accorinti, stella la ciudad dorada0 (relato)

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 STELLA  A CCOR INTI EPISODIO  El  claro me llenó de confusión y  maravilla.  Enormes árboles circundaban el árboles que parecían  sepa- rarse con el propósito de dejar en evidencia ese claro. Ca miné rodeando el círculo y a  veces  adentrándome entre los árboles pero por alguna extraña  causa  el círculo se mantenía siempre equidistante  respecto  de mí y yo pare cía constituirme así en uno de los puntos de la circunfe rencia y de algún  modo sentía que era una de las  causas d e l  claro. Parecía que el sendero del túnel no conducía a  ningu na parte y sin embargo aquí  estaba  yo en el claro. La luz era suave pero  iluminaba  hasta  el más pequeño detalle d e l  lugar.  V i un  escarabajo  de lomo irisado arrastrándose lentamente hacia los árboles. Dos mariposas revoloteaban p or  encima de mi  cabeza  y me sobresalté ante la brusca aparición de un  animal  que salió de entre los árboles per siguiendo  unos pequeños animales alados. Sus  saltos  y cabriolas y mi  propio  estado  de arrobamiento me  impi dieron  reconocer en un  primer  momento a Ulises que ladraba  desesperado  corriendo en todas direcciones in tentando  atraer m i atención. Reí con  ganas y le acaricié la cabeza.  Corría hacia el bosque y volvía intentando que lo siguiera.  No entendía qué le  pasaba;  U l i  ladraba y  perse- guía su  propia  cola girando alocadamente.  Ante  su de sesperación decidí seguirlo; salimos del claro y nos  inter namos en el bosque que parecía  cerrarse  tras nuestros pasos.  Oía un canto a lo lejos. U l i  movía la cola como si fuera un molinete y  jadeaba mirándome atentamente. Apuré el paso siguiéndolo. De pronto como si hubiera surgido de la nada apareció una enorme montaña. Vimos una cueva de la que surgía un canto. Entramos Ulises  decidido  y yo con cautela. Tanteé las  oscuras  y húmedas paredes y luego de un corto tre-

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Filosofía Para niños y Nilas

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  • S T E L L A A C C O R I N T I 33

    EPISODIO 8

    El claro me llen de confusin y maravilla. Enormes rboles circundaban el lugar, rboles que parecan sepa-rarse con el propsito de dejar en evidencia ese claro. Ca-min rodeando el crculo, y a veces adentrndome entre los rboles, pero por alguna extraa causa el crculo se mantena siempre equidistante respecto de m, y yo pare-ca constituirme as en uno de los puntos de la circunfe-rencia y, de algn modo, senta que era una de las causas del claro.

    Pareca que el sendero del tnel no conduca a ningu-na parte y, sin embargo, aqu estaba yo en el claro. La luz era suave pero iluminaba hasta el ms pequeo detalle del lugar. Vi un escarabajo de lomo irisado arrastrndose lentamente hacia los rboles. Dos mariposas revoloteaban por encima de mi cabeza y me sobresalt ante la brusca aparicin de un animal que sali de entre los rboles, per-siguiendo unos pequeos animales alados. Sus saltos y cabriolas, y mi propio estado de arrobamiento, me impi-dieron reconocer, en un primer momento, a Ulises, que ladraba desesperado corriendo en todas direcciones, in-tentando atraer mi atencin. Re con ganas, y le acarici la cabeza. Corra hacia el bosque y volva, intentando que lo siguiera. No entenda qu le pasaba; Uli ladraba y perse-gua su propia cola, girando alocadamente. Ante su de-sesperacin, decid seguirlo; salimos del claro y nos inter-namos en el bosque, que pareca cerrarse tras nuestros pasos. Oa un canto a lo lejos.

    Uli mova la cola como si fuera un molinete y jadeaba, mirndome atentamente. Apur el paso, siguindolo. De pronto, como si hubiera surgido de la nada, apareci una enorme montaa. Vimos una cueva, de la que surga un canto. Entramos, Ulises decidido y yo con cautela. Tante las oscuras y hmedas paredes, y luego de un corto tre-

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    cho, desembocamos en lo que pareca un gran ojo de agua.

    El asombro me paraliz: extraa, escurriendo agua, sentada sobre la pequea playa, haba una sirena. Y la si-rena deca algo con su voz suave:

    Lo que est en el centro es l mismo, el crculo. El centro est en todas partes.

    La mir, ella se mantuvo tranquila y con la mirada fija en m. Repiti sus palabras dos veces ms. Qu significa-ban? Estaban dirigidas a m o siempre las deca, aun en soledad? Intent hablar, pero no pude. De pronto, y sin darme tiempo a reaccionar, la sirena se sumergi. Ulises daba vueltas, inquieto, y de vez en cuando gema. La voz de la sirena se oy lejana, pero ntida:

    Si quieres saber qu hay detrs de la mscara debers quitarla a martillazos.

    No senta miedo, pero s una profunda emocin y, a la vez, un intenso cansancio. Puse la bolsa en el suelo y me sent sobre ella. M i l pensamientos me agitaban. Ayud a Ulises con su bolsa, y me imit, sentndose, luego, acos-tndose, cruz las patitas delanteras y apoy la cabeza en ellas. Tena las orejas rgidas y semicadas, y me observa-ba con atencin, tenso el cuerpo. De pronto se oy nueva-mente la voz, que gimi:

    Est en mi naturaleza ser artificial y mentirosa.

    Qu quera decirme la sirena? Me lo deca a m? Quera decir algo o sus palabras no tenan ningn senti-do? Esper pero no escuch ms el canto.

    Comenc a caminar por el lugar. Era hmedo y oscuro.

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    a pesar de la claridad natural que lo invada. En las rocas se vean caparazones de ostras fuertemente adheridas, con sus puntas blanqueando entre el musgo verde y es-ponjoso. Camin un rato, sintiendo cmo me hunda le-vemente en la arena que bordeaba el agua. Mir a Ulises que se haba dormido y pareca descansar sin preocupa-ciones. Intent ver la otra orilla, sin ningn resultado.

    Desande mi camino, mirando de vez en cuando hacia atrs para observar mis huellas marcadas en la arena. Me acost cerca de Uli e intent pensar en los ltimos suce-sos. No hubiera sido mejor quedarme en el bosque y continuar por el camino de arriba que, aunque incierto, pareca deparar menos sorpresas que ste? Por qu ha-ba seguido esta ruta? Qu era lo que me impulsaba siempre al camino menos seguro? Lo cierto es que ni esta ruta ni la otra parecan llevarme a alguna parte. Podra retomar el camino hacia el Bosque o me haba perdido? No saba qu hacer; Ulises protest, inquieto. Me prepar algo caliente y com un trozo de pan. A pesar de la situa-cin, en ese momento quera comer tallarines con salsa, hecha con mucha cebolla y aj. Si los fideos tienen agujeri-tos, mejor, pens. Qu extraos seres somos!

