el aguijón - tec

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narrativa Diana Burnes E L A GUIJ Ó N

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n a r r a t i v a

Diana Burnes

El Aguijón

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El Aguijón

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El Aguijón

Diana Burnes

Centro de CreaCión LiterariateCnoLógiCo de Monterrey

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© Centro de CreaCión Literaria teCnoLógiCo de Monterrey FeLipe Montes, direCtor

© diana Burnes, 2013

erika deL ÁngeL e.ediCión y diseño

todos Los dereChos reservados ConForMe a La Ley

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Esto es mío

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A la derecha, oscuridad penetrante. A la izquierda, una luz rojo vivo palpitante, destellos de azul cerúleo y mo-rado. Un ladrido. No: un maullido. Eran varios anima-les: una cebra, un burro, un gallo, no, ¿un pollo? Nunca se había sentido más alienado a las especies en la tie-rra, como si él no fuera parte de los organismos vivos terráqueos. Nunca se había sentido más ligero en su vida, como si millones de hormigas voladoras cargaran su cuerpo y lo hicieran levitar sin control alguno de sus extremidades, en paz con su entorno.

¿Qué le estaba pasando? Un ruido adormecedor, una luz parpadeante, blanca, no, beige, no, azulada… más intensa…

1.5

Un señor se encuentra sentado en una butaca del tren, en sus treinta. Parecía como si las luces de la parada le hubieran penetrado los párpados, como un disparo di-recto a su sueño profundo. Durmió todo el viaje, apenas subió al tren y cerró los ojos automáticamente, como si en segundos le hubieran aumentado 50 kilos en peso. Le siguió su cuerpo, que al contrario, fue lentamente cayen-do hasta derretirse en el asiento, profundamente dormi-do. No es más que otro pasajero en el tren de las tres de la tarde, trajeado, como la mayoría de los hombres que se suben. No se sabe cuál era la misión de los demás pasajeros, ni las razones por las que abordaron ese tren a esa hora y se bajaron en esa parada en específico, pero

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lo que sí se sabe es la misión de Adolfo, y el tren ya había llegado a su parada.

Por la cantidad estratosférica de un millón de dó-lares se podría convencer a la mayoría de las personas de hacer cosas que nunca habrían imaginado hacer por dinero, pero la avaricia de algunos es más poderosa que cualquier otro valor, si es que se considera la avaricia como un valor moral del ser humano.

Adolfo ya contaba con varios millones de dólares en su cuenta en las islas canarias y ya lo consideraban un experto en su área laboral. El don de matar se encuen-tra en muy pocas personas, pero Adolfo no solo tenía el don de matar sino que tenía una elegancia que hacía de sus homicidios obras de arte, dignos del más hábil investigador, con talento y apreciación por la perfección de los delitos.

Es bien sabido que la esperanza de vida de un ase-sino disminuye, y no por la pena de muerte, ni mucho menos, sino que es un acuerdo entre sicarios; mudo, por cierto. Por cada millón que se cobra, se descuenta un porcentaje de los años de la víctima y, para Adolfo, este sería su último trabajo; él estaba consciente.

Llegó el tren a la granja y se podía ver que había todo tipo de animales, era un espacio muy grande. Adol-fo miró desde la orilla de la propiedad, sin que se le es-capara un solo sonido de la boca, ni para quejarse de los piquetes de mosquito que disfrutaron de su sangre toda la tarde. Era un sicario con un control corpóreo inimagi-nable, digno de admiración. Al cabo de un rato, preparó sus grabaciones y, al anochecer, se encaminó hacia la casa en donde se escuchan los últimos ruidos de las acti-vidades higiénicas de la familia.

Adolfo sonrío y pensó: al menos son limpios. Reconsideró por un momento.Al recorrer la explanada no pudo más que oler las

fragancias rurales: el pasto recién cortado, las vacas,

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las gallinas, los cabritos, el heno, las cosechas del maíz, zanahorias, papas —todo era nuevo, distinto— pero su traje no coincidía con el ambiente y eso no le causaba gracia, pero no podía hacer nada al respecto. Al cami-nar, apretó fuertemente las grabaciones con una mano, y con la otra su maletín. Cargaba consigo grabaciones de gritos y chillidos a sangre fría; no iba a sacrificar el placer propio por el dolor ajeno. Nadie es tan agraciado. Mucho menos un sicario.

