1. patriarcas y matriarcas de un pueblo

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PATRIARCAS Y MATRIARCAS DE UN PUEBLO: El proceso de la identidad Nos hemos propuesto “recuperar la Palabra” a lo largo de cuatro encuentros bíblicos y hemos dicho que lo vamos a hacer de forma vital y existencial, dejando que esa palabra penetre en nuestra vida y discierna en sus entrañas, más aún, permitiendo que sea nuestra vida la que penetre en la Palabra y le haga alumbrar sentidos inéditos, nuevos caminos personales y comunitarios. Porque nos vamos a acercar a una palabra viva, a la narración del encuentro con Dios de hombres y mujeres que nos han precedido en la fe, al compromiso moral que nace de esta relación de amor, a la poesía que canta el gozo y el miedo, la fortaleza y la debilidad, al grito profético que anuncia la esperanza, la visión que nace en el corazón atento a Dios de los que se atreven a soñar. ¿Acaso toda esa vida no resuena en nuestras historias cargadas de humanidad y divinidad, de soledad y encuentro sanador, de miedo y fortaleza recibida? Y, en esta tarde, salen a nuestro paso, como estelas que afianzan y orientan nuestro camino, los patriarcas y matriarcas de Israel. Sus historias leídas y releídas, a la vez que interpretadas por la experiencia creyente de un pueblo, se constituyen en mapa sugerente, hecho de símbolos y claves que nuestra vida puede interpretar y descifrar desde su realidad actual. Nos hablan hoy del proceso de identidad. Ese camino que cada uno de nosotros va recorriendo durante toda su vida: la búsqueda de una identidad alumbrada en las preguntas más hondas que impulsan nuestra búsqueda, en el encuentro con los otros y otras, en el encuentro con el OTRO, en la realidad donde interaccionamos, en cada acontecimiento. Una identidad alumbrada demandando y acogiendo sentido existencial. Ahí está la experiencia de la autofanía (revelación de mi propia realidad) y la teofanía (revelación de Dios) como realidades fundantes que llevan al encuentro con el hermano y la hermana, después de acoger la misión de ser 1

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Exposición sobre los patriarcas y matriarcas de israel. Su experiencia de Dios como camino de identidad

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Page 1: 1. Patriarcas Y Matriarcas De Un Pueblo

PATRIARCAS Y MATRIARCAS DE UN PUEBLO: El proceso de la identidad

Nos hemos propuesto “recuperar la Palabra” a lo largo de cuatro encuentros bíblicos y hemos dicho que lo vamos a hacer de forma vital y existencial, dejando que esa palabra penetre en nuestra vida y discierna en sus entrañas, más aún, permitiendo que sea nuestra vida la que penetre en la Palabra y le haga alumbrar sentidos inéditos, nuevos caminos personales y comunitarios.

Porque nos vamos a acercar a una palabra viva, a la narración del encuentro con Dios de hombres y mujeres que nos han precedido en la fe, al compromiso moral que nace de esta relación de amor, a la poesía que canta el gozo y el miedo, la fortaleza y la debilidad, al grito profético que anuncia la esperanza, la visión que nace en el corazón atento a Dios de los que se atreven a soñar. ¿Acaso toda esa vida no resuena en nuestras historias cargadas de humanidad y divinidad, de soledad y encuentro sanador, de miedo y fortaleza recibida?

Y, en esta tarde, salen a nuestro paso, como estelas que afianzan y orientan nuestro camino, los patriarcas y matriarcas de Israel. Sus historias leídas y releídas, a la vez que interpretadas por la experiencia creyente de un pueblo, se constituyen en mapa sugerente, hecho de símbolos y claves que nuestra vida puede interpretar y descifrar desde su realidad actual.

Nos hablan hoy del proceso de identidad. Ese camino que cada uno de nosotros va recorriendo durante toda su vida: la búsqueda de una identidad alumbrada en las preguntas más hondas que impulsan nuestra búsqueda, en el encuentro con los otros y otras, en el encuentro con el OTRO, en la realidad donde interaccionamos, en cada acontecimiento. Una identidad alumbrada demandando y acogiendo sentido existencial.

