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1 Sólo esto Condujeron al hombre a un lugar en mitad del campo. Un campo de fútbol inglés, de hierba, alrededor de cuyo centro, donde los jugadores se pasaban la mayor parte del partido, casi todo era tierra. Al otro lado había una sección especial para discapacitados, y una sección para mujeres. Los huérfanos iban arriba y abajo recorriendo los graderíos que había en el lado donde yo estaba, vendiendo caramelos y cigarrillos. Un par de hom- bres más mayores llevaban látigos. Portaban lanzagranadas a la espalda. «Ya viene la gente», decía una voz por megafonía, y la voz tenía ra- zón, la gente estaba entrando en tropel y ocupando sus localidades. Sin ningún entusiasmo especial, hasta donde yo pude percibir; entraban como arrastrando los pies. Probablemente yo estaba más entusiasmado que nadie. Tenía un asiento especial; me habían situado en el césped, al borde del campo. En América habría estado en la línea de banda, en la línea de las cincuenta yardas, con los entrenadores. «Venga, siéntese con nosotros —habían dicho—; es usted nuestro invitado de honor.» 1 Un Toyota Hi-Lux blanco entró en el campo y cuatro hombres con capuchas verdes se bajaron de su parte trasera. Había un quinto hombre, un prisionero, sin capucha, sentado en la plataforma del ca- mión. Los encapuchados tendieron a su hombre en el césped a poca distancia del centro del campo, boca arriba, y se pusieron en cuclillas alrededor de él. Era difícil ver lo que hacían. El hombre que estaba tendido de espaldas era dócil; no hubo ningún forcejeo. La voz que salía del altavoz dijo que era un carterista. 001-216 Eterna.indd 21 10/07/2009 11:23:37

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Sólo esto

Condujeron al hombre a un lugar en mitad del campo. un campo de fútbol inglés, de hierba, alrededor de cuyo centro, donde los jugadores se pasaban la mayor parte del partido, casi todo era tierra. al otro lado había una sección especial para discapacitados, y una sección para mujeres. Los huérfanos iban arriba y abajo recorriendo los graderíos que había en el lado donde yo estaba, vendiendo caramelos y cigarrillos. un par de hom-bres más mayores llevaban látigos. Portaban lanzagranadas a la espalda.

«Ya viene la gente», decía una voz por megafonía, y la voz tenía ra-zón, la gente estaba entrando en tropel y ocupando sus localidades. Sin ningún entusiasmo especial, hasta donde yo pude percibir; entraban como arrastrando los pies. Probablemente yo estaba más entusiasmado que nadie. tenía un asiento especial; me habían situado en el césped, al borde del campo. en américa habría estado en la línea de banda, en la línea de las cincuenta yardas, con los entrenadores. «Venga, siéntese con nosotros —habían dicho—; es usted nuestro invitado de honor.»1

un toyota Hi-Lux blanco entró en el campo y cuatro hombres con capuchas verdes se bajaron de su parte trasera. Había un quinto hombre, un prisionero, sin capucha, sentado en la plataforma del ca-mión. Los encapuchados tendieron a su hombre en el césped a poca distancia del centro del campo, boca arriba, y se pusieron en cuclillas alrededor de él. era difícil ver lo que hacían. el hombre que estaba tendido de espaldas era dócil; no hubo ningún forcejeo. La voz que salía del altavoz dijo que era un carterista.

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«nada de lo que se está haciendo aquí va en contra de la ley de Dios», dijo la voz.

Las capuchas verdes parecieron atareadas, y una de ellas se puso en pie. Sostuvo la mano derecha cercenada del hombre en alto, en el aire, mostrándola a la muchedumbre. La sostenía por su dedo cora-zón, y la movió en un semicírculo para que todos la pudieran ver. Los discapacitados y las mujeres. entonces se retiró la capucha hacia atrás, revelando su rostro, e inspiró. arrojó la mano al césped y se encogió levemente de hombros.

no sabría decir si habían dado algún tipo de anestesia al carteris-ta. no gritaba. tenía los ojos muy abiertos, y mientras los hombres de las capuchas lo levantaban para devolverlo a la plataforma del Hi-Lux, se quedó mirando fijamente el muñón de su mano. Yo estuve tomando notas todo el rato.

Volví la vista hacia la muchedumbre, y ésta se hallaba extraordi-nariamente tranquila, casi insensible, lo que en realidad no era de ex-trañar después de todo lo que habían pasado. en las tribunas se estaba desarrollando un pequeño drama con los huérfanos; se estaban desbo-cando y uno de los guardias les estaba pegando con su látigo.

—atrás —decía él, haciendo girar el látigo por encima de su ca-beza. Los huérfanos se acobardaron.

Pensé que eso había sido todo, pero resultó que la amputación no era más que un precalentamiento. Otro toyota Hi-Lux, esta vez gra-nate, se desplazó con un ruido sordo hasta el centro del campo llevan-do a un grupo de hombres de cabello largo que portaban fusiles. el cabello largo sobresalía de sus turbantes blancos. Llevaban consigo a un hombre que tenía los ojos vendados. Los talibanes eran célebres por muchas cosas y una de ellas era el Hi-Lux, con su carrocería ele-vada, rápido y amenazante; habían conquistado la mayor parte del país con esos vehículos. Veías un Hi-Lux y podías estar estar seguro de que algo malo iba a pasar.

«¡Ya viene la gente!», dijo de nuevo la voz por el altavoz, esta vez más alto y con más entusiasmo. «Ya viene la gente para ver, con sus propios ojos, lo que significa la sharia.»

Los hombres armados sacaron del camión al hombre que llevaba los ojos vendados, le hicieron caminar hasta el centro del campo y lo

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sentaron en la tierra. tenía la cabeza y el cuerpo envueltos en una manta de un color gris apagado que le cubría por entero. Sentado allí, en la tierra del centro del campo del estadio deportivo de Kabul, pare-cía más un saco de harina que un hombre. Con ese atuendo, resultaba difícil incluso distinguir hacia dónde estaba orientado. Se llamaba atiqullah, dijo uno de los talibanes.

el hombre que se había retirado la capucha hacia atrás estaba de pie en el centro del campo, mirando hacia la muchedumbre. La voz que salía del altavoz lo presentó como Mulvi abdur rahman Muza-mi, juez. Caminaba de aquí para allá, con su verde bata quirúrgica aún intacta. La muchedumbre estaba en silencio.

atiqullah había sido declarado culpable de asesinar a otro hom-bre en una disputa sobre el riego, dijeron los talibanes. una discusión sobre el agua. Había golpeado a su víctima con un hacha hasta matar-la, o eso decían ellos. tenía dieciocho años.

«el Corán dice que hay que matar al que mata para crear paz en la sociedad», dijo el altavoz, haciendo eco dentro del estadio. «Si no se imparte castigo, este tipo de crímenes se harán habituales. La anar-quía y el caos regresarán.»

Para entonces un grupo se había reunido detrás de mí. era la fa-milia del asesino y la familia de la víctima. Los dos grupos que tenía detrás iban de acá para allá como en un partido de rugby. una familia hablaba, inclinándose hacia adelante, después la otra. Las familias estaban lo suficientemente próximas entre sí como para tocarse. La ley de la sharia contempla la posibilidad de la clemencia: la ejecución de atiqullah podría detenerse si la familia de la víctima así lo dispo-nía.

el juez Muzami rondaba a unos pocos metros de allí, observando.—Por favor, perdone a mi hijo —decía el padre de atiqullah,

abdul Modin. estaba llorando—. Por favor, perdone a mi hijo.—no estoy dispuesto a hacer eso —dijo el padre de la víctima,

ahmed noor, que no lloraba—. no estoy dispuesto a perdonarle. Él mató a mi hijo. Le cortó el cuello. no le perdono.