    EPISODIO 9

    La caverna pareca una enorme boca amenazante, con su ojo de agua que no mostraba el fondo, incierto y enig-mtico, con la montaa, celosa guardiana de su soledad.

    En algunos sectores la oscuridad era ms intensa que la claridad. A pesar de mi inquietud por estar aqu no po-da dejar de reconocer que haba bajado por mi propia voluntad, que haba sido mi eleccin descender por el t-nel al que haba llegado al claro, y luego, siguiendo a Uli-ses, a este lugar maligno y maravilloso, colorido y oscuro.

  • 36 L A C I U D A D D O R A D A

    Senta la agitacin de miles de formas larvadas desli-zndose en el agua, y si aguzaba el odo, tambin senta un suave deslizarse en la tierra.

    Por momentos, senta un leve sopor. Me dola un poco la cabeza. Cuando entrecerraba los ojos lograba divisar mltiples bocas en las paredes de la caverna; imagin que las bocas conducan a galeras y subgaleras sin salida. Mariposas multicolores distrajeron por un momento mi atencin y cuando se perdieron en una de las bocas, me di cuenta de que la sirena estaba otra vez frente a m, ahora sobre una roca en mitad del agua. Tena un espejo en la mano y se miraba en l. Me puse de pie y me acer-qu a la orilla para verla mejor. Se sumergi repentina-mente y apareci a mi lado. Me sobresalt, pero eso no impidi que la mirara con mucho inters: era bellsima, con facciones perfectas y ademanes suaves. Observ su cara reflejada en el espejo e instintivamente retroced y lanc un grito: una cara monstruosa y una nrada retorci-da y enferma me observaban desde all.

    La sirena me mir, y yo a mi vez mir sus ojos bellos, y a continuacin mir la imagen en el espejo, donde el re-flejo horrendo de perfil no dejaba lugar para la duda. Ella mir el espejo, que me devolvi la mirada vaca. Yo no poda articular palabra. Mir a Ulises, que, ya despierto, mova temeroso la cola, con un ademn blando y tmido. La sirena baj el espejo y dijo:

    De uno, dos. Multiplicidad soy en mi unidad y mi apa-riencia me ha salvado, hasta hoy, de la locura. De uno, dos.

    Pero no pareca dirigirse a m. Su mirada pareca traspa-sarme y volver sobre s misma, y por su tristeza cre efecti-vamente que su mirada atravesaba su propio corazn.

    Ulises gimi y se acerc. Me agach y acarici su pe-quea cabeza. A la sirena le llev un segundo desapare-

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    cer; la playa estaba otra vez vaca e intacta, como si nadie hubiera estado nunca all. Una vaga inquietud se apoder de m, un enigma se haba abierto ante mis ojos y un fuer-te sentimiento de pertenecer a l me iba ganando. Oscila-ba entre el deseo de preguntar y una sensacin creciente de abatimiento.

    Por alguna razn que escapaba a mi comprensin yo estaba all, y tambin la sirena. Deba interrumpir mi ca-mino y averiguar por qu estaba la sirena all? Deba de-ducir de sus palabras un mensaje? Qu era verdad y qu era mentira? Despertara de este sueo? Deseaba creer que era as, y que la realidad se me ofrecera simple cuan-do despertara, y que un solo camino se me ofrecera, sin enigmas, sin preguntas, con un destino: la Ciudad. Slo hay blanco o negro en el camino de arriba, me dije para tranquilizarme, slo una cosa u otra, sin enigmas.

    Me sacud el sopor que me invada e hice una sea a Ulises. Como si hubiramos pasado muchos aos en la gruta, el corto tramo del tnel por el cual tan fcilmente habamos entrado, estaba cubierto por entero de una mu-cosidad pegajosa. Con paciencia, tratando de contener el malhumor, sal despus de mucho esfuerzo al claro y ayud a Ulises a desprenderse de la gelatina que cubra su lomo y que no le permita salir. All estaba el claro. To-do se vea perfecto, calmo, tranquilo. Ninguna voz extra-a perturbaba la placidez del lugar.

    Senta tal agotamiento que me dorm contra el tronco de un rbol, con mi bolso an a cuestas, y sin pensar en que el pobre Ulises se quedaba sin su comida.

    Tuve un sueo en el que un ser con cara horrenda y cola de pez me miraba con ojos llenos de sabidura, y de pronto, con un rpido ademn, se sacaba la mscara y me mostraba su verdadero rostro: era idntico a la mscara.

    No pude descansar bien. Senta dolor en un costado y me despert con la sensacin de que algo se clavaba en mi

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    brazo. Intent volver a dormirme pero una intensa sensa-cin de angustia me oblig a abrir los ojos. Entonces s que estaba en el Bosque de los Pjaros Azules. Temblaba. Qu haba pasado, por qu estaba aqu, cmo y cundo haba llegado? Me sobresalt una sensacin indefinible y de pronto me di cuenta de que no tena a Ulises a mi lado y de que tampoco estaban su bolsa ni su pequeo bolso. En cambio, a un costado, despidiendo destellos que pare-can otorgarle vida, yaca el espejo de la sirena.

    Busqu a Ulises, pero no apareca por ningn lado. Lo llam, pero como respuesta slo escuchaba los sonidos que la noche confera al bosque, voces conjuradas de de-saliento. Volv al lugar donde haba quedado el espejo y lo tom con aprensin. Me mir en l, pero no vi nada. En ese momento, o un agudo silbido detrs de m; me volv rpidamente, pero no alcanc a divisar nada. El silbido se oy nuevamente, ms cerca esta vez. Alc la vista y sobre un rbol, en el extremo de una gruesa rama, vi una ser-piente alada, que vol y se enroll a mis pies. Me sent y esper, sin saber qu esperaba. El animal se enrosc, for-maba un crculo al unir su cabeza con su cola. No dejaba de mirarme. Sus escamas brillaban intensamente, y me di cuenta de que ese brillo haba aparecido recin ahora (o yo no me haba percatado de l antes?). La actitud del animal, tan parecida a la que Ulises adoptaba muchas ve-ces cuando deseaba demostrarme amistad, hizo que no sintiera temor. Alargu las manos y toqu sus empluma-das alas que se erizaron con n contacto. En ese momen-to, la serpiente habl, y me dijo:

    Yo soy el anillo que te ha sido entregado. Me buscaste y aqu estoy.

