del filosofo de barriadas completo

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Por Jorge E Hayn ReyesComo el Filósofo de Barriadas no es un ser reconocido, más que en su humilde y demacrado vecindario Tipitapeño, en donde nunca se supo ni cuando nació y donde lo que abunda es la ignorancia y escasea notablemente la educación formal privilegiada. Por suerte, a como dice el dicho: En tierra de ciegos el tuerto es Rey, sin duda alguna, él es el mejor tuerto literario que jamás pisó esos senderos tenebrosos de tinieblas intangibles, repletas de necesidades materiales y espirituales.

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“UN CUENTO DE ACACHIMBA”

DEL FILÓSOFO DE BARRIADAS

Prólogo:

Por Jorge E Hayn Reyes

Como el Filósofo de Barriadas no es un ser reconocido, más que en su humilde y demacrado

vecindario Tipitapeño, en donde nunca se supo ni cuando nació y donde lo que abunda es la ignorancia y

escasea notablemente la educación formal privilegiada. Por suerte, a como dice el dicho: En tierra de

ciegos el tuerto es Rey, sin duda alguna, él es el mejor tuerto literario que jamás pisó esos senderos

tenebrosos de tinieblas intangibles, repletas de necesidades materiales y espirituales. Pero abundantes

de aquella razón práctica que resuelve temporalmente la vida, haciéndola tomar desvíos de dignidad y

esperanza, alejándola de la esquizofrénica ruta, que como remolino atrapa al ser humano en la barbarie

analfabeta. Por eso y porque además nadie más lo hubiera hecho, decidí escribir su introducción.

El Filósofo de Barriadas, no es un gran escritor, es más, nunca ha escrito un libro en toda su historia. Si

me preguntan a mí, yo creo que se puede contar con los dedos de una mano los libros que ha leído en

toda su vida el pobrecito. Es catedrático del submundo desafortunado, repleto de cuentos y relatos

verbales explayados a la brava al candil de la luna y entonados con guarón y semilla de coyolito

fermentada. Ha querido escribir muchos libros, pero a veces se encuentra sin pluma y otras veces sin

tinta. Y cuando ha tenido las dos, le hace falta el papel añorado. Un día tuvo las tres y se acordó que era

analfabeta. Eso sí, nunca ha dejado de hacer poesía en su corazón. Nunca ha escrito una crítica o una

novela, pero la mayor parte de su vida ha sido la mejor crítica novelesca de la sociedad que le ha

olvidado. La misma sociedad donde todos se saludan caminando y donde él es invisible, como la tinta de

su pluma, que se quedó en su mano sin poder escupir su inspiración frustrada. Un día me dijo:

-“Ingeniero, no llore por mí que yo soy feliz conmigo mismo. Es el mundo el que nunca sabrá de mis

poemas jamás escritos”.

¡Brindemos por todos los Filósofos de Barriadas y sus grandes obras no concebidas!

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VIAJE A LA FERIA DEL POEMA:

I

Un día como cualquier otro, caminaba el pobrecito Filósofo de Barriadas sobre las aceras rebalsadas de

costras de chicle y filtros arrugados de cigarrillos, de la Gran Manzana de Rivas, Capital departamental.

Pocas veces el tiempo le daba la oportunidad de visitar la gran urbe y siempre se llenaba de nervios al

paso del montón de mengalos caminando, todos al mismo tiempo. Y sobre todo, por la cantidad de

vehículos que circulaban sin cautela, pues nunca había visto tantas carretas de mulas y yuntas de bueyes

correteando por todos lados. Al menos no en la comarca a la que él pertenecía.

İ Ah!, pero ese día había bajado al pueblo para presenciar la famosa Feria del Poema y había querido

estrenar su nuevo traje de güipil, que arrastraba un ruedo enlodado hasta la chimpinilla y hasta llevaba

una jícara nuevecita llena de guapinol, por si acaso le entraba la hambruna. Y así como siempre decía:

-En esos pueblones nadie da sal para un jocote. Y es mejor ir bien aperiado.

Y como al pobre Filósofo de Barriadas siempre le sigue la mala suerte, además de andarse cagando, le

cayó un cachimbazo de agua. Y sin tener donde meterse, se arrimó como disimulado bajo un alerito,

junto a un alto muro de adobe que enmarcaba un enorme ventanal, desquebrajado por los años y

despintado por la pinchería de los dueños del caserón, unos tales Cracia, que además de chelitos se las

daban de jailaif. Mientras escampaba su situación lluviosa, volteó su carita ajinchadita para chotear

dentro de la lujosa vivienda, como quien está mirando para otro lado, pero se deja matar como el gato

por la curiosidad. Su carita mojada por el chaparrón escondió la lagrimita que se le resbaló desde sus

vidriosos ojitos achumiscados. Él, como era sencillito, nunca había visto tan semerendo bacanal como el

que se suscitaba en el interior del iluminado salón de alcurnia de la casona, ni nunca se imaginó que

tales fiestas pudieran existir, a menos que fuera en los cuentos de su medio primo Canducho, el indio de

más mundo de todas aquellas cañadas donde dejó el ombligo, recordando a la vez que su primazo había

bajado hasta Managua a ver la única película que vió en toda su vida y cuyo relato era todavía famoso

en su comarquita.

Lo que no sabía el Filósofo de Barriadas, es que dicha algarabía se ofrendaba en honor a un famoso

poeta que llegado del extranjero, era además el principal presentador de la Feria del Poema, el afamado

Many Tolindo. No sabía tampoco que el que vestía la túnica rosada de medio lado, ensenañdo

picarescamente un hombro pelado y un poquito de muslo trasero medio peludo, destacando

amondongadamente, no era otro que el mismo hijito mimado de la mera dueña del aposento, el

señorito Aristo Cracia, que a sus cincuenta y pico de años, nunca había lavado un plato, ni cortado la

grama (que en el charco en que vive se conoce como zacate jaragua), ni despulgado los perros, ni dado

de comer a los chanchos (mascotas, para los que habitan en esos lares), ni calzado las bestias del corral.

(Que conste, que cualquier similitud o apariencia con la vida real es mera coincidencia. Hay veces que

aún las novelas se parecen bastante a la vida real y hasta los personajes a veces tienen nombres

parecidos.) Siempre fue el niño el consentido de la casa, que casa, mansión. Cinco criadas se levantaban

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de madrugada con un balde plástico a tirarle pringitas de agua al piso de tierra de la primera planta,

para que cuando los Señores de la casa caminaran no levantaran el polvo. Después del desayuno,

echaban las gallinas dentro del comedor, para que se comieran las sobras de tortilla y gallo pinto que

habían caído al piso y por último, entraban las mascotas (chanchos) para digerir los pupusitos de gallina

esparcidos abundantemente.

Y mientras tanto el humildito Filósofo de Barriadas, miraba y miraba y babeaba. Y su lagrimita seguía

resbalando sus mejillas callosas, llenas de años de sol entre los algodonales de Chinandega y a veces de

paño y de hongos, nacidos en las sombras y la humedad de los cafetales matagalpinos. Lloraba porque el

también hubiera querido un día celebrar con regocijo, cualquier acontecimiento, de la forma en que

dichos aireados comensales lo hacían al otro lado de los cristales de la resquebrajada ventana. Cristales

que en ese momento de descubrimiento, eran su frontera entre la felicidad y la desgracia de haber

nacido en las barriadas de Tipitapa (esquina opuesta a la gasolinera de los burgueses, aquellos mismos

que tenían un suntuoso restaurante de pescados).

De mano en mano el baturro viajaba entre la algarabía y la risa, la cususa y la chicha bruja no se

quedaban atrás y no se digan las boquitas de mango y tripa de cabro; tan solo una esperanza le daba las

fuerzas para aguantar la cruenta lluvia y las ganas de cagar que le cruzaban las patas, que ya hasta le

dolían los huevos. Era que tan solo se le diera una oportunidad de probar su talento literario en la

afamada Feria del Poema. Él era un pobre campesino, sin principio ni final, nadie sabe cómo había

venido al mundo y a nadie le haría falta su ausencia, mucho menos su presencia. Pero en su corazoncito

se anidaba la poesía añorada, la que viene de Dios, la que nace en la conciencia de las almas de sutil

inocencia.

Una puerta se abrió abruptamente y una voz arrebatante, al percatarse de la singular figura del

Filósofo de Barriadas, que sobre la elevada acera trataba de hacerse el desapercibido, tiritando en la

lluvia con sus manitas juntitas, dijo:

-Indio, niquiriche, sucio, zaparrastroso, remueve tu mísera existencia de nuestro sensible linaje

aristócrata.

No era otro que el mismo Many Tolindo, que con unos tragos de más atuto, entre pecho y espalda,

salía de la casona rumbo a la Feria, donde le esperaba la muchedumbre aduladora que le aplaudiría

esquizofrénicamente.

El avergonzado Filósofo sintió que se lo tragaba la tierra y su corazón palpitaba más aprisa que el ruido

de los caites de la turba que corría para llegar a tiempo al magno evento que se suscitaba. No obstante,

había reconocido la cara de su verdugo verbal y sabía que era el poeta Tolindo, su ídolo literario, su

modelo ejemplar, su razón de haber viajado desde las barriadas malolientes por dos días, agarrado

como mozote de la barandita trasera del destartalado bus que le transportaba y con sus ojos vidriosos,

después de oír todas esas hirientes palabras, que como puñalada le estrangulaban el corazón.

Respirando profundo, tomó todo el valor de sus ancestros y acercándose penosamente con humildes

pasitos. Le miro al rostro y le dijo:

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-“Tú…

Catedrático de las letras

que vagando vas perplejo.

