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DOBLE PASAJE A LA INDIA O ué liz coincidencia el estreno de la película de David Lean y la reimpre- sión (tercera edición en · «Alianza Tres») de la no- vela de Forster, con esa pulcra tra- ducción al castellano que hiciera hace ya un lustro José Luis López Muñoz! Pues la simultaneidad no hace en este caso sino realzar las virtudes de cada una de esas obras; obras, en plural, sí, y tanto más dife- renciadas cuanto que cada una hace gala de dominio del lenguaje expre- sivo que le es propio (luces y som- bras móviles ente a la cristazada quietud de la palabra escrita, por de- cirlo con cursilería), atento el viejo director de Breve encuentro a afir- mar su propio estilo narrativo, aún asumiendo deliberadamente la vo- luntad de penetrante sutileza que de- fine el libro del que llegó a ser el me- jor novelista del círculo de Blooms- bury. La comparación entre cine y lite- ratura, por tanto, debe desecharse, una vez más; en cambio, la ocasión es inmejorable, insisto, para re- crearse en las respectivas posibilida- des de un medio y otro, y, a través de ambos, en el tejido, tan bello como vaporoso, tan atrayente como inasible, de esta historia ambientada en los dominios hindúes de Inglate- rra, y cuyo capítulo central es la ex- cursión a un rincón secreto (las cue- vas de Marabar, como pretexto cen- tral y metára mayor) de la India colonial. La apuesta de Forster no es cil. Es unas páginas que brillan por la elegancia del estilo y la agudeza ana- lítica, se atreve nada menos que a entreverar, sin ningún artificioso juego de simulación, una lúcida re- flexión política (sobre las rmas y el destino histórico del colonialismo inglés) con el dibujo, pudoroso pero detallado y con muchas pinceladas magistrales, de un buen racimo de personajes, de tal rma que la des- cripción, matizada de ternura, de los movimientos interiores de éstos, acaba teniendo tanta consistencia como aquella meditación con ambi- ción histórica, alimentada toda ella de una serena y nunca hiriente iro- nía. El resultado es, debe repetirse, espléndido, oeciendo con igual in- tensidad la límpida y trabajada prosa Los Cuadernos de la Actualidad de Forster tantos ponderados ele- mentos de juicio sobre los pliegues prondos del sistema de domina- ción, como arrebatadas aproxima- ciones hacia la scinación de una cultura y una sociedad milenarias ( «la India no es una promesa, tan sólo una llamada»); descubriendo a la vez las piezas del orden estable- cido en la colonia y los eslabones de los itinerarios sentimentales de quie- nes en él transitan. Una novela, en suma, excelente, con un buen pu- ñado de caracteres individuales, ya lo he dicho, admirablemente crea- dos: la entrañable Mrs. Moore, ya en esa edad que ya permite saber que la vida nunca nos da lo que que- remos en el momento que conside- ramos adecuado: «las aventuras lle- gan, pero no puntualmente»; la des- garbada Miss Quested, todavía sufi- cientemente inexperta para poseer conciencia de raza y con ese antipá- tico distanciamiento que le propor- ciona una «especie de imposible se- riedad moral con que lo juzga todo»; el cuarentón Fielding; el suido y apasionado doctor Aziz; el miste- rioso Godbole; y, en fin, un buen número de secundarios moradores del trozo de suelo indio, con infinitas fisuras, que el autor escoge como lu- gar de la acción. Y con pasajes des- criptivos igualmente memorables, como estas antológicas líneas sobre la lgurante y gaz pasión de la llama en la penumbra del mítico es- cenario central: «las cuevas son os- curas. Incluso en las que se abren hacia el mediodía es muy poca la luz que penetra hasta la cámara circular por el túnel de entrada. No hay mu- cho que ver, ni ojos para verlo, hasta que llega el visitante a consu- mir sus cinco minutos y enciende una cerilla. Inmediatamente surge otra llama de las prondidades de la roca y se pone en movimiento hacia la superficie como un espíritu encar- celado; las paredes de la cámara cir- 89 cular están maravillosamente bruñi- das. Las dos llamas se aproximan y hacen eserzos para unirse, pero no lo consiguen, porque una de ellas respira aire y la otra piedra. Un es- pejo con incrustaciones de bellísi- mos colores separa a los amantes, delicadas estrellas de color rosa y gris se interponen, exquisitas nebu- losas, sombras más tenues que la cola de un cometa o la luna de me- diodía, toda la evanescente vida del granito, que sólo allí se hace visible. Puños y dedos alzados sobre la tie- rra que avanza: allí por fin, es su piel, más delicada que cualquier re- cubrimiento adquirido por los anima- les, más lisa que la superficie del agua cuando no sopla el viento, más voluptuosa que el amor. El resplan- dor aumenta, las llamas se tocan, se besan y expir. La cueva vuelve a ser oscura, como todas las cuevas». Sobre esa base, David Lean (j a sus setenta y seis años cumplidos!) ha construido una película hermosa, con un ritmo pꜷsado que no es, sin embargo, solemne, y con un gusto por la armonía que no es en absoluto severo academicismo, sino todo lo contrario: la alegría, la belleza de la rma, por decirlo precisamente al modo de Forster. Una obra cinema- tográfica que es, me atrevo a de- cirlo, comparable a El río de Renoir, con una excepcional Peggy Ashcroſt en el papel de la señora Moore, la inquietante y ambigua Judy Davis en Adela Quested y un segurísimo Ja- mes Fox interpretando al director de instituto, Richard Fielding. José Luis García Delgado LA VAQULA L. G. Berlanga, La vaqu/Üa. L o raro sería si a cual- quier otro director le saliese una película como El verdugo. De una pe- lícula floja nadie anda libre, pero de películas como las de Berlanga no veo a mocho, apaces de ponerse a tiro. a�í imiten o co- pien. Incluso a él mismo parece cos- tarle trabajo, aun con los cuidados desplegados por el productor Al- edo Matas. ¿Qué le pasa a La - quilla para que no haya por dónde explicarla? En parte, que es una pe- lícula muy poco cabreada, poco me- nos que chistosa. Las películas de Berlanga casi nunca disfrutaron de semejantes complacencias ni estu-

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Page 1: DOBLE PASAJE A LA - CVC. Centro Virtual Cervantes · de Campo, bailan al son de un tran ... dos hombres se nos cuenta a través de tres grandes secuencias fechadas en la actualidad:

DOBLE PASAJE A LA INDIA

O ué feliz coincidencia el estreno de la película de David Lean y la reimpre­sión (tercera edición en

· «Alianza Tres») de la no­vela de Forster, con esa pulcra tra­ducción al castellano que hiciera hace ya un lustro José Luis López Muñoz! Pues la simultaneidad no hace en este caso sino realzar las virtudes de cada una de esas obras; obras, en plural, sí, y tanto más dife­renciadas cuanto que cada una hace gala de dominio del lenguaje expre­sivo que le es propio (luces y som­bras móviles frente a la cristalizada quietud de la palabra escrita, por de­cirlo con cursilería), atento el viejo director de Breve encuentro a afir­mar su propio estilo narrativo, aún asumiendo deliberadamente la vo­luntad de penetrante sutileza que de­fine el libro del que llegó a ser el me­jor novelista del círculo de Blooms­bury.

La comparación entre cine y lite­ratura, por tanto, debe desecharse, una vez más; en cambio, la ocasión es inmejorable, insisto, para re­crearse en las respectivas posibilida­des de un medio y otro, y, a través de ambos, en el tejido, tan bello como vaporoso, tan atrayente como inasible, de esta historia ambientada en los dominios hindúes de Inglate­rra, y cuyo capítulo central es la ex­cursión a un rincón secreto (las cue­vas de Marabar, como pretexto cen­tral y metáfora mayor) de la India colonial.

La apuesta de Forster no es fácil. Es unas páginas que brillan por la elegancia del estilo y la agudeza ana­lítica, se atreve nada menos que a entreverar, sin ningún artificioso juego de simulación, una lúcida re­flexión política (sobre las formas y el destino histórico del colonialismo inglés) con el dibujo, pudoroso pero detallado y con muchas pinceladas magistrales, de un buen racimo de personajes, de tal forma que la des­cripción, matizada de ternura, de los movimientos interiores de éstos, acaba teniendo tanta consistencia como aquella meditación con ambi­ción histórica, alimentada toda ella de una serena y nunca hiriente iro­nía. El resultado es, debe repetirse, espléndido, ofreciendo con igual in­tensidad la límpida y trabajada prosa

Los Cuadernos de la Actualidad

de Forster tantos ponderados ele­mentos de juicio sobre los pliegues profundos del sistema de domina­ción, como arrebatadas aproxima­ciones hacia la fascinación de una cultura y una sociedad milenarias ( «la India no es una promesa, tan sólo una llamada»); descubriendo a la vez las piezas del orden estable­cido en la colonia y los eslabones de los itinerarios sentimentales de quie­nes en él transitan. Una novela, en suma, excelente, con un buen pu­ñado de caracteres individuales, ya lo he dicho, admirablemente crea­dos: la entrañable Mrs. Moore, ya en esa edad que ya permite saber que la vida nunca nos da lo que que­remos en el momento que conside­ramos adecuado: «las aventuras lle­gan, pero no puntualmente»; la des­garbada Miss Quested, todavía sufi­cientemente inexperta para poseer conciencia de raza y con ese antipá­tico distanciamiento que le propor­ciona una «especie de imposible se­riedad moral con que lo juzga todo»; el cuarentón Fielding; el sufrido y apasionado doctor Aziz; el miste­rioso Godbole; y, en fin, un buen número de secundarios moradores del trozo de suelo indio, con infinitas fisuras, que el autor escoge como lu­gar de la acción. Y con pasajes des­criptivos igualmente memorables, como estas antológicas líneas sobre la fulgurante y fugaz pasión de la llama en la penumbra del mítico es­cenario central: «las cuevas son os­curas. Incluso en las que se abren hacia el mediodía es muy poca la luz que penetra hasta la cámara circular por el túnel de entrada. No hay mu­cho que ver, ni ojos para verlo, hasta que llega el visitante a consu­mir sus cinco minutos y enciende una cerilla. Inmediatamente surge otra llama de las profundidades de la roca y se pone en movimiento hacia la superficie como un espíritu encar­celado; las paredes de la cámara cir-

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cular están maravillosamente bruñi­das. Las dos llamas se aproximan y hacen esfuerzos para unirse, pero no lo consiguen, porque una de ellas respira aire y la otra piedra. Un es­pejo con incrustaciones de bellísi­mos colores separa a los amantes, delicadas estrellas de color rosa y gris se interponen, exquisitas nebu­losas, sombras más tenues que la cola de un cometa o la luna de me­diodía, toda la evanescente vida del granito, que sólo allí se hace visible. Puños y dedos alzados sobre la tie­rra que avanza: allí por fin, está su piel, más delicada que cualquier re­cubrimiento adquirido por los anima­les, más lisa que la superficie del agua cuando no sopla el viento, más voluptuosa que el amor. El resplan­dor aumenta, las llamas se tocan, se besan y expiran. La cueva vuelve a ser oscura, como todas las cuevas».

Sobre esa base, David Lean (j a sus setenta y seis años cumplidos!) ha construido una película hermosa, con un ritmo pausado que no es, sin embargo, solemne, y con un gusto por la armonía que no es en absoluto severo academicismo, sino todo lo contrario: la alegría, la belleza de la forma, por decirlo precisamente al modo de Forster. Una obra cinema­tográfica que es, me atrevo a de­cirlo, comparable a El río de Renoir, con una excepcional Peggy Ashcroft en el papel de la señora Moore, la inquietante y ambigua Judy Davis en Adela Quested y un segurísimo Ja­mes Fox interpretando al director de instituto, Richard Fielding.

José Luis García Delgado

LA VAQUILLA

L. G. Berlanga, La vaqu/Üa.

Lo raro sería si a cual­quier otro director lesaliese una película comoEl verdugo. De una pe­lícula floja nadie anda

libre, pero de películas como las de Berlanga no veo a mocho, ..:apaces de ponerse a tiro. a�í imiten o co­pien. Incluso a él mismo parece cos­tarle trabajo, aun con los cuidados desplegados por el productor Al­fredo Matas. ¿Qué le pasa a La Va­quilla para que no haya por dónde explicarla? En parte, que es una pe­lícula muy poco cabreada, poco me­nos que chistosa. Las películas de Berlanga casi nunca disfrutaron de semejantes complacencias ni estu-

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vieron de tan dudoso humor. Nacían hartas, con ganas y en contra. Villar del Río disfrazado de feria de abril. La cacería del fabricante de porteros automáticos. José Luis Rodríguez, no ése, sino el que debutaba de ver­dugo en Palma de Mallorca. Tam­bién aquélla de los pobres que se re­partían los ricos por Nochebuena, mientras a Plácido le vencía la letra del motocarro, y la del balneario con milagros de San Dimas los jueves, claro. Cuando se hicieron, nadie sabe cómo, esas películas únicas, con lo primero que no tenían nada que ver, pero nada de nada, es con lo que hoy supone La Vaquilla: una costosa película de época, ambien­tada en otro tiempo, cosas pasadas.

