el ahorcado del desierto y otros cuentos de ariel puyelli

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Cuentos ambientados en la Patagonia Argentina.

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© 2013 Ariel PuyelliEsta primera edición digitalfue realizada en 2013 por Ediciones GataFrida.Primera edición en papel: 2006

Lago Puelo - Chubut - Patagonia Argentina

Permitida la reproducción total o parcial previa autorización del autor.

Para comunicarse con el autor: [email protected]@blogspot.com

Tapa: «El silencio»,óleo sobre tela de Marta Sottile(Esquel).

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El ahorcadoEl ahorcadoEl ahorcadoEl ahorcadoEl ahorcadodel desiertodel desiertodel desiertodel desiertodel desierto

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Quienes conocen el desierto patagónico, dicen que no es así.Que no es desierto. O mejor dicho: que no está desierto.

Ellos aseguran que la mayoría de las personas que afirmanque “en la meseta patagónica no hay nada más que viento y llanura”,no sabe mirar. Que esa zona del país es más misteriosa y mágicaque la cordillera o la costa. Que basta con recorrer sus increíblesdimensiones para toparse, cuando uno menos lo espera, con unahondonada, un descenso abrupto en el camino o la vuelta de unaloma en los que podrá descubrir un paisaje único, extraordinario.

Con las casas y las personas sucede lo mismo. A esos que nosaben mirar, cuando van por la ruta a más de cien kilómetros porhora, las siluetas de la gente y las casas, se les escapan como lacola de un zorro en contramano. Los que no saben mirar no sabennada. Nada de nada.

Por eso tampoco creen lo que cuentan los paisanos y enmuchas oportunidades arriesgan sus vidas al no hacer caso de susprevenciones. Aunque a veces, convengamos, para poner en peligro

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la vida hay que conocer y creer en los cuentos que se cuentan porahí. Porque en estos temas, el que no sabe, a veces se salva porignorante.

¿Por conocer la historia del ahorcado es que Ramón Cuestasmurió? Eso nunca se sabrá. Este tipo de respuestas pasan por lavida como las casas del costado de la ruta. Pasan y no se puedenagarrar ni siquiera con los ojos.

A Ramón se le paró la camioneta. Un pozo de la ruta le rompióel tren delantero y ahí quedó, en el medio del desierto, a veintekilómetros del pueblo más cercano. Ramón se alegró, porque veintekilómetros en el desierto patagónico equivalen a dos cuadras decualquier ciudad. Miró el cielo. Limpio, casi como la tierra a sualrededor. Debían ser las cuatro de la tarde. Había tiempo másque suficiente para esperar que alguien lo arrimara hasta el pueblo.Si podía arrastrar la chata, mejor. No necesitó armarse de paciencia.Él era un hombre paciente. Vaya si son pacientes los paisanos.

“Hasta mañana no la podré arreglar”. Así de simple yterminante fue el dictamen del mecánico del único taller en elpueblito. “Qué macana”, dijo Ramón y miró hacia la calle. Loschicos, con sus guardapolvos blancos, demoraban la llegada a lascasitas bajas. “Sí”, concluyó el mecánico y se limpió las manos conun trapo que parecía más que sucio.

A Ramón le dijeron que el bolichero alquilaba cuartos a losviajantes. Allí fue, arremolinado de viento ahora. Por la ruta pasabanveloces los autos, los camiones, otras chatas. Ramón ni miró. Conla vista baja llegó al boliche y arregló todo con el dueño. Diez

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pesos la noche. Quince con comida. “Quince, con comida”, dijoRamón y se sentó junto a la ventana a esperar después de llamardesde el público a su mujer y avisarle que llegaría al día siguiente.“Capaz”, advirtió.

Como en cámara lenta empezaron a llegar los vecinos paracompartir naipes, aperitivos y chismes. El bolichero se encargó deque lo integraran enseguida.

“Falta envido”, dijo Ramón. “Quiero treinta y uno”, dijo elotro. “Treinta y tres son mejores”, replicó y su compañero lo abrazócomo si lo conociera de toda la vida. Risas, más barajas, cerveza,maníes de quién sabe cuándo y la hora que trajo la comida para ély los otros tres parroquianos, que se quedaron como escapándoleal viento, que ahora zapateaba en el techo de chapas del boliche.

La sobremesa trajo el cigarro, el cigarro la caña, la caña elcalor en la charla y la charla en la meseta, a la hora del cigarro y lacaña, trae los cuentos.

Ramón sabe que los cuentos son eso: cuentos. Que no lostiene que creer. Pero la caña lo embota, el cigarro lo marea, lacharla lo envuelve y el calor se le mete en la sangre. A lo mejor yahabía escuchado la historia del ahorcado. A lo mejor no. Pero esanoche fue distinta: la escuchó y la creyó.

Creyó cuando le dijeron que ocurrió ahí mismo, en las piezasdel fondo del boliche. Creyó cuando le pusieron nombre y apellidoal muerto: Rufino Sánchez. Y creyó cuando le dieron un motivo.Pero la caña emborracha la razón y el motivo se fue chiflando conel viento que se colaba por las hendijas.

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“Por ese pasillito, la anteúltima”, le dijo el bolicheroentregándole la llave de la habitación. Ramón fue otra vez con lavista baja, como queriendo evitar la cara del viento malo, ése quele mete cosas raras a la caña cuando la caña anda de vueltas porlas tripas, por las venas.

La habitación parecía un cajón de muertos, de tan angosta.Ramón se echó vestido sobre la cama. Dejó la luz prendida. Nopor miedo. Ramón no era un hombre de miedos. La dejó, nomás.

Él, de tan pocas palabras, ahora era un ventarrón de frasessueltas en la cabeza. Se las quiso sacar con la almohada, pero nohabía caso. Daba vueltas inútilmente en la cama de ese tal Rufinoque silbaba afuera la canción del viento.

“¡Váyase, hombre!”, se escuchó gritar y entonces abrió losojos. Ahí lo vio. Al pie de la cama, bien juntito contra la puerta.Prolijo, con sus bombachas limpitas y su camisa celeste como reciénplanchada. Rufino lo miraba pero no. Tenía los ojos como esosque no saben nada, que van a más de cien por la ruta y creen verlas casas y las personas pero no miran. Así estaba Rufino. A mediometro del suelo estaba.

Saltó de la cama en dirección al viento. Le dio un manotazo almuerto para que lo dejara salir, pero el hombre era pesado. No semovió. No importaba tampoco. Igual Ramón no hubiera llegado alviento.

Tuvo que entrar el chico de doce por la ventanita del baño ycorrerlo a Ramón para poder abrir la puerta. Esa mañana el vientono dijo nada. Tenía cola de paja.

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Si Ramón no hubiera creído, a lo mejor se iba a dormirderechito, no pensaba y no abría los ojos.

Pero quién sabe.

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El aguaEl aguaEl aguaEl aguaEl aguaque secaque secaque secaque secaque seca

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Y eso que don Mario le dijo que el agua no moja: “¡lo seca auno! Despacito, como de a sorbitos, lo va dejando seco. Un papelitolo deja”.

“Se va a embromar”, murmuró cuando lo despidió en latranquera. Sacudió la cabeza con la invocación a lo irremediable yse metió en la casa.

El hombre estaba contento. La casa al borde del río, al pie dela cascada mayor, era el sueño de su vida.