Saboreando la secuela

de tus famosos logros.

Usas cualquier causa espontánea

para saborear tus triunfos.

Y en un rinconcito de la gloria

casi olvidado en la memoria,

se asoma el poeta sencillo,

el bachiller de la vida.

El estudiante del tiempo.

¡Ey! amigo apasionado,

nunca juzgues tan severo.

La vanidad crece el ego

antes de envenenar el alma.

Hay poetas de senderos

que arando van los campos

de las palabras humildes,

de las frases silenciosas

que hacen temblar las conciencias

y conmueven corazones.

No solo surcan el cielo

los eruditos pomposos.

También empujan el viento

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los del rebaño espontáneo,

que no se afrentan del filo

de la cuchilla tajante,

de la crítica marginante

que dominan los pensantes.

¡De la inspiración efímera hablemos!

No es un derecho del hombre.

Es una ofrenda divina

que resbala por las venas,

para depositarse en el lago

de los espíritus nobles.

De los que escuchan estruendos

en el silencio abrumante,

de los que encuentran la calma

en el bullicio sordero.

De los que apagan su canto

en el campo de la lluvia

donde germina el deseo.

Todos copiamos del tintero

sus pétalos y suspiros,

donde el tiempo está zurcido

de años fugaces y fracasos.

Pues no cabe más razón

para catalogar creadores.

Que destrucción es de infames.

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İ Y hacer poesía es de sublimes!”.

El Poeta de repente frunció el ceño y una de sus cejas gruesas silenciosamente se le subió hasta la

frente. Reclinó su cabeza hacia el hombro derecho, zarandeada por un alto volumen de bebidas

espirituosas y quien sabe cuántas cosas más, porque en esa casa del Aristito es sabido que pasan

muchas cosas raras; la mirada sorprendida, como desconfiando de lo que acababa de escuchar. Y

dirigiéndose al Filósofo le dijo:

-¿Indio, de dónde has sacado semejante retajila? ¿A ver cómo te llamás?

Y el pobre todo achumiscadito, pero tomando fuerzas de su orgullo herido le contestó:

-Si se lo digo, no se burle, porque ese si me lo dio mi madrecita que está en los cielos. Y ni el apellido

de mi padre sé, por eso me pusieron el de mi viejita. A mí me dicen, a mucha honra, Choro Tega, a las

órdenes de su merced.

-Estás interesante mi ilustrado bípedo. Pero venite conmigo, si querés, que tenés mucho que aprender

todavía.

El pobre Choro no podía creer lo que escuchaban sus oiditos. El maestro, el iluminado, le estaba

invitando a caminar a su lado. Calladito y con disimulo, se acercó a un arbolito de cornizuelo que

doblado se asomaba por la esquina de la casona, meciéndose suavemente con el vientecito. Cortó una

larga espinota, la miró por unos segundos sin llamar mucho la atención y se pinchó en la cadera. Para no

arrugar la cara se le pelaron los ojotes del hincón, quería asegurarse que no estaba soñando. Una leve

sonrisa se reflejó en su carita al comprobar la realidad de su anhelada situación.

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II

Partió entonces el maestro con su nuevo discípulo hacia la Plaza Central, frente a la apostioza Catedral,

que deslumbraba de blanco sus majestuosas torres encampanadas. Pobre indio Choro Tega, Filósofo de

Barriadas, no paró de abrir la boca, deslumbrado por la soltura literaria de su mentor, alabado por las

masas, tratando de capearse la nube de flores que le llovían. Mientras detrás de bambalinas lo único

que le llovía al Filósofo, era un chorro de mosquitos que lo tenían casi inflamado de los piquetazos.

Pero entre piquete y piquete, no se le habían desaparecido las ansias de evacuar el dolor de barriga que

le traía preocupado y sabiendo que su maestro pronto zarparía en su ruta poética hacia otro pueblo, se

apresuró a buscar un rinconcito obscuro, escondido bajo las graderías donde el público se paraba y

aplaudía acaloradamente vitoreando al poeta Tolindo. Que susto se llevó el pobre cuando escuchó una

voz grave, como de ultratumba, casi así como la de los locutores del mediodía de la Radio Corporación

que le reclamaba:

-¡Indio, andá buscate otro metedero. Qué no ves que aquí estoy yo bien comprometido!

Se había topado con el mero Dr. Taduro de Arrugame, con los pantalones a media nalga, abogado

perro de mucha fama del barrio Camilo Ortega, de la gran comarca de Pochocuepe. Asesor legal de la

comitiva literaria que como él, también andaba apuradito y cuando uno anda así, nunca encuentra un

baño adecuado. Además, en ese pueblo de Aristito, no los conocen todavía. No pasan de pompón y tuza

carrasposa.

Una camioneta de tina, cacharpoza, sin parabrisas, sonándole toda la carrocería, tanto así que todo el

mundo creyó que llegaban los chicheros, se estacionó de repente en frente de la plataforma del

escenario principal. Dos figuras apresuradas se tiraron del interior como almas que lleva el diablo, eran

el Aristito y el tal Canducho, que se abalanzaban sobre el poeta Tolindo, para protegerle de la

muchedumbre e introducirlo en la limosina. (Así le decían los Cracia a la ruinosa camioneta, que por

años había casi que crecido con ellos y la veían como otro familiar más, que hasta le festejaban sus

cumpleaños).

-¡Los juimos!- Gritó el homenajeado, mientras volteaba la cabeza para atrás, tratando de ver si

divisaba al Filósofo y al Dr. Arrugame. Los que, corriendo y sosteniéndose los pantalones al mismo

tiempo, se hacían surco por entre el chusmerío enloquecido.

Ya montado sobre la tina de la limosina, Many Tolindo comenzó a despedirse de sus admiradores. Con

sus dos manos al aire y un movimiento de cintura señorial de lado a lado y una congelada sonrisa. Era

todo un emperador romano el mentado, porque hasta la túnica prestada le había quedado de recuerdo

después del bacanal en la mansión de los Cracia. Esa mañita tiene nuestro querido Poeta, que no se le

ha podido quitar, que donde quiera que va hay algo que se le pega misteriosamente, mientras algo se le

pierde a sus anfitriones. Hay otros que le dicen cleptomanía. Tan entretenido iba con tanta adulación,

que ordenó al Aristito que arrancara la marcha de la cacharpa, perdón, la limosina, sin percatarse que

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todavía no se habían podido encaramar al dicho traste los pobrecitos del Dr. Arrugame y el Filósofo de

Barriadas; quienes aún corrían tratando de darle alcance desaforadamente, seguidos por una jauría de

perros callejeros que casi se les colgaban del ruedo de los pantalones.

Gracias a Dios, se le ponchó una llanta a la camioneta y los dos rezagados pudieron darle alcance a la

comitiva que se alejaba del pueblo y solamente habían tenido que correr por unas diez cuadras y hasta

los perros que les perseguían se habían quedado atrás por cansancio y aburrimiento; aunque dicen por

ahí, que los caninos desistieron de su persecución, más bien por el aire maloliente que los dos

corredores esparcían por los callejones.

El poeta Tolindo era muy precavido. Siempre andaba preparado para toda ocasión. Saco dos “patitas

de gallina” de la tina del sarroso esperpento y se sentó muy pacientemente a esperar que el tal

Canducho cambiara la llanta, supervisado por Aristito. Ah, porque para eso si se presta el Aristito. A la

hora que llego el Dr. Arrugame, muy educadamente se levantó el Poeta y le ofreció asiento, que hasta

medio le limpió la butaca con un trapo viejo, al que llamaba pañuelo. Al ratito, el cansado Filósofo, que

habiendo sobrevivido a la carrera forzada, hizo presencia, jadeando del cansancio con respiración casi

asmática.

-¡Vos indio, echate en cualquier piedra, no jodás!, que no tenemos tiempo para llevarte al hospital, si

te llega a pasar algo, mucho menos que te tengamos que dar respiración artificial.”- Dijo el Tolindo

frunciendo el rostro molestamente.

El tal Canducho interrumpió de repente al Poeta:

-Jefe, a Don Aristo se le olvidó la llanta de repuesto, vamos a tener que ir a reparar ésta.

Imagínense, a Don Aristo, esto demuestra que en esta vida todo es relativo, en esta realidad se le dice

Don a cualquier jincho hediondo, pero bueno, ni modo.

- Ta güeno, Canduchito. Yo aquí me quedo tirando cuechos con el Dr. Taduro. Llevate al Choro para

que te cargue la llanta, no quiero que te ensuciés tu guayabera antes de que lleguemos a Granada.

Como a la media cuadra encontraron un changarro maloliente, con una gran señal escrita a mano, que

mas bien parecía uno de esos escritos en las paredes que dejan las gangas callejeras: “SE KAMBIAN

YANTAS”. El dueño era un chelito famoso del pueblo, compañero de tragos del Aristito. Un día apareció

de repente cambiando dólares en el mercado, porque era arrecho a manejar reales el piojoso y con el

tiempo había abierto su propio negocito. Nadie sabe de dónde vino, pero la gente decía, ustedes saben

cómo es la gente de hablantina, que había sido un polvo desperdigado de un alemán que pasó como

cometa por esos lares, en una motocicleta en ruta para Suramérica. De joven era bien bonito el

susodicho, con sus ojitos azules, blanquito, su pelo maiceado, tanto que era rutinariamente visitado de

noche por todas las putas del barrio, un montón de fodongas desaliñadas. Pero ya a su avanzada edad,

dejaba mucho que desear y los únicos que se acercaban alrededor era una manada de gatos pulgosos,

atraídos por el fuerte hedor a sardinas que desprendía el técnico llantero. Don Ozkar Herrn Riquez,

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nunca se quitó su nombre alemán y era de gran pegue con los culitos que caminaban frente al taller,

tirándoles piropos a lo descocido y silbando sus mejores chiflidos. Sobre todo después que perdió sus

dos dientes frontales en un cachimbeo contra el golillero de la barriada del basurero, el puñitos de oro,

el “Gallo Molina”. Este mentado había sido el boxeador más afamado de toda la periferia hasta que la

artritis le había noqueado sus aspiraciones.

