de la máquina que sueña

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“…sugerencia: imaginarnos el instrumento del que se valen las operaciones del alma como si fueran un microscopio compuesto, un aparato fotográfico, o algo semejante…” (S. Freud 1900 Amorrortu V p.529)

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De la máquina que sueña

En agradecimiento al doctor Juan José Leñero

Agradezco la fina lectura y profundas observaciones de Helena

Maldonado Goti, María Vázquez Valdez y Fernando Azcárate

“…sugerencia: imaginarnos el instrumento del que se valen

las operaciones del alma como si fueran un microscopio

compuesto, un aparato fotográfico, o algo semejante…”

(S. Freud 1900 Amorrortu V p.529)

La fotografía, en su constante búsqueda por fabricar imagen,

negativos, obra, diapositivas, instantáneas temporales, metáforas

escópicas, poesía, sabe —como buen oficio que es—, que lo real hay

que saberlo ver, saberlo mirar; sabe, hace prueba con lo escópico

para poder manipular esa luz que queda en algún lugar de la

cámara oscura.

Un enigma cotidiano —¿qué fue de esa luz?

Otro enigma subrepticio que requiere de reflexión —¿qué es saber?

Un enigma que pasa por supuesto —¿qué es mirar?

Un último enigma eterno —¿qué es eso de ser?

¿cuánto se puede dilucidar de cada uno?

Cámara

Cámara, además de ser un significante escrito sobre este papel —

marquemos que lo escrito no es igual a lo significante, como explica

Lacan en el 73, “no es de su misma calaña”— es una expresión mexicana

que vectoriza lo simbólico hacia un asentimiento, una afirmación, un

consentimiento. La palabra cámara parece cumplir con la función de

vectorizar lo simbólico hacia un espacio en lo real, asignando —a

veces— una herramienta que le es sumamente útil a aquel ser humano

que se autodesigna —vectorizándose— como fotógrafo.

Muy aparte de las cámaras de torturas y de las cámaras de gases —

que ya pasan del quehacer torturante al de la extinción, o mejor

dicho: mueren de verdad, de a de veras, en verdad—, las cámaras

fotográficas civilizan, culturizan, actualizan, subliman la cámara

espolvoreada del rifle, anulando la herramienta del asesino;

distanciando la navaja del homínido, retiran el proyectil y en su

lugar colocan un listón oscuro compuesto de haluros de plata sobre

un delgado plástico, o en su defecto —necesaria modernidad—, un

sensor óptico digital.

Por lo tanto, en vez de destrozarle el cráneo a un inocente elefante, lo

capturan en una imagen, que para algunos homínidos superiores

supone que el alma del elefante quede atrapada en esa instantánea;

para lo cual recita santo remedio el Yatiri —Aymara equivalente al

chamán—, recetando que repitamos el nombre de aquella alma tres

veces, y, así su Ajayu —alma Aymara— retornaría a su cuerpecito.

Lo cual jamás ocurre —repitamos las veces que repitamos el nombre

del ser amado— cuando es asesinado.

“…No se trata de sustos…”

(Juan Rulfo, Diles que no me maten)

I

La cámara de la cámara fotográfica (valga la redundancia, tan

necesaria para la función metafórica) hace de túnel para la traslación

de fotones, los cuales, habiéndose gestado un millón de años dentro del

sol, y viajado ocho minutos desde su superficie, cobrando color en la

travesía dentro de nuestra atmósfera, son organizados para cruzar el

lente y así ser proyectados en un menor espacio; lanzados hacia el

fondo de la cámara, se posan suavemente y a mucha velocidad uno tras

otro, hasta dejar un elemento (haluro de plata) quemado, tostado,

activado y por lo tanto diferente; mutado, transformado, cambiado,

otro; y si lo sabemos leer, quizá codificado.

Los fotones se descargan en la reacción química y destilan algo de

calor excipiente; sus restos yacen a manera de huella en el negativo,

transformándose en una secuencia de cadenas químicas nuevas;

imbricados con la nueva lógica de los haluros.

Esta codificación formará, impresionará, imprimirá una primera

transformación —del elemento fotón al elemento químico activado,

mutando el haluro fotoactivo— manchando el listón, mancha

conocida como negativo.

¿Por qué se le nombra negativo?

Porque permitirá un positivo, una positivización, un positivado.

Si lo recordamos, el negativo se imprimía sobre una superficie

transparente, la cual una vez revelada y estabilizada —para que la

luz no active más haluros— se nos mostraba manchada —mancha

que sólo un ojo profesional podía ver en positivo sin necesidad de

imprimirlo—; manchas que, una vez estabilizadas, eran sometidas

nuevamente a una luz, permitiendo una nueva proyección.

