionado de trans­

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formar el orden de las cosas, se reduce a un simple Video proboque nocional; una justicia que no es amor de la justi­cia y odio de la injusticia ni siquiera es justicia. Éste es el caso de la excusa intelectiva: la comprensión desnuda no tiene fuerza para hacernos cambiar de actitud respecto al culpable; ella sola no nos decidirá a abandonar la acusa­ción, no nos hará renunciar efectivamente a nuestras que­jas; semejante a esos predicadores elocuentes que nos hacen cambiar de opinión, pero no de conducta, que no despiertan nuestro deseo de reformar nuestra existencia. Por eso Bergson, en Las dos fuentes de la moral y de la reli­gión, se dirige a las potencias emocionales: el ejemplo de la vida del héroe o de la vida del santo es el único irresistible, el único liberador, el único absolutamente persuasivo; solo él despierta nuestro deseo de asemejarnos y de imitar, y de vivir la caridad no en palabras, sino en actos. Sabido es que ése fue el sentido de la predicación de Tolstoi. Y ello no es menos cierto de la comprensión. Una comprensión abandonada a sí misma convence sin persuadir íntima­mente; pero una comprensión verdaderamente compren­siva, una comprensión activada por su suplemento de energía y su «miligramo más» desemboca en el amor. Y una comprensión que aboca así a la indulgencia, una excusa que nos convierte a la caridad, ¿no resultan casi indiscernibles del perdón?

VIII. Excusar es perdonar: la apertura A LOS DEMÁS

No solamente la intelección implica el esfuerzo sobre uno mismo y el salto aventurado, sino también, como el perdón, es ya apertura hacia el otro. Quien quiere com­prender evita, por lo mismo, condenar inmediatamente y

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propende, en principio, a la benevolencia. En efecto, sólo el amor, movimiento vitalmente interesado y apasionada­mente comprometido, nos proporciona el miligramo más, la impulsión suplementaria sin la cual la intelección nunca desembocaría en la efectividad; sólo el amor posee fuerza para decidirnos al sacrificio de nuestras quejas; el sacrifi­cio de amor propio únicamente es fácil cuando se hace por amor por alguien, ya que el amor por otro es incom­parablemente más dinámico que el amor sui. La negativi- dad de la renunciación y la positividad del amor son los dos aspectos de un mismo movimiento heterocéntrico. Hemos de volver a decir aquí de la excusa partitiva lo que dijimos a propósito de la excusa total e impersonal. Es ver­dad común que no existe intuición sin un mínimo de sim­patía, que la simpatía es más o menos consecuencia de la intelección. Y recíprocamente, no es menos cierto que, muy a menudo, la simpatía es gnóstica en algún grado. El amor (para comenzar por esta proposición recíproca), ¿es un medio de conocimiento? Desde luego, la intención amante no es expresamente una intención de conocer, ni siquiera de comprender: pues la intención de conocer es más bien curiosidad indiscreta que amor verdadero, y el amor más bien respeto de un misterio que apetencia de saber. Al pie de la letra y en el sentido analítico, teórico y abstracto que la palabra «saber» posee para un sabio, el amante no «sabe» nada del amado; en el sentido en que el zoólogo conoce la estructura de los celentéreos, no: el amante no conoce a lo que ama. Y más vale así: cuanto menos informado esté, menos se desalentará... Y no sólo el amor es fácilmente ignorante, sino que vuelve ciego y par­cial a quien lo siente; sabemos que engendra la prevención y los prejuicios pasionales. En este sentido, más bien el odio es lo que volvería lúcidos a los hombres... Pero cabe responder que la lucidez del odio nada tiene en común

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con la clarividencia. Pues esta luz del odio es una luz cru­da. Este saber del odio está hecho con notas deshilvanadas y epigramas sin nexo, y sin la intuición que percibiría su unidad. El malvado, cual gacetillero o periodista resentido, conoce chismes, anécdotas y sucesos; multiplica las vistas exteriores, y su saber es polvo de apuntes, lluvia de flechi­llas... Pero la ipsidad, la sencillez de la esencia, le traen sin cuidado. En un sentido muy distinto, pero mucho más profundo, el amante, y sólo él, posee la gnosis íntima y penetrante de su segunda persona; sabe sin saber que sabe, ni lo que sabe; como Mélisande, que no sabe lo que sabe9 y sabe lo que no sabe, el amante sabe con un saber inocente y supralúcido bastante similar a la «docta ignorancia»; como el Eros platónico, que es a la vez rico y pobre, sabe ignorando e ignora sabiendo, el amante desea en cierto modo lo que ya posee. Ahora podemos decir: «Perdonar es comprender.» Claro que el perdón, como veremos, es más bien gesto drástico que relación cognoscitiva, y más bien ofrenda que conocimiento; más bien sacrificio y decisión heroica que saber discursivo; el perdón es un acto de valentía y una generosa propuesta de paz. Para la intelec­ción nada hay que perdonar, pero existe una multitud de mecanismos delicados, engranajes y muelles que desmon­tar, motivos, antecedentes e influencias que comprender... Casi nada y, sin embargo, un no sé qué sencillo e indivisi­ble: comprendemos esta presencia global del culpable ante nosotros, esta malevolencia que nunca es objeto, que es más bien cualidad intencional y movimiento indescompo­nible; y la comprendemos por comprensión intuitiva; el perdón que vuelve la maldad venial descubre en la mala intención una dimensión de hondura. Perdonar es com­prender un poco. — Pero a la inversa, ¿sí o no?: ¿Compren­

9. Pelléas et Mélisande, V, 2.

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der es perdonar? Comprender es, o bien disculpando a un inocente reconocer que no había nada que perdonar, o bien volverse, según los casos, ya más indulgente, ya más severo con el acusado. Y sin embargo, la comprensión nos prepara a veces a amar y a perdonar. Si el amor compren­de con mayor motivo aquello que ama (pues quien puede más podrá menos), la comprensión ama con menor moti­vo aquello que comprende. El amor, a fuerza de amar, aca­ba comprendiendo, y la comprensión, a fuerza de com­prender, acaba amando. De suerte que, en virtud de una verdadera causalidad circular, la simpatía es a la vez con­secuencia y condición de la intelección: se simpatiza a fuerza de comprender, pero para comprender es preciso ya simpatizar; ambos a la vez; la intelección, efecto y causa del amor, está entera penetrada de amor. En la palabra ouYyvcúpq los griegos reunían a la vez el juicio de eÚYVcúpoveg, es decir el juicio crítico — YvtWl11 KQitixq toü éjtieixoñg ógOq, dice la Ética a Nicómaco— 10 y el acuerdo simpático con el otro, que sugiere el preverbo oúv y en el que hace pensar el Yvcooopévot x a i auy- Yvcooopévoi del discurso de Alcibíades.11 Desde luego,

yvcóvai y ODYYLYvtí)0>tElv tienen en común la gnosis, que es conocimiento; pero oi>YYlYvu)0>teiv> siendo el acto de ponerse del lado del compañero, darle su consenti­miento, sumarse a su punto de vista, implica ya una comunidad, aunque esta comunidad sea cognoscitiva. Y además, la comunidad de que Alcibíades, algo ebrio por otra parte, habla a los convidados, es una comunidad ini- ciática, orgiástica y dionisiaca donde la exaltación de las bacantes ocupa más lugar que el conocimiento. Pero la intelección «singnómica» no es solamente una asimíla­ 10 11

10. Ética a Nicómaco, VI, 11,1.11. Banquete, 218 a-b.

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ción, ni solamente la nivelación de una desnivelación; no es solamente «con», está también «en el interior»; quien comprende no está solamente delante, ni solamente en el ex­terior, como el espectador de un espectáculo o como el sujeto de un conocimiento especulativo, está dentro tam­bién, penetra en las honduras del acto reprensible; está a la vez dentro y fuera; está, por singular paradoja, engloban­do y englobado en el mismo momento: en tanto que afue­ra, conoce la culpa como objeto; en tanto que adentro, participa ónticamente en el drama del culpable. Intus-lege- re: la intelección es una lectura, pero esa lectura lee en el interior y desde el interior; el lector envuelto y el pecado envolvente se compenetran en un género de intimidad vivida que difumina los contornos de la objetividad cog­noscitiva. Inútil resulta buscar en qué momento la intelec­ción se transforma en amor, pues es continuamente amante, y no menos inútil resulta, por consiguiente, pre­guntarse si la intelección pierde cualquier clarividencia al tornarse amor o, a la inversa, si el amor pierde su fervor amativo cuando se le abren los ojos para conocer y para comprender. — Pero sucede que el englobante-englobado sea cada vez más englobado y cada vez menos englobante. En virtud de una especie de tendencia absolutista que es también tentación pasional y que Bergson hubiese podido llamar tal vez frenesí, la simpatía surgida de la intelección se dirige en seguida a los extremos. La indulgencia no dura mucho tiempo indulgente. Pues no se puede asignar nin­gún límite a la simpatía que incita al yo a salir al encuentro del tú, que nos incita a salir al paso de la segunda persona; no se la tiene en cuenta: no se puede decir a esta simpatía: hasta aquí, pero no más allá. ¡Hactenus! ¡No irás más allá! Obedeciendo a la aucción vertiginosa, al crescendo «frené­tico» y, digamos, totalitario que gobiernan todas nuestras inclinaciones, la indulgencia se transforma de entrada en

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simpatía y, más allá de la misma simpatía, en amor y dilec­ción personalizada: resbala de pronto por la pendiente de la hipérbole amorosa; el indulgente perdona a fuerza de ex­cusar: la excusa pasa «al límite» o, mejor, al absoluto, y compromete a la persona total en el acto comprensivo; la excusa, al rebasar el simple reconocimiento negativo de la inocencia de un inocente, la excusa vuelta infinita, la excusa vuelta perdón, a partir de ahora resulta indiscerni­ble de la graciosa venia. Semejante a un abogado que aca­ba casándose con la acusada cuya absolución ha logrado. La acusada no ha cometido el crimen que le imputaban, o bien el crimen era, si no justificable, al menos comprensi­ble, explicable, excusable, y atenuado de mil maneras por el contexto de las circunstancias... Pero eso no es razón para casarse con ella. ¡De ahí a casarse con ella! Entre el alegato y el matrimonio, hay que dar un paso vertiginoso. Y sin embargo, se da: a fuerza de tomar el partido del acu­sado, a fuerza de ponerse en el lugar del acusado, el defen­sor acaba identificado con él; quien rebate la acusación tiende a ponerse del lado del hasta entonces acusado, a incorporarse a su partido, a abrazar sus intereses, a adhe­rirse a su causa, a alistarse en su bandera. Quien compren­de el crimen pasa a ser él mismo el criminal así compren­dido; vive en persona el drama de la culpa que él absuelve, y como si lo hubiera cometido él mismo; pues se adivina capaz de ello él también; admite implícitamente su comu­nidad de esencia con el culpable; reconoce su correspon­sabilidad de culpable-inocente. ¿Quién arrojará contra el pecador la primera piedra? No obstante, el pudor, el come­dimiento, el ¿Jtoxq intelectual, el escrúpulo nos obligarían a tener en cuenta elementos desfavorables que hemos des­deñado y puesto entre paréntesis para excusar al culpable; la filantropía no nos da derecho a olvidar que la inocen­cia-culpable es una mezcla ambigua en la que el mal

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representa casi la mitad... Pero la indulgencia no observa la medida que le ordenaría la anfibolia de las intenciones; ultrapasa la seriedad de la intermediaridad; no se queda a medio camino entre el blanco y el negro, a igual distancia de la pureza y de la irremediable impureza: se apresura a blanquear completamente la gris intención. Al hacerlo, sustituye el prejuicio de antipatía por un prejuicio de sim­patía, la unilateralidad del rencor por la unilateralidad del favor, que es la unilateralidad inversa; suple una parciali­dad por otra. Después de haber renegado del amor propio en nombre de una verdad impersonal, la indulgencia reniega de la verdad impersonal en nombre del amor per­sonal; la filaucía, que vuelve de la primera persona a la pri­mera persona mediante una reflexión circular del yo sobre sí mismo, hace sitio al desinteresamiento que está en ter­cera persona, y el desinteresamiento, a su vez, se deja suplantar por el amor transitivo que es relación de alocu­ción de la primera persona con la segunda. La excusa diluía la pasión egocéntrica en una verdad impersonal: el perdón concentra de nuevo la unilateralidad pasional, pero esta vez a favor y beneficio de la segunda persona. Con otras palabras: el indulgente renuncia al punto de vis­ta unilateral del ego por la vista omnilateral del otro; es decir, por un punto de vista racionalmente corregido; pero el indulgente vuelto amante adopta y hace suyo de nuevo un punto de vista, punto de vista privilegiado que ya no es mío ni de otro en general, sino del otro, sino del Tú. La justicia, evaporándose en amor injusto y desrazonable, desiguala la igualdad en beneficio del pecador; ¿no se ha vuelto el pecador objeto de una predilección paradójica, escandalosamente preferente? Tras la injusticia vulgar del egoísmo, aquí está la injusticia a contrapelo, la que está no aquende, sino allende la justicia, la que es no menos que justa, sino más que justa. Como la «injusta» humildad, si

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la consideramos un orgullo al revés, se rebaja a sí misma más de lo que la justicia exigiría, JtXiov óéovxog se denie­ga a sí misma el derecho de existir. Pues, en el orden de la gracia, la primera persona sólo tiene, absurdamente, debe­res sin derechos, por oposición a la segunda, que sólo tie­ne, injustamente, derechos sin deberes. La verdad de la modestia estaría a medio camino entre este aquende y este allende; y así también la justicia equidistaría de la injusti­cia egoísta y de la «injusticia» extática: pero resulta difícil guardar el equilibrio sobre la fina punta del justo medio o de la justicia mediana; la injusticia natural y la injusticia sobrenatural, las mentiras del rencor y el santo error del perdón envuelven por todas partes a la delgada verdad de la excusa.

IX. C omprender es tan sólo excusar.

De lo inexcusable

Tentador sería concluir: excusar es perdonar; precise­mos sin embargo que si la excusa conduce al perdón, sin duda es «con menor motivo» y mediante adjunción de energía suplementaria; la intelección por sí misma no podría darle el impulso necesario para graciar verdadera­mente al culpable. O sea, la excusa no perdona sino sobre­pasándose y yendo demasiado lejos. Pero en la medida en que es puramente intelectiva, no va bastante lejos; en la medida en que se queda detrás del perdón propiamente dicho, carece de generosidad. Medianamente indulgente comparada con el rencor, medianamente severa compara­da con el perdón, esta excusa se deja y no se deja llevar, — todo depende del punto de vista; lo mismo tira hacia atrás que empuja hacia adelante. Si, por un movimiento tan espontáneo como precipitado, la indulgencia tiende a ir

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hasta el final en la línea recta de la absolución, también se sobrepone y resiste a la tentación del perdón universal y pisa el freno del entusiasmo de la reconciliación. Aquí, el rigor aparece como el reverso de la indulgencia: en virtud de este rigor, la intelección decreta la parada del movi­miento lineal que nos conduciría de un tirón a la absolu­ción general. En suma, ese perdón «singnómico» del que hablan los griegos y que Aristóteles definía XQÍoig ÓQ0 f|, discernimiento correcto de lo equitativo, no está muy dotado para la generosidad impulsiva ni preparado para los abrazos universales. Krisis parece anunciar más bien que no se perdonará todo a todos sin discriminación, que se aplicarán «criterios» selectivos: el indulgente rigor, que es asimismo rigurosa indulgencia, no está dispuesto en absoluto a conceder a ciegas el espaldarazo del olvido y de la confraternización general; el perdón singnómico y crítico, al dejar visto para sentencia la gran amnistía que se espera de él, espera «a ver».

Comprender, decíamos, no significa necesariamente perdonar. En todo caso, comprender es excusar. Pero por eso mismo, comprender no es sino excusar; es excusar solamente, nada más... En la restricción de «solamente» se expresa una vez más la anfibolia de la severa indulgen­cia. Lo que excusa la excusa partitiva evoca de inmediato aquello que no excusa, lo que deja fuera; y sólo es excusa con esa condición... A no ser, claro, que se quiera volver a hablar de la excusa total: pues ésta, negando el mal en conjunto, justamente no deja nada fuera y se acerca así al perdón. La excusa partitiva excusa acusando, protege con­denando, afirma denegando, y ello por definición; lo positivo y lo negativo son solidarios en la excusa; y sin embargo, del derecho y del revés, es la misma excusa. Recordemos unas cuantas perogrulladas: la excusa partiti­va es excusa sólo porque no excusa todo; pues si excusara

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todo, no al modo de la sabiduría spinozista, disipando el espejismo del pecado, ni al modo del perdón sobrenatu­ral, sino al modo de una general y perezosa indulgencia, tampoco sería intelectiva; no necesitaría comprender; absolvería a todos de antemano, sin molestarse en anali­zar la culpa, ni en comparar a los individuos culposos. Pues quien excusa todo, nada excusa. Primero, la excusa únicamente excusa a lo excusable. En cuanto a lo inexcu­sable, la indulgencia restrictiva lo abandona al rigor de las leyes. De lo inexcusable se encarga el perdón: pues lo inexcusable puede ser perdonable, aunque no sea excusa­ble. Lo excusable es con mayor razón perdonable, pero no necesita que lo perdonen, ya que la excusa racional basta para demostrar su inocencia: con él derrocharíamos nuestras gracias para nada. En cambio, lo inexcusable, al no encontrar abogados que lo defiendan, tiene necesidad del perdón. Si por lo tanto, no todo es excusable para la excusa, todo es perdonable para el perdón, todo... excepto lo imperdonable, por supuesto, admitiendo que exista un imperdonable, es decir un crimen metempíricamente imposible de perdonar. No hay nada gratuito, nada gra­cioso, nada sobrenatural en el hecho de excusar lo excusa­ble, como no hay mérito en amar lo amable; nada cho­cante ni provocante, nada escandaloso: con absoluta justi­cia, debemos la excusa a lo excusable; excusar es sencilla­mente pagar una deuda, devolver al culpable reconocido inocente lo que se le debe, y devolvérselo al margen de cualquier graciosidad. El culpable no-culpable tiene dere­cho al menos a lo que se le debe, ¿no? Sólo reclama justi­cia: bien cabe decir que es lo mínimo. Lo excusable se excusa solo y con pleno derecho; o mejor dicho, está completamente excusado, y el juez sólo tiene que exten­der el sobreseimiento: registrar la ausencia de toda culpa­bilidad y la nada de cualquier delito, levantar acta de ino-

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cencía, reconocer que no ha existido falta alguna. No hay milagro en ello. La excusa borra así lo repentino del golpe de efecto: quien hace sencillamente justicia al inocente crea tal vez un efecto de sorpresa, pero es porque los hombres son torpes y cortos. En realidad, el inocente era ya inocente antes de reconocerse su inocencia: la excusa no es, así pues, un verdadero acontecimiento, y no advie­ne sino en apariencia. Esta excusa tan justificada, tratán­dose de un inocente que no necesita ni gracia ni perdón, esta excusa tan razonable, es una excusa «hipotética», es decir, condicional y acompañada de reservas; la excusa es un perdón «a condición». Pero un perdón condicional justamente no es el perdón... La excusa perdona mediante la excusabilidad objetiva de la culpa, con un descargo acompañado de considerandos y resultandos que sirven para justificar la indulgencia. La excusa de lo excusable y el amor de lo amable son paralelos: el amor de lo amable solamente ama a los seres dignos de amor (porque son inteligentes, artistas, notablemente dotados, etc.) y en esos seres amables sólo ama las cualidades más dignas de estima, las más eminentes y preciadas, con exclusión de los defectos. Si la excusa y el amor de lo amable representan más bien el orden de la justicia, el perdón inmerecido que se concede al culpable y el amor injustificado, inmotiva­do, que se siente por el enemigo representan el orden paradójico de la caridad; de él nos habla la Escritura; el escándalo del perdón y la locura del amor tienen ambos por objeto a quien no lo «merece». Por eso el perdón no perdona porque; el perdón desdeña justificarse a sí mismo y dar sus razones: pues razones no tiene. La excusa, en cambio, al estar motivada ideológicamente, anuncia sus propias razones y sus «considerandos»: un porque res­ponde obligatoriamente al por qué. Y no sólo la excusa dice por qué, sino que ella misma es el motivo o circuns-

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tancia atenuante: así es como el culpable alega espontá­neamente «excusas» para ayudar a los otros a perdonarle. Más en general: la excusabilidad es causa objetiva de la excusa, mientras que la iniciativa del perdón es causa cen­trífuga y operante de la «perdonabilidad»; el hecho de que un acto sea excusable justifica ya la excusa, — pero es el manantial mismo del perdón, son las fuentes dimanantes del perdón, sin otra motivación, las que vuelven perdona­ble la culpa inexcusable. Esta inversión paradójica del porque transforma el perdón en una causa sui... Pero la aseidad metempírica y la inmotivación metempírica son completamente ajenas a la etiología empírica de la excusa: la excusa obedece en suma a la causalidad más trivial y clá­sica; este excusable que ella absuelve era ya explicable y justificable. La excusa, al ser una suerte de justicia singnó­mica, sólo excusa lo excusable, y por consiguiente conde­na lo inexcusable. — Mostremos que la excusa excusa sola­mente a ciertos culpables, solamente ciertas culpas, y den­tro de esas culpas solamente ciertos aspectos del acto. Y, para empezar, no excusa a todo el mundo: en eso se opo­ne a la intelección total y al perdón; el perdón en particu­lar conoce una sola cosa: lo universalmente humano, sin discriminaciones de ningún tipo, la ecumenicidad sin «dis­tingo» ni categorías disyuntas. El perdón ignora lo que san Pablo llama jiQooo)JtoXT]'i|áa: no tiene en cuenta el personaje ni el quatenus; perdona al hombre por ser hombre, no por ser esto o aquello. El cosmopolitismo filantrópico de los estoicos, el totalitarismo y el radicalis­mo y el maximalismo estoicos que postulan la igualdad de las culpas y, por último, la ley del todo-o-nada son igualmente ajenos, en otro orden de ideas, al régimen ar­ticulado de la excusa. La Yvcópq x e m x r j, en cambio, encaja bien en las ideas del pluralismo aristotélico: el severo-indulgente, el indulgente-riguroso distingue casos

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especiales y cuenta con la categoría; absuelve a éste, con­dena a aquél, discrimina lo excusable y lo inexcusable. Queda mucho todavía para que la excusa diga amén a todos indistintamente: puede quitar la razón al culpable si ha lugar, cuando la justicia lo exige, o simplemente cuando la verdad de ese culpable es menor que la nuestra. — Y como distingue a éste y aquél, distingue también y jerarquiza esto y aquello. Una vez más la excusa ataca de falsedad a la ley del todo-o-nada, que trata todos los pecados como pecados mortales, y a la universal caridad del perdón que, sin discernimiento, los considera todos veniales. El perdón de amor, en su generosidad sin lími­tes, perdona cualquier cosa indistintamente igual que perdona a cualquiera: perdona todo a todos y no se entre­tiene en distinguir las culpas graves de las culpas leves. En cambio, la excusa sólo excusa ciertos actos cuidadosa­mente escogidos: excusa o no excusa, según... ¿No es el perdón ajeno al «según»? — Y no sólo la excusa no excu­sa más que ciertos actos, sino que esos actos mismos, esos actos excusables, los excusa más o menos. ¿No sirven las «circunstancias» de la comprensión para atenuar la grave­dad, la intensidad, el brillo de la culpa? Aminorando o disminuyendo la culpabilidad, la excusa actúa en el senti­do del decrescendo y de la reducción de pena. Sobre este extremo, como sobre los precedentes, es imposible con­fundirla con el maximalismo de amor, imposible asimi­larla al expansionismo del perdón. Así como el amor tien­de a invadir toda la vida, a ocupar todo el sitio y toda la duración donde se desahoga, así también el perdón per­dona siempre a fondo: no se perdona un poco, o a medias; el perdón es como el amor: un amor que ama con reservas o con una sola restrición mental no es amor; así, un perdón que perdona hasta cierto punto, pero no más allá, no es el perdón. Situémonos ahora en el punto de

