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UNIVERSIDADES PÚBLICAS DE LA COMUNIDAD DE MADRID PRUEBA DE ACCESO A LAS ENSEÑANZAS UNIVERSITARIAS OFICIALES DE GRADO Curso 2011-2012 MATERIA: HISTORIA DE ESPAÑA INSTRUCCIONES Y CRITERIOS GENERALES DE CALIFICACIÓN El alumno elegirá en su totalidad una de las dos opciones propuestas. Ambas opciones constan de tres partes: 1.- Seis cuestiones: debiendo responder a un máximo de cuatro, calificándose cada una hasta 1 punto. 2.- Fuente histórica: con una puntuación máxima de 1,5 puntos. 3.- Tema o comentario de texto, según la opción elegida, con una calificación máxima de 4,5 puntos. El alumno dispone para contestar de un tiempo máximo de hora y media y de un único cuadernillo. OPCIÓN A CUESTIONES: 1) Pueblos prerromanos. Colonizaciones históricas: fenicios, griegos y cartagineses. 2) Al-Ándalus: la crisis del siglo XI. Reinos de taifas e imperios norteafricanos. 3) Los reinos cristianos en la baja edad media: la expansión de la Corona de Aragón en el Mediterráneo. 4) Los Reyes Católicos y la organización del Estado: instituciones de gobierno. 5) El Imperio de Carlos V. Conflictos internos: Comunidades y Germanías. 6) La España del siglo XVIII: la guerra de Sucesión y el sistema de Utrecht. FUENTE HISTÓRICA: Relacione la foto siguiente con la guerra colonial y la crisis de 1898. El acorazado Maine hundido en el puerto de la Habana TEMA: La creación del Estado franquista: Fundamentos ideológicos y apoyos sociales. Evolución política y coyuntura exterior. Del aislamiento al reconocimiento internacional. El exilio.

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UNIVERSIDADES PÚBLICAS DE LA COMUNIDAD DE MADRID PRUEBA DE ACCESO A LAS ENSEÑANZAS UNIVERSITARIAS

OFICIALES DE GRADO

Curso 2011-2012

MATERIA: HISTORIA DE ESPAÑ A

INSTRUCCIONES Y CRITERIOS GENERALES DE CALIFICACIÓN

El alumno elegirá en su totalidad una de las dos opciones propuestas. Ambas opciones constan de tres partes: 1.- Seis cuestiones: debiendo responder a un máximo de cuatro, calificándose cada una hasta 1 punto. 2.- Fuente histórica: con una puntuación máxima de 1,5 puntos. 3.- Tema o comentario de texto, según la opción elegida, con una calificación máxima de 4,5 puntos. El alumno dispone para contestar de un tiempo máximo de hora y media y de un único cuadernillo.

OPCIÓN A

CUESTIONES: 1) Pueblos prerromanos. Colonizaciones históricas: fenicios, griegos y cartagineses. 2) Al-Ándalus: la crisis del siglo XI. Reinos de taifas e imperios norteafricanos. 3) Los reinos cristianos en la baja edad media: la expansión de la Corona de Aragón en el

Mediterráneo. 4) Los Reyes Católicos y la organización del Estado: instituciones de gobierno. 5) El Imperio de Carlos V. Conflictos internos: Comunidades y Germanías. 6) La España del siglo XVIII: la guerra de Sucesión y el sistema de Utrecht.

FUENTE HISTÓRICA: Relacione la foto siguiente con la guerra colonial y la crisis de 1898.

El acorazado Maine hundido en el puerto de la Habana

TEMA: La creación del Estado franquista: Fundamentos ideológicos y apoyos sociales. Evolución política y coyuntura exterior. Del aislamiento al reconocimiento internacional. El exilio.

OPCIÓN B

CUESTIONES: 1) Las invasiones bárbaras. El reino visigodo: instituciones y cultura. 2) Los reinos cristianos en la edad media: los primeros núcleos de resistencia. 3) Los Reyes Católicos. La conquista del reino Nazarí y la incorporación del reino de Navarra. 4) La monarquía hispánica de Felipe II. La unidad ibérica. 5) Los Austrias del siglo XVII. Gobierno de validos y conflictos internos. 6) La España del siglo XVIII: reformas de la organización del Estado. La monarquía centralista.

FUENTE HISTÓRICA: Relacione el mapa siguiente con el desarrollo de la guerra civil española.

La guerra civil española: situación del frente en marzo de 1937.

TEXTO:

Las Cortes en la Constitución de la Monarquía española de 1845 Artículo 12: La potestad de hacer las leyes reside en la Cortes con el Rey. Artículo 13: Las Cortes se componen de dos Cuerpos colegisladores, iguales en facultades: el Senado y el Congreso de los Diputados. Artículo 14: El número de Senadores es ilimitado: su nombramiento pertenece al Rey. (…) Artículo 20: El Congreso de los Diputados se compondrá de los que nombre las Juntas electorales en la forma que determine la ley. Se nombrará un Diputado a los menos por cada cincuenta mil almas de población. (…) Artículo 22: Para ser Diputado se requiere ser español, de estado seglar, haber cumplido veinticinco años, disfrutar la renta procedente de bienes raíces, o pagar por contribuciones directas la cantidad que la ley electoral exija, y tener las demás circunstancias que en la misma ley se prefijen. ANÁLISIS DEL TEXTO Y CUESTIONES:

1. Resuma con brevedad y concisión el contenido del texto. (Puntuación máxima: 0´5 puntos). 2. Señale y explique las ideas fundamentales del texto. (Puntuación máxima: 1 punto). 3. Responda a la siguiente cuestión (puntuación máxima: 3 puntos):

El reinado efectivo de Isabel II: la Década Moderada y el Bienio Progresista.

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SOLUCIÓN DE LA PRUEBA DE ACCESO

Opción A

Cuestiones 1 Pueblos prerromanos. Colonizaciones his-tóricas: fenicios, griegos y cartagineses. A lo largo la Edad del Hierro y hasta la llegada de los romanos (entre los siglos VIII y III a. C.) se confi-guraron en la Península Ibérica y en las Islas Baleares varias culturas indígenas con diferentes grados de desarrollo y de relación con los pue-blos del Mediterráneo. Todas ellas terminaron sometidas a la autoridad de Roma, aunque asi-milaron de forma diferente la cultura de los con-quistadores. Los diferentes pueblos prerromanos se dividieron en tres grandes grupos culturales: iberos, celtas y preceltas y celtíberos. Los iberos procedían del norte de África y formaban parte de un conjunto de pueblos camítico-semíticos cuyo origen se sitúa en el Cáucaso, mientras que los celtas eran originarios de Europa Occidental. De la fusión de ambas culturas surgieron los celtíberos. La natu-raleza, composición y distribución de estos pue-blos es relativamente bien conocida gracias a las fuentes griegas y romanas.

● Los iberos. Ocupaban la mitad oriental de la Península Ibérica: este de los Pirineos, lito-ral mediterráneo, parte del Sistema Ibérico, La Mancha y el valle del Guadalquivir, incluyendo Sierra Morena. A este grupo pertenecían dife-rentes pueblos como los turdetanos y túrdulos (valle del Guadalquivir); mastienos (litoral al-meriense y murciano); bastetanos (cuyo terri-torio se distribuía entre las actuales provincias de Granada, Jaén, Albacete, Almería y Mur-cia); oretanos (La Mancha); ilercavones y con-testanos (Levante); ilergaones y edetanos (al este del Sistema Ibérico); lacetanos, layeta-nos, indigetes, ilergetes y ceretanos (situados entre el bajo valle del Ebro y los Pirineos) y baleáricos (Islas Baleares). Eran pueblos agrícolas y disponían de alfabe-to. Su organización social se articulaba en torno a una aristocracia y jefes de tribu. Sus dioses no solían tener forma humana, excepto la Gran Madre o Madre Tierra. Apreciaban los valores guerreros. Entre los restos arqueológi-cos conservados de estos pueblos figuran el santuario-palacio de Cancho-Roano, en Bada-joz, y el santuario del Cerro de los Santos en

Albacete; el toro con cabeza humana conocido como Bicha de Balazote (Albacete), y escultu-ras como la Dama de Baza (Granada) y la Dama de Elche (Alicante). ● Los celtas y preceltas. Ocupaban la mitad occidental de la Península. Sus principales pueblos eran los cinetes (situados al oeste del Guadiana), lusitanos (valle del Tajo), carpeta-nos (Montes de Toledo), vetones y vacceos (entre los cursos medios de los ríos Tajo y Duero), turmódigos (Submeseta Norte), bero-nes (al oeste del Sistema Ibérico), galaicos (Galicia), astures (Asturias), cántabros (Can-tabria), autrigones, caristios y várdulos (costa del Cantábrico oriental) y vascones (entre el curso medio del Ebro y los Pirineos occidenta-les). Vivían de la ganadería y poseían asen-tamientos fortificados permanentes (castros). Probablemente, estaban relacionados con la cultura de los campos de urnas de Centroeu-ropa. Resistieron tenazmente a la conquista romana. Los restos arqueológicos más desta-cados de este ámbito cultural son los Toros de Guisando (Ávila), el castro de Coaña (Astu-rias) y el asentamiento de Celada Marlantes (Asturias). ● Los celtíberos. Ocupaban una posición in-termedia entre los dos grupos anteriores, en torno al curso alto de los ríos Tajo y Duero y el curso medio del Ebro. Los principales pueblos de esta cultura eran los pelendones, arévacos y celtíberos. Fueron cotizados mercenarios, valorados por su devoción al jefe, su sentido del honor y de la hospitalidad y su valentía en el combate. Famosos por su salvajismo, enta-blaron encarnizados enfrentamientos con los romanos. Los restos arqueológicos más des-tacados de esta cultura se encuentran en Nu-mancia (Soria).

A partir del año 750 a. C., las culturas indígenas de la Península Ibérica y de las Islas Baleares entraron en contacto con otros pueblos proce-dentes del Mediterráneo cuyo grado de desarro-llo era mayor: fenicios, griegos y cartagineses. Estos pueblos conocían el alfabeto y la escritura, practicaban unos ritos religiosos de mayor sofis-ticación y su tecnología era más avanzada, pues

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empleaban ya el hierro, todavía desconocido en Occidente. Los fenicios eran un pueblo oriental de de co-merciantes procedentes de ciudades estado situadas en el actual Líbano. Se establecieron en Gades o Gadir (Cádiz), en el siglo VIII a. C. pro-bablemente, Malaca (Málaga), Abdera (Adra) y Sexi (Almuñécar). Su influencia cultural fue im-portante en Baleares y en toda la Península, especialmente en el sudeste. De influencia feni-cia, en la zona del Bajo Guadalquivir, existió, al parecer, un país rico llamado Tartesos, del que se han encontrado restos relacionados con ritos y tecnologías orientales, como la orfebrería fina de oro del tesoro del Carambolo (Sevilla). Los griegos llegaron hacia el siglo VII a. C. Eran focenses (originarios de Focea, en Asia Menor) y fundaron Emporion (Ampurias/Empúries) y, pos-teriormente, Rhode (Rosas), ambas en la provin-cia de Girona. Junto con los fenicios, introdujeron la vid y el olivo y las primeras monedas acuña-das en la Península Ibérica. Los cartagineses procedían de Cartago, ciudad de origen fenicio situada en la costa del norte de África. Desde el siglo VI a. C., se convirtieron en la potencia hegemónica en el Mediterráneo occi-dental. Además de buscar metales, reclutaron mercenarios para sus guerras con los romanos (guerras púnicas). Establecieron asentamientos en Kart-Hadast o Cartago Nova (Cartagena), Akra Leuke (Alicante) y Ebussus (Ibiza).