Otra cultura más que sabe que el cuerpo no es el ser

Esos fotones cruzan las transparencias del negativo y a su vez van a

posarse sobre una hoja de papel —también recubierta por haluros—,

y nuevamente éstos se activan, queman, codifican y son estabilizados

para que la imagen que queda —perceptible para el ojo de algunos

animales— no se siga cociendo.

Este proceso de mutación se inventa hace algunos miles de años,

representando algo con un pincel y algo de barro con colorante

natural; representaciones plasmadas mediante una herramienta

sobre algún lienzo de piedra. La tubería bautizada como cámara hoy

busca imprimir sobre papel en vez de cueva.

Es importante marcar, que la imagen nunca estuvo en el papel, se

codificó gracias al ordenamiento anterior —en el negativo— de la

serie finita de cadenas químicas que ahora se adhieren a un lienzo de

celulosa; moléculas que a su vez permiten que ciertas ondas de luz

queden fuera, y al quedar fuera, el ojo las puede visualizar, captar y

proyectar, e incluso, transcribir en la conciencia de cada Sujeto.

Aterricemos esto: en convención social, o por sentido común,

decimos que esta casa tiene una fachada amarilla, pero la fachada de

esta casa no es amarilla sino la imagen que percibimos.

¿O la que miramos?

Precisemos: la vibración atómica de cualquier cuerpo permite que

algunas ondas electromagnéticas a su alrededor lo penetren, así

como nuestra atmósfera nos permite ver un cielo azul; pero algunas

de estas luces no pueden penetrarlo, porque algunos cuerpos vibran

diferente. Por lo tanto, esos sectores del espectro lumínico quedan

fuera, esos fotones que llegan de nuestra estrella quedan fuera del

cuerpo; en el caso de la casa, el amarillo queda fuera de la fachada;

por eso la luz que queda fuera de los objetos puede movilizar los

haluros del negativo generando una primera imagen, la cual será

reproyectada para representarse como segunda imagen en el

positivado.

Esta foto, a su vez, no podrá contener, alojar o atrapar, ciertos

fotones que el ojo podrá captar; las ondas movilizarán los conos y

bastones, los cuales generarán una señal que cruzará por el nervio

óptico. Fijémonos que la señal es una transformación representante

del proceso de los conos y bastones; una segunda codificación de lo

que esos conos y bastones pudieron reproducir de esa luz.

En ese momento, ese tiempo, no queda luz, sino oscuridad; esas

señales eléctricas o signos de percepción evocan huellas mnémicas, o

de memoria, ¿cómo?, en el Proyecto de psicología para neurólogos

(1895) Freud deja una pista con el concepto de “barrera de

contacto”, ya que el camino neuronal se repite en tanto la señal

tenga la misma intensidad y cambia de dirección cuando se hace más

fuerte o nueva; eso en algún lugar se integra y se alucina.

Aquí el proceso se complica porque esa información, esas señales, al

evocar huellas mnémicas, teóricamente fabrican la alucinación

consciente, el lugar donde las fotos se proyectan, donde vemos el

color, donde lo imaginamos, donde alucinamos nuestro universo.

Es importante marcar este hecho que suponemos que ocurrió,

porque puede ser que la información que queda entre el químico y la

conciencia del sujeto sufran del mismo modo transformaciones que

hagan nuevas codificaciones y por lo tanto equivalencias en lo

análogo.

Maravilloso.

Este detalle paradójico, de equivalencias en discursos analógicos, se

puede pensar cuando nos encontramos con la imagen de cualquier

foto que colocamos en conciencia, y así mismo cerramos los ojos y

hacemos el esfuerzo de visualizarla una vez más, se puede deducir

que nuevamente aparecen representaciones: esas representaciones

son otras cosas, no son la cosa, no son la foto; es decir, la foto que

vemos no es la foto que sostenemos, siendo nueva debe suponer

algún cambio con respecto a las anteriores.

En este modelo todavía no incluimos el descubrimiento freudiano de

lo inconsciente.

¿Cómo se da esa proyección?, ¿qué es ver aquel color?, ¿qué es

imaginarlo?, ¿qué es una alucinación conciente? Son preguntas que

todavía no tienen respuesta, pero nos parece veraz pensar que hay

algo que está en la alucinación haciendo el papel de aquello que

religiosamente creemos que está en el afuera, y además que este

fenómeno puede ser visto por alguien, alguien que es yo.

