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Coordinación General

Colaboradores

Diseño Gráfico

LIC. RAÚL CARRILLO DEL MURODirector de la Escuela Judicial

DR. JOSÉ DANIEL HIDALGO MURILLO

DR. LUIGI FERRAJOLI

DR. MICHELE TARUFFO

LDG. ALEJANDRO SALAS ESTRADA

LIC. LEONOR VARELA PARGAMagistrada Presidenta del Tribunal Superior de Justicia

LIC. JOSÉ GILBERTO LARRALDE MUROMagistrado Presidente de la Primera Sala Penal

LIC. SONIA DE LA FUENTE SANDOVALMagistrada de la Primera Sala Penal

LIC. FRANCISCO MURILLO BELMONTESMagistrado de la Primera Sala Penal

LIC. ABELARDO ESPARZA FRAUSTOMagistrado Presidente de la Segunda Sala Penal

LIC. JUAN VÍCTOR MANUEL GONZÁLEZ CARRETÓNMagistrado de la Segunda Sala Penal

LIC. ARMANDO ÁVALOS ARELLANOMagistrado de la Segunda Sala Penal

LIC. JUAN ANTONIO CASTAÑEDA RUIZMagistrado Presidente de la Primera Sala Civil

LIC. JOSÉ ANTONIO RINCÓN GONZÁLEZMagistrado de la Primera Sala Civil

LIC. BERNARDO DEL REAL ÁVILAMagistrado de la Primera Sala Civil LIC. MARÍA DEL CARMEN ARELLANO CARDONAMagistrada Presidenta de la Segunda Sala Civil

LIC. JOSÉ GUADALUPE GARCÍA BALANDRÁNMagistrado de la Segunda Sala Civil

LIC. SILVERIA SERRANO GALLEGOSMagistrada de la Segunda Sala Civil

LIC. JULIETA MARTÍNEZ VILLALPANDOMagistrada de Tribunal de Justicia para Adolescentes

Consejo Editorial

Actualidad Judicial es una publicación trimestral del Poder Judicial del Estado de Zacatecas. Año 1, Número 5 - abril 2009. Se prohíbe la reproducción total o parcial sin permiso por escrito del editor.

ISSN: en trámite.

LIC. MARCO AURELIO RENTERÍA SALCEDOSecretario General de Acuerdos

LIC. NORMA ANGÉLICA CONTRERAS MAGADÁNOficial Mayor

LIC. RAÚL CARRILLO DEL MURODirector de la Escuela Judicial

Coordinación EditorialLIC. MA. TERESA VELÁZQUEZ NAVARRETECoordinadora de Comunicación e Imagen Institucional

Pag.

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DR. JOSÉ DANIEL HIDALGO MURILLO

Criminalidad y GlobalizaciónDR. LUIGI FERRAJOLI

DR. MICHELE TARUFFO

34 Justicia para la armonía socialEntrevista

Derecho de la defensa y Sistema de Justicia Penal

LIC. LEONOR VARELA PARGAMagistrada Presidenta del Tribunal Superior de Justicia del Estado de Zacatecas

Editorial

Conocimiento científico y estándares de prueba judicial

51 Mediación y Conciliación, formas de la Justicia Alternativa

Quehacer Judicial

Resumen de Audiencias

II Asamblea General de la Red de Escuelas Judicialesde los Estados Unidos Mexicanos

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Entrevista

El Poder Judicial sostiene el esfuerzo de difundir a través de esta publicación las reflexiones de importantes especialistas en el ámbito del derecho y la administración de justicia. En este nuevo número de Actualidad Judicial reafirmamos nuestro compromiso de compartir los trabajos intelectuales y de investigación de reconocidas personalidades en el ámbito nacional e internacional.

Actualidad judicial ofrece hoy al lector la oportunidad de acercarse a opiniones prestigiadas del Dr. Luigi Ferrajoli sobre “Criminalidad y Globalización”; al mismo tiempo que se recogen las opiniones del destacado procesalista italiano Dr. Michele Taruffo, respecto al “Conocimiento Científico y Estándares de la Prueba Judicial”; además de la amable participación del Dr. José Daniel Hidalgo Murillo, quien desde su perspectiva de Juez Oral en Costa Rica, aborda un importante estudio respecto al “Derecho a la Defensa y Sistema de Justicia Penal”.

Expreso mi reconocimiento a nuestros colaboradores y Consejo Editorial, que hacen posible la existencia de esta publicación especializada como un espacio abierto y plural hacia la discusión, exposición y propuesta de ideas encaminadas hacia el conocimiento de la realidad en el ámbito de la administración de justicia en nuestro país.

Magistrada Leonor Varela PargaPresidenta del Tribunal Superior de Justicia del Estado.

Abril de 2009

Editorial

Acerca de losColaboradores

Dr. JOSÉ DANIEL HIDALGO MURILLOCandidato a Doctor por la Facultad de Derecho de la Universidad Panamericana.

Especialidad en Administración de Justicia en Juzgados de Distrito.

Licenciado en Derecho por la Universidad de Costa Rica y Notario Público por la Universidad de Costa Rica.

Dr. LUIGI FERRAJOLIProfesor de la Universidad de Roma III.

Dr. MICHELE TARUFFOCatedrático de Derecho procesal civil en la Universidad de Pavía desde 1965.

Miembro del American Law Institute.

Miembro del Bielefelder Kries.

Miembro de la Academia dei Lincei.

Ex presidente del Instituto italiano de Derecho procesal.

El profesor Taruffo es experto en temas sobre de teoría de prueba.

ACTUALIDAD JUDICIAL�

Derecho de ladefensa y Sistema de Justicia Penal

Sumario.1. Antecedentes. 2. Derecho Constitucional a la defensa. 3. Diferenciar entre defensa material, técnica y letrada. a. Derecho de Defensa Letrada.b. Derecho de Defensa Material.c. Derecho de Defensa Técnica. 4. Fundamento Constitucional de la Defensa Técnica.5. Derecho de Defensa y Acto procesal probatorio.6. Derecho de Defensa y acto probatorio.7. Conclusión inconclusa.

He dicho en algunas oportunidades que el derecho penal no otorga más derecho que el subjetivo del Estado de sancionar conductas propias de un hombre libre, en una sociedad de hombres libres. Por eso, el derecho penal no es derecho. Consecuentemente, el derecho penal es derecho de defensa contra el proceso penal (1). Esto es así porque, todo hombre, por el hecho de serlo y, en razón de la dignidad propia de su condición de persona inteligente y libre, tiene derechos (2). Entonces, ¿por qué y con qué derecho se le somete a un proceso y, al final del mismo se le castiga con una pena? ¿Tiene el hombre derecho a ser penalizado en razón de su conducta libre?

Aunque el derecho penal es derecho positivo, el análisis filosófico que puede hacerse a raíz del párrafo anterior nos coloca ante un derecho subjetivo estatal que da fundamento al “ius puniendi”. El Estado se cree con derecho de sancionar la conducta de una persona. Esto en parte se debe a otra discusión antropológica que estudia al hombre en su realidad de ser individual y social por naturaleza. La sociabilidad natural somete a la persona humana a la propia organización de esa sociedad y, consecuentemente, a la protección de la paz y moralidad social, la tranquilidad y el orden público y la seguridad ciudadana.

1. Antecedentes

José Daniel Hidalgo Murillo

ACTUALIDAD JUDICIALDerecho de la defensa y Sistema de Justicia Penal

No interesa discutir aquí cuál es el fundamento del derecho penal. Me ocupa analizar la situación de la defensa en el proceso penal, cuando apenas el 5 de enero del 2008 ha entrado en vigencia el nuevo Código de Procedimientos Penales para el Estado de Zacatecas. Por ende, analizar el derecho de defensa en el sistema procesal acusatorio. Más propiamente, explicar por qué son distintas las tres concepciones de la defensa como letrada –en cuanto representación del imputado por un abogado especialista-; material –en cuanto el derecho que tiene todo imputado de ofrecer prueba de descargo y contradecir la prueba de cargo- y la defensa técnica que, definida en pocos ámbitos legislativos como la igual defensa letrada, conviene entenderla desde otra óptica, por su importancia en el proceso. Más exactamente, por su importancia en la búsqueda de la verdad dentro del procedimiento penal.

Para luchar contra la delincuencia hemos asumido una reforma Constitucional que puede denominarse, con claridad, reforma penal constitucional. El Estado de Zacatecas, que previamente había admitido la nueva legislación procesal, se enfrenta ahora a la delincuencia, no solamente desde la legislación secundaria, sino, desde la Constitución. Consecuentemente, no desde la ley, sino, desde la Constitución de la República Mexicana se define al delincuente, como delincuente organizado, como imputado, y, por ende, se determina si debe o no estar en libertad, si cuenta o no con ese derecho, si puede no expresarse libremente y, cuáles son, igualmente, los posibles resultados lesivos de sus propios derechos.

Si la imputación y, por ella, la acción policial probatoria y la acción ministerial acusatoria encuentra categoría constitucional, la defensa debe encontrar, igualmente, categorías constitucionales. Y es que toda la Constitución es, por un lado, reconocimiento y protección de los derechos humanos y, por otro, garantía de esos mismos derechos. Entonces, si el Estado se atreve someter a un sujeto a proceso para, al final del mismo imponerle una pena, debe proteger, con todos los derechos, a través de todas las posibles garantías, el derecho de defensa.

Como parte de ese objetivo, el artículo 3 del Código de Procedimientos Penales del Estado de Zacatecas ya había concebido –aún antes de la

reforma Constitucional del 18 de junio del 2008- como principios rectores que facilitan el derecho de defensa, la contradicción e inmediación del medio de prueba en un juicio oral, público, continuo en que las partes se concentran en averiguación de la verdad.

Las referencias descritas provocan descubrir el derecho de defensa en la Constitución de la República Mexicana. Un derecho que parte del artículo 20, Apartado B, Fracción VIII: El imputado “tendrá derecho a una defensa adecuada por abogado, al cual elegirá libremente incluso desde el momento de su detención. Si no quiere o no puede nombrar un abogado, después de haber sido requerido para hacerlo, el juez le designará un defensor público. También tendrá derecho a que su defensor comparezca en todos los actos del proceso y éste tendrá obligación de hacerlo cuantas veces se le requiera”3.

El concepto de “defensa adecuada” ha sido interpretado, por la doctrina, como defensa técnica (4). En este sentido se entiende –o se ha entendido- que el abogado patrocinador del imputado es defensa letrada y defensa técnica. Letrado, en cuando abogado y, técnica, en cuanto debe ser un especialista en derecho penal y procesal, por lo menos, al mismo nivel que los fiscales del ministerio público y los jueces penales (5).

El concepto de defensa técnica permite comprender que el abogado defensor no sólo es abogado. En algunas Facultades de Derecho la licenciatura en Derecho Penal incluye materias como Medicina Legal y/o Forense, Criminología, Criminalística, entre otras. Se procura, a través de su profesionalización, que pueda interrogar testigos y peritos, conocer las distintas diligencias probatorias que en el procedimiento penal incluye desde la inspección corporal hasta la autopsia y/o exhumación de cadáver.

La elección libre a la que se refiere al artículo 20, Apartado B, Fracción VIII, no resulta del todo adecuada. Cuando el imputado cuenta con recursos económicos es posible que acuda a “sus abogados”, frase culturalmente aceptable para los que creen que cuentan con

2. Derecho Constitucional a la defensa

ACTUALIDAD JUDICIALDerecho de la defensa y Sistema de Justicia Penal

“un despacho” a su servicio que les resuelve todos sus problemas. Sin embargo, no siempre el abogado “de cabecera” es un experto en derecho penal y procesal penal. En algunas legislaciones se denomina a la “elección libre”, abogado o defensor de su confianza. Este último concepto ha permitido en México –avalado por la propia legislación y la jurisprudencia- que cualquier persona de confianza acuda en ayuda del imputado, y, aún, lo represente, sin tener conocimientos de la ciencia jurídico penal.

El plazo constitucional para el nombra-miento del abogado resulta, prima facie, injusto. El imputado puede nombrar abogado “incluso desde el momento de su detención” frase que ignora que la investigación procesal por delito se inicia mucho antes de la detención del imputado si, como debe ocurrir, el ministerio público y la policía investigan para detener, en lugar de detener para investigar.

En el artículo 4 de los Códigos de Procedimientos Penales de Zacatecas se precisa con mejor entendimiento el derecho de defensa cuando se dispone que deben “interpretarse restrictivamente las disposiciones legales que coarten o restrinjan de cualquier forma, incluso cautelarmente, la libertad personal, limiten el ejercicio de un derecho conferido a los sujetos del proceso, establezcan sanciones procesales o exclusiones probatorias. En esta materia, se prohíben la analogía y la mayoría de razón, mientras no favorezcan la libertad del imputado o el ejercicio de una facultad conferida a quienes intervienen”.

Este numeral debe comprenderse a la luz de los artículos 6 y 7 cuando disponen -en lo que interesa-, que la “defensa es un derecho inviolable en toda etapa del proceso” por lo que “toda autoridad que intervenga en los actos iniciales del proceso deberá velar porque el imputado conozca inmediatamente los derechos” (Cfr: art 6), entre ellos, la asistencia y defensa de un letrado “desde el primer momento de la persecución penal y hasta el fin de la ejecución de la sentencia” (Cfr: art. 7).

Como parte de su derecho de defensa el imputado “tendrá derecho a intervenir personalmente en los actos procesales que incorporen elementos de prueba y a formular

las peticiones y observaciones que considere oportunas” (Cfr: art. 7 CPPZ). “El derecho a la defensa técnica es irrenunciable y su violación producirá la nulidad absoluta de las actuaciones que se realicen a partir de ese momento” (Cfr: art. 8 CPPZ), integrando ese derecho el de “comunicarse libre y privadamente con su defensor y a disponer del tiempo y de los medios adecuados para preparar su defensa”.

Estos dos artículos han de analizarse a la luz del artículo 15 del borrador del proyecto de reforma procesal del Presidente Vicente Fox –Borrador del 28 de Septiembre del 2004- que ha servido de base de los Códigos de Oaxaca, Chihuahua, Morelos, Zacatecas, Baja California y Durango, que especifican, con mayor claridad, que “se entenderá por primer acto del proceso cualquier actuación, judicial o policial, que señale a una persona como posible autor o partícipe de un hecho punible”.

No es fácil comprender los alcances del artículo 15 citado. Mientras el artículo 6 de los Códigos de Oaxaca y Chihuahua exigen la defensa “en toda etapa del proceso” y el artículo 7 de ambos Códigos “desde el primer momento de la persecución penal” el numeral en estudio –artículo 15- la “extiende” y/o “limita” al “primer acto del proceso” concretándolo en “cualquier actuación judicial o policial que señale a una persona como posible autor o partícipe de un hecho punible”(�). En Zacatecas se ha preferido “desde la práctica de cualquier actuación policial, del Ministerio Público o que señale a una persona como posible autor o partícipe de un hecho punible y hasta el fin de la ejecución de la sentencia que imponga una pena o medida de seguridad” (Cfr: art. 8 CPPZ)

Esto permite interpretar que, cuando la investigación policial “identifique” un hecho punible y, dentro de ese hecho al “autor”, esa investigación requiere la presencia del defensor del imputado. A contrario sensu, cuando la investigación no ha identificado un hecho punible o, cuando el presunto hecho no ha configurado, dentro del iter criminis, un delito tipificado como tal en la legislación secundaria y/o, cuando existiendo el delito no se haya identificado al probable autor, la investigación puede continuar sin la presencia de un defensor letrado.

ACTUALIDAD JUDICIALDerecho de la defensa y Sistema de Justicia Penal

Esta determinación del hecho y el autor del hecho deviene en importante, entre otras razones, porque la reforma constitucional estipula que “cualquier prueba obtenida con violación de derechos fundamentales será nula” (Cfr: art. 20, A, IX Constitucional), siendo el de defensa un derecho fundamental (�).

Más importante aún cuando se entiende que, antes de la identificación del imputado y, por ende, la presencia de su defensor letrado, se ha producido prueba. Prueba que comprueba el hecho punible; investigación que señala testigos y peritos; estudios que localizan e identifica documentos; evidencias que relacionan a la víctima con los sujetos con los cuales ha tenido contacto y que pueden “individualizar” al imputado.

Esa prueba, que no puede permitir la presencia del defensor letrado y que es posible sea prueba de cargo, más que de descargo, por ende, que no introduce, aún la prueba o defensa material del imputado –entre otras razones porque no se encuentra presente o no ha sido identificado- es prueba legítima –a mi criterio- únicamente, si ha protegido el derecho de defensa técnica, tal como he considerado ese tercer concepto del mismo derecho.

El derecho de defensa se afirma y afianza en la Constitución Política de la República Mexicana cuando se exige que nadie puede ser privado de su libertad o derechos sino mediante juicio “en el que se cumplan las formalidades esenciales del procedimiento” (art. 14).

Algunas de esas formalidades esenciales, analizadas en los artículos 16 y 20, es el derecho de defensa. Incluye, además el principio de adecuación de la conducta al tipo penal, por ende, el principio de legalidad penal por el cual “en los juicios del orden criminal queda prohibido imponer, por simple analogía, y aún por mayoría de razón, pena alguna que no esté decretada por una ley exactamente aplicable al delito de que se trata” (art. 14). Estos principios se encuentran avalados en el artículo 17 de la Constitución cuando establece que “toda persona tiene derecho a que se le administre justicia por tribunales que estarán expeditos para impartirla en los plazos y términos que fijen las leyes, emitiendo sus resoluciones de manera pronta, completa e imparcial”.

Es claro, entonces, que el derecho de defensa implica que el imputado es parte en el proceso y que, como sujeto procesal actúa personalmente y, a la vez, representado y atendido por su defensor. Que sometido a proceso un órgano suprapartes –el juez y/o los tribunales de justicia- actúan en protección de sus libertades, propiedades, posesiones y derechos. Que al ministerio público corresponde asumir el monopolio de la acción penal pública. Que los fiscales deben actuar con objetividad, procurando proteger, además de sus derechos, sus propios medios de prueba.

Si el derecho a la defensa es un derecho fundamental (Cfr: artículos 14, 16, 20 de la Constitución de la República Mexicana), si las etapas del nuevo procedimiento penal son de investigación preliminar, fase intermedia y juicio, y si la fase de investigación puede darse antes de que se cometa un delito y, por ende, antes de que se identifique al imputado, conviene distinguir entre defensa material, defensa letrada y defensa técnica con mayor precisión a como se hizo supra, para comprender, igualmente, los conceptos de prueba anticipada, acopio de elementos, procesamiento de la evidencia, incorporación y/o desahogo de pruebas y valoración de los elementos probatorios.

a. Derecho de defensa letrada.

Advirtiendo al derecho penal como ultima ratio legislativa –última razón de Estado-, varias razones exigen la presencia, representación, mandato y defensa del imputado cuando, por atribuírsele un delito, el Poder Judicial se encuentra ante un “problema” de derecho penal prima ratio.

La primera razón es la propia materia. La investigación y/o acusación sobre la conducta es ya, de por sí, un posible atentado contra la “libertad” de la persona humana. Se suma a ello que la determinación cierta de esa conducta acusada implica una sanción, por lo general,

3. Diferenciar entre defensamaterial, técnica y letrada.

ACTUALIDAD JUDICIALDerecho de la defensa y Sistema de Justicia Penal

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privativa de libertad. A la vez, el derecho sancionatorio no se limita a imponer una pena. Esta mina las relaciones familiares y, por su “calidad” estigmatizante, el prestigio social, económico y personal o ético.

La segunda razón es el propio triángulo procedimental. El sujeto imputado debe enfrentarse al juez y a la acusación del fiscal. Sin embargo, ni el juez está solo ni lo está el fiscal del ministerio público. Influye en esa relación la propia burocracia estatal. Una circunstancia importante en esta burocrática relación es que el imputado no sólo se enfrenta al juez en una audiencia. Igualmente afronta al personal del despacho –con distinta calidad de trato- y, al personal de la policía ministerial, del ministerio público, que, contrario a lo que se ha dicho, debe manejar siempre una hipótesis acusatoria y, por ende, aunque obligados por la objetividad, no se pueden guiar, por lo menos en las etapas iniciales, por los principios de inocencia e in dubio pro reo.

El proceso penal no es fácil de comprender y, mucho menos de tolerar (�). Menos aún para quien se encuentra implicado como imputado. Entonces, el juicio razonado del juez y, el mismo análisis crítico que debe asumir el fiscal, se convierte, para el imputado, en juicio crítico. Es propio que toda acción y actuación de los órganos del proceso sea prejuzgado por el imputado como una intromisión a su libertad y dignidad.

Por su parte, el proceso penal no es un procedimiento de resultados que se ejecutan al final de la sentencia. El imputado debe enfrentar durante el proceso testigos, policías, irrupciones en su propio domicilio, en su intimidad, en su credibilidad. Se suma la posible aplicación de medidas cautelares de carácter real y personal y, todo lo que significa el procesamiento de evidencias para la obtención de pruebas. El imputado es, en mucho, objeto del proceso (Cfr: art. …CPPZ)

Esta realidad exige que sea otro el que lo represente. Es conveniente que un profesional en derecho –defensor letrado-, que por su título y experiencia se encuentra en la misma posición profesional que el fiscal y los jueces, pueda asumir la defensa del imputado. Alguien que no

enfrenta el hecho en daño de sus derechos, sino, que, con los derechos del imputado, protegidos como derechos fundamentales en la constitución y en los tratados internacionales, ejerce, además, sus propios derechos como profesional, como defensor del imputado, como sujeto y parte en el proceso, con la bandera de los principios de inocencia, objetividad, interpretación restrictiva, contradicción, inmediatez, oralidad, libertad e in dubio pro reo. Un profesional en derecho que no pierde, cuando gana y cuando pierde.

Con este objetivo el artículo 17 de la Constitución Política de la República Mexicana exige a la “Federación, los Estados y el Distrito Federal” garantizar “la existencia de un servicio de defensoría pública de calidad para la población y asegurarán las condiciones para un servicio profesional de carrera para los defensores. Las percepciones de los defensores no podrán ser inferiores a las que correspondan a los agentes del Ministerio Público”.

Desde el derecho constitucional se entiende que la defensa letrada no se limita a la representación del imputado. El abogado defensor es un experto en la ciencia jurídico penal y en las ciencias y técnicas anejas a su profesión, más aún cuando es un defensor de oficio. Un profesional que sabe, además del proceso penal, interrogar testigos, percibir la realidad, el modo como se realizan las pericias y es competente para someter a los peritos a la contradicción de sus conclusiones. Domina el contenido de los documentos y las formas legítimas del medio de prueba que se incorpora o desahoga en el juicio. Sabe cuál es el límite del poder punitivo del Estado y, a la vez, cuáles son las distintas facetas que permiten incorporar a su cliente a la sociedad y enfrentar la acción ilícita hacia la solución del conflicto.