    Me sent a su lado, apoy una mano en el suelo y le sonre, ella respondi a mi sonrisa con unos ojos que me

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    recordaron otra mirada. Un anillo... Yo no haba buscado ningn anillo. Inmediatamente pens en mi talismn ro-sado, pero mi talismn no era un anillo. "Yo soy el anillo que te ha sido entregado..." Quin me entregaba un ani-llo? Record un poema que el Viejo nos haca recitar cuando ramos muy pequeos:

    Anhelo el anillo de la boda, anhelo el anillo nupcial,

    anhelo el anillo de los anillos el anillo que el azar deparar. Mi anillo habla, y dice "s",

    re mi anillo con risa contagiosa, mi anillo juega a los dados,

    mi anillo es un gran navegante. Mi anillo es un insaciable bailarn

    de pies suaves y delicados. Mi anillo es el mejor engaador

    y slo acepta a quien le gusta jugar a las adivinanzas.

    Mi anillo sabio slo admite a su lado al que quiere cultivar un pensamiento,

    al que quiere rumiar la dulceamarga hierba de mil sonidos, una y otra vez.

    Me di cuenta de que haba repetido el poema en voz alta, y cuando termin, v i que los ojos de la serpiente es-taban posados en m. Esper, pensando que quiz me ha-blara, pero se limit a mirarme, inmvil como si fuera ima estatua.

    No saba dnde estaba y saba oscuramente que deba averiguar por dnde poda salir al Camino, porque senta avanzar sobre m una sensacin de extraeza, una deso-rientacin aguda, dolorosa. Sub a un rbol. Slo se vean el Bosque, rboles y rboles, y un verde intenso que cubra

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    todo. Hasta dnde llegaba el Bosque? Mir a la izquier-da, y de la sorpresa casi me caigo: tan cerca que pareca que podra saltar sobre l, se vea un laberinto. Pens que podra ser el Laberinto, pero me pareci demasiado pe-queo, e incluso pareca ser artificial como una diversin para los ms pequeos.

    Baj y comenc a caminar. Cuando iba a tomar uno de los caminos entre los rboles, o el silbido de la serpiente, a la que por un momento haba olvidado. Volaba sobre la entrada del camino que quedaba a mi espalda. Vino has-ta m, y luego fue hasta el camino que, evidentemente, haba elegido. Qu deba hacer? Finalmente, segu un impulso y fui tras la serpiente, que vol en crculos sobre mi cabeza.

    Nos internamos en el camino. Era estrecho y las ramas se juntaban a ras del suelo. Un grupo enorme de liblulas de extensas alas transparentes me segua. Poda ver las nervaduras de sus alas, y en un momento me pareci ver que el ojo de ima liblula se agrandaba, mirndome atento, casi solcito. Senta un enorme cansancio. Necesitaba dor-mir. Mir a mi serpiente, que pareci leerme el pensamien-to. Descendi suavemente y se pos en mi hombro. Me di cuenta de que tena pequeas garras, que no haba visto en un primer momento. Me sent, y ella se ervroU a mi lado.

    Abr la lata de pescado en conserva y ech un poco so-bre un pedazo de pan. Com rpido, las mandbulas me dolan ya que haca un da que no probaba alimento. Le ofrec a la serpiente, pero ni siquiera se movi. Aunque tena los ojos abiertos, pareca dormida. La observ: sus alas, replegadas sobre el lomo, se movan lentamente y con regularidad. Seguramente dorma. Me dispuse a ha-cer lo mismo.

    El sueo que tuve esa noche fue el ms real que me ha-ya jams acontecido: estaba de cucullas, cocinando ver-duras en una olla cuando sent un intenso calor, y mis ro-

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    dillas se hundieron blandamente en el suelo. M i cuerpo sinti el cambio: estaba en un desierto, la arena se exten-da hasta donde alcanzaba la vista, y el brillo de la reful-gente arena me lastimaba los ojos. Busqu a la vbora, pe-ro en su lugar v i un len verde. El animal se acercaba. Tom mi bolso y decid que deba llegar, sin perder ms tiempo, a la Ciudad. El len se sent sobre sus patas tra-seras y luego se ech sobre sus patas delanteras. Sub a su lomo, como si lo hubiera hecho muchas otras veces. El len se puso en pie y comenz a trotar. Me pregunt en voz alta cmo encontrara el camino. En ese momento, el len habl y dijo:

    Yo soy todos los caminos. Yo soy la Vida - y apresu-r el paso, decidido.

    Las noches y los das se sucedieron, y nunca baj de su lomo. Cuando quise cambiar de direccin, slo tiraba de la melena y el len cambiaba su rumbo. Dej de ver, de or y de sentir, hasta que me encontr en la Posada del Buen Arquero.

    Desde la Posada se divisaba la Ciudad, como si estu-viera all muy cerca, como si caminando con fuerza (con mucha voluntad, segn decan los ancianos) se pudiera llegar en unas horas. Pero todos sabamos que no se lle-gaba fcilmente a la Ciudad, y que muchos haban dedi-cado su vida a llegar y no lo haban logrado. Claro, saba-mos de la existencia de seres como yo, pero no celestes, sino dorados, que no tenan que pasar por el camino y por la dura prueba. Ellos ni siquiera conocan el camino: eso decan los ancianos. Pero yo conoca una leyenda que hablaba de Dorados que vivan en Pueblo Chico.

    La leyenda deca que en el principio de los tiempos al-gunos Dorados se haban rebelado contra los poderes de la Ciudad, y haban hecho el camino hasta Pueblo Chico. Tambin deca la leyenda que los descendientes de estos Dorados, por una misteriosa metamorfosis, se haban

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    vuelto de color celeste, y era por eso que no los reconoca-mos. Se deca que esos Dorados haban llevado adelante la rebelin inspirados por su amistad con varios Celestes, que haban llegado a la Ciudad formando un grupo tan unido que pedan rendir sus iniciaciones juntos. Es por eso, se dice, que ahora la Ciudad tiene la norma A l , que establece que "la Ciudad recibir a sus ingresantes celes-tes de a uno, y por ninguna causa en grupo". Tambin di-ce la leyenda que los Celestes que se quedaban en la Ciu-dad mudaban el color de su piel a un tono dorado plido, palidez que era la nica seal para el ojo atento, de que se no era un dorado puro. Pero como dorados puros s-lo son considerados los Sabios, quienes alcanzaban su re-fulgente color recin despus de la Tercera Fase, en la Ciudad los Celestes Dorados eran iguales a los Dorados no Sabios, con lo que en el diario trajinar de la Ciudad no eran reconocidos por nadie como diferentes de los nati-vos. Pero ya se sabe que las leyendas son slo cuentos, y que si se toman al pie de la letra, se puede caer en el irre-mediable estado del sinsentido, un laberinto donde, em-pantanados, vemos que no hay ninguna verdad, que todo es mentira. Y yo me diriga a la Ciudad en busca de la Verdad.