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vista inverso al que antes habíamos adoptado: «Hacte- nus!», dice la excusa. La relación entre excusa y perdón es la misma, en este aspecto, que entre una responsabilidad profesional limitada en el espacio y el tiempo y una res­ponsabilidad moral necesariamente infinita: la excusa, al analizar la culpa, aísla en ella elementos irreductibles que no disuelve ninguna circunstancia atenuante; en la abso­lución cercena el residuo inexcusable, como quien seccio­na las partes dañadas de un fruto antes de comerlo. Esta cláusula restrictiva que sustrae de la excusa una parte de la culpa es la acusación excusante en cualquier excusa; por ello puede llamarse el órgano-obstáculo aunque el órgano-obstáculo tenga aquí un sentido menos hiperbóli­co que en el caso del perdón. La excusa partitiva resulta asimismo una excusa graduada: dosifica y mide severa­mente sus gracias, raciona con parsimonia a los culpables, proporciona su indulgencia a la excusabilidad del acto. Como la justicia, pesa y sopesa retribuciones y castigos: por eso todos los grados de la excusa son concebibles, desde la indulgencia parcial a la absolución total o incluso al sobreseimiento liso y llano. — Por último, la excusa es una puesta a punto progresiva: la verdad que establece precedía a esa puesta a punto; pero la intelección misma opera poco a poco y por etapas, conforme penetra en el mecanismo de la culpa. En esto también, la excusa con­trasta con el carácter repentino del perdón: pues el per­dón, como perdona a fondo e infinitamente, perdona también de una vez, sin ahondar, sin ninguna puntualiza- ción. — ¿Puede decirse al menos que esta excusa tan labo­riosa y limitativa tenga un efecto duradero? La excusa no es, desde luego, el capricho efímero y siempre revocable de un alma pasajeramente enternecida: permanente como la verdad y en todo momento válida, la excusa racional nada tiene en común con las fogaradas de la emoción ni

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con las llamaradas de la piedad; y no se asemeja tampoco a ese borrado progresivo fruto del olvido y de la acumula­ción de los años. Por más gradual que sea la intelección: disipa el error de una vez por todas, y definitivamente; el asunto queda resuelto para siempre; así es como la refuta­ción socrática, — el ÉXeyxog, al denunciar las contradic­ciones, ilumina las tinieblas del error, y no temporalmen­te, como un paliativo provisional, sino para siempre y sin contar plazos. Con todo, si la verdad, una vez reconocida, es en sí misma intemporal, el hombre que la comprende puede malcomprenderla o descomprenderla después de haberla comprendido, volver a ser ulteriormente juguete de las pasiones; estos accesos de ebriedad, estas bocana­das de ira, estas recaídas puramente mórbidas, aunque pueden no afectar en lo más mínimo a la verdad, forzoso es reconocer que pueden poner en tela de juicio a la inte­lección. Por otra parte, la excusa, que es condicional y racionalmente motivada, nunca se ha comprometido a bendecir y absolver por anticipado todos los daños futu­ros del pecador. El perdón, en su infatigable paciencia, su inquebrantable confianza, su inagotable generosidad, está a prueba de los crímenes más inexpiables; el agravio mor­tal no puede asquearlo, ni desanimarlo. Pero la excusa no abre un crédito ilimitado a quien absolvió una vez; se reserva el considerar de nuevo en cada circunstancia los títulos ulteriores del culpable; cada caso especial se exa­mina aparte.

La intelección no implica verdadero perdón en mayor medida que el olvido temporal. Se levanta por encima de una culpa que no era desde luego una culpa, y consagra así el retorno al statu quo ante prelapsario. El hombre históri­co cuenta con el tiempo para desgastar el recuerdo de una culpa bien real, pero cada vez más fantasmal; en cuanto a la intelección, demuestra sencillamente, si la excusa es

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total, que la culpa nunca se cometió. El perdón, como veremos, no niega que la culpa se haya efectivamente cometido, pero hace como si no se hubiera cometido. La intelección descubre que el acontecimiento culposo (en totalidad o en parte) es nulo y sin valor, y por consiguien­te, suprime el advenimiento con el acontecimiento; y no es por su parte un decreto arbitrario y gratuito, — pues tiene buenas razones para ello; el perdón, en cambio, decide considerar el acontecimiento nulo y no advenido; aunque por desgracia haya realmente advenido; de sobra ha adve­nido y, a pesar de todo, el perdón decreta generosa, heroi­camente, a despecho del absurdo y contra toda evidencia, que aquello que ha tenido lugar jamás tuvo lugar. Además, mientras que el olvido temporal obtiene la desaparición del acto culposo descendiendo aguas abajo la corriente del devenir y abundando en el sentido de ese devenir, la inte­lección anula el acontecimiento del pecado (o una parte de ese acontecimiento) remontando de un golpe aguas arriba y haciendo re-venir el devenir o, mejor dicho, reve­lando que el devenir incriminado no había devenido jamás. Tal vez convenga llamar excusa a ese aplazamiento de este lado de la novedad contingente, de este lado de la libre iniciativa de una mala voluntad. Excusar es anular más o menos12 aquello que acusa. Semejante a un sobre­seimiento que tacha lisa y llanamente el haber-tenido- lugar, la excusa es pues negativa; no instaura una era ver­daderamente nueva, no preludia una nueva juventud y una nueva castidad; la inocencia que resplandece con la absolución, la libertad que se devuelve al acusado no son obsequios graciosos: una y otra reaparecen gracias al reco­nocimiento muy tardío de un derecho injustamente des­

12. La lengua rusa diferencia claramente también izvinénie, que descarga de la culpa (vina) y prochtchenie, que dice adiós a la antigua vida.

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conocido, gracias a la constatación siempre demasiado lenta de una verdad demasiado tiempo impugnada: pues la permanencia intemporal de lo verdadero es lo racional­mente justificado aquí, por encima de errores judiciales y pasiones impulsivas. Más vale tarde que nunca: la escan­dalosa denegación de justicia queda por fin reparada... Se le debía con creces al acusado, y él no nos debe por esta constatación ningún reconocimiento. El perdón, muy bien. El perdón inaugura una vita nuova: señala la acce­sión del viejo hombre a una existencia resucitada, y es él mismo la celebración de este segundo nacimiento. Pero la excusa que nivela las acusaciones injustas y aplana los fal­sos salientes del pecado, la excusa que pone las cosas en su sitio impone la justicia conservadora en lugar de la cari­dad creadora. Por eso no aporta consigo el gozo de la innovación. ¿Dónde está el corazón del perdón que cam­bia el odio en amor?

X. Fuera estorbos

Pocas palabras bastarán, tan mediocre es su alcance filosófico, para apartar al tercer sucedáneo del perdón, que llamábamos liquidación general. Por efecto del tiempo, el pecado advenido resultaba prácticamente indiscernible de un acontecimiento ¡nadvenido. Gracias a la intelección comprendíamos que el pecado advenido, al menos en la forma incriminada, no había advenido de hecho nunca. El perdón, como veremos, declara al pecado nulo y sin valor aunque lo sepa advenido, y mal que le pese. La liquidación lisa y llana es un perdón sin sacrificio, una excusa sin luci­dez. Y ante todo, el ofensor, anticipándose a su ofendido, se excusa él mismo espontáneamente, tan seguro está de conseguir lo que pide; no espera que el ofendido le en­

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cuentre circunstancias atenuantes, no duda de la absolu­ción; para ello pronuncia la palabra mágica, hace el gesto ritual, la reverencia, la salutación que, como un ábrete sésamo, movilizarán de nuevo las relaciones sociales, rela­jarán la tensión y permitirán a los socios hacer caso omiso; esta fórmula no es una verdadera reparación, sino una compensación elíptica y simbólica: cual sortilegio, dispen­sa milagrosamente al culpable de cualquier indemnidad y hace las veces de explicación o de contrición; la palabra borra, como por encanto, el acto irregular. En cuanto al ofendido, decide de modo expeditivo que el pecado es nulo y no advenido, y sanseacabó. El liquidador apenas se atreve a afrontar con valentía los perjuicios ajenos para perdonarlos, dicho sea al margen de cualquier anestesia y de cualquier eufemismo; pero tampoco se preocupa de reconocer la nada del pecado, no se toma la molestia de denunciar la inexistencia del mal. El perdón hace «como si» por ligereza. Liquidar equivale a pasar por encima de la culpa y no guardar rencor al culpable; se considerará que el agravio nunca se cometió. La liquidación no se identifi­ca tampoco con el olvido progresivo, con el desafecto gra­dual que genera el tiempo. El tiempo embota poco a poco el filo de nuestro rencor; pero si se contara con la sola duración para nihilizar la ofensa haría falta un tiempo infinito: pues la evolución natural posee generalmente la majestuosa lentitud de un adagio; los procesos orgánicos, sin la intervención del hombre, se cumplirían intermina­blemente a golpe de mutaciones imperceptibles. Como el tiempo abandonado a sí mismo nunca acabaría de borrar el recuerdo de la culpa, el hombre apresurado, nervioso, impaciente, ayuda a la cronología dándose un tute e inclu­so dos: gracias a la resolución de acabar de una vez, acele­ramos hasta el infinito el interminable proceso; o mejor dicho, gracias a ella podemos realizar en un instante lo

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que necesitaría años y años... ¿No es la instantaneidad el «límite» de una velocidad infinita? Al pasar de repente «al límite», nos adelantamos al desgaste del recuerdo sin tener que esperar hasta el final de los siglos. El súbito paso al límite es esta precipitación final, esta fulminante acelera­ción del tiempo de desgaste. Así el prestissimo final, el stretto arrollados por los últimos compases de un frag­mento de música interpretado de prisa y corriendo.

Indiscutiblemente, reaparecen en el paso al límite dos caracteres esenciales del perdón: lo gratuito y lo repentino. Una gracia modestísima está contenida ya en la demanda del culpable: pues el ofensor ruega al ofendido que le con­ceda lo que el ofendido tiene teóricamente derecho a rechazar, lo que ningún ofendido está obligado stricto sen- su a conceder; el culpable solicita la clemencia de aquel a quien se dirige. ¿Qué sucede ahora con el ofendido? Decir adiós a su rencor y a sus proyectos de venganza, liquidar sus títulos y sus derechos, representa aceptar cierta clase de sacrificio, aunque ese sacrificio no cueste nada. Dar por cancelado el resto de la deuda del deudor insolvente, con­donarle el saldo impagado y en contrapartida de nada, sí que es una especie de don gracioso y desinteresado. Esta cancelación graciosa, incluso cuando no cancela más que una parte de la deuda o de la pena, siempre es total de una forma u otra; esta cancelación nada sabe de dosificaciones, haremos y tarifas de la excusa. Y como el perdón cordial no pierde tiempo en matizar las gracias o en proporcio­narlas a los méritos, la liquidación no pierde el suyo en multiplicar los distingos y las reservas, o en hilar muy fino. El caso queda archivado, el expediente destruido, el pasa­do incinerado; y no volverá a hablarse de ello. El liquida­dor no elige entre las cosas por liquidar más que el asceta del Fedón, quien al liquidar la vida corporal, no se molesta en clasificar o archivar las cosas sensibles; no se entretiene

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en distinguir las cualidades primarias y las cualidades segundas, desechando éstas, guardando aquéllas, elimi­nando únicamente lo peor... No ’E a v xaÍQeiv: echa todo el bulto por la borda, sin esforzarse siquiera en inventa­riarlo ni abrirlo. Por otra parte, este paréntesis correspon­de a una decisión repentina y a un acontecimiento; por más que inaugure una era despreocupada, deja de ser el acontecimiento de una vida nueva: pues adviene en un momento dado; el hombre rompe de golpe con el pasado sin esperar el olvido, y hace caso omiso de los rencores que lo tenían preso. El gesto expeditivo y tan poco filosófico de mandar a paseo puede así representar, paradójicamente, la aurora de una renovación. Ese gesto es la señal del deshie­lo. El rencoroso dice adiós a la estación del enfurruña- miento y de la enemistad, decide acabar de una vez y borrar las cosas caducas. Interrumpe la escalada; o mejor — pues la vertiginosa escalada es más bien un movimiento circular— , conjura el círculo infernal: habiendo decidido suspender la aucción de las venganzas y sustraerse al cres­cendo de la loca subasta, el rencoroso liberado de su ren­cor inicia una emulación nueva, una emulación de paz. Buena falta hace que un hombre de buena voluntad se decida el primero, unilateralmente, arbitrariamente, y con una iniciativa operante, a salir del círculo diabólico.

Sin embargo, este accelerando final es lo contrario de una actitud filosófica; en él se dan la gratuidad y la instan­taneidad, pero no la relación con el otro tan característica del perdón. ¿Cabe siquiera hablar de gratuidad, en esas condiciones? Un gesto «gratuito» sin un compañero, ¿pue­de ser gratuito? Quien quema los archivos de su memoria y de su fidelidad, y echa a la hoguera sus rencores y sus supersticiones, sus escrúpulos y sus cuitas, sus remordi­mientos y sus juramentos, y baila alrededor de la hoguera, ése no tiene intención de regalar nada a nadie: tiene inten­

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ción de vivir en paz, liberado de problemas molestos y de recuerdos delicados; por eso esta intención no implica nada más que egoísmo y pereza, frivolidad e incluso cobardía. El frívolo se despide, dice adiós a sus desvelos; exclama: ¡Al diablo la ofensa y el rencor! ¡Y que no se hable más de ello, sobre todo que no se hable más! Eso es lo único que le importa al frívolo: si trata la ofensa como un malentendido, no es desde luego por amor hacia quien ayer era enemigo... ’E á v xaÍQeiv, insisten, mandar a paseo, dejar estar, despedir, — por ahí comienza el gran deshielo. Por desgracia, dejar estar y mandar a paseo y pasar página, no es tener relaciones con alguien, sino más bien romper todas las relaciones: se arroja por la borda al prójimo, con los desvelos y las viejas pesadillas. Todo el fardo a la vez. Apartamos del pensamiento su presencia y hasta su recuerdo. ¿Tiene algo que ver con el perdón esta absten­ción desdeñosa e incluso despectiva? ¡Fuera estorbos!, dice sin duda para sus adentros el frívolo, después de haber ahuyentado de su mente los fantasmas impertinentes. ¿Estorbos fuera? No, no es así como se tratan los resenti­mientos más legítimos y los recuerdos más sagrados. La filosofía del dejar-de-lado no es filosofía. Cómo quitárselo de encima no es un problema moral. Primero, la culpa no es «un estorbo». La culpa no es «una molestia». Decir adiós, muy buenas al pecado, no es una actitud ante el pecado. — La filosofía del fuera estorbos es una caricatura de perdón. Y, por otra parte, no intenta convertir al culpa­ble ni siquiera excusarlo. Si el hombre apresurado, que cie­rra de prisa y corriendo el tiempo de pacificación, pro­nuncia la absolución, no es porque ha descubierto la no- culpabilidad del sedicente culpable: sencillamente, ha decidido acabar cuanto antes y anticiparse a la liquidación de una situación anormal; esta decisión apresurada es más bien capitulación y un soltarlo-todo que un acto positivo,

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razonado o racional. Hacer caso omiso de la injusticia tan ciega y precipitadamente es renunciar a la verdad y dimitir de su derecho. El gesto expeditivo, negligente y bastante desenvuelto del impaciente que tira sus cargos por la bor­da es, ante todo, un acto aproximado, y no revela más que la ligereza y la superficialidad del dimisionario. No se pue­de, por lo tanto, llamar intelección a ese pragmatismo sin rigor cuyo objeto primordial consiste en escamotear las dificultades de la apreciación moral... El liquidador liquida en desorden y de cualquier manera. Si la indulgencia fun­dada posee un significado moral, no podemos decir lo mismo del abandono precipitado de cualquier acusación. Para este género de abandono, el cwpíripi de los griegos sin duda convendría mejor que ouYYiyvwoxiu: pues la deci­sión de mandar a paseo no es ni «singnómica» ni en gene­ral «gnómica»; comparado con el gesto de despedir, com­parado con este éáv xgúqelv, la indulgencia, por indul­gente que sea, aún es demasiado filosófica. Dice la Escritu­ra: No juzguéis; y Cristo, con imperceptible ironía, reta a quien se crea puro a que arroje la primera piedra contra aquel a quien considera impuro; pero dentro de esta indulgencia cabe un mundo de pensamientos: la humil­dad, la vuelta sobre sí mismo, la compasión por la miseria de la condición humana en general, el prejuicio de que todos somos más o menos culpables, y que por consi­guiente nadie tiene derecho a erigirse en juez de nadie. El propio relativismo moral que dice: cada cual con su ver­dad, y finge creer que nada tiene importancia, implica toda una filosofía de valores. Tratando de un problema distinto del perdón, también el Fedón nos pide, como sabemos, despedir a la sensibilidad; pero esta negación está cargada de sentido: el filósofo arroja lastre, como un aeronauta, para subir con mayor liviandad y elevarse hasta las Ideas; se sacude todos los impedimenta carnales que

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retrasarían su ascensión. El ánaXKayy] posee pues, en el Fedón, un sentido dialéctico y anagógico.

Si no existe otra manera de perdonar que el fuera- estorbos, más vale entonces el resentimiento. Pues el resen­timiento implicaría, en este caso, seriedad y profundidad: en el resentimiento, al menos, el corazón está empeñado, y por ello preludia al perdón cordial. Por oposición a los doc­trinarios del fuera-estorbos, el rencor representa la actitud más difícil, ¡nconfortable e ingrata; por oposición a una indulgencia injuriosa para los valores, el rigor parecerá res­petuoso con la dignidad humana: el rencor expresa el rigor esencialmente ético de quien se priva de las comodidades de la reconciliación y, en nombre de una justicia más exi­gente, prorroga el régimen de enemistad. — Por otra parte, el rencor, al fijar nuestra atención en tal o cual acto pasado, tal o cual culpa especialmente chocante, contrabate la ¡sos­tenía de los actos y de los acontecimientos que resultaría de una evacuación general de todos los juicios de valor; el ren­cor contribuye a salvar de la adiaforia las jerarquías y dis­tinciones morales. La solución de la hoguera representa asi­mismo la renunciación al recuerdo, a la fidelidad, a la per­manencia, a todo aquello que diferencia a los hombres de las ostras y de las medusas. ¿El finiquito que se concede a los culpables a favor de ese fuera-estorbos puede tener algún significado moral? — Y, por último, esta liquidación acelerada se da en el caso de todos los procesos naturales y patológicos cuyo curso se ha querido trastornar o escamo­tear los estadios sucesivos: una fiebre curada demasiado deprisa es una fiebre mal curada. Precario es el olvido, pre­caria la paz que reaparece en cinco minutos, después de haber arrojado al fuego todos sus papeles. Por haber queri­do ahorrar el proceso de convalecencia, el enfermo precipi­tadamente restablecido permanece expuesto a todas las recaídas y a las vueltas ofensivas de la fiebre rencorosa.

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¿Quién nos dice que al día siguiente de su reconciliación chapucera no lamentará su odio sacrificado? Dar por ter­minado el rencor no soluciona en absoluto y de una vez por todas el problema, no pone en absoluto punto final a las hostilidades... Más bien es de temer que las hostilidades se reanuden. Si, como el negligente, el indulgente no ha fun­damentado la excusa en la explicación racional, si no ha atravesado, como el caritativo, la prueba desgarradora del perdón y soportado el hierro candente de la cruel renuncia­ción, el tratado de paz no tardará mucho en ser cuestiona­do. El puro amor desinteresado es el único que jamás vuel­ve a poner sobre el tapete su sacrificio y funda así una paz definitiva. — La hoguera de la absolución universal no es, por lo tanto, como la hoguera del perdón, purificante y simplificante. Inaugura provisionalmente actos conformes con el perdón, con los mismos efectos que el perdón y toda la apariencia del perdón. Desde que hablamos de los suce­dáneos del perdón — temporalidad, excusa intelectiva, liquidación instantánea— , no hemos cesado de tratar de la apariencia conforme: liquidar es fingir perdonar. «La fic­ción» se remite evidentemente a la conformidad exterior. Así como el similideber imita la apariencia del deber, así como las similicaridad ¡mita a la auténtica caridad en sus manifestaciones externas, la pantomima y las lismonas, así la liquidación ¡mita al perdón en cuanto es imitable, es decir, visible y negativo: una mímica, conductas, el gesto de absolver, los archivos del rencor entregados al fuego, los expedientes reducidos a cenizas. Pero esta mímica no posee intimidad ni positividad viviente. Estas fogatas no tienen corazón. Del divorcio que desaviene al afuera y al adentro nacen todos los malentendidos relativos al similiperdón. El similiperdón, al igual que la temporalidad y la excusa, no tiene corazón. Por eso preguntamos por tercera vez: ¿qué se ha hecho del corazón del perdón?

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Capitulo 3EL LOCO PERDÓN: «ACUMEN VENIAE»

Decíamos: la excusa motivada excusa tan sólo lo excusable; el perdón inmotivado perdona lo inexcusable: ésa es su función propia. Pues lo inexcusable justamente no es imperdonable; y lo incomprensible tampoco es imperdonable. Cuando un crimen no puede ser justifica­do ni explicado ni siquiera comprendido, cuando habién­dose comprendido todo lo que podía comprenderse, la atrocidad de ese crimen y la evidencia abrumadora de esa responsabilidad saltan a la vista de todos, cuando la atro­cidad no tiene circunstancias atenuantes ni excusas de ningún género, cuando cualquier esperanza de regenera­ción debe ser abandonada, entonces lo único que puede hacerse es perdonar: es supremo recurso y gracia última; es, en última instancia, todo lo que queda por hacer. Tocamos aquí los confines escatológicos de lo irracional. Más aún: lo inexcusable en sí es materia de perdón preci­samente porque es inexcusable; pues si se pudiera excu­sar, la injusta hipérbole del perdón no sería tan necesaria; el perdón se reduciría a una formalidad y a un protocolo vacío. Éste es el caso también de la fe según Pascal, fe que es paradójica y que cree a despecho de lo absurdo: se nos pide creer en lo indemostrable porque, justamente, resul­

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ta imposible de demostrar: si la religión fuera demostra­ble, y si las pruebas del cristianismo fueran convincentes, y si la existencia de Dios fuera manifiesta, el desvarío de la fe no sería más necesario que el desvarío del perdón; no habría motivos para creer esta insensatez: que el alma tiene reservado un porvenir de penas o de alegrías des­pués de la muerte. El autor de un tratado de geometría o de una ética more geométrico demónstrala no nos pide «creer» en la concatenación apodíptica de sus teoremas y corolarios; no se solicita nuestro visto bueno más que cuando las tesis son dudosas, inciertas, o incluso invero­símiles y contradictorias. Por eso las «razones» de perdo­nar apenas son más admisibles que las «razones» de creer: si perdonamos es porque no tenemos razones; y si tenemos razones, compete la excusa, no el perdón. Las razones del perdón suprimen la razón de ser del perdón. Y así es también si nos situamos desde el punto de vista del culpable: el «derecho al perdón» es una contradicción y un sinsentido apenas menos absurdo que la idea de un «derecho a la gracia». El perdón es gratuito como el amor, aunque él mismo no sea amor ni se cambie forzo­samente en amor. Pero puede suceder que acabemos amando a quienes perdonamos; un hombre defraudado por la malevolencia del compañero halla en su propio infortunio una oportunidad de apasionarse. Y, a la inver­sa, se perdona más fácilmente a quien se amaba ya. La gracia del perdón, en suma, es más bien la gracia de la caridad en general. I.