Ahí está la experiencia de la autofanía (revelación de mi propia realidad) y la teofanía (revelación de Dios) como realidades fundantes que llevan al encuentro con el hermano y la hermana, después de acoger la misión de ser (identidad) mediación para él, para ellas y ellos. Este es el proceso que nos invitan a recorrer hoy los patriarcas.

Coordenadas de una salidaIsrael era, en la época patriarcal, un pueblo seminómada. Había partido de la

zona caldea, se había afincado en Arám, y de ahí habían bajado hacia Canaán. ¿Huyendo de una gran sequía? Es bastante probable que sea así, tratándose de un pueblo ganadero acostumbrado a trasladarse en función de los pastos.

Conocemos la historia de Abraham: “Sal de tu tierra, de la casa de tus padres y vete a la tierra que yo te mostraré…” (Gen 12,1) Cómo, cuando descubre y acoge a Yahvé como su Dios, comprende que ha sido este Dios que le buscaba y esperaba, el que le ha llamado a salir de su seguridad, su tierra, y adentrarse en el camino de la búsqueda de nuevas tierras y nuevos horizontes para su vida.

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Agar, esclava de SarayEs también el inicio de la historia de Agar y de la de Jacob. Es,

probablemente también, el principio de muchas de nuestras historias y procesos: Una realidad, un acontecimiento inesperado o buscado que te lanza al camino, a la soledad, al encuentro con la pregunta por la identidad: ¿Quién soy? ¿A dónde voy? ¿Qué quiero? ¿Qué espero? En definitiva ¿Qué sentido tiene mi vida?

Agar, esclava de Saray, había concebido en su seno al hijo de su señor, Abrán1 y de su señora. Iba a dar a luz al futuro heredero del patriarca. Como nos dice el libro del Génesis, “ella, al verse encinta, miraba a su señora con desprecio” (16,4). Puesto que Saray era estéril y no podía concebir, en ese momento, la esclava creía encontrarse en una posición de privilegio. Entonces Sara, después de hablarlo con Abraham, comenzó a maltratar a Agar, pues no estaba dispuesta a tolerar su burla. La esclava se escapó del campamento. Y fuera del campamento, de sus tiendas, de su protección tan sólo estaba el desierto.

Vemos por primera vez sola a la egipcia. Hasta ese momento era la esclava de Saray. Ahora aparece enfrentada a la realidad, en primer plano, ella, Agar, una mujer con sus entrañas llenas de vida. Y ahí, en esa soledad, en ese inicio de vida elegida, es donde se autodescubre a sí misma, surge la pregunta de sentido que le brota desde las entrañas lanzando su mirada hacia el horizonte: “Agar, esclava de Saray, ¿de dónde vienes y a dónde vas?” (16,8)

Agar, la que ve, matriarca de un puebloLa mujer sale huyendo de la dificultad y se encuentra por primera vez sola, en

medio del desierto, desprovista de amparo. Y es en esa soledad, en el encuentro cara a cara consigo misma, donde se le revela, también, personalmente, el Dios del clan al que sirve. Ese Dios del patriarca Abrán, de su Señora Saray, se le descubre cercano y presente, como el Dios de Agar, su Dios. En su soledad, en su pregunta, en el reconocimiento de sí misma y de la vida que lleva en sus entrañas descubre la presencia de Dios conduciendo su historia, revelándole su verdadera identidad, su misión: “Multiplicaré de tal modo tu descendencia, que por su gran multitud no podrá contarse” (16,10)

Es el ángel del Señor2, el mismo Dios en forma visible, el que encuentra a la esclava junto a una fuente que manaba en el desierto y suscita en ella la pregunta: “Agar, esclava de Saray, ¿de dónde vienes y a dónde vas?”.

La situación de desprotección en el nuevo camino que se emprende, la soledad, el desierto, el agua que brota en la fuente… Se entreteje narrativamente el encuentro con Dios, agua viva que brota en la realidad, que se revela a la mujer como fuente que mana en medio de su vida no descubierta ni personalizada. Hasta ahora era la esclava de “otra”, estaba orientada a vivir

1 Según el derecho mesopotámico, una esposa estéril podía dar a su marido una sierva como mujer y reconocer como suyos a los hijos nacidos de esta unión. El hecho se repetirá con Raquel y Lía (30,1-6.9-13)2 En algunos textos antiguos, el ángel de Yahvé o ángel de Dios no es un ángel creado distinto de Dios. Sino el mismo Dios en la forma visible que se aparece a los seres humanos.