El defensor letrado sabe que las formalidades procesales y, los grandes escollos del procedimiento le permiten poner en libertad a un inocente o pedir, lo más conveniente al culpable. Pero conoce, igualmente, que en muchos casos su cliente culpable puede resultar ileso ante un proceso negligente y que su cliente inocente debe demostrar, en muchas circunstancias, la falta de recta intención de los acusadores o denunciantes.

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b. Derecho de defensa material.

Establece el artículo 20, A, V de la Constitución Política de la República Mexicana que “la carga de la prueba para demostrar la culpabilidad corresponde a la parte acusadora, conforme lo establezca el tipo penal”. Sin embargo, “las partes tendrán igualdad procesal para sostener la acusación o la defensa, respectivamente”. En todo caso, conforme al mismo numeral en su fracción VI, “ningún juzgador podrá tratar asuntos que estén sujetos a proceso con cualquiera de las partes sin que esté presente la otra, respetando en todo momento el principio de contradicción, salvo las excepciones que establece esta Constitución”.

Mientras la defensa letrada exige del abogado defensor el conocimiento de la ciencia jurídico penal y, con ella, las demás ramas anejas al derecho penal, como la criminalística, la criminología, la victimología, etc., la defensa material le obliga a improbar los hechos probados, contradecir las pruebas de cargo y ofrecer las pruebas de descargo que demuestren la inocencia de su cliente y permitan la libertad del mismo.

Cuando su cliente es culpable –culpabilidad que corresponde demostrar al órgano acusador-, la defensa material ha de encaminarse a demostrar la “equidad” en la aplicación de las penas, la racionalidad de las sanciones penales si se busca el logro personal o reinserción del imputado, o, en su caso, demostrar la conveniencia de resolver el conflicto suscitado entre víctima e imputado como prioridad. Con estos mismos objetivos analizar la conveniencia de someter al imputado al juicio abreviado y, cuando lo permite la legislación, la conciliación, la suspensión del proceso a prueba, la reparación del daño, etc.

Los principios de inmediatez y contra-dicción explican con claridad el objetivo y finalidad de la defensa material. Que el imputado confiese o, en su caso, que declare como su principal derecho de probar la verdad, es la primera acción prudencial del defensor letrado. El ministerio público ha de probar o improbar lo que ha manifestado el imputado en juicio. De ahí la importancia de analizar que declare o se abstenga de hacerlo él, o sus familiares con derecho de abstención.

Contradecir las pruebas de cargo es, quizá, se segundo objetivo. La prueba de cargo no sólo han de probar lo que comprueban sino que, a la vez, han de haberse acopiado, procesado, embalado, trasladado, incorporado y desahogado en juicio respetando los derechos procesales y, a la vez, la ciencia, el arte o la técnica que hace idóneo al perito y que comprueba una realidad sin lugar a dudas.

Comprender no sólo la acusación y la prueba sino, a la vez, lo que sucede a lo largo del proceso es un tercer objetivo fundamental. La Constitución Política exigía, en el artículo 20, A, III, que al imputado “se le hará saber en audiencia pública, y dentro de las cuarenta y ocho horas siguientes a su consignación a la justicia, el nombre de su acusador y la naturaleza y causa de la acusación, a fin de que conozca bien el hecho punible que se le atribuye y pueda contestar el cargo, rindiendo en este acto su declaración preparatoria”. En la Reforma Constitucional, el artículo 20, B, III permite, ahora, en el mismo sentido, que “se le informe, tanto en el momento de su detención como en su comparecencia ante el Ministerio Público o el juez, los hechos que se le imputan y los derechos que le asisten”. Esperamos que el “conocer bien” se de por supuesto, aunque se haya omitido.

Ese conocer “bien” ha sido protegido, entre otras, por la Convención Americana de Derechos Humanos cuando, entre las garantías judiciales, exige que “toda persona tiene derecho a ser oída, con las debidas garantías” (art. 8,1), entre las cuales conviene citar el “derecho del inculpado de ser asistido gratuitamente por el traductor o intérprete, si no comprende o no habla el idioma del juzgado o tribunal” (art. 8, 2, a). Una exigencia que asume la Constitución Política de la República Mexicana cuando en el artículo 2, Fracción VIII exige, como derecho de los pueblos y comunidades indígenas “acceder plenamente a la jurisdicción del Estado. Para garantizar ese derecho, en todos los juicios y procedimientos en que sean parte, individual o colectivamente, se deberán tomar en cuenta sus costumbres y especificidades culturales respetando los preceptos de esta Constitución. Los indígenas tienen en todo tiempo el derecho a ser asistidos por intérpretes y defensores que tengan conocimiento de su lengua y cultura”(�).

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Entender “bien”, comprender los hechos, escuchar los testigos, peritos, argumentos y fundamentos constitucionales y normativos es un claro elemento de la defensa material. Sólo bajo ese supuesto es posible que al imputado se la reciban “los testigos y demás pruebas pertinentes que ofrezca, concediéndosele el tiempo que la ley estime necesario al efecto y auxiliándosele para obtener la comparecencia de las personas cuyo testimonio solicite, en los términos que señale la ley” (art. 20, B, IV) y, a la vez, que sean real, no simulados, los principios de contradicción e inmediatez propios de la oralidad del juicio público.

Improbar los hechos o impedir que se prueben es, finalmente, un objetivo del defensor letrado en la determinación cierta de la defensa material. El defensor letrado ha de exigir al ministerio público –ya sea en la imputación formal, ya en la orden de aprehensión, ya en la audiencia de vinculación o, como fundamento de las petitorias de medidas cautelares reales o personales- que presente una relación de hechos acusatorios claros, precisos, circunstanciados, específicos, en tiempo, modo y lugar.

Esta determinación del hecho ilícito, cuya redacción exige, lógicamente, contener el tipo penal –no hay pena sin delito- y, consecuentemente, la adecuación de la conducta del imputado a ese tipo penal, debe ser probada por el ministerio público, aún cuando apenas se trate de una hipótesis fáctica –teoría del caso- como “cuestio iuris”. La imposibilidad de probar los hechos es ya, por si, prueba material de descargo del imputado, parte de su derecho de defensa material, porque se ha de presumir su inocencia a lo largo del proceso y hasta sentencia firme.

Además, cuando el imputado se enfrenta, con claridad, a una relación de hechos que lo incriminan como autor, coautor o partícipe de un delito, puede, aportar prueba testimonial, pericial, documental que le permita desvirtuar la hipótesis delictiva o, por lo menos, el reproche acusado.

c. Derecho de defensa técnica.

Conviene aclarar que al referirme a la “defensa técnica” estoy “apropiándome” de un concepto ya analizado por la doctrina y utilizado en algunas legislaciones, término que confunde

defensa letrada con defensa técnica. Más propiamente, si el abogado defensor en causas penales es un perito –como lo define el Código de Procedimientos Penales de Chihuahua, artículo 7- es porque no sólo conoce el derecho, sino que es experto en derecho penal y procesal penal y, a la vez, las ciencias anejas al derecho penal.

¿A qué me refiero con defensa técnica y, por qué hago una distinción con la defensa letrada?

Hago la distinción porque el imputado es, por lo general, identificado como autor del hecho punible en razón de una investigación preliminar. El derecho de defensa letrada surge después de su identificación. El derecho de defensa material inicia cuando el imputado –con o sin su defensor letrado- aporta medios de prueba o contradice la prueba existente de cargo. ¿Quién se ha preocupado por su defensa técnica?

La defensa técnica es, quizá, la defensa más importante del imputado en el procedimiento. Se trata de una defensa exigida aún antes de que se haya cometido un delito; cuando se ha cometido el delito; cuando se investiga el hecho, para esclarecer el delito o identificar a su autor y cuando se ha identificado al autor del hecho punible. Una defensa que obliga a todos los órganos de prueba.

Así, determina la correcta actuación de la policía preventiva; de investigación; de choque, y la especializada por razones técnicas o científicas. Determina la acción procedimental de los fiscales del ministerio público. Requiere la participación e ilustra la actuación de los órganos jurisdiccionales, como juez de control –juez de garantías-; juez de la fase intermedia y de los jueces de juicio, apelación y/o casación.

Entiendo por defensa técnica la veracidad del acto probatorio. La defensa letrada, como parte de la defensa material no puede permitir, únicamente, la existencia de medios de prueba o la asunción de elementos de prueba, sino que el medio de prueba que se admite como elemento probatorio no sólo compruebe un hecho, sino que afirme la realidad de lo acontecido. Por eso, no sólo hace referencia al manejo de la escena del crimen, al hallazgo de la evidencia física, sino que incluye su acopio, su traslado, su cadena de custodia, su procesamiento hasta su

ACTUALIDAD JUDICIALDerecho de la defensa y Sistema de Justicia Penal

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incorporación, desahogo y posterior valoración como elemento de prueba en juicio.

Consecuentemente, se entiende por defensa técnica:

1. El acto policial preventivo del hecho ilícito.

2. El acto policial de resguardo de la escena del crimen.

3. El acto policial criminalístico de custodia, manejo y modificación de la escena del crimen.

4. El acto pericial planimétrico de localización y relación de las evidencias con el hecho, el autor, la víctima y el objeto del hecho.

5. El acto policial de arresto de testigos; custodia de la víctima; detención del imputado.

6. El acto policial técnico de acopio de prueba.

7. El acto policial técnico de “construcción” de medios de prueba, como en los casos de intervención de comunicaciones entre presentes o a través de medios de comunicación.

8. El acto policial técnico científico de embalaje y custodia de la evidencia.

9. El acto científico policial de procesar la evidencia para convertirla en prueba.

10. El acto técnico policial de informar sobre la evidencia física y determinar su relación, en razón de transferencia y causalidad entre hecho, lugar, víctima, objeto, e imputado.

11. El acto técnico pericial de evaluar el contenido probatorio del medio probatorio.

12. El acto técnico ministerial de ofrecer e incorporar, en las distintas fases procedimentales y en el proceso, el medio de prueba.

13. El acto procesal que, respetando la oralidad, publicidad, inmediatez, contradicción, permite la incorporación del medio de prueba.

14. El acto técnico jurisdiccional que, a la luz de la lógica, la experiencia y la sana crítica permite al juez incorporar y valorar los elementos probatorios.

15. El acto técnico documental de redactar las sentencias.

He desglosado quince procedimientos –distintos o relacionados- que dan seriedad a la clasificación propuesta. La mayoría de estos procedimientos implican a las autoridades preventivas, represivas, técnicas o científicas de la policía. Por lo general son actuaciones en las que ni el imputado y, consecuentemente su defensor letrado, se encuentran presentes. Son actos en los que, por lo general, no está presente el fiscal del ministerio público y, se actúa, policialmente, sin su control y/o dirección. Son actividad que produce medios de prueba.

Aunque he aclarado que me he “apoderado” de un concepto para cambiar su significado, aún me atrevo a darle un fundamento Constitucional al criterio diferenciador entre defensa letrada, material y técnica. De hecho, estoy cierto que defensa técnica es un principio más importante en protección de los derechos del imputado que los de defensa material o la presencia del defensor letrado.

Conforme al artículo 16 de la Constitución de la República Mexicana “nadie puede ser molestado en su persona, familia, domicilio, papeles o posesiones, sino en virtud de mandamiento escrito de la autoridad competente, que funde y motive la causa legal del procedimiento”. Este numeral nos enfrenta a una serie de conceptos que exigen su individualización técnica.

En materia penal ese “nadie” debe ser un sujeto pasivo del Derecho Procesal Penal. Por ende, debe existir un “indicio” para que “ese nadie” pueda ser molestado. Además, ese nadie sobre el cual se supone un “indicio” no es su familia y debe aclararse, fundada y motivadamente, por qué debe o puede irse contra su domicilio, papeles, posesiones. Ese “nadie” es un gobernado protegido por garantías en razón de sus derechos humanos. El Estado surge para proteger a ese “nadie” que, como ciudadano, es libre.

Entonces, el procedimiento resulta distinto cuando, encaminado el proceso o la

4. Fundamento Constitucional de la Defensa Técnica.

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investigación contra “alguien” la acción policial, ministerial o jurisdiccional perjudica la familia –que no se encuentra involucrada- y, cuando, determinando domicilio, papeles, derechos o posesiones exige un hecho punible y la probable responsabilidad de ese “nadie” en el hecho en investigación. Esto, porque una vez que exista la “molestia” que exige “mandamiento escrito de la autoridad competente, que funde y motive la causa legal” esa acción debe, igualmente demostrar que la causa legal es en causa penal.

A su vez, si existe un “nadie”, más propiamente, un “alguien” esa persona ha sido ya “individualizado” y, consecuentemente, es sujeto y objeto del proceso y, consecuentemente, tiene derecho a su defensa letrada por abogado y a la defensa material. Con esto digo que no es lo mismo un “acto de molestia” en causa administrativa, familiar, civil, etc., que en causa penal. La causa penal, entonces, determina en los actos de molestia del artículo 16 Constitucional un procedimiento distinto.

De hecho, ese distinto procedimiento requiere de una distinta “autoridad competente”, máxime cuando el “acto de molestia” pueda “preconstituir prueba de cargo” que perjudica la libertad del imputado. Se suma a ello que la causa penal determina, de modo distinto, el procedimiento en domicilio, documentos y papeles. Es decir, es distinto si se trata, por ejemplo, de una comunicación entre el imputado y su defensor; de un documento privado; de un documento público; de un documento confidencial y/o secreto.

Conforme al mismo artículo 16 de la Constitución de los Estados Unidos Mexicanos “no podrá librarse orden de aprehensión sino por la autoridad judicial y sin que preceda denuncia o querella de un hecho que la ley señale como delito”. La existencia de la querella o denuncia particulariza los actos de molestia. De hecho, un acto de molestia que “preconstituye” prueba por, por ejemplo, causa administrativa, fiscal, familiar, civil, etc., no puede tener el mismo resultado probatorio que en tratándose de materia penal por motivo de denuncia o querella.

Técnicamente el “acto de molestia” relacionado con documentos privados o cartas –relacionado, en definitiva, con una causa penal- tiene un distinto procedimiento en el propio

artículo constitucional de referencia; en la comunicación del imputado con su defensor (art. 20); del derecho de asociación y/o delincuencia organizada (art. 4, 5 y 6) y, en las leyes especiales, entre otras razones porque el acto de molestia ha de obedecer, para su legitimación, de un hecho que la ley señale como delito. De hecho, ese acto de molestia, más que una orden fundada y motivada, requiere de una orden de cateo y/o allanamiento, una orden de intervención de comunicaciones y/o de secuestro de documentos privados, etc.

Se suma a lo dicho un tecnicismo un poco más complejo. Conforme al artículo 16 de la Constitución “no podrá librarse orden de aprehensión” sino en razón de “un hecho que la ley señale como delito sancionado con pena privativa de libertad”. Nótese que, desde el derecho penal, todo adquiere un sentido en parte distinto. Los mismos derechos humanos –fundamentales- y las garantías de esos derechos, encuentran una distinta interpretación. Desde el derecho penal es “cuestionable” el derecho al trabajo, de asociación, de libre expresión de las ideas, de libre comunicación vía telefónica, de intimidad, de privacidad. Pero, ese prisma que cambia el sentido de lo mismo, exige, que haya algo distinto, más propiamente, que se encuentre en juego el bien común, los bienes jurídicamente protegidos, el derecho de otro.

Entonces, para “dudar” del derecho y de la garantía, es decir, para proceder, se requiere una denuncia o querella por delito. Se exige la existencia de un delito con pena privativa de libertad. Es decir, estamos hablando de excepciones que no pueden ser el fundamento de la acción represiva o preventiva, sino de un delito. He aquí la importancia de lo técnico en el derecho penal y procesal penal. He aquí la especial importancia del derecho penal constitucional. A saber, la duda se ha de convertir en acierto; la probabilidad en certeza; la acción, en realidad.

Por eso, el artículo 16 de la Constitución Política de la República Mexicana plasma una serie de tecnicismos que ha de prever la “autoridad” en los actos de molestia, especial y prioritariamente, cuando esos actos pueden –repito- “preconstituir” prueba, es decir, que pueden “traer” la realidad que, en un proceso, involucra a un sujeto en un delito. “No podrá

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librarse orden de aprehensión sino por la autoridad judicial y sin que preceda denuncia o querella de un hecho que la ley señale como delito, sancionado con pena privativa de libertad y obren datos que establezcan que se ha cometido ese hecho y que exista la probabilidad de que el indiciado lo cometió o participó en su comisión”.

La última frase del párrafo de referencia consolida, aún más, el criterio de defensa técnica. ¿Por qué han de obrar datos que establezcan que se ha cometido ese hecho y, por qué han de obrar datos que permitan comprobar la probabilidad de que el indiciado lo cometió o participó en su comisión. Se trata de datos que prueban. Se trata de pruebas que comprueban. Se trata de medios de prueba que, para su credibilidad, han de ofrecer certeza. Esa certeza sólo se logra si el acto probatorio ha respetado el acto procesal probatorio.

Por eso, el mismo artículo 16 Cons-titucional puede exigir, como requisito técnico u acto procesal probatorio que “en toda orden de cateo, que sólo la autoridad judicial podrá expedir, a solicitud del Ministerio Público, se expresará el lugar que ha de inspeccionarse, la persona o personas que hayan de aprehenderse y los objetos que se buscan, a lo que únicamente debe limitarse la diligencia, levantándose al concluirla, un acta circunstanciada, en presencia de dos testigos propuestos por el ocupante del lugar cateado o en su ausencia o negativa, por la autoridad que practique la diligencia”

Se advierte la cantidad de requisitos técnicos –defensa técnica- que exige el cateo por mandato constitucional. Debe existir una orden de cateo, para cada lugar determinado. Ha de existir una autoridad judicial previamente legitimada –con jurisdicción y competencia-. Ha de existir una orden expedida por escrito. Debe existir una solicitud del ministerio público. Consecuentemente, y, al parecer, no puede darse de oficio. Ha de expresar el lugar. Ha de esclarecer el objetivo preciso: inspección; persona a aprenderse; objetos ha encontrarse. Finalmente, como actuación técnica, requiere levantar un acta.

El cateo exige una solicitud formal del ministerio público. Consecuentemente, una información policial precisa; una orden del juez; una notificación previa; un acta que consigne

los distintos pasos de la diligencia. Esto para legitimar una inspección que, luego, dentro del domicilio, permita el secuestro de evidencias o bienes –acta técnica-; la inspección ocular del lugar -acta técnica-; la inspección corporal del imputado –acta técnica con requisitos especiales-; hallazgo; pericias, etc.

Con mayor propiedad, por ser mayores las exigencias y superiores los modos de “manipular” el resultado probatorio, se exige que “exclusivamente la autoridad judicial federal, a petición de la autoridad federal que faculte la ley o del titular del Ministerio Público de la entidad federativa correspondiente, podrá autorizar la intervención de cualquier comunicación privada”.

La intervención de comunicaciones es una de las pruebas más técnicas que existen actualmente en el proceso penal. Se suma a ello el problema de intervenir una conversación que, por lo general, implica a otras personas y comunicaciones no relacionadas con los hechos en investigación. Además, procura intervenir fax, internet, teléfonos celulares, comunicaciones escritas y orales e introducir los medios técnicos para lograr su grabación. No se puede negar que toda comunicación puede ser manipulada. Desde la filmación de un suceso hasta la misma comunicación entre personas presentes o por vía telefónica es posible cambiar voces, implicar a sujetos que no estuvieron presentes y doblar los documentos, discos, cintas, papeles, fotografías, etc.

Por eso se ha dicho –mutatis mutandi- que al juez no interesa tanto que la sangre contenía alcohol etílico, para demostrar –por ejemplo en accidente de tránsito- un elemento subjetivo y objetivo de negligencia, sino tener la certeza que esa sangre es la propia del imputado levantada en la escena del crimen o en el hospital o laboratorio respectivo. Con mayor precisión técnica para determinar voces, identificar personas, o comprobar que las imágenes son reales, ciertas, conforme a la realidad, sin simulación o manipulación alguna.

En intervención de comunicaciones “la autoridad competente deberá fundar y motivar las causas legales de la solicitud, expresando además el tipo de intervención, los sujetos de la misma y su duración. La autoridad judicial federal no podrá otorgar estas autorizaciones cuando se trate de materias de carácter electoral,

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fiscal, mercantil, civil, laboral o administrativo, ni en el caso de las comunicaciones del detenido con su defensor” (Cfr: art. 16 Constitucional).

En el artículo 16 la Reforma Constitucional introduce ahora a los “jueces de control”. Un nuevo requisito técnico que exige la defensa técnica. A ese juez corresponde resolver “en forma inmediata, y por cualquier medio, las solicitudes de medidas cautelares, providencias precautorias y técnicas de investigación de la autoridad, que requieran control judicial, garantizando los derechos de los indiciados y de las víctimas u ofendidos”. Se trata de un juez de garantías que, por lo general, en la Fase Preliminar del Procedimiento, se apersona u ordena los anticipos de prueba. Se trata de actos pre procesales probatorios de naturaleza jurisdiccional. Se les llama, como prueba anticipada, actos probatorios definitivos e irreproductibles.

Los conceptos que hemos utilizado son, de por sí, conceptos técnicos. Son actuaciones jurisdiccionales que requieren la presencia del fiscal del ministerio público y el defensor letrado; la presencia, participación y/o representación del imputado. Actos procesales probatorios que pueden exigir la presencia de oficiales de policía. Algunos exigen pericias técnicas y/o científicas. Se trata de actos probatorios o prueba anticipada que debe consignarse en actas o cintas de video o grabación. Es decir, no sólo es técnico el acto probatorio sino, a la vez, los medios de control, comprobación e incorporación.

Se entiende así que la propia Constitución Política exija que “las intervenciones autorizadas se ajustarán a los requisitos y límites previstos en las leyes. Los resultados de las intervenciones que no cumplan con éstos, carecerán de todo valor probatorio” (Cfr: art. 16) y que proteja la “correspondencia que bajo cubierta circule por las estafetas” de “todo registro”.

El derecho de defensa es prioritariamente técnico cuando se enfrenta a los plazos de detención; la audiencia de vinculación; la determinación del tipo penal en relación al hecho punible; los posibles peligros de fuga y/u obstaculización; la conveniencia o no de la prisión preventiva o medidas cautelares de carácter real o personal (art. 19 CPM). Es técnica porque se desarrolla bajo sistemas procesales; bajo términos y plazos,

y se somete a principios como los de publicidad, contradicción, concentración, continuidad e inmediación. (art. 20 CPM).