I. El PERDON IMPURO

En el interior del perdón propiamente dicho pueden distinguirse otros tres casos transicionales, que nos enca-

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minarán hasta el límite hiperbólico del perdón puro. Vea­mos el primero. Se puede perdonar con toda lucidez a un culpable confirmado, a un culpable reconocido culpable y por consiguiente inexcusable, y perdonarle sin que ni el desgaste, ni las circunstancias atenuantes, ni el apresura­miento en liquidar la acusación tengan nada que ver: en ese perdón aparentemente gratuito puede sin embargo deslizarse una especulación minúscula, un prejuicio infi­nitesimal y algo así como un cálculo muy pequeño. Del mismo modo, Pascal, abogando por su indemostrable fe, se dirige a los descreídos en el lenguaje utilitario y proba- bilista de la apuesta: incapaz de convencerlos con argu­mentos convincentes, trata de persuadirlos por el cálculo de posibilidades; los inclina hacia el más allá valiéndose de un razonamiento arriesgado y simplemente plausible que, habida cuenta del margen de incertidumbre, sólo autoriza conjeturas verosímiles. Pero las razones drásticas y mili­tantes mediante las cuales se pretende decidir a los infieles a apostar por el más allá, esas razones son también razo­nes; dichas razones, al hacer vibrar la fibra del interés mer­cenario, actúan en el jugador gracias al poder de sugestión de una santa retórica. Lo cual (si nos alejamos ahora de Pascal) puede significar: Dios no es tan indemostrable como provisionalmente indemostrado... Demostrado, — tal vez lo será un día. Mientras tanto, creed. Las palabras «probabilidad» y «probable», probabilis, invitan de por sí a esta especulación aleatoria, ya que designan lo que es sus­ceptible de ser probado un día, probari. A su vez el perdón puede no ser sino una excusa afortunada; perdona hoy aventuradamente lo que tal vez excusaría mañana legíti­mamente y con pleno derecho si supiera esperar. Si el jugador hace una apuesta razonable, la caridad de hoy puede convertirse en la justicia de mañana; pero a la inver­sa también, el perdón acepta el riesgo de absolver desde

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ahora a un acusado al menos sospechoso sin haberse cer­ciorado de que el culpable merecerá esa absolución. Per­donad, así pues, si aceptáis correr el riesgo. Ese perdón es en realidad una excusa intelectualista con retardador, una excusa motivada cuya motivación es especialmente aven­turada y aleatoria: sólo el atrevimiento le proporciona apariencia de gratuidad; la gracia en ese caso tiene sus razones, por frágiles que sean, y por lo tanto, no es gracia. Quien absuelve a un culpable confía en ese culpable, y es­pera que el porvenir justificará su confianza, que su cálcu­lo se revelará exacto... ¡Pero es un cálculo! ¿Quién sabe si una circunstancia desconocida no justificará un perdón por el momento injustificado, ilegítimo e irrazonable, pero mañana legítimo, razonable y justificado? Al fin y al cabo, quizá el malvado no es tan malvado, ni el culpable tan culpable; quizá el mentiroso no es tan mentiroso, pues una mentira se interpreta de muchas maneras plausibles; y si una mentira es mentira, una mentira no siempre hace un mentiroso. Quizá una excusa aún insospechada vuelva un día el perdón superfluo... Quizá, quizái. Este quizá es el quizá de la esperanza y de la posibilidad elpidiana, el quizá del optimismo intelectualista. Perdonar es dar crédi­to a un inocente con todas las apariencias del culpable; y es excusar por anticipado y por el amor de una inocencia esperada, descontada, presunta, que se revelará o se verifi­cará más tarde. Dentro de la insondable profundidad de la intención, recordémoslo, se encuentra de todo; dentro de la infinita ambigüedad de la intención hallamos con qué justificar tanto el optimismo como la misantropía. El devenir se encarga de actualizar lo uno y lo otro. El opti­mista interpreta en un sentido favorable lo que llamába­mos el equívoco intencional, equívoco cuyos posibles desarrollará el tiempo: apuesta que la biposibilidad y la contingencia del futuro acabarán declarándose a favor de

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la inocencia. Nunca se sabe... Basta una oportunidad para que el culpable-inocente se revele inocente: debemos reservar con mimo, explorar con cuidado esa posibilidad única. Pero puede que la excusa intelectualista disfrazada de perdón profese un optimismo un poco forzado y se oculte a sí misma la triste verdad; no es que no entrevea esa verdad desesperante; esa verdad es que no existe excu­sa; que el crimen es inexcusable, que el criminal de ese cri­men es incurablemente malvado y que ninguna circuns­tancia escondida, no descubierta aún, atenúa su culpabili­dad, que la libertad de esa mala voluntad es plenamente responsable, y que existe, así pues, un mal de maldad. Después de eso, ¡perdonad si podéis! ¿Perdonar?, sin embargo, es lo único que quedaría por hacer... Pues no. El conformismo intelectualista prefiere autoembaucarse e invocar para el culpable el beneficio de excusabilidad pre­sumida. Verdades de Biblioteca Rosa: expresan ante todo la fobia de la libertad y, por consiguiente, dispensan al hombre razonable de situarse de entrada en el completa- mente-otro-orden para correr la loca aventura del perdón.

Otro género de especulación, que conlleva otros ries­gos, puede introducirse en el perdón más gratuito: esta especulación es la esperanza de mejorar al criminal por el mismo efecto de su gratitud hacia quien lo gracia. Ahora nos acercamos más al límite del perdón puro: pues ya está admitido que el culpable es culpable; ya no se presume al culpable básicamente inocente. Hace poco admitíamos no conocer a fondo una situación infinitamente compleja: carecíamos de elementos acaso susceptibles de justificar la revisión procesal; pues cualquier condena resulta sumaria en algún grado; la severidad, explicábamos, es en general más simplista que la indulgencia. Bastaba pues esperar con paciencia que la historia, gracias al desarrollo espontáneo de su devenir, dejara aparecer los elementos susceptibles

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de rehabilitar al culpable. Ahora el tribunal de la historia resulta inútil. Ya no es la temporalidad, con otras palabras el movimiento natural de la futurición, la que descubre la excusabilidad virtual de una culpa: el propio acto del per­dón determina la enmienda del culpable o apremia la con­versión de ese culpable. Cuando el perdón iba a perdonar, el culpable era, en efecto, culpable: pero la acción redento­ra, purificante y absolvente de la generosidad transfigura al culpable-culpable en culpable-inocente, y después en inocente. La complejidad y la ambigüedad infinitas de las intenciones, como se ha visto, justificaban la indulgencia hacia la maldad patente y legitimaban el crédito abierto a la benevolencia latente: del mismo modo, esa complejidad facilita tal vez la enmienda del culpable transfigurado por el perdón; si una invisible buena voluntad se esconde bajo la mala, el papel del perdón consiste en desarrollar esa buena voluntad infinitesimal, esa benevolencia esotérica envuelta en una maldad exotérica, y en fomentar la bene­volencia de la maldad. Pero también cabe pensar que el gesto de graciar suscita en el pecador tocado por esa gracia una forma de mutación milagrosa: la idea de una buena voluntad en agraz no tendría otra finalidad que eludir la discontinuidad de la muda. Perdonar, aquí, no es recono­cer por anticipado una inocencia inevidente y, sin embar­go, ya dada; perdonar es consagrar la accesión del pecador a una nueva vida. El perdón, en lo sucesivo, ya no es la especulación pasiva y quietista del jugador que compra un billete de lotería y se encomienda a su buena suerte y a la rueda de la fortuna, sin actuar él mismo en esa rueda sino por magia supersticiosa de un voto platónico; ese perdón al culpable reputado culpable no es siquiera la especula­ción de un jugador que razona conforme al cálculo de probabilidades y a la ley de los grandes números; ni tam­poco el cálculo de un especulador previsor que, para jugar

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lo más posible sobre seguro, compra o vende en la Bolsa de valores previo estudio de mercado... No. La especula­ción ya no especula con un azar independiente, la especu­lación crea un destino especulando. El perdón redentor implica una voluntad transformadora y pretende influir en el culpable con la fuerza de su proyección únicamente; constituye una esperanza militante, no una esperanza fata­lista; y supone un acto de confianza, no una espera pere­zosa. El acusador que abandona la acusación para trans­formar al culpable compromete su responsabilidad propia en una aventura activamente conducida. No corre el ries­go de suponer inocente a quien parece culpable: él mismo trabaja en rescatarlo, no castigándolo, sino de forma para­dójica, desarmándolo a fuerza de dulzura. — ¿Qué impi­de, sin embargo, a ese perdón purificante ser puro él mis­mo? Lo que le impide ser puro es precisamente que per­dona para eso: para purificar. Naturalmente, ningún mal hay en ello: la esperanza de enmendar a un hermano es una esperanza honrosa, una esperanza desinteresada, una esperanza nada mercenaria donde buscaríamos en vano un átomo de interés propio. Por otra parte, mucho haría falta para que semejante perdón provoque infaliblemente y en todos los casos, como por disparo automático, la con­versión del criminal graciado, redimido... y sanado por milagro. Qué más quisiéramos. Pues si así fuera, el perdón sería una institución legal, obligatoria y universal y el cri­men sería entonces negarse a perdonar el crimen; en este caso, una justicia rigurosa se convertiría en algo así como un delito de omisión de auxilio a un alma en peligro... Poder salvar de seguro a un pecador perdonándole, y pre­ferir castigarlo, como por otra parte se «merece», poder salvarlo y negarse a salvarlo, ésa sí es una forma de homi­cidio espiritual. Si el perdón desencadenara, por infalible mecanismo, la redención del culpable, jamás habría lugar

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de pedir perdón, jamás lugar de implorar el perdón de víc­tima o de jueces, de suplicar para obtener gracia. En una palabra, no habría perdón. ¿Pues qué es un perdón exigi- ble, si no un derecho puro y simple? En realidad, quien abre las cárceles y cancela deudas a todos sus pensionistas corre un riesgo: ¿es un riesgo bello? Se pueden salvar así muchas almas, y también se puede poner en peligro a todos los ciudadanos. Esta peligrosa imprudencia, esta dis­paratada y acaso mortal aventura, en una palabra, esta incertidumbre, se supone que vuelven el perdón conversor indiscernible del perdón a secas, es decir de la gracia pura. La escatología filantrópica de los libertarios, como es sabi­do, pone toda su esperanza en el contagio revolucionario de una absolución general: quemar todos los expedientes, amnistiar a todos los bribones, excarcelar a todos los gángsteres, abrazar a todos los señores torturadores, inves­tir doctor honoris causa a los metafísicos de la Gestapo y al ex comandante del Gross-Paris, transformar los palacios de justicia en cinemas y las cárceles en patinaderos, — ése es el verdadero juicio final y el objeto mismo de la apuesta final: ese último juicio, al tiempo que parece poner fin a la historia, nos devolvería a la edad de oro de una especie de paraíso perdido. Luego nos preguntamos de nuevo: ¿cuál es la impureza de esta promesa de un paraíso perdido por culpa de la justicia y recobrado por gracia del perdón inmerecido y purificante? Respondamos: la propia prome­sa. Lo impuro es la trasconciencia de un vínculo que une la remisión de la pena y la conversión del culpable; lo impuro es la intención expresa y algo indiscreta de salvar un alma inmortal perdonando. ¿Cómo no se le van a ir los ojos tras esa relación al enmendador de almas, habiendo percibido los efectos purificantes del perdón? En estas condiciones, el perdón ya no es la resolución de superar la culpa por amor a los hombres, el perdón ya no es la con­

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versión del rencor a la caridad: el perdón se ha vuelto el medio hipotético de otra cosa; el perdón en vena de prose- litismo implica un cálculo de largo alcance, una inteligente maniobra o, mejor dicho, una estratagema pedagógica; y espera ser correspondido, y no haber perdonado en balde ni para nada; da por descontado que el culpable tendrá empeño en merecer después su gracia, que el culpable ten­drá el pundonor de justificar la imprudente confianza de que fue objeto. La recuperación de este hombre perdido será para nuestra temeridad la mejor recompensa. El opti­mista, al apostar por la perfectibilidad humana, espera que la absolución no haya servido para nada. Este perdón pre­visor en demasía nos empeña, cabe decir, en inversiones a largo plazo: así pues, resulta difícil ver en él algo más que una generosidad bien entendida y un desinteresamiento interesado. En cualquier especulación demasiado bien in­tencionada sobre la salvación del pecador se distingue así una sutilísima concupiscencia espiritual. En verdad, el per­dón se ha convertido en una especie de regalo destinado a presionar a los malvados, un método para comprar la con­versión de los culpables forzándoles un poco la mano. ¿Quién resistiría a ese generoso chantaje? Hay que confe­sar que el perdón, al igual que la no-resistencia al mal, suele ser una estrategia: en lugar de oponer la fuerza a la fuerza, los no-violentos, al rechazar el combate, desarman a la violencia con la fuerza suave de la caridad. Spinoza, en un lenguaje algo castrense, nos propone esta añagaza: odiutn amore expugnare;' pues un odiwn reciprocum no garantiza la victoria. En la Batalla de los Hunos de Liszt, la propia fuerza suave se ha convertido en arma y puede más que la violencia bárbara. Perdonar, en este sentido, es suponer el problema resuelto para resolverlo después, 1

1. Ética, IV, 46 y sig.

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suponer al culpable ¡nocente para volverlo en efecto ¡no­cente por la propia suposición, y para ello adelantar teme­rariamente al culpable con una suerte de sugestión antici­pada. El magnánimo saldrá al encuentro del culpable: el perdón, como una libertad liberadora, induce en el otro un movimiento redentor. ¿Puede decirse que el gesto gra­tuito del primero engendre la gratitud en el segundo? Nos impide decirlo la falta de inocencia de ese perdón táctico: el gesto gratuito gracia al culpable para inducirlo a grati­tud; por lo tanto, no está él mismo en estado de gracia.

Existen, por último, casos híbridos, formas mixtas en que la excusa se mezcla con el perdón; no porque se descu­bra más tarde que el perdón era una excusa, como en la especulación del primer género, sino porque la excusa y el perdón vienen dados a la vez: circunstancias atenuantes van a reforzar nuestra decisión gratuita de absolver al cul­pable. Se responderá, es cierto, que un semiperdón no es perdón en absoluto, y que el perdón es total o no es nada. El perdón, a este respecto, es como la confianza y el amor: un pequeñísimo recelo basta para nihilizar la confianza sin límites; una minúscula sospecha, una sola, — y de esa con­fianza amplia y honda como el mar no queda nada. Un átomo de interesamiento basta para aniquilar el desintere- samiento más puro: unas huellas infinitesimales de interés propio, o solamente de estima justificada, una pizca de causalidad explicativa, — y el amor ha dejado de ser purísi­mo, en el sentido máximo y superlativo de esa palabra. Del mismo modo, la gracia deja de ser gracia a la menor grisa­lla que empaña su blancor, el perdón deja de ser perdón por poco que un miligramo de motivación razonable ven­ga a justificarlo: la espontaneidad absolutamente inicial, gratuita y sobrenatural de la absolución queda entonces empañada por la excusabilidad de la culpa. Ahora bien, una pureza empañada está destruida. Con todo, y aunque

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el perdón puro sea teóricamente indiviso e inmerecido, a veces se buscan pretextos justificativos: llamamos entonces gratuidad a la desproporción manifiesta entre la inmensi­dad de la absolución y la insignificancia del pretexto; así, el hombre generoso se aferra en ocasiones a un asomo de excusa atenuante o de circunstancia excusante, hincha des­mesuradamente la ocasión justificativa, o incluso la inventa de pies a cabeza para estar en regla con la lógica racional. Si pedimos al amor que diga por qué ama (¡como si fuera necesario un por qué!) busca y naturalmente encuentra enseguida porqués-, el creador, interrogado por los periodis­tas sobre el misterio de la creación, reconstruye una causa­lidad retrospectiva — pues encuentra más conveniente escribir sus poemas por tal o cual razón; y asimismo, el perdón impulsivo se autoconcede después una etiología explicativa y motivos razonables de indulgencia: halla retrospectivamente las razones para excusar lo que estaba dispuesto a perdonar sin razón. Pues ningún ser pensante confiesa a gusto una decisión inmotivada e indeliberada, ni renuncia al ejercicio del razonamiento... En la continua­ción de la cotidianidad, esas mezclas aproximadas de racio­nalidad y de generosidad con frecuencia sustituyen al per­dón. La decisión inmotivada se envuelve entonces en un perímetro de buenas razones más o menos retrospectivas.

II. La conciencia del perdón y el discurso

SOBRE EL PERDÓN

Hemos de repetir acerca del perdón puro, venia pura, lo que se aplica tanto al puro amor entrevisto y enfocado por Fenelón, a la pura desesperación del remordimiento puro, a la percepción «pura» de Bergson y finalmente a la inocencia purísima: el perdón puro es un acontecimiento

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que tal vez no ha ocurrido jamás en la historia del hom­bre; el perdón puro es un límite apenas psicológico, un estado agudo apenas vivido; la cima puntual del perdón, acumen veniae, es apenas existente o, lo que viene a ser lo mismo, ¡casi inexistente! De hecho, los elementos del com­plejo mental, al desteñir los unos en los otros, la fina extrema punta del perdón puro se aplasta y se chafa en la espesa continuación del intervalo. Primero la conciencia del gran metazoario pensante no tiene más remedio que autoconcienciarse, reflexionar sobre ella misma, contem­plar su propia imagen en un espejo: así la indiscreta y demasiado curiosa conciencia se calibra y se mide ella misma como objeto en todas sus dimensiones. Así como la pesantez del egoísmo sujeta hacia atrás los actos centrífu­gos de la intención amante, así una especie de torpeza fatal condena al perdón más desinteresado a perder su inocen­cia; el desdecirse, al refluir hacia el ego, nos desvía de ese Otro que teníamos en la mira: el amor heterocéntrico ya no es sino perífrasis de la filaucía; y si un prejuicio de vanidad, de amor propio o de interés mercenario cruza nuestra mente, la graciosa eferencia del perdón se recoge sobre sí misma. La complacencia, es decir el placer secun­dario que se extrae del propio placer, suplanta al placer primario; el resentimiento, es decir el sentimiento secun­dario que se experimenta con ocasión del sentimiento, sustituye al sentimiento simple y primario. El resentido irradia en toda su extensión, alrededor de lo sentido como alrededor de un punto central. Así pues, la intención con exponente, la intención a la segunda potencia, que es intención de intención, suplanta a la intención directa e inocente del perdón. Por poco que el hombre del perdón se mire perdonando y se piense a sí mismo en lugar de pensar en la culpa del culpable, y sienta en eco lo que sien­te, el resentimiento y el perdón comienzan a confundirse

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un poco en una misma complacencia y una misma secun- daridad; aunque el perdón nos sirva para liquidar el resen­timiento, todo tipo de transiciones aparecen entre uno y otro. Y como un hombre que tiene sinceramente piedad capta en su propia piedad grandes motivos de satisfacción y saborea la dulzura enternecida de las lágrimas, así el hombre que perdona sinceramente no puede dejar de conocer enseguida las delicias de la buena conciencia con­tenta. Por otra parte, el instante de la sinceridad inocente irradia más acá y más allá del presente, hacia delante y hacia después. Lo mismo que la conciencia reconstituye un contorno de egoísmo alrededor del punto de caridad, así la temporalidad retrospectiva y prospectiva reintegra una continuación de una y otra parte del instante: no sólo el punto luminoso de la intención hace volumen, sino que la chispa de la intención da época y toma tiempo; el gui­ño del buen movimiento continúa él solo gracias a la repercusión y a la anticipación y ocupará de hecho cierta duración; el instante inocente desborda, pues, en el inter­valo. Primero, el recuerdo y la retrospección dan cuerpo al perdón mirando hacia el pasado, evocando los grandes perdones solemnes de la historia; el hombre que se acuer­da de los ejemplos memorables consignados en las cróni­cas autentifica su propia clemencia y se complace en dele­trear en ella las señas indelebles de la grandeza de alma y de la sublimidad moral; Plutarco y el De Viris, el Epítome y la hagiografía son para los magnánimos fuente inagota­ble de buena conciencia. Eso para el trasgusto. Y ahora para el antegústo: la conciencia mira no sólo hacia el pasa­do, sino también hacia el futuro; se anticipa a los efectos del perdón y prevé la conversión de aquel a quien gracia. Así, la cima del alma se afila en el perdón, pero la sucesión cronológica y la reflexión de conciencia, que son las dos dimensiones de la complacencia, sustituyen la fina punta

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por un «estado-de-punta». Ahora bien, existe punta, pero no existe estado. ¿No es justamente en esto el perdón puro un ideal normativo? Así es el puro desinteresamiento según Kant. Aunque desde que el mundo es mundo nadie haya perdonado nunca sin ideas preconcebidas, sin res­tricciones mentales, sin una dosis infinitesimal de resenti­miento, basta con que la posibilidad de un puro perdón sea concebible; aunque de hecho nunca se alcance, el lími­te del perdón puro señalaría nuestro deber, pautaría y orientaría nuestros esfuerzos, proporcionaría un criterio para poder distinguir lo puro y lo impuro, un patrón de medida a la evaluación y un sentido a la caridad; quien nunca alcanza el ideal (el ideal se hizo precisamente para no ser alcanzado nunca) puede acercarse a él hasta el infi­nito: es lo que en el Fedón, hablando de las esencias inteli­gibles, se llama eyyvxa xa lévai,2 ir lo más cerca. O con otras palabras: decir que el perdón-límite está en el hori­zonte de una búsqueda infinita o que la proximidad inme­diata es el ideal de una aproximación asintótica, de una aproximación sin fin, equivale implícitamente a admitir la posibilidad de un encuentro-relámpago con la inocencia pura: entre la inalcazabilidad absoluta con que nos ame­naza el pesimismo y el contacto crónico, físico o extensivo que nos promete el optimismo, cabe sin duda la tangencia instantánea. ¡La tangencia, no el tacto! Son «toques» im­ponderables e impalpables bastante análogos a los que men­ciona san Francisco de Sales; el perdón no es algo tangible, pero tampoco es un ideal inalcanzable: el hombre roza el límite del puro amor, y eso dura el instante de una chispa fugitiva, de una chispa brevísima que se enciende al apa­garse y surge al desaparecer. Aquello que dura un instante, no dura; y a pesar de todo, aquello que dura un instan­

2. Fedón, 65 e. Cf. 67 d.

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te, tampoco es poco. Llamémoslo el no-sé-qué. El no-sé- qué, que es apenas algo por su reverso y casi algo por el anverso, el no-sé-qué es aquí el acontecimiento reducido a su pura advenida; el no-sé-qué es el surgimiento o cente­lleo del relámpago reducido al hecho de advenir, es decir a la fulguración misma. La negatividad objetiva del perdón puro se vuelve así positividad vivida; la fina punta que, en el orden de las abstracciones históricas y psicológicas, nos parecía casi inexistente, corresponde en el orden de lo vivido al acontecimiento más real. Desde luego, la caridad y el desinteresamiento nunca son la residencia habitual del hombre: pues no se puede permanecer en las cumbres ver­tiginosas, en la cima afilada del perdón o del amor; harían falta prodigios de equilibrio para mantenerse en ella... Abajo, en la extensión del llano o en la continuación de los valles, es donde los habitantes de la empiria establecen su domicilio. Por ello, la idea de una virtuosa perennidad o de una domiciliación en la virtud da pábulo a los sarcas­mos de un La Rochefoucauld: hipocresía y angelismo pre­tenden restaurar, en efecto, una especie de virtuosa croni­cidad a través de las intermitencias de la intención. Pero de otro lado, el instante del perdón desinteresado no es radicalmente inaccesible, si con la palabra acceder no sig­nificamos instalarse en su casa, sino encontrar y volver a perder en el mismo momento. Lo milagroso es que el advenimiento instantáneo sea capaz de inaugurar un por­venir, fundar una vida nueva, instaurar nuevas relaciones entre los hombres; lo milagroso es que una era de paz pue­da sobrevivir al instante gozoso.