Si ese yo puede ver el fenómeno, adquiere conciencia, si no lo puede

ver, y podrá ser recordado, es preconsciente.

La fachada es de todos los colores menos el amarillo —un detalle

que cualquier fotógrafo conoce—, lo que nos lleva a concluir que el

universo es más parecido a lo que se percibe en un negativo que en

su positivado.

Aquellas huellas de memoria representan al color que activó

nuestras retinas, pero no son conciencia, esa información tiene otros

atributos; la conciencia de ese color que venimos persiguiendo, el

espacio yoico del mismo, integra sus sentidos, y articula ese color a la

historia particular de cada sujeto. Un detalle respetado por el

psicoanálisis cuando habla de la posición singular de cada sujeto, y

cuando rechaza cualquier tipo de metalenguaje, generalización u

esperanto.

Hace algo de tiempo —en este caso medido por la traslación de

vuestros ojos sobre estas letras—, o unos párrafos atrás, se ha hecho

mención a una problemática: el código y la codificación, que

analógicamente al lenguaje buscan representar en otro medio una

cosa de otro ámbito, de otro campo, ¿de otro tiempo?, y se

comportan como representantes, se hacen otro idioma.

La letra —respetando, acatando una serie de formas y posiciones

permitidas por su lógica y por sus pueblos— seguida por otra letra,

puede construir una palabra, puede representar la escritura de una

palabra, que a su vez puede sonar de tal o cual manera, y a su vez

mirarse o evocar alguna de las tantas posibles conciencias. Esto nos

da la pauta de varios niveles de existencia de un mismo significante,

de una misma instantánea, de un mismo instante. La letra no es

igual a su sucesión, tampoco es igual a su sonido —éstos se

diferencian entre sí— y además representa.

A nivel memoria y a nivel conciencia también son diferentes, todos

por ser analógicos, todos por pertenecer a diferentes campos,

códigos y tiempos.

¿cómo se sabe del tiempo? debe haber algo que nos recuerda que

este transcurre entre cada pensamiento. ¿El yo se ve reflejado y

marca el tiempo? ¿algo inconsciente fabrica el tiempo?

II

Campo

Este espacio es extenso y logra ser confuso, nos supone varias

problemáticas —a menos que tengamos presente el mecanismo

metafórico de la palabra—; en el ejemplo de la fotografía se trabaja

con insectos y átomos, bacterias, tejidos benignos o malignos; hay

fotógrafos de estrellas y no necesariamente de rock, de guerras y

demostraciones de paz; otros fotógrafos se designan ser de objeto y

toman fotos de grifos, ladrillos, tostadoras, espoilers, telas —que,

sospechosamente, rara vez colocan un hombre desnudo en el

ikebana objetual—, lo cual no es lo que captura un fotógrafo de

moda, que fotografía a un ser humano ya sea en movimiento o

estático, con una prenda de vestir —a veces vistiéndolo—. Otros son

fotógrafos de obra, y no le sacan fotos a la obra negra de un proceso

arquitectónico, sino instantáneas muy finas de la obra de éste o de

aquel artista. Hay fotógrafos que captan luces imperceptibles para el

ojo humano; los rayos X, los rayos gama: para ver el fondo de

radiación del universo o el comportamiento de una costilla rota.

Todo esto nos permite concluir que el lenguaje es paradójico; en

tanto nombra, no abastece lo que nombra, por lo que se repite,

confunde, y es de otro orden, de otra materia a aquello nombrado.

La palabra es de otra calaña, la letra de otra, la alucinación

conciente de otra.

El campo se diferencia superficialmente en la problemática

lingüística de salir de campo o salir al campo, lo cual confunde, pero

ya en la práctica muestra algunas minucias; el visitar una locación

obliga a una decisión donde el antojo de nuestro fotógrafo tendrá

que decidir y desplazarse, dándose un conocimiento previo del lugar,

el profesional revisa diferentes mapas, literaturas, que le den una

descripción de sus distancias, de su terreno, de su clima, de sus

colores y temperaturas, de su anualidad y sus habitantes; la

velocidad con la que estos seres se mueven y las formas de vida que

proponen; lo cual antoja al fotógrafo hacia un afán de toma de

decisiones; probablemente porque no puede lograr satisfacerlo todo

y de repente le nace abordar —a su manera— el campo.

Campo que nada más existe en su conciencia, campo que cada uno

de nosotros compartimos en fe de que el campo que otro mira sea el

mismo que mi Yo mira.

¿Antojo o voluntad?

