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AUTONOMÍA LITERARIA AMERICANA 1. EL MANIFIESTO FUNDACIONAL La independencia política de la América española, que se fragua entre 1810 y 1824, abrió la vía al debate sobre la independencia literaria, asunto que se constituirá en la norma doctrinal de todo el siglo XIX a través de sus sucesivas escuelas estilísticas -neoclásico, romanticismo, realismo- pues todas ellas justificarán sus respectivos recursos artísticos en su pregonada capacidad para expresar las peculiaridades diferenciales de la América hispana, olvidando astutamente la ptocedencia extranjera de esas poéticas para poner en cambio el acento sobre su eficacia reveladora de la singularidad nacional o regional. Similar actitud se encontrará en el siglo xx tanto en el regionalismo como en el vanguardismo, ambos visiblemente nacionalistas, por lo cual es compren- sible que el distingo básico con que abre Alberto Zum Felde su análisis de la ensayística hispanoamericana sea la oposición entre el universalismo de la vida europea y una vida hispanoamericana que «se produce y desenvuelve en un clima social predominantemente condicionado -y limitado- por los factores histórico-geográficos propios, a veces regionales, lo que restringe en mucho, casi siempre, su significación y su interés, al ámbito mismo continen- tal; o sólo al nacional, aveces». ¡ Esta restricción a lo comarcal había sido percibida hacia fines del XIX por José Martí como un verdadero dolor del escritor hispanoamericano y contra ella se ha producido una generalizada insurrección en los escritores contemporáneos de la segunda mitad del siglo xx. Pero lo que actualmente se ha percibido como una mutilación de la capacidad universalizadora de la literarura hispanoamericana -índice claro de su adquirida robustez- fue en cambio, desde los albores de la Independen- cia, un obligado cometido de los intelectuales, a quienes correspondía desen- trañar la especificidad de sus patrias libres y fundar la autonomía literaria del continente hispánico, separándolo y distinguiéndolo de la fuente europea. Tal posición no puede considerarse exclusiva de esta región cultural del mundo (la que habrá de denominarse posteriormente América Latina) pues ya se la había observado en las letras norteamericanas a partir de 1776: de Noah Webster a Emerson, desarrollaron un coherente proyecto de «Declara- ción de Independencia intelectual» que tuvo su exposición sistemática en 1. Alberto Zum Felde, Índice critico de la literatura hispanoamericana. Los ensayistas. Editorial Guarania. México, 1954, p. 8. 66 ==========----------------

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AUTONOMÍA LITERARIA AMERICANA

1. EL MANIFIESTO FUNDACIONAL

La independencia política de la América española, que se fragua entre 1810 y 1824, abrió la vía al debate sobre la independencia literaria, asunto que se constituirá en la norma doctrinal de todo el siglo XIX a través de sus sucesivas escuelas estilísticas -neoclásico, romanticismo, realismo- pues todas ellas justificarán sus respectivos recursos artísticos en su pregonada capacidad para expresar las peculiaridades diferenciales de la América hispana, olvidando astutamente la ptocedencia extranjera de esas poéticas para poner en cambio el acento sobre su eficacia reveladora de la singularidad nacional o regional. Similar actitud se encontrará en el siglo xx tanto en el regionalismo como en el vanguardismo, ambos visiblemente nacionalistas, por lo cual es compren­sible que el distingo básico con que abre Alberto Zum Felde su análisis de la ensayística hispanoamericana sea la oposición entre el universalismo de la vida europea y una vida hispanoamericana que «se produce y desenvuelve en un clima social predominantemente condicionado -y limitado- por los factores histórico-geográficos propios, a veces regionales, lo que restringe en mucho, casi siempre, su significación y su interés, al ámbito mismo continen­tal; o sólo al nacional, aveces». ¡ Esta restricción a lo comarcal había sido percibida hacia fines del XIX por José Martí como un verdadero dolor del escritor hispanoamericano y contra ella se ha producido una generalizada insurrección en los escritores contemporáneos de la segunda mitad del siglo xx. Pero lo que actualmente se ha percibido como una mutilación de la capacidad universalizadora de la literarura hispanoamericana -índice claro de su adquirida robustez- fue en cambio, desde los albores de la Independen­cia, un obligado cometido de los intelectuales, a quienes correspondía desen­trañar la especificidad de sus patrias libres y fundar la autonomía literaria del continente hispánico, separándolo y distinguiéndolo de la fuente europea.

Tal posición no puede considerarse exclusiva de esta región cultural del mundo (la que habrá de denominarse posteriormente América Latina) pues ya se la había observado en las letras norteamericanas a partir de 1776: de Noah Webster a Emerson, desarrollaron un coherente proyecto de «Declara­ción de Independencia intelectual» que tuvo su exposición sistemática en

1. Alberto Zum Felde, Índice critico de la literatura hispanoamericana. Los ensayistas. Editorial Guarania. México, 1954, p. 8.

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The American Scholar (1837). Las mismas preocupaciones volvieron a aparecer en los países africanos surgidos de la descolonización posterior.a la II Guerra Mundial. Se trata, por lo tanto, del problema fundacional de la literatura a partir de la constitución de nuevos países, por lo cual puede reconocerse que, en esas condiciones operativas, la literatura se formula inicialmente como I,illa parte, pequeña. aunque ciistinguida. de la consttucción de la nacionalidad. Esta será la tarea fundamental que deberá acometer una colectividad, lo que en el caso de los países hispanoamericanos independizados a comienzos del XIX,

se vio favorecido y aun sistematizado por el auge del espíritu nacional que en Europa siguió y se opuso a la Revolución francesa. Edificar, a partir del ímpetu localista que había dibujado un país nuevo sobre el mapa, la conciencia nacional de sus habitantes fue el empeño prioritario de los equipos intelectua­les responsables del momento. Todos, sin distinción, apelaron a las doctrinas que estaban entonces en boga en Europa o a las escuelas literarias que se habían impuesto en el momento, manejando sus proposiciones interpretativas o sus poéticas; todos utilizaron esas herramientas para desentrañar las caracte­rísticas peculiares de sus regiones nativas y para constituir con ellas esa cosa nueva que habría de ser llamada la «nacionalidad». Pero dentro de esa unanimidad de vistas hubo desde el comienzo una nítida separación entre dos corrientes: la de quienes maximizaron la posibilidad renovadora y por lo tanto confiaron en la aplicación de programas europeos tal como se habían formulado en las metrópolis y la de quienes relativizaron o minimizaron esa posibilidad en atención a la heterogénea composición de la ciudadanía y a sus diversos niveles de educación. Los primeros fueron idealistas y utópicos, reclutándose preferentemente entre los jóvenes románticos de las ciudades más nuevas, es decir, con menos carga de pasado colonial, y ellos apostaron, en la que puede reconocerse como la primera operación vanguardista de los nuevos países, a un futuro en que habrían de realizarse sus proy~ctos renovadores. Los segundos, más cautos y equilibrados, tendieron a ser realistas y se aplicaron a una evolución lenta que recogía las imposiciones recibidas de la Colonia y procuraba modificarlas gradualmente; se los encontró tanto entre los neoclásicos de la primera hora independiente como más tarde entre los realistas que comenzaron a hacer suyo el programa positivista de «orden y progreso». La polémica romántica de 1842 en Santiago de Chile, más que dos estéticas, opuso estos dos comportamientos culturales definidos en torno a dos fuertes personalidades, Andrés Bello y Domingo Faustino Sar­miento, e incluso definidos en torno a dos incipientes culturas nacionales, la chilena y la argentina. Cuando treinta años después Eugenio de Hostos conoció ambos países, pudo definir a Chile merced a tres paradojas (<<debe su progreso general a la lentitud de su desarrollo social», «debe su riqueza a su pobreza» y «debe su libertad a su espíritu conservador») y a la Argentina por dos fuerzas conjugadas (la de Buenos Aires, «una protesta contra la vida muerta del sistema colonial» y la inmigración que promovió «el constante desarrollo de la riqueza socia!»).'

2. Eugenio M. de Hostos, «Ttes presidentes y tres repúblicas» (Nueva York, 1874), en Obras completas, vol. VII, Temas sudamericanos, Cultural, S.A., La Habana, 1939. .

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Mucho antes de que en el Discurso de la instalación de la Universidad de Chile (1843) Andrés Bello argumentara en favor de la autonomía cultural amt;ricana, dentro de su percepción ecléctica, le había cabido ser el primero en fijar la pauta de la autonomía literaria. Tal como ha escrito Henríquez Ureña, «el deseo de independencia intelectual se hace explícito por vez primera en la Alocución a la Poesía de Andrés Bello, la primera de sus dos Silvas americanas».) El deseo se formula en el poema-manifiesto con que Bello inaugura la primera de las dos revistas que editara en Londres con García del Río (Biblioteca Americana, 1823, y Repertorio Americano, 1825-1827) destinándolas a la educación de los ciudadanos de las nueve repúblicas del continente. En 1823, cuando publica la Alocución a la Poesía, la libertad aún no estaba asegurada en tierras americanas, pero ya en 1826, cuando publica La agricultura de la zona tórrida, la batalla de Ayacucho ha consolida­do la dominación de los patriotas, concluyendo la colonización española en toda la América del Sur. Si en la primera silva había invitado a la Poesía a abandonar Europa por América, proponiéndole los tres grandes asuntos que ella ejercitaría a lo largo del siglo XIX -la naturaleza, la tradición interna desde los indios, el heroísmo patriótico-, en la segunda ya puede desarrollar el principio educativo que iba implícito en la Alocución, para proponer el trabajo esforzado sobre la naturaleza para construir la grandeza americana. Bien vio Anderson Imbert que el poema está dirigido «a la agricultura, actividad práctica, no a la naturaleza como paisaje»: a pesar de que por lo común se lo vea como una exaltación suntuosa de los frutos tropicales.

Como buen intelectual neoclásico, en cualquiera de sus producciones se encontrará esa atención a la utilidad pública, respondiendo a una equilibrada evaluación de las demandas concretas de un medio en una determinada época cultural, las que sofrenan el idealismo desbocado o el utopismo irreal. A eso se debe que siempre pueda detectarse, en su variado cultivo de las humanidades, la presencia del educador. Pedro Grases ha hablado de «la inmensa tarea que se echó sobre sus hombros en favor de la edu-cación de sus hermanos del Continente»' apuntando a que no sólo actuó con la mira en su Venezuela natal o en su Chile adoptivo, sino que pensó la educación desde una perspectiva hispanoamericana continental y aun podría decirse que abarcando «las dos Españas». Punto de partida evidente como se vio es su preocupación por la lengua que, en el Discurso de la instalación de la Universidad de Chile, le llevó a combatir la antojadiza libertad de los neologismos debido a que entonces «diez pueblos perderán uno de sus vínculos más poderosos de fraternidad, uno de sus más preciados instrumentos de correspondencia y comercio». Esa tarea de educador continental implicó para él tres componentes distintos que debían ser armonizados en la labor concreta: una vieja tradición de origen hispano con profundas raíces, buenas

3. Pedro Henriquez Ureña, Las corrientes literarias en la América Hispana, Fondo de Cultura Económica, México, 1949, p. 103.

4. Enrique Anderson Imbert, Historia de la literatura 'hispanoamericana, Fondo de Cultura Económica (6.' reimp.). México, 1974. Tomo 1, p. 206.

5. Pedro Grases, prólogo a Andrés Bello, Obra literaria, Biblioteca Ayacucho, Caracas, 1979, p. IX.

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y malas, en el solar americano; una modernización que conducía Europa pero que convenía atender en sus diferentes focos, tanto vale decir no sólo el francés, sino el inglés que supo apreciar y otros, como el alemán o el italiano, que conoció eficazmente; por último un atento conocimiento de la realidad social americana para adaptar gradualmente a ella el progresivo trabajo educativo. .

En este último componente, Bello testimonia una preocupación (una inquietud) ante los excesos miméticos, como ya la había demostrado Simón Bolívar, la que al finalizar el siglo vuelve a resonar en la prosa inflamada de José Martí: «formar constituciones políticas más o menos plausibles, equilibrar ingeniosamente los poderes, proclamar garantías, y hacer ostentacio­nes de principios liberales, son cosas bastante fáciles en el estado de adelanta­miento a que ha llegado en nuestro tiempo la ciencia social. Pero conocer a fondo la índole y las necesidades de los pueblos, a quienes debe aplicarse la legislación, desconfiar de las seducciones de brillantes teorías, escuchar con atención e imparcialidad la voz de la experiencia, sacrificar al bien público opiniones queridas, no es lo más común en la infancia de las naciones y en crisis en que una gran transición política, como la nuestra, inflama todos los espíritus». 6 Este texto de Bello resume cabalmente su filosofi '\ americanista, que es la que poéticamente ya inspiraba sus iniciales silvas. En términos más modernos, diríamos que en ellas trató de estar «a la altura de las circunstancias» y que fueron éstas las que rigieron su conducta cultural. Como Goethe, pudo haber dicho que todo poema es un poema de circunstan­Clas.

La circunstancia de su tiempo fue fundamental. Se trataba de insertar las humanidades, y dentro de ellas supremamente la poesía, en el cauce principal de la nueva cultura independiente de Hispanoamérica, confiriéndole una función que respondiera a las necesidades de la colectividad y permitiera modelar a ésta de un punto de vista educativo. Bello fue siempre consciente de la función rectora de las élites pero también de que ellas trabajaban con relación a una determinada sociedad, a la que debían comprender y orientar. El despotismo ilustrado del neoclásico es atemperado por la necesidad de persuadir, pero sigue funcionando en los ambientes institucionales o cultos: su centro operativo es la Universidad o los poderes estatales que disponen la realización de códigos o sancionan leyes o las revistas para el sector culto de los pocos alfabetizados. Bello conoció bien las insuficiencias de la época. En su famosa carta a Fray Servando Teresa de Mier le reprocha haber enviado a Buenos Aires 750 ejemplares de su libro, pues «50 ejemplares hubiera sido un exceso y estoy seguro de que no se habrán vendido 20». La tarea educativa se cumplía, por lo tanto, entre la reducida élite -universita­ria, política, profesional-, a la que se debía formar escrupulosamente para que conservara los altos valores culturales y a su vez los expandiera en nuevas y más amplias ondas contaminantes.

6. Andrés Bello, «Repúblicas hispanoamericanas» (1836), en Obra! completa!, Santiago de Chile, 1884, tomo VII, p. 471.

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2. LA IMAGINACIÓN SUEÑA EL MUNDO

Otra sería la actitud de los románticos, para los cuales se diría que habían sido creados el periodismo y los géneros oratorios públicos. Aunque es todavía muy reducida la audiencia hispanoamericana, ellos aspirarán a públi­cos mucho más vastos que los que conforman las élites cultas. Pretenderán alcanzar a ese múltiple monstruo que es el pueblo (el público) adecuando a ese propósito los recursos estilísticos, los asuntos emocionantes, terribles, lacrimosos o grotescos, y hasta la lengua que comienza a perder su rigorismo. El populismo romántico diseña sus operaciones abarcadoras, pone color local, intriga novelesca, simplistas oposiciones del bien y del mal, situaciones terribles de aIra dramaticidad, salpica de términos locales un texto, emociona aunque no dé prueba cierta, persuade con encendida imaginación sin pararse en la esctupulosa atención para el dato real. Sobre todo, ya no se reduce a hablar a los pares que lo juzgarían con cuidadosos metros, sino que se dirige a una multitud inculta a la que debe encantar y seducir.

A quien se reconoce como primer introductor del romanticismo francés en América, el argentino Esteban Echeverría (1805-1851), corresponderá la fijación del modelo utópico que hará suyo la primera generación de jóvenes románticos y que diluirá la segunda que asciende a la conducción del país a,bandonando por lo tanto el drástico discurso opositor de sus comienzos. El, mejor que ningún otro, define el espíritu del Salón Literario (1837) y la Asociación de Mayo (1838) que agrupa a la Joven Argentina culta, liberal y antirrosista, en un Buenos Aires que muy pronto deberán todos abandonar constituyéndose en los proscriptos (hoy diríamos los exiliados) que se reparten por las capitales vecinas (Montevideo, Santiago de Chile, La Paz, Río de ] aneiro) para poder seguir siendo fieles a sus ideas aunque por ellas pierdan temporariamente su tierra natal. Es ésta una definitoria operación vanguardis­ta que, como las que posteriormente aflorarán en el continente, parte de un enraizamiento franco y decidido en la cultura europea, cuyos valores pretenden trasladar a América, lo que conduce a una alianza que en su momento se presentó como antiamericana. Sarmiento no sólo lo reconoció sino que lo pregonó como mérito de su generación: «Pero en honor de la verdad histórica y de la justicia, debo declarar, ya que la ocasión se presenta, que los verdadetos unitarios, los hombres que figuraron hasta 1829, no son responsa­bles de aquella alianza; los que cometieron aquel delito de leso americanismo; los que se echaron en brazos de la Francia para salvar la civilización europea, sus instituciones, hábitos e ideas en las orillas del Plata, fueton los jóvenes; en una palabra: ¡fuimos nosotros!» y de inmediato agrega: «Los unitarios más eminentes, como los americanos, como Rosas y sus satélites, estaban demasiado preocupados de esa idea de la nacionalidad, que es patrimonio del hombre desde la tribu salvaje y que le hace mirar, con horror, al extranjero.

En los pueblos castellanos, este sentimiento ha ido hasta convertirse en una pasión brutal, capaz de los mayores y más culpables excesos, capaz del suicidio. La juventud de Buenos Aires llevaba consigo esta idea fecunda de la fraternidad de intereses con la Francia y la Inglaterra; llevaba el amor a

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los pueblos europeos, asociado al amor a la civilización, a las instituciones y a las letras que la Europa nos había legado».'

En tres géneros -de las letras dijo Echeverría coherentemente su visión idealizadora y utópica nacida en los cinco años que viviera en París (de 1825 a 1830) pero que sin embargo -y aquí está la inflexión fatalmente americanista- se refiere única y exclusivamente a su patria, ni siquiera a la región hispanoamericana en que pensaba Bello, sino estrictamente a la Argentina donde había nacido, a laque había regresado desde Europa, a la que fatalmente siempre estuvo ligado por raíces afectivas, tanto o más fuertes que aquellas que lo ligaron al mundo moderno de las ideas europeas. Esos tres textos fueron: en poesía La Cautiva (1837), en el ensayo programá­tico el Dogma socialista (primera versión, 1839) y en la prosa de ficción El matadero (entre 1837 y 1840), fundando con este último texto, casi sin buscarlo, la narrativa romántica que habría de dominar el siglo XIX y a la que cabrían triunfos que la poesía no pudo alcanzar, con la serie de heroínas que ~ieron su nombre a diversos libros del continente: Amalia, Maria, Cle­mencia.

Cuando al publicar el tomo V de las Obras completas de Echeverría, el fraterno José María Gutiérrez editó el manuscrito desconocido de El matadero, se precavió con unas páginas prologales donde lo definía como «croquis» o «bosquejo» y explicaba: «Estas páginas no fueron escritas para darse a la prensa tal cual salieron de la pluma que las trazó, como lo prueban la precipitación y el desnudo realismo con que están redactadas. Fueron trazadas con tal prisa que no debieron exigirle al autor más tiempo que el que emplea un taquígrafo para estampar la palabra que escucha: nos parece verle en una situación semejante a la del pintor que abre su álbum para consignar en él con rasgos rápidos y generales, las escenas que le presenta una calle pública para componer más tarde un cuadro de costumbres en el reposo del taller».8 Si efectivamente así fue, esa rapidez y la posterior inhibición para retocar el croquis en un sentido artístico convencional nos permitió conocer una pequeña obra maestra, más viva, más intensa y más moderna que la restante producción literaria de Echeverría.

Todo el texto está regido por una idealización romántica que procura estatuir la oposición más violenta entre dos tipos humanos, dos comporta­mientos, dos formas culturales, según un patrón aprendido en la novela de Victor Hugo: por un lado el Juez del Matadero, sus esbirros, las negras que pelean por las «achuras» y los muchachos que viven y mueren en ese barrizal suburbano y por otro lado la estampita acicalada del unitario bien vestido, culto y de buena familia que atraviesa descuidadamente por los lodos que conforman la infraestructura de su propia sociedad. La potente veracidad artística de estos lodos hace del joven unitario, de su comportamiento y de sus palabras, un personaje de teatro que recita un texto convencional, tal como ya se había visto en los diálogos de amor de La Cautiva. Más que explicar esta discordancia por el luckacsiano «triunfo del realismo», puede

7. Domingo Faustino Sarmiento, Facundo, Biblioteca Ayacucho, Caracas, 1977, p. 229. 8. Esteban Echeverría, Obras completas, t. V, Buenos Aires, 1874.

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atribuírselo a la concentraclOn de la mirada sobre la «otredad», más aún cuando ésta se transforma en un peligro que puede hacer zozobrar la vida íntegra, los valores y las expectativas futuras del escritor. Mucho más que un boceto del natural, como pensaba Gutiérrez, es un preciso registro de una reiterada pesadilla onírica, con la emocional impregnación de éstas y el libre campo que otorgan a potencias del inconsciente, incluidas las de la sexuali­dad, las cuales son sofrenadas por la escritura consciente del romántico. La bivalente actitud de Sarmiento respecto al gaucho (llámese Facundo o Rosas) anima igualmente el cuento de Echeverría y se expresa con aún mayor libertad porque hemos sido transportados a la que Mannoni llama «la otra escena» en que se juegan, sin resguardo, las tendencias del imaginario. N o otra cosa volveremos a encontrar en algunos cuentos de Jorge Luis Borges (<<El sun).

Es por este desviado camino que los prosélitos del «principio europeo» opuesto al «principio americano» en que coincidían tanto rosistas como antirrosistas, han de· contribuir fatalmente a la «autonomía americana de la literatura». No lo hacen ya mediante el discurso racionalizado que habían urilizado los neoclásicos para predicar, con un sistema europeo, acerca de la realidad americana. Lo que pretenden es insertar un discurso europeo dentro de la realidad americana, cosa que efectivamente llevarán adelante con un impresionante conjunto de códigos, constituciones, leyes, sistemas educativos, pero en la medida en que la nueva poética romántica les confiere el derecho a la imaginación libre, se abandonarán a sus incitaciones, permitirán que impregne oscuramente sus obras, por debajo de las racionalizaciones intelec­tuales y las proposiciones teóricas con que imitan a Europa, y hable en una lengua existencial, fuertemente emotiva y connotada artísticamente, aCerca de esa cruda realidad que quisieran borrar bajo el enmascaramiento culto europeizado. Su proyecto estatuye una contradicción, pues el «frac» que pesquisaba Sarmiento en las pequeñas ciudades bárbaras de su país, habrá de revestir cuerpos que seguirán expresándose nudamente bajo el disfraz y de un modo más intenso, más ardido y verdadero que lo que podían hacer dentro del rígido discurso neoclásico. La literatura testimoniará esa contradic­ción, aunque tbdavía con simplistas órdenes dicotómicos: la realidad condena­da, paradójicamente será capaz de hablar con mayor fuerza y verdad artística que el modelo culto que le es propuesto yeso se lo deberán a la poética romántica, en lo que ésta contribuye a liberar la imaginación. N o otra cosa le ocurrirá cien años después a Aimé Césaire, el poeta martinicano de lengua francesa, cuando reconozca que su asunción de la estética surrealista bretoniana le abrió las puertas para encontrar las oscuras fuerzas culturales que componían la vida de los negros antillanos. El encuentro, tanto romántico como surrealis­ta, con las fuentes vivas de una cultura, se alcanzará mediante una intensifica­da subjetivación: más que esa realidad encontrada de manera oscura y relampagueante, será la vivencia de ella en la conciencia torturada lo que expresará eJ artista, unificando así sujeto y objeto dentro de una ostensible ideología. Esta abraza por igual Europa y América, la integra en la experiencia existencial y de este modo marca el derrotero específico que caracterizará a la «autonomía Eteraria americana» que comienza a trazarse en el continente:

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será reconocidamente una parte de la civilización occidental, sin que pueda avizorarse ninguna otra eventualidad, pero percibida desde una intrahistoria que suma los más variados tiempos, los más diversos componentes étnico­culturales y, curiosamente, la alimentará una energía que viene desde el fondo crudo de la sociedad americana y por lo tanto hispánica, una energía que opera a lo valiente y agita sucesivamente las distintas comparsas enmasca­radas que recibe desde el mundo exterior.