Las familias vestían ropas de color aceituna que parecían mantas viejas y tenían los rostros arrugados y secos. todos estaban llorando. todos parecían iguales. Yo me olvidé de quién era cada uno.

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—aunque me dieras todo el oro del mundo —dijo noor—, no lo aceptaría.

entonces se volvió hacia un hombre joven que tenía a su lado. «Mi hijo lo hará», dijo.

La atmósfera se hizo más tensa. Volví la vista atrás y vi a los guar-dias talibanes azotando a unos niños que habían tratado de entrar a hurtadillas en el estadio. atiqullah seguía sentado en el campo, posible-mente ajeno a lo que le rodeaba. La voz crepitó a través del altavoz.

«¡Oh, los que creéis!», convocó la voz del altavoz.2 «Se os prescri-be la venganza en el homicidio: el libre por el libre, el esclavo por el esclavo, la mujer por la mujer.»

«La gente tiene derecho a vengarse.»una de las capuchas verdes entregó un Kalashnikov al hermano

de la víctima del asesinato. La muchedumbre quedó en silencio.en ese preciso instante un jumbo apareció en el cielo con gran es-

truendo, obligando a hacer una pausa en la ceremonia. el hermano se quedó parado sujetando su Kalashnikov. Miré hacia arriba. Me pre-gunté cómo podía ser que un avión de reacción de transporte de pasaje-ros pasara por semejante sitio, sobre una ciudad como ésta, me pregun-té adónde podía ir. Durante un segundo me planteé aquel momentáneo choque de siglos.

el jumbo se alejó volando y su eco se extinguió, y el hermano se agachó y apuntó, dirigiendo su Kalashnikov hacia la cabeza de atiqu-llah.

«en la venganza tenéis vuestra vida», dijo el altavoz.el hermano disparó. atiqullah quedó inmóvil durante un segun-

do y después se desplomó bajo la manta gris. Sentí lo que me pareció una vibración, procedente de la tribuna. el hermano se situó de pie sobre atiqullah, apuntó su aK-47 y disparó de nuevo. el cuerpo ya-ció inmóvil bajo la manta.

«en la venganza tenéis vuestra vida», dijo el altavoz.el hermano caminó en torno a atiqullah, como si estuviera bus-

cando síntomas de vida. al ver uno, aparentemente, se agachó y vol-vió a disparar.

Los espectadores se abalanzaron sobre el campo igual que al final de un partido de fútbol americano universitario. a los dos hombres,

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al asesino y al vengador, se los llevaron de allí en Hi-Luxes distintos, uno granate, el otro blanco. el hermano iba de pie sobre la plataforma del camión blanco mientras éste se alejaba de allí retumbando, rodea-do por sus compañeros. tenía los brazos en alto y sonreía.

tuve que moverme deprisa para hablar con la gente antes de que se fueran a casa. Casi todos decían que les parecía bien, pero nadie parecía sentir el menor entusiasmo.

—en estados unidos tenéis la televisión y las películas, el cine —me dijo uno de los afganos—. aquí sólo hay esto.

abandoné el estadio y caminé por las calles entre una fila de gen-te. Divisé algo con el rabillo del ojo. era un muchacho, un chico de la calle, con luminosos ojos verdes. estaba parado de pie en un callejón, observándome. el muchacho permaneció allí unos segundos más, si-guiendo mis ojos con los suyos. Después se dio la vuelta y corrió.

a última hora de la tarde el centro de Kabul tenía un aire vacío y cre-puscular, una calma que no prometía más que otro día igual que el que había transcurrido. entonces apenas había coches, sólo algunas mujeres que pasaban flotando silenciosamente con sus burkas cu-briéndoles de la cabeza a los pies.* Había carne vieja colgada en los puestos. edificios protegidos en ruinas.

una de esas tardes, un pequeño y delgado muchacho limpiabo-tas se acercó a mí. Sonreía y se pasaba el dedo de un lado al otro del cuello.

—Mamá ya no está —dijo, recorriéndose el cuello con el dedo—. Papá está acabado.

Se llamaba nasir y repetía la frase en alemán y en francés, son-riendo mientras lo hacía. «Mutter ist nicht mehr. Vater ist fertig.» Vol-vió a pasarse el dedo de un lado al otro del cuello, arrastrándolo. Los misiles, dijo. Racketen. Sus ojos color verde pálido estaban bordeados de negro. no pedía dinero; quería limpiarme las botas. Después se fue correteando, bajando por la calle embarrada con su diminuta caja de madera.

* Un burka es un vestido que llevan las mujeres y que les cubre todo el cuerpo.

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Kabul estaba lleno de huérfanos como nasir, niños cariaconteci-dos que ofrecían por las calles pequeños servicios y fantásticas histo-rias de dolor. Los veías en pandillas de cincuenta y a veces hasta de cien, moviéndose apresuradamente con zapatos disparejos y caras su-cias. acudían estruendosamente hasta donde estabas como una ma-nada de caballos salvajes; podías oír las pisadas de tantos pies diminu-tos. a veces me preguntaba adónde habrían ido todos sus padres, por qué dejaban a sus hijos corretear por ahí de esa manera, y entonces me contenía. a veces los huérfanos se descontrolaban, sobre todo cuando veían a un extranjero, agarrándose y empujándose los unos a los otros, hasta que uno de los hombres con látigo los dispersaba. aparecían de la nada, los que blandían el látigo, como si hubieran estado esperando entre bastidores. Los niños chillaban y se dispersaban, después se vol-vían a acercar en círculo, sonriendo. Si yo levantaba la mano, se aco-bardaban como perros callejeros.3

Si una guerra duraba lo suficiente los hombres siempre morían, y alguien tenía que ocupar su puesto.

una vez me encontré a siete niños soldado que combatían para la alianza del norte en la cima de una colina de un lugar llamado Bangi.

Las posiciones de los talibanes estaban inmediatamente a la vista, con un campo de minas por medio. Los muchachos eran como lobos, monosilábicos, sin capacidad de concentración. Ojos en continuo y rápido movimiento. riéndose todo el tiempo. Vello facial oscuro en lugar de barba. Llevaban atavíos combinados de forma extraña, como zapatillas de tenis tipo bota y cinturones con la hoz y el martillo, go-rras hajj bordadas y fusiles rusos.

Intenté abordar a uno de los muchachos de la colina. tenía la cara medio envuelta en un pañuelo a cuadros que le cubría la boca. abdul Wahdood. no podía verle más que los ojos. Yo no dejaba de pregun-tarle qué edad tenía y él no dejaba de mirar hacia su hermano. a su padre lo habían matado hacía un año, dijo, pero aquí le daban de co-mer y con el dinero podía mantener a toda su familia, 30 dólares al mes. «Mi madre no llora», dijo abdul. Me percaté de lo aburrido que estaba, y sus amigos sin duda se dieron cuenta de eso, porque uno de ellos comenzó a disparar su Kalashnikov por encima de nuestras ca-bezas. eso les animó mucho, y empezaron a desternillarse de risa y a

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echarse los unos sobre los otros. Dos de ellos se pusieron a forcejear entre sí. Mi fotógrafo y yo los tranquilizamos y les pedimos que posa-ran para una fotografía con nosotros, y ellos formaron una fila y se pusieron muy serios. Después se colocaron de pie detrás de nosotros en semicírculo y levantaron sus armas, no como si estuvieran apun-tando a algo, más bien como si estuvieran saludando. entonces un par de hombres aparecieron en la cumbre con una olla de arroz y los mu-chachos se abalanzaron sobre ella. Los talibanes cayeron unos meses después. tengo la fotografía de los muchachos en una estantería de mi apartamento.4

Llegué en coche desde el este. Iba a bordo de un pequeño taxi, por una carretera casi completamente arrasada, que se desplazaba lentamente atravesando los cráteres mientras la Osa Mayor se alzaba sobre las cumbres de las montañas que rodeaban la capital, erigida sobre su alta meseta. Los automóviles que circulaban delante de nosotros iban de-sapareciendo en el interior de los cráteres mientras nosotros salía- mos de los nuestros remontándolos, desapareciendo y después reapa-reciendo, nadando hacia arriba y después emergiendo, como los barcos al cabalgar el oleaje.