2 Al-Ándalus: la crisis del siglo XI. Reinos de taifas e Imperios norteafricanos. En el año 1002 murió Almanzor, valido del califa Hisham II y miembro de la familia de los amiríes, que con-trolaba el califato omeya de Córdoba desde el año 976. Uno de sus hijos pretendió ser nombra-do sucesor del califa, hecho que desencadenó el enfrentamiento entre la dinastía omeya, los diri-gentes religiosos y el pueblo en general. En 1009 estalló una revolución durante la cual fueron asesinados los amiríes; Hisham II fue obligado a abdicar y se eligió a otro miembro de la familia omeya como califa; Madinat al-Zahra, la ciudad palacio, fue saqueada y destruida. Este fue el inicio de una guerra civil en la que se sucedieron los califas. Por último, una asamblea de notables decretó en Córdoba el final del califato en 1031.

Tras la disolución del califato, al-Ándalus se fragmentó en pequeños reinos independientes llamados taifas (primeros reinos de taifas), que fueron gobernados por reyes locales enfrenta-dos entre sí. Las taifas más importantes fueron las de Sevilla y Córdoba y las fronterizas (Méri-

da-Badajoz, Toledo, Zaragoza). El desarrollo cultural, artístico y científico de es-tos reinos fue muy elevado; sin embargo, su debilidad militar e inestabilidad política también fueron considerables. Tuvieron que pagar tribu-tos (parias) a los reinos cristianos que las ame-nazaban. Por ello y por las rivalidades entre ellas se vieron obligadas a recurrir a la alianza con diferentes pueblos norteafricanos. Así, el reino taifa de Sevilla solicitó ayuda a los almorávides, un pueblo bereber que había formado un imperio en el norte de África; los almorávides llegaron en el siglo XI, conquistaron todas las taifas entre los años 1090 y 1110 (toma de Zaragoza) y reunifi-caron al-Ándalus. En unos años los almorávides perdieron Zarago-za y se convirtieron en impopulares debido al aumento de impuestos y a su celo por cumplir la ortodoxia islámica. Finalmente, los almorávides fueron atacados en el norte de África por los almohades, otro pueblo bereber. En la Península volvieron a aparecer los reinos de taifas y el Im-perio almorávide se desmoronó. Los almohades eran más intransigentes en su doctrina religiosa y sometieron al-Ándalus entre 1146 y 1172, estableciendo su capital en Sevilla. Sin embargo, no fueron capaces de frenar los avances cristianos ni lograron integrar a los an-dalusíes cultos debido a su ortodoxia religiosa (que en algunos casos huyeron o fueron deste-rrados). Los almohades resultaron derrotados por los cristianos en la batalla de las Navas de Tolosa (1212), que significó el fin del califato almohade en la Península y el norte de África.

3 Los reinos cristianos en la baja edad media: la expansión de la Corona de Aragón en el Mediterráneo. Durante la dominación musulma-na de gran parte de la Península, en el norte aparecieron núcleos cristianos que, con el tiem-po, se convirtieron en reinos. El primero de ellos, el de Asturias, surgió en la Cordillera Cantábrica: entre 718 y 722, un jefe local, Don Pelayo, derro-tó a los musulmanes cerca de Covadonga (Can-gas de Onís). Durante el reinado de Alfonso II (791-842), la corte se trasladó a Oviedo. Al este, en la frontera entre el reino franco y al-Ándalus, surgieron diversos estados pirenaicos: el reino de Pamplona (posteriormente de Navarra), los condados de Aragón, Sobrarbe y Ribagorza, y el condado de Barcelona.

En esta época la hegemonía de al-Ándalus era clara: los reinos cristianos sufrieron las aceifas de Abd al-Rahmán III (912-961) y Almanzor (981-1002), y se vieron obligados a declararse

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vasallos del califato de Córdoba. En Asturias, los sucesores del rey Alfonso II extendieron el reino hasta el valle del Duero y la capital se trasladó a León. Navarra se expandió hasta el Ebro y se anexionó los condados del Pirineo central. Du-rante el reinado de Sancho Garcés III el Mayor (1004-1035), se apoderó del condado de Casti-lla. Tras la muerte de este monarca emergieron dos nuevos reinos: Castilla y Aragón. La etapa de expansión de los reinos cristianos entre los siglos XI y XIII puede dividirse en dos: ● Avances sobre los valles del Tajo y del Ebro (mediados del siglo XI-mediados del siglo XII). Varias circunstancias permitieron la expansión cristiana en esta fase: se constituyeron los reinos de taifas que, dada su debilidad, tuvieron que pagar parias (tributos) a los reinos cristianos con las que estos financiaron sus conquistas; los reinos cristianos experimentaron un importante crecimiento demográfico y económico; surgió un nuevo reino de la unión de Castilla y León, que protagonizó los avances más importantes. Su rey, Alfonso VI, conquistó Toledo (1085) y con-troló el valle del Tajo; sus sucesores resistieron. Estos avances convirtieron a la Corona de Ara-gón en una potencia marítima, que tendría una enorme influencia en el Mediterráneo en los si-glos siguientes. Se consolidó también el dominio castellano sobre La Rioja y los territorios vascos. El con-dado de Portugal se constituyó en reino con Alfonso I (1139-1185), quien controló la costa atlántica entre el Miño y el Tajo, y conquistó Lisboa (1147). Por su parte, Aragón (unido a Navarra desde el siglo XI), bajo el mando de Alfonso I el Batallador (1104-1134), conquistó Zaragoza (1118) y con-troló el valle del Ebro. Más tarde, el reino de Navarra se separó y quedó reducido a un pe-queño territorio. Aragón encontró un nuevo alia-do en el condado de Barcelona, a través del matrimonio (1137) del conde Ramón Berenguer IV y Petronila, la hija de los reyes aragoneses. El reino surgido de esta unión pasó a llamarse Co-rona de Aragón.

● Hegemonía cristiana (siglo XIII). Desde la de-rrota almohade en las Navas de Tolosa (Jaén, 1212), la superioridad cristiana fue nítida. Castilla y León se unieron definitivamente bajo Fernando III, rey de Castilla (1217-1252) y de León (desde 1230). Este monarca ocupó los valles del Gua-diana y del Guadalquivir, conquistando Jaén (1246) y Sevilla (1248). Alfonso, hijo de Fernan-do, tomó el reino de Murcia (1243) y, coronado rey como Alfonso X (1252-1284), tomó Cádiz

(1261), Huelva y Jerez. Portugal conquistó El Alentejo y El Algarve. La expansión de la Corona de Aragón en esta época se debió al impulso de Jaime I, el Con-quistador (1213-1276), que incorporó a sus do-minios las Islas Baleares (1229-1235), Valencia (1238) y Denia (1245). En Baleares la expedición militar fue protagonizada y financiada por los catalanes y se centró en Mallorca e Ibiza, ya que Menorca quedó reducida a vasallaje y fue ocu-pada posteriormente (1286-1287). Los reinos de Mallorca y de Valencia, sin embargo, recibieron leyes diferentes a las de Aragón y Castilla. 4 Los Reyes Católicos y la organización del Estado: instituciones de gobierno. Isabel de Castilla (1451-1504) y su esposo, Fernando de Aragón (1452-1516), conocidos como los Reyes Católicos, tuvieron una política común pero no llegaron a formar un único Estado con las mis-mas leyes e instituciones sino que mantuvieron diferenciados sus reinos bajo la denominación de monarquía hispánica. Ambos buscaron centrali-zar el poder del Estado encarnado en los monar-cas; a cambio, cedieron poder económico y social a los señores laicos y eclesiásticos pero vinculándolos a la Corona. Para conseguir sus objetivos potenciaron instituciones ya existentes; en otros casos las modificaron o les dieron un nuevo contenido. En Castilla aplicaron el autori-tarismo monárquico mientras en Aragón sobrevi-vió el pactismo característico de este reino. Así, los Reyes Católicos convirtieron el Consejo Real de Castilla, ya existente desde el siglo XIV, en un órgano supremo de gobierno e instancia judicial superior; estaba presidido por un noble o un prelado pero la mayoría de sus miembros eran letrados, lo que llevó a la profesionalización de la institución y a su distanciamiento de los grandes señores. Los monarcas establecieron también el Consejo de las Órdenes Militares, que administraba a las tres órdenes militares caste-llanas (Santiago, Alcántara y Calatrava) y era presidido por el rey Fernando. La antigua Canci-llería, por su parte, fue sustituida por los secreta-rios reales, personas de confianza de los reyes que les servían de enlace con los diferentes con-sejos. Las Cortes de Castilla, sin embargo, se convirtieron en asambleas dóciles cuyas funcio-nes se reducían a jurar fidelidad a los sucesores del trono y a conceder cuantiosas ayudas mone-tarias a los reyes para sus campañas militares, por ejemplo en Italia y África. La administración castellana de justicia se organizó en tres ámbi-tos: local (donde ejercían la justicia los corregido-res), segunda instancia (chancillería o audiencia), que se ocupaba de las apelaciones a

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las decisiones de los corregidores y de otros tribunales municipales y señoriales; y por último, el Consejo Real (última instancia judicial). En 1476 se creó la Santa Hermandad en Castilla con el fin de mantener el orden en el interior del reino; se inspiraba en hermandades ya existen-tes a nivel local. Estaba formada por cuadrillas armadas, costeadas y organizadas por los con-cejos. Su función era perseguir, juzgar y ejecutar a los delincuentes en todo el reino. Además, actuó como un verdadero ejército en la Guerra de Granada.

del Sacro Imperio Romano Germánico. Con este motivo reunió a las Cortes de los distintos reinos, que le exigieron que prescindiera de los conseje-ros extranjeros y respetara sus leyes. En este contexto Carlos I fue elegido emperador y se ausentó de la Península hacia Alemania. La oposición al monarca se convirtió en franca rebe-lión. En Castilla protagonizaron la revuelta de las ciudades de Segovia, Toledo, Salamanca, Zamo-ra, Ávila, Cuenca y Madrid; los comuneros se opusieron a las autoridades que acompañaban a Carlos V y a los grandes señores y expulsaron a los corregidores por ser representantes del mo-narca.

En Aragón, se formó también un Consejo en 1494 y lo formaban los regentes, que eran tam-bién letrados. Isabel y Fernando confirmaron los fueros y privilegios de Valencia, Aragón y Cata-luña y nombraron varios lugartenientes y virreyes para que los representaran en algunos reinos y principados durante su ausencia. Otra reforma dentro de la Corona de Aragón afectó al concejo (consell) de la ciudad de Barcelona; a fin de evi-tar antiguas disputas, el rey impuso en 1498 el sistema de insaculación o sorteo (1498) para elegir a los principales cargos públicos a partir de una lista de personas aprobadas por el monarca; este sistema se aplicó en otras ciudades como Zaragoza. 5 El Imperio de Carlos V. Conflictos internos: Comunidades y Germanías. Tras la muerte de Fernando de Aragón en 1516 heredó su patri-monio su nieto, Carlos I, de la familia de los Habsburgo (conocidos como Austrias en Espa-ña). El nuevo rey se hizo cargo de su herencia materna, formada por la Corona de Aragón, Cas-tilla y Navarra, las posesiones italianas y norte-africanas y las Indias (América). Además, por parte de su madre, gobernaba los Países Bajos y el Franco Condado (territorio al este de la fronte-ra francesa). A este patrimonio sumó en 1519 los territorios de su abuelo paterno (Maximiliano I, emperador del Sacro Imperio Romano Germáni-co): el sur de la actual Alemania, Austria y Tirol. Heredó también los derechos a la corona impe-rial, que obtuvo en 1520, adoptando el nombre de Carlos V. La revuelta o Guerra de las Comunidades se produjo en Castilla entre 1520 y 1522; se deno-minó así porque estuvo protagonizada por varias ciudades castellanas, que se proclamaron una comunidad. El conflicto estalló en los primeros años del reinado de Carlos I, nieto y heredero de los Reyes Católicos. Extranjero de nacimiento, Carlos llegó a la Península rodeado de conseje-ros extranjeros; su único interés era obtener recursos que le permitieran conseguir la corona

