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ROSTRO Y RASTRO DEL DIOS DE JESÚS UN DIOS PARA LA VIDA Y LA ESPERANZA DE TODOS Óscar Alonso Peno Pedagogo. Ha sido profesor de Secundaria y Bachillerato y ha trabajado en la pastoral universitaria en Barcelona. Hombre con una fructífera y larga experiencia de pastoral práctica. Anda –dice mi corazón–, busca su rostro, y yo busco tu rostro, Señor; no me escondas tu rostro (Sal 26,8-9a) Cuenta la leyenda que mientras Agustín paseaba un día por la playa pensando en el misterio de la Trinidad, se encontró a un niño que había hecho un hoyo en la arena y con una concha llenaba el agujero con agua del mar. El niño corría hasta la orilla, llenaba la concha y depositaba el agua en el hoyo que había hecho en la arena. Ante esta escena, san Agustín se detuvo y preguntó al niño por qué lo hacía, a lo que el pequeño le dijo que intentaba vaciar toda el agua del mar en aquel pequeño hoyo. Al escucharlo, san Agustín le dijo que eso era imposible, a lo que el niño respondió que si aquello era imposible, más imposible aún era el tratar de descifrar el misterio de la Santísima Trinidad. Sirva este ejemplo legendario para iniciar esta reflexión –en voz alta y en letra pequeña– sobre el rostro y el rastro del Dios de Jesús. Nos asomamos a dicho rostro como el niño de la playa, intentando esbozarlo sabiendo que se nos escapa de las manos, que nos supera por todos los lados, que es por naturaleza misterio, es decir, rostro sin rostro, difícil de comprender o de explicar, sin una explicación lógica, que no se comprende pero que se cree por la fe. Y también nos atrevemos a buscar ese rostro, –como dice el salmista y prueba a hacer san Agustín–, para sabernos en camino, buscando a tientas, con sinceridad de corazón y esfuerzo constante, sabedores de que sólo el corazón del justo puede alegrarse al buscar el rostro del Señor (Cf. Sal 105, 2ss). Precisamente, el mismo san Agustín escribe en las Confesiones: «Nos hiciste, Señor, para ti, y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti» 1. Esta célebre frase, en la primera página del libro de las Confesiones, expresa eficazmente la necesidad ineludible que impulsa al ser humano a buscar el rostro de Dios. La bendición que Dios otorga a su pueblo, por la mediación sacerdotal de Aarón, insiste precisamente en esta manifestación del rostro de Dios: «El Señor ilumine su rostro sobre ti y te sea propicio. El Señor te muestre su rostro y te conceda la paz» (Nm 6, 25-26). Probablemente, lo interesante de todo esto sea el hecho de abrir una rendija por donde poder ver, intuir, bosquejar el rostro de Dios que, quizá, nos observa espantado por esa misma abertura; un Dios que –como afirma Juan José Millás 2–, quizá sea como un hacker, siempre más experimentado que todas nuestras búsquedas.

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ROSTRO Y RASTRO DEL DIOS DE JESÚS UN DIOS PARA LA VIDA

Y LA ESPERANZA DE TODOS

Óscar Alonso Peno Pedagogo. Ha sido profesor de Secundaria y Bachillerato y ha trabajado en la pastoral

universitaria en Barcelona. Hombre con una fructífera y larga experiencia de pastoral práctica.

Anda –dice mi corazón–, busca su rostro, y yo busco tu rostro, Señor; no me escondas tu rostro (Sal 26,8-9a)

Cuenta la leyenda que mientras Agustín paseaba un día por la playa pensando en el misterio de la Trinidad, se encontró a un niño que había hecho un hoyo en la arena y con una concha llenaba el agujero con agua del mar. El niño corría hasta la orilla, llenaba la concha y depositaba el agua en el hoyo que había hecho en la arena. Ante esta escena, san Agustín se detuvo y preguntó al niño por qué lo hacía, a lo que el pequeño le dijo que intentaba vaciar toda el agua del mar en aquel pequeño hoyo. Al escucharlo, san Agustín le dijo que eso era imposible, a lo que el niño respondió que si aquello era imposible, más imposible aún era el tratar de descifrar el misterio de la Santísima Trinidad. Sirva este ejemplo legendario para iniciar esta reflexión –en voz alta y en letra pequeña– sobre el rostro y el rastro del Dios de Jesús.

