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DOBLE PASAJE A LA INDIA
O ué feliz coincidencia el estreno de la película de David Lean y la reimpresión (tercera edición en
· «Alianza Tres») de la novela de Forster, con esa pulcra traducción al castellano que hiciera hace ya un lustro José Luis López Muñoz! Pues la simultaneidad no hace en este caso sino realzar las virtudes de cada una de esas obras; obras, en plural, sí, y tanto más diferenciadas cuanto que cada una hace gala de dominio del lenguaje expresivo que le es propio (luces y sombras móviles frente a la cristalizada quietud de la palabra escrita, por decirlo con cursilería), atento el viejo director de Breve encuentro a afirmar su propio estilo narrativo, aún asumiendo deliberadamente la voluntad de penetrante sutileza que define el libro del que llegó a ser el mejor novelista del círculo de Bloomsbury.
La comparación entre cine y literatura, por tanto, debe desecharse, una vez más; en cambio, la ocasión es inmejorable, insisto, para recrearse en las respectivas posibilidades de un medio y otro, y, a través de ambos, en el tejido, tan bello como vaporoso, tan atrayente como inasible, de esta historia ambientada en los dominios hindúes de Inglaterra, y cuyo capítulo central es la excursión a un rincón secreto (las cuevas de Marabar, como pretexto central y metáfora mayor) de la India colonial.
La apuesta de Forster no es fácil. Es unas páginas que brillan por la elegancia del estilo y la agudeza analítica, se atreve nada menos que a entreverar, sin ningún artificioso juego de simulación, una lúcida reflexión política (sobre las formas y el destino histórico del colonialismo inglés) con el dibujo, pudoroso pero detallado y con muchas pinceladas magistrales, de un buen racimo de personajes, de tal forma que la descripción, matizada de ternura, de los movimientos interiores de éstos, acaba teniendo tanta consistencia como aquella meditación con ambición histórica, alimentada toda ella de una serena y nunca hiriente ironía. El resultado es, debe repetirse, espléndido, ofreciendo con igual intensidad la límpida y trabajada prosa
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de Forster tantos ponderados elementos de juicio sobre los pliegues profundos del sistema de dominación, como arrebatadas aproximaciones hacia la fascinación de una cultura y una sociedad milenarias ( «la India no es una promesa, tan sólo una llamada»); descubriendo a la vez las piezas del orden establecido en la colonia y los eslabones de los itinerarios sentimentales de quienes en él transitan. Una novela, en suma, excelente, con un buen puñado de caracteres individuales, ya lo he dicho, admirablemente creados: la entrañable Mrs. Moore, ya en esa edad que ya permite saber que la vida nunca nos da lo que queremos en el momento que consideramos adecuado: «las aventuras llegan, pero no puntualmente»; la desgarbada Miss Quested, todavía suficientemente inexperta para poseer conciencia de raza y con ese antipático distanciamiento que le proporciona una «especie de imposible seriedad moral con que lo juzga todo»; el cuarentón Fielding; el sufrido y apasionado doctor Aziz; el misterioso Godbole; y, en fin, un buen número de secundarios moradores del trozo de suelo indio, con infinitas fisuras, que el autor escoge como lugar de la acción. Y con pasajes descriptivos igualmente memorables, como estas antológicas líneas sobre la fulgurante y fugaz pasión de la llama en la penumbra del mítico escenario central: «las cuevas son oscuras. Incluso en las que se abren hacia el mediodía es muy poca la luz que penetra hasta la cámara circular por el túnel de entrada. No hay mucho que ver, ni ojos para verlo, hasta que llega el visitante a consumir sus cinco minutos y enciende una cerilla. Inmediatamente surge otra llama de las profundidades de la roca y se pone en movimiento hacia la superficie como un espíritu encarcelado; las paredes de la cámara cir-
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cular están maravillosamente bruñidas. Las dos llamas se aproximan y hacen esfuerzos para unirse, pero no lo consiguen, porque una de ellas respira aire y la otra piedra. Un espejo con incrustaciones de bellísimos colores separa a los amantes, delicadas estrellas de color rosa y gris se interponen, exquisitas nebulosas, sombras más tenues que la cola de un cometa o la luna de mediodía, toda la evanescente vida del granito, que sólo allí se hace visible. Puños y dedos alzados sobre la tierra que avanza: allí por fin, está su piel, más delicada que cualquier recubrimiento adquirido por los animales, más lisa que la superficie del agua cuando no sopla el viento, más voluptuosa que el amor. El resplandor aumenta, las llamas se tocan, se besan y expiran. La cueva vuelve a ser oscura, como todas las cuevas».
Sobre esa base, David Lean (j a sus setenta y seis años cumplidos!) ha construido una película hermosa, con un ritmo pausado que no es, sin embargo, solemne, y con un gusto por la armonía que no es en absoluto severo academicismo, sino todo lo contrario: la alegría, la belleza de la forma, por decirlo precisamente al modo de Forster. Una obra cinematográfica que es, me atrevo a decirlo, comparable a El río de Renoir, con una excepcional Peggy Ashcroft en el papel de la señora Moore, la inquietante y ambigua Judy Davis en Adela Quested y un segurísimo James Fox interpretando al director de instituto, Richard Fielding.
José Luis García Delgado
LA VAQUILLA
L. G. Berlanga, La vaqu/Üa.
Lo raro sería si a cualquier otro director lesaliese una película comoEl verdugo. De una película floja nadie anda
libre, pero de películas como las de Berlanga no veo a mocho, ..:apaces de ponerse a tiro. a�í imiten o copien. Incluso a él mismo parece costarle trabajo, aun con los cuidados desplegados por el productor Alfredo Matas. ¿Qué le pasa a La Vaquilla para que no haya por dónde explicarla? En parte, que es una película muy poco cabreada, poco menos que chistosa. Las películas de Berlanga casi nunca disfrutaron de semejantes complacencias ni estu-
vieron de tan dudoso humor. Nacían hartas, con ganas y en contra. Villar del Río disfrazado de feria de abril. La cacería del fabricante de porteros automáticos. José Luis Rodríguez, no ése, sino el que debutaba de verdugo en Palma de Mallorca. También aquélla de los pobres que se repartían los ricos por Nochebuena, mientras a Plácido le vencía la letra del motocarro, y la del balneario con milagros de San Dimas los jueves, claro. Cuando se hicieron, nadie sabe cómo, esas películas únicas, con lo primero que no tenían nada que ver, pero nada de nada, es con lo que hoy supone La Vaquilla: una costosa película de época, ambientada en otro tiempo, cosas pasadas.
Los actores españoles nunca encajaron mejor que en esas películas: casi no eran mentira. Y otra cosa. Esa gran cantidad de gente que desfilaba por sus películas le importaba, a Berlanga. Se notaba, por ejemplo,
en lo mucho que disfrazaba la ternura de mala leche. Aquel momento en que el futuro verdugo y su novia, de merienda el domingo por la Casa de Campo, bailan al son de un transistor vecino hasta que los dueños del aparato se llevan la música a otra parte, de la que añaden que el indecente que quiera bailar se traiga con qué. O los americanos pasando de largo. Si estos soldados de La vaquilla no nos trajesen ya tan sin cuidado a todos, la película seguiría sin hacerse. Cuenta una historia tramada hace tiempo con Azcona, pero se olvida del cabreo que la parió. Nada acaba por cuajar en esos diálogos imposibles recitados por unos actores perplejos. Ni de coña transcurre esta película hace casi medio siglo.
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La vaquilla.
No habla de la guerra civil, sino de un olvido, finalmente algo contemporáneo. El tiempo ha distanciado a Berlanga de uno de sus propios guiones, hasta el punto de que La vaquilla parece un encargo. El desganado remake de una película que nunca pudo ser.
Manuel G. Cuervo
TOCA LA INTERNACIONAL, SAM
Manuel Vázquez Montalbán, El pianista. Editorial Planeta. 1985.
Apesar del sueño americano de Julio Iglesias vivimos en una época de perdedores, aunque si queremos mentirnos podemos pen
sar que no estamos vencidos y sí aplastados.
Los gringos, que tienen de todo porque para eso son el Imperio, afirman en una canción que sus madres no los criaron para soldados. Las nuestras, hartas de soldadesca y cargadas de tatuajes de guerra y postguerra, también cantaron bastante, y entre canción y canción soñaron con el triunfo, a través de persona interpuesta para que sus retoños tuvieran un futuro de ingenieros de caminos, canales y puertos. Cosa que, como todo el mundo sabe, sólo consiguieron Juan Benet y unos pocos más elegidos para la gloria. En fin, nuestra situación es mala, pero la anterior fue peor.
Vázquez Montalbán ha dado vacaciones a su detective Carvalho y se ha embarcado en una novela que, aunque suene a tópico, rompe con su anterior producción. Cuando parece que vuelve a ponerse de moda la novela lineal y sucesiva, Manolo ha preferido escribir un relato coral, en el que la vida y circunstancias de
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dos hombres se nos cuenta a través de tres grandes secuencias fechadas en la actualidad: los años de postguerra y los duros tiempos de la guerra civil. A través de un pianista de los vencidos se nos da un amargo relato de «lo que pudo haber sido y no fue», en términos del cancionero para después del diluvio tan querido por el escritor barcelonés.
Al leer el libro, pinceladas de situaciones, comentarios y sobre todo explicaciones corales, parece que uno se está metiendo en Los caminos de la libertad de Sartre o en la trilogía del mismo tema de Jorge Amado. Te suena el relato a conocido, pero notas que la melodía es nueva aunque el fondo sea muy conocido.
Quizá lo mejor de la novela sea la recuperación del barrio, tema que hasta ahora parecía coto exclusivo de Juan Marsé. Ese barrio de España pobre y aún no lejana es algo desconocido, a pesar de que ha sido retratado a fondo por maestros de la talla de Arturo Barea y Max Aub.
Vázquez Montalbán, catalán con vocación de Ali Bey, ha escrito el portulano de un viaje a tres mundos imaginarios demasiado reales: la Barcelona de los postmodernos, la Barcelona amarga de los primeros tiempos que siguieron al Tercer Año Triunfal y el París obligatoriamente maravilloso para los ojos de los paletos de este lado de los Pirineos antes de que los vientos del cambio impusieran Londres, primero, y más tarde New York, New York.
En las anteriores narraciones de Vázquez Montalbán se prodigaban las recetas de cocina para exquisitos y aquí, para sazonar, no escatima lecciones sobre la música y los músicos, que son el fondo auditivo de esta obra para orquesta en la que el
Manuel Vázquez Montalbán.
pianista-solista queda un poco desvaído a pesar de su presencia en primer plano.
El pianista es una novela amarga con gente conocida que no hemos visto nunca y que no deja ningún margen para la esperanza. Así que Manolo:
Tócala otra vez, Sam y que no sea un réquiem ...
Juan Antonio de Bias
EL HOMBRE:
FLUCTUANTE
REALIDAD E
INMUTABLE
FIN Ramón Hemández, Los amantes del
sol poniente.
En su libro sobre lo fantástico decía Tzvetan Todorov con gran sabiduría que «La literatura dice lo que ella solamente puede decir.