    S que la aventura es un gusto que cultivo, pero slo lo hago en pos de la seguridad. Y s que en la Ciudad me espera el futuro, el abrigo de lo seguro, tranquilidad, des-canso, reconocimiento. Mi l sueos rondan mi cabeza, danzan en loca danza, suean su loco sueo. Mi l proyec-tos para el futuro... Es cierto que ahora el enorme peso del camino dobla mi espalda, es cierto que siento un can-sancio enorme, pero s que el futuro es propicio. S que el trabajo que deb realizar en Pueblo Chico fue mucho, pe-ro la Ciudad me espera. Cualquier sacrificio es poco para los honores que la Ciudad regala.

    Qu es la vida, pobre, corta, si no la ilumina la luz de

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    la Ciudad? S que soy fuerte y llegar a la Ciudad. Y s que ella me recibir anhelante, respondiendo a mi propio anhelo.

    Te comparo, ciudad, a una reina, la ms hermosa de las mujeres, el ms fuerte de los hombres.

    Como un brioso animal bufas sobre la montaa,

    encabritado el lomo, suelto el aliento vital.

    Te har un collar de oro y con mis propias manos temblorosas

    lo colgar en tu cuello. Te rodear la cabeza

    con un racimo de uvas frescas y te trenzar el cabello

    untndolo con mis ms finas fragancias. La flor ms trmula, ms hermosa

    y ms olorosa es la Ciudad, la bella, para m.

    Me introduzco en ella como un caballo furtivo y sin dueo,

    y ella me ensea sus calles y sus ms altas torres.

    EPISODIO 10

    En la Posada estaban otros Celestes, unos volvan a Pueblo Chico y otros iban a Puerto Deseado. En la puerta, enrollada, estaba la serpiente-ngel. A su lado, xm gato atigrado, con grandes ojos dorados, se limpiaba la cara con una de sus patas delanteras. El len se ech y baj con tranquilidad.

  • 44 L A C I U D A D D O R A D A

    El dueo de la Posada se acerc con una copa de agua en la mano. Tom la copa, derram unas gotas segn lo prescriba el ritual, tom casi todo el lquido y luego de-rram las gotas que quedaban en la copa sobre la palma de mi mano derecha, para tocar con el agua la frente del posadero, y luego la ma. Entr, me quit el bolso del hombro y me sent a esperar la comida habitual en estos casos. En ese momento, mir a mis pies y record sbita-mente que Uli no estaba all. Sent un dolor extrao en el pecho y algo raro en la garganta y me di cuenta de que estaba llorando. Por primera vez en mi vida lloraba de tristeza; estaba llorando por mi perrito perdido. Adonde estaba Ulises? Cmo haba desaparecido? Estaba muer-to? Me sequ la cara y son mi nariz. Guard el pauelo justo en el momento en que me servan un plato humean-te de un guisado (bendito sea!) que me reconfort el co-razn y me templ el alma.

    Sent im suave peso sobre mi pie izquierdo. Mir y v i un ala que lo cubra. All estaba la serpiente, dormida, con algo como una sonrisa en la cara. La observ con atencin y v i que tena aletas en torno al cuello, lo que lo volva ms ancho. El cuerpo tambin estaba recubierto por mem-branas, que le daban a la piel un aspecto rugoso. El gato continuaba con su meticulosa tarea de limpieza, sin pres-tar, aparentemente, atencin a nadie y a nada.

    Devor mi guiso. La carne era abundante, cortada en grandes cubos, y la salsa, espesa. Verduras de diversos t i -pos alegraban la vista y el estmago. La comida humea-ba, y su calor estableca un agradable contrapunto con el fro que afuera aumentaba, anunciando la noche. Hice a un lado a la serpiente, que no se movi, y sal. Innumera-bles bichos de luz prendan y apagaban sus luces a lo le-jos. Los ancianos solan decirme que eran las almas de los que haban muerto intentando llegar a la Ciudad. Las vo-ces de los ancianos eran temerosas, llenas de respeto, pe-

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    ro mi alegra al ver las titilantes lucecitas era inmensa. In-cluso en mi infancia no les tema.

    A mis pies estaba la serpiente. Cmo haba llegado hasta all y en qu momento? Quise ver de nuevo los bi-chos de luz, pero lo que me rodeaba era el Bosque! Esta-ba en el camino hacia el laberinto. Nunca me haba mo-vido de este lugar? M i cabeza se negaba a aceptar que no haba comido en verdad ese humeante guiso, que ese po-sadero era slo un posadero de ensueo. Y el len? Era real, me dije, con convencimiento. Era real. Algo muy ex-trao pasaba en el Camino hacia la Ciudad, pero yo haba vivido verdaderamente todo: el desierto, el len, la Posa-da. La Posada! Es decir que todava estaba en el camino que sala del Bosque de los Pjaros Azules? No haba lle-gado an a la Posada? Cunto tardara en llegar a la Ciudad? Sent que las fuerzas me abandonaban.

    EPISODIO 11

    El viejo de Pueblo Chico era uno de los recuerdos fa-voritos de mi niez. Cuando me senta triste, pensaba en lo que l nos haba enseado, y despus de reflexionar un rato me encontraba alegre y con ganas de comenzar aun la tarea ms ardua. Recuerdo sus palabras en el da de la despedida, palabras que escribi en papeles arrugados, desganados papeles sobrantes que contenan la escritura elctrica:

    Tener la herida abierta como eleccin. Elegir la propia muerte, saber cundo callar.

    Convertir la vida en algo importante, en una continua y hermosa obra de teatro, en la que

    encontramos intenso placer, intensa energa. Elegir la propia vida.

  • 46 L A C I U D A D D O R A D A

    Ser la copa desbordante, que regala su nctar; que nada pide a cambio porque todo lo tiene.

