ciudadanÍa y migrantes. un ejercicio analÍtico*

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97 CIUDADANÍA Y MIGRANTES. UN EJERCICIO ANALÍTICO* Ermanno VITALE ** L O QUE propongo hacer en este texto es simplemente presentar, sin la intención de ser exhaustivo, las principales ideas y definiciones de la ciudadanía que son recurrentes en el ámbito de la filosofía del derecho, de la historia del pensamiento político y de la filosofía política. Ello con la finalidad de ver cuál es la atención y la actitud que dichas defi- niciones prestan, por lo menos en línea teórica, a los migrantes. Esto es: a los “extranjeros” que pretenden vivir, de manera temporal o definitiva, en el espacio jurídico (que tradicionalmente coincide con fronteras territoriales determinadas, con las fronteras de los estados), que asume ésta o aquélla concepción de la ciudadanía. Naturalmente, podría objetarse de inmediato que, junto a las diferentes ideas de la ciudadanía, existen muchas figuras de migrante y diferentes formas y razones para migrar. Y que sobre esto existe una amplia literatura, a la que incluso dediqué un pequeño libro. Para no complicar demasiado la compa- ración, me referiré a una figura abstracta de migrante, entendido como aquél que —sin importar por cuáles razones objetivas o subjetivas— afirma y reivindica con su actuación el derecho a migrar, o bien, a desplazarse, a la libre circulación más allá de los límites impuestos por las fronteras del espa- cio jurídico al que pertenece, con el que se identifica y está identificado, es decir, el espacio de su “ciudadanía” original. Lo que conviene distinguir de inmediato, para dar sentido a la compa- ración, es el problema de la hospitalidad de los extranjeros o migrantes en cuanto tales, en cuanto siguen siendo extranjeros, con el problema más importante y más interesante desde el punto de vista filosófico, de los títulos para adquirir la ciudadanía previstos en los ordenamientos jurídicos que * Traducción del italiano de Pedro Salazar Ugarte. ** Profesor de la Universidad de Sassari, Italia.

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Page 1: CIUDADANÍA Y MIGRANTES. UN EJERCICIO ANALÍTICO*

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CIUDADANÍA Y MIGRANTES. UN EJERCICIO ANALÍTICO*

Ermanno VITALE**

LO QUE propongo hacer en este texto es simplemente presentar, sin la intención de ser exhaustivo, las principales ideas y definiciones de la ciudadanía que son recurrentes en el ámbito de la filosofía del

derecho, de la historia del pensamiento político y de la filosofía política. Ello con la finalidad de ver cuál es la atención y la actitud que dichas defi-niciones prestan, por lo menos en línea teórica, a los migrantes. Esto es: a los “extranjeros” que pretenden vivir, de manera temporal o definitiva, en el espacio jurídico (que tradicionalmente coincide con fronteras territoriales determinadas, con las fronteras de los estados), que asume ésta o aquélla concepción de la ciudadanía.

Naturalmente, podría objetarse de inmediato que, junto a las diferentes ideas de la ciudadanía, existen muchas figuras de migrante y diferentes formas y razones para migrar. Y que sobre esto existe una amplia literatura, a la que incluso dediqué un pequeño libro. Para no complicar demasiado la compa-ración, me referiré a una figura abstracta de migrante, entendido como aquél que —sin importar por cuáles razones objetivas o subjetivas— afirma y reivindica con su actuación el derecho a migrar, o bien, a desplazarse, a la libre circulación más allá de los límites impuestos por las fronteras del espa-cio jurídico al que pertenece, con el que se identifica y está identificado, es decir, el espacio de su “ciudadanía” original.

Lo que conviene distinguir de inmediato, para dar sentido a la compa-ración, es el problema de la hospitalidad de los extranjeros o migrantes en cuanto tales, en cuanto siguen siendo extranjeros, con el problema más importante y más interesante desde el punto de vista filosófico, de los títulos para adquirir la ciudadanía previstos en los ordenamientos jurídicos que

* Traducción del italiano de Pedro Salazar Ugarte.** Profesor de la Universidad de Sassari, Italia.

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adoptan una determinada idea de la ciudadanía. En suma, la pregunta central es si y cómo es posible pasar del status de extranjero al status de ciudadano, teniendo como base las normas del ordenamiento jurídico establecido por quienes ya son ciudadanos (de estados democráticos de derecho). Por lo que hace a la buena recepción de los extranjeros, a la hospitalidad que evocaba Kant como base del derecho cosmopolita, dada la posesión común origi-naria del planeta, sabemos que ésta depende de las circunstancias y de la conveniencia y utilidad que ello representa para el Estado receptor. Basta con pensar que todos los estados contemplan en sus ordenamientos jurídi-cos la categoría del extranjero indeseado, que puede activarse discrecional-mente a partir de motivaciones genéricas que se reducen a la seguridad y al orden público.

Sé bien que algunos estudiosos del fenómeno migratorio piensan la cues-tión de los títulos para adquirir la ciudadanía por parte de los migrantes está mal planteada. Piensan que el planteamiento está pre-juzgado.

