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Martín Caparrós Contra el cambio Un hiperviaje al apocalipsis climático EDITORIAL ANAGRAMA BARCELONA CONTRA EL CAMBIO.indd 5 30/6/10 08:02:00

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Contra el cambio

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Martín Caparrós

Contra el cambioUn hiperviaje al apocalipsis climático

EDITORIAL ANAGRAMABARCELONA

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Diseño de la colección: Julio Vivas y Estudio AIlustración: foto © Martín Caparrós

Primera edición: septiembre 2010

© Martín Caparrós, 2010

© EDITORIAL ANAGRAMA, S. A., 2010 Pedró de la Creu, 58 08034 Barcelona

ISBN: 978-84-339-2591-6Depósito Legal: B. 28107-2010

Printed in Spain

Liberdúplex, S. L. U., ctra. BV 2249, km 7,4 - Polígono Torrentfondo 08791 Sant Llorenç d’Hortons

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1. AMAzONAS

Son los dos movimientos combinados: el vaivén regular, se-reno de la hamaca, el cabeceo del barco por las olas del río; entre los dos hacen del mundo una perfecta cuna. Un poco más allá, bajo otra luna, el Amazonas nos desdeña.

El mundo, digo, una perfecta cuna.

No hay nada que deteste más, nada que me guste más que sentirme parte de una red, un tejido, las formas intrincadas del plural: algún nosotros. Nosotros somos, ahora, los pasajeros pa-cientes, pobres, no muy limpios pero amontonados del Deus É Fiel. Nosotros somos muchas señoras, muchos chicos, hombres, todos echados en hamacas: viajar, aquí, para nosotros, quiere decir echarse y dejar que el mundo pase. Hace unas horas, en la cubierta del barco de madera, veinte metros de largo –el tamaño de cualquier carabela, Colón en la deriva más temible–, los que llegábamos fuimos colgando unas cuarenta hamacas; cada cual buscó la orientación que más le convenía para atarlas a los gan-chos del techo. Yo, en ese momento, era un neófito y debí su-poner: las ventajas posibles consistirían en no tener una hamaca directamente colgada sobre tu cara, imaginar la posibilidad de respirar, evitar los olores más voraces, tener si acaso vista al río;

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pero, como hay que colgar la hamaca antes que muchas otras, toda la astucia reside en suponer las conductas ajenas, calcular-las, equivocarse en un juego de muchísimas variables: una red, un tejido. Nosotros somos ese juego, y las cuerdas se cruzan en el aire, las telas se acunan en el aire, los cuerpos se disputan el aire, disputamos. Nuestras hamacas son más que nada rojas y rositas pero también hay verdes, celestes, azules, amarillas, una violeta, una muy ancha en blanco y negro. Avanzamos, río aba-jo, en esa posición inverosímil que las personas sabemos conse-guir en las hamacas: despatarradas.

Despatarrada es la palabra.

O, dicho de otro modo: con esa falta de pudor corporal que es el gran aporte de las culturas tropicales al mundo en que vivimos.

Despatarradas, las palabras.

Hace calor. Pese al viento del río hace calor, el sudor se amontona, y el Deus É Fiel se hamaca. A los lados, convertido en orillas, el mundo sigue su avance hacia ninguna parte. Hay ratos de ranchitos sobre el río, ratos de selva cerrada y desdeño-sa, ratos de llanura desmontada con sus vacas y hay incluso, de tanto en tanto, un pueblo. Las nubes siguen bajas; al fondo, un arcoíris. Nosotros, en las hamacas, discurrimos: en las hamacas cuatro mujeres leen revistas, una un libro, dos la Biblia, dos duermen con sus hijos encima, una chica mira una película en su laptop; los hombres, en cambio, no hacen nada. Duermen o se mecen, miran del techo cada pormenor. El techo debe ser un primor de pormenores. Hay que saber hacer nada durante quin-ce horas, panza arriba, pensar cosas o no pensar en nada duran-te quince horas panza arriba, cara al techo, pancho; por menos que eso se arman religiones o, por lo menos, cultos. Hay que saber hacerlo y, en general, para saberlo, el trópico.

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En medio del hiperviaje, las horas de barco lento y río son un viaje a otros ritmos, a un tiempo de otros tiempos.