    Ser, siempre, rico de espritu. Matar de un enrgico coletazo toda moral,

    toda opresin, todo dominio, proclamar que Dios es ateo, porque no cree

    que haya algo superior a l mismo, nada que pueda crear como l, que pueda decidir como l. Dios cree en nosotros, y cree que somos el caos

    que l permanentemente recrea. Proclamarse dioses, colocndose cuidadosamente

    la mscara. Y no derramar ni una sola lgrima, aunque

    la lanza nos traspase el corazn, y sea removida eficazmente por manos expertas.

    Siempre se pueden ver ojos de pjaros

    entre los rboles!

    El Viejo era nuestro maestro en religin. Cuando le preguntbamos si enseaba la religin de Pueblo Chico o de la Ciudad, l responda que enseaba la religin del Camino. S que era una broma, porque l era maestro de Pueblo Chico, as es que, seguramente, enseaba la reli-gin de Pueblo Chico.

    En Pueblo Chico la iglesia se usaba para guardar obje-tos en desuso. Se dice que en otros tiempos era el lugar donde se enseaba la religin, pero ya en los tiempos de mi niez slo se la usaba como depsito, aunque conser-vara el nombre "iglesia". Y digo esto porque el Viejo en-seaba religin debajo del rbol Sagrado y no en la igle-sia, y tambin porque recuerdo que lo que l nos enseaba como religin era muy distinto de lo que se practicaba en la Ciudad, y tambin de lo que vi en dife-rentes lugares del Camino.

  • S T E L L A A C C O R I N T I 47

    Sacudo la cabeza e intento no recordar. Acomodo mi tnica verde y apoyo mi codo en el apoyabrazos del si-lln de mi dormitorio. Miro mi cama, enorme, en el me-dio de la habitacin, el escritorio contra una de las pare-des, las lmparas en l, las pilas de libros, tanto en el suelo como sobre el escritorio. Suspiro. He luchado larga-mente por este lugar, y ahora lo tengo; he querido ser un Sabio, y ahora lo soy. Esto es la felicidad? Tomo el vaso de agua que est sobre el escritorio y bebo grandes sor-bos, intentando que la pastilla que tengo en la boca se di -suelva. No lo logro, as que la trago casi entera.

    EPISODIO 12

    La Ciudad pareca ms lejana que nunca. Algo impre-ciso pero a la vez firme me impeda avanzar. Caminaba, pero tena el presentimiento de ir hacia ninguna parte. Es cierto que haba pasado la primera parte, y que haba an-dado todo el camino de la izquierda hasta el Recodo, y que con eso haba llegado al Camino, al menos a su ini-cio. Pero lo que pareci fcil hasta all, liso, terso, agrada-ble, se estaba convirtiendo en una pesadilla. El Camino se bifurcaba, y ya no era un camino sino dos; tena caminos subterrneos, extraos animales, voces no esperadas, pa-labras enigmticas que me atemorizaban ms que mil pe-ligros juntos.

    Pens en la primera parte de mi camino. Me acompa-aban todos mis amigos. bamos cantando, contando cuentos y chistes, animndonos, aunque es ms preciso decir que ellos me animaban a m, porque slo ma era la decisin de caminar hasta la Ciudad. Paramos varias ve-ces durante esa semana, los primeros das hacamos hasta cuatro paradas diarias. Ulises saltaba contento entre to-dos, feliz e inocente. Recuerdo cmo gimi cuando mis

  • 48 L A C I U D A D D O R A D A

    amigos, al ver que llegbamos a Recodo Iridiscente, me abandonaron para volver a sus tareas.

    Durante esos das pareca que toda la diversin me es-taba destinada, y mientras unos me hacan bromas, otros preparaban abundantes comidas. En cada parada noctur-na, charlbamos hasta altas horas de la noche, y brome-bamos como si la charla no tuviera fin. Pero lleg el da en que deba afrontar el Camino en soledad.

    Era la primera vez que senta mi soledad, y que recor-daba la dulce compaa de mis amigos, el sentimiento de no sentir desamparo cuando estaba con ellos, la sensacin de que todo es fcil y de que cualquier obstculo puede ser vencido. Aqu me encontraba, cavilando amargamen-te acerca de un camino que pareca mostrarme su peor cara, un camino que colocaba piedras a mi paso. Mir a mi alrededor. La serpiente me miraba, atenta. Por qu no habla ahora?, pens. Sera un buen entretenimiento. El animal me observaba con una mirada mansa que me pa-reci comprensiva.

    A mis pies caminaban, ordenadas y prolijas, hormigas de color azul. Tenan una sola antena. Era la primera vez que vea hormigas con una sola antena. Tom un palito y empuj a una. La serpiente se acerc y observ la manio-bra. A l ver que yo presionaba con el palito el abdomen de la hormiga, con un rpido movimiento de una de sus ga-rras, me lo quit, mientras silbaba. Me corr, casi por ins-tinto, y la mir con temor. El animal volvi a silbar y se alej unos pasos, echndose y envolvindose con sus alas, que le cubrieron todo el cuerpo. Le toqu las plu-mas. Se qued en la misma posicin, como si no me sin-tiera. Tom otro palito y segu empujando hormigas, cui-dndome para no presionarlas o lastimarlas. Observ disimuladamente a la serpiente. Ella, un ala apenas le-vantada, haca lo mismo, silbando quedamente.

    Mordisqui una manzana lentamente porque no tena

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    hambre. No saba qu hacer. Y si volva a Pueblo Chico?, pens. No, eso jams, ahora deba seguir. Seguir para qu? Para llegar a la Ciudad. La Ciudad era mi objetivo, no deba dejarme vencer por tmos pocos problemas que se me pudieran haber presentado. Adems, los problemas realmente existan o eran un producto de mi imaginacin, exacerbada por mi cansancio? Me di cuenta de que las manos me dolan bastante, como si hubiera hecho grandes esfuerzos fsicos. Tambin en los ojos senta molestias, un dolor difuso, lejano, que pareca no pertenecerme.

    O chillidos. Eran unos pjaros pequeos que emitan agudos sonidos. Volaron un rato sobre nosotros, chillan-do sin parar. Evidentemente, se perseguan. Mir a mi serpiente, que agitaba las alas y silbaba suavemente con un silbido muy distinto al que yo le haba odo cuando intent daar a la hormiga, y distinto tambin al de la primera vez que la vi . Evidentemente, saludaba a los p-jaros. Creera que ella era un pjaro?

    A l pie del rbol que la vbora haba elegido para en-roscarse haba un grupo de hongos. Me acerqu y toqu las suaves copas y la filamentosa base. Un color tenue-mente rosado adornaba los pequeos hongos y diminu-tos redondeles, como pintados por una mano que haba elegido cuidadosamente su diseo, colocaban un color ms intenso sobre el tono rosado.