Los migrantes jugarían, por decirlo de alguna manera, con las manos amarradas. El hecho de que quienes deciden sobre los títulos para adquirir la ciudadanía sean aquellos que ya son ciudadanos violaría el principio de igualdad natural entre los individuos: para respetar dicho principio, sería necesario que la decisión llegara como conclusión de un procedimiento idealmente compartido, entre los ciudadanos y los migrantes. El resultado más probable de este ejercicio —que también sería, para ellos, el resul-tado más deseado—, sería un derecho ilimitado a migrar, que se parecería, sin embargo, al ius in onmia hobbesiano. Es decir a un derecho sobre todas las cosas que se traduce, en la práctica, en un derecho a nada. Yo creo que el argumento de la igualdad natural, aunque sea sutil, sólo es aparentemente contundente y conlleva consecuencias que, si enfrentamos la cuestión en serio, son irrealizables, impracticables. Pero dejo este tema para analizarlo desde un punto de vista analítico más adelante, cuando discuta sobre el caso de la ciudadanía europea: una ciudadanía en continua transformación que, como veremos, es una complicada sumatoria de ciudadanías diferentes, de inclusiones y de exclusiones dentro y fuera de sus fronteras.

1. Comencemos por las concepciones de la ciudadanía. Desde el punto de vista jurídico, los dos títulos tradiciones para adquirir la ciudadanía han sido el ius sanguinis y el ius soli; es decir, se es ciudadano en función de la descendencia, en tanto hijos de un ciudadano, o bien, por nacer dentro de un territorio cuyo ordenamiento jurídico considera como título válido para adquirir la ciudadanía el hecho del nacimiento dentro de esas fronteras. La mayor parte de los ordenamientos jurídicos contemporáneos contempla

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una combinación de ambos títulos de ciudadanía, que tienen en común un aspecto naturalista. En efecto, en ambos casos es decisivo un dato de hecho —ser hijo de padres ciudadanos, o nacer en ese territorio determinado es una simple realidad—, que no puede ser modificado por el individuo, que no depende ni de su voluntad, ni de su conducta. Salvo que se convierta en miembro de la comunidad étnica, por establecer vínculos de sangre con un ciudadano, la posibilidad que tiene un extranjero para obtener por otra vía la ciudadanía plena (que es diferente a otras formas de ciudadanía parcial que establecen la condición de huésped: por ejemplo, la condición clásica del meteco), se encuentra limitada por condiciones onerosas y/o ampliamente discrecionales (es significativo que esta forma “artificial” para adquirir la ciudadanía en una perspectiva naturalista se llame, precisamente, “natura-lización”).

La crítica a estas concepciones naturalistas, que siguen prevaleciendo en nuestros días, se encuentra en la obra de Aristóteles, quien se pregunta de manera polémica a cuántas generaciones debemos remontarnos para deter-minar si alguien es plenamente ciudadano o no lo es. Los primeros funda-dores de una ciudad no serán ciudadanos por ser hijos de ciudadanos o por haber nacido en ese territorio. La definición de quién es el ciudadano siem-pre es artificial, es fruto de una decisión política y, para Aristóteles, depende de la forma de gobierno que quiere darse a la ciudad: ciudadano es quien participa a las funciones de juez y a los cargos públicos y esto, a su vez, depende de que la ciudad sea una democracia o una oligarquía, regímenes que tienen criterios y grados muy distintos de inclusividad o exclusividad y, por lo mismo, distribuyen, dentro de los propios autóctonos, distintos status jurídico-políticos.

Estas observaciones nos conducen, por un lado, a colocar nuestra atención en un tercer criterio “puro” para adquirir la ciudadanía —completamente artificial: el ius domicilii, la ciudadanía vinculada con la residencia esta-ble— y, por el otro, en los contenidos, también artificiales, convencionales, de cualquier ciudadanía. Es decir, nos lleva a pensar en cuáles derechos y deberes, o deberes y derechos, implica ser ciudadano de esta o aquella Civitas, sin reparar en el título por el que se adquiere la ciudadanía.

Por lo que se refiere a la ciudadanía por residencia, el primer caso que surge en el constitucionalismo moderno es el de la Constitución jacobina de 1793 que, en su artículo 4 (De la ciudadanía) establece: “todo hombre nacido y domiciliado en Francia, con veintiún años cumplidos, todo extranjero con veintiún años cumplidos que tenga domicilio en Francia de al menos un año, si vive de su trabajo, o adquiere una propiedad, o contrae

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matrimonio con una francesa, o adopta un niño, o mantiene a un viejo; todo extranjero, en fin, que el cuerpo legislativo considere un ser digno de formar parte de la humanidad, es admitido para ejercer los derechos de un ciuda-dano francés”.

Pero el artículo recién citado contiene también una indicación de mérito: los derechos que se adquieren al obtener la ciudadanía plena a los veintiún años son esencialmente los derechos políticos. Los derechos de libertad, y en cierta medida el embrión de derechos sociales (instrucción, asistencia pública), contenidos en la versión de la Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano que antecede al Acto constitucional, son derechos de la persona y/o de los futuros ciudadanos (que deben alcanzar la mayoría de edad). Casi un siglo y medio después, T. H. Marshall, con su famoso libro Citizenship and Social Class (1950), conectará los derechos civiles, políticos y sociales a la ciudadanía, aportando el cuadro teórico para soste-ner, sobre todo mediante la reivindicación del nexo entre derechos sociales y ciudadanía, la inclusión en el ejercicio concreto de la ciudadanía de los ciudadanos “a medias” representados por los pobres y los analfabetas. Por más que Marshall hiciera referencia genérica a una “igualdad humana funda-mental de pertenencia” y por lo mismo a una forma de inclusión universal, no podemos olvidar —junto con Ferrajoli— que este proceso de inclusión que transformaba a los ciudadanos “a medias” en ciudadanos efectivos, con título pleno, excluía a quienes todavía no eran siquiera ciudadanos “a medias”, los extranjeros y los migrantes.