Lo cierto es que un perdón levemente abotagado en los pretextos o cebado por la conciencia sería para la filosofía segunda un objeto más manejable, para el discurso un ali­mento más sustancial. Mientras se trate de excusas, ade­lante, mucho tenemos que decir: nunca acabaremos de

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explicar las razones implícitas, clasificarlas y jerarquizarlas según su importancia; pues lo que está motivado ofrece rica materia para el desarrollo, las descripciones y los análi­sis; la excusa es naturalmente espumosa; la excusa cunde, aumenta de volumen y vuelve locuaces a quienes se propo­nen alegar pruebas y argumentos. Nada más hablador que una carta de excusas enumerando los porqués y detallando las circunstancias atenuantes; nada, si no es el juicio de un tribunal, cuando ese juicio enumera los considerandos y los «resultandos». Del acumen veniae, por el contrario, no hay casi nada más que decir: imposible discurrir sobre este instante inefable, inexplicable, indescriptible que cabe entero en la pura quodidad de la palabra gracia. Pues la gracia, que es chispa y parpadeo, no dice nada, o mejor, dice una sola palabra, y las sílabas de la palabra gracia evo­can por sí mismas la imagen de la fina punta sin grosor, la imagen del instante puntual sin intervalo. En lo súbito del instante, el alfa y el omega coinciden: ningún logos tiene tiempo de desarrollar entre ambos la sucesión discursiva de sus conceptos. Y el discurso del filósofo sobre la gracia aca­ba tan deprisa como empezó. Por eso la gracia del perdón, semejante en esto a un puro amor sincero, vuelve mudos y silenciosos a los razonadores que estuvieran tentados de hablar de ello: los obliga a callar, ahoga las palabras en la garganta del orador prolijo. Ésta es la muda elocuencia de la gnosis según Plotino. Hay en el perdón puro una clase de laconismo sobrenatural. La palabra grada suele pronun­ciarse en silencio y sin otro comentario que el beso paradó­jico, el injusto e incomprensible beso, el escandaloso beso que se da al perseguidor: pero el beso no es una palabra, como tampoco las lágrimas son un «lenguaje»; el abrazo es más bien un gesto, como la imposición de manos en ese Consolamento cátaro cuya conclusión es el beso (aspas- mos); el Ordenado y el novicio, una vez dicho el perdonum

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que es petición de gracia, y recitado Paróte n o b i s se sepa­ran en efecto con esta salutación de paz. Aspasmos no es una prenda ni un símbolo del amor: Aspasmos es él mismo e inmediatamente Agape. Al final de El poder de las tinie­blas, Nikita cae de rodillas, se prosterna en tierra y exclama: «¡Escuchad, Pravoslaves! Soy culpable... ¡Perdonadme por amor de Cristo!» Su padre Akim, arrebatado, le abraza y dice: «Dios te perdonará, hijo mío.»3 4 Nikita no trata de excusar lo inexcusable, ni de abogar por una causa indefen­dible ni de justificarse; y el perdón que le perdona dice sen­cillamente: «Te perdono», sin más explicaciones, pues no hay, en efecto, razones para absolver... Y si desarrollásemos razones, serían sin duda otras tantas razones o para no absolver o para excusar; y si se hablara en lugar de dar silenciosamente el ósculo de paz, sería para desarrollar objeciones en contra del perdón, para probar la íntegra res­ponsabilidad del culpable o, al contrario, para demostrar la necesidad de indulgencia y abogar por las circunstancias atenuantes: pues se habla para acusar, — y se habla tam­bién para excusar, cuando el acusado es inocente del cri­men del que le acusan; en definitiva, sólo el perdón al cul­pable nada tiene que decir. Pero como los hombres no están a sus anchas más que cuando pueden discurrir, trans­forman gustosos el mudo perdón en excusa motivada. Un perdón hablador es tan sospechoso como un amante hablador: quien habla en demasía se ama a sí mismo y ama al amor creyendo amar a su amado; a fuerza de espulgar y detallar ante un espejo las interesantes particularidades de su bella alma enamorada, acaba olvidando a la segunda persona y deja de lado ese acusativo de amor que es la razón de ser inmediata de la intención amante. No es dis­

3. Cf. René Nelli, Écritures cathares, p. 237. Déodat Roché, Étu- des manichéennes et cathares, p. 181.

4. Tolstoi, El poder de las tinieblas, V, 2.

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tinto el perdón: un perdón locuaz se interesa por sí mismo más que por el pecador; su complacencia esconde tal vez, ¿quién sabe?, ideas preconcebidas o algún inconfesable y minúsculo resentimiento respecto del pecador. La facundia sentenciosa disimula la falta de sinceridad, y sirve para velar la mala conciencia. Por eso no se puede discurrir de verdad sobre el perdón sino hablando de otra cosa: hablan­do con rodeos y a propósito, y diciendo primero lo que no es el perdón. Y, por ejemplo, hace falta mucho tiempo y palabras para mostrar que el perdón no es la excusa. Pero esta filosofía apofática no era tal vez sino una ingente cir­cunlocución alrededor de la ipsidad del perdón. ¿No habrá llegado el momento de abandonar esas perífrasis puribun- das y apuntar al perdón en sí?

III. «V enia pura»: el perdón límite

Existe, así pues, un perdón límite que es perdón hi­perbólico y que perdona sin razones. Ese movimiento inmotivado sólo puede ser un impulso eferente privado de contorno psicológico y espesor vivido. — El perdón repri­me los reflejos vindicativos del talión, pero evidentemente eso no basta, — pues podría suspender la venganza a fin de retrasarla, transformar la venganza en vendetta, reser­varse para represalias de vencimiento remoto; y el renco­roso no vale más que el vindicativo. También podría abs­tenerse de las remotas represalias, llevar a juzgar y castigar legalmente al ofensor: eso tampoco sería el perdón. No sólo quien perdona no se vengará ahora, no sólo renuncia a cualquier venganza futura, ¡sino que renuncia a la propia justicia! Y renuncia a mucho más todavía. Decir que no encierra ningún átomo de amor propio es poco: no espera siquiera que el culpable hoy graciado, y gratuitamente gra­

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ciado, tenga más tarde interés en merecer su gracia. Com­prendamos, sin embargo, que esa ausencia de esperanza o de perspectiva en cuanto a una mejora eventual del peca­dor no es la desesperación propiamente dicha: pues sería admitir que la desesperación es lo único puro, que la pure­za es necesariamente desesperada... No se trata, en el per­dón, de esa desesperación que es el desgarrador absurdo y lo invivible vivido. El hombre que perdona no renuncia ni a la continuación de su ser propio, ni siquiera, como el «gnóstico» de las Máximas de los santos, a su porvenir espiritual; no sacrifica ni su futuro vital ni su futuro glo­rioso o escatológico; sabido es que ese sacrificio caracteri­za, según Fenelón, la pureza del puro amor: vuelto capaz de renunciar no sólo a ese margen de esperanza vital que reconstituye sin cesar ante nosotros una fúturición, sino a la esperanza misma de la salvación, el amor puro de cual­quier idea preconcebida se recoge en un punto y se con­centra en el instante presente. Este suicidio espiritual era, sin duda, como las pruebas de Abraham o de Job, una imposible suposición finalmente desmentida; basta sin embargo que la hipótesis vertiginosa y escandalosa de un genio maligno, de una injusticia impenetrable, de un mal radical haya sido tangencialmente rozada: un amor sin esperanza que no solamente es desapropiación de la voluntad propia, sino nihilización total y perdición extáti­ca del ego, es por eso teóricamente posible; el amante, al dejar de existir para sí, se abisma en su Otro. El perdón, a decir verdad, no nos pide sacrificar el todo de nuestro ser propio, ni de volvernos nosotros mismos en el propio pecador: ¡el perdón no pide tanto! El perdón nos pide sen­cillamente, cuando se trata de una ofensa, de renunciar a la hosquedad, a la agresión pasional y a la tentación vindi­cativa; y cuando se trata del pecado, de renunciar a las sanciones, a la represalia justificada y a las exigencias más

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legítimas de la justicia. El perdón, en suma, resulta más desinteresado que radicalmente desesperado. Claro que el perdón es un tipo de «desesperación» en el sentido en que el remordimiento es una desesperación. La desesperación no sería desesperación, sino más bien un disperato de tea­tro, si ansiara la redención de la que quizá sea pródromo, y si contara con dicho pródromo como con una promesa. Nada obsta a la gracia para redimir eventualmente la desesperación del remordimiento, siempre que esa deses­peración no haya dado por descontado esta gracia, siem­pre que el falso desesperado no haya desempeñado adrede la comedia del remordimiento; y nada obsta tampoco a la gracia del perdón para convertir al pecador, con tal que esa gracia no haya apuntado expresamente a esa conver­sión como una recompensa debida a su generosidad, con tal que el perdón no haya perdonado con la esperanza de la redención, ¡con tal que el perdón no haya tenido la intención expresa de salvar el alma inmortal del culpable! Ya hemos criticado la sutil hipocresía de un perdón que especula con la conversión de los pecadores... Existe, pues, una relación entre el perdón y la transfiguración del cul­pable, como existe una relación entre la vergüenza moral y la redención: pero esa relación no ha de ser concertada; esa relación es enteramente indeliberada e indirecta. La condición de la eficacia de la desesperación, llámese re­mordimiento o perdón, es la perfecta inocencia del deses­perado. Fenelón lo sabía: la gracia se ofrece únicamente a quienes no la han buscado. En estas materias, pretender la eficacia es la causa más corriente del fracaso; mientras que la aceptación inocente del fracaso es lo único que torna eficaces el perdón y el remordimiento. Pues quien quiere encontrar la salvación, la perderá. La buena voluntad equivale aquí a la mala conciencia, como la demasiado buena conciencia equivale a la mala voluntad. Conviene,

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con todo, no llevar demasiado lejos ese paralelismo del remordimiento y del perdón: en el remordimiento, la gra­cia sobrenatural e imprevisible de la redención exhala de la desesperación misma, mientras que en el perdón, al pecador se la concede algún otro; está claro, el remordi­miento del pecador, incluso en el perdón, da su pleno sen­tido a la gracia, pero deja de ser causa determinante, ya que la gracia viene de fuera, y se concede libremente. Y es que el desesperado, en el remordimiento, es el propio culpable, y ese desesperado, si es suficientemente sincero, se rescata solo espontáneamente: la desesperación es ya una expiación; el hombre que ha cometido la falta y el hombre que sufre y se arrepiente de ella son el mismo hombre. En el perdón, el culpable no es aquel que perdo­na, sino aquel a quien se perdona; y ese culpable no siem­pre está tan desesperado: el hombre que otorga la gracia suele estarlo mucho más, aunque nada tenga que repro­charse. Y por consiguiente, el remordimiento es un monó­logo y una rumia solitaria: el pecador postrado se pudre en su propio pasado y está resentido consigo mismo, y no depende más que de sí mismo. El remordimiento es un soliloquio, pero el perdón es diálogo, relación entre dos socios, uno de los cuales espera algo del otro. En lugar de que el hombre del remordimiento sufra sin esperar nada y se encenague pasivamente en el infierno de sus estériles lamentos y de su confinamiento autoscópico, el perdón, al relacionar la primera y la segunda persona, abre una bre­cha a través del muro de la intimidad culposa, sobre todo cuando el culpable tiene mala conciencia: el perdón rom­pe entonces el cerramiento del remordimiento; pues representa en sí mismo un acto libertador, y echa los cimientos de una era nueva. El perdón perdona de noche como el remordimiento sufre de noche, pero esa noche es el presentimiento de una aurora; esa noche nunca es la

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noche cerrada de la desesperanza. El perdón puede existir sin la esperanza mercenaria, pero no existe sin la alegría.

IV. Secundaridad del perdón: piedad, gratitud, ARREPENTIMIENTO

La alegría es síntoma de creación. ¿Cómo explicarse entonces que el perdón siempre tenga un carácter más o menos «reactivo» y en cierto sentido «secundario»? Ahora bien, se trata de un hecho: el perdón está en el mismo caso que la piedad, la gratitud o el remordimiento, por oposi­ción a la caridad espontánea, inicial y operante. Hace eco a un escándalo que se llama, según los casos, pecado u ofen­sa, y es una manera de responderle: respuesta paradójica, si se quiere, respuesta inesperada y soprendente, respuesta inmerecida, pero respuesta a pesar de todo. Para que el perdón encuentre utilidad es preciso que alguien cometa una culpa. El amor secundario nombrado perdón nace con motivo de una culpa o de una ofensa, el amor secun­dario nombrado piedad con motivo de la miseria, el amor secundario nombrado gratitud con motivo de un benefi­cio: el amor secundario necesita al pecado para olvidarlo y perdonarlo, a la miseria para llorarla y asistirla, y al bene­ficio para reconocerlo. Beneficio, miseria y pecado son las tres formas de alimento que nutren a ese amor. El amor puramente espontáneo sería, si cabe emplear estas analo­gías, un perdón sin pecado, una piedad sin miseria, una gratitud sin beneficio: el puro amor tiene piedad del hom­bre en general, piedad de su finitud, y ama a los otros por beneficios que él no ha recibido. La relación del amor con el perdón, dentro del orden ético, es análoga a la relación del amor con la piedad en el orden pático. La piedad secundaria, como cualquier emoción, depende de una

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ocasión exterior que la suscita o la dispara: se dice que el misericordioso está «tocado», — tocado por un encuen­tro, por un incidente que presenció, por una coyuntura fortuita. La piedad se despierta ante el espectáculo de la miseria del otro, a la vista de sus harapos, de su buhardilla gélida, de su sufrimiento y su soledad. La caridad que ama a todos los hombres, ricos o pobres, dichosos o desgracia­dos, y los ama en todas las circunstancias, independiente­mente de su situación dramática o de sus tragedias, la caridad no tiene ninguna necesidad de las conmociones adventicias ni de las suscitaciones a posteriori. Pero la pie­dad necesita a su pedigüeño... Sin el espectáculo de los andrajos, la piedad nunca tendría la oportunidad de tener piedad. En eso precisamente, la piedad, al igual que el per­dón, es un acontecimiento más que una costumbre; la pie­dad, caridad instantánea y reactiva, se opone en eso a la caridad como piedad habitual o hábito virtuoso. Dicen, es cierto, que la misericordia supone un corazón misericor­dioso y la compasión una índole compadeciente: pero es porque la caridad mantiene su fervor; porque sólo la cari­dad es perennidad y cronicidad. La caridad vela constante­mente y jamás se duerme, la caridad deja siempre su lám­para encendida. Pero la piedad no es tan fiel, y sus llama­radas sobreviven poco al espectáculo que las encendió: apenas desaparecen los atributos de la miseria, que son en cierto modo su combustible natural, se extingue la llama­rada; apenas el pordiosero sale de nuestro campo visual, apenas vuelve la espalda, y ya lo hemos olvidado. Efímera y superficial, la emoción no se prolonga más allá de su causa: la misericordia desaparece con la miseria del míse­ro, la piedad con la cosa lastimosa; también el miedo, nor­malmente, se desvanece con el peligro. ¿Amará la piedad a ese pobre cuando se haya hecho rico? Decíamos a propósi­to de la excusa: ni pecado, — ni perdón... Y lo mismo debe-

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riamos de decir ahora: ni miseria, — ni piedad. — Esta «secundaridad» caracteriza asimismo a la gratitud: ni beneficio, — ni reconocimiento. Eso está claro. Que la pie­dad sea movimiento fugitivo y la gratitud apego fiel nada cambia a su común secundaridad. Desde luego, la gratitud se funda en la buena memoria cordial del beneficio, mien­tras que el perdón, luchando contra el resentimiento, supone, al contrario, el olvido de las ofensas... Pero como este olvido es tan costoso, tan dificultoso y, por consi­guiente, tan positivo como esa memoria, ambos casos resultan muy análogos: la secundaridad del perdón es incluso más rigurosa aún, — pues la gratitud va al menos en el sentido natural de la dilección, mientras que el per­dón tiene que superar su instinto de odio. El perdón nece­sita materia para su trabajo de perdón, que es desgarrador olvido, y la gratitud necesita materia para su labor de gra­titud, que es fiel añoranza. «Gracias» y «te perdono» son movimientos segundos ambos que responden a un movi­miento primero que es servicio prestado o culpa cometi­da. La gratitud nace a condición de que haya habido bene­factor y beneficiado, y únicamente con esta condición... ¿Condiciones?, ¿qué significa eso? ¿Será que el amor nece­sita beneficios para amar?, ¿no ama, por lo tanto, el amor si no recibe obsequios? Pero, por favor, ¿qué es un amor que ama «con condición»? Respondemos nosotros: es jus­tamente un amor condicional, luego hipotético y acompa­ñado de reservas; y por consiguiente, no es amor. Por eso la gratitud no es ese amor eferente y puramente gratuito que nunca pone condiciones, no espera ninguna ventaja y, en vez de amar con amor de reconocimiento, como se hace normalmente con los bienhechores, ama más bien con un amor recíproco, como se hace paradójicamen­te con los perseguidores. En la medida en que la gratitud cordial da las «gracias» al bienhechor y añade gratuita­

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mente a la suma debida el peso infinito, ¡nevaluable, imponderable de su reconocimiento y de su dilección, en la medida en que la obligación jurídica del reembolso está nimbado de amor, en que una aureola de gratuidad y de superfluidad, en que un de-más y, como dice el Evangelio, un xepiooóv hacen más evasivo nuestro finiquito, la gra­titud está de acuerdo, en efecto, con la gracia, y resulta «caritativa» a su manera; pero en la medida en que paga su deuda, incumbe más bien a la justicia conmutativa, e incluso a la mercenaridad: resulta, pues, intermediaria entre el orden del don gratuito y el orden del «doy para que des». El perdón que ama al insultador está, a este res­pecto, más cerca del don gratuito, y la gratitud que ama el benefactor más lejos. El perdón no es, sin embargo, el don absolutamente gratuito, puesto que es preciso haber cometido culpas para merecerlo. El perdón no concierne a los impecables; el perdón está reservado para la categoría privilegiada de los perseguidores. — Y el arrepentimiento mismo necesita a la culpa para tener de qué arrepentirse. El objetivo del arrepentido no es desde luego amar, sino reconciliarse consigo mismo... No obstante, el arrepenti­miento, como el perdón, hace eco a una iniciativa contin­gente de la libertad: es su contragolpe y le proporciona una respuesta. ¿No salta a la vista su carácter reactivo y reflexivo?

Temamos ante todo que el perdón, a remolque de la culpa, carezca de porvenir. Un perdón deseoso de perdo­nar necesita un acto perdonable, culpa u ofensa, en una palabra, algo que perdonar y un rencor que liquidar. Para tener ocasión de practicar el olvido de las ofensas no pue­de faltar un ofendido... Un perdón que nada tiene que per­donar ni nadie a quien perdonar, un perdón que no tiene qué llevarse a la boca decae y muere de inanición, es decir de indiferencia. ¿Qué sería del perdón si no hubiera peca­

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dores en este mundo? ¿Habrá que pecar de nuevo conti­nuamente para dar trabajo al perdón y evitarle el desem­pleo? — Eso no es todo. Así como la conmiseración descu­bre al miserable con motivo de la miseria y a la persona a propósito de la desgracia, así va el perdón del acto al agen­te: para encontrar al ser, pasa por el rodeo de las maneras de ser y de las modalidades o, mejor dicho, descubre al ser con motivo del hacer. Más aún que el desamparo del que se apiada la piedad, la culpa perdonada es una cosa: pues el desamparo puede ser borroso, impalpable y algo atmos­férico, mientras que la culpa es cosa asignable y siempre nítidamente circunscrita. Por eso, la piedad que nos inspi­ra el destino común a todas las creaturas ha podido con­vertirse en Schopenhauer en una especie de simpatía cos­mológica. El perdón va del acto singular a la persona, y el amor va recto y de entrada a la persona, y comienza por ella sin esperar, para amarla, a que sea desdichada o culpa­

ble: pues el amor es el camino más corto entre dos corazo­nes. No necesita para ello ni culpa ni miseria, ni en general la desgracia de existir. Por eso no corre el riesgo de pren­darse de la culpa en sí, como un perdón goloso de pecado o como un amante de injusticias, ni de amar la miseria olvidando al miserable, como una piedad algo compla­ciente que, con motivo de esta preciosa miseria, descubre sus propios tesoros de ternura, y se siente halagada, en su buena conciencia, de tener un alma inmortal. V.