    EPISODIO 13

    Me encuentro caminando por lo que creo que es, final-mente, la salida del Bosque hacia el Laberinto. Se escu-chan las voces de pequeos animales, chillidos inusuales, lagartijas amarillas de vientre rosado se escurren a mi pa-so, veloces e impredecibles. M i serpiente, fiel, me acom-paa. Me muevo lentamente y con cautela. De^pronto, en

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    uno de los recodos del estrecho camino, me rodea un si-lencio denso, palpable. Me detengo, casi instintivamente. La serpiente vuela en crculos concntricos, cada vez ms alto, sobre mi cabeza. Luego desciende suavemente. Qu debo hacer? Si sigo adelante, quiz me espere algo desa-gradable, pero si me detengo nunca lo sabr. Se oyen unos extraos sonidos que quiebran el silencio. Me deten-go, aguzando el odo para ver de qu direccin vienen. Son voces algo chillonas que provienen de una roca situa-da un poco ms adelante en el camino. Unos pequeos seres de varios colores, sentados en ronda, levantan sus cabecitas y me observan, con ms extraeza que temor.

    La serpiente se acomoda en medio del crculo. Los hombrecillos no parecen notar su presencia, o parece que aceptan a la vbora como algo familiar, conocido. Des-pus de un rato de mirarnos mutuamente deciden que mi presencia no es ya digna de atencin y vuelven a su con-versacin interrumpida. Sus vocecitas se elevan, algunas agradables, otras chillonas:

    Xants no puede verlo! -dice uno. Y el Cclope? -pregunta otro. S! -responden varios. Pero tiene un solo ojo... -arguye el primero. Pero ve del mismo modo con un solo ojo que con

    tres -acota un hombrecillo con tres ojos, que parece saber algo del tema.

    Bien -dice el que habl primero- lo cierto es que la prueba que deba pasar Xu era adivinar qu tena como joya central la corona nupcial, dado que...

    Y si lo adivinaba, se casaba con la princesa. Xa? -interrumpi un hombrecillo, inquieto.

    Silencio, Xei, no debes interrumpir a alguien cuan-do est hablando! Es ley -respondi, enojado, el que ha-ba sido llamado Xa-. Xu deba pasar la prueba de adivi-

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    nar qu corona le colocaran sobre su cabeza, pudiendo ver la que colocaran en la cabeza de Xants el ciego y en la del Cclope, pero no se le permita ver qu tena en su propia cabeza. Sobre la mesa del sacrifico haba tres coro-nas que tenan en su centro los tres huevos azules de la garza real y dos coronas cuyos adornos eran una de las dos piedras cantarnas de la reina madre.

    El que hablaba hizo ima pausa, mirando a su auditorio lentamente. La ronda se removi como un solo ser y la serpiente sali un momento de su modorra, mir a su al-rededor, y se enrosc nuevamente. La atencin que los pequeos seres prestaban al relato era intensa, concentra-da. Decid sentarme. Quiz, cuando terminaran de hablar, podra preguntarles acerca del Camino, o acerca del La-berinto.

    La prueba se iniciaba con una gran ceremonia don-de se cantaba la Cancin de la Cascada, y luego, al atar-decer, cuando los ruidos cambian y los olores se transfor-man, Xu, el Cclope y Xants fueron llamados por el Gran Ojo y llevados ante el trono. Colocaron sobre la cabeza de cada uno de ellos una corona, y el Gran Ojo le dijo a Xu si poda responder cmo era la corona que tena en su cabe-za, pero Xu no supo. Repitieron la pregunta al Cclope y tampoco pudo responder. Finalmente, Xants supo decir cul era la corona que tena en su cabeza. Y es por eso que ahora es rey, porque pudo pasar la prueba final y ca-sarse, de ese modo, con la princesa Astartes.

    Pero si Xants era ciego! -interrumpieron tres pe-queos, a la vez.

    ^As es -respondi, enigmtico, el narrador. Y cmo pudo saber cul de las cinco coronas tena

    en su cabeza? -quiso saber el grupo. Todos podemos -dijo Xa. Y por qu Xu no respondi? -quisieron saber algu-

    nos.

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    Xu siempre miente, quiz lo que nos cont no es cierto -dijo el pequeo, impaciente, siguiendo sus pro-pios pensamientos.

    Es cierto eso, Xu? -quiso saber Xa. Xa, en cambio, nunca miente -aport otro de los

    hombrecillos. Yo siempre digo la verdad! -protest, Xu, arrojando

    lejos de s una pequea rama, impaciente.

    Golpe suavemente la roca. Los hombrecitos se volvie-ron hacia m, me miraron un rato y volvieron a su postu-ra inicial. Decid preguntarles antes de que volvieran a su charla interminable. Respondieron amablemente todas mis preguntas acerca del Camino, pero sus respuestas de-can lo mismo que yo haba ledo en el Libro. Quise de-volver la cortesa contando mis aventuras, y as lo hice, pero ellos no se mostraron sorprendidos. Me ofrecieron comida en una vasija acorde con mi tamao. Ellos, a su vez, comieron en pequeas vasijas. Cuando terminamos de comer, yo ocupaba ya uno de los lugares del crculo de charla, y sta prosigui como si nunca hubiera sido inte-rrumpida. Not que a todos les gustaba la charla por la charla misma, porque no encontr un hilo conductor en lo que decan, pero a pesar de eso, no poda levantarme e irme, porque de alguna manera que no saba explicar, sus planteos me atrapaban, y comenc yo tambin a partici-par, mientras la noche caa sobre nosotros.

    Debo terminar de construir mi casa -dijo uno. Yo tambin la ma, pero no tengo apuro -respondi

    otro. Creo que puedo terminarla en dos vueltas de luna

    -dijo el primero- slo debo poner el doble de xis a traba-jar.

    Y si pones el triple? -intervino un tercero.

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    Creo que si pongo veinte veces ms de xis, termina-ra la casa en un instante -reflexion el primero.

    Cmo se puede terminar una casa en un instante? -dijo el segundo.

    Poniendo muchsimos xis! -acot, triunfal, otro de los integrantes del crculo.

    Creo que no es posible... -dud el tercero. Si la cantidad de xis fuera el doble, tardaran la mi-

    tad -pens en voz alta el primero- si pongo cuatro ve-ces... -se detuvo y recomenz- veinte xis dijeron poder terminarla en dos vueltas de luna, entonces si pongo cua-renta xis, deben terminarla en una vuelta de luna...