Además, exigieron que el rey prescindiera de los consejeros extranjeros y acatara la voluntad del reino representado en las Cortes; además, for-mularon otras peticiones: limitación del poder real, reducción de impuestos, protección de la industria textil, realización de reformas municipa-les a favor de los plebeyos, disminución del po-der de la nobleza… Finalmente, los comuneros fueron derrotados en la batalla de Villalar (1521); sus líderes fueron ejecutados y las ciudades de Toledo y Segovia sufrieron una durísima represión. La revuelta de las Comunidades tuvo un carácter esencialmente político, ya que se trataba de defender los derechos de los reinos españoles frente a un poder considerado extranjero. Sin embargo, también tuvo un carácter social porque en ella destacaron como dirigentes grupos urba-nos (artesanos, comerciantes, universitarios, pequeños propietarios y algunos representantes de la baja nobleza y el bajo clero). El conflicto implicó la oposición frente a los grandes señores y las oligarquías urbanas que dominaban los concejos. Esto explica que la mayor parte de la nobleza se aliara con las fuerzas reales para reprimir la rebelión. Al mismo tiempo, se desarrolló la revuelta de las Germanías entre 1519 y 1523. Las germanías eran hermandades armadas que fueron creadas, bajo la autorización de Fernando el Católico, por los gremios de las ciudades costeras del reino de Valencia a principios del siglo XVI para proteger-se de los piratas berberiscos. La revuelta de las Germanías se produjo en Valencia y Mallorca y tuvo un componente social más marcado que la de las Comunidades (con la cual no tuvo cone-xión alguna), ya que se dirigió contra los señores feudales y sus siervos mudéjares, que eran muy numerosos en toda la región. Como consecuencia de las Comunidades y las Germanías, los señores y las oligarquías urba-

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nas fortalecieron su poder social y económico. comercio con las Indias (navío de permiso). 6 La España del siglo XVIII: la guerra de Suce-sión y el sistema de Utrecht. Los primeros años del siglo XVIII estuvieron marcados en Es-paña por el cambio de la dinastía de los Austrias por la de los Borbones. El último Habsburgo, Carlos II el Hechizado (1665-1700), murió sin descendencia. En su testamento dejó los reinos españoles a Felipe, duque de Anjou, quien era nieto de Luis XIV de Francia y bisnieto de Felipe IV de España. Exis-tía otro candidato, el archiduque Carlos de Habsburgo, hijo del emperador de Alemania y descendiente de Felipe III. La mayor parte de las potencias europeas no querían que los Borbones ciñeran las Coronas de Francia y España. Pese a ello, el pretendiente francés tomó posesión del trono con el nombre de Felipe V (1701). Los Habsburgo, las Provincias Unidas e Inglaterra constituyeron una Gran Alianza ―en la que in-gresaron, además, Portugal, Prusia y el ducado de Saboya― e iniciaron la Guerra de Sucesión (1701-1715). El conflicto tuvo varios escenarios: las fronteras de Francia, los territorios españoles de Milán y Flandes, las posesiones francesas y españolas de ultramar, y la Península Ibérica. En España, la guerra se convirtió en una con-frontación civil. Castilla se alineó con Felipe V y los reinos orientales (Aragón, Cataluña, Valen-cia, Baleares) respaldaron a Carlos de Habsbur-go, quien llegó a ocupar Madrid en dos ocasiones. Sin embargo, chocó con la hostilidad de las clases populares, por lo que debió esta-blecer en Barcelona su centro de operaciones en la Península Ibérica. Por su parte, las tropas borbónicas contraatacaron y derrotaron a la Gran Alianza en Almansa (Albacete, 1707), Brihuega y Villaviciosa (Guadalajara, 1710); tras estas últi-mas batallas, solo Cataluña y Baleares quedaron fuera del control de Felipe V. La muerte sin descendencia del emperador de Alemania, hermano de Carlos de Habsburgo, obligó a este a asumir el trono imperial en 1711. Esta circunstancia favoreció la firma de la Paz de Utrecht (1713-1714). Cataluña y Baleares, sin embargo, se negaron a aceptar a Felipe V y con-tinuaron la guerra. Barcelona cayó en 1714, tras un duro asedio; las islas de Mallorca e Ibiza lo hicieron un año después. El sistema internacio-nal establecido en Utrecht liquidó la presencia española en Europa: se perdieron Flandes y las posesiones italianas en favor del Imperio alemán y el ducado de Saboya. Además, el Reino Unido se apoderó de Gibraltar y Menorca, se hizo con el asiento de negros e introdujo una cuña en el

El objetivo fundamental de la política exterior de los primeros Borbones fue recuperar los territo-rios perdidos en la Paz de Utrecht. Para ello, los monarcas españoles suscribieron, a lo largo del siglo XVIII, varias alianzas (conocidas como Pac-tos de Familia) con los Borbones franceses, ge-neralmente dirigidas contra el Reino Unido, los Habsburgo y Portugal.

Fuente histórica La imagen es una fotografía que muestra el hun-dimiento del acorazado Maine en el puerto de la Habana. Este buque había atracado frente a La Habana el 25 de enero de 1898; semanas des-pués (15 de febrero) se hundió como conse-cuencia de una explosión. En el incidente murieron 250 marinos. El suceso se producía en un contexto de tensión, ya que en esta época, Estados Unidos se había convertido en un factor de primer orden en el contexto cubano. Cuba exportaba a este país el 90% de su producción de azúcar y tabaco y la presión estadounidense a favor de sus intereses fue aumentando progresivamente. En 1892, el Gobierno de Washington logró un arancel favo-rable para sus productos; en años posteriores comenzó a financiar a los independentistas cu-banos con la intención de ejercer un papel de intermediario en el conflicto contra España. Finalmente, la guerra de la independencia cuba-na estalló en febrero de 1895 con el Grito de Baire, nombre con el que se conoce el levanta-miento que tuvo lugar en la zona oriental de la isla. Poco después se proclamó el Manifiesto de Montecristi, redactado por José Martí y Máximo Gómez, líderes civil y militar de la rebelión, res-pectivamente. A la muerte de Martí, al poco de iniciarse la guerra, Gómez y Antonio Maceo, un mulato muy popular, asumieron la dirección mili-tar de los rebeldes. El inicio de la insurrección provocó un cambio de Gobierno en España. Según los mecanismos característicos del turno de partidos, se acordó la sustitución del liberal Sagasta por el conservador Cánovas del Castillo, quien hubo de afrontar la organización militar y financiera de la guerra cubana. Cánovas nombró capitán general de Cuba al general Martínez Campos, quien había logrado la pacificación de la isla diecisiete años antes. España envió un contingente cada vez mayor de tropas, cuya actuación se vio condicionada por la

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falta de medios y la alta incidencia de enferme-dades tropicales. La combinación de medidas de fuerza y actitud negociadora de Martínez Cam-pos fracasó y la rebelión se extendió por la isla.

Las fuerzas españolas mantuvieron algunos focos de resistencia mientras se desarrollaban las negociaciones para un cese de hostilidades que tuvo lugar el 12 de agosto con la firma del protocolo de Washington. En diciembre de ese

Por esta razón, se procedió a su sustitución por el general Valeriano Weyler, aunque esta no se hizo efectiva hasta 1896. Este general desarrolló una política de gran du-reza contra los insurrectos ―concentración de la población civil en zonas especiales, división del territorio en áreas separadas por líneas fortifica-das de costa a costa (trochas) para aislar las zonas rebeldes―, que permitió la práctica pacifi-cación de la isla a lo largo de ese año, aunque provocó las críticas de los liberales en España y una oleada de protestas acompañada de una intensa campaña en la prensa de Estados Uni-dos a favor de la intervención militar. Aunque la causa más probable de la explosión del Maine fue un accidente, la prensa y el go-bierno estadounidenses culparon a España y le ofrecieron comprar la isla. El gobierno español, prefiriendo una derrota honrosa a una paz com-prada, optó por rechazar la oferta. En abril de 1898 la Cámara de Representantes y el Senado estadounidenses aprobaron una resolución con-junta declarando la independencia del pueblo de Cuba, exigiendo a España la retirada de sus tropas y autorizando al presidente de EE UU a emplear la fuerza militar. La declaración oficial de guerra se produjo el 25 de abril. El 1 de mayo la escuadra estadounidense aplas-tó a la española en Cavite, frente a Manila (mayo de 1898). La derrota provocó la dimisión de los ministros de Hacienda y Ultramar y una oleada de indignación popular. A mediados de mayo llegó a Santiago de Cuba, enviada por el gobierno español, una escuadra al mando del almirante Cervera. Transcurridos unos días, una formación estadounidense inició el bloqueo del puerto. El 20 de junio un cuerpo expedicionario de este país desembarcó en las proximidades de Santiago de Cuba. Las tropas españolas, pese a estar diezmadas por las en-fermedades, opusieron una fuerte resistencia. El almirante Cervera comunicó al gobierno que enfrentarse a la fuerza naval que bloqueaba el puerto era una misión suicida, dada la desigual-dad entre ambas formaciones. El ejecutivo de Sagasta, presionado por la opinión pública y por la posibilidad de un pronunciamiento militar si se daba un paso atrás, optó por salvaguardar el sistema político. La escuadra española fue ani-quilada.

año se firmó el Tratado de París, por el cual Es-paña reconocía la independencia de la isla de Cuba, que sería ocupada por Estados Unidos, y cedía a este país Puerto Rico, la isla de Guam, en el archipiélago de las Marianas, y Filipinas. En el tratado se confirmaba la soberanía españo-la sobre las islas Carolinas, el archipiélago de las Marianas (excepto Guam) y Palaos, situadas en el Pacífico, pero estas posesiones fueron vendi-das a Alemania en junio de 1899. La pérdida de las colonias, que fue conocida en España como «el desastre» o «la crisis del 98», tuvo importantes repercusiones, entre las cuales cabe destacar las siguientes:

● El resentimiento de los militares hacia la cla-se política dirigente, causado por la derrota y el sentimiento de haber sido utilizados por los políticos. ● El crecimiento de un antimilitarismo popular, ya que las condiciones de reclutamiento casti-gaban especialmente a las clases más desfa-vorecidas porque los jóvenes que podían pagaban una cantidad para evitar ser llama-dos a filas. Esto, unido a la repatriación de los soldados heridos y mutilados, incrementó el rechazo de las clases populares al Ejército. El movimiento obrero hizo campaña contra este reclutamiento injusto, lo que provocó la ani-madversión de los militares hacia el pueblo y las organizaciones obreras. ● La aparición del regeneracionismo, un mo-vimiento intelectual y crítico que rechazaba el sistema de la Restauración al considerarlo una lacra para el progreso de España.

A la larga, la crisis del 98 debilitaría el sistema político de la Restauración y el régimen monár-quico, que acabaría cayendo finalmente en 1931.

Tema La creación del Estado franquista se produjo entre 1938 y 1951. En esta etapa el grupo políti-co predominante fue el de los falangistas, aun-que el triunfo de los aliados en la Segunda Guerra Mundial provocó un incremento de la influencia de los católicos en los gobiernos fran-

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quistas; pese a ello, España sufrió una fase de ostracismo internacional (1946-1950) por su proximidad a las potencias del Eje. El Estado franquista nació durante la Guerra Civil española (1936-1939) debido a la necesidad de los militares sublevados de dotarse de una es-tructura administrativa, una legislación y un po-der ejecutivo. Los insurrectos otorgaron el mando al general Francisco Franco, quien, tras su nombramiento como generalísimo y jefe del Gobierno del Estado español el 1 de octubre de 1936, ejerció una dictadura personal hasta su muerte. Franco concentró el poder al ser también jefe nacional del Movimiento, el partido único del régimen franquista que sustituyó a FET y de las JONS. Los fundamentos ideológicos del régimen, empa-rentados con el pensamiento de las derechas conservadoras y autoritarias de la Europa de entreguerras, fueron los siguientes: ● Aversión a la ideología liberal y burguesa y a la democracia parlamentaria, identificadas con la «masonería» y la «judeomasonería», y al mar-xismo y al comunismo. ● Nostalgia de épocas pasadas que se idealiza-ban como etapas gloriosas de la historia de Es-paña: reinado de los Reyes Católicos, reinados de los primeros Austrias, especialmente de Feli-pe II. ● Presencia del catolicismo, convertido en reli-gión oficial del Estado, en la política y en todos los sectores de la sociedad española. ● Defensa de un nacionalismo españolista exa-cerbado y excluyente que implicó la represión de los nacionalismos periféricos. El respaldo social al régimen franquista lo pro-porcionaron la clase media, los obreros sin filia-ción política, el campesinado del norte y centro del país, los grandes terratenientes y la mayor parte de la élite económica y política, además de quienes pertenecían a las instituciones clave del régimen: la Iglesia, el Ejército y el partido único (FET y de las JONS). La Iglesia católica desem-peñó un papel de primera importancia en la legi-timación del franquismo y sus instituciones, especialmente en la educación y las costumbres. Además, el régimen se valió de dos organizacio-nes para extender su control a las élites políticas: la Asociación Católica Nacional de Propagandis-tas (ACNP) y el Opus Dei.

