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© a los textos: Pablo Muñoz López © a la edición: Sekotia, s.l. C/ Gamonal 5, 1º18. 28031 Madrid Tel.: 91 433 73 28 www.sekotia.com Está prohibida la reproducción por cualquiera que sea su proceso técnico, fotográfico o digital, sin permiso expreso de los propietarios del copyright. PRODUCCIÓN, ARTE FINAL Y FOTOMECÁNICA HB&h, S.L. Dirección de Arte y Edición hbh@grupo–hbh.com ISBN: 978 84 96899 84 1 DEP. LEGAL: M-10827-2012

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Page 1: Está prohibida la reproducción por cualquiera que sea su ...decreciendo hasta casi desaparecer, se reanudó a coro de los jóvenes que gritaban su nombre reclamándolo “¡José!,

© a los textos: Pablo Muñoz López © a la edición: Sekotia, s.l.

C/ Gamonal 5, 1º18. 28031 MadridTel.: 91 433 73 28 www.sekotia.com

Está prohibida la reproducción por cualquiera que sea su proceso técnico, fotográfico o digital, sin permiso expreso de los propietarios del copyright.

PRODUCCIÓN, ARTE FINAL Y FOTOMECÁNICAHB&h, S.L. Dirección de Arte y Edición

hbh@grupo–hbh.com

ISBN: 978 84 96899 84 1DEP. LEGAL: M-10827-2012

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Pablo Muñoz lóPez

El legado del vínculo inglés

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E D I T O R I A L

Narrativa con Valores

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El legado del vínculo inglés

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Capítulo I

Caía la noche en Sigüenza, tras una triste y húmeda tarde de no-viembre, dando paso a una fría neblina.

En la empinada calle que sube, pasando por delante del Palacio Obispal hasta desembocar en la plaza de la Catedral, junto a una flo-ristería, había una pequeña agencia inmobiliaria. Dentro, un bisoño empleado de corbata escarlata jugaba su enésima partida de solitario virtual, apoltronado frente a la pantalla del ordenador, mientras en su rostro cuajado de espinillas se dibujaba el ansia de ver llegar las ocho, para reunirse con sus compañeros de correrías en el botellón de turno. Su jefa había adelantado su salida, dejándole sólo, por ser viernes y tener la intención de llegar pronto a su casa paterna, al sur de Ma-drid. Mientras movía el ratón e iba colocando las cartas virtuales, el muchacho se preguntaba si pasaría inadvertido un cierre de la oficina antes de la hora, o si alguien de la central de Guadalajara llamaría para verificar su presencia en el último momento.

Mientras tenía estos pensamientos, se sorprendió de repente ante la apertura de la puerta y rápidamente minimizó su clandestino juego. Se puso de pie de un salto y saludó al visitante con la mejor de sus sonrisas, ofreciéndole su ayuda y pasando a analizar al potencial cliente, como le habían enseñado en el curso que había realizado unas semanas antes.

Se trataba de un hombre de estatura media, incipiente alopecia y sienes plateadas, vestido de sport, pero con elegancia. Parecía más

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llegado para coger setas que para comprar una casa, pero su chaque-tón de una conocida marca que costaba cerca de 1.000 euros, le hizo suponer que allí había dinero.

El recién llegado se presentó:–¡Buenas tardes! Mi nombre es Héctor Luján. He visto en su pági-

na web una casita que venden aquí en Sigüenza y he decidido venir a conocerla personalmente.

–No se preocupe, seguro que tenemos lo que busca –contestó el joven.

–Sí, pero yo estoy interesado precisamente en esa y me gustaría saber si sigue en venta. Espero no haber hecho el viaje en balde.

–Bueno, pues siéntese aquí, por favor, que buscaremos en el catá-logo.

Dicho esto, el joven acercó una carpeta de anillas, dentro de la cual, una serie de fichas con fotografías en color mostraba la oferta disponible.

Apenas pasada una docena de fotos, Héctor sonrió y dijo: “ésta es, ¿podemos verla ahora?”.

