isidro vanegas el constitucionalismo fundacional

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Isidro Vanegas

El constitucionalismo fundacional

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En el mundo de la década de 1810 una carta constitucional no era la respuesta evidente cuando se buscaba el mecanismo idóneo para que una comunidad política se gobernara. Francia había dado suficientes traspiés con sus constituciones como para alentar a los escépticos, e incluso la de Estados Unidos, que concitaba abundantes elogios, podía ser vista como una solución ingeniosa a la cual le hacía faltala prueba del tiempo.

La recóndita Nueva Granada de esos tiempos vio emerger no sólo un amplio conjunto de constituciones sino una intensa reflexión acerca de los rasgos que ellas debían tener y de los objetos a que debían atender, de la mejor manera de dotarlas de vida, del procedimiento más adecuado para formarlas. Tales elaboraciones son ignoradas por los colombianos pero también por los historiadores de la América Latina, que han pasado de considerarlas una copia de Francia y Estados Unidos a tenerlas por un derivado del constitucionalismo gaditano. En despecho de esa simplificación, las elaboraciones constitucionales neogranadinas son relevantes no sólo por su precocidad y su precedencia respecto a Cádiz. También lo son por su complejidad intrínseca y porque testimonian una ruptura profunda respecto al antiguo orden monárquico, comúna las revoluciones del mundo atlántico.

Los estudios contenidos en este libro proponen un acercamiento inusual al constitucionalismo y al acontecimiento revolucionario del cual emerge, impugnando al mismo tiempo el difusionismo.

ColeCCión la Ciudad y el hombre

Isidro Vanegas. Historiador, ha publicado entre otros libros Todas son iguales. Estudios sobre la democracia en Colombia. También es coeditor de La sociedad monárquica en la América hispánica.

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Isidro Vanegas

El constitucionalismofundacional

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Primera edición, 2012

ISBN: 978-958-46-0311-1

Carátula:Detalle de la portada del Atlas del Nuevo Reyno de Granada,

por Francisco José de Caldas - 1811

Impreso en Bogotá, Colombia

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Contenido

Introducción 7

El constitucionalismo fundacional 11El imperativo de constitucionarse y sus resultos 12Constitución en la monarquía, constitución en la democracia 17La constitución como catapulta o como espejo de la sociedad 22Constitución como ordenamiento jurídico y como canon del vínculo social 28El constitucionalismo y la obsesión por la libertad 32Constitucionarse: expresión de la autoinstitución de lo social 37

El imperativo de constitucionarse 51Constitución en la monarquía, constitución de la monarquía 53El imperativo de constitucionarse 69Constitucionalismo y Revolución 91

La Constitución de Cundinamarca: primera del mundo hispánico 95Los pasos de la Constitución 97¿Constitución para un reino, una provincia o un Estado soberano? 109¿Constitución monárquica? 119La ley en lugar de la arbitrariedad de los hombres 128

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El constitucionalismo neogranadino, Cádiz y Pierre Menard 131El inverosímil influjo gaditano 132Cádiz y las variantes de revolución en la América española 148La metáfora de Pierre Menard 159

Derechos naturales y Revolución 165Del derecho natural a los derechos naturales 166Derechos naturales y nuevo poder 177La suerte paradójica de un referente 186

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Introducción

En el mundo de la década de 1810 una carta constitucional no era la respuesta evidente cuando se buscaba el mecanismo idó-neo para que una comunidad política se gobernara. Francia ha-bía dado suficientes traspiés con sus constituciones como para alentar a los escépticos, e incluso la de Estados Unidos, que concitaba abundantes elogios, podía ser vista como una solu-ción ingeniosa a la cual le hacía falta la prueba del tiempo.

La recóndita Nueva Granada de esos tiempos vio emerger no sólo un amplio conjunto de constituciones sino una intensa reflexión acerca de los rasgos que ellas debían tener y de los objetos a que debían atender, de la mejor manera de dotarlas de vida, del procedimiento más adecuado para formarlas. Tales elaboraciones son ignoradas por los colombianos pero también por los historiadores de la América Latina, habiendo pasado unos y otros de considerarlas una copia de Francia y Estados Unidos a tenerlas por un derivado del constitucionalismo ga-ditano. En despecho de esa simplificación, las elaboraciones constitucionales neogranadinas son relevantes no sólo por su precocidad y su precedencia respecto a Cádiz. También lo son por su complejidad intrínseca y porque testimonian una ruptura profunda respecto al antiguo orden monárquico, la cual, siendo común a las revoluciones del mundo atlántico, puede dar a los investigadores de estas nuevos elementos de análisis.

El constitucionalismo neogranadino, en efecto, permite ob-servar el hondo traumatismo desencadenado en ciertas socieda-des que se hicieron la exigencia de darse una norma escrita que delineara las relaciones entre sus miembros y que pusiera un

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límite al poder. Una norma abstracta que se presenta como si de ella se derivaran las leyes, viniendo así en este punto a ocupar el lugar que había tenido el monarca, el cual encarnaba en sí mismo la ley y lo justo. Una norma que la sociedad viene a for-jarse por medio de sus representantes, quebrando así la ficción precedente según la cual la ley había precedido a la formación de la comunidad política y por ello quedaba emplazada fuera del alcance de los hombres. Pero hay más vetas a explorar a partir del constitucionalismo neogranadino, pues a través de él podemos avizorar cuánto ha cambiado en los dos últimos siglos el sentido del término constitución, y el régimen democrático mismo, dado que a comienzos del siglo XIX constitución no remitía simplemente a un arreglo institucional sino ante todo al hilo de Ariadna que conduce a los hombres en el laberinto de la sociedad, según la venturosa expresión de un publicista local.

El constitucionalismo neogranadino del periodo revolucio-nario del cual se ocupa este libro, siguió un itinerario propio respecto al resto del orbe hispánico, pero el objeto de estos tra-bajos no es levantar un mejor mapa de las “influencias” que lo habrían conformado sino, entre otras cosas, poner en cuestión la noción de influencia y el difusionismo. Los hombres que se ocuparon de formar constituciones y de debatirlas encontra-ron inspiración en muchos autores de variados países, pero los resultados de ese esfuerzo pueden ser considerados como una “invención” en la medida que todo texto necesariamente es una invención y en la medida que los creadores neogranadinos im-primieron un carácter particular a las normas y procedimientos que forjaron, puesto que ellas fueron labradas a la medida de preocupaciones y de ambiciones irrevocablemente ligadas a su propia experiencia. Cuando su labor se tiene por una simple copia se está ignorando que aquellos en quienes se inspiraron también habían adaptado, como ellos, y sobre todo, que los no-vadores locales participaban de un sustrato común a Occidente que les pertenecía por derecho propio. Es más, ellos creían que en las Américas era donde verdaderamente podría realizarse la libertad y donde la humanidad podría llegar a su plenitud.

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INTRODUCCION 9

Las ambiciosas metas que se asignaron los revolucionarios neogranadinos en buena medida se vieron frustradas porque la ruptura que proponían era demasiado audaz, si se tiene en cuenta que el orden social que deseaban deshacer estaba ancla-do hondamente en la desigualdad, en el corporativismo, en la sumisión. Una segunda derrota de esos visionarios consiste en empobrecer su creación y en culparlos de su audacia.

Magali, como siempre, le dio sentido a estas reflexiones.

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En 1814 cuando el gobierno de la Nueva Granada envió a Lon-dres un comisionado a buscar el reconocimiento de ese naciente Estado, lo primero que le encargó llevar consigo fue el Acta de Federación de las Provincias Unidas y las constituciones de estas.1 Es posible ver allí no solamente la necesidad de mos-trar que había una nación organizada con la cual valía la pena entablar relaciones, sino también el orgullo de haber realizado unas obras de derecho público que los colocaban al lado de sus inspiradores.

Este texto explora los rasgos centrales de ese constitucio-nalismo del periodo revolucionario neogranadino poniéndolo en la perspectiva de la profunda mutación revolucionaria de la cual él es agente, pero ante todo, evidencia. En primer lugar me ocuparé de trazar una aproximación panorámica al conjunto de textos constitucionales de este periodo y a los procedimientos mediante los cuales fueron elaborados. En segundo lugar exa-minaré la manera de aprehender y situar la noción de constitu-ción en el naciente régimen democrático, por contraste con el orden monárquico en crisis. En tercer lugar mostraré las dos maneras polares elaboradas por los revolucionarios para pro-yectar el rol de la constitución respecto a las potencialidades de cambio de la sociedad, bien como espejo o como catapulta de ella. En cuarto lugar expondré el significado dual que comporta-

1 José Félix Blanco y Ramón Azpurúa, comps., Documentos para la histo-ria de la vida pública del Libertador, t. V, Ediciones de la Presidencia de la República, Caracas, 1978 [1876], p. 124.

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ba el término constitución: como ordenamiento jurídico y como canon del vínculo social, siendo esta una precisión importante para asir tanto la complejidad de aquello que estaba en juego en el constitucionalismo como el alejamiento que en la actualidad se ha producido respecto a dicha concepción. En quinto lugar dejaré ver cómo la obsesión por la libertad que florece con la Revolución da lugar a una serie de dispositivos constitucionales que buscan resguardarla pero que al mismo tiempo ponen en riesgo la república. Y en sexto lugar mostraré cómo el afán de los neogranadinos por constitucionarse o constituirse nos pone en contacto con un cambio fundamental acaecido con la Revo-lución: la sociedad aparece a sí misma como fruto de un acuer-do y de un trabajo de modelamiento realizado por los propios miembros de la comunidad política.

El imperativo de constitucionarse y sus resultos

Formar una constitución fue una de las obsesiones de los nova-dores neogranadinos para quienes esta era una de las principales formas de llevar la Revolución en curso a su plenitud. Tal afán, perceptible desde la eclosión juntista de mediados de 1810, un semestre después ya había arraigado en casi todas las provincias e incluso había producido un documento de notoria audacia: el acta constitucional de la Provincia del Socorro, formada y promulgada en agosto de ese mismo año. Que el Nuevo Reino y las distintas provincias carecieran de su propia constitución vino así a resultarle a los revolucionarios una anomalía, pues sin ella los derechos naturales inherentes al hombre quedaban des-amparados, y el despotismo de los gobiernos en general, y del gobierno que había dado la península a América, en particular, sin barreras que lo contuvieran. Constitucionarse era afirmar la voluntad de instituir una o unas comunidades políticas distintas a la nación española, pero simultáneamente era afirmar la voca-ción por la libertad de los hombres.

El imperativo constitucional asumido por los revoluciona-rios dio como resultado un amplio conjunto de textos, sobre los

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cuales vale la pena hacer un par de precisiones.2 La primera, que no se trata de un número extravagante de constituciones puesto que, por un lado, buena parte de los textos son reformas y no constituciones propiamente dichas, y por el otro, se trataba de constituciones con una jurisdicción acotada a una provin-cia determinada. La proliferación de constituciones, pues, hay que entenderla en el marco del predominio del ideal federativo y como expresión de la dificultad de construir una nación. La segunda precisión es que la formación de constituciones tuvo lugar en dos momentos específicos de la Revolución. Una pri-mera ola arranca con la Constitución de Cundinamarca e in-cluye las de Tunja, Antioquia, Cartagena, Pamplona, Neiva, El Socorro, Casanare y Citará, todas las cuales fueron elaboradas entre comienzos de 1811 y mediados del año siguiente. La se-gunda ola, cuyo momento de plenitud es el año de 1815, consis-tió básicamente en la adaptación de las constituciones provin-ciales a las necesidades de una situación dramática en la que, a la precariedad de las repúblicas, vino a agregarse la amenaza de la reconquista española. Estas fueron por lo tanto constitucio-nes provisionales formadas dentro del afán de las provincias de adecuar sus engranajes gubernativos al de la Unión, a la cual cedían, sin mayor entusiasmo, diversas prerrogativas tanto de hacienda y guerra como de justicia.

¿Cómo fueron elaboradas esas constituciones? La iniciativa provino generalmente de alguna autoridad (el Cabildo de Santa-fé de Bogotá o el de Medellín, para las primeras constituciones de Cundinamarca y Antioquia, por ejemplo), aunque en Car-tagena la solicitud fue hecha por un grupo de los vecinos más connotados. Adoptada la propuesta por parte de las autoridades de la provincia respectiva, ellas procedían a tomar tres medi-das tendientes a materializar la iniciativa. La primera, nombrar una comisión encargada de redactar un proyecto, la cual usual-

2 Ver cuadros al final de este estudio.

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mente tuvo ante sí otro u otros textos constitucionales que les sirvieron de punto de referencia, sobresaliendo en este rol la Constitución pionera de Cundinamarca.3 La segunda medida era diseñar los mecanismos mediante los cuales los diputados al colegio constituyente serían escogidos, lo cual usualmente supuso la elaboración de un reglamento electoral.4 Y la tercera medida consistía en convocar a las distintas localidades de la provincia para que enviaran sus diputados a la capital a discutir y aprobar el texto, paso que podía llenarse en un corto tiempo —como en Cundinamarca, donde medió cerca de un mes entre la convocatoria a la elección de los diputados y la reunión del Colegio Constituyente—, o tomarse un tiempo más largo, como en Cartagena, donde esto mismo demoró cinco meses aproxi-madamente.5 Habiéndose reunido los diputados, procedían es-tos a nombrar los dignatarios que dirigirían los trabajos, y luego iniciaban las deliberaciones, las cuales al parecer estuvieron abiertas al público, que en algunos casos pudo incluso presentar iniciativas. Leídos, discutidos y aprobados sucesivos bloques de artículos, esos debates eran consignados en actas, las cuales

3 Las comisiones no parecen haber superado el número de cuatro integran-tes. En Cundinamarca en 1811 la comisión redactora tuvo un carácter par-ticular porque los cuatro encargados (Jorge Tadeo Lozano, José María Castillo, Miguel Tovar y Luis Eduardo de Azuola) redactaron dos proyec-tos. Se sabe que ese mismo año en Antioquia encargaron a José Manuel Restrepo y Juan del Corral, y en Cartagena a Ignacio Cavero y José An-tonio Esquiaqui de redactar los respectivos proyectos. En Tunja, Joaquín Camacho participó en la elaboración del respectivo proyecto, pero al pa-recer no estuvo solo en esta tarea.

4 Se conocen los reglamentos de Cundinamarca y Antioquia de 1811, y en la convocatoria de Tunja a los pueblos de esa Provincia se menciona el envío de un reglamento. A mediados de 1811, por su parte, la Junta del Socorro alude a la elaboración de los criterios para la elección de los dipu-tados que formarían la constitución de esa Provincia (Horacio Rodríguez Plata, La antigua Provincia del Socorro y la Independencia, Academia Colombiana de Historia, Bogotá, 1963, pp. 136-138).

5 Un ejemplo de la exhortación hecha a los pueblos para que tomaran parte en la elaboración de la constitución de la provincia es la que enviaron hacia agosto de 1811 las autoridades de Tunja. Ver “Estados de Bogotá”, Gazeta de Caracas, nº 371, septiembre 27 de 1811.

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eran leídas y ratificadas al día siguiente, para proseguir así hasta tener el texto completo.6

Una vez acordado el conjunto del articulado, la constitución era solemnemente aprobada y mandada a publicar. Pero para que cobrara vida, una constitución debía hacerse pública no sólo a los ciudadanos a los que con ella se pretendía gobernar, sino también a las demás provincias e incluso a las naciones extranjeras. La Constitución de Cundinamarca, quizá la más di-fundida, fue enviada a diversos lugares de Venezuela, fue dada a conocer a algunos emigrados en Londres como Fray Servando Teresa de Mier, fue también remitida a diversos cabildos de Pa-namá y de otros lugares de América, y fue asimismo conocida en la península. Perfeccionar el orden constitucional suponía igualmente su proclamación, la cual se hizo a través de ciertos actos solemnes que variaron de una provincia a otra. En Santafé tuvo lugar una cabalgata por la ciudad encabezada por delega-dos de las diferentes ramas de la autoridad civil, al final de la cual fue leído el bando que daba a conocer la Constitución, y fue pronunciado un discurso por parte del Presidente del Estado. En Neiva los vecinos fueron reunidos, y luego de haberles leído la Constitución se les preguntó si estaban conformes con ella y si por lo tanto la juraban, a lo que respondieron afirmativamente, siendo emplazadas también las diversas autoridades a que la juraran. En Antioquia se ordenó un conjunto variado de activi-dades, entre ellas un desfile en el curso del cual la Constitución fue leída íntegramente. Mientras que en Cartagena las autorida-des realizaron un desfile por la ciudad, y el Presidente Goberna-dor regó monedas a su paso, realizándose ceremonias similares

6 Se conocen las actas de los colegios constituyentes de Cundinamarca y Antioquia, reunidas por Daniel Gutiérrez en Las asambleas constituyen-tes de la independencia, Corte Constitucional / Universidad Externado, Bogotá, 2010. Y del Colegio revisor de la Constitución de Cartagena que-daron consignadas sus deliberaciones en Década Miscelánea de Cartage-na, nº 6-8, 11-17, noviembre 29, diciembre 9, 19 de 1814, enero 19, 29, febrero 9, 19, 28, marzo 9, 19 de 1815. Es dable pensar que los demás colegios constituyentes elaboraron resúmenes similares, pero hasta hoy no los conocemos.

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en las demás poblaciones de la Provincia, como Mompós.7 Las tareas necesarias para dar vida a una constitución no termina-ban aquí. Por un lado, los curas fueron excitados a legitimar el nuevo ordenamiento constitucional, lo cual es dable pensarlo pues así ocurrió en septiembre de 1810 en El Socorro, como lo testimonian los oficios cruzados entre el Presidente de esa Junta provincial y el párroco de Simacota en los que este manifestó su negativa a jurar una constitución que, dijo, no podía “mirar sin horror” pues había sido elaborada por hombres pérfidos que desconocían al legítimo soberano, Fernando 7º.8 Por otro lado, los publicistas comprometidos con la Revolución hicieron in-gentes esfuerzos por hacer aparecer las constituciones como la quintaesencia de una nueva y radiante sociedad.

Las constituciones no fueron, sin embargo, sólo una bella promesa. Ellas dieron lugar a una vigorosa creación institucio-nal. Ofrecieron el marco para que los ciudadanos eligieran sus propias autoridades y les censuraran sus desbordamientos, para que fueran levantados tribunales con una noción inédita de lo justo, para que una desconocida libertad de opinar y de actuar fuera reclamada. Así emergía propiamente la noción de ciuda-dano, como alguien que posee unos derechos inalienables que puede hacer valer ante un poder que tiene unos límites precisos para ejercer la autoridad. Ellas por lo tanto eran también una

7 Sobre las proclamaciones. En Santafé: Carta de José Gregorio Gutiérrez, mayo 19 de 1811, en Isidro Vanegas, comp., Dos vidas, una revolución. Epistolario de José Gregorio y Agustín Gutiérrez Moreno (1808-1816), Universidad del Rosario, Bogotá, 2011, p. 211; Semanario Ministerial del Gobierno de la Capital de Santafé en el Nuevo Reyno de Granada, nº 15, mayo 23 de 1811. En Neiva: Gabino Charry, comp., El centenario de Neiva. 1814-1914, Tipografía de la Diócesis, Garzón, 1914, pp. 33-37. En Antioquia: Repertorio Histórico, año 5, nº 5-8, agosto 11 de 1913, Me-dellín, pp. 358-362. En Cartagena: “Cartagena”, Gazeta de Cartagena de Indias, nº 17, agosto 6 de 1812; “Mompós Septiembre 20 de 1812”, Gaze-ta de Cartagena de Indias, nº 28, octubre 22 de 1812. Salvo en Antioquia, no mencionan la celebración de misas durante los actos de proclamación de las constituciones.

8 Archivo General de la Nación, Sección Archivo Anexo, Fondo Historia, t. 11, ff. 249r-251r.

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bella promesa, que muchos individuos quisieron ver realizada, pese a los enormes obstáculos que se les ofrecían. Los primeros interesados en cosechar los derechos y libertades consignados allí fueron los propios revolucionarios que, en medio de las re-friegas propias de la arena política, reclamaron sus derechos conculcados o recusaron a sus rivales valiéndose de las nor-mas promulgadas. Pero las constituciones también concitaron demandas y aspiraciones nuevas en distintos agrupamientos so-ciales, como sucedió en Antioquia en 1812 donde la lectura de la Constitución indujo a un numeroso grupo de esclavos a soñar que podrían ser iguales, como todos los hombres.9

Ese constitucionalismo neogranadino resulta particular res-pecto al conjunto del mundo hispánico. No sólo por su exhube-rancia sino también porque fue el resultado de una elaboración autónoma, en primer lugar respecto a las Cortes gaditanas y la península en general, respecto a las cuales fue, además de ante-rior, mucho más rupturista del orden monárquico. Se trata, ade-más, de un constitucionalismo específico que sólo historiadores negligentes pueden reducir a una copia o una prolongación del constitucionalismo norteamericano y francés.

Constitución en la monarquía, constitución en la democracia

En unos comentarios al decreto mediante el cual Fernando 7º proscribía la Constitución de Cádiz, un anónimo publicista neo-granadino indicó que antes de la revolución, España nunca ha-bía tenido una constitución, si por ella se entendía el conjunto de leyes fundamentales que definen, determinan y circunscriben el poder público. Precisaba que España había tenido, sí, cons-tituciones en el sentido de reglamentos monacales, así como también había tenido una “viciosa constitución”, esto es, un ré-

9 Proceso “contra varios de los Etíopes por haber intentado su libertad con violencia”, en Archivo Histórico Casa de la Convención - Rionegro, Fon-do Gobierno, t. 193, ff. 1-37.

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gimen “horroroso del feudalismo”, consistente esencialmente en una “escala gradual de superioridad” que iba desde “los úl-timos vasallos hasta los grandes Señores, y grandes oficiales de la Corona, grandes que gozaban de todas las riquezas, de todo el poder, mientras que las noventa partes de la nación en la clase de vasallos y feudatarios, gemían en la esclavitud, y morían en la estupidez y en la miseria”.10

Además de mostrar la repulsión de los revolucionarios neo-granadinos hacia España y su pretensión de seguir gobernando estos territorios, esos comentarios revelan dos de los sentidos que había tenido el término constitución en la sociedad monár-quica. En primer lugar, el de reglamento de una corporación, fuera un colegio, un hospital o un convento. En segundo lugar, el de politeia, en cuyo caso remitía a la manera como estaba ins-tituida la sociedad, a partir de una determinada forma de gobier-no. Dichos comentarios muestran también la convicción, fuer-temente arraigada en aquellos revolucionarios, de que España había carecido de un texto escrito que hiciera las veces de canon superior a partir del cual fueran dictadas las leyes e instituidas tanto las relaciones de los gobernantes y los gobernados como las de estos entre sí, sentido al cual había sido insensiblemente asociado el término después de las revoluciones norteamericana y francesa.

En la monarquía, efectivamente, un variopinto conjunto de disposiciones legales regulaba los distintos ámbitos de la vida social y, puesto que el rey era la medida de lo justo y de lo excelso, no hacía falta un texto a partir del cual pudieran ser deducidas, con toda certidumbre lógica, las normas jurídicas. Antes de la Revolución, en consecuencia, los notables neogra-nadinos no habían pensado las constituciones de Estados Uni-dos y Francia como un horizonte, aunque a ellas habían tenido algún acceso. En medio de los trastornos del orden monárquico

10 “Continúa el Comentario al Decreto de Fernando 7º de España dado en Valencia a 4 de Mayo de 814”, Argos de la Nueva Granada, nº 77, junio 11 de 1815, Santafé de Bogotá.

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iniciados en 1808, por contraste, esos notables construyeron el sentimiento de que aquella era una carencia que debía ser lle-nada. Eso significaba que la nación española, y al tiempo o al margen, el Nuevo Reino de Granada y sus provincias, debían darse una constitución. Tal anhelo entrañaba una profunda rup-tura dado que en el orden monárquico estaba implícito —y así lo repitieron los monarquistas locales a comienzos de la Revo-lución— que España sí tenía una constitución, la cual no sólo era inmodificable sino que aparecía como sustraída al contacto con los hombres. Una constitución que por ser, además, el ca-non de una sociedad tenida por armoniosa, debía ser venerada y no simplemente acatada.11

La iniciativa de formar constituciones, asumida desde la eclosión juntista de mediados de 1810, era por lo tanto un desa-fío de la mayor entidad ante el orden monárquico, dado que por esta vía se rompía de manera irrevocable con la idea según la cual una “constitución” podía preexistir al establecimiento del vínculo entre los hombres que irían a formar una comunidad po-lítica. Puesto que ahora, con la Revolución, el vínculo social de-bía ser fruto de la voluntad libre y explícita de los asociados, la constitución que sintetizara, refrendara y resguardara ese pacto estaba toda por hacer, y además, podría ser modificada o cam-biada enteramente cuando fuese necesario. El término constitu-ción, de esta manera, pasaba a entrañar la voluntad de instituir una nueva comunidad política y no simplemente la de habitar una ya existente. Así, podía entonces acaecer el dislocamiento del imperio del pasado sobre el presente, de la tradición sobre la innovación, que había caracterizado a la sociedad monárquica.

En esta, como he indicado, el término constitución había aludido fundamentalmente a un orden dado, a una forma de go-bierno funcionando de una manera necesariamente armoniosa. Con la Revolución, por el contrario, quedó teóricamente abierta

11 Ver el alegato de Ignacio Vargas, de septiembre de 1810, en Archivo Ge-neral de la Nación, Sección Archivo Anexo, Fondo Justicia, t. 8, ff. 626-676.

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la puerta para que la sociedad se diera cualquier constitución, en el sentido de cualquier forma de gobierno. Entre los novadores neogranadinos, sin embargo, predominó muy rápidamente la convicción de que el único régimen aceptable era el democráti-co en su variante representativa, o, en los términos usuales de la época, el gobierno popular representativo. Una escogencia que, sin duda, debió mucho a la inspiración que los revolucionarios encontraron en las leyes y en el itinerario de la Revolución Esta-dounidense, como se observa en las palabras de un santafereño que en marzo de 1811 manifestó que la tendencia general en las distintas provincias del Nuevo Reino era tomar como mo-delo la “sabia” constitución de los Estados Unidos, la cual, a juicio de los hombres ilustrados, era la “mejor que existe en el Mundo”.12 Aquella escogencia de un régimen popular fue de-nunciada por algunos individuos, pero en general fue vindicada por los notables neogranadinos, como se ve no sólo en multitud de papeles públicos sino ante todo en los mismos textos consti-tucionales. Efectivamente, todas las constituciones consignaron la escogencia de la forma de gobierno popular representativa, incluyendo a la de Cundinamarca de 1811, como lo manifesta-ron en su momento unos anónimos publicistas, para quienes el gobierno que había acordado esta Provincia era “Popular Re-presentativo a distinción del Gobierno despótico”.13

Optar por la forma de gobierno democrático-representativo era escoger un tipo particular de soberanía, la del pueblo. Esto significaba que el fundamento de la autoridad dejaba de radicar

12 “Continúa el Extracto de las dos representaciones sobre la necesidad de conservar la integridad de las Provincias del Reino”, Semanario Minis-terial del Gobierno de la Capital de Santafé en el Nuevo Reyno de Gra-nada, n° 5, marzo 13 de 1811. Uno de los muchos publicistas que aludió al asunto dijo que al momento de “constitucionar sus Repúblicas”, las provincias de la Nueva Granada habían adoptado el gobierno “Democrá-tico representativo” (“Continúa la prevención contra los esfuerzos de los Realistas”, Gazeta Ministerial de Cundinamarca, nº 188, septiembre 1 de 1814, Santafé de Bogotá).

13 Anónimo, “El Montalván”, Imprenta de Don Bruno Espinosa, Santafé de Bogotá, febrero 8 de 1812.

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en un hombre específico para estarlo en una figura abstracta: el pueblo soberano, el cual no adquiría sus contornos sino en medio de la lucha por representarlo, la cual tendría lugar en la arena política. Desde entonces quedó instaurada una asociación que parece natural, entre la imagen de un texto constitucional del que fluyen lógica e imperativamente las leyes, y el régimen democrático. Se trata de un enlace que puede comprenderse me-jor cuando reparamos en que mientras en la monarquía el prín-cipe había sintetizado la ley, en la democracia la ley encuentra su justificación última y su ideal en un pueblo cuya abstractiza-ción que lo define como soberano guarda enormes semejanzas con el canon constitucional en el sentido que extrae su fuerza de un conglomerado de átomos idénticos, sin que le sea posible apelar a la fuerza de su inscripción en un cuerpo particular. En la democracia, la ley debe acomodarse a la imagen de un tal soberano que sólo se hace visible mediante una aproximación intelectual.14

Esa adopción del régimen democrático por parte del consti-tucionalismo neogranadino fue concomitante con el despliegue de una serie de normas y de nociones que lo desarrollaban, y cuyo imperio era mucho más vasto que el de la ley positiva. La libertad que permitía el ejercicio del derecho a opinar y partici-par diversamente en la escena pública, la potestad de elegir a las

14 Una de las expresiones más dicientes del necesario deslinde de la ley res-pecto a los hombres figura en la proclama que cierra la Constitución de Cundinamarca: “No es para vivir sin ley que habéis conquistado vuestra libertad, sino para que la ley hecha con vuestra aprobación se ponga en lugar de la arbitrariedad, y caprichos de los hombres” (Actas del Serenísi-mo Colegio Constituyente y Electoral de la Provincia de Cundinamarca. Congregado en su capital la ciudad de Santafé de Bogotá para formar y establecer su constitución, Imprenta Real de Santafé de Bogotá, 1811, p. 158). Y en la de Cartagena consignaron: “tanto más deben las leyes ale-jar el riesgo del abuso y de la opresión, cercenando las posibilidades del capricho, arbitrariedad y pasiones, y reducir a lo mínimo la esfera de los peligros del ciudadano […] para que en cuanto sea dado a la prudencia humana, la ley y no el hombre, sea la que juzgue, absuelva y condene, y el Juez por ningún caso se convierta en legislador” (Constitución del Estado de Cartagena de Indias, Imprenta del Ciudadano Diego Espinosa, Cartagena, 1812, pp. 87-88).

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autoridades, la igualdad ante la ley que suponía que todos de-bían ser castigados y premiados con la misma medida, la posibi-lidad de intervenir en la creación de la ley, incluso en el cambio de la constitución, la posesión de unos derechos inmanentes que el poder no podría borrar bajo ningún pretexto.

Solo muy pocos revolucionarios controvirtieron la idea se-gún la cual la plenitud de los derechos, y particularmente de la libertad, era posible únicamente bajo un gobierno popular representativo. Antonio Nariño, Simón Bolívar y unos cuantos individuos más alegaron que optar por una forma de gobierno era indiferente, siempre y cuando se consiguieran ciertos bienes superiores como la libertad o la independencia. Un nariñista, por ejemplo, argumentó que no importaba el sistema de gobier-no sino las leyes fundamentales, las cuales debían ser una ba-rrera contra el despotismo.15 Pero argumentos como este fueron desdeñados incluso por la mayor parte de los nariñistas, quienes rehusaron la perspectiva de una monarquía constitucional, bajo cuyo manto se les aparecía necesariamente la opresión que la Revolución trataba de doblegar.16

La constitución como catapulta o como espejo de la sociedad

La Revolución Neogranadina se impuso la meta desmesurada de regenerar la sociedad, de darle un nuevo comienzo. En esta medida, las constituciones fueron pensadas como una catapulta, esto es, como una herramienta para propulsar la ruptura con el antiguo orden.

Esta perspectiva aparece claramente en Miguel de Pombo.

15 “Reflexiones sobre el papel intitulado La Bagatela Mayor de las Baga-telas”, Gazeta Ministerial de Cundinamarca, nº 108, abril 29 de 1813, Santafé de Bogotá.

16 Los diputados al Colegio revisor de la Constitución de Cundinamarca, que sostenían por amplia mayoría a Nariño en el poder ejecutivo, rechazaron la exhortación de este para que dicha Provincia siguiera siendo una mo-narquía constitucional. Ver Antonio Nariño, La Bagatela, nº 30, 32, enero 19, febrero 2 de 1812, Santafé de Bogotá.

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El payanés, enamorado y brillante comentarista del constitucio-nalismo de Estados Unidos, piensa que una buena constitución no sólo forma al pueblo sino que le abre las puertas de la pros-peridad. El Estado de Connecticut, alega Pombo, debió su pros-peridad a la “constitución democrática” que se dio, así como los romanos habían debido su elevación a su “constitución republi-cana”. Para él, por lo tanto, que una de las provincias neograna-dinas careciera de constitución podía ser una situación transito-ria mientras conquistara la prosperidad suficiente para dársela. Pombo llega a aceptar que por el momento los neogranadinos están faltos de la energía y la disposición hacia los asuntos pú-blicos que caracterizaron a los norteamericanos, pero no duda que una vez derrotada la “tiranía” española cada uno de los ciu-dadanos, movilizado por la adquisición de conocimientos y por los deseos de libertad, desarrollará el suficiente vigor patriótico con el cual contribuirá a la buena marcha de la “máquina po-lítica” y a asegurar la libertad bajo una “sabia Constitución”.17

De manera aún más nítida que en Pombo, esta perspecti-va voluntarista aparece en el venezolano Juan Germán Ros-cio, quien no sólo fue publicado en la Nueva Granada sino que mantuvo un fluido intercambio epistolar con algunos revolu-cionarios neogranadinos, como el mismo Pombo y José María Castillo. Roscio recusó a quienes pensaban que las leyes debían acomodarse al genio, clima, usos y costumbres de los pueblos, pues tal era un principio inaplicable a unas gentes que aspiraban a su “libertad e independencia absoluta”, que deseaban recupe-rar unos derechos largamente usurpados, y que justamente por eso suspiraban por una constitución que perfeccionara la obra

17 Miguel de Pombo, Constitución de los Estados Unidos de América. Según se propuso por la Convención tenida en Filadelfia el 17 de Septiembre de 1787 y ratificada después por los diferentes Estados con las últimas adi-ciones, precedida de las actas de Independencia y Federación, traducidas del inglés al español por el Ciudadano Miguel de Pombo, e ilustradas por el mismo con notas y un discurso preliminar sobre el sistema federativo, Santafé de Bogotá, Imprenta Patriótica, 1811, pp. XCV-XCVI, CII-CIII, LXXVI-LXXVII.

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de su libertad y la pusiera a cubierto de quienes en adelante qui-sieran oprimirla. Contemporizar con los rasgos dominantes de la sociedad y con su entorno era “quitar tiranos y conservar la ti-ranía”. Era quedarse como estaban antes de la formación de las juntas y la expulsión de las autoridades peninsulares, de manera que si ese fuera el objetivo habría que formar una constitución “ajustada a la opresión y servidumbre que padecíamos, varian-do únicamente la dinastía de opresores, o haciéndolos electi-vos”, dijo Roscio. Por el contrario, lo que había que hacer era una constitución que destruyera los usos y costumbres serviles, que aniquilara hasta los recuerdos de tales abusos y corruptelas, que jamás permitiera a los tiranos y a la tiranía siquiera acercar-se. Quizás entonces podría tener lugar el acomodamiento de las leyes al genio, costumbres y usos, pero sólo aquellas leyes que no fueran “primordiales, o fundamentales, sino subalternas”.18

La perspectiva de Pombo y Roscio predominó ampliamente en el constitucionalismo neogranadino. Lo muestran con niti-dez todas las constituciones, las cuales no sólo anunciaron en sus preámbulos un porvenir liberado de todos los lastres sino que instituyeron unas libertades y unos derechos de tal natura-leza y de tal magnitud que respecto a la sociedad a la cual iban dirigidos, constituían una ruptura abismal. Las constituciones neogranadinas no fueron por lo tanto un retrato de las aptitu-des de la sociedad sino un horizonte, una meta. Este utopismo constitucional, de hecho, se les suele criticar a sus genitores, sin sopesar que tal utopismo define a la Revolución Neogranadina y ha impregnado completamente a nuestra sociedad.

Frente a esta perspectiva “utopista” que recogió ampliamen-te el constitucionalismo neogranadino se desarrolló una crítica “pragmática”, según la cual una constitución debía ser un espe-jo de la sociedad. Este enfoque tuvo como adalid al santafereño Antonio Nariño, y como leitmotiv la adopción de la Constitu-

18 Juan Germán Roscio, “Carta escrita de Caracas en 15 de Febrero por uno de los primeros Ciudadanos de aquella República”, El Efímero, nº 2, abril 12 de 1812, Santafé de Bogotá.

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ción de Estados Unidos. Combinando sus roles de Presidente de Cundinamarca con el de publicista de oposición, Nariño im-pugnó en octubre de 1811 la pretensión de adoptar para las pro-vincias del Nuevo Reino la Constitución de Estados Unidos, la cual para sus muchos admiradores neogranadinos sería la más sabia y perfecta. Esto podría eventualmente ser cierto, admitió Nariño, pero reiteró que desde la Antigüedad se consideraba que una constitución debía acomodarse al genio, al entorno y a las costumbres de los ciudadanos que ella regiría. No se trataba, por lo tanto, de dar las mejores leyes sino de dar aquellas que unos ciudadanos específicos estuvieran en estado de recibir: los neogranadinos no estaban en estado de recibir la constitución de Estados Unidos porque carecían de las luces, las virtudes y los recursos de los estadounidenses.19

Después de esta intervención, Nariño retomará en múltiples ocasiones estos argumentos. Para él, quienes defendían el fede-ralismo y la Constitución de Estados Unidos no eran sino “al-mas vulgares” que obraban “por imitación, sin calcular las con-secuencias, los tiempos y los lugares”. La comparación respecto a esa nación era por lo demás impensable, puesto que mientras aquellos pueblos habían sido siempre libres, y sus legisladores se habían encontrado al tiempo de la independencia con “le-yes análogas al Gobierno que establecieron”, los neogranadinos habían vivido bajo leyes enteramente contrarias al federalismo que se quería establecer. Nariño añadía que los gobiernos neo-granadinos serían “vacilantes y débiles” mientras las constitu-ciones no se acomodaran al “carácter y a la educación en que nos hemos criado; mientras las leyes no sigan la naturaleza del Gobierno que definitivamente adoptemos y mientras estas le-yes y esta constitución no se puedan establecer con facilidad desde el principio”. El pragmatismo del santafereño no estaba alimentado solamente por la aprehensión ante las represalias de la antigua metrópoli a la cual había que oponerle una fuerza

19 Antonio Nariño, “Al Criticón de Calamar”, La Bagatela, nº 16, octubre 20 de 1811, Santafé de Bogotá.

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consistente si se quería sobrevivir, sino también por el temor a que unas instituciones “excesivamente” libres pudieran trastor-nar la armonía social, acarreando peligrosas divisiones interio-res, surgidas por querer “arrancar de repente todos los abusos y preocupaciones” en que los neogranadinos se habían criado. En lugar de este salto al vacío, Nariño clamó porque los legis-ladores abrazaran “otro sistema que aunque menos liberal”, pu-diera evitar que los neogranadinos se perdieran con sus “bellas Constituciones”.20

Si Nariño debió utilizar este tono patético fue porque, a pe-sar de su enorme reconocimiento como hombre público, no lo-gró que su perspectiva ganara un terreno apreciable. Ciertamen-te, el pragmatismo constitucional ganó algunos adeptos cuando los revolucionarios vieron amenazada la república por su propia extenuación y por los ejércitos de la reconquista. Pedro Gual, por ejemplo, utilizó en 1813 casi los mismos argumentos de Nariño cuando criticó a quienes habían querido trasplantar re-pentinamente las constituciones de Estados Unidos a la Nueva Granada y Venezuela, ignorando, según él, que estos pueblos carecían de las virtudes y las luces de aquel pueblo “laborio-so, ilustrado, y libre desde su nacimiento”.21 Y al año siguien-te Juan del Corral se pronunció por una simplificación de la Constitución de su provincia adoptiva, Antioquia, en la que se

20 En otro aparte, Nariño exclama: “El día funesto se acerca en que si no mudamos de conducta, vamos cargados de nuestras bellas Constituciones a morir en los cadalsos, o en las bóvedas de las Antillas, maldiciendo la crueldad de nuestros capitalistas, que no nos concedieron tres años más para acabar de realizar nuestro sistema favorito”. Ver Arenga al Colegio Revisor de la Constitución, diciembre de 1811, en “Cundinamarca”, Ga-zeta Ministerial de Cundinamarca, nº 20, enero 2 de 1812, Santafé de Bogotá; Antonio Nariño, “Discurso para la apertura del Colegio Electoral pronunciado por el Excmo. Señor Presidente del Estado de Cundinamar-ca Don Antonio Nariño, en 13 de Junio de 1813”, Imprenta del Estado, Santafé de Bogotá, 1813. Ver también la exasperación de Nariño en sus Bagatelas de comienzos de 1812, espec. nº 30 y 32.

21 “Se continúa el discurso del Observador Colombiano en el número 3º de su periódico sobre el origen y causas de la división en que se hallan las Provincias de la Nueva Granada, y Venezuela”, Gazeta Ministerial de Cundinamarca, nº 140, noviembre 4 de 1813, Santafé de Bogotá.

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prescindiera de “teorías impracticables”. Del Corral creía que la Constitución vigente no le convenía al pueblo antioqueño, que aún estaba, según él, en su “infancia”, no sirviendo tan siquiera de precaución ante la esclavitud, puesto que estipulaba una “li-beralidad excesiva de principios” que requerían cierta madurez e ilustración en el pueblo, así como mayores rentas públicas, entre otros factores, de lo cual se carecería en Antioquia, don-de él más bien veía campantes los “hábitos inveterados de la servidumbre” que habían formado en sus conciudadanos cierta especie de “naturaleza”.22 Con todo, las conclusiones que alguien como Nariño quería sacar de su pragmatismo constitucional, a sa-ber, la pertinencia de la forma de gobierno monárquico constitucio-nal para la Nueva Granada, no llegaron a gozar de ningún prestigio.

Concebir la constitución como espejo o como catapulta de la sociedad fue un dilema central de la Revolución. Los pragmáti-cos, como Nariño, Gual, Del Corral y Bolívar, pensaron que las leyes debían formarse de conformidad con el entorno físico y las costumbres prevalecientes, y que poco a poco, si se deseaba, ellas podrían irse modificando a medida que el pueblo fuera sa-liendo de su atraso. La perspectiva utopista, que predominó du-rante el periodo revolucionario, no ignoraba las circunstancias que condicionaban la eficacia de la ley, pero no las tomó como una camisa de fuerza sino como un obstáculo que la misma ley ayudaría a vencer. En los primeros se trata de una actitud con-temporizadora con lo existente, en los segundos de una actitud desafiante. La gran dificultad que enfrentaron los primeros es que de ser aceptados sus argumentos, la Revolución y los revo-lucionarios dejarían de serlo.

22 Segundo mensaje del Presidente-Dictador de Antioquia, en Archivo His-tórico José Manuel Restrepo, fondo I, vol. 7, ff. 386r-390r. En 1815, un sujeto indicó que la constitución o leyes fundamentales de una nación, debían “seguir la naturaleza de su clima, el carácter e índole de sus habi-tantes, y el grado de maturidad en que ellos se hallen” (“Carta de Valerio al autor de las reflexiones sobre la necesidad de reformar la ordenanza, impresas en los números 8 y 9 del Republicano de Tunja”, Estrella del Occidente, nº 12, junio 11 de 1815, Medellín).

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Constitución como ordenamiento jurídico y como canon del vínculo social

Para los hombres de la época una constitución tenía varias fa-cetas. Una de esas facetas era la de ordenamiento jurídico. En este sentido una constitución era, de un lado, la “ley que obliga a los Ciudadanos”, al decir del Poder Ejecutivo de Cundina-marca.23 Y del otro lado, un “reglamento” que define los límites y el modo como ha de ser ejercida la autoridad establecida por la “sociedad política”, según las palabras utilizadas por José Dolores Céspedes en Valledupar, refiriéndose a la Constitución de Cádiz.24 En este segundo sentido los revolucionarios fueron obsesivos en que una constitución debía llenar el requisito de dividir los poderes. En tanto orden jurídico, además, una cons-titución era un conjunto que debía guardar perfecta armonía en-tre sus partes, como lo expresó el Presidente de Cundinamarca, Antonio Nariño: “Cada período, cada cláusula, cada palabra de una constitución, es como el centro de un círculo de donde par-ten una infinidad de líneas hacia la circunferencia de las demás leyes”, las cuales por lo tanto debían ser elaboradas con arreglo a los “principios constitucionales”.25

Un artículo del Diario Político nos recalca esta faceta de constitución como ordenamiento jurídico cuando expresa que el objeto de ella es “fijar las bases del Gobierno y prescribir las reglas más justas para el ejercicio de los poderes” y que sin constitución “no se puede gobernar una República”. Pero agre-ga, con palabras de gran belleza, otra faceta, al indicar que la “constitución o sistema político es el hilo de Ariadna, que nos

23 “Decreto del Supremo Poder Ejecutivo a consecuencia de la anterior in-vitación”, Gazeta Ministerial de Cundinamarca, nº 168, abril 21 de 1814, Santafé de Bogotá.

24 Consulta de las autoridades de Valledupar a las de Santa Marta, octubre de 1813, en Archivo General de la Nación, Sección Archivo Anexo, Fondo Gobierno, t. 24, ff. 26r-34v.

25 “Cundinamarca”, Gazeta Ministerial de Cundinamarca, nº 20, enero 2 de 1812, Santafé de Bogotá.

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conduce en el laberinto de la Sociedad”.26 Se trata de la segun-da faceta de una constitución, aquella que la eleva a canon del vínculo social.

Una constitución era un hilo de Ariadna por muy diversas razones. Ella era la clave para que la sociedad adquiriera todo tipo de bienes, ante todo una felicidad y una prosperidad que aparecen como si en el pasado hubieran sido enteramente des-conocidas.27 Según los novadores, una constitución además impedía el despotismo, garantizaba los derechos del hombre y del ciudadano, era la única manera de establecer la justicia y de asegurar la tranquilidad doméstica, permitía la defensa ante los ataques exteriores, promovía el bien general y aseguraba la “unidad, integridad, libertad e independencia de la Provincia”, como escribieron en la Constitución de Cundinamarca.28 Para un anónimo publicista, formar una constitución era un medio eficaz no sólo de tranquilizar a los pueblos y de hacer prósperos

26 “Siguen los principios de economía política”, Diario Político de Santafé de Bogotá, n° 42, enero 18 de 1811.

27 Las referencias en esta misma dirección pululan. La constitución de un Reino es “la base de toda su felicidad”, dijeron en Santafé, y allí mismo escribieron que una constitución preparaba la felicidad de la presente y las futuras generaciones. En Antioquia alegaron que constitución era una “obra fundada en bases liberales que constituyen un gobierno justo, equi-tativo, económico y liberal y que haga la felicidad de los Pueblos” (“La conducta del Gobierno de la Provincia de Santafé para con el Congreso, y la de este para con el Gobierno de la Provincia de Santafé”, s. e., febrero 24 de 1811, en Biblioteca Nacional, VFDU1-431, pza. 4; “Santafé”, Se-manario Ministerial del Gobierno de la Capital de Santafé en el Nuevo Reyno de Granada, nº 5, marzo 13 de 1811; Daniel Gutiérrez, comp., Las asambleas constituyentes de la independencia, ob. cit., p. 329). La estre-cha asociación entre constitución, por un lado, y libertad, prosperidad, felicidad, por el otro, puede verse en: Ignacio de Herrera, “Manifiesto del Diputado de la Provincia de Nóvita, sobre la conducta del Congreso”, Imprenta Real, Santafé de Bogotá, 1811; Bando dando cuenta de la insta-lación del Colegio Constituyente de Cundinamarca, febrero 28 de 1811, en Manuel Ezequiel Corrales, comp., Documentos para la historia de la Provincia de Cartagena de Indias, hoy Estado Soberano de Bolívar, t. I, Imprenta de Medardo Rivas, Bogotá, 1883, pp. 252-253.

28 Constitución de Cundinamarca, su Capital Santafé de Bogotá, Imprenta Patriótica de D. Nicolás Calvo y Quijano, Santafé de Bogotá, 1811, p. 5.