- ¡Hey, Chele! (así le decían al Ozkar). Aquí te traigo un bisnes, pero eso sí… ¿Me das un buen

descuento verdad?-, decía el Canducho, mientras abría la media puertecita de tucos de tablas para

entrar al aposento.

Un perrito flaquetoso, que parecía más bien una rata esquelética que otra cosa, se le abalanzó casi

como tosiendo, porque ya en su vejez yo creo que hasta se le había olvidado ladrar a la criatura. Además

que como el dueño siempre andaba palmado, nunca le daba de comer y era el causante del desmadre

de basura regada por las calles aledañas, cuando como desenfrenado, comía de las bolsas de

desperdicios de toda la vecindad. Ya hasta el alcalde le había reclamado que la parara y que tuviera más

cordura.

-¡Tu madre, aquí me pagás lo que yo digo o te pileás para otro pueblo, que yo soy el único que reparo

llantas en veinte kilómetros a la redonda, pendejo!

El alemancito era hueso duro de roer. El pobre Canducho se jodió con la rebaja. Pero bueno, estaba

con prisa, porque sabía que si se tardaba, el Many le iba a pegar una semerenda puteada.

En menos que canta un gallo, el Chele Ozkar ya le tenía la llanta lista y reparada. Hasta le sacó brillo a

punta de escupitajos.

-¿A ver jovenazo, cuánto te lloró?- Decía el Canducho con vos fanfarrona.

-Por ser vos te va a salir en unos diez pesos, broder.-

-¡No andés remando, Chele! ¡Alivianame y dejámelo en ocho pues!-. Ese Canducho era más regateador

que un baisano en palmasón. Era capaz de sacarle jugo hasta una piedra en tiempo de sequía.

El Chele se quedó calladito. Estiró el picorete, que parecía que se le escapaba la trompa de la jeta

arrugada y los choneles de los ojos que casi se le cruzaban de la arrechura. Sacó un navajón plateado

que chispeaba de brillante y se comenzó a limpiar la uña del dedo gordo de la mano izquierda, mientras

tiraba un salivazo por entre el hueco de los dientes que le hacían falta. Sentado en su taburete y con una

calma de siciliano, con un tono bien pausado y sin merarle a los ojos, le dijo:

-Mirá vos, viviancito, de aquí la gente sale contenta, pero también a veces no salen del todo. Y a mi

Nerón (así se llamaba la fiera perruna del llantero) no le importa qué tipo de carne le doy para hartarse.

La tuya probablemente le va a dar diarrea al condenado, pero me ahorro una semana de comida.

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El Canducho se quedó paralítico, con las antenas bien paradas. Sintió que se le salía un pedo, pero le

daba miedo cagarse y se abstuvo de consumar dicha acción biológica y medio tartamudeando un poco le

respondió:

-No, no, no, Chelito. Si yo solo te estaba jodiendo. ¿Verdad Choro?-. Volteando para atrás a ver qué le

respondía el indito.

Pero el acompañante ya iba como a la cuadra, corriendo a lo descocido. Solo la polvareda se divisaba y

el sonido de los caites apurados que se disipaban en la distancia. El Choro sabía muy bien de la fama de

encabe que rodeaba a su querido primito, que era mejor estar a salvo, a involucrarse en esas situaciones

de peligro espontáneo inherentes a su personalidad.

El Canducho se sintió acorralado, si se quedaba quieto estaba out y si se movía también. Pero así como

se mete en clavos, también lo salva la campana. Una estropeada bicicleta se estacionó afuera del

desvencijado murito que separaba la callejuela encharcada del interior del taller.

-¡Pablito!-. Exclamó el Chele jubiloso.

Olvidándose temporalmente del altercado en proceso. Lo que aprovechó Canducho para poner,

nerviosamente, un billete de diez pesos en las manos del Ozkar. Quien lo quedó viendo casi sin

importancia, mientras se abalanzaba a darle un fuerte abrazo a su amigo, quien hacía presencia

repentinamente.

-Sos un caso perdido, ¿pero bueno, por qué no andás en tu bicicleta nueva y venís montado en este

viejo adefesio?

Pablito tenía un negocio bien montado con su familia. La mama y sus hermanas hacían el pan de

bollito, de madrugada, que él después distribuía desde la canasta delantera de su bicicleta por todo el

pueblo, calentito y bien tapadito con una sábana gruesa bien limpita. Recientemente había comprado

una bicicleta nueva, de diez cambios, focos para la noche, con una canasta más amplia y una pequeña

señal a colores del negocito para hacerse la propaganda. Era todo un artefacto de lujo, tanto así que

nadie tenía nada parecido en el barrio, ni nada tan nuevo había llegado por ahí desde hace ya muchos

años. Había pasado ahorrando metódicamente por muchos meses, hasta que reunió lo suficiente para

realizar su sueño anhelado. Con frecuencia se le veía muy orgulloso pedaleando su preciada prenda,

mientras repartía la mercadería entre sus clientes. Solo que últimamente ya no se le veía más en su

lujosa versión de dos ruedas y los amigos se preguntaban la razón por la cual había regresado a la vieja

bicicleta.

-No hombre, es que cada vez que me engancho en la bicicleta nueva tengo problemas en el barrio. Y

mejor decidí dejar de usarla por mi propio bien-. Decía Pablito bien entristecido.

-¿Pero cómo es eso que te va a dar problema una simple bicicleta? Ahora sí que me enredaste todo,

broder.

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-Si Chele, es que cada vez que salía a la calle en mi bicicleta nueva, la gente de la barriada se saltaba a

la acera para ofenderme y hasta me tiraban piedras los cabrones. ¡Ahí va el burgués! ¡Ahí va el burgués!

¡Burgués come mierda! ¡Vende patria! y otro montón de atropellos. Por eso decidí guardarla

indefinidamente, hasta que toda esta turba de envidiosos y resentidos se haga decente y evolucionen.

Solo Dios sabrá cuando.

El Canducho mientras tanto, se había escurrido cuidadosamente fuera del área de percepción del

llantero y así mismo como hizo su propio primo Choro, tomó las calles como última medida de

salvación. Emprendiendo a la carrera, empujando su llantita y choteando por la espalda para ver si lo

venían siguiendo, mientras dejaba atrás el catacúmbico taller con apresurado nerviosismo.

Volviendo a la camioneta desllantada, donde el Poeta Tolindo y el Dr. Arrugame, que se habían

quedado volando tapas, sentaditos en sus “patitas de gallina”. Estaban muy amenos pasando el rato,

que el tiempo transcurría muy relajadamente. Aristito hasta había ido a traerles un tiste para refrescar

el gaznate, al puestecito de fritangas y refrescos que tenían los Guerra, familia muy conocida por sus

talentos culinarios y que tenían un carretoncito de lujo bajo un frondoso chilamate, en el empalme de la

carretera a las afueras del pueblo. Lo raro era y todo el mundo lo comentaba, como había disminuido la

población de zanates y pijules que anidaban sobre el árbol desde que ellos habían tomado posesión del

lugar. Eso sí, nadie discutía lo sabroso que sabían los ricos bocadillos de patitas de pollito, que eran bien

famosos y apetecidos en la barriada y preparados por las propias manos de Don Enestro, el chef de la

susodicha familia.

Don Enestro se había hecho cocinero a la brava, en los campos de batalla de Sapoá, bajo la lluvia de

morteros y el silbido de las balas en el famoso “Frente Sur”, frontera con Costa Rica, en una de las tantas

revoluciones que se disparaban en el país como por costumbre. Cuando se rebasan las tinajas de la

envidia y la avaricia, en el que todo el mundo peleaba y después todos salían perdiendo, todavía

echándose la culpa unos a otros aún después del cachimbeo. Tratando de derrocar déspotas, para

levantar héroes en capullos temporales, creciendo deslumbrantes alas de escuálido plumaje tiránico.

Había perdido una de sus piernas hasta la chimpinilla y utilizaba una pata de palo que maniobraba muy

bien para patear a los perros muertos de hambre, que merodeaban alrededor del puestecito de comida,

tratando de recuperar un tuco de tortilla o una bolsa plástica con pringas de cremita de algún taquito de

quesillo que caía al piso con mucha frecuencia. Porque, eso sí, se comía muy sabroso en el sombreado

rinconcito, pero de limpieza el hombre se quedaba corto y debiendo, pues alrededor era un chiquero

deprimente. A veces agarraba una escoba zacatosa, cuando ya la basura comenzaba a obstruir el paso

de la clientela, la misma que ocupaba para espantar el mosquero, ciudadanos residentes de reglamento

que parecían ser parte del negocio. Mientras se restregaba las manos en una camiseta, que había sido

blanca hacía ya muchas lunas, y se la recogía arriba del ombligo que se le quería salir fuera de su panza

protuberante y contundente.

En eso estaban, entre broma y chiles morbosos, cuando como bólido, en un torbellino de polvo,

“Padre Nuestros” y “Ave Marías”, se apareció el indito Choro; seguido no muy a la distancia por el

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mentado Canducho, rodando la llanta reparada y mentándole la madre al Chele, que casi le sacaba las

tripas, de no ser por la salvada de chiripa que por dicha se le había atravesado.

-¡Ideay cabrón!- Le decía el poeta Tolindo al Canducho.