La constitución jacobina de 1793, desde este punto de vista, era más avan-zada que uno de los textos fundamentales del pensamiento socialdemócrata del siglo XX.

2. Hemos colocado sobre la mesa dos nombres imprescindibles en la discusión sobre las formas de adquirir la ciudadanía y los requisitos para hacerlo, Aristóteles y Marshall, que se ubican en los extremos cronológicos, o casi, del pensamiento occidental. Antes de analizar a fondo las posibles relaciones que existen entre las concepciones de la ciudadanía y el derecho a la migración, puede valer la pena dar un mayor espesor histórico al discurso, colmando los siglos que separan a dichos autores con las definiciones de la ciudadanía que se han planteado a lo largo del tiempo.

Con esa finalidad retomaré un libro breve de Pietro Costa sobre el tema que lleva el título de Cittadinanza (2005) y en el que recupera las tesis prin-cipales de su obra Civitas. Storia della cittadinanza in Europa (1999-2001). El libro ofrece, más que definiciones, diferentes maneras de comprender y practicar la ciudadanía, comenzando por la polis griega para llegar hasta la

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ciudadanía europea. Las resumo, disculpándome por lo sintético del ejerci-cio, en los siguientes puntos:

a) La ciudadanía, en el mundo antiguo, es un privilegio de unos pocos: solamente el ciudadano varón, adulto, ubicado en la cúspide del microcosmos familiar estrictamente jerárquico, y libre de las preocu-paciones económicas y de actividades de servidumbre, requisitos ambos para ocuparse virtuosamente de la cosa pública, es (y debe ser) ciudadano. En sus líneas esenciales, dejando de lado los cambios históricos, ésta también es la concepción medieval de la ciudadanía: “el escenario medieval —escribe Costa— no se encuentra poblado de individuos iguales, sino de individuos que son nobles o guerreros o campesinos, o bien, clérigos o laicos, hombres o mujeres, o bien, libres o siervos, padres o hijos, maridos o esposas”. Y la metáfora que expresa estas relaciones sociales y políticas desiguales es la del cuerpo con sus diferentes miembros y funciones, ordenadas jerárqui-camente, siguiendo relaciones de mando/obediencia consideradas desde una perspectiva naturalista. Pero, al mismo tiempo, son relacio-nes incluyentes y protectoras, en el sentido de que están orientadas a la protección de las amenazas externas (la libertad de la ciudad) o a la armonía interna del conjunto; armonía que no debe romperse porque si eso sucede se materializa la peor patología del cuerpo político, que debe evitarse con todos los medios (en el extremo con la expul-sión de los sobrevivientes de la facción derrotada);

b) La misma preocupación por salvaguardar el orden se expresa, en los albores de la modernidad política, en la obra de T. Hobbes. Pero el horizonte teórico había cambiado: los que construyen a la Civitas —convirtiéndose en ciudadanos— mediante un acto de consenso, son unos individuos considerados libres e iguales que se encuentran en una hipotética situación natural, prepolítica. Aunque, como es bien sabido, la ciudadanía hobbesiana se convierte inmediatamente en condición de súbdito —el ancla del poder absoluto del soberano es la obediencia simple del ciudadano-súbdito (que es tan fuerte que no puede existir una mayor)—, la clave para considerar que el ciudadano es “sujeto de derechos” está al alcance de la mano. Será Locke el que abrirá la puerta porque para él la ley natural atribuye a los ciudada-nos derechos —a la vida, a la libertad, a la propiedad— que no se pierden sino que, por el contrario, quedan garantizados cuando se da el paso hacia la sociedad civil, o bien, al convertirse en ciudadanos

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de un estado representativo constitucional (si bien embrionario), que después será desarrollado por el pensamiento liberal del siglo XIX (Constant, Tocqueville, Spenser, Mill).

c) En el contrato social de Rousseau y en el pensamiento revolucionario —sobre todo en el pensamiento jacobino, en donde se pretende conju-gar la Constitución de 1793 con la retórica antigua del ciudadano en Robespierre y Sant Just—, se encuentra la primera unión proble-mática entre el ciudadano como sujeto de derechos y el ciudadano como sujeto dotado de virtud cívica, que se dedica principalmente a la comunidad o a la nación. Como escribe Costa: “el ciudadano se realiza humanamente no sólo en tanto titular de un espacio de libertad, sino también en cuanto sujeto políticamente activo, que participa en la vida de la nación. Parece que la retórica revolucionaria —continua Costa— tomó en serio el esquema rousseauiano: no sólo los derechos naturales se realizan en la medida en la que se convierten (a través de la ley) en derechos civiles, sino que también la libertad del sujeto encuentra su realización en la participación activa en la vida de la polis, sólo que la polis ya no es la ciudad republicana o el pequeño estado sino que coincide con toda la nación”;