Caminó firme y seguro hacia la casa de su víctima. Adolfo se había convertido en parte de la escenografía del lugar, cada paso que daba estaba en orden y tal pa-recía que el pasto se doblaba antes de que su suela lo tocara: él era invisible. Con agilidad camaleónica tras-pasó la propiedad privada sin sospecha, se camufló con arbustos, cosechas de maíz, matorrales y hasta con los animales de la granja: adoptaba su forma, color y hasta el olor. Era un maestro en el arte de pertenecer a todo y al mismo tiempo a nada.

Alzó la mano con un solo movimiento y cerró su puño al sentir la manija de la puerta. Se detuvo. Era una puerta de caoba puro, tallada a mano e importada desde la India. Un trabajo finísimo que pudo haber lle-vado hasta cinco años en terminar, con un precio que llegaba hasta los millones de dólares: una obra de arte excepcional. ¿Una obra de arte excepcional?

—¿Qué está haciendo una obra de arte excepcional fungiendo como la puerta de una granja en medio de la nada? —se preguntaba Adolfo— Y sin firma… —se de-cía mientras bajaba la mirada y rozaba con sus dedos la madera.

Finalmente, ese detalle no era importante porque Adolfo podía reconocer una pieza cuando la veía, envuel-ta o no.

—Ahora esas cosas no, Adolfo —se regañó a sí mis-mo sin abrir la boca, se compuso y abrió la puerta como

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originalmente la debió de haber abierto 10 segundos an-tes.

Un poco distraído y tratando de recuperar la concen-tración perdida, Adolfo se deslizó por la entrada, con la expresión facial del asesino que era y antes de que el im-pulso energético llegara de la dendrita de una neurona a la sinapsis de la otra:

—¡Sorpresa! —gritaron todos desde la sala. Negro.

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—¿Adolfo? ¿Adolfo? —Ves, te dije que no era una buena idea, Asucena,

eres a la única a la que se le pudo ocurrir semejante tontería.

—Ya cállate Márgara, nadie te pidió tu opinión. —¿Es tu esposo? ¿No, verdad? Deja en paz a Asuce-

na y cierra ese hocico antes de que te lo cosa, una seño-rita no debe hablar así. ¡Miren! Esta abriendo los ojos.

Y con eso, todo dejó de dar vueltas. Adolfo recupe-ró la conciencia lentamente para encontrar la cara de su esposa a dos milímetros de la suya. ¿Qué estaba pasando?

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Mudo. Adolfo no podía decir nada. Intentaba una y otra

vez articular lo que su cerebro había preparado pero por más que abría la boca, no salía ni un solo sonido.

—¿Nene, estas bien? —preguntó dulcemente Asuce-na a su esposo—, mi amor, tal vez esta no fue la menor idea que pude haber tenido —se lamentaba— pero no pensé que iba a pasar esto. ¡Mira! Hasta te cocine tu platillo favorito y te compré el pastel que te gusta. El de zanahoria.

Desde la multitud alguien gritaba histérica: —¡Már-gara! ¡Pasame un pedazo del pastel! ¡No te quedes ahí viendo como estúpida!

Asucena se veía triste y, con la mirada al suelo, ape-nas se pudo escuchar: —¿ves, amor? Aquí esta todo lo que tu querías para festejar tu cumpleaños.

Negro.

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Abrió los ojos por segunda vez y encontró a su esposa de nuevo, sentada en la mecedora. Cuando se percató de que éste ya tenía los ojos abiertos, se dirigió a él con voz helada: —eres un imbécil.

Se le dispararon los ojos a Adolfo, nunca había escu-chado a su esposa hablarle de esa manera.

—¿Asucena? —preguntó—, ¿qué está pasando? Asucena repitió: —que eres un imbécil, eso es lo que

esta pasando.Adolfo no lo podía creer y, por segunda vez, se dirigió

hacia su esposa: —¿qué?Asucena se paró de la mecedora y con desprecio ca-

minó hacia la cama donde yacía Adolfo, ahora sentado. Adolfo no sabía lo que estaba sintiendo porque no cono-cía esa mirada de su esposa. Es más, ella nunca le había dirigido la mirada directamente, siempre mantenía su distancia y, con una torpeza adorable, lograba dirigir el hogar. Ahora, parada frente a él se encontraba una mujer totalmente diferente, postrada con confianza y penetrándole los ojos con un fuego que le quemaba has-ta la conciencia.

—¿Por qué seré un imbécil? —pensó Adolfo y volvió a llamarla: —¿Asucena?

Ella sonrió. A él se le erizaron los vellos del cuello. Había algo más aparte de su sonrisa que hacía a la esce-na una de las más tétricas que Adolfo haya vivido.