Pero es especial y prioritariamente técnica porque si cada acto probatorio exige de un acto procesal probatorio –un acto legitimador de la acción probatoria-; la ausencia del debido proceso; la ausencia del derecho de defensa; la ausencia del principio de control jurisdiccional; la ausencia de los protocolos de investigación y control de la evidencia; la ausencia de los controles de cadena de custodia; la falta de capacitación de técnicos, policías y peritos; la falta de calidad de los procedimientos; etc., impide creer en el medio de prueba.

Es por esa realidad del medio de prueba que, con la finalidad de convertirse en elemento de prueba exige su certeza, que la defensa técnica resulta, a la postre, más eficaz e importante, que la propia defensa material y letrada. Esa realidad ha conminado al legislador a discriminar entre el acto policial preventivo; policial represivo; policial técnico; policial científico y los actos que exigen de peritos y expertos. Igualmente ha exigido la participación y control del acto por parte del fiscal del ministerio público que, a la vez, requiere de su dirección y control (art. 21 Constitucional) y/o la presencia del juez en algunos de estos (art. 20, A Constitucional)

En razón de la defensa técnica se entiende que “toda audiencia se desarrollará en presencia del juez, sin que pueda delegar en ninguna persona el desahogo y la valoración de las pruebas, la cual deberá realizarse de manera libre y lógica” (art. 20, A, II); que, “para los efectos de la sentencia sólo se considerarán como prueba aquellas que hayan sido desahogadas en la audiencia de juicio” (art. 20, A, III) y, con ese mismo objetivo de certeza científica o técnica de la prueba “la ley establecerá las excepciones y los requisitos para admitir en juicio la prueba anticipada, que por su naturaleza requiera desahogo previo” (art. 20, A, III). De hecho, “cualquier prueba obtenida con violación de derechos fundamentales será nula” (art. 20, A, VII).

Para proteger la defensa técnica el artículo 21 de la Constitución Política de la República Mexicana preceptúa que la “actuación de las instituciones de seguridad pública se regirá

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por los principios de legalidad, objetividad, eficiencia, profesionalismo, honradez y respeto a los derechos humanos reconocidos en esta Constitución”.

Dispone el artículo 14 de la Constitución Política de la República Mexicana que “nadie podrá ser privado de la libertad o de sus propiedades, posesiones o derechos, sino mediante juicio seguido ante los tribunales previamente establecidos, en el que se cumplan las formalidades esenciales del procedimiento y conforme a las Leyes expedidas con anterioridad al hecho”.

Este ar t ículo no fue modif icado con la reforma constitucional del 2008. Para comprender ese juicio seguido ante los tribunales, deben analizarse, más que normas secundarias procedimentales, algunas disposiciones importantes en la propia Constitución. Más propiamente y a la luz de los artículos 16, 17, 20, 21, 102, Apartado A y 107 Fracciones XI y XV, comprender los órganos que actúan, en coadyuvancia con los jueces, en la administración de justicia en materia penal.

En el artículo 16 asoma el ministerio público. De hecho, lo hace cuando se ha detenido a una persona. La Constitución confía que ese detenido sea puesto a la orden de la autoridad y, sin demora, ésta lo haga ante el ministerio público. Admite, igualmente, que en casos de urgencia, por delito grave, y en peligro de fuga, este organismo ordene, bajo su responsabilidad, la detención del imputado.

Le corresponde, entonces, llevar registro de detenidos (art. 16, p. 4); proceder a la detención (art. 16, p. 5); retener al detenido hasta por cuarenta y ocho horas (art. 16, p. 9); solicitar el arraigo (art. 16, p. 7); solicitar el cateo (art. 16, p. 10); solicitar y realizar la intervención de comunicaciones privadas (art. 16, p. 12); comunicarse con cualquier autoridad, incluidos los jueces, particularmente, los jueces de control (art. 16, p. 13); solicitar medidas cautelares y/o la prisión preventiva del imputado (art. 19, p. 2); informar al imputado los hechos que se le imputan y los derechos

que le asisten (art. 20, B, III); admitir y facilitar la coadyuvancia de la víctima (art. 20, C, II); decidir sobre la necesidad o no de un medio de prueba (art. 20, C, II); solicitar al juez la reparación del daño causado a la víctima (art. 20, C, IV); organizar el programa de protección de victimas, ofendidos y testigos (art. 20, C, V); resolver sobre la reserva, no ejercicio, desistimiento de la acción o suspensión del procedimiento (art. 20, C, VII); realizar la investigación de los delitos (art. 21, p. 1); dirigir, coordinar y controlar a la policía en esa función (art. 21, p. 1); ejercer la acción penal ante los tribunales (art. 21, p. 2); considerar la aplicación de criterios de oportunidad (art. 21, p. 7).

Conforme al artículo 102, A de la Constitución Política de la República Mexicana “incumbe al Ministerio Público de la Federación, la persecución, ante los tribunales, de todos los delitos del orden federal; y, por lo mismo, a él le corresponderá solicitar las órdenes de aprehensión contra los inculpados; buscar y presentar las pruebas que acrediten la responsabilidad de éstos; hacer que los juicios se sigan con toda regularidad para que la administración de justicia sea pronta y expedita; pedir la aplicación de las penas e intervenir en todos los negocios que la ley determine”.

El legislador prevé que el acto probatorio –testigo, documento, perito, evidencia, laboratorio, etc.- cuente con un acto procesal probatorio legitimador. En algunos casos admite la actuación de la policía preventiva o represiva. En otros, exige la acción de los fiscales del Ministerio Público. En muchos, el control del acto por parte del juez, que va desde la orden escrita, debidamente fundada y motivada, para ordenar el acto –intervención de comunicaciones, cateo de morada, inspección corporal, etc.-; hasta la presencia misma del juez en el acto probatorio –prueba anticipada-.

Desde el criterio de la defensa técnica, todo acto procesal probatorio por el cual se obtiene un medio de prueba que se haya realizado contrario a derecho, invalida el acto procesal y, con él, el acto probatorio. Se trata de una defensa técnica porque no sólo contempla el procedimiento de acopio de prueba, sino, los métodos técnicos y científicos –acopio, protocolos de actuación, protocolos de control, cadena de custodia,

5. Derecho de defensa y acto procesal probatorio.

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embalaje, procesamiento, informes, peritos- que se utilizan para “convertir” la evidencia en prueba; para informar de esa prueba, en juicio; para incorporar el medio de prueba y, finalmente, para su valoración.

Finalmente requiere que se proceda conforme al procedimiento previsto para cada uno de los medios de prueba que han sido considerados en la legislación procesal, para su acopio, realización e incorporación. En este sentido debe considerar la autoridad legitimada para ordenar el acto procesal; la autoridad legitimada para realizarlo y, el modo cómo debe realizarse. En este campo se integran las actas, las distintas formas de reconstrucción del acto –vídeos, cintas, grabación- y, lógicamente, las partes que debieron participar obligadamente en ellos.

No es lo mismo una requisa que una inspección corporal o un simple cacheo. No es lo mismo una inspección ocular en lugar abierto que en casa de habitación. No es lo mismo el “testigo de oídas” que la grabación de conversaciones privadas entre presentes o por medios telefónicos. No es lo mismo la confesión del imputado, que la confessio inter posita persona. No es lo mismo la actuación técnica de la policía en la escena del crimen, que la actuación de peritos, expertos en una ciencia, arte o técnica. No es lo mismo una entrevista de un testigo que su declaración formal. Cada acto probatorio encuentra un acto procesal, cuyas formalidades deben respetarse. Actuar sin respetar el procedimiento –técnico, científico, ético, o jurídico- crea dudas y la duda exige anular el medio de prueba, porque se ha violado la defensa técnica.

Si “el derecho a la defensa técnica es irrenunciable y su violación producirá la nulidad absoluta de las actuaciones que se realicen a partir de ese momento”(10), entonces, de principio, no puede haber actuación procesal probatoria sin defensor. Sin embargo, es claro que el imputado se identifica en el proceso porque existe una actividad procesal probatoria. ¿Cómo se comprende esta contradicción? Interpretar

la norma “conforme a la letra” (Cfr: art. 14 Constitucional) exige anular todo lo actuado antes de la presencia del imputado en el proceso y todo lo actuado después de su presencia si no se nombra defensor y se actúa en el acopio de prueba.

En efecto, es un dato de experiencia que cuando el defensor letrado ingresa al proceso ya existe un imputado. De hecho, es el imputado el que, por lo general, nombra a su defensor de confianza, salvo en aquellos casos en los cuales, por disposición legal –no constitucional-, más propiamente, en los anticipos de prueba (11), el juez inicie la diligencia probatoria con la presencia del fiscal del ministerio público, nombrando al “presunto” imputado un defensor público o de oficio.

Los Códigos con sistema acusatorio consideran que la “defensa es un derecho inviolable en toda etapa del procedimiento”(12). Bajo ese criterio corresponde a los jueces garantizar la defensa sin preferencias ni desigualdades. Porque “el imputado tendrá derecho a ser asistido y defendido por un licenciado en derecho” (13).

En protección de los derechos del imputado previstos y exigidos por la Constitución Política se consigna -en la normativa secundaria- que “toda autoridad que intervenga en los actos iniciales del proceso deberá velar porque el imputado conozca inmediatamente los derechos”. A su vez, se admite que el imputado tenga derecho “a intervenir personalmente en los actos procesales que incorporen elementos de prueba y a formular las peticiones y observaciones” (14).

La secuencia ut supra de criterios relacionados con la presencia del defensor letrado causa un incoherente vacío entre la realidad y la práctica que, de hecho, complica siempre a jueces y fiscales, especialmente cuando el defensor letrado interpone incidencias de nulidad del medio de prueba. Si aceptamos y, por ende exigimos la protección del derecho de defensa letrada al extremo propuesto, nos encontramos con, por lo menos, los siguientes actos probatorios nulos:

1. El acto procesal probatorio y los actos probatorios que de ellos se desprenden para determinar, del hecho, un ilícito penal.

6. Derecho de defensa y acto probatorio.

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2. El acto procesal probatorio y los actos probatorios que de ellos se desprende para identificar al imputado de un hecho punible.

3. Los actos probatorios que se han ordenado para que los órganos policiales identifiquen hechos –posiblemente ilícitos- y los encaminados a identificar a los posibles culpables. Por ejemplo: vigilancias, seguimientos, intervención de comunicaciones y el propio cateo de morada.

Exigir un defensor letrado en la investigación que se encamina a identificar al autor de un delito es imposible. En cambio, desde el criterio en estudio, la exigencia se entiende si se conoce la diferencia entre defensa letrada, material y técnica a la que nos venimos refiriendo. Bajo este razonamiento es posible sostener siempre que en las actuaciones se protegió el derecho de defensa. Sólo cuando se compruebe que esas tres secuencias de derecho a la defensa no se protegió, el acto es nulo, absolutamente nulo y, es nulo, igualmente los actos probatorios que de ellos dependan. (Cfr: art. 27 bis del CFPP) (15)

No ignoro que el legislador, aunque quizá desconozca la distinción entre defensa material, técnica y letrada, está admitiendo al defensor letrado en todos los actos procesales probatorios, sin comprender, que eso es irrealizable. De hecho, el criterio sostenido por el Código de Procedimientos Penales de Morelos es el más acertado, porque es el que más se ajusta a la realidad (1�).

“Integra el derecho a la defensa, el derecho del imputado a entrevistarse personal, libre y privadamente con su defensor y a disponer del tiempo y de los medios adecuados para preparar su defensa. El derecho del imputado a entrevistarse con su defensor será inviolable y no podrá alegarse, para restringir este derecho, la seguridad de los centros penitenciarios, el orden público o cualquier otro motivo” (1�). A la vez, “los derechos y facultades del imputado podrán ser ejercidos directamente por el defensor” (1�).

Se suma a estos derechos, los que ahora admite la reforma constitucional. El imputado tiene derecho, con el de defensa, y como parte de su propia defensa “a que se presuma su inocencia

mientras no se declare su responsabilidad mediante sentencia emitida por el juez de la causa” (Art. 20, B, I); “a declarar o a guardar silencio (…) el cual no podrá ser utilizado en su perjuicio” (Art. 20, B, II). Queda, además, prohibida y será sancionada por la ley penal, toda incomunicación, intimidación o tortura. La confesión rendida sin la asistencia del defensor carecerá de todo valor probatorio (Art. 20, B, II)

La reforma constitucional protege, de este modo, la información o prueba que se pueda obtener del imputado como sujeto activo de prueba. Procura que no se incorpore prueba alguna que haya violado los derechos del imputado, entre ellos, el derecho de defensa. Por eso obliga a “que se le informe, tanto en el momento de su detención como en su comparecencia ante el Ministerio Público o el juez, los hechos que se le imputan y los derechos que le asisten” (Art. 20, B, III) y que se le reciban “los testigos y demás pruebas pertinentes que ofrezca, concediéndosele el tiempo que la ley estime necesario al efecto y auxiliándosele para obtener la comparecencia de las personas cuyo testimonio solicite, en los términos que señale la ley” (Art. 20, B, IV).

Sin embargo, la propia norma Constitu-cional permite –y comprende al permitir- que existe una investigación previa, preliminar, que ha incorporado medios de prueba. Por eso “en delincuencia organizada, las actuaciones realizadas en la fase de investigación podrán tener valor probatorio, cuando no puedan ser reproducidas en juicio o exista riesgo para testigos o víctimas. Lo anterior sin perjuicio del derecho del inculpado de objetarlas o impugnarlas y aportar pruebas en contra” (Art. 20, B, V) y, aún cuando no se trate de delincuencia organizada se exige facilitarle al imputado “todos los datos que solicite para su defensa y que consten en el proceso” (Art. 20, B, VI).

Porque la Constitución admite una investigación preliminar protege que “el imputado y su defensor tendrán acceso a los registros de la investigación cuando el primero se encuentre detenido y cuando pretenda recibírsele declaración o entrevistarlo. Asimismo, antes de su primera comparecencia ante juez podrán consultar dichos registros, con la oportunidad

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debida para preparar la defensa. A partir de este momento no podrán mantenerse en reserva las actuaciones de la investigación, salvo los casos excepcionales expresamente señalados en la ley cuando ello sea imprescindible para salvaguardar el éxito de la investigación y siempre que sean oportunamente revelados para no afectar el derecho de defensa” (Art. 20, B, VI)

No es lícito el acto probatorio cuando no ha sido lícito el acto procesal probatorio, es decir, cuando las formalidades procesales –garantías constitucionales y/o garantías procesales- se han violado para realizar el acto probatorio.

Este es el procedimiento que marca la diferencia y discrimina entre defensa letrada –presencia del profesional en derecho- y defensa técnica –protección de los derechos y garantías en la actuación, aún sin la presencia del imputado- y que finalmente facilita, con la presencia del imputado y el nombramiento de su defensor, la defensa material –capacidad de aportar pruebas y contradecir las existentes-, derecho que se centra, especialmente, en exigir su incorporación y valoración en la fase de juicio oral, en presencia de los jueces –inmediación- y confrontando testigos, policías y peritos –contradicción-.

La defensa técnica es, -sin eliminar la letrada y la material-, cada vez más necesaria. La reforma constitucional ha permitido como prueba la grabación de comunicaciones privadas. Quien conoce de pruebas sabe el daño que puede causar la grabación de una conversación fuera de contexto. Hoy, el teléfono celular permite fotografiar, filmar y grabar con imágenes, situaciones, hechos, sucesos. Puede, igualmente, acumular esas imágenes, hechos y sucesos. Puede mezclar esas imágenes, hechos y sucesos.

Si la justicia mueve la prudencia del juez y si la prudencia del juez le encamina a la justicia, éste debe exigir, con el medio de prueba –acto probatorio-; el acto legitimador de ese medio de prueba -el acto procesal probatorio-. Por ende, la autoridad que ordena ese acto de prueba; la autoridad que realiza ese acto de prueba; los órganos que realizan o ejecutan ese acto de prueba; los instrumentos legitimados que sirvieron para conformar ese acto probatorio.

La defensa del imputado a lo largo del proceso procura, en razón de la prudencia y la justicia, la verdad que atrae al proceso la realidad del hecho ilícito y la certeza de su autoría. Esto es posible con la participación del defensor letrado y su contribución a la defensa material. Sin embargo, el defensor letrado y la defensa material pueden verse burladas, si no se ha protegido a lo largo de la investigación, la defensa técnica.

1. BAYTELMAN, A, y MAURICIO DUCE, J., Litigación Penal. Juicio Oral y Prueba, Editorial Ibáñez, 2007.

2. CIENFUEGOS SALGADO, David. “Defensa Penal y Derecho a la Lengua”.

3. CIENFUEGOS SALGADO, David. “El Acceso a la Jurisdicción Estatal. La Reforma Constitucional en Materia Indígena”. Lex, Difusión y Análisis. No. 75. Septiembre 2001. pp. 45-52.

4. DE LA OLIVA SANTOS, Andrés. “Sobre la Ineficacia de las pruebas ilícitamente obtenidas” En Prueba Ilícita en el Procedimiento Penal, Instituto Nacional de Estudios Superiores en Derecho. Compilador Alfredo Delgadillo Aguirre, 2007.

5. FERRER BELTRÁN, Jordi. “¿Cómo se Valora una Prueba?” En Iter Criminis. Revista de Ciencias Penales. No. 10. Segunda Época. Instituto Nacional de Ciencias Penales. Abril-Junio 2004. Página 79.

6. GARCÍA RAMÍREZ, Sergio. La Reforma Penal Constitucional (2207-2008). Editorial Porrúa, México, D.F., 2008.

7. GONZÁLEZ GARCIA, Jesús María. “El Proceso Penal Español y la Prueba Ilícita”. En La prueba ilícita en el Procedimiento Penal. Instituto Nacional de Estudios Superiores en Derecho. Compilador Alfredo Delgadillo Aguirre, 2007.

8. GONZÁLEZ OBREGÓN, Cristal. Manual Práctico del Juicio Oral, Editorial Ubijus, Instituto de Formación Profesional, México, D.F. 2008.

7. Conclusión inconclusa.

8. Bibliografía.

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9. HIDALGO MURILLO, José Daniel. Introducción al Código Procesal Penal. Editorial Investigaciones Jurídicas S.A., 1998

10. MARTI MINGARRO, Luis. “El Derecho de Defensa ante el Tribunal Penal Internacional”. Comunicación discutida en sesión del Pleno de Académicos de Número el día 10 de junio de 2002.

11. MEDINA RAMÍREZ, Marco. “El Derecho a la Defensa”. Seminario de Reforma Procesal Penal. Universidad de las Américas. Noviembre 2001.

12. ROCCATTI VELAZQUEZ, Mireille. “Reformas en la Procuración de Justicia y Defensa Penal”. Procuraduría General de la República. En Internet.

13. SIERRA SARABIA, Antonino. El nuevo Proceso Penal y sus Fundamentos Constitucionales y Legales” Zacatecas, México, 2008.

14. SUÁREZ, CROTHERS, Christian.“El Derecho a la Defensa a la luz de la Reforma Procesal Penal”. Lus et Praxis. Universidad de Talca. Chile. 1999. Volumen 5, No. 001.

Pies de nota1 Coincide con mi apreciación Jordi Ferrer

Beltrán, quien, en ese sentido cita, igualmente, a Gimeno Sendra y a Díaz Cabiale. “Es en ese marco donde es posible comprender en toda su amplitud el alcance del denominado right to Prof.. No es casualidad que en general se considere a ese Derecho como una especificación, un derivado, del Derecho a la defensa” (Cfr: FERRER BELTRÁN, Jordi. “¿Cómo se Valora una Prueba?” En Iter Criminis. Revista de Ciencias Penales. No. 10. Segunda Época. Instituto Nacional de Ciencias Penales. Abril-Junio 2004. Página 79.

2 La primera presencia de la efectiva defensa ante la justicia se plantea en la previa salvaguarda de la libertad que se explicita en el proceso de “habeas corpus”. (…) El segundo paso en la integración del derecho de defensa

requiere que la defensa sea suficiente en todos los puntos del “iter” incriminatorio. Aquí hay que empezar por la exigencia del juez imparcial, independiente y predeterminado por la ley que ha de presidir y garantizar que el proceso merezca tal nombre. Bajo tal tutela jurisdiccional, el proceso ha de ser público; la presunción de inocencia ha de respetarse; ha de tenerse conocimiento previo de la acusación; ha de disponerse de tiempo y oportunidades para preparar la defensa; ha de tenerse interprete si no se entiende la lengua del proceso; se han de poder proponer y practicar pruebas y testigos; y el ejercicio de la defensa ha de ser libremente desarrollado y efectivo, bien por sí mismo, bien por medio de abogado ya de elección, ya de oficio. (Cfr: MARTI MINGARRO, Luis. “El Derecho de Defensa ante el Tribunal Penal Internacional”. Comunicación discutida en sesión del Pleno de Académicos de Número el día 10 de junio de 2002.

3 El derecho de defensa, reconocido como derecho fundamental exige un presupuesto básico: la audiencia del imputado, la contradicción procesal, para lo que es requisito imprescindible conocer la acusación. El titular del derecho de defensa, es el propio imputado, aunque su ejercicio puede llevarse a cabo tanto por él mismo como por su defensor. Exige, entonces, que haya de ser respetado y promovido por todos los poderes públicos y comporta al propio tiempo una especial y privilegiada protección, a través del amparo. El derecho de defensa se integra con todo un catálogo de derechos también fundamentales de carácter instrumental: derecho a la asistencia de abogado, derecho al silencio, derecho a utilizar los medios de prueba pertinentes, derecho a no confesarse culpable, a la presunción de inocencia, la protección de la libertad a través del habeas corpus, los plazos máximos de la detención y de la prisión; la inviolabilidad del domicilio o el secreto de las comunicaciones; la notificación de la detención a los familiares, el derecho del extranjero detenido a un intérprete gratuito o a ser reconocido por un médico forense. Se entiende que el imputado debe poder acceder al proceso, a fin de que

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ejercite ese “recurso” efectivo o derecho a ser oído por un Tribunal independiente; que dicha posibilidad de acceso sea “efectiva”, para lo cual se hace obligada la comunicación personal de los actos que tengan por objeto su comparecencia. Dicha comunicación, sobre los hechos ha de ser clara y precisa, pues se vulneraría el derecho a la defensa si se trasladaran al imputado expresiones genéricas o inconcretas. El derecho a un proceso “sin dilaciones indebidas”. Junto al reconocimiento de la posibilidad de acceso al proceso, el derecho de defensa exige además que la entrada en él del titular del derecho a la libertad se efectúe mediante el otorgamiento de todo el estatuto de una “parte procesal”, porque en el proceso moderno la evidencia no puede obtenerse sino mediante la oposición de la acusación y de la defensa. Para que pueda producirse este choque entre la pretensión y su resistencia, se hace necesario que la acusación preceda a la defensa y que nunca se produzca la situación inversa, de forma que se hace obligado también cumplir con el deber de información “de la acusación formulada contra ellos”.