Cuando el crítico ha dicho todo en su poder sobre un texto literario, él todavía no ha dicho nada; la existencia misma de la literatura implica que no puede ser reemplazada por la no-literatura». La importancia de esta aseveración, que recuerda a otras parecidas del escritor argentino Ernesto Sábato, queda corroborada en la última obra de Ramón Hernández, Los amantes del sol poniente (1), Premio de Novela «Casino de Mieres» en 1983, maravillosa fábula cuya complejidad se resiste a acercamientos críticos que por muy completos que sean tienen forzosamente que debilitar su efecto sobre el lector al carecer de esos matices tan humanamente complejos que constituyen en sí la última novela de Hernández.
Los amantes del sol poniente es una de las obras de Hernández mejor ubicadas en el tiempo y en el espacio. En contraste con otras obras suyas, su acción ocurre en un lugar específico (en un Toledo fácilmente identificable) y en un momento bastante preciso (durante el mes de noviembre de un año posterior a la muerte del General Franco y de la visita que a España hizo el Santo Padre). A pesar de ello, es ésta una densa novela ya que el lector, al igual que el protagonista, nunca adquiere un conocimiento total de lo que ocurre. Ello es así debido a que
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en este texto Hernández pone gran énfasis sobre el equívoco que caracteriza a la realidad en términos prácticos.
La novela es la historia de un profesor de Instituto, Adrián Maldonado, que comienza a confundir y mezclar actos supuestamente reales con sucesos que ocurren en sus pesadillas. Aparentemente esto queda justificado con una enfermedad que sufre y que nunca aparece verdaderamente diagnosticada en términos científicos, dolencia que le llevará a su muerte a finales de Los amantes del sol poniente y que, muy posiblemente, justifique las proyecciones imaginativas del joven profesor. Si bien lo que se ha sustentado se ajusta al texto que nos concierne, se ha excluido, sin embargo, un elemento de capital importancia en esta narración: La extraordinaria lógica interna que caracteriza los sueños de Adrián, atributo que tiende a convencer a este personaje y al lector de la veracidad de cuanto ocurre en ellos y de la posible supremacía que tienen estos sucesos sobre esa realidad cotidiana que usualmente creemos es expresión fidedigna de lo que es todo en el cosmos. Basten dos ejemplos para elucidar sobre este asunto. _
En el primero, durante una conversación entre Adrián y Roldán, el celador de la Iglesia de Santo Tomé en las pesadillas del profesor, Roldán afirma que la custodia de la Catedral de Toledo es falsa al haber sido robada y trasladada a Cincinatti, Ohio. Acto seguido, el celador asevera que la de Cincinatti es a su vez una reproducción ya que «Todas las custodias son falsas, me refiero a las que se ofrecen al público. Las auténticas está□ en lugar secreto, ocultas en las profundidades del alma humana, de los creyentes de verdad» (pág. 23). De pronto, casi sin darnos cuenta. parnmos de he-
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chos específicos y poco probables -el hurto y la falsedad de la custodiade la Catedral de Toledo- a unaaserción cuya lógica interna resultairrefutable para todo quién comulguecon las ideas del Cristo-hombre yque, por tanto, tiende a otorgarle verosimilitud a una escena que en otraforma nos parecería carente de ella.
El segundo ejemplo, en su aparente sencillez, es todavía más provocador al poner en duda la validez de lo que se toma usualmente cual normal y corriente. Ocurre cuando Roldán, en otra pesadilla con Adrián, critica que nuestro planeta sea llamado «globo terráqueo» cuando debería ser denominado más bien globo «acuo, acuoso o acuífero» (pág. 66). Al hacer esta observación, Roldán le revela al lector -y a Adrián- la poca precisión que caracteriza a nuestra lengua a la luz de cómo es nuestro planeta: Al hacerlo pone en entredicho la validez de las palabras que utilizamos para definir lo real en nuestro mundo.
Los dos ejemplos a que se ha hecho referencia son partes del complejo mosaico narrativo que constituye Los amantes del sol poniente, obra en la que coexisten con otros segmentos que exploran el concepto «realidad» desde diversos ángulos como lo son la insignificancia de cada ser dentro del tiempo y los insospechados sentidos que contiene una obra de arte:
... usted y yo somos una figuración de la eternidad, el reflejo de un fulgor, la fugacidad misma, el más horrible de los desencantos -dijo el celador. (Pág. 21).
-Pues bien, el señor Conde,aunque figura pintado por El Greco como un cadáver que desciende al sepulcro, realmente está vivo. Finge él, finge San Esteban, finge San Agustín. Todo el séquito del cuadro representa un
drama. Pero verdaderamente viven todos. De día adoptan la pose fúnebre, la tragedia, pero de noche, cuando la iglesia está vacía la disposición de las figuras ca�bia. El Conde de Orgaz, incluso, habla. (Pág. 20).
En el primero de estos fragmentos se percibe que el hombre, la entidad que juzga sobre la realidad de las cosas está carente de ella en términos pa�orámicos al ser prácticamente un punto insignificante en el tiempo. En la segunda cita, la proyección imag!nativa sobre lo que en verdad constituye «El Entierro del Conde de Orgaz» de El Greco nos hace copartícipes de la inhabilidad que tenemos al pretender comprender una obra de arte, objeto al que usualmente le atribuimos un sentido específico debido a la ilusión de realidad que proyecta, ilusión que como bien se descubre en Los amantes del sol poniente puede ser modificada con la imaginación humana al desconocer ésta de fronteras fijas y, por implicación, negárselas a la realidad cotidiana al ser esencialmente mutable en su percepción y recepción por la mente (2).
Pero no sólo se concentra Losamantes del sol poniente en la anfibológica realidad viviente. Se preocupa además de ese fin ineludible que confronta a todo ser humano y que en el caso de Adrián se materializa en una figura etérea que él percibe junto a sí y la cual él pretende identificar al asociarla con una de sus estudiantes, Margarita Pondal. De este ente que quizá surja de su mente desequilibrada se tiene plena conciencia ya que en el mundo psíquico de los personajes creados por Hemández está siempre presente el conflicto humano: Lo que ellos piensan, por descabellado q1;1e parezca, se convierte en su realidad, en lo que justifica sus actos, pues en esta narrativa lo soñado posee bases tangibles al vivirla y sufrirla el ser diariamente al igual que nosotros la nuestra que usualmente es mucho más convencional:
Era una voz acariciadora, como un lejano susurro perfumado. Las manos delicadas le habían cogido la cabeza y le atraían. ¿De quién era la voz? ¿A quién pertenecía aquel delicado aroma de lilas? No podía ser del jardín. En un principio así lo creyó, pero ahora estaba segu�o de que aquel perfume provema de un cuerpo, de una piel caliente y aterciopelada, de unos labios que le besaban con arrebatadora
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pasión. El miedo fue desvaneciéndose cuando Adrián, vencido por las caricias de la nada, decidió no resistirse y sintió que él también se abrazaba a la fantasmal presencia que se cubría con una tenue gasa el cuerpo desnudo. (Págs. 56-57).
Añádase que la variable y ambigua realidad que confronta a Adrián en Los amantes del sol poniente no es, como es el caso en muchos escritores hispanoamericanos de las últimas décadas, indicio de que para Hernández exista una realidad especial en su país. Es, ante todo, reflejo de esa habilidad que tiene cada ser humano de crearse su propia realidad en su constante lucha consigo mismo y, a veces, con el mundo en que le ha tocado vivir. Es por ello que cuando en su pesadilla Adrián dice paradógicamente que «Soñaba eternamente, pero jamás dormía» (pág. 10) está identificando al unísonocómo lo que hace -soñar, imaginarno puede ser interpretado comodormir, como permanecer al margende la realidad.
Además, y como es el caso en otras narraciones de Hemández, el título de esta novela es una magnífica metáfora que expresa perfectamente su contenido al hacer referencia a la aparente relación amorosa que vincula al hombre y a la muerte cuando se pone el sol, cuando se avecina la noche perpetua que durará esta curiosa e inevitable relación entre los dos. Lo ya dicho queda documentado en esos versos de Miguel Hernández que encabezan la obra: «No perdono a la Muerte / enamorada ... », esa figura que se aferra al individuo amorosamente y que le acompaña eternamente en forma tal que no puede ser perdonada por el que la sufre perennemente.
Otros aspectos de Los amantesdel sol poniente que ameritan mención especial lo son la presencia de
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pasajes descriptivos de gran maestría y las técnicas narrativas que se utilizan a través del texto.
De lo primero basta con dar un ejemplo:
En los pupitres dobles le esperaba ya una masa camal y joven, un centenar de muchachos y muchachas que exhalaban un sugestivo olor a lluvia, a tierra mojada. Ojos ardientes, cutis de rosa y acné, manos gordezuelas y expresiones de Leonardo da Vinci, rizos, bucles, largas cabelleras de oro y trenzas, cabezas peinadas a raya, ensortijadas. Cremalleras y pantalones «blue jeans», fetiches, mitos, miradas: I love New York. Buenos días profe. (Pág. 31).
En el pasaje que se acaba de citar se obtiene una idea muy precisa de cómo son los adolescentes que llenan el aula del profesor Maldonado sin que ninguno de ellos tenga que ser descrito individualmente al ser más que suficiente el deshumanizante cuadro que de ellos pinta el narrador.
En lo que atañe a las técnicas narrativas que predominan en la novela, se puede decir que prevalece la tercera persona a través de la cual un narrador omnisciente nos hace copartícipes de lo que piensan, sienten y anhelan los personajes a la vez que, en ocasiones, comenta sobre_ loque ocurre. Junto con esta té':mc_acoexisten diálogos que le dan v1tahdad a la materia novelable. Añádase que, en última instancia, todos los puntos de vista están contrapuestos simultáneamente a través del texto en forma tal que su libre fluir llega a convertírsele al lector en una corriente bastante caótica. Esta confusión, agréguese, es muy efectiv� pues capta mucho de lo que experimentan los personajes mismos en su constante lucha con la cambiante realidad y con el inevitable fin que les aguarda y acosa constantemente.
Con Los amantes del sol poniente
nos ha demostrado nuevamente (3) Ramón Hernández su gran talento como fabulador, su extraordinaria habilidad en expresar el dilema de lo humano en cuanto ansia universal de ser que termina en el no ser, en cuanto deseo persistente por realización que acaba en destrucción. El lector ante lo que se expresa en esta obra es esencialmente activo ya que vive las vicisitudes y destrucción final del protagonista, consciente de su ineludible semejanza con él.
Luis T. Glez. del Valle
NOTAS
(1) Santiago Sueiras, editor. Gijón,1983.
(2) Un indicio adicional de la concepción de la realidad a que se ha hecho referencia aquí se deriva de uno de los epígrafes con que comienza la novela, texto de Calderón de la Barca que pone énfasis en cómo la realidad se basa en sueños, en los sueños de cada uno de nosotros.
(3) Sobre otros textos de Hernándezléanse los siguientes dos libros:
Novela española contemporánea. Cela, Delibes, Romero y Hernández, por Vicente Cabrera y Luis González-del-Valle (Sociedad General Española de Librería, S. A. Madrid, 1978) y El. teatro de Federico García Larca y otros ensayos sobre literatura española e hispanoamericana, por Luis T. González-del-Valle (Society of Spanish and Spanish-American Studies. Lincoln, 1980).
HAZ DEL XIX UN SAYO
Juan Benet, Herrumbrosas lanzas (Libro VII). Ed. Alfaguara. Madrid. 1985.
e asi todo lo que va a decirse a continuación quedaría excusado si los lectores conociesen las primeras páginas de un
ensayo benetiano publicado en el 70 bajo el título de «Op. Posth.» Pero me asisten razones para pensar que hace quince años Benet aún no era «bien de consumo», y por ello no estimo una excesiva impertinencia el traer aquí alguna de aquellas ideas.)