-¿Qué no te dije que no te ensuciaras la guayabera?, ¡no jodá! Vas a provocar que nos vean como

chusma cuando lleguemos a Granada y yo que quería impresionar con nuestra presencia a la sociedad

de alcurnia de la metrópolis que me vio nacer.

-No, mi querido Don Many, si supiera de la que nos hemos capeado. Casi nos mata el desgraciado

llantero a donde nos mando Don Aristo. Por un pelito y no regresamos. Por suerte soy encachimbado al

karate y me lo encampané, después de darle una buena carabina de vergazos-. Fanfarroneaba el

Canducho.

-Ahora contame una de vaqueros, que esa no te la cree ni tu mamacita. Dejá de hablar chochadas y

terminá de cambiar la llanta que ya se nos está haciendo tarde.

-¡Ya oíste indio!- Decía el Canducho volteando a ver al Choro.

-El jefe dice que cambiés la llanta y rapidito, que no quiere que yo me ensucie más de lo que ya estoy.

El pobre Choro, lo único que sabía cambiar era la rueda de la carreta de bueyes del Tío Chóforo. Pero

con un poquito de imaginación, lo cual le sobraba al indito, logró reponer la pieza rodante del

destartalado artefacto de ciencia ficción, más bien digno de un museo tenebroso.

- ¡Los juimos!

Se escuchó de nuevo. Y varias estruendosas explosiones que provenían del milagroso, pero aún vivo en

espíritu, histórico motor de la limosina, confundieron a la clientela concentrada en el hartazón, en el

puestecito del chef de tiempos bélicos, que pensaron que las turbas “orteguistas” habían entrado a la

barriada. Mientras el selecto grupo de altos dignatarios se aferraba a las barandas de la tina de la vieja

camioneta, que brincaba al ritmo de los baches del camino que sobraban muy seguidosy

abundantemente.

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III

Y partió al fin la comitiva literaria, rumbo a su destino anhelado. Cantando a grito partido tonadas

melódicas, clásicas y sublimes como: “Doña Sapa estaba Cociendo” y “¿Qué parió tu mama pelota?” y

otro montón de canciones vulgares que se sabía el Dr. Arrugame. Ya el indito Choro iba todo apenadito,

sobre todo con los chistes mal habidos, de cantinas del bajo mundo del poeta Many, que le respingaban

sus oiditos castos, saturados de inocencia.

No habían llegado aún al puente del Río Ochomogo, cuando se percataron de un puesto de guardias

armados que estaba revisando vehículos al margen de la carretera.

Un militar corpulento, alto y pechugón, que sobresalía sobre entre el montón de guarditas

apertrechados a ambos lados del camino; se adelantó con su mano izquierda en alto, un rifle de

combate colgando del cuello y rascándose el culo disimuladamente con la mano derecha.

- ¡Buenas tardes!-, decía mirando al conductor, mientras le trataba de estrechar la mano

amigablemente y la cual se la tuvo que dar obligadamente, a pesar de las caritas obvias que se le

desprendían del rostro al Aristito.

- ¿Parece que vienen muy contentitos, no ? Ustedes se me hacen muy raritos. O están borrachos, o

son un atajo de maricones y aquí por uno u otro motivo nos pileamos a la gente-. Decía el raso Soriano.

Aunque no parezca, el raso Soriano no siempre había sido un simple raso. Por cosas del destino y un

poquito de abuso de poder había perdido su grado de teniente. No solo, su padre había llegado a ser un

General de altos tiliches. Pero ni el mismo padre pudo sacarlo del pedo en que se metió cuando perdió

su prestigioso rango castrense. Cuenta la gente, que una noche bien borracho, iba manejando un jeepito

del ejército en frente del semáforo de la Universidad Centro Americana, en Managua, la mera Capital

del país, pues ni más ni menos, ahí vivía nuestro personaje. Y según él, no viniendo ningún carro

circulando y ya como a las dos de la madrugada, pues decidió tirarse el semáforo en rojo. Muy confiado

en sus majestuosos sentidos, en el estado espirituoso en que andaba, con el pescuezo meciéndosele al

ritmo del viento y su visión periférica en un torbellino en espiral, casi al límite de echar el perro por la

ventana, sintió que un bólido se le encaramo´ en la trompa de su jeep, que hasta perdió el sentido por

unos instantes. Pero de casualidad, se encontraba en el portón de la entrada universitaria un guardita

que era el celador esa noche embarazosa, el cual muy apurado se acercó a la escena del cachimbazo y

muy preocupado se asomó por la ventana del vehículo del teniente, preguntándole como se sentía y

tratando de asistirle muy gentilmente. El teniente Soriano, casi tambaleándose se salió del carro

destartalado y zarandeándose trató de arrecostarse un poco sobre el frente del mismo, tomó del

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hombro al consternado soldado y le dijo al oído con la lengua que casi se le trababa entre los dientes,

por los efectos del exceso de copitas alcohólicas:

- ¡Mire compañero, yo soy teniente, aquí están mis papeles que me acreditan como tal!

- ¡Sí mi jefe, a sus meras órdenes! Como desea que prosiga jefecito-. Decía el guardita mientras se le

cuadraba militarmente.

- Ese cabrón que me chocó, va a saber quién soy yo para el resto de su vida. Vaya donde está metido,

sáquelo de su vehículo y me le pega una cachimbeada de aquellas que ni su propia madre se las ha

propinado.

- ¡De inmediato teniente! ¿Con culata o sin culata?

- Dale con todo lo que tengás a mano pendejo. Pero ya, antes de que se te corra.

El obediente soldado no perdió un segundo después de semejante orden tan contundente y se

abalanzó apresuradamente en dirección al otro vehículo involucrado en el accidente. Después de unos

minutos, regresó el guardita a la presencia del teniente Soriano que esperaba ansiosamente y sin ni

siquiera decirle una sola palabra, le metió a éste una retajila de vergazos y patadas, que no le quedó

espacio en la piel donde no le haya dado con saña y absoluta libertad. A coscorrones, a machucazos, a

mordiscos y pellizcos y hasta escupitajos. Al final, como para cerrar con broche de oro, se sacó la

pirinola y le pegó una orinada de a madre, desde la cruz hasta la cola, que hasta el calzoncillo se le

manchó. Ya cuando el oficial se había cansado, después de unos veinte minutos de darle y darle, hasta

que ya se le habían agotado todas las fuerzas de su cuerpo militarmente entrenado, se sentó en la

cuneta para descansar. Tratando de regular su respiración. En lo que, arrastrándose como lagartija

apedreada, el Teniente se le acercó muy modestamente y levantando el único dedito que podía mover,

le hizo señales para que se le acercara. Por supuesto el guaro ya se le había bajado y ahora la voz le salía

como del estómago.

- ¿Ideay compañero, que pasó…? ¿No es que era al otro al que íbamos a cachimbear? ¿A qué se debe

tan drástica confusión compita?-. Decía el pobre Teniente mientras se sobaba las costillas y trataba de

limpiarse el líquido amarillezco que le resbalaba por el rostro, maltratado por la lujuria del subalterno.

-No mi Teniente, por favor disculpe, no es nada personal. Es que el del otro carro es Coronel y me

ordenó que lo hiciera mierda a como fuera, si no me iba a meter un mes a la bartolina a pan y agua, sin

sueldo. Y yo tengo familia que mantener, no joda.

Después de ese incidente, el raso Soriano era muy cauteloso en lo que se refería a averiguar con quién

estaba hablando antes de actuar con libertino albedrío. Pero eso sí, la maña nunca se le había quitado

por completo y cuando se podía, le gustaba meter en pedo a la gente, sobre todo cuando estaba

aburrido, para matar la palmazón. Así como esa tarde, cuando detuvo la limosina cacharposa de la

comitiva literaria rumbo a Granada.

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-A ver, apeándose todos que vamos a tener que revisar el chunche. Que por esta zona hay mucho

contrabando de armas y hierbitas aromáticas.- Le decía el Raso al Aristito con tono mandón.

Y así, uno a uno comenzaron a vaciar el esperpento: Aristito, el Canducho, el Dr. Arrugame, el Choro,

sólo que al Many Tolindo se le olvidaba que todavía vestía la túnica de musa arrabalera que le habían

prestado en el bacanal de la mansión de los Cracia. Mostrando sus sensuales patitas, esporádicamente

esparcidas de pelos parados como resortes y unos sexi zapatos tenis blancos totalmente enlodados. El

Raso lo quedó viendo por un rato, torciendo los ojos y arrugando la sudada frente. Y quitándose su gorra

militar exclamó:

-¡Ahí está! Si yo casi nunca me equivoco. De seguro ésta es la novia de todos ustedes, atajo de

mariposas. Ya les vamos a dar agua de plomo hasta por debajo de la lengua, van a ver.

-¡No mi Comandante!-, exclamó el Canducho nervioso, tratando de prevenir una desagradable

situación que se pudiera salir fuera de control. Además, acababa de reconocer la cara del raso Soriano. Y

se acordaba que era el primo de un culito que él sacaba de vez en cuando, cuando vivió en Managua,

donde vendía relojes falsos en los semáforos de la Colonia Centro América.

-¿No te acordás de mí? Yo fui novio de la Rosita, tu prima, la chaparrita. Cuando éramos vecinos en el

barrio del Cementerio-, le decía el Canducho, para entrarle al raso con gratas memorias que lo pusieran

en un plano más apacible.