Pasé junto a los tanques volcados del ejército que se había retira-do, con las estrellas rojas desvaídas sobre las torretas boca abajo. Pasé por puestos de control de los que se encargaban hombres que busca-ban música. Me detuve a mitad de camino, bebí zumo de cereza de Irán y observé cómo el río corría por entre las paredes del desfiladero de Kabul. entonces había muy poca electricidad, así que no pude ver demasiadas cosas de la ciudad a la que estaba llegando, ni la gente, ni el paisaje ni la arquitectura en ruinas, no mucho aparte del fulgor in-termitente de las estrellas. Desde el coche pude distinguir la sombra más clara de los edificios destruidos, de un gris más claro frente a la oscuridad de todo lo demás, el pedregal y los restos de los cantos ro-dados y los ladrillos, una ventana destrozada aquí y allá. un hombre aislado con turbante en bicicleta.

una mañana me encontraba de pie en medio de las fachadas re-ventadas por las explosiones de las tiendas y de los edificios destruidos

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de Jadi Maiwand, que era la calle comercial más importante antes de convertirse en un campo de batalla, y estaba intentando asimilarlo cuando de repente tuve esa sensación que uno a veces experimenta en los trópicos, cuando cree que una piedra se está moviendo pero se encuentra con que es un reptil perfectamente camuflado. Salían a darme la bienvenida, arrastrándose: hombres sin piernas, muchachos sin brazos, mujeres en tiendas de campaña. niños sin dientes. Cabe-llo greñudo, enmarañado, apelmazado.

«ayúdenos», dijeron.ayúdenos. apareció una mujer. Supuse que era una mujer, pero

no podía verla a través de su burka. «Doce años de estudios», dijo ella, y siguió repitiendo la frase como un mantra, como si con ello fuera a conseguir trabajo.

Por primera vez estaba hablando con una mujer a la que no podía ver. Podía seguir la pista a las palabras a medida que salían de la aber-tura, observaba la vibración del tejido mientras ella respiraba y habla-ba. Pero no veía ningún rostro. ninguna boca. «Doce años de estu-dios», decía. Se llamaba Shah Khukhu, tenía cincuenta años, era madre de cinco hijos, le faltaban un dedo y una pierna. Se había subi-do el burka para enseñármelo.

—Llevo cinco años viviendo aquí —dijo a través de la abertura.entonces, y con frecuencia después de ello, me pregunté cómo

soportaban los afganos el dolor, con la cantidad que había de él. Cin-co años entre los escombros con nueve dedos, cinco hijos, una pierna, sin marido: sin duda, un dolor proporcional a esa herida no permiti-ría, en su misericordia, sobrevivir a una mujer como Shah Khukhu. Cuarenta mil muertos en la capital sin electricidad. Bebés de dos años con piernas artificiales. gritaban, sí, y gemían de dolor, gemían espe-cialmente, como el soldado de la alianza del norte que había recibido un disparo en la cabeza y que fue trasladado a lomos de un burro du-rante doce horas a un hospital sin medicinas. emitía un débil lamen-to. a veces creía que se trataba de mi imaginación: no podía com-prender el dolor o la fortaleza que se necesitaba para soportarlo. Otras veces pensaba que algo fundamental se había quebrado después de tantos años de guerra, que había tenido lugar algún tipo de disloca-ción primordial entre causa y efecto, una insensibilización totalmente

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comprensible, necesaria incluso, dado el dolor, pero que tenía el efec-to de permitir que la matanza continuara sin cesar.

un día, cerca de Kandahar, me encontré con un campo de minas, algo que no era precisamente extraordinario en sí mismo, y junto a él a un hombre que se llamaba Juma Khan gulalai. el campo era luminoso y verde. gulalai era carnicero y había montado su mesa allí, con su delantal y sus cuchillos listos para su uso. todos los días, explicó gu-lalai, una cabra entraba deambulando en el verde campo cubierto de hierba para pastar en busca de comida, pisaba una mina terrestre y volaba en pedazos. gulalai entraba en el campo y recuperaba el cuerpo muerto del animal, desafiando él mismo a las minas al hacerlo, echaba la vieja cabra sobre la mesa y trinchaba su carne para venderla.

Durante las hambrunas, era habitual oír hablar de gente que ven-día a sus hijos para pagar comida. estaba el chico de Sheberghan que había intentado fugarse con una chica a la que codiciaba un señor de la guerra; habían atado cada una de las extremidades del muchacho a un caballo y a éstos se les había echado a correr en distintas direccio-nes. Había millones de minas terrestres como las del campo de gula-lai, un estrato tras otro de ellas, arqueologías enteras de minas; sovié-ticas, después de los muyahidines sobre ellas, después de los talibanes, después nuevamente de los muyahidines, muñecas explosivas, Boun-cing Bettys* y minas de plástico que seguirían estallando mil años después, porque no se pudren como los cadáveres. Hubo un momen-to en el que cada día veinticinco personas pisaban minas terrestres en Kabul, y mientras tanto los señores de la guerra estaban ocupados plantando nuevos campos de ellas a toda prisa. afganistán era como el ratón de laboratorio que pulsa el interruptor una y otra vez para electrocutarse. Quizá sólo fuera desesperación.

—Ha muerto tanta gente delante de nosotros que ya nos importa un bledo —dijo gulalai.

gulalai se puso de pie ante su mesa y toqueteó sus cuchillos. Ha-cía seis meses, dijo, un amigo íntimo, Sarwar, había entrado andando en el campo y había saltado por los aires.

* Tipo de mina terrestre que al activarse sale haciendo espirales hacia el aire hasta situarse a la altura del pecho y explotar. (N. del t.)

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—a veces sueño que yo mismo salto por los aires de una explo-sión aquí.

Mientras estaba allí de pie con mi libreta y mi bolígrafo hablando con él, observé cómo un grupo de niños se congregaban en el camino de tierra que había al otro lado del campo y saltaban con entusiasmo ante mi presencia. Les grité que no lo hicieran, pero entraron corrien-do de todos modos en el campo de minas, dando vítores al acudir a mi encuentro, como niños que van saltando por un patio de recreo. esta-ban sin resuello cuando llegaron.

—¿Por qué habéis atravesado el campo de minas? —pregunté al joven Wali Mohammed, que estaba sonriendo y jadeando.

—rodeándolo se tardaría más —dijo.La gente no me creía cuando se lo contaba. una vez me senté con

gulham Sakhi, miembro de la minoría hazara del país, refugiado, padre de cinco hijos. estábamos en una casa en Peshawar y me estaba hablando de la matanza a manos de los talibanes de la que él y su fa-milia habían huido un par de semanas antes. Yo empleaba a un tra-ductor, y Sakhi, aturdido y deprimido, no dejaba de usar las palabras del idioma darí barcha, que significa «lanza», y tabar, que significa «hacha». todavía tengo las palabras en mi libreta. Mi traductor tenía dificultades para entenderle, de modo que le dije que le pidiera a Sakhi que fuera más despacio y nos contara lo que habían hecho los comba-tientes talibanes. Y Sakhi me dijo, en ese tono inerte con el que habla-ba, que los talibanes estaban haciendo con la barcha lo que cualquiera haría con semejante instrumento, las estaban empujando por los anos de la gente y extrayéndoselas por la garganta. Él y su familia habían venido a pie.