Nos asomamos a dicho rostro como el niño de la playa, intentando esbozarlo sabiendo que se nos escapa de las manos, que nos supera por todos los lados, que es por naturaleza misterio, es decir, rostro sin rostro, difícil de comprender o de explicar, sin una explicación lógica, que no se comprende pero que se cree por la fe.

Y también nos atrevemos a buscar ese rostro, –como dice el salmista y prueba a hacer san Agustín–, para sabernos en camino, buscando a tientas, con sinceridad de corazón y esfuerzo constante, sabedores de que sólo el corazón del justo puede alegrarse al buscar el rostro del Señor (Cf. Sal 105, 2ss). Precisamente, el mismo san Agustín escribe en las Confesiones: «Nos hiciste, Señor, para ti, y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti» 1. Esta célebre frase, en la primera página del libro de las Confesiones, expresa eficazmente la necesidad ineludible que impulsa al ser humano a buscar el rostro de Dios.

La bendición que Dios otorga a su pueblo, por la mediación sacerdotal de Aarón, insiste precisamente en esta manifestación del rostro de Dios: «El Señor ilumine su rostro sobre ti y te sea propicio. El Señor te muestre su rostro y te conceda la paz» (Nm 6, 25-26).

Probablemente, lo interesante de todo esto sea el hecho de abrir una rendija por donde poder ver, intuir, bosquejar el rostro de Dios que, quizá, nos observa espantado por esa misma abertura; un Dios que –como afirma Juan José Millás 2–, quizá sea como un hacker, siempre más experimentado que todas nuestras búsquedas.

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Pero antes de continuar –y para evitar una elucubración cuanto menos filosófica o teológica que diga sin decir, que nombre sin nombrar y que se aproxime sin nunca posibilitar la experiencia de ese rostro al que aludía anteriormente–, yo me pregunto: ¿Rostro de Dios? ¿A quién le interesa este tema? Y si a alguien le interesa, ¿es posible preguntarse por él sin caer en la tentación de imaginar a la divinidad con rasgos antropomórficos que reflejan demasiado el mundo y los anhelos humanos? ¿Cómo poder decir algo del rostro de Dios recordando aquellas palabras de san Agustín según el cual «de Dios pueden decirse muchas cosas, pero es imposible decir alguna de él dignamente»? Y si nos atrevemos a buscar y a indagar sobre los trazos de este rostro –aun sabiendo que por nuestra propia naturaleza, percepción y experiencia, no va a ser una búsqueda digna–, ¿a quién preguntamos, a quién consultamos, con quién cotejar lo que se nos ocurra? ¿Hay alguien o algo que muestre el rostro de Dios y que dé a nuestra búsqueda sentido, hondura y profundidad, serenidad, felicidad y ganas de seguir buscando?

Por todo ello, y por las implicaciones que en la educación de nuestros docentes, alumnos y alumnas, supone la imagen de Dios que tenemos y proyectamos, he querido que el título que encabezara esta reflexión fuera sugerente y respetara –en la medida de lo posible–, dos opciones que recorren la historia de la humanidad cuando se trata de poner nombre y rostro a Dios: poner nombre y rostro a Dios o no ponerle cara ni nombrarlo, pronunciar su nombre y esbozar su rostro o no pronunciarlo ni dibujarlo jamás; hablar de él, desde el atrevimiento y la impropiedad, o callar ante él, desde el silencio y la pura contemplación; descalzarse ante él, tan Alto, tan Otro y tan trascendente o entrar con desenvoltura a su presencia pues él se envolvió y se calzó con el calzado de nuestra misma condición humana. Dos opciones que han estado presentes desde el principio ante cualquier creyente.

Rostro y rastro del Dios de Jesús. En él expreso intuiciones, sumergido en la Palabra, pero, sobre todo, partiendo de la experiencia de la propia fe, de la experiencia de mi comunidad cristiana, de nuestra tarea pastoral en la escuela, desde el convencimiento de que es en Jesús –siguiendo sus pasos, sus huellas, su rastro–, donde podemos intuir de manera más plena y nítida el rostro (sin rostro) de Dios, sin olvidar que para el cristianismo, según Juan en su evangelio, el que ve a Jesús, ve al Padre (Cf. Jn 14, 8-9), sin olvidar –como afirma Maimónides comentando el libro de los Números (Num 12,8)–, «que contemplar el rostro de Dios es comprender la verdadera esencia de Dios» 3.