—¿Por qué crees que estoy aquí? —ladró Asucena— Yo sé que este es el último. Yo sé que con éste te rebaja-rían tus últimos días de vida. Yo sé que tienes tu dinero

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en la Islas Canarias. Yo sé lo que planeabas y no te voy a dejar cumplirlo, Aguijón.

A Adolfo se le paró el corazón, no pudo decir nada. ¿Aguijón? ¿Cómo lo sabía?

—Investigué quién. No fue difícil. Llegué antes que tú y lo desaparecí. Ahora no vas a saber dónde está y no podrás terminar... —dictó Asucena— no podrás termi-nar —repitió en voz baja y mirando hacia la ventana.

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—Bienvenido, señor, a su departamento. Esta será su nueva recámara y espero sea de su agrado —dijo ama-blemente el director Tumpa, mientras detenía la puer-ta para que Adolfo pasara a la habitación. Se veía una sonrisa chueca formándose en la esquina derecha de los labios del director, como si predijera la reacción de su nuevo empleado al ver la recámara. Mientras preparaba en su mente el pequeño discurso: “No, Adolfo, por favor hablame de tú, no de usted. El director Tumpa era mi padre” y unas cuantas risas, rápidamente la sonrisa, junto con el discurso imaginario desaparecieron cuando Adolfo entró y no dijo absolutamente nada, más que un rebuscado “gracias, señor”.

Era un lugar precioso, decorado con elegancia y sobriedad. Un espacio muy amplio, sospechosamente grande para haber sido una acomodación de la empresa para un empleado nuevo. Había obras de arte colgadas en las paredes y detalladas esculturas en algunas esqui-nas del departamento.

—Un Monet, un Kahlo, un Rivera, un Picasso… —pensaba Adolfo no tan no impresionado mientras pa-seaba por su nuevo “hogar” —y algunas esculturas de Dalí.

De golpe volteó y, como un muñeco programado, le agradeció al director por su amabilidad, quien en cam-bio gruñó y cerró la puerta tras su salida.

—No me agrada este señor… —murmuró Tumpa, mientras se rascaba la nuca esperando al elevador.

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Segundo día de escuela, digo, de trabajo. ¿Cuántos iban, ya? ¿Ocho? Adolfo parecía una máquina. Era la nueva adquisición de la organización y tal parecía que era ade-más su huevo de oro.

No solamente era ya el segundo día de trabajo para nuestro personaje, sino que además, había impresiona-do a todos con su delicadeza y habilidad para llevar a cabo sus responsabilidades. Había ya restaurado 8 obras de arte y estaba por terminar la número 9, cuando nor-malmente un restaurador tarda entre 2 a 3 meses por obra. Un fenómeno.

En su portafolio de trabajo cargaba distintos cuchi-llos, algunos más afilados que otros y algunos más lar-gos o más anchos. También utilizaba una diversidad de brochas y agujas que rellenaba con químicos.

Los químicos emocionaban a Adolfo, él pensaba que eran la magia para los intelectuales. Le entretenía ver-tirlos para ver las reacciones, algunos cambiaban de co-lor, textura, olor, explosiones. Nunca sabías lo que te podías encontrar y aunque la incertidumbre no coexiste en personas como Adolfo, la necesitan para no volverse tan poderosos.

Una persona en cuya vida no existe la incertidum-bre tiene un poder irracional sobre los demás, y esto no es aceptable, Adolfo lo sabía. Pero él caminaba tranquilo por las calles todos los días al trabajo y de regreso a su departamento, cargando su maletín; su realidad.

Adolfo nunca soltaba ese maletín, excepto cuando era hora de abrirlo y usar lo que había dentro. Realmen-

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te no era un maletín muy llamativo, sino que era de un cuero muy sobrio, negro y con las costuras del mismo color. Nadie podría imaginar el valor de lo que contenía porque aparentaba ser un maletín comprado en el mer-cado de los domingos, pero al contrario, era un maletín invaluable, hecho a mano por el bisabuelo de Adolfo.

Más que el valor sentimental de que ese objeto ha-bía pertenecido en su familia por generaciones, estaba construido con la más alta seguridad. Tal vez no incluía luces infrarrojas ni detectores de iris o de huellas digita-les para abrirse, sino que tenía el más complejo sistema de apertura en el cual, si se forzaba en lo más mínimo, o se trataba de abrir incorrectamente, el maletín simple-mente se cerraría para siempre.