—Caminamos a través de desiertos y montañas —dijo.

en afganistán había hospitales llenos de pacientes, quemados y re-torcidos; sólo que no tenían ni medicinas ni médicos. Había colegios, muchos, al menos en las ciudades, sólo que estaban vacíos. La uni-versidad de Kabul, que se hallaba en los márgenes de la ciudad, re-cordaba a una de esas viejas fotografías en blanco y negro de Dresde en 1945, volada, arrasada y abandonada. Había música, cosas mara-

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villosas, ascendentes. Podías ver la música, aun cuando no se te per-mitiera escucharla, largas ristras de cintas de casete arrancadas y col-gadas en lo alto de postes de teléfono, montones de ellas, como las tripas desechadas de un animal. todos los accesorios de una socie-dad que funcionaba habían estado una vez en su sitio, y ahora habían desaparecido.

un día me encontraba de pie ante la ventana destrozada del Club nocturno Pamir, en la azotea del Hotel Intercontinental de Kabul. La cadena había abandonado el lugar hacía muchos años.

—ah, qué buena vista había desde ahí —dijo Sher ahmed, un empleado del hotel.

Seguí los ojos de ahmed hacia el exterior de la ventana volada. Las montañas descendían y se adentraban en las ruinas y después volvían a ascender, pasando por una hilera de automóviles acribilla-dos a balazos y de depósitos de agua agujereados, hasta la yerma cor-dillera que rodeaba la ciudad. ahmed lucía el turbante y la barba obligatorios, y una túnica blanca y caída que era popular entre los pastunes. Sus dos dientes delanteros sobresalían ligeramente de su barba.

—Yo soy el encargado de la comida y las bebidas —dijo ahmed, haciendo una pausa para producir un efecto—. ¡no hay comida, ni bebidas!

Se rio, pero sólo por un instante. ahmed se apartó de la ventana y caminó a través de los vasos rotos y las sillas volcadas del club.

—este lugar no siempre fue así —dijo. no supe con certeza si se refería a su hotel o a su país.

a finales de los sesenta, dijo ahmed, el panorama social de la capital giraba en torno al Intercontinental de Kabul, que hospedó a líderes extranjeros como «Indira gandhi, la señora Bhutto y todo tipo de príncipes saudíes». Las mujeres se paseaban en minifalda, dijo; la ginebra y el vodka fluían de las muchas barras del hotel. Se traía en avión hígado de pato y champán desde Francia, cocineros desde ale-mania y Suiza.

—entonces no había barbas ni turbantes —dijo ahmed, pisando entre los escombros—. no se parecía en nada a esto. entonces todo era muy hermoso. teníamos de todo: música todo el rato, cigarrillos,

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gente fumando. no temíamos que jamás nos fuera a faltar de nada. nuestra única preocupación era que nuestros invitados estuvieran con-tentos.

entonces las cosas empezaron a decaer, dijo ahmed, y su aire nostálgico se desvaneció. Los golpes de estado y las represalias, la invasión soviética y su retirada. Después los muyahidines, que habían derrotado a los soviéticos, se atacaron entre sí. en 1992, dijo ahmed, el personal extranjero del hotel ya había huido, y ya sólo había algún invitado que otro. «Los europeos se acabaron», dijo. estaba de pie sobre un montón de mesas volcadas.

—entonces nos escondimos en las bodegas —dijo él.a mediados de los noventa Kabul se había convertido en un

campo de batalla donde distintos señores de la guerra pugnaban entre sí. Cada uno controlaba su propio rincón de la ciudad: ahmed Shah Massoud, el comandante tayiko; Dostum, el carnice-ro uzbeko; gulbuddin Hekmatyar, el islamista fanático. Y había una pléyade de matones y hampones de menor importancia, siem-pre dispuestos a cambiar de bando por una saca de dinero más grande.

Cada señor de la guerra tenía un feudo, y cada feudo su propio puesto de control donde ni el dinero de un hombre ni su hija estaban a salvo. Hubo un momento en el que Kabul estuvo dividido por cua-renta y dos puntos de control de distintas milicias. Los misiles de Hekmatyar llovían desde el exterior. Durante dos años la capital estu-vo a oscuras, sin electricidad. Sher ahmed y sus compañeros sólo podían mirar desde su sitio en el hotel.

—Massoud disparar aquí —dijo, señalando en un extraño ángulo hacia el exterior de la ventana—. Dostum disparar aquí —haciendo señas en dirección a una co lina.

Durante un tiempo, Burhanuddin rabbani, profesor universita-rio tayiko próximo a Massoud, tomó posesión de Kabul y proclamó un gobierno. Las naciones unidas le otorgaron su reconocimiento. Massoud era el verdadero poder, aunque sus combatientes no se mos-traron agradecidos con nadie. Llevaron a cabo saqueos y cometieron violaciones en un barrio tras otro. una noche, recordó ahmed, irrum-pieron en el Intercontinental de Kabul.

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—La gente de Massoud se llevó las alfombras, los tenedores, los cuchillos y los platos —dijo—. Blandiendo sus pistolas. tráeme vod- ka. tráeme whisky.

ahmed caminó hasta una de las pocas mesas que quedaban en pie y señaló un plato. «ahora sólo hay basura.»

—Me gusta toda la gente del mundo —dijo, con los ojos cada vez más tristes—. Menos los soldados.

en 1996, después de cuatro años de combates en las calles, y más de cuarenta mil muertes civiles, los combatientes talibanes entraron en la ciudad arrasándola.

—teníamos cinco barras, y las arrancaron todas de las paredes —dijo—. echaron abajo todos los cuadros. todos los carteles. Inclu-so las postales de la tienda de regalos. Quemaron aquellas en las que se veía a gente.

uno de los talibanes usó un cable para rajar las caras de un par de frisos de las enormes estatuas de Buda del siglo vi que había en la parte central del país. Los marcos aún colgaban de las paredes. en aquel momento, los Budas de Bamiyan seguían en pie todavía.

De algún modo, dijo ahmed, él y los otros miembros de la plan-tilla del hotel lograron salvar cien televisores, bajándolos a rastras a la bodega del sótano, donde seguían el día de mi visita. Los milicianos talibanes destrozaron los demás. La gente de la plantilla también res-cató mil botellas de coñac y vino.

en un momento posterior de esa misma tarde, cuando me senta-ba a cenar cordero frío y lechuga mustia en el restaurante sin luz del hotel, ahmed reapareció, con un folleto desvaído del hotel en la mano. en él se veía a un joven, bien afeitado, con un esmoquin rojo, que sujetaba una gran bandeja de bizcochos y pastelillos. Detrás del camarero había una mujer europea alta y rubia de pie con ropa de te-nis, y otra en bikini. el joven mostraba una amplia sonrisa.

—Éste era yo — dijo ahmed.Y entonces se quedó mirando la foto, maravillado.

en esa misma cafetería destrozada, un camarero se acercó a mi mesa, con las manos detrás de la espalda, haciendo una ligera reverencia.

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—¿Qué le apetece beber? —preguntó—. ¿un destornillador, un Bloody Mary? ¡Jajaja!

en afganistán la brutalidad y el humor iban de la mano; el cuchillo con la carne tierna. no parecía existir ningún hundimiento de su suerte en el cual los afganos no pudieran encontrar algún motivo para reírse.

en mis muchos viajes a afganistán llegué a adorar el lugar, por su belleza y sus perversiones, por la generosidad de sus gentes a pesar de la locura. La brutalidad de la que uno podía ser testigo en el transcur-so de un día de trabajo era a menudo pasmosa, y más lo era aún la despreocupación con la que se ejercía; y la forma en la que esa bruta-lidad se había filtrado hasta el último rincón de la vida humana era algo digno de verse. Y sin embargo, en lo más profundo, había un lugar del corazón donde sobrevivía la ternura.

estaba sentado en una casucha de ladrillos de adobe cercana a Bamiyan, lugar que padecía una hambruna lacerante, y un hombre y su familia insistían en ofrecerme a mí, su sobrealimentado invitado norteamericano, su último disco de pan.