Los actores españoles nunca enca­jaron mejor que en esas películas: casi no eran mentira. Y otra cosa. Esa gran cantidad de gente que des­filaba por sus películas le importaba, a Berlanga. Se notaba, por ejemplo,

en lo mucho que disfrazaba la ter­nura de mala leche. Aquel momento en que el futuro verdugo y su novia, de merienda el domingo por la Casa de Campo, bailan al son de un tran­sistor vecino hasta que los dueños del aparato se llevan la música a otra parte, de la que añaden que el inde­cente que quiera bailar se traiga con qué. O los americanos pasando de largo. Si estos soldados de La vaqui­lla no nos trajesen ya tan sin cuidado a todos, la película seguiría sin ha­cerse. Cuenta una historia tramada hace tiempo con Azcona, pero se ol­vida del cabreo que la parió. Nada acaba por cuajar en esos diálogos imposibles recitados por unos acto­res perplejos. Ni de coña transcurre esta película hace casi medio siglo.

Los Cuadernos de la Actualidad

La vaquilla.

No habla de la guerra civil, sino de un olvido, finalmente algo contem­poráneo. El tiempo ha distanciado a Berlanga de uno de sus propios guiones, hasta el punto de que La vaquilla parece un encargo. El des­ganado remake de una película que nunca pudo ser.

Manuel G. Cuervo

TOCA LA INTERNA­CIONAL, SAM

Manuel Vázquez Montalbán, El pia­nista. Editorial Planeta. 1985.

Apesar del sueño americano de Julio Iglesias vivimos en una época de perdedo­res, aunque si queremos mentirnos podemos pen­

sar que no estamos vencidos y sí aplastados.

Los gringos, que tienen de todo porque para eso son el Imperio, afirman en una canción que sus ma­dres no los criaron para soldados. Las nuestras, hartas de soldadesca y cargadas de tatuajes de guerra y postguerra, también cantaron bas­tante, y entre canción y canción so­ñaron con el triunfo, a través de per­sona interpuesta para que sus reto­ños tuvieran un futuro de ingenieros de caminos, canales y puertos. Cosa que, como todo el mundo sabe, sólo consiguieron Juan Benet y unos po­cos más elegidos para la gloria. En fin, nuestra situación es mala, pero la anterior fue peor.

Vázquez Montalbán ha dado va­caciones a su detective Carvalho y se ha embarcado en una novela que, aunque suene a tópico, rompe con su anterior producción. Cuando pa­rece que vuelve a ponerse de moda la novela lineal y sucesiva, Manolo ha preferido escribir un relato coral, en el que la vida y circunstancias de

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dos hombres se nos cuenta a través de tres grandes secuencias fechadas en la actualidad: los años de post­guerra y los duros tiempos de la gue­rra civil. A través de un pianista de los vencidos se nos da un amargo re­lato de «lo que pudo haber sido y no fue», en términos del cancionero para después del diluvio tan querido por el escritor barcelonés.

Al leer el libro, pinceladas de si­tuaciones, comentarios y sobre todo explicaciones corales, parece que uno se está metiendo en Los cami­nos de la libertad de Sartre o en la trilogía del mismo tema de Jorge Amado. Te suena el relato a cono­cido, pero notas que la melodía es nueva aunque el fondo sea muy co­nocido.

Quizá lo mejor de la novela sea la recuperación del barrio, tema que hasta ahora parecía coto exclusivo de Juan Marsé. Ese barrio de Es­paña pobre y aún no lejana es algo desconocido, a pesar de que ha sido retratado a fondo por maestros de la talla de Arturo Barea y Max Aub.

Vázquez Montalbán, catalán con vocación de Ali Bey, ha escrito el portulano de un viaje a tres mundos imaginarios demasiado reales: la Barcelona de los postmodernos, la Barcelona amarga de los primeros tiempos que siguieron al Tercer Año Triunfal y el París obligatoriamente maravilloso para los ojos de los pale­tos de este lado de los Pirineos antes de que los vientos del cambio impu­sieran Londres, primero, y más tarde New York, New York.

En las anteriores narraciones de Vázquez Montalbán se prodigaban las recetas de cocina para exquisitos y aquí, para sazonar, no escatima lecciones sobre la música y los mú­sicos, que son el fondo auditivo de esta obra para orquesta en la que el

Manuel Vázquez Montalbán.

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pianista-solista queda un poco des­vaído a pesar de su presencia en primer plano.

El pianista es una novela amarga con gente conocida que no hemos visto nunca y que no deja ningún margen para la esperanza. Así que Manolo:

Tócala otra vez, Sam y que no sea un réquiem ...

Juan Antonio de Bias

EL HOMBRE:

FLUCTUANTE

REALIDAD E

INMUTABLE

FIN Ramón Hemández, Los amantes del

sol poniente.

En su libro sobre lo fantás­tico decía Tzvetan Todorov con gran sabiduría que «La literatura dice lo que ella solamente puede decir.

Cuando el crítico ha dicho todo en su poder sobre un texto literario, él todavía no ha dicho nada; la existen­cia misma de la literatura implica que no puede ser reemplazada por la no-literatura». La importancia de esta aseveración, que recuerda a otras parecidas del escritor argentino Ernesto Sábato, queda corroborada en la última obra de Ramón Hernán­dez, Los amantes del sol poniente (1), Premio de Novela «Casino de Mieres» en 1983, maravillosa fábula cuya complejidad se resiste a acer­camientos críticos que por muy completos que sean tienen forzosa­mente que debilitar su efecto sobre el lector al carecer de esos matices tan humanamente complejos que constituyen en sí la última novela de Hernández.

Los amantes del sol poniente es una de las obras de Hernández me­jor ubicadas en el tiempo y en el es­pacio. En contraste con otras obras suyas, su acción ocurre en un lugar específico (en un Toledo fácilmente identificable) y en un momento bas­tante preciso (durante el mes de no­viembre de un año posterior a la muerte del General Franco y de la visita que a España hizo el Santo Padre). A pesar de ello, es ésta una densa novela ya que el lector, al igual que el protagonista, nunca ad­quiere un conocimiento total de lo que ocurre. Ello es así debido a que

Los Cuadernos de la Actualidad

en este texto Hernández pone gran énfasis sobre el equívoco que carac­teriza a la realidad en términos prác­ticos.

La novela es la historia de un pro­fesor de Instituto, Adrián Maldo­nado, que comienza a confundir y mezclar actos supuestamente reales con sucesos que ocurren en sus pe­sadillas. Aparentemente esto queda justificado con una enfermedad que sufre y que nunca aparece verdade­ramente diagnosticada en términos científicos, dolencia que le llevará a su muerte a finales de Los amantes del sol poniente y que, muy posi­blemente, justifique las proyecciones imaginativas del joven profesor. Si bien lo que se ha sustentado se ajusta al texto que nos concierne, se ha excluido, sin embargo, un ele­mento de capital importancia en esta narración: La extraordinaria lógica interna que caracteriza los sueños de Adrián, atributo que tiende a convencer a este personaje y al lec­tor de la veracidad de cuanto ocurre en ellos y de la posible supremacía que tienen estos sucesos sobre esa realidad cotidiana que usualmente creemos es expresión fidedigna de lo que es todo en el cosmos. Basten dos ejemplos para elucidar sobre este asunto. _

En el primero, durante una con­versación entre Adrián y Roldán, el celador de la Iglesia de Santo Tomé en las pesadillas del profesor, Rol­dán afirma que la custodia de la Ca­tedral de Toledo es falsa al haber sido robada y trasladada a Cinci­natti, Ohio. Acto seguido, el celador asevera que la de Cincinatti es a su vez una reproducción ya que «Todas las custodias son falsas, me refiero a las que se ofrecen al público. Las auténticas está□ en lugar secreto, ocultas en las profundidades del alma humana, de los creyentes de verdad» (pág. 23). De pronto, casi sin darnos cuenta. parnmos de he-

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chos específicos y poco probables -el hurto y la falsedad de la custodiade la Catedral de Toledo- a unaaserción cuya lógica interna resultairrefutable para todo quién comulguecon las ideas del Cristo-hombre yque, por tanto, tiende a otorgarle ve­rosimilitud a una escena que en otraforma nos parecería carente de ella.

El segundo ejemplo, en su apa­rente sencillez, es todavía más pro­vocador al poner en duda la validez de lo que se toma usualmente cual normal y corriente. Ocurre cuando Roldán, en otra pesadilla con Adrián, critica que nuestro planeta sea llamado «globo terráqueo» cuando debería ser denominado más bien globo «acuo, acuoso o acuí­fero» (pág. 66). Al hacer esta obser­vación, Roldán le revela al lector -y a Adrián- la poca precisión que ca­racteriza a nuestra lengua a la luz de cómo es nuestro planeta: Al hacerlo pone en entredicho la validez de las palabras que utilizamos para definir lo real en nuestro mundo.

Los dos ejemplos a que se ha he­cho referencia son partes del com­plejo mosaico narrativo que consti­tuye Los amantes del sol poniente, obra en la que coexisten con otros segmentos que exploran el concepto «realidad» desde diversos ángulos como lo son la insignificancia de cada ser dentro del tiempo y los in­sospechados sentidos que contiene una obra de arte:

... usted y yo somos una figura­ción de la eternidad, el reflejo de un fulgor, la fugacidad misma, el más horrible de los desencantos -dijo el celador. (Pág. 21).

-Pues bien, el señor Conde,aunque figura pintado por El Greco como un cadáver que des­ciende al sepulcro, realmente está vivo. Finge él, finge San Es­teban, finge San Agustín. Todo el séquito del cuadro representa un

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drama. Pero verdaderamente vi­ven todos. De día adoptan la pose fúnebre, la tragedia, pero de noche, cuando la iglesia está va­cía la disposición de las figuras ca�bia. El Conde de Orgaz, in­cluso, habla. (Pág. 20).

En el primero de estos fragmentos se percibe que el hombre, la entidad que juzga sobre la realidad de las co­sas está carente de ella en términos pa�orámicos al ser prácticamente un punto insignificante en el tiempo. En la segunda cita, la proyección imag!­nativa sobre lo que en verdad consti­tuye «El Entierro del Conde de Or­gaz» de El Greco nos hace copartí­cipes de la inhabilidad que tenemos al pretender comprender una obra de arte, objeto al que usualmente le atribuimos un sentido específico de­bido a la ilusión de realidad que pro­yecta, ilusión que como bien se des­cubre en Los amantes del sol po­niente puede ser modificada con la imaginación humana al desconocer ésta de fronteras fijas y, por implica­ción, negárselas a la realidad coti­diana al ser esencialmente mutable en su percepción y recepción por la mente (2).

Pero no sólo se concentra Losamantes del sol poniente en la anfi­bológica realidad viviente. Se preo­cupa además de ese fin ineludible que confronta a todo ser humano y que en el caso de Adrián se materia­liza en una figura etérea que él per­cibe junto a sí y la cual él pretende identificar al asociarla con una de sus estudiantes, Margarita Pondal. De este ente que quizá surja de su mente desequilibrada se tiene plena conciencia ya que en el mundo psí­quico de los personajes creados por Hemández está siempre presente el conflicto humano: Lo que ellos pien­san, por descabellado q1;1e parezca, se convierte en su realidad, en lo que justifica sus actos, pues en esta narrativa lo soñado posee bases tan­gibles al vivirla y sufrirla el ser dia­riamente al igual que nosotros la nuestra que usualmente es mucho más convencional:

Era una voz acariciadora, como un lejano susurro perfu­mado. Las manos delicadas le habían cogido la cabeza y le atraían. ¿De quién era la voz? ¿A quién pertenecía aquel delicado aroma de lilas? No podía ser del jardín. En un principio así lo creyó, pero ahora estaba segu�o de que aquel perfume provema de un cuerpo, de una piel caliente y aterciopelada, de unos labios que le besaban con arrebatadora

Los Cuadernos de la Actualidad

pasión. El miedo fue desvane­ciéndose cuando Adrián, vencido por las caricias de la nada, deci­dió no resistirse y sintió que él también se abrazaba a la fantas­mal presencia que se cubría con una tenue gasa el cuerpo des­nudo. (Págs. 56-57).

