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DOCE DÍAS SIN LAURA

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DOCE DÍAS SIN LAURA

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DOCE DÍAS SIN LAURA

Fidel Castro Rodríguez

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Título: Doce días sin LauraAutor: © Fidel Castro Rodríguez

ISBN: 978-84-8454-830-0Depósito legal: A-1282-2009

Edita: Editorial Club Universitario Telf.: 965 67 61 33C/ Cottolengo, 25 – San Vicente (Alicante)www.ecu.fm

Printed in SpainImprime: Imprenta Gamma Telf.: 965 67 19 87C/ Cottolengo, 25 – San Vicente (Alicante)e-mail: [email protected]

Reservados todos los derechos. Ni la totalidad ni parte de este libro puede re-producirse o transmitirse por ningún procedimiento electrónico o mecánico, incluyendo fotocopia, grabación magnética o cualquier almacenamiento de in-formación o sistema de reproducción, sin permiso previo y por escrito de los titulares del Copyright.

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Barcelona, 19 de septiembre de 1983

Estimados señor y señora Rovira:Me remito a ustedes con la intención de hacerles llegar

mi más sentido y sincero pésame por la pérdida de su hijo. Quisiera, si me lo permitieran, hacer mío también todo el dolor y sufrimiento que seguramente azota sus espíritus y sus personas ante estos hechos tan desgraciados.

Muchas veces creemos, ingenuamente tal vez, quizás porque somos mucho más limitados incluso de lo que nos imaginamos, que estamos inmunizados contra los horrores que esta vida tan amargamente nos ofrece. Por mi profesión estoy acostumbrado a presenciar todos los días casos de asesinato, de suicidio, homicidios... Muertes en definitiva, cuerpos que ya no volverán a estar entre nosotros, a los que uno mira y lo miran con la mirada esa de los muertos, esa mirada que mira como si el mundo estuviese dentro de sus entrañas y ya no fuese posible rescatarlo. Mi profesión me ha enseñado, a lo largo de tantos años y tantas muertes, a contemplarlos desde la distancia, como si no estuviesen hechos de la misma carne que estoy hecho yo, como si entre ellos y yo mediase una infinita distancia, la misma que separa dos especies diferentes, la misma que separa la vida de la muerte.

Pero al igual que todas las verdades absolutas que rigen nuestra existencia, que en cierto modo no son más que mentiras absolutas, existen también momentos absolutos, instantes de esos en los que uno, después de vivirlos, ya no vuelve a ser el mismo. Tanto ha sido y es, y sospecho será, lo que ha marcado mi vida el caso de su hijo, que algo en mí me dice que el mundo ya no es el que era, que todas las cosas han cambiado, todas. Porque las cosas son como un gigantesco cuadro abstracto, que según con que ojos se mire uno ve un amanecer sobre una pradera de amapolas en donde otro ve tan solo un gran charco enlodado.

Sepan ustedes que el motivo por el cual me dirijo ahora a sus personas, y no hace tres semanas, momento en el cual sucedieron los tan desgraciados hechos que hoy nos

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reúnen, no es otro más que el afán por mi parte de hacerles lo más llevadero posible todo este trauma que es sufrir la pérdida de un hijo. Las cicatrices necesitan tiempo para curarse, y aun así algunas hay que ni siquiera con tiempo amainan. Mas lo que no amaina el tiempo puede amainarlo una sonrisa, hasta la mayor de las tragedias no le puede a una sonrisa, no, porque una sonrisa sincera le puede a cualquier cosa de este mundo. Y tal vez a ustedes les sirva de algo saber que así murió su hijo, sonriendo.

No es esta confesión un intento vano de intentar calmar su angustia, tómenlo si acaso como una obligación que en cierto modo tenemos los vivos con los muertos. Porque a los muertos hay que darles lo que es suyo; al fuego hay que darle leña para que siga ardiendo, a los muertos hay que darles justicia para que descansen en paz. Con tal intención les envío la transcripción de las cintas de audio que encontramos en el ático número 280 de la calle Lepanto, al cual acudimos el pasado día 28 del mes de agosto ante la llamada de una anciana que denunciaba un caso de suicidio.