“Pobre don Mario –le comentó a su mujer manejando haciasu nueva propiedad-. En fin, yo sé que lo dice sin mala intención,pero ¡qué ocurrencia!”.

Don Mario echó maderitas en la cocina económica. La mujerlo miró como miran las mujeres de su tipo: en silencio. Esperó.Sabía que algo iba a decir. Y lo dijo. “Los forasteros no sabennada. Ni oír saben”. La mujer comprendió. Porque al igual quedon Mario, sabía oír.

Los dos conocían desde siempre la historia, aunque nunca la

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recordaban con palabras. Sólo de pensamiento. Ellos saben quelas palabras le dan ideas al Diablo. Y se hacen historia de verdad,con nombre y apellido.

El hombre fue advertido una vez más, pero inútilmente.“La ciudad los pone lesos. O sordos”, volvió a murmurar don

Mario.La cabaña del hombre fue tomando cuerpo, creciendo cobijo.

Los troncos se volvieron paredes y techo. Las piedras, sendero.Los árboles, sombra para la gente. Y el sueño, realidad.

“¿Usted habló con él?”, le preguntó un vecino a don Mario.No hizo falta decir nada. Otra vez la cabeza lamentaba lo inevitable.Lo fatal.

“Las cascadas son ríos que la montaña no quiere –recordó elvecino-. ¡La montaña vomita esa agua!”. Enojado, chupó con fuerzael mate y lo devolvió a las manos de don Mario, que seguía ensilencio.

“Se van a secar, sí señor”, remató el sujeto antes de que elsilencio se instalara en la cocina.

La cabaña fue terminada y ocupada por los felices propietarios.La dueña de casa comenzó los ritos habituales: una pequeña huerta,dulces caseros y recolección de flores para secarlas y hacer adornos.

“Como las flores se van a secar”, pensó don Mario cuandoentró en la cabaña acompañando al hombre, que lo necesitabapara alambrar.

Ella pensó que era el cambio de clima. “Es mucho más secoacá”, se dijo y se proveyó de cremas hidratantes. El creyó que era

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el resultado de tantos trabajos duros, al aire libre. Pero no usócosméticos.

Sin darse cuenta se fueron secando por fuera y por dentro.“Váyanse mientras les dé tiempo el agua”, le dijo una sola vez

don Mario. Pero al hombre se le habían secado por completo losoídos.

Una mañana no despertaron. No tenían cómo. Papelitos eran.Don Mario y su vecino los encontraron abrazados en la cama.Los paisanos se miraron pero no dijeron palabra.Tampoco era cuestión de decir algo que enojara al río

despreciado por la montaña. Al fin de cuentas, tanto ellos como elagua, eran parte de la misma tierra.

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El ojoEl ojoEl ojoEl ojoEl ojodel Diablodel Diablodel Diablodel Diablodel Diablo

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La tierra nos mira. Todo el tiempo. Pero no tiene ojoscomo las personas. No.

Los ojos que algunos ven en la tierra son los del Diablo.Sí, señor. En muchos lugares aparecen esos ojos. A veces uno.A veces los dos. Por ahí es donde espía el Diablo. Lo mira auno y si alguien mira el ojo, ése se pierde para siempre. AlDiablo no le gusta que lo miren, no, señor.

Don Guzmán, desde la profundidad de su ceguera, recuerdauna vez más ese instante único que muy pocas personas viven en lavida. Ese momento en el que hasta pueden oler a la misma muerte.O peor aún: cuando la muerte es quien mete sus fauces oliendosalvajemente hasta el último hálito de nuestra propia vida.

No sabíamos nada, qué íbamos a saber. Si hubiéramossabido...

Nadie sabía nada. Esas cosas no las sabe nadie. Quien creaque el Diablo avisa, bien equivocado está. El Diablo es el Diablo,no hay nada que hacerle.

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Yo le decía que a los pozones no. Que no fuéramos allá, perono por nada. Es que es difícil que haya truchas en los pozones.Salvo con la crecida. Pero ese año, otra que crecida...

La sequía de ese año se refleja en los las pupilas inertes dedon Guzmán. Hace años se le secaron las lágrimas. Ahora llorarabia. Con las manos. Con los labios bien apretados.

El viento nos quiso decir algo. Pero capaz que no se animó,¿vio? El viento no es sonso... Apenas si nos chifló algo al oído,pero estábamos contentos y cuando uno está contento, el vientoes viento nomás.

Don Guzmán suspira. Y ese suspiro es como el viento de esatarde. Quiere decir algo, pero a lo mejor no se atreve. Cuando hayque nombrar lo innombrable, hasta el viento calla.

Nada. No sacábamos nada. Cosa rara: el agua no estabaclarita como siempre. Yo le dije, pero él se rió.

El hombre pasa su mano por el rostro, se detiene en los ojosque no miran. Los frota como queriendo borrar un recuerdo.

Se puso todo negro de tormenta, pero él no se quería ir. Seguíariéndose y decía que hasta que no sacara una trucha, no volveríamosa las casas. Entonces sí, el viento se animó y nos dijo todo. Yo loescuché y se lo dije. Pero él se sacudía de la risa. Entonces, desdela piedra alta donde tiraba la línea, se asomó al pozón y lo miró delleno.

Don Guzmán deja caer las manos en su regazo en un gestoclaro de abandono. Como entregándose él mismo a la muerte. Oal recuerdo. Que en este caso es lo mismo.

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¡Volvé!, le pedí desde donde estaba yo. Pero él me miró,ahora sin reírse, con los ojos así de grandes y me respondió a losgritos que lo había visto, que estaba ahí. ¡Volvé!, insistí, pero élestaba duro, mirándolo de frente.

Don Guzmán se agita en la insistencia por vencer el pasado.No pudo llegar a tiempo entonces, tampoco lo hará ahora. Haceun silencio, como velando una sombra.

No sé si se tiró. O lo chupó. Pero el hijo desapareció comode un manotazo. No llegué. Igual me tiré. Diosito hizo que cerraralos ojos para que no me perdiera a mí también. Pero el Diablo eszorro y me empujó contra las piedras.

¿Después?Después la oscuridad esta. A él lo sacaron vacío. Ni una

risa así de chiquita tenía. ¡Ahí había uno de los ojos del Diablo,señor! ¡Lo juro por ese hijo mío que, pobrecito, lo miró defrente y se perdió! Él se perdió... Y a mí me castigó con estopara que no lo busque nunca... Que no lo busque nunca, señor...

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La uñaLa uñaLa uñaLa uñaLa uñadel duendedel duendedel duendedel duendedel duende

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No hacen ruido. Apenas si mueven las hojas cuando pasan.Copos de nieve. Suspiro blanco del bosque.

La fantasía popular se encargó de ellos benévolamente. Aveces los fogones perdonan. O no recuerdan. O desconocen.Entonces inventan la tranquilidad de las almas.

Pero no, señor. Algunas de estas criaturas no son buenas.No. Como los hombres. Como la nieve misma, que a veces estragedia en blanco vestida de silencio.

Ése siempre estuvo ahí. Mi padre y el padre de mi padre losabían y lo respetaban. Peor que el respeto a las víboras. Másmiedo le tenían. No hay sueros para esos duendes, no que yosepa, señor.

Cuando lo arañan a uno, hasta la misma muerte es buenita.También es cierto que la muerte no le tiene miedo a nada. Peroestas bestias sí. ¡Al agua le escapan! Como al mismo demonio.Por eso nunca los va a encontrar cerca del lago o de los arroyitos.Menos de las cascadas. Mucho menos. El agua no los quiere.