El muchacho se excusó; le habló de lo avanzado de la tarde, de la falta de luz y que lo mejor sería esperar a la mañana siguiente. Finalmente, ante la insistencia del hombre, le dibujó en un plano la situación de la casa, que estaba a unos cuatrocientos metros de allí y le advirtió que desde fuera no vería gran cosa. Se citaron para el día siguiente, que por ser sábado estaría muy concurrido, en la cafetería situada enfrente de la Catedral, a las diez de la mañana.

El hombre salió precipitadamente del local, como si alguien en la negrura de la noche, le quisiera arrebatar su ansiada casa o para comprobar que efectivamente permanecía allí. Dobló la esquina inter-nándose en un laberinto de calles estrechas y entrecruzadas, que los lugareños llaman “travesañas”. Pronto dejó de mirar el mapa, aquellas calles le resultaban familiares. Algo desde sus recuerdos le indicaba dónde debía girar y dónde seguir recto.

Pronto se encontró ante una casa de dos plantas, pero de escasa altura. El hombre recordó de repente, que la vivienda se encontraba

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soterrada y para acceder a ella se descendía por tres escalones de gra-nito. Toda estaba construida en piedra y madera, con alguna obra de conservación en cemento gris, de dudoso gusto. El tejado cubierto de musgo había aguantado los envites del tiempo con dignidad.

En la casa contigua la teja había ido cediendo y lentamente se pre-cipitaba hacia el interior en una imparable ruina, sólo contestada por cuatro orgullosas columnas de roca arenisca de color rojo, en el lugar donde debió estar el patio interior romano hace ya muchos siglos. Contemplando aquel abandono, se preguntaba como se podía estar derrumbando, sin que nadie hiciera nada por evitarlo.

Al final de la estrecha callejuela, donde un utilitario pasaba con mucha dificultad, un perro abandonado de pocas chichas, comenzó a correr asustado por los petardos que un grupo de embriagados adoles-centes le arrojaba. Las detonaciones y el golpe del perro al chocarse contra él en su huida, que apunto estuvo de tirarlo, rompieron la en-soñación en que se encontraba sumido. Se sintió a punto de reprimir a los jóvenes alborotadores, pero fue capaz de contenerse a tiempo. Evitando cruzárselos, tomó el camino de la pensión “El Doncel”, que había reservado a través de Internet.

De camino a la pensión, cuando iba a recoger el coche aparcado cerca de la inmobiliaria, vio abierta la Catedral y sintió el impulso de entrar. Allí en la capilla donde se encuentra Martín Vázquez de Arce, el famoso Doncel, afloraron nuevos recuerdos de una infancia que parecía ya olvidada, pero que volvía con el olor del incienso, la cera quemada y la visión de la estatua del recostado lector, con la Cruz de Santiago en el pecho y el libro en las manos. Aquella figura le había intrigado y cautivado desde la primera vez que la vio. Ese trozo de alabastro perfectamente trabajado, había alimentado sus fantasías durante los largos veranos que pasó en los años setenta en casa de su abuela materna, a la que todos llamaban Doña Merceditas y a él le decían por supuesto, “el nieto de Doña Merceditas”.

Estaba en estos pensamientos, cuando unos pasos se acercaron, rompiendo el silencio imperante en la nave catedralicia, para detener-se justo detrás de él. Se volvió intrigado y se encontró observado por un hombrecillo menudo, de espesas cejas canosas que le contemplaba con una mirada borrosa, tras los cristales de unas gruesas gafas con

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montura de carey. El anciano que le miraba sin pestañear, vestía una negra sotana, que blanqueaba por la caspa sobre los hombros.

Héctor rompió el silencio saludando al anciano:–¡Buenas tardes!–Buenas. Disculpe, ¿es usted Hectorcito? –le preguntó el vetusto

sacerdote.–Sí, pero no me acuerdo de usted. Lo siento. No recuerdo…–Yo soy don Andrés, el antiguo deán. Me acuerdo de ti, cuando

venías con tu abuela a misa de domingo y más tarde empezaste a ser monaguillo. Recuerdo aquel día que sorprendí a José Juverías bebien-do el vino de misa a escondidas, mientras tú llorabas porque no te hacía caso cuando le decías que parara y también recuerdo…

–¡Ahora caigo! Pero, ¿todavía no se ha jubilado? –le preguntó mientras estrechaba su huesuda mano entre las suyas.