Tal anciana, vecina y conocida de su hijo, nos explicó una vez cuando nos personamos en su casa, situada un número más arriba que el domicilio del malogrado, que la noche anterior su hijo se había despedido de ella para siempre y que él mismo le había pedido que avisara a la policía a la mañana siguiente y no antes. Una vez verificado su testimonio nos dispusimos a comprobar los hechos denunciados. Llamamos varias veces a la puerta del ático número 280 de la calle Lepanto pero nadie respondía. Debido a ello activamos el protocolo de actuación que rige estos casos y, tras solicitar la pertinente Orden de Entrada al Juez titular del Juzgado de Guardia Número 8 de los de esta capital, y ser concedida la misma por existir indicios suficientes que la motivaban, procedimos a la entrada mediante el forzamiento de la cerradura de la puerta de la vivienda donde residía su hijo. Fue entonces cuando se presentó ante nuestros ojos la dantesca escena que jamás hubiésemos querido ver. Su hijo yacía en una tumbona en la terraza del inmueble, en una mano tenía su..., se había arrancado el..., y en su rostro amanecía una..., tibia y pura como el día que nace, había muerto…

Al pie del cadáver encontramos una grabadora, con-teniendo la misma una cinta magnetofónica en su inte-

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rior, y encima de la mesa del comedor había varias cintas más. Ante los mencionados hechos, y existiendo sospe-chas motivadas de que la muerte de su hijo pudiera no tratarse de una muerte voluntaria, se abrieron diligencias 8.683/83 de fecha 28 de agosto de 1983 de la Brigada Provincial de Policía Judicial, Grupo Tercero de Homici-dios, en las cuales se han venido desarrollando todas las actuaciones necesarias para el esclarecimiento total de los hechos. Quien suscribe esta carta, como Inspector, Jefe del mencionado Grupo Tercero de Homicidios, comisionó a la Brigada Provincial de Policía Científica de esta capital a fin de que practicara en el lugar de los hechos la respec-tiva Inspección Ocular Técnico Policial, la cual debería de aportar algún tipo de información acerca de si su hijo se encontraba solo en la casa en el momento en que sucedie-ron los hechos. En relación a lo mencionado, es mi deber informarles de que todas las actuaciones realizadas por el equipo de Policía Científica que entendió del caso, y del que puedo afirmar estaba compuesto por los mejores hom-bres que dicha Brigada posee en esta capital a petición expresa del que suscribe, dieron resultado negativo acerca de restos de personas u otras evidencias que demostraran que su hijo se encontraba acompañado en el momento en el que se produjo su muerte. Añadir a lo dicho que ade-más, la puerta de entrada de la vivienda se encontraba cerrada y con la llave en la cerradura, lo cual no hacía sino corroborar que muy probablemente nadie a excepción de su hijo hubiera permanecido en el lugar en el momento de producirse la muerte de éste.

Por otro lado, consultados reputados facultativos mé-dicos y forenses de esta capital, a tenor de los hechos rela-tados los mismos manifestaron que “es imposible que una persona pueda morir en las condiciones en las que murió el malogrado si no es contando con la ayuda de terceros”.

En lo que respecta al grupo que yo dirijo, realizamos la escucha y la trascripción de las cintas magnetofónicas halladas en el lugar de los hechos, dando como resultado un corpus de unos doscientos folios mecanografiados a doble espacio y escritos en su anverso, los cuales también se adjuntaron al atestado policial. A raíz de lo relatado en dichas trascripciones agotamos todas las líneas de investigación para tratar de identificar a los individuos a los cuales su hijo hace mención, dando resultado negativo.

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Todas las gestiones realizadas así como las opiniones de los expertos facultativos consultados, fueron remitidas al Juzgado de Instrucción Número 8 de los de esta capital, que era el que estaba de guardia el día en que sucedieron los hechos y el que entendía de los mismos. Al día siguiente de recibirlas, el Juez titular de dicho Juzgado, por medio de un oficio, solicitó mi presencia en dependencias judiciales para entrevistarse conmigo acerca del caso. Ese mismo día me presenté ante él. La conversación duró más bien poco. “Por lo que he podido entender aquí -me interpeló mientras señalaba el atestado policial-, la policía dice que no hay ningún rastro ni indicio que pruebe la presencia de terceras personas en el lugar de los hechos, y los facultativos dicen que es imposible que alguien muera en las condiciones en que murió el malogrado sin la ayuda de terceras personas. ¿Es correcto?”. Yo asentí, aunque no pude evitar cierta mueca de resignación. “Pues nada, si no son capaces de hacer nada más, caso cerrado. Puede irse”, me dijo.

Aclararles antes de terminar que, si ustedes nunca vieron el rostro con el que murió su hijo fue sencillamente porque, tras la identificación del cadáver, que realizó la anciana que nos había comisionado, tanto los policías actuantes como el que suscribe, en un acto de buena fe, rogamos al forense que se personó en el lugar de los hechos que borrase en la medida en que pudiese aquella sonrisa tan desconcertante que había en el rostro de su hijo. Lo único que intentábamos, señor y señora Rovira, era evitarles sufrimientos y divagaciones innecesarias en momentos como aquellos. Porque si duele ver a un ser al que queremos muerto, más duele verlo sonriendo, como burlándose de nuestras lágrimas. Tal vez nos equivocáramos, tal vez no, mas ello nunca debe de hacerles dudar acerca de la buena fe con que actuamos.