V. El Organo-obstáculo. Don y perdón

Nos preguntábamos: ¿habría amado a su prójimo el perdonador si este prójimo hubiera estado libre de repro­ches? ¿No ama el perdonador su propia generosidad? Pues bien, aceptemos esta crítica... El pecado, después de todo,

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tal vez sea la forma bajo la cual descubrimos al otro. Nece­sitábamos sin duda el efecto de relieve y de la antítesis dra­mática para amar. La negatividad de la miseria, de la culpa y de la ofensa remata nuestra iniciación a la positividad amante. Sin embargo, debemos distinguir aquí entre la iniciación misericordiosa y el desgarrador esfuerzo del perdón. La piedad indica pese a todo el sentido de la menor resistencia. Y el perdón no se desliza por el plano inclinado del enternecimiento fácil; ignora la dulzura de esas lágrimas misericordiosas tan gratas al sentimentalis­mo del siglo xvm; superando el obstáculo del pecado, al perdón le trae sin cuidado la llorosa conmiseración... La propia secundaridad hace más meritorio, en cierto senti­do, al perdón y más difícil que el amor. El perdón plantea problemas que un amor sin trabas, impulsado por vientos favorables, por las conveniencias o por la reciprocidad, no puede conocer verdaderamente. El perdón, si el amor exis­te, sería más bien un amor a contracorriente, un amor contrarrestado e impedido: así, el amor que se manifiesta a los enemigos puede cotejarse con el perdón de las ofensas; así, el amor con que se ama al aborrecible puede asimilar­se con el perdón de los pecados. No obstante, incluso bajo esta forma, el amor contrariado por el obstáculo posee aún algo difuso ante el perdón: el amor por el aborrecible ama por desafío a los más desheredados y a los menos dig­nos de amor, ama a quienes nadie ama... Pero por más que haga, no es tan provocante como el perdón de los pecados. Pues el amor, después de todo, puede amar al amable tan­to como al aborrecible: no lo tiene prohibido. Mientras que el perdón está especializado en el pecado: es su razón de ser y su vocación, su querida complicación; él lo escoge, ;lo prefiere a todo lo demás! El verdadero caso de concien­cia lo plantea el perdón; el escándalo agudo ¡lo provoca el perdón! Al perdón no le basta amar a los malvados en

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general: el perdón apunta a una cosa que el malvado ha hecho, un acto que el malvado ha cometido, un daño que el malvado ha suscitado, una culpa de la que el malvado es culpable; el perdón no perdona solamente al ser, perdona al hacer, o más bien al haber hecho; perdona al ser de ese crimen; más aún, perdona la maleficencia de la malevo­lencia, y perdona a la malevolencia de esa maleficencia. Pues el perdón del pecado es un acto que absuelve expre­samente otro acto. El perdón tiene una culpa que graciar, un agravio que superar: debe luchar contra repugnancias precisas, combatir una aversión especialmente enérgica. El perdón es una decisión desgarradora y dramática. Y aun­que el perdón y el amor del aborrecible se basan ambos en un efecto de relieve y ambos sean a contrario, el perdón hace con su pecado un contraste más sobrecogedor que el amor con su aborrecible; y el camino del pecado al perdón es infinitamente más largo, pese a la instanteidad de la decisión, ya que debe afrontar una ruptura y atravesar la prueba de la conversión radical. El amor que se destina al malvado, por paradójico que sea, — ama, pese a todo, a ese malvado. Mientras que el perdón, en el momento en que perdona, ha de hacer un esfuerzo violento sobre sí para absolver al culpable en vez de condenarlo. El absurdo perdón del pecado es un reto a la lógica penal. — Poco importa que el perdón dependa y haya nacido de una oca­sión, desde el momento en que el perdón se abre al infini­to y nos deja entrever el horizonte de la gracia: y basta para eso con una desproporción, con una disimetría irra­cional entre el pecado, por grave que sea, y la inmensidad del perdón. — No menos equívocas son las relaciones entre el perdón y el don. El perdón es al mismo tiempo más y menos que el don: es evidentemente menos que el don, — pues «dar», no «da» nada; se conforma con olvi­dar el agravio, accede a no tenerlo en cuenta, lo da por

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nulo. Hay que reconocer que la condonación de una deu­da es un regalo negativo: ese «regalo», si es que hay regalo, resulta más bien metafórico. El don, al dar algo, es menos reactivo, más generoso que el perdón. Pero tal vez quepa recordar aquí una célebre paradoja de Kant: hay casos en que la negatividad es más positiva que la positividad, en que el Menos es más que el Más. Sin duda, la condonación de una deuda no es materialmente un regalo; pero es algo mejor, puesto que significa para el deudor el final de una servidumbre, el alivio subsiguiente a la congoja y, para el acreedor, la renuncia a un derecho. Veamos primero el punto de vista del culpable: el gozo está en la liberación más que en la libertad, en el paso del dolor a la salud más que en la propia salud. ¿No es la cesación del dolor, según Schopenhauer, el único placer al que un hombre puede pretender? Y como la alegría es mayor por un convalecien­te al término de su sufrimiento que por un hombre con buena salud, mayor la alegría por el hijo pródigo de vuelta al redil que por el hijo sensato, mayor alegría por un publicano arrepentido que por novecientos noventa y nueve hijos modelo, así el beneficiario del perdón, dispen­sado de un merecido castigo, conocerá alegrías que el sim­ple don no procura a nadie; y ante todo, la alegría de la liberación tras la opresión. El perdón, para el culpable, tie­ne mayor intensidad y fervor que el don; para el arrepenti­do resulta sobre todo más costoso: pues implica un drama y debe resolver una crisis. No es que el don sea necesaria­mente expansión espontánea o efusión sin trabas; que los recursos del donador desborden siempre tan generosa­mente y por el solo efecto de su sobreabundancia; que el generoso vierta siempre sus liberalidades a ciegas, como la naturaleza derrocha sus flores y frutos: puede que el don implique un sacrificio. Pero incluso en este caso, el sacrifi­cio concierne sólo al haber y pertenencias del donatario: el

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poseedor se desprende costosamente de sus posesiones; eso es todo. Al contrario, el perdón, que es un don sin dar nada, una daño sin donum, el perdón debe salvar en todos los casos un obstáculo y pasar por encima de una barrera; la barrera y el obstáculo, según los casos, será el agravio sufrido por el ofendido o la culpa cometida por el peca­dor: en el primer caso, el perdonador afronta la dificultad erigida en él por la filaucía y el amor propio, por el instin­to vindicativo y la pasión; en el segundo hace frente a los prejuicios de una moral vallada que se basa en la justicia. Ni en el primer caso ni en el segundo se trata de propieda­des de un propietario: el perdonador necesita todo su valor para sacrificar, no una parte de su haber, sino su mis­mo ser, y más aún para arrostrar los tabúes sociales, recu­sar el deber de castigar, sustraerse a los sedicentes casos de conciencia. Veremos como al gesto partitivo de dar, dicho de otra manera, de ofrecer esto o aquello, la decisión de perdonar opone la paradoja hiperbólica de un don total. El propio Aristóteles ha conocido el don; pero sólo la Biblia ha conocido realmente el perdón.

VI. Por inocente, aunque culpable, por culpable.El PERDON GRATUITO

La secundaridad subalterniza el perdón únicamente a ojos de quienes desconocen la función «dialéctica». La contradicción aguda de lo inexcusable constituye, en cier­to modo, el trampolín donde el perdón toma impulso para transfigurar al culpable. El perdón resulta irrisoria­mente posible por la misma antítesis que lo impide:

l.° ¿Puede decirse, en primer lugar, que el perdón implique la motivación positiva, simple y directa del Por­

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que? ¿Se aplica al perdón la etiología normal y resbaladiza, según la cual el efecto está en relación directa con la causa? Ni mucho menos. La relación del perdón con la excusa es la misma, en este sentido, que la relación del amor con la estima: la estima aprecia porque, y por lo tanto tiene sus razones para ello; el motivo de la estima se llama lo estima­ble. El hombre dotado de razón proporciona su estima a los méritos de la cosa estimable: el fervor de uno se dosifica según el valor del otro; así es como un hombre razonable, graduando su fervor, estima las cosas de valor medio un poco, las cosas preciadas apasionadamente, y las cosas viles nada en absoluto. El amor de estima también pretende legalizarse a sí mismo con explicaciones empíricas: amaría a su amado porque el amado es «amable», es decir, digno de amor; la amabilidad media es la causa de los pequeños amores o, si se quiere, el motivo de nuestros devaneos dia­rios; y la amabilidad suprema es la causa del soberano Amor. En el dogmatismo platónico, por ejemplo, tanto como en el dogmatismo teológico, cae por su propio peso que la preferencia prefiere lo preferible, aÍQexóv,5 es decir escoge lo moralmente escogiWe y lo supremo elegible. Así la justicia saca partido de estas recompensas. Después de todo, éste es el caso de la piedad, cuya secundaridad nos parecía sin embargo análoga a la del perdón; resulta ahora que la relación del perdón con la culpa no puede equipa­rarse a la de la piedad con la miseria: el pecado es la mate­ria del perdón, pero no es «la causa»; Causa, — más bien lo sería del rencor. La miseria, en cambio, es el motivo de la piedad, así como el peligro es el motivo del temor, y la admisión a la licenciatura es el motivo de la alegría del candidato; y lo mismo que el terror, cuando tiene funda­

5. Aristóteles dice también: óiouxtóv (Ética a Nicóntaco, 1097 a, 32).

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mentó, se explica por lo terrible, así la piedad se explica por lo lastimoso. La piedad es, en efecto, una emoción, mientras que el perdón es un acto, y esta emoción perte­nece al mismo sentido y al mismo signo que su causa; existe una especie de relación y una semejanza relativa entre el desamparo y la piedad; mientras que entre la cul­pa y la absolución de la culpa se da más bien antítesis, colisión chocante y escandalosa contradicción; la causa, si es que existe, opera como ahuyentador y a contrario. Lo cierto es que el efecto puede ser desproporcionado respec­to del motivo: el motivo no es entonces más que un pre­texto o una causa ocasional dentro de una etiología desra­zonable; la vista de la miseria dispara el arranque indivisi­ble, impulsivo y descabellado de la conmiseración, — pero el vínculo causal no por ello desaparece. Amar a su próji­mo porque es «amable» o porque es desdichado, es amar en ambos casos «porque». De todos modos, el Porque reti­ra al perdón su razón de ser: cuando se disculpa al culpa­ble, es decir se le reconoce y demuestra inocente, la tarea está acabada y el perdón no halla empleo; el ¡nocente no necesita nuestro perdón, no le hace falta nuestra grandeza de alma: únicamente exige que le hagan justicia; el magná­nimo, en ese caso, sería tan ridículo como un caritativo bienhechor dando a su asalariado la limosna de un salario al que tiene estrictamente derecho. Entonces ¿para qué el perdón?, ¿y a quién perdonar?, ¿y qué culpas? Si conviene llamar estima al sedicente amor que experimentamos por el amable, conviene llamar excusa al sedicente perdón que se «concede» al inocente.

2.° Como quiera que ni el perdón ni el amor son verdaderamente «porque», estamos tentados de decir: el amor ama aunque, y el perdón, aún más, perdona aunque; el ser amado y la culpa perdonada no son, en efecto, hablando con propiedad, la razón del perdón y del amor,

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más bien son la antirrazón y a veces incluso la sinrazón; en principio, pondrían obstáculo a ese perdón y a ese amor. ¿Habremos de cambiar aquí la «causalidad» por la «con­cesión»? El Mérito, en cuanto relativo a su negación y a una resistencia, supone por propia definición ese A pesar «concesivo»... El tipo de sentimiento «concesivo», en este aspecto, es sin duda la fidelidad: pues la fidelidad es siem­pre, de una forma u otra, fidelidad-a pesar de, fidelidad a pesar del devenir y el desafecto que ese devenir alienta, fidelidad a pesar de las decepcionantes medias vueltas del compañero, fidelidad a través de las pruebas que la incon­sistencia de nuestro prójimo nos impone, fidelidad de un hombre fiel contra viento y marea; permanecer fiel, que­darse inmutable entre los versátiles, conservar su fe entre los renegados, tales son las formas bajo las cuales se afirma la constancia de la virtud-a pesar de. — ¿El perdón y el amor son también a pesar de? Y por ejemplo: ¿el perdón es

a pesar de la culpa, el altruismo a pesar del ego, en el mis­mo sentido que la valentía es valerosa a pesar del peligro y relativamente al peligro? Entre la culpa y el perdón media la barrera del rencor, que es la condición del perdón (pues para perdonar, primero hay que recordar), del mismo modo que media la barrera del miedo entre el peligro y la valentía, la barrera del egoísmo entre el ego y el sacrificio. ¡Pues el miedo es lo que crea la valentía y el egoísmo lo que crea el desinteresamiento! ¿No posee el perdón más vocación que superar una negatividad? Lo contrario es cierto: el perdón no es solamente contra, sino pro; el «aun cuando» implica siempre un «porque» que es el recto de ese verso y el anverso de ese reverso, un porque del que es como la inversión sobrentendida; si-bien-aborrecible sobrentiende por amable; la «concesión» constituye así una etiología vergonzosa y una causalidad ideológica que no osa identificarse... Cuando se hace profesión de amor por

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alguien, incluso si ese alguien es aborrecible, aun cuando sea odioso, pese a su necedad y su maldad, indirectamente se sugiere esto: el aborrecible es normalmente digno de odio, y por consiguiente sólo el amable merece en derecho inspirar amor; siendo la amabilidad el motivo confesable y natural de cualquier amor, el niño-modelo no debería amar teóricamente sino al amable y odiar al aborrecible; y si no obstante, sin embargo, a pesar de todo persistimos en amar escandalosamente lo que lógicamente deberíamos aborrecer, ese amor de lo aborrecible por ser amor pese al obstáculo, confirma el amor de lo amable, en vez de infir­marlo; el amor inmerecido e inmotivado, lejos de desmen­tir al amor razonable, normal y motivado, es un homenaje a ese amor; la paradoja representa un homenaje al sentido común. ¿No es el si-bien paradojología incipiente? La antí­tesis de lo amable y de lo aborrecible implica el sistema de referencia más tranquilizador y las tablas de valores más usuales; y por consiguiente, el si-bien supone tácitamente, como cayendo por su propio peso, la preexistencia del objeto portador o no de dichos valores. Hay que admitir, pues, una suerte de disonancia inexplicable entre el valor digno de amor y el amor absurdo, disonancia irracional que encuentra eco en la «concesión» misma. Amamos aquello que deberíamos de odiar — Y no sólo el A pesar de remite a un Porque virtual que le da todo su sentido, sino que el A pesar de anuncia inmediatamente el mal talante y la mala gana, la falta de calidez, la ausencia de entusiasmo y de espontaneidad. ¿No es, en suma, este estilo concesivo y por consiguiente resignativo el del optimismo leibnizia- no? El sabio de Leibniz se adapta en efecto a un mal nece­sario contra el cual Dios mismo nada ha podido hacer, que Dios solamente ha transformado en un mal menor: pues el mejor de los mundos no es sino el menos malo. El sabio hace de tripas corazón. El sabio estará de buen

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humor con todo y con eso, a pesar de la miseria de la fini- tud; pero ese «con todo y con eso» reprime a duras penas un ¡Ay! El amor-a pesar de consiente, a su vez, a amar con todo y con eso. Te quiero, si bien eres aborrecible... ¿Qué quiere decir?, ¿será que efectivamente existen seres dignos de ser aborrecidos? ¿Será que por mi grandeza de alma y, a pesar de las protestas de la evidencia, tengo a bien condes­cender a no ver sus defectos? El magnánimo se digna amar a sus malvados no obstante todas las razones que cree tener para odiarlos. El quamvis expresa aquí la inmensidad de la concesión y la clemencia del gran señor, más que el amor espontáneo. Habríamos de dar las gracias al gran señor por el honor que hace al muy indigno y muy humil­de objeto de su amor. ¿Quién no sentiría el precio de semejante sacrificio?, ¿quién no se sentiría halagado? El amor más meritorio y más desinteresado es desde luego el que ama pese a la resistencia de un obstáculo: sólo falta que no tenga demasiada conciencia de ello; pues el amor no es el deber; y un amor que soñara demasiado con ven­cer resistencias acabaría por no distinguirse del imperativo categórico. ¿Qué pensarían ustedes del amante que dijera a su amada: eres fea, necia y malvada y, sin embargo, te quiero? Responderían sin duda que ésa sí es una lucidez inquietante y una extraña tibieza; y pensarían con razón que a ese amor le sobran reproches para ser un amor sin­cero; que se fuerza un poco; que ama sin ganas, que ama a regañadientes. Un amor que ama tan a disgusto, y que tan severamente se autoviolenta, y que confiesa con tan fasti­dioso apresuramiento, con tan visible complacencia enu­mera los obstáculos a pesar de los cuales condesciende a amar, ese amor es casi necesariamente sospechoso. ¿Lla­maríamos amor a una caridad que se ejerce, por espíritu de simple mortificación, en «amar» las cosas más repug­nantes, que se especializa exclusivamente en el amor de los

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mezquinos y de los envidiosos, de las chinches y de las cochinillas? El asceta y el especialista en cochinillas confie­san indirectamente, pero resultaría imposible hacerlo con más claridad, que sólo lo amable es digno de nuestro amor. Este matiz de mal grado es perceptible asimismo en la voluntad de permanecer fiel con todo, a despecho de todas las decepciones y pese a todos los desmentidos de la experiencia. También la inquebrantable fidelidad es una derrota implícita y un mudo reconocimiento: el fiel reco­noce sin decirlo que podría encontrar motivo en la con­ducta de los otros para desligarse de su juramento; el ami­go a toda prueba se las da de no haber renegado jamás de quien tantas razones hubiera tenido él de renegar, de quien renegar hubiera sido mil veces excusable, que tan merecido tendría ser traicionado; y cuanto más inmereci­do y absurdo es el apego, más desesperadamente se aferra el fiel; más pundonor pone en cumplir la apuesta de su compromiso. Esta fidelidad a la que nada desanima es asi­mismo un reproche. Además, la fidelidad, por su rechazo obstinado a cualquier evolución, entronca con el rencor mucho más que con el perdón. Pero, sobre todo, el per­dón, a despecho de lo que pudiera creerse, no perdona «a pesar de»; no perdona, hablando con propiedad, no obs­tante el obstáculo. Cierto es que no perdona tampoco por­que la inocencia del acusado ha quedado probada: hemos mostrado que en ese caso no serviría de nada; es la excusa, decíamos, lo que establece la no culpabilidad del hombre considerado sin razón como culpable. El perdón, en efec­to, posee un sentido contrario a la culpa. Y sin embargo, el perdón no perdona únicamente al culpable aunque sea culpable. Un perdón-a pesar sería de mala gana y de mala voluntad, como en el caso del juez que sin convicción se fuerza a la indulgencia y absuelve al acusado haciendo de tripas corazón. Un perdón-a pesar sería hijo de la desgra­

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cia, puesto que está ligado a la miseria del obstáculo... Aquí también, el aunque remite al porque: abogar por un perdón-a pesar de supone tácitamente que el perdón con­cedido al inocente es el único normal y natural, y el único que cae por su propio peso; el perdón al culpable sería entonces un tipo de hazaña deportiva especialmente meri­toria. ¿Pero no es un absurdo el perdón al inocente?

3.° El perdón, al no perdonar al acusado ni porque es inocente (el perdón sería entonces superfluo) ni aunque sea culpable, perdona a ese acusado precisamente porque es culpable. Y de modo muy análogo cabría decir: el amor no amando a su amado ni porque es amable (el amor sería entonces estima) ni aunque sea aborrecible (el amor ama­ría entonces a regañadientes y confirmaría el amor de lo amable), el amor ama a su amado... [justamente porque es aborrecible! Pero como hace poco el aunque sobrentendía y confirmaba el porque, así también y recíprocamente el porque puede tener ahora por consecuencia el aunque correlativo: quien ama a su amado porque es aborrecible, y por esa única razón, puede llegar a amarlo aunque sea amable, y se autoexcusa por ello, y experimenta tal vez la confusión, como si en este mundo al revés la amabilidad fuera paradójicamente una razón para no amar y, vicever­sa, la maldad una razón indirecta para amar, ¡como si el mérito fuera un obstáculo para el amor! Esta complica­ción con exponente no es otra cosa que complacencia y coquetería, y se deduce de una etiología contra natura cuya profesión de fe es: lo amo porque contradice al amor, porque no es digno de ser amado. Amar a un objeto que desmiente la relación de amor, — aquí tenemos ya un quiasma paradójico: pues ya es paradójico que el acusativo de amor merezca ser odiado; pero hacer de semejante con­tradicción la razón misma del amor es el colmo. Causa escándalo. ¿No es del orden de la insolencia conferir al

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absurdo la dignidad del motivo y de la causa? Ese porque irritante e incluso algo provocante constituye un desafío al sentido común. Después del porque normal y natural, simple y directo, previsto y esperado, que por supuesto es el porque del amor motivado por el amable, he aquí el porque algo cínico del escandaloso amor; después del hijo-modelo, he aquí al hijo perverso, aquel que ama adre­de al aborrecible, únicamente porque es aborrecible, y en virtud de una preferencia formal por todas las cosas prohi­bidas o ilegales. ¿Ilegal el amor del aborrecible? ¡Tanto mejor!, replicaría gustoso el hijo perverso: el hijo perverso agrava su caso, y duplica la paradoja, y abunda en el escándalo. Como vemos, el quia cínico no se limita a com­batir la repulsión que inspira el aborrecible a cualquier hombre normal: pues ese combate representa más bien la parte del quamvis, el cual expresa la repugnada superada, el obstáculo franqueado, las prevenciones rebasadas... No, el quia cínico no lucha contra la aversión: transforma la aversión en atractivo; ¿el obstáculo? lo busca; ¿dificulta­des? las pide; el amor del aborrecible ya no es para él una «concesión», sino una vocación. Si el quamvis es la confe­sión de una dificultad, el quia, contra toda sensatez, pro­clama que esta dificultad es una facilidad más. Entre amo quamvis odiosum y amo quia odiosum media toda la dis­tancia del ascetismo al masoquismo, — el que supera el dolor, el que convierte el dolor en un placer: mientras que el dolorismo ascético sobrelleva valientemente el sufri­miento, el dolorismo masoquista se empica en él y lo trata como una finalidad en sí; el objeto de la repulsa general sigue siendo repelente para el asceta que se ejercita en soportarlo, mientras que se vuelve atractivo para la per­versión masoquista. Y por consiguiente, si el asceta que soporta el dolor supera las marcas de resistencia y de anal­gesia, el masoquista que gusta de este dolor supera todos

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los récords del primero. También en el perdón existe un lado de atletismo moral: la razón de estar resentido con el pecador es, absurdamente, la razón de perdonar. El per­dón no perdona más que al culpable, y únicamente por­que el culpable es culpable, y como culpable, — pues el perdón nada habría de perdonar, evidentemente, si el cul­pable fuera inocente; más aún que el amor, está especiali­zado en el mal; en efecto, al perdón le necesitan expresa y ocasionalmente las contingencias del pecado, mientras que el amor está ligado a la existencia del malvado. ¿Pero no será ir un poco lejos en el sentido del porque «cínico», en reacción contra el porque motivado. Decir que el per­dón perdona al pecador a causa del pecado de ese pecador y en honor de ese preciso pecado es expresarse, de hecho, como si el perdonador tuviera gusto por la culpabilidad en sí y como si el perdón necesitara al culpable; dar a entender que el perdonador es tal vez un aficionado a los culpables, una especie de coleccionista, y que va tras los culpa­bles, como un maniaco, para tener el placer de perdonarlos y, en resumen, para ocuparse: para tener alguien a quien perdonar algo. ¿No nos brindan gratuitamente los pecado­res la ocasión de sentirnos virtuosos, magnámimos, irre­prochables? El maniaco posee hasta tal punto la vocación de ese pecado providencial que, si fuera preciso, lo inventa­ría donde no existe. El perdón es para él un deporte más que una cruel ascesis. Así, los paladines del sacrificio se buscan adrede leprosos para abrazarlos y para batir de ese modo todos los récords de la caridad; así, las damas de la sociedad se buscan pobres, porque están en vena de obras pías: por aquí una miseria que mimar, por allá un desam­paro que cuidar: buscan a esos valiosos pordioseros, cuya beneficencia y compasión necesitan profesionalmente ellas, como Federico II buscaba hombres altos para hacer de ellos granaderos. ¿No es esta complacencia una irrisión?