d) Entre los siglos XIX y XX, la tensión entre los derechos del ciuda-dano contra el estado y la pertenencia del ciudadano al estado se resuelve a favor de la primacía del estado y en demérito del constitu-cionalismo de los derechos del hombre y del ciudadano, en diversas teorías y momentos. Por una parte, en los modelos decimonónicos de estado-nación que se articulan en torno de la noción de pueblo espiritual e históricamente connotada (Savigny, Hegel, Jellineck, y también la tradición abiertamente reaccionaria y racista representada por Gobineau); por otra, en las diversas variedades de la sociedad solidaria (desde Comte, hasta Marx y Dukheim) y; también, en el totalitarismo del siglo XX que llevó a su plenitud, tanto a la herencia del nacionalismo, como a la dimensión holistica del marxismo. En la cultura y en la práctica del régimen nacionalsocialista “a la primacía del sujeto se contrapone la primacía del pueblo, del Volk. El pueblo, sin embargo, no es la unidad ético-espiritual que conservaba la tradi-ción historicista del siglo XIX, sino una comunidad unida por la raza y por la sangre”; en el leninismo que inspira la revolución rusa “el juego de los intereses y de las elecciones plurales se sacri-fica por el objetivo prioritario de la edificación del socialismo: una edificación que requiere una rigurosa disciplina colectiva, tanto en

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la producción como en la sociedad”, o bien, la sumisión sin reservas de las masas populares al Partido (y sobre todo a sus dirigentes), que coincide y debe coincidir con el Estado;

e) En la segunda mitad del siglo XX, después de la catástrofe de los fascismos y gracias a las luchas por los derechos de libertad, políticos y sociales) promovida sobre todo por los partidos socialistas (social-demócratas), se afirmó la idea de las “ciudadanía constitucional”: “la centralidad del sujeto, la intención de otorgarle una multiplici-dad abierta de derechos, la necesidad de sustraerlo de la dominación absoluta del estado-nación para colocarlo en un espacio internacio-nal. (Estas ideas) son los principales inspiradores de las constitu-ciones europeas posteriores a la Segunda Guerra Mundial y de la Declaración de 1948 y, en buena medida, son estos (mismos) valores los que promovieron la edificación de un nuevo orden europeo (…) considerado la realización de la civilidad de los derechos que la histo-ria europea de los siglos XVIII y XIX, intentó alcanzar”.

3. Como puede verse, partiendo desde Aristóteles, regresamos —en líneas generales— a Marshall. Este rápido recorrido histórico nos permitirá enfrentar con mayor claridad, al menos eso espero, el análisis de las rela-ciones entre formas de la ciudadanía y derecho a la migración, así como aplicar las conclusiones al caso de la ciudadanía europea, que se pretende, al menos en perspectiva, como una ciudadanía no sólo constitucional sino también “post-nacional”. Es decir, una ciudadanía que parcialmente o en su totalidad se encuentra desvinculada del concepto y de las fronteras del estado nación.

Pero vayamos por partes. Hasta ahora hemos visto el problema de la ciudadanía —de sus contenidos y de las maneras para adquirirla—, primero desde el punto de vista jurídico y, después, histórico. Si ahora observamos las cosas desde el punto de vista de la filosofía, lo que procede es preguntarnos —siguiendo el método empírico analítico que nos enseñó Bobbio— si las diferentes formas de ciudadanía que se encuentran en la historia del derecho y del pensamiento político pueden reducirse a una (gran) dicotomía. La cues-tión puede parecer retórica pero, incluso Costa que es un historiador (enseña historia del derecho) parece aceptar que las distintas ideas de ciudadanía pueden reducirse —teniendo cuidado de no incurrir en las simplificaciones que ocultan las contaminaciones históricas, las graduaciones y los matices— a la gran dicotomía entre las visiones del mundo organicistas-holísticas y las visiones artificialistas-individualistas. En efecto, en la breve reconstrucción

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histórica que propuse, no es difícil notar este parteaguas teórico, incluso a través de las tensiones y contradicciones que se encuentran en un mismo autor o movimiento de pensamiento, o en un mismo ordenamiento jurídico. Es difícil no notar que la ciudadanía basada en la descendencia o en el naci-miento dentro de las fronteras del estado presume una matriz organicista y holista —la comunidad se coloca axiológicamente antes que sus miembros y la pertenencia es constitutiva de la identidad y del reconocimiento de estos últimos—. Mientras que la ciudadanía que se basa en la mera residencia estable es artificial, en la medida en la que presume la existencia de una comunidad política definida y creada —al menos idealmente— ,mediante un pacto de asociación entre individuos libres e iguales que, por lo mismo, no podría —por razones de principio— discriminar teniendo en cuenta factores accidentales como lo son la estirpe y el lugar de nacimiento.

De la misma manera, observando los modelos históricos, no es difícil notar que, aunque Aristóteles critique sus presupuestos, la ciudadanía en el mundo antiguo y medieval se consideraba como una pertenencia y jerarquía natural. Es decir, se consideraba en términos organicistas que se expresan en la metáfora del cuerpo humano. Esta misma metáfora, si bien en un contexto modificado —en el que la naturaleza (parcialmente) se transformaba en historia, espíritu, cultura, etcétera— está detrás de la idea de ciudadanía del estado nación del siglo XIX —y, con mayor razón, en la ciudadanía de los fascismos del siglo XX. Por el contrario, la línea que parte desde el contractualismo hobbesiano llega, a través del iluminismo y del liberalismo, hasta la idea de la ciudadanía constitucional y evidentemente implica —lo subrayo: al menos en el plano teórico— la adopción de un modelo artificia-lista, convencional y “universalista” de ciudadanía.