4 En cualquier supuesto, presunción de inocencia; información exigible; tiempo y medios para defenderse; abogado de elección; presentación de pruebas; intérprete; derecho de no autoinculparse ni obligación de prestar juramento; conocimiento de las pruebas; no inversión de la carga probatoria; ... son elementos de un acabado sistema de derecho de defensa que merece un positivo juicio. Aunque no sin reproducir aquí las reservas sobre la tendencia al secretismo que revelan las amplias facultades judiciales -arbitrio poco compatible con los principios del juicio penal- para modular el conocimiento por la defensa de las pruebas acusatorias. (…)La “independencia” es, como es sabido y admitido, el valor esencial que ha de predicarse de un defensor que merezca tal nombre. El único vínculo del abogado, explícito e irrestricto, ha de ser el interés del cliente. (…)El primer bastión de la independencia está en el proceso de designación del abogado. La libre y voluntaria designación de abogado constituye un vínculo de interés

con el cliente y de exigible parcialidad respecto de su causa sin más referente ni límite que el que marca la ley. Tal es el cimiento de la independencia del abogado respecto de cualesquiera otros factores del proceso. Y ello tanto si se es abogado de un inculpado, como si se trata de una víctima o grupo de víctimas. (…) La libre designación de letrado garantiza la sintonía cultural, lingüística y jurídica que han de impregnar y blindar la confianza del cliente en el abogado ... sin cuya confianza no hay verdadero abogado. (…) Un elemento no desdeñable en esta materia de la independencia es el de la suficiencia retributiva también para los abogados. (…) Por eso, en los casos de defensa de oficio deberá asegurarse la dignidad de la retribución de los defensores; y lo que es más importante -y esto tanto para defensas designadas como de oficio- la calidad y fluidez de la dotación de medios para equilibrar la actividad probatoria de la defensa con la de la acusación. (Cfr: MARTI MINGARRO, Luis. “El Derecho de Defensa ante el Tribunal Penal Internacional”. Comunicación discutida en sesión del Pleno de Académicos de Número el día 10 de junio de 2002.

5 En el Código de Procedimientos Penales de Zacatecas se consigna que “el derecho a la defensa técnica es irrenunciable y su violación producirá la nulidad absoluta de las actuaciones que se realicen a partir de ese momento (art 8). En el mismo art. 8 del CPPZ se define como defensa técnica que el imputado “podrá elegir a un Defensor particular debidamente titulado”. En el mismo sentido art. 7 CPPCh; art. 7 CPPO y art. 7 del CPPM “El imputado deberá ser asistido y defendido por un licenciado en derecho, con independencia, en su caso, de que se haya nombrado a una persona de confianza”. En el art. 135, 1, b. y 204 Código de Procedimientos Penales de Nuevo León y art. 145, III, b del Código de Procedimientos Penales del Estado México se mantiene la cultura de que la defensa es “tener una defensa adecuada, por abogado, por sí o por persona de su confianza. Si no quiere o no puede nombrar defensor, después de haber

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sido requerido para hacerlo, le designará un defensor de oficio”. En los cuatro primeros se exige que el defensor sea abogado. Chihuahua aclara que ese abogado debe ser “perito en derecho”.

6 El Código de Procedimientos Penales de Morelos limita ese derecho “desde el momento de su detención o comparecencia ante la policía, el Ministerio Público o la autoridad judicial y hasta el fin de la ejecución de la sentencia que imponga una sanción penal, el imputado tendrá derecho a ser asistido y defendido por un licenciado en derecho”. Esto significa que los actos anteriores a ese momento procedimental no encuentra, de principio, presencia letrada del defensor, aunque, como veremos, si permite defensa técnica.

7 La Convención Americana de Derechos Humanos aprobada en la Conferencia celebrada en San José de Costa Rica en Noviembre de 1969 y que entró en vigor el 18 de Julio de 1978, recoge los derechos y deberes ya reconocidos por la Declaración Americana y protege, entre otras, algunas garantías institucionales internas de carácter procesal, tales como el derecho a no ser arbitrariamente detenido (Artículo 7.3); el derecho a ser informado sobre las causas de la detención (Artículo 7.4); el derecho del detenido a ser juzgado en un plazo razonable (Artículo 7.5); el recurso de Habeas Corpus (Artículo 7.6); el derecho a ser oído por un juez competente (Artículo 8); el derecho a la presunción de inocencia (Artículo 8.2); los derechos del procesado (Artículo 8.2. letras a, h) y el recurso de amparo. (Artículo 25).

8 No se puede ignorar que el proceso surge, no raras veces, de denuncias calumniosas, de sospechas, de señalamientos que, aunque puedan no ser ciertos, exigen una “investigación de descarte” que, aunque no se quiera, entorpece la “libertad” del investigado hasta que se demuestre la verdad de su posible responsabilidad.

9 Para un estudio más amplio y claro al respecto, puede consultarse en Internet

a CIENFUEGOS SALGADO, David. “Defensa Penal y Derecho a la Lengua”. Partiendo de la Constitución Política de la República Mexicana, que luego amplia con la Legislación, en particular la ley de Derechos Lingüísticos de los Pueblos Indígenas, las Reformas que dicha Ley suscitó a los Códigos Federales de Procedimientos Civiles y Penales y al Código Penal Federal, así como la Jurisprudencia, analiza temas de gran importancia como “La política lingüística y la administración de justicia”; “La Lengua como requisito formal de los actos procesales en materia penal”; “La falta de intérprete como una violación procedimental” y “El conocimiento de la cultura como elemento formal de la decisión judicial”. Del mismo autor: El Acceso a la Jurisdicción Estatal. La Reforma Constitucional en Materia Indígena. Lex, Difusión y Análisis. No. 75. Septiembre 2001. pp. 45-52.

10 Cfr: Artículo 7 de los Códigos de Procedimientos Penales de Chihuahua, Oaxaca, Morelos y artículo 8 del Código de Procedimientos Penales Zacatecas.

11 En los anticipos de prueba se ha considerado que “en caso de que todavía no exista imputado se designará un defensor público para que intervenga en la audiencia. Cuando exista extrema urgencia, las partes podrán requerir verbalmente la intervención del juez y él practicar el acto con prescindencia de las citaciones previstas, designando, en su caso, un defensor público. Se dejará constancia de los motivos que fundaron la urgencia”. (Cfr: artículos 267 CPPCh; 263 CPPO; 266 CPPM; 308 CPPZ).

12 Cfr: Artículo 6 Código de Procedimientos Penales de Chihuahua, Oaxaca, Morelos; artículo 7 Código de Procedimientos Penales de Zacatecas.

13 Cfr: Artículo 7, Código de Procedimientos Penales de Chihuahua, Oaxaca, Morelos; artículo 8 Código de Procedimientos Penales de Zacatecas. Mientras los Códigos de Chihuahua y Oaxaca otorgan este derecho “desde la práctica de cualquier actuación

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policial, ministerial o judicial, que señale a una persona como posible autor o partícipe de un hecho punible” (Cfr: art. 7). El Código de Procedimientos Penales de Morelos, por el contrario, hace una diferencia y dispone ese derecho “desde el momento de su detención o comparecencia ante la policía, el Ministerio Público o la autoridad judicial” (Cfr: art 7, CPPM). Zacatecas considera el derecho “desde la práctica de cualquier actuación policial, del Ministerio Público o que señale a una persona como posible autor o partícipe de un hecho punible y hasta el fin de la ejecución de la sentencia que imponga una pena o medida de seguridad” (Cfr: art. 8 CPPZ)

14 Cfr: Artículo 6, Código de Procedimientos Penales de Chihuahua, Oaxaca, Morelos. Artículo 7 Código de Procedimientos Penales de Zacatecas.

15 “No podrán ser valorados para fundar una decisión judicial, ni utilizados como presupuesto de ella, los actos cumplidos con inobservancia de los requisitos establecidos por la ley para su realización, que impliquen agravio de derechos fundamentales, salvo que el defecto haya sido saneado, de acuerdo con las normas previstas por este Código” (Cfr: art 70 CPPM; art. 75 CPPCh; art. 76 CPPO; art. 74 CPPZ). Cuando no sea

posible sanear un acto, el juez, de oficio o a petición de parte, deberá, en forma fundada y motivada, declarar su nulidad o señalarla expresamente en la resolución respectiva; especificará, además, a cuáles actos alcanza la nulidad por su relación con el acto anulado y, siendo posible, ordenará que se renueven, rectifiquen o ratifiquen. (Cfr: art. 74 CPPM; art. 79 CPPCh; art. 80 CPPO; art. 79 CPPZ)

16 Artículo 7. Defensa técnica. Desde el momento de su detención o comparecencia ante la policía, el Ministerio Público o la autoridad judicial y hasta el fin de la ejecución de la sentencia que imponga una sanción penal, el imputado tendrá derecho a ser asistido y defendido por un licenciado en derecho. El derecho a la defensa técnica es irrenunciable y su violación producirá la nulidad absoluta de las actuaciones que se realicen a partir de ese momento.

17 Cfr: Artículo 7 de los Códigos de Procedimientos Penales de Chihuahua, Oaxaca, Morelos. Art. 8 Zacatecas.

18 Cfr: Artículo 7 de los Códigos de Procedimientos Penales de Chihuahua, Oaxaca, Morelos. Artículo 8 Zacatecas.

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Criminalidady Globalización

Luigi Ferrajoli

Uno de los efectos perversos de la globalización es sin duda el desarrollo, con dimensiones que no tienen precedente, de una criminalidad internacional, a su vez global. Se trata de una criminalidad “global”, o “globalizada”, en el mismo sentido en que hablamos de globalización de la economía: es decir, en el sentido de que la misma, por los actos realizados o por los sujetos implicados, no se desarrolla solamente en un único país o territorio estatal, sino, a la par de las actividades económicas de las grandes corporations multinacionales, a nivel transnacional o incluso planetario.

Las razones de este desarrollo han sido analizadas en muchas ocasiones: la mundialización de las comunicaciones y de la economía no acompañada de una correspondiente mundialización del derecho y de sus técnicas de tutela; el paralelo declive de los Estados nacionales y del monopolio estatal de la producción jurídica; el desarrollo de nuevas formas de explotación, de discriminación y de agresión a bienes comunes y a los derechos fundamentales. En pocas palabras, las nuevas formas de criminalidad transnacional son el efecto de una situación de general anomia, en un mundo cada vez más integrado e interdependiente y confiado a la ley salvaje del más fuerte: un mundo atravesado por desigualdades crecientes en el que, como señala el Informe de la ONU sobre Desarrollo Humano del año 2000, la diferencia de riqueza entre los países más pobres y los más ricos, que en 1820 era de 1 a 3 y en 1913 de 1 a 11, ha pasado a ser de 1 a 35 en 1950 y de 1 a 72 en 19921; y en el que el patrimonio de las tres personas más ricas del mundo es superior al producto nacional bruto de todos los países menos desarrollados y de sus 600 millones de habitantes.

Es claro que todo esto es efecto y causa de una crisis profunda del derecho. Bajo dos aspectos. Está en crisis, en primer lugar, la credibilidad del derecho. Disponemos actualmente de muchas cartas, constituciones y declaraciones de derechos, estatales, continentales, internacionales. Los hombres son hoy, por tanto, incomparablemente más iguales, en derecho, que en el

(Profesor de filosofía del derecho en la Universidad de Roma III).

1. Globalización y crisis del derecho penal.

Traducción de Miguel Carbonell.

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pasado. Y sin embargo son también, de hecho, incomparablemente más desiguales en concreto, a causa de las condiciones de indigencia de las que son víctimas miles de millones de seres humanos, a pesar de lo que dicen esos textos. Nuestro “tiempo de los derechos”, como lo ha llamado Norberto Bobbio, es también el tiempo de su más amplia violación y de la más profunda e intolerable desigualdad.

Hay un segundo e incluso más grave aspecto de la crisis: la impotencia del derecho, es decir, su incapacidad para producir reglas a la altura de los nuevos desafíos abiertos por la globalización. Si tuviera que aportar una definición jurídica de la globalización, la definiría como un vacío de derecho público a la altura de los nuevos poderes y de los nuevos problemas, como la ausencia de una esfera pública internacional, es decir, de un derecho y de un sistema de garantías y de instituciones idóneas para disciplinar los nuevos poderes desrregulados y salvajes tanto del mercado como de la política.

Esta crisis del papel del derecho generada por la globalización se manifiesta en materia penal, como crisis, o peor aún como quiebra, de las dos funciones justificatorias del derecho penal y por tanto de sus dos fundamentos legitimadores.¿En qué consisten estas funciones y estos fundamentos? Me parece, como lo he sostenido en otras ocasiones, que consisten en la minimización de la violencia, tanto la producida por los delitos como la generada por las respuestas informales a los mismos: no solo, por tanto, como se suele entender, en la prevención de los delitos, sino también en la prevención de las penas informales y excesivas, o sea de las venganzas, así como de la arbitrariedad y de los abusos policiales que serían infligidos en su ausencia. Por ello he definido el derecho penal como la ley del más débil. Es decir, la ley –alternativa a la ley del más fuerte- instituida en tutela de la parte más débil, que en el momento del delito es la parte ofendida , en el del proceso es el imputado y en el de la ejecución de la pena es el condenado.

Pues bien, la crisis actual del derecho penal producida por la globalización consiste en el resquebrajamiento de sus dos funciones

2. La nueva cuestión criminal.

garantistas: la prevención de los delitos y la prevención de las penas arbitrarias; las funciones de defensa social y al mismo tiempo el sistema de las garantías penales y procesales. Para comprender su naturaleza y profundidad debemos reflexionar sobre la doble mutación provocada por la globalización en la fenomenología de los delitos y de las penas: una mutación que se refiere por un lado a la que podemos llamar cuestión criminal, es decir, a la naturaleza económica, social y política de la criminalidad; y por otro lado, a la que cabe designar cuestión penal, es decir, a las formas de la intervención punitiva y las causas de la impunidad.

Ha cambiado sobre todo la cuestión criminal . La criminalidad que hoy en día atenta contra los derechos y los bienes fundamentales no es ya la vieja criminalidad de subsistencia, ejecutada por sujetos individuales, prevalentemente marginados. La criminalidad que amenaza más gravemente los derechos, la democracia, la paz y el futuro mismo de nuestro planeta es seguramente la criminalidad del poder: un fenómeno no marginal ni excepcional como la criminalidad tradicional, sino inserto en el funcionamiento normal de nuestras sociedades2.

Sería útil desarrollar la reflexión teórica, además de la investigación empírica, sobre la criminalidad del poder: analizar, descomponer, inventariar y clasificar sus diversas formas, identificar sus rasgos comunes y sus relaciones por un lado con los poderes legales, por otro con la criminalidad ordinaria. Aquí me limitaré a distinguir tres formas de criminalidad del poder, mancomunadas por su carácter de criminalidad organizada: la de los poderes abiertamente criminales; la de los crímenes de los grandes poderes económicos; y, finalmente, la de los crímenes de los poderes públicos. Por un lado, por tanto, los poderes criminales, por otro los crímenes del poder, tanto económico como político. No se trata de fenómenos criminales netamente distintos y separados, sino de mundos entrelazados, por las colusiones entre poderes criminales, poderes económicos y poderes

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institucionales, hechas de complicidades y de recíprocas instrumentalizaciones..

La primera de estas formas de criminalidad del poder, la de los poderes criminales, es el crimen organizado: el terrorismo por un lado y la gran criminalidad de las mafias y las camorras por otro. La criminalidad organizada, obviamente, ha existido siempre. Pero hoy, como está ampliamente documentado, ha adquirido un desarrollo transnacional y una importancia y un peso financiero sin precedentes, hasta el punto de configurarse como uno de los sectores más florecientes, ramificados y rentables de la economía internacional3. Lo extraordinario es que el crecimiento de esta criminalidad es el efecto de un fenómeno paradójico en virtud del cual, como lo ha señalado Jean de Maillard, “el más conspicuo plusvalor económico tiene como origen la explotación de la miseria más absoluta”4. “Los mayores beneficios”, dice Maillard, “son generados por la capacidad de valorizar la pobreza a través de la transgresión social de las prohibiciones”5. Piénsese solamente en los beneficios colosales generados por el mercado clandestino y por el monopolio criminal de la droga, a través del reclutamiento masivo de pequeños traficantes y distribuidores, dentro de los grupos marginados. O bien en las asociaciones mafiosas destinadas a eludir las prohibiciones de inmigración, organizando el transporte e ingreso de inmigrantes clandestinos en las fortalezas occidentales. Pero piénsese también en el terrorismo internacional, que recluta su mano de obra sobre todo entre los grupos más pobres y fanatizados. En todos estos casos, la pequeña delincuencia es directamente promovida por las organizaciones criminales, que explotan las condiciones de miseria, necesidad y marginación social de la mano de obra que trabaja para ellas. También la criminalidad organizada presenta, como ha demostrado Vincenzo Ruggiero, una estratificación de clase, pues la pequeña criminalidad empleada es a su vez explotada por la gran criminalidad integrada en los grupos dirigentes.

La segunda forma de criminalidad del poder es la de los grandes poderes económicos transnacionales, que se manifiesta en diversas formas de corrupción, de apropiación de los recursos naturales y de devastación del ambiente.

Es este el tipo de criminalidad que refleja el efecto más directo de la globalización. Justamente porque la globalización es un vacío de derecho público, y específicamente de derecho penal internacional, se manifiesta en el desarrollo de poderes desregulados, que tienen como única regla el beneficio y la auto-acumulación. Por esta misma razón es cada vez más incierto el confín entre este segundo tipo de criminalidad y la de los poderes abiertamente criminales de tipo mafioso. También esta criminalidad se funda en la máxima explotación de la misma pobreza provocada o acentuada por la globalización. En ausencia de límites y reglas la relación entre el Estado y los mercados se invierte. No son ya los Estados los que ponen a competir a las empresas, sino las empresas las que ponen a competir a los Estados, decidiendo colocar sus inversiones en los países que, por su estado de indigencia o por la corrupción de sus elites dirigentes, están mayormente dispuestos a consentir impunemente devastaciones ambientales, daños a la salud de la población, explotación de los trabajadores y de los recursos naturales, ausencia de derechos y de garantías en materia laboral y ambiental.

F ina lmente , l a t e rcera forma de criminalidad del poder es la que, operando también ella organizada, se pone en acción por los poderes públicos. Aquí nos encontramos, por desgracia, frente a una fenomenología compleja y heterogénea. Existen sobre todo diversas formas de corrupción y de apropiación de la cosa pública, que parecen actualmente haberse convertido, como lo ha documentado ampliamente Jorge Malem, en una dimensión ordinaria de los poderes públicos�. El vínculo con la criminalidad de los poderes económicos es obviamente estrechísimo. Y existen además los delitos más específicamente públicos: en primer lugar los crímenes contra la humanidad –desde las detenciones arbitrarias hasta las torturas y las desapariciones forzadas- cometidos por fuerzas policiales, fuerzas armadas y servicios secretos desde dentro y fuera de los ordenamientos respectivos; en segundo lugar, la variada fenomenología de las subversiones desde arriba por obra de organizaciones ocultas, internas o internacionales, como las tristemente experimentadas en América Latina en los años 60 y 70, e intentadas también en Italia a través de

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asociaciones como Gladio, los servicios secretos, la P2 y similares; finalmente, las guerras y los crímenes de guerra promovidos, en abierto contraste con la Carta de la ONU y, por lo que respecta a algunos países como Italia, también en contra de sus constituciones nacionales. Está claro que, como todos los fenómenos criminales, este tipo de criminalidad es una manifestación no solo de desviaciones sociales, sino también de desviaciones institucionales. Es un signo de la patología del ordenamiento y, a causa de su carácter prevalentemente oculto, expresión degenerada de una crisis del Estado de derecho y de la democracia misma.

En todos los casos los elementos que hacen masivamente amenazadoras estas nuevas formas de criminalidad son su carácter organizado y el hecho de que sean practicadas, o por lo menos sostenidas y protegidas, por poderes fuertes, ocultos, a veces subversivos: no por sujetos débiles y marginados sino por sujetos potentes, en posición de dominio. Y esto apunta hacia un cambio profundo en la composición social del fenómeno delictivo. Al menos por lo que hace a la gran criminalidad, sus connotaciones de clase se han invertido. Las verdaderas “clases peligrosas” –como solía llamarse a los grupos marginados y proletarios por las leyes italianas de seguridad pública en la segunda mitad del siglo XIX�- no son ya las clases pobres, sino sobre todo las elites dirigentes, tanto económicas como políticas. La tradicional delincuencia de subsistencia de los marginados es cada vez más subalterna de la gran criminalidad organizada, que directa o indirectamente la alimenta o por lo menos la instrumentaliza y explota.

Hay además otra razón que convierte en gravemente peligrosa la criminalidad del poder: el hecho de que, en todas sus variadas formas, atenta contra bienes fundamentales, tanto individuales como colectivos, incluyendo la paz y la democracia. Al consistir en la desviación no ya de individuos aislados, sino de poderes desenfrenados y absolutistas, se caracteriza por una pretensión de impunidad y una capacidad de intimidación tanto mayor cuanto más potentes son las organizaciones criminales y sus vínculos con los poderes públicos. Pero es justamente esta mayor peligrosidad y relevancia política de la cuestión criminal la que vuelve más importantes

que nunca las dos funciones de prevención y garantía del derecho penal ilustradas en el primer parágrafo.

3. La nueva cuestión penal.

Paso a la otra gran cuestión que he mencionado al inicio: la cuestión penal, que el cambio de la cuestión criminal nos debería hacer repensar radicalmente, tanto desde el punto de vista de la efectividad como del de las técnicas de tutela y de garantía. ¿Cómo ha reaccionado el sistema penal a la nueva carga de funciones y responsabilidad derivadas del cambio de la cuestión criminal? ¿Qué balance podemos hacer de la función penal hoy en día, en nuestros países? Me parece que el balance es decididamente negativo.