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los sueños de “otra”, a concebir el hijo de “otra” y a ser, en definitiva, la sombra de “otra” mujer.

Pero Yahvé le mira cara a cara llamándola por su nombre, es el Dios que la ha escuchado y se revela como el Dios personal que la llama a vivir su propio sueño, a ser Agar, portadora de identidad para un pueblo numeroso y valiente: “Estás encinta y darás a luz un hijo, a quien pondrás por nombre Ismael3, porque el Señor ha escuchado tu aflicción. Será un hombre fiero e indómito, él contra todos, y todos contra él; vivirá enfrentado a todos sus hermanos.” (16,11-12)

Esa es su identidad, recibida en el encuentro con Dios y consigo misma, el sentido de su vida, su verdadero nombre. La esclava ha aprendido el primer paso, ha comprendido que sólo los que se lanzan al camino no conformándose con ser “esclavos de otros/as”, las que se arriesgan en la búsqueda de horizonte, se abren a la posibilidad de recibir el don del sentido, la revelación de su propio nombre, su propio camino, ese que solamente cada uno y cada una de nosotros/as podemos transitar.

¿Cómo sucederá todo esto? ¿Cuál es el paso siguiente? La huída no es camino. Salir fuera del campamento, la vida asumida en la responsabilidad, ha sido la primera etapa hacia la propia identidad. Pero el cumplimiento de la promesa pasa por el enfrentamiento a la realidad. El desierto ha sido proceso, encuentro hondo con su propia realidad, el sentido de su vida, el amor y la promesa de Dios… Pero el siguiente paso es volver al campamento y afrontar su situación: “Vuelve a tu señora, le dijo el ángel de Yahvé, y sométete a ella” (16,9) Para Agar, no es tiempo todavía de caminar en soledad. Es momento de permanecer en su vida, de regresar al campamento con su nuevo rostro y la esperanza de la promesa alojada en sus entrañas. Tiene que enfrentar sus propios demonios, aprender el camino de la verdad y la humildad, recibir la vida y la salvación que Dios le ofrecen como don… ¡La pedagogía de lo real!

Se ha producido el encuentro, la visión iluminadora del Amor. A Agar se le han abierto los ojos y ha visto: se ha visto a sí misma, ha visto su realidad, ha visto su horizonte con la mirada del Amor que la ve a ella. Ha aprendido a mirar, a ver en los ojos del Dios que se le ha revelado como mirada amorosa: “Entonces Agar invocó al Señor, que le había hablado, con el nombre de El Roí _es decir, el Dios que me ve_, pues se dijo: ¿No he visto aquí al que me ve?”

Transformada su mirada, iluminada por la visión en profundidad, puede volver al campamento. La mujer va preñada de promesa y sabe, en lo hondo de su ser que el Dios que la ve la acompañará hacia el cumplimiento.

Jacob, el suplantador y mentirosoTambién encontramos a Jacob solo al inicio de un largo camino.

Conocemos la historia que nos lo presenta fiel a su nombre: “suplantador”, “mentiroso”. Hijo de Isaac y Rebeca, Jacob había compartido el seno materno con su hermano Esaú. Ya en esa etapa, la naración nos habla de los choques entre los dos hermanos. Eran de tal magnitud que la madre, después de un

3 El nombre de Isma’el significa “escuche Dios” o “Dios ha escuchado”, “Dios escucha”

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largo período de esterilidad, deseosa de tener descendencia, acude a consultar a Yahvé sobre el fruto de sus entrañas.