Tal parece que los críticos literarios de este país hubiesen decidido asumir sin tapujos un papel para el que siempre se sintieron llamados: el de padre de familia. En efecto, nada les sorprende, todo lo ven venir y ya lo decían ellos. Recibirán con sonrisa complaciente las extravagancias del hijo díscolo en la confianza de una bondad sumergida que ellos bien
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Juan Benet.
conocen («en el fondo, es el de siempre», dirá el padre de familia convencido de la buena marcha del corpus familiar) o en la seguridad de que la madurez lleve consigo una claudicación ( «ya se dará cuenta de que esto no es lo suyo», aventurará el padre de familia de pronto envejecido y, por consiguiente, al cabo de la calle). Al crítico literario profesional no hay -como al padre de familia- quien le pille los dedos. Hasta que Benet echó el bofe con Saúl ante Samuel no era otra cosa que un escritor «hermético», «complejo», «inasequible» y -como he oído decir, aunque no sé si como reproche, alabanza o estupidez- «personal». Con El aire de un crimen se abrían dos caminos: sus «constantes» eran las mismas -si bien con la guardia un tanto más baja- o, como pedían otras voces, sus salidas de tono se atemperaban de tal modo que hubo fiesta en casa por el hijo pródigo vuelto al argumento y los diálogos. Así que el libro VII de Herrumbrosas lanzas se lo han archivado con dos coordinadas: continúa novelando la Guerra Civil y se adentra en unas historias propias del XIX. Es el mismo -porque continúa hablando de la Guerra Civil- o ha vuelto (?) al rebaño del XIX. El XIX ... ¿Ningún crítico ha leído Una tumba? ¿Será cierto que todos los esfuerzos vertidos en En el estado no han servido en verdad para nada? ¿Recuerda alguien los ensayos «tan del XIX» de La inspiración y el estilo? ¿Se descatalogó ya Obiter dictum, un relato «con diálogo exclusivamente»? El caso es que no cunda la sorpresa y que la afición en general -tan dispuesta a dar por bueno lo que el crítico dice (o a dar por leído lo leído por el crítico)- acabe asintiendo generosamente a ese Benet que en el fondo «es de casa», que mucho
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arranque y tal pero en definitiva XIX y Guerra Civil.
Pues no, señor. Benet, es cierto, sigue tocando la Guerra Civil -y las guerras- y el XIX -y los diecinueves, que, insisto, no es novedad alguna-. Pero el libro VII me hace preguntarme: ¿Por qué el Numa vuelve a aparecer tras su medio ausencia en los seis primeros libros? ¿ Qué importancia va a tener en los libros sucesivos? ¿ Qué va a dar de sí esa nueva técnica de «comer personajes al paso» -no he encontrado otra metáfora mejor que la ajedrecística- ensayada con la Albanesi que nos lleva a Chavico que nos lleva a Ventura León que nos lleva ... ? ¿ Qué papel va a tener esa no ya sorprendente sino alarmante primera persona del narrador modestamente asomada en las últimas páginas? ¿ Quién nos está contando la historia de Región? No veo más que expectativas, y, en un panorama narrativo de vergüenza sólo comparable a la lenidad crítica ( cuando no a la total incompetencia), el estar convencido de «lo» que es Benet resulta tan idiota o grotesco como el padre de familia que ronca mientras su hijo predilecto se le va de madrugada por la gatera y ha de pasar el resto de sus días con las medianías a las que aupó sin motivo en la espera de que el predilecto no se saliera de madre. Quizá entonces tratarán de volver a Región para empezar desde el principio.
Francisco García Pérez
UN INGLES EN JARTUM
Lytton Strachey, Gordon en Jartum. Editorial Fontamara, 1983.
si Lytton Strachey hubiera tenido la pretensión de semejarse a Plutarco, no habría encontrado dos personajes más adecuados
para sus « Vidas paralelas» que Charles George Gordon y Thomas Edward Lawrence. Ambos eran místicos a su manera y estaban arrebatados por un ideal que se relacionaba con el mundo árabe; ambos tenían parecido interés por la arqueología, ambos supieron enfrentarse a sus superiores e hicieron que se impusieran sus criterios, ambos conocieron épocas de voluntario ostracismo y en ambos alentaba el mismo afán de autodestrucción; ambos escribían
constantemente (aunque Gordon, más que un gran escritor, como Lawrence, era un grafómano), ambos hablaban muy mal la lengua árabe y en ambos concurre la curiosa condición de haber sido europeos que mandaron ejércitos en solitario en Africa y Asia. Gordon era un soldado de fortuna y Lawrence un arqueólogo convertido en soldado. Durante un tiempo de su vida, Gordon vivió voluntariamente obscurecido en el regimiento de Ingenieros Reales de la isla Mauricio, ocupándose de las instalaciones de los barracones y de los conductos de agua; pero aún le aguardaba la gloria en Jartum. En cambio, Lawrence habría de sepultarse -voluntariamenteen los siniestros cuarteles de la R.A.F., sin que se permitiese otra salida que un último y vertiginoso paseo en moto. Los dos hacían sus campañas acompañados de libros: Gordon de la Biblia; Lawrence de las comedias de Aristófanes y de «La muerte de Arturo» de Mallory. Finalmente, Gordon era de ascendencia escocesa, y Lawrence procedía de Gales.
Asimismo, en el destino de Gordon concurren otras dos vidas paralelas. Durante su estancia en China -de la que le quedó el sobrenombrede Gordon el Chino-, hubo de combatir a un fanático religioso, Hongsiu-tsuen, que desencadenó un movimiento nacionalista y militar; al final, en Sudán, habrá de enfrentarsea otro iluminado, Mohamed Ahmed,un hombre surgido de la profundidadde los desiertos y que pretendía serel Mehedi, el misterioso «imánoculto» de la teología musulmana.
No obstante, Strachey incluye su biografía de Gordon en un libro, «Eminent Victorians» (1918), junto a la de otros tres contemporáneos suyos: Florence Lightingale, el Dr. Thomas Arnold y el Cardenal Manning. El episodio dedicado a Gordon (que lleva por título «The End of General Gordon» ), presta especial atención al último año de la vida del biografiado, que fue el 1884 y transcurrió en la ciudad sitiada de Jartum. «Gordon en Jartum» es, pues, un episodio de « Victorianos eminentes» editado por separado.
Strachey, para escribir este capítulo (y en la totalidad de sus obras históricas y biográficas) se sitúa en las antípodas del historiador académico. Sin faltar a la veracidad histórica, pero sin abusar de la mención de documentos (salvo diversas citas, perfectamente integradas dentro del relato, del diario de Gordon), tiene en cuenta el carácter novelesco y
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contradictorio de su personaje y la condición heroica (aunque en cierta medida grotesca, por deberse a un malentendido) de la defensa de Jartum; A Gordon poco le importaban los habitantes de Jartum, que iba a proteger; sin embargo, parece ser que creía honestamente en la libertad. A su alrededor, Lytton Strachey pone en pie, con mano maestra, a diversos personajes: Sir Evelyn Baring, Mr. Gladstone, Lord Hartington; son los tres de mayor importancia después del propio Gordon, los descritos con mayor detenimiento. En su descripción, Strachey encuentra muchas veces el juicio exacto; así, escribe a propósito de Baring: «No obstante no debe suponerse que fuera un cínico; quizá no era lo bastante grande para eso».
Para Strachey, la vida de Gordon fue una cuestión de destino y de casualidades; pero un destino señalado más que por el cielo, por la burocracia. La grandeza de Gordon está en que supo asumir con dignidad -Y cierta teatralidad- ese destino. Escribe Strachey: «El destino del general Gordon, tan intrincadamente entretejido en una masa de circunstancias complicadas -las políticas de Inglaterra y Egipto, el fanatismo del mehedi, la irreprochabilidad de Sir Evelyn Baring, las misteriosas pasiones de Mr. Gladstone- fue finalmente determinado por el hecho de que Lord Hartington era lento. Si hubiera sido un poco más rápido, si hubiera sido más rápido en dos días ... pero no pudo ser». El encanto de historiadores como Strachey radica, entre otras cosas, en
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que ni siquiera se toman ª l!J._ épica enteramente en ser10. «Gordon eri Jartum» concluye igual que «Madame Bovary», en que M. Homais recibe la Legión de Honor; así cierra Strachey su libro: «En cualquier caso, todo había acabado muy felizmente: con una gloriosa matanza de 20.000 árabes, una vasta anexión al Imperio Británico, y el paso a la dignidad de par de Sir Evelyn Baring» .
José Ignacio Gracia Noriega
DEL DATIVO
AL
ACUSATIVO
Barbara Probst Solomon, Vuelos cortos.
Ed. Anagrama. 1984.
Ama?: léalo. ¿Le duele España?: no lo lea. ¿Ama la literatura?: ni lo mire, ¿Ama usted los libros? Bueno, sepa que
los libros no aman (Pavese). Tómelo si ha perdido la memoria.
Ahora resulta que todo el año es carnaval, lo tardo se llama pos, todos militamos en el realismo cítrico -¡ojo!, no crítico-; ha llegado lo lúdico -¡eeeehh, que lo lúdico ya está aquí!-. Así es, la efervescencia de lo social ha hecho su entrada triunfal sin avisar. Frivolidad, anfetas, perico, nuevo look, coqueteo, seducción, nocturnidad, alevosía, ... y a la calle. Con estos parámetros ya nos podemos mover alegremente por el solar europeo. Y aquí no ha pasado nada. Hemos olvidado de dónde venimos, ¿acaso hemos perdido la memoria?
«Nuestra memoria es nuestra coherencia, nuestra razón, nuestra acción, nuestro sentimiento. Sin ella no somos nada.» (Buñuel). Pues aún así hay quien todavía frunce el ceño. Hay quien todavía representa la interrogancia. Pero lo más grave es que hay otros que no han logrado omitir un solo nombre de aquella alineación, con carretilla y ritmo musical, del Real Madrid de la época ye-ye. Ahora, no le recuerde usted la aciaga situación que vivía este país hace dos lustros. Y no hablemos ya del qué hacía usted antes de ser posmoderno. Se desencaja. Reniega. Olvida. Rápidamente echa mano a las metáforas más sutiles, escupe las metonimias más perspicaces y arroja los eufemismos más estúpidos para
así evitar a toda costa el llamar al pan pan.
Admitamos que la fragilidad de esa facultad o capacidad para recordar hechos pasados que poseemos los seres dotados de conciencia es verídica. Admitámoslo. Admitamos que la memoria es frágil, quebradiza, vulnerable, endeble. De acuerdo. Aceptamos que la ficción, lo imaginario, los falsos recuerdos, el ensueño o la imaginación se encaraman a la memoria. Pero la amnesia, plenamente desarrollada en la senectud, no se ha de confundir con el cinismo y la hipocresía. Y es que cinismo e hipocresía son dos cualidades propias de la estirpe de los desmemoriados.
Así como las botellas cambian de color a medida que consumimos su líquido elemento -del granate ensangrentado del Ribeiro al verde botella, del dorado Chivas al cristalino indefinible-, también España abandonó su estado sólido para dar paso al líquido, al fluido. En este país han sucedido muchas cosas en el corto período de una década a una velocidad de vértigo. España también perdió su tapón. Pero tampoco es cuestión de caer en los brazos del olvido.