Añádase que la variable y ambigua realidad que confronta a Adrián en Los amantes del sol poniente no es, como es el caso en muchos escrito­res hispanoamericanos de las últimas décadas, indicio de que para Her­nández exista una realidad especial en su país. Es, ante todo, reflejo de esa habilidad que tiene cada ser hu­mano de crearse su propia realidad en su constante lucha consigo mismo y, a veces, con el mundo en que le ha tocado vivir. Es por ello que cuando en su pesadilla Adrián dice paradógicamente que «Soñaba eter­namente, pero jamás dormía» (pág. 10) está identificando al unísonocómo lo que hace -soñar, imaginar­no puede ser interpretado comodormir, como permanecer al margende la realidad.

Además, y como es el caso en otras narraciones de Hemández, el título de esta novela es una magní­fica metáfora que expresa perfecta­mente su contenido al hacer referen­cia a la aparente relación amorosa que vincula al hombre y a la muerte cuando se pone el sol, cuando se avecina la noche perpetua que du­rará esta curiosa e inevitable rela­ción entre los dos. Lo ya dicho queda documentado en esos versos de Miguel Hernández que encabezan la obra: «No perdono a la Muerte / enamorada ... », esa figura que se afe­rra al individuo amorosamente y que le acompaña eternamente en forma tal que no puede ser perdonada por el que la sufre perennemente.

Otros aspectos de Los amantesdel sol poniente que ameritan men­ción especial lo son la presencia de

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pasajes descriptivos de gran maes­tría y las técnicas narrativas que se utilizan a través del texto.

De lo primero basta con dar un ejemplo:

En los pupitres dobles le espe­raba ya una masa camal y joven, un centenar de muchachos y mu­chachas que exhalaban un suges­tivo olor a lluvia, a tierra mojada. Ojos ardientes, cutis de rosa y acné, manos gordezuelas y ex­presiones de Leonardo da Vinci, rizos, bucles, largas cabelleras de oro y trenzas, cabezas peinadas a raya, ensortijadas. Cremalleras y pantalones «blue jeans», fetiches, mitos, miradas: I love New York. Buenos días profe. (Pág. 31).

En el pasaje que se acaba de citar se obtiene una idea muy precisa de cómo son los adolescentes que lle­nan el aula del profesor Maldonado sin que ninguno de ellos tenga que ser descrito individualmente al ser más que suficiente el deshumani­zante cuadro que de ellos pinta el narrador.

En lo que atañe a las técnicas na­rrativas que predominan en la no­vela, se puede decir que prevalece la tercera persona a través de la cual un narrador omnisciente nos hace copartícipes de lo que piensan, sien­ten y anhelan los personajes a la vez que, en ocasiones, comenta sobre_ loque ocurre. Junto con esta té':mc_acoexisten diálogos que le dan v1tah­dad a la materia novelable. Añádase que, en última instancia, todos los puntos de vista están contrapuestos simultáneamente a través del texto en forma tal que su libre fluir llega a convertírsele al lector en una co­rriente bastante caótica. Esta confu­sión, agréguese, es muy efectiv� pues capta mucho de lo que experi­mentan los personajes mismos en su constante lucha con la cambiante realidad y con el inevitable fin que les aguarda y acosa constantemente.

Con Los amantes del sol poniente

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nos ha demostrado nuevamente (3) Ramón Hernández su gran talento como fabulador, su extraordinaria habilidad en expresar el dilema de lo humano en cuanto ansia universal de ser que termina en el no ser, en cuanto deseo persistente por realiza­ción que acaba en destrucción. El lector ante lo que se expresa en esta obra es esencialmente activo ya que vive las vicisitudes y destrucción fi­nal del protagonista, consciente de su ineludible semejanza con él.

Luis T. Glez. del Valle

NOTAS

(1) Santiago Sueiras, editor. Gijón,1983.

(2) Un indicio adicional de la concep­ción de la realidad a que se ha hecho re­ferencia aquí se deriva de uno de los epí­grafes con que comienza la novela, texto de Calderón de la Barca que pone énfasis en cómo la realidad se basa en sueños, en los sueños de cada uno de nosotros.

(3) Sobre otros textos de Hernándezléanse los siguientes dos libros:

Novela española contemporánea. Cela, Delibes, Romero y Hernández, por Vicente Cabrera y Luis González-del-Va­lle (Sociedad General Española de Libre­ría, S. A. Madrid, 1978) y El. teatro de Federico García Larca y otros ensayos sobre literatura española e hispanoame­ricana, por Luis T. González-del-Valle (Society of Spanish and Spanish-Ameri­can Studies. Lincoln, 1980).

HAZ DEL XIX UN SAYO

Juan Benet, Herrumbrosas lanzas (Li­bro VII). Ed. Alfaguara. Madrid. 1985.

e asi todo lo que va a de­cirse a continuación que­daría excusado si los lectores conociesen las primeras páginas de un

ensayo benetiano publicado en el 70 bajo el título de «Op. Posth.» Pero me asisten razones para pensar que hace quince años Benet aún no era «bien de consumo», y por ello no es­timo una excesiva impertinencia el traer aquí alguna de aquellas ideas.)

Tal parece que los críticos litera­rios de este país hubiesen decidido asumir sin tapujos un papel para el que siempre se sintieron llamados: el de padre de familia. En efecto, nada les sorprende, todo lo ven venir y ya lo decían ellos. Recibirán con son­risa complaciente las extravagancias del hijo díscolo en la confianza de una bondad sumergida que ellos bien

Los Cuadernos de la Actualidad

Juan Benet.

conocen («en el fondo, es el de siempre», dirá el padre de familia convencido de la buena marcha del corpus familiar) o en la seguridad de que la madurez lleve consigo una claudicación ( «ya se dará cuenta de que esto no es lo suyo», aventurará el padre de familia de pronto enveje­cido y, por consiguiente, al cabo de la calle). Al crítico literario profesio­nal no hay -como al padre de fami­lia- quien le pille los dedos. Hasta que Benet echó el bofe con Saúl ante Samuel no era otra cosa que un escritor «hermético», «complejo», «inasequible» y -como he oído de­cir, aunque no sé si como reproche, alabanza o estupidez- «personal». Con El aire de un crimen se abrían dos caminos: sus «constantes» eran las mismas -si bien con la guardia un tanto más baja- o, como pedían otras voces, sus salidas de tono se atemperaban de tal modo que hubo fiesta en casa por el hijo pródigo vuelto al argumento y los diálogos. Así que el libro VII de Herrumbro­sas lanzas se lo han archivado con dos coordinadas: continúa nove­lando la Guerra Civil y se adentra en unas historias propias del XIX. Es el mismo -porque continúa hablando de la Guerra Civil- o ha vuelto (?) al rebaño del XIX. El XIX ... ¿Ningún crítico ha leído Una tumba? ¿Será cierto que todos los esfuerzos verti­dos en En el estado no han servido en verdad para nada? ¿Recuerda al­guien los ensayos «tan del XIX» de La inspiración y el estilo? ¿Se desca­talogó ya Obiter dictum, un relato «con diálogo exclusivamente»? El caso es que no cunda la sorpresa y que la afición en general -tan dis­puesta a dar por bueno lo que el crí­tico dice (o a dar por leído lo leído por el crítico)- acabe asintiendo ge­nerosamente a ese Benet que en el fondo «es de casa», que mucho

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arranque y tal pero en definitiva XIX y Guerra Civil.

Pues no, señor. Benet, es cierto, sigue tocando la Guerra Civil -y las guerras- y el XIX -y los diecinue­ves, que, insisto, no es novedad al­guna-. Pero el libro VII me hace preguntarme: ¿Por qué el Numa vuelve a aparecer tras su medio au­sencia en los seis primeros libros? ¿ Qué importancia va a tener en los libros sucesivos? ¿ Qué va a dar de sí esa nueva técnica de «comer perso­najes al paso» -no he encontrado otra metáfora mejor que la ajedrecís­tica- ensayada con la Albanesi que nos lleva a Chavico que nos lleva a Ventura León que nos lleva ... ? ¿ Qué papel va a tener esa no ya sorpren­dente sino alarmante primera per­sona del narrador modestamente asomada en las últimas páginas? ¿ Quién nos está contando la historia de Región? No veo más que expec­tativas, y, en un panorama narrativo de vergüenza sólo comparable a la lenidad crítica ( cuando no a la total incompetencia), el estar convencido de «lo» que es Benet resulta tan idiota o grotesco como el padre de familia que ronca mientras su hijo predilecto se le va de madrugada por la gatera y ha de pasar el resto de sus días con las medianías a las que aupó sin motivo en la espera de que el predilecto no se saliera de madre. Quizá entonces tratarán de volver a Región para empezar desde el prin­cipio.

Francisco García Pérez

UN INGLES EN JARTUM

Lytton Strachey, Gordon en Jartum. Editorial Fontamara, 1983.

si Lytton Strachey hubie­ra tenido la pretensión de semejarse a Plutarco, no habría encontrado dos personajes más adecuados

para sus « Vidas paralelas» que Char­les George Gordon y Thomas Ed­ward Lawrence. Ambos eran místi­cos a su manera y estaban arrebata­dos por un ideal que se relacionaba con el mundo árabe; ambos tenían parecido interés por la arqueología, ambos supieron enfrentarse a sus superiores e hicieron que se impu­sieran sus criterios, ambos conocie­ron épocas de voluntario ostracismo y en ambos alentaba el mismo afán de autodestrucción; ambos escribían

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constantemente (aunque Gordon, más que un gran escritor, como La­wrence, era un grafómano), ambos hablaban muy mal la lengua árabe y en ambos concurre la curiosa condi­ción de haber sido europeos que mandaron ejércitos en solitario en Africa y Asia. Gordon era un sol­dado de fortuna y Lawrence un ar­queólogo convertido en soldado. Durante un tiempo de su vida, Gor­don vivió voluntariamente obscure­cido en el regimiento de Ingenieros Reales de la isla Mauricio, ocupán­dose de las instalaciones de los ba­rracones y de los conductos de agua; pero aún le aguardaba la gloria en Jartum. En cambio, Lawrence ha­bría de sepultarse -voluntariamente­en los siniestros cuarteles de la R.A.F., sin que se permitiese otra salida que un último y vertiginoso paseo en moto. Los dos hacían sus campañas acompañados de libros: Gordon de la Biblia; Lawrence de las comedias de Aristófanes y de «La muerte de Arturo» de Mallory. Finalmente, Gordon era de ascen­dencia escocesa, y Lawrence proce­día de Gales.

Asimismo, en el destino de Gor­don concurren otras dos vidas para­lelas. Durante su estancia en China -de la que le quedó el sobrenombrede Gordon el Chino-, hubo de com­batir a un fanático religioso, Hong­siu-tsuen, que desencadenó un mo­vimiento nacionalista y militar; al fi­nal, en Sudán, habrá de enfrentarsea otro iluminado, Mohamed Ahmed,un hombre surgido de la profundidadde los desiertos y que pretendía serel Mehedi, el misterioso «imánoculto» de la teología musulmana.

No obstante, Strachey incluye su biografía de Gordon en un libro, «Eminent Victorians» (1918), junto a la de otros tres contemporáneos su­yos: Florence Lightingale, el Dr. Thomas Arnold y el Cardenal Man­ning. El episodio dedicado a Gordon (que lleva por título «The End of General Gordon» ), presta especial atención al último año de la vida del biografiado, que fue el 1884 y trans­currió en la ciudad sitiada de Jartum. «Gordon en Jartum» es, pues, un episodio de « Victorianos eminentes» editado por separado.

Strachey, para escribir este capí­tulo (y en la totalidad de sus obras históricas y biográficas) se sitúa en las antípodas del historiador acadé­mico. Sin faltar a la veracidad histó­rica, pero sin abusar de la mención de documentos (salvo diversas citas, perfectamente integradas dentro del relato, del diario de Gordon), tiene en cuenta el carácter novelesco y

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contradictorio de su personaje y la condición heroica (aunque en cierta medida grotesca, por deberse a un malentendido) de la defensa de Jar­tum; A Gordon poco le importaban los habitantes de Jartum, que iba a proteger; sin embargo, parece ser que creía honestamente en la liber­tad. A su alrededor, Lytton Strachey pone en pie, con mano maestra, a diversos personajes: Sir Evelyn Ba­ring, Mr. Gladstone, Lord Harting­ton; son los tres de mayor importan­cia después del propio Gordon, los descritos con mayor detenimiento. En su descripción, Strachey encuen­tra muchas veces el juicio exacto; así, escribe a propósito de Baring: «No obstante no debe suponerse que fuera un cínico; quizá no era lo bas­tante grande para eso».