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a los Estados, sino de estrechar “los vínculos del pacto social, los de la naturaleza y los de la costumbre”.29

Una constitución podía hacer tantas proezas porque era el canon que ordenaba la sociedad. La constitución permitía a los ciudadanos gozar todos los beneficios de una “sociedad bien organizada” pero también refrenaba las pasiones humanas con-teniendo “al malo en sus deberes” mientras dejaba “al bueno una facultad amplia de hacer todo el bien posible”, con lo cual pasaba a ser el abrigo de la libertad individual y el más firme apoyo del Estado.30 La constitución tenía una gran influencia sobre las costumbres y la religión de los ciudadanos, y pudo in-cluso llegar a ser concebida como el reflejo de los distintos tipos de deberes que el hombre debía cumplir. “Deberes u oficios” del hombre para con Dios, para con la sociedad y para consigo mismo, deberes tanto del gobierno como de los ciudadanos, de los cuales dependía el orden social: así dividieron la constitu-ción para Popayán quienes elaboraron el proyecto.31 A los ojos de los revolucionarios, este orden social tenía sus pilares en las leyes fundamentales que una constitución necesariamente debía contener, de ahí que la alteración de aquellas fuera considerada como un atentado contra el pacto fundacional y contra la armo-nía. Puesto que la constitución representaba el “edificio de esta Sociedad”, según dijeron los constituyentes cundinamarqueses,

29 “Política”, El Efímero, nº 2, abril 12 de 1812, Santafé de Bogotá. En Po-payán manifestaron que en el “orden social, la moral y la religión” se consolidaban mediante leyes fundamentales, las cuales además ahorraban las “convulsiones de la anarquía”, y fijaban los derechos naturales que elevaban a los hombres a la prosperidad y el poder a que los llamaba Dios (Tulio Enrique Tascón, transc., “Constitución de la Provincia de Popa-yán”, Boletín Histórico del Valle, nº 49-53, julio de 1938, p. 35).

30 El Argos Americano, nº 71, enero 27 de 1812, Cartagena; Manuel Rodrí-guez Torices, “Contestación de los editores a la carta tercera del Sr. P.”, Argos Americano, nº 37, junio 10 de 1811, Cartagena.

31 Daniel Gutiérrez, comp., Las asambleas constituyentes de la independen-cia, ob. cit., p. 230; Tulio Enrique Tascón, transc., “Constitución de la Provincia de Popayán”, Boletín Histórico del Valle, nº 49-53, ob. cit., pp. 35-60. La Constitución de Pamplona (1815) tiene una sección denomina-da “deberes del cuerpo social”.

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ella no podría ser modificada en sus bases primarias, y el resto sólo podría ser modificado parcialmente.32

Se advierte, entonces, cómo los hombres de la Revolución pensaban que una constitución era mucho más que un conjunto de leyes, mucho más que un dispositivo fundado en el derecho positivo. Que siendo un canon de la vida en sociedad, la cons-titución debía estar arraigada en el corazón de los hombres que integraban la comunidad política. Por eso la Convención de la Provincia de Cartagena le hizo a los pueblos de su jurisdicción el encargo de cimentar la Constitución con su “amor y respe-to”, y por eso los diversos cuerpos constituyentes exhortaron a los ciudadanos a que enseñaran la respectiva constitución a su familia, haciéndole apreciar a todos, los dones mayúsculos que con ella habían recibido: los derechos del hombre, la libertad, la felicidad de la patria, el orden en la sociedad.33

Y puesto que la constitución era el hilo de Ariadna de la so-ciedad, atentar contra ella o simplemente ignorarla era quebran-tar directa y gravemente el orden social. José Miguel Pey ex-presó esta convicción diciendo que la constitución era una “ley sagrada” sin la cual no había sociedad civil, y cuya violación originaba la anarquía, mientras que en un periódico santafereño escribieron que violar la constitución era trastornar las bases del edificio social.34 En las constituciones de Tunja y Neiva,

32 Actas del Serenísimo Colegio Constituyente, ob. cit., p. 29. Una estipula-ción similar hicieron diversas constituciones posteriores, entre ellas la de Neiva de 1815 (“Constitución del Estado libre de Neiva revisada en el año de 1815”, manuscrito, Archivo General de la Nación, Fondo Archivo Aca-demia Colombiana de Historia, Colección Camilo Torres, t. 1, f. 498rv).

33 Constitución del Estado de Cartagena de Indias, ob. cit., p. 125; Cons-titución de Cundinamarca, ob. cit., pp. 45-46; Constitución del Estado de Antioquia sancionada por los representantes de toda la Provincia y aceptada por el pueblo el tres de mayo del año de 1812, Imprenta de D. Bruno Espinosa, Santafé de Bogotá, 1812, p. 72.

34 Discurso de Pey, diciembre de 1811, en Archivo General de la Nación, Sección Colonia, Fondo Miscelánea, t. 58, ff. 554-556; “Observaciones sobre las que hace el Argos Nº 72 del Lunes 3 de Febrero de 1812”, Ga-zeta Ministerial de Cundinamarca, nº 35, marzo 14 de 1812, Santafé de Bogotá.

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por otro lado, escribieron que cada uno debe vivir sumiso a las leyes y a la constitución, y que violar abiertamente unas u otra era declararse en estado de guerra con la sociedad, mientras que eludir su cumplimiento era vulnerar los intereses de la comuni-dad, con lo cual el infractor se hacía indigno de la benevolencia y estimación de esta.35 José León Armero añadió que cuando los derechos de un sólo hombre eran violados, eso desconcertaba “todos los resortes de una constitución que hace la felicidad de la sociedad que se la ha dado”.36

El constitucionalismo y la obsesión por la libertad

“Cuando los pueblos no tienen un gobierno se hallan en el ho-rroroso estado de anarquía; pero cuando este no tiene una cons-titución que le sirva de freno, están en inminente peligro de ser presa, o de la arbitrariedad de sus mandatarios, o de las faccio-nes que dominen la debilidad, e inconsistencia del gobierno”.37 Esta frase, escrita en 1811 en el Argos de Cartagena, muestra la convicción afirmada de muchas maneras por los revolucionarios según la cual la constitución era una barrera a la potencialidad opresiva de la autoridad. Uno de los representantes de Mompós, por ejemplo, alegó que allí habían formado una “constitución provisional” para “no vivir un sólo instante sin una barrera con-tra la tiranía”, mientras que la Junta de Antioquia afirmó que la constitución de la Provincia debería libertar para siempre a los ciudadanos de la tiranía y el despotismo.38

35 Constitución de la República de Tunja, sancionada en plena asamblea de los representantes de toda la Provincia, Imprenta de D. Bruno Espinosa, Santafé de Bogotá, 1811, pp. 12-13; “Constitución del Estado libre de Neiva revisada en el año de 1815”, ob. cit., f. 486r.

36 José Vicente París Lozano, “Vida del licenciado Don José León Armero”, Boletín de Historia y Antigüedades, año X, nº 110, junio de 1915, p. 68.

37 “Correspondencia”, El Argos Americano, suplemento al nº 27, abril 1 de 1811, Cartagena.

38 José María Gutiérrez y José María Salazar, “Los representantes de la Provincia de Mompós, al Congreso General del Reino”, s. e., Santafé de Bogotá, 1811, pp. 18-19, en BN, VFDU1-3399, pza. 2; Daniel Gutiérrez, comp., Las asambleas constituyentes de la independencia, ob. cit., p. 230.

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Los novadores eran conscientes de que incluso si era forjado por el propio pueblo —como ellos efectivamente lo buscaron, mediante la instauración de regímenes democrático-representa-tivos—, el gobierno podía deslizarse hacia un ejercicio despó-tico de su autoridad. La separación de los poderes sería la res-puesta primordial a esa eventualidad, y hacia finales de 1810 los vemos apropiarse de ese principio al mismo tiempo que hacían suyo el proyecto de formar constituciones para las distintas pro-vincias. Así, en Santafé en octubre de este año la Junta modificó la estructura gubernativa atendiendo a ese criterio, pero allí ade-más elaboraron un complejo discurso vindicando la división de los poderes, no sólo porque así el gobierno sería más eficaz sino también porque al cumplir cada poder una determinada función, los derechos de los ciudadanos serían preservados.39 Desde en-tonces la separación de los poderes fue un axioma del cons-titucionalismo neogranadino. La constitución de Cartagena, lo pidió José Fernández Madrid, debía dividir los poderes, puesto que era necesario ponerle límites al gobierno, siempre inclina-do al despotismo.40 Sin embargo, no fue necesario ningún tipo de persuasión para que todas las constituciones dispusieran una rigurosa separación de los poderes. La Constitución de Cundi-namarca, por ejemplo, fue formada teniendo presente que jamás pudieran confundirse “los tres Poderes, Legislativo, Ejecutivo, y Judicial, cuya mezcla, uso, o ejercicio siempre que concurra en una sola persona de cualquiera Estado, o condición que sea, o se usurpe y administre por un sólo Cuerpo, será la señal más cierta, de que violados los derechos del Pueblo y del Ciudada-no, se ha cometido por parte del que tenga el Gobierno la más execrable traición y el horrible crimen de la tiranía”.41

Parcelar los poderes era hacer difícil la emergencia de un

39 Suplemento al número XIX del Diario Político de esta Capital, octubre 27 de 1810, Santafé de Bogotá.

40 José Fernández Madrid, “Correspondencia de los editores con el Sr. P. Carta quinta”, Argos Americano, nº 39, junio 24 de 1811.

41 Actas del Serenísimo Colegio Constituyente, ob. cit., p. 14.

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poder concentrado que se hiciera despótico, con lo cual se pre-servaría la libertad y los derechos de los ciudadanos. Pero a los revolucionarios la separación de los poderes no les pare-ció una garantía suficiente. Además de esperar que la opinión pública, armada de la libertad de la imprenta, ejerciera el rol que le competía, buscaron salvaguardar la libertad con dos dis-posiciones adicionales. La primera, instituir periodos exiguos para el ejercicio de las distintas responsabilidades gubernati-vas, disposición puesta en práctica ampliamente, aún a riesgo de ver agonizar la república.42 En Cundinamarca, además, el poder ejecutivo fue objeto de especiales prevenciones: tendría dos consejeros elegidos popularmente, podría ser depuesto por el legislativo en caso que usurpara las facultades de otra rama del poder o quebrantara el orden constitucional, y sería vigila-do por el “Senado de Censura y Protección”. Al Presidente le estaba prohibido pasar inmediatamente a “ninguna de las otras partes de la Representación Nacional”, no podría ser reelegido inmediatamente, y sus consejeros sólo podrían serlo por una vez.43 La segunda disposición fue hacer de aquel Senado prácti-camente un cuarto poder, encargándolo ante todo de vigilar que los distintos poderes no quebrantaran el orden constitucional. La Constitución de Cundinamarca, por ejemplo, especificó en estos términos la función de ese cuerpo: “velar sobre el cumpli-miento exacto de esta Constitución e impedir que se atropellen los derechos imprescriptibles del Pueblo y del ciudadano”.44 De

42 Los diputados al Colegio Constituyente de Cundinamarca fueron cons-cientes de los riesgos de acortar excesivamente el periodo del Presidente en aras de evitar el establecimiento de un poder despótico. Ellos buscaron la manera de conciliar la “subsistencia e inviolabilidad de los derechos del Pueblo y del Ciudadano” con la duración del Presidente, necesaria, pues de lo contrario se harían “demasiado pasajeras las funciones de su alto Ministerio, y privaría al público las más de las veces del fruto que deben sacar de sus empresas, las cuales en poco tiempo no le sería posible concebir, ni menos realizar” (Actas del Serenísimo Colegio Constituyente, ob. cit., pp. 30-31).

43 Actas del Serenísimo Colegio Constituyente, ob. cit., pp. 59, 83-84.44 Tal senado existió en las principales provincias: Cundinamarca, Tunja,

Antioquia y Cartagena. Ver Constitución de Cundinamarca, ob. cit., pp.

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esta manera establecían una de las primeras instituciones encar-gadas del control de constitucionalidad en el mundo.

En las distintas provincias el senado recibió tales atribucio-nes porque los revolucionarios estaban convencidos de que la constitución era la norma superior, dado que en ella radicaba la posibilidad de que los derechos naturales del hombre pudieran quedar a salvo. Si la constitución designaba y condensaba unos derechos que eran como el destino de los hombres que compo-nían la comunidad política, ella no podía sino estar por encima de las demás leyes, pero también a salvo de la hostilidad de quienes desearan conculcar aquellos derechos. La Constitución de Cundinamarca reformada en 1812 dispuso que, “todo lo que se haga contra alguna o algunas de las disposiciones contenidas en esta Constitución será nulo, de ningún valor ni efecto”.45 Y en la anterior versión de la Constitución de esa Provincia habían consignado la noción de “inconstitucional”, para referirse a una ley que se opusiera directa o indirectamente a ella, bien fuera en su sustancia o en el procedimiento de su elaboración. Para saber si una disposición era constitucional o no, había que determinar si ella “ofende, o no los derechos de los Ciudadanos en su liber-tad, seguridad, o propiedades”, según conceptuó un diputado en el Colegio Constituyente que elaboró dicha Constitución.46 El término parece haber hecho fortuna pues un periódico santafe-reño contó que un individuo anatematizado públicamente como “enemigo del Gobierno y de la independencia” y además como “amigo de la esclavitud”, había recibido apoyo cuando algunas autoridades “comenzaron a obrar contra él inconstitucional-mente”, pero que de esta manera no trataban de “defenderlo a él sino a la Constitución”.47

25-28; Constitución de la República de Tunja, ob. cit., pp. 24, 37; Consti-tución del Estado de Antioquia, ob. cit., p. 34; Constitución del Estado de Cartagena de Indias, ob. cit., p. 19.

45 Constitución de la República de Cundinamarca, p. 59.46 Constitución de Cundinamarca, ob. cit., p. 15; Actas del Serenísimo Cole-

gio Constituyente, ob. cit., p. 94.47 “A los enemigos de la esclavitud. Carta al reimpresor de la Bagatela núm.

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36 EL CONSTITUCIONALISMO FUNDACIONAL

La obsesión por la libertad desembocó en la pretensión de fijar la constitución para evitar que sus vectores primordiales fueran eliminados o alterados, atentando así contra los derechos de los ciudadanos. Siguiendo este impulso, la generalidad de las constituciones neogranadinas dispuso que las bases funda-mentales de ellas fueran inalterables y que sus “ramos secun-darios” fueran difícil o lentamente cambiados. Pero al mismo tiempo la obsesión por la libertad sopló un impulso más fuerte y enteramente contrario al de la petrificación de la constitución. Encontrando inspiración en Thomas Paine, los revolucionarios neogranadinos hicieron de la mudanza del orden constitucional una virtud republicana. Paine había escrito que “cada edad y cada generación es, y debe ser por derecho tan libre para obrar por sí misma en todos casos como la edad y la generación que la ha precedido. La vanidad y presunción de gobernar aun des-de más allá de la tumba es la más ridícula e insolente de todas las tiranías. El hombre no tiene propiedad sobre otro hombre; ni una generación la tiene sobre las que están por venir”.48 La admonición, tan extraña a la tradición norteamericana, fue muy atendida en la Nueva Granada, donde en septiembre de 1810 un anónimo payanés escribió: “Si el hombre ha recibido de la misma naturaleza el poder de conservarse, ni hay Autoridad irrevocable, ni sanción de las generaciones pasadas que perju-dique a la presente en sus derechos”: el vínculo no se ha tejido

23”, Imprenta del Estado, Santafé de Bogotá, 1814.48 Thomas Paine, La Independencia de la Costa Firme justificada por Tho-

mas Paine treinta años ha, Imprenta de T. y J. Palmer, Filadelfia, 1811, pp. 41-43. También Raynal sirvió de inspiración a esta actitud, como lo indica el hecho de que Francisco Antonio de Ulloa hubiera asentido a su idea de que “no hay una forma de gobierno, cuya prerrogativa consiste en ser inmutable”: cuando las sociedades llegan a tenerse por desgraciadas como resultado de su forma de gobierno, ellas lo cambiarán. Por lo demás, “cada uno quiere y escoge para sí, sin que se pueda querer y escoger para otro; y sería un insensatez monstruosa querer que eligiese para el que no ha nacido, el que dista muchos siglos de su existencia” (Francisco Anto-nio Ulloa, “Fundamentos de la independencia de América”, Imprenta del Gobierno, Medellín, 1814).

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EL CONSTITUCIONALISMO FUNDACIONAL 37

de manera que obligue indefinidamente.49 La Constitución de Tunja, promulgada a finales de 1811, afirmó el carácter esen-cialmente mudable de la constitución, y la necesidad de actuali-zar el pacto, pues “una generación no puede sujetar a sus leyes la voluntad esencialmente libre de las generaciones futuras”.50 Una formulación que será tomada literalmente por la de Antio-quia de 1812 y la de Neiva de 1815, y en un sentido semejante por el Reglamento para el gobierno provisorio de la Provincia de Pamplona.

A los ojos de los revolucionarios neogranadinos el ordena-miento constitucional debía ser mudable para que la libertad y la realización de la condición humana no terminara confiscada por los ancestros. Abrían así la puerta a una democracia que podía irse acomodando a la ampliación incesante de la libertad que ella misma proponía, aunque de esta manera corrían el ries-go de engendrar un orden frágil que ponía en peligro aquello que deseaban salvaguardar.

Constitucionarse: expresión de la autoinstitución de lo social

Durante la Revolución, darse una constitución era tratar de ma-terializar la certeza de que los hombres destinados a conformar una comunidad política debían poner, ellos mismos, los pilares sobre los que se alzaría, y que al hacer esto delineaban unos determinados vínculos sociales.

Tal potestad de esculpir la polis encontró justificación en un argumento que los novadores neogranadinos conocían pero que en el curso de la Revolución vinieron a utilizar de una manera inédita, pues lo pusieron al servicio de la refundación del or-den: los hombres poseen unos derechos naturales que siendo inalienables e irrenunciables los autorizan a forjarse los medios para preservar aquellos derechos. Así, en Antioquia justificaron

49 Archivo General de Indias, Estado 57, n° 29, 1, sin foliación.50 Constitución de la República de Tunja, ob. cit., p. 10.

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38 EL CONSTITUCIONALISMO FUNDACIONAL

la elaboración de su Constitución diciendo que los sucesos acia-gos de la monarquía habían devuelto a los españoles de ambos hemisferios las prerrogativas de “su libre naturaleza”, y a los pueblos las prerrogativas del “contrato social”, con lo que todos ellos “reasumieron la soberanía, y recobraron sus derechos”. Imposibilitados además los gobiernos de la península para cum-plir las “condiciones esenciales de nuestra asociación”, los pue-blos de la Provincia, usando de los imprescriptibles derechos concedidos por Dios al hombre, habían delegado en el Colegio Constituyente la institución de un gobierno “sabio, liberal y do-méstico” que los mantuviera en paz, les administrara justicia y los defendiera contra todos los ataques tanto interiores como exteriores, según lo exigían las “bases fundamentales del pacto social, y de toda institución política”.51 Una afirmación similar hicieron prácticamente todos los colegios constituyentes, como el de Cundinamarca, que expresó que, habiendo Dios conce-dido a los hombres la facultad de reunirse en sociedad “bajo pactos y condiciones que le afiancen el goce y conservación de los sagrados e imprescriptibles derechos de libertad, seguridad y propiedad”, ellos podían acordar la forma de gobierno que considerasen más adecuada para hacer la “felicidad pública”.52

Para alcanzar tales metas la sociedad debía darse una consti-tución, no simplemente recibirla o acatarla. Las constituciones neogranadinas, por lo tanto, contrastan completamente con la de Bayona, otorgada por Napoleón, y de esta manera asimilable a un orden monárquico donde el rey da la Ley a una sociedad a la que no le queda otra opción que cumplirla. Los revoluciona-rios neogranadinos llegaron incluso a pensar una constitución como generadora de la comunidad política. Mediante su Cons-

51 Constitución del Estado de Antioquia, ob. cit., pp. 3-4. Los diputados al colegio constituyente juraron que la constitución que iban a formar, debía garantizar a los pueblos de esa Provincia sus “sagrados, e imprescriptibles derechos de libertad, seguridad y prosperidad”, así como la pureza de su religión (Daniel Gutiérrez, comp., Las asambleas constituyentes de la in-dependencia, ob. cit., p. 239).

52 Constitución de Cundinamarca, ob. cit., p. 3.

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EL CONSTITUCIONALISMO FUNDACIONAL 39

titución los cartageneros creían estarse erigiendo en “cuerpo político, libre e independiente”, y allí mismo José Fernández Madrid afirmó que la constitución no era otra cosa sino “las le-yes fundamentales sobre que se quiere cimentar el edificio de la felicidad pública”, o, como había dicho Rousseau, “las primeras condiciones de la asociación civil”. En Santafé, un importante funcionario aludió a la “constitución del Estado o las primeras leyes políticas de nuestra Sociedad”.53 A sus ojos, la constitu-ción aseguraba la existencia del cuerpo político y permitía a los ciudadanos el goce de sus derechos naturales y el castigo contra sus perturbadores, aunque a condición de que ella fuera vene-rada respetuosamente tanto por los funcionarios como por cada uno de los ciudadanos, en tanto que “el instrumento público y solemne tratado de nuestra alianza social”, según escribieron en un periódico cartagenero.54

En una república, como la que se consagraron a fundar los notables neogranadinos, eran los ciudadanos por lo tanto quie-nes debían formar la ley bajo la cual serían gobernados. Así, los constituyentes cundinamarqueses fueron enfáticos en que una nueva era se abría puesto que en lugar de la “voz imperiosa del despotismo” que venía de España, era de la “voluntad de los Pueblos” de esa Provincia de donde ahora provenía la ley que garantizaría los derechos que “la naturaleza, la razón, y la Reli-gión” les había concedido y de los cuales habían sido despoja-dos por la tiranía de tres siglos.55 Poniendo de manera inédita a la naturaleza y a la razón entre los fundamentos de sus derechos no hacían sino reafirmar que los cánones a instituir para hacer

53 Constitución del Estado de Cartagena de Indias, ob. cit., p. 4; José Fer-nández Madrid, “Correspondencia de los editores con el Sr. P. Carta quin-ta”, Argos Americano, nº 39, Junio 24 de 1811; “Mensaje del Secretario de Estado para la apertura de la primera Sesión ordinaria del Cuerpo Legis-lativo del Estado de Cundinamarca”, Semanario Ministerial del Gobierno de la Capital de Santafé en el Nuevo Reino de Granada, nº 13, mayo 9 de 1811.

54 El Efímero de Cartagena, nº 1, septiembre 5 de 1812.55 Actas del Serenísimo Colegio Constituyente, ob. cit., p. 158.

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40 EL CONSTITUCIONALISMO FUNDACIONAL

posible la vida en común debían ser el fruto de un acuerdo ex-plícito. Un “pacto o ley” sancionado por la “voluntad general” era el marco dentro del cual el pueblo encontraba la libertad, in-dicó Antonio Nariño, quien añadió que era la voluntad general la que sancionaba ese pacto, de cuya observancia dependía la seguridad y la libertad del ciudadano, así como la posibilidad de que el gobierno, a su turno, pudiera hacerlo cumplir.56 Para que ese pacto o ley comprometiera al conjunto de los ciudadanos debía formarse de tal manera que quienes iban a recibir la ley fueran los mismos que, mediante sus representantes, lo hubie-ran dictado. Por eso la Junta de Santafé justificó la formación de una constitución para la Provincia diciendo que de esta ma-nera el pueblo entraría en la plenitud de sus “derechos naturales e imprescriptibles”, los cuales no sólo le daban la potestad de elegir sus autoridades, sino que también le permitían darse una constitución, la cual debían “jurar y observar los funcionarios públicos, para que jamás se abuse de esa autoridad contra el mismo pueblo de quien dimana”.57

Constitución era lo mismo que “pacto solemne del pueblo”, como lo consignaron en la de Cundinamarca.58 Pero puesto que la constitución era la materialización y el símbolo de un pac-to, ella no podía ser impuesta. Los revolucionarios no alegaron esto solamente cuando repudiaron la Constitución elaborada en Cádiz, sino también cuando el gobierno de Cartagena, median-te la expedición de Labatut, quiso anexarse Santa Marta e im-ponerle su propia Constitución. Cuando más, hubieran podido proponerle a los samarios que adoptaran provisionalmente esa Constitución, “mientras la Provincia organizaba su Gobierno”, les reprocharon.59

56 Antonio Nariño, “Otra fraternal advertencia al público”, La Bagatela, nº 6, agosto 18 de 1811, Santafé de Bogotá.

57 “Acta de la Suprema Junta en su Cuerpo Ejecutivo”, Diario Político de Santafé de Bogotá, n° 46, febrero 1 de 1811.

58 Constitución de Cundinamarca, ob. cit., p. 4.59 Oficio del Congreso, abril 26 de 1813, en Archivo Histórico José Manuel

Restrepo, fondo I, vol. 12, f. 204rv.

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EL CONSTITUCIONALISMO FUNDACIONAL 41

La autoinstitución de lo social que el constitucionalismo neogranadino pone de manifiesto remite al hecho de que a los ojos de la sociedad, ella misma es la que define lo que es justo e injusto, lo que es deseable o censurable, lo que es o no encomia-ble; que ella misma llena de atributos la libertad y la igualdad, y que de esta manera erige unas clasificaciones que organizan el tejido social. Pero si puede hablarse de que la sociedad se autoinstituye es porque pasa a tener una vida propia y separada respecto al poder. Porque queda erigida en un plano distinto al poder. De esto es símbolo el texto constitucional, no sólo en cuanto consigna unos derechos que el poder no puede arrebatar a los ciudadanos sino también en el sentido que la existencia de ese texto evidencia el nacimiento de una potencia que se le pue-de oponer al poder. Por eso la obsesión de los revolucionarios de hacer constituciones escritas, las únicas que a sus ojos eran constituciones verdaderas.

Ante la fragilidad y la vaguedad con que podía ser definido el orden democrático, una constitución venía a ser un punto de anclaje, una certeza, no sólo de que los hombres estaban prote-gidos contra los abusos eventuales del poder y de sus propios semejantes, sino también de que la comunidad política tenía un sentido e incluso un destino, por más contingente que fuera.

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42 EL CONSTITUCIONALISMO FUNDACIONAL

Cuadro nº 1TEXTOS CONSTITUCIONALES CONOCIDOS

(Bases constitucionales, constituciones y proyectos)Texto constitucional Año Tipo de

documentoReferencia

Acta constitucional de la Provincia del Socorro

1810 Manuscrito Archivo General de Indias, Estado, 57, n° 29, 5

“Constitución de Cundinamarca su capital Santafé de Bogotá”

1811 Impreso Constitución de Cundinamarca su capital Santafé de Bogotá, Imprenta Patriótica de D. Nicolás Calvo y Quijano, Santafé de Bogotá, 1811.

“Reglamento de constitución provisional para el Estado de Antioquia”

1811 Manuscrito Archivo Histórico José Manuel Restrepo, fondo I, vol. 7, ff. 76r-91v

“Constitución de la República de Tunja”

1811 Impreso Constitución de la República de Tunja, sancionada en plena Asamblea de los Representantes de toda la Provincia, en sesiones continuas desde 21 de Noviembre hasta 9 de Diciembre de 1811, Imprenta de D. Bruno Espinosa, Santafé de Bogotá, 1811.

“Constitución del Estado de Antioquia”

1812 Impreso Constitución del Estado de Antioquia sancionada por los representantes de toda la Provincia y aceptada por el Pueblo el tres de Mayo del año de 1812, Imprenta de D. Bruno Espinosa, Santafé de Bogotá, 1812.

“Constitución de la República de Cundinamarca reformada por el Serenísimo Colegio Revisor y Electoral”

1812 Impreso Constitución de la República de Cundinamarca reformada por el Serenísimo Colegio Revisor y Electoral en sesiones tenidas desde veinte y tres de Diciembre de mil ochocientos once, hasta diez y siete de Abril de mil ochocientos doce, Imprenta de D. Bruno Espinosa de los Monteros, Santafé de Bogotá, 1812.

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EL CONSTITUCIONALISMO FUNDACIONAL 43

“Constitución del Estado de Cartagena”

1812 Impreso Constitución del Estado de Cartagena de Indias sancionada en 14 de Junio de 1812, Imprenta del Ciudadano Diego Espinosa, Cartagena, 1812.

Reglamento fundamental para la forma de gobierno de la Provincia de Nóvita

1814 Manuscrito Archivo Histórico José Manuel Restrepo, fondo I, vol. 11, ff. 436r-439v.

“Constitución de la Provincia de Popayán”

1814 Manuscrito “Constitución de la Provincia de Popayán”, Boletín Histórico del Valle, nº 49-53, julio de 1938, pp. 35-60

“Reglamento para el gobierno provisorio de la Provincia de Pamplona de Indias”

1815 Impreso Reglamento para el gobierno provisorio de la Provincia de Pamplona, Imprenta del Estado, Tunja, 1815.

“Constitución provisional de Antioquia”

1815 Impreso Constitución provisional de Antioquia, revisada en Convención de 1815, Imprenta del Gobierno, Medellín, 1815.

“Plan de reforma o revisión de la Constitución de la Provincia de Cundinamarca del año de 1812”

1815 Impreso Plan de reforma o revisión de la Constitución de la Provincia de Cundinamarca del año de 1812. Sancionado por el Serenísimo Colegio Revisor y Electoral de la misma, en sesiones tenidas desde el mes de Junio hasta el trece de Julio de 1815, Imprenta del Estado, Santafé de Bogotá, 1815.

“Constitución de Mariquita”

1815 Impreso Constitución de Mariquita, Imprenta del Estado, Santafé de Bogotá, 1815.

“Constitución del Estado libre de Neiva revisada en el año de 1815”

1815 Manuscrito “Constitución del Estado libre de Neiva revisada en el año de 1815”, manuscrito, Archivo General de la Nación, Archivo Academia Colombiana de Historia, Colección Camilo Torres, rollo 1, ff. 483-499.

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44 EL CONSTITUCIONALISMO FUNDACIONAL

Cuadro nº 2LOS CUERPOS CONSTITUYENTES

Jurisdiccióny año

Nombre Duración deliberación

Conformación

Cundinamarca - 1811

“Serenísimo Colegio Constituyente y Electoral de la Provincia de Cundinamarca”

Un mes 52 diputados aunque sólo asistieron 42, representando 13 circunscripciones (barrios de Santafé y pueblos de la Provincia)

Antioquia - 1811

“Suprema Junta de Antioquia”

Se desconoce Un representante por cada uno de los 4 departamentos de la Provincia

Tunja - 1811 “Serenísimo Colegio Electoral de Tunja”

18 días Electores de los pueblos de la Provincia (88 individuos)

Pamplona - 1812

“Colegio Electoral constituyente”

Se desconoce 13 representando en número variable a las distintas localidades

Neiva - 1812 “Colegio Electoral y Constituyente”

Un mes y medio

Se desconoce

Antioquia - 1812

“Serenísimo Colegio Constituyente y Electoral”

3 meses Diputados, en número variable, por cada uno de los 5 departamentos de la Provincia: total 22

Socorro - 1812

Se desconoce Se desconoce Se desconoce

Cartagena - 1812

“Convención o Colegio Constituyente del Estado”

5 meses 34 diputados constituyentes en número variable por los cinco departamentos de la Provincia

Cundinamarca - 1812

“Serenísimo Colegio Electoral y Revisor”

4 meses 46 electores: “con arreglo al censo de población de cada Partido, lugar que ocupaba cada Elector, mérito de las actuaciones, y demás circunstancias”

Casanare – 1812

“Serenísimo Colegio Electoral”

Se desconoce 20 diputados por las distintas localidades

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EL CONSTITUCIONALISMO FUNDACIONAL 45

Citará – 1812 “Serenísimo Colegio Electoral Constituyente”

Se desconoce 9 diputados en representación de las distintas localidades

Nóvita – 1814 “Colegio Constituyente y Electoral de la Provincia de Nóvita”

Se desconoce 9 diputados: no se sabe el criterio

Popayán – 1814

“Colegio Constituyente y Electoral de Popayán”

Apenas inició las deliberaciones

Se desconoce

Pamplona - 1815

“Serenísimo Colegio Electoral”

Se desconoce 13 electores

Antioquia – 1815

“Convención constituyente revisora y electoral”

3 semanas 5 diputados por los departamentos de la Provincia

Cundinamarca - 1815

“Serenísimo Colegio Revisor y Electoral de la Provincia de Cundinamarca”

Se desconoce 35 representantes por 11 jurisdicciones

Mariquita – 1815

“Serenísima Convención Constituyente y Electoral”

3 meses y medio

12 electores por 6 jurisdicciones

Neiva - 1815 “Asamblea Electoral y Constituyente”

Se desconoce 12 diputados por 7 jurisdicciones

Cuadro nº 3TEXTOS CONSTITUCIONALES:

PROMULGACION Y RASGOSProvincia Año Promulgación y jura Relación con el Nuevo

Reinoy algunas particularidades

El Socorro 1810 -Esta “acta constitucional” fue leída al “pueblo” del Socorro congregado allí a quien se le preguntó si quería ser gobernado por ella, a lo cual asintió-Al menos a algunos curas de la Provincia se les pidió que la juraran

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46 EL CONSTITUCIONALISMO FUNDACIONAL

Cundinamarca 1811 -En Santafé, “se hizo notoria al Público” mediante un bando y un desfile que recorrió la ciudad-La debieron jurar los representantes de las localidades integradas a la Provincia de Cundinamarca

Constitución para la Provincia, abría la posibilidad de una integración de ella en una federación de provincias así como en un imperio español nuevo

Antioquia 1811 Congregado el vecindario, la milicia y las autoridades civiles y eclesiásticas, se procedió a leerlo. Enseguida todos salieron en desfile

Este “Reglamento de constitución provisional” que las autoridades distribuyeron y deseaban que fuera reconocido como tal

Tunja 1811 Debería ser jurada por las principales autoridades de la Provincia

Primera en escoger explícitamente la forma de gobierno popular

Pamplona 1812 Se desconoce Hasta el momento no se conoce un sólo ejemplar de ella

Neiva 1812 -Congregadas las autoridades, la constitución le fue leída al pueblo y se le preguntó si estaba conforme con ella y la obedecería-En la misma ceremonia los funcionarios juraron cumplirla y hacerla cumplir

Aunque aprobada, pro-mulgada en la capital de la Provincia, y distribuida a los cabildos, es muy pro-bable que no haya llegado a ser impresa ni a entrar en vigencia pues cerca de un mes después de apro-bada, dicha Provincia se agregó a Cundinamarca

Antioquia 1812 -Aunque los diputados habían sido autorizados plenamente a dar la Constitución, en la cabecera de cada departamento de la Provincia deberían reunirse los vecinos en torno a las autoridades. Se les leería la Constitución y se procedería a un desfile. Así se consideraba “aceptada por el pueblo”-Se permitieron “públicas diversiones” y se ofreció un Te deum

Acuerda lo necesario para tomar parte en el Congreso de las Provincias Unidas

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EL CONSTITUCIONALISMO FUNDACIONAL 47

Socorro 1812 Se desconoce Se inscribe dentro de las Provincias Unidas

Cundinamarca 1812 Con su publicación, entraba en vigor

-Se trataba de una reforma, y no propiamente de una constitución-En lugar de la monarquía constitucional, instituye una “república popular”

Cartagena 1812 -La aprobación de la Convención era suficiente para dar validez al texto-Un desfile conformado por las distintas autoridades recorrió la ciudad. Yendo adelante el Presidente Gobernador, regó monedas a los asistentes-Una ceremonia similar se realizó en las localidades principales de la Provincia

Reconoce a Cartagena integrada en las Provincias Unidas de la Nueva Granada

Casanare 1812 Se desconoce el textoCitará 1812 Se desconoce el textoNóvita 1814 Enviada a las localidades

de la Provincia, allí fue dada a conocer públicamente a los habitantes

Reconoce la inclusión de la Provincia dentro del ámbito del gobierno general de la Nueva Granada

Popayán 1814 No prevé la forma de promulgación

-El Colegio Constituyente comenzó a discutir un proyecto de constitución pero debió suspender sus labores-Se inserta dentro del Congreso General

Pamplona 1815 El solo texto escrito hace entrar en vigor las modificaciones y las antiguas normas

-Es una revisión de la Constitución provincial de 1812-Reconoce la subordinación de la Provincia al Congreso General

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48 EL CONSTITUCIONALISMO FUNDACIONAL

Antioquia 1815 Para entrar en el ejercicio de sus funciones, los empleados de la Provincia deberían jurar que la obedecerían y la harían obedecer

-Es una reforma de la Constitución de 1812-Busca ajustarse a los cambios demandados en el Congreso de las Provincias Unidas

Cundinamarca 1815 Mediante bando fue dada a conocer a todos los ciudadanos

-Se trata de una revisión de la de 1812-Busca ajustarse a las determinaciones del Gobierno General

Mariquita 1815 -Los principales funcionarios deberían jurar que llenarían sus obligaciones conforme a ella-Cualquier ciudadano podía ser requerido para que jurase la Constitución: si no lo hacía sería desterrado

Declaraba la integración de la Provincia en el Congreso de las Provincias Unidas

Neiva 1815 Con su publicación quedaría en firme

-Aunque la Convención Constituyente ordenó su impresión, al parecer no lo fue-Declaraba su integración en el “soberano cuerpo de la nación”

Fuentes principales de los cuadros: El Socorro – 1810: Acta constitucional del Socorro, Archivo General de Indias, Estado, 57, n° 29, 5. // Cundinamarca - 1811: “Santafé 20 de Enero de 1811”, Semanario Ministerial del Gobierno de la Capital de Santafé en el Nuevo Reyno de Granada, nº 2, febrero 21 de 1811; Actas del Serenísimo Colegio Constituyente y Electoral de la Provincia de Cundinamarca, pp. 5-6, 10-11; Constitución de Cundinamarca, p. 46. // Antioquia – 1811: AHJMR, fondo I, vol. 7, ff. 76r-91v. // Tunja - 1811: Cons-titución de la República de Tunja. // Pamplona – 1812: “Pamplona”, Gazeta Ministerial de Cundinamarca, nº 14, noviembre 28 de 1811, Santafé de Bo-gotá; “Manifiesto de Pamplona, en honor de los pueblos del Valle de Cúcuta”, Gazeta de Caracas, nº 6, enero 17 de 1812; Isidro Vanegas, comp., Dos vidas, una revolución, p. 337. // Neiva – 1812: Gabino Charry, comp., El centenario de Neiva. 1814-1914, Tipografía de la Diócesis, Garzón, 1914, pp. 33-37. // Antioquia – 1812: Daniel Gutiérrez, comp. Las asambleas constituyentes de la independencia. // El Socorro – 1812: El ingenuo [seudónimo], “Copia de una carta escrita por uno de los sujetos que se han retirado de Santafé a Tun-ja, a un amigo que dejó y que la ha franqueado para que pueda imprimirse”, Imprenta del Estado, Tunja, 1812; Carta de Custodio García Rovira a Miguel de Pombo, Valle de San José, 11 de noviembre de 1812, en Sergio Elías Ortiz,

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EL CONSTITUCIONALISMO FUNDACIONAL 49

comp., Colección de documentos para la historia de Colombia, Bogotá, ABC, 1966, t. III, pp. 196-199 // Cartagena – 1812: “Cartagena, Enero 21”, “Acta de instalación”, “Cartagena Enero 25”, El Argos Americano, nº 71, enero 27 de 1812; “Cartagena 14 de Junio”, Gazeta de Cartagena de Indias, n° 10, junio 18 de 1812. // Cundinamarca - 1812: “Colegio Electoral”, Gazeta Ministerial de Cundinamarca, nº 19, diciembre 26 de 1811, Santafé de Bogotá. // Casa-nare – 1812: AHJMR, fondo I, vol. 12, ff. 275, 283-284, 305 // Citará – 1812: “Noticias del Reino”, Gazeta de Cartagena de Indias, nº 22, septiembre 10 de 1812, Cartagena // Nóvita – 1814: AHJMR, fondo I, vol. 11, ff. 436r-439v. // Popayán – 1814: “Constitución de la Provincia de Popayán”, Boletín Históri-co del Valle, nº 49-53, julio de 1938, pp. 35-60; “El Colegio Constituyente a los Pueblos de la Provincia”, La Aurora de Popayán, nº 16, junio 12 de 1814. // Pamplona – 1815: Reglamento para el gobierno provisorio de la Provincia de Pamplona. // Antioquia – 1815: Constitución provisional de Antioquia. // Cundinamarca – 1815: Plan de reforma o revisión de la Constitución de Cun-dinamarca . // Mariquita – 1815: Constitución de Mariquita. // Neiva – 1815: “Constitución del Estado libre de Neiva revisada en el año de 1815”.

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El imperativo de constitucionarse

En su empeño de formar una nueva comunidad política, los lí-deres revolucionarios concedieron una importancia extrema a la formación de constituciones. Pululan por lo tanto afirmaciones suyas otorgándole a la constitución la capacidad de obrar todos los beneficios. Una “buena” constitución política forjaría tanto a la patria como al ciudadano, pues según un anónimo individuo de Santafé, la patria no estaba hecha con los muros de una ciu-dad ni con el suelo de un país, sino con “un Gobierno fundado sobre bases de feliz política”. Antonio Nariño, por su parte, es-cribió: “Desde que tenemos una Constitución hemos comenza-do a respirar; y a ser un cuerpo de nación organizado”. Mientras que en Cartagena su Junta manifestó que en una constitución los pueblos podían encontrar “toda la protección y seguridad, y todos los goces de que son capaces los hombres en sociedad”.1

Pero esa convicción de que una sociedad bien organizada no podía serlo sin una buena constitución, que entre otras cosas debía ser un texto escrito, no es un punto de partida sino el des-enlace operado en la forma como los neogranadinos concibie-ron una constitución. De ahí que este estudio se ocupe de seguir,

1 “Cundinamarca. Carta de un ciudadano de esta Provincia a un amigo suyo, pasada por el Ciudadano Pedro Ronderos al Supremo Poder Ejecutivo con el objeto de que se publique, y mandada a publicar”, Gazeta Ministerial de Cundinamarca, nº 171, mayo 12 de 1814, Santafé de Bogotá; Antonio Nariño, La Bagatela, nº 28, enero 5 de 1812, Santafé de Bogotá; Repre-sentación de la Junta de Cartagena, febrero 1 de 1811, en Sergio Elías Ortiz, comp., Colección de documentos para la historia de Colombia, t. II, Editorial Kelly, Bogotá, 1965, pp. 312-313.

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de manera cronológica, el curso de la noción de constitución desde la forma como fue usada en la sociedad monárquica de finales del siglo XVIII hasta su utilización durante la Revolu-ción. En un primer acápite muestro cómo en uno de los varios significados que se le asignaron en las décadas que precedieron a la Revolución, constitución remitía a un orden que no parecía haber sido producido por la sociedad misma sino que le había sido dado, quedando así al descubierto la actitud reverente que prevaleció ante un orden que aparece como armónicamente fijo alrededor del monarca. Con la crisis monárquica, tal situación cambia de manera significativa, emergiendo no solo un incre-mento del uso del término sino también una serie de demandas en el sentido que una constitución de la nación española sea formada. Un segundo acápite, que arranca desde la eclosión juntista de mediados de 1810, muestra cómo se impone a lo lar-go del Reino el imperativo de constitucionarse, y cómo el solo proyecto de formar constituciones —en lugar de venerar una constitución implícita— constituía una enorme ruptura. La fe-cunda creación constitucional que tiene lugar durante esta etapa simboliza la voluntad de crear un orden político completamen-te nuevo, y muestra cómo la Revolución Neogranadina toma entonces claramente una vía endógena respecto a la península. Finalmente, muestro de manera sintética los rasgos generales del constitucionalismo neogranadino y de qué manera él tiene que ver con la naturaleza del cambio revolucionario operado en estos años.

Es preciso no perder de vista la extraordinaria riqueza del constitucionalismo neogranadino del periodo revolucionario. Una riqueza y una precocidad que sobresalen no solo en el conjunto del mundo hispánico sino en el conjunto del mundo occidental de su tiempo, y que fue la obra de hombres enfren-tándose a la cuestión de instituir una comunidad política, y no simplemente la obra de hombres copiando textos extraños a sus propios desafíos y sensibilidades.

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Constitución en la monarquía, constitución de la monarquía

El mundo hispánico anterior a su propia revolución careció de cualquier “constitución” en el sentido que las revoluciones nor-teamericana y francesa vinieron a darle al término, pero esto no significa que las constituciones surgidas de dichas conmociones hubieran sido desconocidas para los españoles de los dos he-misferios. En la Nueva Granada, por ejemplo, algunos hombres de letras tuvieron acceso en la década de 1790 a las constitucio-nes de Estados Unidos, como lo sabemos por las pesquisas de las autoridades para identificar a los responsables de supuestos planes subversivos en la capital del virreinato. Así, en 1794 el joven estudiante Francisco Antonio Zea mencionó a dos no-tables santafereños que serían entusiastas de la “constitución republicana en general”, y particularmente de la de Estados Unidos, aunque aclaró que ellos jamás habían dicho que tales ideas fueran adaptables al Nuevo Reino. Un segundo testimonio acusó a Antonio Nariño y a otro sujeto de urdir una revolución cuya orientación serían las “constituciones de Filadelfia”, dela-ción que recogió el Oidor encargado de la investigación, quien los acusó de tramar un “levantamiento con el fin de establecer en este Reino los sistemas republicanos de Filadelfia”.2 Una compilación en francés de las constituciones de Estados Unidos estaba, por lo demás, entre los libros incautados a Nariño.3

Que otros individuos del Nuevo Reino, además de Nariño y sus allegados, hubieran entonces tenido acceso a las consti-tuciones norteamericanas o incluso francesas, es algo posible. Pero de lo que no existe duda es, en primer lugar, que tal co-

2 José Manuel Pérez Sarmiento, comp., Causas célebres a los precurso-res, t. I, Academia Colombiana de Historia, Bogotá, 1939, pp. 371-373; Guillermo Hernández, comp., Proceso de Nariño, t. I, Presidencia de la República, Bogotá, 1984, pp. 278-281; t. II, pp. 141-143.

3 Guillermo Hernández, comp., Proceso de Nariño, t. I, ob. cit., p. 219. El libro incautado era Recueil des loix constitutives des colonies angloises, confederées sous la dénomination d’Etats-Unis de l’Amérique septentrio-nale, s. e., Filadelfia, 1778.

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nocimiento, teniendo un carácter subversivo del buen orden, repugnaba a los notables neogranadinos, quienes por lo demás no sintieron ninguna atracción por la instauración de una repú-blica. De ahí que Nariño mismo no solo hubiera desestimado la acusación de querer implantar una constitución como aquellas, sino que restara importancia a la lectura del libro decomisado, y admitiera que podía considerarse como un acto transgresor el de un súbdito que se ocupara de indagar por la legislación de otras naciones.4 En segundo lugar, es inequívoco que si se dio un tal conocimiento de aquellas constituciones él no solo estuvo reducido a muy pocos individuos, sino que con posterioridad ninguna constitución política tuvo en la Nueva Granada posee-dores o lectores, según se desprende de la revisión de las más variadas fuentes.

Ahora bien, si dejamos de observar el fugaz escarceo sub-versivo de mediados de la década de 1790 y dirigimos la mirada hacia el conjunto de la sociedad neogranadina de las décadas anteriores a la conmoción revolucionaria, se ve, de un lado, la permanencia de diversas acepciones del término constitución, a la vez que un escasísimo uso de él en conexión con el derecho público. Se utiliza constitución como sinónimo de regla me-diante la cual se rige una institución, sea un hospital, un conven-to, un colegio. O bien, se emplea para indicar la complexión de un cuerpo, así en lo físico como en lo moral, aludiéndose a dico-tomías tales como constitución débil o robusta, sana o enferma. Acepciones que no dejan de tener relación con otra, que alude a la forma como está organizada la sociedad política, y a partir

4 Guillermo Hernández, comp., Proceso de Nariño, t. I, ob. cit., pp. 306-307. Nariño propuso distinguir entre la legislación y el derecho público, no constituyendo, según él, una transgresión el conocimiento del segundo. Aún así, llegó a admitir que había tenido conocimiento de la legislación de Estados Unidos, pero que así como esta, conocía la legislación de la Roma antigua y la de diversos pueblos según los extractos de la Enciclo-pedia, al igual que la del pueblo hebreo según la Biblia, pero que siendo así, solo podría sacarse la absurda conclusión de que intentaba establecer los “gobiernos contrarios entre sí de los principales pueblos de la tierra, la teocracia de los hebreos y la república de Platón”.

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de ella, la sociedad toda. Vemos esta utilización en un periódico santafereño de 1794 dentro de una larga disertación en la que constitución y república, referidas a la Revolución Francesa, son amalgamadas para denigrarlas como generadoras de vio-lencia y caos, y la constitución francesa erigida en expresión de todos los desvaríos y excesos de la Revolución. En tal acepción, no se trata de una búsqueda de la constitución ideal sino, por el contrario, de la ratificación de la constitución monárquica como la mejor, como se ve en dicho texto en el que contraponen la débil y viciosa constitución del gobierno republicano a la bon-dadosa, sólida y feliz constitución del gobierno monárquico, y dicen que la superioridad de esta había sido reconocida incluso por los pueblos bárbaros, que “estudiaban en la constitución ce-leste el orden que les prescribía la naturaleza”, encontrando allí la ratificación de la monarquía como la única forma de gobierno que los podía hacer dichosos. El término constitución, por lo tanto, es asociado a tres elementos claves del orden monárqui-co: el soberano que protege a sus vasallos, las leyes del país, y el estatus en que un individuo nace, como lo hizo en 1795 el abogado defensor de Diego Espinosa, el maestro impresor de los derechos del hombre.5

El término constitución, es preciso subrayarlo, tenía un al-cance que iba mucho más allá del conjunto jurídico que estable-cía la armonía social, remitiendo simultáneamente a un tipo par-ticular de ordenamiento de la sociedad, el cual entraba en crisis cuando aquella dejaba de ser reverenciada. Joaquín de Finestrad escribió por lo tanto en la década de 1780 que la “constitución del Estado y sus leyes son la base del sosiego público, de la conservación del Reino y de la tranquilidad de la República”, y que resistir a ella era destruir el “buen orden civil”. Es preciso tener en cuenta que en la sociedad monárquica neogranadina dichas leyes no aparecían como una creación de la sociedad

5 Papel Periódico de Santafé de Bogotá, nº 161-171, octubre 10 a diciem-bre 19 de 1794; Eduardo Posada, Bibliografía bogotana, t. 1, Imprenta de Arboleda y Valencia, Bogotá, 1917, p. 103.

