editores, libreros e impresores en el umbral del nuevo régimen

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CONSEJO SUPERIOR DE INVESTIGACIONES CIENTÍFICAS Editores, libreros e impresores en el umbral del Nuevo Régimen 7 MANUEL MORÁN ORTI Copia gratuita. Personal free copy http://libros.csic.es

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CONSEJO SUPERIOR DE INVESTIGACIONES CIENTÍFICAS

Editores, libreros e impresores en el umbral del NuevoRégimen

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MANUEL MORÁN ORTICopia gratuita. Personal free copy http://libros.csic.es

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EDITORES, LIBREROS E IMPRESORES EN EL UMBRAL

DEL NUEVO RÉGIMEN

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EDITORES, LIBREROS E IMPRESORES EN EL UMBRAL

DEL NUEVO RÉGIMEN

Manuel Morán Orti

CONSEJO SUPERIOR DE INVESTIGACIONES CIENTÍFICASMADRID 2011

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Reservados todos los derechos por la legisla - ción en materia de Propiedad Intelectual. Ni la to-talidad ni parte de este libro, incluido el diseño dela cubierta, puede reproducirse, al macenarse otransmitirse en manera alguna por medio ya seaelectrónico, químico, ópti co, informático, de gra-bación o de fotocopia, sin permiso previo por es-crito de la editorial. Las noticias, los asertos y lasopiniones contenidos en esta obra son de la exclu-siva responsabilidad del autor o autores. La edito-rial, por su parte, sólo se hace res ponsable delinterés científico de sus publicaciones.

En esta edición se ha utilizado papel ecológicosometido a un proceso de blanqueado ECF, cuyafibra procede de bosques gestionados de formasostenible.

Catálogo general de publicaciones oficiales:http://publicaciones.060.es

© CSIC© Manuel Morán OrtiViñeta de cubierta: Damián Flores

ISBN: 978-84-00-09300-6e-ISBN: 978-84-00-09301-3NIPO: 472-11-093-9e-NIPO: 472-11-092-3Depósito Legal: M-14.096-2011

Maquetación, impresión y encuadernación: RB Servicios Editoriales, S.A.Impreso en España. Printed in Spain

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PARECE evidente que el Mundo del Libro, es decir,la comunidad de agentes e instrumentos que ha-

cen posible la producción y difusión del saber es-crito, es una dimensión que interactúa con el Librodel Mundo, aquella otra parte de la realidad en la quehabitamos y nos desenvolvemos, según la conocidametáfora escolástica que no hace mucho rescatabaFrançois Lopez (en Álvarez Barrientos, 1995: 64).En efecto, somos lo que aprendemos o leemos, perono es menos verdad que los cambios producidos ennuestro entorno vital configuran a su vez, desdemúltiples perspectivas, el perfil y la salud del Mundodel Libro, la estructura editorial de cada época.

Dicha interacción es especialmente evidente enun tiempo como el nuestro, en el que vivimos cam-

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bios culturales y tecnológicos cada vez más acelera-dos; tiempo de crisis en el sentido primario de la pa-labra, de unas proporciones como quizás no serecuerdan desde la aparición de la imprenta hace yamás de medio milenio. Y entonces como ahora, dela capacidad de los agentes culturales para adaptar,innovar y tomar las decisiones adecuadas, depen-derá en buena medida el futuro de ese equilibrio en-tre Mundo y Libro.

Hay muchos interrogantes ahora mismo en elaire. ¿Hasta qué punto sobrevivirá el papel impresoen la era del digital? ¿Deben los gobiernos encar-garse de la puesta a disposición del público de loscontenidos científicos en los nuevos soportes o esoes cosa de los editores privados? ¿De qué manerapuede la ley armonizar una difusión razonable-mente libre del conocimiento con la propiedad delos derechos de explotación y la protección de losderechos morales de la creación intelectual? ¿Se fi-nanciarán los nuevos soportes por pago de los contenidos o por publicidad? ¿Cómo se puede ga-rantizar que el flujo de conocimiento estará siempredisponible a los lectores interesados? O, si me per-miten expresarlo de forma más dramática, ¿es real-

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mente posible que se materialice el mal sueño orwe-lliano, un Ministerio de la Verdad?

La respuesta a estas cuestiones exige sabiduría,creatividad y suerte. Y como no existen recetas fia-bles a fecha de hoy, lo que aquí se propone comofuente de inspiración es bucear en el pasado y ob-servar cómo los ciudadanos del Mundo del Libroafrontaron, y hasta qué punto supieron superar, lascrisis que surgieron en su propio tiempo. En con-creto, esta exposición se centra en una época decambios importantes: el tránsito del Antiguo Régi-men (Antiguo Régimen político, pero también eco-nómico y tipográfico) a la modernidad, es decir, elmarco en el que nos desenvolvemos, o nos hemosdesenvuelto hasta hace poquísimo tiempo. Para ello,me ocuparé de lo que ocurrió entonces en España,el núcleo original de una comunidad que hoy al-canza los quinientos millones de hablantes y cuyaindustria editorial se sitúa año tras año en uno de losprimeros puestos del mundo. También dedicaré es-pecial atención a Madrid, que por su centralidad yrelevancia editorial es el escenario que he tratado deestudiar un poco mejor.

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CUÁNTOS, DÓNDE Y QUIÉNES, A FINALES DEL ANTIGUORÉGIMEN TIPOGRÁFICO

Como punto de partida, valga una descripción, si-quiera a grandes rasgos, de la gente del libro y de suscondiciones de vida y trabajo antes del acelera-miento de los cambios, en la época terminal de eseAntiguo Régimen Tipográfico (Chartier, 1993: 26-27),que podemos describir brevemente como una situa-ción de equilibrio más o menos estático entre for-mas artesanales de producción y comercializaciónde papeles impresos, y su recepción efectiva en círcu-los reducidos de lectores.

Digamos de entrada que por aquel entonces, a fi-nales del siglo XVIII, su número era relativamenteelevado y que se concentraban en ciudades, básica-mente las de primer orden y, sobre todo, en la Villay Corte, que como centro gubernativo, administra-tivo y cortesano de la monarquía constituía el prin-cipal núcleo de producción y difusión de impresospara un mercado que no solo comprendía el ám-bito local y el peninsular, sino especialmente losdominios americanos, algo cuya importancia qui-zás no suele recordarse suficientemente, pero que

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estaba muy presente en la planificación editorial dela época.

En el caso de Madrid, los ciudadanos del mundodel libro podrían consistir aproximadamente, enunas 125 familias de libreros, propietarios de unas80 tiendas y puestos, sin contar a sus dependientes;a los que habría que añadir –señala Diana M. Tho-mas– cerca de 500 impresores –maestros, oficiales yaprendices– que trabajaban en los 28 establecimien-tos tipográficos existentes a finales del siglo (1984:140-141).

Había también almacenistas de papel, editoresinstitucionales (como eran el mismo gobierno, laReal Academia, conventos y cofradías que despa-chaban los libros en la portería o, en su caso, la sa-cristía de sus propias casas) y, por supuesto, autores,adaptadores, compiladores, traductores y otros «pro - pietarios» de obras. Del análisis de los datos conte-nidos en la monumental historia de la censura deÁngel González Palencia (1934) parece deducirseque, por aquel entonces, estos editores privadosconcentraban la mayor parte de la iniciativa edito-rial, aunque a la hora de la verdad (Paredes, 1988:78) fueran los impresores quienes solían adelantar-

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les el capital necesario para realizar las ediciones, re-cuperándose con la ganancia proporcionada por lasprimeras ventas.

Sin embargo, hay buenos motivos para considerara los libreros como los principales protagonistas enel sector profesional en esta época, lo que haceaconsejable una aproximación algo más detallada aesta gente y sus negocios.

Para empezar, es muy cierto que a principios delsiglo XIX conservaban, en coexistencia con otroselementos emergentes propios de la modernidad,numerosos rasgos comunitarios que remiten al uni-verso mental del Antiguo Régimen; eso es relevanteporque necesariamente debía determinar la orienta-ción de su ejercicio profesional. Tanto la documen-tación notarial conservada en el Archivo de Pro- tocolos de Madrid (AHP) como la del Archivo Histórico de San Ginés (AHSG) es bastante explí-cita sobre todo esto, a través de los comportamien-tos externos ahí testimoniados; no es este el mo -mento de entrar a fondo en el tema, pero aun conlos riesgos que comportan las generalizaciones, di-gamos que eran frecuentes lazos de parentesco ypaisanaje entre ellos, hasta el punto de que La Alca-

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rria parece haber sido la principal fuente de recursoshumanos para la profesión durante la segunda mi-tad del siglo XVIII: alcarreños ilustres fueron, entreotros, Manuel Martín, Antonio Sancha, PlácidoBarco, José Brun, Antonio y Manuel Calleja y Juande Llera. Valga un inciso: ¿carecería de intencionali-dad el jocoso comentario de Mesonero Romanossobre nuestros libreros, cuando se refirió a «la fe-mentida estampa de un hombre chico y panzudo,como una olla de miel de la Alcarria»? (en MartínezMartín, 1991: 33).

También fue habitual la nupcialidad intrapro -fesional, hasta el punto de constituir la base dedensas redes de relaciones parentales que se orien-taban a dar estabilidad y continuidad a su comercioy seguridad a sus familias. De esta forma, apellidoscomo Barco, Calleja, Castillo, Escribano, Esparza,Francés, Millana, Minutria, Quiroga, Razola, Ro-meral, Sancha o Viana se repiten con mucha insis-tencia –y de manera simultánea– entre los librerosde Madrid durante varias décadas. Por lo que tienede aleccionador, detengámonos en una de esas em-brolladas redes tomando como hilo conductor latrayectoria de doña Paula, que era hija del comer-

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ciante de libros Manuel Guerrero y sobrina –pa-rece– de Francisco Guerrero. Al quedar viuda ycon un hijo pequeño de Santiago Minutria (por su-puesto, también librero), dicha señora contrajomatrimonio en 1777 con Manuel Sánchez Pardo,un ciudadano sin más bienes conocidos que ropade uso y un cofre que «quedaron en la casa moradade ésta, que es en la que han de vivir y tiene sutienda librería». Por supuesto, se otorgaron mutua-mente escrituras de dote y capital en presencia deManuel Guerrero. En 1785 Pardo se inscribió en laNueva Concordia de San Gerónimo, de la quellegó a ser celador. También imprimió catálogos delibros, que le identifican como titular de las libre-rías de la calle de Toledo y de las Dos Hermanas, laque había pertenecido a Francisco Guerrero. Sinembargo, a partir de 1802 los anuncios del Diario deMadrid indican que otro Santiago Minutria –el hijodel primer marido de Paula Guerrero– había asu-mido la propiedad de la librería de la calle de To-ledo, un local que, por cierto, parece haber actua -do como un centro de sociabilidad liberal duranteel segundo periodo constitucional, entre 1820 y1823.

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Minutria murió poco después dejando viuda, quedio continuidad a la librería en los años siguientes.Sin embargo, también se advierte la proximidad re-confortante de otros parientes, señaladamente la dedoña Isidra Minutria, una importantísima librera enla calle de Carretas. Esta señora había enviudado aprincipios de siglo del editor y distribuidor de piezasdramáticas Manuel Losada y Quiroga, y al contraernuevamente matrimonio (el tercero) con un IgnacioSáinz de Rozas que por excepción no era librero,pudo gestionar personalmente su negocio y llegó aser una de las empresarias con más éxito de sutiempo. Murió en 1839 dejando un respetable patri-monio y generosos legados, entre los que destacabael destinado a la hija de Santiago Minutria, tambiénllamada Isidra.

Una pauta similar puede advertirse en María Ra-zola Novillo, viuda sucesivamente de Manuel Mar-tín y de Plácido Barco López, ambos libreros eimpresores que habían gozado de mucha prosperi-dad. Sin saber firmar, esta señora continuó conéxito esas actividades entre 1803 y 1827, aunque escierto que en situaciones particularmente solemneso delicadas (como una junta de acreedores, el envío

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de un inventario a la Inquisición o la comparecenciaante un escribano) cerraron filas en su entorno al-gunos allegados, todos facultativos, como el primoCasimiro Razola (marido a su vez de Catalina Yuste,la viuda del próspero librero Joseph Mathías Escri-bano), los sobrinos Luis y Julián Viana Razola o losparientes del difunto don Plácido: su hermano, el li-brero salmantino Juan Barco y el hijo de su primeramujer Manuel Barco García, que simultaneaba elejercicio de la librería con los estudios de doctoradoen la Universidad de Alcála. Y análogo al de doñaMaría parece el caso de Narcisa Dorca, propietariade un taller en Barcelona, de la que se decía a las al-turas de 1823 que «no sabía leer ni entendía en elcontenido de los papeles» que imprimía (en Morán,2003: 67).