Adolfo nunca supo cómo funcionaba porque poco después que su abuelo se lo regaló de cumpleaños y le enseñó por primera vez cómo abrirlo, murió. Adolfo nun-ca lo había abierto mal y juró por su vida que nunca lo haría.

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Ya llevaba alrededor de cuatro meses en el trabajo y aunque no lo hiciera el hombre más feliz del mundo, to-das las mañanas se levantaba para leer el periódico an-tes de prepararse para salir camino al laboratorio. Ese día Adolfo agarró su maletín y salió de la casa enfocado en sus pensamientos cuando, antes de llegar a la acera, tropezó en el último escalón del pórtico.

—¿Qué? —se cuestionó Adolfo, interrumpiendo su esquema mental por completo y posiblemente alterando el rumbo del día o, para los que creen en el destino, en-tonces no, siguió exactamente como fue planeado desde que Adolfo fue concebido.

Quería maldecir, pero creyó que no era adecuado y en vez de hacerlo, solo siguió como normalmente hubie-ra hecho de no haber sido por el tropezón.

Diferente. Extraño. Loco. Así se sentía Adolfo en el laboratorio. Hoy no podía concentrarse y llevaba más de 5 horas mirando fijamente la obra que le tocaba res-taurar. Nadie le decía nada, pero el ambiente se inten-sificaba con cada minuto que pasaba. Llegó la noche y Adolfo seguía mirando la obra, incapaz de trabajar en ella. De reojo podía mirar al maletín postrado en la silla adyacente a su mesa de trabajo, mirándolo fijamente. Se burlaba de Adolfo. Éste no quería intentar nada, estaba utilizando todas sus energías en ignorarlo porque, muy dentro de su inconsciente, sabía que no lo podría abrir hoy. Rendido, se levantó de la silla.

—Hola, hermanito.

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Le brincó el corazón, no se esperaba que alguien le diri-giera la palabra a estas horas de la noche, sobre todo en el laboratorio. Ya todos se habían ido desde hacía varias horas y, de no haber sido porque reconoció la voz que lo llamaba… en fin.

—Hermano —murmuró Adolfo entre dientes, sin voltear.

Hubo un momento de silencio y sin una sola pala-bra, la tensión en el ambiente se intensificó. De pronto, Manuel entró y comenzó a dar pasos alrededor de Adol-fo, juzgando la obra que se supone tenía que restaurar.

–Impresionante, hermanito —dijo Manuel sin una sola gota de emoción, las palabras le escurrían de la boca una tras otra hasta que se embarraban en el piso como mentiras: —mira en lo que te has convertido.

El hermano de Adolfo era un típico bueno para nada. De niños, se pasaba el día jugando balón en jardín y obli-gaba a Adolfo a hacer sus tareas. Su padre sabía lo que pasaba pero nunca hizo nada al respecto. Tal parecía que se enorgullecía de las habilidades de manipulación que aplicaba Manuel a Adolfo, y el miedo que le infundía a éste último la probabilidad de una golpiza. Su madre no estaba de acuerdo, pero era sumisa a las órdenes del padre. Nunca pudo hacer nada más que meterle a Adolfo a la cabeza esperanzas de grandeza en el futuro. En ese momento ella pensaba que eran falsas, pero eso no impi-dió que su hijo las creyera.

Manuel caminaba por la pequeña oficina de su hermano, todavía sin decirle la razón de su visita

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inesperada. Adolfo esperaba una explicación y cada vez su paciencia se iba acortando más y más, hasta que vio cómo las manos de su hermano se acercaban al male-tín. Sin antes poder decir otra cosa, Manuel lo abrió con el solo roce de su mano. Parecía como si el maletín se hubiera sido seducido por los encantos de Manuel y ni siquiera dio batalla.

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Tristeza, escarabajode siete patas rotas,huevo de telaraña,rata descalabrada,esqueleto de perra:

Aquí no entras.No pasa.Ándate.Vuelve

al sur con tu paraguas,vuelve

al norte con tus dientes de culebra.Aquí vive un poeta.La tristeza no puede

entrar por estas puertas.Por las ventanas

entra el aire del mundo,las rojas rosas nuevas,las banderas bordadas

del pueblo y sus victoria.No puedes.