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misma sino más bien como un canon concedido a ella que debía ser preservado de las manchas que los años y los hombres le habían arrojado. El término constitución es utilizado entonces para indicar una disposición venturosa del engranaje social, cu-yas partes debían marchar acompasadamente, como lo indicó en 1807 un artículo del Alternativo del Redactor Americano, donde se indicaba también que los pueblos debían permanecer en la “tranquila armonía de su constitución” o en el “respecti-vo centro de su orden”.6 Constitución denota, por lo tanto, una forma particular de instituir la relación, desigual por principio, entre las diversas “clases del Estado”, como lo sugirió en 1800 un anónimo autor (quizá Manuel del Socorro Rodríguez) en una disertación acerca de las causas de la Revolución Francesa. En ella se dice que antes de la Revolución, Francia tenía unas “antiguas y constitucionales leyes”, las cuales el disertante no teme calificar de perfectas, asociándolas al fecundo rol de la nobleza en el orden social, añadiendo, por otro lado, que la “an-tigua constitución romana” había estado ligada a la definición de quiénes tenían o no la calidad de patricios y podían por lo tanto convertirse en gobernantes.7

A partir de las rarísimas referencias “políticas” al término constitución que, como las anteriores, he hallado en las déca-das anteriores a la Revolución, se puede inferir que constitu-ción aludía a un estado en que reposaba la sociedad, a un orde-namiento que no parecía haber sido producido por la sociedad

6 Joaquín de Finestrad, El vasallo instruido en el estado del Nuevo Reino de Granada y en sus respectivas obligaciones, Universidad Nacional, Bogo-tá, 2000, p. 206; “Otro rasgo sobre la Paz, dirigido a los mismos Señores sus antagonistas”, El Alternativo del Redactor Americano, nº 11, noviem-bre 27 de 1807, Santafé de Bogotá.

7 Rafael Gómez Hoyos, transcrip., “Un ensayo manuscrito de 1800”, Bole-tín de Historia y Antigüedades, vol. XLIX, nº 567, 568, 569, enero-marzo de 1962, pp. 85-96. Un texto conocido en el Nuevo Reino consignaba una frase que tiene un sentido semejante: “La distinción de nobles, y plebeyos es de constitución: las demás deben templarse a beneficio de las artes, honrándolas cuanto sea posible” (Pedro Rodríguez Campomanes, Discur-so sobre la educación popular de los artesanos, y su fomento, Imprenta de D. Antonio de Sancha, Madrid, 1775, p. 33).

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misma sino que le había sido dado, como lo he señalado antes. Se puede indicar, además, que estando tan fuertemente ligadas las leyes de la sociedad monárquica a las nociones de jerarquía y desigualdad, el término constitución revelaba cuán reverente era la actitud prevaleciente ante la fijeza de las leyes y el orden, resultando arduo llegar a pensar que una comunidad política podía darse a sí misma una constitución política, y a través de esta un orden social. Por lo tanto no es de extrañar que hasta la crisis monárquica, entre los sentidos del término constitución casi no se hubiera contemplado la acepción de texto aglutinador de los principios rectores de la comunidad política, de los cuales se dedujera la legislación.

Por contraste con la escasez de referencias antes de ella, la revolución del orbe hispánico trajo consigo un notable incre-mento en el uso del término constitución. Tal fenómeno estuvo relacionado, de una parte, con la acuciante cuestión de la suce-sión, abierta por la retención del rey y su familia, y de la otra, y como consecuencia de este descabezamiento monárquico, con el esfuerzo de dilucidación de la calamitosa situación en que Es-paña se descubre con la invasión napoleónica. El Virrey Antonio Amar, por ejemplo, indicó en una proclama de finales de 1808 que las “leyes constitucionales de la nación” establecían ante todo las reglas del advenimiento de un monarca, coincidiendo diversos documentos del momento en que la principal ley, o las leyes fundamentales de la monarquía, eran las que arreglaban la sucesión del trono.8 Esta noción de “leyes fundamentales”9

8 Proclama de Amar en Daniel Florencio O’Leary, comp., Memorias del General O’Leary, t. 13, Ministerio de la Defensa, Caracas, 1981, p. 69; Carta de Joaquín Caicedo de julio de 1809, en Daniel Gutiérrez, comp., “Cartas relacionadas con la Junta de Quito de 1809”, Boletín de Historia y Antigüedades, nº 845, abril-junio de 2009, p. 429.

9 Antes de la Revolución, esta expresión es extraordinariamente escasa, sir-viendo tanto para confirmar la indudable excelsitud del gobierno monár-quico como para denunciar las trasgresiones a él. Algunas de las referen-cias encontradas a la expresión “leyes fundamentales” son las siguientes. En 1782 son invocadas por un funcionario real para mostrar que en un momento dado ellas han sido violadas. Por esos mismos años el cura José Domingo Duquesne indicó que antes de la conquista española, las “le-

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vino, de hecho, a cobrar un protagonismo inusitado al lado del término constitución. Los dos aparecen mezclados en un ser-món del cura José Antonio Torres y Peña, quien asoció, en no-viembre de 1808, la “constitución fundamental” de la nación con el monarca, al cual veía no solo como la cabeza de ella sino como su principal autoridad. Torres y Peña señalaba también que en la situación de crisis en que había entrado la monarquía con la invasión napoleónica, la constitución de España había quedado alterada, tornándose una “constitución deplorable”, queriendo con ello lamentar la destrucción de la autoridad, de las leyes y de los recursos, ejecutada por el tirano francés.10 Un tipo de respuesta a este viciamiento de la constitución española operado por fuerzas extranjeras fue reafirmar, frente al invasor, la excelsitud de la constitución española, esto es la primacía de ciertos valores, como la religión y la completa sujeción a las potestades legítimas, los cuales constituirían justamente un signo de diferenciación respecto a Francia, como lo manifestó el sacerdote José Domingo Duquesne en septiembre de 1809.11

El enfoque según el cual la perturbación de la placidez inhe-

yes fundamentales” de la monarquía de los indios lenguazaques, habían tenido por principio el libertinaje de las costumbres y el imperio de las pasiones, sugiriendo así que toda forma de gobierno tiene unas leyes fun-damentales que lo singularizan. Y en 1807 un publicista escribió que era una verdad universal que la sociedad civil necesitaba de “leyes fundamen-tales” para su conservación, siendo la moral la que le da el imperio a esas leyes. Juan Friede, comp., Rebelión comunera de 1781. Documentos, t. II, Instituto Colombiano de Cultura, Bogotá, 1982, p. 1009; José Domingo Duquesne, “Memorias históricas de la iglesia y pueblo de Lenguazaque”, Boletín de Historia y Antigüedades, año VII, nº 73-76, junio-septiembre de 1911, Bogotá, p. 12; Manuel del Socorro Rodríguez, “El verdadero patriotismo”, Alternativo del Redactor Americano, nº 4, abril 27 de 1807, Santafé de Bogotá.

10 José Antonio de Torres y Peña, “Oración que en la solemne fiesta de ac-ción de gracias a Dios Nuestro Señor por las señaladas victorias que por el patrocinio de María Santísima Nuestra Señora consiguieron las armas españolas contra los ejércitos del usurpador Napoleón Bonaparte, celebró el cura de la Parroquia de Nuestra Señora de las Nieves de Santafé de Bogotá, Capital del Nuevo Reino de Granada, pronunció D. José Antonio de Torres y Peña”, Imprenta Real, Santafé de Bogotá, 1809, pp. 13-15.

11 José Domingo Duquesne, “Oración por la tranquilidad pública”, Imprenta Real, Santafé de Bogotá, 1809, p. 13.

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rente a la monarquía española tenía su origen simplemente en el exterior, bastando con la supresión de esa amenaza para que todo retornara a su sitio, fue propio de un primer momento de la revolución, caracterizado por el rechazo apasionado de Bo-naparte. Pero la revolución labró otro tipo de respuesta, según la cual, la reinstitución de una constitución sana requería que España se deshiciera de ciertos lastres y se enfrentara a su pro-pio pasado. La Suprema Junta Gubernativa de España e Indias fue en esto un agente catalizador de primera importancia, como lo vemos en una proclama suya reproducida en enero de 1809. En ella manifestó que las leyes fundamentales de la monarquía debían ser restauradas, debiendo ser consagrada de modo “so-lemne y constante la libertad civil”, esto es, debiendo ponerse barreras insalvables al poder arbitrario que, se sugiere en la pro-clama, había caracterizado a la monarquía española que ahora era preciso regenerar.12 Afirmaciones como estas de la Suprema Junta abrían la puerta a la perturbación, pues permitían pensar que la monarquía no se asentaba sobre bases incontrovertibles y que era necesario restaurar sus antiguas leyes constitucionales, pues su desconocimiento o su violación era lo que había condu-cido a España a la situación lamentable en que se encontraba. El problema era que la caracterización de esos ataques a las leyes fundamentales, así como el tipo de restauración que se hacía necesaria, entraban al terreno de la controversia política toda vez que se carecía de la figura unificadora del monarca.

En la Nueva Granada, por lo pronto, los reclamos por los atentados que en el pasado se habían cometido contra las leyes fundamentales, acompañaron la disminución de la devoción ha-cia la monarquía y la nación españolas entre muchos notables neogranadinos. El Síndico Procurador de Santafé de Bogotá, José Gregorio Gutiérrez, afirmó en octubre de 1809 que siendo del mayor interés conservar en su integridad la “Constitución gubernativa jurada y seguida por nuestros mayores”, y en la que

12 “La Suprema Junta Gubernativa del Reino a la Nación española”, Gazeta de Caracas, nº 22, enero 20 de 1809.

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consistía la “común felicidad”, no podría aceptarse para la mo-narquía española un príncipe extranjero. Pero tal reconocimien-to de una ancestral constitución española iba de la mano con la denuncia de los agravios cometidos en tiempos recientes por los ministros del rey con la contribución de este, contra las antiguas “leyes constitucionales”, por lo que José Gregorio proponía que el diputado a la Suprema Junta pidiera la restauración de esas leyes y el compromiso de que el soberano se sujetaría a ellas y a las que fuera necesario introducir, sin cuyo compromiso no sería reconocido como tal el soberano.13 Al igual que el santa-fereño Gutiérrez, el payanés Camilo Torres no contempló en un primer momento la idea de formar una constitución sino la de recuperar las “bases primitivas y constitucionales” de la monar-quía, en cuyo trastorno, dijo, radicaban los males que se expe-rimentaban. La perspectiva de Torres, sin embargo, no carecía de sinuosidades, pues al tiempo que reconocía la existencia de unas leyes fundamentales de la monarquía —como aquella se-gún la cual los tributos debían ser repartidos con acuerdo de los procuradores de las villas y ciudades reunidos en Cortes—, escribía que la “ley es la expresión de la voluntad general, y es preciso que el pueblo lo manifieste”, retomando así el artículo 6 de la Declaración de los derechos del hombre. Torres, además, planteó la problemática posibilidad de que en América se re-unieran cortes, en donde “los pueblos expresen su voluntad que hace la ley” y mediante las cuales se tramite su obediencia a un nuevo gobierno o a unas reformas en eventual consonancia con las deliberaciones de unas Cortes españolas.14

13 Dictamen acerca del poder que debe darse al diputado del Nuevo Reino en la Junta Suprema, en Isidro Vanegas, comp., Dos vidas, una revolución. Epistolario de José Gregorio y Agustín Gutiérrez Moreno (1808-1816), Universidad del Rosario, Bogotá, 2011, p. 70. Según José Gregorio, el origen de las calamidades que agobiaban a la monarquía radicaba en el irregular depósito de la autoridad soberana que se había hecho en unos ministros que habían abusado de ella.

14 Camilo Torres, “Representación del Cabildo de Bogotá Capital del Nuevo Reino de Granada a la Suprema Junta Central de España, en el año de 1809”, Imprenta de Nicomedes Lora, Bogotá, 1832, pp. 25-26, 22-23, 30.

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Curiosamente, fue el Administrador Principal de Correos, Diego Martín Tanco, un sevillano abiertamente lealista que se alarmaba de la actitud novadora de su amigo Torres, quien por estas fechas presentó con más nitidez la idea de formar una nueva constitución, aunque simultáneamente reconociera la existencia de una constitución de la monarquía. Tanco escribió, en octubre de 1809, que una constitución comprendía tanto las leyes que enmarcaban la acción de las autoridades públicas del Estado, como las leyes civiles y criminales a que debían estar sometidos todos los habitantes del Reino. La constitución de un Estado, precisó, era la obra de la nación reunida bien fuera en Cortes, en Asamblea, en Convención, o como quisiera llamarse la “representación de todos los pueblos de que se compone”, de ahí que no pudiera alterarse en lo más mínimo “sin la concurren-cia de los mismos votos que la establecieron”, cualquiera fueran los motivos que se alegara para su reforma. La constitución de la monarquía española estaba “fundada en su origen sobre esta misma base”, y aunque con los siglos y los abusos que había ido introduciendo el “poder excesivo de los Soberanos” se hallaba alterada parcialmente, no por ella la nación había perdido ni po-dido perder sus “legítimos derechos”, los cuales siempre podría reclamar y usar. Con base en esta concepción, dice Tanco, fue que la Suprema Junta Gubernativa de España e Indias convo-có a los diputados, pues aunque soberana, no se había creído suficientemente autorizada para tocar en nada la constitución, permitiéndose solamente convocar a los diputados para que reunidos en tanto que “representación nacional”, convocaran las “Cortes de los Reinos”, donde se harían las reformas con-venientes en la constitución. Pero según Tanco, las Cortes no deberían dedicarse simplemente a reformar la antigua consti-tución —la cual describe como un “caos de confusión”, apenas comprensible por el mejor letrado— sino que deberían elaborar

Las cortes en América de que habla Torres, por esos meses otros novado-res las denominaron “cortes parciales”, pues estarían integradas dentro de las Cortes generales de la monarquía.

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otra, que fuera un “cuerpo de leyes sencillas que ande en manos de todos, y aprendan hasta de memoria los niños de escuela”. Hecho esto, dice Tanco, sería muy difícil que ni el poder de los soberanos, ni la adulación de sus ministros, trasgrediesen “im-punemente” esa constitución. El sevillano, que espera que las Cortes establezcan una monarquía moderada, formula así una idea subversiva, puesto que da a la nación el lugar que había ocupado el rey como potencia autorizada para instituir la ley.15

La inquietud en torno al sentido que había tenido y que debe-ría tener el término constitución lo compartía por la misma épo-ca el Cabildo de Popayán. Este participaba del reconocimiento de la existencia de unas “antiguas leyes constitucionales” de la monarquía, las cuales entre otras cosas darían a la nación el derecho a establecer leyes e imponer contribuciones, y cuyo olvido, así como la “arbitrariedad de los Ministros, depositarios absolutos del poder”, habían conducido a España a su abati-miento. De ahí que dicho Cabildo acuerde encargarle al diputa-do del Reino en la Suprema Junta que reclame el cumplimiento de esas leyes constitucionales. Pero dicho Cabildo, que inter-pretó la reunión de los diputados de toda la monarquía convoca-da por la Suprema Junta como unas “Cortes para la reforma de la Constitución nacional”, temía que las leyes acordadas allí, y de las cuales dependía el bien de la nación, pudieran en el futuro ser violadas, alegando que se las ignoraba. Ante tal eventuali-dad el Cabildo payanés pidió la inmediata formación de “una constitución o cuaderno de Leyes funda mentales, renovando, o reformando las antiguas, las que jurará cumplir, y guardar el Soberano, y cada uno de sus sucesores a su exaltación al Tro-no”. Para que esas leyes se cumplieran, y para contener los po-sibles abusos de un poder arbitrario, debería además formarse

15 Carta de Diego Martín Tanco a Camilo Torres, octubre de 1809, en AHJ, Fondo Camilo Torres, Carpeta 33, ff. 82-99. Tanco criticaba la propuesta que algunos individuos levantaban, de erigir juntas provinciales en Amé-rica, pues las consideraba contrarias a la constitución española, la cual según él pensaba, prescribía que solo la “Nación entera reunida en Cortes” podía abrogarse una atribución como esa.

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“un cuerpo permanente, bien se llame Cortes, o de otro modo; pero que se compondrá de una verdadera representación Nacio-nal de América y España”.16 La emergencia de esta demanda de “una constitución o cuaderno de Leyes funda mentales” resulta de una importancia que es necesario subrayar: el texto constitu-cional es pensado como garante de que el poder se compromete a respetar unas determinadas leyes y de que no puede trans-formarse en despótico, pues estando en sus manos, la nación puede reclamar contra su vulneración. Emerge así en la Nueva Granada la idea según la cual la sociedad requiere una garantía forjada por ella misma respecto al poder, lo cual supone tanto una separación como una limitación automática del poder, pues con un tal texto escrito en manos de la sociedad, la ley ya no radica en un poder como el del monarca, quien podría ignorarla o interpretarla unilateralmente.

Estas grandes novedades implícitas en la demanda de un tex-to constitucional no parecen alcanzar, sin embargo, una elabo-ración explícita entre los novadores, aunque es preciso resaltar la importancia de una idea que se había ido abriendo paso: en adelante el monarca deberá jurar su adhesión a las leyes que elabore el cuerpo representativo de la nación. Con todo, entre mediados de 1809 y mediados del año siguiente, la demanda de que una constitución sea formada, y de que ella sea un texto es-crito, parece tener poca resonancia. Frente a tal anhelo prevale-ce por el momento la convicción de que la monarquía española tiene una constitución, la cual, en el mejor de los casos, debe ser reformada, sin que tampoco tenga fuerza la exigencia de que las nuevas leyes generales deban formar un corpus específico. En noviembre de 1809, por ejemplo, el regidor del Cabildo de Santafé, Fernando de Benjumea, vindicó la existencia de una constitución y unas leyes que gobernaban a la nación española, contra las cuales atentaban proyectos como el establecimiento de juntas provinciales en América, que diversos sujetos estaban

16 Poder enviado por el Ayuntamiento de Popayán al diputado del Reino, octubre de 1809, en Archivo Central del Cauca, t. 55, ff. 51v-52r.

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proponiendo. Por la misma época, el joven cartagenero José Fernández Madrid manifestó su esperanza de que la Suprema Junta se abocara a mejorar “Nuestra Constitución”, reformando las leyes, pero dejando “ilesos los derechos de los reyes”.17 El Cabildo del Socorro, por su parte, manifestó que, la “felicidad del Estado depende esencialmente de la inviolabilidad de las leyes constitucionales”, y avizoró la cuestión constitucional en dos tiempos, cada uno de los cuales remite a un significado es-pecífico de constitución, y a una actitud diferenciada ante los cambios en curso. En lo inmediato y con carácter de provisio-nalidad se debía participar, por intermedio del diputado en la Suprema Junta, en el perfeccionamiento de la constitución de la monarquía, ante todo poniendo las bases para la prosperidad pública, con lo cual podía esperarse además el estrechamiento de los vínculos con la madre patria. En un tiempo posterior, cuando hubieran sido superadas las calamidades actuales, cuan-do hubiera sido derribado el opresivo “edificio gótico” y todas las clases de la sociedad hubieran sido ilustradas, entonces de-bería formarse una constitución que “a pesar de los ataques del tiempo y del furor de la barbarie”, fijara para siempre los “des-tinos de la nación”.18

Las afirmaciones del Cabildo del Socorro eran una perfec-ta muestra del dilema que enfrentaba la nación española entre una antigua constitución de la monarquía, que mejorada podía constituir la respuesta a los grandes desafíos del presente, y una constitución enteramente nueva que derribara para siempre el “edifico gótico” y ofreciera la posibilidad de un completo reinicio. Lógicamente los neogranadinos miraban expectantes hacia la península para ver qué discusiones tenían lugar y qué

17 Oficio de Fernando de Benjumea, noviembre de 1809, en Archivo Histó-rico José Manuel Restrepo, fondo I, vol. 4, f. 31r; José Fernández Madrid, “España salvada por la Junta Central”, s. e., Cartagena, 1809, p. 9.

18 Instrucción del Socorro al diputado a la Junta Central, octubre de 1809, en Biblioteca Nacional, VFDU1-80, ff. 21-25.

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decisiones tomaban las autoridades.19 Pero en las autoridades peninsulares sucedáneas de Fernando 7º no encontraron ningún punto de referencia, puesto que ellas no rechazaron la forma-ción de una constitución para la nación española pero tampoco se comprometieron en esa tarea. Lo más audaz que aprobaron fue la reglamentación de las Cortes por parte de la Suprema Junta de España e Indias, el 29 de enero de 1810. Las Cortes, que según ese decreto deberían reunirse en marzo de ese año, lo cual no sucedió, tendrían por objeto “dar firmeza y estabilidad a la Constitución”, siendo importante reparar en los términos que utilizan, pues no hablan en absoluto de formar una constitución sino que dan por supuesta la existencia de una constitución del Reino, la cual puede ser modulada pero no trastornada.20 El Ca-bildo de Cali parece acogerse a estos objetivos, pero hace una interpretación sesgada del decreto de la Suprema Junta al decir que la prometida reunión de las Cortes generales tendría por objeto “tratar de la constitución y forma de Gobierno que nos ha de ligar a todos”, intención esta que no aparece en dicho de-creto.21 El Síndico Procurador de Cartagena, Antonio José Ayos, fue más lejos en la disonancia con las autoridades peninsulares. Ayos, que pensaba que la nación española había decidido “esta-blecerse” una constitución, reconocía simultáneamente la exis-tencia de una constitución española que era legítima, aunque advirtiera que América había vivido bajo el “terrible peso de su antigua constitución rigurosamente colonial”, de modo que ni

19 Sobre las discusiones y dilemas que en este momento se presentaban en la península, pueden verse las interesantes consideraciones que hace Elías Palti en El tiempo de la política, Siglo XXI editores, Buenos Aires, 2007, pp. 57-67.

20 Manuel Ezequiel Corrales, comp., Documentos para la historia de la Pro-vincia de Cartagena de Indias, hoy Estado Soberano de Bolívar en la Unión Colombiana, t. I, Imprenta de Medardo Rivas, Bogotá, 1883, p. 30. La Regencia, que sucedió a la Junta, nunca indicó que las Cortes que se reunirían, tendrían por objetivo formar una constitución.

21 Disposiciones tomadas por el Cabildo de Cali ante el llamamiento a Cor-tes por parte de la Junta Central, abril 30 de 1810, en Archivo Histórico Municipal de Cali, Cabildo, t. 37, f. 410r.

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siquiera el cambio de autoridades en la península le había be-neficiado, pues subsistiendo los ejecutores de las mismas leyes, sus caprichos se habían prolongado. De esta manera, afligidos los cartageneros principalmente por las limitaciones impuestas a su producción, deseaban ver “mejorada su constitución”, dice Ayos, pulsando aquí un registro del término que va a tener un importante desarrollo y que revela una vía de disidencia de los novadores. Se trata de una acepción de constitución que podría describirse como esquema gubernativo, o “sistema de adminis-tración”, según las propias palabras del Síndico cartagenero. Este, retomaba la idea expresada por diversos novadores, de establecer juntas en el Reino, las cuales podrían darse constitu-ciones provisionales, que deberían acoplarse a las resoluciones tomadas por las Cortes generales de la nación española. Ayos justificó su propuesta, que en líneas generales será la de los no-tables cartageneros durante largos meses, diciendo que la dispo-sición según la cual en ciertos casos los corregidores junto con los cabildos podían tener la “administración de la república”, constituía una ley constitucional. Tal ley, adulterada durante los tres siglos de “desgobierno”, era la misma que ahora la na-ción resucitaba y ponía como fundamento de su regeneración, proclamando así “los derechos del pueblo a intervenir eficaz-mente en su gobierno”, tal como, además, lo había proclamado la Suprema Junta de España e Indias.22 El sentido restringido del término constitución utilizado por el Síndico Procurador de Cartagena fue bastante utilizado allí luego que los novadores arrancaron el gobierno de la Provincia al Gobernador Montes. En junio de 1810, por ejemplo, los regidores cartageneros ha-

22 “Relación de las Providencias que se han dado por el M. I. C. de Car-tagena de Indias en vista de las Reales Órdenes y otros avisos oficiales comunicados a esta Plaza a efecto de que se tomase todas las precauciones convenientes contra los arbitrios y asechanzas de que se está valiendo el gobierno francés para subjugar a las Américas”, Imprenta del Real Con-sulado, Cartagena, 1810. Ayos afirmó aquí que los cartageneros suscri-bían “por prudencia” la constitución española vigente, pero que el pueblo podía también “alegar sus razones y sus intereses” contra dicho esquema gubernativo.

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blaron de la “nueva constitución” para referirse al recién ins-tituido arreglo gubernativo de la Provincia, consistente en la agregación de dos coadministradores del Cabildo al Goberna-dor. Mientras que Agustín Gutiérrez explicó la deposición de este por parte del Cabildo debido a su empeño en “trastornar la nueva Constitución sin embargo de que la había jurado, y no concedía a sus Co-Administradores las facultades, e interven-ción” que debían tener en los asuntos de gobierno.23 Aunque modesto, este uso del término significaba que los novadores de-seaban darse su propio gobierno, al menos en el ámbito de su Provincia, actitud sin duda subversiva, pese a las justificaciones legales con que la recubrieron.

A mediados de 1810, sin embargo, las ambiciones de ruptu-ra de los novadores neogranadinos no se detenían allí, pues al mismo tiempo que los cartageneros utilizaban el término cons-titución para designar un nuevo arreglo gubernativo en el que ellos llevaban las riendas, en la capital del virreinato el abogado payanés Camilo Torres pasó a expresar un uso mucho más au-daz del dicho término, el cual dejaba entrever que los cambios que avizoraban eran de un carácter más abarcador. Torres en primer lugar afirmaba la potestad de la nación para darse una constitución, diciendo que la ley de Partidas o bien había sido hecha por “algunos de los antiguos reyes sin consentimiento de la nación”, y entonces ella no era “ley fundamental del Es-tado”, o bien había sido hecha por la misma nación, y entonces esta podía revocarla cuando quisiera reformar su constitución o establecer otro orden de cosas con el cual pretendiera “conse-guir más fácilmente las ventajas que se propone toda sociedad política en su establecimiento”. A partir de esta premisa, Torres alegaba que a las Cortes reunidas en la península no se les podía limitar su autonomía imponiéndoles el establecimiento de una

23 Manuel Ezequiel Corrales, comp., Documentos para la Historia de la Provincia de Cartagena, t. I, ob. cit., pp. 84-85; Carta de Agustín Gutié-rrez de junio de 1810, en Isidro Vanegas, comp., Dos vidas, una revolu-ción, ob. cit., p. 117.

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regencia, y ni siquiera el reconocimiento a Fernando 7º. Si este aún existía en tanto que monarca, todo debía ser dejado en su lugar. Pero si “su monarquía” se había disuelto y con ella los lazos de subordinación que se le debían, entonces los america-nos habían devenido “libres e independientes”, y no necesita-ban cubrirse “con el nombre de un Rey para formar la mejor, la más conveniente constitución”, ni mucho menos necesitaban para esto de una “ley bárbara hecha en tiempos bárbaros”, que además era inaplicable al caso presente. Pero el payanés era más afirmativo en otros apartes, en los que daba por perdida a España, disuelta la monarquía y expulsada su dinastía, con lo que el pueblo, o la “masa de la nación”, recuperaba tanto la soberanía como sus “derechos sagrados”, pudiendo por lo tanto reunirse a través de sus representantes para instituir el gobier-no más conveniente a sus intereses. Torres era enfático en que los “pueblos libres”, tenían derecho a todo aquello que fuera necesario a su “conservación y perfección”, y en virtud de tal derecho podían “mudar el gobierno y reformar la constitución” siempre que de esto resultara su felicidad. Siendo dable cambiar la forma de gobierno, ¿cuál era el ideal al que había que aproxi-marse? Sin vacilar, Torres contesta que al de los norteamerica-nos, cuya constitución él asocia a la realización de las luces y la virtud, y de la que subraya cómo el filósofo inglés Richard Price la había elogiado por ser la “más sabia que hay bajo el cielo”, y cómo otro publicista había dicho que si Montesquieu resucitara se avergonzaría de los elogios que le había prodigado a la constitución inglesa.24 Así, forma de gobierno y constitu-ción se hacen sinónimo en la boca de un novador neogranadino, recuperando el término un sentido clave que había tenido antes de la Revolución. Solo que las condiciones bajo las cuales tal idea era expresada, y los horizontes que aparecen a los ojos de los actores de los acontecimientos, eran enteramente distintos.

24 Carta de Camilo Torres a su tío Ignacio Tenorio, mayo de 1810, en Gui-llermo Hernández, comp., Proceso histórico del 20 de Julio de 1810, Ban-co de la República, Bogotá, 1960, pp. 59-61.

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El imperativo de constitucionarse

Como sucedió con toda una serie de expresiones que denotaban la novedad y el vértigo de la situación, la utilización del término constitución se amplificó drásticamente con la eclosión juntista de mediados de 1810.

Inicialmente, tal expansión se desplegó bajo un número re-ducido de acepciones. En primer lugar, constitución siguió sig-nificando arreglo gubernativo de orden local o provincial, como lo dejan ver los líderes del cabildo extraordinario que instaló la Junta en Santafé, quienes escribieron que el Acta extendida el 20 de julio, era una constitución, la cual juraron ese día los vo-cales. Constitución alude aquí, como ellos mismos indicaban, a “la forma del Gobierno provisional”, esto es, al conjunto de autoridades que había quedado instalado. Un sentido semejante le otorgaron en la proclama que uno de los miembros de la Jun-ta de Santa Marta dio al público a mediados de agosto, donde constitución fue asociada a las leyes del ámbito local. Y en este mismo horizonte también aludió el caleño Manuel Santiago Vallecilla para referirse a lo acordado en Popayán con motivo de la instalación de la Junta Provisional de Salud y Seguridad Pública.25 En segundo lugar, constitución aludió a un eventual arreglo gubernativo articulador del conjunto de las provincias del virreinato. En este sentido lo utilizaron los líderes de la Jun-ta santafereña al plantearse como tarea formar, con el concurso de las distintas provincias, una constitución para todo el Reino fundada en la “libertad e independencia” de ellas, las cuales estarían ligadas “únicamente por un sistema federativo”. En este proyecto insistió el charaleño José Acevedo y Gómez al día siguiente de la instalación de la Junta de la capital, y esta lo

25 Guillermo Hernández, comp., Proceso histórico del 20 de Julio de 1810, ob. cit., p. 156; “Proclama”, Noticias Públicas de Cartagena de Indias, n° 70, agosto 29 de 1810; Demetrio García Vásquez, Revaluaciones his-tóricas para la Ciudad de Santiago de Cali, t. II, Editorial América, Cali, 1951, p. 98. Un uso similar también en: “Socorro”, Diario Político de Santafé de Bogotá, n° 29, diciembre 4 de 1810; “Tunja 18 de Octubre”, Diario Político de Santafé de Bogotá, n° 37, enero 1 de 1811

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retomó en diversos documentos. Igual disposición expresó en septiembre la Junta de Cartagena cuando aludió a una “cons-titución federativa”, la cual sería provisional hasta cuando se decidiera la suerte de España, y en octubre también la Junta de Antioquia, que dijo participar del interés en congregar pronta-mente las Cortes del Nuevo Reino, las cuales debían elaborar una constitución.26 Una tercera acepción del término apenas aparece insinuada, y ella toca tanto con el fundamento del orden social como con las leyes que lo rigen. Es observable en el Acta del cabildo del 20 de julio en Santafé cuando se refieren a una constitución que debe dar el pueblo, así como en un anónimo escritor de Popayán, quien indica que una nueva constitución “debe ser un resultado de la voluntad y opinión general de los hombres libres que habitan las ricas Provincias de la América, pues sin su consentimiento no puede trastornarse el orden social que las liga entre sí, ni formarse leyes, distintas de las que nos rigen hasta el día”.27

Estos diversos sentidos, es preciso aclararlo, no aparecen con la nitidez con que el historiador los exhuma. Todo lo contrario. A quienes intervienen en la escena pública los vemos bregando con el término, pasando de un significado a otro sin que tal trán-sito parezca suscitarles interrogantes; en dificultades para dar-le un sentido preciso. Esto lo sugieren incluso los editores del Diario Político cuando aluden a la confusión existente entre las “providencias provisionales” y la “constitución”.28 No se puede

26 Guillermo Hernández, comp., Proceso histórico del 20 de Julio de 1810, ob. cit., pp. 154, 164; Exposición de la Provincia de Cartagena a las de-más de la Nueva Granada respecto a la reunión del Congreso del Reino, septiembre 19, en Archivo Histórico José Manuel Restrepo, fondo I, vol. 7, f. 43v; “Nuevo Reino de Granada. Política”, El Argos Americano, n° 8, noviembre 5 de 1810, Cartagena.

27 Guillermo Hernández, comp., Proceso histórico del 20 de Julio de 1810, ob. cit., p. 154; El Buen Patriota, “Observaciones que dirige un amigo a otro que le pregunta sobre la actual situación del Reyno en Agosto de 1810”, s. e., Cartagena, 1810, p. 3, en Biblioteca Nacional, Fondo Pineda 184, pza. 8.

28 Diario Político de Santafé de Bogotá, nº 1, agosto 27 de 1810.

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decir, por lo tanto, que en este momento los revolucionarios avizoren para el antiguo virreinato una constitución como las que habían elaborado décadas atrás los norteamericanos y los franceses, lo cual aumenta la improbabilidad de que aquellos, desde antes de la Revolución, hubieran tenido por modelo di-chas constituciones, con todas las rupturas implícitas en ellas.

Además de ser enunciado con cierta confusión, inmedia-tamente después de la eclosión juntista, el término constitu-ción, como he indicado, registra pocas novedades en cuanto a las acepciones bajo las cuales es utilizado. En lo que sí vemos cambios notorios es en la frecuencia con que es usado, y sobre todo, en la aquiescencia de diversos sujetos a la idea de dar una constitución, bien sea a las provincias, bien sea al Nuevo Reino o a la nación española. Así, el caleño Joaquín Caicedo alegó que siendo ahora todos libres, todos debían tener influjo en la constitución, mientras que el bibliotecario Manuel del Socorro Rodríguez escribió que desde mucho tiempo atrás la “constitu-ción gubernativa” se hallaba viciada, siendo por lo tanto felices los cambios consumados el 20 de julio en la capital virreinal por la Junta, la cual había tenido suficiente “luz y valor para constitucionarse”. Incluso entre individuos reacios a las nove-dades, la eventualidad de formar una constitución se abrió paso, como lo manifestó un payanés anónimo quien, pese a instar a sus conciudadanos a mantenerse en obediencia al rey cautivo, admitió la posibilidad de “establecer una constitución diferente de la que teníamos reconocida”. Materia sumamente ardua e importante para cualquier pueblo del mundo, agregaba, ella no podía ser obra de una “multitud tumultuaria”, ni expresión de “la voluntad de un solo Pueblo, sino la de todos los del Reino”, única manera de darle la fuerza necesaria para que todos esos pueblos la obedecieran.29 En el Socorro, por su parte, no se con-

29 “Para la historia. Documentos inéditos”, Popayán, año II, nº XIX, febre-ro de 1909, Popayán, pp. 298-299; Manuel del Socorro Rodríguez, La Constitución Feliz, nº 1, agosto 17 de 1810, Santafé de Bogotá; El Buen Patriota, “Observaciones que dirige un amigo a otro que le pregunta sobre

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tentaron con manifestar su voluntad de formar una constitución, sino que, solo un mes después de haber erigido su Junta pro-vincial, redactaron, promulgaron y exigieron obediencia a un acta constitucional de la Provincia, la cual no dudaron en llamar “constitución”. Tal iniciativa la justificaron en nombre del dere-cho natural que otorga a cada pueblo la competencia para darse “la clase de gobierno que le acomode”, pudiéndose colegir de dicho documento que los socorranos entendían por constitución no solo una serie de disposiciones gubernativas tocantes a la Provincia, la Nueva Granada y la monarquía, sino también unos preceptos generales acerca del carácter y el objeto que debía tener un gobierno: la libertad, la prosperidad, la buena armonía del cuerpo social.30

Esta voluntad expresada en diversos lugares del Nuevo Rei-no de formar una constitución chocaba con la opinión según la cual bastaban algunos ajustes a la venerable constitución de la monarquía para salirle al paso a los desafíos del momento.31 Es más, impugnaba el supuesto de que la nación o la monarquía es-pañola contaban ya con una constitución, idea esta que vindicó el joven abogado Ignacio Vargas hacia el mes de septiembre de este año de 1810 en un alegato jurídico. Vargas escribió que era ley fundamental o constitucional de España que la soberanía re-sidiera en los descendientes de Don Pelayo, por lo que no podía variarse el tipo de gobierno monárquico establecido, mientras subsistiera la dinastía. Asimilando constitución tanto a ciertas

la actual situación del Reyno en Agosto de 1810”, s. e., Cartagena, 1810, pp. 3, 7, en Biblioteca Nacional, Fondo Pineda 184, pza. 8.

30 Acta constitucional de la Provincia del Socorro, agosto 15 de 1810, en Archivo Histórico José Manuel Restrepo, fondo I, vol. 4, ff. 66r-67v. Ver también las cartas cruzadas a finales de septiembre entre el párroco de Simacota y el Presidente del Socorro, a propósito de la jura de dichas bases constitucionales, en Archivo General de la Nación, Sección Archivo Anexo, Fondo Historia, t. 11, ff. 249r-251r.

31 Esta fue la opinión plasmada por Jovellanos en su dictamen de mayo de 1809 en relación con el proyecto de decreto sobre restablecimiento y con-vocatoria de cortes, o consulta al país. Ver Gaspar Melchor de Jovellanos, Obras del Excelentísimo Señor D. Gaspar Melchor de Jovellanos, t. 8, Imprenta de D. Francisco Oliva, Barcelona, 1840, pp. 79, 83, 86-87.

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normas como al fundamento del orden social, Vargas rechazaba la idea según la cual los neogranadinos podían aunque fuera modificar la constitución en la que habían nacido: “Hemos naci-do aquí, somos ciudadanos de aquí, y vasallos del legítimo Rey de España, estamos por consiguiente obligados a observar la constitución de estado bajo las mismas condiciones que la ob-servaron nuestros progenitores”. Mientras la monarquía espa-ñola no se desintegrara era imposible separarse de su constitu-ción, puesto que la subordinación a ella estaba determinada por el consentimiento que los ancestros le habían otorgado, el cual se transmitía insensiblemente. Cualquiera fuera su constitución, precisaba, un pueblo carecía del derecho de insurrección, pues de poseerlo se destruirían “los cimientos de la obediencia a la autoridad suprema por ella establecida, y en ese caso aquella so-ciedad no tendría seguridad de constitución”. Pero en el propio Vargas es posible atisbar cómo las mutaciones en curso han sido significativas a la vez que insensibles, pues mientras recusa las intenciones de alterar la constitución de la monarquía, sostiene que el poder ejecutivo de la Junta santafereña no puede juz-garlo, pues de hacerlo destruiría “aquellos mismos principios que forman la constitución de este Gobierno, y en los que se funda la división de los Poderes”.32 No menos significativo fue, además, que nadie hubiera acompañado públicamente a Vargas en su vindicación de la constitución de la monarquía y que las autoridades lo sancionaran drásticamente por manifestar unas ideas que contrariaban el espíritu novador imperante.

La represión, por parte de los revolucionarios, de aquel re-clamo de respeto a la supuesta constitución de la monarquía33

32 Alegato de Ignacio Vargas, septiembre de 1810, en Archivo General de la Nación, Sección Archivo Anexo, Fondo Justicia, t. 8, ff. 626-676.

33 ¿En este momento podía hablarse de una constitución de la monarquía? Este era un punto importante de discusión, pues mediante él podía defi-nirse el horizonte de la revolución. En la península, mientras Jovellanos defendía la existencia de una constitución, otros publicistas, como Elola, dudaban que ella hubiera existido y llamaban mas bien a ocuparse de for-marla. Por supuesto que en el debate estaba implícita la definición del tér-mino. Ver Antonio de Elola, “Preliminares a la constitución para el Reino

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era una consecuencia lógica de su rechazo a una idea que con-trariaba su ímpetu transformador, radicando aquí justamente uno de los motivos de la profundización de su desencuentro con las autoridades sucedáneas de Fernando 7º, pues mientras en aquellos maduraba la convicción de que era imperioso formar una constitución que culminara la regeneración política, el Con-sejo de Regencia no había manifestado ninguna señal de querer formar una constitución. Carente completamente de iniciativa, la Regencia ni siquiera en el momento de instalar las Cortes les había dado a estas el encargo de elaborar una constitución, siendo apenas en su primera resolución, del 24 de septiembre de 1810, que ellas hablaron de los “decretos, leyes y constitu-ción que se establezca según los santos fines para que se han reunido”.34 Pero el desdén de los novadores neogranadinos ha-cia dichas Cortes no era reciente, como lo muestra el llamado a elegir diputado, el cual solo había sido atendido en Cartagena, Santa Marta, Popayán, Riohacha, Quito y Panamá, cargo del cual solo tomaría posesión el de esta última.35 Los revoluciona-rios, pues, no habían cifrado mayores esperanzas en las labores de las Cortes españolas, por lo que su afán de constitucionar-se puede ser mejor comprendido cuando lo reinscribimos en el curso específico de la escisión respecto al poder monárquico que define a la Revolución Neogranadina. De esta manera es

de España”, Imprenta de José Esteban, Valencia, 1810.34 Ver Manuel Morán Ortí, “La formación de las Cortes (1808-1810)”, y,

Juan Ignacio Marcuello, “Las Cortes Generales y Extraordinarias: organi-zación y poderes para un gobierno de Asamblea”, en Miguel Artola, ed., Las Cortes de Cádiz, Marcial Pons, Madrid, 2003, pp. 13-36, 68-71.

35 Daniel Gutiérrez, Un nuevo reino. Geografía política, pactismo y diplo-macia durante el interregno en Nueva Granada (1808-1816), Universidad Externado, Bogotá, 2010, pp. 147-148. Al finalizar el año, las Cortes espa-ñolas comienzan a ser objeto de burla y de escarnio público, como es ob-servable en: “Suplemento a la obstetricia política”, Biblioteca Nacional, Fondo Quijano 254, pieza 39; Carta de José Gregorio Gutiérrez, febrero 9 de 1811, en Isidro Vanegas, comp., Dos vidas, una revolución, ob. cit., pp. 186-187. La Regencia, será igualmente motivo de críticas cada vez más frecuentes y más ácidas. Ver al respecto, Aviso al Público, nº 15, enero 5 de 1811, Santafé de Bogotá; Carta de Agustín Gutiérrez, enero 5 de 1811, en Isidro Vanegas, comp., Dos vidas, una revolución, ob. cit., p. 176.

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posible comprender cómo, en los inicios de la eclosión juntista, ese afán no fue incompatible ni con un reconocimiento condi-cionado de Fernando 7º ni con la formación de una constitu-ción española. Es más, cómo una y otra eventualidad estuvie-ron fuertemente ligadas, en la medida que el reconocimiento al soberano estuvo supeditado a que aceptara la constitución que le diera el pueblo, o a que se sujetara a la “dominación cons-titucional”, según exigieron en diciembre tanto el Cabildo de Popayán como los diputados al Congreso General del Reino.36 Cartagena parecía contradecir esta actitud, pues allí continuaron por un tiempo invocando las leyes municipales de la monarquía como leyes constitucionales, pero incluso en esa ciudad es po-sible observar cómo se ha producido un importante viraje, pues-to que su Junta simultáneamente lamentaba la carencia de una constitución de la nación o la monarquía española y demandaba llenar ese vacío.37

Formar una constitución en lugar de venerar una ya exis-tente: este no fue el único cambio observable hacia finales de 1810. También se ve cómo a la constitución se le asignan ciertos atributos fundamentales, como asegurar la “verdadera libertad civil”, según escribe un publicista cartagenero, o precisar las atribuciones y los límites del poder, como queda sugerido en diversas intervenciones públicas en Santafé.38 Tan significativa

36 Cuaderno impreso conteniendo la noticia de la instalación y primeras re-soluciones del Congreso del Reino, s. e. Santafé de Bogotá, 1811, p. 9, en Biblioteca Nacional, VFDU1-447, pza. 8; John F. Wilhite, The enlighten-ment and education in New Granada, 1760-1830, Tesis doctorado Uni-versity of Tennessee, Knoxville, 1976, pp. 577-584. Ver también: Guiller-mo Hernández, comp., Proceso histórico del veinte de Julio de 1810, ob. cit., p. 154; Proclama de la Junta de Santafé, julio 23 de 1810, en Archivo Histórico José Manuel Restrepo, fondo I, vol. 4, f. 52rv; “Continúa la contestación al Reverendo Obispo de Cuenca”, Diario Político de Santafé de Bogotá, n° 30, diciembre 7 de 1810.

37 Proclama de noviembre 9 de 1810, en Archivo Histórico José Manuel Restrepo, fondo I, vol. 9, ff. 5r-10r.

38 “Continúan las observaciones sobre la federación, &c.”, El Argos Ame-ricano, nº 8, noviembre 5 de 1810, Cartagena; Enrique Ortega, comp., Documentos sobre el 20 de Julio de 1810, Academia Colombiana de His-toria, Bogotá, 1960, pp. 138-139; “Siguen los principios de economía po-

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como esa delimitación del término fue la apropiación de diver-sos referentes intelectuales por parte de los revolucionarios. Así, fue publicada en el periódico de Fray Diego Padilla, el Aviso al Público, la traducción de la Constitución de Estados Unidos hecha por el venezolano José Manuel Villavicencio, y el joven publicista José Fernández Madrid se envaneció de que no falta-ran sujetos ilustrados que conocían “las constituciones, y pactos sociales de las naciones Europeas”.39 En consonancia con esta apropiación intelectual del constitucionalismo norteamericano y europeo entre algunos individuos, comienza a observarse una apropiación de tipo político de los gérmenes constitucionales que habían ido surgiendo en el Nuevo Reino. En noviembre de 1810 el Síndico Procurador del Socorro habló del acta consti-tucional de esta Provincia como “nuestra constitución”, y en su nombre reclamó la elección de los jueces por parte de cada localidad de ella. Puesto que conservarla y sostenerla era un asunto sagrado, el Síndico pedía que se hiciera entender a los electores que no otorgaran sus sufragios a nadie que hubiera tra-tado de “combatir dicha constitución”, y que los votos dados en estos términos fueran “desechados como si con ellos se hiciese elección de una persona indigna”. En el mismo mes, la Junta de Cartagena justificó su negativa a recibir a los funcionarios en-viados por la autoridad peninsular escudándose en la inexisten-cia de una constitución de la nación española que reconociera la “más perfecta igualdad de derechos” entre las provincias de am-bos lados del Atlántico. Esa constitución por elaborar debería poner límites al “mando absoluto” con que hasta ese momento habían venido revestidas las autoridades que de la metrópoli enviaban a América, y por añadidura, debería garantizar la “se-guridad pública y la libertad civil del Ciudadano”. Y cuando Mompós intentó erigirse en provincia autónoma, los líderes

lítica”, Diario Político de Santafé de Bogotá, n° 42, enero 18 de 1811.39 Adición al Aviso al Público, nº 10, diciembre 1 de 1810, Santafé de Bo-

gotá; José Fernández Madrid, “Concluyen las reflexiones sobre nuestro estado”, El Argos Americano, nº 13, diciembre 24 de 1810, Cartagena.

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cartageneros indicaron que aquella no podía sustraerse al rigor de las leyes de la constitución de Cartagena, esto es, al arreglo de sus autoridades elaborado como fruto del derrocamiento del Gobernador.40 Más allá de estos reclamos, la implantación cons-titucional avanzó modestamente en otros terrenos, como fue el de ocuparse en pensar la articulación que debía existir entre la constitución general y las constituciones de las provincias. En este punto el camino era claro para diversos revolucionarios: formar una constitución general que armonizara y diera fuer-za al conjunto de las provincias neogranadinas, y, simultánea-mente, que cada una de ellas se diera su propia constitución, la cual debía cuando menos regular su administración interior.41 El Congreso General del Reino comenzó a sesionar en Santafé de Bogotá a finales de diciembre de 1810, teniendo por uno de sus objetivos darle una constitución al conjunto de las provincias, meta que trató infructuosamente de materializar incluso cuando su disolución parecía inminente.42 En contraste con esta inicia-tiva, la de formar una constitución para la Provincia de Santafé, levantada en el entretanto, sí fue exitosa, deviniendo un punto de referencia para todo el Reino.