Junto a todo esto, el predominio de la empresa detipo familiar sobre el modelo de compañía mercan-til, las manifestaciones de religiosidad corporativa ylas prácticas de mutualismo asistencial desde susasociaciones, la Hermandad de San Gerónimo y laNueva Concordia; la preferencia, en fin, de estasgentes por la inversión del patrimonio en bienesraíces sobre la de valores mercantiles (salvo en las

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apreciadísimas acciones de la Real Compañía deImpresores y Libreros del Reino), son indicios de unsistema de ideas y valores de corte comunitario,propios de tiempos anteriores a la modernidad.Desde luego, eso no solo quedaría reflejado en lasmaterias y temas de los libros que despachaban,sino que también repercutía en las limitaciones delentramado editorial durante la fase final del Anti-guo Régimen.

Sin embargo, sería equivocado imaginar un con-texto puramente arcaizante y gremial en la activi-dad de estos libreros, como a menudo se supone.Advirtamos que ni la afiliación a sus asociacionesera obligatoria ni la profesión estaba sometida atrabas legales que regularan su ejercicio o excluye-ran a los advenedizos, aunque ocasionalmente, ex-plica Javier Paredes (1988), los cofrades de SanGerónimo pretendieron monopolizarlo y eliminartoda competencia; es cierto, como se ha dicho másarriba, que pesaban mucho las conexiones familia-res, pero a la hora de la verdad el factor decisivopara iniciarse en ese comercio era poseer el dineronecesario para adquirir libros y, en su caso, mante-ner una tienda abierta al público. Por sorprendente

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que pueda parecer, en este sentido argumentó eleditor Joaquín Antonio de Sojo en 1818 ante el Santo Oficio, para justificar su ignorancia res-pecto a libros prohibidos:

Es verdad que para el despacho de estas obrasy por la calamidad de los tiempos que le hanhecho sufrir muchas pérdidas, se vio precisa-do después a tomar una tienda en la calle de las Carretas, a la que asiste muy poco, porquetiene otros negocios y confiesa por lo mismoque se halla con escasos conocimientos de libros para hacer este comercio en toda su extensión y que ignora por la mayor parte las leyes que gobiernan a los libreros de profe-sión (Archivo Histórico Nacional, Inquisición:4495/4).

Por otra parte, hay que recordar que la constitu-ción de la poderosa Compañía de Impresores y Li-breros del Reino en 1763 había proporcionado elinstrumento adecuado para financiar a gran escalaen España la edición de los libros de rezo eclesiás-tico que hasta entonces se imprimían exclusiva-mente en la casa de los Plantino, en Amberes. Enese mismo año, el gobierno de Carlos III había he-

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cho aprobar otras disposiciones en sentido liberali-zador: en lo principal, la libertad de precio para loslibros (aunque excluyendo los considerados de pri-mera necesidad) y la enajenación de los privilegiosde impresión pertenecientes a manos muertas, con-servándolos para el autor y sus herederos en el mo-derno sentido del copyright. En definitiva, la verdades que durante la segunda mitad del XVIII el escena-rio editorial español estuvo caracterizado, siquieraen parte, por rasgos propios del capitalismo comer-cial que solemos atribuir a tiempos muy posteriores,en relación con la revolución industrial.

Así pues, relaciones de cooperación, pero tam-bién de competitividad. En ese ambiente, se en-tiende la gran diversidad en cuanto a la posición queocupaban los libreros e impresores en el entramadosocial de la época. Sobre ese punto, proporcionauna valiosa información la relación publicada en elDiario de Madrid de 26 de mayo de 1809 con finesfiscales por el gobierno intruso. A pesar de sus caren-cias (es evidente que algunos de ellos no figuran enla lista, por las razones que sean), ahí se clasifica concriterio económico a 78 miembros de ambos gru-pos profesionales en 15 categorías (aparte las dos

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superiores, que solo incluían a la Compañía de Im-presores y Libreros del Reino y a la Imprenta Real),y eso es algo bastante singular para la época, en laque no abundaba la estadística. Tal indicador sugiereque esta gente se distribuía en casi todos los estratosde la escala socioeconómica, desde editores muy adi-nerados que eran dueños de establecimientos mixtosde librería e imprenta como los Ibarra, los Sancha,los Barco, Manuel Ribera o Josef Doblado, a peque-ños expendedores de literatura ligera. A riesgo deperder muchos matices, puede generalizarse afir-mando que cerca de la mitad de estos contribuyentesforzosos recibió un tratamiento fiscal análogo al demédicos, boticarios o escribanos de cámara, mien-tras que el resto, los menos gravados por el emprés-tito, fueron equiparados a los practicantes de in dus-trias medianas y al pequeño comercio.

LOS LIBREROS: COMERCIANTES, HUMANISTAS Y EDITORES

Contrariamente a las imprentas, casi siempre si-tuadas en lugares relativamente arrinconados, loslocales de librería, que a menudo eran propiedad de

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sus titulares, buscaban al cliente: tendían a ubicarseen un área urbana bien delimitada, correspondientea las bocacalles de la Puerta del Sol, el «espacio pú-blico» por excelencia de la Villa, donde se concen-traban el ocio, el bullicio y el negocio; convienetambién destacarlo por lo que eso significa encuanto a su participación en los mecanismos de for-mación o amplificación de la opinión pública a es-cala local.

La relativa fluidez con que se sucedían las apertu-ras, cierres y traslados de estos establecimientos di-ficulta su recuento, pero una revisión cuidadosa delas páginas del Diario de Madrid permite constatarque de las 77 librerías –y tiendas de encuadernador–ahí mencionadas en 1808, no menos de 20 se en-contraban en la inmediata calle de Carretas y otrassiete en el arranque de la calle Mayor, frente a lasgradas del convento de San Felipe el Real; y aun ha-bía otra en las mismas gradas. La misma distribu-ción encontramos en la docena de puestos detec-tados: se trata de instalaciones más o menos efíme-ras, a veces situadas en portales, pero creemos quesería engañoso desdeñar su influencia en la configu-ración de un imaginario colectivo, porque esos esta-

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blecimientos estaban precisamente especializadosen la distribución de papeles de gran impacto y bajoprecio, como eran folletos, periódicos, estampas ycomedias. Algunos dependían de una librería –casode la familia Díaz de Goveo–, pero también podíanpertenecer a libreros más modestos, como Segis-mundo Casanova, natural de Vich, y su mujer, laburgalesa Paula de Miranda, en cuyo puesto de laplazuela de Santo Domingo despachaban folletospatrióticos en 1808.

Como en todas partes, la actividad de los librerosespañoles no se limitaba casi nunca a la venta mino-rista de papeles impresos. Algunos estaban especia-lizados como mercaderes de libros antiguos ytasadores de bibliotecas, lo que era coherente conun orden cultural en el que aún pesaba mucho latendencia a la preservación del saber antiguo –pe-renne, estable y ortodoxo– y quizás menos la pro-moción del progreso intelectual y del pensamientocreativo. Ese prurito conservacionista explica tam-bién el papel central de los libreros encuadernado-res, quienes, según el economista Eugenio Larruga(1995: 313), a finales del siglo XVIII confeccionabanno menos de 500.000 volúmenes al año en Madrid.

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Se trata por tanto de gente familiarizada con lacultura impresa: índices de obras prohibidas, ex-purgatorios, bibliografías, autores y latines, aunquetambién no pocas veces se manejaban con las len-guas modernas. Algunos todavía se sentían huma-nistas, como Antonio Sancha y sus contertulios,que en 1793 acordaron constituirse en academiaprivada bajo el nombre de «los Pastores de Manza-nares» (en Aguilar, 1996: 98). Otros manifestaronaspiraciones de encumbramiento social a la antiguausanza –es decir, ennoblecerse– tal como noscuenta Antonio Mestre (1984) sobre Francisco Ma-nuel de Mena, el proveedor de las elites ilustradas ycorresponsal de los eruditos de su tiempo. Sin em-bargo, sus mujeres, especialmente si procedían delmedio rural, no siempre eran capaces de firmar.Pero digamos que, en contrapartida, fueron fre-cuentes los casos de viudas que gestionaban direc-tamente sus negocios. Y en algunos casos, como seha dicho, con notable éxito.

Pero sobre todo, en la medida en que disponíande suficiente caudal, los mercaderes de libros eraneditores. La documentación extractada por Gonzá-lez Palencia (1934) permite detectar los nombres de

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una veintena de libreros al menos, casi todos esta-blecidos en Madrid, entre quienes solicitaron licen-cias de impresión (un indicio aceptable para laidentificación del editor) durante la última décadadel siglo XVIII y las dos primeras del XIX. En general,se trata de gente pudiente, a menudo directivos y ac-cionistas de la Real Compañía de Libreros e Impre-sores del Reino (como Antonio Baylo, ManuelHurtado, Matías Escamilla, José Martínez o la casade Alverá) o de grandes contribuyentes –con cuotasde 1.000 reales o más– en el empréstito exigido en1809 para el sostenimiento del ejército francés. Sinembargo, es notable que en este escenario hubierahueco también para libreros medianos y aún mo-destos, como Pablo Moreno y Diego Zaragoza, aquienes se asignó cuotas de 300 reales en ese em-préstito; o como Francisco Cifuentes (que otorgaríadeclaración de pobreza en 1826) y Manuel LópezSalcedo, un antiguo dependiente del rico Manuel deGodos y pariente de su mujer. Por contraste, solouna docena de impresores sin despacho de librosparecen haber editado durante el mismo periodo.

La consecuencia fue que esos libreros acaudala-dos actuaron también –aunque de manera comple-

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mentaria– como impresores. Por poner un ejemplo,el comportamiento empresarial de Gómez Fuente-nebro y Compañía (es decir, el establecimiento queen realidad pertenecía a Manuel de Ribera Calvillo)resulta revelador de la lógica que regía el campo dela edición en los tiempos anteriores a la mecaniza-ción de la imprenta: «A causa de comerciar en obrasde librería el insinuado D. Manuel Ribera, y con elfin de hacer a su costa impresiones de las mismas»,compró –se dice en una escritura de transmisiónposterior– la imprenta de Gerónimo Ortega en1803 (en Morán, 2009: 167).

TECNOLOGÍA, CAPITAL Y EDICIÓN EN EL ANTIGUORÉGIMEN TIPOGRÁFICO

Aclaremos que si la adquisición y el manteni-miento de una imprenta tradicional estaban fueradel alcance de simples rentas salariales, de ningunamanera requería una inversión desmesurada. Paraempezar, los alquileres no constituían un renglónsustancial en el presupuesto, aunque sí fueran sufi-cientemente significativos como para condicionarlas decisiones sobre su situación urbana. En conse-

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cuencia, los impresores se mudaban frecuente-mente, casi siempre entre parajes periféricos derenta más baja, y solo cuando vendían libros en elmismo local elegían ubicaciones más céntricas. Li-mitándonos a un solo caso que ejemplifica toda estacuestión (Morán, 2003: 65), recordemos el de To-más Albán, que durante la ocupación francesa deMadrid tuvo su imprenta en la calle de la Bola yluego en la de Carretas, donde puso también libreríaantes de desplazarse a Sevilla, siguiendo al ejércitoimperial. Como afrancesado que fue, no hay noti-cias de su actividad hasta el Trienio Liberal, cuandose estableció en la casa de la marquesa de San Vi-cente, junto a San Pedro –ubicación que corres-ponde a la calle de Segovia–, donde se dedicóprincipalmente a la impresión y venta del Diario deSesiones de las Cortes. Tras la derrota de los constitu-cionales Albán desapareció nuevamente de Madrid,si bien un anuncio del Diario de Avisos de Madrid de1829 aclara que:

La imprenta que se halla establecida en la pla-zuela del Cordón, conocida con el nombre deAlbán y Cía., que después ha dirigido D. Euge-nio Pierart Peralta, la desempeña en el día su

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propietario D. Federico Moreno, quien ademásde las preciosas fundiciones de que se com-pone el establecimiento, le sigue enriqueciendocon otras más modernas.

A su vez, este Federico Moreno trasladó el esta-blecimiento a la plazuela de los Afligidos 1, casa lla-mada de las Ánimas, y más adelante a Preciados 7,donde actuaba como imprenta y librería simultá-neamente.

Por su parte, la tecnología –prensas manuales demadera bastante aparatosas– en la práctica apenashabía incorporado innovaciones durante siglos, yaque la velocidad de impresión –tres resmas por jor-nada– bastaba para satisfacer las necesidades de lapequeña demanda editorial de la época. Así pues,todavía en 1811, en pleno ciclo inflacionista, José Sigüenza podía presupuestar en 60.000 reales elcoste de una imprenta nueva y bien equipada contres prensas y fundiciones (lo más caro) de todos los grados. Y no es que fueran desconocidas en Es-paña las novedades en el arte tipográfico: por ejem-plo, libros franceses impresos en estereotipia seanunciaban en la librería de Domingo Alonso ya en

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1800, pero resulta sintomático que el empleo de esatécnica no se extendiera durante bastantes años; y no sin sarcasmo, el mismo Sigüenza, regente de la Com pañía de Impresores y Libreros, escribióentonces:

He aquí las decantadas ediciones estereotípicasque en nuestros días se han querido pasar porun ventajoso y raro descubrimiento, siendo asíque por todos respetos carecen de ambas cir-cunstancias (1992: 2).

También, en breve, serían conocidas las modernasprensas Stanhope (cuando León Amarita las en-cargó en 1820 para la imprenta del periódico El Cen-sor, según se informa en el prospecto), pero laverdad –hay que concluir– es que su alto precio nohacía atractiva todavía la idea de adquirirlas.