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Mi padre y el padre de mi padre siempre que tenían que ir albosque, llevaban agua fresca. Por las dudas. Por si acaso. Por siese duende. Yo sé que nunca lo vieron, pero cuando chico, a unole cuentan cómo son las cosas para que aprenda. Y para que tengamiedo. Porque el que no tiene miedo, señor, se manda macanascon estos hijos del Diablo.

Como Martiniano, el mayor de los Peñalva, que decía que notenía miedo, que todo eran mentiras; y esas pavadas que inventanlos que tienen la sangre demasiado caliente. Él se metía en el bosquecomo si fuera su catre, así de confiado. Y ni en el catre puedeconfiar uno cuando esas bestias andan cerca, señor. Pero él semetía. No llevaba agua, llevaba su imprudencia, porque tampocoes cuestión de andar confundiendo imprudencia con coraje.

Una vez no volvió y hubo que ir a buscarlo. ¿Quién se metíaentonces, señor? Si todos sabían lo que había adentro del bosque.El padre, qué otro. Él fue a buscarlo. Escopeta y botella de aguaen mano. “Pa´ bastón va a usar el arma”, le dijo el vecino pero elhombre ya no escuchaba. Tenía la cabeza llena de Martiniano. Elhombre tampoco volvió.

Ninguno quería entrar. La viuda, porque ya todos la creíamosviuda, lloró a los gritos tres días y tres noches. No había consuelopara esa mujer, señor.

Los únicos que se animaron fueron los parques (*). Ellos sí seaniman porque no creen en nada de lo que cuentan los paisanos.Los trajeron de vuelta en dos días.

Martiniano estaba medio muerto. El padre no. Pero los dos

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decían más o menos lo mismo: “la uña, me clavó la uña”. Y todossabemos que esos bichos no muerden ni pican. Arañan, señor. Enel peor de los casos le clavan a uno las uñas hasta el hueso y loinfectan hasta la muerte. Después también. Y eso fue lo que leshicieron a ellos.

Los pobres no se repusieron nunca. Martiniano quedópostrado, casi ciego, casi mudo. El padre volvió a andar como alaño, pero dejó de hablar y nunca más levantó los ojos, señor. Comosi prefiriera ver al mismo Diablo antes que ver a ese duende otravez. Los ojos buscaban en la tierra eso que le robó el duende.Porque el maldito seguro le arrancó un pedacito de hueso, señor.

Ellos quieren un pedacito de gente porque creen que con esovan a ser gente también. Yo no sé si eso es posible, pero que ledejan un pedacito de duende a los que agarran, sí. Eso es seguro.

Y si no, pregúntele a la gente por qué le escapaba tanto aMartiniano y al padre.

Pregúntele a la viuda, porque esa mujer es viuda aun en vidadel marido, por qué se fue de la casa y por qué Martiniano y supadre como a los dos años se fueron a vivir al bosque.

Pregúntele, señor.

(*) Guardaparques.

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El silencioEl silencioEl silencioEl silencioEl silencio

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Ustedes, los de la ciudá, no entienden estas cosas, señor.Por más que uno quiera hacerles entender, no entienden. Y seríen. Sí, señor, ustedes se ríen de estas cosas.

El vecino miraba los ojos pequeños del anciano y trataba dedescubrir tras el velo del tiempo, una señal en la cual reconocerse.Hacía más de veinte años que él habitaba esas tierras y su condiciónde forastero era tan remota que la sentía ajena. Pero los ojos delos viejos a veces esconden las señales.

En la vereda de la salita de primeros auxilios, el viento frescode la tarde opinaba como el paisano,que pitaba un cigarro conlentitud.

Y no se avisan estas cosas… Estas cosas vienen solitas,nomás. Casi sin darse cuenta uno.

Adentro estaba el cadáver. Tan pequeño como el viejo queen cada silenciosa bocanada de humo decía otras palabras.

Los tres eran vecinos. Pero decir vecinos en estas vastedadeses lo mismo que decir extraños.

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Ustedes, los de la ciudá –repitió-, no entienden estas cosas.Qué van a saber ustedes lo que es silencio, señor.

El otro, sin poder evitarlo, recordó las amplias avenidas y eltorrente humano. El olor a ciudad y el ruido. El ruido.

Ustedes dicen que el barullo los mata. Pero no, señor. Loque mata es el silencio. Lo deja sequito a uno, sin que se décuenta. Pobre el Laureano. Toda una vida con silencio. Comouna plantita lo secó.

El viejo dejó caer el cigarro y lo apagó con su bota muylentamente, como si fuera parte del rito. Adentro estaba el cadáver.Tan viejo como él. Sólo que un poco más seco.

Como una plegaria o un secreto, el paisano dijo en un susurro:Lo va comiendo a uno. ¡Qué digo comiendo! Lo va

secando a uno…El vecino escuchó esas frases y miró sus manos. Tan de acá.

Tan de tierra y viento. Tan de piedra.Usté ya está grande para conseguir mujer. Váyase.

Todavía tiene tiempo… Un poco de tiempo es lo único quetiene, señor.

El vecino escuchó el consejo del viejo y no dijo nada. Sehabía acostumbrado a no decir nada. Más de quince años deabsoluta soledad en medio de la meseta le fueron enterrando de apoco las palabras.

Llegó la vieja ambulancia del caserío para retirar el cuerpo ymarchar directamente al cementerio. Al fin de cuentas, los únicosque podían velarlo eran los dos vecinos que, a su modo, ya lo

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habían hecho en la vereda.Los dos hombres entraron en la salita. El muerto yacía boca

arriba, desnudo.El viejo se quitó el sombrero.El otro miró las manos del muerto y se estremeció. Metió las

suyas en los bolsillos e intentó disimular.Al salir, el viejo lo sujetó con fuerza del brazo.Váyase. Hágame caso, señor. Lo primero que seca el

silencio es la cabeza. Después la lengua…El vecino lo observó con inquietud.Y cuando le agarra las manos, señor, ya se metió y puede

ser tarde. Váyase, váyase, señor…

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La piedraLa piedraLa piedraLa piedraLa piedrarodadorarodadorarodadorarodadorarodadora

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No es el paisano al que más le gusta la plata, señor. No.Es al huinca al que le gusta. Y cómo, señor. Qué no hace por laplata.

El hombre mira como mirando el viento mismo que levanta lameseta en el aire y la deposita allá lejos, en los cerros. Su manoreseca, curtida por los cielos, se levanta con lentitud y señala unlugar impreciso.

Anda por ahí.Y hace un silencio casi ritual.La historia es bien conocida por muchos: la piedra es muy

pequeña y rueda dejando tras de sí una huella similar a la de lasserpientes. Quien es el afortunado de hallarla y recogerla, poseerátoda la fortuna que desee.

Pero la piedra lo encontró a él. No él a la piedra, señor.La meseta habla el lenguaje del silencio. Él lo entiende. Por

eso cuenta lo que el paisaje.Él decía que buscaba piedritas para los turistas, señor.

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Pero no. Él buscaba esa piedra. No otra.La piedra rodadora de la meseta. Esa quimera legendaria.

Ese desvelo. O mera leyenda. Esa excusa para prolongar el calordel fuego en las largas noches de invierno.