Me pregunto si este antojo es generado por el encuentro y

desencuentro de ideas que surgen al pensar diferentes posibilidades

de camino, pero, ¿si nada más es un proceso de tesis y antítesis, no

seríamos una especie de autómata?, ¿de robot?, ¿buscando la mejor

opción?

Un programa de ajedrez mueve después de revisar la estadística de

juegos que tiene en memoria, entonces si mueve a C2 (sé dos), es que

la estadística de juegos que tiene en su banco de datos le hace saber

que esa es la mejor jugada que conoce; por lo tanto podemos pensar

que los humanos, cual programa de ajedrez, buscamos resolver el

enigma de lo que se nos antoja.

¿mediante un algoritmo que busca ganar por ganar?

Pues no, los inventos humanos del amor, la compasión, el perdón, la

codicia, la conmiseración, el auto sabotaje, —para mencionar

algunos— plantean sorpresas a esa justificación robótica-

imperialista.

Los ideales que juegan al yo nos hablan de conciencia que, con

referente a la posibilidad de nada, predican cada saber, cada

instante yoico como un objeto resultante de la complejidad de

posibles marcos de determinación de valor: no-dependencia, bien,

mal, amo, esclavo, alto, bajo, noble, innoble, águila, serpiente,

autenticidad, león, burro, camello, perro, sanguijuela, síntesis

apolínea, prótesis cristiana, antítesis dionisíaca, verdaderos y falsos,

amor y muerte.

Hecho que critica duramente a aquellos estudios psicológicos que

jamás revisan a Kant, Sade, Hegel, Nietzsche, Lacan.

Estas maneras de enmarcar y valuar la actividad posible de la

conciencia, de hacerse conciente de las temáticas que se nos

presentan, de adquirir conciencia de nuestros actos, de hacer objeto

lo subjetivo, de que lo subjetivo sea respetado entre los pensantes, de

que la mente humana tenga derechos y deje de ser desechable, es el

espacio que corresponde a la memoria conciente, al Yo; pero el

psicoanálisis descubre otro espacio.

Un día nuestro fotógrafo se trepa al helicóptero y decide entrar al

paraje elegido, conlleva una ignorancia que lo anonadará múltiples

veces, y lo más sorprendente es que este fenómeno se repite cada vez

que entra, y si ya no quiere entrar, otro entrará, y la virginidad del

espacio seguirá emanando desconocimiento.

Esa convivencia con el campo le hace mirar cosas que nadie más

miró; pero, por razones temporales, climáticas, de alturas y bajuras

—tanto terrenales como mentales—, angulaturas, curvaturas

lenticulares, y demás posibilidades con su supuesta

cuatridimensionalidad corporal, la cámara que carga reptará

pintando nuevas locaciones en viejas localidades.

Nuevas miradas en un mismo universo, lo cual no sólo habla de ese

cuerpo humano, de su proceder corporal, de su bailar en su espacio,

de su tiempo, de su da-sein, de su existencia y quehacer con su

cuerpo en espacio y tiempo; incorporando su Yo.

¿Acaso un fotógrafo no puede decir que esa foto le significa tanto, o

cuánto?, ¿acaso un fotógrafo no se queda con tal o cual instantánea?,

¿acaso el fotógrafo no se arrepiente de no haber cargado su

herramienta tal día?, ¿acaso cuando repite yo soy fotógrafo, no emite

una falacia?

¿Se podrá pensar que el campo de la fotografía contiene a la

herramienta y al universo? O ¿es necesario articularle el discurso

del fotógrafo?

Para el psicoanálisis, el lenguaje es campo.

¿Qué es ser fotógrafo?

La altura, profundidad, ancho y tiempo del fotógrafo visitan las

cuatro dimensiones del campo, pero pocos prestan atención al detalle

de que ese cuerpo visitante —ese ser humano— transporta un ser, y

un quehacer persona, singular, y además ese ser carne, cuerpo; ha

transformado esas dimensiones del afuera, en lo que se llama las

dimensiones psíquicas o lo que ese ser llama, bautiza, designa,

vectoriza como su Yo.

La herramienta y el campo, en la fotografía, parecieran confundirse

en la función de elección o antojo del ser del fotógrafo; su Yo, su

antojo, juega una carta primordial.

Lo que se mira suplanta lo que se ve.

La conciencia o alucinación conciente ha reproducido

analógicamente al universo, el universo es Yo, Yo es universo, Yo es

todo.

Yo se niega, yo sabe de la nada.