—Por favor —decía el hombre desaliñado, con su rostro moteado de manchas blancas—. Por favor, cójalo.

en una ocasión fui en coche a la ciudad de Farkhar, en el noroes-te de afganistán, y llegué hasta un grupo de cobertizos de ladrillo que tenía el inverosímil nombre de Hotel Kodri. Durante los prolongados períodos de inactividad del hotel, sus habitaciones se utilizaban para almacenar patatas, y el lugar apestaba a ellas. el retrete era un campo en la parte exterior trasera.

Mientras la oscuridad iba envolviendo la ciudad, oí que llamaban a mi puerta. era un emisario del señor de la guerra de la zona, Daoud Khan, que quería expresarme cuánto prestigio le confería esta visita de un corresponsal americano. ¿Había algo que pudiera hacer para que la visita me resultara más cómoda? Le indiqué que se agradecería mucho un generador.

Y efectivamente, un rato después unos hombres trajeron un gene-rador, un chisme que traqueteaba y despedía humo, y pronto una tenue luz eléctrica estaba brillando en la oscuridad. Después esos mismos hombres trajeron un televisor, un Sharp anticuado y excesivamente pe-sado con una pantalla de diecisiete pulgadas. Y después lo conectaron a

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una antena parabólica que había estado todo el tiempo sobre el techo de adobe del Hotel Kodri.

al final de la noche, en medio del traqueteo del generador, estaba sentado en el suelo del cobertizo de patatas con los afganos viendo a Michael Jackson cantando Blood on the Dance Floor en la MtV. un soldado, que quizá tuviera dieciséis años, apareció en la puerta, apoyó su Kalashnikov contra la pared y se sentó, embelesado ante el fulgor de la televisión.

—Khoob —dijo en darí—. genial.

tío, daban miedo. Los veías llegar en uno de los Hi-Luxes, con su carrocería elevada, con sus relucientes turbantes blancos; eran los ma-yores broncas de la ciudad y además lo sabían. uno de ellos podía es-tar sentado frente a ti al otro lado del restaurante, quizá picoteando un kebab, mirándote desde otro siglo, con kohl bajo los ojos, y sabías que habría tenido tanto problema en asesinarte como en mirarte. es-túpido como una piedra, pero eso no importaba demasiado. Las gran-des culturas son así. Siempre lo han sido. Los griegos, los romanos,

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los británicos: les daba igual lo que pensaran los demás. Les traían sin cuidado los motivos. Simplemente iban y lo hacían. Los talibanes: su fuerza radicaba en su ignorancia. ni siquiera sabían que se suponía que tenía que importarles.

en una ocasión me sacaron a rastras de un taxi. estaba en Herat. Yo había estado tratando de fotografiar a unas mujeres desde el asien-to trasero del taxi. Fantasmas azules que iban flotando. nos habíamos detenido, yo había disparado un par de veces y mi conductor, un afga-no, vio a los talibanes y se quedó paralizado. Yo daba golpes al asiento delantero para que nos fuéramos, para que nos fuéramos y punto, pero él se quedó paralizado. Los talibanes me sacaron a rastras del taxi y uno de ellos levantó su arma y me apuntó a la cabeza, así que saqué una tarjeta profesional, con letras góticas impresas en relieve, Los Angeles Times, muy imponente, una tarjeta de esas que te sacan de apuro en cualquier sitio. el talibán la agarró, la miró y la tiró a la calle. tanto habría dado que le hubiera entregado una estrella de mar. Mi intérpre-te, ashraf, un pastún como los talibanes, gracias a Dios, fue rodeando el taxi hasta el hombre que tenía el aK levantado y empezó a murmu-rar algo en pashto. Yo no sabía lo que estaba diciendo, pero mientras hablaba extendió la mano, asió la barba del talibán y empezó a acari-ciarla suavemente, recorriéndola con las manos, como si estuviera dur-miendo a un gato. Lentamente, el talibán relajó sus brazos, bajó su arma y nos dijo que podíamos irnos. Fue como un truco de magia.

te podías imaginar perfectamente a oleadas de combatientes taliba-nes entrando a la carrera en los campos de minas, volando por los aires, corriendo y volando por los aires. Impulsados por alguna visión, algún sudoroso vacío. Conocí a Hamidullah bajo un árbol de morera en Kan-dahar, estaba sentado en el suelo con un grupo de otros hombres que también tenían miembros amputados. era un chico pastún de Kunduz, tenía veinte años, y había sido soldado de los talibanes durante muchos años. «Hemos visto más batallas que pelos tenemos en la cabeza», dijo. Hamidullah formaba parte una unidad talibán que estaba cargando con-tra una de las posiciones de Massoud cuando pisó una mina terrestre que le voló la pierna izquierda. alargó el brazo derecho para amortiguar la caída y éste dio contra otra mina terrestre; aquélla también explotó.

—Dios sabe cuánto tiempo pasé tendido allí —dijo Hamidullah.

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Yo estaba de pie ante Hamidullah y él me miraba levantando la vista con los ojos soñadores de un niño. Hamidullah dijo que había aprendido a vestirse con la mano que le quedaba, había aprendió a ase-gurar el nudo del cordón de sus pantalones, había aprendido por su cuenta a escribir con la mano izquierda. aún tenía esperanzas de casar-se. Cogió un bolígrafo y una libreta y dibujó la caricatura de una cara con una gran y amplia sonrisa, pero no dejaba de recordar su futuro.

—esto es afganistán —dijo Hamidullah—. estoy acabado.Los ancianos, los líderes, eran depósitos de chatarra ambulantes,

de metal, balas y metralla, apilada con orificios y tejido de cicatriz. andaban sobre piernas ortopédicas y con brazos de plástico que no les encajaban, y cuando se desplomaban sobre sus sillas era como ver des-moronarse el armazón de un coche viejo. tenían aquellos apuestos rasgos más grandes de lo normal, barbillas prominentes y manos enormes. Vertían su té desde la taza y lo sorbían del platillo, haciendo ruido, porque así estaba más frío. te miraban y tú pensabas: Dios, son indestructibles. Son de otro mundo. Derrotaron a la unión Soviética, y la unión Soviética se vino abajo.

La gente los adoraba; mucha gente, cuando menos, como mínimo al principio. Preguntabas a alguien sobre los talibanes y lo primero que te decían era que habían domesticado a los señores de la guerra. no se podía ir por la ciudad en coche, te decían. Los señores de la guerra di-rimían sus conflictos en medio de la ciudad, luchando a puñetazos por territorios, como hacen los hampones, por el derecho a cobrar impues-tos y robar. Los hombres de Massoud derrotaban a los hombres de Dostum, montaban sus tinglados y se vengaban. Y después Hekmat-yar, y Sayyaf, y Khalili, y sólo el Sagrado Profeta sabe quién más.

—Fue como una oscura y larga noche —dijo Mahoma nabi Moham-medi una noche en Kabul. Mohammedi era un comandante talibán que había combatido durante toda la guerra civil. estaba sentado en una silla tapizada de rojo en una pequeña habitación que daba al ves-tíbulo del Hotel Intercontinental.

—afganistán estaba dividido en feudos —dijo—. Cada coman-dante sólo tenía que rendir cuentas ante sí mismo. Luchaban por el poder, luchaban por el botín. Se había olvidado el auténtico fin de la yihad. La gente había perdido toda la esperanza.