Aquí no entras.Sacude

tus alas de murciélago,yo pisaré las plumasque caen de tu mano,yo barreré los trozosde tu cadáver hacia

las cuatro puntas del viento,

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yo te torceré el cuello,te coseré los ojos,

cortaré tu mortajay enterraré, tristeza, tus huesos roedores

bajo la primavera de un manzano.Cuando yo muera quiero tus manos en mis ojos:

quiero la luz y el trigo de tus manos amadaspasar una vez más sobre mí su frescura:

sentir la suavidad que cambió mi destino.Quiero que vivas mientras yo, dormido, te espero,

quiero que tus oídos sigan oyendo el viento,que huelas el aroma del mar que amamos juntos

y que sigas pisando la arena que pisamos.Quiero que lo que amo siga vivo

y a ti te amé y canté sobre todas las cosas,por eso sigue tú floreciendo, florida,

para que alcances todo lo que mi amor te ordena,para que se pasee mi sombra por tu pelo,

para que así conozcan la razón de mi canto.Oda a la tristeza,

Pablo Neruda

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Había asesinado a su hermano.

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Cuando reaccionó, estaba Adolfo jadeando, cubierto en sangre y con la mirada penetrante de su hermano mori-bundo fija en sus ojos. Inmediatamente soltó las solapas de la camisa de Manuel y retrocedió unos cuantos pasos en el laboratorio para poder ver la escena completa. Na-die estaba ahí para escuchar los gritos, ni el sonido de la pelea, ni el cuerpo cayendo al suelo. Nadie.

¡Era su maletín! ¡Eran sus cosas! Adolfo nunca ha-bía pensado que llegaría el día en el que no pudiera abrir su maletín, perder su realidad, perderse a sí mismo en el mundo: en su mundo.

Y su hermano… llegó tan arrogante. No podía ni pensar en lo que había pasado. Le hervía la sangre.

Lo dejó ahí tirado, con los cuchillos de su maletín enterrados en el pecho. Lo dejó todo.

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Adolfo caminaba a su casa, sin su maletín y sin concien-cia. Caminaba como un cuerpo, guiado por algo más y en sus ojos se podía ver el lapso de locura en el que había caído. Un lapso de psicosis. Un lapso que le costó la vida.

Y digo que le costó la vida no porque estuviera ca-minando hacia su muerte, o hacia “la luz” por los gol-pes que recibió de su hermano. Adolfo seguía viviendo, respirando y todo eso que hacen las personas que aún tienen mucho tiempo de vida.

Digo que le costó la vida porque Adolfo Cruz tuvo que desaparecer del mundo sin dejar rastros.

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Días. Semanas. Adolfo pasaba su tiempo dentro del cuar-to del motel, apenas comía. Cuando llegó a su casa aún no había policías ni nada, pero él sabía que era cuestión de tiempo. No se llevó nada más que lo esencial: un par de prendas de ropa interior, calcetines y su traje. Procu-ró no mover nada, pensó que si venían a investigar no les ayudaría diciéndoles a dónde fue y qué se llevó… por más que mereciera ser atrapado.

Lo curioso de la moral humana es que la conciencia sufre, pero la mente lo niega.

—Sólo los débiles se entregan —pensó.El autocastigo de Adolfo fue salir y cerrar la puerta

de la casa para nunca regresar. Caminó cabizbajo, pero no para pasar desapercibido, él siempre caminaba así. La vida, para él, había perdido todo su valor.

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Entre las idas a la máquina de hielo para abastecer su deseo de whiskey en las rocas, vio en el piso de la habita-ción del motel algo diferente: un sobre blanco, de un blan-cor inigualable, perfecto. Adolfo miró el sobre fijamente y, con arrepentimiento previo, levantó el sobre del piso.

—Perfecto. Mis dedos le han causado unas arrugas al papel —se dijo en voz baja mientras veía las sombras en el papel que hace diez segundos era la mera imagen de lo inmaculado. Ahora tenía que destruirlo, entonces lo abrió y enseguida caminó al baño para quemarlo en la bañera. No sería suficiente arrugarlo, o romperlo porque siquiera pensar que sigue siendo o estando cerca de él no le dejaría dormir.

—Dormir… —pensó Adolfo, hacía bastante tiempo que no lo hacía. Sus ojos lo resentían y también su ca-beza. No se había dado cuenta lo que su cuerpo le pedía, hasta este instante. La carta. Se le volvió a olvidar de eso que ya recordaba. ¿Qué estaba pensando? ¡Ah, sí! Dormir. ¡No! ¿La carta? Se iba a dar un baño. Claro, no podía ser otra cosa. Adolfo se iba a dar un baño. Y caminó sin pensarlo a la bañera para llenarla de agua y sumergirse en un caliente sueño.