¿Por qué se pensaba que era nada?, ¿por qué el espacio del Yo antes

del siglo XVIII no tenía lugar? Quizá por ser una suplantación muy

convincente del todo –una representación “perfecta” — aquello que

niega el todo, el todo fuera del yo.

“El ser es la pura indeterminación y el puro vacío.

En él no puede intuirse nada, si es que aquí cabe hablar de intuición;

o bien, es solamente este puro intuir vacío.

No hay en él nada que pueda pensarse;

o bien, es simplemente este pensar vacío”

(F. Hegel. Lógica, Libro 1, sec.1, cap. 1, A)

Perfecto espejo, fata morgana, miraginaire.

Al adquirir cuerpo, espacio, registro, lugar, el Yo, lo conciente,

necesita de la función de la nada —función de extrema negación, ya

que nada nunca es todo, nada nunca es algo— para poder contrastar

todas las imágenes, memorias, historias; para concluir, decirse, que

eso que siente, por lo que decide, lo que mira, lo que admira, es Yo.

Fenomenología del espíritu.

Retomemos; el paraje es infinito, su fenomenología es mayor a la

temporalidad humana, y más aún a la percepción corporal, por lo

tanto, el fotógrafo puede entrar novato, nuevamente, en novedad,

infinidad de veces.

Lo que permite que cambie de locación es una demanda de novedad,

porque él ya no le encuentra sentido, deja de hacérsele antojo al Yo

del fotógrafo, —según Hegel y su fenomenología del espíritu—

prefiere cambiar su Yo por un No-Yo, es decir, hacer otra cosa,

nacer nuevamente, otra conciencia; pero; también puede hacer que

la locación cambie, sin moverse de locación, causando novedad,

nuevamente demandando novedad; todo es otra cosa, todo es

mutable, todo puede ser mirado desde otro lugar. Por lo tanto

podemos concluir que el posicionamiento yoico del humano influye

directamente en el resultado de su creación artística.

¿Cómo?

Siendo cada paraje infinito para cada humanidad, el desarrollo de

ideas y de propuestas para fotografiar —o simbolizar ese instante—

se hace inmenso, inconmensurable, y da de comer a tantos

fotógrafos.

A pesar del intercambio de disparos y recepciones fotónicas de lo

real, codificaciones en químicos o dígitos, queda sin explicar la

voluntad del fotógrafo, porque si el fotógrafo elige, existe un nuevo

conjunto de variables que son ajenas al universo y a la destreza del

manejo de la herramienta.

Suponiendo que la metáfora de sus miradas ha sido lograda —si no,

la foto se guarda en un baúl del olvido.

En el transcurso del quehacer diario, donde el comer, respirar y

recrearse se le hacen también necesarios, el fotógrafo elabora un

discurso, una manera de escribir con esa imaginería que va

coleccionando su cámara oscura, imaginería que nada más puede

sostenerse si hay un desfase en la transformación, un salto de idioma

en cada traducción, una transliteración en cada interpretación, un

bautizo en cada nombramiento.

A la foto 981 del negativo 29f —que por lo que podemos percibir

parece ser un grupo de niños sonriendo ante la cámara, parados

detrás de unas rejas que probablemente dan a la sala de un comedor

mediano— el fotógrafo la bautiza como Ségüera. El día de la

exposición se le pregunta por qué la denominó así, y nos responde:

“Si a la niñez se la educa con las rejas del sistema, solamente se

fabrican ciegos”; y ahí le preguntan por la transformación de la

palabra ceguera en el título de la obra, y responde que “algún güero

presidencial, a menudo se comporta ciego, por ejemplo: acaparando

vastas riquezas provenientes de la corrupción y de la polución, la

familia butch oprime al planeta entero” “¿butch o bush?” pregunta

la periodista, “Da igual” responde el fotógrafo.

Lo real al traducirse fabrica otro real; la imagen en lo natural es

vista, mirada, pero a su vez transformada; no es la misma ante el

haluro de plata, el papel baritado, o el sensor digital: que en

referencia a una escala de colores escribe en código binario los

colores que está captando, y tampoco se queda quieta ante la

percepción humana, y menos ante la historia particular de cada

humano, ante la metáfora que ésta le permite dibujar a cada

humano.

Las traducciones implican un cambio, más aún las interpretaciones.

Mirar la foto es una cosa, entenderla otra; lo mirado cambia

físicamente al ser escrito por el cuerpo, pero también al pertenecerle

a algún momento de su historia, de su tiempo, de su caminar, de sus

ensoñaciones, de su posibilidad de muerte, de su diario sonreír.

Cambia al interpretarla.