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Mohammedi miraba fijamente hacia el frente, evitando todas las miradas. Para el caso, podría haber estado hablando solo.

—el mayor azote eran los puestos de control —dijo—. Los co-mandantes, los señores de la guerra, saqueaban, desvalijaban y viola-ban a todo aquel que pasara. raptaban y violaban a las mujeres. en esta ciudad, Kabul, la capital, había puestos de control en cada man-zana. eran una plaga para la gente.

Mohammedi era un anciano, con la piel curtida y una greñuda bar-ba gris. Pero era fuerte, duro y honrado, podías verlo en sus ojos, y era recto como una viga. esa noche, mientras le escuchaba en la pequeña habitación que daba al vestíbulo del hotel, me descubrí a mí mismo admirando a aquel veterano. La anarquía se había adueñado de la situa-ción, y los talibanes eran los únicos tipos lo suficientemente duros y sombríos como para combatirla y lograr que volviera a morder el polvo.

—Los talibanes no escuchaban a nadie más que a Dios —dijo Mo-hammedi—. trajeron el orden a un país del que se había adueñado la anarquía. ¿Quién habría imaginado que saldrían victoriosos sobre todos estos comandantes que habían llegado a ser tan poderosos y tan crueles?

el comandante hizo una pausa, como si él mismo se lo preguntara.Y también sentí compasión por él. Mohammedi era un puebleri-

no, un patán del campo, y parecía ser consciente de ello. Y parecía ser consciente de que nosotros éramos conscientes de ello, nosotros en Occidente, quiero decir. era como un niño de las apalaches que ha-bía llegado a la gran ciudad, desdentado, y que se quedaba mirando fijamente los rascacielos. Sólo quería sentirse aceptado.

una vez, en Kandahar, uno de los ministros talibanes convocó una rueda de prensa, y sus ayudantes rogaron a los corresponsales occidentales que estaban en la ciudad que acudieran a ella. Cuando se presentó un grupo de mujeres corresponsales, el ministro talibán y sus ayudantes se sintieron nerviosos y confusos. Hicieron un corrillo al otro lado de la sala. Las corresponsales estaban de pie en la entrada. Los talibanes hablaban y agitaban los brazos. entonces uno de ellos caminó hasta una ventana y sujetó las colgaduras con la mano. Hizo señas con el brazo a las mujeres. «¿Les importaría ponerse detrás de la cortina mientras dure la rueda de prensa?», preguntó. Las mujeres se rieron y se fueron. Los ayudantes fruncieron el ceño, decepcionados.

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—no somos drogadictos, no somos analfabetos; podemos diri-gir un gobierno —dijo el mulá Mohammed Hassan, gobernador de Kandahar, unos días después de mi encuentro con Mohammedi. Mullah Hassan había perdido una pierna combatiendo contra los soviéticos. Había entrado cojeando en la habitación, había caído so-bre su silla, se había quitado la prótesis y había comenzado a masa-jearse el muñón.

Por encima de todo, lo que parecía molestar a los líderes talibanes como Mohammedi y Hassan era la negativa de las naciones unidas a concederles su reconocimiento oficial aun cuando habían conquista-do el 90 por 100 del país.

—¿Por qué se niegan a aceptar a los talibanes? —imploró el mulá Mohammedi—. no sé qué hemos hecho para granjearnos la enemis-tad de tantos países.

Los muchachos en fila del colegio se reunieron en torno a mí. Sus rostros imberbes resplandecían tenuemente a la luz de la mañana, y sus turbantes enmarcaban sus rostros formando figuras diamantinas. un solitario varón adulto dio un paso al frente.

—todos nuestros maestros están en las primeras líneas de fuego —dijo el joven, que se llamaba Hassan. tenía veinte años.

Me encontraba en Singesar, a unos 320 kilómetros de Kabul en el desierto del suroeste, en el corazón del territorio talibán. Los hombres que todavía no habían ido a la guerra ya lo habían hecho unas sema-nas antes, mientras los talibanes se preparaban para su siguiente gran ofensiva en algún remoto lugar. Después de que los hombres se mar-charan, y encerradas las mujeres en sus casas, Singesar se había con-vertido en un pueblo de niños.

—Llevo aquí desde los cinco años —dijo Hassan—. todos noso-tros hemos venido para recibir nuestra formación religiosa.

Con su cara bien afeitada y sus ojos inocentes, Hassan parecía tan joven como los muchachos que le rodeaban. Pero era un joven formal, y se encargaba de la madraza en ausencia de los adultos. Calzado con sandalias, me guió a través del pueblo y nos contó la historia de Omar, el hombre tuerto.

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—Vivía en una sencilla choza —dijo Hassan—. era hombre de pocas palabras.

Hassan señaló una casa de ladrillos de adobe que había junto a la mezquita.

—Solía venir temprano por la mañana y rezar sus oraciones, y después tomaba el té y se sentaba en ese cuarto hasta el mediodía, estudiando el Corán solo —dijo Hassan—. no hablaba mucho, sólo con sus amigos.

en la guerra contra los soviéticos, Omar fue un valeroso comba-tiente, sobre todo el día que le hirieron de gravedad. Los soviéticos habían sitiado Singesar, dijo Hassan, y habían lanzado un misil sobre la mezquita del pueblo. La metralla saltó volando y se incrustó en el ojo derecho de Omar.

—Omar, sin más, se cogió el ojo, se lo sacó y lo tiró —dijo Has-san.5 Él no había visto la batalla personalmente; era demasiado joven, pero la historia del ojo de Omar tenía la fuerza de un mito fundador.

tras la derrota de los soviéticos, Omar regresó a Singesar y fundó la madraza donde estaban estudiando ahora los niños. el hastío de Omar iba en aumento al contemplar cómo su país se iba sumiendo en el caos. Cuando llegaron a Singesar noticias de que dos señores de la guerra se estaban peleando por los derechos de un niño pequeño, Omar decidió que ya había tenido bastante.

—tuvo un sueño —dijo Hassan, deteniéndose en un camino de arena—. una mujer acudió a él y le dijo: necesitamos tu ayuda; debes levantarte. Debes poner fin al caos. Dios te ayudará.

—Sólo tenía un lanzacohetes y trece fusiles en el pueblo —dijo Hassan—. eso fue en 1994.

Omar reunió a ocho hombres en Singesar y fue a atacar el primer puesto de control de la carretera cercana. ahorcó a los comandantes de los cañones de los tanques. a medida que los hombres de Omar avanzaban hacia Kabul, iban cortándoles las manos a los ladrones, dando palizas a los infractores con cables, lapidando a los adúlteros.

tras tomar la capital, dijo Hassan, Omar había avanzado hacia Kandahar, que se hallaba a unos pocos kilómetros carretera abajo. Ésa, más que Kabul, era la verdadera capital de los talibanes. Se de-cía que Omar vivía en una nueva casa construida por un acaudalado

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amigo suyo, un veterano de la yihad cuyo nombre era Osama Bin Laden.

Hassan se detuvo ante una pequeña construcción. en Singesar, los talibanes habían construido una mezquita de hormigón en el lugar don-de Omar solía rezar. era el único monumento del pueblo a su líder.

—es como si el sol siempre resplandeciera sobre nosotros —dijo Hassan.

Mohammed Wali, el ministro talibán para el fomento de la virtud y la prevención del vicio, entró renqueando con muletas en la oficina de Kandahar. Se hundió en su excesivamente acolchado sillón, espiró, e inspeccionó a sus visitantes, un grupo de corresponsales occidentales. Ofreció una pequeña y estreñida sonrisa. Wali tenía el rostro intran-sigente de un gruñón, pero su lesión le confería una vulnerabilidad conmovedora. Dijo que había pisado en un hoyo y se había torcido el tobillo.