Por su parte, FET de las JONS disponía de una serie de organizaciones a través de las cuáles mantenía su influencia en diferentes ámbitos de la sociedad. Una de ellas era el Frente de Juven-tudes, que organizaba actividades de ocio y adoctrinamiento político para niños y jóvenes. La Sección Femenina propagaba valores conserva-dores entre las mujeres españolas mientras el Sindicato Español Universitario (SEU), al que debían afiliarse los estudiantes, difundía la ideo-logía falangista en el ámbito universitario. El sistema de propaganda del régimen se apoyó en una red periodística de ámbito nacional, pro-piedad del Movimiento, y en medios audiovisua-les como el NO-DO (Noticiarios y Documentales), que se proyectaba en las salas de cine de toda España como medio de propa-ganda del Estado franquista. El germen del nuevo Estado fue el primer Go-bierno presidido por Franco y formado en febrero de 1938. La figura más relevante hasta 1942 fue Ramón Serrano Súñer, ministro de Gobernación, quien diseñó un Estado de tinte fascista (nacio-nalsindicalista, en el lenguaje franquista). El nue-vo partido único, FET de las JONS, dio cierta cobertura formal en el Gobierno y en el resto de los organismos estatales pero no llegó a conver-tirse en un movimiento de masas. En esta prime-ra época se combinaron en los gobiernos ministros de las diferentes facciones o «familias» del régimen, con predominio de los falangistas y los militares y participación de los monárquicos (tanto carlistas como alfonsinos) y los católicos. Estos últimos pertenecían generalmente a la Asociación Católica Nacional de Propagandistas (ACNP); más tarde fueron reclutados en el Opus Dei. Este primer Gobierno franquista adoptó una serie de medidas reaccionarias dirigidas a controlar la prensa, suprimir el pluralismo político, legalizar la pena de muerte, restablecer el catolicismo como religión oficial y abolición de medidas laicas de la Segunda República, especialmente en materia de educación y matrimonio (se anularon las sen-tencias de divorcio dictadas durante la Segunda República). En los primeros años del nuevo Estado se apro-bó una amplia legislación que proporcionó forma-lidad jurídica al régimen. Con excepción del Fuero del Trabajo (1938), las primeras leyes tenían como objetivo la represión de los enemi-gos ideológicos: Ley de Responsabilidades Polí ticas (1939), Ley para la Supresión de la Maso-nería y el Comunismo (1940), Ley para la Segu-ridad del Estado (1941) y Ley de Represión

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del Bandidaje y el Terrorismo (1947). A partir de 1942 se aprobaron las Leyes Fundamentales dirigidas a consolidar el Estado: Ley Constitutiva de las Cortes (1942), Fuero de los Españoles (1945), Ley de Referéndum Nacional (1945), Ley de Sucesión a la Jefatura del Estado (1947). En 1942 salió Serrano Suñer del Gobierno debi-do a las críticas de los militares y al retroceso de Francia y Alemania en la Segunda Guerra Mun-dial. Como consecuencia, y sobre todo a partir de 1945, el sector falangista perdió influencia en el Gobierno y lo ganaron los católicos, represen-tados por la ACNP (hasta mediados de la déca-da de los años 50). Los símbolos de corte fascista, como el saludo oficial brazo en alto, desaparecieron de la vida política española. En el régimen comenzó a destacar el militar Luis Carrero Blanco, cuyo primer cargo fue el de sub-secretario de la Presidencia. En 1957 el régimen llevó a cabo algunos cam-bios tras las protestas universitarias del año an-terior. Llegó al Gobierno un nuevo grupo de políticos, también católicos pero ahora del Opus Dei, que fueron conocidos como tecnócratas. Eran especialistas en gestionar determinadas áreas de la economía y no estaban significados ideológicamente exceptuando su fidelidad al franquismo. Falangistas y militares fueron des-plazados del Gobierno en favor de los tecnócra-tas; Carrero Blanco aumentó su influencia. A finales de la década de los años 50 el Estado franquista se consolidó con nuevas leyes, como la Ley de Principios del Movimiento Nacional (1958). En la última etapa del franquismo (década de 1960 y primeros años de la de 1970) el creci-miento económico y los cambios sociales convi-vieron con el inmovilismo institucional y la represión política. Los tecnócratas siguieron siendo el grupo más influyente y se promulgaron nuevas leyes: la Ley Orgánica del Estado (1967) y la Ley de Prensa e Imprenta (1966), que su-primía la censura previa. En 1969 se produjo el nombramiento de Juan Carlos de Borbón como sucesor de Franco a título de rey. A partir de 1967 el régimen endureció su repre-sión y se produjo el escándalo MATESA (empre-sa favorecida por el Gobierno con créditos a la exportación que realizó operaciones fraudulen-tas); como consecuencia se nombró un nuevo Gobierno con Carrero Blanco como vicepresi-dente. Se produjo un enfrentamiento interno entre los inmovilistas (que se negaban a que el

régimen introdujera reformas) y los aperturistas (partidarios de las reformas). En 1973 Carrero Blanco, que se postulaba como garante del fran-quismo tras la muerte del dictador, fue asesina-do. El último gobierno de Franco estuvo presidido por Carlos Arias Navarro, representante de la «línea dura» del franquismo, que apartó a los tecnócratas del poder y fue incapaz de conciliar unos propósitos teóricamente aperturistas con una represión práctica. Finalmente, en noviem-bre de 1975 murió Franco. La política exterior del nuevo Estado se enmarcó inicialmente en la Segunda Guerra Mundial, en la que oficialmente España era no beligerante. Sin embargo, existió una clara afinidad con la Italia fascista y la Alemania nazi, que habían apoyado a Franco en la Guerra Civil española. En 1940 Franco y Hitler se entrevistaron en Hendaya (Francia) y acordaron la entrada de España en el conflicto mundial, aunque la propaganda oficial aseguró que el general español se había nega-do. Sin embargo, el desarrollo de la guerra pos-puso la entrada de España, que no se llegó a producir. A cambio, el Gobierno franquista sumi-nistró materias primas a las potencias del Eje, cooperó en la invasión de la URSS enviando una unidad militar formada por más de 4 000 volunta-rios (División Azul) y permitió los bombardeos sobre Gibraltar. Tras la Segunda Guerra Mundial el nuevo minis-tro de Asuntos Exteriores, Alberto Martín Artajo, se propuso acercarse a los vencedores del con-flicto mundial para romper el aislamiento interna-cional que sufría España ya que al terminar el conflicto mundial la ONU condenó el régimen franquista y el país fue bloqueado diplomática y económicamente. Esta situación fue aprovecha-da para realizar (diciembre de 1946) una concen-tración masiva de apoyo a Franco. Sin embargo, la política exterior del régimen y el nuevo contexto internacional de guerra fría (en la que imperaba el anticomunismo en el bloque occidental) llevó a los Estados Unidos a acercar-se al Estado franquista y a restituir a su embaja-dor en España (1950). Desde este año, las relaciones entre España y Estados Unidos mejo-raron sensiblemente; así, en septiembre de 1953 firmaron una serie de pactos que permitían a los estadounidenses construir bases militares en varios puntos de España. España se convirtió de esta manera en un satélite de Estados Unidos y fue admitida en la ONU en 1955. En 1959 el propio presidente estadounidense, Dwight D.

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Eisenhower, visitó nuestro país. En 1953 el Estado español firmó un Concordato o acuerdo con la Santa Sede; se confirmaba la confesionalidad católica del Estado y a cambio Franco podía presentar al papa a los candidatos a obispos. De esta manera, se favorecía la aper-tura internacional el régimen franquista. En la década de 1960 España solicitó el ingreso en la Comunidad Económica Europea (CEE); aunque no lo consiguió debido al carácter dicta-torial del régimen, se firmaron acuerdos comer-ciales con varios países europeos. En 1968 Guinea Ecuatorial se independizó de España; al año siguiente se cedió Ifni a Marruecos. Poco antes de la muerte de Franco, en octubre de 1975, el rey Hassan II de Marruecos anunció la llamada marcha verde, una invasión pacífica de civiles del Sahara español (actual Sahara Occidental); el Gobierno español cedió la colonia a Marruecos y a Mauritania. Al terminar la Guerra Civil muchos españoles se exiliaron, aunque algunos regresaron en los años siguientes. Los exiliados se encaminaron a Fran-cia y México y, en menor grado, a África del Nor-te, a la URSS y a otros países iberoamericanos. El estallido de la Segunda Guerra Mundial y el avance nazi provocó que numerosos exiliados acabasen en campos de concentración alema-nes. El exilio, además, afectó a una importante población activa y a muchos intelectuales (escri-tores, artistas, catedráticos, científicos…) que desarrollaron sus carreras profesionales en el exterior, especialmente en Francia y en varios países hispanoamericanos. Durante la década de los 40 gran parte de la oposición al franquismo se encontraba en el exilio, donde se mantuvieron varias instituciones republicanas, cada vez más debilitadas. Se in-tentó crear una institución común, la Alianza Nacional de Fuerzas Democráticas, para agluti-nar a toda la oposición. Sin embargo, siempre se aisló a los comunistas y los opositores al fran-quismo siguieron muy desunidos. La división y la debilidad de la oposición impidieron aprovechar la coyuntura internacional entre 1944 y 1947, favorable al antifranquismo.