Para Strachey, la vida de Gordon fue una cuestión de destino y de ca­sualidades; pero un destino señalado más que por el cielo, por la burocra­cia. La grandeza de Gordon está en que supo asumir con dignidad -Y cierta teatralidad- ese destino. Es­cribe Strachey: «El destino del gene­ral Gordon, tan intrincadamente en­tretejido en una masa de circunstan­cias complicadas -las políticas de Inglaterra y Egipto, el fanatismo del mehedi, la irreprochabilidad de Sir Evelyn Baring, las misteriosas pa­siones de Mr. Gladstone- fue final­mente determinado por el hecho de que Lord Hartington era lento. Si hubiera sido un poco más rápido, si hubiera sido más rápido en dos días ... pero no pudo ser». El en­canto de historiadores como Stra­chey radica, entre otras cosas, en

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que ni siquiera se toman ª l!J._ épica enteramente en ser10. «Gordon eri Jartum» concluye igual que «Ma­dame Bovary», en que M. Homais recibe la Legión de Honor; así cierra Strachey su libro: «En cualquier caso, todo había acabado muy feliz­mente: con una gloriosa matanza de 20.000 árabes, una vasta anexión al Imperio Británico, y el paso a la dig­nidad de par de Sir Evelyn Baring» .

José Ignacio Gracia Noriega

DEL DATIVO

AL

ACUSATIVO

Barbara Probst Solomon, Vuelos cortos.

Ed. Anagrama. 1984.

Ama?: léalo. ¿Le duele España?: no lo lea. ¿Ama la literatura?: ni lo mire, ¿Ama usted los li­bros? Bueno, sepa que

los libros no aman (Pavese). Tómelo si ha perdido la memoria.

Ahora resulta que todo el año es carnaval, lo tardo se llama pos, to­dos militamos en el realismo cítrico -¡ojo!, no crítico-; ha llegado lo lú­dico -¡eeeehh, que lo lúdico ya está aquí!-. Así es, la efervescencia de lo social ha hecho su entrada triunfal sin avisar. Frivolidad, anfetas, pe­rico, nuevo look, coqueteo, seduc­ción, nocturnidad, alevosía, ... y a la calle. Con estos parámetros ya nos podemos mover alegremente por el solar europeo. Y aquí no ha pasado nada. Hemos olvidado de dónde ve­nimos, ¿acaso hemos perdido la memoria?

«Nuestra memoria es nuestra coherencia, nuestra razón, nuestra acción, nuestro sentimiento. Sin ella no somos nada.» (Buñuel). Pues aún así hay quien todavía frunce el ceño. Hay quien todavía representa la in­terrogancia. Pero lo más grave es que hay otros que no han logrado omitir un solo nombre de aquella alineación, con carretilla y ritmo musical, del Real Madrid de la época ye-ye. Ahora, no le recuerde usted la aciaga situación que vivía este país hace dos lustros. Y no hablemos ya del qué hacía usted antes de ser posmoderno. Se desencaja. Reniega. Olvida. Rápidamente echa mano a las metáforas más sutiles, escupe las metonimias más perspicaces y arroja los eufemismos más estúpidos para

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así evitar a toda costa el llamar al pan pan.

Admitamos que la fragilidad de esa facultad o capacidad para recor­dar hechos pasados que poseemos los seres dotados de conciencia es verídica. Admitámoslo. Admitamos que la memoria es frágil, quebradiza, vulnerable, endeble. De acuerdo. Aceptamos que la ficción, lo imagi­nario, los falsos recuerdos, el en­sueño o la imaginación se encaraman a la memoria. Pero la amnesia, ple­namente desarrollada en la senectud, no se ha de confundir con el cinismo y la hipocresía. Y es que cinismo e hipocresía son dos cualidades pro­pias de la estirpe de los desmemo­riados.

Así como las botellas cambian de color a medida que consumimos su líquido elemento -del granate ensan­grentado del Ribeiro al verde botella, del dorado Chivas al cristalino inde­finible-, también España abandonó su estado sólido para dar paso al lí­quido, al fluido. En este país han su­cedido muchas cosas en el corto pe­ríodo de una década a una velocidad de vértigo. España también perdió su tapón. Pero tampoco es cuestión de caer en los brazos del olvido.

Y precisamente a los desmemo­riados van estas casi cuatrocientas páginas que la Probst Solomon -Barbarita para íntimos- vomita consencillez narrativa. Un vistazo haciaatrás. Vistazo de esperanza, vistazode confianza.

Esta neoyorkina de pelo castaño hasta los hombros, de educación en torno a unas tazas de café, con as­pecto de ceporrita sin serlo y a quien nadie escribió un poema, soñó con

. que se había casado con Juan Carlos I,

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el Rey; relata con desparpajo fe­rroviario sus repetidas e intensas re­laciones con una serie de hombres errabundos e ingeniosos -¿ingenio­sos? Bueno, con talento-, da palos al feminismo desaprensivo, a la or­todoxia feroz y demás estructuras óseas. Mezcla chismografía con geo­grafía, pero cuenta bien. Y aunque el libro posee alguna que otra impreci­sión -no sé si lingüística o informa­tiva- como calificar a Ridruejo de gran héroe o decir que los fusilados del 27 de septiembre de 1975 eran estudiantes y militantes -todos- del FRAP, aun así, con imprecisiones y todo, como decía, el libro se lee bien y resulta de interés. Quizá abuse Mrs. Solomon del relato de aquella hazaña juvenil, protagonizada por ella misma y Paco Benet, consis­tente en el rescate de Nicolás Sán­chez Albornoz y Manolo Lamana del campo de concentración que fue Cuelgamuros. También lo cuenta en su otro libro, Los felices cuarenta.

Una buena crónica, impregnada de olor a Gauloise, ha dejado esta mujer apasionada en sus amores. Aunque ella afirma que todos sus li­bros son novelas, el que esto escribe lo pone en duda y no porque uno sea partidario de las barreras en lo que a los géneros respecta, sino porque me parece tan valiosa la crónica como la novela. No me parece una novela ingeniosa como escribe Norman Mailer -copio de la cubierta- pero sí me resulta una crónica fresca de una España reciente, donde se mezcla en perfecta sincronía algo difícilmente llevadero, amor y amistad. Desde el primer amor -apretujándose en un bote de remos amarrado- hasta el más cercano a nosotros -una rela­ción triangular- la Probst deja entre­ver cristalinamente que la pasión no es algo consustancial a los seres hu­manos. Aquella chica de falda a

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cuadros y chaqueta de ante color óxido dio paso a la seda amarillo li­món, con escote en uve y falda pli­sada en abanico. Y continuó amando, con pasión; siguió escri­biendo, con pasión.

En dativo o en acusativo Mrs. So­lomon ha escrito sobre España. La Probst ha reinventado España. ¿Le gustó? Ama.

José Benito Fernández

EL SECRETO (A VOCES) DEL ARTE

Enrique Murillo, El secreto del arte.

Editorial Anagrama. 1984.

Los cada día más escasos amantes de la prosa de au­tor tienen ahora, con los cuentos reunidos bajo el tí­tulo de El secreto del arte,

la rara oportunidad de descubrir una prosa que reúne en sí misma la es­pontaneidad y la frescura de toda escritura primeriza, pero planteada y resuelta con la seriedad y la compe­tencia de quien lleva ya muchos años de oficio. Porque si bien es verdad que ésta es la primera apari­ción pública de Enrique Murillo, tampoco es menos cierto que a la al­tura de sus cuarenta años tiene escri­tas un montón de páginas para sí mismo, y una nada desdeñable can­tidad de páginas publicadas a lo largo de su carrera profesional en el campo del periodismo y de la edi­ción. El es, por ejemplo, uno de los más agradecidos traductores que haya tenido Henry James. Y aunque muchas veces se habrá quejado de lo mal que le han sido pagados sus tra­bajos por verter respetuosamente al castellano la obra de aquél (para qué engañarse: dentro de la cadena de producción editorial, el ser más des­graciado y maltratado, después del autor, es el traductor) lo cierto es que ese paciente desmontar la prosa de James para luego volverla a mon­tar en castellano le ha rendido a la larga el impagable beneficio de un aprendizaje con una de las prosas más grandes de este siglo. Con lo cual no quiere decirse que sea un discípulo, y muchos menos un imi­tador, del maestro americano. En todo caso sería un alumno aventa­jado, y ya se sabe que el destino de todo alumno aventajado es acabar matando al maestro, por la vía de la

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superac1on, para luego seguir su propio camino. Y ese es otro de los aspectos más positivos del libro de Enrique Murillo. A partir de la vaga (pero a mi juicio justa) referencia a Henry James, encontrará el lector una mirada, unos personajes, unos acontecimientos, y sobre todo, un ritmo en el fluir del tiempo que son perfectamente personajes, y que por lo tanto permiten hablar de una obra de autor. Al igual que los grandes escritores de antes, Enrique Murillo habla sólo de sus propios viajes, de lo que vio o creyó ver, de lo que les pasó a él, o a quienes iban con él, o también de esos fantasmas que nunca acudieron a la cita para em­prender un viaje imaginario. Al fin y al cabo la suya es una obra de fic­ción y por lo tanto todo es posible, impresión ésta que se acentúa por el engañoso recurso a la primera per­sona. El erudito incipiente de Caza de brujas, cuya vida quedará mar­cada por una mera suposición teó­rica, el infatigable buscador de histo­rias de Un cuento, y sobre todo el profesor que busca el secreto del arte de un gran novelista recién fa­llecido, son todos ellos unos relatos de estructura aparentemente muy simple, sobre todo porque están re­sueltos con la eficacia y la sabiduría de quien no precisa un gran desplie­gue de medios argumentales y técni­cos para contar una historia. Cabría preguntarse, eso sí, aunque ésta es una cuestión que la deberían res­ponder quienes con tanto énfasis aseguran la resurrección de los géne­ros, si los relatos aquí reunidos res­ponden a la vieja denominación de cuento, o si son en realidad esque­mas de novelas, o qué son. Es sin­tomático por ejemplo, que al lector le quede al terminar cada relato la misma sensación que tendrían los espectadores de un cine si, a los veinte minutos de empezada la pelí-

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cula, vieran de pronto aparecer en la pantalla la palabra fin y, tras encen­derse las luces, fueran invitados amablemente a despejar la sala. Una película dura por lo general en torno a la hora y media y el espectador, consciente o inconscientemente, ajusta su tiempo personal al de la duración calculada, y por mucho que el planteamiento, el nudo y el desen­lace de lo que está viendo le digan que eso está liquidado en veinte mi­nutos, no sólo se sentirá desconcer­tado por la súbita aparición de la pa­labra fin sino que, si le estaba gus­tando, y ya que echó la tarde a pe­rros, hubiera preferido seguir allí una hora más por lo menos viendo qué les pasaba a esos personajes. Con lo cual podría parecer que, en el caso de los cuentos que forman El secreto del arte, yo estuviera sugi­riendo algún tipo de torpeza o limi­tación en su realización, o bien que le estuviese aconsejando al autor hinchar un poco el perro en lo suce­sivo y venderlos como novelas. Pero ambos supuestos serían inciertos porque, tal y como están, no admi­ten cambio alguno, so pena de arrui­nar esa rara atmósfera y esa sensa­ción de estar echándole una ojeada a un mundo muy peculiar. Tal vez lo que esté sugiriendo sea, simple­mente, la necesidad urgente de con­tar con nuevas historias, más datos, más elementos de juicio, o nuevos personajes. En definitiva, otros cuentos cortos o más novelas en mi­niatura. Lo que él quiera, pero más. Al fin y al cabo no. todos los días se puede saludar la aparición de un buen narrador.

Javier F. de Castro

CHARADA

ERUDITA

Pilar Pedraza, Las joyas de la ser­piente. Premio Ciudad de Valencia, Fer­nando Torres Editor. Valencia, 1984.

El dispositivo cultural conque se abre la última no­vela de Pilar · Pedraza-Las joyas de la serpien­te- nos devuelve, como

en un espejo anamórfico, preocupa­ciones y temas que fueron ya trata­dos por esta escritora, desde una versión erudita y académica de los mismos.

Efectivamente, los viejos motivos de la novela humanística, descodifi­cados y convertidos en objeto de.

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una semiología en libros de estudios, que se han venido sucediendo (edi­ción del Sueño de Polifilo -1981-; Barroco efímero en Valencia -1982-; La Bella, enigma y pesadilla -1983-), recobra ahora su plena di­mensión fictiva. Detrás del librejuego de esos elementos, en sumisma combinatoria fantástica, po­demos ver aún las señales de la pes­quisa erudita que los ha formado yprestado un sentido dentro de laspreocupaciones modernas.

Como en toda acción revivalista, se nos entrega aquí un mundo cono­cido, sólo que lo que se nos de­vuelve no ocupa disciplinadamente ese lugar de donde sabemos positi­vamente que salió.