Siguen a la transcripción de las grabaciones unas palabras mías, en las que relato lo acontecido en aquel inmueble el día de los hechos que nos conciernen. Más tarde llegaría el forense, quien certificaría su muerte, y luego el juez y el secretario judicial para ordenar el levantamiento del cadáver. Una ambulancia trasladaría a continuación los restos de su hijo al Hospital Clínico de esta capital, para realizarle la autopsia. El resto ya saben ustedes cómo sigue.

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Antes de finalizar esta carta, quisiera si me lo permiten hacer un breve inciso acerca de lo que le sucedió real-mente a su hijo. Oficialmente todo ha quedado reducido a un caso más de suicidio. Extraoficialmente, yo, personal y profesionalmente, solo puedo decirles que ante los hechos acaecidos no tengo explicación coherente a lo sucedido. Creo que nadie la tiene. Es por ello por lo que les envío la transcripción de las grabaciones, incurriendo en sanción disciplinaria catalogada como grave en el régimen sancio-nador que rige mi profesión, por lo que les ruego la mayor de las discreciones acerca de esta carta y su contenido. A veces en la vida debemos de acostumbrarnos a vivir sim-plemente, renunciando a los porqués de las cosas, por-que la mayor parte de las veces no estamos hechos para comprenderlos. Es tan difícil comprender el vuelo de un ruiseñor, cómo un ser tan diminuto puede elevarse en el aire y alcanzar las nubes sin ayuda divina… O descubrir el secreto por el que una diminuta gota de agua es capaz de atravesar los cielos y la distancia infinita que separa las nubes de la tierra y permanecer unida, y sin embargo deshacerse en inagotables partículas al colisionar con el pétalo de una rosa… Entender el porqué de la noche, de la oscuridad, y de qué son en realidad los sueños… si existen o no… algo que nadie ha podido tocar ni transmitir… ni guardar siquiera en un frasco de cristal… Y lo cierto es que nadie duda acerca de su existencia… La respuesta tal vez sea solamente cuestión de fe…

Sin más, aprovecho esta ocasión que tan tristemente nos reúne para expresarles nuevamente mi más sentida condolencia y rogarles me disculpen si alguna vez mi modo de actuar no fue el que ustedes hubiesen querido.

Atentamente, Gabriel Almunia Casals, Inspector, Jefe del Grupo Tercero de Homicidios.

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DÍA 1 CINTA 1, Cara A

Laura era bonita..., yo la quería tanto... Era tierna, dulce, sencilla como el día que amanece o como los instantes que pasan desapercibidos... Pero Laura nunca pasaba desapercibida... Tan hermosa y tan grande era Laura..., y yo la quería tanto...

Laura era cariñosa... Ella nunca tenía pereza de darme algún mimo, de brindarme alguna caricia... Y yo entonces sonreía como si todos mis males tuviesen cura... Como si el mundo todo fuese una gigantesca melodía desafinada y a mí no me importara en absoluto… Y ella sonreía como si hubiese curado a un enfermo terminal... “¡Qué bonita eres, Laura!”, le decía... “No se dice bonita, se dice bella; que bonitas son las cosas y a las personas se las dice bellas”, me decía... Y yo entonces me quedaba mirándola como si no hubiese entendido nada... “Bonitas son las constelaciones, Laura, las estaciones, las maravillas todas del Universo”, le decía... “Si acaso las personas pudieran dar tanta luz como las estrellas, o hacer florecer las flores o cambiar el curso de la vida, tú serías bella”.

Laura era bonita..., tan bonita que no cabía su hermosura en un océano... Yo la quería tanto... Tanto la quería que me faltaban las palabras para decir cuánto... Todos los domingos por la mañana nos íbamos a la misa los dos juntos, cogidos de la mano como dos adolescentes que acaban de descubrir las mieles del amor. Laura se ponía su ropa más nueva..., estaba tan guapa..., y el perfume que yo le había regalado por su cumpleaños. Yo siempre hacía más de un escarceo por su cuello para olerla..., y le daba un beso... “Te quiero, Laura”, le decía... Y ella entonces sonreía como si hubiese dicho la tontería más grande del mundo... A Laura le gustaba rezar; se arrodillaba en el banco de la iglesia y allí permanecía en silencio pidiéndole a Dios que nos diese salud a los dos para poder vivir muchos años juntos..., y hacernos viejos

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juntos..., y morirnos juntos... “Sí, Laura, morir juntos”. Mas qué traidora resulta la vida... Algunos que tanto se aborrecen se ven condenados a vivir siempre juntos, muy a su pesar... Y otros que tanto se aman apenas si tienen tiempo para conocerse de verdad...