3. CONQUISTA DE LAS CULTURAS INTERNAS

La polémica neoclásicos-románticos fue, como he dicho más de una vez, una típica discusión de familia, i. e., un debate dentro de una clase social que era la exclusiva propietaria de las letras y la educación: los hijos discrepa­ron de los padres en una primera demostración de la ruptura generacional que la civilización burguesa había aportado al mundo occidental como un mecanismo identificado con su dinámica y su progreso. En la América hispana de la primera mitad del XIX se trataba de una familia minoritaria, casi un cogollito que vivía en el centro de las «ciudades letradas» que le habían legado los conquistadores españoles que habían impuesto el centralis­mo aristocrático de los cultos. Fuera de ese recinto privilegiado transcurría el mundo mayoritario de vastas poblaciones, en su mayoría iletradas, que conducían culturas orales poco o nada apreciadas. Ellas existían y, a pesar de su conservadurismo, no cesaban de producir nuevas invenciones, trabajan­do sobre el acumulado capital de un acervo ibérico fuertemente transculturado bajo la acción de corrientes autóctonas (indígenas) o incorporadas a los estratos bajos de la sociedad (culturas negras).

La autonomía literaria americana había sido propuesta inicialmente (neo­clásicos) como un proyecto de la élite culta para los cuadros intelectuales y administrativos y había sido ampliada posteriormente (los románticos) como un proyecto de la élite europeizada para remodelar poblaciones enteras. La palabra «pueblo» estaba en todas las bocas pero en esas bocas no era el pueblo el que hablaba y nada lo prueba mejor que la escasísima difusión de los productos literarios de ambas élites. El robustecimiento de tal autono­mía literaria sólo podía pasar por la ampliación de su base, es decir, por la participación de vastas masas en la emisión y recepción de mensajes literarios. De hecho eso venía ocurriendo en los circuitos literarios orales de las poblaciones rurales o suburbanas, pero en esas que Alberdi llamara zonas mediterráneas de América, la productividad se había acortado y replegado en beneficio de la simple transmisión de los componentes tradicionales, es decir, se había folklorizado, con lo que esto presupone de reducción de una producción sobre la historia contemporánea, viva, sobre los problemas propios de esas sociedades internas. La historización contemporánea de esos circuitos de comunicación literaria la habían emprendido, en las jornadas gloriosas de la independencia y de las subsiguientes luchas fratricidas, los escritores de la llamada literatura gauchesca, tras el iniciador Bartolomé Hidalgo (1788-1822). Él, con Luis Pérez, Manuel de Araucho y tantos otros anónimos,

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había descubierto la vía para introducir en las comunidades ágrafas la problemática histórica presente: la utilización del dialecto del español que esas comunidades empleaban y las formas poéticas que manejaban para su sociabilidad recreativa. A partir de tales instrumentos se podía establecer una comunicación eficiente para transmitir informaciones, para educar en doctrinas nuevas y aun para ordenar comportamientos. La ventaja, según percibió Gutiérrez, radicaba en que «contribuía a convertir los espíritus de la gran mayoría del país a los dogmas de la revolución»; frase que patentiza otra vez ese principio indesarraigable de transmisión en una sola dirección, desde las élites, más o menos cultas, a los receptores más o menos incultos.

La inversión franca de este régimen de comunicación que seguía remedan­do al «despotismo ilustrado» se alcanzó con la aparición de El gaucho Martin Fierro, en 1872, porque en este Caso el escritor, José Hernández (1834-1886), confesaba en su «Carta aclaratoria» que su principal preocupación había sido la de imitar, tanto costumbres, trabajos, hábitos de vida, índole, vicios y virtudes del hombre del campo, como su «estilo abundante en metáforas». De este modo, vicariamente se incorporaban a la literatura los hombres del campo, para dar testimonio de su situación y sus demandas. Lo que entonces se oyó fue un clamor, de sufrimiento y de protesta: era una inmensa sociedad marginada, golpeada y olvidada, la que presentaba sus reclamaciones. El mismo Hernández habría de señalar, en otra oportunidad, que «el léPero de México, el llanero de Venezuela, el montuvio del Ecuador, el cholo del Perú, el coya de Bolivia y el gaucho argentino, no han saboreado todavía los beneficios de la independencia, no han participado de las ventajas del progreso, ni cosechado ninguno de los favores de la libertad y de la civiliza­ción».1O Si todas esas comunidades internas de América hubieran dispuesto de escritores que «imitaran» sus vidas y reclamaciones, habríamos dispuesto de igual cantidad de personajes como Martín Fierro que irrumpen en el canto voceando: «Ninguno me hable de penas / porque yo penando vivo».

Si El gaucho Martín Fierro nace de la incitación que provoca en José Hernández la lectura de Los tres gauchos orientales de Antonio Lussich (1872), la segunda parte, mucho más extensa, La vuelta de Martín Fierro, procede de la demanda popular, tal como lo acredita el prólogo que precede la primera edición de 1879: «Entrego a la benevolencia pública, con el título La vuelta de Martin Fierro, la segunda parte de una obra que ha tenido una acogida tan generosa que en seis años se han repetido once ediciones con un total de cuarenta y ocho mil ejemplares». Nunca se había visto nada semejante en América Latina: ese público que con tanto tesón buscaron los románticos argentinos sin encontrarlo, debiendo conformarse con el cautivo que les ofrecía los periódicos o revistas, irrumpe repentinamente con la desconcertante comprobación de que procede de esas comunidades rurales y suburbanas donde nadie pensaba encontrar un lector o un auditor. Incluso el número de ejemplares vendidos da escasa idea del número de lectores

9. Juan María Gutiérrez, «La literatura de Mayo», en Los poetaJ de la revolución, Academia Argentina de Letras, Buenos Aires, 1941, p. 11.

10. Antonio Pagés Larraya (ed.), PrOJaJ de! Martfn Fierro, Raigal, Buenos Aires, 1952.

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(la costumbre que se instaura de leer el Martin Fierro en público para los analfabetos) y los muchos más que lo aprenden de memoria hasta hacer de él, en sustitución de las remanencias folklóricas, el breviario de la sabiduría popular, una suerte de colección de máximas en verso que se pueden utilizar en los más variados momentos de la vida cotidiana, con certeza de expresar correctamente el sentir de la mayoría nacional.

El proyecto de auronomía literaria americana había encontrado uno de sus firmes apoyos al ampliar su base receptora con la incorporación de las colectividades desamparadas que venían siendo golpeadas por el proyecto liberal de transformación de la economía y la sociedad. La literatura ya no era sólo el vehículo de sus élites dirigentes, sino que también acudía a registrar las demandas populares en un momento histórico particularmente infausto para ellas. Pero además, por la lengua que usaba, por las matrices métricas, por los sistemas comparativos, se establecía una religación del litoral y el interior mediterráneo que, aunque ya implicaba la creciente dominación del primero sobre el segundo, no hubiera podido llevarse a cabo con el solo «principio europeo» que había movido la estética de los románticos argentinos. Aquí había, más bien, mutua fecundación entre culturas internas que quedaban históricamente rezagadas y las concepciones intelectuales que se habían venido desarrollando en la capital bajo el influjo de las metrópolis extranjeras modernizadoras. Lo que se estaba produciendo era una integración cultural nacional.

Ha sido discutida la ubicación del poema en las escuelas estilísticas, pero no hay duda de que presenciamos un tránsito del romanticismo al realismo cuando ambas estéticas concurren a la creación de una obra que se rehúsa a una etiquetación somera. También se ha discutido si estamos ante un poema épico, un poema lírico-narrativo o incluso una novela. Esos debates académicos trasuntan bien la peculiar originalidad del producto, puesto en un riesgoso cruce de culturas con diferentes grados de acrioUamien­to, que dice a las claras que presenciamos una conformación propia, sin duda sincrética, alcanzada dentro de la América Latina y, por lo tanto, inasimilable a los patrones estrictos manejados por las literaturas europeas de la hora. Con respecto a la medida contemporánea en la poesía francesa o inglesa, es visiblemente un arcaísmo, dado que las dos partes del poema son estrictamente coetáneas de la renovación artística de Rimbaud. Por lo mismo no es esa medida la que rige esta obra, sino una que sólo tiene aplicación interna y corresponde a los tiempos, los estilos, las pautas culturales que conforman la nacionalidad argentina. Que obviamente tal ubicación en nada restringe la producción de una alta obra de arte queda demostrado en la posición del poema en el conjunto de la poesía argentina del XIX. Hay prácticamente unanimidad crítica para reconocerle, de Lugones a Borges, de Rojas a Tiscornia, la preeminencia entre la poesía de ese siglo.

La inicial proposición bellista de autonomía literaria ha encontrado su resolución en el marco de la nacionalización, principio que pasa a ser el santo y seña de la crítica en la segunda mitad del siglo XIX,. tal como ~o testimonia la prédica militante que desde 1868 desarrolla el mexlcanoJgnaclO Altamirano. Esa autonomía siempre fue visualizada mediante una temática

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nacional o globalmente regional, sin reparar en que podría haber contradicción entre la aplicación de temas locales mediante instrumentos artísticos pertene­cientes a las sucesivas estéticas fraguadas en Europa, nacidos por lo tanto de circunstancias específicas de la cultura europea. El problema no podía existir para Bello y los neoclásicos que se dirigían a la élite intelectual de los pares, quienes reproducían, en diversos grados, según las ciudades donde actuaban, los mismos niveles de sus congéneres europeos, aunque todos ellos asumieron una actitud educativa que transitaba por el aparato administrativo y educacional para ampliar su base. Se presentó agudamente a los románticos que aspiraron a comunicarse con e! común: la confusa polémica sobre la lengua que entablaron contra los neoclásicos respondía a la distancia que registraban entre los sistemas lingüísticos de! pueblo y los que pertenecían a la esfera culta en que ellos estaban situados, por un lado, y a la distancia que también registraban entre la lengua de los aburguesados escritores españoles y la que ellos, americanos, practicaban, por el otro. En los escritos juveniles de Juan María Gutiérrez aparece por primera vez esa proposición, que reaparecerá una y otra vez a lo largo de la historia cultural americana, de una lengua nacional.

Es obvio que la nacionalización de la literatura exigía obligadamente e! uso de la lengua de la comunidad a la que pertenecía el escritor y que ello habría de producirse. La discusión se refería más bien al grado de ese uso, a la permisividad que haría suya e! escritor, si recogería francamente las formas dialectales o se limitaría a modificar el léxico con introducción de términos locales. Esta última fue la solución intermedia de los románticos, quienes no dejaron de resguardar e! sistema lingüístico del español y, gracias a él, la comunicación con la región latinoamericana, concediendo al mismo tiempo un espacio a los regionalismos, estigmatizados por el uso de la bastar­dilla o por la nota al calce que los explicaba. Este avance tímido tuvo su equi­valencia en las formas literarias mediante la adopción de la poética romántica y sus recursos estilísticos, sometiéndola a una libre adaptación, cuyo mejor testimonio es e! Facundo de Sarmiento, o, sobre todo, aprovechando los resquicios que abría a una imaginación fuertemente subjetivada mediante ambientaciones o símbolos: en El Matadero es la equiparación establecida entre e! toro victimado y e! joven unitario, con la discusión sobre su calidad de macho.

El paso decidido en e! camino de la nacionalización lo proporciona e! Mart{n Fierro, que no se distingue de La Cautiva por los temas, en los dos casos argentinos, sino por la lengua. Esta, como ya observó Unamuno, no es un dialecto autónomo de! español, sino que es la vieja lengua castellana en una de sus múltiples inflexiones regionales, manejada con la libertad propia del habla espontánea. Es la lengua interior de América que era y es profundamente española, en muchos casos más vieja que la que siguió desarrollándose en la península, testimonio al fin de la entrañable mode!ación de América que operó España a lo largo de los siglos de la Colonia. Se trata, por lo tanto, de un retorno a la tradición interior, de un repliegue respecto a la tendencia vanguardista y europeizante de las élites urbanas y su equivalencia en el campo de las formas literarias está patentizada por la

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recuperaclOn del octosílabo poético y el uso de estrofas plasmadas sobre la métrica hispánica.

Al ampliar el público con la incorporación de fuertes contingentes rurales, el escritor de 1872 se ve forzado a utilizar la poesía dentro de sus coordenadas tradicionales, lo que para la fecha es sin duda un arcaísmo, dado que en ese momento la cultura popular en Europa, como progresivamente en la misma América, comienza a reconocer como género propio la novela. Contem­poráneamente a José Hernández, en la misma Argentina, Eduardo Gutiérrez escribe la serie de sus folletines truculentos cuyo más exitoso título sería también la historia de un gaucho «desgraciado», Juan Moreira (1879). Aún antes, en 1868, en sus Revistas literarias de México, Ignacio Altamirano había defendido la novela popular como el género adecuado a la época, útil para la educación del pueblo en el sentimiento nacionalista y había usado casi las mismas palabras que Gutiérrez para legitimar a la poesía gauchesca como instrumento de adoctrinamiento de las masas analfabetas: «He aquí que hemos llegado al tiempo en que la novela, dejando sus antiguos límites, ha invadido todos los terrenos y ha dado su forma a todas las ideas y a todos los asuntos, haciéndose el mejor vehículo de propaganda»; «no pueden disputarse a este género literario su inmensa utilidad y sus efectos benéficos en la instrucción de las masas». 11

El Altamirano puesto a una campaña nacionalista y aun opuesta a la invasión creciente de literatura extranjera (particularmente francesa), no parece tener conciencia de que él es ya un producto intelectual urbano y que ha hecho suyos los instrumentos literarios de la cultuta europea construida bajo el impulso burgués. Afirma que «la novela es el libro de las masas», en lo que parece responder al modelo proporcionado por Eugenio Sué en Los misterios de París que alaba, y la equipara al periodismo, al teatro, al adelanto fabril e industrial, a los caminos de hierro, al telégrafo, al vapor, es decir las vías notorias de la modernización; más aún, la ve como el instrumento de la igualación social: «Quizá la novela no es más que la iniciación del pueblo en los misterios de la civilización moderna, y la instrucción gradual que se le da para el sacerdocio del porvenir»." La corrección que establece sobre esta adaptación del nuevo género es también de grado como viéramos en la solución intermedia romántica: es necesario adaptar ese género a los niveles del público lector mexicano. Los consejos que presta al joven narrador José María Ramírez que ve demasiado influido por Alphonse Karr, así lo expresan: «Nosotros que querríamos que toda novela fuese leyenda popular porque medimos su utilidad por su trascendencia en la instrucción de las masas, deseamos que nuestros jóvenes narradores no pierdan de vista que escriben para un pueblo que comienza a ilustrarse»; «adoptemos para la leyenda romanesca la manera de decir elegante, pero sencilla, poética, .deslumbradora, si se necesita; pero fácil de comprenderse por todos, y particularmente por el bello sexo, que es el que más lee y al que debe dirigirse con especialidad, porque es su género». II

11. Ignacio M. AJtamirano, La literatura nacional, Editorial Porrúa (ed. de José Luis Martínez), México, 1949, t. l, pp. 28-29.

12. Idem, p. 39. 13. Idem, p. 68 ..

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La pléyade de narradores realistas que surgen en toda América por la época (José López Portillo, Emilio Rabasa, Blest Gana, Galván, Eduardo Acevedo Díaz, Miguel Cané, Eugenio Cambaceres, y el mayor de todos, el brasileño Machado de Assis) testimonian que el largo combate entre ciudad y campo se ha resuelto a favor de la primera y que es ella la que rige y orienta su hinterland, con lo cual se restaura el signo urbano que tuvo la cultura colonial pero ya no en la forma aislada, prácticamente sitiada, que fue la característica de la «ciudad letrada» hispánica, sino como cabeza que se impone a su contorno, lo dirige y marca sus formas expresivas, aunque reconociendo la materia prima de la cultura rural pacientemente elaborada al descampado de toda guía educativa durante siglos.

4. UNIFICACIÓN NACIONAL

Los problemas prioritarios que los más lúcidos pensadores proponen, desde mediados del siglo, han de ser la población y la conquista efectiva del territorio nacional. No había ninguna posibilidad de progreso económico sin un aumento vertiginoso de la población que permitiera colonizar ese desierto de hombres que eran la mayoría de los países, haciéndolo producir. Quienes no querían esperar el siglo que duraría la recuperación de la curva demográfica y presenciaban al tiempo el avance impetuoso de Estados Unidos, propusieron drásticamente la inmigración masiva: las Bases de Alberdi, en 1852 sentaron el principio inconmovible de que «gobernar es poblar» y ésa fue la consigna en todas partes, como lo dice el brásileño Tavares Bastos en su Memória sobre immigrafáo (1867), o el colombiano José María Samper en su Ensayo sobre las revoluciones politicas (1861) o el puertorriqueño Hos­tos en la visión suramericana de sus Tres presidentes y tres repúblicas (1874). Esta población que se reclamaba urgentemente a Europa, aunque sobre ella se tuviera visible recelo, era indispensable para realizar la colonización de cada país, no sólo ocupando las tierras vacías, sino también religando los centros poblados separados entre sí por largas extensiones o difíciles accesos. La colonización era parte del proyecto mayor: la integración de la nacionalidad.

En pocos puntos de América este problema era tan visible como en la Nueva Granada, que pronto adoptaría el nombre de Colombia, porque las características del suelo con su multiplicida9- de pisos térmicos en la zona de la cordillera y la dificultosa vinculación entre los centros poblados que se habían desarrollado durante la Colonia y la República como entidades casi independientes, ponía en peligro la unidad nacional. Hasta el día de hoy la riqueza intelectual de Colombia está asentada sobre la multiplicidad de culturas peculiares que evolucionaron autónomamente en distintas regiones en una suerte de aislamiento protector como en el paradigma de la alta Edad Media, pero también hasta el día de hoy ha habido notoria dificultad para integrarlas en un proyecto nacional que no naciera de la imposición de una sobre otra, sino de un consenso democrático. De ahí la regionalización de su literatura, similar a la brasileña, que permite identificar aún hoy modulaciones específicas de la expresión artística según las zonas de las que ha surgido.

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Cuando un crítico del rigor de Baldomero Sanín Cano tiene que explicar la obra narrativa de Tomás Carrasquilla (1858-1940) comienza por reconocer la autonomía cultural de su Antioquia natal a la que encuentra responsable de una peculiaridad literaria que surgió oponiéndose a normas que ya estaban rigiendo a las letras capitalinas: «El departamento de Antioquia, por haber subsistido casi aislado del resto de la República, durante unos ochenta años, a causa de lo montañoso de su suelo y de lo rudimentario de sus caminos, tuvo, puede afirmarse, una literatura propia que sin pretensiones de regionalis­mo se diferenciaba en lo exterior de las formas literarias predominantes en otras regiones del país» y agrega: «De modo que hubo una tradición literaria en aquella comarca que puede definirse con los caracteres del amor al suelo, a la lengua del pueblo, y a las tradiciones de igualdad entre todos y respeto mutuo». 14

Esta manera de percibir la variedad literaria (cultural) de Colombia ya había sido establecida por José María Samper, cuando registraba que toda América Latina (para la cual él proponía entonces el nombre de Colombia) había venido generando una «civilización mestiza» que juzgaba «sorprendente, difícil en su elaboración, tumultuosa y ruda al comenzar, contradictoria en apariencia, pero destinada a regenerar al mundo mediante la práctica del principio fundamental del cristianismo: el de la fraternidad». L5 Examinando sus variaciones dentro de las fronteras neogranadinas, que él conocía mejor, reconocía siete tipos humanos, según los lugares de instalación y los compo­nentes étnicos de la mestización, entre los cuales ocupaba un lugar distinguido el antioqueño: «Españoles, israelitas y criollos se cruzaron libremente y produje­ron la más hermosa y enérgica raza mestiza-europea que se conoce en Hispano-Colombia». Concluía su descripción física y espiritual con esta síntesis que han compartido muchos de sus compatriotas: «en todo tiempo le hallaréis negociante hábil, muy aficionado al porcientaje, capaz de ir al fin del mundo por ganar un patacón, conocido en toda la Confederación por la energía de su tipo y por el cosmopolitismo de sus negocios, burlón y epigramático en el decir, positivista en todo, poco amigo de innovaciones y reformas y muy apegado a los hábitos de la vida patriarcal».l.

La publicación de la primera novela de Carrasquilla, Frutos de mi tierra, es de 1896, es decir, el año de la muerte de José Asunción Silva, por lo tanto del ya establecido esplendor del «modernismo» literario, que habrá de ser el enemigo que combata acerbamente el escritor antioqueño, aunque siempre salvando respetuosamente la obra de Silva. Su última gran novela, La marquesa de Yo!ombó, es de 1926, por lo tanto estrictamente contemporá­nea de Don Segundo Sombra de Ricardo Güiraldes. Se podría decir que su carrera literaria completa es un anacronismo, si no fuera que hay dudas fundadas sobre el manejo peyorativo de este término y hay certezas sobre su inadecuación para medir la literatura hispanoamericana. En un memorable

14. José María Samper, Ensayo sobre las revoluciones políticas y la condición social de las Repúblicas colombianaJ (Hispano-americanas), Imprenta de E. Thunot y Cía., Par!s, 1861, p. 79.