Ligeramente corregidos de lo que hubiera sido su dimensión original, las viejas figuras de la fantasía cultu­ralista acuden convocadas para ilus­trar hasta qué punto el tiempo ha venido a complicar la parábola de su trayecto.

Laberintos y operaciones alquími­cas; andróginos y olvidadas Ofelias son exhumados aquí de sus tumbas librescas, para encarnar, al final del ciclo de los grandes mitos, un viejo papel recomenzado.

Siendo éste un Panteón oscura­mente presentido en las salas de proyección, sus constelaciones de mitos podrían pensarse cinematográ­ficos, antes que librescos, producto de una depredación que el relato rea­liza sobre el film, reafirmando el viejo poder perverso de la palabra, del libro.

Catálogo (de horrores) y entomo­logía de saberes ocultos que, dán­dose de forma desestructurada, burla el rigor que suele dispensarles la Academia, y se actualiza a cada lectura, con cada generación y en cada medio.

Trasgresión disciplinada (por estar situada al final de todas las transgre­siones), Las joyas de la serpiente, repertoriza lo fantástico, al mismo

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tiempo que lo (re)conduce a su pa­roxismo y a su irrisión (donde sádi­camente permanece una referencia de angustia).

Novela del exceso, bajo la figura del delirio que la organiza, conecta muy bien con esa visión de lo ba­rroco -como pompa, como ejercicio, como retórica-, que queremos ver hoy en la recuperación de ese con­cepto.

Más allá del paraíso que propone una versión naif, la verdad es que será el infierno lo que se represente bajo la especie de una biblioteca.

Fernando R. de la Flor

RIMBAUD EN ESPAÑA

Henry Miller, El tiempo de los asesi­nos (Un estudio sobre Rimbaud). El libro de bolsillo. Alianza Editorial. Madrid, 1983. Arthur Rimbaud: Una temporada en el infierno. Edición de Ramón Buena­ventura. Poesía Hiperión. Madrid, 1982. Arthur Rimbaud: Iluminaciones. Cartas del vidente. Edición de R. Buenaventura. Poesía Hiperión. Madrid, 1985.

H ay escritores tan pro­fundamente personales que lo mejor que un es­critor puede hacer con sus libros es no leer­

los, o dejar, más bien, su lectura para épocas más propicias. Esa es la conclusión a la que llega Henry Mi­ller con respecto a Arthur Rimbaud en El tiempo de los asesinos, apa­sionante ensayo sobre el poeta ado­lescente que publica a los 65 años, diez años después de comenzar a es­cribirlo, y tras haberse prohibido leerlo hasta que no hubiera reali­zado, o al menos encaminado y de­sarrollado en gran parte, su propia obra creativa. Fue tal la fuerza crea­dora, fueron tales las condiciones y el valor del genial adolescente que inició -en palabras de Roland Bart­hes- la poesía moderna, que el ma­duro Miller nos asegura en su en­sayo: «De haber leído a Rimbaud en mi juventud, dudo que hubiera es­crito una línea».

En España, sin embargo, las cui­tas de los grandes creadores de la modernidad literaria son pelillos en la mar. Así, Ramón Buenaventura, el ahora autosatisfecho traductor de Iluminaciones («nuestra versión cas-

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Arthur Rimbaud.

tellana es la mejor») y de Una tem­porada en el infierno hace poco más de dos años, afirma en la adverten­cia preliminar de su último trabajo rimbaldiano: «Ahora sabemos dema­siado, y nos ha nacido dentro la ten­dencia a ver en Rimbaud una perso­nilla un tanto desconcertada y bas­tante menos genial de lo que creía­mos».

Pésima ha sido la fortuna de Rim­baud en España, y algún día no muy lejano me gustaría volver con dete­nimiento a este interesante asunto. El autor de El barco ebrio sigue siendo, por estas nuestras fatuida­des, un poeta poco y mal conocido, a pesar de las frecuentes y flojas tra­ducciones de sus obras. Valga con recordar de momento las incomple­tas Obras completas de una medio­cre edición que ha multiplicado sus tiradas en los últimos años de una manera considerable (la de Edicio­nes 29, pues estos desatinos mere­cen nombres y apellidos); así como los patinazos de poetas de la talla de Gabriel Celaya en el difícil empeño de traducir a Rimbaud. En este po­bre marco, las ediciones críticas de Buenaventura presentan un mayor cuidado en la traducción, aunque su labor sea en ocasiones demasiado prosaica (con razón se vanagloria el traductor de su acreditada «creden­cial de escribidor de versos»), y des­tacan por el buen aspecto formal de ambos libros; no obstante, sus edi­ciones se nos llegan a hacer antipáti­cas por la desfachatez con que juzga el trabajo ajeno y por la constante inmodestia desplegada en loor de sus probables aciertos. Sus numerosas notas, más que iluminar, en la me­dida de lo posible, unos textos su­mamente difíciles, insisten macha­conamente en los defectos (en mu­chos casos reales, defectos que se encuentran incluso en las mismísi­mas traducciones de Buenaventura) de otras ediciones, lo que puede in­teresar a los profesionales de la tra-

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ducción, pero dudo mucho que a la mayor parte de los lectores interesa­dos en el poeta. Ramón Buenaven­tura parece empeñado en autoere­girse como el especialista de Rim­baud en España, curiosa monomanía en quien, haciendo gala de ese «nos» mayestático que le eleva más allá del bien y del mal, considera al poeta -forzoso es repetirlo- «una personi­lla un tanto desconcertada y bas­tante menos genial de lo que creía­mos».

Como expresa Miller en su breve prefacio de El tiempo de los asesi­nos, «Rimbaud no es intraducible», «por arduos e inasibles que puedan ser su estilo y su pensamiento». «Hacerle justicia es otra cosa». Aquel genial y hermoso adolescente, evocado en las barricadas del 68, adorado por la generación « beat», tergiversado, anteriormente, por el catolicismo claudeliano y por los movimientos totalitarios, este Arthur Rimbaud que ha sido objeto de culto en tantas y tantas camarillas intelec­tuales, de tantas comidillas parase­xuales, sigue siendo, en España, casi un desconocido. Lo que no es, desde luego, justo.

Entre otras razones porque Rim­baud pone siempre al escritor, e in­cluso a quien de una manera u otra se acerca a la escritura, ante sus más obsesivos fantasmas, ante las eter­nas preguntas de para qué sirve la li­teratura, de cuál es la verdadera re­lación de la literatura con la vida, y viceversa ... Todo esto se lo plantea Miller en su libro y llega a una con­clusión que merece la pena destacar: toda literatura que no sea prome­teica no tiene demasiado sentido. Y, sin embargo, los raptos del fuego di­vino, las preclaras videncias, la fun­ción profética del poeta, el papel del poeta como dirigente incluso, pillan ya a traspiés a la mayor parte de los lectores de esta nuestra época que a algúnos les ha caído en la rentable gracia de llamar -aquí y ahora­posmoderna.

Este Tiempo de los asesinos puede ser cualquier cosa menos una obra novedosa. El mayor atractivo del libro de Miller radica, a mi en­tender, en su desvinculación preci­samente de cualquier tipo de moda, de urgencia o de nueva nomencla­tura; su mayor aliciente reposa, creo, en una palabra que la poesía de nuestro tiempo casi ha olvidado: pa­sión. La pasión por la palabra, por hacer de ella un arma arrojadiza, un instrumento que destruya nuestra conformidad o disuelva nuestro ci­nismo, articula un libro que nos re­cuerda el controvertido hecho de

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cómo el conocimiento puede desem. bocar en la muerte, en la locura, en el silencio.

El tiempo de los asesinos, que Rimbaud anuncia en su poema de Ilustraciones «Matinée d'ivresse», es, según Miller, nuestro propio tiempo, puesto que los treinta años que separan la fecha de publicación del libro de Miller de nuestra década han puesto, si cabe, más de actuali· dad sus terribles premoniciones, hi• jas de una época de guerra fría que ahora vuelve a resucitar. En esta «edad del poder puro y simple», «poseemos -escribe Miller- el cono• cimiento sin la sabiduría, la comodi• dad sin la seguridad, la creencia sin la fe». «Hemos puesto -prosigue­toda nuestra fe en la bomba y es la bomba la que responderá a nuestras plegarias». Porque «los hombres no se comunican» y, por lo tanto, «el mundo no quiere originalidad, quiere conformidad, esclavos, más escla• vos».

Esta falta de comunicación, esta carencia de amor, hace que el hom• bre contemporáneo sea «víctima de su propio vacío interior», siendo sus tormentos «los tormentos de la este• rilidad». En el fondo de todas estas crueles constataciones anida el he• cho, también señalado por Miller, de que el hombre contemporáneo ha perdido su relación con el cosmos, la identidad con una naturaleza con la que antes se sentía profundamente hermanado y con la que ahora sólo tiene relaciones de explotación y dominio.

Carlos Barbachano

EL TIEMPO, EL TIEMPO ...

Ramón Buenaventura, Vereda del Gamo, precedido de Los papeles del tiempo. Poesía Hiperión. Madrid, 1984. Aborrezco la excusa; procla•

mo el irrenunciable dere• cho a la intolerancia lite• raria; vivo en el convencí• miento de que sólo la pa•

sión es arte». Estas palabras de Ra• món Buenaventura abren el friso de presentación de V e reda del Gamo y pueden servir de perfecta descrip• ción de él mismo para quienes no le conozcan. Para mí, que le conozco y le trato y he empezado ya a entender su indescifrable mezcla de intoleran• cía y ternura, de bondad y dureza, de sanchoquijotismo, ahondan más allá de la autocaricatura para alum•

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brar los espacios del tiempo a los que nunca llega la luz.

El tiempo, el tiempo. Si la poesía es casi siempre tiempo que pasa, po• cas veces se han fundido ambos conceptos en ensamblaje tan exacto como en la de este tangerino que, incluso, se ha atrevido (o resignado) a resumir los poemas dispersos, las palabras perdidas, bajo el significa• tivo título de Los papeles del tiempo cuando, a los cuarenta y tantos años de andar rodando por el mundo, de· cidió entregarlos a la imprenta. El tiempo. ¿Quién, si no, podría rexpli· car tanta tristeza, tanta ironía, tanto desencantado inconformismo? He dicho tristeza, ironía, inconfor• mismo. Nadie busque acidez ni ren• cor, pues el escepticismo llega en ocasiones -y Buenaventura lo sabe­a sospechar incluso del interés y la eficacia reales de aquellos sentimien• tos.

Ciertamente que es el suyo un ejemplo malventurado. Basta, para darse cuenta, echar un vistazo a su biografía, a sus treinta y ocho años de anonimato, al injusto vacío en que han caído sus dos libros anterio• res (Cantata soleá y Tres movimien· tos), al desbocado brío con que irrumpió un día en la frágil cristalería narcisista de la literatura. «Todo inédito talludo tiende a entretener sus ocios en el toque y retoque de su obra», dice en la presentación del ¡¡. bro ya aludida. Y quizá está hablán· donos de todo lo contrario: de la so• ledad, de la duda ante la propia obra, de la envidia o el desprecio ante la ajena que, por los múltiples motivos ya sabidos, gozase en cada momento del beneficio del público. Sin duda debe ser duro escribir así: a contracorriente, de espaldas al tiempo, como un remero solitario y loco. Sin duda debe ser algo que ha de marcar para siempre al poeta y a su poesía.

A Ramón Buenaventura, al me• nos, le ha marcado. Ni para bien, ni para mal; simplemente le ha mar•

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cado. Cada poeta tiene su trayecto• ria y ésta, le guste o no, es la suya. Preciso es, por tanto, analizar su obra a la luz de esos datos y de los que la temporalidad (como envol• tura) le fueron añadiendo: la infancia africana, la ciudad perdida, el Estre• cho, Madrid, Rimbaud, cierta poesía norteamericana. Y la soledad. Y el anonimato. Y el tiempo. Tres com• pañías inevitables, estas últimas, en la poesía y en la vida de Ramón Buenaventura. De ahí al herme• tismo, a la desconfianza, al ver pa· sar las cosas sin corazón ni ira hay sólo un paso pequeñísimo: el que separa la desazón creciente de Los papeles del tiempo del provocativo y singular romanticismo de V ere da del Gamo.