Agua. Jabón. Burbujas. El simple hecho de repetirlo en su cabeza le relajaba. Agua. Jabón. Burbujas. Pensa-ba mientras su mano, sin orden, se levantaba hacia las toallas para colocar una cerca de la bañera. A punto es-taba Adolfo de abrir la manija para que saliera el agua. Agua. Jabón. Ceniza. Se perdió el mantra.

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AGENCIA CUATROCIENTOS

Estimado Aguijón:

Tu destino no puede escapar de ti.

Mañana a la 1 p.m. Estación de tren de Greenwich. Vagón 5. Traje.

No te sientes.

No te subas.

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Arden aún las cenizas,de un amor que no pudo ser

recojo vestigios.Polvo de pasión hecha trizas...Impaciente nostalgia deseando

ya no ser recuerdo.

Y renacer... olvidando el olvido,Y volver a la vida

y ya no ser recuerdo...

Sin títuloAnónimo

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Había leído la carta 180 veces. ¿Aguijón? Intentó recor-dar si alguna vez, alguien, le dijo por ese nombre.

Justo cuando vio las cenizas en la bañera le vino el recuerdo como una bala directo a su cabeza que había un intruso blanco en su privacidad, en su cama. Se le abrieron los ojos de un portazo, estaban rojos. En un suspiro, llegó del baño a la cama y tenía el papel en la mano. La carta.

Disfrutaba cómo sus ojos se desplazaban por las palabras impresas en el papel. La carta no decía mu-cho, pero al mismo tiempo lo decía todo y le gustaba la tranquilidad que le brindaba leer algo que era corto y conciso. Directo. No titubeaban, no jugaban, iba a ir a la estación de tren mañana. Tenía que saber de qué se trataba esto. Tenía que saber cómo hacían esos sobres tan blancos.

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Tenía que ser una broma. Adolfo estuvo esperando casi 5 horas en la estación de tren y, como le indicaba la car-ta, no se sentó. Como estaba mentalizado a lo que iba, entonces su cerebro no mando impulsos de cansancio ni frustración. Respiraba hondo y respiraba mucho.

A decir verdad, ya no tenía mucho en qué pensar. Adolfo disfrutaba ser solamente un cuerpo merodeando por la vida, no tenía que pensar en lo que fue, en lo que dejó de ser y en lo que era o estaba. ¿Un fracasado? No lo creo. Mucho más que un campeón, pero sin ser recono-cido o descubierto. ¿Ya sabes? Como un artista: un actor o cantante, o como ahora que uno es ambos y ambos es nada.

Si era una trampa, que así fuera y, si no, que así fuera también. Él iba a esperar ahí hasta que dejara de hacerlo, porque el no saber de esos sobres blancos im-posibles le impedirían seguir viviendo tranquilo (si se le llamaba vida a la de Adolfo). Tan distraído estaba en sus pensamientos que la esquina de su ojo casi no nota-ba esa mirada fija en su nuca. Desapareció, pero Adolfo sabía a dónde había ido, sabía por dónde estaba yendo. Sabía que quería que lo siguiera y, entonces, lo siguió. ¿A dónde?

Caminó por cuadras. Jugó a que se le perdía el ras-tro, después lo volvía a encontrar. No sabe si es porque Adolfo quiere encontrarlo o porque el otro quiere que lo sigan. Sin darle mucha importancia a ese tren de pensa-miento, Adolfo le siguió siguiendo.

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—Aquí es —escuchó a unos cuantos metros atrás. Resistiendo el impulso a voltear a ver a quién le había hablado, rotó su cabeza 30 grados hacia la izquierda para ver una puerta abierta y un trajeado mirándolo fi-jamente a los ojos. La mirada penetrante de alguien que sabes te va a ofrecer la oportunidad de tu vida: el diablo que busca le vendas tu alma.

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—¿Un asesino? Esto debe ser una maldita broma —le-vantó la voz Adolfo—, me largo.

Los trajeados asentaron la cabeza el uno al otro en vista de que Adolfo les dio la espalda para irse del lugar.

—Abran la puerta. Yo no voy a cooperar con ustedes —, dijo Adolfo pensándose a sí mismo lo iluso que fue al suponer que podría salir de ese lugar como mariposa en plena primavera.