15. Id,m, p. 85. 16. Idem, p. 86.

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artículo] orge Luis Borges se burló de la acusación de arcaísmo que Américo Castro dirigió a la lengua que manejaban los argentinos. Pero además, los cultores de la historia lineal de la 'literatura han fracasado en sus discursos interpretativos porque no quisieron ver la superposición de tiempos, de culturas, de estratos, que caracterizan a la América Latina y que imponen el manejo de otros instrumentos para organizarla en un discurso crítico. 17 El costumbrismo, el realismo, el criollismo, el regionalismo, no son anteriores o posteriores al «modernismo», sino contemporáneos y traducen la variedad cultural del continente en un mismo período. Esta pluralidad de culturas simultáneas, como no han dejado de subrayar los antropólogos, jamás puede medirse por su ubicaCión ideal en una única línea de desarrollo, mediante una encadenación lógico-temporal que hace de un estadio cultural el antece­dente de otro, sino por su interior especificidad. Su legitimidad deriva de su propia coherencia.

La rica producción de obras (Kriollistas» (como han sido designadas por la crítica de Venezuela, que es uno de los países con mayor aportación del género) invade todo el fin del siglo, religa por un lado con la tradición costumbrista romántica y por el otro inspira las robustas obras del regionalis­mo narrativo (Gallegos, Rivera, Azuela) que son contemporáneas del vanguar­dismo de las ciudades, Su mejor representante es Tomás Carrasquilla, tanto por su obra narrativa como por la empecinada polémica con la cual sustentó su estética. Sin duda representa un momento privilegiado de este impulso hacia la autonomía literaria americana que, como hemos visto, se inserta en la fundamentación intelectual del nacionalismo. Un crítico moderno llega a afirmar que «dentro de la literatura colombiana es el primer y gran escritor auténticamente nacionalista».!8 Por nuestra parte diríamos que es el primero que aspira, práctica y teóricamente, a integrar la nacionalidad colombiana, insertando dentro de ella una literatura marginada que, sin embargo, expresa con eficacia una región cultural de esa nación. Aunque su autor haya afirmado que Frutos de mi tierra fue «tomada directamente del natural, sin idealizar en nada la realidad de la vida» es evidente que la novela trasunta una visión en dos niveles, visto el manejo alternativo de la lengua popular por parte de los personajes y de una lengua culta por parte del narrador. Ambas están emparentadas por la procedencia hispánica y por la tradicional distinción culto/popular, del mismo modo que las formas literarias, en un período de abusivo predominio francés, siguen resguardando los grandes modelos narrati­vos españoles (Pereda y Emilia Pardo Bazán, cita Sanín Cano) revelando otra vez la rica pervivencia de la marca española en el interior del continente.

El aumento de la población y el progresivo restablecimiento de las comunicaciones internas de los países hispanoamericanos, asegurando por ambas vías el lento predominio de las capitales sobre el territorio, depara en la literatura una nueva ampliación de su base con incorporación de las diversas culturas separadas y por lo tanto un reforzamiento del proyecto

17. He tratado el tema en mi ensayo «Sistema literario y sistema social en Hispanoamérica», en el volumen colectivo Literatura y praxiJ en América Latina, Monte Avila, Caracas, 1975,

18. Eduardo Camacho, «La literatura colombiana entre 1820 y 1900», en Manual de hiJtoria de Colombia, vol. n. Instituto Colombiano de Cultura, Bogotá, 1979, p. 663,

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nacionalista. 19 Curiosamente, cuando éste llega a esa apertura maXlma que parece abrazar por entero cada uno de los países (separadamente) en sus diversos estratos sociales y sus diversas regiones, cuando parecería que ya están consolidadas las literaturas nacionales (y efectivamente esas postrimerías del siglo presencian las primeras historias nacionales sistemáticas de la literatu­ra), se ptoduce una nueva y poderosa irrupción extranjera que reclama la internacionalización de la literatura como de otros múltiples aspectos de la vida (de la economía al arte) generando una nueva tensión y una brusca ruptura de la evolución literaria. Es lo que llamamos el «modernismo» que en su momento algunos vieron como una catásttofe. Y sin embargo, desde la perspectiva actual, fue una palingenesia, una verdadera resurrección artística con recuperación de fuentes que se produjo conjuntamente con la acelerada modernización. El acierto de esta solución positiva no puede atribuirse solamente al talento de los escritores de ese período finisecular, sino también a la lenta consolidación que había producido la autonomía literaria del continente. Sin ella no hubiera habido diálogo, ni plataforma para diseñar una nueva estética, ni establecido sistemas de comunicación, ni un esbozo de nacionalidad con su particular régimen de asuntos, pensamientos, sabores, hábitos, complicidades. Más aún: la nueva estética, del modernismo, se propone la continentalización, por encima de las fronteras nacionales, respon­diendo al universalismo de la hora. Tampoco lo hubiera podido encarar si ya no se hubiera alcanzado esa autonomía propuesta en 1823 por Bello.

(Prólo.Bo de Clásicos Hispanoamericanos, Volumen 1. Siglo XIX. Barcelona, Círculo de Lectores, 1983)

19. "Como todo regionalismo, el de Carrasquilla es impensable sin el centralismo cultural de la andina capital cachaca, sin sus pretensiones de ser el centro del universo» dice Rafael Gutiérrez Girardot en «La literatura colombiana en el siglo xx» (Manual de Historia de Colombia, Instituto Colombiano de Cultura, Bogotá, 1980), t. IIl, p. 470-471.

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LA MODERNIZACIÓN LITERARIA LATINOAMERICANA (1870-1910)

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Dos naClmlentos tuvo América Latina en el siglo XIX: si la independencia política se alcanzó en e! primer tercio, generando diecisiete estados nuevos, en e! último tercio de! siglo se presenció una profunda metamorfosis -sólo comparable a un nuevo nacimiento- que estuvo regida por Inglaterra, Francia y Estados Unidos, incorporó dos nuevos estados independientes (Cuba y Panamá) y, al cumplirse en 1910 el primer Centenario de la emancipación, celebró con fanfarrias la que consideró una pujante vida adulta.

El surgimiento de los estados independientes se extendió desde 1804 (independencia de Haití) hasta 1824 (batalla de Ayacucho que pone fin a la dominación española) aunque su proceso formativo pueda retrotraerse hasta fines del XVIII y además prolongarse hasta 1838, habida cuenta de la

"independencia de Bolivia, la disgregación en tres estados de la Gran Colom­bia, la independencia de! Uruguay y la desintegración en cinco estados de las Provincias Unidas de Centro América. Un período germinativo de casi medio siglo, con guerras y enormes trastornos que diseñó e! mapa político de una América descolonizada. Países arruinados por la guerra (salvo Brasil), desquiciados por luchas internas, enfrentados a tareas organizativas desmesu­radas para sus fuerzas y preparación previa, con una debilidad que facilitó las codicias extranjeras, sobre todo de Inglaterra y Estados Unidos. Recién transcurrido un período casi igual de tiempo, hacia 1870, los ciudadanos de los nuevos países comenzaron a vislumbrar e! fin de sus vicisitudes y a percibir lo que llamaron e! orden y e! progreso, que venía acompañado de su inserción dependiente en la economía mundial. Por esa misma fecha comenzó a ser corriente y aceptada la nueva denominación con que habrían de reconocerse: latinoamericanos.

Al período que se extiende desde ese 1870 au.,gural hasta las conmemora­ciones ostentosas de 1910, cabe denominarlo en literatura y arte, al igual que en los demás aspectos de la vida social, e! período de modernización. Varias razones sustentan esta definición: la conquista de la especialización

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literaria y artística, por el momento sólo atisbo de una futura profesionaliza­ción, que promovió e! desarrollo social, propiciando por esta vía el ascenso de integrantes de los estraros inferiores en un primer boceto de integración nacional; la edificación concomitante de un público culto, modelado por la educación y e! avance de pautas culturales urbanas gracias al fuerte crecimiento de las ciudades; las profundas influencias extranjeras -europeas, sobre todo francesas, aunque también norteamericanas- que propusieron modelos y dieron incentivo a una mucho más nutrida y sofisticada producción artística que procuró competir en un mercado internacional; la fundación de la autonomía artística latinoamericana respecto a sus progenitores históricos (España y Portugal) la que condujo sin embargo, como ya observara De Onís, a una revitalizada tradición hispánica, dentro de la cual se insertó la peculiaridad cultural americana; la democratización de las formas artísticas mediante un uso se!ecti vo del léxico, la sintaxis y la prosodia de! español y el portugués hablados en América, y la invención de formas modernizadas (capaces de integrar otras, tradicionales y aun populares) adecuadas a los sectores que cumplían la transformación socioeconómica; un reconocimiento, mejor informado y más real que antes, de la singularidad americana, de sus problemas y conflictos, de las plurales áreas culturales del continente, dentro de una percepción más ética que sociológica que siguió los lineamientos de la filosofía de entonces, del positivismo (Spencer o Comte) al pragmatismo y el bergsonismo.

El gradual avance económico permitió que América Latina comenzara a remontar la curva demográfica, en algunos puntos favorecida por la fuerte inmigración europea, que, aliada a la emigración rural, hizo de ciudades y puertos importantes centros de urbanización, donde se reprodujeron las estratificaciones de las metrópolis. Paralelamente se produjo una ampliación sistemática, y hasta e! momento no conocida, de la educación, con las leyes de enseñanza común, la ampliación de estudios medios (la Preparatoria de Gabino Barreda ya en 1868, la Escuela Normal de Paraná en 1870, etc.), y la diversificación de escuelas profesionales en las universidades según el modelo positivista, lo que deparó un aumento sensible de los cuadros profesionales y magisteriales y contribuyó a la formación de! público culto, lector y apreciador de artes e informaciones. Este público aseguró la expansión de diarios y revistas, aunque mucho menos de editoriales, y su progreso puede seguirse por la gráfica de crecimiento de los periódicos. Aseguró también el consumo de libros importados, preferentemente de España y Francia, en cantidades suficientemente apreciables como para que las editoria­les incluyeran en sus catálogos a autores hispanoamericanos, encubriendo a veces ediciones de autor.

Por primera vez los escritores avizoraron una cercana profesionalización aunque fue en e! periodismo donde la encontraron: casi todos contribuyeron al periodismo, sobre todo en e! rubro de crónicas, espectáculos, actualidades sociales y las corresponsalías extranjeras intensamente demandadas por el público. El periodismo aseguró el grueso de sus ingresos económicos y secundariamente los lograron mediante puestos en la administración del estado, que se amplió considerablemente, iniciando la inflación de! «terciario»

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que habría de singularizar a la adaptación latinoamericana del sistema capita­lista, en discordancia con sus modelos foráneos. Dentro de la administración, fueron preferidos para puestos adecuados a sus capacidades intelectuales: educación, bibliotecas y archivos (pero también oscuras dependencias ministe­riales), sobre todo la diplomacia por muchos codiciada porque a una estimable retribución agregaba la posibilidad de viajes. En el período ya fueron menos los escritores que vivieron de cargos políticos electivos (Justo Sierra, José E. Rodó, Rui Barbosa, Guillermo Valencia) y escasísimos quienes dispusieron de fortunas familiares (Carlos Reyles, Díaz Rodríguez, González Prada). Aunque procedían de variados orígenes sociales, pues hubo orgullosos descen­dientes de un patriciado, muchas veces arruinado (José Santos Chocano, Julio Herrera y Reissig), la mayoría procedió de la clase media baja, que en las nuevas circunstancias económicas del continente pudo expandirse, y aun procedió de niveles más inferiores, como Machado de Assis o J oao da Cruz e Sousa, que fue hijo de esclavos. Sus dotes intelectuales compusieron la palanca del ascenso social que no rebasó los límites de una clase media funcionarial, fatalmente vinculada directa o indirectamente a la órbita política del estado, pues aun los periódicos en los que trabajaban y donde consiguieron una cierta autonomía, respondieron en América Latina a tendencias políticas partidistas.

El desarrollo del periodismo, como señalamos, permite medir el creci­miento del público alfabeto. La atención que la prensa culta concedió a las artes y las letras explica que haya absorbido ese público dificultando el avance de la industria editorial independiente. Darío ha recordado que . aún a fin de siglo, en Buenos Aires, «publicar un libro era una obra magna, posible sólo a un Anchorena, un Alvear o un Santamarina: algo como comprar un automóvil ahora, o un caballo de carreras». Sin embargo debería­mos referirnos, más correctamente, al crecimiento de los públicos, pues esa diversificación. es la característica del período. Tan importante como la pujanza que alcanzaron los diarios cultos (La Nación de Buenos Aires; O Estado de Sao Paulo de Brasil; El Imparcial de México), que no obstante se limitaban a perfeccionar modelos anteriores, fue el surgimiento, variadísimo aunque siempre inestable y temporario, de una prensa popular que abastecía a esas generaciones recién incorporadas a la alfabetización por la escuela común, uno de cuyos buenos exponentes fue desde 1879 La Patria Argentina, con sus tremolantes folletines gauchos. Esa prensa dio entrada a las imágenes (dibujos, caricaturas, fotos) junto a textos breves y aunque los escritores ambicionaban colaborar en los grandes diarios cultos (Martí y Darío en La Nación) no dejaron de contribuir a las múltiples publicaciones ocasionales y aun alternar unas y otras, como el J ulián del Casal que abastecía La Habana Elegante y La Caricatura. En los diarios hicieron el aprendizaje de las demandas del público, ya espontáneamente ya obligados por los directores, adquiriendo un entrenamiento profesional que sus antecesores desconocieron e hicieron la primera adecuación sistemática conocida en América del escritor y sus lectores permanentes, la que no siempre fue aceptada sin protestas. Mucho más decisiva para la literatura que todos los modelos extranjeros, fue la lección del periodismo que tempranamente reconocía quien lo cultivó

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toda la vida, Manuel Gutiérrez Nájera: «Si Aristófanes hubiera nacido en nuestros tiempos, tengo por seguro el que habría redactado gacetillas. Esquilo, ese Miguel Angel sombrío de la tragedia, no podría ahora, a menos de ponerse en el inminente riesgo de una silba, ·lanzar al combatido estadio del teatro su célebre y sublime trilogía».l La aparición del público de teatro nacional completó, para los dramaturgos, la lección que a los poetas y narradores impartió el público de los periódicos. La notoria reducción de las dimensiones del poema, el cuento, el drama, el artículo y aun de la novela (otras veces fragmentada por el régimen de publicación en folletines); la precisión y concentración del esquema de significaciones de estas pequeñas obras; los recursos de intensificación en la apertura o en el remate; las apelaciones vivaces a los elementos novedosos y llamativos, la apoyatura del texto sobre ritmos prestos, variados y sorpresivos; sobre todo la trasmutación de la lengua literaria respondiendo al habla urbana que favoreció la mutua permeabilidad de los géneros literarios cuyas rígidas fronteras se desvanecie­ron, todas fueron metamorfosis guiadas por el periodismo, aun en aquellos casos en que los autores se prevalecían de los modelos europeos en que con anterioridad había hecho su camino esta comunicación más estrecha con el público.

De los plurales públicos constituidos en la época, habría de ser el culto urbano quien rigiera el sistema literario modernizado al cual se afilió el grueso de los escritores, que si bien recibió la encomienda de ese público, también actuó sobre él refinando sus mecanismos de apreciación y conoci­miento, contribuyó a su capacitaciónuniversalista y a la precisión necesaria para una más objetiva -aunque siempre idealizada- captación de la realidad. Conquistar esta situación óptima exigió de los escritores una dura batalla contra los resabios epigonales y la oposición antimodernizadora: en el filo del 900 parecieron haber triunfado pues el público hizo suya esa estética aunque en ese mismo momento comenzó a· decantarse buscando nuevas y más despojadas expresiones.

Al período correspondió una amplísima e indiscriminada incorporación de literaturas modernas. Su mayor fuente estuvo en la producción francesa y secundariamente en la española que también respondía a la influencia de la que Walter Benjamin habría de llamar «capital cultural del siglo XIX», es decir, París. Pero esta mayor concentración no fue novedad, dado que no hacía sino intensificar una influencia que venía desde el proceso formativo de la Emancipación: la novedad radicó en la amplitud de las incorporaciones literarias que comenzaron a abarcar a todo el Occidente, guiándose por el santo y seña de las más adelantadas metrópolis: cosmopolitismo. Desde el subtítulo que Martí dio a su primera publicación periódica hasta la revista que Pedro Emilio Coll, Pedro César Domínici y Luis Manuel Urbaneja Achelpohl fundaron en 1894 en Caracas, Cosmópolis, para concluir en el grito triunfal de Darío en 1896, «Buenos Aires: Cosmópolis», el proyecto cultural culto fue ardientemente cosmopolita, por lo cual fueron apetecidas

1. Obras IlI. Crónicas y artlculos sobre teatro-I (1876-1880). UNAM. México, 1974, pp. 77-78. Corresponde·a un articulo publicado en La Libertad, México, el 1 de mayo de 1878.

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las más variadas literaturas modernas, desde las nórdicas y germanas (Ibsen, Brandes, Nietzsche) hasta las norteamericanas (Poe, Whitman). Respondien­do a los mismos intereses metropolitanos, también se produjo la incorporación de literaturas del pasado o las no occidentales: las grecolatinas, en primer término, a consecuencia del helenismo que inundó a Europa en la segunda mitad del siglo, pero también las orientales (el exotismo japonesista a través de Gómez Carrillo, José Juan Tablada, Efrén Rebolledo, introdujo, al finalizar el período, el «haikú») y asimismo los preteridos autores del manierismo y el barroco del XVII que fueron revalorizados por los americanos antes que por los europeos. José Martí, Gutiérrez Nájera y Sanín Cano propusieron como norma de conocimiento y de persecución de la propia originalidad el rrato con diversas literaturas extranjeras, aunque lamentablemente la mayo­ría de los escritores sólo podía conocerlas por la intermediación de los traductores franceses: fueron las teorías del injerto y del cruzamiento.

Completando este internacionalismo, se alcanzó algo que nunca había conocido el continente, ni antes ni después de Colón: la intercomunicación interna de la producción literaria de las diversas áreas hispanohablantes, a la que escasamente comenzó a vincularse Brasil. Los medios de comunicación moderna -diarios, agencias noticiosas, redes de cables submarinos, telégrafos­favorecieron un mutuo conocimiento general, que fue acrecentado por un esfuerzo sistemático de los intelectuales para informarse de lo que hacían los colegas de otros puntoS del continente. Esta tarea puede seguirse en la floración de revistas literarias que se registró en el período, donde la produc­ción nacional e internacional se acompaña de la hispanoamericana: desde la Revista Cubana (1885-1895) de Enrique José Varona, hasta la extensa y divulgada El Cojo Ilustrado que apareció en Caracas de 1892 a 1915, pasando por las mexicanas Revista Azul (1894-1896) y Revista Moderna (1897-1911), las argentinas La Biblioteca (1896-1898), El Mercurio de América (1898-1900), la uruguaya Revista Nacional de Literatura y Ciencias Sociales (1895-1897), etc. También puede seguirse en la republicación de artículos, poemas y hasta libros pertenecientes a otras zonas, cosa hasta entonces desconocida: México, a pesar de ser uno de los países apartados del comercio intelectual hispanohablante, lo hizo desde la reedición de la María de Jorge.Isaacs que propició Altamirano, hasta la del Ariel de Rodó, no bien publicado. Esta intercomunicación fue principalmente la obra personal y autónoma del equipo intelectual, aprovechando sus desplazamientos por el continente (los viajes de Martí, Darío, Vargas Vila o Gamboa son sus modelos, antes del plan sistemático de Manuel Ugarte) que hicieron a la búsqueda de fuentes de trabajo o gracias a sus cargos diplomáticos, aunque resultó acrecentada por los encuentros en puntos excéntricos del continente (París, New York, Madrid, fueron los más frecuentados) y aún más, por la tarea periodística de la mayoría escribiendo sobre sus colegas de otros países en artículos que eran reproducidos de unos diarios a otros, sin respetar mucho los derechos de autor. Los diarios que no podían pagar esas colabora­ciones no se paraban ante su reproducción, que los escritores toleraron a regañadientes en una época en que se estaba lejos de una vigilancia de los derechos.

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El prinClplO cosmopolita que absorbía ingentes paneles de literaturas extranjeras con hambrienta e indiscriminada intensidad, también revirtió en esta primera integración de las internas del continente, fortaleciendo la conciencia de los escritores de que pertenecían a un equipo afín y regional que ambicionaba conquistar un puesto internacional y sólo podía alcanzarlo compitiendo con los maestros internacionales de la hora. Eso promovió el interés de las revistas extranjeras por la producción hispanoamericana (espe­cialmente las francesas), aunque esa divulgación en el exterior más se debió a los propios latinos instalados en París, desde Enrique Gómez Carrillo hasta Francisco García Calderón.

Debe reconocerse a los escritores de la modernización el rango de fundado­res de la autonomía literaria latinoamericana, en este nuevo nacimiento de la región. En el mismo tiempo en que surgen las primeras historias de las literaturas nacionales, vinculando el pasado colonial con los años de la independencia y fijando fronteras frecuentemente artificiales con las literaturas de los países vecinos, la intercomunicación y la integración en el marco literario occidental instauran la novedad de un sistema literario latinoamerica­no que, aunque débilmente trazado en la época, dependiendo todavía de las pulsiones externas, no haría sino desarrollarse en las décadas posteriores y concluir en el robusto sistema contemporáneo.

Antonio Candido ha distinguido entre «manifestaciones literarias» y una «literatura propiamente dicha» a la que considera un «sistema de obras ligadas por denominadores comunes», precisando que

estos denominadores son, además de las características internas (len­gua, imágenes, temas), ciertos elementos de naturaleza social y psfqui­ca, aunque literalmente organizados, que se manifiestan histórica­mente y hacen de la literatura un aspecto orgánico de la civilización. Entre ellos se distinguen: la existencia de un conjunto de productores literarios, más o menos conscientes de su papel; un conjunto de receptores, formando los diferentes tipos de públicos, sin los cuales la obra no vive; un mectinismo transmisor (de modo general, una lengua traducida en estilos) que liga unos a otros.'

De conformidad con esas pautas, es en la modernización que se fragua el sistema literario hispanoamericano (aunque se denomine a sí mismo latinoamericano, cosa que no lo será hasta la posterior y muy reciente incorporación de las letras brasileñas) y su aparición testimonia un largo esfuerzo, viejo de medio siglo, a la «búsqueda de nuestra expresión» que por fin conquista una orgullosa y consciente autonomía respecto a las literatu­ras que le habían dado nacimiento (la española y la portuguesa), pudiendo ahora no sólo rivalizar con ellas en un plano de igualdad, sino además restablecer sin complejos de inferioridad sus vínculos con las letras maternas, propiciando una primera integración de la comunidad literaria de las lenguas

2. Formafao da literatura brasileira (Momentos decisivos). Livraria Martins Editora, S.A. Sao Paulo, 1959, t. 1, p. 17.

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hispánicas. Ella fue robustecida por la adhesión cálida a España que entre los intelectuales provocó el expansionismo norteamericano (la guerra de 1898 en Cuba y Puerto Rico) y por la atención española a la producción del continente (Menéndez Pelayo, Juan Valera, Miguel de Unamuno), pero más aún por los primeros disápulos que conquistó en España un poeta americano, Rubén Darío. Si el país que había dado a Machado de Assis, no tenía por qué avergonzarse ante el que había producido a E\;a de Queiroz, tampoco los hispanoamericanos que habían tenido a José Martí, Rubén Darío y José E. Rodó, podían considerarse disminuidos ante la producción española, con el agregado de que esos escritores, aun en su afrancesamiento, no dejaban de sentirse integrados a un cauce creador que tenía siglos de existencia. No obstante fueron conscientes de su singularidad cultural americana que les confería un lugar aparte dentro de la comunidad hispánica y lo mismo reconocieron los críticos de las antiguas metrópolis.