A modo de subtítulo o de consecuencia lógica del mismo, he expresado un convencimiento personal, el cual espero que sea compartido por el lector: Un Dios para la vida y la esperanza de todos, porque si algo aprendemos cuando nos aventuramos a buscar el rostro de Dios, es que éste se nos revela y se nos desvela en y para la vida, y se traduce inmediatamente en un grito de esperanza para todos. Si no fuese así, no sería rostro de Dios, al menos no del Dios del que Jesucristo habló con palabras, obras y una entrega sin límites y para todos. Un Dios encarnado fundamentalmente en el prójimo cercano y lejano.

ESTRUCTURA

En estas páginas, tras desbrozar qué significan etimológicamente los términos que vamos a emplear en nuestra reflexión (Rostro y rastro), en primer lugar tomaremos conciencia de la importancia de salvaguardar el Misterio de Dios (Dios a pesar de la multiplicación de sus rostros), yendo mucho más allá de las palabras y de los intentos del ser humano al respecto.

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En segundo lugar, dibujaremos algunas de las imágenes que en la actualidad tenemos y/o nos hacemos de Dios (Algunos de nuestros rostros de Dios), para pasar a continuación a encontrarnos con Jesús, aquel de quien decimos que es imagen de Dios invisible, la mejor definición de Dios (Jesús: nuevo rostro de Dios). Finalmente, aterrizando en el ámbito escolar en el que trabajamos, ofreceremos algunas sendas que hacen posible que la escuela sea signo evangélico de Dios en medio del mundo (Pistas para que nuestros centros sean rostro y rastro del Dios de Jesús) y concluiremos con el mensaje que la verdadera imagen de Dios transmite a quien se deja encontrar y seducir por él (El rostro y el rastro del Dios de Jesús hablan de vida y esperanza para todos).

ROSTRO Y RASTRO

Etimológicamente, rostro procede del latín rostrum, que significa pico u hocico. En castellano, la RAE dice que rostro es la cara de una persona. Y yo me pregunto, ¿es Dios una persona? La respuesta puede complicarnos mucho la existencia, porque la teología cristiana afirma –y el credo lo confiesa– que Dios es Dios con tres personas. Si ya era difícil el tema, con esto se nos complica todavía un poco más. A nosotros –hombres y mujeres de andar por casa–, nos sirve la definición según la cual el rostro es lo primero que se ve de alguien, la imagen que de alguien tenemos cuando lo recordamos, cuando queremos ponerle cara. Como veremos a continuación, el rostro del Dios de Jesús es Jesús mismo y todo aquello que tiene que ver con el amor incondicional, con la entrega generosa y gratuita de la propia vida, con la desapropiación por el Reino y las bienaventuranzas de los sin rostro y de los sin voz.

Por eso, en verdad me parece justo y necesario hablar de rostro según el rastro que de él conocemos. No hay rostro de Dios si no somos capaces de intuir, descubrir y experimentar el rastro que de él nos dejó Jesús y que nos muestra la Iglesia y la humanidad desde sus inicios hasta la actualidad.

Y si buscamos la etimología de la palabra rastro, encontramos que también procede del latín rastrum (rastrillo de labrador), por la huella que deja. Rastro significa señal, huella o indicio dejados por algo. Y este es el significado que aquí le damos: intuimos a tientas el rostro de Dios sólo si somos capaces de percibir e interpretar sus señales, sus huellas, sus indicios dejados en algo, sin olvidar que Olegario González de Cardedal afirma que «la religión verdadera siempre ha sabido que no hay inmediatez de Dios. Los ídolos están a la mano y se accede a ellos inmediatamente, mientras en cambio Dios es invisible, inaccesible, intocable. Sólo se le ve donde él se da a ver, se aparece, llama; e incluso cuando aparece encarnado hay que trascender lo visto para reconocerle. Para ver a Dios hay que cerrar los ojos o recibir de él unos ojos nuevos».