En cambio, el precio del papel, que se elaborabade forma artesanal y con excelente calidad, especial-mente en las fábricas de Cataluña, estaba por las nu-bes. En la imprenta de la Compañía de Impresoresy Libreros –explicó Sigüenza para tranquilizar a losdirectores– no solo se llevaban cuentas precisas delo gastado, sino que se guardaban las existencias

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«con la debida seguridad» en el despacho del re-gente, junto a los originales (en Morán, 2003: 70).En cualquier caso, es importante observar que estedesembolso debía ser adelantado por quien costearala edición, fuera autor, traductor, librero, o la insti-tución que disfrutara de la licencia o privilegio. Deesta forma, el coste del papel solo afectaba al im-presor cuando actuaba como editor o si se arries-gaba a adelantarlo a los autores, como parecía serfrecuente.

También los jornales de cajistas y prensistas supo-nían un coste considerable, ya que se trataba de ofi-cios muy cualificados. Todavía hacia 1835, cuando,siendo aprendiz de impresor, Benito Hortelano lesatribuía unos ingresos de 30 reales diarios y élmismo ganaba más dinero –16 reales– que en su an-terior ocupación como oficial sillero. «Tan distin-guida profesión», afirmó, era en aquellos tiempossuficientemente atractiva como para que la escogie-ran «cientos, y aun miles de jóvenes de buenas fami-lias» (1936: 41 y 43). Sin embargo –como en el casodel papel–, esos gastos se ajustaban puntualmente alpresupuesto de cada proyecto editorial, porque losoficiales de imprenta eran técnicamente jornaleros

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que trabajaban a destajo, en un entorno de plena li-bertad contractual y con muy escasa regulación la-boral. Nos lo confirma un personaje tan autorizadocomo el impresor Miguel de Burgos, quien, en tér-minos que reflejan a un aplicado lector de AdamSmith, escribió en 1811:

Es muy grande el número de los ignorantes ypreocupados que no conocen, o no quieren co-nocer, los daños que de la mala costumbre delas tasas, trabas e impedimentos en todas líneasse han seguido a la Patria [...]. Yo pienso al con-trario: soy amante de la libertad, y deseo quesubsista como hasta aquí en este ramo, y que seextienda a los demás (1947: 49).

Así pues, en la época preindustrial era el capitalcirculante y no el fijo el factor fundamental en elproceso editorial y, por tanto, los libreros adinera-dos desempeñaban el papel de editores con más asi-duidad incluso que los impresores, puesto que encondiciones normales la naturaleza de su negocio–venta directa en sus locales, intercambios y distri-bución al por mayor a otros libreros– les permitíaamortizar su inversión en menos tiempo. Y no sin

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lógica, el citado Manuel Ribera y otros mercaderesde libros adquirieron imprentas, lo que era eco -nómicamente rentable por la relativa baratura delequipamiento tradicional, incluso aunque fuera ne -ce sario subordinar el ritmo de trabajo de las prensasa las prioridades del comercio librero, el negocioprincipal. Eso explica, como observó entonces eleconomista Eugenio Larruga, que ya a fines del si-glo XVIII la mayor parte de las imprentas de Madridfueran propiedad de capitalistas y no de profesiona-les, aunque los primeros –quizás por prejuicios esta-mentales más o menos residuales– se abstuvieran deponer su nombre al negocio (Larruga, 1995: 211).

Conforme a las pautas habituales del Antiguo Régi-men Tipográfico, las tiradas solían ser pequeñas. Esoobedecía tanto a la voluntad de reducir el riesgo edi-torial, como a la misma estrechez del mercado del li-bro. Aun sin incurrir en las habituales jeremiadas dela época (como el tópico de los tres siglos de retrasoque arrastraba la nación), la verdad es que el uni-verso cultural de los españoles hacia 1800 se nos an-toja un tanto endeble a causa del elevado grado deruralismo, de analfabetismo (un 94% en la difun-dida hipótesis de Moreau de Jonnes) y de penuria de

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la gente común. Como consecuencia, recuerdaFrançois Xavier Guerra a este respecto (en Castro,2000: 55), el porcentaje de lectores en España hapodido estimarse cuatro veces inferior al de Francia,aun teniendo en cuenta las dimensiones respectivasde su población.

LIBROS: CAROS, POCOS Y BIEN CENSURADOS

Estando así las cosas, sus repercusiones en la pro-ducción y el comercio de libros eran previsibles: auna riesgo de generalizar demasiado, puede concluirseque a finales del Antiguo Régimen los libros eranproductos caros, relativamente escasos y destinados,tanto por el tipo de contenidos como por su con-fección formal, a personas instruidas y (sobre todo)con posibilidad de satisfacer sus elevados precios.Veamos algunos ejemplos.

El muy reeditado y traducido Pharmaciae elementachemiae recentioris fundamentis innixa, del médico Fran-cisco Carbonell, impreso en Barcelona por Francis -co Piferrer en un tomo de 4º marquilla con 125páginas, se vendía en rústica a 16 reales y a 24 enpasta (Diario de Madrid, 27.II.1797); otro éxito edito-

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rial, el Examen de la posibilidad de fixar la significación delos sinónimos de la lengua castellana, de Josef López dela Huerta, impreso en Valencia por Joseph Estevany hermanos en dos tomos en 8º, se anunciaba a 10reales en rústica y a 20 encuadernado en pasta (Dia-rio de Madrid, 10.VI.1808); una Disertación apologéticaen favor de los párrocos, que para desterrar la ociosidad, fo-mento de todos los vicios, se dedican a arbitrar medios de ocu-par las personas ociosas [...], compuesta por el licen-ciado Andrés de Cardona (que era cura párroco deSisante) e impresa en Madrid por Joaquín Ibarra en1784 se anunciaba en 1797 a 16 reales en pasta y a12 en pergamino; se trataba en este caso de un vo-lumen en 4º con 235 páginas (Diario de Madrid,24.V.1796); por supuesto, estos son libros estándar,pero las obras de lujo podían subir muchísimo más:los dos tomos del Compendio de la Historia de Españade Anquetil, que Fuentenebro reimprimió en diver-sas ocasiones, costaban 26 reales en rústica y 30 enpasta en la edición en 8º de 1806; ahora bien, si sepretendía adquirir en 4º mayor y con las 54 estam-pas calcográficas, el precio ascendía a la imposiblecantidad de 440 reales. Los periódicos tampocoeran precisamente baratos si tenemos en cuenta que

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la suscripción al Semanario de Agricultura y Artes diri-gido a los Párrocos costaba 22 reales (cierto, solía llevarestampas calcográficas) y la del Diario Mercantil deJosé María de Lacroix, un periódico de avisos gadi-tano, era de 20 reales mensuales en esa plaza, 30 enprovincias y 60 para los lectores americanos.

Ahora bien, esas cantidades solo cobran signifi-cado en términos de capacidad adquisitiva si consi-deramos que hacia 1757 –escribe Miguel Capella– eljornal medio de los trabajadores madrileños era decuatro reales y medio (1963: II, 21) y que en 1829,según la Guía mercantil de ese año (una publicaciónoficialista, hay que recordar), en las fábricas y talle-res de todo tipo se pagaban 12 reales de jornal portérmino medio. El libro en suma, seguía siendo unbien muy poco accesible para la mayoría de los es-pañoles y, en esas condiciones, no hay nada nuevoen cuanto al tipo de lectores que los podían adqui-rir; por ejemplo, para el caso de Valencia en la épocade la Ilustración (Lamarca, 1994: 35) sabemos queeran propietarios de libros fundamentalmente losclérigos, abogados, nobles y, en menor grado, co-merciantes; y en el extremo opuesto, labradores yartesanos.

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¿Cuánto y qué se leía en España en los albores delsiglo XIX? Desde un punto de vista cuantitativo, hasido posible establecer que el Diario de Madrid anun-ció un total de 1776 títulos en el decenio 1800-1809,de los que 1351, los que realmente nos interesan,podrían considerarse como obras o ediciones nue-vas; es una cifra claramente baja en comparacióncon las correspondientes a las de los libros anunciadosen los años anteriores a la guerra de la Convención,y que además presenta fuertes altibajos anua les, muyreveladores de la extrema vulnerabilidad del nego-cio editorial ante los efectos depresivos de la coyun-tura económica y política de esos años.

Respecto a las materias tratadas, la oferta literariade estos mismos años (Castro, 2000: 64) ofrece valo-res bastante acordes con la clase de público a la queiba destinada: es decir, de 37,9% para títulos de hu-manidades, 23,3% de religión, 20,2% de ciencias so-ciales, 13,9% de ciencias positivas y 4,4% de «varios».Se trata en suma de un perfil francamente arcaizante,como atestigua el elevado número de obras religiosasy de traducciones del latín, en contraste con el bajoporcentaje de libros científicos y de lenguas moder-nas (si exceptuamos, por supuesto, el francés).

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Si nos centramos en el canon cultural de la época,muchos libros emblemáticos se pueden encontraren el catálogo del establecimiento de Fuentenebro.Entre ellos, el clásico de Fenèlon Las aventuras de Te-lémaco, novela orientada a la educación de jóvenesaristócratas, que fue reeditada muchas veces en todaEuropa durante el XVIII; las didácticas Conversacionesde un Padre con sus hijos sobre la historia natural de JeanFrançois Dubroca; Las Tardes de la granja o las leccionesdel padre de Ducray Dumenil, en traducción de Ro-dríguez Arellano; el ya mencionado Compendio de laHistoria de España, convenientemente revisado ensentido patriótico por Francisco Vázquez y ManuelMaría Ascargorta. Por encargo del editor –se diceen el prólogo– eliminaron de él

todos los errores en que suelen incurrir los ex-trangeros quando escriben de nuestra nacion,rectificando los hechos que en ella se encuen-tran desfigurados, y haciendo la honoríficamención que merecen aquellos, que serán per-petuo monumento de nuestra gloria.

En la misma categoría se encuentra la Biblia tra-ducida por Felipe Scio (costaba la enorme cantidad

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de 3.000 reales con sus 336 estampas), que en el am-biente de entonces estaba considerada como unamuestra muy significativa del reformismo progre-sista en su orientación eclesiástica. Por el contrario,estaban ausentes del fondo de Fuentenebro las ma-terias más populares, como eran obritas de devo-ción o economía doméstica, que hubieran podidollegar a un público más amplio. Se aprecia ahí tam-bién una intencionalidad moralizante y educativa,encauzada a través de géneros amenos y divulgati-vos, lo que es coherente con los ideales y los hábitosculturales de la Ilustración dieciochesca que elmismo editor, Manuel Ribera, parece haber com-partido y –se diría– difundido deliberadamente(Morán, 2009: 175).

Y a la vez, los libros editados en esa época pro-yectan un perfil un tanto conformista con el ordensocial establecido. No podía ser de otra manera,porque de acuerdo con el enfoque utilitario y pater-nalista de la ideología ilustrada, el control guberna-mental sobre los papeles impresos no solo apun -taba a salvaguardar las regalías de la Corona, la moral y las creencias de los españoles, sino que ha-bía devenido en un preceptismo cultural y literario

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cuyas pretensiones alentaban a menudo las mismaselites intelectuales. Javier de Burgos, que se habíaformado en ese ambiente, parece recordarlo connostalgia en el número de 13 de septiembre de1821 de La Miscelánea de Comercio, Política y Literatura:reseñando una edición barcelonesa de las Obras pós-tumas de don Nicolás Fernández Moratín, no ahorrabaelogios:

Al poeta versado en la literatura clásica, alamigo de Cadabalso [sic], de Montiano, de Lla-guno y de los demás sabios distinguidos, que enla última mitad del siglo XVIII trabajaron porvolver a la poesía la gloria y el brillo, que en elmismo tiempo se esforzaban en mancillar co-pleros ridículos, extraviados diariamente por losaplausos de una multitud ignorante y grosera.

En el marco ideológico y legal propio de un es-tado absolutista se ocupaban del control, claro está,el Consejo de Castilla, a través del sistema de censu-ras y licencias, y durante un breve tiempo –desde1805 hasta marzo de 1808– el Juzgado Privativo deImprentas y Librerías que dirigió Juan Antonio Me-lón. A posteriori, también intervenía la Inquisición,

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que tenía facultades para inspeccionar la trastiendade las librerías, los fardos introducidos por las adua-nas e incluso las bibliotecas privadas. Pero más quededicarse a acallar escritos subversivos o heterodo-xos (que casi no había, salvo por raro despiste de losautores, gente versada en el arte de la autocensura),sus víctimas habituales fueron la literatura de fic-ción y todo género de papeles que adolecieran de vi-cios de estilo, los considerados como lesivos al buengusto o, como se indica expresamente en el regla-mento del Juzgado de Imprenta de 1805, los ajenosa la utilidad pública.