Recién a partir de 1870 puede darse por clausurado el ciclo romántico latinoamericano que entró tardíamente al continente (por 1830) y más tardíamente se desintegró, dejando sin embargo una cauda de epígonos que habrían de ser los enemigos de la modernización. Convertido ya en un estereotipo, registraba la voluntariedad subjetiva más que la comprensión del mundo y correspondía estrictamente a una sociedad dividida en facciones en pugna, ninguna de las cuales conseguía imponer un proyecto nacional coherente. Desde que éste comienza a abrirse paso, mediante la superación de la situación conflictiva que operan el racionalismo y el positivismo, toda la literatura empieza a registrar una percepción realista que se encauza en diferentes líneas genéricas: establece el marco fundacional que permite cons­truir la novela moderna cuyo representante máximo fue J oaquim Machado de Assis de conformidad con la evolución de sus principales títulos, Contos fluminenses (1870), Memórias póstumas de Brás Cubas (1881), Quincas Borba (1892) y Don Casmurro (1900); genera la poesía realista, filosófica y social, que desde Martín Fierro de José Hernández (1872) yIos Cantos do Fim do Século de Sílvio' Romero (1878) alimenta la obra de Almafuerte y Díaz Mirón, la inicial de José Asunción Silva, Rubén Darío o Martí, rematando en el insólito Bu (912) de Augusto Dos Anjos; propicia paralelamente otra forma de poesía realista modelada en un refinamiento tecnificado que hemos designado según el modelo de los poetas franceses (Gaurier, Banville, Leconte) que se reunieron en el Parnasse contemporain en 1866, parnasianismo que impregna buena parte de la obra madura de Guriérrez Nájera, José Martí, Rubén Darío, Olavo Bilac, Raimundo Correia; inspira una poderosa literatura testimonial, a mitad de camino entre el ensayo y la narrativa, de la que abundan testimonios en Mansilla, Groussac, Frías, Joaquim Nabuco, Barret, y cuya joya será en 1902 Os sertoh de Euclídes Da Cunha. No se agotan aquí las plurales líneas de una investigación marcadamente realista, antes de que florezca a fines de siglo el simbolismo, pues ella nutre los géneros periodísticos, teatrales y obviamente los diversos géneros ensayísticos con una fuerte floración historiográfica y la primera eclosión de la sociología latinoamericana (Bulnes, Bomfim, Arguedas, Ingenieros).

Si los latinoamericanos respondieron al mismo impulso que había movido

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a los europeos cuando la transformación capitalista industrial de sus socieda­des, eran sin embargo sensiblemente diferentes las características de su integración a la economía mundial y por ende diferentes las características de su producción artística. De ahí las soluciones sincréticas que reintegraban la novedad en el cauce de la propia tradición: la nota imaginativa y subjetiva que impregnó el rigor de sus exploraciones realistas; la tendencia ideologizado­ra que subyace a la captación del mundo; la actitud crítica con que se diseñan las obras.

El conocimiento más ajustado de la realidad venía acompañado de una sensible democratización de la literatura que procuró -como ya observara Baldomero Sanín Cano- «poner la poesía por la forma y por el concepto, den­tro del círculo de conocimiento del pueblo y en su natural lenguaje».3 La construcción de una lengua poética culta a partir de una transposición rítmica de la lengua hablada que no impidió una aristocrática selección lexical dentro de la peculiar sintaxis del español y el portugués americanos, estableció la norma democrática de este arte que registra el ascenso inicial de los sectores medios, sin que puedan todavía modificar el encuadre fijado drásticamente por el ejército y la oligarquía comerciante. El redescubrimiento que hicieron sus poetas del arte manierista y barroco posrenacentista parece regido por una similar situación social y cultural en uno y otro período, tal como razonara Hauser para la revalorización del barroco que hicieron los europeos al finalizar el XIX. Esta democratización transicional, todavía contenida, irrum­pirá después de 1910 con mayor violencia y condenará por excesivamente pactistas a sus antecesores, quienes por otra parte en este nuevo período habrán ascendido mayoritariamente al carro institucional: el circulo intelectual del huertismo en México, los gabinetes ilustrados de Juan Vicente Gómez en Venezuela.

Los seis rasgos de la modernización que hemos descrito apuntan a sus características más generales, aquellas capaces de ser el común denominador de las plurales orientaciones que se registraron en las letras, según las áreas culturales del continente y según las estratificaciones socioculturales dentro de ellas. Debe observarse que la modernización se extiende impetuosamente por un período de casi cuarenta años, partiendo de los primeros tanteos al establecerse el orden liberal positivo hacia 1870, desarrollándose bajo la cerrada oposición que tan bien ilustrara Fray Candil, conquistando progresiva­mente su nuevo público para encontrar en el mismo Centenario de la independencia, ya alcanzada su oficialización, la recusación de los nuevos sectores sociales que promoverán el regionalismo y el vanguardismo (o modernismo, en el Brasil): en la década de los años diez ya están produciendo, coetáneamente, Rómulo Gallegos y Vicente Huidobro en un hemisferio y Lima Barreto y Mario de Andrade en el otro. Visto tan largo tiempo y la multiplicidad de áreas culturales del continente, sería vano pretender reducirla a una estricta unidad artística y doctrinal. La modernización no es una estética, ni una escuela, ni siquiera una pluralidad de talentos individuales

3. El oficio de lector. Compilación de Juan Gustavo Cobo Borda. Biblioteca Ayacucho. Caracas, 1978, p. 107.

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como se tendió a ver en la época, sino un mOVImIento intelectual, capaz de abarcar tendencias, corrientes estéticas, docrrinas y aun generaciones sucesivas que modifican los presupuestos de que arrancan.

Hay además un problema nominalista que sigue dificultando la construc­ción de un discurso crítico capaz de dar cuenta del panorama completo. En tanto que los brasileños conservaron las denominaciones europeas de los movimientos artísticos de la segunda mitad del XIX, según dos líneas, una de poesía que va del Parnasianismo al Simbolismo, y otra de prosa que va del Realismo al Naturalismo, los hispanoamericanos aceptaron la denomina­ción que dio Rubén Darío a la tendencia que él capitaneaba y asumieron el término «modernismo» que ha dado lugar a la más extensa discusión acerca de su contenido, oscilando entre una apreciación estética que toma como norma definitoria la poética dariana (que fue la más exitosa del período) y deja fuera el resto de la producción literaria (como lo ilustra el excelente estudio de Max Henríquez Ureña, Breve historia del modernismo, 1954) o una apreciación q!lturalista epocal que busca articular las diversas expresiones y tendencias de un largo período tal como lo trazó (aunque sólo para la poesía) Federico De Onís en su Antologla de la poesla española e hispanoamericana (1882-1932) aparecida en 1934, discusión complicada por otra acerca del tiempo (y por lo tanto)los autores que han de ser incluidos) que se confiere al período tanto estético como doctrinal, donde la tendencia inicialmente inspirada por De Onís ha consistido en retroceder su vigencia, que al comienzo se abría con el Azul de Darío (1888), para incluir en él los que se designaban como precursores (fundamentalmente Martí y Gutiérrez Nájera) otorgándole nacimiento en la década del setenta a través de los estudios de Manuel Pedro González sobre la prosa martiana y de Iván Schulman sobre las imágenes de Nájera, posición generalmente aceptada por los estudiosos aunque ha encontrado la oposición doctrinal de] uan Marinello. Para «contribuir a la confusión general», que diría Aldo Pellegrini, los brasileños han mantenido su adhesión a las denominaciones artísticas europeas y designaron el movimiento que se define en la Semana de Arte Moderno (Sao Paulo, 1922) con el término «modernismo», cuando el mismo período se designa entre los hispanoamericanos como «vanguardismo» según la lección que ha divulgado Enrique Anderson Imbert, en su Historia de la literatura hispanoamericana, desde su primera edición en 1954.

Para un discurso crítico que abarque todos los países que se designan con el rótulo América Latina y que procure reconocer la multiplicidad de líneas de desarrollo de cualquier tiempo histórico con una concepción nítida­mente culturalista, hemos preferido llamar a esta época «la modernización literaria», datándola desde 1870 por el testimonio de los intelectuales que perciben el nuevo tiempo que ingresa al continente (la prédica doctrinal de Altamirano en México o la de Sílvio Romero en Brasil) y dándola por concluida con las celebraciones del Centenario de la independencia (1910 en Hispanoamérica, 1922 en Brasil) cuando ya están trabajando los jóvenes que constituirán el grueso de los narradores regionalistas (Gallegos, Rivera, Azuela, Lima Barreto, Monteiro Lobato, Lins do Rego) así como los poetas renovadores (López Velarde, Vicente Huidobro, Sabat Ercasty, Carlos Pellicer,

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Mario de Andrade, León de Greiff, César Vallejo, etc.). Asumimos por lo tanto una concepción culturalista e histórica, a la que subyace el reconocimien­to de la pluralidad de áreas culturales del continente (aun dentro de un mismo país, como se ve en el Brasil) y la pluralidad de estratos socioculturales que en cualquiera de ellas puede encontrarse y originan diversas modulaciones de las mismas condiciones básicas del período.

A ese tiempo, reduciéndolo a los treinta años que van de 1890 a 1920, aunque extendiéndolo para que abarcara tanto la producción en lengua española como la del Brasil, le llamó Pedro Henríquez Ureña «literatura pura», denominación equívoca que él fundamentó en un hecho cierto, el comienzo de la «división del trabajo» intelectual aunque visto con óptica re­ductivista:

Los hombres de profesiones intelectuales trataron ahora de centrse a la tarea que habían elegido y abandonaron la política; los abogados, como de costumbre, menos y después que los demás. El timón del Estado pasó a manos de quienes no eran sino politicos; nada se ganó con ello, antes al contrario. Y como la literatura no era en realidad una profesión, sino una vocación, los hombres de letras se convirtieron en periodistas o en maestros, cuando no en ambas cosas.4

La afirmación es sólo parcialmente cierta. Los más conspicuos representan­tes de la modernización siguieron actuando en política y aun ocupando puestos señalados del liderazgo, aunque sus doctrinas hayan sido rudamente opuestas unas a las otras. Basta con citar los nombres de José Martí, Justo Sierra, Manuel González Prada, José Enrique Rodó, Rui Barbosa, José Gil Fortoul, Rufino Blanco Fombona. Si efectivamente se intensificó la especiali­zación de los políticos, ajenos a las letras, junto a ellos siguieron actuando los intelectuales, cuya participación en los gobiernos siguió siendo obligada a consecuencia de la creciente complejidad de las funciones públicas. Es incluso aventurado decir que <mada se ganó» con la creciente especialización política, dado que sus ejercitantes no demostraron que promedialmente fueran inferiores a los escritores encumbrados en los destinos nacionales, sin contar que toda la sociedad requirió mayores especializaciones para atender sus niveles más desarrollados.

Pero además debe reconocerse, en este proceso, un deslizamiento de la función intelectual que habría de tener importantes repercusiones futuras. Aun los escritores que abandonaron la directa participación política, desarrolla­ron compensatoriamente el rol de conductores espirituales por encima de las fragmentaciones partidarias, pasando a ejercer el puesto de ideólogos. Eso fue evidente en las recientes incorporaciones doctrinales europeas (el anarquismo) que inspiró la literatura de Florencio Sánchez, Ricardo Flores Magón, Alvaro Armando Vasseur, Manuel González Prada en su segundo período, Rafael Barret. Pero también lo fue en las enfrentadas tiendas a que dio lugar

4. Las corrientes literarias en la América hispánica. Fondo de Cultura Económica. México, 1949. Cap. VII, p. 165.

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la polémica católicos vs. pOSltlVlstas, o monárquicos vs. republicanos en el Brasil o en los grandes conflictos nacionales e internacionales del período: la campaña de abolición de la esclavitud, la guerra hispanoamericana de 1898, la desmembración de Colombia con el advenimiento de la independen­cia de Panamá en 1903, por último la virulenta campaña aliadófila a que dio lugar la primera Guerra Mundial, con una producción monumental que va de los análisis políticos de Francisco García Calderón a los Apóstrofes de Almafuerte. Esta nueva función fue reconocida palmariamente por Darío al prologar en 1907 su libro El canto errante: «Mas si alguien dijera: 'Son cosas de ideólogos" o 'son cosas de poetas", decir que no somos otra cosa».

Si la literatura fue vista como una disciplina específica que debía elaborar­se con rigor, conocimiento y arte, dedicándole tiempo y trabajo, no fue vista por ninguno como «pura», al menos en el sentido que dio al término el abate Bremond en los años veinte pensando en Paul Valéry. Estuvo al servicio de una comunicación espiritual, cuya precisión imponía equivalente esfuerzo para lidiar con las palabras. Los escritores fueron francamente políticos e ideólogos, recogiendo la sacralización del intelectual diseñada en los albores de la independencia, y aun antes, contribuyendo a su robustecimiento: «Torres de Dios, poetas».

Por su parte, Federico De Onís consideró que se trataba de «la forma hispánica de la crisis universal de las letras y del espíritu, que inicia hacia 1885 la disolución del siglo XIX»,' aunque en realidad lejos de ser una crisis, fue la vigorosa maduración de las letras latinoamericanas al integrarse a la literatura occidental mediante sistemas expresivos comunes que, sin embargo, fueron capaces de resguardar la cultura regional y los problemas específicos de sus sociedades. Sobre todo porque el atraso en que se encontraban sociedad y literatura en América, al abrirse hacia- 1870 lá expectativa de progreso y organización, impuso una violenta absorción de prácticamente toda la literatu­ra que se había producido en el XIX en Europa y en Estados Unidos, en un esfuerzo tesonero de actualización histórica que estableció una suerte de coetaneidad entre Victor Hugo, Emerson, Nietzsche, Whitman, Poe y Verlai­ne, Wilde, Mallarmé, Huysman, entre Comte, Spencer, Renan y W. James o Henri Bergson. La conciencia de una actualización histórica fue dominante entre los escritores, sean cuales hayan sido sus posiciones artísticas o filosóficas, robusteciendo la convicción de que América Latina estaba entrando de lleno en la modernidad, la cual se vivió, no como una crisis, sino como una pujante época de progreso y renovación. Esta violenta incorporación fue ilustrada al finalizar el siglo por un verso que unía los dos extremos cronológi­cos del XIX, «Con Hugo fuerte y con Verlaine ambiguo», con el agregado de la herencia universal que hizo suya el siglo historicista de la expansión ecuménica. Como toda modernización, no fue el reflejo de una crisis coyuntu­ral de la cultura europea, sino una actualización histórica de mucho más amplio radio artístico y filosófico que deparó un producto sincrético en que

5. España en América. Editorial Universitaria. San Juan, 1968, p. 183. La cita corresponde a su Am%gia de 1934 y sobre la misma concepción volvió en su artículo «Sobre el concepto del modernisffiO» de 1953.

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se conjugaron dos coordenadas: la representada por la vasta tradición universal de las letras vistas a través de la conciencia moderna y la correspondiente a la enraizada tradición cultural interna de América que había impregnado los mecanismos de percepción y valoración.

La ingente tarea de apropiación literaria implicaba forzosamente la que podríamos llamar etapa caligráfica de imitación según los sucesivos modelos epocales, cosa nada nueva en las letras latinoamericanas desde el neoclásico de la independencia pero que ahora daría un resultado paradójicamente original, como lo registraría un heredero de la modernización que fue al mismo tiempo un contradictor al proponer su teoría del arte social: Manuel Ugarte. Prologando una antología de jóvenes escritores en 19056 distinguió dos momentos sucesivos en la literatura independiente de América: el de imitación directa que «no ha dejado ninguna obra fundamental que pueda salvar los límites de la región» y el de imitación aplicada que permitió la emergencia de quienes llama los «primeros personales» de los que cita a Gutiérrez Nájera, Julián del Casal, José Martí y Rubén Darío, es decir, a quienes manejando la acumulación literaria universal lograron traducir en su obra una conciencia personal y una cultura americana. Perspicazmente ya lo había apuntado Darío en su artículo «Los colores del estandarte» respondiendo a Paul Groussac al rememorar provocativamente su divisa: «Qui pourrais-je imiter pour tire original?» Y la transmutación de la imitación en sinceridad personal y autenticidad cultural americana, la había registrado Martí al escribir sobre Julián del Casal con motivo de su temprana muerte: «Es como una familia en América esta generación literaria, que principió por el rebusco imitado, y está ya en la elegancia suelta y concisa, y en la expresión artística y sincera, breve y tallada, del sentimiento personal y del juicio criollo y directo». 7

Curiosamente, el principal factor de este redescubrimiento de una origina­lidad profundamente americana se debió a la influencia del movimiento literario europeo sobre el cual más críticas acumularon los hispanoamericanos aunque de más recursos artísticos afines los proveyó: el simbolismo y el decadentismo. Del mismo modo que el naturalismo, ambos chocaron a la conciencia moral fraguada en el catolicismo, la cual prolongó su opositor positivismo, a lo que no dejó de contribuir la connotación del término (decadentes) que era resistida por el sentimiento de juventud, energía y aun machismo que caracterizaba a una nueva generación dispuesta al asalto de una respetabilidad internacional. Pero una cosa era el discurso moral sobre esos movimientos y otra su instrumental artístico que se reveló aún más adecuado que el del parnasianismo y el realismo narrativo al peculiar «imagi­nario» de los latinoamericanos. El citado Manuel U garte, que consagró su vida a la lucha antiimperialista y a la prédica de un arte social, lo reconoció por los mismos años en que lo hiciera Pedro Emilio Coll, diciendo:

6. La joven litera",ra hispanoamericana. Armand Colino París, 1906, pp. XXVIII­XXXIV.

7. Obra literaria. Biblioteca Ayacucho. Caracas, 1978, p. 334. Corresponde a un arriculo necrológico publicado en Patria, 31 de octubre de 1893.

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La aparición del simbolismo y del decadentismo es el aconteczmlento más notable y en cierto modo más feliz de la historia literaria de Sudamérica. Es el punto que marca nuestra completa anexión intelec­tual a Europa. Es el verdadero origen de nuestra literatura. Y si se pueden condenar sus excesos, sus preciosismos y sus aberraciones morales, nadie puede negar su eficacia transformadora, ni desconocer su influencia sobre el desenvolvimiento posterior de la intelectualidad del continente."

Por su parte, Francisco García Calderón procuró posteriormente una interpretación espiritual y sociocultural de esa rara afinidad, más con el decadentismo que con e! simbolismo en su percepción, que generó lo que llama (<un verdadero Renacimiento» de la literatura continental. En e! libro que escribió en 1912 para que los europeos comprendieran a los latinoamerica­nos, Les démocraties latines de l'Amérique, propone una teoría sobre las transmutaciones del español en tierras americanas y las aportaciones negras e indias que, aunque sea discutible desde nuestra perspectiva actual, posible­mente hubiera complacido a J oao da Cruz e Sousa.

El español se fue refinando en un medio nuevo; su carácter se ablandó sin duda, pero ganó en agudeza y en fantasia. El claroscuro, el matiz, la pasión francesa, encantan también al criollo, amante de la sutileza, del bizantinismo delicado, elegantemente escéptico frente a la bronca fe española. Numerosos son los mestizos dolorosamente estremecidos por encontradas herencias. Los más extraños caracteres, la sensualidad del negro, la tristeza del indio, fueron forjando en la raza nueva un estado de ánimo todo matiz, contradictorio, melancólico, no desprovis­to de optimismo, sensual, ocioso o violento, aficionado a lo raro, a la música verbal, a las complejidades psicológicas, al lenguaje escogido y al ritmo inaudito. Leyendo Verlaine, Samain, Laforgue, Moréas, Henri de Regnier, Gautier y Banville, mezclando todos los cultos, y embriagándose con todos estos licores, los poetas de América encontra­ron el acento nacional.9

La misma paradójica ecuación se repitió décadas después con motivo de la introducción del surrealismo francés, que resultó propicio para expresar la peculiaridad espiritual, en especial de la sociedad afroamericana, tal como lo reconocieron diversos escritores del área francoamericana (Aimé Césaire, Jacques Stephaq Alexis) pero también renovadores de la prosa hispanoameri­cana (Migue! Angel Asturias, Luis Cardoza y Aragón, Jorge Zalamea), aunque e! surrealismo mereció similares críticas éticas O sociales tanto de los grupos conservadores como de los revolucionarios. Y con posterioridad se volvió a percibir un conflicto semejante en la opción preferencial que hicieron

8. Ob. cit. p. XXXV. 9. LaJ democracias latinas de América. La creación de un continente. Biblioteca Ayacucho.

Caracas. 1979, p. 140.

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los latinoamericanos por la tendencia narrativa sureña encabezada por William Faulkner, en desmedro de la tendencia norteña que se definió en la obra de Dos Passos y Ernest Hemingway.

El problema, la clave de tal comportamiento histórico, revierte al· grado de modernización que puede aceptar una comunidad puesta en trance de transculturación, tanto vale decir, al grado de pervivencia de sus internas tradiciones en un período de rápido cambio. En esos estados transicionales se efectúa una selección de las influencias literarias extranjeras, según la adecuación que muestren con las transformaciones culturales que se están produciendo en la comunidad receptora, en la cual se conjugan la moderniza­ción y la tradición según un muy variado polígono de fuerzas. Así, nadie en América Latina aceptó el demonismo que de Baudelaire a Swinburne predicó la poesía europea, aunque sí fueron explorados estados hiperestésicos o mórbidos en los puntos del continente más avanzados. Estas situaciones intermedias de la comunidad receptora la vuelven afín a los movimientos recusatorios de la modernidad, aunque ya impregnados de las pautas contra las cuales insurgen, que se producen en las propias metrópolis modernizadas. En el.campo de las ideas políticas, Arnold Toynbee razonó una preferencia de las zonas periféricas por las heterodoxias desarrolladas en las metrópolis, comportamiento flagrante en América desde la recepción del socialismo utópico en el romanticismo rioplatense. Una posición similar puede encontrar­se en los comportamientos literarios de las zonas marginales, que da origen a las di versas autodefiniciones respecto al eje de la modernidad que rige a las sociedades dominantes del planeta.