–Sí, pero ayudo con los limosneros y las lamparillas. Vivo en la Casa Sacerdotal y todos los días vengo por aquí un ratillo.

–Me alegro mucho de verle padre, ¿quiere tomar un café y charla-mos un rato?

–No gracias, hijo. Debo terminar pronto, para llegar a la cena.–Yo le invito a cenar.–No, gracias, no puedo hacerlo sin haber avisado, pero si quieres

mañana podemos quedar a tomar un “vermú”, antes de comer.–De acuerdo, le espero en el bar de aquí enfrente. ¿A la una le va

bien?–Perfecto, mañana nos vemos a esa hora.Se volvieron a estrechar las manos y se despidieron hasta el día

siguiente.Héctor salió del templo y se detuvo a observar sus fuertes muros,

que siempre le recordaron una fortaleza. Cogió el coche y en vez de ir a la pensión, se le ocurrió que antes iría a cenar algo, al otro edificio emblemático de la Ciudad, el castillo. Convertido en Parador de turis-mo, ofrecía la mejor oferta hostelera de los alrededores, a la vez que atracción para los visitantes y turistas.

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Cuando llegó, descendió unas escaleras hasta el comedor. Se aco-modó en el salón y pudo observar que al final de la sala había un nutrido grupo de jóvenes, que con gran alboroto daban la sensación de estar celebrando una boda. El centro de todas las bromas era un hombre más maduro que el resto, que destacaba por su jovialidad y al que se veía acostumbrado a animar las fiestas. No podía dejar de observarle, porque le recordaba a alguien que no identificaba.

Mientras le tomaron nota, y le trajeron un aperitivo de morcilla de arroz con la bebida, miraba a hurtadillas al enigmático bufón de la mesa del fondo. Tanto fue así, que una de las jóvenes del grupo se dio cuenta de su insistencia al mirar a éste y por hacer una gracia más, le dijo: “¡José, me parece que has ligado, hay un tío al lado de la puerta que no te quita el ojo de encima!”

El hombre de despejada frente, mandíbula cuadrada y anchas pa-tillas, se volvió para ver quien le observaba y exclamó: “¡Coño! Pero si le conozco, es el lameculos del Héctor”. Y de un salto se abalanzó sobre el “voyeur”, que ahora estaba devorando su “solomillo Doña Jimena”. Se plantó de jarras delante de él y a voz en grito empezó a decirle:

–¿Qué pasa contigo “pringao”?Héctor se ruborizó y el corazón se le desbocó. No le gustaban nada

las peleas.El camarero nervioso, se acercó por si había que intervenir y José

le preguntó:–¿Qué pasa?, ¿no te acuerdas de mí? Soy Juve, José Juverías el

que te enseñó las cosas que los señoritos de Madrid no aprendéis en las escuelas –se unieron en un abrazo, acompañado de fuertes palma-dotas en la espalda, por parte del lugareño.

–¡Qué casualidad, macho! Precisamente, hace un rato, en la Cate-dral, me he topado con don Andrés, el antiguo deán y hemos hablado de ti.

–Sí, claro recordando lo del vino o lo de la cera en la cerradura o aquella vez que lo dejamos encerrado en la sacristía.

–No, perdona José, tú le dejaste encerrado, yo sólo era el “tontuso” que te acompañaba en tus trastadas.

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–Bueno Hectorcito. Cuéntame, ¿qué es de tu vida?En ese momento, el vocerío del fondo de la sala, que había ido

decreciendo hasta casi desaparecer, se reanudó a coro de los jóvenes que gritaban su nombre reclamándolo “¡José!, ¡José!”.

–Lo siento, debo irme. O mejor, vente y te los presento. Son unos chavales de la Moraleja.