Representativo de todo esto parecen las censurasmerecidas por algunos proyectos literarios de Anto-nio Marqués y Espejo, quien en 1804 ya había vistorechazada su solicitud de editar un periódico, el Ly-ceo general del vello sexo o décadas eruditas y morales de lasdamas. No tuvo más éxito en su petición de enero de1806 para establecer en Valladolid un diario másconvencional, con privilegio y franquicia parcial deportes, titulado El Plausible. Al parecer, tras la lec-tura de las muestras remitidas por Marqués, se en-friaron mucho las buenas disposiciones del juez deimprentas. Creo que vale la pena reproducir su in-

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forme, por lo que de ahí se desprende sobre el espí-ritu que animaba esas prohibiciones:

Aunque mi opinión constante es dexar impri-mir quanto se quiera con tal que se sujete a lascensuras que sabiamente tiene establecidas elRey nuestro Señor, como este autor acompañalos quatro primeros números, he querido exa-minarlos atentamente persuadido de que porser los primeros, y por haberlos presentado aSM serán de lo mejor que sepa hacer. En ellosencuentro la mayor insustancialidad, la ligerezafrancesa, la lengua francesa más bien que caste-llana, las ideas y estilo franceses, y en sumatodo francés; de suerte que da compasión veren el centro de las Castillas, en donde pareceque se había de conservar el carácter nacionalmejor que en ninguna otra parte, se introduzcala corrupción de la lengua, la garrulería, y su-perficialidad francesa, y el estilo de los atolon-drados mozalbetes de París.

Lo contradictorio de todo esto es que más ade-lante, en 1808, Melón tomó partido por el régimenjosefino mientras que Marqués hizo entonces unamuy enérgica denuncia del afrancesamiento cultural

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que impregnaba a la nación, en su folleto Higiene po-lítica de la España, o medicina preservativa de los males conque la infesta la Francia (Morán, 2000: 6).

Las novelas en particular, que gozaban de buenaaceptación, fueron consideradas en los momentosde mayor melindre como sinónimo de frivolidad,simples «fruslerías de un interés pasajero o librossospechosos en su moralidad», de modo que en1799 el Consejo llegó a acordar formalmente suprohibición; aunque es verdad –matiza José F. Mon-tesinos– esta no se llevó a rajatabla (1982: 32 y 38).

El problema, claro está, consistía en que, comohabía argüido entonces Larruga (1995: 217), «las cir-cunstancias de la Nación no permiten que se le densino obras fáciles y cortas, para que vaya poco apoco tomando el gusto a la instrucción». Aplicandoesa misma lógica, ¿podrían realmente sorprenderfracasos editoriales como el del erudito Tratado dehispana progenie vocis Ur de Gregorio Mayans, o másbien el victimismo de su distribuidor, el ilustradoAntonio Sancha?

A París e remitido una dozena de exemplaresde la voz Ur para ver que tal parezen en aquelpaís, pues en éste donde se cultiba sólo la igno-

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rancia no ay que esperar su despacho, pues astaora no se an bendido 18 exemplares que en elpaís más remoto e ignorante de el África no su-cediera otro tanto (en Mayans, 1993: 586).

Cabe por tanto preguntarse si, más que en sofocarla oferta intelectual existente a finales del siglo XVIII,los efectos culturales más profundos y sutiles de esacensura no tuvieron lugar a largo plazo, al retrasar ydebilitar la expansión social del hábito de la lecturaen la prensa periódica y en esas denostadas obrillasque constituyen, precisamente, el umbral de la ge-neralización de la cultura escrita.

LOS FACTORES DEL CAMBIO EN LA PAUTA EDITORIAL

Por supuesto, la causa de la ruptura del modeloeditorial existente, es decir, del Antiguo Régimen Tipo-gráfico, está ligada o incluso debe identificarse con larevolución liberal en sus múltiples manifestaciones.Modificó, en efecto, el marco político y legislativoque constreñía a escritores y lectores, consolidó lafilosofía individualista que ya presidía la economíaeditorial, renovó los discursos escritos de formaacorde con el nuevo sistema de ideas y valores esté-

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ticos asumido por los españoles y afectó a las con-diciones de vida de la gente del libro.

Es casi ocioso recordar que este tránsito desde elviejo orden a la modernidad se desenvolvió a unritmo discontinuo y sincopado, alternando periodosde gobierno absolutista y de gobierno constitucio-nal durante el primer tercio del siglo XIX, de modoque su propia duración contribuye a embrollar laimagen general del proceso y sus efectos. Sin em-bargo, don Mariano José de Larra lo advirtió con lu-cidez a sus lectores en un artículo emblemático («Laeducación de entonces»), publicado por primera vezen enero de 1834:

Mucho me temo que sea ésta la verdad, y quenos hallemos en una de aquellas transiciones enque suele mudar un gran pueblo de ideas, deusos y de costumbres; el observador más pers-picaz puede apenas distinguir las casi impercep-tibles líneas que separan el pueblo español delaño 8 del año 20, y a éste del año 33. Paréceme,por otra parte, que esta gran revolución de ideasy esta marcha progresiva se hace sólo por sec-ciones: descártase hacia delante en cada épocamarcada una gran porción de la familia española

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[…]. Cerca está el día, sin embargo, en que vol-veremos atrás la vista y no veremos a nadie: enque nos asombraremos de vernos todos de laotra parte del río que estamos en la actualidadpasando (1997: 250).

EL IMPACTO DE LA GUERRA EN EL MUNDO DEL LIBRO

Sin duda, el desencadenante de los cambios y, a lavez, el factor con mayor impacto a corto plazo en elmundo del libro fue la Guerra de la Independencia.Sin embargo, hay que advertir que en los años pre-vios la coyuntura era ya titubeante, demostrando asíla gran vulnerabilidad del sector ante acontecimien-tos ajenos al orden estrictamente cultural. Como ex-plicó de manera convincente el subdelegado de laImprenta Real Joseph Antonio Fita en 1792, el augeexperimentado por la imprenta en los años finalesdel reinado de Carlos III se había debido a la muchasalida y venta de obras al restablecerse la paz, aun-que después decayera al normalizarse su comercio,que no podía ser «tan activo y constante como el degéneros de consumo común». Aun así, especificaba,había en Madrid 28 talleres tipográficos dotadoscon 209 prensas (en Ossorio, 1890: 60).

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A partir de esos años –toda una pequeña edad deoro editorial– el pulso de la imprenta y de la libreríadecayó por culpa del nuevo ciclo de guerras, delconsecuente estrangulamiento del comercio y deotras crisis circunstanciales; existe bastante eviden-cia testimonial sobre todo eso. En su Viage de un cu-rioso por Madrid, por ejemplo, Eugenio Tapia (1807:22) atribuía «el entorpecimiento o paralización» delcomercio librero en 1806 a la falta de despacho paraAmérica, aun sin olvidar las razones fundamentales,que tenían raíz cultural.

La misma impresión de decadencia se desprendede la memoria de Juan Antonio Melón (22 de juliode 1806) sobre la actividad del Juzgado de Impren-tas en 1805; la ausencia de ingresos en las aduanasperiféricas que ahí se percibe es tan ilustrativa comosu afirmación de que «pocos libros han pasado porellas»; o, aun más contundente, el hecho de que Me-lón perdonara a libreros e impresores la pequeñacontribución prevista en el reglamento del Juzgado,a la vista de «el decadente estado de sus oficios, ypor ser notorio con motivo de la guerra» (en GarcíaRojo, 2007: 569).

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A partir de este escenario preliminar lo peor es-taba por venir, cuando el comienzo de la Guerra dela Independencia provocó efectos catastróficos so-bre esta gente y sus negocios.

A corto plazo, parece que los impresores salieronmás perjudicados que los libreros, lo que tiene ló-gica en la medida en que sus dificultades para lograrfinanciación, mantener una actividad sostenida ydar salida a sus productos en tiempos tan azarososeran mucho más acuciantes. Esa situación ha que-dado reflejada en numerosos testimonios, como losanuncios del Diario en los que se ponía a la ventaefectos de imprenta. El publicado por Blas Escri-bano –uno entre muchos– en el año dramático de1812 daba razón de una imprenta con «tres prensasfamosas» y la mayor parte de las letras nuevas (Dia-rio de Madrid, 2.II.1812). Nos queda la impresión deque los profesionales más acaudalados lograronarreglárselas con menos ahogo que sus colegas mo-destos, pero aun así, cerraron durante la guerra losestablecimientos de imprenta pertenecientes al Ar-bitrio de Beneficencia, Benito Cano, Ramón Ruiz,Justo Sánchez, Juan Brugada, José Doblado, BenitoGarcía y Tomás Albán (por razones políticas en este

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último). También resulta elocuente que el nombredel librero e impresor de estampas Lorenzo SanMartín se incluyera en una lista de maestros de artesy oficios que por haber perdido sus talleres, o que-dado reducidos a jornaleros durante la guerra, fue-ron agraciados con un real socorro para la adqui -sición de utensilios, materias primas y alquiler (Dia-rio de Madrid, 6.VI.1815).

La estructura del comercio librero también expe-rimentó un importante deterioro, traducido en elcierre de numerosos establecimientos. Una vez más,el recuento a través del Diario de los que permane-cían activos nos proporciona una idea aproximadasobre el pulso comercial durante estos años. Comoveremos, esa secuencia, expresada en la tabla ad-junta de tiendas y puestos callejeros, es bastante co-herente con la tendencia de los libros anunciados enel mismo periodo.

MADRID 1808 1809 1810 1811 1812 1813 1814 1815

Librerías 77 66 43 43 48 52 55 58

Puestos 12 6 5 11 3 6 6 6

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Por supuesto, esos cierres fueron en su mayoríatemporales. En la inmediata posguerra lo habitualfue que se reanudara la actividad, a veces tras uncambio de local o de titularidad, generalmente entreparientes aunque también hay casos de traspasos;por ejemplo, los Esparza –libreros durante más demedio siglo en la Puerta del Sol– instalaron almacénde papel, con venta de libros, en la calle de Barrio-nuevo número 5, «frente al mesón de los huevos»,se detalla en un aviso (Nuevo Diario de Madrid,1.XI.1821); Antolín López Hurtado parece habersucedido sin solución de continuidad en la tienda deCarretas a su tío Manuel Hurtado, que debió de mo-rir ciego y anciano en 1809. En cambio, según datosdel Diario, en 1808 el importante establecimiento deFuentenebro y Compañía redujo su actividad alramo de imprenta (que trasladó a la calle de Jaco-metrezo) y traspasó la librería de la calle de Carretasa Agustín Quiroga y Silverio Burguillos; para 1810Quiroga consta como único titular de esa librería,pero a partir de 1815 era ya propiedad de PedroSanz (Morán, 2009: 178).

En cuanto a cierres definitivos, tomando comobase las 77 librerías que dieron signos de actividad

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en 1808, hemos registrado, a partir de los datos delDiario y del listado –aunque muy incompleto– quemanejó la Inquisición en 1815, la desaparición de almenos 28 de ellas, en general pertenecientes a libre-ros modestos a juzgar por las contribuciones asig-nadas en el empréstito de 1809, así como por el tipoy la cantidad de literatura que tenían disponibles.Por supuesto, existen excepciones sobre ese punto:no consta que Hilario Claros tuviera tienda abiertadespués de 1810, pero sí que hacia 1816 y 1818 eraalguien de cierta relevancia, el distribuidor mayo-rista del catecismo de Ripalda (Diario de Madrid,24.VIII.1818). Según los registros de la Hermandadde San Gerónimo, el anciano Juan de Llera clausurósu tienda de la plazuela del Ángel en 1814 y se fue avivir con la familia de su colega José Brun; falleciópocos años después, en 1819 (García Rojo, 2007:570). Y a lo que parece, el próspero Matías Escami-lla simplemente decidió retirarse: en 1812 dimitiócomo secretario de la Real Compañía de Impreso-res y Libreros del Reino (Thomas, 1984: 82 y 151) ydos años después se daba de baja de la Hermandadde San Gerónimo («por su voluntad», detalla el re-gistro de la Hermandad). En la posguerra hizo in-

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versiones inmobiliarias, pero acabó retomando elnegocio en 1819 y abrió una nueva librería, la defi-nitiva, en otra casa de su propiedad de la calle deCarretas.

Otros cierres son achacables a la emigración–luego volveremos sobre esto– y, por supuesto, a al-gunas de las muertes que tuvieron lugar durante losaños de la guerra, de las que hemos detectadoquince casos entre los libreros (o libreros impreso-res), y al menos cuatro entre impresores; parece unacifra elevada –y debió de haber unos cuantos más–,pero no anómala en relación con la pauta general dela mortalidad en Madrid, particularmente en el terri-ble año de 1812, cuando las defunciones de adultossumaron más de 20.000 según datos de VirgilioPinto y Santos Madrazo (1995: 161). También hayque contar con la elevada edad de algunos libreros:Rafael Aguilera tenía ochenta y tres años al morir en1809; Joseph Doblado era suficientemente ancianocomo para haber sido socio fundador de la Compa-ñía de Impresores y Libreros (en 1763), de la queJuan Yuste era ya accionista en 1770; y si otro vete-rano, Valentín Francés, hubiera vivido tres años más(murió en 1814), habría visto a su hijo don Ber-

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nardo consagrado como obispo de Urgel; este, undistinguido sacerdote de ideas muy tradicionales, al-canzaría en 1824 el arzobispado de Zaragoza. Contodo, la muerte violenta del maestro librero donPascual López, consignada en el registro de Nombresde la Hermandad de San Gerónimo, parece cosa ex-cepcional:

Murió en el día 2 de mayo de 1808 por las balasde los franceses que en dicho día sacrificaron ainfinitos de los quales fue uno Don Pasqual,que murió de un balazo en la subida de SantaCruz. No dejó viuda ni hijos.