La lectura que Paul Verlaine hizo de la poesía de Julián del Casal (al margen de su discutible conocimiento del español) detecta la conmixtión sincrética característica de la poesía modernista donde se suman contradicto­rias influencias extranjeras. Lo ve rodavía influido por «mis viejos amigos parnasianos» a quienes se oponían simbolistas y decadentes, y al mismo tiempo reconoce en las páginas de Nieve un parentesco espiritual con «el misticismo contemporáneo».IO No se engañaba: hacia la levedad, transparen­cia, matiz, hacia «la elegancia suelta y concisa» en el decir de Martí, tendían sus superiores capacidades poéticas, todavía embretadas en los modelos parnasianos. El objetivismo de éstos proveería de piezas espléndidas a la poesía hispanoamericana, alcanzadas por la esforzada «imitación aplicada» de que hablaba Justo Sierra,11 pero rendiría sus mejores frutos -y sólo parcialmente- en la novela realista. En cambio el subjetivismo individualista de los decadentes (aunque no el romántico vuelto convencional sino otro preciso, sutil y altamente tecnificado) resultaría propicio a los poetas latino­americanos. Se trataba de una poética que en Europa se oponía tanto al «pompien> didáctico de la burguesía, como a la renovación modernizada y

10. Citado por Max Henríquez Ureña, Breve hiJtoria de! modernismo. F.C.E. México, 1954, p. 122.

11. Aunque Manuel U garte no lo reconoce en su prólogo de 1906, las categorías de imitación latinoamericana que maneja proceden del prólogo que Justo Sierra escribió para la edición de las Poesras de Manuel Gutiérrez Nájera, en 1896.

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objetivista de los parnasianos, una heterodoxia en la que los latinoamericanos podían residir.

N o cualquier heterodoxia se prestaba a las afiliaciones artísticas. En la época la mayor heterodoxia estuvo representada por Leaves 01 Grass, a cuyo régimen libre y versicular le estaría reservada la más extensa repercusión en el siglo xx, pero el hispanoamericano que mejor lo conoció y admiró, José Martí, aun aprovechando al máximo sus incitaciones, construyó su obra definitiva volviendo por los fueros de la poesía tradicional medida y rimada sobre el viejo modelo de la copla de atte menor. Y la época presenció una deslumbrante renovación de las matrices métricas, rítmicas y las pautas musicales, con visible retracción respecto a la innovación que en las fuentes francesas influyentes propuso Un coup de dés.

(Prólogo de Clásicos Hispanoamericanos, Volumen 1I: Modernismo. Barcelo­na, Círculo de Lectores, 1983)

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FUNDACIÓN DE LA POESÍA SOCIAL: DE HERNÁNDEZ A ANTONIO LUSSICH

En 1872 irrumpe en el Río de la Plata el clamor de los pueblos vencidos. En vano reclaman de los poderes políticos que se acepte su tradicional forma de vida, concediéndoseles supervivencia dentro del nuevo sis~ema económico y social que los núcleos urbanos venían estableciendo. Estos ya habían desbaratado el esquema de valores de la ruralía, paso previo a la aniquilación de sus bases económicas que forzará su extinción. Su clamor acompañará el surgimiento del orden neocolonial1 y sólo se acallará cuando éste, triunfante, haya remodelado a la sociedad rioplatense hacia fines del siglo.

1. Los poe fas de los pueblos vencidos

Del mismo modo que antes, en la generación romántica de 1838, existió un conjunto de escritores cultos, pertenecientes a la burguesía, dispuestos a entonar la lamentación por el indio, del mismo modo surgieron en la generación racionalista de 1865 varios poetas que hicieron suya la causa de los hombres del campo y trataron de servirla con sus obras.

Fueron miembros de la burguesía urbana, educados frecuentemente en las universidades capitalinas como futuros dirigentes políticos, pero hicieron suya aquella causa con mayor convencimiento y realismo que el usado por sus antepasados románticos en la de los indios: en parte porque se trataba de un debate que afectaba a integrantes de la misma criollidad, así fueran los primos lejanos del campo, y además porque éstos formaban un estimable contingente en la base de los partidos. La asociación de escritores y hombres de campo fue impulsada por las vinculaciones de tipo político e implicó la coparticipación en las guerras civiles: en ellas los poetas adquirieron el mejor conocimiento de esos pueblos condenados, ya que lo obtuvieron· de sus

1. Así llama Tulio Halperin Donghi, en su libro Historia contemporánea de América Latina (Alianza Editorial, Madrid, 1969) al perlado que va aproximadamente de mediados del XIX hasta 1880, cuyo proceso económico lleva a estatuir un nuevo pacto colonial con los imperios europeos centrales, especialmente Inglaterra y Francia.

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momentos de rebeldía,' a diferencia de los escritores del modernismo que comenzarán a conocerlos como peones de las estancias, lo que explica la abismal diferencia entre las imágenes que ofrece Hernández y las que registra Javier de Viana al concluir el XIX. Para esa época finisecular habían sido enteramente vencidos.

En 1872 registramos un coro de voces poéticas, en su mayoría torpes e inexpertas, que coinciden en un propósito de literatura social. El mismo año se les incorpora quten habría de ser el mayor poeta argentino del siglo XIX, José Hernández. El dotará a esta literatura reivindicativa de la obra artísticamente más elaborada donde, por lo mismo, alcanzará expresión nítida y coherente la tesis social que representaba el pensamiento del vencido pueblo de los gauchos rioplatenses. Situando realísticamente en la leva para el servicio de fronteras (uno de los sistemas de pacificación de los campos que servía en forma múltiple a los intereses de la explotación agropecuaria dentro de los lineamientos de la nueva economía de mercado) 3 la causa de la profunda conmoción de las poblaciones rurales, José Hernández hizo entonar al gaucho un lamento que estremeció a todos y quedó grabado en la imaginación poética de la sociedad rioplatense.

Tuve, en mi pago en un tiempo, hijos, hacienda y mujer, pero empecé a padecer, me echaron a la frontera, ¡y qué iba a hallar al volver! tan sólo hallé la tapera.

La magnificencia de este canto hizo que se lo situara, con visión restricta­mente individualista y romántica, como obra solitaria de un creador de genio, la que habría surgido en un desierto de poesía. No fue así. Surgió dentro de una eclosión que se produce cuando, cerrado el ciclo de la guerra del Paraguay que proporcionó a las oligarquías urbanas del Plata los instru­mentos para acometer el proyecto liberal, se producen en 1870 los levanta­mientos de Ricardo López Jordán (en que combatió José Hernández) y de Timoteo Aparicio (en que combatió Antonio Lussich) que revelan la insatis­facción reinante en las poblaciones rurales ante las primeras y brutales formas de la pacificación de los campos, en el tiempo en que todavía se sentían capaces de resistirlas. Las más graves medidas posteriores ya no tendrán esa respuesta.

2. En la carra a Antonio Barreiro y Ramos, que sirvió de prólogo a la edición definitiva de 1883, recuerda Antonio Lussich el período en que conoció a los personajes de su libro: «En épocas luctuosas para la República, he compartido sus alegrías y sus amarguras; los he acompañado en el mejor escenario donde podían exhibirse, el campamento; he escuchado con placer sus canciones épicas; he gozado en sus gratas manifestaciones de contento; he sufrido con el triste relato de sus pesares}),

3. «La función de hacer producir al campesino y la tierra se ha transformado en un régimen económico que se apoya en la constante expansión de las exportaciones, en una suerte de servicio público y no es sorprendente que para cumplirlo el terrateniente tenga el apoyo incondicional de la fuerza pública», T. Halperin Donghi, ob. cit., p. 219.

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En la República Oriental, no bien firmada la paz de abril de 1872, se registra una sucesión de folletos de múltiples versificadores, tan oscuros como los seudónimos gauchos que utilizaron -Sinforiano Albarao, Calistro ]uentes, Polonio Collazo- o los más transparente~ de Aniceto Gallareta, que correspondía a Isidoro E. De María, o Calisto el Nat9 perteneciente a Alcides De María' en una producción muchas veces pedestre pero que testimoniaba la participación de hombres cultos de la ciudad -en un número como no se viera, por ejemplo, durante la Guerra Grande- en las demandas de los habitantes del campo. Dentro de esa producción sobresale una pequeña obra publicada en un tosco folleto en Buenos Aires, a mediados de 1872: Los tres gauchos orientales que firmaba un autor novel, Antonio Lussich, quien entonces tenía poco más de veinte años ya que había nacido en Montevideo en 1848. Esa obra tendrá un singular destino: nacida de una recomendación de ] osé Hernández,' su lectura refluirá sobre él impulsándolo a la empresa de escribir el Martin Fierro.

2. La demanda de un nuevo público

El primer índice de la importancia de la obra no fue de carácter estético sino primariamente sociológico: la demanda del lector. En un país donde los diarios, que volvieron a abundar desde la paz de 1872, seguían sin superar el promedio de los quinientos abonados6 -que le tasara] uan Carlos Gómez en 1857- resultó inesperado que un libro de poesía alcanzara en once años, según testimonio del autor en carta al editor, cuatro ediciones con un total de dieciséis mil ejemplares. Ni antes ni después, en todo el siglo editorial que arranca de la introducción de la imprenta en Montevideo por los ingleses en 1807, hubo obra literaria que alcanzara esa venta. A su vez, indica un número mucho más alto de lectores, vista la costumbre de lectura en alta voz para público analfabeto que se practicaba entre las poblaciones rurales.

Tal difusión no proporcionaba, obviamente, garantías de excelencia artísti­ca y casi al contrario podría haber proporcionado índices de parvedad

4. Referencias a la producción del periodo se encuentran en Domingo A. Caillava, Historia de la literatura gaucheJca en el Uruguay, Claudia García, Montevideo 1945. Sobre los seudónimos ver {(Pequeño diccionario de seudónimos de poetas gauchescos», en Eneida Sansone de Martínez, La imagen en la poeJla gauchesca, Facultad de Humanidades y Ciencias, Montevideo, 1962.

5. De conformidad con las cartas intercambiadas entre José Hernández y Antonio Lussich que éste introdujo como prólogo a su poema, habría sido el primero quien lo estimuló a escribirlo después de haber visto «algunas producciones inéditas que yo había escrito en el Estilo Especial que usan nuestros hombres de campo»,

6. Ver Vaillant, La República Oriental del Uruguay en la expolición de Viena, Imptenta a vapor de La.Tribuna, Montevideo, 1872. En el capítulo sobre el periodismo (pp. 227-229) calcula «en 18.000 el número de ejemplares de todos los diarios y periódicos que se publican en la República» lo que le daría una media de 720 ejemplares por periódico, aunque confesando que se trata de una estimación y que ignora las reales cifras de tirada de los diarios montevideanos. Agrega: «Tenemos, pues, en rodo, un diario o periódico para cada 19.000 habitantes y un ejemplar por 26 habitantes».

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intelectual, visto el nivel educativo de sus consumidores. Servía para registrar, por primera vez en la región y tal como inmediatamente después oquTiría en la Argentina con el Martln Fierro (once ediciones de la primera parte en seis años «con un total de cuarenta y ocho mil ejemplares», dice Hernández en el prólogo a La vuelta de Martln Fierro, al anunciar que de esta primera edición de 1879 se tiran veinte mil ejemplares), una demanda del producto literario que no quedaba reducida a la élite consumidora de literatura y en general de palabra escrita -o sea, para los promedios rioplatenses de la segunda mitad del siglo XIX, al cogollo educado de la burguesía capitalina­y por lo tanto delatába las necesidades de otro sector social, de escasa o nula educación, el cual, debido a su particular situación crítica dentro del panorama económico-social del país, requería interpretación de la realidad, análisis de su conflicto y destino, solidaridad con las dificultades que pasaba, tres demandas a· las que tradicionalmente ha dado respuesta la literatura.

El crecimiento de la demanda de literatura nunca responde a un aumento progresivo y neutral del público lector-auditor, sino a urgentes reclamaciones de grupos o sectores de la sociedad, motivadas por las situaciones conflictivas que viven. Son por lo tanto respuestas las que se piden a la literatura y se sobrentiende que. las preguntas han sido formuladas previamente, generando las obras y frecuentemente a los propios autores. Tanto vale decir que no hay un público sino varios públicos potenciales que la capacidad de la literatura para responder a sus problemas extrae del conjunto social y delimita. Una· gráfica de estas variedades de la demanda literaria a lo largo de un período histórico permitiría diseñar esas situaciones conflictivas. En el XIX rioplatense, el año 1872 marca la intensidad de la demanda literaria por el estrato cultural rural, la que se mantendrá dominante hasta el fin del siglo, aunque progresivamente emparejada por la producción culta de los hombres del ochenta y luego de los modernistas.

La evolución de esta demanda registra cambios que diseñan la modifica­ción progresiva del público constituido por la gauchesca. El período de más alta oralidad corresponde a los setenta, que es también el de mayor beligeran­cia de la producción literaria: la doctrina expuesta por Hernández en El Rfo de la Plata (1869-1870) prestó el marco ideológico dentro del cual se fraguó el Martln Fierro y atemperada o deslavazada rigió la producción de la década por los demás numerosos autores. Pero desde la aparición en La Patria Argentina (1879) de la serie de folletines de tema nacional, principalmente por el prolífico Eduardo Gutiérrez (1851-1889) aunque también Rafael Barreda, Jllan Lussich y Julio Llanos, tendremos ese segundo momento del período, que va de 1879 hasta 1886, en el cual comienza a acentuarse la nota urbana, las conquistas progresivas de la alfabetización, la nacionalización por parte del estrato popular de las estructuras burguesas de la novela, en su versión romántica y la asunción de una mitología orillera que tendrá larga descendencia. Desde ese mismo año 1886, que es el de la muerte de Hernández, ya se ha constituido un público suficientemente numeroso dentro de las ciudades o pueblos, gracias a la inmigración rural que se combinará con la inmigración extranjera pobre, para prolongar la trasmisión oral de la literatura en formas realistas que aseguran la prosa y el teatro: la pionera

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compañía de los Podestá sentará las bases de un teatro nacional y popular que disolverá en la idealización el mensaje inicial de la gauchesca social de 1872 hasta que Florencia Sánchez intente reponerlo en una nueva perspectiva, urbana e internacional, que corresponde al modernismo en curso, aunque en su vertiente naturalista.

Para la fecha de 1872 en que se produce, tras los levantamientos rurales, la eclosión de poetas gauchescos de dominante realista, los elementos de su literatura, que habían sido originales e inventados por la generación de Bartolomé Hidalgo, ya han adquirido formas literarias fijas y casi invariantes: aunque Lussich enriquece la forma diálogo, no la inventa, y aunque Hernán­dez construye el discurso autobiográfico con una amplitud desconocida, no deja de abastecerse en el régimen de la «relación» que se remonta a la más primitiva poesía prerrevolucionaria. Para la década del setenta, los escritores que se dirigen a un público popular y rural, no cumplen una invención que ya había sido llevada a cabo por los Hidalgo y Godoy y desartollada como un género específico por los Ascasubi y los Pérez, sino que se instalan en una «tradición» reconociéndola como el eje rector de las operaciones literarias. Serán ellos quienes tendrán a su cargo la tarea de sistematización, aplicando incluso normas racionales, en el manejo de la lengua y en los recursos artísticos, que ya habían sido avanzadas por el denostado Estanislao del Campo. Al consolidar el sistema literario de la gauchesca, en cierto modo dan coherencia al producto que llamamos «poesía gauchesca», lo transforman en un valor de la producción literaria que permite rescatar las dos generaciones anteriores incorporándolas a una continuidad histórica fingida.

El mejor índice de la sistematización, que implica una conciencia más desarrollada de la función literaria, reconocida como básica, es la invención del «cantor», la presencia en el primer plano de la obra del autor mediante su alter ego narrador-personaje. En la misma fecha en que Hernández deriva la historia reivindicativa y la protesta social del discurso del «cantor», Hilario Ascasubi consolida su mito romántico con el Santos Vega. Es el escritor quien pasa al primer plano. De ahí que su oficio sea objeto de atención, se vea obligado a exponer su arte poética, justifique el puesto que le cabe en la intermediación entre diversos sectores sociales y aun ejercite números de virtuosismo (la payada con el moreno) para evidenciar sus recursos y a la vez distanciarse del espontaneísmo popular creativo, pues es el artista quien está produciendo en Martín Fierro o en el Santos Vega. Siendo índice de la sistematización y aun canonización de una tradición estrictamente literaria, a la que se había llegado, ese cantor es también su enmascara­miento.

La generación de 1872 (que debemos designar en ambas márgenes del Plata como la generación racionalista) cumple una estricta operación literaria, al margen de los niveles artísticos a veces paupérrimos, por obra de un equipo de escritores (a veces versificadores, simplemente) ajenos a los preten­didos orígenes de la gauchesca que la remonta a los cantOS espontáneos en torno a los fogones o a las figuras legendarias de los payadores. Esta produc­ción, que evidentemente existió en los orígenes de la sociedad campesina y cuyas expresiones se prolongaron mientras sobrevivieron sus viejas costumbres,

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no debe confundirse con el sistema poetlco que se estatuye desde 1872. Uno de sus temas y exclusivamente eso, un tema literario, fue el payador, que habría de ser imitado por lectores o auditores transformando en realidad al arte. Así, la imagen prototípica del payador, o sea el Santos Vega que Ascasubi escribe y publica en París, ya es hija del incipiente sistema, aunque su autor no pertenezca a sus ejercitantes, y, proyectándose hacia el pasado histórico donde existió Santos y más atrás, hacia los «primordios» de la vida gaucha, acuña una falsa reinterpretación de los orígenes de la cual se apodera­ron los poetas gauchescos de la segunda mitad del siglo XIX, así como la ctítica que parafraseó sus producciones.

Los poetas de 1872 no trabajaron sobre esos legendarios materiales sino sobre los productos poéticos anteriores -del Hidalgo de 1821 al Ascasubi al servicio del proyecto de Urquiza en 1851- que utilizaron para componer su sistema poético. Revela el grado de planificación del arte literario a que se había llegado en la región rioplatense, tal como hasta la fecha sólo habían concebido, aunque no realizado plenamente, los románticos más adultos (Alberdi, Sarmiento) y que comenzarían a poner en práctica los escritores racionalistas. Todos los autores de la gauchesca, incluyendo los de la llamada «primitiva poesía», pertenecieron a niveles de cultura superiores a los de personajes y ambientes utilizados en sus obras, aunque hay notoria distancia entre el presunto rapabarbas Hidalgo o el panadero Ascasubi, y los Estanislao del Campo, Antonio Lussich o José Hernández, quienes ya son intelectuales de la «generación racionalista». 7 El propio sistema poético delata su instalación en un plano racionalizado. Funciona desde un nivel culto elevado proyectándo­se hacia abajo, hacia un nivel educativo inferior, tal como lo prueba la elección de la lengua campesina de las obras que contrasta violentamente con la escritura de los prólogos o artículos.

N o es ése el comportamiento de la poesía espontánea popular" y no lo fue la producción poética de los hombres que integraban los ejércitos de Timoteo Aparicio.' Los ejemplos que nos proporciona Abdón Arózteguy corresponden a una visión que, partiendo de un nivel inferior, trata de remontarse a un nivel superior, ése donde descuenta el poeta espontáneo que debe estar situada la creación poética y toda forma de expresión -como la palabra lo dice- «elevada»; de ahí que utilice una lengua culta y formas literarias cultas, aunque irremisiblemente arcaicas, aun las estructuras prerro­mánticas del estilo neoclásico que sirvió para la gesta de la independen­Cla.

7. Sobre esta «generación racionalista •• que emerge hacia 1872 y sobre la formación ideológica y las lecturas de sus integrantes, ver el libro de Arturo Ardao, Racionalismo y liberaliJmo en el Uruguay, Universidad de la República, Montevideo, 1962.

8. Sobre los distingos entre la poesía tradicional y la gauchesca, y entre los géneros gauchescos nativista y folklórico, puede verse un preciso resumen en el prólogo de Horado Jorge Becco, al Cancionero tradicional argentino, Hachette, Buenos Aires, 1960. aunque allí no se considera, como tampoco lo hacen Carrizo o ] acovella, la creación popular espontánea generalmente anónima, que se rige por el modelo culto. . 9. Las referencias a la poesía cultivada en las fUas del ejército revolucionario de Timoteo

Aparicio se pueden ver en Abdón Arózteguy, La revolución oriental de 1870. Editor Félix Lajouane. Buenos Aires, 1889. Dos vols. Tomo l, pp. 242-245.

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Si tomamos el más importante hecho de armas de la Revolución Oriental, la indecisa batalla del Sauce entablada el 24 de diciembre de 1870, podremos enfrentar dos versiones. La que ofrecen unos versos anónimos nacidos dentro de las filas revolucionarias para encarecer la lucha y proporcionar una aureola vicroriosa y heroica a una acción tan discutida por ambas partes y posterior­mente por los historiadores:

En los zanjeados del Sauce le dimos una lección al déspota colorado que oprime nuestra nación. 10

Otra versión es la de Lussich. Su mirada es tristemente realista, con mayor capacidad para ver los hechos objetivos, aunque decorándolos con los latiguillos cimbreantes de la décima:

El valeroso Muñiz en esa batalla amarga, dio cada brillante carga y de un modo tan feliz, que el triunfo estuvo en un tris pa los bravos nacionales; pero zanjas y trigales cubrían al enemigo, mientras que el pecho de abrigo solo tuvimos los liales. 1l

En el ejemplo de la poesía espontánea popular hay un esfuerzo de elevación cultural hacia las manifestaciones del neoclásico burgués -todavía único estilo «digno»- que había fraguado los cantos a los héroes patrios y hasta el himno nacional. Lussich maneja formas que no son estrictamente populares, pero aluden a esa tendencia y sirven para la trasmisión de un determinado mensaje al nivel de un público que está por debajo del autor. Son los «pobres hijos de nuestras campañas» de que habla en su carta a Antonio Barreiro y Ramos.

El convencionalismo del sistema permitió que se transformara en una escuela extensamente difundida, con un número alto de ejercitantes. Como ocurre en estos casos, disimularon sus debilidades creativas con el ingenio puesto a copiar y combinar los elementos aprendidos. Contamos con dos composiciones cultas de Antonio Lussich. 12 Si por ellas debiéramos medirlo diríamos que es el más pedestre de los poetas. También en el campo de la

10. A. Arózteguy, ob. cit., t. l, p. 243 11. LOJ tm gauchoJ orientales. Biblioteca Artigas. Montevideo, 1964, pp. 20-21. 12. «El inválido oriental», que fuera leída en el Teatro Solís en abril de 1874 y «El presidiariü»,

leída en el Club Universitario en setiembre de 1874, ambas recogidas como apéndice en la edición de 1877 de LOJ treJ gauchos orientales, desapareciendo en la posterior de 1883 que puede considerarse la definitiva.

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poesía culta aplica el régimen combinatorio de elementos simples y efectistas, pero éstos, tomados del sistema poético del romanticismo tardío, comprueban la ausencia de temperamento poético original. Descubrimos que no es el poeta, sino el sistema elegido, el que permite tocar a la poesía verazmente. El rigor· de la escuela, que normalmente parece constreñir la expansión creadora del genio, puede sin embargo facilitar invenciones artísticamente vá­lidas.