Es, por lo tanto, Rebeca quien recibe la primera información del plan divino: “Dos naciones hay en tu seno;dos pueblos se separan en tus entrañas;uno será más fuerte que el otro,el mayor servirá al menor.” (25,23)

Así, la narración continúa presentándonos el nacimiento de los dos gemelos: Esaú, el mayor, un niño rubio y velludo, y Jacob, el pequeño, que aparece agarrado al talón de su hermano no queriendo soltar lo que ansía para sí mismo: la primogenitura. (25,24-26)

La historia continúa con una doble traición: Jacob consigue de su hermano esa primogenitura deseada. Aprovecha para ello un momento de hambre y debilidad ( ). Posteriormente, con la colaboración y el aliento de su madre Rebeca4, roba a Esaú la bendición del patriarca Isaac y, con ella, hereda las promesas de Yahvé hechas a su abuelo Abraham y a su padre. El suplantador ha sabido astutamente hacerse con lo ajeno.

Esaú descubre y se hace consciente del doble robo y Jacob se ve obligado a salir del campamento y ponerse en camino hacia Padam Aram, lugar donde residía el hermano de su madre, Labam.

Jacob se ve, por primera vez en su historia, solo, fuera del campamento paterno-materno, enfrentado a su propia realidad y con un largo camino por delante lleno de peligros y posibles dificultades. Él, que se ha reconocido a la sombra de su madre como el hijo que ansiaba el puesto de su hermano, él, que ha sido capaz de suplantar a su hermano y mentir a su padre incluso utilizando el nombre del Dios familiar (“Isaac preguntó a su hijo: ¿Cómo has encontrado tan pronto la caza, hijo mío? Él respondió: Porque el Señor, tu Dios, me la ha puesto en las manos […] ¿Eres tú de verdad mi hijo Esaú? Él contestó: Sí, yo soy”); este suplantador se ve ahora enfrentado a su propia soledad y en ella a sus propios fantasmas y miedos ante un camino difícil para ser recorrido sin la protección del clan familiar.

“Casa de Dios y puerta del cielo”Se inicia en este momento una nueva etapa en la vida del patriarca. Ha salido

de Berseba y camina hacia Jarán. Se ha hecho de noche y tiene que detenerse para descansar hasta que la luz de alba ilumine de nuevo el camino. ¿Es consciente de su noche, de su falta de visión? La oscuridad de la noche es para el narrador y para cada uno de nosotros y nosotras claro símbolo de una realidad en nuestro proceso personal: el momento de la ceguera, de la pérdida de rumbo en el camino, la ausencia de control y tal vez de sentido.

Jacob se detiene para pasar la noche, en medio del desamparo busca una piedra donde apoyar su cabeza. Está solo y desconcertado en su mundo. Y es, en este primer momento de debilidad intuida, cuando todo su ser está postrado en la tierra (“humus”), en esa realidad abierta y necesitada, cuando el Señor se le hace presente. Dios se le revela en medio de su noche:4 Dejamos aparte a Rebeca, la madre que conocía, desde el seno materno, el destino de sus dos hijos y nos centramos en el proceso personal del pequeño.

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“Yo soy el Señor, el Dios de tu abuelo Abrahán y el Dios de Isaac; yo te daré a ti y a tu descendencia la tierra sobre la que estás acostado. Tu descendencia será como el polvo de la tierra; te extenderás al este y al oeste, al norte y al sur. Todas las naciones recibirán la bendición a través de ti y de tu descendencia. Yo estoy contigo. Te protegeré adondequiera que vayas y haré que vuelvas a esta tierra, porque no te abandonaré hasta que haya cumplido lo que te he prometido.” (28,13-15)

El Dios de sus padres se reconoce como su Dios personal. Está a su lado. Jacob había robado la primogenitura, la bendición y se había visto lanzado a su propio aislamiento. El hombre ambicioso, capaz de toda mentira para conseguir sus fines, ahora, en medio de su noche y desamparo, recibe del mismo Dios, gratuitamente, el don del que se había apropiado sin importarle el daño de su padre y de su hermano.

Abocado a la profundidad de su propio ser, desarmado de sus tretas engañosas en la soledad de la noche, se descubre habitado, transitado por una honda escala que pone en contacto la tierra con el cielo, y le revela la presencia en su ser del Dios amoroso que le llama, le reconoce en su más profunda identidad y le abre un horizonte de compañía y presencia compartida. Su misión de ser mediador de bendición para la humanidad.