    Y si son ochenta xis, en media vuelta! -acot uno, exultante.

    Quieren decir que 160, en un cuarto y 320 en un oc-tavo? -pregunt tmidamente y sin poder imaginarme 320 hombrecillos, o lo que fueran los xis, terminando una casa en una abrir y cerrar de ojos.

    S... -contest, sin mucha conviccin, uno- las cuen-tas dicen que s.

    Ey, ey, ey, nadie termina una casa en un abrir y ce-rrar de ojos -protest uno que hasta ese momento haba permanecido callado.

    Me sobresalt, pensando que el hombrecillo me haba adivinado el pensamiento.

    Pero las cuentas son correctas -intervino otro- dn-de est, entonces, el error?

    En el crculo haba un hombrecillo que nunca hablaba. Me inclin hacia mi vecino y le pregunt qu le pasaba.

    Es Xax -me dijo- cree que el conocimiento es impo-sible, por lo que permanece callado. Cul es tu opinin?

    Permanec un rato en silencio, con la mente llena de confusin. Qu clase de comurdad formaban estos pe-

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    queos seres? El que haba hablado, deseritendindose de m al ver que no contestaba, se dirigi al grupo:

    Hoy me he baado nuevamente en el ro Grande. Nadie se baa dos veces en el mismo ro -dijo con

    rapidez otro. Nadie es el mismo cuando se baa por segunda vez

    en el ro -aport un hombrecillo risueo, acomodndose su pequeo gorro.

    Pero yo me he baado hoy, otra vez, en el mismo ro, y yo era yo, y el ro era el mismo -respondi rpida-mente el primero.

    No eras el mismo de ayer -dijo uno. El ro no era el iismo de ayer -dijo otro. Yo era el mismo, yo, el que hablo ahora, y el que me

    ba ayer, digo... el que se ba ayer, y el ro era el ro Grande, el que est detrs de las piedras blancas, ah, cer-ca del rbol torcido -dijo el hombrecillo, enftico y sollo-zante, sealando en una direccin.

    Bien, bien, Xi, no llores - lo consol el compaero que estaba a su lado. Hizo tma sea, haciendo callar al grupo, que continuaba su discusin en voz baja y sibilante.

    Hice im esfuerzo e intent pararme, pero senta el cuerpo adormecido. Cuntas horas haba pasado all, en el crculo, oyendo discutir a estos seres? Por qu dis-cutan? No poda negar que una curiosa e incontrolable fascinacin me haba amarrado con fuertes lazos en el cr-culo, pero deba adoptar la decisin de continuar cami-nando, y as lo hice.

    EPISODIO 14

    Recuerdo los juguetes predilectos de mi infancia: un perrito adorable, de pelo opaco y aplastado, con un solo

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    ojo de plstico desgastado. Mova su pequea cola ante el mnimo pedido de mi imaginacin, y contestaba todas mis preguntas. Qu es el cielo, Tati? Qu es el tiempo?, Tat, vamos a jugar? Hoy es maana, Tati? Por qu, por qu y por qu Tot? Y Toti, pacientemente, con una dulzu-ra que nunca antes y nimca despus encontr, contestaba todas mis preguntas. Tuve tambin una gata, muy flaca, que no quera engordar. Y una perrita, renga, descadera-da, desastrosa y absolutamente fiel.

    Intent tener una mascota fuera de lo comn, y ence-rr entre endebles paredes construidas por mis propias manos a un saurio rarsimo, verdoso, que se agitaba des-maadamente, sin parar. Uno de sus coletazos derrib la cerca y el monstruo escap, sin permitirme, el muy cruel, mostrarlo a mis amigos como trofeo, y sin molestarse por mis esfuerzos para construirle una cerca para su bienes-tar.

    M i infancia fue tambin prdiga en coleccionar anillos, y es as que tena varios, pequeos, grandes, hermosos, feos, de un solo color o de varios. Aos despus, como un reflejo extrao, atemporal y fuera de lugar, ligado eterna-mente al momento en que conoc a la serpiente alada, re-cord el anillo preferido de mi infancia: una vbora de co-lores cambiantes, enroscada en s misma, con la cabeza ligeramente levantada, con dos ojos de verdes piedras lu-minosas. En ese momento tambin pens por cuntos aos cre haber olvidado completamente este adorno tan amado.

    Recuerdo que mi perra derrengada tuvo cachorros, y los mayores decidieron que deban morir ahogados. Ellos mismos ejecutaron la orden, y los perritos tardaron inter-minables momentos en morir. Pataleaban, pero no se re-sistieron mucho. N i siquiera abrieron los ojitos, por lo que no se podra decir que vieron la luz de este mundo. Eran marrones y blancos.

  • 56 L A C I U D A D D O R A D A

    Tot me contaba siempre un cuento para que yo me durmiera. El cuento deca as: "Haba una vez un rey na-cido en un lejano pas llamado Pirsea. Este rey se fue de Pirsea porque el mago del lugar le vaticin que nunca na-die lo respetara como a un verdadero rey, un nacido bajo el influjo de las tres estrellas, seal de los reyes desde los tiempos primeros. El rey, un poco cansado, lleg a tierras extranjeras. Descans, y al da siguiente toc las puertas de las casas del lugar, buscando trabajo. Lo consigui, y tambin consigui tres amigos, y entre los cuatro decidie-ron recorrer las tierras allende el mar, llevando canciones y poesas a los hombres. Y fue as como se hizo. Y as fue cmo la realeza del rey fue reconocida, y su nombre acla-mado en todos los lugares.

    Un da, el rey, que cantaba en ese momento tanto para los hombres como para las ranas, las flores y las estrellas, sinti que se lo aclamaba como rey de reyes, el ms gran-de, el mejor, con una realeza de nuevo cuo: la del canto. Y no abandon nunca ms este ttulo, porque lo llevaba inscripto en el corazn.

    El rey fue visitado por la muerte, pero no por cual-quier muerte o por la Muerte de todas las muertes, sino por su propia muerte. Y l entonces dijo: y quin quiere vivir para siempre? Y con una mueca divertida y feliz v i -vi sus ltimos das cantando como nunca antes lo hicie-ra, mejor que nunca, segn se cuenta entre los que lo vie-ron. Y la ltima vez que cant, le trajeron al rey su corona y su manto desde Pirsea, y l se los coloc. Y as sali a cantar. Y cuentan que sus ltimas palabras fueron: "La v i -da debe continuar".