Casi veinte años anduvo perdido. Porque se perdió, señor.Todos los que buscan la piedra esa se pierden. Aunque sepandónde están. La cabeza se les vuelve codicia y la codicia lospierde para siempre…

La voz del hombre se quiebra en rencor o arrepentimientoajeno. Sus puños se cierran. Y calla por no querer desafiar lamemoria. O para seguir escuchando al viento. Luego continúahablando casi en un susurro.

Y lo encontró. Encontró el caminito. Y lo siguió, claro.Curvita por curvita.

La piedra es rápida. Todos lo saben.Al principio las anduvo despacito. Pero después corrió.

Corrió como loco, señor. No quería que se le escapara. Mire sidespués de encontrar la huellita la piedra se le iba…

La tarde se aleja con el aliento del hombre más anciano amedida que recuerda.

La piedra no hace cuevitas, señor. A eso lo sabemos todos.Él también lo sabía, pero ya le dije que estaba perdido…

Los ojos se depositan en sus manos callosas que imitan elmovimiento.

Entonces metió despacito la mano para que la piedritano se escapara. Y no había piedra, claro que no, señor.

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Dos estrellas, como los colmillos de la serpiente misma, seasoman en el atardecer envenenando la memoria del anciano. Elsilencio se rompe con una última frase antes del regreso:

Por lo menos no sufrió, señor. Lo va dejando dormidito auno. Cuando lo encontramos tenía una mano así de hinchada.En la otra, apretaba una piedra. Pero no era la rodadora. No,señor, todos sabemos que no era esa. Era una cualquiera, comolas que compran los turistas…

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El hambreEl hambreEl hambreEl hambreEl hambrede la tierrade la tierrade la tierrade la tierrade la tierra

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No hay explicaciones para las explosiones de luz, señor.Aparecen durante cuatro o cinco días y se van. En diciembre yen marzo aparecen, señor.

Como flashes del vientre de la montaña, cada solsticio deverano y de otoño -es decir alrededor del 21 de diciembre y el 21de marzo- porciones de tierra y laderas de los cerros se iluminan alo largo de varias noches en las afueras de San Martín de los Andes.

Yo sé de qué habla, señor, pero ni siquiera nosotrossabemos de dónde salen o qué significan. Lo que sí sabemos esque no hay que dejarse alumbrar por esas luces. No, señor,hay que quedarse en las casas y no mirar para afuera. Pero¡vaya a decirle eso a los curiosos!

El anciano menea la cabeza con resignación. Harta está sualma de recoger el llanto de viudas y madres de curiosos que seaventuraron a descubrir el por qué.

No siempre hay que preguntar, señor. A veces hay quecallarse. O mirar para adentro.

Como si la pregunta misma fuera un ánima, el anciano la

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rechaza. No hay que preguntar. Y a las luces, ni siquiera mirarlas.Ni de reojo, mire. Así de jodidas son.Frota sus manos terrosas y morenas y calla. A él no le está

negado el recuerdo. Y vaya si quisiera que ya le llegara el tiempodel silencio para su mente simple.

Él era muy curioso, señor. Y yo… Yo no tenía respuestas.¿Para qué le iba a andar inventando cosas? Ya era grande,señor.

A veces las experiencias ajenas no constituyen una respuesta.Y la pregunta siembra cizaña en el corazón. Alimenta la curiosidadhasta que estalla. Incomprensiblemente. Como son incomprensibleslas luces en las afueras de San Martín de los Andes, en dirección ala ruta de los Siete Lagos.

Ya es de noche en la chacra. La mujer corre la cortina de laventana y desde el interior del rancho ya no se ve la primera estrella.

La tierra eligió bien la fecha, señor: un 24 de diciembre.La voz del anciano ahora explota sordamente en rencor. Al

instante intenta justificarse pero es inútil.No es que no seamos creyentes, capaz que fue el deseo de

Dios, pero era un muchacho, no más…El chico no resistió las tentaciones. Primero fue la ventana

ahora oculta tras la cortina estampada de flores. Luego la entradadel rancho desde donde se divisan las montañas detrás y el valle enel frente.

Él era ducho en trepar el cerro éste de acá atrás.El viejo extiende su brazo con languidez. La mujer se retira a

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su cuarto quitándose el delantal.Y dicen los vecinos que esa noche estaban como locas…

Pero para mí son cuentos. ¿Cómo pueden saberlo si no sepueden mirar?

Los labios secos del hombre vuelven a sellarse como los ojosvacíos de mirada.

Lo encontraron a la mañana siguiente, despeñado al otro ladodel cerro. Curiosamente sólo tenía algunos raspones.

Pero la tierra le chupó el espíritu, señor.Como un susurro y de manera involuntaria, el hombre elabora

una respuesta a la muerte absurda.La tierra necesita esas almas para respirar, señor. Ahora

yo digo que esas luces son gente. Sí, señor, la gente que reclamala panza de la tierra.

Ya es de noche. Debo regresar a la ciudad.Puede quedarse, si quiere…El tono grave de la voz del viejo me impacta. Pero mi deseo

es reunirme con mi familia para celebrar la navidad.Con la cabeza gacha, el hombre me acompaña hasta el auto.Superada la impresión de ese cielo en el que entre tantas

estrellas no cabría la punta de un alfiler, subo y arranco el auto.Quédese, señor.Ahora la voz es una súplica, un ruego.

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Otros cuentosOtros cuentosOtros cuentosOtros cuentosOtros cuentos

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El fantasmaEl fantasmaEl fantasmaEl fantasmaEl fantasmadel río Percydel río Percydel río Percydel río Percydel río Percy

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Unos pocos conocen una historia tan terrible como la quevoy a relatar. Y ninguno de ellos se anima a contarla.

Yo la conocí por un vecino que tuvo un accidente con suauto. Un accidente menor, pero que le sirvió para ser el espectadorde uno de los hechos sobrenaturales más terroríficos que ocurrenen las noches de luna llena en el puente del río Percy, camino allago Futalaufquen.

Mi vecino cruzó el puente con su auto cerca de la medianoche,en el verano del 2000. Iba a un camping del Parque Nacional,donde lo esperaban familiares y amigos. Era un viernes. El hombretenía un comercio en Esquel y todos los veranos se reunía con sufamilia en un camping los fines de semana, hasta que a fines deenero se tomaba las vacaciones y compartía con ellos quince díasde aire puro, sol y agua.

Ese viernes se disponía a instalarse junto a su esposa y sushijos para disfrutar de un merecido descanso, cuando al llegar auna de las curvas, la más alta, desde la que se puede ver el ampliovalle y el curso del río, se reventó una de las cubiertas de su auto.

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El pobre hombre casi pierde el control del vehículo y se desbarranca,pero afortunadamente sólo fue un susto. Cuando se tranquilizó,bajó del auto para cambiar la rueda, pero antes se paró junto alborde del precipicio imaginando lo que por suerte no ocurrió,porque si hubiera caído al vacío, se hubiera matado.

Mientras estaba cambiando la rueda, creyó oír gritosdesesperados provenientes del valle. Dejó su tarea y entrecerrólos ojos para ver mejor desde el borde del precipicio, pero noobservó nada en particular, aunque la luz de la luna llena iluminabael valle completo. “Debió ser mi imaginación”, se dijo mi vecino ycontinuó arreglando el auto. Pero los gritos se transformaron enalaridos y esta vez no le quedaron dudas. No era su imaginación.Los gritos desesperados eran reales. Volvió a observar en direcciónal valle y su respiración se detuvo un instante cuando vio que desdela luna llena, bajaba un potente rayo de luz directamente al puentedel río Percy, iluminando la figura de un hombre que agitaba susbrazos con violencia.