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Opción B

Cuestiones 1 Las invasiones bárbaras. El reino visigodo: instituciones y cultura. A partir del siglo III se inició la decadencia del Imperio romano debido a la crisis del sistema esclavista (que redujo la mano de obra) y la impotencia de las autoridades romanas para controlar sus ejércitos (lo que les obligó a recurrir a mercenarios bárbaros, es decir del exterior del Imperio). En el siglo IV el Imperio romano se dividió en dos: el de Oriente y el de Occidente; a partir del siglo V la mitad occidental del Imperio pasó a ser controlada por los bárba-ros. En el caso de Hispania, en el año 409 bandas de suevos, vándalos y alanos (pueblos bárbaros procedentes de más allá del Rin) penetraron en la Península ibérica como aliados de alguno de los bandos romanos enfrentados entre sí. Estos pueblos se instalaron en el oeste y sur peninsu-lar. Los emperadores romanos intentaron conte-ner la invasión pero, finalmente, hubieron de recurrir a la colaboración de otro pueblo bárbaro (en este caso, procedente del norte del Danubio), los visigodos. Los reyes visigodos negociaron con el emperador romano (año 416) y este les permitió asentarse en el sur de las Galias (actual Francia) a cambio de que acabasen con los bár-baros de la Península ibérica. De esta forma, nació el reino visigodo de Tolosa (hoy Tolouse, en Francia). La ocupación visigoda de la Península señala el inicio de la Edad Media en España. En una pri-mera etapa (416-507) los visigodos acabaron con los alanos y obligaron a los vándalos a emi-grar al norte de África (donde formaron un reino que controló durante algún tiempo varias islas del mar Mediterráneo occidental). De manera gradual, los visigodos aprovecharon la división del Imperio romano para entrar en la Península. Las zonas menos romanizadas de España per-manecieron fuera de su control, ya que los sue-vos quedaron recluidos en el noroeste peninsular mientras que los pueblos montañeses del norte peninsular quedaron prácticamente independien-tes. En el norte de las Galias apareció el reino franco, también bárbaro, lo que obligó a los visi-godos a desplazarse hacia la Península ibérica. En el año 507 los francos derrotaron a los visigo-dos en Vouillé, cerca de Poitiers (Francia). Como consecuencia, el reino de Tolosa se derrumbó. En una segunda etapa los visigodos crearon el reino de Toledo (507-569) y ocuparon la costa

peninsular desde Cádiz hasta Valencia, incluidas las islas Baleares, tras destruir el reino vándalo del norte de África. En una tercera etapa (569-711) el reino de Tole-do consolidó su dominio de la Península. El prin-cipal impulsor de la consolidación fue el rey Leovigildo, que conquistó el reino suevo del no-roeste; sus sucesores sometieron los enclaves costeros del sur peninsular que estaban en ma-nos de los bizantinos. En el año 625 toda la Pe-nínsula quedó en manos visigodas. Los reyes visigodos habían sido caudillos milita-res con una autoridad muy limitada que dependía de la fuerza. El rey Leovigildo (569-586) fue el primero en ceñir una corona y símbolos reales; acuñó monedas con su efigie y asoció a sus hijos como corregentes, Sin embargo, fue asesinado y la monarquía visigoda nunca llegó a ser heredita-ria. En el reino de Toledo se promovieron algunas iniciativas legislativas encaminadas a crear un Estado basado en el derecho romano aunque con aportaciones visigodas. Así, el rey Leovigildo amplió y mejoró la recopilación de leyes romanas que había realizado Alarico II en el reino de To-losa (Lex Romana Visigothorum). Finalmente los reyes Chindasvinto y Recesvinto compendiaron la legislación en el Iudiciorum. Los monarcas visigodos buscaron la colabora-ción de la Iglesia católica peninsular, que era una institución fundamental para la gobernación y administración del territorio y también para otor-gar legitimidad y prestigio a los nuevos sobera-nos. Sin embargo, los reyes visigodos eran arrianos; el rey Leovigildo pretendió establecer una iglesia nacional arriana pero encontró la oposición de su hijo Hermenegildo, que se había convertido al catolicismo. A Hermenegildo le apoyaron parte de la aristocracia y del clero del sur peninsular; la revuelta fue sofocada pero su hermano Recaredo, al convertirse en rey, decidió convertirse al catolicismo y promover una Iglesia católica nacional. La conversión de Recaredo al catolicismo se produjo en el III Concilio de Tole-do (589). Los sucesores de Recaredo continua-ron celebrando los concilios toledanos; en el IV Concilio de Toledo (633) se consagró el principio de monarquía electiva: el sucesor a rey sería elegido de común acuerdo por los obispos y la alta nobleza y estaría obligado a cumplir las le-yes del reino. Los concilios se convirtieron en

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asambleas en las que, además de medidas reli-giosas y eclesiásticas, se tomaron decisiones políticas. Los visigodos dejaron en la Península un notable legado cultural; destacaron eclesiásticos como Isidoro de Sevilla, autor de varios libros y biogra-fías y de Etimologías, una recopilación enciclo-pédica de todas las ramas del saber que tuvo una enorme repercusión en la Edad Media. El arte visigodo constituyó un ejemplo destacado de arte prerrománico. En arquitectura sobresalen las pequeñas iglesias rurales del siglo VII, como las de San Juan de Baños (Palencia), San Pedro de la Nave (Zamora) y Quintanilla de las Viñas (Burgos). Son característicos de estos edificios los arcos de herradura y los capiteles tallados con escenas bíblicas; también sobresale la orfe-brería, con piezas como las coronas votivas de influencia bizantina del Tesoro de Guarrazar (Toledo). El último intento de someter a aristocracia y con-vertir a la Iglesia en un órgano administrativo dócil fue protagonizado por Chindasvinto y por su hijo Recesvinto, monarcas visigodos de media-dos y finales del siglo VII. Pretendieron crear un Estado centralizado y sacralizado en el que el rey era un vicario de Dios en la tierra y tenía el apoyo de una aristocracia fiel. Sin embargo, la recesión de la economía, la conflictividad social y las malas cosechas aumentaron las luchas inter-nas entre los visigodos; en el año 711, una de las rebeliones de nobles visigodos proporcionó la excusa para el desembarco en Algeciras de una expedición musulmana. Rodrigo, el último rey visigodo, fue vencido y muerto en la batalla de Guadalete Cádiz) y en apenas tres años el reino visigodo de Toledo se desmoronó. 2 Los reinos cristianos en la edad media: los primeros núcleos de resistencia. A partir de la invasión musulmana del año 711, gran parte de la Hispania visigoda fue sometida a la influencia del islam. Sin embargo, su dominio no fue com-pleto. En el norte peninsular había regiones ape-nas controladas por los musulmanes en las que aparecieron núcleos cristianos independientes que, con el tiempo, constituyeron importantes reinos. Toda esta zona, ocupada por pueblos montañeses, estaba poco romanizada y cristiani-zada. Sus habitantes se agrupaban en tribus y habían luchado contra la imposición de otras formas de organización: los astures y los cánta-bros se habían enfrentado a los romanos, mien-tras que los vascones se habían opuesto a los visigodos. El islam no se preocupó demasiado por la zona noroeste de la Península, a la que consideraba poco próspera.

El primer reino que surgió en la Cordillera Cantá-brica fue el de Asturias: entre los años 718 y 722, un jefe local llamado Pelayo (de origen, proba-blemente, astur, cántabro o visigodo) promovió una revuelta en la que derrotó a los musulmanes cerca de la gruta de Covadonga (Asturias). El reino astur estableció su corte en Cangas de Onís y pronto amplió su radio de acción hacia el este (Cantabria, Vizcaya, Álava) y el oeste (costa norte gallega). En el reinado de Alfonso II (791-842), la corte se trasladó a Oviedo. Este monar-ca consolidó el nuevo reino restableciendo la legislación visigoda y organizando la Iglesia cató-lica local con independencia del arzobispado de Toledo. Al otro lado de los Pirineos se encontraba el reino de los francos, que logró detener el avance del islam en la batalla de Poitiers (732). En la frontera entre al-Ándalus y el reino de los fran-cos, desafiando a estos dos poderes, surgieron diversos estados pirenaicos. Así, en el Pirineo occidental apareció el reino de Pamplona, que alcanzó su independencia hacia el año 905 con Sancho Garcés I. En los altos valles del Pirineo central se formaron desde el siglo IX los conda-dos de Aragón (llamado así por el río que lo atra-vesaba), Sobrarbe y Ribagorza. Por último, en el Pirineo oriental se constituyeron numerosos con-dados: Barcelona, Gerona, Pallars, Rosellón, Cerdaña y Urgell, entre otros. El conde de Barce-lona, Wifredo I, logró imponer, desde el año 878, su hegemonía al resto de los condados, que fueron independizándose del reino franco. En los siglos siguientes, los núcleos cristianos fueron ganando terreno a al-Ándalus a lo largo de un proceso histórico discontinuo (la Recon-quista), que se aceleró como consecuencia de la disolución del califato de Córdoba (primer tercio del siglo XI), la desaparición del imperio almorá-vide (mediados del siglo XII) y el fin del poder almohade (primera mitad del siglo XIII). 3 Los Reyes Católicos. La conquista del reino Nazarí y la incorporación del reino de Nava-rra. Con la unión dinástica de los reinos de Casti-lla y Aragón, la toma de Granada en 1492 y la incorporación de Navarra a la Corona de Castilla en 1515, quedó prácticamente concluida la unifi-cación territorial de la Península Ibérica. Se con-sumó durante el reinado de Felipe II (1580) con la incorporación de Portugal y se mantuvo vigen-te durante casi un siglo, hasta 1668. La victoria en la Guerra de Granada (1481-1492) fue, para sus contemporáneos, el logro más im-portante de los Reyes Católicos, ya que supuso el fin del poder del islam en la Península Ibérica. La campaña contra el reino nazarí no comenzó

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de una forma planificada, sino que fue, en buena medida, improvisada. Su desarrollo puede divi-dirse en tres fases:

● Conquista de Alhama (1481-1484). La con-quista de Zahara por los musulmanes (1481) fue contestada por una expedición dirigida por el marqués de Cádiz, quien se apoderó de Al-hama (1482). En su defensa y avituallamiento fue necesaria la intervención de los monarcas, quienes, además, asediaron otras plazas fuer-tes y realizaron diferentes incursiones en las vegas granadinas. Las operaciones castella-nas se vieron favorecidas por la guerra civil entre los pretendientes al trono nazarí. Los Reyes Católicos compraron el apoyo de uno de ellos, Boabdil. ● Toma de Málaga (1485-1487). Tras ser ais-lada y sufrir un asedio durísimo, la ciudad fue ocupada, y la población musulmana, sometida a la esclavitud. ● Rendición de Granada (1488-1492). El resto de las plazas del reino nazarí se entregaron sin apenas ofrecer resistencia, con la excep-ción de Baza (1489). Se firmaron unos acuer-dos públicos con Boabdil, el último rey nazarí, aunque es muy probable que este negociara unas condiciones secretas favorables para él. La víspera del día de la entrega de la ciudad, el 2 de enero de 1492, Boabdil permitió la en-trada de tropas castellanas para que ocuparan la Alhambra y evitaran un motín de sus habi-tantes. De esta forma, el antiguo reino nazarí pasó a formar parte de la Corona de Castilla.

La Guerra de Granada combinó elementos me-dievales con otros propios de la Edad Moderna. Entre los primeros se encuentran su carácter de cruzada contra el infiel y la participación de un ejército heterogéneo (mesnadas o tropas feuda-les, soldados de la Corona, milicias concejiles y mercenarios extranjeros). Entre sus aspectos modernos figuran los siguientes: control por parte de la Corona de las operaciones militares y de la financiación (mediante la bula de cruzada, con-tribuciones impuestas a los judíos y mudéjares, créditos solicitados a la Mesta y a los concejos); importancia del contingente humano movilizado (alrededor de sesenta mil personas), y empleo de nuevas armas de fuego (artillería). En cuanto a Navarra, desde el siglo XIII, se había mantenido como un reino independiente, debido a la falta de entendimiento existente entre Casti-lla y Aragón para repartírselo. En este tiempo había estado gobernado por diferentes dinastías, casi siempre vasallas, y, por lo tanto, protegidas, de los reyes de Francia. A principios del siglo XVI,

por el contrario, Castilla y Aragón estaban unidas y no deseaban un reino controlado por Francia al sur de los Pirineos. En 1512, los sucesos se precipitaron: el rey de Francia pretendió casar a su hija con el heredero de Navarra, y Fernando dio orden de invadir el reino. La incorporación de parte de Navarra (el área al sur de los Pirineos) a la Corona de Castilla no se hizo efectiva hasta 1515, aunque se mantuvo como entidad autó-noma. El norte del reino navarro conservó su independencia hasta que se integró en Francia en el siglo XVII. 4 La monarquía hispánica de Felipe II. La uni-dad ibérica. Felipe II (1527-1598) fue el segundo de los monarcas de la dinastía de los Austrias. Tras la firma de la paz de Augsburgo en 1555, que consagró la división entre católicos y protes-tantes en Europa, Carlos V abdicó (entre 1555 y 1556) y renunció a sus dominios hispánicos y en las Indias, Borgoña e Italia, en favor de su hijo Felipe. Posteriormente, cedió sus derechos im-periales y los dominios austríacos de los Habs-burgo a su hermano Fernando I. Felipe II tenía ya experiencia de gobierno cuando accedió al trono. En 1539, con doce años, había asumido la dirección de los reinos hispánicos durante una de las ausencias de su padre con ayuda de un consejo de regencia. En el año 1543 contrajo matrimonio con María Manuela de Portugal, que no sobrevivió al parto de su primer hijo, Carlos de Austria (1545). En 1548 empren-dió un viaje por Italia, Alemania y Flandes para conocer sus dominios. En 1554 contrajo un nue-vo matrimonio con María I Tudor, cuya finalidad era lograr la unión de España e Inglaterra; los planes se vieron frustrados por la muerte de la reina cuatro años después. A diferencia de su padre, a su regreso a España Felipe II (1556-1598) no se ausentó de sus terri-torios peninsulares y estableció su corte en Ma-drid (1561). En el ámbito de la política interna, consolidó el sistema de gobierno basado en los consejos, aumentó el poder de los secretarios y se apoyó en virreyes y gobernadores para dirigir los territorios en los que estaba ausente. Asi-mismo, impulsó la Contrarreforma en España, sustituyendo una política universal por otra con-fesional. En la nueva Europa desgarrada por los conflictos religiosos, Felipe II aspiró a ser el líder de los católicos. Por último, Felipe II hispanizó la política: las decisiones eran adoptadas por un rey castellano y asistido por consejeros también españoles. Por eso el reinado de Felipe II es conocido con el nombre de «monarquía hispani-ca».