Y o he estado un par de veces en la Vereda del Gamo, en el rincón del extrarradio madrileño donde los ejecutivos aprenden a olvidar la na• turaleza originaria entre jardines adosados y solares baldíos. Yo he estado en esa vereda muerta, sin gamos ya, ni cazadores, donde un poeta gruñón, intolerante y tierno, sentado al contraluz de la tarde y de la vida, contempla con una agridulce sonrisa el alborotado (sólo en la su• perficie) discurso hispano de la lite• ratura. Yo he ��tado alguna vez en la Vereda del Gamo y comprendo muy bien qué hay detrás de este tí· tulo. No pretenderé explicarlo desde el tamiz del crítico cuando desde el primer momento me declaro amigo. Sólo he tratado con todas estas lí· neas de no ser cómplice también de tanta soledad, de tanto anonimato, de tanto injusto olvido. Porque ese mismo tiempo que marginó durante tantos años los poemas de Ramón Buenaventura un día los pondrá, como juez único e infalible, en su si• tio justo. Y confieso mi creencia en la sorpresa que para más de un su• perviviente significará ese lugar. Empezando posiblemente por él mismo.

Julio Llamazares

EL MAGICO INTIMO

L a desatención de los edi• tores comerciales hacia la poesía, resulta com• pensada por la prolife. ración casi inextricable

de ediciones de autor, colecciones en régimen de cooperativa, títulos subvencionados por el poder central,

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autonómico o municipal, libros pre­miados en cualquiera de los múlti­ples certámenes existentes... La sempiterna queja de los poetas acerca de sus dificultades para editar no parece que tenga mucha razón de ser. Otra cosa es el eco que esos li­bros obtengan, prácticamente nulo en la mayor parte de los casos: una mínima referencia en el periódico lo­cal y las vagas líneas de algún crítico amigo. Al autor tal tratamiento le parece sumamente injusto, pero sólo lo es comparado con el cacareo que suele acoger al Ullán o a la Andreu de turno. Al contrario de lo que ocu­rría en el siglo de oro -ni Garcilaso, ni Fray Luis de León ni Góngora publicaron en vida ningún libro de versos- hoy es costumbre imprimir borradores y ensayos de los que el propio poeta se arrepiente a los po­cos meses. De los cerca de trescien­tos libros de poesía que, sin contar reediciones, en España se publican al año quizás no lleguen a la media docena los que tengan algún interés para el lector que no sea crítico es­pecializado en la materia. El que, en la duda de encontrar esa media do­cena, prefiera abstenerse es una so­lución que no deja de demostrar inte­ligencia.

Los nuevos poetas que acaban de inaugurar en Sevilla una colección poética de llamativo nombre y her­moso diseño, El mágico íntimo, no agradecerán demasiado el anterior exordio, pero uno nunca ha sido par­tidario de las palmaditas de ánimo y el paternalismo benevolente.

Inicia la colección José Antonio Guerrero Reyna con El ángel des­mentido, libro en el que la abundan­cia de citas, un cierto humor ab­surdo, el gusto por los títulos sor­prendentes y no muy relacionados con el texto, nos remiten a la poesía de José María Alvarez, maestro evi­dente de estos jóvenes poetas sevi­llanos.

En la segunda entrega Vicente

Los Cuadernos de la Actualidad

Tortajada traduce -aunque no direc­tamente del polaco- los Sonetos de Crimea, obra juvenil de Adam Mic­kiewícz (1798-1855). La versión es hermosa, llena de ímpetu romántico, y se lee con verdadero placer. Se demuestra así, una vez más, que el conocimiento de la lengua original no es imprescindible para lograr una buena traducción poética: ahí están las versiones de poetas orientales de Octavio Paz o los poemas de Cavafis trasladados a nuestra lengua por Va­lente para confirmarlo. Vicente Tor­tajada es autor de un sugestivo pri­mer libro, Sz1aba moral (Sevilla, Co­lee. Compás, 1983), al que el exo­tismo de estos sonetos añade una curiosa coda.

Salón de Embajadores, de José Daniel Moreno Serrallé, es un libro, al igual que El ángel desmentido, en la estela de José María Alvarez, au­tor al que se cita, se le dedica un poema y se le alude junto a una nó­mina prestigiosa: «Los días que pa­samos juntos / Shakespeare, Goethe y / el rebelde americano, Kavafis, Lorca, / Quevedo y Borges, Ku­brick, / el gran loco alemán, Cernuda -oh cuántos más- ese / poeta amigoy su Isla del Tesoro, / Tú y Yo» (elautor de Museo de Cera tiene, otuvo, una librería a la que dio elnombre de la conocida novela deStevenson). El magisterio del autornovísimo da lugar a poemas queacaso fueran novedosos hace quinceaños. Es el caso del titulado «Ho­llywood, mon amour o 'Un día enlas carreras'» (Toda la tarde espero/Al hombre que mató / a Liberty Va­lance) o de «Tarde de oficios», re­ducido a un único verso: «Por favor,póngame otra cerveza». Pero talesbromas ocupan un lugar menor en ellibro. Borges, Pessoa y Cavafis-maestros más de fiar que el dandycartagenero- orientan la voz de Mo­reno Serrallé, en los mejores textosde Salón de Embajadores, por losverdaderos derroteros de la emociónpoética. De los nuevos nombres dela colección es el poeta por el que sepodría apostar con menor riesgo.

Mario Goyre se inclina por una poesía próxima al caligrama y a la poesía concreta. Su libro Dulce Ni­cotina -y el prólogo amical parece aludir a ello- debe leerse más como una muestra de cierta sensibilidad juvenil que como una obra literaria. Se trata de uno de esos primeros li­bros -la expresión es de Vázquez Montalbán y ya la hemos citado al­guna vez- que lo mismo prometen un poeta que un adulto.

José Luis García Martín

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LUNA DE ABAJO

Cuaderno de Poesía - n.0 2. Langreo, 84.

Pensándolo bien, desde que Aristóteles glosara a Epi­carmo de Sicilia -ya que por algún ejemplo habría que empezar- hasta que

José Luis García Martín y TVE -por seguir con ejemplos- descubrieran la estela y la estampa de «Luna de Abajo», muchas han sido las co­rrientes poéticas transitando bajo los puentes. Al extremo de que hoy mismo, según cuenta el periódico es­tadísticamente mejor informado del país, un lector del lugar, gustoso de novedades y atento, podría discernir sus preferencias en un océano poé­tico que suma alrededor de diecio­cho mil títulos. No es extraño, pues, que la pleamar lírica -mástiles o nau­fragios- haya salpicado geografías tradicionalmente incursas en hori­zontes de humo y carbonilla -digo Langreo-, aun cuando en la pila bau­tismal de benditos anhelos los cele­brantes sean el escaso puñado que siempre -contradiciendo números­han señalado las alquimias del tiempo. Fuera como fuere, algo tenía empeñado con la periferia el posmo­derno reparto de la descentraliza­ción. Y como, por otra parte, el le­gado local langreano es pródigo en itinerarios enhiestos y broncas, nin­guna proclividad más justa que la de apartar los tirabuzones de la niebla y descubrir la cuartilla secular en la que nombrar agonías, laberintos o recreos. Es máxima de Adorno: «¡ Qué sería el arte en cuanto forma de escribir la historia si borrase el recuerdo del sufrimiento acumu­lado!». Si bien nuestros lunáticos -nada que ver con la feria selenitamadrileña- sean eclécticos y aceptencon la misma permisividad los ino­centes clamores frankfurtianos o losresabios contemplativos de un vene­ciano transplantado en góndola deun sólo remo -que así son las góndo­las-. A pesar de que los cauces dealgunos valles sean canales con máslimo que incienso, los sueños de laspalomas deben ser en todas partesde yeso. «Non omnia possumus om­nes» (Virgilio).

Dicho está, «Luna de Abajo» na­ció con la ambición de transgredir la natural circunnavegación de los saté­lites, y entre sus celosos méritos ha­bría que reseñar su indicutible voca­ción de rigor y amor por el detalle -así en el diseño elaborado por He-

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lios Pandiella, como en la selección de los textos, cuya responsabilidad recae en Alberto Vega, Ricardo La­bra, Miguel Munárriz y Noelí Puente-, y en orden lineal, su afán de encuentros en cualesquiera de las latitudes y paisajes donde se escar­pen las sombras y los riesgos de los versos.

La inaugural entrega de «Luna de Abajo» -agosto-82- ya dispuso que subieran a su muy cuidada meseta de satén Francisco Alvarez Velasco (León, 1940), Rosa Espada (Zamora, 1954), Víctor Botas (Oviedo, 1945), Alvaro Díaz Huici (Gijón, 1958) y Juan Manuel Muñiz (Langreo, 1957), ilustrados por los pintores Bartho­lomé, Alejandro Mieres, Paredes, Carlos Sierra y Ramón Rodríguez, con lo que sin duda sus mentores pretendían dar noticia primera de la pretensión abarcadora de su inicia­tiva, al tiempo que congregar «algún nombre que cuenta en la actual poe­sía española y algún otro que con­tará muy pronto», en palabras de García Martín. (Véase «Poesía espa­ñola -1982-1983-, Crítica y antolo­gía», de Ediciones Hiperión).

La presente publicación de «Luna de Abajo» -octubre-84- ha seguido con determinación sus propósitos originales:

Abre el Cuaderno con el poemario «Música para seducir adolescentes» el mismo José Luis García Martín (Aldeanueva del Camino, Cáceres, 1954). Firma muy conocida en el pa­norama poético, autor de precocidad casi rimbaudiana ( «Marineros en los puertos» -1972-), director de la re­vista «Jugar con fuego», crítico y an­tólogo, hombre de quien Rafael Conte destacara al sesgo reciente­mente «sus personales, atrabiliarias y divertidas conversaciones sobre recientes libros poéticos», cuenta entre una determinada y acaso nu­merosa población de los entarimados líricos con fama de no padecer habi­tuales y vetustas querencias que ya Baudelaire expurgara entre los críti­cos de su época: «¡ Cuántos artistas de estos tiempos deben únicamente

Carlos Sierra.

Los Cuadernos de la Actualidad

a la crítica su pobre honor!». Y es quizá de esa misma lucidez justa­mente atribuida -y no siempre bien recibida- de donde proviene su sin­gular trabajo creativo en el que la claridad más diáfana se yergue para alumbrar los más viejos misterios paseados por la soledad -« Ya ves, ella se fue para que tú pudieras refu­giarte en ella ... »-, sustentado en las referencias frondosas de una cultura copiosa y heterogénea. Tal vez, como para Hugh Wystan Auden, de quien reclama una de las sugerencias que dan pie a los distintos poemas que aborda, para García Martín la poesía es «un juego serio». Juego con fuego transido por dolientes asunciones -«no se agarra al árbol la flor empujada por el viento»-, que halla su apoyo sereno ( «Ante el ho­rror de la vida sólo cabe un con­suelo: que dicho horror es el mismo que experimentaron testigos anterio­res», dice Elías Canetti) en la memo­ria táctil de quienes con él conviven -la generosa Ada Negri, la apacibleenamorada Emily Dickinson o eladelantado Ornar Khayyam-, re­cuerdos del almario, espíritus ínti­mos, espejos fraternos, que no lehacen abdicar, no obstante, de «co­ger la flor del día» horaciana, . su«carpe diem» conclusivo, quién sabesi trémulo, irónico o esperanzado. Siel pasado y el futuro no existen, elpresente es intransitivo. Creamoscon su meditación melancólica: «Mecontento con decir: / Cuánta bellezaen este fresco otoño».

FERNANDO MENENDEZ (Mie­res, 1953) es hombre asimismo de apretada bibliografía. Desde la apa, rición de « Sinfonía Interior» («Aeda», 1979), su obra se ha in­crementado con cuatro nuevos títu­los antes de desembocar en este « Estuario Interior», que guarda re­sonancias de fidelidad con su primer trabajo no sólo en la homofonía adje­tiva, sino en la conservación de los signos que le hacen más reconocible. Profesor de filosofía, la poesía de Fernando Menéndez atiende con mayor preocupación al curso de las ideas que a los relámpagos de las su­gestiones o a las esquinas deslum­bradas por los triples saltos verba­les. Es la suya una poética reflexiva, con estructura discursiva y acentos agonistas -«que me impulsa de aden­tro/ a no ser de este mundo,/ un eco de la fábula, / sino a ser de otro es­pacio, / canto del más allá»-, re­suelta en el repliegue -la obsesión interior- y la llamada a la trascen­dencia -«finitud allegada / que tiene por posible / la anticipación del Ser,

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Bartholome.

donde el hombre es la luz / de la li­bertad, acto / entregado a su fin»-. Versos que recuerdan la estirpe de los pensamientos del Albert Camus postrero: «Al final de estas tinieblas es inevitable una luz que ya adivi­namos ... ».