40 Oficio del Síndico Procurador del Socorro, noviembre 6 de 1810, en Ar-chivo General de la Nación, Sección Archivo Anexo, Fondo Historia, t. 11, f. 275rv; Proclama de la Junta de Cartagena, noviembre 9, en Archivo Histórico José Manuel Restrepo, fondo I, vol. 9, ff. 5r-10r; Proclama de Cartagena, en Manuel Ezequiel Corrales, comp., Documentos para la his-toria de la Provincia de Cartagena de Indias, t. I, ob. cit., pp. 201-217.

41 José Fernández Madrid, “Reflexiones sobre nuestro estado”, El Argos Americano, nº 6, 8, 9, 13, octubre 22, noviembre 5, 12, diciembre 24 de 1810, Cartagena; Documentos relativos a la elección de diputados en San-tafé para el Congreso General del Reino, diciembre 15, en Archivo Histó-rico José Manuel Restrepo, fondo I, vol. 4, ff. 120r-122r, 135r-136r.

42 Sobre el proyecto de constitución para todo el Nuevo Reino, propuesto a mediados de enero de 1811 por el Congreso, pero que no fue adoptado, ver: Carta de José Gregorio Gutiérrez, de enero 19 de 1811, en Isidro Va-negas, comp., Dos vidas, una revolución, ob. cit., pp. 179-180; “La con-ducta del Gobierno de la Provincia de Santafé para con el Congreso, y la de este para con el Gobierno de la Provincia de Santafé”, s. e., febrero 24 de 1811, en Biblioteca Nacional, VFDU1-431, pza. 4; Ignacio de Herrera, “Manifiesto del Diputado de la Provincia de Nóvita, sobre la conducta del Congreso”, Imprenta Real, Santafé de Bogotá, 1811.

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Efectivamente, el 13 de diciembre de 1810, antes de que el Congreso del Reino hubiera comenzado a sesionar, el Cabildo de Santafé había pedido a la Junta de esa jurisdicción interesarse en la adopción de una “Constitución de Gobierno provincial”. Adoptada la propuesta, el Colegio Constituyente y Electoral se-sionó entre el 6 de marzo y el 2 de abril, siendo promulgada la Constitución de Cundinamarca el 12 de mayo de 1811, con lo que se convertía en la primera del mundo hispánico. Fruto de un momento de acuciantes dudas, ella dejaba abierta la posi-bilidad de ser el marco normativo tanto para un reino dentro de un imperio español nuevo, como para una provincia o un Estado independiente, aunque erigía dificultades enormes a las dos primeras eventualidades. También definió la forma de go-bierno de Cundinamarca como una monarquía constitucional, pero levantó barreras prácticamente insuperables a la posibili-dad de que el rey ejerciera su rol de magistrado encargado del poder ejecutivo.43 Condensación de las inquietudes que durante la Revolución se habían desarrollado en las distintas provincias, la Constitución de Cundinamarca era a la vez un salto adelante, una obra madura que parecía sobrepasar con mucho las elabo-raciones del momento.

La Constitución de Cundinamarca en sí misma fue una nueva etapa en el itinerario de las transformaciones acaecidas al significado del término constitución durante la Revolución Neogranadina. Ella saturó el término de atributos políticos, dejó desueta la noción de constitución como mero arreglo guberna-tivo, e hizo una ruptura sin retorno con la idea de constitución de la monarquía, esto es, de una constitución que existía y no podía ser cambiada, resultando así un triunfo para quienes par-ticipaban del ideal de revolución como una fundación. Ante los revolucionarios del conjunto neogranadino afirmó el término en muy diversos sentidos, como el de imponer el requisito de que una constitución fuera un texto escrito y el de precisar quién

43 Un recorrido detallado por los orígenes y el carácter de esta Constitución en el capítulo siguiente.

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era el soberano —en este caso el pueblo—, siendo Fernando 7º solo un magistrado encargado del poder ejecutivo. Igualmente, circunscribió el término, al establecer el conjunto de derechos y libertades de que era titular todo ciudadano —sin cuyo goce efectivo no podía hablarse verdaderamente de orden constitu-cional—, al delimitar la comunidad política —esto es, quiénes y de qué manera podían intervenir en la formación de la ley—, al precisar las atribuciones de las distintas autoridades y sus lími-tes unas respecto a otras y respecto a los ciudadanos, y además, al establecer la manera como ella podía ser cambiada. La Cons-titución de Cundinamarca instituyó también como referente la idea según la cual una constitución se forma, vale decir, es un canon que la sociedad se da a sí misma a través de sus represen-tantes, la cual, conteniendo un conjunto de leyes también es la Ley, esto es, un principio que pretende ordenar el vínculo social. Los responsables de la formación de dicha Constitución subra-yaron, por lo demás, un tipo de justificación que iría a tener gran vitalidad durante la Revolución: el pueblo tenía la potestad de darse sus propias leyes, precisando que el de esta Provincia había “reasumido su soberanía, recobrando la plenitud de sus derechos”. El pueblo, indicaron en otro momento, poseía unos “derechos naturales e imprescriptibles” que lo autorizaban tanto a escoger sus autoridades como a darse una constitución que lo protegiera de los abusos de aquellas. Habiendo concedido Dios al hombre la facultad de “reunirse en sociedad con sus semejantes, bajo pactos y condiciones que le afiancen el goce y conservación de los sagrados e imprescriptibles derechos de libertad, seguridad y propiedad”, la Provincia estaba autorizada a darse la “forma de gobierno” que además le procurara la feli-cidad pública.44

44 “Acta de la Suprema Junta en su Cuerpo Ejecutivo”, Diario Político de Santafé de Bogotá, n° 46, febrero 1 de 1811; Actas del Serenísimo Colegio Constituyente y Electoral de la Provincia de Cundinamarca. Congregado en su capital la ciudad de Santafé de Bogotá para formar y establecer su constitución, Imprenta Real de Santafé de Bogotá, 1811, espec. pp. 6-8, 11-14, 29-33, 68-69, 94-96, 111-112, 157-158; Constitución de Cundina-

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La decisión y la audacia de los revolucionarios avecindados en Santafé para formar una constitución parecía contrastar de manera drástica con la actitud de los cartageneros, cuya Junta ofició repetidas veces a las autoridades peninsulares para pro-testarles su reconocimiento. En dichas comunicaciones la Junta reconoció la legitimidad del esfuerzo adelantado en la penínsu-la para darle a la nación española una “forma constitucional” dentro de la igualdad de todos los pueblos que la componían. Sin embargo, insistió en reclamar el derecho de la Provincia a darse un “Gobierno económico y administración interior”, el cual debía “obrar su felicidad y conservación territorial”. Se trataba, pues, de un reconocimiento condicionado no solo a que aceptaran que Cartagena instituyera su propio gobierno interno, sino también a que esas Cortes gaditanas se constituyeran “le-galmente”, es decir, que se formaran unas nuevas Cortes, pues las que estaban sesionando carecían de legitimidad al no alber-gar una representación adecuada de las provincias americanas. Había una distancia tan grande entre la posición de la Provincia neogranadina y los supuestos desde los cuales actuaban las Cor-tes de la “nación española”, que la comisión encargada por estas de estudiar la situación no pudo sino concluir, en julio de 1811, que el reconocimiento de los cartageneros estaba constituido solo por palabras vacías.45 Esta misma impresión la habían teni-do en enero de ese año observadores de la más diversa afinidad. Un entusiasta novador, Agustín Gutiérrez, había dicho que los cartageneros ofrecían a las Cortes obedecerles pero que no ha-rían nada de cuanto les mandaran, mientras que el Contador del

marca su capital Santafé de Bogotá, Imprenta Patriótica de D. Nicolás Calvo y Quijano, Santafé de Bogotá, 1811, espec. pp. 3-8, 10, 15.

45 Acta de reconocimiento de la Junta de Cartagena a las Cortes instaladas en la isla de León, diciembre 31 de 1810, en Archivo Histórico José Manuel Restrepo, fondo I, vol. 9, ff. 26r-27r; Oficio de febrero de 1811, en Sergio Elías Ortiz, comp., Colección de documentos para la historia de Colom-bia, t. II, ob. cit., pp. 312-313; Dictamen de la comisión de Cortes, en Jairo Gutiérrez y Armando Martínez, La visión del Nuevo Reino de Granada en las Cortes de Cádiz (1810-1813), Academia Colombiana de Historia / UIS, Bogotá, 2008, pp. 163-173.

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Ejército, Ventura Ferrer, decía que los “rábulas” cartageneros se habían arrogado la autoridad soberana de la Provincia, no reco-nociendo sino en el nombre al Consejo de Regencia y a las Cor-tes, y por su parte el Mariscal de Campo Antonio de Narváez observaba que los revolucionarios de dicha ciudad desconocían la autoridad de las Cortes, compaginando sus decisiones más bien con el Congreso del Nuevo Reino.46

La posición de los cartageneros, entonces, resultaba próxima a la que predominaba entre los revolucionarios del resto del an-tiguo virreinato, con quienes compartieron su viva apropiación intelectual del constitucionalismo y su interés en formar una constitución para el Reino y para sus provincias. En efecto, al tiempo que participan en la iniciativa del Congreso General del Reino, que, como he indicado, tuvo por uno de sus objetivos principales dar una constitución al conjunto de las provincias, diversos publicistas cartageneros debatieron en torno al carácter de la constitución que debía darse la Provincia, y a los pasos más prudentes para formarla. Entre los más comprometidos en la iniciativa estuvieron los editores del Argos Americano, José Fernández Madrid y Manuel Rodríguez Torices, pero otros su-jetos intervinieron en el mismo sentido a comienzos de 1811, aunque entre unos y otros varió el nivel de apertura a la even-tualidad de reconocer el trabajo de las Cortes españolas.47 Fruto de una exigencia que se había ido tomando al conjunto de los revolucionarios, el 1 de julio de 1811 un grupo de vecinos de Cartagena pidió la formación de una constitución provincial,

46 Carta de Agustín Gutiérrez, de enero 15 de 1811, en Isidro Vanegas, comp., Dos vidas, una revolución, ob. cit., p. 177; Jairo Gutiérrez y Ar-mando Martínez, La visión del Nuevo Reino de Granada en las Cortes de Cádiz, ob. cit., p. 142; Informe de Narváez, enero 27, en Archivo Históri-co José Manuel Restrepo, fondo I, vol. 6, f. 5v.

47 Intercambios epistolares entre los editores y “El Reformador” y “El Sr. P.”, en El Argos Americano, suplemento al nº 27-29, 31, 37, 39, abril 1-15, 29, junio 10, 24 de 1811, Cartagena. Ver también José Fernández Madrid, “Representación que el Síndico Procurador General hizo a la Suprema Junta de esta Provincia de Cartagena de Indias en 23 de Enero de este año”, Imprenta del Real Consulado, Cartagena, 1811.

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iniciativa ante la cual las autoridades no se apresuraron pero que resultó una de las principales exigencias de los amotinados del 11 de noviembre en dicha ciudad.48

Mientras esto sucedía en Cartagena, entre los revoluciona-rios de la mayor parte de las provincias tenía lugar una similar apropiación del imperativo constitucional, el cual nacía de su convicción de que la carencia de constitución por parte de un pueblo libre no podía ser sino una anomalía, como lo escribie-ron en enero de 1811 en la presentación del acta de instalación del Congreso General. Una idea que tres meses más tarde ex-presó con mayor detenimiento en Cartagena un anónimo escri-tor cuando aludió a la “falta notable” que les hacía una “cons-titución solemne, y permanente” que arreglara el gobierno de la Provincia para que así quedaran asegurados “para siempre” los derechos de los habitantes de ella. Cuando los pueblos ca-recen de un gobierno, agregó, entran en el “horroroso estado de anarquía”, pero cuando el gobierno carece de una constitución que lo sofrene, los pueblos quedan en “inminente peligro de ser presa, o de la arbitrariedad de sus mandatarios, o de las faccio-nes que dominen la debilidad, e inconsistencia del gobierno”. Dominados los revolucionarios por estos sentimientos, uno de ellos, Miguel de Pombo, pudo escribir a finales de este año que lo más necesario en el momento eran “Constituciones, armas, imprentas y costumbres”, precisando que las “constituciones solemnes” era a lo que más temían los tiranos, y que unas cons-tituciones provinciales sabias serían el “cimiento indestructi-ble” que ligaría a todas las provincias entre sí. En Cartagena, un publicista anónimo escribió: “no hay más amo que sostener, que la Constitución que hemos jurado”.49 Tener una constitución, o

48 “Cartagena Junio 28. Representación hecha por los vecinos de esta Ciu-dad”, El Argos Americano, nº 40, julio 1 de 1811, Cartagena.

49 Cuaderno impreso conteniendo la noticia de la instalación y primeras re-soluciones del Congreso del Reino, s. e., Santafé de Bogotá, 1811, p. 3, en Biblioteca Nacional, VFDU1-447, pza. 8; “Correspondencia”, El Argos Americano, suplemento al nº 27, abril 1 de 1811, Cartagena; Miguel de Pombo, Constitución de los Estados Unidos de América. Según se propu-

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poderse dotar de ella, fue de tal manera elevado a requisito de madurez de una comunidad política, que a comienzos de 1812 la modesta Villa de Timaná rehusó formar parte de la Provincia de Neiva alegando que, aunque lo pretendieran, en esta no había hombres capaces de hacer una verdadera constitución.50

Tal imperativo constitucional se evidenció diversamente, pero vale la pena detenerse en dos muestras de él. La primera, la decisión asumida por la mayor parte de las provincias de darse su propia constitución, lo cual efectivamente hicieron después de Cundinamarca al menos 7 de ellas entre los últimos meses de 1811 y el año siguiente, siendo este el primero de dos ciclos de formación de constituciones.51 Provincias importantes como Cartagena, Popayán o Tunja, pero también otras muy modestas como Nóvita, Citará o Casanare formaron cuerpos constituyen-tes y redactaron constituciones, cuya abundancia en el conjunto neogranadino debe entenderse como parte de la adopción gene-ralizada del ideal federativo. Una segunda muestra del arraigo del imperativo constitucional fue el argumento usado en diver-sas contiendas, y según el cual era un orden constitucional me-jor el que le daba la preeminencia a una ciudad o provincia. En la disputa entre las autoridades de Vélez y el Socorro, en la cual la segunda aspiraba a la subordinación de la primera, el Cabildo de Vélez calificó de “retazos de Derecho público” los cánones constitucionales con los cuales aspiraban a gobernarlos, agre-gando que estos eran no solo insuficientes sino que habían sido hollados por las mismas autoridades de la localidad rival. En

so por la Convención tenida en Filadelfia el 17 de Septiembre de 1787 y ratificada después por los diferentes Estados con las últimas adiciones, precedida de las actas de Independencia y Federación, traducidas del inglés al español por el Ciudadano Miguel de Pombo, e ilustradas por el mismo con notas y un discurso preliminar sobre el sistema federativo, Santafé de Bogotá, Imprenta Patriótica, 1811, p. CXVI; “Noticias del Rei-no”, Gazeta de Cartagena de Indias, nº 21, septiembre 3 de 1812.

50 “Timaná”, Gazeta Ministerial de Cundinamarca, nº 30, febrero 20 de 1812, Santafé de Bogotá.

51 Ver cuadros al final del capítulo anterior.

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respuesta a esta impugnación, Custodio García Rovira52 elogió el orden constitucional del Socorro, contrastándolo con el de Cundinamarca, al cual deseaban integrarse los veleños, y en el cual, dijo García, los pueblos tenían que obedecer un gobierno que al suspender la Constitución se había convertido en “despó-tico y tiránico”. García añadía que en el Socorro no solo regía la Constitución sino que esta había sido dada por sus propios moradores.53 Un tipo de argumento idéntico se esgrimió en el largo choque entre las Provincias Unidas y Cundinamarca. Así, en septiembre de 1812 el comandante militar de las primeras sugirió que era consustancial a los gobiernos libres tener su constitución, y justificó su intención de someter a Santafé ale-gando, entre otras razones, que sus tropas sí sostendrían el cum-plimiento de la Constitución que los pueblos de Cundinamarca se habían dado. Cuando en Cundinamarca Antonio Nariño fue autorizado a ejercer poderes dictatorios, el Congreso de las Pro-vincias Unidas retomó con más fuerza el alegato, instando a los santafereños a deponerlo, pues en estas circunstancias, les dijeron, no tenían constitución ni autoridades ni libertad, ha-biéndolo trastornado todo un “poder arbitrario”, en cuya cima el capricho de un solo hombre pretendía convertirse en la ley su-prema. El Congreso, además, se mostraba extrañado de un pue-blo que habiendo sido el primero en darse una constitución y un

52 Nació en 1780 en Bucaramanga, en la Provincia del Socorro, y se graduó de abogado en el Colegio de San Bartolomé en Santafé de Bogotá. En 1812 fue nombrado Gobernador de su Provincia de origen, desde cuyo cargo promovió la formación de una constitución para esa parte de las Provincias Unidas de la Nueva Granada. Ver Facundo Mutis Durán, “Re-seña biográfica del Señor Custodio García Rovira”, Boletín de Historia y Antigüedades, nº 10, junio de 1903, Bogotá, pp. 528-546; Armando Mar-tínez, “El camino hacia una constitución en la Provincia del Socorro”, La revolución neogranadina (revista electrónica), nº 1, 2011, Bogotá, pp. 84-101.

53 “Contestación del M. I. C. de Vélez al Secretario del Congreso”, Gazeta Ministerial de Cundinamarca, nº 87, noviembre 12 de 1812, Santafé de Bogotá; Carta de Custodio García, noviembre 11 de 1812, en Sergio Elías Ortiz, comp., Colección de documentos para la historia de Colombia, t. III, Editorial ABC, Bogotá, 1966, pp. 196-199.

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gobierno popular, había consentido en sacrificar sus derechos y su libertad. Tales acusaciones el gobierno de Cundinamarca las negó sistemáticamente, replicando que el Congreso de las Pro-vincias Unidas era una “tiranía autorizada por la ley, sin ningún freno”, pues hacía la ley y también la aplicaba. 54

Generalizado como estuvo entre los revolucionarios, el im-perativo constitucional se desplegó mediante variados desarro-llos institucionales. En efecto, el orden constitucional surgido con la Revolución explicitó las claves a partir de las cuales fue reorganizada toda la máquina gubernativa, fue creada una ad-ministración de justicia orientada por cambios sustanciales res-pecto a aquello que debía ser tenido por justo, fue gestionada la representación política, la cual estableció parámetros nue-vos en torno a qué tipo de ciudadanos debían ser distinguidos y recompensados, entre otros terrenos de innovación. Inéditos como eran este orden constitucional y las instituciones despren-didas de él, los encargados de hacerlo operativo se vieron en-frentados a innumerables dificultades que también ayudan a ver su fertilidad. Así, vemos por ejemplo en Santafé cómo la Sala de Gobierno y Hacienda de Cundinamarca elabora una réplica vehemente al Poder Ejecutivo haciéndole ver que conforme a la Constitución ella debía recibir un trato distinguido, y se le debían respetar sus particulares atribuciones.55 En Tunja, mien-tras tanto, varios ciudadanos denuncian ante el Senado de esa Provincia a un funcionario que disfrutaba de varios empleos, algo que la Constitución prohibía, lo que dio lugar a un largo

54 “Oficio dirigido al Gobierno por el Comandante D. Antonio Baraya”, Ga-zeta Ministerial de Cundinamarca, nº 72, septiembre 10 de 1812, Santafé de Bogotá; Manifiesto de las Provincias Unidas, diciembre 2 de 1812, en Archivo Histórico José Manuel Restrepo, fondo I, vol. 4, ff. 256r-257v; “Invitación que el gobierno de Cundinamarca autorizado por la Serenísi-ma Representación Nacional hace a las Provincias de la Nueva Granada”, Imprenta del Estado, Santafé de Bogotá, 1813.

55 Informe de la Sala de Gobierno y Hacienda de Cundinamarca al Poder Ejecutivo sobre las funciones y límites de cada uno, noviembre 21 de 1811, en Archivo General de la Nación, Sección Archivo Anexo, Fondo Gobierno, t. 19, ff. 946-955.

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litigio en el cual el acusado alegó que no podía ser despojado de unos empleos adquiridos antes de la Revolución en calidad de propietario, noción extraña a las nuevas leyes.56

Los hombres de la Revolución debieron, pues, esforzarse por aprender a tramitar los conflictos según el nuevo orden jurídico, pero también a hacer cumplir los rígidos y lacónicos mandatos constitucionales en litigios donde se alegaban circunstancias que parecían no estar contempladas en las constituciones. De-bieron también aprender a tomar decisiones más o menos cohe-rentes con el orden constitucional cuando se levantaba ante él la potente herencia de las costumbres, las normas y los saberes de la antigua sociedad. Así, en 1813 vemos suscitarse en Cartagena la cuestión de si, conforme a la Constitución de esa Provincia, se podía sancionar a los milicianos que dejaran de asistir a los ejercicios, mientras por otro lado se demandaban cuál era el estatus de los alcaldes pedáneos respecto a una unidad militar local, bajo el entendido de que la autoridad militar había queda-do subordinada a la civil. En Mariquita vemos que se preguntan cuál es el estatus de las leyes antiguas respecto a los mandatos constitucionales. Y al año siguiente en Santafé vemos a las au-toridades elucubrando acerca de si los impuestos son conformes a la Constitución, y si con base en esta puede ser cambiado el tipo de propiedad de los indígenas.57 Los hombres de gobierno,

56 En Timaná, el sujeto elegido para Alcalde ordinario queriendo excusarse de servir este empleo alegó, entre otras razones, que un familiar suyo ocu-paba otro cargo, lo cual prohibía la Constitución de Cundinamarca. Ver el pleito contra un vecino de Tunja, Tomás Estanislao La Rota, diciembre de 1812, y documentos del Cabildo de Timaná, diciembre de 1812, en Archi-vo General de la Nación, Sección Archivo Anexo, Fondo Gobierno, t. 22, ff. 82-113, 146-164.

57 “Cámara de Representantes”, Gazeta de Cartagena de Indias, n° 46, fe-brero 25 de 1813; Consulta del Sub-Presidente de Mariquita, diciembre 24 de 1813, en Archivo General de la Nación, Sección Archivo Anexo, Fondo Gobierno, t. 24, ff. 150r-153r; “Objeciones sobre el proyecto de ley para el aumento del precio en la sal”, Gazeta Ministerial de Cundina-marca, nº 161, marzo 10 de 1814, Santafé de Bogotá; “Observaciones que el Supremo Poder Ejecutivo propuso al Legislativo, acerca del proyecto de Ley sobre nuevo arreglo de las tierras de los resguardos de los Indios”, Gazeta Ministerial de Cundinamarca, nº 163, marzo 17 de 1814.

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sin embargo, parecían dar traspiés o actuar de manera incohe-rente, o simplemente estar por debajo de sus responsabilidades y de los grandes sueños de regeneración. Esos déficits, así como la gran novedad que caracterizaba la situación, pueden verse en las críticas lanzadas contra aquellos “ignorantes” metidos a legisladores. El Cabildo de Timaná, por ejemplo, denunció en enero de 1812 a los sujetos supuestamente analfabetas que que-rían elaborar una constitución para la Provincia de Neiva. Y en un panfleto publicado en Santafé este mismo año alguien deplo-ró que en lugar de las “personas que Dios hizo nacer entendidas y nobles”, por todas partes se veía una “caterva de ignorantes, y necios que causa risa verlos congregarse a formar código de leyes”.58

Este aprendizaje del funcionamiento de la autoridad en un régimen democrático comenzado por los notables, y con ellos por las instituciones mismas, no fue la única forma de asimila-ción del orden constitucional. Tal asimilación no podía quedar restringida a los individuos que ejercieron responsabilidades de gobierno, puesto que buena parte de la sociedad neogranadina se vio concernida con el orden constitucional surgido con la Revolución. Muchos funcionarios debieron jurar que acataban una u otra constitución, y muchas poblaciones debieron partici-par en actos de similar contenido, en los cuales empeñaban su compromiso de respetar las nuevas leyes. Pero el orden cons-titucional contenía simultáneamente muchas y grandiosas pro-mesas, y ellas no solo se difundieron entre quienes leyeron los textos constitucionales impresos, sino también entre quienes oyeron su lectura pública —como se hizo por lo menos en las provincias de Antioquia y de Neiva cuando se promulgaron los suyos—, e incluso entre quienes escucharon de segunda mano,

58 “Timaná”, Gazeta Ministerial de Cundinamarca, nº 30, febrero 20 de 1812, Santafé de Bogotá; Anónimo, “Copia de una carta escrita por uno de los sujetos que se han retirado de Santafé a Tunja, a un amigo que dejó y que la ha franqueado para que pueda imprimirse”, Imprenta del Estado, Santafé de Bogotá, 1812.

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seguramente tergiversados y magnificados, los ofrecimientos contenidos en aquellos textos. Los ciudadanos se vieron con-cernidos también de una forma mucho más activa cuando eli-gieron los diputados encargados de elaborar las constituciones, lo cual ocurrió cerca de 18 veces en el conjunto neogranadi-no.59 Indirectamente, también se debieron ver involucrados de alguna manera cuando las autoridades de su localidad fueron consultadas a propósito de la formación de una constitución. A mediados de 1811, por ejemplo, las autoridades de Cartagena consultaron a los cabildos y partidos de la Provincia sobre la idea de formar una constitución provincial, mientras que otro tanto hacían en El Socorro, donde las autoridades de los pueblos fueron invitadas a participar en la elaboración de la constitución para esa Provincia.60 Tales consultas, que buscaban compro-meter al menos a los notables locales, seguramente estuvieron acompañadas de alguna forma de cortejo desde las cabeceras provinciales, y una movilización similar debió acaecer durante las elecciones de los diputados a los colegios constituyentes.61

Pero el orden constitucional no concernió a la sociedad neogranadina solo por engendrar un marco institucional que la encuadraba, y por involucrar a muchos notables de diver-so nivel en su creación. Simultáneamente creó toda una serie de derechos y libertades que comenzaron a ser reclamados y

59 Ver al final del capítulo anterior el cuadro sobre los cuerpos constituyen-tes.

60 José María García de Toledo, Defensa de mi conducta pública y privada contra las calumnias de los autores de la conmoción del once y doce del presente mes, Imprenta del Consulado, Cartagena, 1811, pp. 24-25, 39-40; Consulta de la Provincia del Socorro, junio de 1811, en Archivo General de la Nación, Sección Archivo Anexo, Fondo Historia, t. 12, ff. 532-555.

61 Que eventualmente un círculo importante de la población de una circuns-cripción se inmiscuía en la elección de diputados a los colegios constitu-yentes, puede verse en Antioquia, donde en 1815 el vecindario de Rio-negro se movilizó para impugnar la elección del diputado de Medellín (“Manifiesto que da al público imparcial, el cuerpo de Apoderados del Departamento de Rionegro, acerca de la reunión pacífica que hizo su Ve-cindario, para reclamar la elección del Representante de Medellín para el Colegio Revisor”, Imprenta del Gobierno, Medellín, 1815).

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puestos en práctica. Es verdad que los reclamantes fueron ante todo los mismos revolucionarios, como Antonio Nariño, quien criticó en nombre de la Constitución vigente la disposición gu-bernativa que obligaba a los editores de periódicos a darle a las autoridades una cantidad determinada de ejemplares de sus producciones. O como Sinforoso Mutis, miembro del Tribunal de Vigilancia de Santafé, quien repudió la orden del gobierno de Cundinamarca de recoger un papel público sin que este hubiera sido condenado por la instancia judicial competente, a propósi-to de lo cual se preguntó cómo podía pensarse que la libertad de imprenta consignada en la Constitución era real cuando el ejecutivo se permitía tal procedimiento.62 Pero la vulneración de los derechos también fue criticada por un conjunto de curas nada afines al gobierno de Cundinamarca, al cual le pidieron en nombre de la Constitución recientemente promulgada que permitiera al Arzobispo Sacristán tomar posesión de su cargo. Y vemos así mismo a un individuo desconocido reclamar el ul-traje a la Constitución prodigado por un juez que había encarce-lado injustificadamente a unos familiares suyos.63

Estos reclamos de derechos parecían ser la antesala de una insatisfacción persistente y generalizada que iba a surgir cuando

62 Antonio Nariño, “Imprenta”, La Bagatela, nº 2, julio 21 de 1811, Santafé de Bogotá; Querella de Sinforoso Mutis, en “Noticias del interior”, Argos de la Nueva Granada, nº 16, febrero 24 de 1814, Tunja. Ver también el re-clamo de José León Armero contra el quebrantamiento de la Constitución de Cundinamarca, pues conforme a ella se le debía haber adjudicado un empleo para el cual fue designado por su Provincia, mientras que un tribu-nal de la capital tomó una determinación contraria (José Vicente París Lo-zano, “Vida del licenciado Don José León Armero”, Boletín de Historia y Antigüedades, año X, nº 110, junio de 1915, pp. 68-75). Ver igualmente la petición que hizo en Cartagena Miguel Díaz Granados de que, con base en la Constitución, le fueran salvaguardados sus derechos (Miguel Díaz Granados, “A los ciudadanos del estado de Cartagena”, Imprenta del C. Diego Espinosa, Cartagena, 1812).

63 “Copia del escrito que se ha presentado por la venida del Ilmo. Sr. Arzo-bispo de Santafé”, Santafé de Bogotá, Imprenta Patriótica de D. Nicolás Calvo, 1811; Representación a nombre de un vecino de Vélez, mayo de 1812, en Archivo General de la Nación, Sección Archivo Anexo, Fondo Quejas, t. 1, ff. 509r-510v.

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los ciudadanos tomaran nota de las promesas de regeneración de la sociedad contenidas en el orden constitucional. Promesas que los mismos gobiernos necesariamente debieron alimentar, bien por razones pragmáticas, bien por convicción, como su-cedió a finales de 1813 cuando el gobierno de Cundinamarca realizó diversas diligencias destinadas a reformar los abusos en los pueblos de indios adyacentes a la capital y a difundir entre aquellos los derechos proclamados en la Constitución.64 Esta carta constitucional, como las de las otras provincias, prometía por ejemplo una radiante igualdad, pero un santafereño anóni-mo lamentó en marzo de 1812 que se tuviera una constitución, “cuyas penas sólo comprenden al plebeyo, y cuyos privilegios no alcanzan sino al noble”. El orden constitucional engendró, pues, unas tensiones sociales más concretas. Lo revela un es-crito del cura Andrés María Rosillo en el que cuenta cómo al-gunos arrendatarios de bienes eclesiásticos se negaban a can-celar los respectivos cánones alegando que los curas eran ricos mientras ellos eran pobres, y cómo ante los requerimientos de cobro respondían de forma altanera que “la Constitución del Estado prohíbe encarcelar por deuda”.65 Dichas tensiones so-ciales aparecieron con mayor gravedad en Antioquia, donde la lectura pública de la Constitución de esa Provincia engendró una representación a nombre de cuatrocientos esclavos de la Villa de Medellín en la cual pidieron su libertad, inspirándose en el canon de que, “todos somos iguales” consagrado en dicha carta, como lo expresaron los mismos peticionarios.66

De esta manera, cuando Pablo Morillo al mando de sus tro-

64 Archivo General de la Nación, Sección Archivo Anexo, Fondo Historia, t. 15, ff. 157-161.

65 “Papel encontrado en la Caja de avisos el 23 del pasado”, Gazeta Ministe-rial de Cundinamarca, nº 39, abril 2 de 1812, Santafé de Bogotá; Andrés María Rosillo, Representación apologética y demostrativa de los motivos que urgen sobre que se llame al Ilustrísimo Señor Arzobispo Doctor Don Juan Bautista Sacristán, Imprenta del Sol, Santafé de Bogotá, 1812, p. 10.

66 Proceso “contra varios de los Etíopes por haber intentado su libertad con violencia”, 1812, en Archivo Histórico Casa de la Convención - Rionegro, Fondo Gobierno, t. 193, ff. 1-37.

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pas dominó el Nuevo Reino, exigió a sus habitantes que le en-tregaran no solo las armas sino todo género de impresos revo-lucionarios, entre ellos, por supuesto, las constituciones. Quería así erradicar hasta el recuerdo de uno de los símbolos más im-portantes de la Revolución.67

Constitucionalismo y Revolución

Desde el periodo juntista, la Revolución Neogranadina estuvo fuertemente anclada a la voluntad de dar una constitución tanto al conjunto del Reino como a cada una de las provincias. El resultado fueron cerca de 12 constituciones, las cuales pueden ser tenidas por un conjunto coherente y particular. En primer lugar, porque formaron parte de un amplio acumulado de dis-cursos y de intervenciones públicas que recurrieron a nociones y horizontes similares. En segundo lugar, porque tuvieron como destino una serie de provincias cuyos notables habían sido se-ducidos por el ideal federativo y en tal sentido experimentaban grandes dificultades para compaginar la organización de sus jurisdicciones con el establecimiento de una máquina política para el conjunto del antiguo virreinato. En tercer lugar, porque esas constituciones tienen una serie de disposiciones comunes que revelan inspiraciones similares y abundantes intercambios, pero sobre todo unos principios compartidos, como la neta es-cogencia de la forma de gobierno democrático-representativa, la centralidad de los derechos naturales, la amplitud de la repre-sentación, la preeminencia del texto constitucional, entre otros.

Esas constituciones fueron vistas por sus gestores como una

67 Proclama de Morillo, junio 6 de 1816, en Archivo General de la Nación, Sección Colecciones, caja 202, carpeta 742, f. 45. Un objetivo similar le fue dado a los jueces eclesiásticos que debían juzgar en Santafé a los curas patriotas, sobre los cuales debían indagar, entre otros roles, el de su participación “en la instalación de la Asamblea Nacional que se formó en esta ciudad, para engañar al público” (Guillermo Hernández, comp., “Do-cumentos inéditos: sumarias de los procesos seguidos contra los clérigos patriotas”, Boletín de Historia y Antigüedades, vol. 49, n° 573, 574, julio y agosto de 1962, Bogotá, p. 368).

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de las formas primordiales de culminar la Revolución. Formar una constitución era condición sine qua non para superar un pa-sado juzgado como nefasto, entrañando así la afirmación de que era necesario instituir una comunidad política distinta a España y su monarquía. Pero no se trató simplemente de un acto de negación. Para los revolucionarios, como lo expresaron reite-radamente desde finales de 1810, una sociedad bien organizada no podía serlo sin una buena constitución. Esta les resultaba la clave de la felicidad pública, de la prosperidad, de la libertad, de un orden social armonioso, el cual no podía estar fundado sino en la vigencia de los derechos naturales e imprescriptibles del hombre.

Entre los revolucionarios, pues, predominó la idea según la cual una constitución debía servir de mecanismo de lanzamien-to de la sociedad hacia los cambios que la perfeccionaran y la hicieran irreconocible respecto al antiguo orden. Rechazaron por lo tanto la afirmación de que las leyes debían ajustarse al genio, usos y costumbres del pueblo al cual estaban dirigidas. Pensaron, por el contrario, que a una sociedad debían dársele las mejores leyes, no aquellas que pudiera asimilar, y que por lo tanto las nuevas leyes debían tener por objeto destruir todos los rasgos que impidieran el reinado de la libertad y que pudieran servir para la continuación de los antiguos abusos y tiranías. Tal perspectiva no solo se plasmó en los periódicos e interven-ciones públicas sino ante todo en las distintas constituciones, las cuales establecieron una serie de derechos y libertades que chocaban profundamente con las nociones y costumbres preva-lecientes en el orden social que la Revolución buscaba superar: instauraban así un programa, un ideal, que no por las extraordi-narias dificultades que encontraba fue estéril o inane.

Para los revolucionarios neogranadinos, una constitución era un ordenamiento jurídico que establecía tanto las normas por las cuales se debían regir los ciudadanos, como los límites y la forma como debía ser ejercida la autoridad, siendo en este sentido imprescindible la división y la separación de los po-

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deres. Pero para ellos una constitución era simultáneamente la norma del vínculo social. Esto quiere decir que ella fue pensada como símbolo de una organización adecuada de la sociedad en la que los individuos eran colocados en aptitud de protegerse y beneficiarse mutuamente. Una constitución contenía a los per-versos y daba la posibilidad a los buenos de ejercer su bondad, e igualmente protegía las mejores costumbres y valores. En fin, la constitución vino a ser expresión, garante y canon del vínculo social, y dado que ella representaba el edificio de la sociedad, quebrantarla o pasarla por alto era atentar contra el orden social, y por ende colocarse en guerra contra la sociedad.

La constitución sintetizaba la relación ideal que debería existir entre los individuos que componían la comunidad polí-tica y a la vez era expresión de la autoinstitución de lo social. Constitucionarse era un hito y una muestra de la materialización del principio según el cual era la sociedad misma, y no un poder externo, la que creaba el orden, la que daba inicio a su propia congregación, a su vida en común en tanto que comunidad po-lítica. Constitucionarse o constituirse entrañaba, pues, la volun-tad de que la sociedad se diera las claves con las cuales iba a organizarse y a organizar el poder que la gobernaría, de manera que formar una constitución vino a ser sinónimo de fundar la comunidad política. Esta no podía ser, entonces, sino el fruto de un pacto mediante el cual eran los propios ciudadanos quienes venían a darse las leyes con las cuales debían ser gobernados y eran ellos así mismo los únicos que podían cambiarlas. Formar una constitución era por lo tanto refrendar y hacer explícito el pacto social fundacional.

La constitución venía a ser un símbolo de la separación que introdujo la Revolución entre el poder y la sociedad. Una cons-titución necesariamente estipulaba los derechos de la sociedad frente a un poder que, salvo que quisiera hacerse despótico, no podía desentenderse de ellos puesto que su acta de nacimiento era justamente el texto constitucional. Al explicitar las normas que rigen el ejercicio de la autoridad pública, el texto constitu-

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cional vino entonces a convertirse en sí mismo en la muestra de que había quedado instaurada una separación fundante entre la sociedad y el poder, en el sentido que el poder no puede preten-der encarnar a la sociedad, ni puede pretender la posesión de las claves de la verdad y la justicia. La situación es claramente distinta al orden monárquico, donde la figura del rey, ubicada por fuera y en un lugar eminente de la sociedad, había sido ga-rante y modelo inobjetable de lo justo, haciendo superflua la existencia de una ley sistemática y superior a las demás leyes. En la democracia, dado que el pueblo soberano aparece siempre ligado a una lucha por definirlo, él está impedido de hacer nacer de sí mismo la idea de una justicia que sea inobjetable: la ley queda así consustancialmente librada a su impugnación, por lo que ella debe ser enunciada explícita e incesantemente.

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La Constitución de Cundinamarca: primera del mundo hispánico

La primera constitución del mundo hispánico, en el sentido que hoy le damos al término, podría ser la de Bayona, pero ella fue un ofrecimiento de Napoleón a una nación que lo consideraba un invasor, resultando así asimilable a una norma emanada de un poder monárquico absoluto antes que a una convención que la sociedad pretende darse a sí misma y que puede ser levantada por los ciudadanos para marcar un límite al poder. De otro lado, para que un texto pueda ser considerado como una constitución y no como un simple proyecto o plan, él debe ser recibido y acatado de alguna manera por la sociedad a la cual se quiere re-gir mediante los cánones allí contenidos. En el Nuevo Reino de Granada ningún criollo se dio por enterado de dicha Constitu-ción y la primera vez que uno lo hizo fue en septiembre de 1810 solo que instando a “quemar vivo” al que deseara introducirla o publicarla, pues se trataba de un engaño del funesto Bonaparte.1 Todas estas consideraciones nos permiten descartar el texto ba-yonés, siendo por lo tanto la de Cundinamarca, sancionada el 30 de marzo de 1811, la primera constitución del mundo hispánico.

Esta vindicación de su primogenitura no se justifica sola-

1 “Motivos que han obligado al Nuevo Reyno de Granada a reasumir los derechos de la Soberanía, remover las autoridades del antiguo Gobierno e instalar una Suprema Junta baxo la sola dominación y en nombre de nues-tro soberano Fernando VII, y con independencia del Consejo de Regencia y de qualquiera otra representación”, s.e., Santafé de Bogotá, 1810, pp. 131-132. Durante el resto del periodo revolucionario sólo en escasísimas ocasiones se alude a esa Constitución.

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mente como una reticencia a participar del complejo de inferio-ridad que nos ha llevado a aplaudir la tergiversación operada en la historia de las revoluciones del mundo hispánico para com-placer a los intelectuales y políticos españoles que pretenden, aún hoy, una paternal supremacía intelectual sobre esta Améri-ca.2 Darle el preciso lugar a la Constitución de Cundinamarca es importante, además, porque permite captar mejor la revolución en el conjunto del mundo hispánico, en cuanto revela los ritmos específicos de esa conmoción en regiones como Nueva Grana-da y Venezuela, cuyas revoluciones estuvieron marcadas por la rapidez y la profundidad de la ruptura que operaron respecto a la monarquía y la nación españolas, esto es, por su carácter fuer-temente endógeno respecto a la península. El itinerario de dicha Constitución permite, igualmente, aprehender cómo la América hispánica, formando parte hasta este momento de España, tiene una historia específica de asimilación y recreación de las ideas e instituciones euroamericanas, la cual no es simplemente dedu-cible de los acontecimientos peninsulares.

Dentro del constitucionalismo neogranadino de la Revolu-ción, la Constitución de Cundinamarca es particularmente sus-ceptible de interpretaciones reduccionistas sobre su carácter, y sobre el alcance de las rupturas contenidas en ella. Releerla de manera fecunda exige situarla en su propio itinerario, dando cuenta no sólo de los pasos dados por las autoridades provin-ciales para preparar su elaboración sino también del imperativo en que se convirtió, para los revolucionarios de las demás pro-vincias, darse una constitución, cuestiones en que se interesa el primer acápite de este texto. El segundo, está consagrado a

2 Ver por ejemplo, “Intervención de Mauricio González Cuervo Presidente de la Corte Constitucional de Colombia en la instalación del simposio internacional, ‘Independencias y Constituciones: Otra Mirada al Bicen-tenario’”, Cartagena, noviembre 8 de 2010, en http://www.corteconstitu-cional.gov.co; Mauricio González Cuervo, “Dos siglos de la Constitución de Cádiz”, El Tiempo, marzo 19 de 2012; Ernesto Samper Pizano, “La Constitución de Cádiz fue clave en las independencias”, El Tiempo, marzo 15 de 2012.

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controvertir el equívoco consistente en creer que esta Constitu-ción fue elaborada para inscribir a Cundinamarca, pura y sim-plemente, dentro de la nación española. Mientras que el tercero está dedicado a reconsiderar la idea según la cual se trataría de una constitución monárquica, sin más.

Al momento de ser redactada y promulgada la Constitución de Cundinamarca, en la Nueva Granada se había operado un distanciamiento significativo respecto al poder monárquico, pero eso no borró las grandes ambigüedades, e incluso contra-dicciones, que embargaban a los novadores. Tales vacilaciones revelan el dramatismo de una situación en la que se le estaba dando la espalda al orden monárquico que con tanto vigor había esculpido a la sociedad neogranadina durante tres siglos.

Los pasos de la Constitución

Cuando comienza la crisis monárquica (1808), el mundo hispá-nico carece de cualquier antecedente constitucional en el senti-do que el término había cobrado hacía algunos años con las re-voluciones norteamericana y francesa. Entre los neogranadinos, algunos pocos individuos instruidos habían conocido los textos constitucionales salidos de dichas conmociones, pero eso no los había llevado a querer darse uno para organizarse a partir de él como sociedad política.3 Por contraste, con la crisis monárquica se va operando un distanciamiento de los notables neogranadi-nos respecto al poder sintetizado en el rey, uno de cuyos sínto-mas es el importante cambio de significado que acaece en el tér-mino constitución, así como la difusión, entre los novadores, de la convicción de que para culminar su regeneración política, la

3 Por los libros que le incautaron en 1794, sabemos que Antonio Nariño había tenido acceso a una compilación de las constituciones estadouni-denses: Recueil des loix constitutives des colonies angloises, confederées sous la dénomination d’Etats-Unis de l’Amérique septentrionale, s.e., Filadelfia, 1778 (Guillermo Hernández, comp., Proceso de Nariño, t. 1, Presidencia de la República, Bogotá, 1980, p. 219). Hasta la crisis mo-nárquica de la primera década del siglo XIX no tenemos conocimiento de otros poseedores o lectores de textos como este.

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sociedad necesitaba darse una constitución. Uno y otro síntoma lo vemos emerger en el momento en que se forman las juntas provinciales en el Nuevo Reino, a mediados de 1810.

Prolongando uno de los sentidos que traía el término, el de reglamento de una comunidad, diversas juntas dieron el nombre de constitución a las actas en las que constaba su propia instala-ción, o a los arreglos gubernativos que habían logrado imponer a las autoridades virreinales. Simultáneamente, en las distintas provincias surgió la exigencia de darse un acuerdo general para el Reino, el cual denominaron igualmente constitución. En este momento los novadores dan generalmente a la palabra el sen-tido de dispositivo institucional para el gobierno interno, pero no hay que subestimar lo novedoso que hay en aquello que de-nominan constitución en unos y otros lugares, puesto que más allá de sus alcances aparentemente modestos subyacen unos vectores y unos dispositivos de grandes alcances y de marcado contraste con el ordenamiento que había secretado el régimen monárquico neogranadino. El acta constitucional que se da el Socorro el 15 de agosto de 1810, por ejemplo, elevaba a norma de la Provincia una serie de disposiciones gubernativas y de exigencias al gobierno sobre el objeto que este debía tener, fun-dándose en la potestad que alegaron según el derecho natural, de darse la “clase de Gobierno” que más les conviniera. Por otro lado, tanto en Santafé como en Cartagena, las juntas pro-cedieron a una cuidadosa y sustentada división de sus poderes, apropiándose, de hecho, de la potestad de hacer leyes generales, la cual fue ensalzada en la capital del Reino como una labor que acercaba los hombres a la divinidad.4 Pero la reunión del Congreso del Reino, percibida en las distintas provincias como un paso necesario desde el momento mismo de la instalación

4 Acta constitucional del Socorro, en Archivo Histórico José Manuel Res-trepo, fondo I, vol. 4, ff. 66r-67v; Discurso y resolución de la Junta de Santafé, en suplemento al Diario Político de Santafé de Bogotá, n° 19, octubre 27 de 1810; Acuerdo de la Junta de Cartagena, diciembre 11 de 1810, en Archivo Histórico José Manuel Restrepo, fondo I, vol. 9, ff. 15r-19v.

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de las juntas, fue la iniciativa que alentó con mayor vigor la elaboración, primero, de una constitución de orden general, y luego, cuando ese Congreso fracasa, de diversas constitucio-nes provinciales, generándose de esta manera una complejiza-ción de la discusión sobre el sentido del término. Así, en sep-tiembre de 1810 la Junta de Cartagena adoptó formalmente la idea de reunir un Congreso del Reino y formar para este una “constitución federativa”, la cual sería provisional mientras se decidía la suerte de la península, iniciativa a la que respondió con entusiasmo el gobierno de Antioquia.5 Al mismo tiempo, publicistas muy diversos vindicaban el proyecto de constitucio-narse, difundiendo la traducción de la Constitución de Estados Unidos, apropiándose del constitucionalismo francés, leyendo las producciones peninsulares sobre las Cortes, polemizando sobre la oportunidad y el carácter de la constitución que debería ser acordada, y en todo caso, intentando precisar el sentido que constitución debía tener para que fuera compatible con la rege-neración política que se veían adelantando.6 El término mismo constitucionarse entrañaba indicios del espíritu novator de los líderes insurgentes puesto que remitía a una voluntad de insti-tuir un cuerpo político.

En esta situación, el 13 de diciembre el Cabildo de Santafé de Bogotá pidió a la Junta de la ciudad tomar en sus manos el proyecto de adoptar una constitución para la Provincia. Hay que hacer notar que esta iniciativa se produjo teniendo los neogra-

5 Exposición de la Provincia de Cartagena a las demás de la Nueva Granada respecto a la reunión del Congreso del Reino, en Archivo Histórico José Manuel Restrepo, fondo I, vol. 7, f. 41v; “Nuevo Reino de Granada. Polí-tica”, El Argos Americano, n° 8, noviembre 5 de 1810, Cartagena.

6 Algunos textos que ilustran la importancia adquirida por la cuestión cons-titucional en el segundo semestre de 1810: José Luis Fernández Madrid, “Reflexiones sobre nuestro estado”, El Argos Americano, nº 4-13, octubre 8 a diciembre 24 de 1810, Cartagena; Oficio del Síndico Procurador del Socorro, noviembre 6 de 1810, en Archivo General de la Nación, Sección Archivo Anexo, Fondo Historia, t. 11, f. 275rv; Aviso al Público, nº 10, diciembre 1 de 1810, Santafé de Bogotá; “Continúa la contestación al Reverendo Obispo de Cuenca”, Diario Político de Santafé de Bogotá, n° 30, diciembre 7 de 1810.