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Durante su reinado se reactivaron las rebeliones en el interior de la Península: la revuelta de los moriscos de Granada, la Guerra de las Alpuja-rras (1568-1570) fue provocada por la prohibición que se les impuso de realizar prácticas de origen musulmán; Felipe II temía que los musulmanes de la Península fueran aliados de los turcos que atacaban la costa mediterránea. Los moriscos fueron en su mayoría (unos ochenta mil) depor-tados y repartidos por Castilla. Otro conflicto fue la rebelión de Aragón (1590-1592), motivada por un enfrentamiento entre el rey y el Justicia Mayor en el que se mezclaron las intrigas de la corte y el conflicto en Flandes. El rey aplastó las protes-tas pero no abolió el cargo de Justicia Mayor ni los fueros aragoneses, pues fue muy respetuoso con las instituciones tradicionales de sus reinos. Además, la defensa a ultranza de los principios de la Contrarreforma favoreció la censura (Índi-ces de Libros Prohibidos) y la persecución de las ideas libres que, con gran dureza, llevó a cabo la Inquisición (represión de los erasmistas, arresto del arzobispo Carranza, autos de fe de Valladolid contra los protestantes, 1559), sumiendo en el retraso y el aislamiento a la ciencia y el pensa-miento españoles. El contrarreformismo tuvo sus máximas expresiones artísticas en el monasterio de San Lorenzo de El Escorial (1563-1583), en cuyo diseño participó, entre otros arquitectos, Juan de Herrera, y en la pintura de Doménikos Theotokópoulos, el Greco (El entierro del conde de Orgaz, El expolio). La política exterior de Felipe II siguió en buena parte los objetivos establecidos por su padre. Sin embargo, algunas circunstancias cambiaron:

● Inicialmente, el área de mayor interés se desplazó hacia el sur. La pérdida de los territo-rios germanos y la paz de Cateau Cambrésis con Francia en 1559 señalaban al Mediterrá-neo como nuevo foco de atención exterior. ● Entre 1578 y 1580, se imprimió un giro a la política exterior en el Atlántico debido, sobre todo, a la rebelión en los Países Bajos. En es-te conflicto entró en escena un nuevo enemi-go: Inglaterra. ● El interés por el área atlántica se vio refor-zado como consecuencia de la unión de Por-tugal con España (unión ibérica, 1580).

La prioridad de Felipe II durante las dos primeras décadas de su reinado fue la defensa del Medite-rráneo occidental frente a los turcos y los piratas berberiscos. A diferencia de su progenitor, Felipe II llevó a cabo un plan de construcción de barcos y buscó aliados que le permitieran obtener victo-

rias en el mar. Para ello, junto con el papado y la República de Venecia, constituyó la Liga Santa, cuya flota, al mando de Don Juan de Austria (hijo natural de Carlos V), consiguió una célebre victo-ria naval en el estrecho de Lepanto (Grecia, oc-tubre 1571). Esta victoria demostró que los turcos no eran invencibles, pero no impidió que la piratería berberisca continuase amenazando las costas españolas hasta el siglo XVII. No obstante, el mayor problema con el que tuvo que enfrentarse Felipe II fue la rebelión en los Países Bajos, un conflicto que se prolongó du-rante los siguientes ochenta años (1568-1648). El origen de las protestas fue la política represiva seguida con los calvinistas y el autoritarismo del monarca, quien trataba al país como una provin-cia de España y no como un Estado autónomo. A lo largo del verano de 1566 se produjeron una serie de disturbios populares y el rey envió como gobernador al duque de Alba, partidario de la intolerancia política frente a quienes defendían una posición más flexible, encabezados por la princesa de Éboli y el secretario del rey, Antonio Pérez. El duque llevó a cabo una dura represión: confiscó propiedades y ejecutó, en seis años, a más de mil personas, sin distinguir entre nobles y plebeyos, católicos o calvinistas. Un noble, Gui-llermo de Orange, logró escapar. Abrazó el calvi-nismo y se hizo fuerte en las provincias del norte (Holanda y Zelanda). De esta forma, comenzó una larga guerra (1568) que no pudo evitar la división del área: por un lado, Flandes, que com-prendía las provincias católicas del sur (las ac-tuales Bélgica y Luxemburgo, aproximadamente) y, por otro, las provincias del norte (los actuales Países Bajos) que, bajo el nombre de Unión de Utrecht (1581), se declararon independientes. Felipe II perdió «la guerra de la propaganda», ya que los holandeses difundieron a través de im-presos y folletos numerosos ataques contra la «tiranía» española; ese fue el origen de la llama-da leyenda negra. Además, el conflicto en los Países Bajos agravó las luchas por el poder en la corte. En 1578 fue asesinado Juan de Escobedo, hombre de confianza del gobernador general de Flandes, Juan de Austria, el vencedor en Lepan-to. Un año después se detuvo al presunto insti-gador del crimen, el secretario del rey Antonio Pérez, quien, sin embargo, no fue acusado del asesinato sino de corrupción. Un tercer factor que complicó la situación en los Países Bajos fue el apoyo de Isabel I de Inglate-rra a los rebeldes. Guiaban a la reina motivos políticos (frenar la amenaza española en el canal de La Mancha) y religiosos, ya que era una anti-católica convencida. La actitud de Isabel I con-venció a Felipe II de la necesidad de invadir su

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reino. Para ello necesitaba, además de una flota poderosa y la base terrestre de los Países Bajos, un gran puerto atlántico. La unión con Portugal en 1580 (unión ibérica) le permitió disponer de uno (Lisboa), además de otorgarle el control de su gran imperio marítimo (Brasil y los enclaves comerciales portugueses de África y Asia). Tras morir el rey de Portugal sin herederos, Felipe II combinó la guerra y la diplomacia para hacerse con el trono, comprometiéndose a que los asun-tos referentes a la Corona lusa fueran gestiona-dos por los naturales de este reino. Pese a esta posición ventajosa, la expedición de la Gran Armada ─apodada satíricamente por los ingleses la Armada Invencible─ contra Inglaterra (1588) fue un estrepitoso fracaso. Dos años después tuvieron lugar los sucesos de Aragón (1590-1592). En 1589, Antonio Pérez (antiguo secretario del monarca) fue acusado de asesinato. Tras ser torturado, logró huir a este reino, su tierra de origen. Perseguido por la justi-cia real y la Inquisición, el Justicia Mayor (enemistado a Felipe II a causa del nombramien-to del virrey de Aragón) amparó a Pérez. Los intentos por arrestarlo provocaron un motín en Zaragoza; tras aplastar la rebelión, el rey ordenó la ejecución del Justicia Mayor. Pérez logró es-capar. Felipe II adoptó algunas decisiones favo-rables al poder real, como la jurisdicción sobre el condado de Ribagorza y la potestad de elegir virreyes pero respetó la esencia de los fueros e instituciones tradicionales de Aragón. 5 Los Austrias del siglo XVII. Gobierno de vali-dos y conflictos internos. También conocidos como Austrias menores, no gobernaron perso-nalmente sus reinos sino que se apoyaron en validos (favoritos o privados), personas que go-bernaban en su lugar y constituían el blanco directo de las críticas, dejando a salvo la figura del monarca. El cargo de valido no era institucio-nal sino fruto de un nombramiento; su poder residía en la confianza que el rey había deposi-tado en una persona; cuando esa confianza des-aparecía el valido perdía todo su poder. Los validos sufrieron las críticas de los nobles (que a menudo fueron desplazados), los letrados que gestionaban las secretarías del rey (ya que los validos proporcionaban puestos en la Admi-nistración a sus partidarios) y las clases popula-res (que identificaban al valido con la decadencia y los problemas del reino). El sistema de go-bierno de los validos provocó un gran distancia-miento entre el rey y sus súbditos. El primero de los validos fue el duque de Lerma, que ejerció su poder durante la mayor parte del reinado de Felipe III (1598-1621); en 1618 el duque de Lerma perdió la confianza del monarca

y fue reemplazado por su hijo, el duque de Uce-da. Ambos validos intentaron gobernar prescin-diendo de los consejos, creando juntas (comités segregados de los consejos para tratar asuntos específicos) y rodeándose de parientes y amigos a los que dieron los mejores cargos (sistema de patronazgo y clientela); era un vínculo social y político, una relación de protección y dependen-cia en la que el patrono (en este caso el valido) otorgaba favores y protección al cliente, que le guardaba fidelidad y le servía. El duque de Lerma aprovechó su cargo para enriquecerse; no obtuvo grandes éxitos como gobernante ni emprendió reformas. La medida más relevante que adoptó Lerma fue expulsar a los moriscos (1609 y 1614), a los que considera-ba falsos conversos difícilmente adaptables a la sociedad cristiana. Esta medida afectó negati-vamente a la economía agraria, sobre todo en Valencia y la Corona de Aragón. Para compen-sar a los terratenientes por la pérdida de mano de obra morisca se les permitió que impusieran duras condiciones a los repobladores de sus tierras y renegociaran sus deudas suspendiendo los pagos a sus acreedores. El rey Felipe IV (1621-1665) confió en un nuevo valido, el conde-duque de Olivares. Este em-prendió una ambiciosa política de reformas fisca-les que pretendió imponer de forma absolutista. Uno de sus objetivos era conseguir que los reinos no castellanos de la monarquía aumenta-ran sus contribuciones. Para ello diseñó el pro-yecto Unión de Armas por el cual se crearía un ejército de 140 000 hombres, reclutado y mante-nido por cada reino en función de sus recursos demográficos y económicos. Este proyecto cho-có con la realidad de la crisis económica y social y la resistencia de los reinos y sus fueros y privi-legios. Tras muchas discusiones y presiones, el rey aceptó una rebaja en la contribución por par-te de los reinos y que fuera en metálico y no en soldados; Cataluña se negó a realizar su aporta-ción y quedó al margen de la Unión de Armas. Otro proyecto de Olivares fue la implantación del nuevo impuesto sobre la sal en 1631. Se intentó aplicar en Castilla para todos los súbditos pero suscitó la oposición del clero (que veía peligrar su inmunidad fiscal) y de la nobleza (que ya pro-porcionaba soldados). Se opusieron también al impuesto sobre la sal territorios con exenciones fiscales, como el señorío de Vizcaya, donde gran parte de la población se dedicaba a la salazón de pescado. Como consecuencia, se produjo en Vizcaya una rebelión popular (1631-1632) contra las oligarquías de las ciudades y los recaudado-res de impuestos. Finalmente, el impuesto tuvo que abolirse y sustituirse por un subsidio en me-tálico pagado por las ciudades.