Y como no se iba a acordar el castrense del único novio que tubo la Rosita en toda su vida. Nadie la

hubiera tocado ni con una vara de cien metros de largo, más que el zarrapastroso del Canducho. Era un

taquito, titánicamente circundada de una cintura imponentemente avasalladora, piernitas de palomita

guasiruca y dedos de bonete, adornados de hongos y otras diez plagas de Egipto. Era un Cadilac con

llantas de bicicleta. Sus ojitos apenas se podían ver al fondo de los cachetes, que como un par de nalgas

casi se le colgaban de la carita, que todo el tiempo estaba sonriente. Pero era buena gente la bandida,

con decir que aguantó al Canducho por todo ese verano apasionado que pasaron cuchicheando,

agarraditos de la mano y diciéndose secretitos pecaminosos. Hasta que en el barrio les prohibieron estar

juntos en público, pues lo declararon como un acto altamente antihigiénico e insalubremente ofensivo

para la reputación de la vecindad y la estabilidad mental de la periferia.

-Mirá donde te vengo a encontrar broder. Ay anda la Rosita enculada de vos todavía. ¿Qué onda con

este despelote que se andan ustedes?-, le decía el Raso más calmadito.

-No Comandante, todos estos son parte de una comitiva literaria que va a participar en la Feria del

Poema, en Granada. Y vamos con ese rumbo, sanitos y contentos.

-Está bueno, pues. Sin embargo se van a tener que mochar con algo, para que nos ajuste para las

rosquillas, sobre todo que por aquí son bien caras las mentadas y somos muchos los bocones.

De inmediato toda la comitiva pintoresca, uno a uno, nerviosamente comenzaron a revisarse bolsas,

petates, alforjas, caites y morrales, con la sorpresa que todos andaban palmados (aunque la verdad es

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que para todos ellos hubiera sido una gran sorpresa si se hubieran encontrado algo de valor entre sus

pertenencias). Excepto el Aristito, que andaba un billetón de cien pesos, que era un encargo del

Sacristán del la Iglesia de Rivas para el cura Párroco de la Iglesia de la Merced, en Granada, el

Reverendo Padre Peco Vendoña.

El Padre Peco era toda una figura destacada, hijo legítimo de las montañas matagalpinas. Había sido

abandonado de recién nacido por su madre, una jovencita cortadora de café de la vieja finca de Don

Balto Framber y dejado por ésta en medio de la Isla de las Oropéndolas, a la mitad de la laguna mágica

de la finca, ubicada precisamente detrás de la Casa Hacienda. Evaporando una mística tropical que

emanaba de sus verduscas aguas, mezclándose con la suave bruma mañanera que ascendía en espiral

tratando de atrapar el cielo azul y como jugueteando se alejaba del enclaustro montañoso, taponeado

del verde de sus ceibas y chilamates ancestrales. Tuvo la suerte de ser rescatado por los mismos dueños

de la propiedad, quienes le criaron como un hijo y lo enviaron a las mejores universidades de los Estados

Unidos. Alto y de fina estampa, era bien tipurín el prelado. Tiempo después se había entregado a los

oficios de Dios y convertido en un hombre de ejemplar conducta, prometido al celibato. Sin embargo,

era siempre seguido muy de cerca por un séquito de damiselas que se le pegaban como moscas en todo

momento y lugar. Decían en el pueblo que cuando él estaba confesando en la Iglesia, las colas de

pecadoras casi llegaban hasta el Parque Central, a varias cuadras de distancia. Y le habían encajado: “El

Seminarista de los Ojos Verdes”. Por donde caminaba suspiraban las doncellas, pero él siempre

implacable y con voluntad de acero inflexible, enfocado en su evangelio. Y sobre todo, era una de las

personalidades que esperaba la llegada del poeta Many Tolindo, para darle la bienvenida al evento

literario que toda la ciudad de Granada estaba esperando con delirio pomposo.

- Entonces, asunto resuelto, cáiganse con el billete. Que hasta les vamos a cantar “Se va el Caimán”, de

ipegue, mientras se arrancan-, les decía el raso Soriano medio contentón.

El Aristito no tubo de otra más que sacarse el billete, poniéndolo en las complacidas manos del

regocijado militar, rodeado de sus compinches. Mientras dos pequeñas lagrimitas de preocupación le

resbalaban sobre las espinillas de sus cachetes, hasta darle alcance a su protuberante narizota, donde se

disiparon. Y medio moqueando arrancó la limosina de nuevo, con la comitiva literaria completa y con las

patas temblorosas. Mientras en el trasfondo se escuchaban los cánticos vitoreantes: “Se va el caimán, se

va el caimán. Se va pa la Barranquilla…”.

Al menos habían salido vivitos y coleando del bochornoso incidente inesperado. Y metidos en su

cumbo, continuaron su ruta programada, calladitos y aplastados en la tina del adefesio mecánico, como

si hubieran visto a la misma Cegua o a la Mocuana. Tanto así que cuando pasaron por la ciudad de

Nandaime, casi de media noche, la gente que les vio pensaron que era la misma Carreta Nagua, porque

parecían zombis de lo ahuevado que lucían, con sus caras lánguidas y pálidas miradas congeladas.

Adornados de una luna llena que acechaba encantada, suspendida del negro cielo estrellado, posándose

sobre la silueta de los tejados y las sombras de los solitarios callejones semiderruidos. Sin mencionar el

metálico estruendo ensordecedor del cacharposo chunche, que provocaba el aullido de los caninos

errabundos, sonando como lobos de la jungla mitológica.

17

IV

No fue hasta ya bien entrada la madrugada, que la comitiva literaria finalmente llegó a Granada por la

misma Calle del Cementerio. A la velocidad que alcanzaba a viajar la limosina del Aristito, otros podrían

haber llegado más rápido en una yunta de bueyes jubilados. Había tan sólo un puestecito de fritangas

abierto a un costado del camposanto, a esa hora en que hicieron su entrada triunfal los naturalitos. Pero

ya el hambre apretaba las tripas y la barriga del pobre Filósofo de Barriadas sonaba como güirro

desafinado de trío de garita chapucera. El Canducho casi se tiraba de la tina, como gato que olió el

pescado, olvidándosele que no andaban ni un peso para pagar y el resto de sus colegas corrían idéntica

suerte, por la similar razón que casi habían dejado el pellejo un tiempito atrás en su recorrido.

- Esperate hombre, no seas angurriento-, le decía el Poeta al Canducho.

-Que no ves que andamos escasos de laniza, pendejo. Esperate que lleguemos a la Chicheria Pariste,

que ahí yo conozco al dueño y ese de seguro me da fiado.

El dueño del establecimiento gastronómico era un viejo amigo de la familia del Many Tolindo, Don Eloy

Ancon, “bota gorra” por excelencia sin venia requerida. Andaba siempre la paciencia colgada de un hilito

y la pistola dentro del pantalón, para cuando las palabras se le escasearan. Que aunque se volaba

balazos de vez en cuando con cualquiera, era amigo del mundo entero cuando lograba estar sobrio. Se

había hecho famoso en Texas por su exquisito tacto culinario. Sólo que con los años se había retirado a

su país natal, por eso de que era bueno al gatillo y se rumoraba que en Texas tenía su cementerio

privado, donde escondía a aquellos que le quedaban debiendo dinero de manera descarada y donde la

justicia ya le andaba siguiendo la pista muy de cerca. Lo bueno es que ahora de vejestorio era mucho

más calmadito. Ya casi estaba perdiendo la vista y como también se estaba quedando sordo, no

entendía el por qué la clientela solía levantarse con disimulo y apresuradamente de las mesas, después

que lentecitos, se los tiraba muy silenciosos, según él. Se solía butaquear frente al local, a un lado de la

puerta de entrada del restaurante, con una media de cususa en la mano. La que le llevaban desde la

ciudad de Masaya, puntualmente, todas las mañanitas del calendario. Escondida de manera clandestina

dentro de dos tinajones, en cuyo interior se acariciaban apasionadamente las botellas con manojos de

ropa sucia que se suponía iban a lavar a la aguas del Lago Cocibolca. Transportadas sobre un burrito

propiedad del rústico alquimista campesino, oriundo de la Ciudad de las Flores, Pecheso Alveriado.

Nigromante ambientalista, entendido en la mutación y modificación de líquidos embriagantes y

brebajes encandilantes, de esos que si no lo dejan ciego a uno de primas a primeras, le borran el surco

de la memoria hasta el próximo diluvio bíblico.

Y ahí mismito, sentadito con su botella esa mañana. Escuchó de repente el barullo ensordecedor de la

Carreta Nahua del Aristito, que casi le hace caer de la mecedora y por nadita hasta quiebra la preciada

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garrafa guarera. Haciéndole pensar que algún preso se había escapado del Cuartel Militar, ubicado como

a la media cuadra, donde se imaginó se había provocado una buena escaramuza.

Aristito estacionó la limosina arrimándola a la acera. Pero entre el estruendoso ruido y el humasal

vaporígeno que comenzaba a desprenderse desde la capota de la misma, el viejo restaurantero,

desconcertado, sacó su pistola disparando a lo descocido en todas direcciones, aturdido por tan confusa

circunstancia. Los tripulantes del esperpento mecánico se tiraron a la calle como pulgas fumigadas,

mientras el doctor Arrugame se le abalanzaba tratando de contener la nerviosa mano del decrépito,

intentándolo calmar en su dislocada violencia amenazante.

-¡Tío Eloy, Tío Eloy! Pare ya el desmadre. Todo está tranquilo, que no se le salga el diablo de la botella.

¡Yo soy Little Many! (así le decían al poeta Tolindo cuando era chiquito, y no es que ahora esté más

grande, sólo más senil y estropeado)-, mientras le echaba una mano al Dr. Arrugame y todo el resto de

los chusmequitos salían de arrastrados por debajo de la camioneta, asomando las jetas desde lejos con

desconfianza, temerosos de un plomazo.