La frescura del sistema poético de la gauchesca, recién desprendido de las creaciones talentosas de Hidalgo y sobre todo de Ascasubi; la facilidad y vivacidad de sus estrofas melódicas; sobre todo el hecho de constituir un esquema donde se incorporaban las invenciones lingüísticas de los hombres del campo con su sistema metafórico,13 las cuales proporcionaron al escritor un nutrido conjunto de colaboradores espontáneos y una acumulación de agrestes creaciones, concluyó confiriendo a sus productos, más allá del adoce­namiento que establecía el sistema, un acento veraz, una ocurrencia repentina, una gracia rápida y perspicaz que faltó en los escritores que cultivaron el paralelo sistema culto de poesía. La ausencia de esta colaboración popular remitió a los escritores a una retórica libresca.

Siendo el uso nutrido de tropos para las comunicaciones lingüísticas habituales una de las características de las culturas populares, sobre todo las rurales, las cuales hacen descansar esta tropología de uso sobre el marco referencial que las rodea y sobre su jerarquización de esa realidad íntimamente conocida, su repentina incorporación a la literatura genera un flagrante enriquecimiento. Obviamente estos tropos obedecen a los viejos modelos operativos de la lengua (y del psiquismo), los que se reencuentran en cualquier obra literaria, de cualquier nivel, o sea también en la poesía culta.

El dominio de la ttopología por parte de José Hernández ha sido unánimemente reconocido y es casi legendario, pudiéndoselo atribuir a su genio personal. Sin amenguar ese talento, debe reponerse la contribución que él mismo reconoció, procedente de la tropología popular. Sobre todo cuando tenemos que dar respuesta a una pregunta que así podría formularse: ¿A qué se debe que Ricardo Gutiérrez, que es un poeta infinitamente más dotado que Antonio Lussich, no alcance la eficacia artística que éste de­muestra en muchos casos, proponiéndonos soluciones metafóricas del tipo de las que introduce en su versión de Los tres gauchos orientales de 1877 bajo la influencia hernandiana?

Yo soy un gaucho redondo, no tengo luces ni pluma, pero nunca ando en la espuma porque dentro siempre al hondo.

13. Se trata del rasgo que más llamó la atención de José Hernández y el cual, junto a su tendencia sentenciosa, utilizó a fondo en su obra, buscando singularizar al personaje a través deL manejo de los tropos de uso de su lengua y no s610 mediante descripciones, acciones o comentarios generales. En la carra a D. José Zoilo Miguens, que prologa la primera edición de El gaucho Martín Fierro! dice Hernández: {(y he deseado todo estO, empeñándome en imitar ese estilo abundante en metáforas, que el gaucho usa sin conocer y sin valorar, y su empleo constante de comparaciones tan extrañas como frecuentes»),

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La diferencia parece residir en que Ricardo Gutiérrez queda prisionero de un sistema asociativo delimitado y codificado con rigidez, mientras que Lussich se abastece en la producción infinitamente más libre de una comuni­dad entera de hablantes que elabora fuera de las coerciones educativas y sociales que diseñan el imperioso background sobre e! cual debe leerse el desesperado grito de «libertad en e! arte» de los románticos. La vivacidad, la antimecanicidad de esa fuente, la soltura asociativa, la inesperada singulari­dad de su régimen de jerarquizaciones de la realidad, los vínculos de la significación que se obtienen a través de analogías sonoras que vienen del habla dialectal más que de una lengua culta fija, el sorprendente sistema relacionador de los componentes de un determinado medio, todos esos rasgos adquieren una segunda novedad cuando son incorporados a un sistema literario como el de la gauchesca de! período, cuya rigidez no puede escon­derse.

Fue la contribución de los usos populares de! lenguaje (o sea los lingüísti­co-literarios) la que puso esos brillos llamativos de la tropología sobre cañama­zos que eran bastante mecánicos y rígidos. El buen oído de los autores para tales invenciones del lenguaje, y, más aún, su capacidad para inventar «a la manera de» la metaforización popular en ese ejercicio de copia que defendie­ron, depararon las virtudes del más alto rendimiento artístico del sistema.

Con todo, debe reconocerse que aun las estructuras rígidas que desarrolló el sistema «poesía gauchesca» de! setenta se enriquecieron con un manejo avezado de algunas invenciones de los primitivos gauchescos que habían sido revolucionarias, corroborando ese equilibrio entre «tradición» y «originali­dad» que ya Pedro Salinas ilustrara con e! caso de Manrique.

Entre las centrales estuvo la concepción dramática de la poesía abonada por Bartolomé Hidalgo. Con sus (<unipersonales» y su intervención en la Casa de Comedias de Montevideo, había demostrado conocimiento de las formas dramáticas aunque ejercitándolas rudimentariamente. Él introduce los diálogos de gauchos, con sus personajes Jacinto Chano y Ramón Contreras, pero no maneja dos voceros de opiniones independientes enfrentadas sino más bien un trasmisor y un receptor de la información. En la misma época Juan Gualberto Godoy consigue en El Corro!' una más equilibrada participa­ción de los personajes, aunque sin diseñar un conflicto.

Los Diálogos con~tituyen un sensible progreso respecto a las formas primitivas de teatro, los «unipersonales». Propician un conflicto, tratando de superar la monocorde nota narrativa que distingue al género «relacióm>, directamente heredado de las formas romanceadas.!5 La forma diálogo es,

14. Félix Weinberg, Juan Gua/berta Godoy: literatura y polftica, poesfa popular y poesfa gauchesca, Solar-Hachette, Buenos Aires, 1970.

15. Manuel Mújica Lainez le busca un origen realista y encuentra que el diálogo de gauchos responde a una trasposición de situaciones comunes vividas en los ranchos: «Los paisanos gustaban de los enormes relatos minuciosos. Aislados en sus ranchos que separaban, en la llanura, leguas y leguas, acogían con entusiasmo al compañero de paso, para saber de sus labios qué sucedía en el mundo (Vida de Aniceto el Gallo, p. 99, Emecé Editores, Buenos Aires, 1943). Para un análisis literario, esa forma pertenece a la tradición de la narración poética que es de las manifestaciones espontáneas más conocidas de la creación artística y que además, en la época

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para Jorge B. Rivera, la que resume intencionalmente mayor número de requisitos «gauchescos»!6 y efectivamente puede considerársela la más exitosa, desplazando a la inicial forma «cielQ». Desde 1872 será la forma paradigmáti­ca del sistema poético gauchesco. Con Antonio Lussich alcanza capacidad dra­mática.

A diferencia de lo ocurrido en textos anteriores -Hidalgo, Godoy, Luis Pérez, Araúcho, los anónimos, Ascasubi- donde frecuentemente los dos únicos personajes del diálogo se limitan a organizar un circuito trasmisor­receptor, en Lussich presenciamos un enfrentamiento dramático. Aprovecha la virtualidad que el sistema adoptado transporta, haciéndola rendir mayor potencialidad dramática. Aumenta a tres y aun a cuatro el número de personajes dialogantes, reemplazando los dos habituales -con algunas excep­ciones en Ascasubi- y pone en boca de cada uno distinta apreciación del problema que debate.

Aunque son matices de opinión dentro de una causa común a los dialogantes, y aunque llegan rápidamente a un acuerdo de voluntades, se percibe un esbozo de enfrentamiento, que remeda una acción. Las tres actitudes equivalen a tres ideas políticas y se apoyan en tres caracteres esquematizados. Por este rasgo, la obra de Lussich, cuyo mejor exponente es El matrero Luciano Santos, de 1873, marca el tránsito de una poesía de «relación», donde la forma diálogo no podía modificar el género narrativo predominante, a las estructuras dramáticas que desde el Juan Moreira de Chivilcoy en 1886 abrirán otra etapa del tema gauchesco.

3. Poesía política, poesía partidista

Otra característica vincula el sistema poético de 1872 con la anterior poesía (Iprimitiva»; sus creaciones pertenecen a la poesía política, directamente referida a temas de actualidad compartidos por los lectores, el autor y los personajes de la obra. Poesía política en un sentido frecuentemente estrecho, aferrada a los incidentes menudos de las luchas partidarias. Rigurosa poesía de circunstancias.

Tan ancilar dependencia del suceder cotidiano, sumada a la pobreza artística, condenará a la mayoría de estas producciones, puesto que sólo habrán de vivir el tiempo corto de la actualidad. Transcurridos pocos meses, el distanciamiento en los asuntos como en las interpretaciones reclama severas modificaciones para reactualizar el material. La velocidad del cambio y la necesidad de adaptarse a sus imposiciones se puede seguir en las variantes de la titulación -dentro de la costumbre decimonónica del largo rótulo explicativo- que en una y otra edición del poema introdujo ,su autor.!7

disponía ya del nutrido bagaje de los romances, forma cuya trasmutación a una estructura dramática es lenta y dificultosa.

16, Jorge B. Rivera, La primitiva literatura gauchesca, Editorial Jorge Á1varez. Buenos Aires, 1963, pp. 42-49.

17. La primera edición de la obra (Imprenta de «La Tribuna», Buenos Aires, 1872) se titulaba: LOJ treJ gauchoJ orienta/e! / coloquio entre 10J paiJanoJ Julián Giménez, Mauricio Baliente

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Si el empleo de la lengua vulgar en poesía, desde las iniciales composicio­nes de Hidalgo, deriva de una exigenCia política, esta capital definición del «género gauchesco» será objeto de transformación dentro del sistema poético. El artífice máximo del cambio será José Hernández, pero en la obra de Lussich resulta más ilustrativo, si cabe, porque en su caso el proceso se desarrolla a partir de observaciones veristas y casi a despecho de las opiniones del autor.

La actualidad política puede comprobarse, en grado más intenso, en la edición original de 1872, que atiende a los problemas inmediatos de los miembros de su fracción política: el partido Nacional, o Blanco, que desenca­denara la famosa Revolución de las Lanzas, bajo la conducción legendaria de Timoteo Aparicio, desde 1870 hasta la Paz de Abril de 1872. La obra probablemente fue .escrita en unos escasos días del mes de junio de 1872, en Buenos Aires, o sea a sólo dos meses de la paz. lB El autor vivía ardientemen­te los sucesos del momento, como los miembros de su partido enfrentados a resoluciones para poner en práctica el acuerdo. Su obra responderá a una estricta concepción partidista: 19 escribe para ilustrar a los miembros de una fracción política acerca del comportamiento inmediato.

No es este un dato histórico, contextual, ajeno a la composición literaria, sino que pertenece a la estructura interna del poema. Gracias a su propósito político conquista una unidad que le es retaceada por la exposición de otros temas, accidentales o hijos de las convenciones del sistema en que se inscribe. El poema se propone debatir la posición correcta que deben adoptar los revolucionarios respecto al pacto pacificador que comienza a aplicarse y que implica, entre otras disposiciones,20 la entrega de las armas, el sometimiento a las autoridades constituidas, una retribución en metálico, el fin de las persecuciones por razones políticas, la entrega de cuatro jefaturas departamen­tales a los blancos en un primer ejemplo de coparticipación del poder de los dos bandos políticos del país.

El asunto motiva tres respuestas diferentes por cada uno de los personajes. José Centurión, enemigo de la guerra, crédulo respeao a la posibilidad de una paz permanente, es partidario de la fusión política entre blancos y colorados, de conformidad con una corriente de opinión que, dentro de las filas revolucionarias, tuvo predicamento en torno a uno de sus jefes, Belisario

, y José Centurión sobre la Revolución Oriental en circunstancias de! desarme y pago del ejército por Antonio D. Lussich dedicado al señor D. José Hernández. La edición corregida de 1877, que se presenta como segunda, se tituló: Los tres gauchos orientales / coloquio entre los paisanos Julián Giménez, Mauricio Baliente y José Centurión tratando de la revolución oriental ·encabezada por e! coronel D. Timoteo Aparicio desde que se produjo hasta la Paz de Abril de 1872. La pieza complementaria que escribió y publicó en 1873, debido al éxito de la primera, también lleva un largo título histórico donde se dice que narra «los sucesos más importantes de aquella época hasta e! nombramiento de! Dr. José E. EUauri para primer magistrado de la República».

18. En la edición de 1872 se incluye una carta al autor firmada por J. Martínez, que no se publicará en las ediciones posteriores. En ella, datada en Buenos Aires a 22 de junio de 1872, J. MartÍnez dice a su amigo: «Tu obra, escrita y meditada en un corto período, responde con justicia a tus ambiciones y éste es en mi concepto su mérito mayor»,

19. J, Martínez, carta citada, dice: «En lo que no estamos conformes es precisamente en el móvil que te ha inspirado, porque tiene un color político con el cual no simpatizQ)}.

20. El texto íntegro del Pacto de Abril en Arózteguy, ob. cit.

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Estomba, y que en las filas coloradas habría de alcanzar razonada exposición en el manifiesto de Carlos María Ramírez, con el cual puso la piedra fundacional de su partido radical. 2I El gaucho Centurión es francamente fusionista en 1872:" lo será mucho menos cinco años después, en la versión corregida que en 1877 ofrece Lussich de Los tres gauchos orientales. En 1872 afirma:

Muchas veces yo pensé si era un castigo del cielo ver vestir de luto y duelo tanta familia oriental, en grande lucha hermanal despedazarse esta tierra; maldición para la guerra, viva la «Unión Nacional», grita hoy tuito oriental dende el bañao a la sierra.

Los últimos tres versos pasan a ser en la edición de 1877 los siguientes:

... y en vez de empuñar la lanza darle al amo con pujanza y a toda tarea honrada.

La posición opuesta es representada por el gaucho Julián Giménez, quien ha estado exiliado de la patria durante seis años, desde el triunfo de la Cruzada Libertadora del general Flores, y quien prevé que no han de cumplirse las disposiciones pactadas, que mientras haya autoridades locales del partido colorado los paisanos blancos serán objeto de persecuciones y de insoportables humillaciones. Hubiera preferido la continuación de la guerra y considera la paz una traición de sus jefes. Después de juzgarla tan duramen­te, encara dos salidas: o el alejamiento de la tierra natal,

que se quede aqu{ el que quiera, lo que es yo ... voy a emigrar

o su incorporación a las partidas de matreros y gauchos alzados que llenaron los campos en la segunda mitad del XIX a medida que se intensificaban las transformaciones económicas del proyecto liberal:

21. Carlos María Ramírez, La guerra civil y los partidos de la República Oriental del Uruguay. Profesión de fe que dedica a la juventud de su patria. Imprenta a vapor de El Siglo, Montevideo, 1871.

22. Por las expresiones del gaucho Centurión, deduce Mario Falcao Espalter las idea; políticas del autor, lo que resulta inseguro. Dice Paleao: «Parece, a juzgar por los pensamientos expresados por sus personajes, que el joven lussich era de ideas "fusionistas", es decir, partidario de la supresión de los partidos, singular y generosa utopía de que participaban no pocos de sus contemporáneos ... ». Prólogo a Los tres gauchos orientales y otras poeslas. Claudio Garda. Montevi­deo, 1937,p. 11.

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y ha de sobrar monte o sierra que me abrigue en su guarida, que ande la fiera se anida tamién el hombre se encierra.

Entre ambas posiciones extremas se Sltua Mauricio Baliente, anfitrión de sus dos amigos, a quien compete en el esquema general el equilibrio de las tendencias dispares. Proporciona una solución intermedia a la que se pliegan de buen grado sus dos amigos: aceptar, por disciplina partidaria, el pacto, retornando por lo tanto a las tareas pacíficas en sus «pagos» a la espera de que se cumpla. Pero no aceptar una de sus disposiciones: no entregar las armas, escondiéndolas para que sirvan de garantía al cumplimien­to de lo pactado:

Lo que si, no entriego yo las armas con que pelié, y un hoyo en mi pago haré pa alli poder enterrarlas, y si es menester usarlas, pronto encontrarlas sabré.

En el planteo político radica la unificación de la materia literaria. El tema central -debate sobre la Paz de Abril y asunción de una actitud común- se desdibujará a causa de la intercalación de fragmentos de otras tres series temáticas que confieren espesor y variedad al poema. Una de ellas, propia de las convenciones específicas del sistema, incluye el material de ambientación realista: saludos, ceremonias sociales, ofrecimiento de hospi­talidad (mate, alimentos), encomios a los animales, etc. Otra serie es de tipo subjetivo y corresponde a la narración de amores, aventuras y especial­mente desdichas sentimentales, las cuales han de funcionar, dentro del sistema poético de la gauchesca, como equivalencias (paralelismos) en el campo de la afectividad personal de aquellas frustraciones (<<desgracias») que los persona­jes registran en el campo de la vida social, política y económica. Por último hay una tercera serie temática, de naturaleza más objetiva: es la historia sucinta de la Revolución Oriental que, aplicando una de las convenciones peculiares del teatro decimonónico, los personajes se cuentan unos a otros, como si mutuamente no la conocieran, tratando de obviar el autor la falsedad situacional con interrogaciones, asombros, ignorancias y otros recursos que legitimen una información destinada a los lectores y no a los actores de la obra.

La compaginación de estas tres series, alternándose a lo largo del debate político que es asunto central, se perfecciona de una a otra version del poema, adquiriendo en la de 1877 mayor enjundia y respondiendo armoniosa­mente al propósito político. Lejos de ser materiales secundarios para introducir variedad en un relato, pensando en la receptividad por un público no educado, se vinculan a los planteas políticos de cada uno, apoyándolos con datos sobre el carácter, la vida transcurrida, las situaciones particulares. Las tesis de los tres gauchos se coordinan con sus respectivos «tipos», perceptibles

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a través de las historias que cuentan: la naturaleza apacible, impresionable y sensiblera de José Centurión respalda sus argumentos a favor de la paz y la fusión, en tanto que los rasgos ásperos, cortantes, y la violencia irreprimi­ble de ] ulián Giménez, explican su apelación a la guerra. Estos caracteres, levemente bocetados, no son los que generan las ideas, sino que son éstas las que han permitido al autor, progresivamente, desarrollar personajes que se les adecuen.

En este proceso, que nos lleva de una obra esquemática a otra de mayor complejidad, es perceptible la influencia que sobre Antonio Lussich tuvO la lectura de El gaucho Martin Fierro. Eneida Sansone de Martínez puso en claro esta circunstancia, cancelando la posición de precursor talentoso a que la crítica, especialmente la de Borges, había remitido el poema de Lussich. Las similitudes entre ambas obras no responden a perfeccionamientos opera­dos por Hernández respecto al antecesor Lussich (tesis de Borges), sino a las imitaciones que introdujo Lussich en su nueva versión, luego de conocer la obra magna de quien fuera siempre su maestro. 23

4. La poesía social de una «clase desheredada»

Al margen de las apropiaciones artísticas que hace Lussich y que no son siempre felices porque desvirtúan las condiciones propias, humildes pero veraces, de su obra, sin alcanzar la amplitud de registro de Hernández,24 hay otra influencia del Martín Fierro sobre la versión definitiva de Lo~ tres gauchos orientales: opera sobre los propósitos políticos de la obra, graCias a la lección lúcida de Hernández, quien definió con rigor las injusticias que padecía el hombre de los campos sin derivarlas de una lucha de banderías políticas y subrayando al contrario el más vasto alcance social del tema.

23. Prólogo a Los tres gauchos orientales. Biblioteca Artigas. Montevideo, 1964, pp. XII-XVI. 24. Uno de los pasajes más notoriamente «hernandianos}) es el correspondiente a la evocación

que hace Mauricio Baliente de su época de oro (ed. cit., p. 16) que en la versión original, más simple y armónica, decía:

Yo una haciendita tenía y un rancho de material; la suerte de par en par cuitas sus puertas me abría. y sin mermar trabajaba pasando alegre los días. ¡Cuándo yo me pensaría que ansí mi suerte acababa! Tuito tuito se perdió, lo tuve que abandonar, saqué lo que pude alzar y a lo demás, dije adiós. La guerra se lo comió y el rastro de lo que jué será lo que encontraré cuando al pago caiga yo.

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Hernández jerarquizó el tema del «gaucho desgraciadQ)} haciendo de sus personajes, tal como dice en la carta a don José Zoilo Miguens, un «tipo}) al que consideró representativo de una «clase desheredada}). Fue ésta de las virtudes mayores de la concepción de la obra. Es posible pensar que tal enfoque le fue facilitado por algunos planteos concretos del texto de Lussich, donde está intuido realísticamente pero no comprendido y expuesto metódicamente. Asistimos en Los tres gauchos orientales a las circunstancias que permitirán constituir temáticamente-la literatura gauchesca, al trasladarla de una poesía estrechamente política a una poesía social. Volviendo sobre esas notas espontáneas, Lussich intentará, a la luz del modelo adulto que le proporcionó Martin Fierro, una disminución de las apelaciones políticas partidistas que habían sido base de trabajo (otra explicación del atempera­miento de las ideas «fusionistas}) en la edición de 1877) y que al paso de los años habían perdido actualidad y vigor persuasivo, dejando por contraste más visibles y hasta amplificándolas, aquellas notas que apuntaban a una comprensión social, de los problemas del gaucho.

Lussich introduce un tema que no era conocido, en esta versión, de los gauchescos primitivos y que tendrá esplendorosa descendencia en la literatura gauchesca de la segunda mitad del XIX; la traición de los doctores.

Pero, ¡por Cristo bendito! se vino el dotorerio, de bombilla y tinterio, y ya empezó el barajuste.

Hidalgo, quien primero fue testigo del abandono a que la patria organiza­da condenó a sus soldados gauchos, reparó en la diferencia del tratamiento (<<roba un gaucho unas espuelas»), pero estuvo lejos de comprender el fenómeno de clase, que resultó ocultado por la lucha de facciones que habría de conmover el Plata hasta Monte Caseros." En ese período Hilario Ascasubi asume el principio de los partidos políticos policlasistas, que se confundieron con ejércitos en pugna y donde la division se trazó a lo largo de las trincheras, dejando a cada lado unificados gauchos y doctores.

Rosas era tan gaucho como] acinto Cielo o Paulino Lucero (<<porque, a decir la verdá / es gaucho don Juan Manuel»), condición que no compensaba de su ruindad. Más importante que su condición de gaucho -que ya servía para embozar su situación de rico hacendado- era su posición de enemigo. En forma simétrica, el culto general Paz debía ser respetado,· no sólo por sus merecimientos, sino fundamentalmente por su naturaleza de partidario, que lo hacía uno con Jacinto o Paulino, disimulando las clases. Recuérdese la insolencia del «Retruco a Rosas»;

25. En el prólogo al Cancionero del tiempo de RosaJ (Editorial Emecé, 2.' edición, Buenos Aires, 1945), dice José Luis Lanuza: «No se dividió la sociedad argentina horizontalmente como en una verdadera revolución social, sino verticalmente como en cualquier bandería política. Los de poncho -carne para los cuchillos- estuvieron de los dos lados. Un mismo clima social, mental y moral reinó para los de abajo en uno y otro bando».

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Gaucho embustero, mentls brutalmente en cuanto hab/ás contra del general Paz, y en lo demás que decfs. Pues de balde te aflijls, ya tu carta es conocida, y en todas partes sabida la aflición en que te hallás, y para apurarte más yo te buscaré la vida. 26

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Esta concepción partidista cede con la obra de Lussich, sin él percibirlo nítidamente ya que en 1872 creyó estar haciendo rigurosa poesía militante, de partido, y recién en 1883, cuando escribe a su editor," se resuelve a adoptar una visión social.