—Llegaste hasta aquí, Adolfo. No podemos darte la espalda—, dijo tranquilamente el trajeado más viejo, sin mover un solo músculo— te hemos observado y no se puede desaprovechar a alguien como tú en este negocio. La manera en la que terminaste con tu hermano no fue impecable, pero sabemos que ningún crimen pasional lo es. Lo tomaremos como tu iniciación. Toda la policía del país te está buscando, arruinaste millones de dólares en equipo y en pinturas. Lograste escapar al dejar tu casa, pero también al estar parado en la estación de tren por más de cinco horas. Llegaste hasta aquí por tus propios talentos, Yamar puede escapar hasta de su propia som-bra y, sin importar eso, lograste seguirlo. No sé a qué estás jugando, pero salir de este lugar, jamás.

Se apoderó del lugar un silencio sofocante, que se tragaba la luz. Al parecer la oscuridad y las tinie-blas siguen a Adolfo en su vida y, de nuevo, se lo tragó un hoyo negro. Se sintió mareado y después, ya no se sintió.

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Adolfo se levantó esperando estar desnudo, lastimado, rapado y otros ados, pero la verdad fue que estaba en una cama, vestido en las piyamas más suaves. Alzó sus brazos para que el pequeño rayo de luz que tintineaba sobre su cabeza lo iluminara y vio que no tenía marcas, ni en las piernas. No le dolía nada. Estaba extrañado, ¿Qué tipo de agencia era esta que no lastimaba a sus prisioneros? De momento perdió interés, se desilusionó. Eran como su hermano, muy imponentes pero, en el fon-do, cobardes.

Se levantó para prender la luz y ver su celda, pero no encontraba las paredes. ¿Dónde estaba? Caminó 30 pasos a la izquierda, y después hacia atrás y no se tropezaba con nada, ni consigo mismo. Su cerebro hizo conexiones.

—¡Ah, sí me mataron entonces! —suspiró aliviado para después murmurar: —bienvenido al purgatorio, se-ñor Adolfo.

—No estás en el purgatorio —se escuchó—, o bueno, depende de cómo lo veas… —pensó en voz alta mientras se prendían las luces o, más bien, mientrs Lamar las prendía.

—Bienvenido a la agencia, Aguijón —sonrió el jefe—; ahí está tu expediente, harás lo que se te pida. Tienes una cuenta, ya te hemos depositado. Es un mi-llón por trabajo. Somos corderos de Dios y necesitamos quitar el pecado del mundo.

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Lamar dio la media vuelta y caminó hacia al marco de la puerta, sus taconeo quedó resonando en el oído de Adolfo, con perfecto eco y, antes de salir, se detuvo, y volteó la cabeza solamente para advertirle: —Al pie de la letra, Aguijón.

—¡Solo una cosa! —levantó la voz Adolfo, quien ya estaba perdiendo la paciencia. Lamar parecía confundi-do, nadie le había hablado en ese tono desde su madre. Adolfo aprovechando la confusión, continuó—, el sobre, en mi habitación! ¿Cómo… —lo interrumpió el jefe, al parecer le había causado gracia su pregunta y, a estas alturas del juego, descartó cualquier respuesta a la pre-gunta.

—Al pie de la letra… —repitió antes de desaparecer a la oscuridad.

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Trajeado. No se atrevió a desobedecer la formalidad escrita en la carta. Un listado tan meticuloso que sim-plemente no se podía ignorar. Lo leyó varias veces, solo por el puro placer que le causaba a sus ojos, pero sobre todo a su mente. Esa noche, cuando Lamar salió de su habitación encontró un maletín idéntico al de su abuelo sentado en la sala, esperándolo. Él sabía que no era el mismo maletín que le habían regalado, pero, ¿sería tam-bién un maletín hecho por su abuelo? Lo inspeccionó, pero no logró encontrar la respuesta a su pregunta. El mismo material, el mismo hilo… solamente había una manera de probarlo. Lo tomó como tomaba el maletín de su abuelo y lo intentó abrir con el mismo procedimiento con el que abría su maletín pasado. Pensando en que no iba a funcionar y que probablemente iba a tener que pe-dirle al jefe una copia de las llaves, quedó impresionado cuando, en efecto, el maletín se abrió. Sensible al tacto de Adolfo, el maletín parecía reconocerlo.

—Imposible —murmuró Adolfo, pero en ese momen-to el maletín le era imprescindible. El expediente le daba instrucciones específicas de a dónde ir y qué hacer con lo que había dentro. No había tiempo para debilidades, memorias o dudas, tenía que seguir las instrucciones al pie de la letra.

Descartó sus pensamientos y dejó que su cuerpo to-mara las riendas. Llegó a la estación de tren, justo como le indicaba el expediente. Estaba trajeado y cargando el maletín. No lo soltaba, era costumbre.