Nosotros, más que rostro de Dios, tenemos rastros, huellas, señas, vestigios de dicho rostro. Por eso intentar explorar las imágenes de Dios resulta una tarea ardua, no sólo porque nos aproximamos al Dios-Totalmente-Otro, ése que no puede ser representado, ni concebido, ni expresado verbalmente, sino porque no disponemos de suficiente vocabulario ni todos partimos de la misma experiencia del mismo Dios.

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Por todo ello, sabedores de que no se trata de un fenómeno empírico que pueda contrastarse con los sentidos, ni de un objeto que pueda medirse, pesarse y fotografiarse, no tenemos otro remedio que explorar el rostro que tenemos de Dios a partir de lo que formulamos con nuestras palabras. Palabras que revelan una idea aproximada de lo que, realmente, sentimos en nuestro interior. Esto puede, naturalmente, inducir a errores y llevarnos a caer en proyecciones de tipo personal que nada tengan que ver con lo que es en realidad y con lo que queremos, pensamos y sentimos sobre dicho rostro. Pero hay que arriesgarse, advirtiendo desde el principio que lo más fundamental no es que tengamos o no claro el cuál y cómo es el rostro de Dios, sino que tengamos experiencia personal e íntima de Dios, pues sólo ésta puede producir, realmente, una transformación en nuestra vida.

DIOS, A PESAR DE LA MULTIPLICACIÓN DE SUS ROSTROS

Me he atrevido a preguntar a personas de diferentes ámbitos, creencias, clases sociales y sensibilidades, qué rostro tiene Dios para ellas. Las respuestas han sido variopintas e interesantes. Para muchos Dios no tiene rostro, para algunos Dios tiene el rostro de una madre y para otros de un padre; para muchos el rostro de Dios es Jesús; para algunos el rostro de Dios varía en cada momento de la vida; para otros, el rostro de Dios es el prójimo. Para no pocos el rostro de Dios es el Dios que dibuja Cortés y, finalmente, un buen grupo de personas nunca se han preguntado qué rostro tiene Dios.

No sé si estas respuestas recogen todas las posibles, dejan fuera algunas o simplemente reducen bastante las infinitas posibilidades. El caso es que en ellas, más o menos, en un grado u otro, todos nos sentimos ciertamente representados, aunque sea parcial y mezclando elementos de diferentes respuestas.

Partimos de una premisa seguramente discutible, pero, a su vez y no por ello, menos razonable, tal y como afirma Francesc Torralba: «Dios está más allá de toda imagen, lo que significa que, en último término, no puede ser representado, ni expresado a través del lenguaje icónico. Desde una perspectiva atea, Dios es reducido a una pura imagen mental, a una proyección humana que se realiza en los momentos de congoja. Sin negar que el ser humano sea capaz de crear y de fabricar imágenes de Dios en los momentos críticos de su existencia, esto no significa que Dios pueda reducirse, simplemente, a este conjunto de imágenes antropomórficas que el ser humano construye en su interioridad» 4.

El ser humano es creatio Dei pero –a su vez–, es capaz de crear dioses a su imagen y semejanza. De ahí se deduce que, pese a nuestras imágenes y rostros de Dios, este Dios está más allá de nuestras creaciones subjetivas y circunstanciales.

El rostro de Dios –si se nos permite hablar así–, trasciende todo rostro y toda imagen humana, y no hay ninguna imagen ni ningún rostro humano que, realmente, pueda contenerle y mostrarle tal cual es: «Dios solamente es reconocido en lo que se revela, y los espíritus a los que se revela, transmiten la revelación. Conocimiento y anuncio se exigen mutuamente. Cuanto más elevado es el conocimiento, más oscuro y misterioso resulta, y menos posibilidad hay de plasmarlo en palabras. La ascensión hacia Dios es una ascensión a la oscuridad y al silencio» 5.

En muchas ocasiones, las imágenes que nos forjamos de Dios (y que inducimos a forjar en la escuela) no sólo no nos acercan al Dios-más-allá-de-toda imagen, sino que, además, obstaculizan el encuentro con ese Dios. A menudo, nuestros rostros de Dios se convierten en dioses con minúsculas, se transforman en objetos de devoción y de fe, mientras que el Dios trascendente, el Totalmente Otro, permanece oculto, eclipsado tras una tupida capa de máscaras y de imágenes antropomórficas.