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En 1635 España se enfrentó a Francia en el contexto de la Guerra de los Treinta Años (1618-1648); la frontera pirenaica peligraba y Olivares aprovechó para obligar a Cataluña a contribuir con tropas y dinero. Este principado accedió a realizar una aportación económica pero se negó a proporcionar tropas. En 1639 Olivares llevó la guerra a la frontera catalana y consiguió que Cataluña reclutara tropas y las enviara al frente. Sin embargo, también penetraron en Cataluña los tercios reales, habitualmente muy indiscipli-nados. Las protestas contra ellos se multiplicaron desde la Generalitat y el consejo de Barcelona. En mayo de 1640 estalló una rebelión de los campesinos que atacaron a los tercios concen-trados en las comarcas de Gerona; un mes des-pués se les unieron los segadors (los segadores) que estaban congregados en Barcelona con motivo de la procesión del Corpus Christi (7 de junio) y se apoderaron de la ciudad en la jornada que se conoce como el Corpus de sangre. Los representantes del rey, incluido el conde de San-ta Coloma, virrey de Cataluña, así como parte de la oligarquía y la aristocracia fueron acuchillados. La rebelión de Cataluña conducía a la guerra civil, por lo que los líderes políticos de la Genera-litat, temerosos de las represalias reales y de la radicalización social, ofrecieron el condado de Barcelona al rey de Francia, quien nombró un virrey francés y ocupó con sus tropas Cataluña; este territorio pasó a ser un escenario más de sus guerras con los Habsburgo. Finalmente, tras doce años de guerra, las tropas reales lograron entrar en Barcelona (1652) poniendo fin a la secesión. La rebelión de Cataluña debilitó a la autoridad de la corona y alentó a Portugal a rebelarse. Este país conservaba su autonomía institucional, fis-cal y económica. Portugal percibía que España no protegía sus intereses en América y la corona española alegaba que los portugueses no contri-buían económica y militarmente. Olivares, por su parte, proyectaba incorporar este reino a la Unión de Armas, aumentar sus contribuciones y situar a un virrey castellano para controlar el proceso. En 1637 se produjeron en Portugal motines populares contra los impuestos excesi-vos. En 1640 se reclutaron soldados portugueses para sofocar la rebelión catalana y se intentó movilizar a la nobleza portuguesa liderada por el duque de Braganza. La nobleza portuguesa se negó a colaborar en la represión de la rebelión catalana y además se sublevó (diciembre de 1640) proclamando rey al duque de Braganza con el nombre de Juan IV. La guerra se prolongó hasta 1668, año en el que la corona española reconoció la independencia del reino portugués.

La guerra con Portugal hizo que Olivares exigiera a los nobles de los diferentes reinos que contri-buyeran a las campañas militares aportando dinero y tropas; la mayoría de la nobleza respon-dió abandonando a la corte y al rey. En 1641 se produjo una rebelión en Andalucía liderada por el duque de Medinasidonia, primo de Olivares y cuñado del rey de Portugal, con la intención de hacer de Andalucía un reino independiente. En 1643 Felipe IV destituyó al conde-duque de Olivares; en la última etapa de su reinado evitó entregar el poder a un solo favorito. Sin embar-go, las sublevaciones y tumultos prosiguieron en la Corona de Aragón y Valencia; en Italia en 1647 se produjo un motín en Palermo (Sicilia) y después se sublevó Nápoles. Ambas rebeliones fueron reducidas por las tropas españolas auxi-liadas por gran parte de la nobleza local. La re-belión de Nápoles adquirió un tono de revuelta campesina que se enfrentó con los notables de la ciudad y el propio virrey. Como consecuencia, los impuestos impopulares fueron abolidos en 1648. Por último, entre 1647 y 1652 se produje-ron disturbios en distintos puntos de Andalucía contra las oligarquías y nobles locales, los im-puestos y las subidas del precio del pan. En la última etapa del gobierno de los Austrias ejerció la regencia Mariana de Austria (1665-1675) y, por último, reinó Carlos II (1575-1700). En este período los fueros se respetaron porque se produjo un neoforalismo, un acuerdo no escri-to entre los reinos y la corona para no enfrentar-se ni ampliar los impuestos; también se respetó la autonomía de los territorios. Se produjo también un neofeudalismo, ya que los nobles pasaron a controlar la monarquía. El nú-mero de títulos aristocráticos se multiplicó porque conllevaba el acceso a cargos y privilegios. El personaje que encarnaba el neoforalismo y el neofeudalismo fue Juan José de Austria, hijo ilegítimo de Felipe IV, que había adquirido pres-tigio en las campañas militares de la monarquía. Con el apoyo de la Corona de Aragón y la aristo-cracia entró en Madrid con un ejército de 15 000 hombres y se autoproclamó primer ministro po-niendo fin al gobierno de los validos. A su muerte le sucedieron otros aristócratas (duque de Medi-naceli y conde de Oropesa) que intentaron impo-ner una serie de medidas económicas y políticas: control del desorden monetario, creación de un organismo de Hacienda, anulación de numero-sos juros, recorte de cargos, etcétera. Sin em-bargo, los grupos afectados por las reformas se resistieron y las medidas se quedaron en proyec-tos.

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En la última década de gobierno de los Austrias renacieron los disturbios sociales en Cataluña (revuelta de los barretines), Valencia (Segunda Germanía), Valladolid y Madrid. En esta última ciudad se produjo el motín de los gatos, que provocó la dimisión de Oropesa y del corregidor de la ciudad. El último rey Austria, Carlos II, murió sin descen-dencia dejando la corona a Felipe de Borbón, nieto de Luis XIV de Francia. Sin embargo, la oposición de muchas potencias europeas dio lugar a la Guerra de Sucesión (1701-1715). 6 La España del siglo XVIII: reformas de la organización del Estado. La monarquía cen-tralista. Los primeros años del siglo XVIII estuvie-ron marcados en España por el cambio de la dinastía de los Austrias por la de los Borbones. Estos se caracterizaron por imponer un modelo de Estado centralista de acuerdo con el modelo francés. Durante la Guerra de Sucesión (1701-1715), los reinos españoles orientales se habían alineado con el pretendiente austriaco, por lo que Felipe V (1700-1746) ordenó la supresión de sus institu-ciones y privilegios vigentes desde hacía siglos. Se aplicaron para ello los Decretos de Nueva Planta en los reinos de Valencia y Aragón (1707), Mallorca (1715) y Cataluña (1716). Estos decretos eliminaban los fueros, las Cortes y sus diputaciones, incluida la Generalitat, los tradicio-nales concejos municipales, el cargo de Justicia Mayor, el sistema fiscal y monetario propio de cada reino y el Consejo de Aragón. En su lugar se impusieron, en líneas generales, las leyes, instituciones y cargos de Castilla. Los virreyes fueron suprimidos y la lengua catalana quedó recluida a la esfera privada. Además, se elimina-ron las aduanas y puertos secos que obstaculi-zaban el comercio interior. Pese a todo, la igualdad entre los reinos no fue total. Los orientales conservaron buena parte de su derecho civil y costumbres locales y se renun-ció a imponerles el sistema fiscal castellano, estableciéndose un impuesto único (catastro, en Cataluña; única contribución, en Aragón; equiva-lente, en Valencia, y talla, en Mallorca). El reclu-tamiento de tropas en estos reinos no pudo llevarse a cabo debido a la oposición popular. Por su parte, en el País Vasco y Navarra se mantuvieron vigentes sus fueros y aduanas (es-tablecidas a la altura del río Ebro). Navarra, además, conservó sus Cortes y su virrey. Asimismo, estos decretos respondían al deseo de Felipe V de emprender reformas que condu-jesen a la unidad administrativa de sus dominios y a una mayor centralización. El sistema tradicio-

nal de gobierno de los Austrias fue relegado. El Consejo de Castilla pasó a serlo de todo el reino y los secretarios se convirtieron en funcionarios imprescindibles en el Gobierno. Más adelante, durante el reinado de Carlos III se creó la Junta Suprema de Estado (1787), precedente del Con-sejo de Ministros. En cuanto a la administración territorial, se crea-ron nuevas figuras políticas y administrativas como representantes de la autoridad real: los intendentes y los capitanes generales. El cargo de intendente (que ya existía en Francia) se es-tableció en 1711, durante la Guerra de Sucesión. Aunque fue suprimido en algunas ocasiones, quedó establecido definitivamente a partir de 1749. Los intendentes controlaban una circuns-cripción de tamaño medio (precedente de la pro-vincia), en cuya capital debían residir. Este cargo conllevaba atribuciones administrativas, fiscales y judiciales y, en algunos casos, militares (inten-dentes del Ejército o de Guerra). Eran nombra-dos por el secretario de Estado, a quien debían informar de la situación de su jurisdicción. Los capitanes generales ejercían el mando en las áreas más delicadas desde el punto de vista defensivo; en los reinos orientales reemplazaron a los virreyes. Además, tenían funciones milita-res y judiciales, pues generalmente presidían la Audiencia territorial. Durante el reinado de Carlos III (1759-1788) se crearon tres nuevos cargos en los ayuntamien-tos, elegidos por los ciudadanos, para que los protegieran y velaran por sus intereses: el procu-rador síndico personero (portavoz de los veci-nos), el diputado del común, que vigilaba los abastos (o aprovisionamiento de víveres) y los alcaldes de barrio (encargados del cumplimiento de las ordenanzas). Sin embargo, estos cargos fueron pronto absorbidos por las oligarquías que controlaban las funciones municipales. Los primeros Borbones establecieron también unas Cortes únicas que reunían a representantes de todos los territorios de España (con excepción de Navarra). Tras la Guerra de Sucesión única-mente se convocaron a Cortes en tres ocasiones con motivo de la jura del heredero al trono. Otra tarea que emprendieron fue reformar el Ejército y la Armada. Para ello, sustituyeron los antiguos tercios por una nueva unidad de combate, el regimiento y establecieron varias modalidades de reclutamiento para formar un Ejército permanen-te. Se creó también la Guardia Real, formada sobre todo por extranjeros. Igualmente, se cons-tituyó una armada poderosa para la defensa de la ruta hacia las Indias y de los intereses españo-les en el Mediterráneo.

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Los Borbones también aplicaron en España el regalismo, es decir el control estatal sobre la Iglesia. Así, se firmó un convenio o concordato con la Santa Sede que concedía a la corona el derecho del patronato universal: el rey presenta-ba al papa sus candidatos a obispos y otros car-gos eclesiásticos. Además, España ingresaría en las arcas estatales las rentas de los obispados que quedasen vacantes. Finalmente, los Borbones impusieron una nueva política económica basada en la doctrina del mercantilismo, que concedía al Estado un papel significativo como impulsor de la economía. El objetivo era la mejora del bienestar de la pobla-ción y el incremento de los recursos estatales. Con este fin se reformaron los impuestos y se elaboró el catastro de Ensenada, una relación exhaustiva de todos los recursos y riquezas exis-tentes. También se recuperaron para el Estado los impuestos arrendados a particulares. Las mayores inversiones se dedicaron al Ejérci-to, al mantenimiento de la corte y a la construc-ción de grandes palacios en Madrid, Aranjuez y La Granja de San Ildefonso. También se crearon reales fábricas (tapices, porcelanas, vidrios…), es decir grandes talleres exentos de impuestos y de derechos de aduana que pretendían exportar sus productos y constituir un negocio rentable. Las obras públicas conocieron un gran impulso, sobre todo en época de Ensenada: construcción de infraestructuras de transporte y comunicación desde la periferia hacia el interior.

Fuente histórica El mapa representa la situación de la Guerra Civil (1936-1939) en España (Península Ibérica, Islas Baleares, Islas Canarias y posesiones es-pañolas en el norte de África) en marzo de 1937, es decir a nueve meses del inicio del conflicto. En marzo de 1937 el bando sublevado o nacional había ocupado casi toda la mitad norte peninsu-lar (con excepción del este) y la franja compren-dida entre Oviedo y Bilbao; también dominaban las Islas Baleares, las Islas Canarias y el norte de África; el oeste peninsular estaba en manos de los sublevados, con excepción del área com-prendida entre los ríos Tajo y Guadiana. Respec-to a las ciudades, la mayoría estaban también en manos del ejército franquista. La sublevación había comenzado el 17 de julio de 1936 en Marruecos, donde se encontraba la mayor y mejor preparada guarnición del Ejército español (50 000 hombres). El general Franco, destinado en Canarias, se trasladó a Marruecos y se puso al frente de la rebelión en África.