¿Qué cámara oscura se articula? ¿Dónde yacen los trazos de

presentes congelados en la viviente eternidad de un registro? En el

registro posible del ojo del fotógrafo que mira y siente el impulso de

hacer una foto nueva, una nueva foto, una novedad en el estilo, un

camino, y así morir en su obra, en su cámara oscura.

La cámara oscura del silencio generado por el entendimiento de la

imposibilidad de la perfecta transcripción, en el sueño de la sonrisa

del bien-morir, donde lo que no puede ser simbolizado queda como

enigma para el siguiente investigador formado en la histórica fila de

los fotógrafos terrestres.

¿No se hace extraño que existan fotógrafos ciegos?

Toda formación se hace en el campo; un neurólogo se enfrenta a las

neuronas y aprende a ver, su Yo reviste lo desconocido, creyendo

adueñárselo; y así como el fotógrafo aborda su universo, y en tren de

metaforizar su mirada busca disparar su obturador para reproducir

instantes de tiempo que entrega a los haluros de plata, el neurólogo

encuentra qué hacer con las neuronas, y en 1895 descubre que la

investigación neuronal no da cuenta del universo psíquico; y a su

vez, vislumbra un espacio nuevo, un espacio que fabrica a su antojo

toda conciencia, un espacio encargado de crear la alucinación

conciente, lo inconsciente.

“…aquí sucede algo con particular frecuencia,

que se ‘recuerde’ algo que nunca pudo ser ‘olvidado’,

porque en ningún tiempo se lo advirtió, nunca fue conciente; además

para el decurso psíquico no parece tener importancia alguna que uno de esos

‘nexos’ fuera conciente y luego se olvidara,

o no hubiera llegado nunca a la conciencia…”

(S. Freud “Recordar, repetir y reelaborar” 1914 p. 151 Amorrortu XII)

Enigmático el doctor Freud.

Nuestro fotógrafo ejemplar tiene un espacio de recuerdo, de

memorias, que fue investigado, estudiado y concluido como la

fenomenología del espíritu, pero hacia finales del siglo XIX un señor

en Viena, después de varios acercamientos —y toneladas de

lecturas—, lleno de sospecha se percató de que ese espacio de

memoria no era suficiente, el modelo era insuficiente, falaz,

equivocado, ineficiente, porque existe información reprimida,

información que no aparece en la conciencia del fotógrafo ejemplar,

pero que a su vez nunca fue conocida ni recordada por su conciencia

y, por ser olvidada de esta manera, provoca efectos a nivel

conciencia.

Esas barreras de contacto dieron paso a la represión, una manera

selectiva de manipular información.

¿selección de qué? ¿de quién?

Esas luces —infraroja, visible, ultravioleta, sonora, gama— que

quedan para ser recogidas por la herramienta, nos hacen olvidar

que pueblan una oscuridad, una oscuridad que dicen tiene mayor

actividad cuando existe menor cantidad de materia, una oscuridad

ahora compuesta por materia oscura y energía negra, que a su vez

no responde a ningún tipo de espectro lumínico conocido —por fin,

un límite para la física—, oscuridad que me recuerda el silencio

donde se posa el discurso, silencio que ordena cada uno de esos

significantes emitidos por la conciencia, permitidos por el

inconciente.

Cuando el yo, la conciencia, hacían de dueños del universo, se

pensaba poder hablar, dialogar con ese yo y así lograr cambios

significativos, por eso este planeta tiende a la fe de la enfermedad

mental, de la campana de Gauss, de lo normal, de lo que da sentido

grupal, del sentido común; pero cuando el generador de lo conciente,

de aquel Yo, es Otro y además es inconsciente, cae esa fe: a uno solo

le queda escuchar y leer con las orejas, lectura que fabricará

cambios en la dictadura electroconvulsiva o las chaquetas químico-

mentales, destrozando de raíz los opiáceos discursos sectarios del

convencimiento grupal.

El descubrimiento del inconsciente se da a finales del siglo XIX.

Transcurrido un siglo en que el Yo no abastece la cuestión del ser,

demasiados años que Freud nos pide que lo destruyamos para poder

escuchar el deseo del sujeto; la suplantación del universo es dura de

roer; ya han pasado eones y se sigue pensando y luego existiendo.

Él fotógrafo es inconsciente, ¿y su ser?

¿Quiénes ejercen? ¿quiénes escuchan?

La escucha interpretante, ávida de saber y llena de respuestas, nos

preocupa; preocupa porque es la creadora de símiles, prejuicios y

elementos de divergencia al discurso del paciente, del futuro

analista, del que quiere saber de su ser y de su sonreír en esta

posibilidad de existencia.