Abundan, por supuesto, los indicios de penuria yprecariedad, entre los que citaremos algunos ejem-plos. En junio de 1810, Isabel Mallás, la viuda deRafael Sánchez Aguilera, debía en concepto de al-quiler de su casa-tienda la renta exacta de dos años,a razón de cuatro reales diarios, «que no puede sa-tisfacer por la calamidad de los tiempos». En esa lí-nea, se dio el caso de que el librero e impresorIsidoro Hernández Pacheco se anunciara en 1811como profesor de castellano y que en el mismo año,la librería, enseres y muebles del difunto Pedro Ben-

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goechea se pusieran a la venta «para pago de acree-dores». En 1812, «ante la grave urgencia del día» y lacarencia de dinero con que socorrer a los Herma-nos que cayeran enfermos, la Hermandad de libre-ros acordaba la medida extraordinaria de hacer unreparto del fondo de libros propio, a precio reba-jado, pero pagándose en el acto. Por el mismo regis-tro de la Hermandad consta que en 1814 HilarioClaros, su tesorero, fue perseguido judicialmentepor el resto de los Hermanos, que le reclamaban lacantidad de 35.000 reales, y que Manuel SánchezPardo, que pertenecía a la Hermandad desde 1785,fue borrado entonces por no haber contribuido conlo estipulado durante cuatro años (en García Rojo,2007: 571).

Las repercusiones económicas más directas de laguerra fueron la contracción de la actividad edito-rial y la caída en picado de las ventas. Esto es algoque –de manera algo tosca y con limitaciones– esposible valorar a través del estudio cuantitativo delos anuncios de libros en la prensa periódica,puesto que la publicidad constituye el espacio natu-ral de intersección entre la producción y la de-manda editorial. Así pues, tomando como puntos

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de referencia los años 1808 y 1815 –que tampocoson, ni de lejos, auténticos ejemplos de normalidadmercantil–, el análisis de los anuncios durante laguerra sugiere una drástica disminución de la pro-ducción y el comercio de libros. De esta suerte,frente a los 151 títulos (supuestamente nuevos y ree-diciones, hay que precisar) contabilizados en 1808 ya los 134 de 1815, se advierte que en 1809 se pro-dujo una brusca caída –solo 48 libros– que alcanzósu nadir en el año siguiente, cuando únicamente en-contramos 34 publicitados. Por el contrario, la lentísima recuperación desde los 42 libros supues-tamente editados en 1811 hasta los 97 de 1814 (pa-sando por los 69 de 1812 y los 72 de 1813) estáligada a los periodos –intermitentes– en que la ciu-dad estuvo guarnecida por fuerzas nacionales oaliadas (Castro, 2000: 83). Realmente es de aplica-ción al caso de los libros la observación de JesusaVega: «Se puede afirmar que casi es completa la au-sencia de anuncios de venta de estampas cuando elinquilino del Palacio Real de Madrid era el rey José I,reactivándose el comercio en cuanto este abandonala Corte» (1996: 17).

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EL COMPORTAMIENTO PROFESIONAL Y LAS TOMAS DE PARTIDO DURANTE LA GUERRA

Hay que aclarar que aunque sus esfuerzos fueronclaramente insuficientes para enderezar esa tenden-cia, los libreros e impresores no permanecieron pa-sivos ante lo que se les venía encima. Su capacidadde reacción puede detectarse a través de un abanicoamplio de comportamientos, en los que a menudose identifica la motivación profesional con tomas departido no exentas de implicaciones políticas.

Para empezar, una gran proporción de la produc-ción literaria que entonces se anunció consistía enimpresos breves de poco precio, destinados consentido de actualidad a dar respuesta a lo que en-tonces interesaba realmente a la gente. Eso fue po-sible porque se beneficiaron, especialmente a partirde la entrada en vigor del decreto de Libertad Polí-tica de Imprenta del 10 de octubre de 1810, de unnuevo marco legal, mucho más ágil y liberal, paradesenvolver sus actividades.

Por tanto, entre esos libros abundan los de temamilitar (táctica, instrucción, ordenanzas) y de conte-nido político, ya en vertiente jurídica e ideológica,como los folletos Cargos que el tribunal de la razón de

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España hace al emperador de los franceses y la Higiene polí-tica de la España, o apelaciones más directas al patrio-tismo en clave satírica: Sermón que predicó en la catedralde Logroño el nuevo predicador Josef Botellas, exrey soñadode España. Pero la verdad es que todos los géneros li-terarios se muestran impregnados de la misma in-tencionalidad. La única obra de medicina anunciada(Diario de Madrid, 8.X.1808), sirva como ejemplo, eraen realidad un prontuario de Higiene militar. Las dereligión están cortadas por el mismo patrón, de ma-nera que en el anuncio oportunista de una obra yaañeja, El buen soldado de Dios y del Rey, se afirmaba:

En una época en que por un verdadero patrio-tismo nos hallamos todos en la obligación detomar las armas, parece recomendable esta pe-queña obra que une las más sólidas máximasdel cristianismo con los preceptos militares,formando un breve tratado de educación cris-tiano-militar (Diario de Madrid, 21.XI.1808).

Por supuesto, hubo también gente en la sociedadlibrera cuyo patriotismo o interés particular les in-dujo a colaborar con el gobierno josefino. Avance-mos que fueron muy escasos o –al menos– que han

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dejado un rastro muy leve en las fuentes conocidas.Entre ellos se encontraba un tal Manuel, alias el Pe-luquero, tratante en libros que se marchó con losfranceses cuando abandonaron la Villa. Debió deser poco relevante (no lo hemos identificado), aun-que de temperamento visceral, puesto que de re-greso a Madrid fue denunciado a la Inquisición porproposiciones, «negando toda la religión» y «quetodo lo francés es lo mejor tratado» (Paz y Meliá,1947: 764). Por el contrario, da la impresión de queSantiago Amposta y su hijo José Braulio, el guardal-macén y su ayudante en la Imprenta Real, no eransino unos pobres diablos, o acaso simples oportu-nistas que tuvieron la poca vista de significarse «porsu afección al gobierno intruso» y fueron por elloexcluidos de sus destinos en 1814. A instancias delsubdelegado de la Imprenta, Juan Pérez Villamil, seles asignó una pensión –un tercio de su sueldo–para la subsistencia de sus familias. Los Ampostaabrieron entonces una librería en la calle del Prín-cipe que existió durante casi veinte años sin darnada que decir a la autoridad. Colaboracionista fuetambién don Tomás Albán –ya se ha dicho–, quemantuvo siempre un estilo intelectual serio y pro-

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gresista en lo que salía de sus prensas. Albán, que yahabía editado en 1807 una biografía de Napoleón,obtuvo «permiso superior» para una edición de laConstitución de Bayona. Imprimió también, entreotras cosas, el Discurso heráldico de Juan Antonio Llo-rente y una traducción de El Hipócrita de Molière,por Marchena (García Rojo, 2007: 572).

Libreros y editores no fueron por tanto simplesmediadores, agentes asépticos en el proceso detransmisión cultural, sino también mediatizadores queinfluyeron de manera activa en el entorno social du-rante aquellos años críticos. Una consecuencia ob-via de todo esto es la necesidad de prestar másatención a la prosopografía de la gente del libro,como una vía más para comprender las formas decreer y pensar, los cambios en la mentalidad de losespañoles de entonces.

Por otra parte, la documentación conservada so-bre el comercio de libros entre diferentes plazas demuestra que, a pesar de los elevados riesgos, con-tinuó habiendo transacciones de alcance peninsular–Manuel Ribera, por ejemplo, o los hermanos Ca-lleja, especializados en la distribución a gran escala,traficaron con colegas de Valladolid y Bilbao duran -

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te la ocupación francesa–, pero no hay indicios deque hicieran nada de esto con libreros transpirenai-cos. En realidad, el destino más frecuente a esosefectos fue Cádiz, el puerto habitual para el comer-cio americano, a la vez que sede de las Cortes y laRegencia nacional durante estos años. En ese con-cepto, en agosto de 1809 el doctor Higinio AntonioLorente –empresario, traductor y posible editor deobras médicas– se ocupaba en Cádiz de recibir unapartida de nueve cajones de libros remitida desdeMadrid para que los vendiera en esa plaza. «Y no pu-diendo verificarse a causa de la poca estimación queallí tenían», los envió a su vez a Veracruz.

Significativamente, hubo en Cádiz una presenciamuy activa de libreros –también algún impresor–procedentes de Madrid. Alguno, como Gabriel Gó-mez, tenía allí sucursal en 1813 –un almacén de li-bros y papel junto al Consulado–. En otros casosparece tratarse de agentes estables como Ignacio Ti-rado –oficial de confianza de la casa de DomingoAlonso– y acaso Josef Rosales, el antiguo aprendizde Felipe Tieso. Todo eso no excluía estancias más omenos duraderas de sus principales, que trabajaronpor cuenta propia y en comisión para otros libreros

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madrileños, aunque siempre en combinación concomerciantes e impresores locales. Un ejemplo ilus-trativo, pero que no agota en absoluto esta cuestión,viene dado por el papeleo generado en 1812 a raízde la muerte en Cádiz de Teodoro Argueta, quepuso de manifiesto la existencia de géneros y dineroadeudado por el muerto al impresor Repullés, a loslibreros Manuel Goveo y Gerónimo Ortega y –en-tre otros– a Isidra López de Zaragoza, acaso la es-tampera. Domingo Alonso, que también se hallabaentonces en la ciudad, se ocupó de depositar los li-bros y efectos de Argueta en casa de un comerciantelocal. Sin embargo, consta que estaba ya de vueltaen Madrid en octubre de ese mismo año, donde fa-lleció a poco de reeditar un éxito de ventas, el polé-mico Diccionario Crítico-Burlesco de Bartolomé JoséGallardo, el bibliotecario de las Cortes de Cádiz(García Rojo, 2007: 572).

EL ESTANCAMIENTO EN LA POSGUERRA

En el caso de Alonso, como en el de otros tantos,funcionaron los mecanismos habituales de reem-plazo que aseguraron la continuidad de su casa. Así

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pues, las consecuencias humanas de la dura crisisque atravesaron los profesionales del libro durante laGuerra de la Independencia parecen haber consis-tido, más que nada, en un aceleramiento del relevogeneracional, algo perceptible en la incorporación ala profesión de gente más joven a partir de 1814 yen la evidencia de admisiones recientes en la Her-mandad de San Gerónimo; entre aquellos hay nom-bres clave como los de Tomás Jordán, José Cuesta,los hermanos Antonio y Manuel Calleja, José Brun,Pedro Sanz y Joaquín Antonio Sojo. En mi opinión,se trata de un dato a tener en cuenta para compren-der la modernización –a más largo plazo– del sectoreditorial español.

Respecto al pulso de los negocios, observaremosque en la posguerra se reactivaron algunas impren-tas e incluso se fundaron otras por iniciativa de in-dustriales dinámicos y casi siempre jóvenes comoMiguel de Burgos (ex regente de la Hija de Ibarra),Francisco Martínez Dávila, Leonardo Núñez deVargas o Vicente Ayta (o sea, la del diario El Univer-sal ) en sustitución de las desaparecidas; queda sinembargo la impresión de que hicieron poco másque vegetar en estos años.

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Simultáneamente, reabrieron librerías cerradasdurante la contienda, pero su número estuvo –hastael Trienio Liberal– muy por debajo del de las exis-tentes antes de la guerra. La misma pauta podemosadvertir en la actividad editorial a través de los anun-cios en la prensa: una lenta recuperación inicial, a laque siguió una tónica de estancamiento en el nú-mero de nuevos títulos publicados y cierta tenden-cia a dar salida a obras –digamos– ya añejas. Comose decía en el Diario del 1 de diciembre de 1813:

Libros. –Antes de la entrada de los franceses enesta Corte estaban venales y se despachabancon aceptación en varias librerías las obras quese expresarán, las quales perdieron su venta poraquella causa, y hoy vuelven a presentarse alpúblico en las librerías de Gómez, calle de lasCarretas; en la de Villa, plazuela de Sto. Do-mingo, y en la de Sánchez, calle de Toledo.