Una respuesta adecuada al cambio de la cuestión criminal debería ser una mutación de paradigma del derecho penal a la altura de los nuevos desafíos de la globalización. En otras palabras, un cambio que permitiera hacer frente a las nuevas formas de criminalidad del poder y a los peligros y atentados contra los bienes y los derechos fundamentales, que la misma produce. En esta dirección, hay que reconocerlo, el único paso adelante ha sido la creación de la Corte Penal Internacional para los crímenes contra la humanidad. Fuera de esa conquista, de enorme importancia, no se ha desarrollado ningún proceso, ni siquiera en forma de tendencia, de globalización del derecho o de los derechos, análogo o por lo menos a la altura de la globalización del crimen. Se ha producido, por el contrario, una acentuación de las tradicionales características irracionales y clasistas del derecho penal. Con el crecimiento de las desigualdades económicas se ha determinado un aumento de la criminalidad callejera y conjuntamente un endurecimiento de las características selectivas y anti-garantistas de la represión penal, que golpea, incluso más duramente que en el pasado, a los grupos más pobres y marginados, como los tóxico-dependientes, los inmigrantes o los desempleados. Por el contrario, por ejemplo en Italia, tras la breve etapa de “Mani Pulite”, ha crecido la impunidad y a la vez la pretensión de impunidad de la criminalidad del poder,

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así como la corrupción y los delitos societarios (falsi in bilancio) y la criminalidad mafiosa de los poderes criminales.

Además ha continuado la deriva inflacionista del derecho penal, que actualmente está llevando –en Italia, pero creo que también en otros países- a la quiebra de la maquinaria judicial. Justamente en una fase de desarrollo de la criminalidad organizada, que hacía necesaria la máxima deflación penal y la concentración de las energías, la administración de justicia está colapsada por la sobrecarga de trabajo inútil, responsable al mismo tiempo de la ineficiencia y de la ausencia de garantías. Piénsese en la desconsiderada legislación sobre la droga, que se ha revelado como uno de los más potentes factores criminógenos por su alimentación tanto de la micro-criminalidad de subsistencia como de la macro-criminalidad mafiosa del tráfico. Pero piénsese también en todo el enorme derecho penal burocrático, generado por la tendencia a acompañar cada ley con sanciones penales, en parte por la bien conocida ineficiencia de otras formas de control, de tipo político o administrativo, y en parte por el carácter simbólico y declamatorio de la estigmatización penal.

Asistimos, en todos los países de Occidente, a una crisis de sobre-producción del derecho penal, o incluso del derecho en general, que está provocando el colapso de su capacidad regulativa. Las leyes se cuentan actualmente, en todos estos países, por decenas de millares, hasta el punto de que nuestros ordenamientos han regresado –a causa del caos normativo, de la multiplicación de las fuentes y de la superposición de las competencias- a la incerteza y a la arbitrariedad propias del derecho jurisprudencial pre-moderno. Y sin embargo, con aparente paradoja, a la inflación legislativa se corresponde la ausencia de reglas, de límites y de controles sobre los grandes poderes económicos transnacionales y sobre los poderes políticos que los alientan. La globalización, como he dicho, se caracteriza, en el plano jurídico, como un vacío de derecho público dentro del que tienen espacio libre formas de poder neo-absolutista cuya única regla es la ley del más fuerte.

El resultado de esta bancarrota es un derecho penal máximo, desarrollado fuera de

cualquier diseño racional y por ello en crisis frente a todos los principios garantistas clásicos de legitimación: el principio de taxatividad de las figuras del delito y con ello de certeza del derecho penal; el principio de ofensividad y el de proporcionalidad de las penas; la obligatoriedad de la acción penal, la centralidad del contradictorio y el papel del proceso como instrumento de verificación de los hechos cometidos y no como penalización preventiva; en fin, la eficiencia de la maquinaria judicial, inundada de procesos inútiles y costosos, cuyo único efecto es ofuscar el confín entre lo lícito y lo ilícito y quitar tiempo y recursos a las investigaciones más importantes, destinadas cada vez más a esa forma de subrepticia amnistía que es la prescripción. Afortunadamente la mayor parte de este inútil derecho penal burocrático permanece inefectivo. Si por ventura todos los delitos denunciados fueran perseguidos y castigados, o incluso si lo fueran todos los delitos cometidos, incluso los no denunciados, es probable que gran parte de la población estuviera sujeta a proceso o en reclusión, o por lo menos encargada de una u otra forma de funciones policiales y carcelarias.

Hay un segundo efecto de la inflación penal, que es no menos devastador. Me refiero al colapso del principio de legalidad y, consecuentemente, a la quiebra de la capacidad regulativa de la ley. De aquél están en crisis todas las funciones políticas que le son propias en el Estado de derecho: 1) antes que nada la certeza del derecho, que es garantía de la igualdad frente a la ley, y la cognoscibilidad y credibilidad del sistema penal; 2) en segundo lugar la sujeción del juez a la ley que es garantía de inmunidad del ciudadano frente a la arbitrariedad y, conjuntamente, fundamento de la independencia de la magistratura y de la división de los poderes; 3) finalmente, la primacía de la legislación, y por tanto de la política y de la soberanía popular en la definición de los bienes jurídicos merecedores de tutela penal y en la exacta configuración como de sus lesiones como delitos.

Es claro que una crisis como esa del derecho penal es el signo y el producto de una política penal coyuntural, incapaz de afrontar las causas estructurales de la criminalidad y dirigida únicamente a secundar, o peor aún a

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alimentar, los miedos y los humores represivos presentes en la sociedad.

El terreno privilegiado de esta política coyuntural y demagógica es el de la seguridad. En todos nuestros países –en Italia como en América Latina- la demanda de seguridad, alimentada por la prensa y la televisión, está acentuando las vocaciones represivas de la política criminal, orientándola únicamente a hacer frente a la criminalidad de subsistencia. El mensaje político que resulta es de signo descaradamente clasista, y está en sintonía con los intereses de la criminalidad del poder en todas sus diversas formas. Es un mensaje preciso, que sugiere la idea de que la criminalidad, la verdadera criminalidad que hay que prevenir y perseguir es únicamente la callejera y de subsistencia. No, por tanto, las infracciones “de cuello blanco” –las corrupciones, la falsedad en balance, los fraudes fiscales, el lavado de dinero, y mucho menos las guerras, los crímenes de guerra, las devastaciones del ambiente y los atentados contra la salud- sino solamente los hurtos, los robos de coches y de viviendas, y el pequeño tráfico de drogas, cometidos por inmigrantes, desempleados, sujetos marginales, identificados todavía hoy como las únicas “clases peligrosas”. Es una operación que sirve para reforzar en la opinión pública el reflejo clasista y racista de la equiparación de los pobres, de los negros y de los inmigrantes con los delincuentes y a deformar el imaginario colectivo sobre la desviación y el sentido común sobre el derecho penal: que la justicia penal deje de perseguir a las “personas de bien” –este es el sentido de la operación- y se ocupe por el contrario de los únicos delitos que atentan contra su “seguridad”.

Hay además un segundo mensaje, no menos grave, que se lanza en la campaña por la seguridad. Apunta al cambio en el sentido común del significado mismo de la palabra “seguridad”. No quiere decir “seguridad social”, es decir garantía de la satisfacción de los derechos sociales, y por tanto seguridad del trabajo, de la salud, de la previsión social, de la supervivencia. Quiere decir únicamente “seguridad pública”, conjugada en las formas del orden público de policía en vez de las del Estado social. Y esto justamente porque la seguridad social ha sido

agredida por las actuales políticas neoliberales y por ello se vuelve necesario compensar el sentimiento difuso de la inseguridad social con su movilización contra el desviado y el diferente, preferiblemente extracomunitario. Es el viejo mecanismo del chivo expiatorio, que permite descargar sobre el pequeño delincuente las inseguridades, las frustraciones y las tensiones sociales no resueltas.

Con un doble efecto regresivo. Por un lado la identificación ilusoria, en el sentido común, entre seguridad y derecho penal, como si la intervención penal pudiera producir mágicamente una reducción de los delitos callejeros que requeriría por el contrario, más que políticas penales, políticas sociales; más que políticas de exclusión, políticas de inclusión. Por otro lado, la remoción del horizonte de la política, de las políticas sociales dirigidas a remontar las causas estructurales de este tipo de desviación y de las formas de tutela alternativas al derecho penal, unas y otras ciertamente más difíciles y costosas que los experimentos de agravación de las penas.

Se sabe que los agravamientos punitivos no tienen ningún efecto disuasorio. Hay un principio teórico elemental, abonado por la experiencia, en el tema de la capacidad de prevención del derecho penal. El efecto disuasorio de las penas y de su agravamiento es directamente proporcional al grado de exigibilidad de la observancia de las normas violadas: es máximo para delitos como el homicidio, la violencia sobre las personas, la corrupción y los delitos del poder, pero nulo para la mayor parte de los delitos contra el patrimonio, sobre todo si están ligados a la tóxico-dependencia y a la marginación. Al ser una delincuencia originada por la pobreza, por la inseguridad en las condiciones de vida o peor aún por la necesidad de la droga, la delincuencia callejera no es seriamente prevenible con las penas, que aunque sean severas tienen un valor poco más que simbólico. Obviamente la respuesta penal es necesaria, al menos para evitar las venganzas privadas. Pero es ilusorio confiarles la prevención de los delitos que atentan contra la seguridad individual, en vez de hacerlo a políticas sociales dirigidas a reducir las causas de la desviación. Al contrario,

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justamente su total ineficacia tiene el único efecto de acrecentar el malestar y la desconfianza en el derecho y en las instituciones.

Frente a esta crisis regresiva del derecho penal es hoy necesaria y urgente una batalla política y cultural en torno a un programa de derecho penal garantista. Un programa de ese tipo, que he llamado de derecho penal mínimo, debería intentar restituir el derecho penal su naturaleza de instrumento costoso, como extrema ratio, y por otro lado su papel de ley del más débil dirigida a la minimización de la violencia y a la tutela de bienes fundamentales. En esta prospectiva me parece que se pueden formular, sumariamente, tres órdenes de indicaciones.

4.1. El primero se refiere a la necesidad de desarrollar, en la perspectiva de la dimensión hoy en día planetaria del “interés general”, una esfera pública mundial y por tanto un derecho penal a la altura de los nuevos fenómenos criminales a que debe hacer frente. Precisamente, a la altura de la variada “criminalidad del poder” a la que la deregulation, es decir el vacío de derecho en que consiste la globalización, asegura la máxima impunidad. En esta línea, la principal indicación es la defensa, la concreta implementación y el reforzamiento de los medios y de las competencias de esa gran conquista histórica que ha sido la creación de la Corte Penal Internacional para los crímenes contra la humanidad, que todavía no ha entrado seriamente en funciones y que ya ha sido dura y fuertemente cuestionada e incluso saboteada. Las competencias de la Corte, además, deberían ampliarse a muchos otros crímenes, que comparten su carácter transnacional: como el terrorismo internacional, el narcotráfico y el tráfico ilícito de armas, las organizaciones mafiosas multinacionales, los delitos que afectan el ambiente o la salud, los golpes de Estado y las tentativas golpistas, y otros del género; siempre, naturalmente, que estos delitos no sean perseguidos en el territorio en que son cometidos.

4. El futuro del derecho penal.Un programa de derecho penal mínimo.

4.2. El segundo orden de indicaciones se refiere al derecho penal sustantivo, y precisamente a su racionalización según el modelo del derecho penal mínimo. Es evidente el nexo indisoluble entre derecho penal mínimo, garantismo y eficiencia. Solo un derecho penal desburocratizado, limitado como extrema ratio únicamente a las ofensas a los derechos y a los bienes más fundamentales, puede de hecho asegurar el respeto de todas las garantías y a la vez el funcionamiento y la credibilidad de la maquinaria judicial.

No me detendré sobre las muchas propuestas en que se articula el programa del derecho penal mínimo: la introducción y la actuación del principio de ofensividad tanto en abstracto como en concreto, a través de la configuración de la ofensa de daño o de peligro como elemento constitutivo del delito; la extensión de la querella de parte a todos los delitos contra el patrimonio; la despenalización de todas las contravenciones y de todos los delitos castigados con simples penas pecuniarias, por su escasa lesividad; la reducción de los máximos de las penas de arresto y la introducción de penas alternativas a la reclusión; la restauración, en fin, del modelo acusatorio y de las reglas del debido proceso�.

Hay sin embargo dos reformas que quiero señalar aquí porque son esenciales para reducir la inefectividad y para aumentar la racionalidad del derecho penal. El primer orden de reformas se refiere al mercado de los que podemos denominar “bienes ilícitos”. Me refiero, en particular, a dos tipos de tráfico. Antes que nada, a la lógica prohibicionista en materia de drogas. Esta lógica, a causa de la incapacidad de los Estados para garantizar la observancia de las prohibiciones, tiene como único efecto dejar el monopolio del mercado de la droga a las organizaciones criminales e incrementar enormemente sus beneficios. La legislación prohibicionista en materia de droga es por ello típicamente criminógena: representa el principal alimento de la gran criminalidad mafiosa del narcotráfico y de la pequeña criminalidad dependiente de la pequeña distribución. El único modo de modificar de raíz este terreno de cultura de la criminalidad es la legalización y por tanto la liberalización controlada de las drogas.

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Un discurso opuesto merece el comercio de las armas. Las armas están destinadas por su propia naturaleza a matar. Y su disponibilidad es la causa principal de la criminalidad común y de las guerras. No se entiende por qué no deba ser prohibido como ilícito cualquier tipo de tráfico o de posesión. Es claro que el modo mejor de impedir el tráfico y la posesión es prohibiendo su producción: no solo por tanto el desarme nuclear, sino la prohibición de todas las armas, excluidas las necesarias para la dotación de las policías, a fin de mantener el monopolio jurídico del uso de la fuerza. Puede parecer una propuesta utópica: pero es tal sólo para quienes consideran intocables los intereses de los grandes lobbies de los fabricantes y de los comerciantes de armas y las políticas belicistas de las potencias grandes y pequeñas.

Hay además otra reforma, a mi parecer urgente y previa a todas las demás, de la que quiero hablar aunque sea sumariamente: el reforzamiento del principio de legalidad mediante la sustitución de la simple reserva de ley por una reserva de código; entendiendo con esta expresión el principio, que debe consagrarse a nivel constitucional, según el cual no podría introducirse ninguna norma en materia de delitos, penas o procedimientos penales si no es a través de una modificación de los códigos correspondientes aprobada por medio de procedimientos agravados. No se trataría de una simple reforma de los códigos. Se trataría más bien de una recodificación del entero derecho penal sobre la base de una meta-garantía contra el abuso de la legislación especial y excepcional. La racionalidad de la ley, contrapuesta por Hobbes a la “iuris prudentia o sabiduría de los jueces” propia del viejo derecho común�, ha sido de hecho disuelta en una legislación caótica e incoherente, cuyo efecto es exactamente el de reproducir, a través del crecimiento de la discrecionalidad en la práctica jurídica, un derecho de formación prevalentemente jurisprudencial, según el antiguo modelo del derecho premoderno. Frente a esta regresión es necesaria una refundación de la legalidad penal a través de esta meta-garantía, idónea para poner fin al caos existente y para poner al Código penal y al de procedimientos a salvo del arbitrio y de la volubilidad de nuestros legisladores. El código

penal y el de procedimientos se convertirían en textos exhaustivos y conjuntamente exclusivos de toda la materia penal, de cuya coherencia y sistematicidad el legislador debería hacerse cargo. Se acrecentaría su capacidad regulativa, tanto frente a los ciudadanos como frente a los jueces. La drástica despenalización así generada –a comenzar por ese derecho penal burocrático representado por las faltas o contravenciones y, en general, las infracciones sancionadas con simples penas pecuniarias- sería largamente compensada por el aumento de la certeza, de la efectividad y de la tasa de garantismo del conjunto.

Solamente la refundación de la legalidad inducida por la recodificación integral del derecho penal –acompañada de la restauración de todos los principios garantistas, comenzando por los de taxatividad de las figuras del delito y por el de lesividad de bienes y derechos fundamentales- puede por otra parte restaurar una correcta relación entre legislación y jurisdicción sobre la base de una rígida actio finium regundorum. Con aparente paradoja, de hecho, en tanto que la legislación, y por ello la política, pueden asegurar la división de poderes y la sujeción del juez a la ley, realizando así la prerrogativa constitucional de reserva absoluta de ley, siempre que el legislador sepa hacer su trabajo, que es el de producir leyes respetuosas de las garantías, primera entre todas la de estricta legalidad, idóneas para limitar y vincular a los tribunales. En pocas palabras, en tanto la ley puede ser efectivamente condicionante siempre que esté jurídicamente condicionada. El hecho de que ésta sea la vieja receta ilustrada no le quita ningún valor. Que todo esto fuera válido hace dos siglos, cuando la codificación hizo posible el paso del arbitrio de los jueces propio del viejo derecho jurisprudencial al Estado de derecho, no lo vuelve menos válido hoy en día, cuando la inflación legislativa ha hecho prácticamente regresar el sistema penal a la incerteza del derecho premoderno.

4.3. El tercer orden de indicaciones se refiere al proceso y al ejercicio de la acción penal. El derecho penal ha estado siempre viciado, en contraste con su modelo ideal, por un grado más o menos alto de discriminación y de selectividad

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estructural, que le ha llevado constantemente a reprimir antes que nada la criminalidad callejera de las personas más pobres. Basta observar los altos porcentajes de negros en los Estados Unidos y, en Europa, de inmigrantes, entre los condenados y los detenidos. Esta selectividad es el fruto, más que de una elección consciente, de la presión de los media y expresa también un reflejo burocrático de los aparatos policiales y judiciales: los delitos cometidos por estas personas, normalmente privadas de defensa, son más fácilmente perseguibles que los cometidos por personas pudientes.

Creo que la toma de conciencia de esta sistemática discriminación debería, por un lado, orientar la política criminal, que, por el contrario, parece preocupada solamente por apoyar y alimentar con inútiles agravamientos de las penas la alarma hacia los delitos de los pobres. Y debería, por otra parte, entrar a formar parte de la deontología profesional de los jueces que han de garantizar la igualdad y los derechos fundamentales de todos, actuando en estos delitos con una mayor indulgencia equitativa para compensar la objetiva desigualdad y selectividad de la administración de justicia. Solo de esta forma la jurisdicción se abriría a los valores constitucionales de la igualdad y la dignidad de la persona, superando el tradicional formalismo y el pretendido tecnicismo que sirven en realidad para cubrir el reflejo burocrático e irresponsabilizador que es propio de todos los aparatos de poder.

Naturalmente, a corto plazo no cabe hacerse ilusiones sobre las perspectivas de una reforma del sistema penal a la altura de los nuevos desafíos, y ni siquiera sobre las políticas criminales racionales alternativas a las políticas demagógicas que actualmente prevalecen. Sin embargo, frente a la crisis de la razón jurídica, no podemos permitirnos ni siquiera un pesimismo resignado. Es verdad que en el estado actual, a causa de la sordidez de la política y de la cultura jurídica, una refundación racional del derecho penal parece sumamente improbable. Pero improbable no quiere decir imposible. A menos que se quiera ocultar las responsabilidades de (nuestra) política y de (nuestra) cultura jurídica, no hay que confundir, inercia y realismo, descalificando como “irreal” o “utópico” lo

que simplemente no queremos o no sabemos hacer. Al contrario, hay que admitir que de la crisis actual somos todos –legisladores, jueces y juristas- responsables; que el pesimismo “realista” y el desencanto resignado y “post-moderno”, del que en estos años ha hecho gala una parte de la cultura penalista, corresponden a peticiones de principio que se auto-verifican; que, sobre todo, de la superación de la falta de proyecto que aflige tanto a la política como a la cultura jurídica depende el futuro no solo del derecho penal, sino también del Estado de derecho y de la democracia misma.

Pies de nota 1 UNDP. Rapporto 1��� sullo sviluppo umano. La

globalizzazione, Rosenberg e Sellier, Turín, 1���, p. 55.

2 Le marché fait sa loi. De l’usage du crime par la mondialisation, (2001), traducción italiana de M. Guareschi, Il mercato fa la sua legge. Criminalitá e globalizzazione, Feltrinelli, Milán, 2002, p. 1�.

3 Ivi, p. 11, donde se calculan las dimensiones de lavado de dinero en un volumen de negocios que va de los �00 a los 2000 billones de dólares al año. Véanse otros datos en ivi, p. �.

4 Ivi, p. 25.5 Ibidem y pp. 41-4�.� J. F. Malem Seña, Globalización, comercio

internacional y corrupción, Barcelona, Gedisa, 2000.

� “Disposiciones relativas a las clases peligrosas de la sociedad” era el título III (artículos �2-10�) de la ley número �144 del 30.�.1��� que retomaba las disposiciones análogas de la ley número 2�4 del �.�.1��1.

� Remito a mi trabajo “Crisi della legalitá e diritto penale minimo” en Diritto penale minimo, edición de U. Curi y G. Palombarini, Donzelli, Roma, 2002, pp. �-21.

� “No es por tanto esa juris prudentia o sabiduría de los jueces subordinados, sino la razón de este nuestro hombre artificial, el Estado y su mandato, el que dicta la ley”, T. Hobbes, Il Leviatano (1�51), traducción italiana de R. Santi, Bompiani, Milán, 2001, XXVI, p.43� (hay traducción al castellano de Manuel Sánchez Sarto, México, FCE, 1940).

ACTUALIDAD JUDICIAL34

para la armonía social

Eran las ocho y media de la noche del ocho de enero cuando el Juez de Garantía Carlos Villegas Márquez recibió la noticia de que al día siguiente presidiría la primera audiencia oral en la historia de Zacatecas.

Sería en la sala adjunta al Centro de Readaptación Social en Cieneguillas. Desde que el cinco de enero de 2009 entrara en vigor en Zacatecas el nuevo sistema de justicia penal, el juez esperó ese momento.

La realidad lo sacudió por un instante. Sintió cómo se tensaban sus nervios, sensación que también esperaba desde que empezó su capacitación tres años atrás cuando acudió a cursos sobre juicios orales a Colombia y a España.

Participó en varios simulacros de juicio como parte de su preparación en la Escuela Judicial en Zacatecas, pero el 9 de enero se enfrentaría a su primer caso en el sistema adversarial oral, luego de trabajar nueve años como juez mixto civil.

Por fin quedarían atrás los expedientes que cada día parecían crecer más y más. Llegó el momento de poner en práctica una nueva forma de impartir justicia.

La sensación de nervios se quitó, como magia, al llegar a la audiencia. Hasta sus oídos llegó la voz de su compañera María Magdalena Robles Varela, quien luego de hacer saber las reglas para la estancia en la sala, solicitaba a los presentes “ponerse de pie para recibir al Juez de Garantía…”

Se trató de un caso de robo. Se abrió la audiencia a golpe de mallete. Al frente del juez, a su derecha, el imputado y sus defensores, a la izquierda, la víctima y los ministerios públicos. Más cerca de él, también a su izquierda, los auxiliares de la sala. Uno tomando

Entrevista.

Justicia

El Juez de garantía Carlos Villegas Márquez comparte su experiencia al presidir la primera audiencia oral en Zacatecas.