La imposibilidad de significar la verdad, nos deja con un abismo de

ignorancia a respetar. Ignorancia que otorga escucha al

psicoanálisis.

Claro que cuando campanita rige, la podredumbre de lo dictatorial

ensarta el lenguaje del paciente y lo anuda en algo ajeno,

suplantación, a lo cual Freud llamó sugestión, y verificó mil veces

que no sirve en absoluto, más aún lo desecha como un elemento

teórico práctico antiético y coercitivo, que nada más hace perder el

tiempo y el dinero al paciente.

En una de las tantas lecturas de nuestra creación, vemos que los

filósofos ya contenían la reflexión del alma, del espíritu, y por lo

tanto de cualquier psi, o abordaje de la problemática del espacio

mental; lo cual tiene algo de verdad y mucho de ficción.

Según la tecnología de pensamiento de cada filósofo vemos que van

cercando la posibilidad del Yo como un espacio mental en el cual se

da el proceso del pensar, resultando en varios ensayos acerca de la

posibilidad de existencia; la cual a manera de muletilla reduccionista

se ejemplifica con el “pienso luego existo” de Descartes.

Siglos después llega el doctor Lacan e insiste en Freud, por lo tanto

en aquello de la cosa freudiana y así mismo en la problemática de la

representación Kantiana, imprimiendo que lo real es imposible.

Las cuatro dimensiones de lo real son transcritas, siempre; la

realidad es la realidad del aparato psíquico.

¿Y si las cuatro dimensiones del campo fueran las mismas del

cuerpo?, ¿y aparte de ellas existiera un yo, desde el cual el sujeto

simule tener conciencia de sus actos?, ¿y además tuviera un

mecanismo que separe las toneladas de recuerdos que no necesita

que estén presentes en conciencia? ¿y hubiera un mecanismo que no

permitiera introducir en esta memoria cierta información

prohibida? Y, por último, ¿se descubriera que el espacio que

comanda este mecanismo es el depósito de todo lo que ocurre a nivel

percepción-conciencia? Nos queda un cambio de dirección absoluto,

porque si fabrica conciencia a antojo para poder representarse,

representar ser, con un utensilio llamado conciencia, y además

transporta la ineficacia del lenguaje para poder decir, hablar,

comunicar, transmitir, ¿no es un imposible el sentido común?, ¿las

pruebas proyectivas?, ¿la generalización?, ¿la dictadura del

pensamiento?, ¿la enfermedad mental?

El fotógrafo piensa donde no es y es donde no piensa

Para el fotógrafo existen dos espacios, él y todo lo demás, para el

psicoanálisis lo inconsciente y todo lo demás; mostrando la

conciencia, el yo y el cuerpo del sujeto como entes ajenos al sujeto y

así mismo necesarios de significar.

Un invento freudiano, un espacio descubierto que causa realidad,

razón por la cual no tiene que ver con el de la filosofía o el de la

neurología, menos aún con la caja negra de las pseudo-ciencias

comportametalistas.

Uno es habitado por Otra cadena de significantes, palabras que

permiten o no el cambio introspectivo. Razón por la cual miles de

terapeutas de angustia se regocijan en la muletilla del “pero, es que

funciona”. ¿Funcionó? o mejor dicho, hubo algún tipo de

movimiento, porque lo inconsciente lo permitió, pero no hubo

cambio, sino sugestión, suplantación, nueva sintomatología,

repetición, falsa novedad —drogado uno emite el mismo delirio—

las terapias de angustia, el placebo de las pseudociencias del placebo,

la redundancia de sustituir con lo mismo.

“sigo algo triste, ¿aumento mi dosis doctor?”

La locura ilumina; y con atención la oscuridad se hace escuchar.

Por esta razón el psicoanalista necesita caminar su propio análisis,

para en cuerpo vivir cómo se lee sin juzgar, cómo florece un discurso

para que se genere una obra y no una repetición de la bien

consentida angustia.

Biendice del amor, ninguna reverencia a la angustia.

Compilamos una gama de comportamientos de color que en su

lógica nos dan indicios de manifestaciones del tiempo y del espacio

del universo mirado. Si vemos las luces del final del universo,

calculamos su creación y por lo tanto su edad, mapeamos un

aproximado de cuantas galaxias hay, además vemos que sigue en

expansión, y que esa expansión por un extraño componente se

acelera. Si vemos la luz de una estrella podemos deducir cuántos

planetas giran a su alrededor, cuanto pesan esos planetas, y capaz su

composición, además de saber cuando morirá esa estrella, e inferir

que morirá cuando su centro se torne en hierro, razón por la cual

pensamos que el hierro nos llegó cuando ya existían estrellas;

también llegamos a saber que al principio todo era un encuentro

entre antimateria y materia, que de ahí vino el hidrógeno y menos de

un segundo después el helio, y todo porque en la luz hay huellas que

nos hacen concluir algo del cómo se fabricó.