Después de la misa nos íbamos al parque a pasear. Nos sentábamos en un banco y hablábamos de cosas sin importancia..., de recuerdos que nos avenían simples y desnudos, y de esperanzas a las que dábamos vida juntos, allí solos, en el parque… Recuerdo que Laura tenía una voz preciosa, y que daba gusto oírla dijera lo que dijese..., aunque no dijera nada; su silencio me recordaba al silencio de la rosa que florece ajena a la muerte… A veces yo caminaba hasta el quiosco que allí había y le compraba una bolsita de golosinas, y a mi regreso nos las comíamos juntos mientras veíamos pasar a las madres con sus niños. Laura los miraba como si fuesen tesoros de dos piernas y sonrisas aún puras... Laura era un tesoro..., y yo la quería tanto...

A veces en la vida caemos sin remedio en el pozo más profundo de la soledad; y buscamos..., y buscamos..., y no hallamos nada que nos consuele... Ni siquiera una sonrisa fingida que nos haga creer por un momento que somos felices... Tanto cuesta sonreír cuando no hay ganas, pensamos... Siempre que algo me vencía me daban ganas de llorar, mas Laura me abrazaba y me decía que me quería, y entonces era como si todos mis males se ahogaran en el pozo del olvido... Laura era maravillosa... Yo la quería tan locamente... Laura podía hacer de un día muerto y aburrido un día de fiesta simplemente con sonreír; Laura, ella sola, era capaz de hacerme feliz a mí, en los momentos más oscuros, cuando nada de este mundo me motivaba y de repente sentía que todo me daba asco... Pero ella... Laura... Era tan especial... Y yo la quería tanto... Laura se fue ayer por la noche... El reloj marcaba las doce... Yo estuve toda la noche llorando por ella, pero ella..., al verme llorar no me dijo que me quería, como era su costumbre... Laura no podía hablar porque se había ido para siempre.

Han pasado varias horas ya y el miedo no me permite cerrar los ojos... El miedo a perderla... “Laura, ¿sigues ahí?”, le pregunto a veces... Pero Laura no me contesta, sigue perdida en su largo sueño, como cuando se dormía entre mis brazos luego de un día cansado... La miro y ella

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no me mira... Le hablo y no soy capaz de despertarla... Semeja tan ausente como la fuente que se ha quedado seca, como el desierto cuando las flores no acuden a visitarlo…

En la habitación estamos solos Laura y yo. Miro por la ventana y la calle está muerta, el reloj marca las silenciosas y solitarias 5 de la madrugada; y la gente tiene miedo, miedo como ese que no me permite a mí cerrar los ojos... Miedo a que si los cierro tal vez no vuelva a verla a ella..., a Laura... Tantas veces me perdía en su rostro, en sus gestos, y las horas se me pasaban fugaces, cual suspiros, contemplándola. Ella sonreía y me preguntaba que por qué la miraba... “Porque eres bonita, Laura, la cosa más bonita que jamás he visto”, le decía... “No te creo, seguro que pronto te cansas de mí y miras a otras”, murmuraba desconfiada... “No, Laura, porque mis ojos están aferrados a ti como las raíces del árbol a la tierra morena; si quisiera mirar a otras tendría que arrancármelos”, le decía... Entonces ella me abrazaba y sonreía... “¡Qué exagerado eres, cariño! Pero me gusta”... Pero yo no lo decía en broma. Bien sabe ese Dios al que tanto le rezaba Laura los domingos por la mañana que yo no exageraba... Porque la quería tanto que cada cosa que hacía, cada pensamiento, cada segundo de mi vida era una palabra... un pensamiento… un “te quiero, Laura”.

Cambian las cosas de unos momentos para otros, y cambian tanto que a veces nos da la sensación de que estamos viviendo vidas distintas. Y son tantas las vueltas que da el mundo, y se pasa tan rápido de las penas a las alegrías, y de las alegrías a las penas, que hay momentos en los que uno cree sinceramente que no somos más que juguetes en manos de una niña caprichosa que se llama destino. De la vida a la muerte no hay más que un suspiro; pero un suspiro que nunca se sabe cuando será..., un instante diminuto de los que hay millones a lo largo de un segundo... Y la vida no es sino un paseo corto de muchos segundos... “Nació, pues morirá”, se dice de aquel que ha nacido. Mas se dice mal, porque el que no sabe cuando morirá es como si ya estuviese muerto. El futuro no es más que una gran sala de espera y el mañana nunca lo conoceremos.