ACTUALIDAD JUDICIALJusticia para la armonía social

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nota electrónicamente y otra cuidando el orden de la sala para que la audiencia transcurra sin contratiempos. Al fondo, el público expectante, los medios de comunicación y un gran silencio.

La primera audiencia oral en Zacatecas permitió observar tres fases del nuevo sistema. Se inició por control de detención; se dio paso a la vinculación a proceso y posteriormente a un proceso abreviado del que se derivó en sentencia. Los beneficios saltaron a la vista de todos. El imputado infringió la ley el 6 de enero y tres días después fue sentenciado.

La reforma estaba aplicada. Los derechos de imputado y víctima, resguardados. Los principios de publicidad, inmediatez y contradicción, un hecho.

“Con el sistema escrito veíamos cómo tantas veces al cabo de unos meses, las partes se desesperaban y decidían a veces retirar las acusaciones y al final no reclamar justicia, sino la

terminación de un proceso largo que les quitaba la fe en las leyes”, explica el Juez Carlos Villegas Márquez.

Para él, el principio de presunción de inocencia es un tesoro. “Tanto víctima como imputado deben ser tratados primordialmente como seres humanos”. Destaca además que hoy los jueces tienen mejores herramientas para enfocarse a la labor de juzgar, dejando atrás labores administrativas que les distraía de su función fundamental.

El sistema adversarial oral para el Juez Villegas Márquez “es un ordenado proceso para procurar la armonía social, que le da valor al trabajo no solo del juez, sino también a los defensores, ministerios públicos, secretarios y en especial dignifica el trato a las partes involucradas”.

ACTUALIDAD JUDICIAL3�

Conocimiento científicoy estándares de prueba judicial

Michele TARUFFO

1. Ciencia y proceso. Aspectos Generales

En un cierto sentido puede decirse que la ciencia y el proceso tienen un objetivo común: la investigación de la verdad. La investigación científica está de por sí orientada hacia la búsqueda de la verdad, aunque otro problema es definir qué se entiende por verdad científica y cuáles son los métodos empleados para conseguirla. También el proceso judicial está orientado hacia la búsqueda de la verdad, al menos si se adopta una concepción legal-racional de la justicia -como la propuesta por Jerzy Wroblesky seguida por otros teóricos de la decisión judicial- según la cual una reconstrucción verídica de los hechos de la causa es una condición necesaria de la justicia y de la legalidad de la decisión. Si se atiende a la averiguación de los hechos, el proceso puede también ser concebido como un método para el descubrimiento de la verdad: un método a veces muy complicado y con frecuencia inadecuado para el objetivo, pero sin embargo un procedimiento orientado hacia el logro de la verdad. Naturalmente, sucede con frecuencia, por las razones más diversas, que el objetivo no se alcanza. Esto demuestra solamente lo inadecuado de un particular procedimiento judicial o del modo en que se ha desarrollado, pero no demuestra que el proceso no pueda o no deba ser concebido como un método para reconstruir la verdad de los hechos. Esta concepción del proceso puede ser impugnada, y de hecho existen varias orientaciones teóricas según las cuales el proceso judicial no podría estar orientado hacia la búsqueda de la verdad sobre los hechos, o incluso no debería ser entendido como un método para la reconstrucción verídica de los mismos. Sin embargo estos puntos de vista son por muchas razones infundados: el contexto procesal, de hecho, requiere que se busque la verdad de los hechos como condición de corrección, validez y aceptabilidad de la decisión que constituye el resultado final del proceso. Entre ciencia y proceso existen diferencias relevantes, que deben ser tomadas en consideración si se quiere comprender de qué manera la ciencia puede ser utilizada en el contexto del proceso. La ciencia opera a través de varios tránsitos,

(Traducción de Miguel CARBONELL y Pedro SALAZAR)

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en tiempos largos, teóricamente con recursos ilimitados, y conoce variaciones, evoluciones y revoluciones. Además, al menos según el modelo más tradicional, la ciencia está orientada hacia el descubrimiento, la confirmación o la falseabilidad, de enunciados o leyes generales, que se refieren a clases o categorías de eventos. Por decirlo así, y retomando una conocida distinción de Windelbald, las ciencias naturales tienen carácter nomotético. Por el contrario, el proceso se refiere a conjuntos limitados de enunciados relativos a circunstancias de hecho particulares, seleccionadas y determinadas con base en criterios jurídicos, es decir, con referencia a las normas aplicables a un caso particular. Por tanto, tiene, análogamente a algunas ciencias históricas, carácter idiográfico. Además, el proceso opera en tiempos relativamente restringidos, con recursos limitados, y está orientado a producir una decisión tendencialmente definitiva (que se convierte en tal a través del mecanismo de la cosa juzgada) sobre el específico objeto de la controversia.

A pesar de estas diferencias, la atención cada vez más intensa que desde hace tiempo se ha dedicado al problema general de las relaciones entre ciencia y derecho se ha referido frecuentemente a las relaciones entre ciencia y proceso, es decir, reformulando el problema en otros términos, al uso que de la ciencia se puede hacer en el proceso. Y así ha venido emergiendo, con evidencia cada vez mayor, el problema de las “pruebas científicas”, o sea del posible empleo de la ciencia como instrumento para la averiguación de la verdad sobre los hechos que deben ser analizados en el contexto procesal. Esta conexión estrecha entre ciencia y proceso tiene varias razones fácilmente comprensibles. En realidad siempre ha sucedido que los jueces han utilizado nociones científicas para establecer o interpretar circunstancias de hecho para las que parecían inadecuadas las nociones de la experiencia o del sentido común. Desde hace varios siglos, pero con una enorme aceleración en el siglo XX, la extensión de la ciencia en campos del saber que en el pasado eran dejados al sentido común ha provocado un relevante movimiento de las fronteras que separan la ciencia de la cultura media no-científica: sucede cada vez con mayor frecuencia,

de hecho, que circunstancias relevantes para las decisiones judiciales pueden ser averiguadas y valoradas con instrumentos científicos, y por tanto se reduce proporcionalmente el área en la que el juicio sobre los hechos puede ser formulado solamente sobre bases cognoscitivas no científicas. El empleo de pruebas científicas se hace en consecuencia cada vez más frecuente en el proceso civil y en el proceso penal. Por otra parte, la penetración capilar de la ciencia y de la tecnología en la vida cotidiana, desde la medicina hasta la informática, hace más frecuentes que en el pasado las controversias que tienen origen en hechos directamente conectados con el uso de la ciencia, y que por tanto requieren de métodos de averiguación que no pueden ser más que ser científicos.

Es necesario también considerar que en muchas áreas de la cultura moderna la ciencia está envuelta en una suerte de aura mitológica, y representa el símbolo del conocimiento cierto y de la verdad objetiva en torno a cualquier tipo de acontecimiento. Simboliza también cosas que se supone que están más allá del nivel normal de conocimiento de las personas “normales”, como los abogados y los jueces. En consecuencia, la ciencia es concebida por muchos como algo extraño, ajeno y exótico, que sin embargo es indispensable para aportar respuestas verídicas a quien, como los jueces y los jurados, debe decidir sobre los hechos de una controversia. Como casi siempre sucede, sin embargo, la realidad está bien lejos del mito, como lo saben bien los epistemólogos que se interrogan sobre el estatuto científico de muchos campos del saber y sobre la atendibilidad de muchos conocimientos considerados “científicos”. Por lo que se refiere específicamente a la ciencia que puede ser utilizada en el contexto del proceso, a las perplejidades de orden general de los epistemólogos se pueden agregar otras, dado que con frecuencia no se dispone de conocimientos científicos relevantes para la decisión sobre los hechos de la causa, no se está suficientemente cierto de la atendibilidad de estos conocimientos, o surgen dudas sobre las modalidades con que estos conocimientos son adquiridos en el proceso o son valorados por quien adopta la decisión final.

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Entre estas perplejidades, resulta muy notoria la que se refiere a “qué ciencia” es utilizable en el proceso como instrumento para la averiguación de los hechos. Este problema tiene al menos dos aspectos particularmente relevantes. El primero se refiere a la tipología de las ciencias que se entienden como utilizables; el segundo se refiere a la calidad de la ciencia que se utiliza.

Respecto al primer aspecto, debe observarse que normalmente no surgen problemas sobre la utilización de las llamadas ciencias “duras” como la química, la biología, la ingeniería, las matemáticas, y sus respectivas articulaciones como la farmacología, la genética, la ciencia de los materiales y otras por el estilo. Más bien sucede normalmente que cuando el juez se encuentra frente a circunstancias que pueden ser establecidas, interpretadas o valoradas solamente recurriendo a nociones que pertenecen a estos ámbitos del saber -es decir, que son “científicas” en el sentido más obvio y más tradicional del término- renuncia a utilizar su propia “ciencia privada”, que casi siempre no incluye una preparación científica adecuada, y se sirve de expertos y consultores para adquirir las nociones técnico-científicas que le sirven para emitir la decisión. El discurso no puede sin embargo detenerse aquí, dado que en la cultura actual el ámbito de las ciencias incluye también numerosas ciencias que se pueden definir como “humanas” o “sociales” para distinguirlas de las ciencias “duras” o “no-humanas”, como la psicología, la psiquiatría, la economía, la sociología y también la historia, la estética, la crítica literaria, la ciencia de las religiones y la etnología (y otras que se pueden agregar). En estos casos un aspecto relevante del problema es que se trata de áreas del saber relativas a hechos humanos y sociales que tradicionalmente, y por siglos, han formado parte simplemente del sentido común y no eran consideradas como “científicas”; ahora, por el contrario, estas áreas del saber se afirman como “ciencias” y pretenden una dignidad y una atendibilidad no inferiores a las de las ciencias “duras”. El otro aspecto, más específico pero no menos relevante en este tema, es que son particularmente numerosas

las situaciones procesales en las cuales una u otra de estas áreas del saber son necesarias, o al menos útiles, para una averiguación correcta de los hechos de la causa. Basta pensar en controversias relativas a menores de edad en el ámbito de la familia o en la determinación de la capacidad de entender o de querer del imputado en el proceso penal, para tener algunos de los muchísimos ejemplos de casos en los que una ciencia social -la psicología- es relevante para la averiguación, la interpretación y la valoración de los hechos de la causa. Otros numerosos ejemplos pueden referirse a la determinación y valoración de hechos económicos, como el valor de una prestación contractual o el importe de un daño sobre una cosa o hacia una persona. En esta perspectiva el problema principal recae sobre el juez, al menos en los sistemas -como los del civillaw- en los que corresponde justamente al juzgador tomar la decisión relativa a si es necesario adquirir nociones científicas a través de las modalidades procesales previstas por la ley, o bien si el juez mismo entiende que es capaz de averiguar y valorar los hechos sin recurrir al auxilio de un experto. De esta suerte de “autocrítica cultural” del juez derivan muchas consecuencias relevantes, tanto sobre la marcha del proceso (que puede incluir o no el recurso a la consulta técnica), como sobre la naturaleza de la decisión final, que podrá estar fundada sobre datos científicamente apreciables, o por el contrario sobre el conocimiento modesto que el juez pueda tener, a partir del sentido común y de la cultura media, de las nociones necesarias para decidir. Las cosas son distintas, desde el punto de vista procesal, en los ordenamientos de common law, donde son principalmente las partes las que deciden si se sirven de la ayuda de expertos, y estos expertos son tratados para todos los efectos como si fueran “testimonios de parte”.

En todo caso, la tendencia prevaleciente parece ser todavía en el sentido de infravalorar la aportación que las ciencias sociales pueden ofrecer para la correcta averiguación de los hechos en el proceso: a veces se recurre a expertos en las áreas de la psicología y del psicoanálisis, de la economía y de las otras ciencias sociales, pero esto no sucede con mucha frecuencia, y desde luego no en todos los casos en los que sería necesario y oportuno.

1.1. Qué Ciencia

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Muchos jueces están todavía ligados a la concepción tradicional según la cual solamente cuando entra en juego una ciencia “dura” se vuelve indispensable la ayuda de un experto, mientras que las ciencias sociales pertenecerían a la cultura media, y por tanto entrarían en el normal bagaje de conocimientos del juez. Es claro que esta concepción es infundada, y se vuelve menos aceptable cada vez que nuevas áreas del saber adquieren el estatuto de ciencias; sin embargo, la cultura media de los jueces no evoluciona con la misma rapidez y en la misma dirección en que evoluciona el conocimiento científico, lo que explica la permanencia -en la cultura jurídica- de la concepción tradicional y restrictiva de la ciencia. Es evidente que también están sujetos a evolución los paradigmas tradicionales de la ciencia, dado que las ciencias humanas adoptan métodos, sistemas de análisis y de control y grados de atendibilidad de los conocimientos que no solamente son distintos de los de las ciencias “no-humanas”, sino que también son profundamente diferentes entre ellos. Por decirlo así, el viejo mito simplista y unitario de la ciencia debe ser adaptado a estas nuevas realidades que -si bien de forma lenta y fatigosa- ya están encontrando la ruta de los tribunales.

El segundo aspecto problemático que se refiere al empleo de conocimientos científicos en el proceso tiene que ver con la distinción entre ciencia “buena” y ciencia “mala” o junk science. La historia y la práctica del uso probatorio de la ciencia en el proceso están llenas de ejemplos en los que la pretendida ciencia adquirida en el juicio no es atendible, no tiene fundamento y credibilidad, y por tanto -en sustancia- no es “buena ciencia”. Se trata de casos en los que las informaciones científicas no son correctas, son incompletas, no verificadas, no compartidas, o bien han sido manipuladas, referidas erró- neamente, o bien -incluso- no son propiamente relevantes respecto a los hechos específicos del caso concreto. Por otra parte, existen varias pseudo-ciencias, es decir, áreas en las que se pretende que existan conocimientos generados sobre bases científicas, pero en las que estas bases no existen: se puede pensar, por ejemplo, en la grafología, en las distintas máquinas o sueros de la verdad, y en todo lo que se parece también a la “ciencia” de las huellas digitales,

como por ejemplo la astrología o -en Italia- la lectura del fondo del café o -en Inglaterra- la lectura de las hojas de té.

El hecho de que este problema ha tomado gran relevancia está demostrado no solamente por la actualmente rica y amplia literatura que en varios países se refiere al tema de las pruebas científicas, sino también por la circunstancia de que los tribunales se ocupan hoy en día con una cierta frecuencia de problemas referidos a la cientificidad de las nociones que en el proceso se utilizan como prueba de los hechos. El caso más famoso en este sentido es la decisión de la Corte Suprema de los Estados Unidos, emitida en 1993 en el caso Daubert, en la cual el juez Blackmun indicó los requisitos de cientificidad de las nociones que pueden ser utilizadas como prueba. Se trata: a) de la controlabilidad y falseabilidad de la teoría científica sobre la que se funda la prueba; b) de la determinación del porcentaje de error relativo a la técnica empleada; c) de la existencia de un control ejercido por otros expertos a través de la peer review; d) de la existencia de un consenso general de la comunidad científica de referencia. Se requiere además que la prueba científica sea directamente relevante) respecto a los hechos que deben ser determinados en el caso concreto. La decisión del caso Daubert ha suscitado muchas discusiones, tanto en la doctrina como en la jurisprudencia sucesiva, que no es el caso examinar aquí de modo detallado. Lo que importa subrayar es que esa decisión es un importante punto de surgimiento del problema de la calidad de la ciencia que se utiliza en el proceso: los jueces no pueden limitarse a recibir pasivamente cualquier cosa que se presente en el juicio como “científica”, y deben asumir el problema de verificar la validez y la atendibilidad de las informaciones que pretenden tener dignidad científica, y que están destinadas a constituir la base de la decisión sobre los hechos. Los estándares de cientificidad definidos en Daubert pueden también ser compartidos o ser entendidos como muy restrictivos o muy genéricos, pero queda presente el problema constituido por la necesidad de que los jueces verifiquen con el máximo cuidado la calidad de la ciencia que adoptan.

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Un problema ulterior se refiere a la verdad de los hechos, en el proceso y en las ciencias. En el proceso el problema de la verdad presenta al menos dos aspectos relevantes, que son: si el proceso puede o debe estar orientado hacia la investigación de la verdad, y, en caso afirmativo, de qué tipo de verdad se trata.

El primero de estos aspectos se toma en consideración porque en el panorama filosófico y filosófico- jurídico actual existen varias orientaciones según las cuales el problema de la averiguación de la verdad es considerado como un sin sentido. Desde Rorty hasta las demás filosofías posmodernas, pero también en el ámbito de varios filones irracionalistas más tradicionales, son muchas las teorías filosóficas que llevan a excluir la posibilidad de un conocimiento verídico de la realidad. También varias teorías idealistas o “coherentistas” de la verdad terminan sugiriendo que el conocimiento no tiene que ver con la realidad de los eventos concretos, de manera que no se puede hablar de hechos empíricos, sino solamente de entidades linguísticas y de sus relaciones en el ámbito de contextos “narrativos”. Teorías narrativistas han sido también propuestas con referencia al proceso judicial, con la consecuencia de excluir que pueda estar orientado hacia la determinación de la verdad de los hechos.

Desde una perspectiva distinta, las teorías según las cuales el proceso no sería más que un método para la resolución de las controversias pueden inducir a entender que la verdad de los hechos no es un objetivo del proceso, e incluso que puede ser contraproducente si impone el descubrimiento de hechos que las partes no quieren revelar o si requiere un gasto de tiempo y de dinero que se podría evitar: después de todo, una decisión puede ser eficaz, en el sentido de poner fin a la controversia, incluso si no está fundada en la determinación verídica de los hechos de la causa. Estas teorías son criticables desde varios puntos de vista, y por tanto no constituyen un punto válido de referencia. Por el contrario, es posible sostener que el proceso está desde luego orientado a la resolución de las controversias,

pero los principios de legalidad y de justicia que rigen en los ordenamientos procesales evolucionados exigen que las controversias se resuelvan con decisiones “justas”. Una condición necesaria para la justicia de la decisión es que se averigue la verdad de los hechos, ya que ninguna decisión puede considerarse justa si aplica normas a hechos que no son verdaderos o que han sido determinados de forma errónea. Argumentando de esta manera, en el ámbito de la concepción legal-racional de la justicia a la que se ha hecho referencia al principio, se puede concluir que el proceso debe estar orientado hacia la consecución de una decisión verídica, o sea correspondiente en la mayor medida posible con la realidad de los hechos. En un sentido, entonces, el proceso puede ser concebido como un procedimiento epistémico, en el que se recogen y se utilizan conocimientos con el objetivo de reconstruir la verdad de determinadas situaciones de hecho. Desde este punto de vista no existen, contrariamente a lo que se suele creer, diferencias relevantes entre el proceso civil y el penal: también en el proceso civil, de hecho, la decisión es justa solamente si está fundada en una determinación correcta y verídica de los hechos de la causa.

Por lo que hace al segundo aspecto del problema de la verdad procesal, se puede subrayar sintéticamente que en el proceso no se trata de establecer verdades absolutas de ningún tipo, sino sólo verdades relativas. Mientras que por un lado la definición tarskiana del concepto de verdad vale también en el contexto del proceso, por otro lado hay que destacar que la verdad procesal es esencialmente relativa porque la decisión del juez en torno a los hechos no puede fundarse más que en las pruebas que han sido adquiridas en el juicio: las pruebas, de hecho, son los únicos instrumentos de los que el juez puede servirse para “conocer”, y por tanto para reconstruir de modo verídico los hechos de la causa. A propósito vale también la afirmación según la cual en el proceso se puede considerar verdadero solamente lo que ha sido probado, y en la medida en que las pruebas disponibles ofrecen un apreciable soporte cognoscitivo a las enunciaciones de hechos. La circunstancia de que no se hable de verdades absolutas, y que la verdad procesal sea “relativa

1.2. Qué verdad procesal

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a las pruebas”, no pudiendo fundarse más que en ellas, induce a formular el problema de la decisión sobre los hechos no en términos de certeza sino en términos de probabilidad. Esto sugiere una cuestión ulterior, ya que el concepto de probabilidad no es unívoco, y por tanto habría que establecer “qué probabilidades” entran en juego en el contexto procesal. En otros términos, y como se verá mejor enseguida, el problema de la verdad procesal puede ser correctamente reformulado en términos de grados de confirmación probabilista que las pruebas pueden ofrecer a los enunciados sobre los hechos.

Desde la vertiente de la ciencia vale la pena subrayar sintéticamente que no existe, y quizá no ha existido nunca, una concepción clara, homogénea, unitaria y absoluta, de la “verdad científica”. Por un lado, de hecho, sucede casi siempre que leyes y enunciados científicos son formulados en términos de probabilidad en vez de en términos absolutos. Además, desde hace tiempo la epistemología ha aclarado que la ciencia no alcanza nunca resultados en verdad definitivos, y las enunciaciones científicas están sujetas siempre a cambios, evoluciones o propiamente a falsificaciones. Por otro lado, la pluralidad de las ciencias genera que en cada una se estudien y analicen eventos y condiciones diversos, que se empleen metodologías distintas de investigación yde demostración, y que en consecuencia se entiendan apropiados o aceptables -según el contexto en el que se encuentran- varios niveles de confirmación de las conclusiones que se formulan en los distintos sectores del conocimiento. También los criterios de control de la atendibilidad de estas conclusiones son distintos, de forma que se puede decir que existen diversas concepciones de la verdad científica. Esta variedad se vuelve incluso mayor si -como ya se ha dicho- junto a las tradicionales ciencias “duras” se toman en consideración las ciencias humanas o sociales. En muchas de estas ciencias, como por ejemplo en la psiquiatría, la economía o la sociología, los “hechos” son concebidos y definidos de manera completamente distinta de como pueden ser concebidos o definidos los “hechos” de los que se ocupa un físico o un químico.

Finalmente, debe también considerarse que en contextos diversos pueden ser diferentes

los niveles de confirmación de las informaciones ofrecidas por una ciencia. Por ejemplo, frecuencias estadísticas poco elevadas, como las que a menudo resultan de los estudios epidemiológicos, pueden ser suficientes para establecer conexiones simples entre eventos, o para establecer una relación de “causalidad general” entre eventos en función de la cual, por ejemplo, se puede determinar que la exposición a un material dañino es capaz de provocar un aumento en la frecuencia de una determinada enfermedad dentro de una población de referencia. Si el contexto en el que nos encontramos es el de quien debe planificar el funcionamiento de una industria o de un hospital, o de quien debe realizar tareas de prevención respecto a esa enfermedad, entonces estadísticas caracterizadas por frecuencias bajas sobre la conexión entre eventos pueden ser suficientes para justificar algún tipo de decisiones. Puede sin embargo suceder que este nivel de información científica no sea suficiente para justificar las conclusiones que deben ser formuladas en un proceso relativo a circunstancias particulares y específicas.