¿Cómo será esto en él que se ha experimentado como ladrón de bendición para el hermano? Esa es la promesa. No está hecho. Queda por en medio un camino de aprendizaje en el que Jacob se irá extendiendo hacia los cuatro puntos cardinales, irá ampliando su espació para acoger y ofrecer. Dios estará ahí, acompañando y protegiendo ¿acaso no lo ha descubierto en lo profundo de su existencia? Él, Yahvé, guiará en el camino. Porque queda en el horizonte la promesa: Volverá a la tierra en la que está acostado, será suya y de su pueblo, su descendencia será numerosa y a través de él recibirán bendición todas las naciones y queda también en lo profundo la experiencia de encuentro como luz interior que guía y recuerda.

Jacob se “despierta” a la vida sobrecogido. Se descubre a sí mismo y al entorno que le rodea como “sagrado”: “Ciertamente Dios está en este lugar y yo no lo sabía” (28,16) Aprende también a mirar la realidad que le envuelve: “Este lugar es la casa de Dios (Bet’el) y la puerta del cielo”. Y queda asociado a ese “ser casa de Dios y puerta del cielo” de forma misteriosa. Tendrá que volver allí, al final de su trayecto, establecerse en ese lugar (35,1), aprender en el camino esa misión que le identifica y que ha quedado grabada en sus entrañas: Ser casa de Dios, puerta del cielo, bendición para todos y cada uno, para la humanidad.

Queda mucho camino por delante y Jacob, en un reconocimiento del Dios que le ha alumbrado, se compromete, si realmente regresa salvo de su viaje, a hacer un santuario en ese lugar y a servir para siempre al Dios que le ha despertado a su más profunda identidad y ha prometido acompañarle en el proceso.

El día ha despuntado y hay que seguir hacia Jarán. Pero el hombre que se levanta y se pone en marcha no es el mismo que se había tendido en la tierra con la noche. En su interior hay una llama encendida, un sentido que alumbra el horizonte, una promesa y, sobre todo, una compañía que, a veces

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conscientemente, a veces sin saberlo, estará a su lado durante toda la vida: el Dios de Jacob.

Penuel: el nuevo nombre, la nueva vidaLa narración, centrada esencialmente en el proceso del patriarca, no describe

más detalles del camino. Sabemos que Jacob llegó a Padam Arán y allí estuvo viviendo en casa de su tío durante vairos años. Tomó por esposas a las hijas de Labam, acrecentó considerablemente sus bienes, sufrió los engaños de su tío, hombre ambicioso que buscaba por encima de todo enriquecerse a costa del trabajo ajeno… En Arán vemos aparecer en varias ocasiones al Jacob astuto que busca salir airoso de las trampas de su tío e incluso incrementa su propio enriquecimiento a través de estrategias no muy claras (30,32ss.).

Pero, en medio de su realidad, se sabe acompañado por Dios y es capaz de descubrir la acción y la presencia de ese Dios en acontecimientos fundamentales de su existencia. Está aprendiendo a leer su historia como una historia acompañada. Está aprendiendo a escuchar, a mirar, a descubrir en lo que ve y oye la palabra de Dios, la voz que le ayuda a discernir en la vida: “Oyó Jacob que los hijos de Labán decían: <Jacob se ha apoderado de todo lo de nuestro padre, y con lo de nuestro padre ha hecho toda esa fortuna>. Jacob observó el rostro de Labán y vio que ya no era para con él como hasta entonces. Entonces Yahvé dijo a Jacob: <Vuélvete a la tierra de tus padres, a tu patria, y yo estaré contigo>” (31,1-3)

Para todos y cada uno/a de los/as creyentes es fundamental este proceso de aprendizaje. ¿Qué vemos cuando miramos? ¿Qué escuchamos cuando oímos, cuando tocamos, sentimos…? A través de la realidad nos llega la palabra, la mirada de Dios, su cercanía y su opción por la vida de cada ser humano, su amor incondicional y su llamada a vivir.

De este modo, continúa la narración, el patriarca se pone en camino hacia Canaán con toda su familia y todas sus propiedades. El narrador sitúa de nuevo, en primer término, la gran preocupación que había sido el origen de su huída: Su hermano humillado. ¿Cómo enfrentarse a él? ¿Qué haría Esaú al verle?