Y precisamente a los desmemoriados van estas casi cuatrocientas páginas que la Probst Solomon -Barbarita para íntimos- vomita consencillez narrativa. Un vistazo haciaatrás. Vistazo de esperanza, vistazode confianza.
Esta neoyorkina de pelo castaño hasta los hombros, de educación en torno a unas tazas de café, con aspecto de ceporrita sin serlo y a quien nadie escribió un poema, soñó con
. que se había casado con Juan Carlos I,
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Los Cuadernos de la Actualidad
el Rey; relata con desparpajo ferroviario sus repetidas e intensas relaciones con una serie de hombres errabundos e ingeniosos -¿ingeniosos? Bueno, con talento-, da palos al feminismo desaprensivo, a la ortodoxia feroz y demás estructuras óseas. Mezcla chismografía con geografía, pero cuenta bien. Y aunque el libro posee alguna que otra imprecisión -no sé si lingüística o informativa- como calificar a Ridruejo de gran héroe o decir que los fusilados del 27 de septiembre de 1975 eran estudiantes y militantes -todos- del FRAP, aun así, con imprecisiones y todo, como decía, el libro se lee bien y resulta de interés. Quizá abuse Mrs. Solomon del relato de aquella hazaña juvenil, protagonizada por ella misma y Paco Benet, consistente en el rescate de Nicolás Sánchez Albornoz y Manolo Lamana del campo de concentración que fue Cuelgamuros. También lo cuenta en su otro libro, Los felices cuarenta.
Una buena crónica, impregnada de olor a Gauloise, ha dejado esta mujer apasionada en sus amores. Aunque ella afirma que todos sus libros son novelas, el que esto escribe lo pone en duda y no porque uno sea partidario de las barreras en lo que a los géneros respecta, sino porque me parece tan valiosa la crónica como la novela. No me parece una novela ingeniosa como escribe Norman Mailer -copio de la cubierta- pero sí me resulta una crónica fresca de una España reciente, donde se mezcla en perfecta sincronía algo difícilmente llevadero, amor y amistad. Desde el primer amor -apretujándose en un bote de remos amarrado- hasta el más cercano a nosotros -una relación triangular- la Probst deja entrever cristalinamente que la pasión no es algo consustancial a los seres humanos. Aquella chica de falda a
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cuadros y chaqueta de ante color óxido dio paso a la seda amarillo limón, con escote en uve y falda plisada en abanico. Y continuó amando, con pasión; siguió escribiendo, con pasión.
En dativo o en acusativo Mrs. Solomon ha escrito sobre España. La Probst ha reinventado España. ¿Le gustó? Ama.
José Benito Fernández
EL SECRETO (A VOCES) DEL ARTE
Enrique Murillo, El secreto del arte.
Editorial Anagrama. 1984.
Los cada día más escasos amantes de la prosa de autor tienen ahora, con los cuentos reunidos bajo el título de El secreto del arte,
la rara oportunidad de descubrir una prosa que reúne en sí misma la espontaneidad y la frescura de toda escritura primeriza, pero planteada y resuelta con la seriedad y la competencia de quien lleva ya muchos años de oficio. Porque si bien es verdad que ésta es la primera aparición pública de Enrique Murillo, tampoco es menos cierto que a la altura de sus cuarenta años tiene escritas un montón de páginas para sí mismo, y una nada desdeñable cantidad de páginas publicadas a lo largo de su carrera profesional en el campo del periodismo y de la edición. El es, por ejemplo, uno de los más agradecidos traductores que haya tenido Henry James. Y aunque muchas veces se habrá quejado de lo mal que le han sido pagados sus trabajos por verter respetuosamente al castellano la obra de aquél (para qué engañarse: dentro de la cadena de producción editorial, el ser más desgraciado y maltratado, después del autor, es el traductor) lo cierto es que ese paciente desmontar la prosa de James para luego volverla a montar en castellano le ha rendido a la larga el impagable beneficio de un aprendizaje con una de las prosas más grandes de este siglo. Con lo cual no quiere decirse que sea un discípulo, y muchos menos un imitador, del maestro americano. En todo caso sería un alumno aventajado, y ya se sabe que el destino de todo alumno aventajado es acabar matando al maestro, por la vía de la
superac1on, para luego seguir su propio camino. Y ese es otro de los aspectos más positivos del libro de Enrique Murillo. A partir de la vaga (pero a mi juicio justa) referencia a Henry James, encontrará el lector una mirada, unos personajes, unos acontecimientos, y sobre todo, un ritmo en el fluir del tiempo que son perfectamente personajes, y que por lo tanto permiten hablar de una obra de autor. Al igual que los grandes escritores de antes, Enrique Murillo habla sólo de sus propios viajes, de lo que vio o creyó ver, de lo que les pasó a él, o a quienes iban con él, o también de esos fantasmas que nunca acudieron a la cita para emprender un viaje imaginario. Al fin y al cabo la suya es una obra de ficción y por lo tanto todo es posible, impresión ésta que se acentúa por el engañoso recurso a la primera persona. El erudito incipiente de Caza de brujas, cuya vida quedará marcada por una mera suposición teórica, el infatigable buscador de historias de Un cuento, y sobre todo el profesor que busca el secreto del arte de un gran novelista recién fallecido, son todos ellos unos relatos de estructura aparentemente muy simple, sobre todo porque están resueltos con la eficacia y la sabiduría de quien no precisa un gran despliegue de medios argumentales y técnicos para contar una historia. Cabría preguntarse, eso sí, aunque ésta es una cuestión que la deberían responder quienes con tanto énfasis aseguran la resurrección de los géneros, si los relatos aquí reunidos responden a la vieja denominación de cuento, o si son en realidad esquemas de novelas, o qué son. Es sintomático por ejemplo, que al lector le quede al terminar cada relato la misma sensación que tendrían los espectadores de un cine si, a los veinte minutos de empezada la pelí-
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cula, vieran de pronto aparecer en la pantalla la palabra fin y, tras encenderse las luces, fueran invitados amablemente a despejar la sala. Una película dura por lo general en torno a la hora y media y el espectador, consciente o inconscientemente, ajusta su tiempo personal al de la duración calculada, y por mucho que el planteamiento, el nudo y el desenlace de lo que está viendo le digan que eso está liquidado en veinte minutos, no sólo se sentirá desconcertado por la súbita aparición de la palabra fin sino que, si le estaba gustando, y ya que echó la tarde a perros, hubiera preferido seguir allí una hora más por lo menos viendo qué les pasaba a esos personajes. Con lo cual podría parecer que, en el caso de los cuentos que forman El secreto del arte, yo estuviera sugiriendo algún tipo de torpeza o limitación en su realización, o bien que le estuviese aconsejando al autor hinchar un poco el perro en lo sucesivo y venderlos como novelas. Pero ambos supuestos serían inciertos porque, tal y como están, no admiten cambio alguno, so pena de arruinar esa rara atmósfera y esa sensación de estar echándole una ojeada a un mundo muy peculiar. Tal vez lo que esté sugiriendo sea, simplemente, la necesidad urgente de contar con nuevas historias, más datos, más elementos de juicio, o nuevos personajes. En definitiva, otros cuentos cortos o más novelas en miniatura. Lo que él quiera, pero más. Al fin y al cabo no. todos los días se puede saludar la aparición de un buen narrador.
Javier F. de Castro
CHARADA
ERUDITA
Pilar Pedraza, Las joyas de la serpiente. Premio Ciudad de Valencia, Fernando Torres Editor. Valencia, 1984.
El dispositivo cultural conque se abre la última novela de Pilar · Pedraza-Las joyas de la serpiente- nos devuelve, como
en un espejo anamórfico, preocupaciones y temas que fueron ya tratados por esta escritora, desde una versión erudita y académica de los mismos.
Efectivamente, los viejos motivos de la novela humanística, descodificados y convertidos en objeto de.
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una semiología en libros de estudios, que se han venido sucediendo (edición del Sueño de Polifilo -1981-; Barroco efímero en Valencia -1982-; La Bella, enigma y pesadilla -1983-), recobra ahora su plena dimensión fictiva. Detrás del librejuego de esos elementos, en sumisma combinatoria fantástica, podemos ver aún las señales de la pesquisa erudita que los ha formado yprestado un sentido dentro de laspreocupaciones modernas.
Como en toda acción revivalista, se nos entrega aquí un mundo conocido, sólo que lo que se nos devuelve no ocupa disciplinadamente ese lugar de donde sabemos positivamente que salió.
Ligeramente corregidos de lo que hubiera sido su dimensión original, las viejas figuras de la fantasía culturalista acuden convocadas para ilustrar hasta qué punto el tiempo ha venido a complicar la parábola de su trayecto.
Laberintos y operaciones alquímicas; andróginos y olvidadas Ofelias son exhumados aquí de sus tumbas librescas, para encarnar, al final del ciclo de los grandes mitos, un viejo papel recomenzado.
Siendo éste un Panteón oscuramente presentido en las salas de proyección, sus constelaciones de mitos podrían pensarse cinematográficos, antes que librescos, producto de una depredación que el relato realiza sobre el film, reafirmando el viejo poder perverso de la palabra, del libro.
Catálogo (de horrores) y entomología de saberes ocultos que, dándose de forma desestructurada, burla el rigor que suele dispensarles la Academia, y se actualiza a cada lectura, con cada generación y en cada medio.
Trasgresión disciplinada (por estar situada al final de todas las transgresiones), Las joyas de la serpiente, repertoriza lo fantástico, al mismo
tiempo que lo (re)conduce a su paroxismo y a su irrisión (donde sádicamente permanece una referencia de angustia).
Novela del exceso, bajo la figura del delirio que la organiza, conecta muy bien con esa visión de lo barroco -como pompa, como ejercicio, como retórica-, que queremos ver hoy en la recuperación de ese concepto.
Más allá del paraíso que propone una versión naif, la verdad es que será el infierno lo que se represente bajo la especie de una biblioteca.
Fernando R. de la Flor
RIMBAUD EN ESPAÑA
Henry Miller, El tiempo de los asesinos (Un estudio sobre Rimbaud). El libro de bolsillo. Alianza Editorial. Madrid, 1983. Arthur Rimbaud: Una temporada en el infierno. Edición de Ramón Buenaventura. Poesía Hiperión. Madrid, 1982. Arthur Rimbaud: Iluminaciones. Cartas del vidente. Edición de R. Buenaventura. Poesía Hiperión. Madrid, 1985.
H ay escritores tan profundamente personales que lo mejor que un escritor puede hacer con sus libros es no leer
los, o dejar, más bien, su lectura para épocas más propicias. Esa es la conclusión a la que llega Henry Miller con respecto a Arthur Rimbaud en El tiempo de los asesinos, apasionante ensayo sobre el poeta adolescente que publica a los 65 años, diez años después de comenzar a escribirlo, y tras haberse prohibido leerlo hasta que no hubiera realizado, o al menos encaminado y desarrollado en gran parte, su propia obra creativa. Fue tal la fuerza creadora, fueron tales las condiciones y el valor del genial adolescente que inició -en palabras de Roland Barthes- la poesía moderna, que el maduro Miller nos asegura en su ensayo: «De haber leído a Rimbaud en mi juventud, dudo que hubiera escrito una línea».