Un aspecto importante del problema referido al uso de la ciencia en el proceso es que la ciencia normalmente representa una fuente de conocimiento y de valoración de los hechos de la causa. Por esta razón se suele hablar comúnmente de prueba científica o de scientific evidence. Desde esta perspectiva surgen diversos problemas, como el de las modalidades con las que la ciencia es adquirida en el proceso a través de la colaboración de expertos, que requieren un análisis articulado también de carácter comparado. Este análisis sería muy interesante pero no se puede desarrollar en este momento. El problema que se debe enfrentar se refiere por el contrario a la valoración de las pruebas científicas por parte del juez, y a las condiciones bajo las cuales, sobre la base de esas pruebas, puede concluir en el sentido de considerar como “verdadero” un hecho de la causa. Es necesario, sin embargo, destacar que no existen reglas específicas atinentes a

2. La valoración de laspruebas científicas

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la valoración de las pruebas científicas; más bien, por lo que aquí interesa, las pruebas científicas no son distintas de las demás pruebas, y pueden también combinarse con las pruebas “ordinarias” -es decir, no científicas- para aportar la confirmación de la veracidad de un enunciado de hecho.

Enfrentando el tema de la valoración de las pruebas, científicas y no científicas, la premisa de la que hay que partir es que -salvo limitadas excepciones todavía presentes en algunos ordenamientos procesales- el sistema de la prueba legal que ha existido por siglos en los ordenamientos de Europa continental se ha desplomado desde hace tiempo, a finales del siglo XVIII, y ha sido sustituido por el principio de la libre convicción del juez. Según este principio, el juez tiene el poder de valorar discrecionalmente las pruebas, de establecer su credibilidad y de derivar de ellas conclusiones en torno a la verdad o la falsedad de los enunciados relativos a los hechos controvertidos de la causa. Mientras que, sin embargo, es claro el significado negativo del principio de la libre convicción, o sea la eliminación de las reglas de la prueba legal, no es para nada claro cuál sea su significado positivo. No faltan, de hecho, versiones de este principio según las cuales se haría depender la decisión sobre los hechos de la intime conviction del juez, es decir de un convencimiento interior, subjetivo, personal e impenetrable, del juez en torno al valor de la prueba y a la verdad de los hechos. En conexión con teorías irracionalistas de la decisión judicial, y también con filosofías de varias formas antirracionalistas, se tiende a interpretar el convencimiento discrecional del juez como un poder absoluto para establecer arbitrariamente, y de modo incognoscible e incontrolable, una “certeza moral” sobre los hechos. A estas tendencias le son naturalmente coherentes varias concepciones de las pruebas judiciales según las cuales no serían más que instrumentos retóricas de los que los abogados se sirven para influenciar la formación del convencimiento del juez; son también coherentes con estas tendencias las concepciones según las cuales el proceso no está ni debería estar orientado hacia la investigación de la verdad.

Es evidente que si se siguieran estas tendencias el problema del uso de la ciencia

como instrumento para la averiguación de la verdad judicial sobre los hechos ni siquiera surgiría, y no habría que continuar con el discurso. La ciencia, de hecho, no sería sino un ingrediente más dentro de los mecanismos subjetivos a través de los cuales el juez íntima e inconscientemente elabora su persuasión sobre los hechos. En el mejor de los casos la ciencia podría ser utilizada retóricamente, es decir, como instrumento para influenciar al juez aprovechando el mito de la certeza y de la verdad que está conectado con las concepciones tradicionales, groseras y acríticas, de la ciencia.

Por el contrario, como se dijo al principio, la concepción que parece por muchas razones preferible es la que entiende al proceso como un método para el descubrimiento de la verdad posible en torno a los hechos de la causa. Correlativamente, la prueba no resulta ser un mero instrumento retórico sino un instrumento epistémico, o sea el medio con el que lo que aquí interesa, las pruebas científicas no son en el proceso se adquieren las informaciones necesarias para la determinación de la verdad de los hechos. En consecuencia, también de la ciencia se hace un uso epistémico, en el sentido de que las pruebas científicas están dirigidas a aportar al juez elementos de conocimiento de los hechos que se sustraen a la ciencia común de que dispone. Por lo que se refiere a la valoración de las pruebas, la adopción de la perspectiva racionalista que aquí se sigue no implica la negación de la libertad y de la discrecionalidad en la valoración del juez, que representa el núcleo del principio de la libre convicción, pero implica que el juez efectúe sus valoraciones según una discrecionalidad guiada por las reglas de la ciencia, de la lógica y de la argumentación racional. Por decirlo así, el principio de la libre convicción ha liberado al juez de las reglas de la prueba legal, pero no lo ha desvinculado de las reglas de la razón. Por lo demás, en la mayor parte de los sistemas procesales modernos el juez está obligado a justificar racionalmente sus propias valoraciones, y elabora argumentos lógicamente válidos para sostener su decisión en hechos.

El paso sucesivo a través de la perspectiva racionalista consiste en enfrentar la cuestión

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de si existen o no criterios a los que el juez debería atender al valorar discrecionalmente las pruebas de que dispone, y para establecer cuándo ha sido o no ha sido conseguida la prueba de un determinado hecho. Criterios de este tipo en realidad existen, y están indicados como reglas a las que el juez debería atenerse al formular su valoración final sobre los hechos de la causa. El problema es, sin embargo, complejo porque la tendencia que actualmente prevalece es la que lleva a formular criterios distintos en el proceso civil y en el proceso penal. En el proceso civil el criterio es el de la probabilidad prevalente, o sea de lo más probable que no o de la preponderance of evidence. En el proceso penal, por el contrario, el criterio típico es el de la prueba más allá de toda duda razonable o proof beyond any reasonable doubt. Estos criterios son notablemente distintos, y por tanto es oportuno analizarlos separadamente.

En ocasiones el estándar prevalente emerge en el nivel normativo: es el caso, por ejemplo, de la Rule 401 de las Federal Rules of Evidence estadounidenses que establece, definiendo la relevancia de las pruebas, que una prueba es relevante si tiene “... any tendency to make the existente of any fact.. .. more probabile or less probable”. En muchos ordenamientos la regla de “más probable que no” no se encuentra prevista en ninguna regla particular, pero se afirma como criterio racional para la elección de las decisiones sobre hechos de la causa. En otros términos, se configura como la forma privilegiada para dar un contenido positivo al principio del libre convencimiento del juez, guiandoy racionalizando la discrecionalidad del juez en la valoración de las pruebas, eliminando toda implicación irracional de esta valoración y vinculando al juez con la carga de criterios intersubjetivamente controlables.

El estándar de la probabilidad prevalente se funda en algunas premisas principales: a) que se conciba la decisión del juez sobre los hechos como el resultado final de elecciones en torno a varias hipótesis posibles relativas a la reconstrucción de cada hecho de la causa;

b) que estas elecciones se conciban como si fueran guiadas por criterios de racionalidad; c) que se considere racional la elección que toma como “verdadera” la hipótesis sobre hechos que resulta mejor fundada y justificada por las pruebas respecto a cualquier otra hipótesis; d) que se utilice, como clave de lectura del problema de la valoración de las pruebas, no un concepto genérico de probabilidad como mera no-certeza, sino un concepto específico de probabilidad como grado de confirmación de la veracidad de un enunciado sobre la base de los elementos de confirmación disponibles.

Por lo que hace a la primera premisa: el problema del juicio de hecho puede y debe formularse como el problema de la elección de una hipótesis entre diferentes alternativas posibles. En otros términos, lo que el juez debe hacer es resolver la incerteza que ab initio caracteriza los enunciados en torno a los hechos singulares de la causa: cada enunciado hipotético puede ser verdadero o falso y, por si fuera poco, el propio hecho puede enunciarse de diferentes maneras, porque -como dice Susan Haak- de cada hecho pueden darse una infinidad de descripciones verdaderas (y por lo tanto también de descripciones falsas). Las pruebas sirven al juez como elementos de conocimiento en función de los cuales determina cuál entre las diferentes hipótesis posibles relativas a cada caso debe elegirse como verdadera y, por lo tanto, como base racional para la decisión final que resuelve la incerteza entre verdad y falsedad de cada enunciado de hecho.

Por lo que hace a la segunda premisa: se trata de aplicar a cada elección particular del juez la orientación antes señalada que embonacon la utilización de esquemas racionales de razonamiento y no con el uso de la persuasión “íntima” del propio juez.

Por lo que se refiere a la tercera premisa: se puede hablar de verdad en el proceso sólo en un sentido relativo y contextualizando el juicio relacionado con las pruebas adquiridas, según el principio que establece que puede considerarse verdadero solamente aquello que ha sido probado, siempre y cuando -y en la medida en la que - las pruebas confirmen la hipótesis que el juez asume como verdadera.

2.1. La probabilidad prevalente

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La cuarta premisa exige que asumamos una perspectiva metodológica precisa en torno al concepto de probabilidad, aun cuando no implica -per sé- la adopción de una teoría particular entre las diversas teorías de la probabilidad. Sin embargo, implica que no se hable genéricamente de probabilidad para indicar indistintamente todas las situaciones en las que no es posible hablar de certeza o de verdad absolutas, y que se adopte -como ya lo sabían Bacon y Pascal y como es evidente para cualquier concepción no nai’ve de la probabilidad- una definición de probabilidad como concepto “de grado” que permita identificar probabilidades “bajas”, “medias” o “elevadas” dependiendo de las diferentes situaciones y de qué tanto los enunciados pueden ser atendidos a partir de la información disponible.

El estándar de la probabilidad prevalente nos otorga el criterio de decisión racional para la elección del juez fundada en estas premisas, en la medida en la que nos ayuda a determinar cuál es la decisión, de entre las alternativas posibles, que es racional. Este puede articularse en algunas reglas más específicas.

En términos generales el criterio de la probabilidad prevalente implica que entre las diversas hipótesis posibles en torno a un mismo hecho deba preferirse aquella que cuenta con un grado relativamente más elevado de probabilidad. Así, por ejemplo, si existen tres hipótesis sobre un mismo hecho A, B Y e con grados de probabilidad respectivamente del 40%, del 55% y del 75%, se impone la elección a favor de la hipótesis e que cuenta con un grado de probabilidad del 75%, por la obvia razón de que sería irracional elegir como “verdadera” una hipótesis que ha recibido un grado relativamente menor de confirmación. En el caso en el que solamente exista una hipótesis relacionada con un hecho, el criterio de la probabilidad prevalente se especifica en la regla comúnmente conocida como “más probable que no”. Esta regla se basa en la premisa que nos dice que cada enunciado relativo a un hecho puede considerarse como verdadero o como falso dependiendo de las pruebas respectivas y que esas calificaciones son complementarias: por ejemplo, si la hipótesis relativa a la verdad del enunciado recibe la confirmación probatoria

del 75%, ello implica que la hipótesis negativa correspondiente tiene una probabilidad del 25%; la hipótesis positiva sobre el hecho es, por lo tanto, “más probable que no” y es atendible. Si, en cambio, las pruebas disponibles sobre la verdad de un enunciado solamente alcanzan un nivel del 30%, entonces la hipótesis “más probable que no” es la negativa, o sea la falsedad del enunciado en cuestión y, en este caso, el juez no podrá fundar su decisión en dicha hipótesis negativa porque sería irracional considerar atendible la hipótesis positiva que resultó “menos probable” que la negativa.

A este respecto es oportuno aclarar cómo opera el criterio de la probabilidad prevalente si consideramos una situación diferente. Por ejemplo, si el enunciado A tiene un grado de confirmación del 40%, y el enunciado B cuenta con un grado de confirmación del 30%, la regla de la probabilidad prevalente indicaría como racional la elección del enunciado A porque es más probable que el enunciado B. Sin embargo, esto no es así porque la regla del “más probable que no” nos dice que es más probable (60%) que el enunciado A sea falso y no verdadero; mientras que el enunciado B es falso con una probabilidad del 70%. Ninguna de las dos hipótesis cuenta con una probabilidad prevalente.

Surge de esta manera un criterio que proviene de la correcta interpretación de la regla de la probabilidad prevalente, que puede definirse como el estándar del grado mínimo necesario de confirmación probatoria requerido para que un enunciado pueda ser considerado “verdadero”. Este estándar indica que es racional asumir como fundamento de la decisión sobre un hecho aquella hipótesis que obtiene de las pruebas un grado de confirmación positiva prevalente, no sólo sobre la hipótesis simétrica contraria, sino tambiénsobre todas las otras hipótesis que hayan recibido un grado de confirmación positiva superior al 50%. Naturalmente, la hipótesis con probabilidad positiva prevalente es preferible a todas las hipótesis en las que prevalece la probabilidad negativa. En otros términos, el juez puede asumir como “verdadera”, por estar confirmada por las pruebas, una hipótesis sobre un hecho cuando el grado de confirmación positiva sea superior al grado de probabilidad de la hipótesis negativa

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correlativa. Si con el tiempo surgen otras hipótesis con un grado de confirmación positiva, entonces será racional escoger aquella que tenga el grado de confirmación relativamente mayor.

A este respecto es útil hacer una precisión: Cuando se elaboran ejemplos sobre las diferentes situaciones posibles es factible utilizar cifras porcentuales, aunque en muchos casos también se utilizan números decimales1. Esto se debe a razones de claridad expositiva, porque -quizá en honor a un síndrome que nos dice que sólo existe lo que podemos contarnos parece más fácil comparar números que colores2 o sonidos. Pero esto no implica una adhesión a las diversas teorías de la probabilidad cuantitativa o estadística que suelen utilizarse para dar una versión formalizable o “calculable” de la valoración probatoria. Es más, es posible demostrar que estas versiones del razonamiento probatorio son infundadas, porque no corresponden a las condiciones reales en las que el juez valora las pruebas o que solamente sirven en los raros casos en los que la ciencia aporta frecuencias estadísticas que permiten inferencias significativas sobre los hechos de un caso particular. En cambio, refiriéndonos a la probabilidad como grado de confirmación lógica que un enunciado recibe de las pruebas disponibles, es posible adoptar una concepción “baconiana” de la probabilidad que resulta de las inferencias que el juez formula a partir de las informaciones que las pruebas le aportan para establecer conclusiones sobre la veracidad de los enunciados en torno a los hechos. En sustancia, entonces, es lícito utilizar indicaciones numéricas, pero siempre y cuando quede claro que son formas para expresar diferentes grados de confirmación probatoria, pero no implican alguna cuantificación numérica de estos grados y, sobre todo, que no pueden ser objeto de cálculo según las reglas de la probabilidad cuantitativa.

El estándar de las probabilidades prevalentes puede considerarse una definición funcional del concepto de “verdad judicial”

referida al proceso civil. Si, como se ha sostenido, la verdad procesal de un enunciado de hecho está determinada por las pruebas que lo confirman (puede considerarse como “verdadero” lo que está probado); y si está probado el enunciado fundado en un grado prevalente de probabilidad lógica; entonces puede considerarse verdadero el enunciado que es más probable sobre la base de los elementos de prueba disponibles.

Esta definición es aplicable en todos los casos en los que nos referimos a la confirmación de la verdad o a la prueba de los hechos en el ámbito de la justicia civil. Por ejemplo, si se considera que el libre convencimiento del juez se orienta hacia la investigación de la verdad sobre los hechos, el criterio del “más probable que no”, con todas sus implicaciones, es la regla que el juez deberá seguir cuando tome sus decisiones en el marco de la discrecionalidad que ese principio le confiere.

Además, el estándar de la probabilidad prevalente no solamente es un criterio de racionalidad de la valoración judicial de las pruebas. También es el objeto de una elección de policy que es compartida por la mayor parte de los ordenamientos procesales civiles. De hecho, por un lado, como hemos visto, durante siglos una policy diferente había llevado a preferir el sistema de la prueba legal sobre el sistema de la libre convicción y siempre es posible elegir las reglas de la prueba legal (de hecho las reglas de este tipo no faltan en ciertos ordenamientos, como el italiano). Por otro lado, es posible que el legislador establezca ciertos estándares legales diferentes al de la probabilidad prevalente. En algunos casos, por ejemplo, la ley contempla que una semiplena probatio (es decir, una hipótesis de hecho con un grado de confirmación inferior al “mínimo necesario” que indicamos anteriormente), sea suficiente para justificar algunas decisiones particulares del juez, como por ejemplo, las decisiones que originan medidas cautelares. En otros casos, en cambio, el legislador puede considerar oportuno adoptar estándares que contemplan grados de confirmación probatoria más elevados que el que ofrece la probabilidad prevalente. Como veremos, esto sucede en el proceso penal. En el proceso civil puede suceder que se exijan grados de probabilidad particularmente elevados, como

2.2. Racionalidad de laprobabilidad prevalente

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sucede por ejemplo, según una interpretación ampliamente difundida, a propósito del § 286 de la Zivilprozessordnung alemana, cuando se exige que la hipótesis sobre el hecho deba confirmarse con un “alto grado” de probabilidad.

La elección de adoptar el criterio de la probabilidad prevalente sigue pareciendo racional desde otro punto de vista. Es bien sabido que en el proceso civil las partes tienen tanto el derecho a la prueba, en cuanto manifestación esencial de las garantías de la acción y de la defensa en juicio, como la carga de la prueba, que nos dice que el que afirma la existencia de un hecho debe demostrarlo mediante pruebas, si no quiere perder. Se trata en realidad de las dos caras de una misma moneda, en la medida en que el derecho a la prueba implica que las partes tengan efectivamente la posibilidad de satisfacer la carga de la prueba, o sea de allegarse de todas las pruebas disponibles para demostrar la verdad del hecho que cada una de ellas tiene la carga de probar. Pues bien: si nos encontramos ante un ordenamiento en el que valen las reglas del derecho a la prueba y de la carga de la prueba, y tiene vigor el principio de libre convencimiento del juez, el estándar de la probabilidad lógica prevalente no solamente aparece como el criterio más racional, sino también como el criterio más justo en términos de elección de policy. Por un lado, de hecho, este criterio da contenido al derecho a la prueba, porque indica que las partes tienen el derecho de allegarse de todos los medios de prueba permitidos por la ley para otorgarle un grado de probabilidad prevalente a los enunciados de hecho en base a los cuales fundamentan sus pretensiones. Por otro lado, implica que la carga de la prueba se satisface cuando la parte que debe demostrar un hecho determinado logra demostrar que el enunciado relativo recibe de las pruebas un alto grado de probabilidad prevalente por lo que puede considerarse jurídicamente “verdadero”. En sustancia, se necesita que la parte que tiene la carga relativa demuestre la verdad de los hechos que ha argumentado como fundamento de su derecho y, por lo mismo, que pruebe que sus enunciados se encuentran debidamente fundados siguiendo la regla del “más probable que no”. Además esta regla permite que las

partes demuestren lo fundado de sus alegatos según criterios racionales pero sin que esta demostración sea excesivamente difícil. Si se adoptaran estándares de prueba demasiado elevados (que hicieran demasiado difícil, o casi imposible, la demostración probatoria de los hechos que las partes alegan como fundamento de sus derechos) la garantía de la tutela en juicio de los derechos sería sustancialmente negada.

Desde esta perspectiva puede surgir una tensión, sino es que una verdadera y propia contradicción, entre diversos aspectos del estándar de decisión sobre los hechos. Por un lado, el estándar de la probabilidad prevalente es racional no solamente porque es más razonable elegir como “verdadera” la hipótesis más probable en lugar de la hipótesis menos probable, sino también porque, ubicando en el 50% el nivel de probabilidad que debe superarse para probar un hecho, existe la tendencia a producir una distribución causal de los errores en un número elevado de decisiones, sin que los errores se concentren sistemáticamente en perjuicio o a favor de una parte en lugar de la otra. Por otro lado, un estándar tan poco elevado -aunque sea en sí mismo racional- admite que exista una proporción de casos relativamente elevada en los que la probabilidad de que un hecho que sirve de fundamento para una decisión no sea verdadero es inferior a la probabilidad de que sí sea verdadero, aunque siga siendo significativa. Si, como hemos visto, con base en las pruebas, una hipótesis de hecho adquiere un grado de probabilidad del 75%, ello constituye una razón válida para asumir esta hipótesis como confirmada; sin embargo, sigue existiendo una probabilidad de error del 25%. El problema es particularmente evidente si se considera el caso límite en el que la probabilidad positiva es del 51 %, mientras que la negativa (la probabilidad de error) es del 49%. En este caso el problema se expresa como la cantidad de errores que estamos dispuestos a tolerar en un determinado sistema, ante la exigencia contraria -afirmada anteriormente- de no elevar excesivamente los estándares de prueba de los hechos para no hacer demasiado difícil o imposible la tutela de los derechos. Sin embargo, no podemos excluir a priori la eventualidad de que también en el proceso civil se exijan, como en la experiencia

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alemana, estándares de prueba más elevados que la probabilidad prevalente.

Para desdramatizar el problema podemos considerar que, aun cuando se utilicen números para expresar los diferentes grados de prueba, el estándar de la prueba prevalente sigue siendo un concepto altamente indeterminado y, por lo mismo, debe aplicarse con prudencia y elasticidad, siguiendo los métodos de la fuzzy logic en lugar de cuantificaciones analíticas precisas, que serían altamente arbitrarias. En este sentido, es posible afirmar que el juez realizará una aplicación correcta de este estándar solamente cuando sea verdaderamente cierto que la probabilidad de un enunciado es prevalente sobre la probabilidad de su falsedad o sea que, también en la hipótesis peor, el estándar será seguramente superado. Esto nos puede llevar a excluir que subsista el requisito de la probabilidad prevalente cuando la probabilidad de la hipótesis se ubica dentro de un range que incluye el 50% y se coloca “alrededor” de dicho valor (como sería, por ejemplo, una probabilidad individualizada en un intervalo entre el 40% y el 60%), porque ello implicaría la eventualidad de un grado de probabilidad inferior al mínimo necesario. Por ello es importante que también el umbral mínimo del range de probabilidad de la hipótesis se coloque claramente por encima del 50%. Así las cosas una situación verdaderamente clara sólo se tiene con valores de probabilidad que oscilan entre el 55-60% y valores superiores, con grado medio del range de alrededor del 70%.

Como ya se ha señalado, el estándar de prueba que es típico del proceso penal (y que no se adopta en ningún tipo de proceso civil) es el de la prueba más allá de toda duda razonable. Este tiene su origen en la historia del proceso penal inglés y posteriormente se reafirma repetidamente hasta convertirse en la regla fundamental del proceso penal estadounidense (aunque también existen fuertes tendencias hacia la aplicación de este mismo criterio en otros ordenamientos como, por ejemplo, en Italia).

A pesar de la existencia de una amplísima literatura sobre el mismo, que no podemos estudiar analíticamente por razones de espacio, se trata de un estándar adoptado por razones absolutamente válidas, pero que es muy difícil -sino es que imposible- definir analíticamente.