Aquel momento se repite en mi cabeza con una deses-perante certeza, la certeza de lo que ya no tiene remedio, y abraza mi calma, y se retuerce luego y me atormenta sin

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pedirme siquiera permiso… Cada vez que lo pienso más me duele aquella sensación de impotencia... Yo había sa-lido temprano de trabajar y había ido a buscar a Laura a su casa, que estaba toda alterada con los preparativos de la boda. Al verme, recuerdo que me abrazó, parecía tan ilusionada... “Ya verás que guapa voy a estar para ti, ca-riño”... Y ella me sonreía... “Ya lo creo que sí; seguro que eres la novia más guapa del mundo”... “¿Lo dices de ver-dad?”... “De verdad”... Y ella me sonreía...

Luego fuimos a dar un paseo al parque y ella me estuvo contando cómo le había ido el día... “Mi madre está ya medio loca de las vueltas que le hago dar; pero yo sé que está muy contenta porque sabe que me voy a casar con la mejor persona del mundo”... “Con la mejor persona del mundo no creo, Laura, pero sí con la que más te quiere”... Y ella me sonreía... Mientras Laura me hablaba, yo estaba pensando en lo bonita que era su voz... “Hemos ido a probar el vestido; ya lo verás, es precioso, seguro que te gusta”... “¡Pero qué voz tan bonita tienes, Laura, qué voz tan bonita!”, pensaba yo para mí... “La dependienta de la tienda me dijo que era la novia más guapa que había visto en mucho tiempo”... “¡Pero qué voz tan tierna y viva, Laura, qué voz tan viva!”, pensaba... Recuerdo que estuvimos caminando por el parque en medio de niños revoltosos que no paraban de reír, y Laura insinuó algo con sus palabras... “Bueno, como he tenido un día tan duro y he sido tan buena que ya ves que no me he quejado de nada, creo que me merezco una recompensa”, me dijo... “¿Te apetecen unas bravas?”, le dije yo, que la conocía tan bien que ya me anticipaba a sus pensamientos... “Sí”, sonrió ella, con aquella cara de niña sorprendida de todas las veces anteriores, como el niño que nunca se cansa del mismo truco de magia... “¡Qué bien me conoces, cariño!”... Y entonces emprendimos el paso hacia La Font, peregrinos de un camino que conocíamos tan bien… pero lo cierto es que en la vida nunca conocemos nada lo suficientemente bien como nosotros llegamos a creer… La Font era una pequeña cafetería que había al lado del estanque, en donde solían acabar casi todos nuestros paseos por el parque; a la sombra de un árbol en aquella terraza de baldosas blancas tomándonos unas bravas, a veces solamente un café.

Mas es la vida oscura y sombría, niña que solo juega a su propio juego, palabra que solo habla su propia palabra,

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peregrino que solo él sabe hacia dónde camina... Y quién nos iba a decir a Laura y a mí que nunca llegaríamos a aquella cafetería que a cada paso que dábamos se acercaba más a nosotros, tan cerca estaba... Pero nosotros seguíamos caminando ajenos a todo el mal que se nos avecinaba. El olor a bravas impregnaba el aire, que cada vez revoloteaba más cerca de aquella terraza de baldosas blancas. Yo estaba feliz, pronto ella sería mi esposa, y mis ansias me hacían cogerla más fuerte de la mano, como si el alma tuviese miedo de que se me escapara. Por fin nos miramos. Ella sonreía. Yo también. Era uno de esos momentos en los que no hacía falta decir nada porque las miradas hablaban por sí solas... De pronto a Laura se le congeló la expresión del rostro... y un escalofrío recorrió su mano, que dejó de apretar la mía... Cuando quise darme cuenta de lo que estaba sucediendo Laura se desvaneció ante mí como una nube a la que atraviesa un vendaval. La busqué con mis ojos asustados y la hallé lejana, más lejana de lo que nunca la había sentido: Laura yacía en el suelo... ¿Muerta?... Y yo llorando a su lado sin espíritu ni siquiera para decir nada..., con un vacío tan hondo en mi interior que ni sentía mi cuerpo... Una especie de riachuelo de amapolas comenzó entonces a brotar de su oído derecho, el mismo por el que le solía susurrar todo mi amor y todas las locuras que estaría dispuesto a hacer por ella, y su mirada permanecía congelada… Yo la llamaba incesantemente…. “¡Laura! ¡Laura!”, le decía, pero ella permanecía ajena a todo el universo allí tumbada… Pronto se llenó el lugar de gente, vino una ambulancia y el médico que la atendió me miró a los ojos con cierta resignación, como si ya hubiera pisado en aquel jardín envenenado otras veces… “¿Está muerta?”, le pregunté… “Todavía no”, me dijo. Y entonces comprendí que iba a perderla, por más que mi alma y todo mi ser se negaran a aceptarlo, una pequeña isla de razón en lo más perdido de mi ser se dio cuenta entonces de que pronto la perdería… Mientras, yo seguía en el suelo encima de Laura... De mis ojos salían las lágrimas todas que tenía mi dicha, y aquel manantial nuestro, hasta entonces solo nuestro, se iba secando y ahogándose en él las ranas que hasta hace poco le cantaban a nuestro amor, los peces de colores que dibujaban en el agua nuestros nombres dentro de un corazón, las sirenas y los caballitos de mar que a nuestro amparo nacieron y a los que les pusimos