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nadinos conocimiento de la inminente instalación de las Cor-tes peninsulares que eventualmente formarían una constitución para la nación española de todos los continentes,7 lo cual indica que dichas Cortes no desactivaron aquí la inquietud constitucio-nal, sino que, por el contrario, incentivaron a los revoluciona-rios neogranadinos a dar al Nuevo Reino y a sus provincias sus propias constituciones. Los regidores santafereños, quizá incli-nados, como muchos lo estaban ya, por una solución federativa para la Nueva Granada, demandaban una constitución para la Provincia como paso previo a la intervención del diputado en las labores del Congreso del Reino, el cual en este momento no había comenzado a sesionar. El Cabildo justificó el paso de dar a la Provincia una constitución como la restitución al pueblo de sus derechos naturales, uno de ellos el de elegir sus autoridades. La constitución que avizoraban sería la “regla de un Gobierno liberal”, el cual debía permitir al público intervenir como árbi-tro de las materias públicas importantes, pero la constitución debía además quedar impresa.8 Este carácter escrito que debía tener la constitución, no era la menor de las rupturas a que es-taban incitando.

No se sabe en qué fecha, la iniciativa lanzada por el Cabil-do fue adoptada por la Junta de Santafé.9 En cualquier caso, el 20 de enero esta aprobó un reglamento para la elección de

7 Aunque los novadores neogranadinos daban por sentado que las Cortes peninsulares elaborarían una constitución, en realidad tal objetivo no les había sido asignado específicamente por la Regencia. Ver Juan Ignacio Marcuello, “Las Cortes Generales y Extraordinarias: organización y po-deres para un gobierno de Asamblea”, en Miguel Artola, ed., Las Cortes de Cádiz, Marcial Pons, Madrid, 2003, pp. 68-71.

8 Representación del Cabildo de Santafé, en Archivo Histórico José Manuel Restrepo, fondo I, vol. 4, ff. 117r-118v.

9 Debió ser después del 26 de diciembre, pues este día la Junta expidió un reglamento de elecciones, las cuales se limitarían a escoger los vocales de dicha Junta provincial, sin mencionar la elección de los diputados al Colegio Constituyente (Eduardo Posada, comp., El 20 de Julio, Bibliote-ca de Historia Nacional, Bogotá, 1914, pp. 366-372). El inicio, por estos mismos días, del Congreso del Reino, así como las enormes dificultades que desde su comienzo enfrentó, contribuyeron enormemente a justificar la formación de la constitución provincial de Cundinamarca.

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los vocales que conformarían el Colegio Constituyente. Dicho reglamento hacía un cálculo aproximado de la población de la Provincia, asignándole a cada jurisdicción un número propor-cional de diputados. Las elecciones comenzarían en el nivel más reducido, las parroquias y partidos, donde se elegirían apo-derados que debían congregarse en las cabezas de partido, para allí proceder a la escogencia de electores, los cuales deberían presentarse en Santafé a examinar el proyecto de constitución que se les presentaría. En la actualidad ignoramos lo que haya sucedido con dichas elecciones, pero sabemos que en Chiquin-quirá, parroquia de Tunja que deseaba agregarse a Cundina-marca, diferentes pueblos de la comarca tomaron parte en ellas, aunque su diputado no fue recibido en el Colegio, como había sido advertido por las autoridades de la capital.10

El 25 de enero, la Junta santafereña, deseando que el pueblo entrara en “la plenitud de sus derechos naturales e imprescrip-tibles”, entre los cuales incluían el de “dictar la Constitución o reglas fundamentales que deben jurar y observar los funciona-rios públicos, para que jamás se abuse de esa autoridad contra el mismo pueblo de quien dimana”, formó la comisión encargada de la redacción del proyecto de constitución.11 Un proyecto fue redactado por Jorge Tadeo Lozano, Miguel Tovar y Luis Eduar-do de Azuola, y el otro por José María del Castillo. Antes del comienzo de las sesiones del Colegio Constituyente y Electoral de la Provincia de Cundinamarca, los proyectos fueron someti-dos al estudio de una comisión integrada por Fernando Caicedo,

10 Reglamento para la elección de vocales en la Junta Provincial, en Archivo Histórico José Manuel Restrepo, fondo I, vol. 4, ff. 491r-494v; “Santafé 20 de Enero de 1811”, Semanario Ministerial del Gobierno de la Capital de Santafé en el Nuevo Reyno de Granada, nº 2, febrero 21 de 1811; Al-berto E. Ariza, Chiquinquirá en la independencia, Editorial Veritas, Chi-quinquirá, 1962, pp. 20-22.

11 La razón que dio la Junta para encargar la redacción del proyecto de cons-titución a una comisión fue que, formar una constitución requiere una pro-funda meditación, imposible a los cuerpos extensos. “Acta de la Suprema Junta en su Cuerpo Ejecutivo”, Diario Político de Santafé de Bogotá, n° 46, febrero 1 de 1811.

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José de San Andrés Moya y Domingo Camacho. Es importante subrayar que la determinación con que los novadores avecin-dados en Santafé acometieron la redacción de la constitución, paso forzosamente subversivo, permite constatar cómo en este momento las Cortes peninsulares son motivo de sospecha y des-dén más que de admiración o esperanza. Así lo testimonian, en-tre otros documentos, estos versos anónimos que circulaban por entonces, y que satirizaban a la Regencia por haber dado a luz unas Cortes “De puro susto abortadas: / Cortes, y tan recortadas / Que nacieron con su muerte: / Cortes, que en ellas se advierte / La mayor insuficiencia; / Cortes de tanta impotencia. / Que a todos hacen reír”.12

En medio de este estado de ánimo, el Serenísimo Colegio Constituyente y Electoral fue solemnemente instalado el 27 de febrero de 1811. Y aunque estaba previsto que él estuviera conformado por 52 vocales, sólo asistieron 42, los cuales re-presentaban a Santafé y 12 jurisdicciones más de la Provincia (ver cuadro al final de este acápite).13 El día de su instalación los vocales juraron, a manos del vicepresidente de la Junta de la capital, defender y sostener, de manera incondicional el ca-tolicismo y sus dogmas y de manera condicionada a Fernando 7º, y preservar la “libertad e independencia” del Reino y parti-cularmente de la Provincia, sin reconocer ni a la Regencia ni a las Cortes. Aunque se trataba de compromisos que limitaban la capacidad de decisión del Colegio, un sólo vocal se negó a pres-tar el juramento. En esa sesión inaugural escogieron también

12 “Suplemento a la obstetricia política”, Biblioteca Nacional, Fondo Quija-no 254, pieza 39.

13 “Santafé 20 de Enero de 1811”, Semanario Ministerial del Gobierno de la Capital de Santafé en el Nuevo Reyno de Granada, nº 2, febrero 21 de 1811; Actas del Serenísimo Colegio Constituyente y Electoral de la Pro-vincia de Cundinamarca. Congregado en su Capital la Ciudad de Santafé de Bogotá para formar y establecer su Constitución, Imprenta Real de Santafé de Bogotá, por D. Francisco Xavier García de Miranda, Santafé de Bogotá, 1811, pp. 5-6, 10-11; Constitución de Cundinamarca, su Capi-tal Santafé de Bogotá, Imprenta Patriótica de D. Nicolás Calvo y Quijano, Santafé de Bogotá, 1811, p. 46.

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los dignatarios, resultando elegido el hacendado y miembro de la Expedición Botánica, Jorge Tadeo Lozano, como Presidente de la corporación, mientras que el abogado payanés Camilo To-rres fue escogido como Secretario. Las sesiones no iniciaron, sin embargo, sino una semana después, el 6 de marzo. Ellas se realizaron “a presencia del pueblo”, y comenzaban todos los días leyendo el acta anterior e invocando la ayuda divina para el mejor éxito de las deliberaciones mediante la entonación del himno Veni creator spiritus. A medida que iban leyendo los proyectos de constitución, los vocales iban haciendo apuntes y adoptando bloques de artículos. Las discusiones transcurrieron, según cuentan las Actas, dentro de una gran cordialidad, y en prácticamente todos los temas el consenso parece haber emer-gido con gran facilidad. Las deliberaciones terminaron el 2 de abril, aunque el Colegio volvió a reunirse el 24 del mismo mes para tratar algunos asuntos relativos a la impresión y difusión de la Constitución, así como a la custodia de las actas.

De la Constitución de Cundinamarca su capital Santafé de Bogotá se imprimieron 2 mil ejemplares, los cuales no solo fue-ron distribuidos en el Nuevo Reino. Se tiene conocimiento de que fue remitida al Cabildo de Veraguas, al Gobernador de Por-tobelo, al Virrey de Lima, y a la Junta de Mérida, a quienes invi-taron a estrechar relaciones.14 También la elogió el novohispano Fray Servando Teresa de Mier, y es probable que haya inspirado algunas disposiciones del “Pacto solemne de sociedad y unión entre las Provincias que forman el Estado de Quito”, aprobado

14 Carta de José Gregorio Gutiérrez, abril 29 de 1811, en Isidro Vanegas, comp., Dos vidas, una revolución. Epistolario de José Gregorio y Agustín Gutiérrez Moreno (1808-1816), Universidad del Rosario, Bogotá, 2011, p. 205; Pedro Torres Lanzas, comp., Independencia de América. Fuentes para su estudio, t. 2, Archivo de Indias, Madrid, 1912, pp. 509-510; “La Junta Superior de Mérida al Supremo Gobierno de esta Capital sobre el recibo de la Constitución formada para el Gobierno del Estado de Cundi-namarca”, Semanario Ministerial del Gobierno de la Capital de Santafé en el Nuevo Reyno de Granada, nº 22, julio 11 de 1811.

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en febrero de 1812.15 Especial atención prestaron en hacerla lle-gar a Caracas, pero allí no fue recibida con beneplácito, pues habiendo sido declarada la independencia absoluta justamente el día anterior a la recepción del texto cundinamarqués, a los líderes revolucionarios venezolanos les resultaba chocante el reconocimiento de Fernando.16

En la capital de la Provincia neogranadina el 12 de mayo se cumplieron las disposiciones del gobierno para hacer notoria al público la Constitución. De esta manera, se trataba de hacer entrar en vigor una norma que no necesitaba de otro requisito para reclamar su validez, puesto que se partía del supuesto que los vocales que habían concurrido a formarla no sólo habían sido elegidos en forma legítima sino que habían sido autori-zados por sus comitentes a participar en la formación de di-cho ordenamiento. Los actos de promulgación consistieron en una cabalgata en la que tomaron parte dos individuos de cada cuerpo de la representación nacional (senado, poder ejecutivo, cuerpo legislativo, sala de gobierno y justicia), así como varios particulares y algunos destacamentos militares. Una vez llega-dos a la plaza fueron disparados varios cañonazos y se leyó el bando que informaba de la existencia de la Constitución y de la obligación de las autoridades de cumplirla y hacerla cumplir. El Presidente del Estado pronunció también un discurso, donde manifestó su convicción de que la Constitución no sólo resta-

15 Fray Servando Teresa de Mier, “Carta de un americano al Español, sobre su número XIX”, impreso en Londres y reimpreso en Santiago de Chi-le, Imprenta del Gobierno, 1812, pp. 12-13; Federico Trabucco, comp., Constituciones de la República del Ecuador, Universidad Central, Quito, 1975, pp. 13-22. En diciembre de 1811, cuando se estaba preparando el “Pacto solemne…”, el maestrescuela Calixto Miranda, diputado por Iba-rra, publicó un papel con disposiciones notoriamente similares a algunas de la Constitución de Cundinamarca, como se deja ver en la minuta del Consejo de Indias Madrid, 7 de junio de 1816, en Archivo General de Indias, Quito, 219.

16 El Español, nº XIX, octubre 30 de 1811, pp. 32-35. En la península tam-bién fue conocida, como se ve en el resumen que de ella hace El Redactor General, nº 81, septiembre 3 de 1811, Cádiz.

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blecería la tranquilidad y afianzaría los derechos de los ciudada-nos, sino que pondría fin a las “amarguras consiguientes a toda revolución política”.17

La Constitución era un extenso texto de 342 artículos, los cuales estipulaban no solamente los principios rectores de la comunidad política que se pretendía instituir, sino que también reglamentaban de manera minuciosa las elecciones y acordaban un vario conjunto de disposiciones relativas a la instrucción y el tesoro públicos. La estructura de gobierno acordada consistía en los tres poderes clásicos. Un Poder Ejecutivo encabezado por el rey, y en su ausencia por un Presidente, que lo era a su vez del conjunto de los poderes, reunidos en lo que llamaron la Representación Nacional. Un Poder Legislativo unicameral, cuya mitad sería renovada cada año. Y un Poder Judicial consti-tuido por los jueces y diversos tribunales. Dentro de este último fue creado un tribunal que parece más bien un cuarto poder: el Senado, cuya función principal sería velar porque ninguno de los poderes transgrediera la Constitución o usurpara las atribu-ciones de los demás. La Constitución contenía también una de-claración de los derechos del hombre y del ciudadano, así como otra de los deberes de este. Y acordaba que para modificarla de-bían dejarse transcurrir cuatro años desde su promulgación, aun cuando sus bases fundamentales no podrían ser modificadas y lo demás sólo podría ser cambiado parcialmente.

Pese a que la Constitución no puso fin a las “amarguras con-siguientes a toda revolución política”, como era el deseo del Presidente de la Provincia, no por ello dejó de marcar una fuerte huella en la vida de los cundinamarqueses y de convertirse en un referente para los revolucionarios del resto del Nuevo Rei-no. En efecto, la Constitución sirvió de marco para organizar la elección de las autoridades y para regular su transmisión de

17 Carta de José Gregorio Gutiérrez, mayo 19 de 1811, en Isidro Vanegas, comp., Dos vidas, una revolución, ob. cit., p. 211; Semanario Ministerial del Gobierno de la Capital de Santafé en el Nuevo Reyno de Granada, nº 15, mayo 23 de 1811.

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unos magistrados a otros, y debió ser jurada por los apoderados de los pueblos que fueron incorporados a Cundinamarca. Tam-bién estimuló a muchos ciudadanos a reclamar al gobierno por abusos presuntamente cometidos por sus agentes, como el que hicieron diversos curas al gobierno por no permitir la entrada del Arzobispo Juan Bautista Sacristán a Santafé. Sirvió incluso a los cartageneros para fustigar a los líderes de Cundinamarca por agregarse pueblos de otras provincias, violando las disposi-ciones consagradas en su propia Constitución.18 Pero el aliento de la Constitución cundinamarquesa fue mucho más poderoso que el contenido en los reclamos contra la violación de dere-chos o libertades: ella parecía crear esos derechos y libertades, condensando así las mutaciones que atravesaban entonces a toda la sociedad y que compelían a los neogranadinos a mirar a los semejantes, y al mismo poder, de una manera harto distinta a como habían sido vistos antes de la conmoción revolucionaria.

Los diputados al Colegio ConstituyenteNombre Comitente Patria Profesión Edad

Andrés Pérez Partido de Guaduas

Bernardino Tobar Partido de Zipaquirá

Camilo Torres Barrio La Catedral, Santafé

Popayán Abogado 45

Domingo Camacho Quesada

Partido de Zipaquirá

Abogado

18 A manera de ejemplo, ver: “Acuerdo del Supremo Poder Ejecutivo ad-mitiendo bajo su Constitución y leyes a las ciudades de San Martín y San Juan de los Llanos […]”, Semanario Ministerial del Gobierno de la Capital de Santafé en el Nuevo Reino de Granada, nº 18, junio 13 de 1811; “Copia del escrito que se ha presentado por la venida del Ilmo. Sr. Arzobispo de Santafé”, Santafé de Bogotá, Imprenta Patriótica de D. Nicolás Calvo, 1811; “Breve refutación de un papel del Presidente de San-tafé […]”, El Argos Americano, nº 38, junio 17 de 1811, Cartagena.

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Enrique Umaña Partido de Zipaquirá

Bojacá Abogado 44

Felipe Vergara Barrio San Victorino, Santafé

Santafé Abogado 45

Fernando Caicedo Villa del Espinal

Suaita (Provincia del Socorro)

Cura 55

Francisco Javier Cuevas

Partido de Chocontá

Vélez (Provincia del Socorro)

Abogado 35c.

Francisco Morales Galavís

Barrio Las Nieves, Santafé

Santafé Abogado 29

Frutos Joaquín Gutiérrez

Partido de Zipaquirá

Cúcuta (Provincia de Pamplona)

Abogado 41

Isidro Bastidas Partido de Bogotá

Santafé Militar 42

Joaquín Vargas y Vezga

Villa y Partido de La Mesa

Abogado

Jorge Tadeo Lozano

Partido de Bosa

Santafé Hacendado 40

José Antonio Olaya

Villa de la Mesa

Hacendado

José Cayetano González

Partido de Chocontá

José de San Andrés Moya

Partido de Cáqueza

Cura

José Gregorio Gutiérrez

Partido de Bogotá

Santafé Abogado 30

José Ignacio de Vargas

Ciudad y Partido de La Palma

Charalá (Provincia del Socorro)

Abogado 25

José María Araos Partido de Chocontá

24

José María del Castillo

Partido de Zipaquirá

Cartagena Abogado 35

José María Domínguez del Castillo

Partido de Zipaquirá

Santafé 46

José Tadeo Cabrera

Partido de Ubaté

Santafé 50

Juan Agustín Chaves

Partido de Bosa

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108 EL CONSTITUCIONALISMO FUNDACIONAL

Juan Antonio de Buenaventura y Castillo

Ciudad y Partido de Ibagué

Ibagué Cura 56

Juan Antonio García

Villa y Partido del Espinal

Santafé Cura 51

Juan Victorino de Ronderos Grajales

Partido de Cáqueza

Santafé Abogado 48c.

Juan Dionisio Gamba

Ciudad de Ibagué

Parroquia del Valle de San Juan, jurisdicción de Ibagué

Abogado 50

Juan Gil Martínez Malo

Barrio Santa Bárbara, Santafé

Cura

Juan José Merchán

Partido de Chocontá

Cura

Juan Nepomuceno Silva y Otero

Partido de Chocontá

Juan Salvador Rodríguez de Lago

Ciudad de Tocaima

Tunja Funcionario 56

Luis Eduardo de Azuola

Barrio Santa Bárbara, Santafé

Santafé Abogado 47

Luis Pajarito Partido de Ubaté

Manuel Camacho y Quesada

Barrio La Catedral, Santafé

Santafé Abogado 36

Manuel de Rojas Partido de Ubaté

Cura

Manuel Francisco Samper Mudarra

Partido de Guaduas

Mompós Comerciante

Matías Melo Pinzón

Partido de Cáqueza

Miguel de Tobar Ciudad y Partido de Tocaima

Tocaima Abogado 28

Santiago Torres y Peña

Barrio Las Nieves, Santafé

Paipa (Provincia de Tunja)

Cura

Santiago Umaña Partido de Bogotá

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LA CONSTITUCION DE CUNDINAMARCA 109

Tomás de Rojas Partido de Chocontá

Vicente de la Roche

Barrio San Victorino, Santafé

Nota: Este listado fue elaborado con base en los firmantes que aparecen en el texto de la Constitución, así como en las Actas del Serenísimo Colegio Cons-tituyente y Electoral. Una diferencia importante es que, mientras la Consti-tución indica que uno de los vocales por San Victorino fue Felipe Gregorio Alvarez del Pino, las Actas indican que lo fue Felipe Vergara. Por diversos documentos se sabe que el texto de la Constitución se equivoca.

¿Constitución para un reino, una provincia o un Estado soberano?

Apartes de la Constitución expresan el deseo de los notables afincados en Santafé de preservar el vínculo nodal que había existido hasta el momento con la nación española y con sus autoridades. En efecto, ella admitió una eventual integración de Cundinamarca dentro del imperio español, y aludió en algún párrafo a la “Corona de Cundinamarca”, siendo aquí corona si-nónimo de reino, esto es, de dominio de un monarca. No se trataría, sin embargo, de una pertenencia incondicionada. Ese hipotético agrupamiento podría estar conformado únicamente por aquellos reinos que habían sido parte de España antes de la invasión napoleónica, afirmándose así el rechazo a la domi-nación francesa. Pero había otra condición, consistente en que todos los reinos que se asociaran a Cundinamarca debían contar con un “gobierno representativo” moderador del “poder absolu-to” hasta entonces ejercido por el rey, dándose el conjunto unas “Cortes del Imperio Español”, integradas según el criterio de igualdad proporcional, y que diferían grandemente de las que entonces sesionaban en la Isla de León. En el caso de reunirse estas condiciones, Cundinamarca dimitiría de su soberanía en aquello que incumbiera al conjunto, reservándose “la Soberanía en toda su plenitud para las cosas y casos propios de la Provin-

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110 EL CONSTITUCIONALISMO FUNDACIONAL

cia en particular, y el derecho de negociar o tratar con las otras Provincias o con otros Estados”.19 Tales disposiciones, es preci-so advertirlo, enajenaban en muy poco la capacidad de decisión de Cundinamarca, puesto que esta no renunciaba ni a decidir sobre su gobierno interno ni a negociar con otros Estados. Ade-más, le daban a Cundinamarca el estatus de “reino” en un sen-tido que nunca había tenido siquiera el conjunto neogranadino, y que ni los más atrevidos habían llegado a imaginar antes de la Revolución. Aparte de condicionar de manera muy variada el ejercicio del poder del monarca, la Constitución le imponía a este el deber de asistir personalmente a jurar que reconocía las leyes y las autoridades que Cundinamarca se había dado y se daría en adelante, con lo cual, si tuviéramos en cuenta sólo esta específica disposición, Cundinamarca quedaba convertido en un “reino”, sólo que revestido de más prerrogativas que aque-llas que, en el siglo XVI, habían obligado a reyes como Felipe II a ir a Zaragoza a jurar unilateralmente los fueros aragoneses.20

La inserción que los constituyentes de Cundinamarca admi-ten a un imperio español conformado por un conjunto de reinos que se hubieran dado gobiernos representativos constituía una hipótesis que, para ser comprendida adecuadamente, debe ser restituida al momento particular de la Revolución Neograna-dina en que esta Constitución pionera fue formada. Se trataba, en efecto, de una situación en que sin haber sido declarada la ruptura con la antigua metrópoli, había ido rutinizándose a lo largo del Nuevo Reino un clima de confrontación con el poder y la autoridad metropolitanos. Esto es observable, por ejemplo, en que los líderes de las juntas se habían apropiado, desde la formación de estas, de la potestad de dar a sus ciudades o pro-vincias un gobierno interior, para lo cual, entre otras decisio-nes, habían tomado la de deponer a los antiguos funcionarios y

19 Constitución de Cundinamarca, ob. cit., tít. 3º, arts. 8, 10-11; tít. 1º, art. 20.

20 María José del Río, Madrid, Urbs regia, Marcial Pons, Madrid, 2000, pp. 26-27.

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LA CONSTITUCION DE CUNDINAMARCA 111

nombrar a sus reemplazos, usurpando así un atributo exclusivo de la potestad real. La actitud pugnaz también es perceptible, en el mismo lapso de tiempo, en la completa alteración que los revolucionarios desataron en el orden gubernativo del antiguo virreinato, cambiándole el estatus a muchas poblaciones, lla-mando a la reunión de un Congreso del Reino, tratando de es-tablecer vínculos diplomáticos con diversas naciones así como entre las mismas provincias.21 Todo esto muestra, a su vez, el impulso y la amplitud que para comienzos de 1811 ha tomado el sentimiento de separación y hostilidad respecto a España y los españoles, que en muchos casos condujo a la agresión física o jurídica de los “chapetones”. Tal inclinación a considerarse desligados de la nación que hasta la víspera formaba parte de las querencias más íntimas de los neogranadinos la expresó bien Camilo Torres, uno de los más influyentes diputados en el Co-legio Constituyente, cuando propuso consignar en la Constitu-ción, que los vínculos con España ahora eran inexistentes, sien-do así que la Revolución había tenido “como causa más antigua, más general, y más duradera, la nulidad que en todos tiempos ha padecido el Gobierno de España respecto de las Américas, lo que estas han sufrido en razón de la inmensa distancia que las separaba de la Metrópoli, y del sistema colonial con que eran gobernadas”.22 Pero la grave fractura que de hecho había tenido lugar en estos meses respecto a la madre patria es perceptible igualmente en la actitud que los revolucionarios asumen res-pecto a las Cortes peninsulares y la Regencia, cuestión decisiva puesto que permite comprender mejor cómo es que Cundina-marca vino a darse una constitución.

Para los novadores neogranadinos había terminado por re-sultar importante reunir unas Cortes generales del Nuevo Reino,

21 Daniel Gutiérrez, Un nuevo reino. Geografía política, pactismo y diplo-macia durante el interregno en Nueva Granada (1808-1816), Universidad Externado, Bogotá, 2010.

22 Actas del Serenísimo Colegio Constituyente, ob. cit., p. 12. El párrafo fue objetado, pero no porque repudiara los vínculos históricos con la madre patria sino por tener un tono inadecuado al lugar donde debería figurar.

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112 EL CONSTITUCIONALISMO FUNDACIONAL

mientras que las Cortes españolas, convocadas para el segundo semestre de 1810, no despertaban en ellos ningún entusiasmo, y antes bien fueron vistas con desdén. Así, muy pocas provincias escogieron diputado para enviar a la península —Santafé fue una de tantas que no lo hicieron—, y solo el de Panamá, entre los escogidos en territorio neogranadino, hizo presencia en la Isla de León.23 Ciertamente, conocemos un par de intervencio-nes vindicando las Cortes peninsulares, pero una de ellas, la del editor del Aviso al Público, expresa ante todo su temor a la posi-bilidad de que el lugar de las Cortes de la monarquía sea ocupa-do por una regencia, pues a las primeras las asocia a la libertad, el bien y la gloria, así como a la libertad de Fernando 7º, bienes cuyo goce vendría a impedir una regencia.24 Abundan, en cam-bio, las expresiones de repudio a las Cortes peninsulares. Para repudiarlas se alega que se trata de Cortes ilegítimas puesto que en ellas no sólo se le ha negado a los americanos una repre-sentación proporcional, sino que le han dado representación a jurisdicciones peninsulares controladas por Bonaparte, incluso con la anuencia, dicen, de esas mismas poblaciones. También se dice que aquellas Cortes son una trampa, destinada a que América continúe sometida a una dependencia injusta respecto a su antigua metrópoli, como escribe el joven militar Atanasio Girardot, para quien las Cortes son “confites para halagarnos” y

23 José Joaquín Ortiz, que hacía muchos años vivía en Europa, ejerció como diputado de Panamá, desde mayo de 1811. Pero hay un notorio desasi-miento de parte de los revolucionarios neogranadinos respecto a esa Pro-vincia, como lo sugiere el hecho de que no tengamos noticia de ninguna iniciativa de su parte para atraerse a los panameños.

24 Aviso al Público, nº 1, septiembre 29 de 1810, Santafé de Bogotá. La otra vindicación la hizo, en enero de 1811, un anónimo sujeto que manifestó que si fuera el caso de que los neogranadinos carecieran de deseos de in-dependencia, la reunión de toda la nación española en Cortes, “reasumien-do en sí la Soberana autoridad” del Rey ausente, constituía el momento oportuno para abandonar cualquier reticencia a reconocerse plenamente pertenecientes a la monarquía. El argumento era sensato, pero el problema era la falta de claridad en torno a si lo que deseaban los más activos no-vadores no era la independencia (Representación dirigida a una autoridad no especificada de Santafé, en Archivo Histórico José Manuel Restrepo, fondo I, vol. 1, f. 88r-v).

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LA CONSTITUCION DE CUNDINAMARCA 113

de las cuales todos se ríen. Cualquiera sea el argumento con que se las rechace, los novadores coinciden en que América, y par-ticularmente el Nuevo Reino de Granada, al no estar represen-tada no puede aceptar las leyes que formen dichas Cortes.25 La actitud despectiva hacia las Cortes peninsulares es recurrente en la correspondencia de los hermanos Gutiérrez Moreno. Agustín se burla de ellas a comienzos de enero de 1811 diciendo que allí intervienen en nombre de los americanos unos diputados reco-gidos en Cádiz, sin tener poderes, ni instrucciones ni conoci-mientos de sus presuntos representados. Él, junto a su hermano José Gregorio, esperan que Santafé proceda al más completo desprecio de dicho cuerpo, y en febrero del mismo año este in-cluso prevé que así como ha hecho Cartagena con la Regencia y las Cortes, así mismo Santafé se “limpiará el culo” con las pro-videncias de estas, cuando a bien tenga.26 Aun más significativo es que los vocales del Colegio Constituyente, al momento de la instalación de este, hubieran jurado no obedecer ni a las Cortes ni a la Regencia, condición que sólo uno de los 42 miembros de la asamblea, Felipe Vergara, rechazó suscribir. Las Cortes de la Isla de León habían sido ilegalmente llamadas, constituidas y figuradas, agregó el gobierno en el bando con el que dio cuenta de la instalación de dicho Colegio Constituyente.27

Un rechazo tan tajante de las Cortes que entonces sesiona-

25 “España”, Diario Político de Santafé de Bogotá, n° 45, enero 29 de 1811; Oficio de la Junta de Santafé al Cabildo de Cali, febrero 2 de 1811, en Demetrio García Vásquez, Revaluaciones históricas para la Ciudad de Santiago de Cali, t. III, s. e., Cali, 1960, pp. 52-55; Carta de Atanasio Gi-rardot, en Eduardo Posada, comp., “Documentos para la vida de Atanasio Girardot”, Boletín de Historia y Antigüedades, año III, nº 36, junio de 1906, Bogotá, p. 756.

26 Carta de Agustín de enero 5 de 1811 y carta de José Gregorio de febrero 9 de 1811, en Isidro Vanegas, comp., Dos vidas, una revolución, ob. cit., pp. 176, 186-187.

27 Carta de José Gregorio Gutiérrez de febrero 26 de 1811, en Isidro Vane-gas, comp., Dos vidas, una revolución, ob. cit., pp. 192-193; Bando de fe-brero 28 de 1811, en Manuel Ezequiel Corrales, comp., Documentos para la historia de la Provincia de Cartagena de Indias, hoy Estado Soberano de Bolívar, t. I, Imprenta de Medardo Rivas, Bogotá, 1883, p. 252.

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114 EL CONSTITUCIONALISMO FUNDACIONAL

ban en la península fue simultáneo con una decidida afirma-ción de la autonomía de la Provincia y del Nuevo Reino. De ahí que, al tiempo que admitían la eventualidad de integrar un imperio español de nuevo tipo, los constituyentes cundinamar-queses hubieran dejado abierta la posibilidad de que las anti-guas provincias del Virreinato y otras aledañas que lo desea-ran, se reunieran mediante un “Congreso Nacional”. A dicho Congreso, Cundinamarca sólo cedería la potestad relativa a los asuntos generales, reservándose la facultad de celebrar tratados con otras provincias e incluso con Estados extranjeros, siendo esta la misma condición puesta a su eventual institución como reino.28 Cundinamarca sería, desde la perspectiva de esta even-tualidad, una provincia de un organismo federativo, aunque tal designación no se utilice en la Constitución. Dicha eventualidad de reunir las provincias del otrora Virreinato formaba parte de los tanteos intelectuales que desde mediados de 1809 realizaban los novadores neogranadinos, la cual en un primer momento los había llevado a imaginar la reunión de unas “cortes parciales”, esto es, una representación de los reinos americanos sesionan-do en América, y cuyas atribuciones podrían eventualmente ser muy amplias.29 Esta idea de Cortes en América, junto a otra idea, la creación de juntas de este lado del Atlántico, inspiradas en decisiones de las autoridades peninsulares, rápidamente ha-bían sobrepasado el horizonte de esas iniciativas, evidenciando así cómo en el fragor de la Revolución, los neogranadinos ha-bían ido dando forma a su propio ideal de comunidad política. A comienzos de 1811 la iniciativa de reunir las provincias neogra-nadinas en un sólo cuerpo político era otro tanteo, pero a la vez un desafío inmediato, pues acababan de iniciarse las sesiones del Congreso del Reino, del cual se esperaba que le diera a este

28 Constitución de Cundinamarca, ob. cit., tít. 1, arts. 19-21.29 Ver la “Representación del Cabildo de Bogotá Capital del Nuevo Reino

de Granada a la Suprema Junta Central de España, en el año de 1809”, Imprenta de N. Lora, Bogotá, 1832, p. 30. Ver también la carta de José Acevedo y Gómez, de julio 19 de 1810, en Adolfo León Gómez, El Tribu-no de 1810, Biblioteca de Historia Nacional, Bogotá, 1910, pp. 224-225.

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una constitución. Esta preocupación dominaba de tal manera los espíritus que a mediados de enero, cuando dicho Congreso parece condenado al fracaso, continúa apostando por la concer-tación de una constitución general, la cual encarga a Antonio Nariño de promover en la Junta de la capital. En este momento, diversos líderes revolucionarios coinciden en la necesidad de dotar al Nuevo Reino de una constitución que sobre todo se ocupe de arreglar las relaciones entre las distintas provincias, y la cual un publicista avizora como la base de toda la felicidad del Reino y además asocia a su independencia.30

Formar una constitución para el conjunto neogranadino era, según diversos revolucionarios, un requisito fundamental del perfeccionamiento de las transformaciones políticas en curso, siendo visible tal idea desde el momento mismo de la erección de las juntas, a mediados de 1810, como lo indica el charaleño José Acevedo y Gómez el 20 y 21 de julio, cuando escribe que deberían darse a la tarea de formar una constitución, “sobre ba-ses de libertad, para que cada Provincia se centralice”, reunién-dose luego en Santafé en un “Congreso Federativo”.31 Culmi-nación de la Revolución y formación de una constitución están en este momento fuertemente ligadas a su vez con la solución federativa mediante la cual se rearticularía el Reino. Aunque en provincias como el Socorro y Cartagena, la inclinación por la solución federativa fue mucho más nítida que en Santafé, aquí, en los meses que siguieron a la creación de la Junta, ella parece también ser la salida preferida a la organización del Reino. No hay que ignorar que uno de los periódicos de la capital ofreció al público, en diciembre de 1810, la Constitución de Estados

30 Carta de José Gregorio Gutiérrez, enero 19 de 1811, en Isidro Vanegas, comp., Dos vidas, una revolución, ob. cit., pp. 179-180; “La conducta del Gobierno de la Provincia de Santafé para con el Congreso, y la de este para con el Gobierno de la Provincia de Santafé”, s. e., febrero 24 de 1811, Biblioteca Nacional, VFDU1-431, pza. 4; Ignacio de Herrera, “Manifiesto del Diputado de la Provincia de Nóvita, sobre la conducta del Congreso”, Imprenta Real, Santafé de Bogotá, 1811.

31 Guillermo Hernández, comp., Proceso histórico del 20 de Julio de 1810, Banco de la República, Bogotá, 1960, p. 164.

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Unidos traducida por el venezolano José Manuel Villavicencio, “para satisfacer a los deseos que tiene de conocer el Gobier-no de los Anglo-Americanos, y por si acaso de ella se quisie-ra adoptar alguna parte para el nuestro”. Y además, que esa Constitución fue vendida simultáneamente en forma de libro.32 La inspiración que encuentran en Estados Unidos tiene un hon-do significado, puesto que así el término federación puede ser asociado no solamente a la noción de autogobierno de las pro-vincias, en el sentido de dirección de sus asuntos domésticos, sino también a una forma de gobierno distinta a la monarquía.33

Que Cundinamarca fuera un reino o una provincia eran eventualidades compatibles lógicamente con una monarquía constitucional, pese a las inmensas dificultades que se des-prendían del ordenamiento constitucional que se había dado y que había sido colocado por los revolucionarios locales como un bloque de granito ante cualquier integración en un ordena-miento político más amplio. Mucho más improbable resultaba la combinación de una monarquía constitucional con la erec-ción de Cundinamarca en un Estado soberano. Tal escenario se asoma en las difíciles condiciones puestas en la Constitución a la reunión de Cundinamarca con los demás reinos de la mo-narquía o con las demás provincias del antiguo virreinato. Pero también es perceptible en diversas iniciativas tomadas por las autoridades de la Provincia, como lo devela el juicioso estudio de Daniel Gutiérrez sobre el conjunto de las provincias neogra-nadinas. En efecto, prácticamente desde su instalación la Junta de Santafé emprendió una audaz refundación administrativa, elevando a muchas poblaciones de su jurisdicción a un estatus del que no habían gozado dentro de la monarquía, trastocando

32 Adición al Aviso al Público, nº 10, diciembre 1 de 1810, Santafé de Bogo-tá; Diario Político de Santafé de Bogotá, n° 40, enero 11 de 1811.

33 Tocqueville remite a esta doble vertiente del problema cuando escribe: “Los Estados Unidos forman no sólo una república, sino también una confederación” (Alexis de Tocqueville, De la démocratie en Amérique, en Œuvres complètes, ed. 14, t. 1, Michel Lévy Frères Libraires Editeurs, París, 1864, p. 194.

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con ello uno de los pilares del ordenamiento social y usurpando así una prerrogativa del monarca. Además, las autoridades san-tafereñas habían dado diversos pasos para establecer lazos di-plomáticos con el gobierno revolucionario de Venezuela, aparte de interesarse en el reconocimiento por parte de Inglaterra y la Santa Sede. Y a Estados Unidos había enviado igualmente unos emisarios encargados tanto de estrechar las relaciones como de comprar armas.34 Por añadidura, la Provincia había puesto en pie un variado repertorio de cuerpos militares propios y había alterado profundamente su estructura gubernativa. Durante las sesiones del Colegio Constituyente introdujeron otro cambio de no poco alcance: la Provincia de Santafé dejó de llamarse así para pasar a denominarse Provincia de Cundinamarca, designa-ción que entrañaba un repudio a los 300 años de supuesta tiranía española.

Estas iniciativas que acabo de enumerar sugieren que des-de el derribamiento de las autoridades virreinales, los líderes revolucionarios habían dado pasos importantes para hacer de Cundinamarca un Estado soberano, pese a no haber formulado explícitamente una pretensión semejante. Aunque no se puede ignorar que en la Constitución llaman de manera insistente “re-presentación nacional” a la reunión de sus máximas autorida-des. Y que, como lo cuenta uno de sus vocales, José Gregorio Gutiérrez, durante las sesiones del Colegio Constituyente, este se declaró legítimamente instalado en tanto que “Cortes parcia-les de la Provincia” en las que residía la soberanía, no siendo sólo un congreso para el “acto de elegir, sino para dar la ley a la Provincia”, por lo que justamente se titulaba “Colegio Electo-ral Constituyente, con tratamiento de Alteza Serenísima”, cuya instalación cesaba “toda otra representación, y autoridad”.35 De

34 Daniel Gutiérrez, Un nuevo reino, ob. cit., pp. 348-360, 486-497, 533-535, 550-551, 459-460. Hay que subrayar que la ampliación repentina de nuevos cabildos en el virreinato neogranadino, tuvo lugar antes de la constitución gaditana.

35 Carta de José Gregorio de febrero 26 de 1811, en Isidro Vanegas, comp., Dos vidas, una revolución, ob. cit., pp. 192-193. En su carta, José Grego-

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esta manera, el ordenamiento constitucional cundinamarqués, y el destino mismo de esta porción de la antigua monarquía, quedaba confrontado a una sinsalida fundamental. Decir que Cundinamarca tenía ahora unas cortes parciales en las que había pasado a residir la soberanía constituía una afirmación que no podía ser expurgada de su potencialidad destructiva del vínculo con la monarquía y la nación españolas, pues con sólo una pe-queña modificación del argumento podían pasar a pretender una capacidad ilimitada para legislar. La sinsalida es perceptible también en la Constitución cuando ella reconoce que el hombre tiene unos derechos naturales, “sagrados e imprescriptibles”, que lo autorizan a darse la forma de gobierno que considere más propia para hacer la felicidad pública, con lo que queda abierta la puerta para que, en nombre de tales derechos, los cundina-marqueses puedan llegar a demandar el ejercicio de todas las competencias del gobierno, y no sólo la administración interior.

Finalmente, ¿cómo explicar las ambigüedades e incluso las contradicciones de los constituyentes respecto al marco en el cual debía estar contenida la comunidad política instituida por los cundinamarqueses? Es perceptible mucho de indecisión y perplejidad, así como un cierto cálculo, al dejar abiertas las puertas a varias soluciones mientras se esclarecía el camino tanto de la Revolución en la Nueva Granada como de la domi-nación napoleónica en la península. Pero esa perplejidad ante una situación que podía tomar cursos tan diversos nos permite entrever cómo, cualquiera fuera el camino que hubiera prevale-cido, él llevaría a los cundinamarqueses y a los neogranadinos hacia lo inédito. Hubiera sido enteramente inédito ver a Cundi-

rio Gutiérrez contaba, además, cómo al momento de instalarse el Colegio Constituyente, en Santafé estaban divididas las opiniones acerca de si aquel cuerpo podía ser considerado como soberano: “Unos opinan que sí fundados en que es una verdadera representación Provincial y las Cortes parciales legítimamente constituidas, que vienen con todo el lleno de las facultades a sancionar las leyes que deben gobernar a la Provincia. Otros que están por la negativa se fundan en que sólo se les han dado facultades para elegir, y aprobar la Constitución”.

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namarca convertida en un reino dentro de un imperio español, como lo hubiera sido que fuera una provincia dentro de una fe-deración de Tierra Firme o un Estado independiente. Lo inédito radicaba sobre todo en que estas diversas eventualidades daban al monarca un lugar muy distinto al que había tenido hasta el momento, pero también en que ellas representaban unos térmi-nos nuevos para la relación con la antigua metrópoli. Aunque, como lo he indicado, no existía en este momento una preten-sión clara ni generalizada de romper los vínculos con España, la Constitución de Cundinamarca instituyó unos términos para esa relación que no son en absoluto los que habían existido antes de la Revolución, revelando así cómo habían pasado los tiempos de adhesión incondicional a la madre patria.

¿Constitución monárquica?

Parece extravagante dudar que la Constitución de Cundinamar-ca hubiera sido monárquica. Al fin de cuentas ella misma define la forma de gobierno como una monarquía constitucional, pre-senta a Fernando 7º como rey de los cundinamarqueses, y pos-tula la eventualidad de que Cundinamarca sea erigida en corona de un nuevo imperio español.36 Si nos conformáramos con la rotundidad de estas disposiciones, apenas estaríamos tentados de acometer una interrogación sobre la manera como se habrían conjugado los poderes públicos o en torno a los orígenes de tal dispositivo. Pero si nos detenemos a ver el conjunto normativo emerge la pregunta acerca de si el ordenamiento que instituye dicha Constitución puede considerarse monárquico, lo cual nos adentra en cuestiones mucho más complejas.

La duda sobre el carácter monárquico de la Constitución en-cuentra asidero en el hecho de que el Colegio Constituyente hubiera acordado la denominación, “Gobierno Representativo y Constitucional”, para designar la forma de gobierno que reuni-ría a los cundinamarqueses, la cual era por lo tanto parcialmente

36 Constitución de Cundinamarca, ob. cit., tít. 1º, art. 4; tít. 3º; preámbulo.

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distinta a la que vino a ser consagrada.37 Pero hay que reparar, sobre todo, en las pesadas condiciones que le impusieron al rey para que pudiera ejercer como tal. En primer lugar, él debía estar en capacidad de actuar libre de cualquier poder que lo ti-ranizara, esto es, debía haberse zafado de la tutela o las impo-siciones de Bonaparte. Por añadidura, no podría transferir sus derechos a nadie, no podría casarse sin el consentimiento de la Provincia, como tampoco podría establecer alianzas que fueran perjudiciales a ella. Más decisiva aún resultaba la condición de que jurara sostener y cumplir la Constitución, pues se trataba de una Constitución que establecía un conjunto de derechos y li-bertades muy amplios, siendo considerada como una renuncia a la corona su infracción grave de ella.38 Podría decirse, entonces, que el reconocimiento de Fernando 7º como rey de los cundi-namarqueses tenía un carácter eventual. Pero la Constitución de Cundinamarca no se conformó con tal relativización del poder del rey, sino que admitió a este con otras dos limitaciones de hondo alcance. La primera, no reconoció la dinastía, y la segun-da, no le reconoció su dominio sobre el territorio.

En las sesiones del Colegio Constituyente, los vocales afron-taron con la mayor cautela la definición de una actitud ante la dinastía. Aduciendo no querer echar sobre Cundinamarca las consecuencias de una resolución que en cualquier caso sería gravosa, los vocales resolvieron aludir apenas lo necesario a Fernando 7º sin aceptar o rechazar los derechos de sucesión de sus descendientes, pues, según dijeron, en el primer caso sería “establecer y admitir acaso prematuramente una Dinastía”, o provocar las “pretensiones de los que se creyesen llamados al Trono”, y en el segundo caso sería incitar “los celos, la enemis-tad, y tal vez la guerra” de los pretendientes al trono, como lo

37 Actas del Serenísimo Colegio Constituyente, ob. cit., pp. 13-14.38 Actas del Serenísimo Colegio Constituyente, ob. cit., p. 7; Constitución de

Cundinamarca, ob. cit., tít. 3º. Un resumen de las condiciones impuestas al rey puede verse en la carta de José Gregorio Gutiérrez de marzo 9 de 1811, en Isidro Vanegas, comp., Dos vidas, una revolución, ob. cit., pp. 194-195.

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era la infanta Carlota Joaquina, instalada en Brasil. Acordaron por lo tanto otorgar condicionadamente “sólo el reconocimiento del Sr. D. Fernando VII, sin hablar ni del llamamiento, ni de la exclusión de los Sucesores”.39 Tal resolución tenía consecuen-cias de primera importancia sobre el ordenamiento monárquico en el que supuestamente iba a quedar inscrita la Provincia, pues la dinastía era una dimensión crucial de tal tipo de orden, no concibiéndose un rey sin una familia de la que había heredado y a la que retornaría el patrimonio. Un rey sin dinastía mutila-ba a la institución monárquica de algo esencial, pues la familia constituía un pilar del orden social y, además, de esta manera cada vez que faltara el monarca volvería a los cundinamarque-ses enteramente la potestad para darse el tipo de gobierno que desearan. Se podría decir, entonces, que reconocían al monarca pero no a la monarquía.

Junto al no reconocimiento de la dinastía, el Colegio Consti-tuyente acordó que el rey se titulara “en sus dictados, D. N. por la gracia de Dios y por consentimiento del Pueblo, libremente constituido Rey de los Cundinamarqueses; y no de Cundina-marca”, como le contó uno de los vocales, José Gregorio Gu-tiérrez, a su hermano Agustín. Que no se trataba de una expre-sión casual, lo manifiesta el mismo Gutiérrez, quien explicó la escogencia de tal formulación diciendo que de lo que se trataba era de “quitar todo lo que pueda tener relación con la propie-dad del territorio”.40 Puesto que el rey español siempre aparecía

39 Actas del Serenísimo Colegio Constituyente, ob. cit., pp. 15-16.40 Carta de José Gregorio, marzo 9 de 1811, en Isidro Vanegas, comp., Dos

vidas, una revolución, ob. cit., p. 194. La disposición que reseña José Gregorio, en Constitución de Cundinamarca, ob. cit., tít. 3º, art. 4. Es posible que esta distinción hubiera sido inspirada por Rousseau, quien deplora en el Contrato social que los reyes de su tiempo pretendan simul-táneamente dominar sobre los territorios y sus moradores. La grave dife-rencia implícita en llamarse rey de los franceses y no rey de Francia había sido subrayada por los autores de una historia de la Revolución francesa quizá conocida en el Nuevo Reino de Granada, pues de su tomo 3 Anto-nio Nariño había traducido los derechos del hombre. Ver Jean Jacques Rousseau, Contrat social; ou principes du droit politique, Marc-Michel Bousquet, Ginebra, 1766, pp. 34-35; Histoire de la Révolution de 1789,

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como señor de una larga lista de territorios, tal sustracción de su dominio sobre el de Cundinamarca no era una decisión in-trascendente puesto que así se indicaba que ahora el rey carecía de toda posibilidad de disponer de este territorio, enajenándolo, por ejemplo, a un tercero. Pero también significaba que el titular del señorío sobre Cundinamarca no era el rey sino que lo eran los cundinamarqueses, por lo que el rey no podría hacer valer sobre los habitantes de este territorio una preeminencia primi-genia e indisputable, la cual le había permitido en el pasado aparecer como si estuviera cediendo a sus súbditos la posesión mientras él conservaba la propiedad.