Parecía que el rayo de luna lo levantaba en el aire. Los alaridosretumbaban en todo el valle provocando en mi vecino un terrorparalizante. El sujeto del puente se elevaba cada vez más hastaque el rayo se apagó. Entonces escuchó el lamento de ese sujetoque caía al río y el ruido que hizo al impactar contra el agua y laspiedras, que fue ensordecedor, porque parecía que no era unhombre el que impactaba sobre ellas, sino una roca.

Un llanto de bebé comenzó a escucharse desde algún lugar.Luego se produjo un silencio mortal. El pobre comerciante,

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temblando de pánico, terminó de cambiar la rueda y huyó del sitiovelozmente. Cuando llegó a la entrada del Parque, golpeó a lapuerta de uno de los guardaparques, a quien le contó lo sucedido.El hombre, en lugar de sorprenderse, sólo le comentó que no sepreocupara, que se trataba del “fantasma del río Percy”, pero queno podía darle más detalles porque nadie se animaba a contar lahistoria.

Yo la conozco. Yo conozco la historia del fantasma. Despuésde muchas averiguaciones logré que me la relatara el último testigoque vivió en carne propia los desgraciados hechos que convirtierona James Arthur Person en el fantasma más desgraciado del Valle16 de Octubre.

Cuando llegó a la Patagonia, James Arthur Person creyó quela leyenda de Butch Cassidy y sus cómplices, sería un cuento deniños al lado de los robos que él podría cometer. Al igual que esosbandidos, Person venía escapando de la justicia de su país,Inglaterra.

Inmediatamente comenzó su carrera de robos en la provinciade Río Negro y desde allí fue bajando hasta la del Chubut.

Person era un hombre desalmado. No tenía consideracióncon nadie. Y robaba tanto a los grandes comerciantes ohacendados, como al más humilde trabajador. Con sus víctimas,era muy cruel y en la mayoría de los casos, las asesinaba.

Era tan malvado, que hasta los delincuentes más inhumanosrechazaban unirse a él, por lo que andaba solo por ciudades y

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montañas cometiendo sus crímenes. El sólo mencionar su nombre,hacía que todos los pobladores comenzaran a temblar, y lasautoridades no podían capturarlo, porque según se contaba, Persontenía un pacto con el Diablo. Algunos aseguraban que era capazde esquivar las balas. Otros, que había sido baleado muchas veces,pero que los proyectiles no le hacían nada y que con su caballovolaba por los aires. No sólo los pobladores creían esos dichos.Parecía que el mismo Person estaba convencido de ello, porqueno dudaba en enfrentar a cualquiera que intentara balearse con él,escapando luego riendo a carcajadas…

Lo real era que este delincuente sembraba terror por dondepasaba y fue necesario que las autoridades policiales de la provinciacrearan un cuerpo especial de policías para capturarlo.

Cuatro hombres fueron elegidos entre los más valientes, fuertesy astutos. Esos cuatro hombres se destacaban por su heroísmo einteligencia. Durante varias semanas se entrenaron especialmentepara que Person no los sorprendiera con alguna de sus tretas, yaque el forajido era muy hábil en sus huidas, y no había obstáculosque le impidieran escapar de sus perseguidores.

Estos hombres no creían en el cuento de que Person tuvieraun pacto con el Diablo. Estaban seguros de capturarlo en cuantolo tuvieran a mano y sin dudarlo, se dirigieron a Esquel donde decíanque estaba escondido. Más precisamente, en un cañadón cercanoal puente del río Percy.

Durante varias noches, los hombres se apostaron en lascercanías del puente para aprehender al asesino. Pacientemente

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esperaron a pesar del frío. A pesar de la oscuridad. Una luna llenaapareció imponente detrás del cerro Nahuelpán la última noche.Su luz comenzó a iluminar la vasta zona facilitando así el trabajo deobservación de los policías, que presentían que ésa sería la últimaen esperar al delincuente. Y en efecto, uno de los guardias hizoseñas con su linterna a sus compañeros de que se aproximaba unjinete. La forma endemoniada de cabalgar era característica dePerson.

Los policías se prepararon para la emboscada. El jinete seaproximaba a gran velocidad, iluminado por la luz de la luna.

Al llegar al puente, Person se detuvo bruscamente. Miró a sualrededor como si supiera que lo estaban observando. Bajó de sucaballo y cuando estaba a punto de desenfundar su rifle, escuchóla voz del jefe del grupo que le ordenaba rendirse. El bandidodesenfundó igual su arma y escondiéndose detrás de una gran roca,junto al animal, les dijo que nunca se iba a rendir y que si intentabanalgo, antes asesinaría al niño que llevaba de rehén.

Los policías dijeron no creerle, por lo que Person se acercócon cautela a su caballo y desató un pequeño bulto. Un niño comenzóa llorar desesperadamente. El delincuente dejó a un lado el rifle yen su lugar tomó uno de sus revólveres, con el que apuntó a lacabeza del niño. Los policías le ordenaron otra vez entregarse, yaunque Person sabía que estaba rodeado, no estaba dispuesto aello. “Sé que me ahorcarán si me entrego”, les gritó. El jefe de lospolicías le respondió que de todas maneras moriría. Person disparósu arma hacia donde venía la voz, pero no sabía con exactitud

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dónde estaban los policías. Empezó a desesperarse y a amenazarcon matar al niño si no se retiraban, pero el jefe le aseguró que deallí se irían con él, vivo o muerto.

“No me importan sus amenazas”, dijo Person enloquecidode furia. “Soy invencible, soy inmortal”, gritaba mientras su armase apoyaba amenazante en la cabeza del niño que continuaballorando desconsolado. Cuando el policía le dijo que era el últimoaviso para rendirse, Person anunció que dispararía su revólver. Yefectivamente, estaba decidido a hacerlo. La luna iluminaba ahoracon más fuerza, y el bandido se dio cuenta entonces que ella habíasido la entregadora. No tenía dónde huir sin ser visto. Como sifuera un reflector gigante, la luna alumbraba todo el lugar y Personla odió más que a cualquier cosa en el mundo. La furia que sintióentonces hacia ella, hizo que disparara su revólver al aire, en unintento inútil por apagarla.

Fue entonces cuando para sorpresa de todos, la luna dejócaer un rayo potente sobre el criminal, quien perdió el equilibrio ycayó al suelo. La criatura rodó a unos centímetros de él y no llorómás.

El rayo de luna seguía iluminando el cuerpo del delincuenteque continuó disparando al aire, en un intento desesperado pormatar esa fuente de luz que lo enceguecía.

Ante el asombro de los policías, Person comenzó a serelevado por el rayo de luna a decenas de metros del puente. Gritabacon furia y retorcía su cuerpo como queriendo desprenderse deese haz de luz que lo sujetaba. Cuando estuvo a más de cien metros

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de altura, el rayo de luz se cortó y el bandido cayó en el río Percy,siendo arrastrado por las aguas.

Los policías bajaron de inmediato para recoger al niño, perocuando llegaron al lugar, lo único que hallaron fue un bulto condinero que había robado horas atrás el delincuente. Los cuatropolicías no comprendieron entonces de dónde había venido el llantode la criatura.

De nada sirvieron los trabajos de las patrullas que durantevarias semanas buscaron el cuerpo sin vida de Person. Nunca másapareció.