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Tal y como he expuesto más arriba, es evidente que en nuestro universo cultural y social, se detecta una auténtica amalgama de rostros de Dios. Cada uno tiene o carece de su propio rostro de Dios, sea éste más cercano o más lejano al Dios que se manifiesta en la historia a través de la Revelación. Aunque lo preocupante no es que tengamos una imagen de Dios o que carezcamos de ella, sino de qué modo vivimos el encuentro con el Dios que está más allá de toda imagen. Porque –de lo que no hay duda–, es que podemos tener una imagen de Dios y no haber tenido nunca una experiencia personal de ese Dios.

Es cierto que también podría suceder lo contrario: que tuviéramos experiencia de Dios, pero no fuésemos capaces de expresar plástica o lingüísticamente lo experimentado en los «adentros» de la propia vida.

Sea como fuere, en la vida de todo creyente resulta esencial contrastar la propia imagen de Dios, el propio rostro nacido de la experiencia personal de fe, de encuentro, de sentido, con las imágenes y los rostros que tienen otras personas de Dios, con la finalidad de ver la relatividad de la propia imagen y caer en la cuenta de que –al fin y al cabo–, todo rostro de Dios en nosotros es una construcción que debe ser cuestionada, discernida y puesta entre paréntesis. Sólo si ponemos entre paréntesis nuestras preconcepciones de Dios, podemos practicar la acogida del Dios-Otro que se revela en la interioridad más íntima del ser humano.

Al respecto, san Agustín afirmaba magistralmente: «Yo caminaba por tinieblas y resbaladeros, y te buscaba fuera de mí, y no te hallaba, oh Dios de mi corazón, y había venido a dar en lo profundo del mar, y desconfiaba y desesperaba de hallar la verdad… Tú estabas dentro de mí, más interior que lo más íntimo mío y más elevado que lo más sumo mío» 6. E hilando aún más finamente, concluía: «Mas he aquí que él está donde se gusta la verdad: en lo más íntimo del corazón» 7.

Creo no equivocarme si afirmo que la experiencia de Agustín tuvo mucho que ver con este hallar lo genuino, lo verdadero, lo más profundo del rostro de Dios. No puedo dejar de citar un fragmento del libro primero –capítulo IV– de las Confesiones titulado ¿Qué eres Dios mío? Me parece un legítimo y precioso ejercicio de intentar dibujar, perfilar, asir el rostro de Dios por parte de Agustín. Las cursivas son mías: «Pues, Dios mío, ¿qué ser es el vuestro? ¿Qué rostro tenéis? ¿Qué es lo que Vos sois sino mi Dios y Señor? Porque, ¿qué otro Señor hay sino este Señor mismo?, ¿o qué Dios sino el Dios nuestro? Vuestro rostro es, Dios mío, el de un soberano Ser, altísimo, perfectísimo, poderosísimo, omnipotentísimo, misericordiosísimo y justísimo, ocultísimo y presentísimo, hermosísimo y fortísimo; tan estable como incomprensible; inmutable y que todo lo mudáis; nunca nuevo y nunca viejo; renováis todas las cosas, y dejáis envejecer a los soberbios sin que lo reconozcan; siempre estáis en acción y siempre quieto; recogiendo y no necesitando; lleváis, llenáis y protegéis todas las cosas; las criáis, aumentáis y perfeccionáis todas. Buscáis sin que os falte cosa alguna; tenéis amor y no tenéis inquietud; tenéis celos y estáis seguro; os arrepentís y no tenéis pesadumbre; os enojáis y tenéis tranquilidad; mudáis vuestras obras sin mudar de parecer (…). Pero Dios mío de mi vida y dulzura de mi alma, ¿qué es todo esto que acabo de decir, respecto de lo que Vos sois y del rostro que tenéis?, ¿y qué es cuanto puede decir cualquiera que hable de Vos? Y así, infelices y desgraciados aquellos que de Vos no hablan; pues aun los que hablan mucho de Vos se quedan tan cortos como si fueran mudos» 8.