El Tío Eloy, al reconocer al Many logró encontrar la calma y terminó dándole un fuerte abrazo de

reencuentro. Se aplastó de un solo mecatazo en su mecedora, desplomándose sin fuerzas después del

tremendo susto que se había llevado con el barullo develado por la caravana literaria. Y dirigiéndose al

Poeta, le dijo:

-Muchacho, no se te pierde la pinta desde la última vez que te vi y eras todavía un chigüín en pantalón

chingo, jodiendo la mitad del tiempo y el resto llorando por consentido. Puta, pero te ves hecho mierda.

Se ve que la vida te ha tratado a cachimbazos. ¿Qué te trae por estos lados?

-No Tío, si es que nos venimos palmando del hambre y no andamos ni un chelín para pagar y quería

pedirle que si nos daba un aliviane y me dejara pagarle más tardecita, cuando me entreguen una plata

hoy, después de la Feria del Poema.

-No jodás, después de que casi me matan y de solo saber que estoy vivito todavía, hasta les voy a

pichar todo lo que se puedan hartar. Pasen y pídanle a la Chenda lo que se les ronque para chupar y

rumear.

No había terminado de decir esto el marchito personaje de otras épocas diluvianas, cuando el grupo

entero estaba sentadito en una mesa, casi tragándose los cubiertos.

La pobre Chendita iba y venía desde la cocina llevando vigorón, chancho frito, moronga, “gallo pinto”,

yuca frita, nacatamales, queso frito con maduritos, cuajada con crema, tajaditas de plátano verde, hasta

“indio viejo” y “vaho” con todas las que la ley manda, no digamos sus respectivos “tistes”, frescos de

cacao y semilla de jícaro para lubricar el gaznate, que ya se les atoraba a todos de la tragadera

desesperada. El pobre Filósofo de Barriadas nunca había visto tanta comida junta en una misma mesa y

mucho menos al alcance de sus manitas. Al resto de los aristócratas se les olvidaron todos los modales

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de repente, excepto aquel que dice: “no hablar con la boca llena”, pues en la desesperación se les borró

el casete del lenguaje y ahora sonaban más rumiantes que homo sapiens.

En una esquina discreta del salón de la garita, desde una mesa reservada, un grupo de taciturnas

figuras circunspectas observaba con atención y sin perder un solo detalle de la algarabía que se

desprendía de la mesa del poeta Many y sus compinches. Después de unos largos minutos, un

corpulento personaje de zapatos blancos de charol y vistiendo un saco blanco, más arrugado que la

camiseta de un mendigo de atrio de ermita municipal, se acercó con pasitos distinguidos y de abolengo

meneadito. Y tomando pose de púlpito, alzó las manos al cielo dirigiéndose al grupo:

-Mis queridos y apreciados amigos visitantes de otras tierras, compañeros aquí presentes. Con todo el

respeto que ustedes ameritan en este maravilloso día, honrando este encomiable salón con su

ennoblecedora presencia seductora-, mientras los comensalitos se miraban indiferentes, metiéndose los

dedos en la boca para rasparse los pegostres masosos de comida que se les pegaban entre los dientes y

limpiándose después los residuos alastosos en sus respectivas camisas y pantalones. -Permítanme que

me presente ante sus ilustres mercedes. Yo soy Don Edgardo del Acarmen, honorable Alcalde de esta

bella Ciudad donde ustedes hoy nos honran con su fina imagen memorable-. El Canducho, que se había

zampado como cinco nacatamales, por más que quiso, no pudo retener un retorcijón de barriga que se

le venía escapando sin permiso, y por más que se agarraba de la silla y se apretaba la garganta, un sutil

eructo con estruendo de trueno de tormenta sabanera se le escapó por el pescuezo.

-¡Jueputa Canducho! Solo para hacernos quedar mal servís vos, no jodás. Disculpe señor Alcalde que

este indio de medio pelo se nos pegó por coincidencia en nuestro trayecto, no estaba supuesto a

mezclarse entre nosotros, pero ya pronto nos vamos a deshacer de él en cuanto termine la Feria del

Poema-. Decía el poeta Many enfurecido de la vergüenza, mientras el resto de los ilustraditos

compartían entre sí risitas cínicas y burlescas. Ya le había advertido anteriormente al Canducho que se

luciera lo mejor posible en el pueblo para impresionar a las masas y sobre todo al público aficionado que

participaría en el evento cultural, esperado ansiosamente.

El Poeta se incorporó de su silla, estrechando la mano del Alcalde. – Don Edgardo, es un enorme placer

para mi persona y la de mis invitados el tener la honra de su presencia. Nosotros somos los conductores

de la Feria del Poema y yo soy el Dr. Tolindo, presidente y fundador de la Asociación de Poetas y

Escritores Notables de Nicaragua. A sus apreciadas órdenes.

-¿Así es la cosa?, no me frieguen, entonces dejémonos de chochadas, que somos de los mismos y yo

aquí hablando sandeces-. Ideay, se le salió el indio de repente al señor Alcalde. Por eso dicen que en

Granada todos parecen de alcurnia, pero esperen solo unos diez minutos y se les escapa la barriada.

Todo es que se sientan en confianza y se les sale la canasta y destapan el mosquerío. – Entonces mejor

echémonos unos vergazos de lijón para celebrar este encuentro inesperado y después nos vamos a la

Feria bien zarandeados-. Y dirigiéndose a su mesa esquinera les gritó a sus amigos: -¡Pero bueno, que es

lo que esperan, arrímense para acá, para que nos las clavemos todos juntos y equitativos!

20

En eso estaban, entre “salud” y “la otra”, “fondo blanco” y “échesela”, cuando se empezaron a

percatar de una música pausada que provenía de la calle. Por la ventana del amplio salón se podía ver

pasar un grupo de gente caminando por el mismo centro de la vía pública, vistiendo trajes obscuros y un

tumulto de mujeres luciendo largas faldas negras, adornadas de transparentes chalinas del mismo color

que casi les cubrían toda la cara, descendiendo hasta la mitad de la cintura y manoseando luengos

rosarios perlados. Seguidas muy de cerca por una elegante carroza fúnebre destellando chispeantes

reflejos luminosos, como un espejo de ónix ambulante anunciando el místico luto fatídico, embarazada

de un majestuoso y adornado ataúd, inundado de suntuosos arreglos florales de funesto colorido.

Cuatro caballos desnutridos tiraban jadeantes, haciéndola rodar al ritmo que el cochero, con un viejo y

derruido atuendo abatido por los años y las polillas, agitaba suavemente las riendas, tratando que no se

le cayera su deteriorado sombrero de copa que le bailaba flojamente en su cabeza, posiblemente

herencia de su bisabuelo o algún otro pariente más lejano aún en la escalera genética. Detrás,

caminaban los músicos, seis panzones bigotudos, de esos que son siempre los mismos en todos los

sepelios, que ya todo el pueblo les conoce por nombre y apellido. Y que al final son los que se acaban la

“chicha” y los tamales, pero nadie les dice nada, mucho menos criticarlos, porque esos son los que le

conocen las queridas a todos los viejos rabo verdes y roba cunas de todas las comarcas aledañas. Pues

son los mismos que acompañan las serenatas románticas de aquellos cuando se les afloja la grupera por

el exceso de calentura.

A todo esto, como al honorable Alcalde no se le puede pasar ningún evento público desapercibido, se

asoma medio tambaleado por las copitas frescas a la puerta para preguntarle a Don Eloy, que sentadote

en su silla, seguía dándole guerra a su garrafa guarera. - Oiga mi querido Chef, ¿sabe usted quién es el

que “estiró los tenis”?

-Pues por ahí iban diciendo que es un tal Chino Gelman K. Liyo.

-¿Qué cómo?, ¿el chino K. Liyo?, no puede ser. El chino estudió conmigo toda la secundaria. ¿Cómo van

a creer que no vamos a ir a su entierro?- Y asiéndole señas al resto de los alegres encandilados, que

habían pasado de ser un puñado a ser una encantadora muchedumbre, se incorporaron a la marcha

justamente detrás de los músicos, no sin antes haber saludado de besos y apretujados abrazos a las

damiselas más bonitas del acongojado grupo peregrino.

El Cementerio no quedaba muy lejos, a unas cuantas cuadras cuesta arriba, en medio de un vecindario

de casas de un solo piso, apretadas entre el bochornoso movimiento de transeúntes apresurados,

tratando de esquivarse entre sí en las diminutas aceras y pequeños negocios que siempre tenían

estacionados carretones, camionetas y ruidosos camiones de distribución de toda clase de mercaderías.

Entre medio de todo este alboroto caminaban los apesarados parientes del pobre chino, seguidos en la

retaguardia por la turba de morosos metiches, casi llorando de la risa de todos los chistes relajos que el

Canducho y Aristito se iban turnando y que el resto de los mirones del barrio pensaban que lagrimaban

del dolor por la pérdida irreparable.

21

Finalmente, entró el cortejo fúnebre al lúgubre camposanto, al ritmo acompasado de la tediosa música

tradicional de entierro, llegando hasta el formidable mausoleo familiar donde comenzaron los arreglos

pertinentes antes de bajar el féretro a su última morada. Ni lento ni perezoso, el esplendido Alcalde de

filigrana tomó de nuevo su pose de tarima bufonera, dirigiéndose a la multitud para reclamar atención.