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nombres que solamente ella y yo conocíamos... Me lloraba el corazón, que todavía la sentía... Me lloraban los brazos, que todavía la abrazaban... Y me lloraba todo el cuerpo, toda mi vida, que todavía no se había acostumbrado a estar sin ella...

Pasó un tiempo, no sé cuánto porque yo no estaba en mí, y fueron llegando poco a poco sus padres, mi madre, amigos... Y Laura yacía en el suelo..., como muerta..., y yo llorando a su lado sin espíritu ni siquiera para decir nada... Sus padres también lloraron al verla que nos abandonaba..., y mi madre..., y sus amigos..., pero yo era el que más lloraba... Porque ellos, después de todo, solo perdían a una hija, a una nuera, a una amiga... Pero yo lo perdía todo... Yo sin Laura ya no soy nada.

Dos de los hombres que habían llegado en la ambulancia levantaron el cuerpo de Laura y lo tumbaron en una camilla mientras yo los miraba sin dejar de llorar. “Ahora la llevaremos al hospital e ingresará por urgencias, pero váyanse preparando para…”, le dijo el médico a los padres de Laura, que lo escuchaban como quien escucha la palabra envenenada que sentencia el olvido... Y no hizo falta decir el para qué, porque ya todos lo sabíamos. A la muerte no hace falta ni siquiera nombrarla, porque la muerte va impresa en la mirada, en el aire, en todo lo que nos rodea. Cuando la muerte ronda nuestras vidas o la de los seres que queremos se escuchan sus aullidos aun sin escucharse, y todo el mundo la huele aun sin olerla… Y así subieron a Laura a la ambulancia. Yo la seguí, yo la seguía a todas partes, pero entonces uno de los auxiliares se cruzó en mi camino… “Lo siento, tendrá que coger un taxi o buscar a alguien que lo lleve”, me dijo... Yo entonces lo miré a los ojos, miré luego a Laura cómo se me iba, a Laura, tan delicada y tan vulnerable que estaba, y la muerte, que andaba rondando por allí... Y tan sola que me parecía que estaba mi Laura que yo no la podía dejar sola, no, porque a lo mejor despertaba y necesitaba de mí... O a lo mejor no despertaba pero necesitaba de mí igual... “Yo voy a ir en esa ambulancia con Laura. Y tú no intentes detenerme”, le dije… A veces en la vida no hace falta decir más cosas de las necesarias, a veces incluso es suficiente con no decir nada. Según el tono de las palabras, o la mirada, o la cadencia de las mismas, la gente puede captar mejor lo que tratamos de expresar y así comprendernos

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más plenamente… Supongo que aquel buen hombre comprendió lo que trataba de decirle y por eso hizo una excepción conmigo y me dejó subir a la ambulancia con ella, con Laura, mi dulce Laura… Lo miré con los ojos asesinos de un lobo hambriento, y mis palabras fueron lentas y extrañamente seguras, afiladas como las del asesino dispuesto a sesgar una nueva vida mientras le dice a su víctima que se tranquilice, que nada malo va a sucederle… Porque aquel buen hombre solamente estaba tratando de poner a salvo su vida, quizás sin saberlo… Pero seguramente algo dentro de él lo sabía…

Cuenta la historia que, enfrentadas una piedra, una inmensa roca de toneladas, y una flor, una pequeña rosa silvestre, la piedra le dijo a la flor: “Apártate de mi camino, infinita debilidad, si no quieres que te aplaste”. A lo que la flor le respondió: “Tal vez sea yo la que a ti te destruya, aquí tan insignificante como me ves”... Y la flor no se apartó y la piedra la pisoteó hasta dejarla reducida a polvo. Mas al ver a la flor toda pisoteada, aquel collage de destrucción que ella misma había originado, tanta miseria, la piedra se dio al fin cuenta de la hermosura de la pequeña rosa silvestre y lloró por ella y por lo que había hecho... Y las lágrimas le brotaron de su interior e iban poco a poco agrietándola y destruyéndola. Mas ella, sabedora de que le estaba acarreando la muerte, era incapaz de dejar de llorar... Y tanto lloró la piedra que muchos ríos de lágrimas despertaron en su interior y, al salir todos a una, la destruyeron en mil pedazos dejándola reducida a simple polvo del camino... Más de la flor su semilla volvió a brotar, y donde había muerto aquella pequeña rosa silvestre, miles de rosas renacieron.