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Guiándonos de la experiencia de Agustín –quien se atrevió a dibujar por activa y por pasiva al Dios al que encontró o, mejor, al Dios que se dejó encontrar por él–, vamos también nosotros a atrevernos a dibujar algunos de los rostros de Dios que existen en la actualidad. No estarán todos, pero sí los más abundantes y/o significativos, bien por exceso, bien por defecto. Para los educadores, este breve análisis es muy importante ya que en la escuela también transmitimos una –o muchas– imágenes (rostros) de Dios. Sirva este breve elenco como un pequeño análisis para confrontar cuál es nuestra experiencia de Dios, desde dónde nos situamos cuando hablamos de él, qué imágenes usamos y qué intentos estamos realizando para reelaborar la imagen recibida y transformarla para poder comunicarla a las generaciones que llenan hoy las aulas.

ALGUNOS DE NUESTROS ROSTROS DE DIOS 9

Partimos de que Dios no es evidente, pero emite señas. Hay que saber verlas e interpretarlas, pues como decía san Agustín « la fe tiene sus propios ojos». Y precisamente porque no es evidente y porque el rostro que tenemos de él depende de nuestra experiencia o no de Dios, y de cómo esta experiencia ha tocado los cimientos de la propia existencia o no, todas las imágenes que aparecen a continuación son posibles, existen, se dan incluso entre nosotros y dentro de nosotros, y –a veces– conviven inexplicablemente varias de ellas por contradictorias que parezcan.

Es claro que buscar el rostro de Dios en los acontecimientos que nos golpean cada día, en las personas que nos requieren, en los trabajos y tareas que llevamos a cabo, supone mirar al mundo apasionadamente, con ojos limpios, sin juzgarlo. Mirarlo con atención amorosa y vigilante, rastreando en medio de la confusión y la oscuridad las luces que revelan la presencia de Dios en medio de su pueblo. Y eso no es una tarea fácil, sobre todo cuando la búsqueda de ese rostro se ve inmersa en las propias heridas, en las propias esperanzas, en los propios fracasos, en los propios proyectos…

Es indiscutible que hay imágenes, rostros de Dios, que no nos gustarán o que nos parecerá que nunca las hemos tenido, pero la verdad y la fragilidad de nuestra vida y de nuestra experiencia de fe –si somos honestos–, revelan que nos cuesta dibujar ese rostro y que cuando lo intentamos de corazón nos asaltan demasiadas preguntas y demasiadas lagunas. Nos sobran calificativos –inefable, invisible, intocable, intangible, omnipresente, omnisciente…– y nos anega el misterio, precisamente porque Dios sigue siendo Misterio (sin rostro) aun después de su revelación 10.

En esta enclenque, lábil y profunda búsqueda del verdadero rostro de Dios, nos alienta siempre la experiencia de Agustín quien afirmaba que «si lo comprendemos ya no es Dios».

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1. Ausencia de rostro

Hay muchas personas que, por distintas razones, carecen de una imagen de Dios. Al preguntarles qué rostro tiene para ellos Dios, quedan extrañados y sin palabras, y algunos hasta confiesan que jamás se habían parado a pensar algo semejante. No se han forjado ninguna imagen de él ni durante la infancia, ni durante la juventud. No han sido objeto de ninguna transmisión (o sí, pero ¿cuál?) y la palabra Dios resulta ser –para ellos–, una expresión vacía de contenido y completamente inocua. Su mente está colapsada de imágenes sensibles que tienen su origen en los sentidos externos, pero carecen por completo de una imagen de Dios. Como consecuencia de ello, no adoptan ninguna postura frente a Dios: ni le afirman, ni le niegan, sino que –en términos generales–, practican una especie de indiferencia en términos teológicos.

Pese a todo, tal y como afirma el profesor Francesc Torralba, esta ausencia no debe contemplarse negativamente. En ocasiones, es preferible una ausencia de imagen, que no una imagen negativa, porque en este segundo caso es pertinente deconstruir esta imagen y elaborar de nuevo la imagen de Dios. Ya decía Mamerto Menapace que «elegir es renunciar. Un sí en la vida trae consigo una cantidad significativa de noes. Decir que no a algo nos deja en libertad para decir todavía que sí a todo lo demás. Mientras que decir a algo que sí nos compromete a decir que no a todo el resto» 11.