—Bienvenidos —dijo—. Son ustedes nuestros invitados.alguien le pidió que describiera sus funciones.—tratamos de fomentar la virtud: la amabilidad con los vecinos,

las viudas y los huérfanos —dijo Wali. Después hizo una pausa, como si ya hubiera agotado todo lo que podía decir sobre el tema. Obviamen-te, era de la otra parte de su cartera, del vicio, de lo que quería hablar.

—todo lo que prohibimos lo prohíbe el Sagrado Corán: el alco-hol, el juego, las drogas; si una mujer no lleva purda, eso también es un vicio.*

un ayudante dejó un cuenco de frutos secos recubiertos de azúcar en la mesa entre nosotros. Wali los ignoró.

—también tratamos de impedir que se tomen imágenes de cosas humanas —dijo—. aunque a veces es necesario.

Para los pasaportes, por ejemplo, dijo Wali.—también impedimos la música y los bailes, ese tipo de cosas

—dijo—. La televisión y el vídeo.

* Purda, que quiere decir «cortina» en farsi, se refiere a la costumbre de ocultar a las mujeres de la vista de los hombres, mediante ropas u otros medios.

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Pensé en los soldados de a pie de Wali, los jóvenes de los turban-tes blancos que patrullaban las calles en sus Hi-Luxes.

—también pedimos a los hombres que se dejen barba —dijo Wali, que también llevaba una larga barba—. Los hombres deben dejarse barba, y deben recortarse el bigote.

¿recortarse el bigote?—el bigote jamás debe cubrir los labios —precisó.Wali se movió incómodamente en su asiento, aligerando el peso

que soportaba su tobillo malo.—también cogemos a los hombres que no llevan barba —dijo.Wali habló un poco sobre su vida. al igual que sus correligiona-

rios, los otros líderes talibanes, había luchado contra los invasores so-viéticos y posteriormente había contribuido a aplastar a los señores de la guerra. a lo largo de trece años, durante los combates y después de ellos, había estudiado en madrazas pakistaníes, fundamentalmente memorizando el Corán y aprendiendo los principios de la yihad mo-derna. Siete de esos años, dijo, los había pasado en Darul uloom Haq- qania, una de las madrazas más grandes de Pakistán y un colegio al que iban centenares de combatientes talibanes.

Se pasó al tema de las mujeres. ¿Y los burkas?, preguntó alguien.—una mujer debe cubrir su belleza —dijo Wali—. Si va al mer-

cado, la infracción es intencionada. Y hay que castigarla.—¿Qué pena se le impondría? —le preguntaron.—Puede —dijo—, que le peguemos con una vara.Los calcetines blancos, dijo Wali, también estaban proscritos.—atraen la atención hacia los tobillos —dijo.—¿Y la música? eso nadie puede entenderlo —dije yo.—Siempre que el Sagrado Profeta, la paz sea con él, oía tocar

música, se tapaba los oídos con los pulgares —dijo Wali—. está en el Hadith, que recoge la vida del Profeta. esto es bien conocido.

—todo aquello que hizo el Sagrado Profeta —dijo Wali— noso-tros debemos imitarlo.

Pasamos al tema de los delitos menores y los asuntos sentimentales.—existen determinados pecados graves —dijo Wali, revolvién-

dose en su silla, nuevamente importunado por su tobillo—. un la-drón, por ejemplo. el islam dice que hay que amputarle la mano.

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Pensé en los hombres de las capuchas verdes. un ayudante entró en la sala y le susurró algo al oído a Wali. Él prosiguió como si no hubiera habido ninguna interrupción.

—adulterio: si la pareja no está casada, ochenta latigazos —dijo Wali—. Si están casados, rajim: hay que lapidarlos hasta la muerte.

Hasta ese momento, en septiembre de 1998, los talibanes habían juzgado necesario lapidar hasta la muerte sólo a una pareja de amantes, una mujer de cuarenta años que se llamaba nurbibi y su amante e hijas-tro, turyalai, de treinta y ocho años. Cada uno de los miembros de la pareja fue enterrado hasta el cuello un viernes en Kandahar. Los guar-dias talibanes formaron montones distintos de piedras para cada uno.

Y hasta entonces, que supiera Wali, los talibanes habían enjuicia-do solamente cinco casos de homosexualidad.

—Les echamos un muro por encima —él dijo.el método de echarle un muro por encima al condenado era úni-

co en el sentido de que contenía un elemento de clemencia. Si la per-sona condenada sobrevivía, se le permitía marcharse.

—Dos de ellos sobrevivieron —dijo Wali—. Si alguien sobrevive, sobrevive. Si se le da muerte, muere.

el delito más grave, dijo Wali, era el asesinato, y yo ya había visto cómo se castigaba.

—a un asesino hay que castigarlo con la muerte —dijo Wali—. Si una persona comete un asesinato, tendrá que acabar sus días de esa misma forma a manos de la familia de la víctima.

Wali introdujo una palabra árabe, qisas, que significa «venganza». Los ojos se le iluminaron. Vida por vida, dijo.

—en la qisas tenéis vuestra vida —dijo Wali—. en la venganza tenéis vuestra vida.

Wali regresó al tema de la virtud.—tratamos de fomentar la virtud —dijo Wali—. tratamos de

convencer a la gente para que rece cinco veces al día. Pedimos a la gente que sean amables entre ellos, y con las viudas y los huérfanos.

era en esta cuestión, dijo, donde los talibanes desempeñaban una función de vanguardia.

—el Corán dice: «entre los creyentes tiene que haber un grupo de líderes virtuosos». Yo creo formar parte de ese grupo.

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Wali admitió el peso que acarreaba su cometido, pero no se ima-ginaba a sí mismo haciendo otra cosa.

—a primera vista da la impresión de que es difícil mi tarea —dijo él—. Pero hago mi trabajo de buen grado y con alegría.

en ese momento, Wali se alzó de su sillón y abandonó la sala cojeando de la pierna cuyo tobillo se había torcido.

Hablando con Wali aquel día, y con Mohammedi, y con los otros talibanes, parecía más que obvio que la base del dominio de los taliba-nes era el miedo, pero no el miedo a los propios talibanes, al menos no al principio. no: era el miedo al pasado. Miedo a que el pasado regre-sara, a que volviera con toda su furia disgregada. a que el pasado se convirtiera en el futuro. Las barbas, los burkas, los látigos, las piedras; cualquier cosa, lo que fuera. Cualquier cosa que no fuera el pasado.

en el desfiladero de Khyber paré a un abollado Lada blanco de otra época. un conductor cuyo nombre era Javed, que llevaba una gorra hajj sin turbante, partió a toda velocidad, conduciendo el coche por el interior de los cráteres, mientras las montañas nos miraban fijamente intimidándonos desde las alturas. en el puesto de control los taliba-nes fisgaron en el interior del coche, lo toquetearon y nos hicieron señas para que continuásemos. Pronto Javed lanzó su gorra hajj al salpicadero, metió la mano bajo el asiento y halló un casete. extrajo la cinta que había en el reproductor, lecturas coránicas, insertó la nueva y subió el volumen. ahora a través de los diminutos altavoces sonaba hindi pop con estruendo. nuestros ojos se encontraron en el espejo.

Donde mejor se expresaba la disensión era en los coches. Los co-ches eran uno de los pocos lugares donde te podías sentir seguro ha-blando con la gente. «La gente culta no lucha», dijo Humayun Hima-tyar, tendero de Kandahar, desde el asiento del conductor de su coche aparcado. Él miraba al frente. Yo estaba en la parte de atrás. «Por eso no hay colegios. Si eres culto, no luchas. Los talibanes sólo quieren la guerra.» a él no le iban mal las cosas, dijo, se sacaba un dólar al día. antes había sido mucho peor. Siete milicias habían controlado dis-tintas partes de la ciudad. «gravaban todo con impuestos: la carne, la leche, el pan. Hasta por aparcar tu escúter te cobraban un impuesto.