PEDRO LUIS MENENDEZ (Gi­jón, 1958), otro nombre surgido en la prolífica colección de «Aeda» -«Ho­ras sobre el río» (1978), «Canto de los sacerdotes de Noega» (1981), «Escritura del sacrificio» (1983)-, ha ido ampliando un mundo poético ini­cialmente ensorbecido por manantia­les del amor y del desamor para des­plegar la mirada hacia motivos más plurales. Ahora son el silencio -«Sólo los muertos / áridos de li­viandad tienen voz»-, los contralu­ces de las paradojas que se permeanpor los sentimientos -«donde habitael olvido se disponen / las palabrascabales»- y la «navegación in­demne» -título del poemario- de laquimera los afluentes que se añadena sus indagaciones más tempranas,de las que, posiblemente, perma­nezca un sentido interno del ritmo,construido sobre encabalgamientoscontinuos y una estilización en losmedios expresivos que aboca a laruptura del orden sintáctico, sumer­gido en invocaciones: «la tierra espez de negra y de nostalgia / sin másconfín que el ámbito del mundo / li­mitación / pobreza no atesora / uni­versal la estrella de la estrella».

MIGUEL MUNARRIZ (Gijón, 1951) es el único poeta inédito -con excepción de alguna aparición en la ya inexistente revista «Arlequín»­de cuantos participan en este Cua­derno. Voz directa que se modula con sensaciones de lo inmediato,

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hurga con espontaneidad en la de­sesperación cotidiana, en las reden­ciones incumplidas -«seguimos reci­biendo martillazos adornados de confetis / mientras miramos el mapa para ver cuándo nos toca»-, con versos que tienden a alargarse otor­gándole longitudes a la tristeza que miden más que la propia respiración. « Vivir de milagro» es el título del poemario y también del poema a nuestro juicio más denso y compen­sado: «La vida es el regalo de la muerte / y cada segundo es un reso­plido contra el exterminio».

ALBERTO VEGA (Langreo, 1956) es, en el particular credo del lector que aquí escribe, el perfil más definido del futuro de quienes com­ponen el todavía informe listado de la más reciente poesía asturiana. Es la suya una poesía proteica que co­menzó nutriéndose de un gran ta­lento plástico y recorridos vitales -«Brisas ligeras», «Memoria de lanoche»- para desarrollarse despuéspor líneas más sutiles que incorpo­ran a su brillante y sensual croma­tismo una mayor hondura concep­tual y una pulsión que sin abandonarla embriaguez acuática de la palabrase hace más contenida y firme. Es­cogemos de su «Trilogía hermética»dos estrofas pertenecientes al últimoapartado: «Desliz»: «Nunca más /derretido el pájaro de nieve / bajo elsol implacable / de los justos. / Dequien no sabe perdonar no esperonada. / Ni a sí mismo sabría sopor­tarse».

«Vuelta»: «Alucinadamente re­montar el curso/ de un río abstracto, volver el rostro en busca de la sal / que ha de petrificar el puro gesto. / No aguardaban / leyendas azules ni vírgenes palomas. / Tu cuerpo es tu destino».

(Es inminente la aparición en «Luna de Abajo» de un cuaderno monográfico dedicado a Angel Gon­zález en el que tienen ultimada su colaboración Juan Benet, Juan Marsé, J. A. Goytisolo, Juan Cueto, Gil de Biedma, Paco Ignacio Taibo, Daniel Sueiro, Faustino Alvarez, J. Esteban, J. Benito, Alarcos Llorach, A vello y Carlos Barral. También la presentación del grupo poético ger­minado en derredor de la publica­ción: Ricardo Labra, Miguel Muná­rriz, Noelí Puente y Alberto Vega, con el poemario «Animales domésti­cos». Es decir, que si no fuera por las malvadas transparencias de la preterición, uno estaría por escribir al dictado de Luis Racionero: «Para crear una civilización no son, pues, necesarias ciudades (o lunas) más

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grandes; es más, todo parece indicar que el crecimiento excesivo la impo­sibilita». Con perdón.)

UN FANZINE

PRETENCIOSO

El simbolismo. Soñadores y visiona­rios. Colección Oval. J. Tablate Miquis Ediciones. Madrid, 1984. H ace quince años el pret-a­

porter cultural del mo­mento se llamaba reviva!. En torno a tal fugaz mo­da, que disimulaba de ma­

nera vana cierta crisis ideológica, ya por entonces habitual, se vinieron encima del espectador resurreccio­nes de variados fantasmas: melo­dramas, óperas de todo pelaje, nove­las río, todo tipo de decadencias y qualités y, también entre más snobe­rías, el simbolismo. Al cabo Franco Ruscoli y otros críticos selecciona­ron el suficiente material como para poder pasear por la Europa, que en­tonces hacía exposiciones, una gran Retrospectiva donde se pudo ver el arte que, a finales del pasado siglo, gustaba en algunos Salones: Khnopff, Klimt, Pellizza de Vol­pedo, Felicien Rops, Crane, Puvis de Chavannes ...

La moda terminó por llegar a la úl­tima meseta del Mediterráneo. Se «recuperaba» (no era otro que éste el término utilizado por la teología crítica del momento) la reproducción que, tan cursi como el modelo, por aquí se producía: Brull, Egusquiza, Riquer, Rusiñol, ese Picasso de «Ciencia y Caridad» ... No se hizo pareja «recuperación» en lo literario, de lo que sólo se queja con algo de fundamento el espectro de Hoyos y Vinent.

Poco duró -albricias- tan farra­gosa moda, pero, ahora, en estas postrimerías adelantadas, también se disfruta de la ruina de las vanguar­dias. Por suerte la situación es ecléc­tica: tendencias empeñadas en lu­chas anticuadas. Dentro del eclecti­cismo cabe -¿cómo no?- el reviva!. Aunque sea poco cuidadoso: no se trata de hacer banderías y, así, no hay manifiestos ni tampoco ¡ay! teó­ricos ni eruditos. Se presenta, indó­mito, solo, en forma de fanzine, para estar al amparo de los vientos que

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soplan. Sí, por más que las cubiertas estén satinadas, las características son de fanzine: piratería de imágenes y textos, selección de aluvión, cro­nología complicada, retórica de fan dogmático, tipografía de desmañado aprendiz ...

Es un hecho que el folleto tiene pretensiones. Es el número l.º de una colección que pretende ser «una equilibrada fusión entre texto, ejecu­tado por personas que aman y domi­nan el tema, y el libro como objeto bonito, estético, que, página a pá­gina, despierta nuestra sensibilidad, nos sorprende con imágenes y gra­bados y entretiene en agradables ho­ras de lectura», tal y como se dice en la Introducción.

No son malos deseos. Pero, si us­ted desea encontrar notas que le aclaren las primeras publicaciones de los textos o, al menos, le remitan a bibliografías solventes, si quiere saber quiénes fueron los traductores, o dónde se hallan los cuadros repro­ducidos, o simplemente ver los con-

tornos de alguna de las ilustraciones, cuando menos trata de encontrar esmero en la edición, cuidado tipo­gráfico, placer de lector, en resu­men, deje de lado el fanzine y trate de comprar los libros de Ruscoli, leer A Rebours, de Huysman, vaya a una exposición de Munch o al más cercano montaje de Strindberg. Sal­drá ganando y ahorrará ilusiones. Así, después, podrá despilfarrarlas.

Horacio Fernández

PINTORES DE

GENERO

Exposiciones de Morandi, Bissier, Si­cilia y Barceló, en Madrid.

Morandi trabajó a lo largo de su vida, de forma obse­siva, sobre el tema de la naturaleza muerta y, oca­sionalmente, del paisaje;

Bissier dedicó muchos años de la suya a emborronar papeles con «ca­ligramas » de resonancias orientales,

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para terminar haciendo variaciones, en miniatura, sobre el asunto del bo­degón; Sicilia, que era un pintor de objetos del entorno familiar y coti­diano (primero electrodomésticos, luego utensilios de limpieza, después herramientas de «bricolage»), se in­clina ahora también por el paisaje, preferentemente urbano, con alguna incursión a las estaciones de mon­taña en invierno, bajo el signo de la antena de T.V.; Barceló cultiva to­dos los géneros desde la «vanitas» actualizada hasta la composición seudomitológica, pasando por el pai­saje habitado, por la marina y por el interior con figuras ... Dos clásicos menores del arte europeo del siglo XX y dos jóvenes «modelnos» espa­ñoles, con una importante proyec­ción internacional, han coincidido en Madrid al iniciarse el año 1985. Este hecho, casual, da origen a las si­guientes reflexiones sobre lo que va de ayer a hoy en el arte de los pinto­res de género. (Utilizo este concepto

Rincón del taller de Morandi.

en su acepción más amplia: no sólo como pintores de escenas costum­bristas, sino también de objetos uti­lizados en la vida diaria y, por ex­tensión, de los que trabajan los te­mas académicos como, por ejemplo, el bodegón, el paisaje, la marina, la composición con figuras, etc.).

Los del ayer: Morandi y Bissier realizan sus

obras sobre soportes de tamaño pe­queño (en ocasiones diminuto); si­guen una línea de profundización sobre uno o dos temas; buscan la depuración y la síntesis; pintan con pulcritud- técnica; intentan añadir un contenido espiritual a su trabajo y no parecen tener prisa por llegar a ningún sitio, pues su interés se con­centra en desarrollar una evolución

Los Cuadernos de la Actualidad

de carácter muy personal y particu­lar. Su obra forma parte de la pe­queña historia del arte en este siglo.

Los del hoy:

Sicilia y Barceló realizan sus obras sobre soportes de grandes di­mensiones; no siguen ninguna línea definida sino que saltan, superfi­cialmente, de unos temas a otros; no se sabe bien lo que buscan a través de tanta acumulación y abigarra­miento formal; pintan con dejadez técnica insistiendo, obsesivamente, en «valores» como la fealdad y la suciedad; intentan reflejar la vida más cotidiana y prosaica; parecen tener mucha prisa por lograr un re­conocimiento de la crítica interna­cional y pocos escrúpulos en seguir las corrientes de la moda, incluso a costa de renunciar a una creación de tipo más personal. Nadie puede de­cir si su obra llegará algún día a for­mar parte de la Historia del Arte.

Examinando uno por uno, mis conclusiones son las siguientes:

Morandi trabaja sobre todo los va­lores cromáticos de sus obras, lle­gando, paso a paso, a una progresiva simplificación de la forma de los ob­jetos, pero sin intentar ninguna dis­torsión innovadora, pues sus con­tornos conservan muy exactamente la estructura del modelo inicial. (Debo confesar una pequeña decep­ción personal. Siempre creí que Mo­randi se había inventado los extra­ños objetos que pintaba, como hace, por ejemplo, Luis Sáez en sus bode­gones fantásticos, hasta que vi las fotos de su estudio y pude recono­cer, con total precisión, las botellas, jarrones y demás cacharros refleja­dos tal cual son en sus cuadros). En resumen, su obra me parece una tra­bajo interesante sobre unas gamas de color muy personales, pero como pintor considero mucho más impor­tante, y no soy el único, a un artista español, contemporáneo suyo, que también se dedicó, fundamental­mente, a la naturaleza muerta y al bodegón. Estoy recordando al gran Pancho Cossío. Pero sucede lo de siempre, que los italianos saben ha­cerse la propaganda mucho mejor que nosotros.

Bissier es un pintor austero y se­vero, concentrado durante la mayor parte de su vida en buscar la expre­sividad de la tinta china, aplicada en aguada sobre un papel, a través de signos y gestos, que empiezan siendo deudores de la escritura ja­ponesa para terminar en unas solu­ciones más personales, que le con­ducirán, en sus últimos años, a las miniaturas en color: pequeñas obras maestras del bodegón en las que los

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Julius Bissier.

objetos cotidianos, aún reconoci­bles, han sufrido un proceso de re­elaboración muy original e intere­sante.

Sicilia recubre toda la superficie del lienzo con una pasta de color generalmente sombrío y de aspecto más bien sucio, sobre la que suele trazar, de forma esquemática, el contorno aproximado de los objetos que pretende representar.

Barceló parte de un dibujo con­vencional, casi académico, que ade­reza con unos colores agrios y con una pasta de apariencia poco agra­dable, a la que incorpora toda clase de desechos (colillas de cigarrillos, cristales rotos, brochas viejas, hojas y «pelures» simuladas y hasta un gran palo anaranjado para revolver la sopa marina).

Y o encuentro más personalidad, más novedad y más creación en los dos primeros, aunque los considero unos pintores bastante cortos de re­gistro.

Al final, como casi siempre, lo más interesante fueron las obras que me enseñaron los amigos al visitar sus estudios, sobre todo cuando los amigos se llaman Pelayo Ortega y Juan Barjola.

Juan M. Monte

PSICODEUM Y

NO

Albert Boadella, Gabinete Libermann.

Producción del Centro Dramático Nacio­nal de Nuevas Tendencias Escénicas, presentada en el Teatro del Círculo de Bellas Artes de Madrid.