Lo mismo puede ocurrir con la búsqueda del rostro de Dios: quizá sea mejor no contentarse con el primero que uno se forme o que uno adquirió por educación y/o tradición, sino dejar que se vaya perfilando a lo largo de los años, al ritmo de la propia experiencia de fe. De hecho, las personas que carecen de un rostro de Dios, no son personas opacas a la experiencia de Dios, sino que son el producto de una educación ajena al desarrollo del sentido religioso, de la experiencia trascendente.

El ser humano es capaz de múltiples desarrollos, pero para ello requiere de una educación, de una correcta iniciación, de un respetuoso acompañamiento. Muchas personas son buena gente, buenos ciudadanos, buenos profesionales, pero no poseen en su interioridad una imagen de Dios (y quizá tampoco hayan tenido ocasión de preguntarse qué es eso de la interioridad). Tampoco son nostálgicos. No viven con miedo la ausencia de una imagen, sino que viven instalados en el mundo, ocupados por las cosas que hay en él y preocupados por su futuro. El tema de Dios ocupa un lugar muy periférico e irrelevante en su escala de valores.

Como ya expresó lúcidamente Gilles Lipovetsky en La era del vacío (1986), el hombre actual vive sin Dios, pero también sin nostalgia de Dios, le resulta indiferente su existencia, e inclusive en el caso que Dios existiera no cambiaría ni un ápice su modo de existir.

Viven la ausencia de un ser amado, pero no pueden vivir la ausencia de Dios, porque, simplemente, no han vivido su presencia y, por tanto, carecen de experiencia alguna para ponerle un rostro y hacer memoria de ese rostro.

2. Dios-obstáculo, adversario y rival

Como bien sabemos por le escena del Génesis, la primera tentación propuesta al ser humano consistió en hacerle desconfiar de Dios, hacerle pensar que Dios les engañaba, que en el fondo no quería que fueran verdadera y plenamente felices, que el mandato divino era un obstáculo para su propia realización personal. En definitiva, que era mejor no fiarse de Dios.

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Y esa siembra de desconfianza en el Dios de la vida ha recorrido la historia de la humanidad y recorre la historia personal de muchos hombres y mujeres hoy. Mucha gente –a estas alturas–, todavía sigue hoy viendo a Dios como un obstáculo, como un adversario, un enemigo, un rival, según la disyuntiva «o Dios o el hombre»: Vivimos en un mundo donde se ha instalado la comprensión atea de la propia existencia que reza «si Dios existe, no soy libre; si yo soy libre no puedo reconocer la existencia de Dios» 12.

Esta visión del rostro de Dios como un obstáculo, se construye –por lo general–, a partir de tópicos. Algunas personas han vivido realmente una educación e iniciación en la fe tan extraordinariamente negativa que padecen intensamente esta imagen del Dios-obstáculo, si bien la gran mayoría de las personas desconocen, afortunadamente, esta experiencia.

La falta de confianza está en la base de este rostro adversario y rival de Dios. Y la confianza –como el arte–, nunca proviene de tener todas las respuestas, sino de estar abierto a todas las preguntas, preguntas que el ser humano, en muchas ocasiones prefiere no escuchar. Pero ya dicen que la mucha confianza es cuna de menosprecio, y quizá la mucha confianza de Dios en sus criaturas generó eso, menosprecio y rivalidad. Quienes consideran que Dios no merece confianza es muy probable que también carezcan de confianza en el ser humano.

Este rostro del Dios-obstáculo no aflora, generalmente, de dentro, sino que tiene su génesis en la presentación exterior de la religión y de Dios. Más allá de la visión del Dios-obstáculo, lo que abunda, en términos generales, es la indiferencia frente a Dios. Dios es obstáculo, es barrera, limitación de la propia libertad expresiva. Esta imagen no es una casualidad sino la consecuencia lógica de una transmisión de la imagen de Dios, según la cual Dios es un obstáculo, una especie de privación de la libertad potencial del sujeto.