Sus personajes discuten en 1872 a sus jefes y distinguen dos especies: los vinculados o parecidos o dependientes del «dotorerío» urbano y los otros, similares a los soldados, como Salvañach, que luchan como ellos, e integran un grupo afín que se denominará de los «puriros». Si bien existe un primer ámbito solidario fijado por el partido, dentro de él cabe una nueva división que autoriza la liga de los que son iguales -más en desgracias que en beneficios-, la cual echa las bases de una clase social. Para corregir las críticas que Julián Giménez dirige a Timoteo Aparicio responsabilizándolo de la que entiende infortunada paz, Mauricio Baliente argumenta que no fue la culpa del jefe gaucho sino de los doctores montevideanos:

No es el general, creamé, quien nos ha clavao del pico; son los que untan el bolsico con la sangre de este pals.

Es idea arraigada en el gaucho Mauricio Baliente, que atribuye a los doctores la desunión entre los jefes que contribuyó a la debilidad del movi­miento:

Pero pa más estrupicio los letraos se nos volvieron y ya también disunieron a Muniz con Aparicio; alli empezaron su oficio de entrigas y plumerfa,

26. Hilario Ascasubi, Paulino Lucero. Ediciones Estrada, Buenos Aites, 1945. p. 103, 27. «Tengo legítimo orgullo por el éxito obtenido; no por la importancia que pueda atribuirme

del trabajo intelectual, sino por la causa que defiendo desprendido del partidarismo exaltado, haciendo únicamente justicia a esos desgraciados parias, víctimas dd abandono en que viven, despojados de todas las garantías a que tienen derecho como ciudadanos de un pueblo libre,» Cana a Antonio Barreiro y Ramos, Los tres gauchos orientales, ed. cit., p. 3.

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ansi que de dia en dia, la cosa tal se frunció, que el patriotismo voló ¡,pues sólo ambición habia.'

La crítica a los «letrados» trasunta resentimiento social y visión clasista. Son diferentes pero esas diferencias que para Ascasubi motivaban admiración, ahora son objeto de crítica moral. No se aprecia el valor, la inteligencia, desde el momento que· funciona al servicio de una degradación ética. El tono de ] ulián Giménez es el más violento, sus imágenes las más feroces, aunque ampliamente compartidas por los amigos:

y a la oreja siempre andan y como sarna se pegan; dentran, salen, corren, bregan, se dueblan, con los que mandan: adulan, gruñen y ablandan con el unto de su labia.

Esta manera de ver a los integrantes de la clase superior, urbana y educada, devendrá un lugar común de la poesía gauchesca y se prolongará hasta nuestros días, fijando el comportamiento rural respecto a las élites intelectuales. Se complementa -por oposición- con la visión de sí mismos que tienen los personajes gauchos.

Parten de la convicción de que si no han sido derrotados, tampoco han triunfado en su revolución y que dentro de ella han sido los más perjudicados. Un acento que se había oído antaño en el Cielito del Blandengue retirado, cruza 'por estas lamentaciones. Para] osé Cenrurión la guerra ha sido un mal negoclO:

Nunca pasé de soldao, siempre en pelea dentré, en la vida me quedé atrás en las caballadas, ¡yen tuitas las agarradas el primero me encontré!

] ulián Giménez no lo contradice, sino que lo corrobora:

Sólo cuando nos precisan entonces si son cumplidos, pero dispués de servidos si nos encuentran nos pisan.

La visión de los «dotores» y la de los «gauchos» traza una división dentro del propio partido, que se reproduce idéntica en el adversario, delimitando sectores sociales más que políticos. Este deslinde resulta más real que el

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anterior y tiene su expresión doctrinal en los dos conjuntos ideológicos que se manejaron complementariamente en la época: el «fusionismo» y el «princi­pismo», cuyo módulo basal fue el reconocimiento, a un nivel más elevado y lúcido que en la época romántica, de la existencia de clases sociales.

Decíamos que estos textos de 1872 constituyen un sistema poético que funda la literatura gauchesca. La ideología de tal operación artística es el descubrimiento, por los escritores, de la condición de «clase desheredada» que cabe a los habitantes de los campos. Su resultante literaria es una poesía social, sustituyendo la poesía de facción o de partido que se había practicado hasta entonces.

5. La clase social del poeta

A través de sus personajes registra Lussich la emergencia de una conciencia de clase. Es un dato de observación realista que sin embargo no analiza hasta sus últimas consecuencias. Esta comprobación no lo lleva a adoptar las demandas que confusamente presenta esa clase, tal como en cambio se lo percibe en el texto poético y en los escritos en prosa de José Hernández. Lussich adopta una actitud paternalista y difunde entre sus lectores una ideología de compromiso que revela su propia visión de clase. Su ocasional liga juvenil con los hombres de campo no afecta su integración personal, por nacimiento, educación e intereses, con su propia clase, que en la misma época y simultáneamente se está descubriendo como tal, adquiriendo una conciencia más lúcida de su cometido y tareas,28 sino que, al contrario, lo lleva a reforzarla.

Hacia el final del poema el apacible Maurico Baliente expone como conclusión una filosofía cristiana y encarece la obediencia a los inescrutables mandatos de Dios, así como el reconocimiento de la bondad de los «magna­tes», sin que su discurso entusiasta logre vencer el escepticismo burlón de J ulián Giménez. Esta semilla que propaga fructifica en la coda del poema.

Desperdigados los amigos aparece un cuarto personaje, el matrero Luciano Santos, que ha oído todo, escondido tras los matorrales. Le cabe la representa­ción del autor: ha de contar el diálogo de los «tres gauchos» que designa como un «cuento nacional» y corre a su cargo el discurso solemne a los «gobiernos, gefes, dotores, menistros y chupadores» con que se resuelve la obra. También aquí la articulación literaria, bastante chirriante, que consiste en sacar un repentino oyente escondido, responde a motivos ideológicos. Lussich debe ofrecer un discurso que absorba, interprete y explique su poema, unifique las opiniones dispersas y precise la demanda social a nombre

28. Está por hacerse una revalorización de la llamada ideología del principismo, estudiándola como asunción de una conciencia de clase en la joven burguesía del país. Contamos con varios excelentes estudios acerca de las ideas. (Juan Antonio Oddone, El principiJmo del setenta. Universi­dad de la República. Montevideo, 1956) y acerca de las bases económicas (José Pedro Barrán y Benjamín N ahum, Historia rural del Uruguay moderno, Ediciones de la Banda Oriental, dos vols., Montevideo, 1967) dentro de la linea de crítica al principismo, que abrió Juan E. p¡ve! Devoto (Historia de ¡os partidos polfticos en el Uruguay, Montevideo, 1942).

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de todos los gauchos. Es la función de Luciano Santos y sus décimas. Hoy lo llamaríamos equilibrado discurso reformista: primero pide buenos tratos para el «paisano de ley» y enseguida observa que tal atención depararía que viviera

sin meterse a revoltoso ni a defender caudillaje

con lo cual subraya que es también del interés de autoridades y estancieros el tratamiento humano a un futuro colaborador apacible.

Estos versos faltan en el texto de 1872. Son incorporación de 1877 que corrobora la tendencia al paternalismo -peculiar del mensaje de clausura­y al edulcoramiento de la imagen de los paisanos. Las modificaciones introdu­cidas por el autor revelan que aquella fiereza del hombre revolucionario que lo sedujera cuando redactó su poema" cinco años más tarde le parecen perjudiciales. Es una concepción más apacible la que proporciona a sus lectores, quienes ya no están en la misma situación de hace un quinquenio, saliendo de una guerra larga y dolorosa. No es fácil interpretar esta transforma­ción: saber si el autor, como hiciera Hernández en su diario El Rio de la Plata y posteriormente desde Montevideo en La Patria con el cual colabora Lussich, trata de crear una imagen levemente idealizada del gaucho para defenderlo mejor, o si pretende que ellos, destinatarios del texto, se amolden a esa imagen y se acomoden a la filosofía paternalista del mensaje.

La modificación es notoria en una de las jactanciosas décimas de Luciano Santos. En 1872 decía:

De! campo soy el querido, del monte soy e! adorno, al pajonal lo trastorno y en el guayabo hago nido: como culebra he vivido a un camalote ensimao, carne nunca me ha faltao de hacienda ajena con cuero. ¡He enlasao siempre el ternero que los puntos le habia echao!

En 1877 los últimos versos de la décima cambian:

Mas nunca he sido el azote del pacífico estanciero, solo al que atentó a mi cuero traté apretarle el gañote.

29. En el discurso evocativo del «timorato» Baliente, repárense en estas confesiones sobre los hábitos de la guerra: <<¡Ese día, sí carché / prendas de plata nuevitas!» o «¡Qué día de matar gringos / Si era lansiar a lo finoh)

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La visión realista de 1872 alude a los perjuicios que las guerras civiles ocasionaron a la propiedad, en especial la Revolución de las Lanzas, según el clamor de Domingo Ordoñana, a nombre de la Asociación Rural recién creada. JO El desparpajo con que Luciano Santos proclamaba el carneado de haciendas ajenas, resultaría un desafío a la autoridad de Latorre que hubiera servido para corroborar las drásticas medidas de la pacificación de los campos. El verismo del 72 no se soporta cinco años después, tan profunda es la transformación de la realidad nacional.

Ambas operaciones acentúan e! trasfondo social del poema: los testimonios de los paisanos, escritos a la vera de los sucesos y para que los leyeran, registraron realísticamente e! lento -y desalentado- hallazgo de su clase social, la desheredada de que habla] osé Hernández; los testimonios de la visión clasista de! autor se revelan en el progresivo rebajamiento de las aristas del poema y en e! paternalismo de su mensaje compasivo. En la medida en que es ésta una transformación que se ha operado en la sociedad rioplatense, donde las concepciones de clase afloran al iniciarse la construcción de! orden neocolonial como exigencia de clarificación de los proyectos, estamos en presencia de una obra representativa. Este solo rasgo le confiere situación privilegiada dentro de la serie literaria gauchesca.

(De Los gauchipolfticos rioplatenses. Buenos Aires, Centro Editor de América Latina, 1982)

30. Ver la sección IU, «Estancamiento y crisis en la campaña 1869-1875», así como en la sección IV, la parte U, «La base ideológica de la Asociación Rural del Uruguay», del libro de José Pedro Barrán y Benjamín Nahum, Historia rural del Urugu'fY moderno (Banda Oriental, Montevideo, 1967), yen el Apéndice documental, pp. 84-94 (Banda,Oriental, Montevideo, 1967).

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LA DEMOCRATIZACIÓN ENMASCARADORA DEL TIEMPO MODERNISTA *

1. Democratización de la sociedad y de la literatura

No preveía Thomas Hobbes, en 1651, cuando publica su Leviathán, que de las tres clases de República por institución que distingue en un ejercicio de rigurosa especulación racional, la que menos atiende y estima habría de ser la que alcanzaría más ancha aceptación en los tiempos modernos. Ni la monarquía, que es el modelo que prefiere, ni la aristocracia, alcanzarían el éxito que estaría reservado a esa tercera que así definió: «Cuando el represen­tante es una asamblea de todos agrupados, es una democracia o república po­pulan).'

La palabra democracia, bien exótica en esa fecha y aun durante el siglo siguiente, se haría protagónica a partir de las revoluciones burguesas: la norteamericana de 1776 y sobre todo la francesa de 1789, para ser plenamente aceptada, progresivamente, en los países hispanoamericanos nacidos de la Emancipación de 1810. Habiendo sido la consigna progresista del siglo XIX

europeo, ya a mediados de ese siglo le servía al colombiano José María Samper para una curiosa definición de la raza hispanoamericana (colombiana, para él) concebida desde el ángulo de una incipiente antropología cultural: «Ella pertenece a una etnología enteramente nueva: es la raza democrática. Es una raza sin pasado, que ha nacido de una revolución continental en el siglo XIX; raza sin nobles, ni plebeyos, toda de mártires y héroes, toda de ciudadanos hermanos, toda pueblo. Es una raza que, resultando de la fusión de las razas indígenas con la europea y la etíope, forma un compuesto creado

* En Homenaje a Ana Maria Barrenechea, pp. 525-535, Lía Schwartz Lerner e Isalas Lerner, eds. Castalia, Madrid, 1984. Basado en caps. I y Ir del texto inédito Las máscaras democráticas del modernismo (983).

1. Thomas Hobbes, Leviatán. Trad. de Antonio Escohotado, Introducción de Carlos Moya. Editora Nacional. Madrid, 1979, p. 278.

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para la libertad, sin más título que e! derecho, y teniendo por cuna la victoria de todos». 2

Pero si las repúblicas democráticas de la modernidad comenzaron a aparecer y hacer sus primeros ensayos públicos desde fines de! siglo XVIII,

muy frecuentemente enmascarando las que Hobbes calificaba de repúblicas aristocráticas, e! proceso de democratización de la sociedad europea se había iniciado con anticipación, inicialmente por la creciente incorporación burguesa y luego la de otros estratos sociales. 'De hecho, la palabra democratización sólo alcanza su significado íntegro, históricamente hablando, en relación con e! anterior campo de valores contra el cual se formula, revolucionariamente, por estimar que no es democrático, que no representa los intereses de los más. La sociedad se «democratiza» cuando echa abajo las barreras jerárquicas preexistentes, o al menos algunas de ellas, aun cuando mantenga o edifique otras, las. cuales a veces los grupos renovadores ni siquiera perciben o no quieren percibir. Esas barreras conservadas o nuevas serán objeto de posteriores embates «democratizado res» por las clases marginadas o inferiores de la pirámide social, ya sean anteriores o generadas por los nuevos sistemas sociales. Lúcidamente observó Marx ese proceso a través de la sustitución de las clases en e! poder:

Toda nueva clase que ocupa el lugar de la que dominaba anteriormen­te, para realizar sus fines está obligada a presentar sus intereses como el interés colectivo de todos los miembros de la sociedad, expresándola idealmente: de presentar sus pensamientos bajo una forma universal, como los únicos racionales y universalmente válidos. Toda clase nueva, por lo tanto, establece su dominación sobre una base más amplia que la antigua clase dominante; por eso, más tarde, el antagonismo de la clase no dominante contra la nueva clase domi­nante se desarrollará de una manera aguda y profunda. 3

Esta descripción sólo se refiere a la ocupación plena del poder, pero de ella misma se infiere que la emergencia progresiva de una clase que toma conciencia de sí implica una modificación también progresiva de los valores vigentes en una sociedad a través de una guerra de ideas que preludia la guerra de las armas: la Aufklarung del siglo XVIII dio el modelo de esta mutación progresiva y su desarrollo puede seguirse aun desde fines del siglo anterior con nitidez. Marx pudo. ver cómo el triunfo de la burguesía en el siglo XIX le era ya disputado por nuevos estratos emergentes, que desarrollaban un pensamiento opositor. Este incesante proceso, que teje la dinámica de la sociedad, es también el que reproduce el arte.

Hubo democratización artística en el siglo XVIII, cuando comenzó lo que Hauser ha denominado «la disolución del arte cortesano» que se expresó

2. José Maria Samper, «La confederación colombiana», publicado en El Ferrocarril. Santiago de Chile, enero de 1859 y recogido en Unión y confederación de ¡os pueblos hi.rpanoamericanos. Santiago de Chile, 1862. Reproducción facsimilar. Prólogo de Ricauste Soler. Ediciones de la revista Tareas. Panamá, 1976, pp. 349-350.

3. Karl Marx, Oeuvres cho;sies. Gallimard. París, 1963, t. l, pp. 142-143.

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primeramente en el rococó: «En el favor del público progresista ocupan las galantes escenas de sociedad de Watteau el lugar de los cuadros ceremoniales religiosos e históricos, y el cambio de gusto del siglo se expresa de la manera más clara en este tránsito de Le Brun al maestro de las Fetes galantes».4 Tras él se abre paso «el ideal de sencillez y la seriedad de un concepto puritano de la vida» de tal modo que «al finalizar el siglo no hay en Europa sino un arte burgués, que es el decisivo».' Hubo democratización artística, expansi­vamente derramada por el siglo XIX, que nos dio la novela emocionalista y el melodrama románticos en que la prosa triunfa sobre la poesía y la hubo en el realismo de prosa y poesía de mediados de siglo, orientado paradójica­mente por los «artepuristas»; hubo democratización, consciente y teorizada en el final del siglo XIX, que nos proveyó de la pintura impresionista y del simbolismo poético. El movimiento transformador de este último impulso, respondió a una democratización similar a la que había signado al rococó inicial, con el cual comparte regímenes de expresión literaria y artística. Salvo que su circunstancia, social y estilística, fue bien diferente: operó contra el realismo anecdótico de Courbet (exceptuados sus últimos solitarios «retratos de rocas») o el naturalismo mecánicamente legalizador de Zola; su peculiar medio fue, dentro de la sociedad industrial triunfante que regía imperiosa­mente la burguesía vuelta su segura clase dominante, los pequeños empleados y operarios, decididamente urbanizados, de clase media.

Por debajo de las sucesivas conquistas de esos dos siglos largos (técnicos o artísticos, políticos o sociales) puede seguirse el impetuoso crecimiento demográfico y económico de las sociedades occidentales, al que acompañaron fuertes demandas presentadas por los estratos que ascendían y que reclamaban un lugar dentro del sistema cultural que, por anterior a ellos, los ignoraba, y al cual fatalmente modificarían mediante su incorporación, fuera central o marginal, consentida o arrancada a la fuerza: desde los austeros burgueses a quienes interpretó· Pope (o Bello) hasta los bohemios de clase baja entre quienes cantó Verlaine (o Darío). Se subieron al barco del mundo sin reparar en medios, en franca pelea: venían de las profundidades, de los márgenes desdeñados, y se hicieron un lugar entre los que ocupaban espaciosos puestos sobre cubierta. Acarreaban cosmovisiones propias, a veces simples e incluso distorsionadas por los orígenes sometidos de que procedían, y al introducirlas en aquella que regía desde antes el sistema, lograron subvertirla, trasmutarla a veces, siempre modificarla, aunque no podría decirse que la sustituyeran por entero.

Desde que Alexis de Tocqueville impasiblemente describió a sus compa­triotas europeos cuál sería su futuro, leyéndolo en el espejo de La démocratie américaine (1835-1840), adquirió cuerpo y coherencia la alarma intelectual que, sin necesidad de prevalerse ya de las viejas Reflections on the Revolution in France de Edmund Burke (1790), atacaba la subversión de valores que acarreaba la democratización y que se testimoniaba en las muchedumbres

4. Arnold Hauser, Historia social de la literatura y el arte. Guadarrama. Madrid, 1962, t.

n. p. 25. 5. Ob. cit., p. 16.

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urbanas generadas por la industrialización reclamando derechos políticos y sociales. Dentro de un abundante corpus doctrinal se inscribirían las lecciones magistrales de Ernest Renan, los panfletos flamígeros de Nietzsche e incluso la escuela sociológica de Gustave Le Bon y sus numerosos discípulos, más la beligerante lucha antimodernista de la Iglesia desde la pérdida de los estados papales en 1870. El siglo de la ciencia con sus incesantes revelaciones prodigiosas era también el de la democracia, con su masificación y su vulgaridad, su materialismo y su igualitarismo, que ponían en peligro la entera estructura jerárquica de la cultura, agrediendo a sus más conspicuos oficiantes. Esa doble vertiente del siglo era la que sintetizaba José E. Rodó desde un punto excéntrico, el Montevideo de 1900, en su mensaje a la juventud americana, Ariel:

Con frecuencia habréis oído atribuir a dos causas fundamentales el desborde del espíritu de utilidad que da su nota a la fisonomía moral del siglo presente, con menoscabo de la consideración estética y desinteresada de la vida. Las revelaciones de la ciencia de la naturaleza -que, según intérpretes, ya adversos, ya favorables a ellas, convergen a destruir toda idealidad por su base- son la una; la universal difusión y el triunfo de las ideas democráticas, la otra ( ... ). Sobre la democracia pesa la acusación de guiar a la humanidad, mediocrizándola, a un Sacro Imperio del utilitarismo.6

El proceso democratizador había entrado a América Latina de la mano de la expansión económica imperial hacia 1870 y la enorme disparidad de los dos niveles que se pusieron entonces en relación, así como la violencia de su irrupción transformadora y mediocrizadora, sembraron la alarma en un equipo intelectual formado en las tradiciones aristocráticas de la cultura que, no empece la revolución emancipadora, habían seguido siendo lo propio del núcleo intelectual de la vieja «ciudad letrada» colonial. Más aún en aquellas zonas que presenciaron la irrupción de las masas famélicas de inmigrantes europeos que procuraban ansiosamente las indispensables y bási­cas conquistas materiales de vida. Los programas románticos abstractamente diseñados (el {{gobernar es poblar» que hizo la fortuna de Alberdi) mostraban su rostro real. Prácticamente no hubo intelectual altamente educado que no se sintiera agredido por esas masas que ignoraban todo del pasado americano, se desentendían de todos sus valores y se aplicaban a asegurar su situación económica sin mayor respeto por los símbolos patrios. (Sólo algunos pocos intelectuales, formados en el mensaje revolucionario que también venía con los inmigrantes, el anarquismo internacionalista de la hora, fueron capaces de reconocer la positividad cultural y democrática de la nueva hora del continente. Es el caso de Florencia Sánchez y de su drama La gringa). En distintos grados, desde el Ramos Mejía que reinterpretó esas nuevas {{multitu­des argentinas» a la luz de la historia nacional, hasta el Rodó que, con su sabido equilibrio de contrarios, apostó a que a esa democratización vulgar

6. José E. Rodó, Ariet, Motivos de Proteo. Biblioteca Ayacucho. Caracas, 1976, p. 23.

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seguiría una nueva selección jerárquica de los mejores, no hubo quien no viviera este período como uria subversión. La modernización burguesa y dependiente acarreaba una democratización que desquiciaba los valores esta­blecidos y chocaba con los hábitos elitistas de la vida intelectuallatinoamerica­na. La imagen que dio fue la de una confusión casi indescriptible dentro de la cual los escritores se sintieron perdidos, sin saber cuál era el rumbo a tomar, si es que había alguno suficientemente sólido. Los patricios arreme­tieron contra esa democratización enarbolando el estandarte nacionalista, pero la mayoría de los intelectuales percibió que en ese repliegue no había una solución, que el problema era más grave y exigía otra vía resolutiva. En los escritos del joven Justo Sierra se puede seguir esta investigación del nuevo rumbo. Había comenzado por percibir el internacionalismo (<<mañana quizá deba inaugurarse esa gran civilización que dará una sola almaa la humani­dad», dice en 1869 hablando aún de Lamartine) y había reconocido la legitimidad de la «ansiedad nativa», pues

en esa sed inextinguible de ciencia, anatematizada torpemente por la autoridad teocrática, entra por mucho el espectáculo de tanto absurdo pulverizado, de tanta creencia desvanecida, de tantas preocu­paciones que habían acabado por atrofiar el cerebro humano, compri­miéndolo con el lento depósito de los siglos, y reducidas a humo bajo la acción de la ciencia y de la filosofía, como la yesca bajo el doble influjo de los espejos conjugados.'