La razón fundamental por la que un sistema penal debería adoptar el estándar de la prueba más allá de toda duda razonable es esencialmente de naturaleza ética o ética-política: se trata de lograr que el juez penal pueda condenar al imputado solamente cuando haya alcanzado (al menos en tendencia) la “certeza” de su culpabilidad; mientras que el imputado deberá quedar absuelto todas las veces en las que existan dudas razonables, a pesar de las pruebas en su contra, de que sea inocente. El estándar probatorio en cuestión es por lo mismo particularmente elevado -y es mucho más elevado que el de la probabilidad prevalente- porque en el proceso penal entran en juego las garantías a favor de los acusados, que no tienen un equivalente en el caso del proceso civil. Se trata, por lo tanto, de la elección de una policy lo que explica la adopción del criterio de la prueba razonable: la policy es la de limitar las condenas penales únicamente a los casos en los que el juez haya establecido con certeza o casi-certeza (o sea sin que exista, con base en las pruebas, ninguna probabilidad razonable de duda), que el imputado es culpable. Sin embargo, la justificación ética fundamental de la adopción de un estándar de prueba así elevado no excluye que también cuente con justificaciones jurídicas: de hecho, incluso más allá de los ordenamientos de common law, es posible conectar este estándar de prueba con principios fundamentales del proceso penal moderno que se refieren a las garantías procesales del imputado y al deber de racionalidad de la decisión, y de su justificación, que corresponde al juez penal.

En cambio, son menos relevantes, o no convincentes, otras justificaciones que frecuentemente se adoptan para sostener la adopción del estándar de prueba más allá de toda duda razonable. Así, por ejemplo, no parece que la demostración de la necesidad de utilizar este estándar provenga de la presunción de no culpabilidad del imputado, que existe en muchos ordenamientos (por ejemplo en Italia

3. La prueba mas alla decualquier duda razonable

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está contemplada en el artículo 27, párrafo 2 de la Constitución). Para superar esta presunción, como para superar todas las presunciones, no es necesario un grado particularmente elevado de prueba “en contrario” (probar la culpabilidad del imputado): de hecho, en ausencia de diversos criterios formulados por normas (o que pueden recabarse de normas) sería posible superar la presunción con una prueba ordinaria de culpabilidad, o sea con la probabilidad prevalente del enunciado correspondiente. Por otro lado, la formulación, también en el nivel constitucional, de la presunción de no culpabilidad se explica por razones histórico políticas: por la reacción a regímenes totalitarios en los que correspondía al imputado aportar la prueba de su inocencia, y no por razones lógicas o sistémicas. Naturalmente esto sólo significa que el estándar de la prueba más allá de toda duda razonable no es una consecuencia lógico-jurídica necesaria para la presunción de no culpabilidad, pero no demuestra que la adopción de dicho estándar sea injustificada. Por el contrario: es la adopción del estándar lo que le da una fuerza particular y un valor a la presunción de no culpabilidad, en la medida en la que el criterio de la prueba más allá de toda duda razonable implica que es particularmente difícil vencer la presunción y condenar al imputado.

Aunque parece que no existen dudas sobre la existencia de razones de principio válidas para adoptar el estándar de la prueba más allá de toda duda razonable, surgen dificultades relevantes cuando tratamos de definir analíticamente su significado. De hecho, por un lado, todas las formulaciones que han sido propuestas para definir con precisión cuándo una duda sobre la culpabilidad del imputado es “razonable” o “no razonable” se resuelven en tautologías o círculos viciosos, que en ocasiones rayan en lo ridículo o en la insensatez. Por otro lado, son dignos de consideración los intentos para cuantificar en cifras porcentuales el grado de prueba que correspondería al estándar en cuestión, o el grado que tocaría a la duda razonable. Estas cuantificaciones se han formulado de manera impropia, partiendo de determinaciones de error tolerable: así, por ejemplo, algunos (Blackstone, en primer lugar y Fortescue, posteriormente) han sostenido que es preferible que 20 culpables sean absueltos antes de que un inocente sea condenado y, con base en esta afirmación, muy difundida, se ha concluido

que la prueba más allá de la duda razonable debería superar un grado de confirmación del 95%, con la consecuencia de que la duda, para ser razonable, debería superar una probabilidad del 5%. Pero esta manera de argumentar parece del todo incongruente. Existen varias versiones del margen tolerable de error, cada una de las cuales nos llevaría a cuantificar el estándar de manera diferente: Voltaire, por ejemplo, sostenía que era mejor absolver a dos culpables que condenar a un inocente (de modo que, para él, el estándar de prueba se colocaría alrededor de los 2/3), mientras que Moses Maimonides pensaba que sería mejor absolver a mil culpables que condenar a un inocente (y, por lo mismo, en este caso, el margen de duda tolerable sería sólo de 1/1.000). Por otro lado, parece poco sensato razonar en términos de margen de error en situaciones en las que el error no es verificable por la evidente razón de que no es posible saber si fue condenado un inocente o si fue absuelto un culpable, ni se puede saber cuántos inocentes han sido condenados o cuántos culpables han sido absueltos por cada 100 o 1.000 sentencias de condena o de absolución. La única cosa válida en esta clase de argumentos es su Leitmotiv fundamental, o sea la opción moral que se inclina por sistemas penales en los que se reduzca al mínimo la eventualidad de que se condene a un inocente, aun a costa de incrementar sustancialmente el número de los casos en los que se absuelvan imputados culpables.

No siendo posible, al menos por lo que parece, aportar una definición analítica precisa de qué cosa es una “duda razonable” o una “prueba más allá de cualquier duda razonable”, las únicas conclusiones racionales parecen ser: abandonarla para sustituirla con otros criterios equivalentes, como el de la “certeza”, de la “casi certeza” o de la alta o altísima probabilidad (como ha sucedido en algunos ordenamientos de common law); o, más oportunamente, reconocer que se trata de un concepto indeterminado, que expresa un principio general que debe ser caracterizado por el juez en cada caso particular. En otros términos, no es con la lógica del cálculo de probabilidad estadística con la que podemos conseguir una determinación precisa del criterio, y no es con dicha lógica con la que podemos decidir en los casos individuales y concretos si las pruebas permiten o no permiten superar el límite mínimo exigido para emitir una sentencia de condena. Más bien, parece más razonable

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recurrir, también en estos casos, a la fuzzy logic, que permite formular argumentaciones racionales en torno a conceptos vagos como el concepto de “duda razonable”. En ello no hay nada de extraño o de sorprendente: el derecho, y también el derecho penal, es riquísimo en conceptos vagos o indeterminados que no pierden por ello su valor de garantía o la posibilidad de su aplicación concreta por parte de los jueces al decidir (como, por ejemplo, también sucede con las normas constitucionales y con las cláusulas generales).

En sustancia, sigue siendo verdadero que la adopción del criterio de la prueba más allá de toda duda razonable corresponde a una exigencia política y moral fundamental, por la cual una sentencia de condena debería ser emitida únicamente cuando exista una certeza práctica de la culpabilidad del imputado, aun cuando esta exigencia no pueda traducirse en determinaciones analíticas del grado de prueba que corresponde, en cada caso, a este nivel de certeza.

Naturalmente la adopción del criterio en cuestión hace particularmente difícil, en los casos concretos, probar la culpabilidad suficiente que justifique la condena del imputado. A su vez, este aspecto se vincula con elecciones fundamentales de policy de la justicia penal: si partimos de la premisa de que, como sea, debemos minimizar la frecuencia de las condenas (cualquiera que sea la razón por la que se lleva a cabo esta elección), sin importar si las absoluciones corresponden a sujetos inocentes o culpables, el estándar de la prueba más allá de toda duda razonable se convierte en el instrumento más razonable para alcanzar este resultado.

Los estándares de prueba que se consideran adecuados en los diferentes tipos de proceso constituyen el contexto en el que se coloca el esfuerzo probatorio de los conocimientos científicos. En línea general, estos conocimientos sirven como elemento para confirmar los enunciados sobre los hechos en función de su validez científica, y del grado de atendibilidad que les corresponde en el ámbito científico del que provienen. Así, como se ha dicho anteriormente, es necesario distinguir cuidadosamente cuál es el tipo de ciencia del que se trata, cuál es el estatuto epistemológico de los conocimientos que suministra, cuál es

su grado de atendibilidad, y cuál es el grado de confirmación que pueden aportar al enunciado de hecho sobre el que se despliega la decisión del juez. Esta diversidad de niveles de atendibilidad de los conocimientos científicos que se realizan con fines probatorios durante el proceso implica una consecuencia importante: que solamente en casos particulares -con toda probabilidad no muy frecuentes- la prueba científica es capaz, por sí sola, de atribuirle a un enunciado de hecho un grado de probabilidad capaz de satisfacer el estándar de prueba que tiene vigor en esa clase de proceso. En consecuencia, debemos admitir que la prueba científica puede acompañarse o integrarse con otras pruebas, con pruebas “ordinarias”, que pueden contribuir a fundar conclusiones válidas sobre el hecho que debe probarse. Así, por ejemplo, es muy posible que una prueba del ADN sea el único elemento de prueba para decidir sobre la identificación de un sujeto, dado que esta prueba -cuando se realiza con todas las condiciones necesarias y su resultado se interpreta correctamente- alcanza valores de probabilidad del orden del 98-99%. Por el contrario, con frecuencia se utilizan como pruebas datos epidemiológicos que se expresan con fre cuencias estadísticas muy bajas, del orden del 1 o 2%: ciertamente, por sí solos, estos datos no son suficientes para demostrar un nexo de causalidad específica entre un hecho ilícito y el daño provocado a un sujeto y es bastante dudoso que puedan dotar a la prueba de un nexo de causalidad general (en casos en los que un nexo de esta naturaleza es objeto de prueba). De esta forma, resulta evidente que, si se quiere alcanzar el estándar de prueba que debemos satisfacer para demostrar el nexo causal entre el hecho ilícito y el daño causado y para afirmar que el enunciado correspondiente pueda considerarse como “verdadero”, estos datos deben integrarse con pruebas de otro género. En sustancia, las pruebas científicas son muy útiles, pero raramente resultan decisivas y suficientes para determinar la decisión sobre los hechos.

Bajo otra perspectiva, resulta relevante la diferencia entre los estándares de prueba que acabamos de discutir. De hecho, parece evidente que en el contexto del proceso civil, en donde el estándar es el de la probabilidad prevalente, es relativamente más fácil satisfacer este estándar con pruebas científicas aunque no cuenten con un nivel de atendibilidad tan elevado como el de la prueba del ADN; también será relativamente más fácil integrar pruebas científicas caracterizadas

4. Estándares de prueba yconocimiento científico

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por grados no elevados de probabilidad con pruebas ordinarias que permitan, sumándose a las pruebas científicas, alcanzar el grado de prueba mínimo necesario del hecho que se debe demostrar. Si, en cambio, nos encontramos en el terreno del proceso penal, en el que debemos satisfacer el estándar de la prueba más allá de toda duda razonable, debemos resignarnos ante el hecho de que sólo en unos pocos casos la prueba científica aporta informaciones con un grado de probabilidad suficientemente alto como para lograr la certeza o la casi-certeza del hecho. Esto puede suceder, por las razones ya señaladas, cuando disponemos de una prueba del ADN que se efectuó correctamente, pero sucede pocas veces en el caso de otras pruebas científicas. Por lo general el estándar de la prueba más allá de toda duda razonable solamente puede superarse cuando la conexión entre un hecho (causa) y otro hecho (efecto), está “recubierta” por una ley de naturaleza deductiva o, al menos, casi-deductiva, cuya aplicación permita otorgar un carácter de certeza o de casi-certeza al enunciado que se refiere a dicha conexión. Más allá de las pocas hipótesis en las que el caso particular entra en un modelo lógico-deductivo específico, es muy probable que las pruebas científicas, incluso si se encuentran -cuando esto es posible- integradas por otras pruebas, puedan aportar elementos para superar el estándar en cuestión. Si, como se ha señalado, tenemos que tratar con datos epidemiológicos que aportan una frecuencia baja de las conexiones entre hechos, será prácticamente imposible otorgarle a la prueba un nexo de causalidad específica, pero también será extremadamente difícil otorgar a la prueba un nexo de causalidad general. De hecho, es difícil hacer una hipótesis en el sentido de que un descarte que va del 1-2% hasta un estándar que alcanza el 95% pueda colmarse recurriendo a otros elementos probatorios. Esto no es imposible a priori, pero establece un límite muy sólido para la utilización de la mayor parte de las pruebas científicas en el ámbito del proceso penal. Además, una prueba científica que no cuenta con un grado elevado de probabilidad puede ser muy útil en el proceso penal, cuando es favorable a la hipótesis de la inocencia del imputado. Una prueba de este tipo, de hecho, podría ser suficiente para confirmar la existencia de la duda razonable que, aun ante una probabilidad prevalente de culpabilidad, impide imponer una condena al imputado. En el proceso civil, en cambio, una prueba de esta naturaleza que fuera favorable

para el demandado, con tendencia a confirmar la falsedad del hecho sostenido por el actor, podría no ser suficiente para impedir la derrota del primero si la hipótesis positiva, relativa a la veracidad del hecho argüido por el actor, resulta igualmente lo “más probable que no”.

Estas consideraciones nos conducen a observar que el recurso a la ciencia puede ser útil tanto en el ámbito del proceso civil como en el ámbito del proceso penal, pero ciertamente no constituye el remedio para todos los problemas, e incluso provoca una serie de cuestiones y de dificultades que debemos considerar con atención. Como se ha visto, existen muchos elementos de variación, y también de incertidumbre, que tienen una tendenciaa entrecruzarse y a sumarse en la realidad concreta del proceso: por un lado la variedad de los estándares a los que se recurre para orientar y controlar la discrecionalidad de juez; por el otro, la presencia de diferentes ciencias que aportan informaciones que tienen diferentes grados de atendibilidad y de utilidad probatoria. Sin embargo, la presencia de estas dificultades no constituye una buena razón ni para abandonar los estándares de prueba con la finalidad de retornar a la intime conviction irracional del juez individual, ni para renunciar al uso de la ciencia en el proceso todas las veces que sea posible utilizar datos científicos válidos. Más bien, dichas dificultades nos llevan a la conclusión de que necesitamos modelos conceptuales y lógicos particularmente sofisticados, que deben ser desarrollados por juristas y epistemólagos, para enfrentar de manera adecuada el problema de la decisión sobre los hechos y el problema del uso correcto de la ciencia en los diferentes contextos procesales.

1 Si, como sucede con frecuencia, se considera que la probabilidad se refiere a grados inter-medios entre y 1, entonces se expresa con números decimales como 0,40, 0,55, 0,�5, Y así sucesivamente.

2 Por ejemplo, se podría utilizar un criterio “azul prevalente” o uno del “azul que no” adoptando la gama de colores desde el casi blanco hasta el azul intenso que utilizó Gaudí en el pozo de luz de la Casa Batllo de Barcelona.

Pies de nota

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y Concialiación, formas de la Justicia Alternativa

Conformado por 5 especialistas mediadores y conciliadores, 2 invitadores y un Secretario Operativo, el Centro Estatal de Justicia Alternativa de Zacatecas al día 17 de febrero inició 94 expedientes en las materias de índole civil, familiar, mercantil, vecinal y personal, logrando 20 convenios”.

En el año 2007 el Poder Judicial del estado de Zacatecas lanzó una convocatoria para abogados y licenciados con alguna afinidad a la rama de humanidades y con interés de incorporarse a los trabajos de justicia alternativa, una de las partes fundamentales del nuevo sistema de justicia penal vigente en Zacatecas desde el 5 de enero pasado.

María de Lourdes Macías Cervantes es la directora del Centro Estatal de Justicia Alternativa. Al igual que sus compañeros presentó documentación y fue entrevistada para ser seleccionada a iniciar un diplomado de 208 horas en temas de mediación, conciliación, conflicto y psicología.

“Inicialmente fuimos aceptados con las entrevistas y papelería 125 licenciados y posteriormente se realizó una selección de los cuales resultamos afortunadas 37 personas (integrantes y externos del Poder Judicial). El 15 de agosto del año 2008 fuimos llamados 8 compañeros para que nos hicieran saber que el Pleno del Tribunal Superior de Justicia del Estado de Zacatecas nos había seleccionado como un equipo para iniciar a operar el Centro Estatal de Justicia Alternativa.

Mediación

No existe la no comunicación, el conflicto es la esencia misma de la vida que ofrece la oportunidad del cambio y el fortalecimiento de las relaciones humanas.

Las sesiones son privadas, tranquilas e informales sin restarles seriedad, propiciando el diálogo entre las partes para evitar llegar a una instancia judicial.

Entrevista.

ACTUALIDAD JUDICIALMediación y conciliacion, formas de la justicia alternativa

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“Fue una capacitación intensiva, donde analizamos temas muy completos impartidos por expertos en esta materia; como el licenciado. Mayhlo Gòmez Aguilar, Director del Centro de Mediación de Oaxaca; del Magistrado Perfecto Díaz, Director del Centro de Mediación del Estado de México y la Dra. Rosela Rendòn, mediadora del Estado de Sonora, entre otros”.

Al cuestionar a la Lic. María del Lourdes Macías sobre sus principales retos al iniciarse en el ámbito de la Justicia Alternativa en Zacatecas mencionó que más que alguna incertidumbre o temor antes de abrir las operaciones de este centro más bien se sentía ansiosa por llegar a la ciudadanía:

“Desde algunos meses antes de abrir las puertas de este espacio se lanzó una fuerte campaña publicitaria que explicaba las funciones y objetivos de la mediación y conciliación; se dieron pláticas a alumnos y maestros de universidades públicas y privadas; dependencias oficiales del ámbito federal, estatal y municipal y se realizó un curso taller a abogados litigantes, en la casa de la Cultura Jurídica de la Suprema Corte de Justicia con sede en la ciudad de Zacatecas”.

Se acercaba el 5 de enero y con esa fecha, la emoción en combinación con la fuerte responsabilidad social que implica estar al frente de un centro con una concepción nueva en materia de impartición de justicia, “nos hacía sentir ansiosos por decirle a la población zacatecana que ya estábamos en funciones, que se acercaran a nosotros”

Hoy podemos decir que las labores del centro Estatal de Justicia Alternativa se han aceptado.

“La satisfacción que me deja mi desenvolvimiento en este ámbito es observar cómo las personas que buscan nuestro apoyo se sientan a dialogar frente a frente y juntos proponen una solución a sus conflictos, que puede ser mediante una sola sesión de aproximadamente hora y media.

Refiriéndose al tema de la psicología, María de Lourdes Cervantes calificó de vital importancia al contar con un especialista en esta área pues señaló que la vida del ser humano está llena de emociones.

“El conflicto es la esencia misma de la vida, por eso no debemos tenerle miedo a situaciones

difíciles pues gracias a un conflicto se ofrece la oportunidad del cambio y el fortalecimiento de las relaciones humanas, de reparar y es así como abrimos camino a la rectificación y a la experiencia”, aunque si bien en este espacio las personas jamás serán juzgadas y su identidad es confidencial se requiere de un psicólogo para trabajar con el modelo colaborativo ganar-ganar

La Magistrada Presidenta del Tribunal Superior de Justicia, licenciada Leonor Varela Parga, ha dado relevante importancia al nuevo modelo de impartición de justicia, reconoce Macías Cervantes, y abunda:

“La concebimos como impulsora en la construcción de un estado pacífico, mediante la cultura del consenso y el diálogo, por lo que en todo momento ha priorizado que la preparación y capacitación intensa sobre los procedimientos de justicia alternativa, son necesarios e indispensables”.

De ahí que los integrantes del Centro Estatal de Justicia Alternativa acudieran al Congreso Internacional de Justicia Restaurativa con sede en la ciudad de Oaxaca, Oax; en el mes de septiembre del año 2008 y al Congreso Nacional de Mediación en la ciudad de Mérida, Yucatán, el pasado mes de octubre.

El Centro de Justicia Alternativa, es un órgano auxiliar y complementario del Poder Judicial del Estado de Zacatecas, regido por los principios rectores de la voluntariedad, gratuidad, honestidad, confidencialidad, imparcialidad, neutralidad y legalidad, ofrece los servicios de mediación y conciliación.

Los procedimientos son conducidos por un especialista mediador, conciliador como puente de comunicación entre las partes. Las sesiones son privadas, tranquilas serias, rápidas, flexibles; propician el diálogo entre las partes; evitan llegar a una instancia judicial; ofrecen certidumbre jurídica; se llevan a cabo dentro de un marco de respeto, buena fe y legalidad.

Es importante aclarar que los procedimientos de mediación y conciliación no sustituyen la función jurisdiccional.

El Centro Estatal de Justicia Alternativa se encuentra ubicado en Jardín Juárez 121, en el Centro Histórico de Zacatecas. Usted puede encontrar mayores informes al teléfono 925-5245.

del Tribunal Superior de Justicia del Estado de Zacatecas

ACTUALIDAD JUDICIAL54

Entrada en vigor del

Nuevo Sistema de Justicia Penal

El Dr.Miguel Carbonel y el Dr. Carlos Natarén ofrecieron una rueda de prensa sobre la Nueva Reforma Procesal Penal.

ACTUALIDAD JUDICIAL55

Jueces de Oralidad y Garantía tomaron protesta minutos antes del evento oficial de la entrada en vigor de la Nueva Reforma Procesal Penal en Zacatecas.

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Rafaela Herrera, Favio Bensasson y Alejandro Ponce de León de PRODERECHO fueron entrevistados para el programa Nuestro Gobierno.

Asistentes al evento oficial de la entrada en vigor de la Nueva Reforma Procesal Penal.

Lic. Felipe Borrego Estrada, Secretario Técnico para la implementación de las Reformas Constitucionaes sobre Seguridad y Justicia Penal.

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La Magistrada Presidenta del TSJZAC Leonor Varela Parga rindió su primer informe de labores.

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Aspectos del 1er. Informe de la Magistrada Leonor Varela Parga

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Los medios de comunicación reciben constante capacitación en materia de Juicios Orales.

Periodistas presentes en la Primera audiencia pública en Zacatecas.

Capacitación a los medios de comunicación

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Audiencia Pública de Segunda Instancia. Lic. Raúl García Martínez, Juez de Garantía.

La Jueza Rita Ramírez Martínez celebrando audiencia pública.

Audiencias

La Jueza Guadalupe Parga Pérez.

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El Juez Rodolfo Moreno Murillo preside audiencia pública.

En audiencia pública el Juez Federico Carlos Soto.

En audiencia pública el Juez Hugo Gerardo Rivera Ortíz.

La Jueza Ma. de Lourdes González Mora.

La primera audiencia pública en Zacatecas presidida por el Juez Carlos Villegas.

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