En España, sin embargo, las cuitas de los grandes creadores de la modernidad literaria son pelillos en la mar. Así, Ramón Buenaventura, el ahora autosatisfecho traductor de Iluminaciones («nuestra versión cas-
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Arthur Rimbaud.
tellana es la mejor») y de Una temporada en el infierno hace poco más de dos años, afirma en la advertencia preliminar de su último trabajo rimbaldiano: «Ahora sabemos demasiado, y nos ha nacido dentro la tendencia a ver en Rimbaud una personilla un tanto desconcertada y bastante menos genial de lo que creíamos».
Pésima ha sido la fortuna de Rimbaud en España, y algún día no muy lejano me gustaría volver con detenimiento a este interesante asunto. El autor de El barco ebrio sigue siendo, por estas nuestras fatuidades, un poeta poco y mal conocido, a pesar de las frecuentes y flojas traducciones de sus obras. Valga con recordar de momento las incompletas Obras completas de una mediocre edición que ha multiplicado sus tiradas en los últimos años de una manera considerable (la de Ediciones 29, pues estos desatinos merecen nombres y apellidos); así como los patinazos de poetas de la talla de Gabriel Celaya en el difícil empeño de traducir a Rimbaud. En este pobre marco, las ediciones críticas de Buenaventura presentan un mayor cuidado en la traducción, aunque su labor sea en ocasiones demasiado prosaica (con razón se vanagloria el traductor de su acreditada «credencial de escribidor de versos»), y destacan por el buen aspecto formal de ambos libros; no obstante, sus ediciones se nos llegan a hacer antipáticas por la desfachatez con que juzga el trabajo ajeno y por la constante inmodestia desplegada en loor de sus probables aciertos. Sus numerosas notas, más que iluminar, en la medida de lo posible, unos textos sumamente difíciles, insisten machaconamente en los defectos (en muchos casos reales, defectos que se encuentran incluso en las mismísimas traducciones de Buenaventura) de otras ediciones, lo que puede interesar a los profesionales de la tra-
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ducción, pero dudo mucho que a la mayor parte de los lectores interesados en el poeta. Ramón Buenaventura parece empeñado en autoeregirse como el especialista de Rimbaud en España, curiosa monomanía en quien, haciendo gala de ese «nos» mayestático que le eleva más allá del bien y del mal, considera al poeta -forzoso es repetirlo- «una personilla un tanto desconcertada y bastante menos genial de lo que creíamos».
Como expresa Miller en su breve prefacio de El tiempo de los asesinos, «Rimbaud no es intraducible», «por arduos e inasibles que puedan ser su estilo y su pensamiento». «Hacerle justicia es otra cosa». Aquel genial y hermoso adolescente, evocado en las barricadas del 68, adorado por la generación « beat», tergiversado, anteriormente, por el catolicismo claudeliano y por los movimientos totalitarios, este Arthur Rimbaud que ha sido objeto de culto en tantas y tantas camarillas intelectuales, de tantas comidillas parasexuales, sigue siendo, en España, casi un desconocido. Lo que no es, desde luego, justo.
Entre otras razones porque Rimbaud pone siempre al escritor, e incluso a quien de una manera u otra se acerca a la escritura, ante sus más obsesivos fantasmas, ante las eternas preguntas de para qué sirve la literatura, de cuál es la verdadera relación de la literatura con la vida, y viceversa ... Todo esto se lo plantea Miller en su libro y llega a una conclusión que merece la pena destacar: toda literatura que no sea prometeica no tiene demasiado sentido. Y, sin embargo, los raptos del fuego divino, las preclaras videncias, la función profética del poeta, el papel del poeta como dirigente incluso, pillan ya a traspiés a la mayor parte de los lectores de esta nuestra época que a algúnos les ha caído en la rentable gracia de llamar -aquí y ahoraposmoderna.
Este Tiempo de los asesinos puede ser cualquier cosa menos una obra novedosa. El mayor atractivo del libro de Miller radica, a mi entender, en su desvinculación precisamente de cualquier tipo de moda, de urgencia o de nueva nomenclatura; su mayor aliciente reposa, creo, en una palabra que la poesía de nuestro tiempo casi ha olvidado: pasión. La pasión por la palabra, por hacer de ella un arma arrojadiza, un instrumento que destruya nuestra conformidad o disuelva nuestro cinismo, articula un libro que nos recuerda el controvertido hecho de
cómo el conocimiento puede desem. bocar en la muerte, en la locura, en el silencio.
El tiempo de los asesinos, que Rimbaud anuncia en su poema de Ilustraciones «Matinée d'ivresse», es, según Miller, nuestro propio tiempo, puesto que los treinta años que separan la fecha de publicación del libro de Miller de nuestra década han puesto, si cabe, más de actuali· dad sus terribles premoniciones, hi• jas de una época de guerra fría que ahora vuelve a resucitar. En esta «edad del poder puro y simple», «poseemos -escribe Miller- el cono• cimiento sin la sabiduría, la comodi• dad sin la seguridad, la creencia sin la fe». «Hemos puesto -prosiguetoda nuestra fe en la bomba y es la bomba la que responderá a nuestras plegarias». Porque «los hombres no se comunican» y, por lo tanto, «el mundo no quiere originalidad, quiere conformidad, esclavos, más escla• vos».
Esta falta de comunicación, esta carencia de amor, hace que el hom• bre contemporáneo sea «víctima de su propio vacío interior», siendo sus tormentos «los tormentos de la este• rilidad». En el fondo de todas estas crueles constataciones anida el he• cho, también señalado por Miller, de que el hombre contemporáneo ha perdido su relación con el cosmos, la identidad con una naturaleza con la que antes se sentía profundamente hermanado y con la que ahora sólo tiene relaciones de explotación y dominio.
Carlos Barbachano
EL TIEMPO, EL TIEMPO ...
Ramón Buenaventura, Vereda del Gamo, precedido de Los papeles del tiempo. Poesía Hiperión. Madrid, 1984. Aborrezco la excusa; procla•
mo el irrenunciable dere• cho a la intolerancia lite• raria; vivo en el convencí• miento de que sólo la pa•
sión es arte». Estas palabras de Ra• món Buenaventura abren el friso de presentación de V e reda del Gamo y pueden servir de perfecta descrip• ción de él mismo para quienes no le conozcan. Para mí, que le conozco y le trato y he empezado ya a entender su indescifrable mezcla de intoleran• cía y ternura, de bondad y dureza, de sanchoquijotismo, ahondan más allá de la autocaricatura para alum•
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brar los espacios del tiempo a los que nunca llega la luz.
El tiempo, el tiempo. Si la poesía es casi siempre tiempo que pasa, po• cas veces se han fundido ambos conceptos en ensamblaje tan exacto como en la de este tangerino que, incluso, se ha atrevido (o resignado) a resumir los poemas dispersos, las palabras perdidas, bajo el significa• tivo título de Los papeles del tiempo cuando, a los cuarenta y tantos años de andar rodando por el mundo, de· cidió entregarlos a la imprenta. El tiempo. ¿Quién, si no, podría rexpli· car tanta tristeza, tanta ironía, tanto desencantado inconformismo? He dicho tristeza, ironía, inconfor• mismo. Nadie busque acidez ni ren• cor, pues el escepticismo llega en ocasiones -y Buenaventura lo sabea sospechar incluso del interés y la eficacia reales de aquellos sentimien• tos.
Ciertamente que es el suyo un ejemplo malventurado. Basta, para darse cuenta, echar un vistazo a su biografía, a sus treinta y ocho años de anonimato, al injusto vacío en que han caído sus dos libros anterio• res (Cantata soleá y Tres movimien· tos), al desbocado brío con que irrumpió un día en la frágil cristalería narcisista de la literatura. «Todo inédito talludo tiende a entretener sus ocios en el toque y retoque de su obra», dice en la presentación del ¡¡. bro ya aludida. Y quizá está hablán· donos de todo lo contrario: de la so• ledad, de la duda ante la propia obra, de la envidia o el desprecio ante la ajena que, por los múltiples motivos ya sabidos, gozase en cada momento del beneficio del público. Sin duda debe ser duro escribir así: a contracorriente, de espaldas al tiempo, como un remero solitario y loco. Sin duda debe ser algo que ha de marcar para siempre al poeta y a su poesía.
A Ramón Buenaventura, al me• nos, le ha marcado. Ni para bien, ni para mal; simplemente le ha mar•
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cado. Cada poeta tiene su trayecto• ria y ésta, le guste o no, es la suya. Preciso es, por tanto, analizar su obra a la luz de esos datos y de los que la temporalidad (como envol• tura) le fueron añadiendo: la infancia africana, la ciudad perdida, el Estre• cho, Madrid, Rimbaud, cierta poesía norteamericana. Y la soledad. Y el anonimato. Y el tiempo. Tres com• pañías inevitables, estas últimas, en la poesía y en la vida de Ramón Buenaventura. De ahí al herme• tismo, a la desconfianza, al ver pa· sar las cosas sin corazón ni ira hay sólo un paso pequeñísimo: el que separa la desazón creciente de Los papeles del tiempo del provocativo y singular romanticismo de V ere da del Gamo.
Y o he estado un par de veces en la Vereda del Gamo, en el rincón del extrarradio madrileño donde los ejecutivos aprenden a olvidar la na• turaleza originaria entre jardines adosados y solares baldíos. Yo he estado en esa vereda muerta, sin gamos ya, ni cazadores, donde un poeta gruñón, intolerante y tierno, sentado al contraluz de la tarde y de la vida, contempla con una agridulce sonrisa el alborotado (sólo en la su• perficie) discurso hispano de la lite• ratura. Yo he ��tado alguna vez en la Vereda del Gamo y comprendo muy bien qué hay detrás de este tí· tulo. No pretenderé explicarlo desde el tamiz del crítico cuando desde el primer momento me declaro amigo. Sólo he tratado con todas estas lí· neas de no ser cómplice también de tanta soledad, de tanto anonimato, de tanto injusto olvido. Porque ese mismo tiempo que marginó durante tantos años los poemas de Ramón Buenaventura un día los pondrá, como juez único e infalible, en su si• tio justo. Y confieso mi creencia en la sorpresa que para más de un su• perviviente significará ese lugar. Empezando posiblemente por él mismo.
Julio Llamazares
EL MAGICO INTIMO
L a desatención de los edi• tores comerciales hacia la poesía, resulta com• pensada por la prolife. ración casi inextricable
de ediciones de autor, colecciones en régimen de cooperativa, títulos subvencionados por el poder central,
autonómico o municipal, libros premiados en cualquiera de los múltiples certámenes existentes... La sempiterna queja de los poetas acerca de sus dificultades para editar no parece que tenga mucha razón de ser. Otra cosa es el eco que esos libros obtengan, prácticamente nulo en la mayor parte de los casos: una mínima referencia en el periódico local y las vagas líneas de algún crítico amigo. Al autor tal tratamiento le parece sumamente injusto, pero sólo lo es comparado con el cacareo que suele acoger al Ullán o a la Andreu de turno. Al contrario de lo que ocurría en el siglo de oro -ni Garcilaso, ni Fray Luis de León ni Góngora publicaron en vida ningún libro de versos- hoy es costumbre imprimir borradores y ensayos de los que el propio poeta se arrepiente a los pocos meses. De los cerca de trescientos libros de poesía que, sin contar reediciones, en España se publican al año quizás no lleguen a la media docena los que tengan algún interés para el lector que no sea crítico especializado en la materia. El que, en la duda de encontrar esa media docena, prefiera abstenerse es una solución que no deja de demostrar inteligencia.