Y la señora muy flaca, casi vieja, avejentada, sentada de tra-vés en su hamaca, que se sacude, llora, repite todo el tiempo no quiero, no quiero, no quiero. Una mujer joven –su hija, me dirá– le masajea la espalda. No quiero, no quiero, lloriquea. Después la hija nos contará que a su mamá le sacaron un cáncer y una teta y le recetaron una quimioterapia pero no podía ir a Manaus para hacérsela, así que lo dejó. Y que hace unos días le empezó a doler mucho el pecho, mucho mucho, y que por eso fueron a Manaus y que el médico les dijo que ya no se podía hacer más nada, y ahora están de vuelta.

La señora dice que no quiere.

El barco sigue, cabecea. Al frente, uno de los paisajes fetiche de este mundo: el río más potente, el que cruza la mayor reserva verde del planeta, un mito de los tiempos. Detrás nosotros, las hamacas, y abajo, en lo más bajo, una carga hecha de cajones de cerveza, electrodomésticos –ventiladores más que nada, tanto aire que necesita movimiento– y mercancías de almacén: deter-gentes, arroz, galletas, chocolates. La Amazonía importa el 80 por ciento de sus alimentos: el gran vivero del mundo no con-sigue producir lo que se come.

Yo empecé porque pensé que acá sí me podían pasar cosas, me dice el capitán. El capitán se llama Soares –flaco, bajo, ner-vudo– y dice que lleva casi treinta años recorriendo el río, abajo, arriba, y que empezó porque pensó que así iba a tener una vida variada, mujeres, aventuras, esas cosas. Pero que las cosas que pasan son si llueve o hay tormenta, si la hélice del barco se le atora o el motor capota, si el dueño le reprocha esto o lo otro:

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las cosas que pasan son problemas. Y con las mujeres también: si a veces me encuentro alguna también es un problema. Que si hubiera sabido nunca habría querido las otras cosas y que lo sabio es querer las mismas, las de uno, dice, flaco, nervudo, cervecita en la mano, filósofo improbable.

Querer las propias es no querer las otras, dice–o viene a decir de cierto modo.

Suspender el juicio, escuché en estos días: que el gran error del mundo fue suspender la incredulidad frente a lo inverosímil del mercado financiero, decidirse a creer aún en lo increíble: que por eso las personas y los banqueros y los gobiernos se creyeron que podían seguir interminablemente colgados de la brocha. Suspender el juicio: siempre la tentación de suspender el juicio, de dejarse decir, de escuchar los cantos de sirenas, de perros, de pelados de traje, de bataclanas mal pagadas, de los profetas del espanto. A Orellana le costó muy caro. Don Francisco de Ore-llana fue el primer patrón europeo que navegó por estas aguas, en unas balsas mal atadas, al frente de cincuenta desarrapados que cada día eran menos, año de gracia de 1542. El mundo en aquel año estaba definido por desarrapados que navegaban mal atados: el mundo en aquel año rebosaba de arrapados que no navegaban ni atados ni desatados pero lo definían los que sí; el mundo siempre se dejó definir por unos pocos, me parece, temo. O, dicho de otro modo: creo. Orellana creía pero creía en otras cosas: gracias a su creencia pudo seguir adelante con su viaje imposible, contra la enfermedad, las rebeliones, los ata-ques. El viaje, contra todo pronóstico, llegó a su final, cinco mil kilómetros más tarde, en la desembocadura del gran río, y Ore-llana pudo volver a España y difundir su idea creyente: que los indios o incluso indias que lo habían atacado desde las orillas eran mujeres amazonas y que, por lo tanto, el río llevaría ese nombre. Si no hubiera sido tan ingenuo tan creído –o tan ins-

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truido: si no hubiese conocido y creído y retomado el mito de las amazonas–, el gran río se podría haber llamado Orellania o, por lo menos, quién sabe, San Francisco. Pero el hombre creía, había suspendido la incredulidad: por eso pudo terminar su via-je, por eso pudo equivocarse tanto.

La creencia tiene tantas ventajas, sus desventajas, sus veri-cuetos raros. Me inquieta que este barco se llame Deus É Fiel, que lo proclame: ¿qué clase de infiel, de incrédulo, de artista se precisa para pensar un dios que quizás no lo sea?

Creer, a mí, me cuesta más que nada. Por eso, supongo, nunca creí en la ecología y ahora el castigo del gran dios ver-doso –aliado con el Fondo de Población de Naciones Unidas– consiste en mandarme por el mundo a buscar historias de jóvenes afectados por la mayor supuesta amenaza contra el ecosistema: el cambio climático o, si acaso, su manifestación más aterradora, el calentamiento global. Es el tema del Infor-me sobre el Estado de la Población Mundial de este año por-que es el tema de este año –que va a terminar con un gran encuentro en Copenhague para negociar acciones comunes. A esta altura ya todos lo sabemos: la principal preocupación a largo plazo de muchos hombres, instituciones, gobiernos resi-de en ese cambio. Pero el cambio climático es, como tantas otras cosas de las que ahora hablamos, un tema que no existía hace veinte, treinta años.