Es bien sabido que en la so­ciedad actual los psicólo­gos, psiquiatras, psicoana­listas y demás apacentado­res de eso que antes se

denominaba «alma» vienen a repre­sentar, sobre poco más o menos, el papel secularmente reservado a los directores espirituales, confesores, clérigos y otras castas de alzacuello

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y vestido talar. Desde este punto de vista, es lógico que Albert Boadella, después de la parodia televisiva y li­túrgica de Teledeum -cuya presunta irreverencia continúa siendo supe­rada con creces, con cruces y con empecinamiento por la obscenidad mental de ciertas autoridades ecle­siásticas y sacroirnperiales-, cambie ahora el plató del sacrificio por la unidad experimental del analista para poner en escena una sesión te­rapéutica de «reprograrnación de una pareja con síndrome de enclaus­tración». Gabinete Libermann, el úl­timo montaje del director catalán, es el hijo laico, y tal vez un tanto pre­maturo, de Teledeum.

Hay en toda la trayectoria teatral de Boadella un afán oportuno y coherente de disección de ritos so­ciales -pongamos una conferencia, un mitin, una misa o un programa de televisión- que convierte sus espec­táculos en pequeños tratados de so­ciología aplicada, o más exacta­mente de zoología humana. Sólo que Boadella sustituye el plúmbeo dis­curso de manual por una selección de viñetas ilustrativas de las cos­tumbres más curiosas de nuestra es­pecie bípeda e implume, busca un grupo de amigos que les den cuerpo y alma, y se los lleva al teatro con una naturalidad tal, que parece corno si también ellos, los actores, fueran allí a ver qué pasa en ese extraño lu­gar donde todavía se reúne la gente.

Naturalmente, de tan arbitrario método no pueden esperarse conclu­siones serias ni profundas acerca de cuestiones tan peliagudas corno qué es una nacionalidad, es posible ser fasciornarxista, para qué sirve la re­ligión, padre, o cómo se combate el tedio cotidiano. Para responder con gracia, extensión y rigor a semejan­tes quisiqués ya están los especialis­tas y La Clave. Boadella y sus titiri-

TEATROS DEL

CIRCULO preMn1-

Los Cuadernos de la Actualidad

teros sólo pretenden divertirnos ino­centemente en este caso, poniéndo­nos ante el espejo de nuestra propia estupidez. Nada profundo.

De Gabinete Libermann es posible hacer varios elogios y un pequeño denuesto. Entre los primeros, el más agradecido es el que tiene Jugar du­rante el espectáculo y se expresa a golpe de mandíbula batiente -o de escueta sonrisa, en los más parcos­en los numerosos momentos de hila­ridad que la obra propicia. La diver­sión, ese objetivo trascendental que Boadella persigue siempre corno alma que lleva el diablo, tiene aquí realmente el sentido de una terapia pública. Porque el verdadero pa­ciente de la sesión es el público, y suyos son, en mayor o menor me­dida, los traumas que se exploran, satíricamente personificados en el caso de una pareja de jóvenes pro­gresistas desencantados de la socie­dad, que permaneció durante cinco años transitorios sin salir de su apar­tamento de bolsillo, hasta que el he­dor y la fauna resultante de la expe­riencia alertaron a los vecinos y obligaron a intervenir a la sanidad pública.

De todas éstas y algunas otras cir­cunstancias se nos informa en el dossier-programa que precede al de­sarrollo de la sesión novena de la te­rapia, que es la que se escenifica, y cuyo verdadero paciente, corno de­cía, a través de esa metáfora del pa­sotismo llevado hasta sus extremas consecuencias, no es otro que el pú­blico mayoritario en los espectáculos de Boadella: toda una generación, si se quiere, que triscó febrilmente en el espejismo de los campos de mayo, brindó con champán durante la no­che aquella, se afilió al paro casi al mismo tiempo que al desconcierto y, antes de conquistar el poder o hun­dirse en la desidia, puso los restos de su maltratada conciencia en ma­nos de un psicólogo argentino. De esta forma, Gabinete Libermann consigue hacer verdadera la tan re­petida aunque poco practicada sen­tencia de que el auténtico humor, corno el amor, comienza por sí pro­pio, ya que el regocijo que la obra produce no es tanto fruto del morbo ante la sordidez ajena corno espasmo del esqueleto social que formarnos entre todos. En este sentido, el es­pectáculo prolonga el conjunto ini­ciado en Teledeum: si allí se airea­ban los terrores religiosos de nuestra infancia, aquí se ventilan los traumas psicológicos de nuestra juventud.

Entre los momentos elegidos para enfrentar al espectador con los es­tigmas de su propia locura hay algu-

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nos de gran intensidad. Tal vez los mejores sean aquellos que escenifi­can, dentro de una estricta orienta­ción freudiana, la búsqueda de la fa­lla inconsciente en el territorio de la infancia; o el del histérico desen­mascaramiento del falso doctor Li­berrnann corno actor frustrado -esto, sobre un escenario que es a la vez un gabinete psicológico, resulta tan fuerte corno el caso Pessoa-; el de la tragedia ecológica que se abate so­bre la pareja enclaustrada cuando se entera de que han talado el árbol de su plaza, o la cabalgata fálica que se produce hacia el final de la represen­tación. Un comentario especial me­rece el trabajo de los actores. Todos ellos demuestran poseer el secreto de esa disponibilidad física y psí­quica necesaria para que la expre­sión corporal sobrepase los límites de una mera exhibición gimnástica. Aquí indudablemente se percibe la mano directriz de Boadella y los buenos resultados de su método de trabajo teatral.

Sin embargo, toda esta urdimbre escénica está corno a falta de una revisión última que evite la reitera­ción de algunos recursos y saque más partido a situaciones que sólo aparecen vagamente insinuadas. Con todo, el principal defecto del espec­táculo reside, a mi juicio, en un he­cho tal vez insignificante, pero que en buena medida resume ese no sé qué que permanece ausente en la obra. Me refiero al saludo final de los actores respondiendo a los aplausos del público, gesto gratuito que diluye la ambigüedad entre rea­lidad y ficción sobre la que se fun­damenta la eficacia dramática de la terapia y pone evidentes límites al escenario y a lo que en él se pre­senta. Olympic Man Movement y Teledeum solucionaban mucho más inteligentemente este difícil mo­mento de bajar un «telón» que antes no se ha levantado. Quizá Boadella nos ha acostumbrado mal: sus es­pectáculos casi siempre nos brindan la diferencia, el teatro que no se agota en los límites de un género li­terario, ni se reduce a la visita a un museo, ni se acaba allí donde con­cluye la función. Lo cierto es que cuando los actores de Gabinete Li­bermann saludan, la propuesta tea­tral de la obra, basada en el escurri­dizo juego de la apariencia, se clau­sura con el subrayado de una obvie­dad, y todo permanece en su sitio: los actores sobre el escenario, el pú­blico en el patio de butacas y el crí­tico en su rincón.

Alfredo J. Ramos

Page 16: DOBLE PASAJE A LA - CVC. Centro Virtual Cervantes · de Campo, bailan al son de un tran ... dos hombres se nos cuenta a través de tres grandes secuencias fechadas en la actualidad:

UNA CIENCIA

MUY SECRETA

ALA·LUZDE

UN

CANDELABRO

OLA

INVETERADA

HISTORIA DE

BLADE

RUNNER Cartomancia suprema o el Gran Arte

de ec�ar la_s �artas, explicado por Benitala bruJa. Biblioteca Júcar de ciencias hu­manas. Ocultismo. N.0 82. Gijón-Madrid 1985.

G abri�l, Samael, Rafael, Raz1el, Hamiel, Safkiel y Miguel: Yo os conjuro, angeles de luz, para que me deparéis una acertada

combinación de naipes, a fin de que pueda leer con claridad y precisión lo que el Porvenir tiene reservado a Fulano de Tal (dígase el nombre del consultante), aun cuando las predic­ciones le sean adversas». Tal es la invocación kabalística que todo car­tomántico como Dios manda debe pronunciar antes de cada consulta barajando las cartas siete veces e� honor de los siete ángeles de luz mentados. . Abrir :ºn naipes la puerta del

tiempo misterioso resulta una debili­dad harto vieja. Como la mayoría de las cosas seculares, los naipes pare­cei: haber si?o inventados por los chmos. Su mtroducción en Occi­dente, claro, tampoco sabría haber sido otra que ese vehículo imponde­rable que constituyó la morería his­tórica, huella perdurante aún en la palabra misma ( «naipe» < «naíbi» <

Los Cuadernos de la Actualidad

«!l_abi» [pro�eta]), por más que tam­b1en se atnbuyeran a los gitanos qu� los habrían traído de la India'. Chmos y coreanos habrían copiado un buen día en tiras de papel los em­?lemas pintados en flechas y palos, mst�mentos de adivinación primi­ge_mos de que ellos se valían paraoh�quear lo por venir. ¿Nació así el naipe? En esta misma línea andarían las cartas del Tarot, que son la clave de la tradición esotérica de los judíos y �e�drían su origen en el Egipto fa­¡ raomco.

Muy distintos a estos naipes son, empero, las cartas de jugar -la lla­mada «baraja española»- que cono­cemos en Occidente, juego introdu­cido en la Península, claro, por el sa­rraceno, y de las que -aunque de probable aparición en el siglo XII­se tiene noticia documentada en el s��lo XIV, generalizada su produc­c1on en la centuria siguiente al ex­tenderse la impresión xilográfica. La utilización de estos naipes numéri­cos o cartas de jugar en las prácticas adivinatorias constituye la denomi­nada cartomancia ordinaria -toda una Astrología abreviada, como la definía Goethe-, disímil de la men­cionada del Tarot, menos esotérica diríase.

'

De cualquier modo, el instrumento es lo de menos. Lo notable es el humano afán de saber qué va a pa­sar

_, ese privilegio que de siempre se

atnbuyó a los dioses, dictadores de las leyes del azar. La cartomancia sería, así, el grito de rebeldía frente al dios, el orgulloso acto mediante el cual la criatura ansiosa le arrebata un poco de su luz a la divinidad. El viejísimo y multirrepetido empellón de la criatura al creador, el hurto de poder del hijo al padre, los replican­tes, en esa maravilla que es BladeRunner, frente a los humanos.

Así que hacia 1920 se publicó en Barcelona el librito Cartomancia su­prema o el Gran Arte de echar las cartas, que acaba de reeditar en se­mifacsímil la editorial Júcar. Se atri-

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buía con ingenua falacidad a una tal «�enita la bruja», que lo habría es­�nto en 1621. La presente edición mc�rpora d<;>s a modo de a propos,debidos _al bibliófilo y erudito gijonésdon Lms Cayetano Fernández Ar­davín, donde se rebate la existencia �e la supuesta cartomántica con só­lidas razones de prosa deliciosa e ironía muy fma. Es fácil, pues, que el opúsculo haya sido parido en aquel año veinte, acaso poco antes. No obstante, eso también sería lo de menos. Lo de más es que puso en su día y vuelva a poner ahora tan her­mético saber al alcance de los des­tripadores de futuros, de suerte que c�n este corpus puedan diferenciarse sm ambages de «los embaucadores de profesión y las echadoras de car­tas, ignorantes en su mayoría de la ci,e�cia que dicen poseer, pero muyhabites, en cambio, en el arte de sa­car el dinero a su cándida clientela». Lo que se explica aquí no es una broma; es toda una hermenéutica combinatoria para la que no sirven distraídos, desmemoriados o perso­nas en las que predomine la linfa so­bre los nervios, capaces en todo momento de establecer con su con­sultante la imprescindible corriente ódico-magnética que ha de poner a ambos en relación simpática.

, Cada carta tiene un significado se­�n salga al derecho o al revés. Pero dichos significados siempre se ven inodi?c'.1dos o aclarados por otras en prox1m1dad. Todas las variantes quedan contempladas en tan breves páginas de forma prodigiosa. Imagi­nemos un rey de espadas al derecho· aconseja al consultante que s� guarde de los abogados y de toda clase de curiales, porque procurarán absorberle todos sus bienes. Pero junto a un rey de bastos al revés: que un magistrado de integridad le hará justicia. Si es una señora y si­gue al rey de espadas el nueve de bastos, deberá desconfiar de un hombre que la mira con dulzura. Si señ?rita, este rey indica que no de­bera casarse, porque sería desgra­ciada, a menos que una carta favo­rable preceda o siga a ésta. Y así mucho más.

Como detalles importantísimos se recomienda que el número de buta­cas o sillas que haya en el gabinete de trabajo del cartomántico sea siempre impar, contando la del adi­vino; asimismo, que la práctica se efectúe a la luz de un candelabro de tres, cinco o siete luces. Prueben suerte los curiosos y conózcanse el futuro en su propia casa por cuatro perras gordas.

Eduardo Méndez Riestra