Concluyó, cuando escribe el prólogo a los poemas de Manuel Gutiérrez Nájera en 1896, con el reconocimiento de una nueva sensibilidad marcada por una nueva civilización:

«¡El pesimismo de los jóvenes poetas es una actitud, no es un senti­miento!», dicen los flamantes espirituales discípulos de Pangloss. ¡Así pues, la pérdida del rumbo en pleno océano (porque la ciencia sólo sirve, y admirablemente, eso sí, para la navegación costanera por los litorales de lo conocido), la intuición invencible de la inmensidad de lo desconocido, la ocultación de la antiquísima estrella polar que se llamaba la Religión, el enloquecimiento de la aguja de marear que se llamaba la conciencia libre, no son motivo de suprema angustia, no son capaces de trascender a toda nuestra sensibilidad y de enlutar la lira, como asombran el alma con la más densa de las sombras! ¡Y eso no es digno de ser llorado y clamado en sollozos y gritos inmortales! ¡Ah!, si todo eso es una actitud, es la actitud en que nos ha colocado la civilización, la actitud de Laocoonte entre los anillos de las serpientes apolíneas. 8

7. Justo Sierra, Obras completas. UNAM. México, 1977, t. IIl: Crítica y articulos literarios, p.98.

8. Ob. cit., p. 410.

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Aún antes, en un texto que puede ser considerado el «manifiesto de la modernidad hispanoamericana», José Martí había ofrecido una precisa des­cripción de la confusión contemporánea, viéndola en una perspectiva sociológi­ca nítida, como (<una época de elaboración y transformación espléndidas», como «el tiempo de las vallas rotas» (<<Ahora los hombres empiezan a andar sin tropiezos por toda la tierra; antes, apenas echaban a andar, daban en muro de solar de señor o en bastión de convento»), una «época de tumultos y de dolores» en que «no hay obra permanente, porque las obras de los tiempos de reenquiciamiento y de remolde son por esencia mudables e inquietas; no hay caminos constantes, vislúmbranse apenas los altares nuevos», ya que se presencia «la elaboración del nuevo estado social».

Con agudeza señaló algunas de las características de este tiempo promiso­rio pero doloroso e incierto: ya no podían concebirse las obras macizas largamente pensadas y elaboradas, a las que sustituía el espontáneo poema corto, el texto rápido y certero; ya nada quedaba encerrado en pequeños grupos, pues «todo es expansión, comunicación, florescencia, contagio, espar­cimiento. El periódico desflora las ideas grandiosas»; ya los pensamientos no eran únicos y permanentes, sino que nacían del comercio de todos y entraban en un tráfago multitudinario; ya no quedaban «entidades suprahu­manas recogidas en una única labor de índole tenida por maravillosa y suprema» sino que se asistía «a una descentralización de la inteligencia. Ha entrado a ser lo bello dominio de todos»; ya, sobre todo, no había sitio para las convenciones heredadas y se había abierto una libertad espléndida:

Asegurar el albedrío humano; dejar a los espíritus su seductora forma propia; no deslucir con la imposición de ajenos prejuicios las naturale­zas vírgenes; ponerlas en aptitud de tomar por sí lo útil, sin ofuscarlas, ni impelerlas por una vía marcada ( ... ). Ni la originalidad literaria cabe, ni la libertad política subsiste mientras no se asegure la libertad espiritual. El primer trabajo del hombre es reconquistarse. Urge devolver los hombres a sí mismos; urge sacarlos del mal gobierno de la convención que sofoca o envenena sus sentimientos, acelera el despertar de sus sentidos y recarga su inteligencia con un caudal pernicioso, ajeno, frío y falso. 9

2. La Historia, guardarropfa teatral de la sociedad burguesa

A esos mismos dos siglos, XVIII y XIX, correspondió la principalía de la Historia, descubierta y asumida como principio rector. «l believe this is the historical Age» , reconocía David Hume en 1770.

Ese tiempo no sólo fue el de la mayor expansión espacial de los hombres europeos sobre la tierra, sino también el de la mayor expansión temporal que alcanza la humanidad en su recorrido por el planeta. En el mismo

9. José Maní, «El poema del Niágara» (1882), en Ohra Literaria. Biblioteca Ayacucho. Caracas, 1978, pp. 205-217.

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momento en que la aceleración histórica subvierte, unos tras otros, los valores que las sociedades usaban como normas, se produce también la apertura máxima del diafragma del conocer histórico, incorporándose ingentes paneles de pasado, según su posible adaptación a la cosmovisión epocal, pues era ésta la que descubría lo que necesitaba. La historia apareció como un discurso también democrático, capaz de abarcar los diversos estratos que componían una sociedad, pues todos, a su manera, apetecieron el sabor de esos vastos dioramas en que resurgían los tiempos pasados. Lo reconoció entre los primeros Gibbon: «History is the most popular species of writing, since it can adapt itself to the highest or the lowest capacity». 10

La historia nace del desmoronamiento de los absolutos religiosos, los cuales son desenmascarados, pero, como observó Peter Gray, para asumir en cambio las máscaras epocales y utilizar el discurso del pasado al servicio de las ideologías del presente: ((The philosophes made their revolution in history by secularizing its subject matten); ((the expulsion of God from the historiail stage remained an enormous gain for historical science». II Lo que así quedaba patentizado, más que la verdad" del pasado, era el deseo del presente. No se equivocaba el poeta cuando desaprensivamente, después de afirmar «amo más que la Grecia de los griegos / la Grecia de la Francia», cometía esta alegre profanación histórica:

Demuestran más encantos y perfidias coronadas de flores y desnudas, las diosas de Clodión que las de Fidias. 12

Efectivamente, no había otra Grecia, concreta y real, que la galicada, del manierismo de la estatuaria de Clodión al impersonalismo poético de Leconte de LisIe, o sea, desde el inicial rococó democratizante hasta el helenismo del último tercio del siglo XIX, hilvanando diversos momentos de una sensualidad (presente, concreta, real, y no histórica) que se precipitaba al continuo ((embarquement pour 1'1I.e de Cythere».

Con su agudeza libertaria, Nietzsche percibió que el proceso de democrati­zación, que aborrecía, y el baile de máscaras, eran una y la misma cosa. La democratización acarre-aba el ascenso del vulgo, formado tanto por burgueses como por proletarios, plebeyos en suma, quienes se ponían a parodiar a los señores de otras épocas en una suerte de mascarada. Tras la revolución maquinista e industrial, se acrecienta la curva demográfica que deparó un espectáculo enteramente nuevo en toda la historia: las muchedumbres urbanas que habrían de constituir el centro del debate intelectual y darnos opuestas posiciones, y en las cuales se patentizaba, del modo más inmediato, la apetencia

10. Citado por Peter Gray, Tbe Enligbtenment: An lnterpretation. Alfred Knopf. Nueva York, 1969, t. n, p. 396.

11. Peter Gray, ob. cit., pp. 385-389. 12. «Divagacióm>, en Poesla. Biblioteca Ayacucho. Caracas, 1977, p. 184. La misma aprecia­

ción en otros modernistas. Manuel Gutiérrez Nájera dirá que «nuestra época no comprende la pasión de Fedra sino con el puff y los encajes de Madame Bovary o Diane de Lis» en Obras. UNAM. México, 1974, t. IlI, p. 78. .

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-democrática. Se le dieron diversos nombres y Nietzsche trató de ser objetivo: «Ya se llame "civilización", o "humanización", o "progreso" a lo que distingue hoya los europeos; ya se llame esto simplemente, sin elogio ni censura, con una fórmula política, el movimiento democrático de Europa»."

Definida la nueva época como el «movimiento democrático», se podía recordar a los griegos del tiempo de Pericles que habían sido los primeros en ejercer ese sistema político, pero mucho más a los Estados Unidos: «esa creencia de los americanos de hoy que quiere convertirse progresivamente en una creencia europea».l4 Nietzsche no ignoraba la movilidad social que acarreaba, el desarrollo de capacidades individuales que acentuaba, la competi­tividad y el placer de las expectativas constantes que promovía, pues veía que la democracia daba «épocas en que el individuo está persuadido de que es capaz de hacer, poco más o menos, cualquier cosa, que está a la altura' de casi todas las tareas, en que cada uno ensaya, improvisa, ensaya de nuevo, ensaya con placer, en que toda naturaleza cesa y se convierte en arte»." (Su última observación sobre la sustitución de la naturaleza por el artificio, ya la había registrado Marx en la Ideologla alemana: un casi trivial reconocimiento de la trasmutación que operó la industria.)

Nietzsche va más allá, afirmando que ya en la primera época de la democracia de Pericles, los griegos «se hicieron verdaderos comediantes» y que «los hombres modérnos nos encontramos ya en la misma vía absolutamen­te; y cada vez que el hombre comienza a descubrir en qué medida desempeña un papel, en qué medida se puede hacer comediante, se hace comediante» y «entonces se desarrollan una nueva flora y una nueva fauna humanas que, en épocas más fijas y más estrechas no pueden crecer, o bien, por lo menos, permanecen "abajo", puestas fuera de la sociedad ( ... ); entonces es cuando aparecen las épocas más interesantes y más locas de la historia, en que los "comediantes", "toda" especie de comediantes, son los verdaderos dueños».'6

El europeo, ese hombre mixto -ante todo, un buen plebeyo-, tiene absolutamente necesidad de un ve,.stido; necesita la historia a guisa de guardarropa para sus vestidos. El advierte, es verdad, que ningún vestido le va bien; cambia de indumentaria sin cesar ( .. .). ¡En vano se echa mano del romántico, del clásico, del cristiano, del florentino, del barroco o del «nacional», in. moribus et in juribus, nada viste! ( ... ). Estamos preparados, como no lo hemos estado en ningún otro tiempo, para un carnaval del gran estilo, para las más espirituales risas y para la petulancia ( ... ). Quizás descubramos precisamente aquí el dominio de nuestro 'genio inventivo', el dominio en que la originalidad todavía nos es posible, quizás como parodistas de la Historia universal y como polichinelas de Dios.!7

13. Federico Nietzsche, Más allá del bien y del mal. Trad. de Eduardo Ovejero y Mauri. AguiJar. Madrid, 1974. Frag. 242, p. 554.

14. El eterno retorno. Ed. cit., p. 173. 15. Ob. cit., p. 173. 16. El eterno retorno. Frag. 356, p. 173. 17. Más allá del bien y del mal. Frag. 223, p. 540.

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Fiel a su deambular critico, es también Nietzsche quien elogiará esta demanda de máscaras (<<Todo lo que es profundo ama el disfraz. Las cosas más profundas sienten cierto odio respecto de las· imágenes y de los símbo­los») 18 Y sobre todo quien, filológicamente, descubrirá que toda.la cultura modema cumplía fatalmente una función enmascaradora, pues procuraba suplantar el «texto» del pasado con la «interpretación» moderna, como un medio de hacer suyo el mensaje que ya no le pertenecía, adecuándolo a sus impulsos, a sus secretos deseos, a su ideología. El examen a que somete la Revolución francesa es distinto del que efectúa Marx, pero ambos coinciden en registrarla como un acontecer disfrazado. Nietzsche lo ve desde el ángulo de la tarea que desempeñó el «sueño de rebeldía y de entusiasmo» para poder apropiarse del fenómeno histórico, «hasta que el texto desapareció bajo la interpreta­ción»19 en tanto que Marx registra en sus protagonistas la necesidad de enmascararse «a la romana» para poder cumplir con sus designios.

La democratización progresiva de este largo tiempo se pone a revisar la Historia como una guardarropía de teatro. Al principio parece gastar parsimo­niosamente el tesoro que descubre, dándole años de utilidad a cada disfraz, pero la apetencia se acelera con el ejercicio, cada vez es más intensamente devorada por el placer del enmascaramiento y, cuando llegamos al fin del siglo XIX, presenciamos una explosión: el eclecticismo artístico de la época suma indiscriminadamente los trajes de los más variados tiempos, apela a todos los estilos (renacentista, gótico, helénico, oriental) y concluye en un abigarrado bal masqué. Nadie queda exento del contagio y si la proposición enmascaradora es inicialmente burguesa, a ella se pliegan gozosos los sectores altos y bajos, ya que todos rotan sobre la misma dificultad para intentar una operación cultural que no recurra al indirecto y paradójico camino del enmascaramiento.

La reina y su corte se habían disfrazado de pastores sobre el artificioso modelo de una novela o poesía pastoril que sólo podía nacer en las ciudades; muy pronto los economistas ingleses, Adam Smith y Ricardo, se disfrazan, en la percepción de Marx, de solitarios cazadores y pescadores, según el modelo aprendido en el Robinson Crusoe; Rousseau hace puntualment~ el papel de «buen salvaje», ilusión deseante de los europeos, antes de que Chateaubriand lo trasmute en el lírico Atala; pero ya los fieros caudillos de la Revolución se visten de tribunos romanos y reclaman de David esas imágenes plásticas; los jóvenes románticos se asumen como pajes medievales o se ponen libreas de chalecos rojos; muy pronto Sarah Bernhardt y Robert de Montesquiou posarán para el daguerrotipo con kimonos japoneses extraídos de los catálogos de la casa Bing que había aprendido a vender el mundo al menudeo; los decadentes revisten el peplo griego antes de que se apodere de él Isadora Duncan. Al declinar el siglo, Paul Verlaine recupera el ya historizado rococó en las Petes galantes, produciendo algo sutilmente nuevo: el disfraz de un disfraz.

Como no era suficiente con disfrazarse a sí mismo, fue necesario disfrazar

18. Más allá del bien y del mal. Frag. 40, p. 484. 19. Más allá del bien y del mal. Frag. 38, p. 483.

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también al mundo circundante: desde lo que llamamos el historicismo romántico, se prodigará lo que hemos venido a designar como «arte de la decoración», trasladando del teatro a la escena privada las mismas escenogra­fías. Todavía des Esseintes en A rebour! se contentaba con dioramas pintados asomándose a un universo interior acicalado. Los burgueses ricos acumularán la historia completa de la humanidad en una sola mansión mediante modelos decorativos reducidos, lo que permitirá pasar de la sala griega al escritorio renacentista, del recibo Luis XV al salón de fumar oriental, de! comedor pompeyano al dormitorio Imperio. Tras sus huellas, los hispanoamericanos tendrían la suerte de poder agregar una sala azteca'O o una capilla barroco­colonial, venciendo en variedad y en opulencia a los modelos europeos. El eclecticismo abigarrado, que fue la norma de la segunda mitad del siglo XIX, se extendió a la arquitectura consiguiendo sumar todos los estilos en un solo barrio residencial: sin necesidad de caminar mucho se atravesaba la historia entera, disfrazándose de cada época por el azar de la mirada que se excitaba en esa variedad carnavalesca.

Lo que en todo e! ancho ámbito que iba modelando el capitalismo occidental impulsaba el variado enmascaramiento, era la fuerza del deseo, que había adquirido una robusta, urgente, desencadenada libertad. La energía deseante venía irrumpiendo, fuera de cualquier coerción normativa, desde los orígenes del ptoceso económico-social que encabezaba la burguesía, pero sólo adquiriría expansión desde las revoluciones que se encabalgan sobre el 1800, desde los filósofos sensualistas y los ideólogos; primera etapa de un acelerado y desbordado movimiento que sólo un siglo después ya estaría liberado de los enmarcamientos originarios y operaría en un desasido imagina­rio «sobre flujos descodificados, sustituyendo los códigos intrínsecos por una axiomática de las cantidades abstractas en forma de moneda»" y, aún mejor, del irrestricto manejo del crédito y del capital financiero.

El deseo contagió la totalidad de operaciones pertenecientes a la cosmovi­sión social, de modo que se lo puede seguir en los mecanismos crecientes del sistema capitalista, aunque resultó reconocible, cercano y eficaz, en el campo del erotismo. Surgido impetuosamente desde el rococó que se apoderó del imaginario de las clases dirigentes, las burguesas aún más que las aristocráticas en su momento, no haría sino acentuarse sobre un gráfico siempre en aumento que no cesaría de enmascararse con la vasta guardarropía histórica. Las artes y literaturas eróticas de los siglos XVIII y XIX apelaron a las imágenes del teatro histórico aún más intensamente de lo que hicieron otras actividades humanas (ideologías económicas, prédicas revolucionarias, concepciones del poder), al punto que podría reconocerse en e! erotismo

20. La pintoresca casa pompeyana de Schiafino, en México, construida por el arquitecto Santiago Evans, es descrita minuciosamente por Ignacio Altamirano en sus Revistas literarias de México (1868), agregando luego de su recorrido por el exotismo arqueológico: «También allí se encuentra el salón azteca, que contiene decoraciones antiguas, según los m~delos de nu~stros libros históricos. Es una restauración del tiempo de Moctezuma». En La literatura nacIonal. Editorial Porrúa. México, 1949, t. l, p. 173.

21. Gilles Deleuze-Félix Guattari, CaPitalüme et schizophrénie. L'Anti-Oedipe. Éditions de Minuit. París, 1975, p. 163.

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que, entonces, adviene al mundo, una raigal incapacidad para manifestarse si no es mediante el travestido: por un lado nunca tuvo más energía expansiva, por el Otro nunca necesitó más desviadas formas expresivas, tal como si ambos términos estuvieran forzosamente vinculados. La más superficial y candorosa de esas formas la proporcionó el helenismo de teatro vulgar: fue el helenismo pastoral que en el rococó asume a Da/nis y Cloe y en el simbolismo retorna circularmente a las Petes galantes, infinitamente menos perceptivo y audaz que otros revestimientos enmascarado res, como los que van de Sade a Swinburne, y por lo mismo más adaptable a la que en definitiva debe reconocerse como una sana, ingenua, provinciana cosmovisión de los hispanoamericanos del período modernista. Más reveladora que la cacería de «raros» a que todos se entregaron, es hoy, para nosotros, la limitación aldeana que impidió a los escritores modernistas que aceptaran y en muchos casos que ni siquiera vieran las audacias mayores que venían inventándose en las metrópolis: el naturalismo fue condenado por muchos de los renovadores literarios y quienes lo aceptaron procedieron a edulcorado; la lectura de Whitman que hace Martí explícitamente niega la acusación de homosexualismo que había motivado la censura de las autoridades y la tardía de Rimbaud que hace Darío prefiere eludir el asunto; la «decadencia moral» europea fue un lugar común de los modernistas que residieron algún tiempo en el viejo continente, quienes redescubrieron allí, con orgullo, sus viejas tradiciones éticas. Si en la inicial colonización hispano-lusitana podemos detectar un tácito o deliberado «stripping down prOCeSS» de los conquistado­res, para fUtrar los modelos culturales que transportaban, adaptándolos al proyecto de dominación que desarrollaron, ajustándolos a requerimientos locales de poblaciones sometidas, en el periodo modernista encontraremos que esa tamización reductora está siendo operada por los propios latinoameri­canos, de acuerdo con las fuerzas tradicionalistas que los han impregnado y que a pesar de su insurrección contra el pasado local, siguen modelándolos sin que lleguen a percibirlo.

De ahí que se abastezcan de las formas ya colectivizadas por los europeos, o sea, las vulgarizadas, y que la curiosidad que sienten por las aventuras raras y extremadas no los lleve más allá de una contemplación cautelosa. El erotismo que cultivaron ardientemennte fue un escándalo para el medio pacato, pero, respecto a Europa, de donde procedía la incitación liberadora, no superó el nivel de las novelas de Paul Bourget. Por lo mismo necesitaron aún más del disfraz. En 1892, Julián del Casal construye desde La Habana su «museo ideal» del erotismo sobre diez cuadros de Gustave Moreau que revisan el orientalismo y en especial el helenismo, los que no esconden el afán machista simbolizado en el toro que «erige hacia el azul los cuernos de oro». En la Argentina, más exactamente en «Tigre Hotel, diciembre 1894», Darío escribe «DivagaciÓn» donde despliega la sucesión de paisajes decorativos de la historia universal con el fin de propiciar el ejercicio de plurales prácticas sexuales, según el difundido y codiciado catálogo que la época acababa de exponer ante los jóvenes latinoamericanos «hambrientos», para concluir tam­bién con el desplante macho: «y junto a mi unicornio cuerno de oro / tendrán rosas y miel tus dromedarios».

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¿Pero acaso la democracia que advenía al continente no venía también enmascarada? ¿Acaso el populismo urbano que comienza a practicarse en los regímenes positivistas de «orden y progresQ)} no enmascaraba al autoritaris­mo y al centralismo que habían sido los pilares coloniales y resurgían orgánicamente en sistemas apoyados disciplinadamente sobre el ejército, aliado a los dinámicos estratos superiores de productores y comerciantes? Ya en 1874, en su folleto Tres presidentes y tres repúblicas, Eugenio María de Hostos había tenido que recurrir a tres paradojas para explicar su preferencia por el régimen político chileno, que no era sino una república aristocrática, concluyendo que la sociedad chilena «se hizo líbre siendo conservadora: su espíritu conservador ha convertido en hecho la libertad individual y nacio­nal}}." Y en 1900, al publicar México, su evolución social, después de consignar los progresos materiales, educativos y sociales de los 25 años transcurridos de paz social desde el advenimiento al poder en 1876 de Porfirio Díaz, Justo Sierra reconocía que la «magistratura vitalicia de hechQ)} del presidente podía bautizarse «con el nombre de dictadura social, de cesarismo espontáneo, de lo que se quiera; la verdad es que tiene caracteres singulares que no permiten clasificarla lógicamente en las formas clásicas del despotismQ)}.23 También aquí la democracia era un disfraz que no dejaba de ser real y disfrutable, por más que hubiera encontrado la convergencia oculta entre la tradición autoritaria que tenía siglos en el continente y el nuevo orden económico que propiciaban los imperios de la hora. De tal modo que la América Latina que se incorporaba ancilarmente a la economía-mundo occi­dental sumaba al guardarropas universal que proponía la sociedad europea una sección propia de máscaras.

Es fácil -se ha hecho abundantemente- una requisitoria a partir de otro enmarcamiento y aún son fáciles los ilegítimos deslizamientos que concluyen reclamando que los escritores actúen según las doctrinas de un siglo después. Más útil es reconstruir el marco histórico que les correspondió, las proposiciones teóricas que se hicieron en su tiempo y las soluciones que fueron capaces de encontrar a los conflictos que vivían.

(De Homenaje a Ana Maria Barrenechea, Lía Schwartz Lerner e Isaías Lerner, eds., Editorial Castalia, Madrid, 1984).

22. Eugenio María de Hostas, Obras completas. Cultural S.A. La Habana, 1939. Vol. VII: Temas sudamericanos, p. 77.

23. Justo Sierra, Evolución polftica del pueh!o mexicano. Biblioteca Ayacucho. Caracas, 1977, p. 289.

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