Como lo sugiere la precisión hecha por José Gregorio Gutié-rrez acerca de la sutileza implícita en uno de los pasajes tocan-tes al estatus del rey, no es dable pensar que a los constituyentes cundinamarqueses, y que incluso a una parte de los notables santafereños, que eran abogados o tenían algún conocimiento de los asuntos jurídicos, se les escapara la trascendencia de las condiciones que le estaban imponiendo a Fernando 7º.41 Pese a que en ello se jugaban cuestiones vitales para el futuro de Cun-dinamarca y del Nuevo Reino, el estatus del rey no concitó dis-cusiones importantes o extensas que sean visibles en las Actas, lo cual incita a pensar que los novadores habían desarrollado un grado notable de consenso al respecto. Tal acuerdo resulta sorprendente, tanto más cuanto que al Colegio Constituyente concurrieron individuos que con el correr de la Revolución se mostrarán monarquistas decididos, como fue el caso del cura Santiago Torres y Peña, o individuos como Ignacio Vargas, que hacía muy poco había tenido un duro enfrentamiento con las

et de l’établissement d’une Constitution en France, t. 4, Chez Clavelin Libraire, Paris, 1792, pp. 33-35.

41 Una de las numerosas pistas acerca de los conocimientos que los novado-res habían adquirido sobre el derecho público, es la sofisticada argumen-tación jurídica y filosófica que tres meses antes había desplegado el joven vocal del Colegio Constituyente, Ignacio Vargas, cuando quiso repudiar el alcance de las atribuciones que la Junta de la capital se había dado en punto a gobierno (Archivo General de la Nación, Sección Archivo Anexo, Fondo Justicia, t. 8, ff. 626-676).

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autoridades santafereñas a propósito de los cambios que estaba introduciendo la Revolución en el orden político.

El reticente reconocimiento de Fernando 7º puede ser me-jor comprendido si tenemos en cuenta que en el momento en que es formada la Constitución, la actitud que prevalece entre los novadores cundinamarqueses es, en primer lugar, de duda respecto a que el rey español aún exista, y en el caso de admitir que él viva, temen que Bonaparte lo haya cooptado con un ardid como casarlo con una mujer de su familia. Pero ellos no sólo abrigan temores, sino también un notable desprendimiento ha-cia Fernando 7º, pues no sabemos de un sólo elogio que durante este periodo se le haya hecho a este, e incluso vemos a muy pocos lamentar su suerte. De esta manera se puede compren-der que las Actas del Colegio Constituyente revelen temor, más que esperanza, en el retorno del rey, y que cuando allí se alude a su reconocimiento, las razones que se invocan para hacerlo son de orden pragmático, insistiéndose en los riesgos de que regrese y desencadene su poderío militar. Tal estado de ánimo entre quienes dominan la escena política local permite a su tur-no comprender que el rey, más allá de las mismas disposiciones consignadas en la Constitución, hubiera sido colocado en reali-dad en ella, no en calidad de soberano sino de magistrado y de puente provisional con la España, con la que las autoridades no habían roto formalmente.

En el régimen político que estaba desmoronándose, el mo-narca era soberano antes que nada en la medida que constituía el fundamento último de la autoridad y del vínculo social.42 La Constitución de Cundinamarca, que reconoce de manera tan condicionada y limitada a Fernando 7º, como lo he tratado de mostrar, le atribuye de manera vitalicia la cabeza del poder eje-cutivo, pero para ejercer como tal, el rey hubiera tenido que hacerlo personalmente, esto es, hubiera tenido que venir a la

42 Una rápida aproximación a la cuestión, en Isidro Vanegas, ed., Plenitud y disolución del poder monárquico en la Nueva Granada, t. 1, UIS, Buca-ramanga, 2010, pp. 13-28.

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Nueva Granada. De no hacerlo, la potestad de nombrar su re-emplazo en tal función no recaía en él sino en los ciudadanos cundinamarqueses a través del presidente de la Representación Nacional, con lo cual cesaba el antiguo arbitrio de los reyes españoles de nombrar los gobernantes de América.43 Pero en el caso hipotético de que el rey hubiera jurado la Constitución de Cundinamarca y hubiera venido a ejercer la jefatura del poder ejecutivo, se hubiera encontrado con un denso entramado insti-tucional dispuesto para impedir que la autoridad se refundiera en un sólo individuo o corporación.44 De manera que, siendo cabeza de uno de los poderes públicos, el rey no hubiera podido situarse por encima de ellos, esto es, no hubiera podido conver-tirse en el poder, como lo había sido en el orden anterior a la Revolución. No se trataba de una idea exclusiva de los consti-tuyentes cundinamarqueses, como lo indica el hecho de que en Cartagena, por la misma época, un publicista hubiera escrito: “Por soberano no entiendo al Rey. Este debe ser bajo una buena constitución sólo el ejecutor de las leyes”.45 Esta concepción, por lo demás, no tenía nada de extraordinaria, puesto que, se-gún indica Pierre Rosanvallon, en los primeros momentos de la Revolución Francesa el poder ejecutivo había sido concebido

43 Constitución de Cundinamarca, ob. cit., tít. 1º, art. 6; tít. 3º, art. 12; tít. 5º, arts. 1, 31-32.

44 En el Colegio Constituyente habían acordado que “jamás con ningún mo-tivo, causa, razón ni pretexto se puedan unir, ni confundir los tres Poderes, Legislativo, Ejecutivo, y Judicial, cuya mezcla, uso, o ejercicio siempre que concurra en una sola persona de cualquiera Estado, o condición que sea, o se usurpe y administre por un sólo Cuerpo, será la señal mas cierta, de que violados los derechos del Pueblo y del Ciudadano, se ha cometido por parte del que tenga el Gobierno la más execrable traición y el horrible crimen de la tiranía” (Actas del Serenísimo Colegio Constituyente, ob. cit., pp. 13-14).

45 “Correspondencia de los editores con el Sr. P.”, El Argos Americano, n° 39, junio 24 de 1811, Cartagena. Un periódico gaditano resumió el arma-zón de los poderes en la Constitución de Cundinamarca diciendo que, del rey “será el poder ejecutivo, cuyo principal objeto es cumplir la constitu-ción: el legislativo pertenece a los nombrados al efecto por el pueblo, y el judicial a los tribunales” (El Redactor General, nº 81, septiembre 3 de 1811, Cádiz).

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como un poder puramente delegado por el legislativo, siendo bajo esta premisa que el rey fue colocado como jefe del poder ejecutivo en la Constitución de 1791.46

Fernando 7º fue erigido en un alto magistrado, pero de él no hubiera emanado la autoridad ni él hubiera constituido la cla-ve del orden social. Esto puede corroborarse de muy distintas maneras. En la Constitución se indicó que la soberanía residía “esencialmente en la universalidad de los ciudadanos”, y en el Colegio Constituyente habían concebido al rey ante todo como alguien que “por los votos de la Nación recibe en sus manos las riendas del Gobierno, y a quien se confía vitaliciamente el Poder Ejecutivo”.47 Nadie se refirió allí a él como a una figura de potestades superlativas, o adornado con características que lo pusieran por encima de los demás hombres. Más significa-tivo aún resultaba que en la Constitución la autoridad del rey se hubiera hecho derivar del pueblo o la nación. En efecto, los derechos de Fernando 7º a la corona le fueron reconocidos por la “gracia de Dios y por la voluntad y consentimiento del pueblo legítima y constitucionalmente representado”, y en otro apar-te, en razón de los “votos de la Nación”. Tal concepción esta-ba ratificada por la forma como debía celebrarse la ceremonia de entronización del rey, pues para acceder al trono este debía protestar, ante el presidente de la Representación Nacional, que cumpliría la Constitución cundinamarquesa. Según lo detallaba esta, primero el rey procedía a dirigirse al asiento del presiden-te, el cual estaría “sentado y cubierto”, mientras el rey debería estar “puesto de pie y descubierto”. Una vez que el rey había procedido a jurar de esta manera, el presidente de la Represen-tación Nacional procedía a su turno a jurar obediencia al rey. Pero además de que esta ceremonia debía celebrarse delante de una gran concurrencia que la Constitución especificaba, esta

46 Pierre Rosanvallon, L’Etat en France de 1789 à nos jours, Seuil, Paris, p. 53.

47 Constitución de Cundinamarca, ob. cit., tit. 12º, art. 15; Actas del Serenísimo Colegio Constituyente, ob. cit., p. 16.

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designaba al rey y al presidente de la Representación Nacio-nal —el cual actuaba en nombre del pueblo de la Provincia— como “dos altas partes contratantes”, término que designaba a estados soberanos que se daban mutuo reconocimiento.48 Por si hubiera faltado evidenciar la reducción del poder del monar-ca a que estaban dispuestos los cundinamarqueses, en los actos organizados por el gobierno a comienzos de abril para instalar las primeras autoridades elegidas conforme a su Constitución, no sólo no se aludió al rey sino que a los funcionarios se los hizo jurar obediencia a “la Constitución dada por la Soberana voluntad del Pueblo”. Asimismo, un mes después de promulga-da la Constitución, el poder ejecutivo se dirigió a los miembros del legislativo diciéndoles que “ni en la misma Europa culta hay acaso un Gobierno más legítimamente constituido que el de Cundinamarca; vosotros recibisteis vuestra representación el día 31 de Marzo, de la única fuente legítima de la Autoridad Suprema, que es el Pueblo Soberano”.49

Lo subversivo que los novadores cundinamarqueses habían plantado en la Constitución al condicionar tan drásticamente el ejercicio de la parte de autoridad que le concedían al monarca, no escapó a los hombres de la época. Un anónimo lealista repu-dió en febrero de 1811 la idea escuchada a diversos sujetos en Santafé, según la cual, “aunque Fernando 7° vuelva, como no venga a América no lo reconocen, y si viniera lo tratarían peor que al Virrey Amar”. En 1814 un publicista anónimo indicó que

48 Constitución de Cundinamarca, ob. cit., tít. 1º, art. 1; tít. 3º, arts. 5-7. El término “altas partes contratantes” estaba reservado a acuerdos como el tratado de Fontainebleau, suscrito en 1807 entre el Emperador de los franceses y el Rey de España. Ver Pedro Cevallos, Exposición de los he-chos y maquinaciones, que han preparado la usurpación de la corona de España…, Oficina de la Real y Pontificia Universidad, Madrid, 1808, p. 39.

49 Jairo Gutiérrez y Armando Martínez, La visión del Nuevo Reino de Gra-nada en las Cortes de Cádiz (1810-1813), Academia Colombiana de His-toria / UIS, Bogotá, 2008, pp. 161-163; “Mensaje del Secretario de Estado para la apertura de la primera Sesión ordinaria del Cuerpo Legislativo del Estado de Cundinamarca”, Semanario Ministerial del Gobierno de la Capital de Santafé en el Nuevo Reino de Granada, nº 13, mayo 9 de 1811.

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el reconocimiento prestado por el texto cundinamarqués a Fer-nando 7º había sido hecho bajo la expresa condición de que este “aceptase la Constitución liberal que se habían dado los pueblos de América, y los gobernase arreglado a esta, es decir ejerciendo sólo el Poder Ejecutivo independiente del Legislati-vo, y Judicial, perpetuando los derechos de libertad, propiedad, y seguridad, y reconociendo la soberanía esencialmente en los mismos pueblos, sin que la corona pudiese pasar a ninguno de los de su familia, pues era una gracia personalísima”. Y en 1816 un cura monarquista, Antonio de León, escribió: “Yo me irrito a vista de aquella ridícula Constitución, que ha tenido la sandez de declarar Soberanía una miserable Provincia, y de obligar a un Rey grande y poderoso a prestar el juramento y homenaje de sus quiméricas ideas”.50 Pero antes de la Reconquista, du-rante los meses y años que siguieron a la promulgación de la Constitución de Cundinamarca, no sólo no se escucharon pú-blicamente expresiones airadas como esta del cura de León, sino que tampoco se escuchó ninguna forma de repudio a tal ordenamiento. A los novadores, por el contrario, parece haber-los ganado rápidamente la idea de que la Constitución se había quedado a mitad de camino, pues no había operado la ruptura suficiente respecto al rey, la cual era necesaria para culminar la regeneración política propia de la Revolución. Así, a media-dos de enero de 1812, esto es, cerca de 8 meses después de

50 Jairo Gutiérrez y Armando Martínez, La visión del Nuevo Reino de Grana-da en las Cortes de Cádiz, ob. cit., p. 157; “Continúa la prevención contra los esfuerzos de los Realistas”, Gazeta Ministerial de Cundinamarca, nº 188, septiembre 1 de 1814, Santafé de Bogotá; Antonio de León, “Discur-so político moral sobre la obediencia debida a los reyes, y males infinitos de la insurrección de los pueblos. Predicado en la Catedral de Santafé de Bogotá por el D. D. A. L. Prebendado de aquella Santa Iglesia”, Imprenta de D. Bruno Espinosa, Santafé de Bogotá, 1816, p. 19. Cuando regresó de Francia Fernando 7º dijo, con razón, que en la Constitución de Cádiz lo habían puesto como “Jefe o Magistrado, mero ejecutor delegado, que no Rey, aunque allí se le dé este nombre para alucinar y seducir a los incautos y a la nación”. Su rol en la Constitución de Cundinamarca era aún menos significativo (“Manifiesto del Rey de España”, El Mensajero de Cartage-na de Indias, nº 29, agosto 26 de 1814).

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promulgada la Constitución, el Serenísimo Colegio Electoral y Revisor de la Provincia decidió adoptar abiertamente la re-pública popular como forma de gobierno. Tal determinación debía mucho a la radicalización de la escena política que se había continuado durante este periodo, pero simultáneamente ella iba en la dirección de resolver la situación ambigua y pre-caria en que había quedado el rey en la Constitución. Cesar de reconocer la monarquía por base de la Constitución disgustó enormemente al Presidente de Cundinamarca, Antonio Nari-ño, quien consideró esa decisión no sólo contraproducente sino prematura.51 Al contrario de la interpretación literal de Nariño, según la cual Cundinamarca se había dado en 1811 una consti-tución monárquica, otros revolucionarios del momento, como los anónimos Montalvanes, consideraron que en este punto el Colegio Revisor no había procedido en realidad a una modifi-cación importante, puesto que la Constitución que había venido a ser cambiada tenía por bases fundamentales, entre otras, el “gobierno popular representativo” y la “soberanía del pueblo”, siendo el rey por lo tanto una figura accesoria cuya supresión nada quitaba al armazón de la Constitución.52 Para este momen-to, por lo demás, en el conjunto del antiguo virreinato la forma de gobierno monárquica había dejado de ser asociada a algún tipo de virtud, y los revolucionarios estaban convencidos de que monarquía y tiranía eran sinónimos.

La ley en lugar de la arbitrariedad de los hombres

La Constitución de Cundinamarca, como lo he intentado mos-trar, contiene importantes ambigüedades, como no podía serlo de otra manera, puesto que el momento que atravesaba la socie-

51 Antonio Nariño, “Colegio Electoral”, La Bagatela, nº 30, enero 19 de 1812, Santafé de Bogotá. Es preciso subrayar que la erección de Cundi-namarca en república se hizo, no por impulso de Nariño, sino contra los deseos de Nariño.

52 Anónimo, “El Montalván”, Imprenta de Don Bruno Espinosa, Santafé de Bogotá, Febrero 8 de 1812.

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dad neogranadina era igualmente de tanteos, estando ella en un punto de frágil equilibrio entre la sociedad monárquica y la nue-va sociedad que pugnaba por emerger. Tal carácter ambivalente de la Constitución no borra el hecho de que se trataba simultá-neamente de un ordenamiento lleno de novedades y rupturas respecto al orden anterior a la Revolución. Un ordenamiento que revela, igualmente, la audaz voluntad de regenerar el cuer-po político e incluso de crear enteramente una nueva sociedad política, de que están poseídos los revolucionarios. Tal vez en ningún aparte pueda ser mejor percibido ese horizonte, que en la arenga con que cierran el texto constitucional, en donde los constituyentes se dirigen así a sus conciudadanos cundinamar-queses: “veis aquí al americano por la primera vez en ejercicio de los derechos que la naturaleza, la razón y la Religión le con-ceden, y de que los abusos de la tiranía le habían privado por el espacio de tres siglos. No es esta la voz imperiosa del despo-tismo que viene del otro lado de los mares: es la de la voluntad de los Pueblos de esta Provincia, legítimamente representados. No es para vivir sin ley que habéis conquistado vuestra libertad, sino para que la ley hecha con vuestra aprobación se ponga en lugar de la arbitrariedad y los caprichos de los hombres”.53

Es preciso retener, por lo demás, que esta no puede consi-derarse como una Constitución apenas cundinamarquesa. No sólo porque entre los vocales que participaron en su formación figuró un porcentaje importante cuya patria no era Santafé de Bogotá, sino también porque entre estos, algunos como José María Castillo, Camilo Torres y Frutos Joaquín Gutiérrez, es-tuvieron entre los principales artífices de la Constitución. Más relevante aún de su alcance neogranadino es que ella se con-virtió en un referente fundamental para quienes elaboraron las constituciones de las demás provincias, empezando por Antio-quia, cuyas autoridades lo reconocieron explícitamente.54 Pero

53 Constitución de Cundinamarca, ob. cit., p. 45.54 Daniel Gutiérrez, Un nuevo reino, ob. cit., p. 243. Es posible que la Cons-

titución de Cundinamarca incluso hubiera inspirado a los redactores de la

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así como estas constituciones provinciales que siguieron a la de Cundinamarca no pueden ser leídas simplemente como una copia, tampoco resulta fértil reducir la Constitución de Cundi-namarca a un conjunto de trozos del constitucionalismo francés o norteamericano. Mucho menos, concebirla como un legado de la experiencia gaditana, sólo posible a condición de una dis-torsión ficcional del tiempo.

Constitución de Mérida (1811), en Venezuela, como lo propone el histo-riador venezolano Héctor Silva, en Rebelión, autonomía y federalismo en Mérida siglo XIX, Academia Nacional de la Historia, Caracas, 2010, pp. 63-64, 249-264.

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El constitucionalismo neogranadino, Cádiz y Pierre Menard

En 1813 el santafereño Jorge Tadeo Lozano describió la Cons-titución de Cádiz como una “compilación indigesta más mons-truosa que la quimera de la fábula” y dijo con vanidad que allí habían “copiado trozos enteros de nuestras Constituciones ab-solutamente liberales”. Esa actitud de desdén hacia la carta ga-ditana y de orgullo por su propia obra constitucional, que fue común a los revolucionarios neogranadinos, parece hoy extraña.

Durante décadas el constitucionalismo neogranadino del periodo revolucionario fue visto como un agregado de influen-cias francesas y norteamericanas, pero en los últimos años ha tendido a ser transformado en una prolongación del constitu-cionalismo gaditano. Diversos hombres públicos sostienen que este no sólo tuvo amplia influencia en la América española sino que resultó fundante de su constitucionalismo e incluso de su revolución, con lo cual esta región no habría sido sino un apén-dice intelectual de la península. Un estudio de la Revolución Neogranadina contradice esta idea y revela, por el contrario, la simultaneidad e incluso la precedencia de su vigoroso constitu-cionalismo. Pero el objetivo de este texto no es salvar la inter-pretación que había hecho del constitucionalismo neogranadino una suma de influencias francesas y norteamericanas, ni hacer un balance más completo de las “influencias” que lo habrían conformado.

En primer lugar deseo dilucidar el lugar del constitucionalis-mo gaditano en la experiencia constitucional de la Nueva Gra-

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nada, cuyos rasgos particulares respecto a otras revoluciones hispánicas permite situar mejor el conjunto y establecer una ti-pología según la cual en la América española habrían acaecido dos tipos de revolución, según fueron más o menos endógenas respecto a los avatares de la península. En segundo lugar, deseo recusar el enfoque según el cual el constitucionalismo (o cual-quier otra innovación institucional o intelectual) puede ser leído fructíferamente dentro de la perspectiva difusionista, por más compleja que sea su aplicación.

El inverosímil influjo gaditano

Las Cortes reunidas en la Isla de León solo tuvieron por ob-jetivo formar una constitución el día que fueron instaladas, el 24 de septiembre de 1810.1 Con anterioridad, las autoridades sucedáneas de Fernando 7º habían convocado a los españoles europeos y americanos a que mediante sus representantes par-ticiparan apenas en tareas gubernativas, posibilidad que ini-cialmente atrajo a los notables neogranadinos, pero que en los meses finales de 1809 les vino a resultar insatisfactoria. En este momento los novadores aún mantenían expectativas respecto a las Cortes generales de la nación española, pero parecían más ilusionados con la creación de juntas al estilo de las peninsula-res. Su idea de Cortes, además, contenía diversas prevenciones, y difería considerablemente de aquella que subyacía en las dis-tintas disposiciones emanadas de la Suprema Junta.2

1 Juan Ignacio Marcuello, “Las Cortes Generales y Extraordinarias: organi-zación y poderes para un gobierno de Asamblea”, en Miguel Artola, ed., Las Cortes de Cádiz, Marcial Pons, Madrid, 2003, pp. 68-71.

2 La elección del diputado por el Nuevo Reino a la Junta Suprema, a media-dos de 1809, concitó gran interés entre los notables criollos, aunque esta no había sido concebida como un cuerpo constituyente. La convocatoria a Cortes avanzó muy lentamente, y los americanos solo fueron convocados formalmente a ellas en enero de 1810, pero tampoco las Cortes fueron pensadas por las autoridades peninsulares como un cuerpo constituyente. Diversos documentos que testimonian esa participación y esas expectati-vas, en Magali Carrillo, ed., 1809: todos los peligros y esperanzas, 2 vols., UIS, Bucaramanga, 2011.

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El santafereño José Gregorio Gutiérrez, por ejemplo, abogó en octubre de 1809 por unas Cortes permanentes donde la Amé-rica figurara en igualdad de condiciones con su metrópoli. Y un mes más tarde el payanés Camilo Torres escribió que las Cortes deberían convertirse en la expresión de la “voluntad general”, y que siendo esta la que crea la ley, si las Américas no tenían una representación adecuada allí, podrían considerarse liberadas de la obligación de obedecerla. Torres iba más lejos, previendo la posibilidad de que en América se reunieran cortes, “en donde los pueblos expresen su voluntad que hace la ley y en donde se sometan al régimen de un nuevo Gobierno o a las reformas que se mediten en él en las Cortes de España, precedida su delibera-ción”. Se trataba de una “representación nacional o parcial”, o de “cortes parciales” americanas, cuyas decisiones estarían arti-culadas a las que tomaran las Cortes generales de toda España, pero el anuncio de esta subordinación no lograba borrar el ca-rácter problemático de una propuesta que fragmentaba necesa-riamente la suprema autoridad.3 La propuesta contaba con una amplia simpatía entre los novadores neogranadinos de diversas provincias, como se vio en mayo de 1810 cuando Antonio José Ayos, el Síndico Procurador de Cartagena, habló de establecer en el Reino juntas que pudieran darse constituciones provisio-nales, las cuales estarían subordinadas a las Cortes generales. Y como se vio más explícitamente en una carta de Agustín Gutié-rrez donde contaba que diversos notables criollos de Santa Mar-ta y Cartagena estaban concertados para intentar, en caso de que los diputados neogranadinos a Cortes no viajaran a la península, formar en América una “Junta de todos los Diputados de las Provincias” en la cual se trataría de la reforma de los “abusos

3 Dictamen del Síndico Procurador de Santafé acerca del poder que debe darse al diputado del Reino, octubre 9 de 1809, en Isidro Vanegas, comp., Dos vidas, una revolución. Epistolario de José Gregorio y Agustín Gu-tiérrez Moreno (1808-1816), Universidad del Rosario, Bogotá, 2011, p. 70; Camilo Torres, “Representación del Cabildo de Bogotá Capital del Nuevo Reino de Granada a la Suprema Junta Central de España” [1809], Imprenta de N. Lora, Bogotá, 1832, pp. 22-23, 30.

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de nuestro desgobierno”, y de cuanto pudiera “tratarse en las Cortes Generales de España”. Era, añadía Agustín, la misma propuesta que el año anterior había planteado Camilo Torres en la representación elaborada a nombre del Cabildo santafereño.4

A medida, pues, que avanzaba la disgregación revoluciona-ria del orden, los novadores neogranadinos depositaban cada vez menos ilusiones en las salidas promovidas desde la penín-sula. Los abanderados de esta actitud fueron sin duda los no-tables criollos avecindados en la capital del Reino, quienes no dejaron de manifestar su distanciamiento respecto a las Cor-tes, como se vislumbra en el hecho de que en abril de 1810 el Cabildo de Santafé hubiera aprobado una protesta del Síndico Procurador en la que ponía en entredicho las disposiciones que llegaran a ser aprobadas por las Cortes de la Isla de León mien-tras los diputados americanos que tomaran asiento allí no fueran los representantes directamente escogidos por sus comitentes. El Síndico era explícito en el orden de prioridades: “Obedézca-se voluntariamente el Consejo de Regencia y a la mayor breve-dad elíjanse también los Diputados para Cortes: pero organícese ante todas cosas la Junta Provincial de este Reino”.5 Aún así, Santafé no eligió su diputado, como no lo hicieron la mayor parte de las provincias, y donde se realizó la elección no parece haber reinado el entusiasmo, como lo sugiere el hecho de que

4 “Relación de las Providencias que se han dado por el M. I. C. de Car-tagena de Indias en vista de las Reales Órdenes y otros avisos oficiales comunicados a esta Plaza a efecto de que se tomase todas las precauciones convenientes contra los arbitrios y asechanzas de que se está valiendo el gobierno francés para subjugar a las Américas”, Imprenta del Real Con-sulado, Cartagena, 1810, pp. 34-35; Carta de Agustín Gutiérrez, julio 5 de 1810, en Isidro Vanegas, comp., Dos vidas, una revolución, ob. cit., p. 121. En julio de 1810, José Acevedo Gómez también aludió a la con-vocatoria de unas “Cortes parciales” del Reino (Adolfo León Gómez, El Tribuno de 1810, Biblioteca de Historia Nacional, Bogotá, 1910, pp. 224-225).

5 Carta de José Gregorio Gutiérrez, abril 19 de 1810, en Isidro Vanegas, comp., Dos vidas, una revolución, ob. cit., p. 104; Representación del Sín-dico de Santafé al Cabildo, mayo 28 de 1810, en José Manuel Restrepo, comp. [1861], Documentos importantes de Nueva Granada, Venezuela y Ecuador, t. V, Imprenta Nacional, Bogotá, 1969, p. 10.

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solo el diputado de Panamá hubiera tomado posesión de su car-go en la península.6

Habiendo coronado con éxito a mediados de 1810 su pro-yecto de erigir juntas, los revolucionarios neogranadinos mani-festaron entonces su intención de formar tanto una constitución para el conjunto del Reino como una para cada provincia. Pero si en un comienzo ese proyecto fue juzgado compatible con las labores de las Cortes españolas, pronto esa perspectiva vino a sucumbir ante la irrefrenable profundización de la separación respecto a la monarquía y la nación españolas, lo cual se reflejó en la hostilidad con que desde los más diversos lugares y posi-ciones se trató a las Cortes una vez estas instaladas.7

Las críticas a las Cortes respondían a dos tipos básicos de impugnación. En primer lugar, las cuestionaban por carecer del necesario consentimiento para la obra que habían emprendido. Al respecto las autoridades de Pore manifestaron que dichas Cortes, “con nombre de la nación Española, lejos de merecerse o representar la soberanía de nuestro augusto Soberano, solo son dignas del desprecio de las Naciones cultas” puesto que se habían erigido sin haber citado ni preguntado a sus presuntos comitentes, quienes por lo tanto no habían podido dar su con-sentimiento. Agregaban que la nación española ni había consen-tido ni se había enterado de la instalación de tal cuerpo, lo cual podían afirmarlo en la medida que solo habían tenido en cuenta a las Américas para darles órdenes, cuando estas merecían otro

6 Las provincias del antiguo virreinato donde se eligió diputado fueron Car-tagena, Santa Marta, Popayán, Riohacha, Quito y Panamá. Ver Daniel Gu-tiérrez, Un nuevo reino. Geografía política, pactismo y diplomacia duran-te el interregno en Nueva Granada (1808-1816), Universidad Externado, Bogotá, 2010, pp. 147-148.

7 “Suplemento a la obstetricia política”, Biblioteca Nacional, Fondo Qui-jano 254, pieza 39. José Gregorio Gutiérrez cuenta en febrero de 1811 que en Santafé las autoridades aún no expresan oficialmente su posición respecto a las Cortes, pero que viendo los papeles públicos es de preverse que le nieguen su acatamiento. Prevé que así como ha hecho Cartagena con la Regencia y con las Cortes, Santafé se “limpiará el culo” con las providencias de estas, cuando a bien tenga (Carta de febrero 9 de 1811, en Isidro Vanegas, comp., Dos vidas, una revolución, ob. cit., pp. 186-187).

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tratamiento pues eran parte integrante de la nación española. El gobierno de Cundinamarca fue más tajante, diciendo que las Cortes habían sido ilegalmente llamadas, constituidas y figu-radas, y que la constitución bajo la cual debería gobernar Fer-nando 7º si es que regresaba, debería ser hecha con el concurso de unos pueblos “legítimamente convocados, constituidos y representados”. El abogado Agustín Gutiérrez Moreno, por su parte, esperaba que Santafé procediera al más completo despre-cio de esas Cortes, de las que dijo socarronamente que ahora los americanos sí las reconocerían porque habían subsanado sus defectos de legitimidad recogiendo a “todos los Americanos que había en Cádiz para que con el título de Suplentes, y sin po-deres, sin instrucciones, y tal vez sin conocimiento representen los Países de donde proceden”.8 De esta manera, la constitución que elaboraran las Cortes españolas, hecha sin los diputados americanos, es decir, “sin el consentimiento, y expresa voluntad de las Américas”, no podría obligar a estas a observarla, pues se trataba de un convenio en que no habían tenido intervención, ni parte alguna, y del que no podían esperar nada bueno por-que los intereses de las Américas y de la península no solo eran contrarios sino incompatibles, como escribieron en el Argos de Cartagena.9

En segundo lugar, las Cortes fueron desdeñadas por consi-

8 Oficio de las autoridades de Pore, mayo 7 de 1811, en Archivo Histórico José Manuel Restrepo, fondo I, vol. 4, f. 483rv; Bando dando cuenta de la instalación del Colegio Constituyente y Electoral de Cundinamarca, fe-brero 28 de 1811, en Manuel Ezequiel Corrales, comp., Documentos para la historia de la Provincia de Cartagena de Indias, hoy Estado Soberano de Bolívar, t. I, Imprenta de Medardo Rivas, Bogotá, 1883, pp. 252-253; Carta de enero 5 de 1811, en Isidro Vanegas, comp., Dos vidas, una revo-lución, ob. cit,, p. 176.

9 “Cortes”, El Argos Americano, nº 32, mayo 6 de 1811, Cartagena. Una conclusión similar sacaron los editores del Diario Político. La desigual-dad de la representación de los americanos respecto a los peninsulares junto a la asignación de representación a regiones donde dominaba Bona-parte incluso con la anuencia de los pobladores, serían las justificaciones para que los americanos pudieran asegurar que no estaban representados y que no aceptaban las leyes que allí se dictaran (“España”, Diario Político de Santafé de Bogotá, n° 45, enero 29 de 1811).

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derarlas un ardid para impedir la separación de América, y no un medio para avanzar en la necesaria regeneración de la nación española. Así, en febrero de 1811 la Junta de Santafé descali-ficó a las Cortes pues no veía en ellas otra meta que “retener a la América en su antigua dependencia de la Península”, la cual perseguía obstinadamente aún a riesgo de que América siguiera la suerte desgraciada de la Península y pasara a recibir la ley de una soberanía sostenida por los enemigos de España, o por amigos extranjeros. Al mes siguiente la misma Junta aludió a las Cortes “inventadas por los monopolistas de Cádiz”, cuyas excitaciones a tomar parte en ellas no podían ser respondidas sino con un silencio que les mostrara el “desprecio” que ha-cían de esas “insignificantes fórmulas originales que sólo pu-dieron imponer en el siglo 16, a los estúpidos indígenas de estos países”.10 Las Cortes, pues, no eran sino una trampa, como lo señalaron diversas voces. El joven militar Atanasio Girardot dijo que la “ilegitimidad de las Cortes celebradas en la isla de León se conoce a primera vista, por lo que creo verán que de lo que tratan es de darnos confites para halagarnos, pero todos nos reímos de las muchas monadas”. José Gregorio Gutiérrez, por su parte, escribió que las medidas de las Cortes con que aparentaban favorecer a las Américas no eran otra cosa que una trama para embaucar, mientras que Antonio Nariño las calificó de “seducciones” tardías.11 No tuvo entonces nada de raro que

10 Oficio de la Junta de Santafé al Cabildo de Cali, febrero 2 de 1811, en Demetrio García Vásquez, Revaluaciones históricas para la Ciudad de Santiago de Cali, t. III, s. e., Cali, 1960, pp. 52-55; “Estado de Bogotá”, Gazeta de Caracas, nº 356, mayo 31 de 1811.

11 Carta de Girardot, de febrero de 1811, en Eduardo Posada, comp., “Do-cumentos para la vida de Atanasio Girardot”, Boletín de Historia y An-tigüedades, año III, nº 36, junio de 1906, Bogotá, p. 756; Carta de José Gregorio Gutiérrez, julio 29 de 1811, en Isidro Vanegas, comp., Dos vi-das, una revolución, ob. cit., pp. 229-230; Antonio Nariño, “Esto se llama Fraternal Advertencia, o sea la primera Amonestación”, suplemento a La Bagatela, nº 5, agosto 11 de 1811, Santafé de Bogotá. El gobierno de Cun-dinamarca se refirió a las “Cortes del comercio de Cádiz”, las cuales no pudiendo imponerse a las Américas por la fuerza, se veían en la necesidad de contemporizar (Manuel Ezequiel Corrales, comp., Documentos para la

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en septiembre de 1812 el gobierno de Cundinamarca convirtie-ra en delito ser partidario del gobierno de las Cortes y Regencia, transgresión de la que se ocuparía el tribunal de seguridad pú-blica que entonces levantaron.12

Pero el lenguaje duro con el que las designaron no fue la expresión más importante de la impugnación de las Cortes ga-ditanas por parte de los neogranadinos. Lo fue la inmensa obra constitucional que desarrollaron antes y a su margen.

La precedencia del constitucionalismo neogranadino resulta evidente no solo cuando se toma en cuenta que mientras en la península las Cortes apenas estaban dando los primeros pasos para formar una constitución, en la Nueva Granada ya se estaba trabajando en formar una constitución que aglutinara a las dis-tintas provincias así como en la elaboración de la Constitución de Cundinamarca, sin contar con que en el Socorro ya se habían dado un acta constitucional que ellos consideraron su Consti-tución. Desde este punto de vista, Cádiz no pudo ser la fuen-te de inspiración del constitucionalismo neogranadino puesto que aquí el Proyecto de Constitución para la nación española fue conocido talvez hacia mediados de 1812, como se ve en un texto de Manuel de Pombo, y para este momento ya habían sido elaboradas al menos las constituciones de Cundinamarca en sus dos versiones, así como las de Tunja, Neiva, Pamplona, Antioquia y Cartagena. Y si estos constituyentes llegaron a leer el Diario de Cortes no lo pudieron hacer antes de acometer la redacción de sus respectivas constituciones, puesto que el pri-mer tomo —que cubre desde la sesión de instalación, el 24 de septiembre de 1810, hasta la del 15 de diciembre de este mismo año— solo fue publicado en los últimos meses de 1811.13 Pero

historia de la Provincia de Cartagena de Indias, ob. cit., p. 346).12 “Instrucción para el Tribunal de Seguridad Pública”, Gazeta Ministerial

de Cundinamarca, nº 76, septiembre 26 de 1812, Santafé de Bogotá.13 Manuel de Pombo, Independencia de América y Filipinas. Precedido de

una noticia biográfica, Biblioteca Popular, Bogotá, 1898, pp. 227-228; Diario de las discusiones y actas de las Cortes, t. 1, Imprenta Real, Cádiz, 1811, p. “Advertencia”.

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Cádiz tampoco hubiera podido inspirar a los revolucionarios neogranadinos puesto que desde fines de 1810 ella fue asociada precisamente a lo que deseaban suprimir.

Cádiz, efectivamente, fue erigida en símbolo de la opresión. Pero antes que la Constitución, lo fue la ciudad misma, la cual fue reducida a la rapacidad de sus comerciantes, los cuales su-puestamente veían en América apenas un botín y a quienes aso-ciaron a los tres siglos de esclavitud. El cambio de actitud era importante pues hasta entonces dicha ciudad había concitado solidaridad y preocupación. Una de las primeras alusiones acres la vemos en octubre de 1810 en un periódico de Santafé en el que la Regencia es designada como el “becerro de oro”, aso-ciándole a ella el comercio de Cádiz. Al mes siguiente la Junta de Cartagena fue más despectiva al aludir al “estéril arenal de Cádiz”, el cual ligó al “sistema colonial” que había prevale-cido.14 Cádiz, escribió el cartagenero José Fernández Madrid, era un “pueblo de comerciantes monopolistas, acostumbrados a vivir con nuestra sangre”, un “pueblo de tiranos empeñados en oprimirnos y degradarnos”, un “pueblo en que se han atrinche-rado la intriga y el despotismo”. Una idea similar manifestaron las autoridades de Cundinamarca al decir que el de España ni siquiera podía ser llamado gobierno, pues no representaba sino a los “Monopolistas de Cádiz” que querían seguir esclavizando a las Américas.15

14 “Confederación de Venezuela”, Suplemento al Aviso al Público, nº 4, oc-tubre 23 de 1810, Santafé de Bogotá; “A todos los estantes y habitantes de esta Plaza y su Provincia”, s. e., 1810, Cartagena, pp. 7-8, en Archivo Histórico José Manuel Restrepo, fondo I, vol. 9, f. 8rv.

15 José Fernández Madrid, “Semanario Patriótico”, El Argos Americano, nº 24, marzo 11 de 1811, Cartagena; “Conducta del Gobierno de Santafé, después de su transformación, para con el Arzobispo electo D. Juan Bau-tista Sacristán y motivos que han obligado a decretar últimamente, en uso de la potestad tuitiva y económica, su perpetua inadmisión”, Imprenta Real, Santafé de Bogotá, 1811. El ilegítimo Consejo de Regencia, dijo Fray Diego Padilla de manera despectiva al despuntar 1811, “no es otra cosa que el efecto de la influencia de los Comerciantes de Cádiz” (Aviso al Público, nº 15, enero 5 de 1811, Santafé de Bogotá). En diciembre de 1811 el caleño Joaquín Caicedo también aludió a Cádiz como un peque-

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La acrimonia con que fue tratada la ciudad de Cádiz guarda-ba un vínculo evidente con la constitución que allí estaban pre-parando las Cortes, a la cual una vez terminada, los publicistas neogranadinos le hicieron diversas impugnaciones.

Para los novadores, dicho texto no solo no garantizaba la li-bertad sino que era sinónimo de despotismo. Manuel de Pombo escribió que aquella Constitución dejaba al Rey la posibilidad de “ser un tirano siempre que quiera” dado que no dividía y equiparaba los tres poderes, otorgándole al monarca, además, el mando absoluto de la fuerza armada y la facultad de nom-brar los funcionarios eclesiásticos y civiles, así como los de or-den militar. Pombo precisaba que esa Constitución era “injusta en sus bases”, y no ofrecía a la nación las garantías necesarias para que fuera libre ni se viera “tiranizada y vendida de nuevo por sus Reyes y Favoritos, ni cubierta de sangre, horror, muerte y destrucción”, como lo estaba, según él, en ese momento. El Congreso de las Provincias Unidas coincidió en que la carta gaditana tenía “marcada la tiranía y el despotismo en cada una de sus líneas”, pues impedía que estos territorios comerciaran con las demás naciones y los mantenía sujetos a autoridades extrañas y despóticas, dándoles apenas una apariencia de repre-sentación que los haría incluso más esclavos de lo que habían estado durante los tres siglos anteriores.16

ño círculo que buscaba seguir esclavizando a los americanos (Demetrio García Vásquez, Revaluaciones históricas para la Ciudad de Santiago de Cali, t. II, Editorial América, Cali, 1951, p. 127).

16 Manuel de Pombo, Independencia de América y Filipinas, ob. cit., pp. 227-228; Manuel de Pombo, “Resumen histórico de la invasión y con-quista de España por los franceses”, Imprenta Patriótica de D. Nicolás Calvo, Santafé de Bogotá, 1812; Proclama del Congreso de la Unión a Santa Marta, abril 25 de 1813, en Archivo Histórico José Manuel Res-trepo, fondo I, vol. 12, f. 203rv. Según el gobierno de Tunja, España, la “moribunda España”, para no ahorrarse ninguna forma de iniquidad con los americanos, les había presentado “por manos de sus Verdugos”, una Constitución que destruía radicalmente sus derechos, dejándolos a merced de sus más implacables enemigos (“Tunja”, Argos de la Nueva Granada, nº 9, enero 6 de 1814, Tunja). Y el editor de La Aurora de Popayán llamó a los americanos a rehusar la Constitución española, por razones de justicia y conveniencia, y a formar una propia que sí fuera “liberal, equitativa,

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La Constitución de Cádiz tenía un fundamental vicio de con-sentimiento. Manuel de Pombo la calificó de “inútil y defectuo-sa” puesto que a más de no haber sido formada contando con una representación americana adecuada, tenía el insalvable de-fecto de haber quitado la ciudadanía a una parte importante de la población de este hemisferio, disposición que el mismo Pom-bo calificó de la “injusticia más atroz”. Y en Cartagena escribie-ron en un periódico que la “ignominiosa exclusión” que aquella carta hacía de los pardos como ciudadanos era el “sello de to-das las iniquidades”.17 Los editores de la Gazeta Ministerial de Cundinamarca, entonces, escribieron que puesto que la “Ley solo obliga a los pueblos que han concurrido a su formación, y no puede extenderse más allá del territorio sujeto a la potestad del Legislador”, la Nueva Granada podía desentenderse de los reclamos de España para que obedeciera dicha Constitución.18

Desde la perspectiva de los revolucionarios neogranadinos la Constitución española no podía ser por lo tanto sino un ardid, como lo eran también las Cortes. Esa Constitución, así como to-dos los planes de reforma propuestos desde Cádiz a la América debían ser tenidos por una trampa para devolverlos a la “antigua dominación”, escribió un publicista en Santafé.19 Y otro mani-festó que por más capacidad que tuvieran los españoles para seducir algunos pueblos de América, como lo habían hecho con la “lisonjera imagen” de una Constitución que conciliaría los intereses de la península y de las Américas, esta conciliación era

acomodada a estos países, y buena para los Americanos, cuyo carácter no tiene la española” (“Oficio de D. Toribio Montes, al C. José María Mos-quera”, La Aurora de Popayán, nº 18, junio 26 de 1814).

17 Manuel de Pombo, “Resumen histórico de la invasión y conquista de Es-paña por los franceses”, ob. cit.; “Continúan las reflexiones a la Constitu-ción Española”, Gazeta de Cartagena de Indias, n° 52, abril 8 de 1813.

18 Gazeta Ministerial de Cundinamarca, nº 137, octubre 14 de 1813, Santafé de Bogotá.

19 “Examen de las causas que han retardado, y producido últimamente la revolución de la América del Sur y México”, Gazeta Ministerial de Cun-dinamarca, nº 134, septiembre 23 de 1813, Santafé de Bogotá.

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imposible puesto que los intereses del pueblo español y los del pueblo americano eran inconciliables.20

Jorge Tadeo Lozano coincidió en que la Constitución espa-ñola era un engaño que habían querido tender a la sencillez de los americanos y en que con ella lo que buscaban era conser-var para los “mercaderes de Cádiz” el monopolio del comercio, oprimiendo y envileciendo así mucho más a la América, en un momento en que carecían de fuerza no solo para sujetarla sino para defender la propia península. Pero Lozano añadió una crí-tica que evidencia el marcado contraste entre la obra constitu-cional gaditana y la de los neogranadinos, de la cual estos por lo demás se sentían profundamente orgullosos. Lozano aludió a la Constitución, “que el comercio de Cádiz ha condecorado con el pomposo título de Constitución de España”, como una “compilación indigesta más monstruosa que la quimera de la fábula”. Merecía tal calificativo, según se deduce de su escrito, puesto que había instituido una forma de gobierno incoherente en la que, “han intentado combinar los incompatibles fueros de Castilla, Aragón, y Navarra; han querido introducir el sistema de Gobierno Inglés, sin los elementos de que se compone; han adoptado la democracia en unión de una Monarquía despótica; han restablecido las Cortes, destruyendo sus estamentos; han puesto un Consejo de Estado, que será como el antiguo, el pan-teón de los viejos inútiles”. Por si fueran pocos estos defectos, agregaba Lozano, habían introducido los más “crasos errores de Geografía” y habían creado multitud de empleos, y dignidades. En una palabra, en lo que menos habían pensado era en “consti-tuir, y organizar una nación exhausta por una larga serie de años de mala administración, asolada por estar sirviendo (gracias a los Regentistas) de teatro de una guerra extraña, y despedazada por las facciones, y partidos”, a los que en vano habían queri-do ganar estampando las más dispares cláusulas. Lozano por lo

20 “Variedades. Discurso de un Extranjero sobre la justa causa de los Ameri-canos”, Argos de la Nueva Granada, nº 54, noviembre 17 de 1814, Tunja.

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tanto estaba convencido de la superioridad de las obras consti-tucionales neogranadinas, y a propósito escribió que en Cádiz habían “copiado trozos enteros de nuestras Constituciones ab-solutamente liberales”.21

A pesar de esa displicencia hacia la Constitución española, una vez esta fue abolida por Fernando 7º diversos publicistas le hicieron cálidos elogios. Uno reconoció que esa Constitución siempre había sido vista como un ardid y como un argumento adicional de la justicia con que los americanos habían actuado al proclamar la independencia, pero que ella había sido bue-na para la península, porque al fin y al cabo era “una Consti-tución, y un freno para los mandatarios”, siendo entonces su abolición un acto despótico que solo venía a ratificar la santi-dad de su resolución de ser “independientes y Republicanos”. Otro publicista manifestó que aunque en dicha Constitución a los americanos se les procuraba el “despotismo colonial”, vista en abstracto ella era digna de elogios pues era un “baluarte de la libertad civil levantado entre el pueblo y el monarca”. La-mentaba, eso sí, que el pueblo de la península no se la hubiera apropiado y que de manera vil hubiera celebrado su anulación por parte de Fernando 7º, ajustándose así las cadenas que lo esclavizarían perpetuamente.22 Para el cura Juan Fernández de

21 “Discurso que ha de pronunciar en la apertura del Serenísimo Colegio Electoral de Cundinamarca el C. Jorge Tadeo Lozano, Brigadier de Ejér-cito, y representante del Distrito de Chocontá”, Imprenta del Estado, San-tafé de Bogotá, 1813. Lozano repetirá que la Constitución de Cádiz era “insuficiente y monstruosa” (“Derrota de Bonaparte”, El Anteojo de Lar-ga Vista, nº 1, Santafé de Bogotá, 1814). Una crítica similar a la de Lozano hizo otro publicista, quien escribió que “en sus alocuciones, manifiestos, y decretos que más honran el saber y el patriotismo de algunos hábiles españoles, se palpa constantemente esa mezcla ridícula de monarquía he-reditaria, y de principios los más republicanos”, siendo esta una muestra de que habían tirado “muchos golpes a los tiranos, y ninguno a la tiranía” (“Reflexiones sobre la situación actual de España”, Gazeta Ministerial de la República de Antioquia, nº 10, noviembre 27 de 1814, Medellín).

22 “Noticias extranjeras”, Argos de la Nueva Granada, nº 41, agosto 18 de 1814, Tunja; “Reflexiones sobre la situación actual de España”, Gazeta Ministerial de la República de Antioquia, nº 9, 10 y 11, noviembre 20 y 27, diciembre 4 de 1814, Medellín.

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Sotomayor también había sido un acto tiránico anular la carta gaditana, la cual, aunque “injuriosa y degradante a la América”, era una constitución liberal que merecía elogios porque con-tenía la “arbitrariedad y despotismo de los Reyes”, declaraba solemnemente la soberanía del pueblo y dividía y separaba los poderes. Ante actos tiránicos como ese de Fernando 7º, los ame-ricanos no podían sino congratularse de haber procedido a la separación respecto a su antigua metrópoli, lo cual los libraba de ese tipo de calamidades.23

Se trataba, pues, de elogios a una Constitución muerta, que por lo demás no era la suya. De manera que el problema plan-teado por la abolición de la Constitución gaditana por parte de Fernando 7º no concernía tanto a los revolucionarios, que así solo confirmaban la legitimidad de su ruptura con España y con la monarquía. El problema era más bien para las autoridades españolas remanentes en América, que habían intimado la ren-dición a los revolucionarios y habían luchado contra estos en nombre de una Constitución que ahora Fernando pretendía bo-rrar de en medio de los tiempos. El Congreso de las Provincias Unidas se preguntó entonces con sorna, qué era lo que ahora

23 Juan Fernández de Sotomayor, “Sermón que en la solemne festividad del 20 de julio, aniversario de la libertad de la Nueva Granada predicó en la Santa Iglesia Metropolitana de Santafé el Ciudadano Dr. Juan Fernández de Sotomayor”, Imprenta del C. B. Espinosa, Santafé de Bogotá, 1815. Otro publicista afirmó que pese a las injusticias y el espíritu de domi-nación de los diputados de las Cortes gaditanas respecto a América, esa Constitución había introducido unas disposiciones liberales que eran en-comiables y que eran entendibles porque se trataba de contener “el des-potismo más insolente”. Lamentaba de ella, no que hubieran “copiado los principios revolucionarios y democráticos, que tanto horrorizan a Fernan-do”, sino que hubieran desaprovechado la ocasión de fijar esos principios de forma permanente, permitiendo así que “la obra de la libertad” hubiera sido “destruida por el hacha fatal de la tiranía”. Esta, por lo tanto, era una nueva lección para los americanos: si Fernando “echa en cara a las Cortes sus vicios, y sus defectos, si él las califica de tiranas y despóticas, no es con el saludable objeto de defender los derechos de la nación, o de darle a esta una Constitución más liberal; es sí con el perverso designio de abrogar y anular unas Cortes y una Constitución que enfrenaban el despo-tismo de los Reyes de España, sujetando su poder a leyes determinadas” (Comentarios al Decreto de Fernando 7º de mayo 4 de 1814, en Argos de la Nueva Granada, nº 77, 79, junio 11, 25 de 1815, Santafé de Bogotá).