Todos alrededor murmuraban: “Silencio”, “cállense por favor”, “el honorable Alcalde va decir unas

palabras”. Y después de unos segundos, alzando sus manos hacia la bóveda celeste, casi como tratando

de contener unas forzadas lágrimas solapadas, con tono acongojado le dio rienda suelta a su espíritu de

político entregado a sus ciudadanos:

-Amigos, hermanos, respetados y distinguidos conciudadanos que hoy hacen presencia en este magno

acontecimiento. Hoy estamos reunidos en este sombrío paraje de donde departen las almas, tristes y

heridos de muerte por el dolor que significa la gigantesca pérdida de nuestro devoto aliado y

compañero de vida. Aquel que emprendió su viaje desde el Imperio del Sol Naciente, cuando era apenas

un infante y adoptó nuestras costumbres con veneración y cariño. Descendiente de Emperadores y

dragones míticos de mágico vuelo soberano, nuestro célebre hermano inolvidable, el “chino K. Liyo”.

Trabajador incansable, padre abnegado y esposo irremplazable-. En esto iba el “chagüite” del

consternado funcionario adepto de los discursos tediosos, sobrados de bostezos, cuando un pariente del

difunto se le acercó con pasitos chiquitos pero rapiditos y jalándole de su saco blanco, se le arrimó al

oído con disimulo.

-Señol Alcalde, señol Alcalde, no es señol chino K. Liyo quien mulió, es la señola de chino la que

estamos entelando-.

El Alcalde se quedó taciturno por unos instantes, con su mano derecha alcanzó la bolsa de atrás de su

pantalón de mezclilla sacando de ella una diminuta botella, la que se empinó al galope, se la guardó en

la bolsa delantera de su preciado saco blanco y dirigiéndose a la muchedumbre, que atónita asestaba su

atención en la figura confundida del mandatario, exclamó calmadamente:

-Entonces, ¡borrón y cuenta nueva! La señora esposa de nuestro querido chino K. Liyo, que vino del

Imperio del Sol Naciente, cuando era apenas una niña de brazos. Descendiente de Emperadores y

dragones míticos de mágico vuelo soberano…- Y comienza de nuevo nuestro estimado Alcalde a tirarse

el mismo discurso, ahora en honor a la compañera de destino de su amigo el chino, que los asistentes al

entierro comenzaban a desertar el área con disimulo, por poquito quedándose sin personal suficiente

para bajar el féretro a su designada fosa. Hasta que el resto de la comitiva literaria lo convenció de partir

a la Feria del Poema que estaba pronto a comenzar en el Parque Central del pueblo, a una distancia

considerable de donde se encontraban.

22

V

No tenían mucho rato de haber empezado a caminar sobre la Calle Real, en dirección del Parque,

cuando a lo lejos reconocieron el singular marchado prusiano del Padre Peco acercándose

apresuradamente hacia ellos. Sólo el golpeteo del ruedo de su sotana marrona, siendo pateada por sus

negras botas relucientes, martillaba las paredes de las casonas contiguas rebotando un tajante eco

intimidante que incomodaba los oídos.

-Pero hijos míos, ¿por dónde andáis? Ya la Feria está por comenzar y vosotros ausentes. Qué

vergüenza para poetas y alcaldes de filigrana. ¡Qué superlativa irresponsabilidad!-. Les castigaba el

prelado con vos de evangelista apocalíptico.

Todo el grupo echó un pie atrás como unísono hormiguero, dejando expuestos ante la presencia del

cura, al Many y al Alcalde, que haciendo cara de “perros arrepentidos” se echaban la culpa el uno al

otro, dejando al desnudo el estado etílico que obviamente aún manifestaban.

-¡Bendito sea el Señor! Si venís todos ebrios. Pero vámonos de prisa a la Plaza que ya está por iniciarse

el evento.

Ya la gente del pueblo estaba congregada a lo largo y ancho del pintoresco vergel, abarrotando todos

los rincones, hasta llenar el atrio mismo de la colonial Catedral, resplandeciendo sus nuevos colores

recién pintados, con el sol ascendiendo entre sus dos torres, nacidas en los tiempos de la conquista

española. En los alrededores del Parque, las multitudes rebalsaban los balcones de los hoteles y

edificios municipales. Las azoteas se cundían de morosos tambaleándose sobre las tejas, tratando de

equilibrar el paso para no caer al vacío. El doctor Arrugame y Aristito forzaban el camino entre la

muchedumbre para dar pasada al tumultuoso pelotón literario, que había crecido notablemente

después de la última ronda de tragos. El pobre Filósofo de Barriadas no podía creer lo que sus ojitos

veían, nunca se imaginó la existencia de tantas personas, ni aun en los cuentos fantasiosos de su primo

Canducho, el indio más vivido y tapudo de todas las cañadas aledañas a su comarquita. Con gran

dificultad llegaron todos hasta la glorieta central, de donde se celebraría el acontecimiento, sobre la cual

el Padre Peco tomó la palabra, aprovechando para bendecir a los presentes y presentar a todos los

pulcros dignatarios que harían presencia esa anhelada tarde de virtuosos maestros de la retórica y la

oratoria.

Uno a uno fueron exponiendo elocuentemente sus obras y conceptos. El pulcro público no se cansaba

de aclamar a los ilustrados participantes y la ceremonia se trasladaba a las altas horas del atardecer. Le

tocó su turno al Canducho, con un poema que le había escrito a la Rosita en sus tiempos de jalencia. El

silencio precedía la expectativa. Tomando pose de querubín congelado soltó la labia:

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-“El viejo cerco de piñuelas

está llorando desde la tarde en que te fuiste.

Y detrás del polvo de tus pasos

la lluvia borró las huellas que el tiempo olvidó.

Solo una luz en mi memoria,

tenue como el candil tiritante

aún sacude el árbol del pasado.

Pero mañana solo deberé conservar de ti

el destello de tu ausencia.”

El Aristito no se quería quedar atrás. Había escrito un poema en su etapa melancólica, después de que

salió al exilio en Miami y mientras aún extrañaba su viejo terruño:

-“Exiliados clandestinos convertidos, de las nuevas tierras adoptadas.

Corazones divididos,

marginados entre el pasado irreversible y la nueva esperanza avecinada.

Somos como la roca sólida cementada por el sacrificio del trabajo

y la gota del sudor que resbala

entre nuestra nueva piel y nuestros viejos valores despreciados.

Somos ciudadanos de extraños latifundios clamando por posadas prestadas.

¡Cuántos sentimientos desterrados!

¡Cuántas emociones reprimidas!

Cuantos hemos sido cuestionados:

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¿De dónde vienes extranjero?

Sin sospechar inadvertidos que el mismo mundo nos ha parido.

Mantenidas circunstancias adversibas que crujieron en mis huesos perspectivas.

Soy amigo de mis buenas emociones y perito de mis claras reflexiones.

Compañero de mis noches solitarias y enemigo de las míseras palabras.

Fiel amante de la punta de mi pluma.

Y en las sombras de mis calles intangibles,

las razones me arrebatan pensamientos.

Quisiera encontrar la letra que explicara los motivos escondidos,

que nos hicieron recorrer largos caminos y volar recodos improvisados,

para encontrar esas cañadas con sentido, sumergidas en deseos encontrados.

Y entender la escusa del destino.

De mi destierro forzado a quemarropa.”

El doctor Arrugame, que no estaba supuesto a participar , de repente agarró inspiración al ver a sus

amigos entonados y se aventó la suya muy romántica:

-“Levante mi mano temblorosa

incorporando ansioso mí esperanza,

pero cuando logré asirme al cielo

desperté llorando tu recuerdo

y me espante de tu ausencia.

En el vientre del ayer quedé enterrado

cuando escuché los pasos finales de tu partida.

Como quisiera que desnudaras tu mente del pasado

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para vestirte de un fuego nuevo

y hacer el amor con las estrellas

en el mismo lugar inesperado

donde se quedó nuestro último beso.

Y yo que creí que le robaba al tiempo su paciencia…

Pero hoy me he dado cuenta de que yo también he muerto.”

Subió entonces al estrado el achumiscado indito Choro Tega, Filósofo de Barriadas, que con toda la pena

del mundo, haciendo uso de la totalidad de sus fuerzas se dirigió a las masas atentas, desenguaracando

una visión etérea después de una noche de insomnio:

-“Viejito lindo de mis sueños.

Visitante de mis noches intranquilas.

Filósofo de la margen de mi conciencia.

¡Ya te extrañaba mi calendario!

Ayer te vi en tu mesa divagando fantasías.

Hoy me tocas a la puerta cuando duermo,

cuando no pudiste hacerme escribir despierto.

Y yo siempre secuestrando pensamientos

a la vuelta de la esquina del insomnio,

con el pasaporte de mi vista temblorosa

sujetando tus efímeros misterios.

¡Y otra vez sin tinta!

Me escondiste la pluma,

pero encontré mi mano en la gaveta.

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Por falta de papel

ahora redacto en mi memoria.

Pero queriendo escribir poesía

me acordé de que era analfabeta.

No te temo calavera de mis sueños,

ahora que tengo mi mano,

puente de mi conciencia escondida.

Me dijiste que por falta de príncipes

hoy día revoloteaban los sapos

sin marca de pintura labial en sus mejías.

Y que cada día hay más escritores.

Pero aún hay más escritores

que no tienen quien los lea.

Por eso ahora por las noches

sólo converso con mi arcángel solitario.”

El Poeta Tolindo estaba bien pensativo entre el grupo de presentadores apilados desordenadamente y

apiñados a la brava, encaramados sobre la vieja glorieta. Aparentaba estar bajo el embrujo de un trance

temporal, mientras trataba de atrapar la inspiración que por naturaleza siempre le brotaba de su lengua

privilegiada. Con las dos manos comenzó a apartar los cuerpos de aquellos que estaban por delante de

él hasta alcanzar el frente de la muchedumbre y sin ninguna introducción formal, dijo:

-Hoy he decidido no regalarles un poema. Hoy quiero dejar sembrado en sus corazones una semilla de

la esencia humana, extraviada en el tiempo, divagando dimensiones olvidadas en rinconcitos de la

memoria del hombre, desplazada por intereses superfluos que lentamente conquistan nuestra atención,

invadiendo nuestras conciencias minimizadas inevitablemente.