Es evidente también que el cúmulo de circunstan-cias negativas –como eran la pérdida del mercadoamericano, la mala situación del peninsular y el res-tablecimiento del aparato jurisdiccional del AntiguoRégimen con su sistema de restrictivas licencias– no

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podía impulsar precisamente la revitalización delsector editorial. Por otra parte, hay bastante eviden-cia de que aun con la pachorra burocrática que ca-racterizaba entonces a la Inquisición, esta provocónumerosos quebraderos de cabeza a los libreros yeditores que se habían tomado en serio la libertadde imprenta decretada por las Cortes de Cádiz. Sinánimo de agotar la materia, según los Papeles de In-quisición catalogados por Paz y Meliá (1947), JoaquínSojo fue empapelado por haber editado a Filangieriy vender libros prohibidos (todo quedó en la esce-nificación de un rapapolvo con mucho llanto y arre-pentimiento); a Antolín López Hurtado le reco gie-ron barajas «indecentes», aunque no consta tam-poco que fuera sancionado; en cambio, a FranciscoLópez de Orea, que ya tenía antecedentes por habervendido libros «obscenísimos», le impidieron conti-nuar una edición del Fray Gerundio en la que llevabainvertidos, para su desesperación, 60.000 reales.También salió mal parado Miguel de Burgos –el in-teligente impresor que fue amigo de Mesonero Ro-manos–, a quien la edición de algunas obras algoalegres le costó una multa de 200 ducados y un se-vero apercibimiento.

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EL AUGE DE LA IMPRENTA DURANTE EL TRIENIO LIBERAL

Dicha tónica persistió hasta que un nuevo vuelcopolítico en 1820 propició una fase de expansión en laproducción y el comercio de papeles impresos. Noes extraño que el cambio de coyuntura potenciara lalectura: el restablecimiento de la libertad de imprimir,junto con el incremento objetivo de acontecimientosnoticiables y, muy especialmente, una intensa sociali-zación de la vida pública tras el retorno de la Consti-tución de 1812 explican el fenómeno.

Sin embargo, es importante advertir que muchomás que a la venta de libros, excesivamente caros to-davía para la mayor parte del público lector –aunqueentonces se utilizó con profusión el sistema de sus-cripción previa–, este auge se debió al impacto eco-nómico de los periódicos –680 ha contabilizado GilNovales en el Trienio Liberal– y folletos de corta ex-tensión, cuyo número se disparó tras la derogacióndel régimen de censura absolutista. Como se obser-vaba jocosamente en el número 1 del Mochuelo Literato:

Los libreros se quejan de que no venden un li-bro, y ¿a qué son libros habiendo tal polvaredade papeluchos? Si en poco volumen, y con me-

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nos pecunia nos hallamos instruidos, a qué sonesos impertinentes y rancios folios de a varacon ocho dedos de grueso?

En realidad, sorprenden las bajas cifras de librosanunciados en la prensa del Trienio Liberal (Castro,2000: 99) y contrastan ciertamente con la afirma-ción de Mesonero Romanos sobre el elevado nú-mero de obras, antes prohibidas, que circuló enton -ces en España. La información suministrada por unpersonaje tan autorizado como el nuncio GiacomoGiustiniani es también muy insistente sobre el mis -mo tema (en Morán, 1998: 243-244), todo un tópicoen su correspondencia con Roma durante el pe-riodo constitucional, de modo que creo que vale lapena transcribir un par de ejemplos de sus preocu-paciones a este respecto:

En pocos días se han multiplicado increíble-mente los peores libros; un celo de iniquidad hahecho prodigios sin ejemplo. En un brevísimoperiodo de tiempo, casi por encanto, las obrasmás perversas de todas las naciones, especial-mente francesas, han aparecido a la luz públicatraducidas en castellano, en pequeños volúme-nes a bajísimo precio, y habiendo tenido por

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eso mismo un inmenso despacho, se piensa yaen hacer ediciones nuevas, más costosas.

Todas las obras de Voltaire y de Rousseau sehan traducido ya en castellano y se venden sinmisterio en pequeños volúmenes a excelenteprecio, y corren con daño increíble en las ma-nos de la incauta juventud y del vulgo igno-rante. Las librerías y todos los sitios donde sevenden libros se han inundado de las obras másimpías y obscenas, cuya abundancia es admira-ble y en profusión siempre creciente.

Sin embargo, queda la impresión de que se tratasobre todo de ediciones furtivas, o sea, impresas encastellano e introducidas de forma fraudulenta desdeel exterior, por lo que se entiende que hayan dejadopoco rastro en los anuncios literarios de la prensa.Esa prohibición de importar libros en romance dataoriginalmente de 1610, pero nunca se había cum-plido con mucho rigor, ni siquiera después del autodel juez de imprentas Juan Curiel en 1753, que so-bre todo estaba destinado a proteger la producciónnacional de la competencia extranjera. Sin ir más le-jos, Alberto Lista, que se ocupó en Auch de la edi-ción del Examen de los delitos de infidelidad a la patria,

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obra de su amigo Félix Reinoso, no tuvo grandes di-ficultades para hacerla introducir de contrabando,en 1817, a través de Bayona, Perpiñán y Marsella (enJuretschke, 1951: 529). Sin embargo, sabemos que elfraude se disparó durante el Trienio Liberal por ini-ciativa de agentes literarios franceses y de algunos li-breros de esa misma nacionalidad que trabajaban enEspaña. Las vicisitudes de la familia Denné, librerosy propietarios de un gabinete de lectura en Madriddesde 1810, son realmente ilustrativas sobre la prác-tica del comercio de importación de libros tanto lí-citos como prohibidos desde Francia; durante elTrienio se atrevieron incluso a publicar un catálogode 24 páginas –reseñado por Rodríguez-Moñino–anunciando las ediciones estereotípicas de PierreDidot que ellos distribuían en comisión: ahí hay tí-tulos en varios idiomas, entre ellos el español, conobras de Llorente, Rousseau, Voltaire, Holbach,Volney, Marchena, Dupuis… e incluso una ediciónparisina de la Constitución española de 1812.

Según El Universal de 29 de diciembre de 1822, lapublicación de ese catálogo provocó una demandade Manuel Díaz Moreno, que, como traductor, teníael derecho de propiedad de la Moral Universal de

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Holbach, y en consecuencia se ocuparon a Denné ysus asociados siete ejemplares de la edición fraudu-lenta, impresa en Burdeos por Pinard en 1819, peroque llevaba portada falsa de Cifuentes: Valladolid1821. En el juicio de conciliación celebrado a finesde 1822 Philippe Denné se defendió como pudo(vendía en comisión, los ejemplares habían pasadosin contratiempo por la aduana de Vitoria y desco-nocía lo demás), pero la resolución del alcalde cons-titucional le fue desfavorable: obligación de indem-nizar a Díaz Moreno, inutilización de los ejemplaresde dicho catálogo, pago de costas, pérdida de los li-bros ocupados y prohibición expresa de vender otraedición de la misma obra. Los Denné se conforma-ron gustosos con la sentencia, pero realmente noparece que se pueda deducir de ahí mucha voluntadde enmendarse. Poco después volvían a las andadas,anunciando de nuevo –se lee en El Universal del 19de enero de 1823– La Moral Universal, que decían es-tar imprimiendo con caracteres Didot sobre unanueva traducción.

Un par de años después, cuando volvió a entraren vigor la legislación absolutista, Denné intentó re-enviar discretamente a Francia un cargamento de li-

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bros que decía tener en comisión –en español, fran-cés y latín, algunos de ellos obviamente prohibi-dos–, pero tuvo la mala pata de que fuera intercep-tado en la aduana de Vitoria. La embajada francesa,que tenía entonces mucha vara alta en las cosas deEspaña, se interesó en su reclamación, dando así lu-gar a la real resolución de 19.XII.24, que autorizabaa los libreros extranjeros a reexportar libros intro-ducidos durante el Trienio, aunque con determina-das excepciones (Morán, 1998: 243-244).

Si las cifras de libros anunciados durante el Trie-nio Liberal fueron bajas, fue en cambio excepcio-nalmente elevado el número de establecimientos queexpedían impresos de todo tipo en Madrid duranteel mismo periodo. Hubo al menos 80 librerías, unadocena de puestos y siete gabinetes de lectura abier-tos a la vez; también es muy probable que llegara aalcanzarse la cifra de 42 imprentas, y que trabajaran36 de ellas simultáneamente hacia 1821 y 1822, añoen el que su número tocó techo.

De manera sintomática, los diarios importantescomo La Miscelánea, El Imparcial, El Espectador y elNuevo Diario de Madrid establecieron su propia im-prenta en cuanto lograron consolidarse. Resurgió

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entonces la de El Universal –la empresa periodísticamás sólida del Trienio Liberal–, que existía ya desde1814, aunque durante el Sexenio Absolutista se ha-bía dedicado a imprimir trabajos literarios sin granintensidad, bajo la denominación de Imprenta deCatalina Piñuela (la mujer del editor, Vicente Ayta).Apareció también El Censor, que con el Periódico delas Damas era la principal base del trabajo que sus-tentaba a la nueva imprenta de León Amarita Re-verte; significativamente, en el prospecto de ElCensor se anunciaba la adquisición de prensas a laStanhope y caracteres Didot para hacer el periódico.

Muchos otros periódicos, efímeros o sin tiradassignificativas, se hacían imprimir en imprentas con-vencionales, aunque cambiando de una a otra conbastante frecuencia: la de Rita Ribas (la viuda dePantaleón Aznar), por ejemplo, se ocupó en algúnque otro momento de La Colmena, La Periodicomanía,El Diario Sobresaliente Madrileño y el Nuevo Diario deMadrid. En la de Vega y Compañía, además de laGuía de la Real Hacienda, su especialidad habitual, seimprimieron diferentes números de El Conservador,El Revisor político y literario y El Espectador. La im-prenta de Miguel Tenorio y Agustín de Letamendi,

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dedicada a la confección de La Minerva Española,hizo también los primeros números de El Tribuno,los del 7 y 8 de agosto de 1820 de La Miscelánea, y losde El Indicador de los espectáculos y del buen gusto entremayo y septiembre de 1822.

Especializadas propiamente en la impresión deperiódicos estaban la de Alejo López García (callede los Abades), la de Atocha esquina a San Eugenio(o del Indicador) y la de Antonio Martínez (calle delBurro), que parecen haberse turnado como princi-pal foco difusor de prensa exaltada. Aunque sin uncompromiso político tan expreso, participó de lamisma orientación la de la calle de Bordadores, queentonces era propiedad o estuvo a cargo de AntonioFernández. Allí se imprimió El Correo General de Ma-drid y su continuación, El Constitucional, Correo Gene-ral [...], hasta el 27 de abril de 1821, cuandocomenzó a figurar la Imprenta del Constitucionalen el pie de imprenta del periódico. Hizo también laBibliografía Nacional y Estranjera o periódico general de im-prenta y librería, El Eco de Padilla (periódico comu-nero del que Fernández embargó los ingresos porimpago, según informaba El Imparcial el 6 de octu-bre de 1821), la Crónica religiosa, La Tercerola y, final-

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mente, el Diario de la Capital; este era un diario deavisos de poco precio (dos cuartos) cuyo despachoprincipal se encontraba en Bordadores 3, cuarto prin -cipal; esto es, las señas del propio Fernández. Casopeculiar entre estos impresores que conviene desta-car fue el de un personaje oscuro, Rafael Arjona, cu-yas prensas, así se insinuó, fueron una fuente depapeles baratos, pero sensacionalistas y poco fiables–escandalosos para los liberales biempensantes–,que alimentaba a toda una industria informativacontrolada por los ciegos de Madrid.

Además de aprovechar el filón de la prensa enmayor o menor medida, casi todos los impresoresde perfil más profesional –Aguado, Álvarez, Espi-nosa, Martínez Dávila, Repullés, Sancha, Villal-pando y otros– se beneficiaron de los cuantiososencargos de las Cortes, que, a raíz del Diario de sesio-nes, los proyectos, dictámenes y otros papeles de lascomisiones, se convirtieron en un cliente excepcio-nal y –se diría– exclusivo para algunos de ellos,como Tomás Albán (de nuevo activo entre 1821 y1823) y Diego García Campoy, un impresor que yahabía trabajado para el Congreso en los años de Cá-diz (Morán, 2003: 73).

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ATISBOS DE CAMBIO A FINALES DEL ANTIGUO RÉGIMEN

Sobre esas bases, ¿eran previsibles nuevos desa-rrollos con carácter inmediato en la industria edito-rial? Aunque así hubiera sido, el triunfo de lareacción absolutista en la España de 1823 dio altraste con esa posibilidad, lo que demuestra nueva-mente el papel secundario que desempeñaba la in-novación tecnológica en el esquema de la edicióntradicional. Veamos por qué.

Entre los parámetros que definen a la última dé-cada del Antiguo Régimen, la buena noticia consisteen la formación de un clima más favorable para losnegocios, especialmente en la segunda mitad del de-cenio, como consecuencia de la relativa tranquilidadpública y de la reactivación de la economía. Tam-bién se advierte cierta modernización de esa socie-dad en un sentido más mesocrático y popular, ahoramás distanciada de los valores y la estética de laépoca ilustrada y, por tanto, permeable a la recep-ción de discursos literarios más actualizados.