–No gracias. Mejor ahora te veo –y siguió con la cena.Minutos más tarde desde el grupo, que ya hacía rato estaba de-

gustando los licores de la sobremesa, fuertes vozarrones comenzaron a cantar el himno del Real Madrid, ante los abucheos del resto de la cuadrilla. El Maître, les pidió discreción, pues molestaban al resto de comensales. Poco después, ante la persistencia del vocerío, les rogó que continuaran con la sobremesa en el bar de la planta superior. Se-guidos por la mirada curiosa de todos los presentes, los alborotadores abandonaron la sala.

Al pasar junto a su antiguo amigo que degustaba unos bizcochos borrachos, Juverías le deslizó una tarjeta que había sacado de su car-tera y le preguntó:

–¿Te quedarás mucho por aquí?–En principio el fin de semana.–Dame un telefonazo, ¿vale? Me voy, creo que la rubia de la trenza

quiere algo conmigo.–¡Pero si podía ser tú hija! Desde luego... Tú igual que siempre.–Me marcho, que los pierdo.Se dieron las manos y abandonó la sala, subiendo precipitadamen-

te las escaleras.Héctor leyó la tarjeta: “José A. Juverías Fernández, Director Co-

mercial ALAS (Actividades Lúdicas y de Aventura Seguntinas)”.Pensó que no podía ser de otra forma, que un aventurero debía

trabajar en la aventura. Esbozó una sonrisa y pidió la cuenta.Al abandonar el hall del Parador, vio a su derecha a través de unos

grandes ventanales, a su viejo amigo bailando con la muchacha de la trenza a lo Travolta en “Pulp Fiction”. Pero ni siquiera se le pasó por la cabeza unirse a aquel grupo de niñitos desmadrados.

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Por fin llegó a la pensión y, tras registrarse, se acomodó en la ha-bitación y conectó su ordenador portátil. Cuando iba a meterse en la ducha, sintió curiosidad por las vistas; corrió la cortina, subió la per-siana y con el ruido de esta, una joven que esperaba en la calle, justo enfrente de la pensión, miró curiosa hacia su ventana y sus miradas se cruzaron. Era morena con el pelo recogido en un moño, delgada, vestida con falda corta, impermeable negro y medias del mismo color. Le pareció mona, y advirtió en su mirada un tono burlón, en ese mo-mento se dio cuenta de que estaba desnudo y aunque su sexo estaba oculto tras el muro, se ruborizó y corrió rápidamente la cortina.

Cuando salió de la ducha, con la toalla rodeando su cintura, no pudo evitar mirar de nuevo por la ventana y contempló el parque de La Alameda, que se extendía hacia la derecha y a la izquierda la ermi-ta del Humilladero, entonces volvió a ver la señorita de antes, que se le antojó descarada, por mirarle con tanta insistencia. Se giró y bajó la persiana pero por unos momentos, se preguntó quien sería aquella atractiva joven, llegando a pensar que podría ser una meretriz en bus-ca de clientela.

En seguida se olvidó de todo lo anterior, cuando se concentró en una operación que tenía entre manos, con un importante grupo ali-mentario belga y que debería presentar ante su consejo de dirección el miércoles siguiente.

Dos horas después se sentía agotado y pensó que por aquel día ya estaba bien. Apagó el portátil y se metió en la cama.

Pronto le envolvió una ensoñación en la que se mezclaban los re-cientes acontecimientos vividos, con recuerdos lejanos y felices de su infancia en aquellos mismos lugares. Soñó con aquella vieja casa de su abuela Merceditas. Recordó a su tío-abuelo Marcial, que en aquellas sobremesas de canícula estival, de la cual se refugiaban tras los gruesos muros de piedra, le contaba que aquella casa había per-tenecido a un comerciante romano. Y como si se tratara del cuento más maravilloso que jamás se hubo contado, le relataba como fue cambiando la casa de dueños: de romanos a visigodos, de visigodos a árabes, de árabes a judíos, de judíos a un servidor del Obispo, que al morir sin descendencia se lo cedió a la diócesis, para quedar en manos de la Iglesia hasta el siglo XIII, en el que su antepasado lo compró al

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obispado y había permanecido en la familia hasta ese día. En la his-toria cambiaban los detalles, cada vez que se la contaba, unas veces el comerciante era judío, otras romano, pero en esencia era siempre la misma.