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Adolfo era peligroso, un hombre buscado por las autoridades y, helo ahí, parado frente a un cuerpo po-liciaco. Camuflado al punto en que ellos veían a través de su cuerpo, dirigían su mirada hacia él, pero no había manera de reconocerlo. Impecable. Una cualidad que todos los asesinos envidiarían, si supieran que existe.

Adolfo subió al tren. Adolfo cumplió lo que pedía el expediente.

Esperando el tren que el expediente le pedía tomar para regresar, desconectada su mente, algo le molesta-ba en la cara. Lo agarró y era un pañuelo. Su mente se volvió a conectar.

—¿Señorita, acaso este es su pañuelo? —preguntó amablemente Adolfo

—Asucena —le contestó tímidamente la señorita mientras que alzaba la mano para recoger su pedazo de tela.

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Destinado a sobresalir, Adolfo llevaba ya 16 asesinatos en dos semanas. Hacía su trabajo meticulosamente y se sorprendió al ver cómo las herramientas que le propor-cionó el jefe eran muy parecidas, si no idénticas, a las que utilizaba para restaurar arte. A excepción de los químicos, en su lugar había unas cintas. Cintas con chi-llidos escalofriantes de personas torturadas, pidiendo clemencia. Adolfo descubrió el placer oculto que escu-char esas cintas le traía a su mente. La agencia estaba en contra de la tortura, los asesinatos eran limpios y rá-pidos, sin embargo, le pedían a Adolfo escuchar las cin-tas para mantenerse en control de su cuerpo y su mente. Funcionaba a la perfección.

Llevaba también ya una semana casado con Asuce-na. Aunque para Adolfo no fue amor a primera vista, era requisito de la agencia el tener una doble vida. Venía en el expediente y, por inercia, Adolfo tenía que cumplirlo. El día de su primer trabajo la conoció, y una semana después le propuso matrimonio para ese mismo día ca-sarse. El jefe fue el padrino de bodas y, al momento en que ambos dijeron “sí, acepto”, le hizo un gesto discreto de completa aprobación a Adolfo.

Por fin había completado todos los requisitos en el ex-pediente. Además, Asucena era una mujer muy tímida y pequeña. No iba a ser un problema para sus planes, para completar sus asignaciones. Tendrían una casa para ellos. No sospecharía nada. Para él, ella era solamente parte de la lista, del último inciso para ser precisos.

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Adolfo se había aprendido la lista de memoria. Le cau-saba gracia la última cláusula, los años de vida que le quitas a una persona se dividen entre el bien mayor cuantificado que le causa al mundo que ya no exista esa persona y se restan al asesino. Una consecuencia lógica.

Adolfo ya había dedicado una gran parte de su vida a la agencia, y de acuerdo con sus cuentas, le quedaba este último trabajo. Desde hacía varios años para él la vida no era vida, por eso no le importó un comino que tras concluir con esta asignación, también terminaría con su vida.

Como era costumbre, leyó el expediente de su último cordero y se trajeó para salir. Agarró su maletín y salió por la puerta principal. En su mente ya había llegado a la estación de tren y ya estaba esperándolo, su cuerpo bajaba las escaleras del pórtico de la agencia y, en el último escalón… ¿fue eso un tropiezo?

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Investigué quién. No fue difícil. Llegué antes que tú y lo desaparecí. Ahora no vas a saber dónde está y no podrás terminar —dictó Asucena—, no podrás terminar —repi-tió en voz baja y mirando hacia la ventana.

—¿De quién estás hablando? ¿A quién escondiste, Asucena? —interrogó Adolfo, por primera vez perdía la paciencia. No se podía imaginar a quién salvaba su esposa.

—¡Tu hermano, Adolfo! —exclamó la mujer—, no mataste a ese pedazo de basura. Él era tu último tra-bajo.

Y anticipando el momento de silencio que se aproxi-maba, ella tomó el instrumento del maletín de Adolfo, lo envolvió en la mano de su esposo y con su propio esfuer-zo, Asucena se enterró el cuchillo en el corazón.

—Eres demasiado bueno para este mundo—, dijo ella entre sus últimos alientos.

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La edición de El Aguijón, de Diana Burnes, se realizó en octubre de 2013 por AZUL

Casa Editorial del Tecnológico de Monterrey en la ciudad de Monterrey, Nuevo León, México.

Se usó tipografía Century Schoolbook.

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Hacer de la muerte un arte o restaurar una obra de arte es la circunstancia que le da algún sentido a El Aguijón,

un matón a sueldo que se ve sorprendido, precisamente, por la vida