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prometía España a la América, si “¿una constitución que ya abo-lió el Monarca o un Monarca que desconoce la Constitución?”. El mismo Congreso respondía que en lugar de seguir sometidos a la arbitrariedad y el capricho, los americanos habían optado sabiamente por buscar “en su seno las leyes y los consejos aco-modados a sus circunstancias que la deben dirigir”.24

Los revolucionarios neogranadinos repudiaron la Constitu-ción española y elaboraron constituciones antes de la de Cá-diz —con eso se encuentra cualquier estudio medianamente documentado—, pero es verosímil pensar que pudieron haber adoptado, por otras vías, los presupuestos de aquella Consti-tución. El asunto amerita una juiciosa comparación entre un constitucionalismo y otro, lo cual escapa a este texto, pero una primera aproximación permite constatar la existencia de dife-rencias fundamentales en diversos vectores claves. Así, mien-tras el constitucionalismo neogranadino opta nítidamente por la forma de gobierno democrática, la Constitución de Cádiz ins-tituye una monarquía constitucional, y mientras el primero se articula fuertemente en torno a la noción de derechos naturales el segundo ignora tal noción. La diferencia no es menos impor-tante en cuanto a la representación, no solo porque las constitu-ciones neogranadinas no establecen ningún requisito de orden

24 Oficio del gobierno de las Provincias Unidas, septiembre 6 de 1814, en Manuel Ezequiel Corrales, comp., Anales y efemérides del Estado de Bo-lívar, t. II, Casa Editorial de J. J. Pérez, Bogotá, 1889, p. 128. En otro comentario similar, el Congreso se demandaba cuál era el lugar de ese “Monarca Constitucional”, de ese “Soberano en cuyo nombre nos hacían la guerra, de quien las Cortes, la Regencia y los Agentes Españoles en América se decían tutores, representantes y únicos órganos legítimos de su voluntad”, pero que las había “declarado no sólo ilegales, sino crimina-les, facciosas, usurpadoras de su autoridad y de la Nación”. A quién hacer caso, pues, “¿a esta que dice que se ha conquistado y salvado para sí mis-ma, que es árbitra de sus leyes, que no es patrimonio de ninguna persona, o familia, y que no reconocerá sino al que obedezca su Constitución, o a esa persona y familia, que niega tal autoridad, que de hecho no se somete a ella, y que procede a asignar por sí misma las bases sobre que quiere gobernar?” (Respuesta del Congreso de las Provincias Unidas a Toribio Montes, septiembre 11 de 1814, en Gazeta Ministerial de Cundinamarca, nº 194, octubre 6 de 1814, Santafé de Bogotá).

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étnico para ejercer el derecho al voto, sino también porque es-tamos ante dos nociones diversas de la ciudadanía. Contra lo que usualmente se dice, mientras en la Constitución de Cádiz los requisitos para acceder a la ciudadanía son imprecisos y se usa con frecuencia la noción de vecindad (ver especialmente los artículos 18, 19 y 35), en la Constitución de Cundinamarca de 1811 los requisitos son precisos y abstractos y no se encuentra la noción de vecino (ver título VIII, artículo 3), sin contar con que otras Constituciones neogranadinas fueron más lejos que la de Cundinamarca en la amplitud y la precisión de la ciudadanía. Y frente a la soberanía, mientras que la Constitución de Cádiz consigna que ella reside en la nación, en las constituciones neo-granadinas la formulación más corriente indicaba que la sobe-ranía “reside original y esencialmente en el pueblo”, de manera que estamos ante una formulación más audaz pues, como se sabe, la adjudicación que se hace de la soberanía a la nación constituye una manera de minimizar las potencialidades disol-ventes de un pueblo soberano que para los legisladores siempre aparece como virtualmente amenazante.

Puede decirse entonces que el sentimiento de separación respecto a España, nacido durante la Revolución primero que todo entre los notables neogranadinos, no tuvo su origen en que las Cortes gaditanas hubieran sido incapaces de integrarlos: esa incapacidad sólo vino a confirmar lo ineluctable que era para aquellos la separación que había venido cuajando desde media-dos de 1809.

Constituciones de Cundinamarcay Tunja respecto a Cádiz

Ítem Cundinamarca Tunja CádizPromulgación Mayo 12 de 1811 Diciembre 9 de

1811Marzo 19 de 1812

Forma de gobierno

“Monarquía constitucional” no hereditaria (Tit. I, art. 4)

“popular y representativo” (Secc. preliminar, cap. 4, art. 1)

“Monarquía moderada hereditaria” (Art. 14)

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Rol del rey El rey es solo un magistrado que encabeza el poder ejecutivo, igual al presidente de la representación nacional (Tít. 1, art. 1 y tít. 3, arts. 5-7)

“Todos los Reyes son iguales a los demás hombres”: “la idea de un hombre que nazca Rey, Magistrado, Legislador, o Juez, es absurda y contraria a la naturaleza” (Secc. preliminar, cap. 1, arts. 27 y 4)

“La persona del Rey es sagrada e inviolable y no está sujeta a responsabilidad” (Art. 168)

Titular soberanía

“La soberanía reside esencialmente en la universalidad de los ciudadanos” (Tit. XII, art. 15)

“La Soberanía reside originaria y esencialmente en el pueblo; es una, indivisible, imprescriptible e inenajenable” (Secc. preliminar, cap. 1, art. 18)

“La Soberanía reside esencialmente en la Nación” (Art. 3)

Quiénes son ciudadanos

Los “varones libres, mayores de veinticinco años, padres o cabezas de familia, que vivan de sus rentas u ocupación sin dependencia de otro, que no tengan causa criminal pendiente, que no hayan sufrido pena infamatoria, que no sean sordomudos, locos, dementes o mentecatos, deudores al Tesoro público, fallidos o alzados con la hacienda ajena” (Tít. VIII, art. 3)

“todos los vecinos que pasando de quince años, tengan un oficio honesto de que se mantengan por sí, y no tengan las tachas que se han expresado para los representantes” (Secc. VII, art. 7)

“aquellos Españoles que por ambas líneas traen su origen de los dominios Españoles de ambos Hemisferios, y están avecindados en cualquier Pueblo de los mismos dominios” (Art. 18)Excluye a los hombres de sangre africana (Art. 22)

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Noción de derechos naturales

La Constitución será “el mejor garante de los derechos imprescriptibles del hombre y del ciudadano” (Tit. 1, art. 1)“Los derechos del hombre en sociedad son la igualdad, y libertad legales, la seguridad y la propiedad” (Tit. 12, art. 1)

“la libertad, la igualdad legal, la seguridad, y la propiedad” (Secc. preliminar, cap. 1, art. 1)

No utiliza la noción de “derechos naturales”. Habla de “derechos legítimos” (“la libertad civil, la propiedad, y los demás”) (Art. 4)

Declaración de derechos

Título XII: “Derechos del hombre y del ciudadano”

Sección preliminar: “Declaración de los derechos del hombre en sociedad”

No incluye

Iniciativa legislativa

El poder legislativo. Los ciudadanos pueden intervenir en la discusión de los proyectos de ley (Tít. 6, art. 8 y 10)

El poder legislativo. Además, “cualquier ciudadano o corporación” (Secc. 1, cap. 3, art. 6 y cap. 1, art. 12)

El rey así como los diputados en Cortes (Arts. 15, 132-153, 171 § 14)

Cádiz y las variantes de revolución en la América española

La afirmación según la cual Cádiz tuvo escasa relevancia para la Revolución Neogranadina podría ser controvertida mostran-do cómo la Constitución gaditana fue jurada en algunas pobla-ciones que permanecieron fieles a las autoridades peninsulares y al monarca retenido en Francia. En efecto, fue reconocida en las provincias de Santa Marta y Riohacha, y parcialmente en la de Popayán, abriendo en todas ellas nuevos escenarios de participación, como las elecciones para diputado en Cortes o para conformar los ayuntamientos constitucionales. También propició ciertos reclamos como los de algunos sujetos con al-gún grado de “sangre africana” que se consideraron con méritos

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suficientes para reclamar la ciudadanía española conforme al artículo 22, o los de otros individuos o corporaciones que se sin-tieron agraviados por autoridades que habrían contrariado las disposiciones constitucionales, o los de personas que deseaban circular libremente o ver respetados sus derechos procesales.25 No hay que perder de vista, sin embargo, que las zonas donde fue reconocida la Constitución española constituían una parte relativamente pequeña del territorio y la población neograna-dina, y además, que tal orden constitucional no conllevó allí desarrollos jurídicos o debates intelectuales comparables con los que se produjeron en las zonas donde predominaron las constituciones republicanas. Con esto no deseo sugerir que los cambios acaecidos en las “zonas gaditanas” de la Nueva Gra-nada puedan ser subvalorados, sino ante todo que estamos ante dos formas particulares de revolución.

En las zonas gaditanas la revolución fue muy dependiente de los acontecimientos peninsulares, mientras que en las zonas re-publicanas, desde un momento determinado, las decisiones, los dilemas, los lenguajes, fueron muy marcados por la voluntad de no depender de la antigua metrópoli. En las zonas gaditanas la revolución no introdujo un afán notorio por las novedades ni se dio una movilización social intensa, mientras que el resto del Nuevo Reino estuvo dominado por el vértigo y por el vol-camiento de diversos agrupamientos sociales hacia la escena pública.

Entre estas dos variantes de revolución, Cartagena pareciera alejada del prototipo republicano y dependiente más bien del

25 El lugar del constitucionalismo gaditano en la Nueva Granada ha sido poco investigado. Una compilación fundamental sobre el tema es la de Armando Martínez y Jairo Gutiérrez, La visión del Nuevo Reino de Gra-nada en las Cortes de Cádiz, ob. cit. En cuanto hace a Santa Marta, ver Steinar Sæther, Identidad e independencia en Santa Marta y Riohacha, 1750-1850, ICANH, Bogotá, 2005, pp. 200-203. Sobre Pasto, ver Jairo Gutiérrez, “La Constitución de Cádiz en la Provincia de Pasto, Virreinato de la Nueva Granada, 1812-1822”, Revista de Indias, vol. LXVIII, n° 242, 2008, pp. 214-217. Ver también Guillermo Sosa, Representación e inde-pendencia 1810-1816, ICANH, Bogotá, 2006, pp. 112-125.

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desarrollo de los acontecimientos de la península y de las deci-siones de sus autoridades.

Esta idea parece confortada cuando vemos en septiembre de 1810 a los editores del periódico cartagenero lamentar que las Cortes españolas “tan deseadas”, y que estaban próximas a reunirse, tal vez vinieran a hacerse cuando fueran “irremedia-bles absolutamente los males de la España”. Y también cuando vemos dos meses más tarde a la Junta justificar su negativa a recibir a los funcionarios enviados por la autoridad peninsular aduciendo la inexistencia de una constitución de la nación es-pañola que reconociera la “más perfecta igualdad de derechos” entre las provincias de ambos lados del Atlántico. La Junta aña-día que esa constitución debía, además, poner límites al “mando absoluto” con que hasta ese momento habían venido revestidas las autoridades que de la metrópoli enviaban a América, e igual-mente debía garantizar la “seguridad pública y la libertad civil del Ciudadano”. La Junta cartagenera demandaba una nueva constitución de la nación o la monarquía española, de la que se reclamaban parte, y hallaba que tal exigencia implicaba el res-tablecimiento de “muchas sabias leyes antiguas, especialmente de la Partida segunda, que formaban nuestra antigua consti-tución, con las modificaciones que el tiempo, circunstancias y conocimientos actuales exigen”.26 Solo que otras intervenciones públicas del mismo periodo muestran cómo los revolucionarios cartageneros no solo tenían unas esperanzas limitadas en las la-bores de las Cortes sino que en la práctica ni siquiera recono-cían a estas.

En efecto, en septiembre de 1810 las autoridades de Car-tagena habían adoptado formalmente la propuesta de la Junta santafereña de reunir un Congreso del Reino para que formara una “constitución federativa”, la cual sería provisional hasta el

26 “Cartagena Septiembre 17”, El Argos Americano, nº 2, septiembre 24 de 1810, Cartagena; “A todos los estantes y habitantes de esta Plaza y su Provincia”, s. e., 1810, Cartagena, pp. 1, 4-5, en Archivo Histórico José Manuel Restrepo, fondo I, vol. 9, ff. 5r-10r.

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momento en que la suerte de la península quedara definida. Y en diciembre, al tiempo que elogiaban el esfuerzo adelantado por las Cortes de la Isla de León para darle a la nación española una “forma constitucional” dentro del criterio de igualdad de todos los pueblos que la componían, reclamaron su derecho a darse su propio gobierno interno y su propia constitución, con lo cual quitaban a las Cortes una potestad fundamental respecto a esta Provincia.27 Se trataba de una demanda atrevida, y de ello eran conscientes los revolucionarios, como José Fernández Madrid, quien debió hacer malabares discursivos para justificar la com-patibilidad del proyecto de constitución interior para la Provin-cia con el de la constitución que darían las Cortes peninsulares. Cartagena había reconocido a las Cortes de la Isla de León, dijo Fernández, “como los estados federales reconocen el centro de la unión”, pero él no ignoraba la existencia de una contradic-ción subyacente, que los críticos de su ciudad le echarían en cara diciendo: “¡Buen modo de reconocer las Cortes reserván-dose el derecho de hacer leyes para la provincia con absoluta independencia de todo el mundo! En este caso la soberanía de las Cortes es ilusoria, en una palabra esto es querer engañar-nos como niños de escuela”. Fernández salía al paso a estos eventuales críticos diciendo que los pueblos debían “sacrificar solamente aque llos derechos que sean necesarios para mantener las relaciones, buen orden, fuerza y unión de las demás partes con quienes for man un cuerpo” y mencionó en su apoyo el caso de las colonias inglesas, que antes de su emancipación, “depen-dían de la Gran Bretaña, ha cían parte de aquella nación, y sin embargo manejaban sus ne gocios domésticos y hacían sus leyes que no era dado anular ni al mismo Soberano”. El ejemplo no

27 Exposición de la Provincia de Cartagena a las demás de la Nueva Granada respecto a la reunión del Congreso del Reino, en Archivo Histórico José Manuel Restrepo, fondo I, vol. 7, f. 41v; Oficio de 31 de diciembre de 1810, en Archivo Histórico José Manuel Restrepo, fondo I, vol. 9, ff. 26r-27r.

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era el más afortunado para desvirtuar el desafío a la autoridad peninsular contenido en la posición de los cartageneros.28

Los revolucionarios cartageneros veían las Cortes españolas con temor o recelo antes que con ilusión, como se puede ad-vertir en el hecho de que la instalación de aquellas los hubiera movido a tomar la iniciativa de acelerar la reunión del Congreso general de las provincias del Nuevo Reino, como se lo indica-ron a la junta santafereña en un oficio del 8 de enero de 1811.29 Pero la posición de la ciudad de Cartagena, tan vulnerable desde el punto de vista de sus rentas públicas y de su comercio, con-tribuyó enormemente a que los líderes de esa plaza adoptaran una actitud ambigua hacia las Cortes: protestaron obedecerlas de manera “entera y absoluta” pero bajo la doble condición de que les permitieran darse su gobierno interno y que se formaran unas Cortes que sí fueran legítimas, como lo planteó la Junta en diversos oficios.30 Esta posición la resumió Agustín Gutiérrez diciendo que los cartageneros habían “reconocido, y jurado las Cortes de la Península; pero como una autoridad supletoria, e interinaria, que sólo sirve por ahora para mantener la unidad de la Nación, y sin perjuicio de hacer por sí solos en su Provin-cia lo que estimen conveniente a su seguridad, y felicidad. Es decir, en buenos términos, que ofrecen obedecer a las Cortes; pero que no harán cosa alguna de cuantas les manden”.31 Era tan notoria su insumisión que varios lealistas se quejaron de ella

28 José Fernández Madrid, “Correspondencia de los editores con el Sr. P. Carta segunda”, Argos Americano, nº 31, abril 29 de 1811, Cartagena.

29 “Oficio de la Junta de Cartagena a la de esta Capital anunciando la pronta salida de sus Diputados para el Congreso general”, Semanario Ministerial del Gobierno de la Capital de Santafé en el Nuevo Reyno de Granada, nº 2, febrero 21 de 1811.

30 Acta de reconocimiento de la Junta de Cartagena a las Cortes de la isla de León, diciembre 31 de 1810, en Archivo Histórico José Manuel Restrepo, fondo I, vol. 9, ff. 26r-27r; Oficio de la Junta, febrero 1 de 1811, en Sergio Elías Ortiz, comp., Colección de documentos para la historia de Colom-bia, t. II, Editorial Kelly, Bogotá, 1965, pp. 312-313.

31 Carta de enero 15 de 1811, en Isidro Vanegas, comp., Dos vidas, una re-volución, ob. cit., p. 177.

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amargamente. El Obispo contó que aunque se había publicado el bando reconociendo las Cortes, no lo habían fijado en las es-quinas, “como es de costumbre”, y tampoco habían “publicado por bando el restablecimiento del Consejo de Cámara e Indias” como ordenaba una real cédula, mientras que sí habían hecho lo necesario para difundir las providencias relativas a la elección de vocales de su Junta. El Contador del Ejército, Ventura Ferrer, denunció a los “rábulas” cartageneros por haberse arrogado la autoridad soberana de la Provincia, no reconociendo sino en el nombre al Consejo de Regencia y a las Cortes. Y el Mariscal de Campo Antonio de Narváez denunció a los líderes revoluciona-rios por desconocer la autoridad de las Cortes y supeditar sus decisiones al Congreso del Reino.32

La comisión de las Cortes peninsulares encargada de estudiar el caso de Cartagena concluyó que esta en realidad les negaba el reconocimiento, supeditando su obediencia a la formación de una constitución a cuya formación concurrieran diputados de toda la nación española electos a razón de uno por cada 50 mil habitantes, y además negándose de plano a admitir los go-bernadores militares que desde la península enviaran. Según el reporte, la Junta de Cartagena afirmaba resueltamente que “aun en el caso de constituirse legalmente las Cortes (que es confesar virtualmente que no lo están en el día) siempre deberá subsistir el gobierno económico y administración interior de la provincia bajo los principios y máximas que tiene publicadas aquella Jun-ta, lo cual es tanto como dictar la ley, y no quererla recibir de

32 Informe del Obispo de Cartagena, enero 29 de 1811, y Carta de Ferrer, de enero 25 de 1811, en Jairo Gutiérrez y Armando Martínez, La visión del Nuevo Reino de Granada en las Cortes de Cádiz, ob. cit., pp. 146, 142; Informe de Narváez al Secretario de Estado, enero 27 de 1811, en Archivo Histórico José Manuel Restrepo, fondo I, vol. 6, f. 5v. Ferrer agregaba que los revolucionarios cartageneros lo tenían por “americano espurio y dege-nerado, porque no abrigo las ideas de independencia y de gobierno fede-rativo que tratan de establecer (ideas que no sé cómo puedan combinarse con la monarquía) y sólo desean hallar un pretexto para atropellarme, ya que no han podido con sus persuasiones y aun con amenazas atraerme a su partido”.

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la soberanía de la nación aun después de legítimamente reunida en Cortes”. La comisión subrayaba el calificativo de “sobera-nía interinaria y supletoria” que la Junta de Cartagena daba a las Cortes de la Isla de León e indicaba que la pretensión de no ceder ni siquiera ante la próxima constitución de la nación española en el punto de su administración interior era, en el fondo, un desconocimiento de la soberanía de esas Cortes.33 La revolución en Cartagena compartía entonces los rasgos básicos del sacudimiento que recorría a la mayor parte del Nuevo Rei-no. Según el lenguaje de los revolucionarios neogranadinos, no podía tenerse aquel gobierno por “enemigo de la causa común”, como podría pensarse de su reconocimiento a las Cortes, según lo aclaró la Junta de Santafé en un oficio enviado al gobierno de Venezuela.34

Como los demás revolucionarios neogranadinos, aunque con un pequeño retraso temporal, los cartageneros anhelaban participar en la elaboración de la constitución para el conjunto de las provincias así como dar una constitución a su Provincia, con lo cual esperaban avanzar considerablemente en la trans-formación política en que estaban comprometidos. Tal ideal de constitucionarse recibió un importante impulso con la for-mación de la Constitución de Cundinamarca, luego de lo cual diversos publicistas cartageneros parecen impuestos de la nece-sidad de hacer la propia, ambición que se trasluce en diversas discusiones públicas en las que disertan sobre las justificaciones jurídicas y filosóficas para el proyecto de dar a la Provincia una constitución.35 Convencidos de la legitimidad y la necesidad de

33 Informe de la comisión de Cortes, en Jairo Gutiérrez y Armando Martí-nez, La visión del Nuevo Reino de Granada en las Cortes de Cádiz, ob. cit., pp. 169-173.

34 La Junta de Santafé se hacía garante de la “fidelidad e ilustrado patriotis-mo del Gobierno de Cartagena”, y explicaba el reconocimiento de este a las Cortes, “por razones de política necesaria en las circunstancias par-ticulares de aquella plaza” (Oficio de marzo 22 de 1811, en “Estado de Bogotá”, Gazeta de Caracas, nº 356, mayo 31 de 1811).

35 Ver por ejemplo las disertaciones del “Reformador”, en El Argos Ameri-cano, suplemento al nº 27, 28-29, abril 1, 8, 15 de 1811, Cartagena. O el

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este paso, por lo menos desde julio de 1811 es visible un amplio acuerdo entre los líderes revolucionarios para elaborar la cons-titución provincial. Durante este mes, efectivamente, un grupo de vecinos pidió tanto que se dejara de reconocer las Cortes de la isla de León como que se formara una constitución. Dijeron querer preservar la libertad política que acababan de conquistar, lo cual no podría lograrse si no se establecía el equilibrio de los poderes de que se compone todo gobierno.36 Una comisión, integrada por Ignacio Cavero y José Antonio Esquiaqui, fue en-cargada de elaborar un proyecto, el cual habría sido terminado a finales de septiembre e inicialmente discutido entre los vocales de la Junta.37

La Constitución del Estado de Cartagena de Indias fue san-cionada el 14 de junio de 1812. Ella no solo no colocó ningún requisito étnico a la ciudadanía (tit. IX, art. 2) sino que en la

intercambio epistolar entre los editores del Argos y el anónimo “Señor P.”, en El Argos Americano, nº 25-29, 31-32, 35-37, 39 marzo 18, 25, abril 1, 8, 15, 29, mayo 6, 27, junio 3, 10, 24 de 1811.

36 “Cartagena Junio 28. Representación hecha por los vecinos de esta Ciu-dad”, El Argos Americano, nº 40, julio 1 de 1811, Cartagena. A mediados del año siguiente aparece una versión del itinerario de la Constitución cartagenera según la cual antes del 11 de noviembre nada se había avan-zado en esa dirección: “Cartagena 14 de Junio”, Gazeta de Cartagena de Indias, n° 10, junio 18 de 1812.

37 José María García de Toledo, Defensa de mi conducta pública y privada contra las calumnias de los autores de la conmoción del once y doce del presente mes, Imprenta del Consulado, Cartagena, 1811, pp. 24-25, 39-40; El Argos Americano, nº 53, septiembre 23 de 1811, Cartagena. Hacia sep-tiembre los editores del Argos propusieron un mecanismo para discutir la constitución: los debates deberían ser públicos y ningún punto de ella de-bería ser sancionado sin que hubiera sido discutido un número determina-do de días. Precisaban que así “se conocería la voluntad general que tanto importa en la sanción de las leyes, y con más razón en las fundamentales; y habría más motivo de esperar que la constitución del gobierno fuese tan perfecta como lo permiten nuestras circunstancias y conocimientos políticos”. En otro artículo, los editores del Argos propusieron un proce-dimiento bastante dilatado para formar la constitución. Primero la Junta discutiría públicamente el proyecto, luego lo imprimiría y lo circularía a toda la Provincia. De toda ella entonces serían nombrados electores que se reunirían para “revisar, corregir, reformar, ratificar o sancionar la CONS-TITUCIÓN” (“Correspondencia”, El Argos Americano, nº 54, septiembre 30 de 1811, Cartagena).

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Convención Constituyente y Electoral que la formó, participó como diputado al menos un mulato, Pedro Romero. Pero antes que una respuesta a la decisión de Cádiz de negar la ciudadanía a las personas de origen africano (art. 22), esta disposición de los cartageneros se inscribía en el itinerario de la Revolución y del constitucionalismo neogranadino. En Cartagena, ciertamen-te, estuvieron atentos y expectantes a los debates de Cádiz y es verosímil pensar que tan pronto se enteraron de que las Cortes iban a privar del derecho de ciudadanía a los hombres de origen africano, se hubieran levantado voces de rechazo a tal dispo-sición. Sin embargo, hoy se desconoce cualquier evidencia de que antes de que allí hubieran formado su propia Constitución alguien hubiera comentado tal medida, lo cual imprueba aún más la idea según la cual habría sido en rechazo de tal exclu-sión que declararon su independencia o formaron su carta cons-titucional.38 Si esta otorgó el derecho de ciudadanía a ciertos hombres, sin importar su origen étnico, no fue por replicar a una Constitución que no les incumbía, sino por materializar una convicción profunda, común a los revolucionarios neogranadi-nos, según la cual las antiguas discriminaciones basadas en los atributos de sangre debían ser suprimidas tarde o temprano. Esta actitud puede verse en el reglamento electoral de diciembre de 1810 en el que las autoridades cartageneras habían dispuesto que en las elecciones de diputados a la Junta de la Provincia podían participar “todos los vecinos del Distrito de la parroquia, blancos, indios, mestizos, mulatos, zambos y negros, con tal que sean padres de familia, o tengan casa poblada y que vivan de su trabajo”.39 Al igual que los revolucionarios de las demás provincias insurgentes, los de Cartagena participaban de un si-milar imperativo constitucional que los llevó a plasmar vectores

38 A José María García de Toledo, personaje contra quien fue dirigido el mo-tín del 11 de noviembre de 1811, no se le hizo ninguna acusación de que quisiera prohijar la Constitución de Cádiz o su artículo 22. Ver José María García de Toledo, Defensa de mi conducta pública y privada, ob. cit.

39 Archivo Histórico José Manuel Restrepo, fondo I, vol. 9, f. 20r.

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comunes, como la rigurosa división de los poderes, los derechos naturales y el gobierno popular representativo.

Observada en la perspectiva de Cádiz, una revolución de tipo particular acaeció en Cartagena y las demás provincias in-surgentes. No solo en razón de la decidida voluntad mostrada por los revolucionarios de desconocer las autoridades penin-sulares, sino ante todo porque esa voluntad implicó una rica construcción institucional e intelectual que se desentendió de la península, y que difiere considerablemente de lo elaborado allí. De manera que en la Nueva Granada, a diferencia de la Nueva España o del Reino de Quito, no fue necesaria la Constitución de Cádiz para desencadenar una vigorosa participación de dife-rentes agrupamientos sociales en la escena pública, ni para que se expandieran los cabildos. Variadas elecciones hubo desde finales de 1810, mientras que la proliferación de cabildos y la desarticulación del antiguo entramado administrativo tuvieron lugar desde el mismo momento de la instalación de las juntas, a mediados de este mismo año.40 La Revolución Neogranadina, por lo tanto, no puede ser ubicada de manera fértil en el conjun-to de la revolución del mundo hispánico si este conjunto apare-ce como una totalidad carente de diferenciaciones importantes.

Se podría, en cambio, levantar un cuadro fructífero de las revoluciones del mundo hispánico tomando como punto de referencia la relación que estos dominios mantuvieron con las Cortes gaditanas, y más en general con la península, durante esos acontecimientos. De esta mirada emergen dos prototipos de revolución en la América española. El primero, tuvo como escenarios paradigmáticos a Nueva España y Perú. El segun-do, a Nueva Granada y Venezuela. En las primeras regiones los eventos estuvieron ligados profunda y largamente al ritmo de los acontecimientos peninsulares, mientras que el ritmo revo-lucionario en las segundas se desligó rápidamente de los avata-res de la península. El carácter más marcadamente endógeno o

40 Guillermo Sosa, Representación e independencia 1810-1816, ob. cit.; Da-niel Gutiérrez, Un nuevo reino, ob. cit., pp. 348-360.

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exógeno de uno u otro tipo de revolución corresponde también con variaciones importantes en torno al tipo de horizontes y de lenguajes que predominaron. Mientras en las primeras la ruptu-ra con la nación y la monarquía españolas fue más sinuoso, en las segundas el horizonte republicano y la independencia adqui-rieron enorme fuerza.

Esta hipótesis, que entraña un llamado a no hablar con tanta certidumbre de un espacio geográfico e intelectual tan vasto, choca con la fuerza adquirida en décadas recientes por la hispa-nización del relato de las revoluciones de la América española. Esa hispanización consiste en ver los acontecimientos, los per-sonajes, las ideas de la península como las claves que organi-zan el conjunto de los sucesos revolucionarios de este lado del Atlántico. En su versión más reduccionista lleva a ver la revo-lución en la América hispánica como una simple prolongación o copia de la revolución de su antigua metrópoli. En el terreno intelectual significa, entre otras cosas, minimizar el lugar de Es-tados Unidos y Francia en favor de las ideas, los publicistas y los textos españoles. Como correlato de esta operación, las regiones en que la Constitución de Cádiz tuvo un mayor influjo (Nueva España en primer lugar) son convertidas en arquetipo de las revoluciones del resto de la América española, viniendo algunas de ellas a ser una anomalía que hay que hacer entrar por la fuerza en el modelo. En otro terreno, esa hispanización ha significado otorgarle a las vicisitudes de la guerra en la pe-nínsula el rol de marcapasos del ritmo de los acontecimientos, bajo el supuesto de que las actitudes de los actores estuvieron determinadas ante todo por los cálculos de triunfo o no de Bo-naparte, esto es de dominación o no de la España, de lo que se deduce que la ruptura de los americanos con la madre patria solo se inició una vez la vieron derrotada, esquema que no cua-dra con una mirada atenta a los acontecimientos. En la Nueva Granada, como en los demás reinos americanos, el futuro even-tual de la monarquía fue ciertamente fundamental para inducir a los novadores a una u otra actitud, pero a medida que la crisis avanzó, los acontecimientos cobraron una dinámica cada vez

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más endógena. Endógena en un primer momento en el sentido que el ámbito de las preocupaciones y los proyectos tendió a contraerse a la América, como lo muestra el caso neogranadi-no donde ciertos desafíos a la autoridad son acelerados por los sucesos de Quito (agosto de 1809) y luego por los de Caracas (abril de 1810). En una fase subsiguiente, los acontecimientos serán cada vez más endógenos en cuanto el ámbito al que se circunscriben las disputas y las opciones es casi exclusivamente el Reino y las provincias. La revolución, pues, podría leerse en estos tres niveles sucesivos cada vez más acotados geográfica y políticamente: crisis vivida en el marco de la monarquía y la na-ción española, crisis americana y crisis neogranadina. A medida que el destino de la monarquía fue perdiendo relevancia y que los notables neogranadinos fueron concibiendo una derrota mi-litar de España, no simplemente como un desastre impensable sino como algo posible e incluso deseable, fue ganando impor-tancia otro lenguaje, otras preocupaciones, otros alineamientos. Así pues, las expectativas respecto al desenlace de la guerra fueron fundamentales para comprender la reacción americana, pero ellas por sí mismas no pueden explicar las incertidumbres y las esperanzas que sutilmente se fueron engendrando.

Rechazar aquella hispanización a rajatabla no significa des-conocer el peso de primer orden de la península en la Revolu-ción Neogranadina, como no podía ser de otra manera dada la historia de este Reino. Pero una comprensión mejor de dicho acontecimiento no puede provenir ni del viejo esquema según el cual todo él se encuentra en la influencia francesa y norte-americana, ni de una reformulación de las influencias, que haga entrar en el catálogo de ellas a España, Inglaterra, Italia o la Antigüedad grecorromana. Más bien hay que poner en cuestión radicalmente la noción de influencia.

La metáfora de Pierre Menard

Jorge Luis Borges dio a luz un relato según el cual Pierre Menard habría escrito varias partes del Quijote. Menard, precisa Bor-

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ges, “no quería componer otro Quijote —lo cual es fácil— sino el Quijote. Inútil agregar que no encaró nunca una transcripción mecánica del original; no se proponía copiarlo. Su admirable ambición era producir unas páginas que coincidieran —palabra por palabra y línea por línea— con las de Miguel de Cervantes.” Borges asegura que, pese a los obstáculos que se le presenta-ron, Menard logró un Quijote “más sutil que el de Cervantes”, pues mientras este “de un modo burdo, opone a las ficciones caballerescas la pobre realidad provinciana de su país”, Menard “elige como ‘realidad’ la tierra de Carmen durante el siglo de Lepanto y Lope” de manera que “en su obra no hay gitanerías ni conquistadores ni místicos ni Felipe Segundo ni autos de fe”. Menard “desatiende o proscribe el color local”, un desdén que indicaría “un sentido nuevo de la novela histórica”.41

Muchos autores han evocado o glosado este extraordinario relato. A mi me sugiere la imposibilidad del plagio puesto que un texto existe en primer lugar en su lector y en su lectura, de manera que necesariamente resulta una creación con vida pro-pia y no una simple derivación de otro. La moraleja —poco im-porta si interpreto erradamente a Borges— puede inspirar una lectura renovada del constitucionalismo neogranadino y en ge-neral de los textos surgidos de esa Revolución, en cuyo estudio sigue teniendo una fuerte impronta una historia tradicional de las ideas. Esta perspectiva, que se da por meta desarmar los tex-tos para desentrañar sus “influencias” y para saber si sus autores han leído bien o mal a sus inspiradores, en años recientes ha sido enriquecida con la agregación de “influencias” hasta ahora ignoradas o subvaloradas. Aquí no me interesa discernir hasta qué punto han logrado por esta vía hacer más comprensible el acontecimiento revolucionario sino interrogarme acerca de la utilidad de la noción misma de influencia y de la pertinencia del enfoque difusionista.

En primer lugar, es preciso tener en cuenta que los notables

41 Jorge Luis Borges, Obras completas 1923-1972, Emecé Editores, Buenos Aires, 1974, pp. 444-450.

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neogranadinos que redactaron las constituciones y ocuparon los principales puestos en la Revolución, hicieron las más va-riadas lecturas. Se interesaron por los debates de la península, y leyeron entre muchos otros a Blanco White, Canga Argue-lles, Jovellanos, Lista y Aragón y Quintana, bien fuera en los folletos que estos publicaron o en los periódicos que editaron, como El Español, El Voto de la Nación Española, El Especta-dor Sevillano o El Semanario Patriótico. Veneraron a Thomas Paine y no menos admiración tuvieron por la Constitución de Estados Unidos, la cual tradujeron y comentaron prolijamen-te. Hicieron acercamientos a Sieyès, Rousseau, Montesquieu, Mably, de Pradt, entre otros pensadores vinculados a Francia. Se sirvieron de Gaetano Filangieri para sustentar algunas dispo-siciones, y sería muy larga la lista de autores de la Antigüedad que frecuentaron. Pero no solo se ocuparon de leer textos de fuera de la América española, pues reimprimieron trabajos de Juan Germán Roscio y Fray Servando Teresa de Mier, así como del irlandés residente en Caracas, William Burke, sin contar los papeles públicos de Venezuela y otras regiones que concitaron su atención. Además, no pocos conocían a los pensadores de la Iglesia Católica de las diversas épocas y otros nichos intelec-tuales no les eran extraños. Entre una masa de ideas tan consi-derable, ¿cómo desagregar unas de otras para concluir que tal o cual publicista, tal o cual escrito de los neogranadinos porta una marca que excluye otras eventuales “influencias”?

Otra de las dificultades prácticas que es preciso enfrentar cuando se pretende aislar unas fuentes discursivas de otras es el encadenamiento que las “influencias” tejen con el pasado. Indicar que las declaraciones de derechos que todas las consti-tuciones neogranadinas estamparon tienen su origen en Francia, por ejemplo, no resulta una afirmación satisfactoria toda vez que habría que precisar que “los franceses no imaginaron nin-gún derecho del hombre y del ciudadano que antes no hubiese sido formulado por los [norte] americanos”, como lo escribió el

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jurista alemán Georg Jellinek.42 Solo que algo similar podría de-cirse de los norteamericanos, que pudieron haberse inspirado en los holandeses, y así hasta un pretérito remoto. Puesto que las ideas circulan y a medida que lo hacen van alterándose al entrar en contacto con los hombres que se las apropian, se sucumbe a una ilusión cuando va a buscarse su presunto origen a un punto donde estarían libres de toda mácula.

Los textos constitucionales neogranadinos guardan enormes y notorias semejanzas con los de otras áreas geográficas, ¿pero tales semejanzas de qué le hablan al investigador? ¿Esa filiación queda enteramente descifrada como una adopción más o menos coherente de unas ideas ajenas, o habría que inscribirla mucho más allá, en los ámbitos en que se habían producido esos tex-tos de referencia y en los problemas que también ellos habían buscado enfrentar? El difusionismo convierte a los sujetos que elaboraron las constituciones neogranadinas en meros escriba-nos, y al quitarles su carácter de creadores borran la sociedad en la que estaban inscritos y de la que emergen sus textos. Al anu-lar las cuestiones que la sociedad neogranadina buscó enfrentar a través de unas determinadas elaboraciones intelectuales, se desinteresan de su búsqueda de respuestas a unos problemas que eran los mismos que los franceses o norteamericanos ha-bían buscado resolver, terminando así por impedir un verdadero comparatismo.

En las historias del derecho constitucional colombiano abundan quienes se limitan a indagar cuánta influencia hay de unos modelos franceses, ingleses, norteamericanos o espa-ñoles en una determinada constitución. Este tipo de estudios busca a los “receptores” de ideas constitucionales, los cuales supuestamente carecerían de una manera específica de pensar la soberanía, o la representación o la libertad, e incluso habrían estado supuestamente desinteresados en tal elaboración. Supo-

42 Citado por Marcel Thomann, en “Orígenes y fuentes doctrinales de la de-claración de los derechos”, Los derechos del hombre, Instituto Luis Carlos Galán, Bogotá, 1995, p. 82.

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nen, además, que la tradición que se importa y aquella en la que se inscriben los importadores serían extrañas la una respecto a la otra, es decir, que el ejercicio constitucional habría consisti-do básicamente en la adopción de algo que en principio no le pertenece al mundo que lo adopta. Desde esta perspectiva, la América española pasa a quedar por fuera del ámbito donde se producen los modelos constitucionales, y deviene una sociedad esencialmente distinta, ajena a la Europa que produce las insti-tuciones y los discursos políticos que le sirven de canon.

En contra de tal enfoque, las constituciones neogranadinas pueden ser mejor comprendidas si se las estudia como textos coherentes en sí mismos y no como una suma de influencias. Más fértil incluso que rastrear lo que copian (literalmente o no) los constituyentes neogranadinos, podría ser la búsqueda de aquello que estando en los textos constitucionales que sirven de inspiración, ellos optan por no copiar o que copian delibe-radamente transformado. Ese conjunto de préstamos, de aco-modamientos, de invenciones, es lo que hace de los textos del constitucionalismo neogranadino elaboraciones particulares, de las cuales poco nos releva un estudio que se concentre en medir su semejanza con otras constituciones o discursos cons-titucionales. Pueden estar copiando literalmente, por ejemplo, la definición de libertad o los atributos de la propiedad, pero esas definiciones están pensadas para otra sociedad, se encajan dentro de otras nociones y valores y, simplemente adquieren otro sentido en la experiencia política neogranadina. Estudiar las constituciones neogranadinas como textos dotados de uni-dad no implica aceptar de entrada que sus disposiciones sean perfectamente coherentes entre sí, o que sean textos adecuados a la sociedad sobre la cual aspiraron a ejercer la autoridad y a fundarla. Supone más bien, que sus eventuales nudos, vacíos o discordancias no se explican porque los diputados a los cole-gios constituyentes hubieran “entendido mal” las constituciones francesas o aplicado de manera inconveniente el federalismo

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norteamericano o porque hubieran sido incapaces de percibir las diferencias entre unas tradiciones jurídicas y otras.

En lugar del enfoque difusionista, podríamos pensar que la similitud entre los discursos e instituciones neogranadinas y las de ciertas zonas del Atlántico norte se debió menos a que los primeros se hubieran dedicado a copiar de manera arbitraria, incoherente o exótica, que al hecho de que la Nueva Granada formaba parte de una misma tradición intelectual y con su pro-pia revolución se vio enfrentada al reto ya vivido por aquellas sociedades de reinventar la comunidad política. Esa fue la razón por la cual la Nueva Granada estuvo más cerca de Francia o Estados Unidos que gran parte de las sociedades europeas, que siguieron su rumbo sin abismarse por el momento en la cons-trucción del régimen democrático.

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Derechos naturales y Revolución

Los derechos naturales constituyen una de las principales cla-ves de la Revolución Neogranadina. El relieve alcanzado por tal noción testimonia en primer lugar acerca del profundo vi-raje intelectual que durante el acontecimiento revolucionario dieron los notables neogranadinos, los cuales con anterioridad habían tenido conocimiento del derecho natural como rama de la ciencia jurídica pero que sólo ahora vinieron a vindicar pú-blica y sistemáticamente unos atributos inherentes al individuo que debían ser la piedra angular del nuevo orden que intentaban instaurar. Según terminaron pensando los líderes revoluciona-rios, los derechos naturales eran el fundamento de la relación entre los hombres, la principal obligación del poder, el destino u objeto primordial de la comunidad política. Pero la importan-cia alcanzada por los derechos naturales durante la Revolución revela también el viraje trascendental que introdujo este aconte-cimiento respecto al orden monárquico que la había precedido, en el cual los derechos no existían propiamente.

Para abordar la cuestión, este estudio se divide en dos acápi-tes. El primero muestra cómo durante el curso de la Revolución Neogranadina se pasa de apenas reclamar la vigencia del dere-cho natural, a hacer de los derechos naturales un lugar común que permite tanto justificar la ruptura con las autoridades y el poder monárquico como establecer una nueva forma de gobier-no. El segundo se ocupa de reflexionar acerca del distinto lugar de los derechos naturales en el orden monárquico y en el nuevo orden, subrayando cómo en el régimen democrático que emer-

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ge, la centralidad de los derechos naturales permite aprehender la naturaleza de un poder que aparece como si naciera entera-mente de la sociedad misma y que por lo tanto desemboca en una autoridad supremamente frágil.

Del derecho natural a los derechos naturales

Dado que los derechos naturales cobraron una notable impor-tancia durante la Revolución Neogranadina es dable pensar que antes de este acontecimiento ellos habían sido una preocupa-ción importante para los notables criollos. En realidad no fue así, como tampoco lo fue que los novadores hubieran llegado al momento revolucionario imbuidos de un amplio conocimiento del derecho natural.

Como algunos historiadores lo han mencionado, en la dé-cada de 1770 y por iniciativa de las autoridades virreinales se abrió la posibilidad de estudiar el derecho natural y de gentes en el Nuevo Reino.1 No se sabe con precisión qué autores fueron leídos ni qué materias fueron enseñadas a tal efecto, pero diver-sos indicios sugieren que dicho campo jurídico suscitó escaso interés, por lo que al parecer no hubo muchos lamentos cuan-do la cátedra fue prohibida por real orden. Manuel del Socorro Rodríguez debió haber compartido esta decisión del rey pues el mismo año en que Carlos 4º prohibía en toda la monarquía el estudio del derecho natural (1794), el bibliotecario bayamés escribió mofándose de los “genios sublimes” que podían pensar que el derecho natural había enriquecido a la humanidad, e indi-cando que la mera alusión a él abría las puertas a pensar que ya no había soberanos, ni vasallos, ni Dios. La vindicación de los

1 Ver por ejemplo: Daniel Gutiérrez, Un nuevo reino. Geografía política, pactismo y diplomacia durante el interregno en Nueva Granada (1808-1816), Universidad Externado, Bogotá, 2010, pp. 87-95; Víctor Uribe, Vidas honorables. Abogados, familia y política en Colombia 1780-1850, EAFIT / Banco de la República, Medellín, 2008, p. 98.

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supuestos privilegios que el hombre tendría por derecho natural suponía, según él, “fanatismo, desorden y anarquía”.2

Con los sacudimientos provocados por la crisis monárquica, el tema del derecho natural ganó algún espacio en la escena pú-blica neogranadina, aunque en un primer momento sólo escasas voces hicieron alguna alusión, y lo hicieron en una clave que reafirmaba los principios estructurantes del orden monárquico. Así por ejemplo, el abogado Frutos Joaquín Gutiérrez hizo una referencia dentro de una larga disertación suya publicada en el Semanario del Nuevo Reino de Granada a finales de 1808. Allí Gutiérrez trazó un vínculo intenso entre ley natural y ley divina, postulando que la una permitía comprender en toda su poten-cia a la otra: “No hay legislación que sea más a propósito que la de Jesucristo para los fines de la vida civil. Los principios del Evangelio abrazan todas las obligaciones del hombre. Si es preciso recurrir en ciertos casos a la ley natural para desenvol-ver todo el espíritu de la ley evangélica, aun es más necesario sujetarse a esta para penetrar lo que se halla oscuramente in-dicado en aquella”.3 Por otro lado, el Cabildo de Cartagena en una representación dirigida en enero de 1809 a la Junta Central vindicó el derecho natural por oposición al gobierno de la mo-narquía —refiriéndose al parecer a Manuel Godoy—, que en los últimos años había puesto muchas veces “en contradicción los principios de la religión y del derecho natural con las institucio-

2 Guillermo Hernández, comp., Documentos para la historia de la educa-ción en Colombia, vol. 4, Patronato Colombiano de Artes y Ciencias / Colegio Máximo de las Academias Colombianas, Bogotá, 1980, pp. 64-66, 72-73, 212; “Retrato histórico de Luis XVI. Sobre el trono”, Papel Pe-riódico de Santafé de Bogotá, nº 138, abril 18 de 1794. En 1807 Manuel del Socorro volvió a ofrecer al público su crítica al derecho natural: “El verdadero patriotismo”, Alternativo del Redactor Americano, nº 2, febrero 27 de 1807, Santafé de Bogotá.

3 Frutos Joaquín Gutiérrez, “Discurso en que siguiendo las piadosas inten-ciones de nuestros Católicos Monarcas, y consultando a la necesidad y utilidad de la religión, del Estado y de los pueblos, se propone la erección de Obispados en este Nuevo Reino de Granada”, Semanario del Nuevo Reino de Granada, nº 47, noviembre 20 de 1808, Santafé de Bogotá.

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nes civiles”.4 Es importante subrayar que en una de las alusio-nes precedentes se habla de “ley” y de “obligaciones” mas no de “derecho” natural y que en ambas el derecho natural aparece fuertemente ligado a la religión. Se trata de un enfoque similar al que le había dado a la cuestión años atrás el conocido jurista peninsular Vicente Vizcaíno, quien se refería al derecho natural indicando que de él provenían “varias obligaciones hacia Dios, hacia nosotros, y hacia el prójimo”, y agregaba: “llámanse Na-turales, porque nos las impone la misma naturaleza, y nos incita a cumplirlas”.5 En él, pues, antes que una prerrogativa a gozar, el derecho natural remite a un deber a cumplir.

La manera como en los inicios de la Revolución los juris-tas neogranadinos concibieron el derecho natural tiene, pues, una notable semejanza con la manera como Vizcaíno lo con-cebía, dentro de una perspectiva concordante con los canones del orden monárquico. El reconocido abogado Camilo Torres, por indicar otro ejemplo, aparece a finales de 1809 adoptando una caracterización del derecho natural muy próxima a la de Vizcaíno y no a la de los grandes teóricos de un derecho natural racionalista,6 que eventualmente hubieran podido haber estu-

4 Representación del Cabildo de Cartagena a la Junta Central quejándose del comisionado de la Junta de Sevilla, Antonio Vacaro, enero 12 de 1809, en Archivo General de Indias, Santafé, 1022, sin foliación.