A lo mejor fue eso lo que le sucedió a Laura. Quiero pensar que ella sí logró vencer a la muerte y alcanzar al fin la libertad verdadera. No esta libertad que tenemos los mortales, que no es más que un simple cautiverio abocado a la muerte, sino aquella libertad de la que gozan las estrellas, los océanos, el viento, la hermosura... Que son completamente libres... y, aunque desaparezcan por el día, mengüen al bajar la marea, se calmen de repente como si ya no existieran o se mueran en una pequeña rosa silvestre pisoteada por una inmensa roca..., siempre vuelven para iluminar la oscuridad de la noche, para asolar playas y arenales, para despeinar a todas las princesas que alberga

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nuestro mundo... Para romper con los muros que nos custodian y ser al fin libres... Libres...

A Laura la ingresaron en esta habitación en la que todavía estamos ahora. Le hicieron algunas pruebas y nos dijeron que era cuestión de horas el que dejase definitivamente de estar entre nosotros. Según el médico que la atendió, el doctor Caballero, todo era consecuencia de un derrame cerebral. Por lo visto, una de las venas que Laura tenía en su cerebro se había roto y vertido unas diminutas e insignificantes gotitas de sangre que, al contacto con los demás tejidos internos, había sesgado para siempre su corta vida. Y ya no había nada que pudiera hacerse por evitarlo. Le podía pasar a cualquiera, nadie estaba a salvo de ello, pero lo que a mí más me dolía era que le hubiese tenido que pasar precisamente a la persona más importante de este mundo para mí. De tantos seres como había en este maldito mundo le iba a tocar a Laura, mi dulce Laura...

Todo fue a partir de entonces una corta cuenta atrás. Yo estaba sentado al lado de Laura. Sabía que eran los últimos segundos que tendría en esta vida para estar con ella. No apartaba mi vista de su rostro inerte y con mis dos manos apretaba fuerte su mano derecha. Al otro lado estaba su padre, cogido agónicamente a su otra mano, llorando y vencido al igual que yo. A veces nos mirábamos y no hallábamos más respuesta en el rostro del otro que una lágrima. La madre de Laura estaba sentada al lado de la ventana, medio aturdida. A veces se ponía a temblar y hacía ruidos extraños, como si estuviese poseída por el demonio. Luego le faltaba el aire y medio se ahogaba hasta que volvía a recuperar la calma necesaria para seguir respirando. Mi madre venía y me abrazaba por atrás, y me preguntaba si quería salir a tomar el aire... “Lo único que quiero, madre, es que se ponga bien”, le decía llorando de impotencia... Mi madre entonces me abrazaba con más fuerza durante un rato y luego se iba a cuidar a la madre de Laura, que a cada minuto que pasaba estaba más desesperada...

Fueron las horas más cortas de mi vida. De repente uno siente que lo único que de verdad vale la pena en este mundo, lo único por lo que ha valido la pena vivir, lo único por lo que valdría la pena morir, está a punto de desaparecer. Y es tal el vacío que nos invade que no

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Doce días sin Laura

sabemos cómo afrontarlo. Toda mi vida pendiente de un hilo que estaba a punto de romperse... Pendiente de un corazón que dejaría pronto de latir..., de unos ojos que ya no me volverían a mirar..., de una sonrisa..., de una sonrisa que diría para siempre adiós... “Adiós”... Una convulsión recorrió la mano de Laura, que se llenó de repente de vida... para comenzar a desinflarse lentamente... como un globo lleno de agujeros... Y yo sentí entonces que era el adiós definitivo... El último soplo de vida... Que Laura se me iba para siempre... Y no pude evitar gritar... “¡No!... ¡No te vayas, Laura!”... Pero todo era en vano, su mano seguía desinflándose... Y mis pulmones, coléricos, se llenaron de aire para decirle por última vez que la quería... “¡Te quiero, Laura!”.