La historia del bandido fue tan cruel, que nadie quisorecordarla. Y la forma en que terminó su carrera criminal, fue tansorprendente, que nadie la creyó.

“Yo escuché el llanto del niño”, me dijo varias veces el ancianoque me contó la historia. “Mis hombres y yo lo escuchamos, señor,lo puedo jurar. Nunca pudimos averiguar a quién le había robadoesa noche. Si el niño existió o fue un truco del Diablo. Pero yoescuché y vi todo, tal como lo cuento”, aseguró el viejo jefe de lospolicías hasta el final de sus días.

Dicen que en las noches de luna llena, cerca de la medianoche,si uno se detiene en las cercanías del puente del río Percy, puedever cómo la luna baja un rayo de luz para vengarse una y otra vezde ese delincuente que intentó asesinarla. Que el ruido que hace alcaer es el ruido de su duro corazón. Y el llanto del bebé… En fin,eso es inexplicable…

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El espejoEl espejoEl espejoEl espejoEl espejo

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Mi abuelo siempre decía que los espejos son peligrosos, queson capaces de matarlo a uno.

Siempre lo escuchaba repetir ese discurso y no necesitabamucho tiempo para enojarse con el tema. ¡Ni hablar cuando locontradecían! Él aseguraba guardar una historia secreta, algo quele había ocurrido cuando era chico con un espejo antiquísimo, peronunca quiso hablar de ello.

Ya de anciano, llevaba largos cabellos y barba, y a pesar dela insistencia de mi padre, nunca se afeitó. Aunque la barba lecargaba más años y no le quedaba bien, jamás estaba desarreglado.Había desarrollado una maravillosa habilidad para peinarse yrecortarse la barba y el bigote prescindiendo de los espejos. Estetema y su obsesión por ese tipo de cristales, siempre me habíainteresado, desarrollando en mí una curiosidad muy grande pordescubrir el secreto de esos legendarios elementos.

Me paraba horas frente al gran espejo de la habitación de mispadres tratando de adivinar en qué mentían y cuál podría ser el

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secreto que había provocado en mi abuelo su aversión por losespejos. Era inútil. Nada me era aclarado y así mis fantasías creabanun mundo de misterio estimulado por la amplia casona queocupábamos en las afueras de la ciudad.

Esa casa había sido construida por el abuelo de mi padre, enépocas en las que la ciudad era muy pequeña y él tenía grandesextensiones de tierra. El tiempo y los problemas económicos delas sucesivas generaciones, hicieron que la gran estancia quedarareducida sólo a una pequeña chacra que sobredimensionaba eltamaño de la casa de dos pisos con muchas habitaciones y unamplio sótano en el que viejos objetos muy bien embaladosconvivían con otros modernos en desuso.

Cuando mi padre falleció, los dos hermanos mayoresdecidimos vender la casa y comprar una más pequeña para mimamá, junto a la mía, en el pueblo.

Puesto que cada uno tenía su propia casa, estaba claro quelos muebles se venderían. Sólo reservaríamos para nosotros aquellosque tuvieran algún valor emocional.

Llegado el momento de desembalar las antigüedades delsótano, grande fue mi sorpresa al descubrir un espejo del tamañode un adulto, rodeado por un importante marco de madera labrado.

Recordé entonces las historias de mi abuelo y decidí deinmediato que me quedaría con él. Mi hermano no hizo objeciones.

Lo coloqué en el estudio de mi casa, donde paso la mayorparte de mi tiempo trabajando como arquitecto, a mi izquierda, aun metro y medio, más o menos, entre la biblioteca y la

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computadora.Todos sabemos que los espejos ejercen una natural atracción

y que muy pocos o nadie puede resistir la tentación de mirarse enellos. Éste en particular, me cautivaba tanto tiempo como aquelotro de mi infancia. Pero además, tenía un encanto especial que leotorgaban las manchas que como una perfecta aureola rodeabanel centro y el marco labrado en el que se podían percibir extrañasformas similares a dragones.

¿De cuánto tiempo dataría? No tenía modo de saberlo, perosu antigüedad era evidente.

Trabajar junto a ese espejo era como trabajar junto a miabuelo. Y el misterio.

Puedo precisar el día y la hora en que todo comenzó: fue unlunes 14 de abril a las 22.30, cuando me urgía terminar unpresupuesto. En un momento de pausa, giré mi cabeza al añejocristal y no me vi reflejado en él. Froté mis ojos cansados y volví amirar. ¡La silla estaba vacía! Miré mis piernas, mis manos, me toquéel cuerpo y efectivamente, estaba sentado frente al espejo que insistíaen no reflejarme.

La imagen de mi abuelo diciéndome “los espejos sonpeligrosos” vino a mi mente como un relámpago. Me levanté y meparé frente a él. Lentamente mi figura fue apareciendo en el cristal,pero mis ropas no eran las que tenía puestas. Se trataba de un trajede una época muy remota, podría estimar la Edad Media.

Acerqué las yemas de mis dedos al espejo y éste comenzó atemblar con suavidad. Debo reconocer que en este punto de la

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historia, el pánico comenzaba a ganar mi corazón sobresaltado.Retiré la mano precipitadamente, retrocedí unos pasos ynuevamente mi figura desapareció, reflejando lo que estaba a misespaldas, la ventana al jardín. Eso no era lógico.

Traté de serenarme con la idea de seguir el juego de ese mágicoespejo que probablemente encerraba el secreto de mi abuelo.

Me coloqué muy cerca y contemplé mis vestimentas. En elfondo me causaba mucha gracia. Pero esa gracia se interrumpiócuando el espejo tembló por sí solo. Como la superficie del aguamansa cuando uno arroja una piedra, la superficie del cristal deshizomi imagen. Cuando se detuvo, el entorno que rodeaba a mi reflejohabía cambiado.

Yo seguía en mi estudio, con los jeans, mi camisa blanca y mismocasines, pero en el espejo, las ropas eran medievales y lahabitación era una alcoba iluminada con un candelabro. Detrás demí había una puerta.

Durante varios minutos no ocurrió nada. Mi reflejo se movíasegún me movía yo.

Hasta que de pronto la puerta se abrió y una figura oscura sedetuvo en el vano de la puerta.

Giré para ver quién era, pero a mis espaldas la ventana aljardín continuaba en su sitio.

Al regresar la mirada al espejo, vi cómo esa figura oscuraasaltaba a mi imagen intentando degollarla con un puñal. En unrapto de desesperación, estiré mi mano para detener al criminal, yel espejo comenzó a sacudirse con frenesí.

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Esperé hasta que se detuviera y la imagen que observé mehorrorizó: mi reflejo yacía en el piso bañado en sangre. El asesinoya no estaba en la escena. Había huido dejando la puerta abierta.

Una espesa bruma comenzó a envolver al pobre hombremuerto (¿o debería decir que me envolvía a mí?) y todo sedesvaneció para retornar a la normalidad.

Lo primero que observé fueron mis ojos asustados y losmuebles de mi estudio. Luego, el espanto: de mi garganta, un hilode sangre caía sobre mi camisa blanca. Corrí hasta el baño y memiré en el espejo del botiquín, una herida profunda, aunque nomortal, cruzaba por debajo de mi barbilla.

Los médicos del hospital creyeron mi historia de la caída porlas escaleras, sobre una mesa ratona de vidrio. Pero no pudierondisimular la extensa cicatriz que me acompaña desde entonces.Por suerte, la barba la oculta lo suficiente como para evitar preguntas.