Finalmente, Rousseau y las ideas de ciudadanía que se afirmaron durante la revolución son útiles para mostrar —en clave tanto teórica como empí-rica— cuáles son las líneas de tensión entre los dos modelos. Como sabemos, adoptando premisas contractualistas, Rousseau, concluye su contrato social promoviendo una utopía “republicana” con claras tendencias comunitarias y organicistas (la voluntad general, el cuerpo político, la transformación antropológica del hombre desde el burgués hasta el ciudadano). Sobre este doble carril se desenvolverá toda la fase “revolucionaria” de la Revolución Francesa, que produce una constitución que define la ciudadanía en térmi-nos de residencia pero, al mismo tiempo, origina la idea moderna de nación y de ciudadanía como virtud cívica caracterizada por la pertenencia nacio-nal (una versión que Habermas recuperará con el nombre de patriotismo constitucional, diferente de la idea romántica del siglo XIX). Una parábola

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parcialmente análoga seguirá la revolución rusa: desde el internacionalismo proletario hasta el socialismo en un solo país, con rastros nacionalistas cada vez más marcados.

Retomemos ahora el eje central de la exposición: la relación entre los diferentes modelos de la ciudadanía y el tema de los migrantes y extranje-ros. Podríamos estar tentados a concluir que, entre mayor es la presencia de elementos organicistas en la concepción de la ciudadanía y de las formas para adquirirla, más difícil será adquirirla para un extranjero. En cambio, en la medida en la que se afirma la perspectiva individualista, universalista y constitucional, será más fácil su obtención. Sin embargo, me parece que, vista de esta manera, la relación entre los dos modelos de ciudadanía con los fenómenos migratorios y el “derecho a migrar” adolece de una fuerte dosis de simplificación. Podría, de hecho, objetarse, como ya se ha hecho, que las democracias constitucionales y el pensamiento liberal que las inspira han vaciado de contenido el derecho de los migrantes a la libre circulación, convirtiéndolo en un derecho del ciudadano y no de la persona y, usando argumentos basados en las consecuencias que ese derecho podría impli-car para el orden público y para la seguridad de los países de tránsito y de destino, se han opuesto a un eventual reconocimiento del derecho ilimitado a migrar. Erica Rigo, una joven investigadora, advierte en un reciente e inte-resante libro sobre la transformación de la ciudadanía europea lo siguiente: “Casi ninguno de los autores que puede adscribirse a la gran familia libe-ral propone el reconocimiento de un derecho ilimitado a la inmigración o, al menos, equivalente al derecho a la emigración”.1 Por otro lado, podría observarse que los estados iliberales o fuertemente nacionalistas pueden implementar, si el interés nacional lo sugiere, “naturalizaciones” masivas de migrantes extranjeros. En consecuencia, para algunos, un estado autocrá-tico y nacionalista también podría ser más hospitalario que una democracia liberal.

Pero, para que tenga sentido, la cuestión no debe colocarse sobre el plano fáctico, descriptivo, sino sobre el plano normativo e prescriptivo. Solamente en el nivel normativo tiene sentido preguntarse sobre los dos modelos de ciudadanía —holistico/naturalista; artificialsta/individualista— y el derecho a migrar que es una cosa distinta que las diversas formas de hospitalidad que están ligadas a las conveniencias y contigencias históricas. En el plano normativo me parece razonable afirmar que las democracias constituciona-les y el pensamiento liberal que las inspira deberían reconocer coherente-

1 RIGO, Erica La transformación de la ciudadanía europea, p. 41.

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mente el derecho a migrar —o bien, el derecho pleno a la circulación, a la movilidad— como derecho de la persona, reestableciendo la simetría entre salida y entrada, entre emigración e inmigración.

Por el contrario, un estado iliberal y nacionalista que se interpreta como una comunidad ética o una comunidad de destino, puede coherentemente decidir naturalizar a “este extranjero” y no a “aquél otro” con base en presuntas afinidades étnico-religioso-culturales o, como sea, con base en las exigen-cias dictadas por el interés nacional. En todo caso el número de extranje-ros que se convierten en ciudadanos nunca debe ser tal que prejuzgue o altere el espíritu de la nación. En otras palabras, mientras es coherente con los principios liberales el reconocimiento del derecho a migrar; desde el punto de vista de la ideología nacionalista, la naturalización del extranjero nunca puede ser un derecho, sino que siempre y solamente es una concesión particular que queda sujeta a un procedimiento de revocación que puede activarse en caso de peligro para la seguridad nacional. Aquí me parece que hemos encontrado una clara diferencia.