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Si te resistías, te pegaban. ahora las milicias han desaparecido, y si sales a medianoche, no pasas miedo.»

Himatyar se pasaba el rato girando medio cuerpo para hablar, corrigiéndose a sí mismo, y mirando hacia adelante. «Si no te presen-tas en la mezquita, te van a buscar, llegan, te cogen y te llevan a rastras a la mezquita. Igual te pegan —dijo—. Mis hijas no pueden ir al co-legio. Mis hijos, un día vendrán y se los llevarán a los combates.» una pausa. Podía oír su respiración. «eso es lo peor.»

a veces, en la calle, una mujer pasaba y oías algo que emergía desde detrás de la abertura de su burka. a veces era algo jovial y co-queto, a veces un poco más sombrío.

—Yo era maestra de persa —dijo una vez una de ellas desde de-trás de la abertura—.6 esto es como la muerte.

en una ocasión entré por el aire, en un avión de hélices. al mirar ha-cia abajo prácticamente podía ver la frontera donde acababa el mundo y comenzaba lo desconocido. La tierra se volvía más oscura y más desnuda, venas de nieve surcaban las laderas de las montañas, un velo de nubes y bruma lo envolvía todo.

Iba con Bill richardson, que entonces era el embajador de ee.uu. ante las naciones unidas, y que había venido para tratar de con-vencer a los afganos de que abandonaran los combates. Primero vola-mos a Kabul, donde richardson se reunió con el líder talibán mulá rabbani, el subcomandante. richardson salió después de un par de horas y dijo que creía haber llegado a un acuerdo. Dijo algo sobre los derechos de las mujeres.

Después volamos en nuestro avión a Sheberghan, donde nos reci-bió en la pista de aterrizaje abdul rashid Dostum, el señor de la guerra uzbeko. Dostum había combatido para todos los bandos a lo largo de los últimos veinte años, incluso había dirigido una milicia para los soviéticos, y había contribuido a arrasar Kabul tras la retirada de los soviéticos. Él era el señor de la guerra que había atado las extre-midades de aquel chico a los caballos, o eso decían. Cuando los tali-banes llegaron al poder, Dostum juró que no se sometería a un go-bierno bajo el cual «no habrá ni whisky ni música».7

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ese día Dostum llevaba traje negro y corbata. tenía una cara cha-ta de centroasiático, llevaba el pelo muy corto y bigote negro; parecía un híbrido entre un profesional de la lucha libre y el director de una funeraria. «Me han dicho que fuma usted puros», dijo richardson al bajar del avión y ofrecerle la mano.

Sheberghan se hallaba en la estepa afgana, plana como el tablero de una mesa y desprovista de árboles hasta donde alcanzaba la vista. Junto a nuestro avión había un par de cazas Mig-21 de fabricación soviética, oxidados, de color marrón claro, que llevaban el triángulo verde de la bandera afgana. nuestro coche nos llevó lentamente por una tortuosa carretera hasta el centro de la ciudad, y por el camino pasamos junto a una fila de camellos bactrianos, de esos que tienen dos jorobas, cada una de las cuales sobresalía en ángulos oblicuos. Los camellos nos observaron mientras andaban juntos.

richardson parecía ansioso, y le acompañaba un veterano de la CIa, Bruce riedel, del Consejo de Seguridad nacional. Dostum nos llevó al estadio, donde nos sentamos para ver un partido de buzkashi, una especie de juego de polo que se disputaba con el cuerpo de una cabra muerta. Los caballos corrían con estruendo de un lado al otro del campo, y los milicianos se pegaban y se atacaban salvajemente los unos a los otros; hubo un momento en el que casi se estrellan contra la tribuna de los espectadores. richardson le seguía el juego, actuando como el diplomático que era, y Dostum reía, se carcajeaba y se sacudía de un lado a otro en su asiento.

Después fueron a la casa de campo de Dostum, que era tan am-pulosa y monstruosa como uno se pudiera imaginar. Yo esperé fue-ra. Mientras haraganeaba en la calle, me encontré a un grupo de mujeres que se habían reunido allí para recibir a richardson cuando llegara. eran cinco, resultaron ser médicos, y se habían acercado hasta allí andando desde el hospital de Jowzjan. Llevaban sus batas blancas de médico y en la cabeza los pañuelos informales que carac-terizaban a las mujeres uzbekas, que apenas les ocultaban el cabello. esperaban poder reunirse con el embajador richardson. Parecían realmente asustadas.

—usted sabe lo que pasará si los talibanes llegan a Sheberghan —dijo una de ellas.

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Se llamaba Habiba Muyesar, era ginecóloga. tenía treinta y cua-tro años. era modesta pero tenía entereza, y llevaba los labios pinta-dos de rojo y un pañuelo negro en la cabeza. Me miró con ojos supli-cantes.

Se había formado en la unión Soviética, dijo, en una facultad de medicina de Kazajistán, y había prosperado durante la ocupación so-viética. La doctora Muyesar había ejercido en Kabul, donde había trabajado en el Hospital Materno Infantil de Malali, había permane-cido allí durante toda la guerra civil y había huido a Sheberghan cuan-do los talibanes entraron en Kabul. tenía cuatro hijos.

—tenemos los corazones atravesados por una flecha —dijo.el sol se estaba poniendo. Los guardias de seguridad hablaban apre-

suradamente entre ellos. La noche no era un buen momento para mo-verse por afganistán. Las primeras líneas de fuego no estaban lejos.

Justo entonces richardson salió del palacio con aspecto optimis-ta. Dostum estaba de pie a su lado, con el mismo traje negro de antes, recorriendo los alrededores con la mirada.

—Creo que hemos llegado a un acuerdo —dijo richardson.era un alto el fuego, dijo richardson, tras el cual se llevarían a

cabo negociaciones cara a cara entre los talibanes y sus enemigos.—es una muestra de sinceridad por nuestra parte, no de debili-

dad —dijo Dostum, sin mirar a nadie en particular.en ese momento nos metimos en nuestros coches y nos dirigimos

a toda velocidad a la pista de aterrizaje. De nuevo nos hallábamos en la estepa, y el sol rojo rubí se iba hundiendo en el gran horizonte lla-no. Mientras los motores de nuestro Beechcraft comenzaban a runru-near, los hombres de Dostum cargaron en la bodega del avión enor-mes alfombras granate tejidas a mano. el señor de la guerra nos dijo adiós con la mano mientras nos subíamos. La noche acababa de caer.

—Hoy he mirado a los ojos a los afganos y he visto que quieren la paz —dijo richardson.

Minutos después, mientras ganábamos altura, el interior de la ca-bina comenzó a iluminarse intermitentemente y a centellear. Desde el exterior llegaban grandes estallidos luminosos. Pensé que nos había-mos metido en una tormenta eléctrica.

—relámpagos —dije en voz alta.

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48 La guerra eterna

—Fuego de artillería —dijo un compañero de profesión.Miré por la ventana. enormes explosiones anaranjadas ilumina-

ban el panorama. Podía verlas pero no oírlas desde el interior del avión, grandes fogonazos naranjas que se producían lentamente de-bajo de nosotros. Había siluetas de montañas y hombres.

Los talibanes invadieron Sheberghan unos meses después, atra-vesando con estruendo la estepa a bordo de sus Hi-Luxes. ese día tomé una fotografía de Habiba Muyesar, y aún la conservo: el cabello poco tapado, los labios pintados de rojo, los ojos luminosos y supli-cantes.

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