En el sótano de mi casa, el espejo permanecerá guardadohasta que alguno de mis nietos lo desembale.

Si es cierto que romper un espejo trae siete años desgracia,no puedo imaginar lo que ocurría si éste fuera destruido. Por eso,lo único que me resta por hacer es prevenir a las futuras víctimas.Pero no puedo contarles la historia. Nadie me creería y si alguno lohiciera, supongo que nada cambiaría.

A partir de lo que me ocurrió, he decidido no volver a mirarmeen los espejos. Fue un trabajo difícil, pero lo he logrado. He vencidola atracción.

Quiero seguir con vida.

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La ciudadLa ciudadLa ciudadLa ciudadLa ciudaden el fondo del lagoen el fondo del lagoen el fondo del lagoen el fondo del lagoen el fondo del lago

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Todavía recorro las calles con la esperanza de encontrarla. Ala vuelta de cada esquina, en cada rincón de la ciudad, espero versu rostro, su cuerpo frágil, su andar lento…

No me acostumbro a haberla perdido. Sé que no fue mi culpa.Lo sé, pero no puedo evitar este sentimiento que me asfixia bajo laluz de este sol gris, como grises son los días desde que desaparecióde la orilla del lago Futalaufquen.

Esa mañana despertamos tarde. Hacía calor en la carpa. Deinmediato nos preparamos para el primer chapuzón helado en lasaguas cristalinas bajo ese sol de enero. Estábamos solos en esesitio alejado del lago, disfrutando de las vacaciones más hermosasde nuestras vidas.

Antes de partir, al conocer nuestro destino, don Hilario noshabía advertido, pero nosotros no creíamos en leyendas ni cuentos.

- Yo sé que ahí está el cuero… Tengan cuidado –dijo elhombre viejo.

Conocíamos la leyenda del cuero que arrastra al fondo de las

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aguas al desprevenido que osa pisarlo. Ese ser milenario que loenvuelve a uno y lo sumerge hasta una de las ciudades ocultas en elfondo de los lagos del sur, plenas de riquezas y habitada por seresde todos los tiempos.

- No sean confiados… El cuero no distingue entre los quecreen o no… -dijo don Hilario cerrando los ojos como para evitarencontrarse con la imagen de ese monstruo lacustre.

Andrea siempre era la primera en correr hasta la orilla dellago. Adoraba nadar con la respiración entrecortada por el fríohasta que el cuerpo se adaptaba a las bajas temperaturas. Yo medemoré cambiándome en la carpa. Cuando salí de ella, Andreahabía desaparecido.

Inútiles fueron los intentos por hallarla. Se había esfumadocomo si nada. Pero no, no se había esfumado. En el sitio dondereposaba el toallón, a menos de un metro del agua, cuatro pecesluchaban por sobrevivir fuera de ella.

- Yo les dije… El cuero se la llevó y maldita sea la costumbreque tiene, de dejar pescados en lugar de gente… -observó donHilario pitando con fuerza su cigarrillo, más enojado con ese sersobrenatural que con una pareja de escépticos como nosotros.

No me resigné al destino de Andrea. Regresé al lago, al lugardonde habíamos acampado. Varios días esperé en vano su regreso.

No sé si fue el cansancio o el amor, la falta de resignación o lacuriosidad.

Una noche recorrí la costa y encontré lo que buscaba.Lo que ocurrió antes de perder la conciencia, fue muy

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desagradable y no vale la pena relatarlo.Porque lo que importa ahora es que estoy seguro de no perder

jamás una esperanza, la última que me queda: hallar a Andrea a lavuelta de cada esquina, en algún rincón de esta ciudad de oro, quese mueve lentamente bajo la luz un cielo gris que se resiste asumergirse hasta el fondo del lago Futalaufquen.

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AdaptaciónAdaptaciónAdaptaciónAdaptaciónAdaptaciónal medioal medioal medioal medioal medio

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Carmina es caprichosa y si bien no es sorda, no escucha.Una mañana encontró un duende muy chiquito en el bosque.

Dio un salto de alegría y se lo llevó a su casa en un bolsillo.Carmina sujetaba al duende con fuerza mientras lo observaba

en su cuarto.- ¡Qué lindo sos! ¡Cómo nos vamos a divertir! –le gritaba

cerca de la cara aturdiéndolo.- ¡No me toques! ¡No soy un juguete! –protestaba el pequeño.Carmina lo zamarreaba, jugaba con sus brazos y piernas y

los doblaba como una goma, mientras el duende insistía:- ¡No soy un juguete!- ¡Vamos a bañarte! –gritó Carmina y lo llevó al baño. Vestido

y todo lo dejó caer en el lavabo lleno de agua y jabón. Comopudo, el duende salió a la superficie casi ahogado y con los ojosinflamados y doloridos.

- ¡Ducha! –volvió a gritar Carmina y lo metió debajo delchorro de agua caliente.

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El duende chilló de dolor, pero ella no lo escuchó.- ¡Ahora a secarte! –aulló la niña y tomó con su mano izquierda

el secador de cabellos de su madre.- ¡No soy un juguete! –repetía el duende, con la piel en llagas.Estaba al borde del desmayo cuando la niña anunció que

jugarían al invierno y lo trasladó a la cocina.- ¡Copitos de nieve! –gritó Carmina dejando caer cubitos de

hielo sobre el pequeño en la pileta.El duende, casi ciego, corría de acá para allá sin poder

escapar, insistiendo en que no era un juguete, hasta que un cubodio de lleno en su cabeza y lo desmayó.

- ¡Uh! –dijo la niña al verlo sin sentido.Volvió a meterlo bajo un chorro de agua y nada. Lo sacudió

con fuerza y tampoco.- Se rompió… -dijo esta vez en un susurro y lo arrojó por la

ventana.Cuando el duende recuperó el conocimiento, se enfrentó al

hocico de Dante, que lo olfateaba con insistencia y curiosidad.El duende, creyendo haber aprendido la lección, se puso a

bailar y hacer pantomimas frente al perro.- ¡Mírame! ¡Soy el juguete más entretenido del mundo! –y se

contorneaba con frenesí.El perro, ya sea por aburrimiento o fastidio, resopló y lo devoró

de un bocado.

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El locoEl locoEl locoEl locoEl locode las piedrasde las piedrasde las piedrasde las piedrasde las piedras

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«Las ferias de artesanos son lugares misteriosos», me dijouna vez un hombre muy viejo, de más cien años, que estaba sentadoen un banco de la plaza de El Bolsón, desde donde miraba la feriacon mucho miedo.

“Hay que tener mucho cuidado con las cosas que se tocan enlas ferias, porque algunas tienen poderes especiales y otras sonmuy peligrosas”, agregó.

Cuando le pregunté por qué creía él que había cosas peligrosasen esos lugares, y cuáles eran las especiales, el viejito me dijo queme iba a contar una historia que le pasó a un chico en una feria deartesanos, hace muchos años en Esquel.

Esto fue lo que me contó el viejito de más de cien años, sentadoen un banco de la plaza, apoyado en un bastón muy raro:

“Había una vez un chico de ocho años, que vivía cerca delbarrio El Badén, al que le gustaban mucho las piedras. Visitaba lasferias buscando los puestos donde los artesanos exhiben y vendenpiedras de distinto tipo, con muchos colores, piedras raras que ensu interior esconden formas increíbles.