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“Yo no creo en los profetas absolutos, creo que el secreto de la existencia radica en todo lo contrario y

que todos somos pequeños profetas de nuestros limitados minifundios, de nuestras barriadas

significantes.

Algunas veces nos toca abrir ventanas de conciencia y probablemente pocas veces realicemos cuando

somos mensajeros temporales de los designios del Ser Superior. Sólo aquél que está en el lado receptor

realiza la apertura del portal absorbido. La esencia del ser humano es posar indiscriminadamente,

efímeras razones conceptuales para despertar virtudes inusitadas, que provoquen reacciones en cadena

espirituales que liberen cambios creativos existenciales en el universo circundante. No podemos

cambiar el mundo, sólo podemos influenciar nuestros alrededores inmediatos. Posiblemente ese sea

nuestro papel en la gran obra de la vida, aún cuando muchos de nosotros creamos que la fuerza vital

debiera ser los cambios grandiosos de connotación global. Las masas no cambian la ruta del destino de

la humanidad, es el individuo que acarrea la razón del Creador el que cambia positivamente a su vecino,

que a su vez altera el suyo propio.

Aquél que le gusta hablar mucho, es quizás porque le agrada escucharse a sí mismo y hace un hábito

de ello. Aquél que dice lo que tiene que decir, con humildad, tendrá la cualidad de ser transmisor en el

momento divino y receptor, para escuchar con respeto los mensajes que el Creador le ha preparado

para sí. Aprende más aquél que escucha, aún así sea de las personas más inesperadas o insospechadas.

De los malos, aprendemos todo aquello que debemos evitar para tratar de no ser peores y de los

individuos de bondad, lo que tenemos que imitar para llegar a ser mejores personas.

Dios habla a través de todas sus criaturas. No hay errores absolutos en la batalla por el bien, todos

pertenecemos a la misma cadena de cambios notables individuales.

Todos atravesamos el mundo rodeados de un sinnúmero de seres que se parecen físicamente. Sin

embargo, entre todos ellos se mesclan seres humanos y simples homo sapiens. Solo una línea intangible

divide ambas especies, tan delgada como el filo de una navaja. Esa frontera de visión no es otra más que

la compasión en el corazón del individuo. La compasión es el portal hacia la sabiduría divina que sólo el

Creador puede otorgar al simple mortal, para entender el mensaje primordial de la misión universal que

en esencia venimos a adquirir inconscientemente.”

La muchedumbre comenzaba a disiparse suavemente entendiendo que la Feria había llegado a su final

y mientras los amigos literatos se despedían, un indito corría detrás de un destartalado bus que

emanaba un humo negro tan tóxico como la ignorancia, para tratar de regresar a su añorada barriada, la

única que le confortaba.

JH

EL FILOSOFO DE BARRIADAS

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“EL VAMPIRO CALANDRACA”

DEL FILOSOFO DE BARRIADAS

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Cursaba la mitad del mes de Octubre de 1856. La ciudad de Granada se encontraba sometida al caos y

al desconcierto que sólo la anarquía desbocada puede provocar. Los clarines de la guerra sonaban de

nuevo dentro de todos los rincones de las cuadras y vecindarios de la pomposa ciudad de hombres

nobles y orgullosos.

Las tropas Aliadas de los Estados de Centroamérica, habían quebrado el sitio estratégico que la

Falange extranjera, auspiciada por los leoneses calandracas, había tejido sobre la región de Masaya.

William Walker hasta hace unas horas había declarado ante sus hombres, la evacuación de la ciudad a

como diera lugar, determinado a destruirla, mientras al mismo tiempo la abandonaba.

El día entero trascendía entre intensos disparos de infantería ligera y estruendos moderados de los

cañones que los americanos usaban a la perfección. De noche, el silencio de las sombras era

interrumpido tan solo por una bala desperdigada, el lamento de los heridos en el combate de la tarde

anterior o el llanto de las viudas y las madres de aquellos que cayeron abatidos mortalmente por el

fuego certero de un enemigo que no daba tregua.

Como en todas las guerras, aquel que paga las consecuencias y sufre ampliamente los percances de la

violencia, es el pueblo inocente, que solo sueña con vivir su destino dignamente y cumplirle a Dios y a

sus familias con responsabilidad.

Así pensaba Don Poncio, cada vez que tenía que escapar de su casa por las noches en búsqueda de

agua y víveres, los que escaseaban más a medida pasaban las semanas. En sigilo, penetraba por entre

los agujeros de las casas y paredes perforadas por los morteros de ambos lados de la línea de fuego.

Deslizándose por entre los estrechos callejones malolientes a cadáver de hombres y bestias de carga

alcanzados por las balas, las que no entienden de colores. Por si acaso, pensó: “-Me llevo un pañuelo

blanco por si me agarran los granadinos y un pañuelo rojo por si caigo en manos de los leoneses o de los

yanques.”

Fue la primera noche que se atrevió a salir, después de esperar ayuda que nunca llegó y tener que

soportar ver a sus tres hijos y su amada esposa, pasar hambre en silencio, sin reclamarle nada, aun

cuando les veía retorcerse de dolor sobre el catre donde todos dormían. Esa noche, mientras registraba

las alacenas de la majestuosa cocina, en la mansión de los Santinos, creyó ver la silueta de un hombre

inclinada sobre un cuerpo inerte, tumbado sobre un montón de escombros, a la mitad del patio central

de la residencia. La tenue luz de la luna llena, le permitía a penas distinguir las sombrías figuras difusas,

sobre todo para sus viejos ojos negros que comenzaban a dejarse vencer por el cansancio. Por un

momento tuvo la impresión de que le habían visto y se agachó, escondiéndose detrás del lavandero.

Todavía podía distinguir, a través de una ventana, la gruesa capa negra de la silueta que se movía

silenciosamente en la obscuridad, arrodillándose sobre el cuerpo desplomado. Sintió que se le erizaba

la piel y un intenso miedo le corrió el torrente sanguíneo más rápido que un parpadeo. Se resbaló

ligeramente al machucar un pichel de cerámica sobre la loseta húmeda del aposento, mientras trataba

de acomodar su pierna acalambrada. Volteó rápido la mirada hacia el centro del patio y ya no vio más la

misteriosa figura. Atemorizado, corrió desesperadamente hacia el amplio portón que conduce a la calle,

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pero como por instinto rotó su cabeza hacia atrás, para estar seguro que nadie le seguía. Cuando

repentinamente escuchó un chirrido sobre su cabeza que provenía del tejado.

No fue hasta la mañana siguiente que despertó abruptamente, tirado a un costado del patio interior

del solar de los Santinos. Sentía que le dolía la cabeza y unas gotitas de sangre se habían secado en su

empolvada camisa desabotonada. Se tocó la frente. Tenía una pequeña herida aun abierta. Rebuscó a su

alrededor, a ver si entendía lo que le había pasado y notó que una teja quebrada tenia pequeñas pringas

rojizas concentradas en una esquinita. Se tranquilizó al pensar que solo había perdido el conocimiento y

que había estado imaginando cosas la noche anterior, antes de que la pesada teja del abatido cobertizo

le callera encima, rompiéndole el cráneo. Respiró profundo, mientras con el pañuelo rojo se limpió la

cortada que aun le molestaba. Y mirando al centro del patio, pudo reconocer el cadáver de un soldado

americano que yacía solitario boqui arriba. Se acercó con respeto, no sin darse cuenta que a pesar de no

tener ninguna contusión provocada por las balas, su cuello estaba completamente cercenado. Su

corazón comenzó entonces a palpitar acelerado, que su respiración martillaba su caja torácica casi al

ritmo de los disparos que resonaban en la lejanía. Caminó hacia la calle para regresar a su casa, donde le

esperaban los suyos, mientras se arreglaba el cuello de la camisa. Fue entonces cuando sintió con su

dedo pulgar, que tenía dos pequeñas perforaciones al lado izquierdo de la nuca y una inusual sensación

de sed escalofriante le empezaba a asediar el cuerpo de manera repentina, al mismo tiempo que sentía

que la luz del sol le retorcía sus entrañas.

Muchos dicen que Don Poncio sólo sale por las noches, porque quedó traumado después de la guerra

contra los yanques. Otros dicen que porque se está volviendo bien pálido. Lo cierto es que es muy

peligroso que ande solo por las noches, sobre todo desde que empezaron todas esas muertes

repentinas en Granada.

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PS: Y cuando ya no estemos aquí, ¿quién contará nuestras historias? ¿O llegaremos a ser los culpables

de llevarnos con nosotros nuestros cuentos y los de nuestros ancestros queridos? ¿Quedarán tan sólo

grabados en la memoria del universo?

¿Cómo aprenderán nuestros hijos de nuestros preciados talentos y más aún, como aprenderán de

nuestros notables errores?

De los vientos del pasado se empujan las velas del bergantín del futuro, aquel que tomarán nuestros

nietos para navegar sus abruptas extensiones. Nunca te olvides del pasado, que el pasado jamás se

olvida de nosotros y puede ser nuestro mejor amigo, aún más, cuando ya no nos quede ningún otro.

Para mis Amigos: EL FILÓSOFO DE BARRIADAS

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CONTENIDO:

PÁGINA NÚM. 1: “UN CUENTO DE ACACHIMBA”

PÁGINA NÚM. 29: “EL VAMPIRO CALANDRACA”

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