5 Vicente Vizcaíno Pérez, Compendio del derecho público y común de Es-paña, t. 1, Imprenta de Joaquín Ibarra, Madrid, 1784, p. 13. Este libro estuvo entre los que le incautaron a Antonio Nariño en 1794. En una carta privada de 1795, Jovellanos había definido el derecho natural como la ciencia que enseña “los deberes del hombre moral hacia Dios, hacia sí mismo y hacia su prójimo”, formulación muy semejante a la de Vizcaíno. Tal carta sólo fue publicada póstumamente (Obras del Excelentísimo Se-ñor D. Gaspar Melchor de Jovellanos, t. 5, Imprenta de Francisco Oliva, Barcelona, 1840, p. 190).

6 Algunas expresiones de tres notables teóricos del iusnaturalismo permiten ver la importancia que ellos le habían concedido a la razón y a la bús-queda de la felicidad. Para Heineccio, el derecho natural es la “colección de las leyes dadas por el mismo Dios al género humano por medio de la razón”. Vattel escribe que el derecho natural es la “ciencia de las leyes de la naturaleza, de aquellas leyes que impone a los hombres, o a las que están sometidos como tales; ciencia cuyo primer principio es esta verdad sentimental o axioma incontestable: la felicidad es el único fin de todos

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diado los notables neogranadinos hasta hacía poco. En efecto, en su conocida representación a la Junta Central, Torres se queja de que años atrás el Reino había sido despojado de sus cátedras de derecho natural y de gentes —en sentido estricto eran cáte-dras de derecho público—, por creerse perjudicial su estudio. “Perjudicial el estudio de las primeras reglas de la moral que grabó Dios en el corazón del hombre! Perjudicial el estudio que le enseña sus obligaciones para con aquella primera causa como autor de su ser, para consigo mismo, para con su patria y para con sus semejantes!”, exclamaba el payanés.7 En esta alusión, así como en la de Gutiérrez anteriormente mencionada, la ra-zón como instrumento para conocer la ley natural está ausente, como está ausente el imperativo de la felicidad.

Las escasísimas menciones al derecho natural encontradas en el periodo anterior a la Revolución, e incluso durante sus primeras etapas, impide por el momento una aproximación más precisa a la idea que de él tenían los juristas y hombres públicos de la Nueva Granada, pero permite entrever que para ellos se

los seres dotados de inteligencia y sentimiento”. Mientras que para Burla-maqui, derecho natural es el conjunto de leyes “que Dios ha dado a todos los hombres y que pueden conocer, sin más auxilio que las luces de la razón”. Gottlieb Heineccio, Elementos del derecho natural y de gentes, t. I, Imprenta que fue de Fuentenebro, Madrid, 1837 [1733], p. 9; Emmer de Vattel, El derecho de gentes, o principios de la ley natural, t. I, Imprenta de Ibarra, Madrid, 1822 [1758], p. 5; Jean-Jacques Burlamaqui, Elemen-tos del derecho natural, Imprenta de la Minerva Española, Madrid, 1820 [1774], pp. 29-30.

7 Torres califica la supresión del estudio del derecho natural y de gentes, de afrenta a la razón y de “Bárbara crueldad del despotismo, enemigo de Dios y de los hombres, […] que sólo aspira a tener a estos como manada de siervos viles, destinados a satisfacer su orgullo, sus caprichos, su am-bición y sus pasiones!”. Este reclamo contra el gobierno “despótico” que había prohibido el estudio de esa rama de la ciencia jurídica constituye una de las múltiples distorsiones revolucionarias, en el sentido que una decisión carente en su momento de gravedad pasa ahora a convertirse en un agravio mayor. La supresión de dichas cátedras se convierte así en un artefacto contra la autoridad virreinal a la que ahora, en medio de la inquietud revolucionaria, se busca por todos los medios hacer aparecer como despótica. Camilo Torres, “Representación del Cabildo de Bogotá Capital del Nuevo Reino de Granada a la Suprema Junta Central de Espa-ña, en el año de 1809”, Imprenta de Nicomedes Lora, Bogotá, 1832, p. 16

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trataba de un asunto marginal. Con los inicios de la erosión del poder monárquico, hacia mediados de 1809, las alusiones a esa rama del derecho van a hacerse menos esporádicas, comenzan-do así a insinuarse un eje central de los cambios revoluciona-rios, el cual nos pone en contacto con la profunda reelaboración intelectual acaecida entre los notables de todo el Reino, en con-cordancia con esa erosión del poder. Pero la profundización de la Revolución mostrará con toda claridad la trascendencia del giro, pues mientras en un primer momento los novadores recu-rren a la noción de derecho natural básicamente para reclamar la aplicación de algún tipo de norma de una rama de la ciencia jurídica —estando ligadas de manera intensa tales vindicacio-nes a la religión y a la defensa del monarca—,8 ellos pasarán a utilizar la noción de derechos naturales como pilar de la comu-nidad política que desean establecer.

Tal viraje, de vindicar el derecho natural a instituir la pri-macía de los derechos naturales, comienza a hacerse evidente a comienzos de 1810. En enero de este año la reunión de los Cabildos de la Provincia de Antioquia instruyó al Diputado del Reino ante la Junta Central para que, “sin trastornar los princi-pios fundamentales de la Monarquía”, reclamara la “conserva-ción de los sagrados e imprescriptibles derechos del hombre, libertad, seguridad, y propiedad que son las bases de la socie-dad, así como deben ser los principios de todo gobierno sabio e ilustrado”.9 Se trata de la primera vez que son reclamados como tales los derechos del hombre, en el territorio neogranadino: derechos que son “sagrados e imprescriptibles”, y que son a la vez el fundamento de la sociedad y del gobierno. Y pese a

8 El abogado caleño Ignacio Herrera escribió en enero de 1810 que la ac-ción de Napoleón de arrancar del trono a Fernando 7º constituía una “in-fracción de los derechos natural y de gentes” (Representación del Síndico Procurador de Santafé, enero 15 de 1810, en Sergio Elías Ortiz, comp., Colección de documentos para la historia de Colombia, t. II, Editorial Kelly, Bogotá, 1965, p. 93).

9 Archivo General de la Nación, Sección Archivo Anexo, Fondo Historia, t. 16, f. 488v.

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que los cabildos antioqueños señalen que esos derechos pueden ser compatibles con los “principios fundamentales de la monar-quía”, su formulación constituye una profunda novedad pues, lo hubieran querido o no, esos derechos eran incompatibles con la monarquía hispánica tal como ella había existido hasta el mo-mento, como lo mostraré más adelante. Por lo demás, de este momento data el inicio de la proliferación en todo el Reino del reclamo de unos derechos que, como lo indicó en mayo de 1810 el Síndico Procurador de Cartagena, Dios ha dado por igual a todos los hombres, y son irrenunciables, salvo en la porción que “la filosofía civil ha autorizado de necesaria para la más benéfi-ca conservación de nuestra propia existencia”.10

Tras la eclosión juntista de mediados de este mismo año de 1810, la formulación de los derechos naturales se hará más pre-cisa, y su reconocimiento más apremiante, debido a la nece-sidad en que se hallan los nuevos gobernantes de dispensarle fundamentos al poder emergente. Así, en agosto encontramos una razonada y nítida exposición de la cuestión en el acta cons-titucional del Socorro, la cual por lo demás viene a marcar la pauta en la forma como se entenderán los derechos naturales durante la Revolución. Allí, la Junta de esa Provincia dice que la acción del 9 y 10 de julio, mediante la cual fueron desti-tuidas las autoridades virreinales en dicha jurisdicción, signifi-có la destrucción de la “tiranía” y el rompimiento del antiguo vínculo social. Agrega que mediante ese movimiento el pueblo del Socorro recuperó “la plenitud de sus derechos naturales, e imprescriptibles de libertad, igualdad, seguridad y propiedad”, los cuales en ningún caso pueden ser depositados enteramente en el gobierno, pues para formar un gobierno el pueblo sólo cede una parte de ellos. La preocupación de dicha Junta por la

10 “Relación de las Providencias que se han dado por el M. I. C. de Car-tagena de Indias en vista de las Reales Órdenes y otros avisos oficiales comunicados a esta Plaza a efecto de que se tomase todas las precauciones convenientes contra los arbitrios y asechanzas de que se está valiendo el gobierno francés para subjugar a las Américas”, Imprenta del Real Con-sulado, Cartagena, 1810, p. 26.

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cuestión de los derechos naturales era tal que a los pocos días de haberse instalado, retomó la queja de que el antiguo gobierno —“la tiranía”, dicen— había prohibido la enseñanza del dere-cho natural y de gentes —ciencia que, según creían, “señala los derechos sagrados, e imprescriptibles del hombre”—, con lo cual los americanos habían sido privados de conocer esos derechos. Apropiarse de los principios del derecho natural y de gentes les parece algo tan importante, lo asocian tan estrecha-mente a las transformaciones que están llevando a cabo, que intentan el curioso recurso de buscar a Pedro Fermín de Vargas, escapado veinte años atrás del Reino, para que este individuo nacido en esa Provincia les transmita sus luces sobre una cues-tión que constituía a sus ojos el fundamento del nuevo gobierno que intentaban erigir.11

Pero no sólo en el Socorro sino en gran parte del Nuevo Reino los líderes revolucionarios reclamaron vivamente el des-pliegue de los derechos naturales, los cuales fueron adaptados como justificación de su actitud novadora. En Mompós el cu-cuteño José María Gutiérrez alegó en agosto de 1810 que cuan-do los hombres nacen, reciben de la naturaleza un “patrimonio sagrado” constituido por ciertos derechos, que son las “bases sólidas, majestuosas y duraderas sobre que están cimentadas las sociedades”. En Mariquita, al mes siguiente, los “Comisarios del Pueblo” reclamaron ante las autoridades de la capital neo-granadina el “derecho natural” que tenía el pueblo para dotarse de autoridades de su total confianza y vindicaron una libertad natural “arreglada a la ley y a la razón”, asociando fuertemente derechos del hombre y derechos del pueblo al decir que es en nombre de los “legítimos derechos del hombre”, que los pue-blos tienen “un derecho natural para formar sus autoridades a su entera confianza”. En Santafé de Bogotá, en ese mismo septiembre, la Junta consignó en un decreto que la “conserva-

11 Archivo Histórico José Manuel Restrepo, fondo I, vol. 4, ff. 66r-67v; Ofi-cio de la Junta del Socorro a la Suprema de Venezuela, julio 24 de 1810, en El Español, nº X, enero de 1811, pp. 324-325.

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ción de los derechos naturales, y sobre todo de la libertad y seguridad de las personas y Haciendas, es incontestablemente la piedra fundamental de toda sociedad”. También un payanés anónimo que se describe como escéptico respecto a las nove-dades revolucionarias reconoció en el citado mes, que los hom-bres, por su propia naturaleza, tienen unos derechos, y que si a las castas esos derechos no se les podían conceder era porque el pueblo en general no sabría ejercer sus derechos tranquilamen-te. Incluso en la pequeña localidad de Puente Real (Provincia del Socorro), en enero de 1811 un desconocido reclamó a las autoridades porque a su hermano lo habían encarcelado vulne-rándole el “natural derecho”.12

Lógica consecuencia de esta amplia simpatía que a lo lar-go del Reino encontró la noción de derechos naturales fue que prácticamente todas las constituciones la recogieron —como puede verse en el cuadro inserto al final— y la colocaron como piedra angular del nuevo orden. El Cabildo de Santafé de Bo-gotá, de hecho, pidió en diciembre de 1810 una constitución que permitiera al conjunto de los ciudadanos de la Provincia “entrar al goce de sus derechos naturales”. Y en la Constitución de Cundinamarca, surgida de esa iniciativa, quedó consignado que el pueblo se había dado dicha carta “usando de la facultad que concedió Dios al hombre de reunirse en sociedad con sus semejantes, bajo pactos y condiciones que le afiancen el goce y conservación de los sagrados e imprescriptibles derechos de libertad, seguridad y propiedad”. Por su parte en junio de 1811 el gobierno de Antioquia manifestó haberse dado por objetivo supremo el establecimiento de “un sistema de Gobierno sabio

12 Manuel Ezequiel Corrales, comp., Documentos para la historia de la Provincia de Cartagena de Indias, hoy Estado Soberano de Bolívar, t. I, Imprenta de Medardo Rivas, Bogotá, 1883, p. 192; Archivo General de la Nación, Sección Archivo Anexo, Fondo Justicia, t. 8, ff. 457r, 469v-470r; Archivo Histórico José Manuel Restrepo, fondo I, vol. 4, f. 73r; Archivo General de Indias, Estado 57, n° 29, 1, sin foliación; Carta de José Anto-nio Pinzón a José Joaquín Bernal en Puente Real, enero 17 de 1811, en Archivo General de la Nación, Sección Archivo Anexo, Fondo Justicia, t. 9, f. 118r.

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que garantice perpetuamente los sagrados e imprescriptibles de-rechos de la Libertad, Propiedad y Seguridad del Ciudadano”.13

Con la eclosión juntista, pues, emerge la afirmación de que cada hombre y cada pueblo posee unos derechos naturales, los cuales lo ponen en situación de alterar la forma de gobierno para que ella se acomode al goce de esos derechos. En la voz de los hombres de la Revolución, esos derechos, cuya alusión viene a rutinizarse, son vindicados para efectos diversos. En primer lugar para justificar el cambio de régimen político y de autori-dades, como lo manifestó en Mompós en agosto de 1810 José María Salazar, quien pensaba que la felicidad era la ley suprema de los pueblos y que la monarquía había sido incapaz de pro-curársela a los neogranadinos, por lo que estos debían reasumir sus “imprescriptibles derechos” y darse una nueva autoridad. En la misma dirección pocos meses después la Junta del Socorro alegó que por el cautiverio de Fernando Séptimo los distintos reinos habían “recuperado sus sagrados, e inalterables derechos de la libertad, para constituir sus Jefes, y gobiernos, que mejor acomodan conforme a la razón, y justicia”.14 En esta misma sen-da, los más diversos actores insurgentes alegarían que habiendo concedido Dios al hombre unos derechos, estos lo autorizaban a darse un gobierno adecuado a sus propias metas, lo cual perfec-tamente podía significar que los neogranadinos se consideraban así autorizados a separarse de la antigua metrópoli y a romper con los reyes, que algunos convirtieron en una amenaza al goce de tales derechos.15 Estos, entonces, podían igualmente servir

13 Archivo Histórico José Manuel Restrepo, fondo I, vol. 4, f. 118v; Consti-tución de Cundinamarca su capital Santafé de Bogotá, Imprenta Patrióti-ca de D. Nicolás Calvo, Santafé de Bogotá, 1811, p. 3; Proclama presen-tando el reglamento de la constitución provisional, en Archivo Histórico José Manuel Restrepo, fondo I, vol. 7, f. 90rv.

14 Manuel Ezequiel Corrales, comp., Documentos para la historia de la Provincia de Cartagena de Indias, hoy Estado Soberano de Bolívar, t. I, ob. cit., pp. 196-197; Oficio de la Junta del Socorro, enero 8 de 1811, en Archivo Histórico José Manuel Restrepo, fondo I, vol. 10, f. 39r.

15 Ver por ejemplo, Camilo Torres, “Continúa la contestación al Reverendo Obispo de Cuenca”, Diario Político de Santafé de Bogotá, n° 30, diciem-

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para sustentar las medidas que debían permitir a la república sobrevivir, como lo planteó en 1812 José María Cabal cuando instó a las autoridades de la Provincia de Popayán a que toma-ran lo necesario de los bienes de aquellos poco entusiastas de la independencia, en el entendido que no podían ser sino hombres egoístas, insensibles a los males de la sociedad de la cual eran miembros. El “derecho natural y el de la sociedad”, dijo Cabal, autorizaban en este caso la violencia.16 Pero los derechos na-turales por lo tanto podían también justificar un nuevo orden administrativo del Reino, el cual vino a cambiar completamen-te las jerarquías virreinales. Así, en el Diario Político escribie-ron que los pueblos tenían el “derecho natural” a darle a sus agrupamientos de habitantes un rango adecuado. Y las distintas provincias invocaron los derechos naturales para justificar su pretensión de erigirse en estados y darse una constitución, como lo hizo incluso la modesta Provincia de Casanare, cuyo Colegio Electoral comenzó a reunirse invocando la necesidad de hacer una constitución que le garantizara los “sagrados e imprescrip-tibles derechos de libertad, seguridad y prosperidad”.17

Para los líderes revolucionarios, la ignorancia de los dere-chos naturales era una de las causas principales de los males que afrontaba la sociedad y un obstáculo al cambio que estaban tratando de adelantar. El cura Joaquín Escobar adjudicó la ne-fasta importancia de sus colegas en la rebelión de las Sabanas de 1812 contra el gobierno republicano de Cartagena a su igno-rancia tanto de los rudimentos de la religión católica como del

bre 7 de 1810; Constitución del Estado de Antioquia sancionada por los representantes de toda la Provincia y aceptada por el pueblo el tres de mayo del año de 1812, Imprenta de D. Bruno Espinosa, Santafé de Bogo-tá, 1812, pp. 3-4; Archivo Histórico José Manuel Restrepo, fondo I, vol. 7, ff. 468v-469r.

16 Tulio Enrique Tascón, Nueva biografía del General José María Cabal, Editorial Minerva, Bogotá, 1930, p. 269.

17 “Noticia”, Diario Político de Santafé de Bogotá, n° 10, septiembre 25 de 1810; Acta de la Suprema Junta de la Provincia de Casanare, abril 23 de 1812, en Archivo Histórico José Manuel Restrepo, fondo I, vol. 12, f. 283v.

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derecho natural, al creer que la causa de la libertad era incompa-tible con el cristianismo, y “que era lo mismo no ser vasallos de un rey imaginario, que no ser cristianos”. El Colegio Electoral Revisor de Pamplona, por su parte, afirmó que la causa de las desgracias que en todo tiempo había sufrido la humanidad era “el olvido y el desprecio de los Derechos naturales del hombre”. Por ello resolvió exponer en una “declaración solemne” esos derechos, a fin de que pudiendo todos los ciudadanos comparar continuamente los actos del gobierno “con el objeto de toda institución social”, jamás se dejaran oprimir ni envilecer por la “tiranía”, y a fin de que el pueblo tuviera siempre ante sus ojos, “las bases de su libertad, y de su dicha” y los magistrados “las reglas de su obligación y sus deberes”.18

Algunos revolucionarios incluso llegaron a pensar que el conocimiento de los derechos naturales había cambiado de ma-nera profunda a los neogranadinos y a los americanos. En el Argos de Cartagena escribieron, en agosto de 1811, que antes de la Revolución los americanos carecían de los medios nece-sarios para conocer sus derechos naturales y saber que podían existir en sociedad sin ser gobernados por virreyes y goberna-dores, pero la situación afortunadamente había cambiado. Tres años después en otro periódico se dijo que desde que había sido abandonado Fernando 7º, desde que había libertad y los hom-bres habían comenzado a ser instruidos en “sus derechos origi-nales”, desde entonces, “las almas se han revestido de un nuevo temple y energía”. Agregaban: desde entonces el “republicano de América no es ya ese ser tímido, que apenas se atrevía a mur-murar el idioma de la libertad bajo los auspicios del monarca. Esta idea ha ido desapareciendo progresivamente, y así es que aunque Fernando 7 se ha restituido a España, nuestros pueblos

18 Fray Joaquín Escobar, Memorias sobre la revolución de las sabanas suce-dida el año de 1812: sobre sus causas y sus principales efectos, Imprenta del C. Diego Espinosa, Cartagena, 1813, p. 7; Reglamento para el gobier-no provisorio de la Provincia de Pamplona, Imprenta del Estado, Tunja, 1815, pp. 17-18.

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siguen la carrera de su independencia sin recordarle, porque se consideran desprendidos de él y sin alguna relación”.19

Derechos naturales y nuevo poder

Como lo indiqué al inicio, en la Nueva Granada de las décadas anteriores a su Revolución se había oído hablar del derecho na-tural. En Santafé de Bogotá habían sido abiertas dos cátedras de derecho público, las cuales, pese a su fugacidad, pudieron contribuir a algún nivel de difusión de la materia, de la que que-dan huellas consignadas en diversos escritos. En 1785, Jorge Lozano de Peralta se quejó ante el Rey de que las autoridades virreinales solían castigar injustamente a los hombres distingui-dos sin atenerse a los preceptos del “derecho natural y divino”, y por esos mismos años un individuo anónimo que disertó en Santafé acerca de la importancia del derecho público, manifestó que el derecho natural “nos obliga a amar aquellas sociedades de que somos miembros”, siendo esta una inclinación que Dios ha puesto en el corazón de los hombres. Antonio Nariño, por su parte, citó a Heineccio en su conocida defensa para indicar que “el estado de la naturaleza es el de la igualdad y de la libertad”, aclarando que la existencia del derecho natural no resultaba en nada perjudicial al orden monárquico, pues dichas normas no podían sino estar contenidas en las leyes de la nación española. Mientras que Felipe de Vergara se refirió en 1799 al derecho natural como aquello que “la incorrupta razón natural estable-ce entre los hombres”.20 Dichas alusiones al derecho natural,

19 “Tibieza”, El Argos Americano, nº 48, agosto 19 de 1811, Cartagena; “Re-flexiones sobre la situación actual de España”, Gazeta Ministerial de la República de Antioquia, nº 11, diciembre 4 de 1814, Medellín.

20 Jairo Gutiérrez Ramos, “Las ‘representaciones’ que llevaron a la cárcel al Marqués de San Jorge de Bogotá”, Anuario Colombiano de Historia Social y de la Cultura, n° 23, 1996, p. 304; Archivo Histórico Javeria-no, Fondo Camilo Torres, Carpeta 79, ff. 4-7; Archivo General de Indias, Estado, 56A, n° 3, ff. 7rv, 18v, 45r; “Consulta de Doña Ángela Isidra del Campo a Don Felipe de Vergara y su respuesta acerca de si en Santafé de Bogotá será o no lícito cenar la Nochebuena, y cenar buñuelos y pescado”, Instituto Caro y Cuervo, Bogotá, 1993, p. 36. Otras alusiones a “derecho

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es preciso subrayarlo, no formaron parte ni de un proceso de asimilación ni de difusión de magnitud considerable de dicha rama de la ciencia jurídica, cuyo estudio no parece haber sido proseguido de forma privada luego de la extinción de las cá-tedras. Aquí, sin embargo, no me interesa dilucidar el tipo de conocimiento del derecho natural alcanzado por los notables neogranadinos que tuvieron algún acercamiento a él, sino pen-sar el lugar del derecho natural y de los derechos naturales en el orden monárquico, puesto que así puede ser mejor comprendido no sólo el viraje revolucionario en este terreno sino el aconteci-miento revolucionario mismo.

De entrada, entonces, hay que tomar en consideración cuán anómalo resultaba el estudio del derecho natural dentro del or-den monárquico hispánico, una incompatibilidad que en la Cor-te madrileña terminaron por entender, pese a que las autorida-des habían tratado de limar las aristas “subversivas” contenidas en esa materia. En efecto, en 1794 Carlos 4º recibió el conse-jo de extinguir en todos sus dominios las cátedras de derecho natural y de gentes, por considerarlas “sumamente peligrosas” dado que llevaban consigo “el riesgo casi inevitable de que la juventud imbuida de principios contrarios a nuestra constitu-ción” sacara “consecuencias perniciosas” que podían propagar-se y producir un “trastorno en el modo de pensar de la nación”. Siendo supremamente difícil conciliar la rica tradición iusnatu-ralista con la revelación divina, el estudio de esta materia estaba “minando sordamente los fundamentos de la constitución de nuestro reino”, como le explicó al Rey un anónimo consejero, quien temía el contagio de la desolación vivida entonces por los

natural”: Apuntes reservados de Francisco Silvestre [1789], en Relacio-nes e informes de los gobernantes de la Nueva Granada, t. II, Biblioteca Banco Popular, Bogotá, 1989, p. 150; Proceso por disenso matrimonial entre Bernardo Gutiérrez y Josefa Gutiérrez [1790], Archivo Histórico de Rionegro, t. 7, f. 243v; Nicolás Moya de Valenzuela, “Pieza remitida al autor del periódico”, Papel Periódico de la Ciudad de Santafé, n° 239, abril 8 de 1796.

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franceses y estimulada por dichos principios.21 Ciertamente, los fundamentos de la constitución de la monarquía española eran insolubles con la idea del pacto social, con el avizoramiento de otras formas de gobierno y con la noción de derechos naturales.

El orden monárquico español era incompatible con la noción de derechos inalienables e inherentes a la persona humana, pues aunque libertad, propiedad y seguridad eran bienes que den-tro de cánones específicos los hombres podían disfrutar, ellos aparecían como viables solamente a través de la intervención del monarca: no tenían vida propia puesto que no antecedían al vínculo mediante el cual el súbdito se subordinaba al príncipe. Este tenía la obligación de garantizarle la libertad, la seguridad, la propiedad a sus vasallos, pero aparte de estar completamente investido de la autorización para delimitarlos, esa obligación no podía ser reclamada por nadie, pues el rey sólo respondía ante Dios, de manera que esos bienes terminaban por aparecer como una concesión o gracia del monarca, quien se los daba al vasallo, no de manera incondicionada, sino en premio de su fi-delidad y obediencia. En el orden monárquico, pues, había ante todo obligaciones que cumplir —por parte de los súbditos pero también del soberano—, no “derechos” a los cuales hubiera que dar vida. En la noción de “derecho”, en efecto, se subrayaba el carácter de norma, no la posibilidad de tomar o ejercer algo que se poseía, un rasgo que es perceptible en los textos de la épo-ca. Así, el jurista Juan Sala enseñaba que la palabra derecho se podía tomar en dos sentidos: por lo mismo que “ley o precepto,

21 Manuel Martínez Neira, “¿Una supresión ficticia? Notas sobre la enseñan-za del derecho en el reinado de Carlos IV”, Anuario de Historia del Dere-cho Español, nº 68, 1998, pp. 525-527. Siguiendo el espíritu de cierre in-telectual prevaleciente entonces en la corte madrileña, la Real Audiencia dictaminó en 1795 lo siguiente respecto al “horroroso delito” de Nariño: “No sería delito imprimir una obra en que se designasen los Derechos del Hombre, cuando estos se acomodasen a los que se permiten y conceden por nuestra legislación. Los que señala el papel de nuestro caso son abso-lutamente contrarios; se oponen diametralmente a la religión, al Estado, al Gobierno que gozamos” (Guillermo Hernández, comp., Proceso de Nari-ño, t. I, Presidencia de la República, Bogotá, 1980, pp. 447-448).

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como cuando se decía, así lo manda el derecho natural, de gen-tes, civil, canónico”, o bien por “el objeto o cosa mandada por las leyes”. En el Diccionario de Autoridades, por su parte, de-recho era aquello que “dicta la naturaleza, mandó la Divinidad, definió nuestra Santa Madre Iglesia, constituyeron las gentes, establece el Príncipe, supremo legislador en sus dominios, u ordena la Ciudad o el Pueblo para su gobierno privado, o in-troduce la costumbre”.22 En el orden monárquico el derecho, además de no ser una potestad nacida de la existencia misma del sujeto ni un bien que se pudiera hacer valer contra el poder, entrañaba otro rasgo importante: antes que derechos de las per-sonas encontramos derechos sobre las personas. Estos segundos son los que se adquieren cuando “por una convención expresa, o tácita alguno nos confiere la autoridad de mandarle las cosas que debe hacer, y de prohibirle las que debe evitar, sometiéndo-se él a conformarse con nuestra voluntad, y a incurrir en alguna pena siempre que se aparte de ella”, como los definía un autor.23 Derechos del padre sobre sus hijos, del marido sobre la mujer, del amo sobre el esclavo, del maestro sobre el aprendiz. No se trataba, sin embargo, de una consagración de la arbitrariedad sino de una concepción cuyo fundamento, en lugar de radicar

22 Juan Sala, Ilustración del derecho real de España, t. I, Imprenta de Jose-ph de Orga, Valencia, 1803, p. 2; Diccionario de la lengua castellana, t. 3, Imprenta de la Real Academia Española, Madrid, 1732, pp. 79-80. En cuanto al derecho natural, Joaquín Lorenzo Villanueva estampó en su conocido catecismo una lógica idéntica: “Por derecho natural nacen los miembros del Estado sujetos a las leyes de la sociedad donde reciben la vida. Dios que manda a las cabezas del Estado que velen sobre sus indi-viduos, y procuren el bien público de la sociedad y el de cada uno de sus miembros: manda igualmente a los hijos de esta sociedad que obedezcan a las leyes en ella establecidas, y a la autoridad que la gobierna; sin lo cual ni hubiera orden en la desigualdad de los miembros de que se forma el Estado, ni armonía en la diversidad, ni unidad en la muchedumbre”. Subrayaba: “No hay libertad en la sociedad que pueda destruir la unidad, ni derecho que rebele contra el orden inmutable de Dios”. Ver Joaquín Lorenzo Villanueva, Catecismo del estado según los principios de la reli-gión, Imprenta Real, Madrid, 1793, pp. 218-219.

23 Gaspard de Real, La ciencia del gobierno, t. I, Carlos Gibert y Tutó Im-presor, Barcelona, 1775, p. 129.

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en la libertad propia de iguales, se afincaba en el amparo del inferior por el superior y la dependencia del primero respecto al segundo, pues el superior debía proteger y guiar al inferior, supuesta su mayor sabiduría, prudencia y autoridad.

En contraste con el orden monárquico, la Revolución Neo-granadina de la década de 1810 vio emerger no sólo un reclamo intenso y generalizado de los derechos naturales, sino su entro-nización en la base del orden político y del vínculo social, devi-niendo así piedra angular de la mutación ocurrida en estos años.

Con la Revolución los derechos naturales fueron concebidos como anteriores a la comunidad política y anteriores al poder, siendo tenidos los hombres por enteramente libres antes de re-unirse en sociedad, como lo expresó un periódico de Medellín en donde se lee que “el estado de la naturaleza es un estado de libertad y de igualdad” y que la “libertad misma funda el derecho natural y todas las reglas que de él dimanan”, mien-tras que la “igualdad establece el derecho de gentes y todas las obligaciones que comprende y abraza en sí”. Sujetos solamente a Dios, los hombres recibían de este unos derechos que autori-zaban a cada uno a intervenir en la sociedad política, como lo dijo la Constitución de Tunja y lo repitieron luego otras cons-tituciones del periodo: “Dios ha concedido igualmente a todos los hombres ciertos derechos naturales, esenciales e imprescrip-tibles”. Una formulación que —entre muchos otros— hicieron los cartageneros en su declaración de independencia de finales de 1811, donde vindicaron unos derechos que “la naturaleza, antes que la España, nos había concedido”.24 Esos derechos que antecedían a la comunidad política y constituían una especie de marca de la divinidad en la frente de cada hombre, devinieron el fin mismo de la comunidad política, algo que expresó por ejem-

24 “Antioquia”, Estrella del Occidente, nº 48, febrero 18 de 1816, Medellín; Constitución de la República de Tunja, sancionada en plena asamblea de los representantes de toda la Provincia, Imprenta de D. Bruno Espino-sa, Santafé de Bogotá, 1811, p. 4; “Cartagena de Indias”, El Español, nº XXVI, Junio 30 de 1812, p. 145.

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plo el Cabildo de Santafé de Antioquia en 1814 al decir que, en la historia de la humanidad la razón por la cual los hombres se habían reunido en sociedad había sido la conservación de sus “sagrados e imprescriptibles derechos”, los cuales habían veni-do a hollar los reyes.25 Más allá de este repudio de la monarquía que emergió y se generalizó durante la Revolución, lo cierto es que aquel régimen político no había tenido los derechos del hombre por el fin de la sociedad, el cual pudo haber sido más bien la virtud cristiana. Con la mutación revolucionaria, los de-rechos naturales son el fundamento de la comunidad política en cuanto el objeto de esta no es otro que el goce y la preservación de esos derechos, particularmente de la libertad.26 Y aunque sean concebidos como un don de Dios, los derechos naturales son un ideal fuertemente mundano pues remiten al individuo y su realización en este mundo, de manera que su centralidad permite acercarnos a varias innovaciones fundamentales de la Revolución: ella hizo fuertemente antropocéntrica la comuni-dad política a la vez que le dio a toda la vida en sociedad un carácter marcadamente terrenal e incluso prosaico.

Los derechos naturales pasaron así a constituir el eje articu-lador del vínculo social en la medida que se cree que los hom-bres, antes de formar parte de una comunidad política, gozan de unos derechos que no pueden alienar sin renunciar a su huma-nidad, de manera que una eventual limitación de ellos para los fines de la convivencia sólo puede hacerse como resultado de un pacto que los preserve. Dicho de otro modo, ahora la comu-nidad política se topa en su fundación con individuos plenos de atributos para la vida en común, no con sujetos que están por

25 Archivo Histórico José Manuel Restrepo, fondo I, vol. 7, ff. 468v-469r.26 Un publicista expresó en 1813 una idea muy extendida durante la Revolu-

ción: la libertad es el vínculo que “reúne todos los bienes capaces de dis-frutar la existencia humana”. Un objeto que, desde “los primeros tiempos en que se formaron las sociedades y Repúblicas”, todos los legisladores procuraron inspirar a los pueblos, a quienes trataron igualmente de instruir en los requisitos necesarios para obtenerla con “decoro, perfección, y per-petuidad” (“Rasgo sobre la libertad”, Gazeta Ministerial de Cundinamar-ca, nº 107, abril 22 de 1813, Santafé de Bogotá).

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recibir esos atributos de parte del poder, por lo que la comuni-dad política no puede ser el fruto sino del consentimiento de todos sus miembros. En consecuencia, la autoridad, necesaria para permitir la vida en común, no puede tampoco encontrar legitimidad sino en el supuesto de que el hombre deposita en forma parcial sus derechos naturales en la potencia pública para así poderlos preservar. Algo que expresó un diputado en el Co-legio Constituyente de Cundinamarca: “cuando los hombres se reúnen en sociedad, al despojarse de algunos de sus preciosos derechos naturales, conservan otros, y el depósito que hacen de aquellos es para adquirir la debida protección de estos”. Y que también manifestó el diputado Carvajal en el Colegio Constitu-yente de Antioquia, cuando intervino para citar a William Bur-ke: “El hombre al entrar en sociedad no pierde ninguno de sus derechos naturales; él, por el contrario, asegura más su goce, re-cibiendo en lugar de su propia defensa limitada y precaria, una más cierta, constante y general protección de toda la comunidad de que es parte”. Agregaba Carvajal que las autoridades sólo son instituidas para hacer cumplir el pacto elaborado por los individuos que componen el cuerpo político y no para elaborar o interpretar de por sí ese pacto.27

En la lógica de los derechos naturales, la autoridad, enton-

27 Actas del Serenísimo Colegio Constituyente y Electoral de la Provincia de Cundinamarca. Congregado en su capital la ciudad de Santafé de Bo-gotá para formar y establecer su constitución, Imprenta Real de Santa-fé de Bogotá, 1811, pp. 51-52; Daniel Gutiérrez, comp., Las asambleas constituyentes de la Independencia, Corte Constitucional / Universidad Externado, Bogotá, 2010, p. 253. Otra de las muchas afirmaciones en este sentido es la de un cura nariñista, quien dijo que los hombres son, por naturaleza, “absolutamente libres”, pero deben formar un gobierno, erigir una autoridad pública, en la que depositen una parte de su libertad, a fin de gozar de manera segura de la otra. De no ser así se caería en una espan-tosa anarquía, en la que los hombres se dañarían unos a otros (Francisco Florido, “Sermón que en la fiesta de Santa Librada hecha en obsequio del Excmo. Señor Presidente Don Antonio Nariño por el Ilustre Cabildo de la Villa de Bogotá, pronunció el P. L. Francisco Florido de la Orden de San Francisco”, Imprenta de D. Bruno Espinosa, Santafé de Bogotá, 1812, p. 14). Ver también Archivo Histórico José Manuel Restrepo, fondo I, vol. 4, f. 117v.

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ces, es posterior a la formación del cuerpo político: es una ne-cesidad que surge de la institución de él. Pero además, el poder aparece desligado y en virtual confrontación con la sociedad. Los hombres de la Revolución por ello fueron extremadamente sensibles al riesgo de que la autoridad destruyera o confiscara los derechos que dan fundamento y sentido al vínculo social. Eran conscientes de que la propiedad, la libertad y la seguridad no podían existir sin leyes que las garantizaran, pero temían mucho que la autoridad encargada de aplicarlas fuera a tras-gredirlas, rompiendo así el pacto social y atropellando la “ver-dadera Soberanía”, que radicaba en el pueblo.28 Si la noción de derechos naturales significaba no sólo que el poder no portaba, no secretaba los derechos, sino que el poder constituía el primer eventual vulnerador o desconocedor de los derechos, por ello las constituciones fueron concebidas ante todo como garantes de los derechos naturales y por ello se insistió tanto en la divi-sión de poderes.

Finalmente, la convicción de que los hombres tienen unos derechos naturales inalienables que están obligados a recuperar, animó intensamente a los revolucionarios, que, consagrados a tal recuperación, erigieron esos derechos naturales en un argu-mento fundamental de la ruptura con España y con la monar-quía. Se trataba de una salida jurídica coherente con la sujeción que en un primer momento habían jurado a la monarquía, pero vino a constituir también un pilar de la reinterpretación de la historia anterior de la sociedad neogranadina en plena coinci-dencia con la tentativa de refundación radical de esa sociedad. Los derechos naturales autorizaban a todo pueblo para cambiar su forma de gobierno de manera que pudiera gozar de esos de-rechos, como lo estamparon los socorreños en el acta constitu-cional de esa Provincia: “Es incontestable que a cada Pueblo

28 “Relación de los sucesos ocurridos en esta Provincia en el mes de Diciem-bre último con respecto al Gobierno de la Unión de que ofrecimos hablar en la Gazeta extraordinaria número 203”, Gazeta Ministerial de Cundina-marca, nº 204, enero 5 de 1815, Santafé de Bogotá.

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compete por derecho natural determinar la clase de Gobierno que más le acomode; también lo es que nadie puede oponerse al ejercicio de este derecho sin violar el más sagrado que es el de la libertad”.29 Los líderes de la Revolución Neogranadi-na de las distintas provincias no encontraron otra forma de go-bierno que pudiera garantizar el goce de los derechos naturales del hombre, sino la democrática en su versión representativa. Así, en un periódico de Tunja escribieron que el principio de un gobierno representativo es que, reconocidos como iguales por derecho natural todos los hombres, se escogen las autoridades, en quienes se deposita el “poder bastante para gobernar y hacer la felicidad del Estado; pero sin transmitirles o comunicarles la soberanía, que retiene el pueblo en su totalidad”. Y en un papel público de Santafé otro sujeto expresó que en el gobierno de-mocrático “todo depende del arbitrio de los mismos individuos que forman la sociedad, o de sus representantes legítimamente nombrados”, siendo ellos mismos quienes se labran su felici-dad, por lo que la libertad “no puede encontrarse sino es en esta clase de gobierno popular representativo: ella es su principio, ella da a cada Ciudadano la voluntad de obedecer, el poder de mandar a su turno en la alternativa de ser hoy representado y mañana representante, hoy súbdito y mañana funcionario: ella por último lo hace dueño de sí mismo, igual a los demás, y precioso el estado de que él es parte”.30 De esta manera, los de-rechos naturales convergían con la forma de gobierno popular representativa de una manera profunda y fértil, no sin dejar de constituir un referente problemático para el nuevo orden políti-co pues legitimaban la autoridad sólo de forma precaria.

29 Acta constitucional del Socorro, agosto de 1810, en Archivo Histórico José Manuel Restrepo, fondo I, vol. 4, f. 66r.

30 “Variedades”, Argos de la Nueva Granada, nº 25, abril 28 de 1814, Tunja; “El Cortesano al Campesino”, El Observador, nº 14, agosto 19 de 1814, Santafé de Bogotá.

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La suerte paradójica de un referente

Como había quedado establecido en la Revolución Francesa, en su similar de la Nueva Granada los derechos del hombre eran derechos naturales, con todas las implicaciones “peligro-sas” que esa conjunción tenía. El carácter imperativo que esos derechos adquirieron para los líderes revolucionarios así como su naturaleza disolvente del orden, pueden ser ilustrados con la actitud que Simón Bolívar adoptó hacia tal noción.

En diciembre de 1812 Bolívar arengó a los habitantes de la minúscula población de Tenerife, en la Provincia de Cartagena, diciéndoles que ellos por fin eran “hombres libres independien-tes de toda autoridad” que no fuera la constituida por sus propios sufragios, y que sólo estaban sujetos a su “propia voluntad” y al voto de su conciencia legalmente pronunciado según lo prescri-bía la Constitución que los instaba a jurar. Les prometía un bri-llante futuro: “se os abre una vasta carrera de gloria y de fortu-na, al declararos miembros de una sociedad, que tiene por basas constitutivas una absoluta igualdad de derechos, y una regla de justicia, que no se inclina jamás hacia el nacimiento o fortuna, sino siempre en favor de la virtud y el mérito”. Por esos mismos días el coronel Bolívar escribió el Manifiesto de Cartagena, en el que quiso hacer ver como nefastos tanto la forma federativa de gobierno como los derechos del hombre. Estos fueron califi-cados por Bolívar de “máximas exageradas”, que autorizando al hombre a que “se rija por sí mismo, rompe los pactos sociales, y constituye a las naciones en anarquía”. Se trataba de una de las principales deformaciones que él veía en el sistema federativo ensayado en Venezuela, en el que cada provincia se gobernaba de manera independiente, y a ejemplo de estas, cada ciudad pre-tendía iguales facultades alegando tanto la práctica de aquellas, como “la teoría de que todos los hombres, y todos los pueblos, gozan de la prerrogativa de instituir a su antojo, el Gobierno que les acomode”. Su crítica a los derechos del hombre no sólo expresaba el temor de que hicieran ingobernable el cuerpo po-lítico, sino un pesimismo profundo sobre la condición humana,

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pues juzgaba quiméricos esos derechos, dado que suponían la “perfectibilidad del linaje humano”. De esta manera, para el ca-raqueño, poner los derechos del hombre como base del nuevo orden político era construir “repúblicas aéreas”.31

Frente a los revolucionarios neogranadinos que dieron un lugar tan eminente a los derechos naturales, Bolívar, con su crí-tica a esa noción, estuvo solo. Su posición lo acercaba más bien a los monarquistas, como el cura José Antonio Torres y Peña, quien indirectamente impugnó los derechos del hombre al decir que la “mayor dignidad del hombre” era ser cristiano, y que sus “derechos más apreciables y más sagrados” eran los de la ver-dadera religión, por lo que era un grosero error exhortar a que se les restituyera su dignidad y sus derechos mientras se les despo-jaba con engaño y maldad de la “única, y verdadera dignidad” que aún el más modesto cristiano detentaba, y que estaba con-tenida en la verdad católica.32 En contra de estas objeciones, la Revolución Neogranadina le concedió a los derechos naturales una centralidad que al parecer no tuvieron en otros ámbitos del mundo hispánico, pues la Constitución de Cádiz rehusó utilizar tal noción mientras que en la Constitución federal de Venezuela sólo son mencionados en forma fugaz. Con todo, se trata de una noción que incluso en la historia del constitucionalismo colom-biano resulta central sólo en su etapa fundacional, pues desde Cúcuta en adelante las constituciones la ignoraron, salvo una tímida mención introducida en la Constitución de 1886.

De ser profundamente subversiva, la noción de derechos na-turales terminó por parecer más bien una idea conservadora. Su desvalorización pudo deberse a la fuerte positivización de

31 Manuel Ezequiel Corrales, comp., Documentos para la historia de la Provincia de Cartagena de Indias, t. I, ob. cit., p. 466; Manuel Ezequiel Corrales, comp., Anales y efemérides del Estado de Bolívar, t. II, Casa Editorial de J. J. Pérez, Bogotá, 1889, pp. 91, 93.

32 José Antonio Torres y Peña, “Viva Jesús. La voz de la religión, contra el papel sacrílego, que con agravio de lo mas sagrado se titula falsamente: la voz de la verdad”, Imprenta de Jesús, por Juan Rodríguez Molano, Santafé de Bogotá, 1813, pp. 17-18.

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la ley así como a la incomprensión de la naturaleza del cambio revolucionario de la década de 1810, una ignorancia estimulada por la teleologización del cambio, esto es, por la suposición de que tanto la república como la nación, con todos sus atributos, existían antes de la Revolución.

Los derechos naturalesen los textos constitucionales

Constituc. Delimitación DesignaciónC/marca1811

La Constitución será “el mejor garante de los derechos imprescriptibles del hombre y del ciudadano” (Tit. 1, Art. 1)

Religión, propiedad y libertad individual y de la imprenta (Tit. 1, Art. 16)Derechos del hombre en sociedad: la igualdad, y libertad legales, la seguridad y la propiedad (Tit. 12, Art. 1)

Tunja1811

“Dios ha concedido igualmente a todos los hombres ciertos derechos naturales, esenciales e imprescriptibles”: defender y conservar su vida, adquirir, gozar, y proteger sus propiedades, buscar y obtener su seguridad y felicidad (Secc. Preliminar, cap. 1, Art. 1)

Libertad, igualdad legal, seguridad y propiedad (Secc. Preliminar, cap. 1, Art. 1)

Antioquia1812

“Dios ha concedido igualmente a los hombres ciertos derechos naturales, esenciales, e imprescriptibles, como son defender, y conservar su vida, adquirir, gozar, y proteger sus propiedades, buscar, y obtener su seguridad, y felicidad” (Secc. 2, Art. 1)Los derechos del hombre y del ciudadano “son parte de la Constitución, serán sagrados, e inviolables, y no podrán alterarse por ninguno de los tres Poderes, pues el Pueblo los reserva en sí, y no están comprendidos en las altas facultades delegadas por la presente Constitución” (Secc. 2, Art. 33)

Libertad, igualdad legal, seguridad y propiedad (Secc. 2, Art. 1)

Cádiz1812

No utiliza la noción de “derechos naturales”. Habla de “derechos legítimos” (“la libertad civil, la propiedad, y los demás”) (Art. 4)

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Cartagena1812

“Los hombres se juntan en sociedad con el fin de facilitar, asegurar y perfeccionar el goce de sus derechos y facultades naturales, y de los bienes de la existencia, y de satisfacer sus deseos y conatos de felicidad, venciendo unidos los obstáculos y dificultades que les opone la naturaleza física y moral, a los cuales aislados no podrían resistir” (Tit. 1, Art. 1)Los “derechos naturales del hombre y del ciudadano son las verdaderas bases sobre que se ha levantado, descansa y espera prosperar” el Gobierno (Tit. 2, Art. 12)

Entre los “derechos naturales, esenciales y por lo mismo no enajenables”, están “gozar y defender su vida y libertad, el de adquirir, poseer y proteger su propiedad, y el de procurarse y obtener seguridad y felicidad” (Tit. 1, Art. 7)Son sagrados derechos de los ciudadanos: “la religión del Estado, propiedad y libertad individual, y la de la imprenta” (Tit. 2, Art. 12)

C/marca1812

Son sagrados derechos de los ciudadanos: “la religión, propiedad y libertad individual, y la de la imprenta” (Tit. 2, Art. 8)

Igualdad, libertad, seguridad y propiedad (“Los derechos del hombre en sociedad”, Art. 1)

Popayán1814

Con las leyes fundamentales “se precaven las convulsiones de la anarquía y se fijan los derechos naturales de los hombres para que, gozándolos en paz, se eleven al grado de prosperidad y poder a que los llama el mismo Supremo autor y legislador de la sociedad” (Preámbulo)“El hombre tiene derechos naturales e imprescriptibles” (Bases de esta Constitución, Art. 8)

Libertad, igualdad, propiedad y seguridad (Secc. 3, Cap. 1, Art. 170-173)

Pamplona1815

“El olvido y el desprecio de los Derechos naturales del hombre han sido las únicas causas de los males y desgracias que en todos tiempos y lugares han sufrido los individuos de la especie humana” (Art. 100)

Libertad, igualdad, propiedad y seguridad (Art. 111-114)

Mariquita1815

“El objeto de la sociedad es el bien común: todo gobierno es instituido para asegurar al hombre el goce de sus derechos naturales e imprescriptibles” (Tit. 1, Art. 3)

Igualdad, libertad, seguridad y propiedad (Tit. 1, Art. 4)

Antioquia1815

“Dios ha concedido igualmente a los hombres ciertos derechos naturales, esenciales e imprescriptibles” (“Proclamación de los derechos del hombre en sociedad”, Art. 1)

Libertad, igualdad legal, seguridad y propiedad (“Proclamación de los derechos del hombre en sociedad”, Art. 1)

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Neiva1815

“Dios ha concedido igualmente a todos los hombres ciertos derechos naturales, esenciales e imprescriptibles, como son defender y conservar su vida; adquirir, gozar y proteger sus propiedades; buscar y obtener su seguridad y felicidad” (Tit. 1º, art. 1)

Libertad, igualdad legal, seguridad y propiedad (Tit. 1º, art. 1)

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