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4.° En realidad, el perdón está más allá del quia y más allá del quamvis. El perdón, en este aspecto, se encuentra en el mismo caso que la fe y el amor. La fe no es ni exclusivamente porque, ni unilateralmente aunque. De ningún modo cree porque: ni porque el artículo de fe esté probado y demostrado, razonable o solamente verosí­mil (credo quia credibile), — pues si hubiera cualquier certidumbre apodíctica en estas materias, la fe sería superflua y hasta algo ridicula; ni porque el artículo de la creencia es increíble o indemostrable (credo quia absur- dum). Y el amor no ama al amado ni porque es amable (amo quia amabilis), — pues no sería entonces sino esti­ma, ni porque es detestable (amo quia odiosas)-, el perdón no perdona ni porque el culpable es inocente (ignosco quia innocens), — pues el perdón no sería entonces más que una excusa, ni expresamente porque sea culpable (ignosco quia peccans). De ningún modo tampoco cree la fe aunque: ni aunque la cosa creída sea absurda (credo quamvis absurdum) ni aunque sea creíble (credo quamvis credibile). El primer «aunque», como hemos mostrado, remite a un porque latente: bajo el quamvis absurdum hay un quia credibile muy normal; pues quien cree «a pesar de» lo absurdo o «a despecho de» la absurdidad de ese absurdo confiesa por lo mismo indirectamente que el ab­surdo sería más bien un motivo de incredulidad o un obs­táculo a la credencia; dejando aparecer el carácter paradó­jico y un tanto desesperado de su fidelidad, reconoce, sin decirlo, que lo absurdo es normalmente una razón para desconfiar y no para creer; lo absurdo es más bien una razón para no creer; ¡e incluso para creer lo contrario! Así lo exige el principio del Tercero-excluido. Por lo tanto, esta fidelidad resulta fiel a pesar de la desconfianza, por consiguiente esa concesión constituye un homenaje indi­recto a la lógica del sentido común. Si el quia absurdum es

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una profesión de fe, y una profesión algo cínica, el quam­vis absurdum es más bien una confesión...: ¡éste es una confesión mientras que aquél es un desafío! Y en cuanto al otro quamvis, — creo, «aunque sea razonable», — no es sino una afectación y una simple sobrepuja: finge admitir que la credibilidad es un obstáculo para la creen­cia. ¿No es eso una chocante y escandalosa exageración? Y, por último, el amor, al igual que la fe, recusa los dos «a pesar de» tanto como recusa los dos «porque» inversos: al no amar al amado por su «amabilidad», tampoco lo ama a pesar de su carácter odioso (amo quamvis odiosus); al no amar al amado por su carácter aborrecible, tampoco lo ama a pesar de su bondad (amo quamvis amabilis); el amor espontáneo está por encima de esas restricciones y de esos efectos de relieve. — Mostremos sobre todo que la fe, el amor y el perdón son igualmente extraños a los dos «porque» inversos. ¿No son el porque normal y el porque cínico variedades equivalentes de una misma etiología? Un quamvis transformado en quia no difiere de ningún modo del quia directo. «Creo porque es absurdo...» ¿Es absurda la tesis? ¡Razón de más! ¡Razón de menos, razón de más! La sinrazón, o al menos la contrarrazón, o al menos la ausencia de razón, constituye, así pues, la razón. El irracionalismo, en la medida en que es filosofía de la razón sin razones, es más bien un racionalismo invertido que un verdadero sobrerracionalismo: ¿del derecho o del revés, el racionalismo ¿no es racionalismo siempre? Hacer de la objeción una razón y de la razón una objeción es sencillamente intervertir lo verdadero y lo falso y andar cabeza abajo, no es instituir una metalógica revolucio­naria más allá de la lógica de la identidad. Por ello, las paradojas superficiales y los falsos escándalos, en un mundo trastocado, pero no profundamente trastorna­do, viran en general al conformismo burgués y a la orto­

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doxia: si lo feo es bello, lo bello es feo, y un dogmatismo nocturno sucede al dogmatismo diurno; si el placer es un dolor, el dolor es un placer, y el masoquismo, que es un he­donismo invertido o pervertido, sucede a su contradicto­rio. Y así también, la antirrazón, lejos de desembocar en la locura de la fe, retorna a la razón que simplemente ha trastocado; no se trata, en todo esto, de una conversión al orden-muy-diferente de la verdadera novedad, trátase todo lo más de una inversión o tal vez de una perversión. ¿Es lo absurdo en sí y directamente una razón para creer? Seguiría siendo demasiado sencillo, el propio Pascal no lle­ga hasta ahí. Tampoco hay que exagerar. Primero, el objeto de la fe no es para Pascal unilateralmente absurdo, ni de un absurdo equívoco. Dios no está completamente oculto, sino casi oculto,6/ere abscomiitus, medio escondido, y por consiguiente velado; se muestra ambiguamente, se disi­mula bajo equívocos reveladores; está probado e improba­do. Sabemos lo que dice Pascal de la decepcionante imagi­nación: «Sería regla infalible de verdad si fuera infalible de mentira»;7 pues bastaría sostener lo contrario para resta­blecer esa verdad. La Escritura, según Pascal, no quiere embaucarnos, quiere probarnos; y se dirige a aquellos para quienes la inverosimilitud y la contradicción no siempre son objeciones, sino, en ciertos casos, pruebas suplementa­rias: ¡«razones de más»! Ahora bien, el objeto de la fe es un indemostrable que a veces puede aparecer probable. Esta misma ambigüedad impide al fideísmo caer en el «absur- dismo», con otras palabras, en el absurdo sistematizado; y como la ambigüedad es a la vez ambigua e inambigua, ella misma contraría la sistematización de un «ambigüismo».

6. Isaías, 45, 15. Cf. Pascal, Lettres A M lle de Roannez (1656), Brunschvicg, pp. 214-215. Pensamientos, IV, 288; VIII, 557, 559, 575, 576, 578, 585, 588.

7. Pensamientos, II, 82.

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La misma anfibolia es anfibólicamente anfibólica... Pero justamente la fe pascaliana está dialécticamente desgarra­da entre el quia provocante y el quamvis de todo el mun­do, entre la escandalosa profesión y la desgarradora confe­sión: por una parte, profesa la contradicción, endosa todos los reproches de oscuridad, desafía y arrostra el sentido común; pero, por otra parte, sigue desesperadamente fiel a pesar de lo absurdo, como si una vaga nostalgia racionalis­ta la retuviera, y permanece, por esta misma concesión, en posición de debilidad, es decir, a la defensiva. Pues quien cree a pesar de resiste a la tentación de descreer; y de la misma manera, quien ama a pesar de reacciona y lucha contra la tentación de desamar. Por fortuna, el creyente-a- pesar-de se ve un poco ayudado por las marcas vagamente convincentes de la fe: quien creía quia absurdum, y luego se puso a creer quamvis absurdum, comenzará pues se­cundariamente a creer quia credibiie. El más allá es oscu­ro, pero gracias a Dios, sólo a medias... Más valdría que ese claroscuro fuera completamente claro. — El amor puro está, lo mismo que la fe, más allá de ambos porqués. Por eso no debemos dar la razón al amor motivado por el mérito ni al amor motivado por el demérito, ni al amor motivado ni al amor contramotivado. Amad a vuestros enemigos, dicen, es cierto, el Sermón de la Montaña e Isaías antes que él: áyanáxE xouq éxGooiiq. ¿Qué signifi­ca esto? ¿He de amar sólo a mis enemigos? Desde luego que no, Jesús no quería decir con eso: amad solamente a vuestros enemigos, y por la única razón de que son enemi­gos, nada más que porque os detestan y os persiguen. Pues sin duda semejante amor no sería otra cosa que masoquis­mo, deleite moroso y pasión de mártir. ¿Un hombre con sed de persecuciones, un hombre enamorado de su verdu­go, un hombre del «subsuelo», como dice Dostoievski, es más desinteresado que otro cualquiera? ¿El gusto de la

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humillación es tan gratuito como un movimiento de cari­dad? Ciertamente, nada es menos puro que ese amor cuyo motivo es inconfesable; nada es más impuro que ese amor cuyo motivo se llama inmotivación. Amad, pues, a vues­tros enemigos, ya que eso es desde luego sublime, pero por favor, amad también un poco a vuestros amigos; ¡habéis de amar a quienes os detestan, pero eso no es razón para detestar a quienes os aman! Que nos dejen el derecho de preferir a veces lo preferible, de amar muy ingenuamente y muy humildemente al amable... No se deben tener prejui­cios, siquiera sea contra quien es digno de ser amado. El hecho de que nuestro compañero sea digno de amor no es, sin embargo, una razón para estar resentido con él. No hay que caer de un extremo en otro, ni renegar de la com­placencia simple y directa para con los méritos del amado por una complacencia al revés: no, no valdría la pena haber cambiado simplemente de complacencia. Tal vez el Evangelio quería decir solamente esto: dado el decaimien­to y la impureza del ser psicosomático, su fínitud, su lamentable debilidad, su egoísmo, nunca se está seguro de que un amante correspondido no obedezca a motivos de va­nidad y de amor propio; la creatura está tan dominada por la concupiscencia y el interés personal, tan accesible a la lisonja que cualquier amor recíproco y compartido es a priori sospechoso. Digámoslo mejor: cuando se ama al amante, al amigo o al amable, es imposible afirmar que el amor va efectivamente al compañero, y que la vanidad halagada, los méritos del amado, o, sencillamente, la soli­daridad tribal no tienen nada que ver. El amor que siente el amado, o dicho de otro modo, el amor por el amante, ¿no sería por casualidad amor propio satisfecho? ¿No es indiscernible el amor por la heredera, suponiendo que sea sincero e inocente, del amor por la herencia? Kant lo ha dicho a menudo: nunca estamos seguros de que un deber

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cumplido por deber pero con placer, no sea un deber cum­plido por placer, en ese caso, la «patología» está en cues­tión. Como no se puede saber si una intención es pura, un amante que ama a su propio amante parecerá obedecer tal vez a una especie de justicia de mutualidad... ¿Qué crite­rios nos permitirán, entonces, distinguir el equilibrio de conmutación y la mercenaridad lisa y llana? Donde espe­rábamos desinteresamiento, sospechamos una idea pre­concebida de canje. Amar a quienes nos aman, áyarcáv tovg áyaKOivzaq, detestar a quienes nos detestan, pioeiv xóv exOpóv, pagar a cada uno, como merece, con la mis­ma moneda, devolver golpe por golpe y diente por diente, eso está al alcance de las almas de hierro y de plomo: no es rebasar la justicia del talión, es dar para recibir, iv a ánoXá6(üoiv x a toa y por consiguiente, prestar para que el don nos sea devuelto. Si hacéis el bien a quienes os hacen el bien, continúa el Evangelio según san Lucas, ¿dónde estará la «voluntad»? ’E á v ccyaGojioiriTE xovq ctYaOo^oiaOvxag, jto ía vpív yá-Qic, éoxív;8 la gracia comienza con la demasía, JtEQiooóv.9 Si hacéis el bien a quienes os hacen daño y si bendecís a quienes os maldicen sin esperar nada a cambio, pqóév ótJtEXnL^ovxEg, muy bien. En estos quiasmas se abren paso las disimetrías para­dójicas, sobrenaturales y milagrosas de la caridad. Es natu­ral saludar a los ciudadanos honorables, pero es sobrena­tural saludar, como hace la Fevronia de Kitiége, al borra­cho y al miserable que os ha traicionado. — No obstante, el amor no lleva sistemáticamente la contraria al amor moti­vado, pues entonces sería tan alienado como ese amor. El amor por el amigo cede el primer puesto al amor por el enemigo; pero el Sermón de la Montaña no dice que el odio por el enemigo deba ceder el puesto al odio por el

8. Lucas, 6,27-35. Mateo, 5,43-47.9. Mateo, 5, 47.

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amigo: pues en general hay que amar a todo el mun­do, amigos y enemigos, y no odiar a nadie, ni enemigos ni amigos; el Sermón de la Montaña no dice que haya que detestar al hermano: dice que no hay que amar solamente al propio hermano, xoíig ctóetapoiig póvov,10 y que debe­mos abarcar en un mismo amor al prójimo (xóv jtX.r)oíov aov) y a los lejanos. Un amor sincero, en efecto, es siem­pre encomiable, sea cual sea el amado, e incluso (ironía entristecedora, debido a nuestra miseria), ¡incluso si el amado lo merece! Un amor, incluso correspondido, vale más que el «derecho del puño» y el cada-uno-a-lo-suyo. Todo lo que cabe decir es que el amor irrecíproco o unila­teral, siendo el más meritorio, también es el más caracte­rístico: cuando el amor es disimétrico hay una posibilidad más para que estemos ante un amante desinteresado. Si, por lo tanto, el hombre queda reducido a amar lo aborre­cible para dar muestra de un sincero desinteresamiento se debe a su frivolidad congénita y a su incurable superficiali­dad. Por ello podemos concebir en el límite un estado de derecho que haría inútil el quiasma: en una ciudad de gra­cia, en una república de espíritus puros donde todos los hombres serían hermanos y se amarían los unos a los otros, donde la universal proximidad acercaría a los leja­nos para hacerlos allegados, en esta ciudad ideal el amor que se siente por los enemigos dejaría de tener razón de ser; en efecto, al no ser nadie enemigo de nadie, nadie ten­dría que violentarse en amar al aborrecible; más aún: en la pureza de un mundo transparente donde las almas no solamente son allegadas unas a otras, sino presentes todas a cada una, nadie sabe ya siquiera lo que es una idea pre­concebida, y se desconoce la hipocresía; cualquier amor es de buena ley. ¿Por qué se pondría en duda la sinceridad de

10. Mateo, 5, 47.

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un amor compartido? Eso no es todo: incluso en nuestro mundo de enemistad, cavado de escondrijos y de galerías subterráneas, a veces un humilde e ingenuo amor mutuo gana en autenticidad al falso heroísmo y a la falsa santidad de una caridad irrecíproca; cuando la caridad hiperbólica se enmaraña sola en las complicaciones del exponente de conciencia, en los refinamientos de la complacencia vir- tuista y de la afectación, el amor mutuo es el verdadero puro-amor.

Ocurre con el perdón como con el amor. Por eso, el sexto mandamiento de Cristo, que ordena el amor a los enemigos, está ligado al quinto, que proscribe el ávrt con­mutativo del talión. El perdón trasciende cualquier causa­lidad y, ante todo, la causalidad más estereotipada, que obra en las reacciones conservadoras de la venganza-refle­jo o de la justa remuneración: el gesto sorprendente y sobrenatural, el gesto contra natura del perdón inhibe la reacción natural y demasiado esperada que nos hace res­ponder a lo mismo con lo mismo y que es eco servil y estúpido contragolpe del pecado; el hombre generoso decide unilateralmente que el escándalo quedará incom- pensado, la injusticia irredenta, la ofensa inexpiada, que el rebasamiento imputable a la pleonexia malvada no será nivelado. Es absurdo profesar la contradicción, pero es escandaloso desafiar al axioma moral de la justicia correc­tiva; y recíprocamente, es razonable honrar el principio de identidad, pero justo aniquilar lo que no debe de ser. Por oposición al ojo-por-ojo del Decálogo, el Sermón de la Montaña prescribe que tendamos la otra mejilla, es decir que lejos de nivelar el injusto saliente, duplica el escándalo escandalosamente. El perdón, al contrario que la justicia, no pretende neutralizar el desequilibrio de la pleonexia ni compensar la disimetría del pecado; pero agrava, en cam­bio, esta disimetría y este desequilibrio, y al agravarlos los

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sana. El perdón, a su modo, anula el pecado, no al pie de la letra y trastocando, mediante el castigo, la dirección del mal, y devolviendo al violento su violencia, como un juga­dor devuelve la pelota al compañero, sino invirtiendo y convirtiendo a la vez la calidad intencionada del acto y la dirección. Rebote imprevisto y el más paradójico. El gene­roso devuelve el bien que no ha recibido, en lugar del mal que ha recibido; canjea los aviesos procedimientos de la malevolencia por su oferta de amor; se vuelve así capaz no sólo de neutralizar el acto malhechor, sino de reformar, transfigurar, convertir la intención malévola. Esta oportu­nidad de enmienda conlleva, por supuesto, un riesgo. Dis­tingamos, pues, cuatro actitudes, las dos primeras son redoble, las otras dos quiasmas: la Expiación devuelve el Mal por el Mal, como quiere la justicia; la Gratitud devuel­ve el Bien por el Bien, y es por consiguiente justicia gracio­sa o gracia justa, justa caridad; la Ingratitud devuelve el Mal por el Bien y, por lo tanto, constituye una gracia al revés, es decir, una maldad; el Perdón, por último, devol­viendo el Bien por el Mal, representa esta gracia al derecho del que la Ingratitud es el simétrico revés. — Pero el Bien por el Mal puede ser en sí una grave hipocresía, un merca­do sutil y una especulación interesada si procede del expreso deseo de cumplir no sé qué apuesta o conseguir qué sé yo qué proeza: el perdón que perdona expresamen­te por el placer de parecer sublime o de enmendar al cul­pable, ese perdón es un simple cálculo. El perdón jamás perdona porque: ni porque hay inocencia ni porque hay culpa. Si el culpable es inocente, la inocencia lo hace todo y se disculpa ella misma sin ayuda de nadie: el perdón nada tiene que hacer en ese caso. ¿Y si el culpable es culpa­ble? Pues bien, si es culpable, la culpa de ese culpable es evidentemente, por definición misma, materia prima y razón de ser del perdón; y cuanto más culposa la culpa,

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más ofensiva la ofensa, más insustituible el perdón. En la ciudad de gracia no habrá nada que perdonar, evidente­mente: todo lo más unos leves malentendidos disipados con la rapidez que se formaron, como nubecillas en un cielo inmutablemente sereno. Así pues, la culpa es, si se quiere, la condición sin la cual no habría perdón. El per­dón, en este sentido, tiene «necesidad» de la culpa: sin cul­pa, la propia palabra perdón no existiría. Pero eso de nin­gún modo significa que el perdón tenga predilección expresa por la culpa. En realidad, el perdón no perdona mientras la culpa no perdona al culpable. Así es como la gratitud graciosa se dirige, por encima del beneficio, al benefactor: si diera sencillamente las gracias por el don, no dejaría de ser una manera simbólica y convencional de saldar y una forma de reembolsar la deuda, devolviendo no la suma en sí, sino pronunciando una palabra mágica y ritual; la gratitud sería un simple apéndice de la justicia, una justicia algo evasiva alrededor del núcleo de la justicia estricta. Pero, de hecho, la gratitud apunta al ser de la per­sona por encima del haber, la ipsidad del donador por encima de la cosa donada. Abierta a un horizonte infinito, la gratitud está a la medida no solamente de un beneficio, ni solamente de una beneficencia, sino de una benevolen­cia para la cual no existe finiquito: pues el beneficiario de una bondad que nada agota ni compensa, ese beneficiario es un eterno deudor. La ingratitud, desde este punto de vista, no es propiamente «injusta», ha devuelto lo que debía; y lo que no da, a saber, el reconocimiento gratuito, es lo que no debe. Y del mismo modo: el amor del malva­do no es el amor de la maldad de ese malvado, pues, en ese caso, sería más bien perversidad diabólica que amor; el amor del malvado es muy sencillamente el amor del hom­bre mismo, pero del hombre más difícil de amar: cuando el amado queda completamente desheredado, desprovisto

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de cualquier cualidad amable y de cualquier virtud que pueda justificar el apego, cuando ninguna esperanza de enmienda está siquiera a la vista, y cuando el amor que, no obstante, persistimos en profesarle es un amor inmoti­vado, cuando finalmente amamos sin razones a un amado sin atractivo, tal vez sea entonces el momento de decir: mi amor se dirige a la pura hominidad del hombre y a la ipsi- dad desnuda de su persona en general. Lo mismo que el perdón del pecado no es, hablando con propiedad, un finiquito concedido al pecador del pecado. No se trata de ninguna manera de aprobar o admirar el mal de la culpa. El que perdona, lejos de incorporarse al mal, más bien decide no imitarlo, no asemejársele en nada y, sin haberlo querido ex profeso, negarlo por la sola pureza de un amor silencioso; lejos de amar al culpable a cansa de su culpa, perdonándole a pesar de esa culpa, perdona al culpable a causa de la culpa, y lo quiere a pesar de esa culpa. El sadis­mo recorta la maldad del malvado para amarlo aparte, en virtud de un amor elegido y de una escandalosa preferen­cia; pero el perdón ama pro indiviso a ese malvado que, al fin y al cabo, es un hombre, se arregla para reconocer inmediatamente al pobre hombre en ese culpable y la miseria de la condición humana en ese pecado.

VIL Ni a pesar ni porque. A la vez porque y a pesar

La contradicción irónica del quia y del quamvis resulta infinitamente más aguda en el caso del perdón que en el caso de la fe. Pues la fe para el creyente sólo es absurda por decirlo así y en la óptica del sentido común: la locura de la fe es, según san Pablo, profundamente razonable, aunque parezca desrazonable. La culpa, al contrario, es esencia- mente mala; la irracionalidad de ese escándalo resiste a la

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exégesis y a la antropodicea. La culpa es el alimento del perdón, pero también es su impedimento; la culpa es la materia del perdón, pero a la vez antítesis. Podríamos decir que le sirve de repulsivo. El perdón perdona, de este modo, a contrario y absuelve el pecado, tomando impulso en el trampolín de ese contradictorio. La antítesis no engendra la antipatía aun cuando no implique en absoluto la simpatía... El perdonador tiene «necesidad», en cierto sentido, del pecado, — pues a raíz del pecado apareció el perdón en este mundo; pero al mismo tiempo sufre de ello; la culpa origina su nacimiento, pero a la vez debe hacer un ¡menso y desgarrador esfuerzo sobre sí para absolverlo; así se explica sin duda la mezcla de alegría y de dolor característica del perdón. El perdón perdona, a la vez, a gusto y a disgusto. Más aún: el perdón perdona al mismo tiempo porque y aunque, y al mismo tiempo no per­dona ni porque ni aunque; utrumque y neutrum a la vez. Su propia ambigüedad resulta ambigua... Esta ambigüe­dad de una ambigüedad, esta ambigüedad con exponente es más que ambigüedad a la segunda potencia: pues es ambigua hasta el infinito. Ninguna de las dos unilaterali- dades inversas, ninguno de los dos regímenes adialécticos, ni el obstáculo sin órgano, ni el órgano sin obstáculo, con­vienen al perdón: falta que su régimen natural sea la dia­léctica del órgano-obstáculo: pues está íntegramente diri­gido por la anfibolia. — Sobre todo el perdón no obedece ni a la causalidad de lo amable ni a la causalidad de lo aborrecible; no está accionado ni por un valor preexisten­te, ni por un contravalor; no va a remolque de nada. No se perdona ni siquiera «porque» el amor es el valor supre­mo... Todo porque anuncia en efecto una presión, una motivación o un determinismo: heterodoxa u ortodoxa, paradológica o racional, la causalidad es causal en ambos casos; y como el espíritu de contradicción es tan servil

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como el espíritu de imitación, que es su inversión, así la influencia del porque absurdo es tan alienante como la influencia del porque al derecho. No basta decir que el perdón paga el mal con el bien, y que en eso consiste el de­más inmerecido, el milagroso TtEQiooóv de que habla, según san Mateo, el Sermón de la Montaña: este de-más en sí no sería ni creador ni verdaderamente gratuito ni por consiguiente caritativo, este de-más nada poseería de «gra­cia» (xÓQis) si estuviera determinado por la existencia del mal, si el perdón en busca de un material perdonable se mostrara aficionado a crímenes y maldades. Con mayor razón, al perdón no se adelanta en ningún caso la causali­dad del valor, del mérito o de la inocencia; — y decimos con mayor razón, porque esta causalidad es a todas luces la más normal. No sólo no es porque el acusado es inocen­te por lo que el perdón le perdona (ya que la inocencia, al contrario, hace superfluo el perdón), sino más bien por­que el perdón perdona que el culpable se vuelva inocente; con tal de ser ¡nocente, y no pretender nada, el perdón convierte a la inocencia a los pecadores que gracia. Esta alteración paradójica del porque burgués es igualmente perceptible en el amor y en la fe. No es el amable la causa del amor como exigirían las conveniencias y como preten­de la Biblioteca Rosa: es el amor el que vuelve amable a el que él ama. El amor decoroso, el amor oficial y confesable diría gustoso a lo que él ama: te quiero a pesar de tus defec­tos (es decir, aun cuando no lo merezcas), o — lo que, des­pués de todo, viene a ser lo mismo— te quiero en razón de tus cualidades. Ahora bien, la verdad es muy distinta. Si el amante ama a la amada, no es por los méritos de la amada, ni por supuesto a causa de sus defectos. No es en honor de su demérito. Pues el demérito, al fin y al cabo, no es una razón para amar, aunque no sea una razón para odiar y despreciar; y el mérito a su vez no es, sin embargo,