    Despus de este cuento para dormir, nunca lograba dormirme, y entonces con Tot mirbamos un Ojo de Dios que el Viejo me haba regalado.

    Muchos aos despus, en la ciudad, me explicaron la profundidad del Ojo, y ahora entiendo de qu se trata, y

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    tomo en mis manos el Ojo nuevamente, una y otra vez, lo observo detenidamente, pero claro, de nada vale mirarlo si no es con los ojos de la infancia.

    Y la explicacin no me devuelve el misterio con que mi infancia rode el Ojo, un misterio catico, oscuro, del cual surgieron ms de dos inquietas estrellas.

    EPISODIO 15

    Observar a lo lejos, en el tiempo y en el espacio, el Ca-mino es una tarea que parece no involucrarme. Sin em-bargo, el ascenso sostenido que hizo sentir el hormigueo de la insensibilidad en todo mi cuerpo fue una pesada realidad. El primer tramo, el alegre tramo que realic con mis amigos, pareca recto, sin ascensos ni descensos. Pe-ro, ms que la mirada atenta, eran el pecho fatigado y el pulso acelerado los que me indicaban que el ascenso se produca lenta pero inexorablemente. Los misterios y los enigmas del Camino hacan que el ascenso fuera menos penoso, pero una mirada desde un rbol o desde la lade-ra de una montaa me permitan apreciar el desnivel que se ofreca a mi vista. A pesar de eso, como una pregunta ms sin resolver, ya desde el Bosque de los Pjaros Azu-les no pude ver ms Pueblo Chico, a pesar de que la lgi-ca me indicaba que el desnivel que el ascenso provocaba deba permitirme una visin de mi lugar de partida.

    EPISODIO 16

    Un da en el que el enojo no me dejaba pensar con cla-ridad, saqu las races del rbol Sagrado lentamente. En cuclillas, primero empec a descubrir sus races con las uas; luego me ayud con un palo. Hice un gran hueco y

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    fui arrancando raicillas, hasta llegar a un sector de gran-des races, que fui rompiendo malignamente, sacando la corteza rugosa hasta llegar a las partes ms tiernas. Qu me importa el rbol!, pens. Rompera sus races. En los das que siguieron so que yo era el rbol Sagrado, que viva sin races y era feliz.

    EPISODIO 17

    (Todo es lenguaje y nada hay fuera del lenguaje, pero a pesar de eso, una enorme joroba me est naciendo, pujan-te y fecunda, asombrada por mis vanos esfuerzos para romper las cadenas del orden de la lengua. Cmo viva sin este esfuerzo que llevo en el cuerpo, inscripto en la sangre? En el beso fatal que recib en la cvma, una inscrip-cin se grab por tres das en el cuerno que adorna mi frente: intentars, en vano, asesinar al dios de la gramti-ca, destruir todo orden, enhebrar el hilo candente del de-sorden premeditado. Elevars, deca, el mandato, un nue-vo dios, y lo llamars El Provisorio, y cuidars que no viva mucho tiempo, asesinndolo cada vez. La mentira est instaurada, destruido el fundamento de la gramtica con el fundamento desfondado de la poesa. Amn.)

    EPISODIO 18

    So que soaba un sueo inarticulado y desarticula-do. So que soaba un sueo. Y despert y despert y despert. Y cada vez saba que an continuaba soando.

  • S T E L L A A C C O R I N T I 59

    EPISODIO 19

    Todo lo que asciende puede descender. Todo lo que desciende podra ascender. Todo vuelve, lo que ascendi y lo que descendi. Lo que ascendi-descendi. Lo que descendi-ascendi. Pero ascender y descender no exis-ten.

    EPISODIO 20

    Quise alabarte, arte, como lo ms alto y lo ms separa-do (y por eso autntico) de la vida. Pero descubr -inven-t- que no estabas separado de la vida y que eras la vida misma.

    Hice un corte en el dedo anular de mi mano izquierda y fluy un poco de sangre, y con la sangre comenc a es-cribirte, arte. La sangre flua a veces rpida, a veces lenta, y las palabras se trenzaban en cpula implacable para la vida y oscura para el sepulturero. Con encono me mira el sepulturero, porque con alegra le quito tu cuerpo, arte. Pero no abandona l su pala, y su cara gris me dice que puede esperar durante una eternidad. Pero yo tengo un instante para la lucha, yo tambin te tengo, eternidad.

    EPISODIO 21

    Y el ngel de ojos de fuego, el de cuatro alas y ocho brazos me dijo: "Puede ser grande tu simulacin, pero no ests en soledad. Puede ser se el amor de tu vida, pero se ir y te dejar".

  • 60 L A C I U D A D D O R A D A

    EPISODIO 22

    Los cerdos comeri lo que los no cerdos consideran des-perdicios. Pero el cerdo sabe que "desperdicio" es slo una palabra para necios y holgazanes.

    EPISODIO 23

    l levantaba esculturas de pompas de jabn, pues de-seaba hacer visible lo efmero de la vida y tambin lo be-llo e intenso que la sostiene. El devenir como lo nico perdurable, dijo, y decidi esculpir con arena castillos en la playa. Nuevamente era un nio. Y se haba construido, otra vez, el acontecimiento.

    EPISODIO 24

    El hombre con el bastn est en un laberinto cuyas pa-redes son espejos que multiplican su imagen hasta el infi-nito dentro de la finitud de ese espacio que se adivina cir-cular. El evento.

    EPISODIO 25

    En una extraa unin, el venerado ciego y el rey inol-vidable se unieron en una escultura de arena, una noche de verano, en el extremo sur del mundo.

    EPISODIO 26

    Qu pena el final, piensa ese lector. Final?, piensa esa

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    lectora. Me pareci un texto tan delicado, casi etreo. Me pareci un texto digno, pero con ese final, piensan... Aun-que, es un final? Y yo, ac, qu hago? No estar al-guien ponindome dentro del verdadero final? Hay f i -nal? Hay verdaderos finales?

    EPISODIO 27

    Relee lo escrito, y ya no hay seguridad de no estar tambin dentro del texto. Siempre crey estar afuera, divinidad de la tinta y, a veces, de la computadora. Ya no hay seguridad, nada es seguro...

    EPISODIO 28

    El sujeto de la narracin (la sujeto?) se sabe dentro del texto, pero no sabe nada del afuera, y ve que crculos con-cntricos realizan una impiadosa succin (hacia fuera, hacia adentro, hacia adentro-afuera?). Por alguna causa desconocida, sonre con calma.

    EPISODIO 29

    Y yo ac, leyendo, leyendo, leyendo...