Que los estados constitucionales de derecho deban reconocer el derecho a migrar como derecho fundamental, predisponiendo las formas jurídicas y favoreciendo las condiciones sociales y administrativas que lo hacen prac-ticable, no significa que ese sea un derecho ilimitado. Tampoco implica que la cuestión misma de la ciudadanía esté mal planteada cuando se plantea en términos de títulos para adquirirla a partir de la proclamación retórica según la cual “ningún hombre es ilegal”; pero si lo son las “fronteras” que determi-nan el ser ilegal de un migrante sin documentos y su criminalización como fugitivo. Considero que estas formas de “rebasar por la izquierda” al cons-titucionalismo de los derechos fundamentales (acusándolo de insuficiente por estar atrapado en la lógica liberal), son fruto de verdaderos errores teóri-cos que, aunque se comentan de buena fe, terminan dañando y debilitando la posibilidad de superar la simetría liberal que existe entre el derecho a la emigración y el derecho a la inmigración. Con otras palabras, asumo el reto de mantener un visión utópica que nos permita salir del marco de lo existente y del reformismo moderado: pero creo poder argumentar que la perspectiva de un derecho ilimitado a migrar que implicaría la anulación de las fronteras y la extinción de los estados (también de los estados que son democráticos constitucionales), es ideológica y corre el riesgo de desfondar a la utopía, convirtiéndose en una verdadera distopía. En suma, que no es una perspectiva deseable ni siquiera para los propios migrantes. La verda-dera utopía es, según creo, la de un derecho a migrar inscrito en el cuadro teórico del constitucionalismo de los derechos fundamentales.

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Intentemos ahora proponer algunos argumentos en esta dirección. Quienes sostienen que la cuestión de los títulos para adquirir una ciuda-

danía es una trampa porque éstos dependen, como quiera que sea, de quie-nes ya son ciudadanos de un estado y no también de los migrantes, suelen subrayar que dichas reglas tienen un carácter heterónomo que embona mal con la igualdad humana fundamental y con el principio democrático (con la libertad de darse leyes a uno mismo). El argumento es sutil y atinado, sin duda. Pero en la búsqueda de un remedio para este mal, se corre el peligro de provocar males mayores. Me explico. Para resolver en su origen la cues-tión de la ciudadanía es necesario pensar: a) o en una colectividad política universal, esto es la república mundial; b) o en la sociedad sin estado de Marx; c) o, bien, en formas de convivencia simples y naturalmente pacíficas, por ejemplo las que imaginaba Rousseau en la Nouvelle Eloïse (la comu-nidad perfecta de Clarens). Pero no olvidemos que el propio Kant advertía los peligros del estado planetario — de su carácter tendencialmente despó-tico, dada la enorme concentración de poder: de esto los Estados Unidos, en tanto lonely superpower, nos enseñan algunas cosas. Por lo que hace a la sociedad sin estado, Bobbio, nos ha señalado su imposibilidad y también su indeseabilidad. Ello al preguntarse de qué forma, si no existe un tercero por encima de las partes (una magistratura independiente) y tampoco un ente que detenga el monopolio legítimo de la fuerza, sería posible administrar la justicia civil y penal. Por otra parte, no vale siquiera la pena detenerse en el carácter paternalista, cuando no arbitrario y violento, del ejercicio del poder en “comunidades primitivas” cerradas en sí mismas.

Así las cosas, parecería que, incluso desde un punto de vista normativo y ya no solamente realista, es deseable que los seres humanos se organicen en una pluralidad de colectividades o sociedades políticas (estados si se quiere), más o menos determinadas territorialmente mediante fronteras. De dicha pluralidad lo menos que puede desprenderse es una distinción entre quiénes forman parte y quiénes no lo hacen de cada una de estas socieda-des. Incluso, si admitimos la igualdad política entre los socios —lo que nos permitiría superar el problema de las distinciones internas (entre aquellos que están sometidos a las leyes de dicha sociedad)— permanecería siempre la distinción entre socios y no socios, es decir, entre ciudadanos y extranje-ros y, por lo mismo, se presentaría el problema de encontrar una respuesta para el no socio que eventualmente manifieste interés por pertenecer a la sociedad. Es decir, el problema del título para adquirir la ciudadanía.

Entonces, ¿en qué sentido se puede hablar, en el nivel normativo, de “ciudadanía cosmopolita” como yo mismo lo he hecho en otros espacios?

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Considero que debe entenderse, en primer lugar, como la posibilidad de que todos sean titulares y gocen efectivamente del derecho a migrar. Entendido este derecho como perfecta simetría entre el derecho a emigrar y el derecho a inmigrar, sin importar la colectividad de origen y la de destino. En segundo lugar, aunque no me interesa desarrollar este punto, la ciuda-danía cosmopolita lleva idealmente consigo el derecho político a votar en las cuestiones de interés global (incluyendo las cuestiones que se refieren a la emigración: de esta manera se podría resolver en parte, al menos teóri-camente, la cuestión de la heteronomía a la que nos hemos referido). Pero todos los derechos tienen límites en su ejercicio, no son ilimitados. No me refiero al tema delicado y espinoso del conflicto que existe entre los derechos fundamentales, sino a simples consideraciones de sentido común. Mi dere-cho a la libre circulación y a la residencia, no significa que yo pueda circular en el jardín de mi vecino o colocar ahí una tienda de campaña. Incluso en las calles de carácter público pueden existir limitaciones de acceso justificadas y nadie dirá que violan la libertad de circulación.