El lado malo del nuevo escenario era el restableci-miento –y eso fue determinante una vez más– de lastradicionales trabas gubernativas a la impresión de

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libros y, especialmente, la prohibición como normageneral de los periódicos, que durante el periodoconstitucional ya habían demostrado ser el principalmotor de la industria editorial. Aparte la prensa ofi-cial y la de avisos apenas se autorizaron otros quelos literarios y más bien con cuentagotas. Entre ellosestaban las sucesivas iniciativas de José María Car-nerero, como El Correo Literario y Mercantil, con elque polemizó El Duende Satírico del Día, ese fanzineque escribía Larra, entonces jovencísimo, en 1828.Un caso excepcional fue la Gaceta de San Sebastián,pero la explicación consiste en que en realidad lopatrocinaba el sector aperturista del gobierno sir-viéndose de las plumas de intelectuales afrancesa-dos: Lista, Reinoso y Miñano; eso era un secreto avoces. Sin embargo, no fue restablecida la Inquisi-ción, y habría que decir que durante los últimosaños del régimen absolutista se percibe en la acciónde la censura cierta indulgencia, lo que agilizaría laautorización de nuevas publicaciones: el Boletín deComercio, el Correo de las Damas, la Revista Española oEl Vapor.

La tolerancia, o indiferencia, se extendió tambiéna la edición de papeles que los prejuicios diecio-

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chescos habrían rechazado como lesivos al buengusto o ajenos a la utilidad pública, típicamente en-tre los géneros de ficción y entretenimiento. Comosíntoma de la nueva atmósfera, en 1831 doña Ca-silda Cañas de Cervantes se permitía replicar alConsejo que, en la censura negativa que había he-cho la academia grecolatina a sus poesías, no había

lo más mínimo que indique adolecer mi obrade los vicios que por las leyes de España impe-dirían su publicación, pues ni dice se oponga alas católicas creencias, a la sana moral delEvangelio ni a los derechos del legítimo Go-bierno y regalías del Soberano (q. D. g.). A V.A.suplico se sirva concederme el competentepermiso para proceder a la impresión, pues delmérito literario de mis composiciones, yo pres-cindo, porque si no lo tienen, sobre mí sola re-caerá el oprobio (en González Palencia, 1934:II, 245).

Hubo además, otros condicionantes que convienetener en cuenta para caracterizar el pulso y la orien-tación de la imprenta en la Ominosa Década: en pri-mer lugar, parece muy probable que, a consecuenciade las recientes convulsiones en la Península, se hu-

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biera producido una disminución en la capacidad definanciar la edición de altos vuelos, tradicional-mente ligada al patronato ilustrado, e incluso quehubiera una retracción de la iniciativa –muy impor-tante hasta entonces– de los editores privados. Enefecto, echando mano una vez más de las licenciasde impresión extractadas por González Palencia, esposible advertir que la actuación de este tipo de edi-tores había caído aproximadamente a un 68%, a lavez que aumentaban en la correspondiente propor-ción las licencias tramitadas por gente del sectorprofesional.

Por lo demás, es evidente que la situación del mer-cado literario se agravó tras la pérdida definitiva delos dominios americanos. Así lo alegaba José Teo-doro Santos, al tratar de explicar la baja rentabilidadde la Imprenta Real en 1825:

El establecimiento es poco ventajoso en la ac-tualidad por las circunstancias presentes cuyasuerte cabe a todas las demás imprentas de laCorte en las que como en la de SM no se im-primen obras que produzcan utilidades; la faltade comercio con las Américas es otro motivode la decadencia de los establecimientos de esta

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clase, porque todo autor que imprimía una obrade su cuenta lo hacía con la seguridad de quelos dos tercios de la impresión se despachabanpara América, cuya falta de venta de día en díase hace más sensible (en Morán, 2003: 74).

Es lógica por tanto una estabilización a la baja delnúmero de imprentas en Madrid –que según la Guíamercantil de 1829 sumaban 24– y que resultaran es-pecialmente dañadas las especializadas en «obrasque no producían utilidades»; es decir, los libros quepor su elevado grado de especialización científica ohumanística, su volumen y precio, estaban al alcancede pocos lectores y tenían por tanto una salida máslenta que las publicaciones de tono popular. Preci-samente ese escenario dieciochesco caracterizadopor la edición selectiva y de calidad había permitidoprosperar en el pasado a Joaquín Ibarra, aun a pesarde su escasa dedicación personal a la administraciónde su empresa. Don Joaquín, según explicó su cu-ñado y albacea Vicente Grañana,

más atento al lucimiento y corrección de lasobras que se imprimían a su nombre que a susparticulares intereses, fiaba estos a su grande y

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puntual memoria y quando más, siendo de mu-cha gravedad, solía hacer alguna apuntación encifras, que él solo entendía, o de modo dimi-nuto y desordenado (en Moll, 1993: 152).

La posterior ausencia de actividad editorial di-recta, o su inhibición ante las nuevas posibilidadesde negocio surgidas en el Trienio Liberal, refuerzanla opinión de Inocencio Ruiz Lasala, quien sitúa elcomienzo de la decadencia de la casa de Ibarra hacia1805, con la muerte de la viuda, Manuela Contera.Cuando finalmente se puso en venta la imprenta en1836, lo que se destacaba de su equipamiento –ya essignificativo– eran solo las «nueve prensas corrien-tes y acopio en abundancia, tanto de griego y he-breo como demás útiles» (Ruiz Lasala, 1993: 122).

De otro gran establecimiento de imprenta y libre-ría, el de los Sancha, Bartolomé José Gallardo escri-bió un comentario sugerente sobre su incapacidadde adaptarse al nuevo ambiente editorial:

Fue el don Antonio hombre de bizarros pensa-mientos, y heredero de sus humos su hijo donGabriel; pero con sus bizarrías han dejado aba-rrancada su casa por el empeño de ilustrar con

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sus prensas a España, partícipes en esto de lasuerte común de los sabios: los sabios soncomo los cirios, que por alumbrar a Dios y a loshombres, se consumen ellos (en A. Rodríguez-Moñino, 1966: 48).

Algunas deudas contraídas por don Gabriel al fi-nal de su vida indican que la prosperidad de la casahabía ido decayendo. El 16 de octubre de 1819,«siéndoles necesario y muy útil para su comercio ygiro de su imprenta», Sancha y su esposa, ManuelaMoreno de Tejada, tomaron a crédito 60.000 reales.Los prestamistas aportaron esa cantidad («a suruego y por hacerles favor») por el término de tresaños, al seis por ciento y con hipoteca de la im-prenta y de un inmueble en la calle de la Comadre.Como era habitual, se estipuló que la devolución seharía precisamente en moneda de plata u oro («y deningún modo en papel»), abonando los interesescada seis meses. Ignoro si don Gabriel devolvió esepréstamo, pues murió muy pocos meses después.Consta sin embargo otra deuda de 70.000 reales es-criturada el 17 de diciembre de 1819, que sus here-deros Indalecio y Estefanía ratificaron hipotecandootra casa, pero al no poder pagar tres años después,

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fueron demandados. El acreedor, Antonio Villa-franca, terminó conformándose con cobrar parteen metálico y parte en letras para evitar nuevos gas-tos (Morán, 2003). La quiebra sobrevino en 1833,justificó Antonio Rodríguez Moñino, a causa de «ellastre enorme de gastos que venía arrastrando el es-tablecimiento desde los tiempos de don Antonio,acrecentado por las empresas de la Enciclopedia y elpoco despacho de otras obras grandes». Al parecer,Indalecio Sancha fue contratado como oficial en laBiblioteca Nacional poco después.

Años antes, la viuda de Barco López y José delCollado habían dejado de actuar como impresores,acentuando su perfil como libreros y –en el caso deCollado– como director de la Compañía de Impre-sores y Libreros. También Gerónimo Ortega habíapuesto librería y almacén de papel, tras vender suimprenta («alzadamente») en 1803 a Manuel de Ri-bera, como ya se dijo más arriba. El establecimientose especializó en la edición de obras de mucha en-vergadura profusamente ilustradas con grabados,pero resulta sintomático que el patrimonio de Ri-bera (que, al decir de su viuda, había sido de muchaconsideración) padeció «durante su vida los mayo-

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res quebrantos por las circunstancias que sobrevi-nieron». Es verdad que esa imprenta estuvo activadurante ciento treinta años, pero no sin un cambiode propiedad y una profunda reestructuración em-presarial; su nuevo dueño, Alejandro Gómez Fuen-tenebro –que la había regentado en el pasado para lafamilia de Ribera–, abandonó el negocio del gra-bado y los libros de lujo, para centrarse en la ediciónde compendios económicos y libros de texto, quereeditó una y otra vez. En esa misma línea trabaja-ron sus descendientes hasta, al menos, los años de laSegunda República (Morán, 2009: 186).

No le fue mejor a María Casimira Monzón, laviuda de Antonio Baylo, un librero y editor de obrasprestigiosas científicas y humanistas en la calle deCarretas, que había sido amigo personal de Goya. Eltestamento de esa señora, fechado el ocho de fe-brero de 1829, es bastante explícito a ese respecto:«También declaro que por las calamidades de lostiempos, haber pagado muchas contribuciones[ileg.] desde el año de mil ochocientos ocho, quehan absorbido grandes sumas, y la decadencia enque se haya el comercio de libros años hace, se haconsumido todo el caudal que tenía mi difunto es-

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poso en sostenimiento de su casa; por lo que en eldía no tengo metálico y sí empeños que aminorenaquel en lo que queda existente» (Archivo Históricode Protocolos, 24184: 372-375).

Pero sería erróneo suponer que todos los editorese impresores se limitaran a sobrevivir pasivamente.Por ejemplo, es llamativo que a fines de 1825 un ac-tivo empresario, Miguel de Burgos, trasladara su im-prenta de la plazuela de la Paz a la calle de Toledocon el fin de ampliarla; era también dueño, poraquellas mismas fechas, de una librería y de la im-prenta llamada del Real Acuerdo en Cáceres. En al-gunos –pocos– casos, la prosperidad era resultadode prácticas, digamos, tradicionales. Da la impresiónde que, amparada en el monopolio de los libros derezo, la Real Compañía de Impresores y Librerosdel Reino mantuvo una salud financiera muy acep-table, de manera que sus acciones seguían rindiendodividendos de «al menos un 4% aun en todos estosaños de muy escaso comercio» (Diario de Avisos deMadrid, 14.I.1832). A Santiago Tevin, el editor delDiario de Madrid, le fue bastante bien económica-mente, de modo que, tras su muerte en 1824, hubouna auténtica pugna por sucederle en el privilegio

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del periódico. Lo logró Pedro Ximénez de Haro(Imprenta de los Diarios), que llegó a pagar 166.000reales anuales por la publicación de un Diario de Avi-sos de Madrid y del Correo Literario y Mercantil durantediez años, con la garantía de prohibición de cual-quier otro periódico en la Corte salvo la Gaceta y ElMercurio, que se imprimían por cuenta del gobiernoen la Imprenta Real (González Palencia, 1934: 113 y120). Para otros establecimientos, las impresionesoficiales –las del ayuntamiento e instrucción públicaadjudicadas a Norberto Llorenci, y las de la policíaal mismo y a Mateo Repullés– pudieron haber cons-tituido también una buena fuente de ingresos.

Sin embargo, lo realmente interesante es que, enesas condiciones, la mayor parte de los impresoresque carecían de una base segura de trabajo tendie-ron a crearla multiplicando iniciativas de caráctereditorial. Nos lo recuerda el caso del editor JuliánViana Razola en 1831, quien, metiendo prisa a sumoroso censor, arguyó la necesidad de evitar tenerque echar a cajistas y operarios por falta de trabajo(en González Palencia, 1934: I, 93).

Aunque sin rigor estadístico, el examen de los ex-pedientes de impresión recopilados por Ángel Gon-

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zález Palencia deja patente que la participación delos impresores en la actividad editorial era, al co-menzar los años treinta, mucho más intensa de loque había sido a principios del siglo. En lo que res-pecta a Madrid, se encuentran solicitudes de licen-cia, al menos, de Eusebio Aguado, León Amarita,Manuel Bueno, Miguel de Burgos, José Espinosa,Tomás Jordán, Leonardo Núñez de Vargas, José Fé-lix Palacios, José María Repullés, Juan NepomucenoRuiz Cermeño, Indalecio Sancha, Julián Viana Ra-zola, los administradores de la imprenta que fue deFuentenebro y, por supuesto, los directores de laCompañía de Impresores y Libreros. Y no solo setrataba de impresores exclusivamente madrileños:además del activísimo Antonio Bergnés, hay tam-bién constancia de licencias a favor de Juan Fran-cisco Piferrer (también de Barcelona), IldefonsoMompié (Valencia), Roque Gallifa y Ángel Polo(Zaragoza), Higinio Roldán y Mariano Santarén yFernández (Valladolid).