Los temas dominantes cambian –mucho más que el clima.

Me gustaría saber cuándo fue la primera vez que dos perso-nas hablaron del tiempo –en su sentido banal, meteorológico. No existían, sin duda, todavía los ascensores, gran escenario de tales charlas en la ciudad moderna.

–Uy, vio el agua que estuvo cayendo esta mañana.

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–Sí, y ayer con ese sol. La verdad es que el tiempo está loco.

–Completamente loco.Durante muchos siglos el tiempo no fue el tema de un in-

tercambio semiamable tendiente a disimular la incomodidad de encerrarse en un cubo de lata ascensional con un ignoto, sino un asunto decisivo: que mañana lloviera o no lloviera podía hacer la diferencia entre comer y no comer, beber y no beber, vivir y menos. Sería lógico pensar que, en cuanto empezaron a hablar, los hombres y las mujeres más primarios conversaron del tiempo.

–Ugg aguadearriba gigigi la.–Iiiiij aguaderriba nenen panticunelesisi.De hecho, cuando tuvieron que empezar a inventar dioses,

los primarios de aquí y allá coincidieron en ofrecerles el mando de la lluvia, el rayo, el trueno, el sol, el viento. Era puro terror: ya aquellos primarios sabían –quizás, incluso, sabían cómo de-cir– que el tiempo estaba loco. O sea: que esa variable decisiva para su supervivencia era inconstante, tan imprevisible. Que aquellas lluvias que cada año llegaban poco después de las pri-meras crías de los osos podían, de repente, dejar de aparecer; que el viento frío que esperaban con espanto para encerrarse en el fondo de las cuevas a veces se demoraba tanto que temían que se hubiera olvidado; que por momentos el sol estaba tan brutal que les quemaba todo.

Con el tiempo y la historia –los usos del recuerdo–, los hombres aprendieron a definir esas constantes, a llamarlas esta-ciones, a utilizarlas en su beneficio a través de cultivos, planes de guerra, itinerarios, religiones. Pero siguieron hablando con temor del tiempo porque, cada vez más, sabían que nada garan-tizaba que aquello que siempre había sucedido sucediera de nuevo este año o el siguiente. Que el tiempo estaba loco, que se permitía todo tipo de licencias –aunque en última instancia, a mediano plazo, solía volver a ser lo que había sido.

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Después, poco a poco, los hombres más emprendedores en-contraron formas de que el tiempo les importara cada vez me-nos. Ninguna sociedad consiguió vivir sin consumir las plantas que sólo pueden crecer gracias a ciertos fenómenos meteoroló-gicos pero, más y más, supieron suplantar el agua de la lluvia por el agua de riego, el calor por los invernaderos, la ansiedad por la manipulación de las semillas y los brotes. Y, además, esas sociedades diversificaron su producción para que el peso de las actividades meteorodependientes fuera cada vez menor en sus economías. Ahora se podría decir que cuanto más se desarrolla una sociedad menos depende del clima o, por lo menos: que cuanto más primitiva es una sociedad, su dependencia es más estrecha.

Y fue en este tiempo y en esos lugares ya autonomizados donde científicos empezaron a pregonar que el clima estaba cambiando tanto que terminaría por arruinarlo todo. Volvieron a decir que el tiempo estaba loco, pero que la culpa no era de él sino nuestra, toda nuestra, completamente nuestra.

Somos tan poderosos, últimamente, animalitos tan poten-tes.

«La noción de que es posible que el clima cambie es una idea moderna. (...) En nuestros días se ha hecho habitual en-contrarse con gente que cree que ciertos cambios climáticos pueden suceder en el espacio de una generación», decía, el 3 de febrero de 1889, un artículo del New York Times. «¿Está cam-biando el clima? La sucesión de veranos templados e inviernos suaves en los últimos años, que culminó el último invierno en la falta casi total de hielo en el valle del Hudson, trae a colación la pregunta. Los habitantes más antiguos nos dicen que ahora los inviernos ya no son tan fríos como cuando eran jóvenes...», insistía otro, el 23 de junio del año siguiente, ya hacia el final del siglo xix.

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