Los nuevos poetas que acaban de inaugurar en Sevilla una colección poética de llamativo nombre y hermoso diseño, El mágico íntimo, no agradecerán demasiado el anterior exordio, pero uno nunca ha sido partidario de las palmaditas de ánimo y el paternalismo benevolente.
Inicia la colección José Antonio Guerrero Reyna con El ángel desmentido, libro en el que la abundancia de citas, un cierto humor absurdo, el gusto por los títulos sorprendentes y no muy relacionados con el texto, nos remiten a la poesía de José María Alvarez, maestro evidente de estos jóvenes poetas sevillanos.
En la segunda entrega Vicente
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Tortajada traduce -aunque no directamente del polaco- los Sonetos de Crimea, obra juvenil de Adam Mickiewícz (1798-1855). La versión es hermosa, llena de ímpetu romántico, y se lee con verdadero placer. Se demuestra así, una vez más, que el conocimiento de la lengua original no es imprescindible para lograr una buena traducción poética: ahí están las versiones de poetas orientales de Octavio Paz o los poemas de Cavafis trasladados a nuestra lengua por Valente para confirmarlo. Vicente Tortajada es autor de un sugestivo primer libro, Sz1aba moral (Sevilla, Colee. Compás, 1983), al que el exotismo de estos sonetos añade una curiosa coda.
Salón de Embajadores, de José Daniel Moreno Serrallé, es un libro, al igual que El ángel desmentido, en la estela de José María Alvarez, autor al que se cita, se le dedica un poema y se le alude junto a una nómina prestigiosa: «Los días que pasamos juntos / Shakespeare, Goethe y / el rebelde americano, Kavafis, Lorca, / Quevedo y Borges, Kubrick, / el gran loco alemán, Cernuda -oh cuántos más- ese / poeta amigoy su Isla del Tesoro, / Tú y Yo» (elautor de Museo de Cera tiene, otuvo, una librería a la que dio elnombre de la conocida novela deStevenson). El magisterio del autornovísimo da lugar a poemas queacaso fueran novedosos hace quinceaños. Es el caso del titulado «Hollywood, mon amour o 'Un día enlas carreras'» (Toda la tarde espero/Al hombre que mató / a Liberty Valance) o de «Tarde de oficios», reducido a un único verso: «Por favor,póngame otra cerveza». Pero talesbromas ocupan un lugar menor en ellibro. Borges, Pessoa y Cavafis-maestros más de fiar que el dandycartagenero- orientan la voz de Moreno Serrallé, en los mejores textosde Salón de Embajadores, por losverdaderos derroteros de la emociónpoética. De los nuevos nombres dela colección es el poeta por el que sepodría apostar con menor riesgo.
Mario Goyre se inclina por una poesía próxima al caligrama y a la poesía concreta. Su libro Dulce Nicotina -y el prólogo amical parece aludir a ello- debe leerse más como una muestra de cierta sensibilidad juvenil que como una obra literaria. Se trata de uno de esos primeros libros -la expresión es de Vázquez Montalbán y ya la hemos citado alguna vez- que lo mismo prometen un poeta que un adulto.
José Luis García Martín
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LUNA DE ABAJO
Cuaderno de Poesía - n.0 2. Langreo, 84.
Pensándolo bien, desde que Aristóteles glosara a Epicarmo de Sicilia -ya que por algún ejemplo habría que empezar- hasta que
José Luis García Martín y TVE -por seguir con ejemplos- descubrieran la estela y la estampa de «Luna de Abajo», muchas han sido las corrientes poéticas transitando bajo los puentes. Al extremo de que hoy mismo, según cuenta el periódico estadísticamente mejor informado del país, un lector del lugar, gustoso de novedades y atento, podría discernir sus preferencias en un océano poético que suma alrededor de dieciocho mil títulos. No es extraño, pues, que la pleamar lírica -mástiles o naufragios- haya salpicado geografías tradicionalmente incursas en horizontes de humo y carbonilla -digo Langreo-, aun cuando en la pila bautismal de benditos anhelos los celebrantes sean el escaso puñado que siempre -contradiciendo númeroshan señalado las alquimias del tiempo. Fuera como fuere, algo tenía empeñado con la periferia el posmoderno reparto de la descentralización. Y como, por otra parte, el legado local langreano es pródigo en itinerarios enhiestos y broncas, ninguna proclividad más justa que la de apartar los tirabuzones de la niebla y descubrir la cuartilla secular en la que nombrar agonías, laberintos o recreos. Es máxima de Adorno: «¡ Qué sería el arte en cuanto forma de escribir la historia si borrase el recuerdo del sufrimiento acumulado!». Si bien nuestros lunáticos -nada que ver con la feria selenitamadrileña- sean eclécticos y aceptencon la misma permisividad los inocentes clamores frankfurtianos o losresabios contemplativos de un veneciano transplantado en góndola deun sólo remo -que así son las góndolas-. A pesar de que los cauces dealgunos valles sean canales con máslimo que incienso, los sueños de laspalomas deben ser en todas partesde yeso. «Non omnia possumus omnes» (Virgilio).
Dicho está, «Luna de Abajo» nació con la ambición de transgredir la natural circunnavegación de los satélites, y entre sus celosos méritos habría que reseñar su indicutible vocación de rigor y amor por el detalle -así en el diseño elaborado por He-
lios Pandiella, como en la selección de los textos, cuya responsabilidad recae en Alberto Vega, Ricardo Labra, Miguel Munárriz y Noelí Puente-, y en orden lineal, su afán de encuentros en cualesquiera de las latitudes y paisajes donde se escarpen las sombras y los riesgos de los versos.
La inaugural entrega de «Luna de Abajo» -agosto-82- ya dispuso que subieran a su muy cuidada meseta de satén Francisco Alvarez Velasco (León, 1940), Rosa Espada (Zamora, 1954), Víctor Botas (Oviedo, 1945), Alvaro Díaz Huici (Gijón, 1958) y Juan Manuel Muñiz (Langreo, 1957), ilustrados por los pintores Bartholomé, Alejandro Mieres, Paredes, Carlos Sierra y Ramón Rodríguez, con lo que sin duda sus mentores pretendían dar noticia primera de la pretensión abarcadora de su iniciativa, al tiempo que congregar «algún nombre que cuenta en la actual poesía española y algún otro que contará muy pronto», en palabras de García Martín. (Véase «Poesía española -1982-1983-, Crítica y antología», de Ediciones Hiperión).
La presente publicación de «Luna de Abajo» -octubre-84- ha seguido con determinación sus propósitos originales:
Abre el Cuaderno con el poemario «Música para seducir adolescentes» el mismo José Luis García Martín (Aldeanueva del Camino, Cáceres, 1954). Firma muy conocida en el panorama poético, autor de precocidad casi rimbaudiana ( «Marineros en los puertos» -1972-), director de la revista «Jugar con fuego», crítico y antólogo, hombre de quien Rafael Conte destacara al sesgo recientemente «sus personales, atrabiliarias y divertidas conversaciones sobre recientes libros poéticos», cuenta entre una determinada y acaso numerosa población de los entarimados líricos con fama de no padecer habituales y vetustas querencias que ya Baudelaire expurgara entre los críticos de su época: «¡ Cuántos artistas de estos tiempos deben únicamente
Carlos Sierra.
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a la crítica su pobre honor!». Y es quizá de esa misma lucidez justamente atribuida -y no siempre bien recibida- de donde proviene su singular trabajo creativo en el que la claridad más diáfana se yergue para alumbrar los más viejos misterios paseados por la soledad -« Ya ves, ella se fue para que tú pudieras refugiarte en ella ... »-, sustentado en las referencias frondosas de una cultura copiosa y heterogénea. Tal vez, como para Hugh Wystan Auden, de quien reclama una de las sugerencias que dan pie a los distintos poemas que aborda, para García Martín la poesía es «un juego serio». Juego con fuego transido por dolientes asunciones -«no se agarra al árbol la flor empujada por el viento»-, que halla su apoyo sereno ( «Ante el horror de la vida sólo cabe un consuelo: que dicho horror es el mismo que experimentaron testigos anteriores», dice Elías Canetti) en la memoria táctil de quienes con él conviven -la generosa Ada Negri, la apacibleenamorada Emily Dickinson o eladelantado Ornar Khayyam-, recuerdos del almario, espíritus íntimos, espejos fraternos, que no lehacen abdicar, no obstante, de «coger la flor del día» horaciana, . su«carpe diem» conclusivo, quién sabesi trémulo, irónico o esperanzado. Siel pasado y el futuro no existen, elpresente es intransitivo. Creamoscon su meditación melancólica: «Mecontento con decir: / Cuánta bellezaen este fresco otoño».
FERNANDO MENENDEZ (Mieres, 1953) es hombre asimismo de apretada bibliografía. Desde la apa, rición de « Sinfonía Interior» («Aeda», 1979), su obra se ha incrementado con cuatro nuevos títulos antes de desembocar en este « Estuario Interior», que guarda resonancias de fidelidad con su primer trabajo no sólo en la homofonía adjetiva, sino en la conservación de los signos que le hacen más reconocible. Profesor de filosofía, la poesía de Fernando Menéndez atiende con mayor preocupación al curso de las ideas que a los relámpagos de las sugestiones o a las esquinas deslumbradas por los triples saltos verbales. Es la suya una poética reflexiva, con estructura discursiva y acentos agonistas -«que me impulsa de adentro/ a no ser de este mundo,/ un eco de la fábula, / sino a ser de otro espacio, / canto del más allá»-, resuelta en el repliegue -la obsesión interior- y la llamada a la trascendencia -«finitud allegada / que tiene por posible / la anticipación del Ser,
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Bartholome.
donde el hombre es la luz / de la libertad, acto / entregado a su fin»-. Versos que recuerdan la estirpe de los pensamientos del Albert Camus postrero: «Al final de estas tinieblas es inevitable una luz que ya adivinamos ... ».
PEDRO LUIS MENENDEZ (Gijón, 1958), otro nombre surgido en la prolífica colección de «Aeda» -«Horas sobre el río» (1978), «Canto de los sacerdotes de Noega» (1981), «Escritura del sacrificio» (1983)-, ha ido ampliando un mundo poético inicialmente ensorbecido por manantiales del amor y del desamor para desplegar la mirada hacia motivos más plurales. Ahora son el silencio -«Sólo los muertos / áridos de liviandad tienen voz»-, los contraluces de las paradojas que se permeanpor los sentimientos -«donde habitael olvido se disponen / las palabrascabales»- y la «navegación indemne» -título del poemario- de laquimera los afluentes que se añadena sus indagaciones más tempranas,de las que, posiblemente, permanezca un sentido interno del ritmo,construido sobre encabalgamientoscontinuos y una estilización en losmedios expresivos que aboca a laruptura del orden sintáctico, sumergido en invocaciones: «la tierra espez de negra y de nostalgia / sin másconfín que el ámbito del mundo / limitación / pobreza no atesora / universal la estrella de la estrella».
MIGUEL MUNARRIZ (Gijón, 1951) es el único poeta inédito -con excepción de alguna aparición en la ya inexistente revista «Arlequín»de cuantos participan en este Cuaderno. Voz directa que se modula con sensaciones de lo inmediato,
hurga con espontaneidad en la desesperación cotidiana, en las redenciones incumplidas -«seguimos recibiendo martillazos adornados de confetis / mientras miramos el mapa para ver cuándo nos toca»-, con versos que tienden a alargarse otorgándole longitudes a la tristeza que miden más que la propia respiración. « Vivir de milagro» es el título del poemario y también del poema a nuestro juicio más denso y compensado: «La vida es el regalo de la muerte / y cada segundo es un resoplido contra el exterminio».