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una razón para odiar, aunque sea una razón para amar... Digamos mejor: primero el amante ama a alguien a ciegas y sin razón alguna de amar, y al mismo tiempo metamor- fosea en cualidades los defectos de ese alguien. Y a partir de ahí, si se volviera estático, podría ponerse a amar a la amada a posteriori por esas cualidades que él mismo ha creado: sería una causalidad ilusoria, pero continuaría siendo una causalidad. Por ello prefiere crear y recrear continuamente las cualidades que después lo legitimarán. Este trabajo de transmutación alquímica no tiene fin. Sa­bemos que Stendhal daba a la transfiguración amorosa el nombre de cristalización... Esta inversión de la etiología no es menos localizable en la fe. Platón se pregunta en el Eutifrón si las cosas santas son santas porque las reveren­cian, o si las reverencian por santas; y adivinamos que el dogmatismo griego debía juzgar la primera eventualidad especialmente injuriosa para la objetividad de la Idea. Al

descubrir un «orden del corazón», Pascal dio la verdadera solución moderna a esta alternativa; lleva a sus extremas consecuencias la paradoja de M. de Roannez: «las razones se me ocurren después...». Bergson, a su vez, mostrará, y con qué lucidez, cómo la decisión precavida suscita des­pués, para autojustificarse, las deliberaciones retrospecti­vas. Aunque el perdón se asemeja en este punto a la deci­sión pasional, a la fe y al amor, no es idéntico a ellos. La fe pasional, la fe a la que nada desalienta torna las propias objeciones en argumentos y en razones-de-más: cuanto está dirigido por esta fe operante se convierte, en efecto, en razón de creer, el Pro y el Contra, las pruebas y las difi­cultades; pues el que rebate prueba aún, pero involuntaria e indirectamente. La fe es cristaüzadora como el amor. Pero no encontramos en el perdón esa potencia de ilusión del amante y del creyente: el perdón no busca en la culpa­bilidad, incluso retrospectivamente, razones que justifica­

o s

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rían la absolución; perdona con toda lucidez; afronta vale­rosamente la culpa del culpable y la mira a los ojos, de frente, sin engañarse con mitos y quimeras; e incluso exis­te un perdón eferente, un perdón heroico al que ese sacri­ficio desgarrador no cuesta ya nada. Jesús, señala Max Scheler, no dice a María de Magdala: Si prometes no pecar más, te perdonaré... Sino que primero perdona, — ácpéwvtaí oou a i á p a Q T Í a i , tus pecados quedan perdonados," y el perdón incondicional da luego a María Magdalena fuerzas para levantarse. Para perdonar, el perdón no ponía condi­ciones, no hacía reservas, no exigía promesas ni garantías. La garantía la crea más bien el acto de perdonar. ¿Y antes de perdonar, aún querría el perdón garantías? Como en las palabras atribuidas a Pascal, Primero y Después están invertidos. Perdonando es como se absuelve al culpable: suponiendo el problema resuelto. El perdón perdona al culpable aunque sea culpable, porque precisamente es cul­pable, porque en el fondo y en último análisis, tal vez es inocente. ¡Todo ello contradictoriamente y a la vez! En definitiva, el perdón perdona porque perdona, y de nuevo en esto se asemeja al amor: pues también el amor ama porque ama... Y aun se dice: el amante ama a su amada por ser él y por ser ella: — como si eso fuera una razón para amar. Pues sí, es una razón para amar, ya que la razón sin razones es la más profunda de todas. El amor es al pie de la letra causa sui, o a la inversa: el efecto se explica por sí mis­mo, se funda en sí mismo, constituye por sí mismo su pro­pia causa. Es lo que los teólogos llaman aseidad. El porque remite aquí al por qué. Pero esta causalidad circular no es ni tautología ni perogrullada; ese círculo no es un círculo vicioso: al contrario, es circulus sanus; esta petición de principio es la santa petición de principio del amor espon- 11

11. Lucos, 7,48.

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táneo. Al dialelo de amor responde el dialelo de un perdón transfigurador que comienza siempre por sí mismo.

VIII. UN FIN QUE ES ACONTECIMIENTO,

UNA RELACIÓN CON EL CULPABLE,

UNA TOTAL Y DEFINITIVA REMISIÓN

En este impulso centrífugo y espontáneo reconoce­mos, por fin, el corazón del perdón que buscábamos vana­mente en la temporalidad sin corazón y en la excusa. Este perdón cordial sería, en efecto, un acontecimiento, una relación con la persona y una total remisión. Y ante todo, un acontecimiento, — pues el perdón es algo que adviene, y en eso está a medida del pecado, es decir del clinamen contingente y del «haber-podido-ser-de-otro-modo». La excusa intelectiva, decíamos nosotros, no adviene: no es un acto ni una decisión, sino simple reconocimiento de la nada de la culpa; únicamente constata y registra la conti­nuación de una inocencia preexistente, comprende, en suma, que el pecado nunca se ha cometido: la libertad, que obra en la remisión graciosa, no encuentra aquí siquiera la ocasión de intervenir; un análisis lúcido permi­te al acusador excusar al acusado, — o mejor, el sedicente culpable se disculpa solo. La excusa resulta, por lo tanto, una pequeña conversión: no instaura un orden verdadera­mente nuevo; elimina el fantasma del pecado, hace borrón y cuenta nueva, no por una culpa inexistente, sino por una queja injustificada. El reconocimiento de la inocencia des­conocida (Aristóteles quizá hubiese dicho: ávaYVcÓQicug) es aquí el único acontecimiento notable, y es un aconteci­miento muy subjetivo. La conversión sería, en efecto, el advenimiento de un orden nuevo: pero la conversión es a menudo demasiado racional y motivada para ser verdade­

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ramente creadora; pues implica, en general, la adhesión a un dogma preexistente o a un artículo de fe cuya verdad reconocemos; y puede dar sus razones, como un neófito que decide adherirse a tal o cual partido porque los argu­mentos de la doctrina nueva han ganado su convicción; se juzga la doctrina nueva preferible a la antigua, y mejor fundada. El perdón descarta ese consentimiento reflexio­nado. El perdón, como el arrepentimiento, implica más bien un acontecimiento arbitrario siempre sintético con relación a la vida pasada: a diferencia de tantas conversio­nes aparentemente repentinas y que un lento e invisible proceso prepara en realidad desde hace mucho tiempo, la decisión de perdonar es contingente; no madura poco a poco, no se desprende en absoluto del pasado por evolu­ción inmanente y continua, no resulta de una incubación progresiva... Esta decisión es un fin que es comienzo. Y ante todo, fin: el perdón pasa página y suspende la murga de la continuación rencorosa, el vindicativo no machacará más sus obsesivas cantinelas. Pero si no se tratara más que de liquidación y de terminación, la excusa valdría tanto como el perdón. En realidad, el perdón es a la vez omega y alfa: la conclusión es por lo mismo iniciativa; así la muer­te, según la esperanza escatológica, es en el mismo instante el final de la vida y el umbral de la supervivencia, la con­clusión del orden anterior e, ipso fado, el comienzo de un orden distinto: terminal e inicial todo junto, el aconteci­miento llamado perdón clausura una continuación para instituir otra; el instante del perdón acaba el intervalo anterior y funda el intervalo nuevo. Por ello supone valen­tía: la valentía, tomando la ofensiva, arrostra el peligro, y el perdón, osando ofrecer la paz, olvida el agravio. Al pie de la letra, el perdón hace época, en los dos sentidos de la palabra: suspende el orden antiguo, inaugura el orden nuevo. Decíamos que la excusa, al reconocer lo mal funda­

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do de una acusación, retira su denuncia y abandona cual­quier diligencia: restablece el statu quo en su antigüedad. La excusa, al pronunciar el sobreseimiento, nos remite al estado que precedía a la acusación; pero el perdón, al des­cartar cualquier sobreseimiento, nos remite al estado que precedía a la culpa, es decir a la inocencia prelapsaria. El sobreseimiento no implica el salvamento de un alma per­dida: ese salvamento se llama Perdón. El perdón es el que repesca en el lago oscuro al gran náufrago del gran naufra­gio moral. La excusa, al operar en la plenitud continuada, no es una resurrección: el perdón es lo que resucita a los muertos; el muerto o, dicho de otro modo, el culpable, rebota en su nada y su ínfima profundidad. «Este hijo mío estaba muerto y ha vuelto a la vida; estaba perdido y ha sido hallado.» O utos ó úióg pou vexQÓg rjv x a i ávé^qoev, qv ánoXioXtug x a i eúgéOq. 12 Después de la excusa, la continuación vuelve a su curso normal, como si nada; y en efecto, nunca hubo nada, nunca ha sucedido nada; los salientes de la libertad culposa nunca han tras­tornado la existencia unida y sin reproches del hijo hoga­reño. ¿Qué vamos a perdonar a este hijo irreprochable? Pero el hijo modelo, al no haber conocido la perdición ni las tentaciones ni la Zalamera13, no conocerá tampoco la alegría14, la alegría reservada a los que rebotan del no ser al ser. Lo que sucede a la excusa es, reanudando con la vida anterior, el reinicio de esta vida. Pero el perdón anuncia un renacimiento, o mejor, un nuevo nacimiento. El hijo bala perdida de vuelta a casa, absuelto, graciado, arrepen­tido, nunca volverá a ser aquel que era antes de irse: el cir­cuito de las aventuras está cerrado ahora, pero un elemen­to diferencial invisible, una inalienable riqueza distiguen

12. Lucas, 15,24.Cf. 15, 32.13. Prokofiev, El hijo pródigo.14. La alegría: Lucas, 15, 32 (xuQílvcu).

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para siempre al hijo pródigo del hijo hogareño; ese no sé qué diferencial es la demasía gratuita que llamábamos, con una palabra tomada del Evangelio, el JteQiooóv. Cierto es que el don, cuando no es simple restitución, hace época, como el perdón; el don tendrá consecuencias, sobre todo si inaugura la era de la reconciliación y de la paz. Sin embargo, el de-más es aquí un haber demasiado palpable para ser milagroso: es la remisión de un pecado, a pesar de su carácter negativo, el verdadero Más y el verdadero mila­gro pneumático. El perdón instaura así una era nueva, ins­tituye nuevas relaciones, inaugura una vita nuova. La noche de la culpa presagia en el graciado una novísima aurora; el invierno del rencor anuncia en el que gracia una novísima primavera. Es el tiempo del renuevo y de la segunda juventud. Hic incipit vita nova. Aquí cobran todo su sentido el gran deshielo, la feliz simplificación que el perdón anuncia. El perdón desmiente en esto a la resigna­ción. Pues si la resignación es una adaptación a lo insolu­ble, el perdón es una solución, aunque la culpa no sea un problema que «resolver»... Se resigna uno al destino, se perdona a la culpa. Quien se resigna a la culpa como si fuera destina! es cómplice del pecado y una mala voluntad maquiavélica; quien perdona al destino como si fuera cul­pable es un alcaraván. La resignación está hecha para el destino al que ella se resigna, el perdón para la culpa que perdona; por eso la resignación es destinal como el destino es resignativo; y el perdón, como el pecado, es una iniciati­va. El resignado se adapta a la congelación del destino inflexible y rígido; como un invernante, abre su agujero en el hielo y en él se incrusta para hacer vivible su eterno invierno. Esta acomodación resignativa a la situación con­gelada es lo que llaman sabiduría. La locura del perdón, el perdón irresignado, al contrario, resuelve las relaciones congeladas del hombre y del mal: la ofensa perdonada se

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asemeja después a un malentendido; el perdón libera, liquida, licúa las aguas vivas que el rencor retenía prisione­ras; repara la conciencia bloqueada en los hielos. Esta debacle general, esta movilización del pasado son iniciati­va propia del hombre generoso: el hombre generoso va al encuentro de su ofensor, toma la delantera, da el primer paso. ¿Quién dará el primer paso? Ese paso solícito, esos avances unilaterales y arbitrarios ceban la nueva estación: entonces el rencoroso se avergüenza de haberse dejado adelantar y de no haber tenido él la iniciativa de ese armis­ticio. Alguien tiene que empezar, ¿verdad? El perdón, pre­dicando con el ejemplo, parece murmurar hacia los renco­rosos: Haced como yo, que estoy fuera de la legalidad, como yo, que no voy hasta el final de mi derecho, no hago valer mis títulos, no reclamo ni reparaciones ni daños- perjuicios, doy por saldados a todos mis deudores, en una palabra, haced como yo que perdono sin estar obligado a ello. Y el calor comunicativo de esta generosidad y la pro­pagación de este calor descongelan a los hombres congela­dos, enfurruñados y malvados. Y una gran emulación de paz se apodera de todos los seres.

Además, el perdón nos relaciona con otro: cosa que no hace el arrepentimiento. El arrepentimiento, drama puramente personal, no sólo cuestiona mi redención-pro­pia y mi destino-propio; esto es, concierne ante todo a la intimidad moral y al perfeccionamiento solitario; en efec­to, el mismo que ha pecado se arrepiente: de la culpa que rescatar y de la culpa propia. Por ello se trata de contrición mucho más que de expiación. El perdón no es un monó­logo, sino un diálogo; el perdón, ai ser una relación entre dos, conlleva un azar suplementario: este elemento aven­turado obedece a la presencia del otro. La primavera del culpable, como la llamamos, ya no depende del culpable sólo... Sin duda, también el arrepentimiento sincero se

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arrepiente en la inquietud punzante y en la inocencia de la desesperación, es decir, sin garantía alguna de enmienda; e incluso el arrepentimiento sólo es eficaz si desespera de su propia eficacia. Hay en él, sin embargo, un tipo de finali­dad tranquilizadora de la que carece el perdón. El ofensor recibe el perdón como el arrepentido se arrepiente: por la noche. Pero aun cuando el ofensor no estuviera desespera­do, negras tinieblas lo envolverían: pues su derelicción es, en cierto modo, más punzante que la del arrepentido; la inquietud se redobla aquí de incertidumbre y la incerti­dumbre, a su vez, está pendiente de ese libre gesto de gra­dar que compone toda la esencia del perdón. No solamen­te para el culpable es el perdón una aventura: el perdona- dor también se expone a los azares que conlleva cualquier relación con otro; acepta por adelantado el riesgo de la ingratitud. El perdón, como relación de dos ipsidades, plantea problemas de eficacia social o pedagógica. ¿Es peligroso?, ¿es beneficioso? Una casuística del derecho de gracia puede constituirse en torno a esta alternativa... Pues todos sabemos que el hombre nuevo no nace infalible­mente, automáticamente del antiguo. — El perdón supone dos compañeros. Al perdonar la culpa, perdona al culpa­ble de esta culpa. La no-resistencia al mal es una relación con el acto malo, y de chiripa con el autor de este acto; y viceversa, el perdón es una relación con el agente a propó­sito de un acto de este agente. Por eso la no-violencia, al renunciar a combatir, es pura negatividad abstencionista y simple fachada exterior, comportamiento privativo, dulzu­ra intransitiva, mientras que el perdón, al mirar a los ojos la ipsidad extraña, posee un alma intencional. Se perdona a alguien, no al Vesubio, ni a una necesidad anónima ante la cual el hombre sólo puede doblar la rodilla. Decíamos que la gratitud, desbordando más allá del beneficio, invoca la ipsidad misma del bienhechor: la gratitud está vuelta

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hacia el ser que está en el horizonte de cualquier ha­ber, hacia el donante que está en el límite de todas las per­tenencias, hacia el donatario que está en el límite del don; haciendo esto, el reconocimiento se vuelve borroso, difu­so, atmosférico y se evapora en lo infinito del amor. Del mismo modo que el Gracias de la gratitud cordial es una palabra de amor que supera infinitamente la materialidad tangible del regalo, así la gracia del perdón es un movi­miento de amor que supera la realidad puntual y atomísti­ca de la culpa. Perdonar una mentira es, esencialmente, perdonar al mentiroso de esa mentira. «Te absolvo a pec- catis tuis.» Mediante una totalización infinita, la absolu­ción se extiende de las culpas aisladas al sujeto culpable que las ha cometido.

El perdón que nos relaciona con la persona del peca­dor, el perdón que es un acontecimiento instantáneo, es por lo mismo una remisión ¡limitada: ese perdón repenti­no es a la vez total y definitivo. Perdonar no es cambiar de parecer por cuenta del culpable ni incorporarse a la tesis de la inocencia... Muy al contrario. La sobrenaturalidad del perdón consiste en que mi opinión acerca del culpable no ha cambiado precisamente: pero sobre ese fondo inmutable, todo el enfoque de mis relaciones con el culpa­ble queda modificado, toda la orientación de nuestras relaciones queda invertida, derribada, desquiciada. El jui­cio de condenación sigue siendo el mismo, pero ha inter­venido un cambio arbitrario y gratuito, una diametral y radical interversión, juiQicrtQOcpr|, que trasfigura el odio en amor. Graciar es dar la espalda a la dirección que la jus­ticia nos indica... Pues el perdón no es simplemente una conversión relativa de contrario a contrario, sino una con­versión metempírica de contradictorio a contradictorio, es decir, una interversión aguda. La antítesis dramática y tan fuertemente contrastada de tinieblas y de luz es reconoci­

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ble siempre en ese efecto de relieve, en ese lance imprevis­to que llaman perdón. El perdón, inversión revolucionaria de nuestras tendencias vindicativas, inicia un cambio de arriba abajo. Así pues, el perdón es total o nada. El perdón encaja en la alternativa del todo-o-nada, del sí-o-no... Mientras que la excusa, como hemos visto, se deja dosifi­car según la ley del Más-o-Menos: mucho-un poco-nada de nada, ahí tenemos su escala ordinaria; todos los grados, todos los matices del comparativo son admisibles cuando se trata de excusa o de estima; pues así como la estima se fracciona y se detalla, así la excusa, considerando la culpa analíticamente, se distribuye por trozos: distingue esto y aquello, jerarquiza los móviles, absuelve al excusable, con­dena al inexcusable, multiplica entre uno y otro todos los grados del rigor y todos los degradados de la indulgencia. El amor no difiere de la excusa cuando va acompañado de restricciones y de condiciones, de reservas y de «distingo», de considerandos y de ideas preconcebidas; el amor co­mienza entonces a porfiar: pero ese amor es un amor arpado, un amor sospechoso, y las mismas condiciones que pone son la prueba de su mala fe. El arrepentimiento puede ser también un seudoarrepentimiento: a veces, el arrepentido hace con su propia redención una especie de rescate progresivo; esta redención ya no difiere nada del simple reembolso escalonado y gradual de una suma pres­tada. Descartando cualquier progresión escalar, el perdón está en los antípodas de la excusa. El perdón, por último, se opone al don: pues el don nunca es si no una desapro­piación partitiva y parcelaria; el donatario de ese don nun­ca se desposee si no de su haber o de una porciúncula de su haber. El perdón perdona de una vez y de un solo impulso indivisible y gracia por completo; con un solo movimiento radical e incomprensible, el perdón borra todo, barre todo, olvida todo; en un abrir y cerrar de ojos, el perdón

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hace tabla rasa del pasado y ese milagro le resulta más cla­ro que el agua. El obstáculo llamado culpa se volatiliza como por encanto. El perdón perdona globalmente la cul­pa y al culpable y, por consiguiente, perdona infinitamente más culpas de las que el culpable ha cometido. — La ausen­cia de cualquier reserva, que es condición fundamental del perdón, tiene también un sentido temporal: ni en dura­ción ni en grado el perdón purísimo tolera la menor res­tricción o la menor reticencia. La restricción, en el orden del tiempo, se llama plazo, o mejor, a la inversa, limitación cronológica. ¿No es a menudo la idea preconcebida de esta limitación la forma que adopta una insidiosa mala volun­tad? El perdón que perdona hasta cierto punto, hactenus, y no más allá, es un perdón apócrifo; pero el perdón que perdona hasta determinada fecha solamente es igual de sospechoso. Perdonar hasta nueva orden no es perdonar. El perdón no tiene en cuenta un lapso determinado, no prevé prescripciones, no firma armisticios provisionales, no se limita a suspender las hostilidades; ese género de tre­gua está hecho para beligerantes desconfiados cuyo cora­zón no está íntimamente convertido a la intención de paz. Donde falta una voluntad sincera de reconciliación, la paz es necesariamente precaria. El perdón, por el contrario, es una intención de paz perpetua. ¿Qué significa una gracia cuya validez sería temporal? Entre la validez, que es efecti­vamente temporal, y el valor, que es intemporal, media un abismo, como media una distancia infinita entre aplazar la ejecución y graciar al sentenciado. El perdón, al perdonar la culpa de una vez por todas, y para siempre, se opone a la curación por olvido o por exclusiva temporalidad: un rencor cuya extinción progresiva es un efecto del desgaste y de los años acumulados, es un rencor mal curado, un rencor expuesto a las recaídas; algo parecido a una pesa­dumbre mal consolada; y, a la inversa, la remisión, cuando

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es producto del tiempo, puede ser revisada por el tiempo: el absceso se forma otra vez. Sólo es definitivo el instante de una decisión que zanja arbitrariamente la continuación temporal: el perdón perdona una vez y esa vez es, al pie de la letra, ¡de una vez por todas! Justamente porque la deci­sión es el instante arbitrario, nada limita su gratuidad sobrenatural: a decisión inmotivada o inmerecida, conse­cuencias ilimitadas. No solamente el perdón perdona infi­nitamente más culpas de las que el culpable ha cometido, sino que perdona por todas las culpas que ese culpable podría cometer o cometerá aún; excede inmensamente cualquier culpabilidad actual o venidera. Infinitos son sus recursos, infinita su paciencia: nada desalienta a su inago­table generosidad; aguardaría sin aburrirse hasta el fin de los tiempos; perdonaría setenta y siete veces que hicieran falta... El perdón abre al culpable un crédito sin límites. Y el perverso se cansará de aborrecer y atormentar al hom­bre generoso mucho antes de que el hombre generoso se canse de perdonar al perverso. Y poco importa si un sobresalto de rencor cuestiona de nuevo algún día la abso­lución: lo que acabó durando sólo un tiempo, en un prin­cipio quiso durar siempre y por los siglos de los siglos; basta que la intención sincera de perdonar haya descarta­do sincera y apasionadamente, en el momento del perdón, cualquier limitación cronológica, así como basta que el amor, incluso si en realidad debe ser infiel y versátil, haya querido ser eterno el día del juramento. Desde ese mo­mento se comprende por qué el perdón puede ser funda­dor de un porvenir: tanto como la piedad, emoción sin futuro, parece inconsistente y transitoria, así el perdón se revela capaz de instituir un orden nuevo. El perdón, como la intuición genial, cumple en un instante la obra de varias generaciones: con una sola palabra, con una mirada y un parpadeo, con una sonrisa, con un beso consigue instantá­

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neamente el perdón lo que el olvido, el desgaste e incluso la justicia hubieran precisado siglos para lograr. Violaine perdona a Mara de una vez, por todo y para siempre. Así se explica la exaltación que causa el perdón. Que el padre del hijo pródigo acoja al arrepentido en su casa, es justo y se comprende. Pero abrazarlo, ponerle el mejor vestido, matar el novillo cebado y celebrar un festín en honor del arrepentido, ahí tenemos la inexplicable, la injusta, la mis­teriosa fiesta mayor del Perdón.