El temor lleva a Jacob a preparar concienzudamente el encuentro. Organiza a sus siervos, aparta una buena parte de sus rebaños y los envia delante como regalo para Esaú. Jacob irá detrás, a la espera de la reacción del hermano. Tiene miedo a su cólera, a la posibilidad de la destrucción y la batalla.

Llega de nuevo la noche. El narrador nos dice que Jacob se levanta, tomó a sus dos mujeres, a sus dos criadas y a sus once hijos y, junto con todas sus posesiones, les hace pasar el vado del río Yaboc. Él se queda solo, por segunda vez, en esa oscuridad. ¿Se la produce el miedo al encuentro con el hermano? Las estrategias de paz que ha trazado tal vez no sean suficientes.

Ahí está el patriarca, como ya le habíamos visto en Betel: cara a cara consigo mismo y con el Dios que le acompaña en medio de la noche.

Posiblemente vuelva ante sus ojos la identidad casi olvidada: suplantador y mentiroso, ante la cercanía del hermano herido para el que fue ladrón de bendición. La vida, el camino, la experiencia del amor de Dios le han ido

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haciendo ser de otra manera. ¿Se siente responsable? ¿Cómo afrontar ese paso definitivo? ¿Será capaz de llegar a ser bendición para su hermano?

El texto nos habla de una lucha que se prolonga toda la noche. ¿Quién la protagoniza? Un personaje misterioso, a quien en principio no identificamos, pelea con el patriarca sin poder vencerle. Jacob se resiste, no puede rendirse y asumir su debilidad. ¡Qué difícil abrir las manos con sencillez para acoger el don gratuito de la misericordia y el amor!

Poco a poco vamos intuyendo la identidad de ese “luchador” anónimo a quien Jacob no quiere soltar hasta recibir su bendición. El patriarca sabe que pelea cara a cara con Dios, lo dirá más tarde, y conoce los planes que este dios tiene para él. Por eso, porque sabe que está llamado a ser bendición para los demás, necesita y pide que Dios pronuncie primero esa palabra en él: “No te soltaré hasta que no me bendigas” (32,28)

Ya no sirve la bendición robada con trampas. La lucha es a cara descubierta y en ella Jacob puede al fin reconocerse débil y necesitado. Ese es el principio de su nueva humanidad. De ahí podrá nacer su misión hacia la comunidad, de su capacidad de saberse pobre y de pedir sencillamente abriéndose al don de Dios, al don del otro.

Dios ha vencido y, como ocurre en todas las grandes batallas personales, ha dejado una herida, una señal de su victoria que será recuerdo saludable del encuentro y el proceso vivido. Esta herida de amor será parte de la más honda identidad del patriarca y quedará reflejada incluso en su nombre: Israel, el que lucha contra Dios.

Dios ha vencido. Pero descubrimos con Jacob que la victoria de Dios en la victoria del ser humano. Jacob sale vencedor en su derrota al comprender que su aparente fuerza era debilidad no asumida y al descubrir su yo pobre y pequeño, su debilidad, como fortaleza habitada y regalada. La herida será recuerdo permanente de la batalla: sólo desde la debilidad sostenida acogemos el don de nuestra grandeza y nos abrimos al amor como entrega mutua. Por eso puede, ahora, Jacob pedir la bendición y recibir, con ella, el nuevo nombre que abre, al mismo tiempo, una nueva etapa en su vida: “Ya no te llamarás Jacob, sino Israel, porque has luchado contra Dios y contra los hombres y has vencido” (32,29)

Esa es la gran batalla y la gran victoria, la que sostenemos a brazo partido con nosotros mismos en el alumbramiento de nuestra más honda identidad, al ir consintiendo, libremente, en lucha con el amor, en el silencio de nuestras ambiciones, que vaya brotando esa palabra que el Dios de la vida quiere pronunciar en nosotros. “Todas las naciones se bendecirán por medio de ti”, ese es el vencedor: Israel, el hombre nuevo que amanece abrazado a Dios, abierto a su bendición y ansioso de conocer su nombre: “Dime tu nombre, por favor” (32,30)