ALBERTO VEGA (Langreo, 1956) es, en el particular credo del lector que aquí escribe, el perfil más definido del futuro de quienes componen el todavía informe listado de la más reciente poesía asturiana. Es la suya una poesía proteica que comenzó nutriéndose de un gran talento plástico y recorridos vitales -«Brisas ligeras», «Memoria de lanoche»- para desarrollarse despuéspor líneas más sutiles que incorporan a su brillante y sensual cromatismo una mayor hondura conceptual y una pulsión que sin abandonarla embriaguez acuática de la palabrase hace más contenida y firme. Escogemos de su «Trilogía hermética»dos estrofas pertenecientes al últimoapartado: «Desliz»: «Nunca más /derretido el pájaro de nieve / bajo elsol implacable / de los justos. / Dequien no sabe perdonar no esperonada. / Ni a sí mismo sabría soportarse».
«Vuelta»: «Alucinadamente remontar el curso/ de un río abstracto, volver el rostro en busca de la sal / que ha de petrificar el puro gesto. / No aguardaban / leyendas azules ni vírgenes palomas. / Tu cuerpo es tu destino».
(Es inminente la aparición en «Luna de Abajo» de un cuaderno monográfico dedicado a Angel González en el que tienen ultimada su colaboración Juan Benet, Juan Marsé, J. A. Goytisolo, Juan Cueto, Gil de Biedma, Paco Ignacio Taibo, Daniel Sueiro, Faustino Alvarez, J. Esteban, J. Benito, Alarcos Llorach, A vello y Carlos Barral. También la presentación del grupo poético germinado en derredor de la publicación: Ricardo Labra, Miguel Munárriz, Noelí Puente y Alberto Vega, con el poemario «Animales domésticos». Es decir, que si no fuera por las malvadas transparencias de la preterición, uno estaría por escribir al dictado de Luis Racionero: «Para crear una civilización no son, pues, necesarias ciudades (o lunas) más
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grandes; es más, todo parece indicar que el crecimiento excesivo la imposibilita». Con perdón.)
UN FANZINE
PRETENCIOSO
El simbolismo. Soñadores y visionarios. Colección Oval. J. Tablate Miquis Ediciones. Madrid, 1984. H ace quince años el pret-a
porter cultural del momento se llamaba reviva!. En torno a tal fugaz moda, que disimulaba de ma
nera vana cierta crisis ideológica, ya por entonces habitual, se vinieron encima del espectador resurrecciones de variados fantasmas: melodramas, óperas de todo pelaje, novelas río, todo tipo de decadencias y qualités y, también entre más snoberías, el simbolismo. Al cabo Franco Ruscoli y otros críticos seleccionaron el suficiente material como para poder pasear por la Europa, que entonces hacía exposiciones, una gran Retrospectiva donde se pudo ver el arte que, a finales del pasado siglo, gustaba en algunos Salones: Khnopff, Klimt, Pellizza de Volpedo, Felicien Rops, Crane, Puvis de Chavannes ...
La moda terminó por llegar a la última meseta del Mediterráneo. Se «recuperaba» (no era otro que éste el término utilizado por la teología crítica del momento) la reproducción que, tan cursi como el modelo, por aquí se producía: Brull, Egusquiza, Riquer, Rusiñol, ese Picasso de «Ciencia y Caridad» ... No se hizo pareja «recuperación» en lo literario, de lo que sólo se queja con algo de fundamento el espectro de Hoyos y Vinent.
Poco duró -albricias- tan farragosa moda, pero, ahora, en estas postrimerías adelantadas, también se disfruta de la ruina de las vanguardias. Por suerte la situación es ecléctica: tendencias empeñadas en luchas anticuadas. Dentro del eclecticismo cabe -¿cómo no?- el reviva!. Aunque sea poco cuidadoso: no se trata de hacer banderías y, así, no hay manifiestos ni tampoco ¡ay! teóricos ni eruditos. Se presenta, indómito, solo, en forma de fanzine, para estar al amparo de los vientos que
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soplan. Sí, por más que las cubiertas estén satinadas, las características son de fanzine: piratería de imágenes y textos, selección de aluvión, cronología complicada, retórica de fan dogmático, tipografía de desmañado aprendiz ...
Es un hecho que el folleto tiene pretensiones. Es el número l.º de una colección que pretende ser «una equilibrada fusión entre texto, ejecutado por personas que aman y dominan el tema, y el libro como objeto bonito, estético, que, página a página, despierta nuestra sensibilidad, nos sorprende con imágenes y grabados y entretiene en agradables horas de lectura», tal y como se dice en la Introducción.
No son malos deseos. Pero, si usted desea encontrar notas que le aclaren las primeras publicaciones de los textos o, al menos, le remitan a bibliografías solventes, si quiere saber quiénes fueron los traductores, o dónde se hallan los cuadros reproducidos, o simplemente ver los con-
tornos de alguna de las ilustraciones, cuando menos trata de encontrar esmero en la edición, cuidado tipográfico, placer de lector, en resumen, deje de lado el fanzine y trate de comprar los libros de Ruscoli, leer A Rebours, de Huysman, vaya a una exposición de Munch o al más cercano montaje de Strindberg. Saldrá ganando y ahorrará ilusiones. Así, después, podrá despilfarrarlas.
Horacio Fernández
PINTORES DE
GENERO
Exposiciones de Morandi, Bissier, Sicilia y Barceló, en Madrid.
Morandi trabajó a lo largo de su vida, de forma obsesiva, sobre el tema de la naturaleza muerta y, ocasionalmente, del paisaje;
Bissier dedicó muchos años de la suya a emborronar papeles con «caligramas » de resonancias orientales,
para terminar haciendo variaciones, en miniatura, sobre el asunto del bodegón; Sicilia, que era un pintor de objetos del entorno familiar y cotidiano (primero electrodomésticos, luego utensilios de limpieza, después herramientas de «bricolage»), se inclina ahora también por el paisaje, preferentemente urbano, con alguna incursión a las estaciones de montaña en invierno, bajo el signo de la antena de T.V.; Barceló cultiva todos los géneros desde la «vanitas» actualizada hasta la composición seudomitológica, pasando por el paisaje habitado, por la marina y por el interior con figuras ... Dos clásicos menores del arte europeo del siglo XX y dos jóvenes «modelnos» españoles, con una importante proyección internacional, han coincidido en Madrid al iniciarse el año 1985. Este hecho, casual, da origen a las siguientes reflexiones sobre lo que va de ayer a hoy en el arte de los pintores de género. (Utilizo este concepto
Rincón del taller de Morandi.
en su acepción más amplia: no sólo como pintores de escenas costumbristas, sino también de objetos utilizados en la vida diaria y, por extensión, de los que trabajan los temas académicos como, por ejemplo, el bodegón, el paisaje, la marina, la composición con figuras, etc.).
Los del ayer: Morandi y Bissier realizan sus
obras sobre soportes de tamaño pequeño (en ocasiones diminuto); siguen una línea de profundización sobre uno o dos temas; buscan la depuración y la síntesis; pintan con pulcritud- técnica; intentan añadir un contenido espiritual a su trabajo y no parecen tener prisa por llegar a ningún sitio, pues su interés se concentra en desarrollar una evolución
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de carácter muy personal y particular. Su obra forma parte de la pequeña historia del arte en este siglo.
Los del hoy:
Sicilia y Barceló realizan sus obras sobre soportes de grandes dimensiones; no siguen ninguna línea definida sino que saltan, superficialmente, de unos temas a otros; no se sabe bien lo que buscan a través de tanta acumulación y abigarramiento formal; pintan con dejadez técnica insistiendo, obsesivamente, en «valores» como la fealdad y la suciedad; intentan reflejar la vida más cotidiana y prosaica; parecen tener mucha prisa por lograr un reconocimiento de la crítica internacional y pocos escrúpulos en seguir las corrientes de la moda, incluso a costa de renunciar a una creación de tipo más personal. Nadie puede decir si su obra llegará algún día a formar parte de la Historia del Arte.
Examinando uno por uno, mis conclusiones son las siguientes:
Morandi trabaja sobre todo los valores cromáticos de sus obras, llegando, paso a paso, a una progresiva simplificación de la forma de los objetos, pero sin intentar ninguna distorsión innovadora, pues sus contornos conservan muy exactamente la estructura del modelo inicial. (Debo confesar una pequeña decepción personal. Siempre creí que Morandi se había inventado los extraños objetos que pintaba, como hace, por ejemplo, Luis Sáez en sus bodegones fantásticos, hasta que vi las fotos de su estudio y pude reconocer, con total precisión, las botellas, jarrones y demás cacharros reflejados tal cual son en sus cuadros). En resumen, su obra me parece una trabajo interesante sobre unas gamas de color muy personales, pero como pintor considero mucho más importante, y no soy el único, a un artista español, contemporáneo suyo, que también se dedicó, fundamentalmente, a la naturaleza muerta y al bodegón. Estoy recordando al gran Pancho Cossío. Pero sucede lo de siempre, que los italianos saben hacerse la propaganda mucho mejor que nosotros.
Bissier es un pintor austero y severo, concentrado durante la mayor parte de su vida en buscar la expresividad de la tinta china, aplicada en aguada sobre un papel, a través de signos y gestos, que empiezan siendo deudores de la escritura japonesa para terminar en unas soluciones más personales, que le conducirán, en sus últimos años, a las miniaturas en color: pequeñas obras maestras del bodegón en las que los
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Julius Bissier.
objetos cotidianos, aún reconocibles, han sufrido un proceso de reelaboración muy original e interesante.
Sicilia recubre toda la superficie del lienzo con una pasta de color generalmente sombrío y de aspecto más bien sucio, sobre la que suele trazar, de forma esquemática, el contorno aproximado de los objetos que pretende representar.
Barceló parte de un dibujo convencional, casi académico, que adereza con unos colores agrios y con una pasta de apariencia poco agradable, a la que incorpora toda clase de desechos (colillas de cigarrillos, cristales rotos, brochas viejas, hojas y «pelures» simuladas y hasta un gran palo anaranjado para revolver la sopa marina).
Y o encuentro más personalidad, más novedad y más creación en los dos primeros, aunque los considero unos pintores bastante cortos de registro.
Al final, como casi siempre, lo más interesante fueron las obras que me enseñaron los amigos al visitar sus estudios, sobre todo cuando los amigos se llaman Pelayo Ortega y Juan Barjola.
Juan M. Monte
PSICODEUM Y
NO
Albert Boadella, Gabinete Libermann.
Producción del Centro Dramático Nacional de Nuevas Tendencias Escénicas, presentada en el Teatro del Círculo de Bellas Artes de Madrid.
Es bien sabido que en la sociedad actual los psicólogos, psiquiatras, psicoanalistas y demás apacentadores de eso que antes se
denominaba «alma» vienen a representar, sobre poco más o menos, el papel secularmente reservado a los directores espirituales, confesores, clérigos y otras castas de alzacuello
y vestido talar. Desde este punto de vista, es lógico que Albert Boadella, después de la parodia televisiva y litúrgica de Teledeum -cuya presunta irreverencia continúa siendo superada con creces, con cruces y con empecinamiento por la obscenidad mental de ciertas autoridades eclesiásticas y sacroirnperiales-, cambie ahora el plató del sacrificio por la unidad experimental del analista para poner en escena una sesión terapéutica de «reprograrnación de una pareja con síndrome de enclaustración». Gabinete Libermann, el último montaje del director catalán, es el hijo laico, y tal vez un tanto prematuro, de Teledeum.