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LO IMPERDONABLE:MÁS D ESD IC HADOS QUE MALVADOS,

MÁS MALVADOS QUE DESD ICHADOS

«Aún queda aqui una mancha. ¡Fuera, mancha mal­dita! [...] ¿Nunca estarán limpias estas manos? [...] Ni todos los perfumes de Arabia endulzarían esta pequeña mano. ¡Oh! Lavaos las manos (...) Lo hecho no puede deshacerse.»

(Macbeth, t r a d u c c ió n d e M a n u e l á n g e l C o n e je r o

y J e n a r o T a l e n s , E d ic io n e s C á t e d r a , 1 9 9 8 .)

El perdón, en un sentido primero, va hasta el infinito. El perdón no pregunta si el crimen es digno de ser perdo­nado, si la expiación ha sido suficiente, si el rencor ha durado bastante... Lo cual equivale a decir: existe un inex­cusable, pero no existe imperdonable. El perdón está ahí precisamente para perdonar lo que ninguna excusa podría excusar: pues no hay culpa bastante grave que no pueda, en último recurso, ser perdonada. ¡Nada resulta imposible para la todopoderosa remisión! El perdón, en este sentido, puede todo. Donde abunda el pecado, dice San Pablo, sobreabunda el perdón. Si no al pie de la letra, en espíritu todos los crímenes son «veniales», incluso los crímenes inexpiables; y cuanto más mortales, más veniales, pues si existen crímenes tan monstruosos que el criminal de esos

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crímenes no puede siquiera expiarlos, siempre queda el recurso de perdonarlos, dado que el perdón está hecho precisamente para esos casos desesperados o incurables. Y las culpas consideradas comúnmente «veniales», en el sen­tido común de la palabra, no tienen ninguna necesidad de nuestro perdón: el perdón no se ha hecho para esas frusle­rías; la indulgencia basta. El perdón perdona todo a todos y para siempre; protesta locamente contra la evidencia del crimen, no negando esa evidencia, ni siquiera con la espe­ranza de redimir después al criminal, ni tampoco por desafío o gusto del escándalo, sino oponiendo al crimen la paradoja de su libertad infinita y de su amor gratuito. Y puesto que el crimen es inexcusable e inolvidable, que al menos los ofendidos lo perdonen: es todo lo que pueden hacer por él. — El perdón no conoce la imposibilidad; y sin embargo, no hemos nombrado todavía la primera condi­ción sin la cual el perdón carecería de sentido. Esta con­dición elemental es el desamparo y el insomnio y la de- relicción del culpable; y aunque no corresponda al perdo- nador plantear esta condición, esta condición no obstante representa aquello sin lo cual la problemática completa del perdón resulta una simple payasada. Cada uno con lo suyo: el criminal con el remordimiento desesperado, su víctima con el perdón. Pero la víctima no se arrepentirá por el culpable: es preciso que el culpable trabaje en ello personalmente; es preciso que el criminal se redima él solo. Por lo que respecta a nuestro perdón, no es asunto suyo; es asunto del ofendido. El arrepentimiento del cri­minal, y sobre todo su remordimiento, es lo único que da sentido al perdón, del mismo modo que la desesperación es lo único que da sentido a la gracia. ¿A qué la gracia, si el «desesperado» tiene buena conciencia y buena cara? El perdón no se destina a las buenas conciencias satisfechas ni a los culpables irrepentidos que duermen bien y digie­

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ren bien; cuando el culpable está gordo, bien alimentado, próspero, enriquecido por el milagro económico, el per­dón es una siniestra broma. No, el perdón no está para eso; el perdón no es para los puercos y sus cerdas. Antes que pueda plantearse el perdón sería necesario que el cul­pable, en vez de impugnar, se reconozca culpable, sin ale­gatos ni circunstancias atenuantes y, sobre todo, sin acusar a sus propias víctimas: es lo menos que se le puede pedir. Para que perdonemos sería necesario, ¿no es cierto?, que antes vinieran a pedirnos perdón. ¿Nos han pedido alguna vez perdón? No, los criminales no nos piden nada ni nos deben nada y, además, no tienen nada que reprocharse. Los criminales no tienen nada que decir: este asunto no les concierne. ¿Por qué perdonaríamos a quienes tan poco y tan raramente lamentan sus monstruosos crímenes? Y eso no es todo. Dado que, al día siguiente de la matanza, la frivolidad general y la cómoda indulgencia envuelven púdicamente el crimen en el silencio y el olvido, el perdón resulta irrisorio: el perdón será en lo sucesivo una farsa. Este apremio en confraternizar con los verdugos, esta reconciliación apresurada constituyen una grave indecen­cia y un insulto para las víctimas. ¡Nuestra época desde luego no es nada rencorosa! Cuando todo está liquidado desde hace mucho tiempo, cuando nadie ha guardado jamás rencor a los criminales por sus crímenes, ¿encima deberíamos perdonar? La repugnante y cobarde indulgen­cia, excusando casi en el acto los crímenes, ha vuelto el perdón no sólo inútil y prematuro, sino imposible. La expiación, es verdad, priva al perdón de su razón de ser: la expiación, ¡pero no el arrepentimiento! Pues si los críme­nes inexpiados son precisamente aquellos que necesitan ser perdonados, los criminales irrepentidos son precisa­mente aquellos que no lo necesitan. ¿Con qué derecho, en concepto de qué nos recomendarían ahora un perdón que

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los propios verdugos jamás nos han pedido? Hemos de temer que la ocasión de una actitud patética, la tentación de desempeñar un papel sublime, la complacencia hacia nuestra bella alma y nuestra noble conciencia nos hagan olvidar un día a los mártires. No es necesario ser sublime, basta con ser fiel y serio.

La culpa inexpiada y, más aún, el propio mal forman sin duda la materia del perdón: la existencia del mal cons­tituye, si no la «razón» propiamente dicha del perdón (pues el perdón no tiene razones), al menos su razón de ser; si no su motivo, al menos el fundamento de su apa­rición; la existencia del mal no es desde luego una ra­zón para perdonar, pero tampoco representa un obstáculo para el perdón: más bien representa la misteriosa y escan­dalosa condición del perdón o, como decíamos, el órgano- obstáculo. La infinita «perdonabilidad» de la culpa de nin­gún modo implica la inexistencia del mal, todo lo contra­rio: ¡esta inexistencia más bien retiraría al perdón el pan de cada día! Ya mostrábamos más atrás cómo el intelec- tualismo de la excusa, escamoteando el mal y la maldad, precipita el decaimiento del perdón. Existe, sin embargo, un Imperdonable que quizá represente el residuo irreduc­tible de una reducción infinita y siempre inacabada. El órgano-obstáculo puede convertirse, como máximo, en un impedimento absoluto, en un impedimento metempírico. La libertad malevolente, la libertad malintencionada que ni siquiera es la «fuente del» mal propiamente dicha, sino el propio mal y el único mal concebible (pues no existe otro mal que mal querer), esta libertad es infinitamente órgano-obstáculo: o mejor, el órgano-obstáculo a su vez y hasta el infinito es ya órgano, ya obstáculo. ¿No decíamos que el equívoco, lejos de ser simplemente unívoco, es él mismo equívoco hasta el infinito? Resulta evidente ante todo que «comprender» la libertad significa explicar el

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mecanismo de esta libertad y en consecuencia negar, como hace la excusa, cualquier voluntad del mal; la explica­ción por las causas transforma la libertad en necesidad. Schelling pensaba, por su parte, que la libertad nunca es pieza de un sistema. Y más precisamente: la decisión deja de ser libre para quien analiza los motivos y móviles de la misma, quien desmonta los engranajes y resortes de la maquinaria mental y los desmonta explicando la culpa por ignorancia o tontería, por ceguera o delirio de los sen­tidos. Hasta aquí la indulgencia intelectiva basta para excusar el pecado. Explicar es excusar. Ahora bien, si la excusa se jacta de comprender el determinismo de la liber­tad, el perdón procuraría más bien encontrar la libertad del determinismo. La excusa disculpa al culpable porque comprende. Y el perdón no perdona porque comprende: primero perdona sin razones y luego, de cierta manera, comprende o adivina. Decíamos que comprender no es de ningún modo perdonar: y ahora debemos convenir que perdonar es, en cierto modo, comprender. El perdón com­prende y no comprende. Primero, no comprende: ¡no comprender, eso es en efecto perdonar! Perdonar sin com­prender es desde este primer punto de vista la única manera de perdonar: pues si se puede comprender sin per­donar, se debe, en ciertos aspectos, perdonar lo imperdo­nable sin haberlo comprendido. Se ha equivocado usted en una hora: lo comprendo y le excuso. No ha querido lle­gar a la hora, lo ha hecho adrede, — y le perdono (o no le perdono...). Aquí resbalarán todas sus excusas: pues la mala voluntad no se interpreta ni conlleva matices; y no existe manera alguna de «comprenderla». Quizá haya que apresurarse a perdonar antes de comprender, por miedo a no poder hacerlo cuando hayamos comprendido: ¡pues a veces se comprende demasiado! Pero, por otra parte, hay que comprender también muchas cosas antes de perdonar

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finalmente sin comprender. En este segundo sentido, el perdón perdona comprensiblemente y se vuelve así capaz de regenerar al pecador. Teme haber comprendido, com­prende vagamente alguna cosa, algo que no es nada y que es más bien un no sé qué. ¿Qué ha comprendido o apren­dido exactamente perdonando? A decir verdad, no ha comprendido la libertad malvada (pues nadie comprende lo incomprensible) pero comprende que existe una liber­tad malvada; sin poder responder a la cuestión Quid? pre­siente la quodidad de la intención malvada; comprende que existe un incomprensible, comprende que no hay, en suma, ¡nada que comprender! Comprende que, pero no podría decir lo que comprende; comprende sin saber qué. Y como Mélisande no sabe lo que sabe, así el perdón no comprende aquello que comprende y comprende aquello que no comprende. Esta vacía intelección de lo incom­prensible es el perdón mismo... «Compréndame», nos dice a veces, con una mirada, el inexcusable... Ahora bien, esta súplica no es en verdad un llamamiento a la imposible comprensión, más bien es un deseo de ser amado. ¿Quién sabe?, acaso el malvado es malvado porque no fue bastan­te amado... Cuando el malvado es irreductiblemente mal­vado, sólo le queda, en efecto, implorar nuestro amor. Pero la comprensión, a partir de aquí, deja de ser analítica: adviene, al contrario, como una entrevisión intuitiva y repentina que nos descubre en el momento la irreductible simplicidad cualitativa de la mala intención y el misterio indivisible de la libertad. En esta indemostrable libertad que es el último presupuesto de cualquier evaluación moral se reconocerá, como tal vez hubiera dicho Kierke- gaard, el «misterio de la cosa primera». Opacidad transpa­rente y transparencia opaca, el misterio de la cosa primera no carece de analogía con el á x a x á q j i t o v o Incomprensi­ble de Juan Crisóstomo: pues, como este Akatalepton,

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resulta evidente en su «quodidad» y oscuro en su quid. En presencia de este misterio límpido, dos evidencias contra­dictorias, y sin embargo tan evidentes una como otra, se afrontan en una colisión sin salida: cada una, considerada respectivamente, remite a sí misma, y sólo a ella misma, pero por otra parte, el esporadicismo de las dos evidencias es precisamente lo que remite sin cesar a nuestro espíritu de la una a la otra. De tal suerte que la colisión se cambia para nosotros en oscilación. Después de los dos primeros momentos de la oscilación: «Son más necios que malva­dos», tal y como pretende la indulgencia que excusa, «son más malvados que necios», tal y como afirma el rigor que condena, ésta es la primera evidencia del perdón: son mal­vados, pero precisamente por esta razón hay que perdo­narles — pues son todavía más desdichados que malvados. O mejor, su propia maldad es una desdicha; ¡la infinita desdicha de ser malvado! Se comprende y se excusa el mal destina! de absurdidad: pero el mal de escándalo, a menos de engendrar la desesperación, sólo puede ser perdonado. Esta primera evidencia, que inclina espontáneamente al perdón al acusador y al ultrajado, traduce nuestra irresisti­ble y fraternal simpatía por la miseria humana: el abuso que el malvado hace de su libre e infinito poder, por voluntario que sea, no deja de ser una de las formas de esta condición miserable, de este desamparo. Antes del po­der mismo, que es solícito, cabía la posibilidad de ese poder, que es preexistente y siempre perdonado; antes de la libertad existía el hecho-de-la-libertad. En esto el mal­vado es un pobre hombre como cada uno de nosotros, un pobre hombre llamado a la muerte como todos nosotros, solitario como todos nosotros e infinitamente más solo todavía, un pobre hombre culpable que necesita nuestra ayuda. Es lo que sobrentiende la maravillosa dulzura del perdón. El perdón cuchichea en voz baja: Et ego! Yo tam­

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bién... De vestris fuimus. Vosotros sois pecadores y yo soy otro. También yo he pecado o pecaré; hubiera podido hacer como vosotros, haré quizá como vosotros. Soy, como vosotros, débil, falible y miserable. Existe un princi­pio de orgullo en el rigor implacable de quien no perdona: rechazar el perdón es recusar cualquier semejanza, cual­quier fraternidad con el pecador; el irreprochable se consi­dera implícitamente de otra esencia que el culpable y de un origen infinitamente más relevante; se sitúa en otro plano y decide que está a priori fuera de pecado: era impe­cable en el pasado y lo será por toda la duración del futu­ro; no dice ni peccavi ni peccabo, esas cuestiones de pecado no le conciernen. No es que el ofendido, abogando por sí mismo, se autoperdone virtualmente los pecados que hu­biera podido cometer o los que cuenta cometer aún: pues si buscaba simplemente una cancelación para sus culpas pasadas o un crédito para sus culpas venideras, se aseme­jaría al hipócrita que se apiada de sí mismo pareciendo apiadarse de los demás. Digámoslo sencillamente: el hom­bre que perdona se abstiene de renegar de su similitud esencial con el culpable; no aprovecha la posición ventajo­sa que su inocencia le confiere, no guarda para sí el privi­legio de ser el único infalible, el único impecable, el único irreprochable, y renuncia en este punto a todo monopolio; sacrifica así una superioridad muy pasajera y precaria que obedece tal vez a la suerte... Por eso el malvado no aban­donará a su hermano, ese malvado desamparado y en peli­gro de muerte. ¡Compadezcámonos de la profunda des­gracia de ser malvado! — Pero hete aquí que el solícito poder se adelanta a la posibilidad preexistente: son aún más malvados que desdichados. No hay, en efecto, nada que comprender en el misterio de la maldad gratuita, sino que el malvado es malvado. Esta tautología pone de manifiesto la irreductibilidad del odio puro: pues la aseidad de la

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libertad malvada responde a la aseidad del amor: el por­que circular expresaría aquí, de este modo, el escándalo de una libertad absolutamente injusta y absolutamente male­volente e incurablemente malvada, de una libertad libre hasta el sacrilegio, de una libertad que es el único mal radical en este mundo. Esta libertad totalmente malvada sería la mala voluntad misma... «¡Usted es testigo de que este hombre es malvado!» Por otra parte, no existe razón alguna para que la oscilación se detenga: la desdicha de esta maldad radical puede ser objeto, a su vez, de un per­dón con exponente y la maldad de esa desdicha convertir­se a su vez en un Imperdonable hiperbólico. Si este imper­donable, al petrificarse, permaneciera último y definitivo, no sería otra cosa que el Infierno: el Infierno de la deses­peración. La idea de un mal irremediable y que tendría la última palabra, ¿no es literalmente una «suposición impo­sible»? Afortunadamente, nada tiene jamás la última pala­bra. Afortunadamente, la última palabra siempre es la penúltima... De suerte que el debate del perdón y de lo imperdonable nunca tendrá fin. Insoluble es el caso de conciencia resultante: pues si el imperativo de amor es incondicional y no tolera ninguna restricción, la obliga­ción de aniquilar la maldad y, si no odiarla (pues nunca hay que odiar a nadie), negar al menos su fuerza negado- ra, imposibilitar su rabia destructora, esta obligación no es menos imperiosa que el deber de amor; el amor de los hombres es entre todos los valores el más sagrado, pero la indiferencia hacia los crímenes contra la humanidad, la in­diferencia hacia los atentados contra la misma esencia y contra la hominidad del hombre es entre todas las culpas la más sacrilega. Y no tenemos ningún medio de elegir uno de esos dos superlativos más que el otro ni ningún medio de honrarlos juntos: la elección de un Absoluto deja necesariamente al «otro Absoluto» fuera; el cúmulo y

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la conciliación de los dos Absolutos es imposible; el sacrifi­cio de un Absoluto origina en nosotros escrúpulos y remordimiento; la síntesis de los dos Absolutos sería un milagro; pues el Absoluto es plural e irremediablemente desgarrado. Por eso la finitud y la irracionalidad de nues­tra condición nos ofrecen tres soluciones, una de las cuales nos condena a la impotencia y las otras dos son unilatera­les y claudicantes: o bien el juicio moral dudará indefini­damente ante la anfibolia de una intención a la vez male­volente y desdichada, ante este equívoco del malvado- miserable; o bien elegiremos perdonar al miserable, sin perjuicio de instaurar por mil años el reino de los verdu­gos; o bien, para que el porvenir quede a salvo y los valo­res esenciales sobrevivan, aceptamos preferir la violencia y la fuerza sin amor a un amor sin fuerza. Ésta fue, como sabemos, la heroica elección de la Resistencia. ¿No es la lucha contra los furiosos, y con creces, el mal menor? ¡Mejor renegarse castigando que contradecirse perdonan­do! Este insoluble conflicto de deberes y esta solución siempre aproximada son la consecuencia del debate que opone el perdón a la imperdonable maldad. Continua­mente, la infatigable, la inagotable bondad del perdón sal­va el insalvable muro de la maldad y de continuo el muro resurge delante de la bondad. Así como lo incurable de la muerte se reconstituye más allá de las enfermedades cura­bles, así lo incorregible del pecado mortal y de la libertad fundamentalmente malvada se reconstituye más allá del perdón... Y sin embargo, todas las culpas son perdonables hasta el infinito, como todas las enfermedades son cura­bles hasta el infinito. La misma reciprocidad nos remite sin fin del pensamiento de la muerte a la muerte del ser pensante, del pensamiento englobante y englobado a la muerte englobada y englobante y, viceversa, de la muerte triunfante al pensamiento que piensa esa muerte y la niega

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y la rebasa. El espíritu del hombre oscila entre esos dos triunfos simultáneamente verdaderos, pero alternativa­mente ideados: pues se desmienten el uno al otro. Y la reciprocidad de los dos contradictorios es recíproca hasta el vértigo... ¡No!, no hay última palabra. Como el pensa­miento frente a la muerte, el amor es de alguna manera el espíritu de vida enfrente del mal. El espíritu de vida es invencible en sentido distinto que la muerte: pues la muerte es inexorable más que invencible; la muerte, ante todo, es ¿qiETCOTeiOTOV, por eso decimos precisamente que no «perdona». Y el hombre, al contrario, perdona para no parecerse a la muerte, para ser invencible en muy distinto sentido que la muerte. Como el pensamiento de la muerte, como el querer que puede moralmente cuanto quiere, el perdón resulta a la vez todopoderoso e impoten­te. Toda su fuerza redimidora y absolvente no conseguirá que la cosa hecha no se haya hecho... «¡Ah, fuera, mancha maldita!» Pero la maldita mancha no se va. Pues si las manchas de sangre de la cosa hecha son lavables, la man­cha maldita del haber-hecho es indeleble y ningún lustra­do la borrará. Y, sin embargo, en otro sentido, pneumático en verdad e incomprensible, el milagro propio del perdón es nihilizar, en un relámpago de alegría, el haber-sido y el haber-hecho. Por la gracia del perdón la cosa que se hizo no se ha hecho. ¿No es esta coincidentia oppositorum más milagrosa que el «milagro de las rosas» de que nos habla la Santa Isabel de Liszt? Y como quiera que las dos fuerzas son igualmente todopoderosas, podemos decir: la fuerza infinita del perdón es más fuerte que la fuerza infinita del hecho-de-haber-hecho; y recíprocamente. A maldad infi­nita, gracia infinita; y recíprocamente. ¡Siempre recíproca­mente! El amor es más fuerte que el mal y el mal es más fuerte que el amor, ¡son más fuertes el uno que el otro! El espíritu humano no podría llegar más allá... Por eso dice el

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Cantar de los cantares que el amor es fuerte como la muer­te: XQataiá dbg Qávaxog áyájiq; no dice que el amor es más fuerte y no puede decirlo, en efecto, puesto que el propio amante ha de morir un día. El amor es fuerte como la muerte, pero la muerte es fuerte como el amor. En ver­dad, el amor es a la vez más fuerte y más débil que la muerte y es, por lo tanto, tan fuerte. Esta tensión extrema y casi desgarradora es idéntica al loco perdón que se con­cede al malvado. Donde abunda la culpa, sobreabunda la gracia. 1 Pero además, — algo que san Pablo no ha añadi­do: donde sobreabunda la gracia, sobreabunda a raudales el mal e inunda esta sobreabundancia con infinité y miste­riosa lid. El misterio de la irreductible e inconcebible mal­dad es a la vez más fuerte y más débil, más débil y más fuerte que el amor. Por ello el perdón es fuerte como la maldad; pero no más fuerte que ella.

1. Romanos, 5,20: ou Sé éjtXeóvüoev rj á|.ia(mu, íureeejrEQÍo-OEIKJEV í] X «6 l? .

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Í N D I C E

EL PERDÓN

I. Temporalidad, intelección, liquidación 11II. El acontecimiento, la gracia y la relación con el otro. De

la clemencia 13III. El ofendido y el pecado 19

Capitulo 1EL DESGASTE TEMPORAL

I. Re-venir también es advenir. El devenir está siempre del derecho 22

II. El olvido 27III. El desgaste 31IV. La integración 38V. Ni la futurición, ni el desgaste, ni la síntesis sustituyen al

perdón 39VI. El tiempo continuo escamotea la conversión definitiva; el

don gratuito, la relación con los demás 48VII. El tiempo desnudo carece de significado moral 55

VIII. La temporalidad no puede nihilizar el hecho de haber hecho 60

IX. No ratificar la naturalidad del desafecto 72

Capitulo 2LA EXCUSA; COMPRENDER ES PERDONAR I. II.

I. No hay voluntad del mal 83II. La excusa no es ni un acontecimiento, ni una relación

con otro, ni un don gratuito 87

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III. La excusa total: comprender es perdonar 93IV. La excusa partitiva: la ambigüedad de las intenciones y el

culpable-inocente 98V. La indulgencia: más necios que malvados. Más malvados

que necios 103VI. La profundidad intermedia: las circunstancias atenuan­

tes 109VIL Excusar es perdonar: la adhesión vivida 114

VIII. Excusar es perdonar: la apertura a los demás 119IX. Comprender es tan sólo excusar. De lo inexcusable 126X. Fuera estorbos 135

Capitulo 3El LOCO PERDÓN: «ACUMEN VENIAE»

I. El perdón impuro 144II. La conciencia del perdón y el discurso sobre el per­

dón 153III. «Venia pura»: el perdón límite 160IV. Secundaridad del perdón: piedad, gratitud, arrepenti­

miento 164V. El órgano-obstáculo. Don y perdón 168

VI. Por inocente, aunque culpable, por culpable. El perdón gratuito 172

VIL Ni a pesar ni porque. A la vez porque y a pesar 192VIII. Un fin que es acontecimiento, una relación con el culpa­

ble, una total y definitiva remisión 197

FinalLO IMPERDONABLE: MÁS DESDICHADOSQUE MALVADOS, MÁS MALVADOS QUE DESDICHADOS

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Impreso en el mes de febrero de 1999 en H urope, S. L.Lima, 3 bis 08030 Barcelona