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El chico se quedaba horas mirando las piedras, encantadopor esas formas y colores. Pedía permiso y las tocaba, las acercabay las alejaba de su vista. A algunas las miraba bien a la luz y a otraslas observaba en la sombra, admirando los reflejos y las lucesnaturales de ellas.

Muchas horas en decenas de ferias había pasado el chicomirando las piedras, pero nunca quiso comprar ninguna, a pesarde que sus papás y otros familiares siempre le pedían que eligieraalguna para regalársela.

Él decía que no podía elegir ninguna en especial, porque legustaban todas. Entonces aquellos que querían hacerle ese regalo,se olvidaron de ofrecérselo y prefirieron, para sus cumpleaños,obsequiarle medias y calzoncillos.

Hace algunos años, en una feria de las que se hacen en inviernoen la Sociedad Española, el chico comenzó a ir desde que abríahasta que cerraba. Ese invierno fue muy duro, pero él concurría apesar de la nieve, el hielo y el frío intenso. Había dos puestos deartesanos con piedras. Visitaba uno un día y otro el día siguiente.Los muchachos del puesto lo dejaban observarlas tranquilo porqueya lo conocían. Le habían puesto el sobrenombre de «el loco delas piedras», porque no decía una palabra en toda la tarde y eracapaz de estar mirando cada piedrita durante dos horas, paradofrente al puesto.

Pero sucedió que una tarde, a eso de las seis, se desató untemporal de nieve y nadie vino a visitar la feria. Los artesanos seempezaron a retirar de a poco y los organizadores avisaron que

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cerrarían el local en media hora.El chico estaba mirando las piedras de uno de los puestos, y

cuando el artesano le pidió que la dejara en su lugar porque iba ataparlas a todas para retirarse, él decidió ir hasta el otro puestopara seguir con sus observaciones.

Mientras se dirigía allí, los últimos artesanos se retiraron de laferia; y los organizadores empezaron a cerrar el local. El puestoestaba tapado, pero el chico quitó la tela blanca que ocultaba laspiedras y se puso a observarlas. Hubo una que le llamó muchísimola atención: era oscura, y en su centro tenía como una cuevita colorroja.

Al mismo tiempo que el encargado de cerrar las puertasapagaba las luces, el chico descubrió que desde el fondo de esacuevita venía una luz muy especial.

La Española quedó a oscuras y nadie, salvo el chico, en suinterior. Como por arte de magia, desde el fondo de la piedra la luzfue haciéndose más grande, iluminando la cara del chico, que estabaparalizado por el asombro y el miedo. No podía moverse; y veíaque la luz lo envolvía. Quiso gritar y sólo emitió un ronquido. Quisosalir corriendo y tampoco pudo.

Toda la Española fue llenándose de una luz que empezó averse desde afuera. Un policía vio que todos se habían ido, que ellocal había quedado a oscuras, pero que ahora desde adentro salíauna luz muy potente. Pensó que habría entrado algún ladrón,entonces avisó en la comisaría. Desde allí vinieron muchos policíasy forzaron la puerta para entrar.

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Cuando lo hicieron, la luz se apagó. Uno de los agentes prendiólas luces generales y todo el local se iluminó otra vez, pero con laluz de los reflectores.

Buscaron por dentro y por fuera los supuestos ladrones quehabían entrado, pero obviamente, no encontraron a nadie.

Un policía vio que frente a uno de los puestos, había una delas piedras en el suelo y que las otras estaban destapadas.

- ¡Acá hay una pista! -gritó y se acercaron todos los policías,que más tarde fueron a buscar al artesano para que les dijera sifaltaba alguna piedra.

El hombre dijo que no, que no faltaba ninguna. Entonces todospensaron que los ladrones habían huido sin poder robar nada.

El asunto quedó olvidado.Al día siguiente, la mamá del chico se presentó para hacer la

denuncia de que su hijo había desaparecido.Nadie relacionó un hecho con el otro, salvo yo, que sé que

las ferias son lugares misteriosos”, dijo el viejo y continuó relatando:“Cuando me enteré de esto, fui a la feria para investigar el

puesto donde había aparecido la piedra en el piso, y casi medesmayo de sorpresa al ver que una de ellas, la misma que habíanencontrado en el suelo, tenía una cuevita roja desde donde salíauna lucecita muy, muy chiquita en su interior. Con la ayuda de unalupa que me prestó el artesano, miré en el interior de la piedra, yme llevé la sorpresa de mi vida al ver en su interior a un chico deunos ocho años, como detrás de rejas de piedra maciza. Volví amirar y sí, allí había un chico que gritaba desde adentro, como

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pidiendo que lo rescatara, pero era tan chiquito, que no lo podíaescuchar. Desesperado, sin pensar en las consecuencias, tomé lapiedra y salí corriendo de la feria. El artesano gritó que le estabanrobando su mercadería y en la vereda la policía me atrapó. Nadiecreyó mi historia. Nadie…

Cuando después de estar preso quince días me liberaron,regresé a buscar al artesano. Pero la feria había terminado y no loencontré nunca más.

Empecé a visitar las ferias de toda la Patagonia, para hallar lapiedra misteriosa donde había quedado encerrado el chico, perono la encontré. El tiempo se encargó de hacerme más viejo todavíay no poder caminar mucho, así que abandoné la búsqueda. Loúnico que logré fue que a mí también me apodaran “el loco de laspiedras”...

El viejo me dijo que los que escuchen esta historia, tienen laobligación de buscar la piedra donde está el chico encerrado paraintentar liberarlo; pero que tienen que tener mucho cuidado de queno los atrape, porque después será imposible salir.

En casi todas las ferias hay puestos con piedras parecidas alas que me describió el viejo. Y soy sincero: no me animo a buscaral chico, porque tengo miedo de que esa piedra maldita me capturea mí también. ¿Y si el viejito sólo quiere que la piedra atrape a loschicos y es imposible escapar? ¿Cómo sé yo que él no es un mago,un demonio, un brujo o algo así que sólo pretende capturar gente?

Yo no me animo a buscar al chico…¿Y vos…?

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Índice

1 El ahorcado del desierto 32 El agua que seca 93 El ojo del Diablo 134 La uña del duende 175 El silencio 216 La piedra rodadora 257 El hambre de la tierra 29

Otros cuentos 338 El fantasma del Río Percy 349 El espejo 4210 La ciudad en el fondo del lago 4811 Adaptación al medio 5212 El loco de las piedras 55

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Ariel Antonio Puyelli nació en San Andrés de Giles, provincia deBuenos Aires, el 23 de julio de 1963.

Actualmente reside en Lago Puelo, Chubut, Patagonia Argentina, don-de escribe cuentos, poesías y novelas, dirige la revista cultural «Orillas», dela Secretaría de Cultura de la Provincia del Chubut, edita la revista literariadigital «Las otras Palabras», intenta poner en marcha su pequeño selloeditorial Ediciones GataFrida, mancha papeles con acuarelas y acrílicos,hace sufrir a un cello y disfruta la cordillera (a pesar de las interminableslluvias) junto a Analía y las compañías maullantes: Frida, Misha y Ciro.

Desde 1984 hasta 1999 ejerció el periodismo escrito y radial, editandoademás, numerosas publicaciones independientes e institucionales; y des-de 1995 trabaja en la literatura adulta e infantil.

Muchos de sus libros son utilizados en escuelas de E.G.B.Más información en arielpuyelli.blogspot.com