Algo parecido sucede con los derechos sociales a la salud y a la instruc-ción. Tenerlos no significa poder pretender que un médico nos haga una revisión en cualquier momento, o que un profesor nos dé clases en el lugar y en el momento que queramos. No pierdo más el tiempo con otros ejem-plos fáciles. El que los derechos tengan límites, al referirnos al tema de la migración y del título para adquirir la ciudadanía, significa que la ciudadanía cosmopolita como derecho a migrar será efectiva cuando todas las colecti-vidades políticas predispongan las condiciones jurídico-administrativas para garantizar que dicho derecho se satisfaga en un plazo de tiempo razo-nable (tiempo compatible con la duración y las etapas de una vida humana), en la forma de ius domicilii, de ciudadanía de residencia, prescindiendo de connotados étnicos o culturales. Sólo bajo estas condiciones, dentro de la ley legalidad, un derecho es un derecho y se convierte en algo más que el derecho natural hobbesiano (el derecho a realizar todo lo necesario para sobrevivir, sin que otro tenga un deber en sentido contrario: sin importar si ese otro es un individuo o un colectivo). Paradójicamente, los que quie-ren “rebasar por la izquierda” al constitucionalismo de los derechos, por considerarlo “burgués”, terminan evocando aquella situación de anomia en la que el único derecho es el derecho del más fuerte, en la que la distinción entre migrantes y ciudadanos quizá se cancela pero, siento decirlo, lo hace en nombre de una especie de naturalismo plebeyo, de darwinismo social sin fronteras. Y, entonces, ahora soy yo quien hace la pregunta: ¿cuál es la verdadera utopía?

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Pasemos ahora al segundo gran tema de la relación entre ciudadanía y migración, tema que ya ha sido varias veces evocado. Es decir, el tema de la seguridad y del orden público. Si prescindimos de las obsesiones por la seguridad de los últimos tiempos, tenemos que el argumento de la seguridad no es, para nada, un argumento conservador o reaccionario. El fin mínimo de cualquier colectividad política es el de garantizar seguridad a los asocia-dos y a los eventuales “huéspedes”. Pero incluso razonando en términos del constitucionalismo de los derechos, de estado constitucional de derecho, los derechos de la persona y del ciudadano lo son, en verdad, cuando pueden ejercerse en condiciones seguras. La libre circulación es efectiva cuando un individuo, ciudadano o extranjero, no tiene temor de ser agredido y asaltado en el camino. Por más que se hayan convertido en argumentos demagógicos de políticos sin escrúpulos no creo que podamos negar que un aspecto de las normas sobre la migración y sobre los títulos para adquirir la ciudadanía tenga que ver, al menos en principio, con cuestiones relacionadas con la seguridad y con el orden público y con la propia programación económica social de un territorio (como demuestran las migraciones en el interior de los estados). Cambios demográficos significativos tienen, sin duda, todas estas consecuencias. De hecho, es posible argumentar, con Ferrajoli, que sólo ante estas consecuencias, los países ricos se plantearán en serio el problema de una distribución de la riqueza más equitativa entre el norte y el sur del mundo. No sé si esta distribución de recursos se dará en automático, pero lo que es indiscutible es que estos problemas se perciben de manera directa sobre las vidas individuales de las personas de carne y hueso y producen desastrosos atrasos culturales colectivos. Estos atrasos, para colmo, aumen-tan la intensidad de las respuestas obtusamente basadas en la seguridad —del tipo “tolerancia cero”, “law and order”— que no sólo no ayudan a nadie, sino que lastiman aún más a los más débiles. Así las cosas, yo creo que una programación supranacional de los flujos migratorios, acompañada con normas sobre la ciudadanía inspiradas en la efectividad del derecho a migrar, son preferibles y más “revolucionarias” que el ejercicio de un caótico y peligroso “derecho de fuga” de corte hobbesiano.

4. Finalmente vayamos a la ciudadanía “postnacional”, o considerada como tal, de la Unión Europea. Me parece que se trata de un caso intere-sante porque Europa —para bien o para mal, en su situación híbrida entre una mera confederación y una verdadera federación de estados— representa el laboratorio político más celebre desde la perspectiva de la materialización del constitucionalismo de los derechos en el nivel supranacional. Si esto es, por lo menos parcialmente, verdad, entonces, este es el contexto para

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probar las posibilidades de éxito y las dificultades que implica la empresa de dar forma a la idea de ciudadanía desvinculada al estado nación y estruc-turalmente diferente de esta última. En términos más directos, la pregunta es: ¿quiere la Unión Europea definir jurídicamente títulos para adquirir la ciudadanía que sean diferentes y distintos de la simple pertenencia de un estado miembro? Con otras palabras, ¿se podrá llegar a ser ciudadanos euro-peos (a pleno derecho, con derecho de ciudadanía en cualquier país) sin ser ciudadano, previamente, de un estado que ya es miembro de la Unión? Es este punto, sobre todo, máxime si pensamos en la ampliación hacia las fron-teras orientales de la unión, el que dota de interés al tema de la ciudadanía “postnacional” y migrante.

A este respecto los críticos que ya hemos mencionado —y que dicen colocarse a “la izquierda”— del constitucionalismo de los derechos, tienen dudas fundadas sobre el hecho de que Europa represente un paso adelante en la realización parcial de una ciudadanía cosmopolita o, por lo menos, postnacional. Resumo en cuatro puntos las contradicciones que encierra ese proceso. Me refiero, de nueva cuenta, al libro de Erica Rigo:

1) Para adquirir la ciudadanía europea es necesario ser ciudadano de un estado miembro; contemporáneamente, se es ilegal en toda Europa si se es considerado ilegal en uno solo de los estados de la Unión Europea. Esto significa que los extracomunitarios se pueden conver-tir en comunitarios —ciudadanos europeos— mediante los procedi-mientos de adhesión a la Unión Europea de los Estados a los que pertenecen o adquiriendo la ciudadanía según las normas que regulan la naturalización en cada uno de los estados; por lo mismo, en ambos casos, como hemos visto, siguiendo una concepción holistica en lugar de una individualista de la ciudadanía. En otros términos, señala Erica Rigo, el proceso di ‘europeización’ no implica una disminución de los procesos de construcción nacional sino, por el contrario, viene a confirmar el principio según el cual, también para entrar en la Europa actual, es necesario hacerse primero de una nación. Y esto vale tanto para los individuos, como para los estados.