Entre el 18 y el 19 de julio se incorporaron a la sublevación Sevilla (al mando del general Queipo de Llano) y Cádiz (imprescindible para desem-barcar las tropas procedentes del norte de Áfri-ca). Aparte de las islas, quedaron sublevadas dos áreas separadas: por un lado, ambas costas frente al estrecho de Gibraltar y, por otro, Galicia-Castilla y León-Navarra. A excepción de Zarago-za y Sevilla, se trataba de zonas con una pobla-ción escasa y de economía rural. La mayor parte del Ejército, sobre todo los oficiales, se decanta-ron por los sublevados. Solo en Navarra, gracias a los carlistas, hubo un masivo apoyo popular al golpe de Estado. La sublevación, sin embargo, había fracasado en las principales ciudades y núcleos industriales, tanto en Barcelona como en Madrid, Bilbao y Valencia. La zona leal al Gobierno quedó tam-bién dividida en dos: la cornisa cantábrica y el País Vasco (excepto Álava), por un lado, y Ma-drid, Cataluña, Valencia, Castilla-La Mancha, Málaga y Murcia, por otro. Hasta marzo de 1937 se había llevado a cabo la «guerra de columnas», la marcha hacia Madrid (julio-noviembre de 1936) y la batalla en torno a la capital de España. La «guerra de columnas» la llevaron a cabo for-maciones improvisadas del ejército regular (en el bando rebelde) y de unidades de milicianos (en el republicano). El objetivo principal de los suble-vados era la toma de Madrid, pero las fuerzas de general Mola (procedentes de Pamplona) fueron detenidas al norte del Sistema Central por una inesperada resistencia (20-25 de julio de 1936). Por su parte, el ejército de África, dirigido por el general Franco, cruzó el estrecho e inició el avance a través de Extremadura, haciéndose con el control de Badajoz (agosto), Talavera y Toledo (septiembre). En el frente del norte, se produjo la toma de Irún (5 de septiembre) por las tropas nacionales, cortando así el acceso del ejército republicano del norte a la frontera con Francia e impidiendo la llegada de refuerzos por tierra. Poco después (13 septiembre) el ejército de Franco ocupó San Sebastián. La batalla de Madrid (noviembre de 1936-marzo de 1937) se convirtió en una guerra de desgaste debido a inesperada resistencia de la capital de España; Madrid rechazó un ataque frontal (no-viembre de 1936) gracias la llegada de arma-mento soviético y de los primeros contingentes de las Brigadas Internacionales. Durante los meses siguientes, Franco emprendió sin éxito varias ofensivas en los alrededores de la ciudad: el mapa refleja las batallas del Jarama (febrero de 1937) y de Guadalajara (marzo de 1937). En

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el sur, los rebeldes lograron tomar Málaga (febre-ro de 1937). Entre marzo de 1937 y marzo de 1938 se desa-rrollaron la campaña del norte y las contraofensi-vas republicanas. Ante la resistencia de Madrid, Franco cambió de estrategia y atacó el territorio republicano del norte, rico en infraestructuras industriales y recursos mineros. En primer lugar, ocupó Vizcaya: Bilbao sucumbió en junio de 1937. En los meses siguientes, cayeron Santan-der y Asturias (agosto y octubre de 1937, respec-tivamente). El ejército republicano emprendió varias ofensivas para intentar detener, o al me-nos retrasar, el avance franquista, pero solo lo logró parcialmente. Así ocurrió en las batallas de Brunete (Madrid, julio de 1937), Belchite (Zara-goza, agosto de 1937) y Teruel (invierno de 1937-1938). Entre marzo de 1938 y febrero de 1939 tuvo lugar la batalla del Ebro y la toma de Cataluña; tras neutralizar la ofensiva de Teruel, Franco desplegó un ataque a lo largo del frente de Ara-gón con la intención de alcanzar el Mediterráneo y dividir la zona republicana. En abril de 1938 logró este objetivo a la altura de Vinaroz (Caste-llón). A continuación, inició el avance sobre Va-lencia, pero el ejército republicano lanzó un ataque por sorpresa en el Ebro. Inicialmente tuvo éxito, pero Franco concentró sus tropas, detuvo la ofensiva y la convirtió en una batalla de des-gaste (julio-noviembre de 1938), cuya conse-cuencia fue el quebrantamiento definitivo del ejército popular. Tras la batalla del Ebro, se inició la ofensiva franquista sobre Cataluña (febrero de 1939), que finalizó con un gran éxodo de tropas y civiles fieles a la República. Tras la caída de Cataluña, se produjo una estabi-lización en los frentes a la espera del avance final franquista. En marzo de 1939 el coronel Casado, con el apoyo de varios oficiales y políti-cos partidarios de negociar el final de la guerra, encabezó un golpe militar contra el presidente del Gobierno, Juan Negrín, quien propugnaba la resistencia a ultranza. Así se desencadenó una breve guerra civil entre los republicanos, que se saldó con el triunfo de Casado y sus partidarios; estos entregaron a Franco la zona que estaba aún bajo su control. Las fuerzas nacionales ocu-paron Madrid el 28 de marzo de 1939 y el 1 de abril Franco declaró oficialmente el fin de la gue-rra.

Texto 1 El texto recoge algunos artículos de la Consti-tución de 1845, concretamente los relativos a las Cortes. En síntesis, les otorga el poder legislativo

(compartido con el monarca); se establece que estarán formadas por dos cámaras: el Senado y el Congreso de los Diputados. El número de senadores es ilimitado y su nombramiento de-pende del rey; el número de diputados es limita-do y son elegidos por las Juntas electorales (no por los ciudadanos directamente). Los diputados, para serlo, debían ser propietarios o aportar altas contribuciones. 2 Las ideas principales del texto son las siguien-tes: • La soberanía nacional no reside exclusivamen-te en las Cortes, ya que la potestad legislativa es compartida con el monarca. ▪ No se trata de un sistema democrático, ya que aunque Congreso y Senado tienen las mismas facultades (son colegisladoras), el número de miembros está desequilibrado a favor del Sena-do. Esta cámara no era representativa de la so-beranía nacional puesto que sus miembros eran designados por voluntad real. Los diputados tampoco son elegidos por sufragio directo sino nombrados por las Juntas electorales. Por último, la ausencia de carácter democrático de esta ley se refleja en que únicamente podían ser elegidos los ciudadanos que tenían recursos económicos suficientes; quedaban excluidas de la vida políti-ca las clases medias, los trabajadores y campe-sinos. 3 Durante la segunda etapa (1843-1868) del reinado de Isabel II, que se correspondió con su reinado efectivo, se procedió a la auténtica cons-trucción del Estado liberal. Pueden distinguirse en esta segunda etapa tres fases: la Década Moderada (1844-1854), el Bienio Progresista (1854-1856) y un período de alternancia entre los políticos moderados y los liberales de centro (1856-1868). ▪ En 1844, a los pocos meses de la declaración de la mayoría de edad de Isabel II, formó Go-bierno el general Ramón María Narváez, líder del Partido Moderado. Este partido dominaría la política española durante la siguiente década (de ahí el nombre con que es conocida). Entre los logros de esta etapa destacan los siguientes:

• Estabilidad política. Se construyó un siste-ma político estable pero oligárquico, en el cual primaba el orden sobre la libertad (liberalismo doctrinario). La clave del sistema fue la Consti-tución de 1845, que reforzó los elementos conservadores presentes en la de 1837 (cato-licismo como religión oficial del Estado, sobe-ranía compartida entre las Cortes y el rey, sufragio censitario muy restringido).

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• Centralización. El Gobierno aumentó el con-trol sobre la Administración provincial con la creación del cargo de gobernador civil. El eje-cutivo nombraba a los alcaldes de las ciuda-des más importantes, y el gobernador civil a los del resto de los municipios. La Milicia Na-cional fue suprimida y en su lugar se creó la Guardia Civil (1844). Otras reformas centrali-zadoras fueron la adopción de un sistema úni-co de pesos y medidas (el métrico decimal), la regulación para todo el país de la educación pública (plan Pidal, 1845) y la aprobación de un nuevo Código Penal (1848). • Reforma de la Hacienda. Con la Ley Mon-Santillán, de 1845, la Hacienda se modernizó, simplificando y racionalizando los gravámenes existentes. Se elaboró un presupuesto estatal general anual y se potenciaron los impuestos indirectos, especialmente los consumos, cuya abolición reivindicaron los progresistas. • Acercamiento a la Iglesia católica. Los moderados suspendieron la venta de bienes nacionales, es decir, las propiedades del clero que habían sido desamortizadas, y se firmó un Concordato (1851) por el cual el Estado debía reservar una parte de su presupuesto (dota-ción del culto y clero) para hacer frente a los gastos eclesiásticos.

Mientras se llevaban a cabo estas reformas, los moderados hubieron de hacer frente a la Segun-da Guerra Carlista (1846-1849), también llamada guerra dels matiners («madrugadores»). Se desarrolló en Cataluña y tuvo como pretexto inmediato el fracaso de la planeada boda entre la reina y el pretendiente carlista (Carlos VI). En los inicios de la década de 1850, el autorita-rismo de los gobiernos moderados se fue incre-mentando y la suspensión de las Cortes se hizo habitual. Por estas razones, a la oposición de los carlistas y progresistas se unieron el sector iz-quierdista de los moderados (puritanos) y el nue-vo Partido Demócrata (1849), desgajado del ala izquierda del progresismo. Finalmente, el descontento con los gobiernos isabelinos condujo a la Revolución de 1854, que tuvo su origen en un pronunciamiento organizado por los puritanos y ejecutado por las tropas del general Leopoldo O’Donnell. La sublevación se inició en Vicálvaro (Madrid), razón por la cual esta asonada también es conocida como la Vi-calvarada. Tras un enfrentamiento con las tropas leales al Gobierno, los insurrectos se vieron obli-gados a huir hacia el sur peninsular. Para atraer a los progresistas, el 7 de julio hicieron público el Manifiesto del Manzanares en la población del

mismo nombre (Ciudad Real). La proclama surtió efecto y la sublevación comenzó a extenderse por las grandes ciudades. Isabel II no tuvo más remedio que encargar al general Espartero (al frente de los progresistas) la formación de Go-bierno; O’Donnell se mantuvo como líder del ala izquierda de los moderados o vicalvaristas. Dio así comienzo el Bienio Progresista (1854-1856). El nuevo Gobierno restauró leyes e insti-tuciones de la década de 1830 (Ley de Imprenta, Ley Electoral, instituciones de Gobierno local, Milicia Nacional) y llevó a cabo la desamortiza-ción general (1855), promovida por el ministro de Hacienda, Pascual Madoz. Esta desamortización afectó no solo a los bienes de la Iglesia, sino también a las tierras y bienes de los municipios y del Estado. Además, se intentó consolidar un mercado de ámbito nacional e impulsar el creci-miento económico con la aprobación de la Ley de Concesiones Ferroviarias (1855) y las leyes bancarias de 1856, que dieron lugar a la creación del actual Banco de España. Ese mismo año se elaboró una nueva Constitución, similar a la de 1837, que no llegó a promulgarse. En estos años estallaron protestas en diversas industrias. Fueron organizadas por las socieda-des obreras de Barcelona y su entorno, y culmi-naron en la huelga general de julio de 1855. A este conflicto se unieron una serie de motines de subsistencia un año después, como consecuen-cia de la carestía de grano en Castilla, que fue-ron duramente reprimidos. Se produjo entonces una crisis de Gobierno. O’Donnell acabó con la resistencia armada de la Milicia Nacional, que apoyaba los motines. Desde entonces, los pro-gresistas dejaron de ser el sector más radical del liberalismo; en adelante, esa posición sería ocu-pada por los demócratas. Era el final del Bienio Progresista.