Todo lo que el humano concluye es interpretación.

Dialecto

Siendo estos espacios incluidos en el lenguaje y el saber, ¿no serán

leídos con la historia de cada sujeto?, ¿con lo que puede cada

sujeto?, ¿no generaremos efectos sobre sus lógicas?, ¿sobre sus

resultados? Si fuera así, el encuentro comparativo combativo entre

saberes es un quehacer obligatorio, constante e interminable, porque

la verdad no existe.

Propio dialéctico

La conciencia conlleva información que le es ajena, que nos lleva a

pensar la existencia de un espacio que no le compete, sino que la

fabrica, y si escuchamos la palabra conciente ¿podremos escuchar el

porqué Lacan formaliza que el inconsciente está estructurado como

un lenguaje? Y si aquello inconsciente emana la luz de la conciencia,

¿tejerá lo que se mira? ¿o lo que se mira ya está ahí y nada más lo

modifica a antojo? ¿emanará el comportamiento de ésta sobre el

cuerpo y el resto del universo circundante?

El abordaje que hace Freud y Lacan a la lógica de lo imaginario, a la

problemática de la palabra, de su representación conversiva sobre el

cuerpo y capaz de aquel plus psicosomático, nos lleva a pensar que lo

inconsciente baña el cuerpo de palabras y de escrituras, lo atraviesa

con sus efectos, que alcanzan cualquier herramienta, forjando la

diferencia entre mirar y ver, permitiendo la existencia de la

voluntad, la intención o el antojo, el buscar, la interpretación, y así

ficcionar lo real, el tiempo de cada sujeto.

Lacan nos regala un camino teórico que termina mostrando o dando

a luz una investigación antifilosófica, que busca articular este

descubrimiento a la ontología pensada por la filosofía, dejando el

claro en el bosque donde el psicoanálisis podrá residir.

Caminando con Freud y saldando algunas de sus deudas teóricas,

engrosando el modelo y cambiando algunos lugares, creando y

sosteniendo la complejidad y por supuesto generando espacios

genuinos. Lacan nos abandonó hace treinta años con un bagaje

teórico asombroso de profundidad agotante, por la responsabilidad

que implica la ética de lo real respecto al paciente y al psicoanálisis

mismo .

Las escuelas elaboran la teoría ajustándose a los ideales del

psicoanálisis, o en caso común ajustándose a terapias de angustia;

nunca forman —eso se hace en diván—, pero mantienen vivo el

tatami donde, sin descuidar lo sublativo, la teoría debe ser

destruida; abriendo los ojos a las sorpresas impensables,

impredecibles, respetando la pérdida en la transformación en lo

analógico ya que cada vez que se pronuncia a Freud algo se pierde.

Uno debe ser cuidadoso con sus inventos, para así transmitir lo que

se puede, capaz hacer algún aporte a los grandes teóricos, pero eso

si: dejando en claro cual es el discurso que no pertenece al común

denominador, a la repetición de la angustia, para que los que duelen,

para los que buscan dar fin a aquello que los suplanta y martiriza,

obtengan palabra.

Estas lógicas tienen que ver con la escucha de un analizante y de un

analizado, de un novato en el diván, o un finalizante; la oreja lee, y si

lee, lee porque puede escuchar —sin interpretar— como director de

orquesta entre tanta cadena significante evocada por un discurso,

puede des-cifrar lo escrito en ese cuerpo, en ese campo, permitiendo

la escucha de aquel deseante, y en esa selva de luces audibles puede

dejar flotando ideas conceptuales, po-éticas para que el analizante

busque, y en ese plus recuerde, fabrique, para bien-morir en un

regocijo de existencia deseada.

El diván entrena la oreja, la lectura, el deseo, el lecho de muerte;

permite que uno sea capaz de cargar lo que a uno le corresponde.

Así un psicoanalista no se enferma de los nervios del otro.

…y entonces tropieza choca con el sueño.

Se percata de que el cerebro

es una maquina de soñar…

(J.Lacan clase del 12 de enero de 1955)…

Javier Eduardo Guachalla Velasco

www.alethosfera.org - [email protected]