Hay en toda la trayectoria teatral de Boadella un afán oportuno y coherente de disección de ritos sociales -pongamos una conferencia, un mitin, una misa o un programa de televisión- que convierte sus espectáculos en pequeños tratados de sociología aplicada, o más exactamente de zoología humana. Sólo que Boadella sustituye el plúmbeo discurso de manual por una selección de viñetas ilustrativas de las costumbres más curiosas de nuestra especie bípeda e implume, busca un grupo de amigos que les den cuerpo y alma, y se los lleva al teatro con una naturalidad tal, que parece corno si también ellos, los actores, fueran allí a ver qué pasa en ese extraño lugar donde todavía se reúne la gente.
Naturalmente, de tan arbitrario método no pueden esperarse conclusiones serias ni profundas acerca de cuestiones tan peliagudas corno qué es una nacionalidad, es posible ser fasciornarxista, para qué sirve la religión, padre, o cómo se combate el tedio cotidiano. Para responder con gracia, extensión y rigor a semejantes quisiqués ya están los especialistas y La Clave. Boadella y sus titiri-
TEATROS DEL
CIRCULO preMn1-
Los Cuadernos de la Actualidad
teros sólo pretenden divertirnos inocentemente en este caso, poniéndonos ante el espejo de nuestra propia estupidez. Nada profundo.
De Gabinete Libermann es posible hacer varios elogios y un pequeño denuesto. Entre los primeros, el más agradecido es el que tiene Jugar durante el espectáculo y se expresa a golpe de mandíbula batiente -o de escueta sonrisa, en los más parcosen los numerosos momentos de hilaridad que la obra propicia. La diversión, ese objetivo trascendental que Boadella persigue siempre corno alma que lleva el diablo, tiene aquí realmente el sentido de una terapia pública. Porque el verdadero paciente de la sesión es el público, y suyos son, en mayor o menor medida, los traumas que se exploran, satíricamente personificados en el caso de una pareja de jóvenes progresistas desencantados de la sociedad, que permaneció durante cinco años transitorios sin salir de su apartamento de bolsillo, hasta que el hedor y la fauna resultante de la experiencia alertaron a los vecinos y obligaron a intervenir a la sanidad pública.
De todas éstas y algunas otras circunstancias se nos informa en el dossier-programa que precede al desarrollo de la sesión novena de la terapia, que es la que se escenifica, y cuyo verdadero paciente, corno decía, a través de esa metáfora del pasotismo llevado hasta sus extremas consecuencias, no es otro que el público mayoritario en los espectáculos de Boadella: toda una generación, si se quiere, que triscó febrilmente en el espejismo de los campos de mayo, brindó con champán durante la noche aquella, se afilió al paro casi al mismo tiempo que al desconcierto y, antes de conquistar el poder o hundirse en la desidia, puso los restos de su maltratada conciencia en manos de un psicólogo argentino. De esta forma, Gabinete Libermann consigue hacer verdadera la tan repetida aunque poco practicada sentencia de que el auténtico humor, corno el amor, comienza por sí propio, ya que el regocijo que la obra produce no es tanto fruto del morbo ante la sordidez ajena corno espasmo del esqueleto social que formarnos entre todos. En este sentido, el espectáculo prolonga el conjunto iniciado en Teledeum: si allí se aireaban los terrores religiosos de nuestra infancia, aquí se ventilan los traumas psicológicos de nuestra juventud.
Entre los momentos elegidos para enfrentar al espectador con los estigmas de su propia locura hay algu-
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nos de gran intensidad. Tal vez los mejores sean aquellos que escenifican, dentro de una estricta orientación freudiana, la búsqueda de la falla inconsciente en el territorio de la infancia; o el del histérico desenmascaramiento del falso doctor Liberrnann corno actor frustrado -esto, sobre un escenario que es a la vez un gabinete psicológico, resulta tan fuerte corno el caso Pessoa-; el de la tragedia ecológica que se abate sobre la pareja enclaustrada cuando se entera de que han talado el árbol de su plaza, o la cabalgata fálica que se produce hacia el final de la representación. Un comentario especial merece el trabajo de los actores. Todos ellos demuestran poseer el secreto de esa disponibilidad física y psíquica necesaria para que la expresión corporal sobrepase los límites de una mera exhibición gimnástica. Aquí indudablemente se percibe la mano directriz de Boadella y los buenos resultados de su método de trabajo teatral.
Sin embargo, toda esta urdimbre escénica está corno a falta de una revisión última que evite la reiteración de algunos recursos y saque más partido a situaciones que sólo aparecen vagamente insinuadas. Con todo, el principal defecto del espectáculo reside, a mi juicio, en un hecho tal vez insignificante, pero que en buena medida resume ese no sé qué que permanece ausente en la obra. Me refiero al saludo final de los actores respondiendo a los aplausos del público, gesto gratuito que diluye la ambigüedad entre realidad y ficción sobre la que se fundamenta la eficacia dramática de la terapia y pone evidentes límites al escenario y a lo que en él se presenta. Olympic Man Movement y Teledeum solucionaban mucho más inteligentemente este difícil momento de bajar un «telón» que antes no se ha levantado. Quizá Boadella nos ha acostumbrado mal: sus espectáculos casi siempre nos brindan la diferencia, el teatro que no se agota en los límites de un género literario, ni se reduce a la visita a un museo, ni se acaba allí donde concluye la función. Lo cierto es que cuando los actores de Gabinete Libermann saludan, la propuesta teatral de la obra, basada en el escurridizo juego de la apariencia, se clausura con el subrayado de una obviedad, y todo permanece en su sitio: los actores sobre el escenario, el público en el patio de butacas y el crítico en su rincón.
Alfredo J. Ramos
UNA CIENCIA
MUY SECRETA
ALA·LUZDE
UN
CANDELABRO
OLA
INVETERADA
HISTORIA DE
BLADE
RUNNER Cartomancia suprema o el Gran Arte
de ec�ar la_s �artas, explicado por Benitala bruJa. Biblioteca Júcar de ciencias humanas. Ocultismo. N.0 82. Gijón-Madrid 1985.
G abri�l, Samael, Rafael, Raz1el, Hamiel, Safkiel y Miguel: Yo os conjuro, angeles de luz, para que me deparéis una acertada
combinación de naipes, a fin de que pueda leer con claridad y precisión lo que el Porvenir tiene reservado a Fulano de Tal (dígase el nombre del consultante), aun cuando las predicciones le sean adversas». Tal es la invocación kabalística que todo cartomántico como Dios manda debe pronunciar antes de cada consulta barajando las cartas siete veces e� honor de los siete ángeles de luz mentados. . Abrir :ºn naipes la puerta del
tiempo misterioso resulta una debilidad harto vieja. Como la mayoría de las cosas seculares, los naipes parecei: haber si?o inventados por los chmos. Su mtroducción en Occidente, claro, tampoco sabría haber sido otra que ese vehículo imponderable que constituyó la morería histórica, huella perdurante aún en la palabra misma ( «naipe» < «naíbi» <
Los Cuadernos de la Actualidad
«!l_abi» [pro�eta]), por más que tamb1en se atnbuyeran a los gitanos qu� los habrían traído de la India'. Chmos y coreanos habrían copiado un buen día en tiras de papel los em?lemas pintados en flechas y palos, mst�mentos de adivinación primige_mos de que ellos se valían paraoh�quear lo por venir. ¿Nació así el naipe? En esta misma línea andarían las cartas del Tarot, que son la clave de la tradición esotérica de los judíos y �e�drían su origen en el Egipto fa¡ raomco.
Muy distintos a estos naipes son, empero, las cartas de jugar -la llamada «baraja española»- que conocemos en Occidente, juego introducido en la Península, claro, por el sarraceno, y de las que -aunque de probable aparición en el siglo XIIse tiene noticia documentada en el s��lo XIV, generalizada su producc1on en la centuria siguiente al extenderse la impresión xilográfica. La utilización de estos naipes numéricos o cartas de jugar en las prácticas adivinatorias constituye la denominada cartomancia ordinaria -toda una Astrología abreviada, como la definía Goethe-, disímil de la mencionada del Tarot, menos esotérica diríase.
'
De cualquier modo, el instrumento es lo de menos. Lo notable es el humano afán de saber qué va a pasar
_, ese privilegio que de siempre se
atnbuyó a los dioses, dictadores de las leyes del azar. La cartomancia sería, así, el grito de rebeldía frente al dios, el orgulloso acto mediante el cual la criatura ansiosa le arrebata un poco de su luz a la divinidad. El viejísimo y multirrepetido empellón de la criatura al creador, el hurto de poder del hijo al padre, los replicantes, en esa maravilla que es BladeRunner, frente a los humanos.
Así que hacia 1920 se publicó en Barcelona el librito Cartomancia suprema o el Gran Arte de echar las cartas, que acaba de reeditar en semifacsímil la editorial Júcar. Se atri-
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buía con ingenua falacidad a una tal «�enita la bruja», que lo habría es�nto en 1621. La presente edición mc�rpora d<;>s a modo de a propos,debidos _al bibliófilo y erudito gijonésdon Lms Cayetano Fernández Ardavín, donde se rebate la existencia �e la supuesta cartomántica con sólidas razones de prosa deliciosa e ironía muy fma. Es fácil, pues, que el opúsculo haya sido parido en aquel año veinte, acaso poco antes. No obstante, eso también sería lo de menos. Lo de más es que puso en su día y vuelva a poner ahora tan hermético saber al alcance de los destripadores de futuros, de suerte que c�n este corpus puedan diferenciarse sm ambages de «los embaucadores de profesión y las echadoras de cartas, ignorantes en su mayoría de la ci,e�cia que dicen poseer, pero muyhabites, en cambio, en el arte de sacar el dinero a su cándida clientela». Lo que se explica aquí no es una broma; es toda una hermenéutica combinatoria para la que no sirven distraídos, desmemoriados o personas en las que predomine la linfa sobre los nervios, capaces en todo momento de establecer con su consultante la imprescindible corriente ódico-magnética que ha de poner a ambos en relación simpática.
, Cada carta tiene un significado se�n salga al derecho o al revés. Pero dichos significados siempre se ven inodi?c'.1dos o aclarados por otras en prox1m1dad. Todas las variantes quedan contempladas en tan breves páginas de forma prodigiosa. Imaginemos un rey de espadas al derecho· aconseja al consultante que s� guarde de los abogados y de toda clase de curiales, porque procurarán absorberle todos sus bienes. Pero junto a un rey de bastos al revés: que un magistrado de integridad le hará justicia. Si es una señora y sigue al rey de espadas el nueve de bastos, deberá desconfiar de un hombre que la mira con dulzura. Si señ?rita, este rey indica que no debera casarse, porque sería desgraciada, a menos que una carta favorable preceda o siga a ésta. Y así mucho más.
Como detalles importantísimos se recomienda que el número de butacas o sillas que haya en el gabinete de trabajo del cartomántico sea siempre impar, contando la del adivino; asimismo, que la práctica se efectúe a la luz de un candelabro de tres, cinco o siete luces. Prueben suerte los curiosos y conózcanse el futuro en su propia casa por cuatro perras gordas.
Eduardo Méndez Riestra