Pronto vino el doctor Caballero a certificar la muerte de Laura. También se llenó aquello de enfermeras que me ofrecieron una extraña y maldita inyección con la cual lograría, según ellas, calmar mis penas y me encontraría mejor... Los padres de Laura accedieron vencidos a tomarla, y no les culpo, supongo que ellos solo querían que todo terminase de la mejor forma posible, sin más llantos, sin más ataques de ansiedad, simplemente sin más... Pero cuando vinieron a mí yo los eché a gritos de la habitación... Yo no quería que nada me calmara aquel dolor tan hondo que sentía y siento. Yo quería llorar por Laura toda la noche y toda la vida... Pensar que Laura ya no volvería... Que ella viese, allá donde estuviere que había un alma desgarrándose a gemidos porque ya no estaba; que había un ser en este mundo para el que ella era tan importante que no podía dejar de llorar por ella... Yo solo quería llorar a solas con ella... Por ella... Porque ella me había dado la vida con su amor... Me había enseñado a ser feliz... Porque ella era, con su falta, la que me estaba haciendo ver que todo aquello por lo que yo me sentía tan feliz era todavía mucho más grande, mucho mejor de lo que yo hubiera nunca llegado a imaginarme...

La noche cae lenta y silenciosa, como si nada fuese con ella. Es curioso, pero la noche nunca dice nada, siempre está ahí pero es como si no estuviera. Me asomo a la ventana y observo la calle, herida de silencio y olvido, en un intento vano de dirigir mi atención hacia otro lugar; pero la calle está tan vacía como los ojos de un muerto. Me acuerdo de toda esa gente que estará tan tranquila

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Fidel Castro Rodríguez

en la cama ajena a todo mi dolor, soñando con mundos fantásticos, como si nada hubiera sucedido, como si mis problemas a nadie le importaran, cual corderitos luego de ser amamantados... durmiendo tan plácidamente, como si no les importase en absoluto que Laura se hubiese ido… Me acuerdo de que hasta hace unas horas Laura y yo también íbamos a ser uno de esos corderitos, también nos atraparía la noche soñando el uno con el otro, con un nuevo día en el que podernos ver y disfrutar juntos de la vida, con decirle una vez más “te quiero, Laura”, como siempre se lo decía cuando me acordaba de que la quería más que a nada... Y sin embargo, la noche nos ha retenido para siempre en un horizonte en el que las manos ya no bastan para unir nuestros cuerpos. Un inmenso muro se levanta desde ahora entre los dos y nos separa sin que nada podamos hacer... Yo le hablo a Laura, pero ella no me contesta... Le digo que la quiero... “te quiero, Laura”, pero ella ya no me sonríe como si le estuviese diciendo la tontería más grande del mundo… Como me sonreía cada vez que se lo susurraba al oído... Una sombra irrumpe en la noche, vaga por la calle desierta y oscura; es una mujer de dudosa reputación que camina tambaleándose. Tras un rato se para, enciende un cigarrillo y se sienta en el césped, al lado de la parada del autobús nocturno. Dos hombres que la estaban observando salen de detrás de los matorrales y la aprisionan con autoridad. La mujer no tiene tiempo ni siquiera a pedir auxilio. Los dos vagabundos silencian su boca rápidamente con una especie de pañuelo y la tumban boca arriba... Y mientras uno la sujeta bien fuerte el otro se baja los pantalones y la viola... Luego intercambian los papeles, y el que la estaba agarrando es ahora el que se despoja de sus sucias vestes y se tumba encima de la mujer, y la golpea al tiempo que la viola mientras el otro, que le agarra los brazos, se ríe de lo que le está haciendo… La mujer no cesa de moverse, intenta resistirse, pero cuanto más se resiste más fuertes son los golpes… Cuando acaban, los dos vagabundos, borrachos y saciados, se ensañan con la puta y le propinan varias patadas sin sentido hasta caerse al suelo vencidos por el cansancio... Desde el césped la observan; la mujer ya no se mueve, parece muerta. Al cabo de un rato, uno de ellos se levanta y se pierde detrás de los matorrales. Al rato regresa con un carro de supermercado todo destartalado y lleno de

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Doce días sin Laura

basura. Como buenamente pueden, suben a la mujer al carro, la cubren cuidadosamente con unos cartones para no levantar sospechas y abandonan el lugar tambaleándose al ritmo de los chirridos de las ruedas del carro... El eco de sus carcajadas tarda un buen rato en desaparecer en la noche... La noche nunca dice nada, siempre está ahí pero es como si no estuviera... No puedo dejar de pensar en aquella mujer; sin duda el abrigo que llevaba no había sido barato, pero tampoco de los más caros, y el cabello, tan bien peinado y reluciente a la luz de aquella farola... y el bolso. No lo había visto de cerca pero seguro que era de firma..., o falso…, el bolso... Detuve mi vista en el trozo de césped en donde había estado sentada la mujer… “¡El bolso seguía todavía allí tirado!”... En el césped, silencioso y solo, al pie de la farola... En su atolondrada huida los dos vagabundos se habían olvidado el bolso de la mujer…