2) Incluso dentro del espacio europeo, entre las consecuencias de la ampliación hacia el Este del modelo Schengen, se encuentra el para-dójico endurecimiento de las leyes nacionales sobre la inmigración y sobre el asilo. Tanto en los estados ‘recién incorporados’ que repre-sentan las nuevas fronteras exteriores —estados que, para llegar a formar parte de la Unión debieron parece buenos “perros guardianes”

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del ‘espacio de libertad, seguridad y justicia de la Unión’—; como en los estados originarios que deben dar buenos ejemplos y no pueden convertirse en el punto débil del sistema. En todas las legislaciones se ha producido, en contradicción con los principios universalistas que deberían inspirar a la construcción europea, un mecanismo de justicia diferenciado para inmigrantes irregulares que, en la mayoría de los casos, se convierte en una extraña mezcla de sanciones penales y medidas administrativas:

Incluso cuando la sanción formal para los inmigrantes que ingresan o resi-den ilegalmente en el territorio es de naturaleza penal, la expulsión sigue siendo el castigo típico que se reserva para los no-ciudadanos. Si, por un lado, esta medida puede implicar consecuencias más severas que las contempladas por la legislación penal, como en el caso de la detención administrativa que conduce a la expulsión; por el otro lado, sancionar penalmente conductas como el ingreso o la permanencia ilegal en el terri-torio implica un importante papel de criminalización simbólica.2

3) Otra contradicción respecto del modelo universalista está determinada por la proliferación de las llamadas ‘leyes de status’ que permiten mecanismos que facilitan la ‘europeización’ para las minorías étni-cas que se encuentran fuera de las fronteras nacionales de los países recién incorporados a la Unión. Se trata de minorías que tienen un reconocimiento de semi-ciudadanía en dichos estados: pero, nos dice Rigo,

aunque estas reglas se inspiran en un principio de diferenciación étnica, las leyes de status son leyes europeas en la medida en la que reaccionan a los mecanismos de gobierno de la circulación en el espacio europeo.3

En otros términos, si para convertirse en ciudadano europeo es nece-sario pertenecer a una nación que es miembro, entonces, cada nación con base en criterios nacionalistas y no universalistas, seguirá preten-diendo definir quienes son sus ciudadanos y quienes sus “mestizos”.

4) Finalmente, esta solución para los problemas de las fronteras y, por ende, de la diferenciación entre ciudadanos y extranjeros, ofrece a la Unión el aspecto y la configuración de una potencia postcolonial; en

2 Ibidem, pp. 143-144.3 Ibidem, p. 94.

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lugar del que correspondería a la realización de una cosmopoli “post-nacional”. Europa, de hecho, protege su territorio consolidado, incluso imponiendo “acuerdos de cooperación” a los países que se encuentran, como quiera que sea, del otro lado (probablemente esperando su turno para ser incluidos), de la frontera ampliada en el espacio representado por los nuevos miembros (los marquesados, para usar la clasificación feudal). Se trata, en sustancia, de beneficios económicos a cambio de políticas de contención de los flujos migratorios, sin importar qué tanto respeten los derechos humanos.

Un realista podría concluir: pero, querido mío, estas son las condicio-nes de seguridad que nos permiten mantener la buena vida europea que tú mismo disfrutas. A esta objeción respondería diciendo que esa “buena vida” ha sido generada también —si no es que, sobre todo—, por el constituciona-lismo de los derechos que inspiró a las constituciones europeas posteriores a la Segunda Guerra Mundial. Debilitarlo, dándole mayor espacio a formas de nacionalismo y de particularismo que han ensangrentado la primera mitad del siglo pasado —y una parte de la segunda— no me parece, si miramos al largo plazo, que sea una perspectiva atractiva, ni siquiera para quién ya es ciudadano europeo; para quienes ya pertenecemos con título pleno a la que suele llamarse la “fortaleza europea”.

Europa no es solamente esto, una fortaleza que va reforzando día con día sus murallas. Su naturaleza de “laboratorio político”, de híbrido lleno de contradicciones se manifiesta también con motivo de la relación entre ciudadanía y migraciones. Esta misma Europa, en 2003, aprobó una direc-tiva —que entró en vigor en enero de 2006— sobre los residentes que llevan mucho tiempo en su territorio y que se orienta en la dirección de la ciuda-danía dependiente del ius domicilii, es decir, de la ciudadanía que depende de la simple residencia. Como reconoce la propia Rigo, con esa directiva se regula por primera vez “la libertad de circular y establecerse de los traba-jadores de países ajenos, dentro del territorio Schengen, siempre y cuando hayan residido en el mismo por lo menos durante los últimos cinco años. Configurándola como un derecho subjetivo que puede exigirse incluso en caso de contradicción con las legislaciones nacionales”.4 Un ilustrado inge-nuo podría considerar que esa directiva es un pequeño signum prognosticum —una esperanza— del progreso moral del genero humano.

4 RIGO, Erica, La transformación de la ciudadanía europea, p. 106.