No es el momento, Dios no quiere dejarse apresar en nuestros conceptos. Pronuncia en nuestro silencio su palabra y acompaña el camino de alumbramiento misteriosamente, dejando espacio, dando tiempo. En este camino aprendemos a escuchar, a mirar, a reconocernos y reconocerle. En ese camino descubrimos cómo esa palabra pronunciada, acogida en la soledad y el silencio de la noche, brota desde lo más hondo de nosotros, se va revelando como nuestra más profunda identidad y nos va configurando: “Tu descendencia

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será como el polvo de la tierra; te extenderás al este y al oeste, al norte y al sur. Todas las naciones recibirán la bendición a través de ti y de tu descendencia…”

Jacob llamó al lugar Penuel, diciendo: “he visto a Dios cara a cara y he salido vivo” (32,31) Esa es su realidad, la del ser humano agraciado que ha visto a Dios, que ha aprendido a rastrear su presencia, a descubrir su rostro y ha encontrado la VIDA.

Tú eres el rostro de DiosAmanece y el patriarca camina con los suyos al encuentro del hermano que

se acerca. Vemos la escena, sabemos que Jacob se había situada atrás. Pero descubrimos a Jacob-Israel, el que se ha encontrado cara a cara con Dios, el herido que camina cojeando, tocando su propia debilidad, lo vemos abrirse camino entre su gente y pasar al frente avanzando hacia su hermano:

“Salía el sol cuando pasó por Penuel (Cara de Dios) e iba cojeando del muslo […] Jacob alzó la vista y, al ver que venía Esaú con cuatrocientos hombres, repartió a los niños entre Lía, Raquel y las dos criadas. Jacob pasó delante de ellos y se postró siete veces en tierra antes de llagar hasta su hermano. Pero Esaú corrió a su encuentro, lo abrazó, se echó a su cuello y lo besó, y los dos rompieron a llorar” (32,32-33,4)

Israel-Jacob, el hombre nuevo, el que había robado la bendición, se acerca hacia su hermano como siervo humilde, postrándose en tierra siete veces (como siete eran las bendiciones que había robado), pidiendo humildemente su perdón a la vez que se sitúa como siervo de Esaú. Ambos se abrazan y reconocen mutuamente.

La experiencia de encuentro con Dios cara a cara ha capacitado a Jacob, ahora Israel, para descubrir en el hermano lo que hasta ahora no había sido capaz de ver, el rostro del mismo Dios: “Si he hallado gracia a tus ojos, toma mi regalo de mi mano, ya que he visto tu rostro como quien ve el rostro de Dios y me has mostrado simpatía” (33, 10). El don de la visión ha abierto los ojos de Jacob, abre nuestros ojos también, para que seamos capaces de descubrir en los demás esa presencia de Vida que brota de su interior.

Israel acoge su misión, bendice a su hermano dejando que el don de gracia y misericordia que lo ha transformado brote a través de sus labios, de su abrazo, de su mirada. Esa es su verdadera identidad, ha recorrido el camino del encuentro y la acogida de sí mismo; un encuentro íntimamente ligado al encuentro y la acogida del Dios que nos vive y llama a la vida, a ser mediadores de la VIDA.

El ladrón de bendición: Jacob, es ahora el mediador de bendición después de la lucha (Israel) cara a cara en la que ha aprendido a acoger y regalar el amor. Esa era su identidad más profunda la que intuyó en “Casa de Dios”, cuando el Señor se le apareció y le habló en el camino. Por eso regresa a Betel, al territorio cananeo llamado “Luz”. Allí levanta la estela en el lugar donde había hablado Dios con él y allí se queda a vivir Israel (35,1-14). La casa de Dios es

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ahora la del patriarca y sus descendientes e Israel el mediador de esa promesa que alcanzará a la humanidad entera. Es hermoso ver cómo esa identidad que vamos descubriendo, acogiendo, recreando en nosotros y nosotras es a la vez esa casa compartida con Dios y los hermanos/as donde acoger, dar y recrear vida, una vida que se hace fecunda y trasciende, sin mucho ruido, pero con la fuerza de la verdad, de generación en generación.

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