Por el contrario, en contraste con el relativo dina-mismo de los impresores, se percibe más bien lan-guidez y cierto conservadurismo en la actividad delos comerciantes madrileños de libros. Ahora ope-

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raban en un número menor de tiendas librería (queentre 1824 y 1833 no llegaban a 60 de promedioanual) y estaban situadas en los mismos parajes quea principios de siglo, básicamente Carretas y algunasde las otras calles accesorias a Sol. Sin ser desdeña-ble su papel como editores, parece claro que habíanperdido protagonismo. En su caso, dieron entoncesel tono las solicitudes de licencia para reimpresioneso traducciones de encargo, con frecuencia de obrasmuy tradicionales o consideradas de salida segura.Continuismo al fin y al cabo, como manifiesta la es-pecialización de Francisco López de Orea, editor delos devocionarios que él mismo compilaba, o de Sa-lustiano González, que no hacía sino reeditar Losviajes de Enrique Wanton al país de las monas, una obraque había adquirido treinta años antes el librero Ga-briel Gómez, con cuya viuda se había casado. Porsupuesto, hubo excepciones: los hermanos Calleja ydoña Antonia Sojo, muy en la línea de su difunto tío,editaban libros de medicina extranjeros; José Cuestademostró mucho olfato editorial al especializarse entraducciones de manuales de oficios y, en general,de numerosas obras con vertiente práctica y divul-gativa. Cuesta fue también el editor de Los Novios, de

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Manzoni, en traducción de Francisco Enciso Castri-llón (González Palencia, 1934) y de la segunda edi-ción del Manual de Madrid, una vez constatado eléxito de la primera. Según relata Mesonero Roma-nos en sus Memorias,

Por último, el librero Cuesta, apartándose por pri-mera vez del retraimiento usual en el gremio, y ha-ciendo alarde de una inaudita magnificencia, se mepresentó (concluida que fue la primera edición)con la pretensión de hacer de su cuenta y riesgo lasegunda, y para apoyar materialmente la demandapuso, además, sobre la mesa de mi despacho unatalega de mil pesos duros, contantes, sonantes y decordoncillo (no se habían todavía inventado los bi-lletes de banco) (Mesonero, 1967: 185).

Para entonces, seguía siendo habitual la búsquedade efectos sinérgicos, mediante la concentración deactividades convergentes en un mismo proceso edi-torial. A pesar del conflicto de intereses derivado delos ritmos diferentes en que se desenvolvían dichasactividades, la concentración (vertical) era viableporque se basaba todavía en los costes relativa-mente bajos del capital fijo (y en la flexibilidad delvariable), propios de la industria tipográfica antes de

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la mecanización. Así pues, al filo de los años treintaaún prevalecía la clásica asociación de la imprentacon el negocio de la librería y la encuadernación(Aguado, Burgos, Bueno, Espinosa, Ibarra, Jordán,Sancha, Sanz, Viana), pero también con el ramo defundición de caracteres e incluso con el del papel.Los Aguado y los Espinosa fueron además fundido-res, mientras que Tomás Jordán ofrece ante todo elperfil de un industrial polifacético, con intereses queaglutinaban la fabricación y el comercio de papel (supunto de partida profesional), la imprenta, la libre-ría y la edición de libros reunidos en colecciones,aunque también de periódicos desde que lo permi-tió el nuevo marco legal, en 1833. Pero, en mi opi-nión, se trata de una fórmula más primitiva quemoderna, cuya futura pervivencia, largamente pro-longada en el siglo XIX según ha demostrado JesúsAntonio Martínez Martín (1990: 169-170), quizássea más bien un síntoma de las limitaciones del sis-tema editorial español.

Impresores o no, los editores de éxito fueron losque supieron detectar la moderna boga literaria,centrándose en obras útiles y de esparcimiento, es-pecialmente novelas, más que en continuar promo-

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viendo una ilustración de corte erudito y elitista. Deesta forma, a partir de 1823 los libros de literaturarecreativa experimentaron un avance importantí-simo, hasta llegar a alcanzar un 20,5% de las nove-dades anunciadas por primera vez en esa década;por supuesto, las traducciones del francés seguíanconstituyendo un porcentaje considerable de todolo que se anunciaba, aunque se advierte también unavance de las procedentes del inglés. Por el contra-rio, es muy evidente el retroceso del latín (y en me-nor grado del italiano), el vehículo tradicional de lasobras científicas, pero que ya estaba quedando gra-dualmente arrinconado para el uso eclesiástico. Eneste contexto no sorprende nada la disminución sis-temática de libros de contenido religioso –una ten-dencia de larga duración en Europa occidental,según se constata en los estudios de Nigel Glendin-ning, François Lopez y Javier Paredes– y un au-mento, aunque mucho más laborioso, de los libroscientíficos (Castro, 2000: 121).

Esos editores emplearon a conciencia recursoscomo catálogos y prospectos, las colecciones, la sus-cripción previa y la periodicidad en las entregas,adecuados para reducir los riesgos financieros y lle-

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gar a un mayor número de lectores sin gran capaci-dad adquisitiva. Son comportamientos que puedenconsiderarse modernos aunque no realmente inno-vadores, puesto que habían sido utilizados desdemediados del siglo anterior –entre otros– por Fran-cisco Manuel de Mena, Antonio Sancha (en Mayans,1993: 506 y 459) y Manuel Martín, quien lo justifi-caba en estos términos, cuando imprimió en 17 to-mos de a cuarto las obras de fray Luis de Granada:

Antes, valía el juego 400 ò 500 rs. y hoy se vendepor 190, al ponerla por suscripción. Y para lospobres que no pueden gastar de una vez, se ha to-mado la providencia de darla por tomos sueltos,como la piden, para que por este medio, pobres yricos se puedan hacer con obra tan preciosa (enRodríguez-Moñino, 1966: 69).

Ahora bien, si antiguamente la suscripción previay la venta por cuadernos había sido autorizada concautela, porque el Consejo recelaba del riesgo defraudes que se consideraba obligado a atajar, en laspostrimerías del Antiguo Régimen se abrió muchola mano, e incluso –recuerda Montesinos– cesaronlas prevenciones contra la literatura de mero entre-

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tenimiento (1982: 127 y 122-123). Tomás Jordán, eleditor español de Fenimore Cooper, ejemplificabien esta tendencia al solicitar licencia para publicaruna Nueva biblioteca de Viajes Modernos, útiles e intere-santes a la juventud española. En su exposición de 29 demayo de 1832, extractada por González Palencia(1934: III, 263), hizo presente al Consejo que habíahecho traducir la obra a su costa y que, siendo mu-chos tomos, solicitaba abrir suscripción:

Como la empresa actual de la Biblioteca [...] seamuy dilatada y de difícil adquisición para la mayorparte de los lectores, si han de tomarla toda juntade una vez, o aunque no sea más que de cada viajepor separado, resultando a mi casa entre tanto elinmenso perjuicio de tener invertido un extraor-dinario capital para tal vez perderlo por falta depoder de los compradores adquirir obras de unasola vez.

En la misma línea, el 10 de diciembre de 1830 elministro de Gracia y Justicia, Calomarde, accedió alas peticiones de Antonio Miyar para publicar (omás exactamente, para piratear) en entregas men-suales de 24 pliegos y con privilegio por diez años

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un Nuevo Diccionario Universal de Artes y Oficios y de laEconomía Industrial y Comercial que se estaba impri-miendo en París. Miyar justificaba así su pretensión:«Esta gracia es más bien que un privilegio una ga-rantía del capital que he de adelantar por precisiónpara esta empresa y que sin ella estaría expuesto aperderlo causando mi ruina y la de mi familia»; lo-gró, incluso, que se impidiera la importación de laobra original en los dominios españoles, porque

una vez –escribía– que los empresarios de Paríslleguen a saber que que se está haciendo en Es-paña la impresión de la traducción de la obra, soncapaces de introducir un gran número de ejem-plares y darlos a cualesquiera precio con el fin dedestruir la empresa, y como el idioma francés enel día se ha hecho tan común, no deja de ser deimportancia esta circunstancia (Archivo HistóricoNacional, Consejos: 11344/36).

La obra se imprimió finalmente, pero en el tallerbarcelonés de José Torner, ya que –paradojas de lavida– Miyar acabó siendo ajusticiado en abril de1831, acusado de haber conspirado para derribar algobierno absolutista.

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En conjunto, todo esto sugiere que, con inventivae incluso con agresividad cuestionable, los editoresespañoles apuraron las posibilidades que ofrecía elAntiguo Régimen, haciendo uso de prácticas queprefiguraban ya en algunos aspectos el marco edito-rial característico de la época industrial. El resultadode sus esfuerzos fue que en el decenio final del rei-nado de Fernando VII se anunciaron más títulosnuevos que en cualquier otro periodo anterior, recu-perándose e incluso superando por fin en 1829 lascifras alcanzadas en 1791 (Castro, 2000: 143). Pero,sobre todo, lo que esos mismos datos dejan claro esque tal crecimiento había sido insuficiente para mo-dificar de manera sustancial las condiciones del An-tiguo Régimen Tipográfico.

EL SALTO A LA MODERNIDAD

¿Qué requisitos hacían falta para alcanzar el puntocrítico, para inducir esa transformación del sistemaeditorial? En tales circunstancias, el asentamientodefinitivo del régimen liberal a partir de 1833 re-sultó determinante: eliminó las prohibiciones y res-tricciones legales a la edición y permitió la libre

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publicación de periódicos y obras baratas con pros-pecto, suscripción y por entregas, como esa biogra-fía de Espartero que, adquirida por un públicoabundante de clase popular, enriqueció a BenitoHortelano. Se repetía así el proceso que ya se habíaexperimentado en Inglaterra desde finales del sigloanterior: más que al esfuerzo educador (que fuemuy limitado), el crecimiento sostenido en la pro-ducción de libros, ha escrito Marjorie Plant (1965:588 y 446), estuvo en relación con el hábito de lalectura de novelas y periódicos, con el posterior cre-cimiento demográfico y con la caída de los precios.

A las mismas condiciones aludía Mesonero en susMemorias para explicar la aparición de un nuevo gé-nero literario, el artículo de costumbres:

Preciso era inventar otra cosa que no exigiese lalec tura seguida de un libro, sino que le fuese ofre-cida en cuadros sueltos e independientes, valién-dose de la prensa periódica, que es la dominanteen el día, porque el público gustaba ya de apren-der andando (1967: 187).

Se produjo así la transformación del mundo del li-bro. A partir de la demanda implícita de lectura

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–que es la base de todo– y de esos cambios legalesen sentido liberal, creció la oferta editorial hasta elpunto de que en 1846, según el Diccionario de Ma-doz, se imprimían 55 periódicos en las 67 imprentasexistentes en Madrid (Martínez Martín, 2001: 96).El proceso estuvo también jalonado por la amplia-ción de las tiradas; fue entonces –y solo entonces–cuando la innovación tecnológica comenzó a cobrarun papel realmente fundamental en la produccióneditorial, en términos de velocidad de impresión yde abaratamiento en los costes de producción de li-bros y periódicos. La necesaria modernizaciónafectó a la imprenta –que según Madoz ya se habíamecanizado en los principales establecimientos ti-pográficos a mediados de los años cuarenta– y a susramos complementarios: la industria del papel con-tinuo, fabricado por Tomás Jordán desde 1836 enManzanares el Real, y la técnica del grabado baratomediante xilografía, que en ese mismo año Jordán yMesonero Romanos utilizaban en la confección delSemanario Pintoresco Español.

Redundó inmediatamente en el abaratamiento delos precios de los libros (aunque cierto, ahora erande peor calidad) de manera acorde con estas econo-

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mías de escala. La fórmula, tal como se indicaba enel prospecto del Semanario, era «vender mucho paravender barato, y vender barato para vender mucho».

La modernización tecnológica, la mecanizaciónen suma, provocó una auténtica revolución en la ló-gica económica hasta entonces vigente en el sectoreditorial y, de forma indirecta, una realineación delos agentes que operaban en él. La adquisición deesas caras prensas mecánicas, siempre importadas,no podía atraer a los libreros, cuyo interés principalgravitaba en dar salida a un número de ejemplares(necesariamente) limitado, pero de títulos tan varia-dos como fuera posible. Eso determinó su salida delnegocio editorial y, en general, en el futuro queda-ron relegados a la distribución de libros al por me-nor. Salvo pocas excepciones –como ese AlejandroGómez Fuentenebro que adquirió el taller que ha-bía pertenecido a Manuel de Ribera–, tampoco losimpresores individuales, siempre sometidos a la pre-sión de mantener elevadas tiradas y con escasa capacidad de comercializar, hubieran podido de-sempeñar esa función en el nuevo escenario. En ta-les condiciones, la necesidad de una acumulaciónprevia de capital fue el factor que impuso la especia-

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lización: surgió entonces la figura del editor profe-sional, con plena independencia de sus anteceden-tes libreros, con frecuencia al frente de sociedadespor acciones que trataban de amortizar el nuevoequipamiento mediante la edición de colecciones delibros y publicaciones de diversa índole; buen ejem-plo de ello fue el Establecimiento Tipográfico deÁngel Fernández de los Ríos, todo un grupo edito-rial que a mediados de los años cincuenta imprimíacon sus prensas de vapor el Semanario, el diario polí-tico Las Novedades, la revista gráfica La Ilustración yseries literarias como la Biblioteca Universal y El Eco delos Folletines; por supuesto, todas esas publicacionesse anunciaban con suscripción combinada.

Para concluir, el resultado de todo esto fue elnuevo equilibrio alcanzado entre la oferta y la de-manda aunque a una escala muy superior, y en elque intervienen agentes adaptados a las nuevascondiciones editoriales. Ese modelo es el propiodel Nuevo Régimen Tipográfico, el de la edición mo-derna que, en lo fundamental, ha estado vigentehasta las grandes mutaciones que se perciben ennuestros días. Como sabemos, esos cambios novendrán solos.

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SERIE 23deABRIL

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