Habría que preguntarse si este rostro de Dios obstáculo, adversario y rival, no tiene algo que ver con nuestro modo de presentarlo, de hablar de él, de experimentarlo. En nuestras escuelas, en nuestras comunidades cristianas, en nuestras comunidades religiosas, en nuestras casas, ¿cómo hablamos de Dios? ¿Cuánta confianza inspiramos en él y en aquello que nos pide? ¿No resultará que los primeros en provocar esa imagen distorsionada de Dios somos los que hablamos de él? ¿Será que el rostro de Dios que tenemos y anunciamos los creyentes es el de un Dios rival, fastidioso y enemigo?

3. Dios impasible y lejano

Hay personas que se imaginan a Dios como alguien indiferente ante lo que acontece en el mundo, ante lo que le ocurre a la humanidad. Un Dios que crea y se desentiende de la obra creada. Es un Dios impasible y, cuanto menos, lejano.

Subir a Dios a una nube tan alta y tan alejada de nuestra realidad cotidiana tiene como finalidad dejarlo fuera de nuestra órbita, impedir que Dios nos incordie. Su grandeza e inconmensurabilidad –piensan muchos–, hace que no se ocupe de las pequeñas cosas.

Este modo de concebir a Dios tiene –como consecuencia–, una idea, cuanto menos, lógica: un Dios al que no le importamos, a nosotros tampoco nos importa. Evidentemente, este rostro impasible y lejano de Dios es diametralmente opuesto al rostro que Jesús muestra del Padre: un Dios interesado, apasionado y pre-ocupado por sus criaturas.

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Habría que preguntarse si el Dios del que hablamos en la escuela tiene un rostro cercano, accesible, apasionado, interesado por los seres humanos o más bien es un Dios impasible, lejano, distante, despreocupado de la suerte de sus criaturas. Habría que preguntarse si nos sentimos más cómodos presentando a un Dios lejano e impasible –porque es Dios–, que presentar a un Dios cercano, dispuesto, encarnado, que suscita preguntas y remueve las entrañas de quien se siente querido por él.

Habría que mirar a ver si –con el paso de los años–, nuestras escuelas y nuestras comunidades han hecho posible aquello de «baja a Dios de las nubes y llévalo a la fábrica donde trabajas. Quita a Dios del retablo, ponlo muy dentro de tu corazón. Saca a Dios de los templos donde lo encerraron hace tantos años. Déjalo libre en las plazas y llévalo también al mercado del pueblo», que Roberto Orellana compuso y que inundó muchos de nuestros espacios educativo-pastorales.

4. Dios justiciero

Hay gente que ve a Dios como un juez, imparcial, frío e indiferente. Desde su estrado nos deja hacer lo que queramos, no nos impide equivocarnos ni transgredir la ley, pero al final nos espera para dictar sentencia. No es –ni tan siquiera–, el rostro de de un buen juez, sino más bien de un justiciero vengativo.

Dios tiene rostro de juez o, peor todavía, de fiscal que anatematiza los actos libres y espontáneos de la persona. Desde esta perspectiva, Dios es un muro para el ejercicio de la libertad que debe ser superado o, simplemente, negado. Esta idea de Dios es, por lo general, muy poco frecuente. Lo divino aparece bajo la máscara del censor. Las personas que perciben este rostro de Dios desean disolver esta imagen en la nada, ejecutar el deicidio y liberarse de esta imagen horrible de Dios que limita su libertad y su capacidad de realización.

Como consecuencia de ello, parece que todo lo malo que le ocurre a una persona en su vida –hasta lo más nimio–, es tomado como un castigo o un correctivo de ese Dios que más que confianza y felicidad, genera miedo. Es el rostro de un Dios que constantemente reprocha y castiga, prohíbe y recrimina.

Es el rostro de un Dios que –sabedor de nuestras debilidades y vulnerabilidades–, nos lo pone siempre difícil para que no pasemos las pruebas que la vida nos lanza a cada instante.

Este rostro de Dios –aún presente en muchas personas o, al menos, en el trasfondo del modo de actuar de muchos creyentes–, no es el rostro del Dios de Jesús. Al final de la vida, tal y como dice san Juan de la Cruz, «seremos examinados en el amor» y este rostro justiciero se olvidará de ello. No nos preguntarán si hemos hecho muchas cosas en lo profesional o pastoralmente, tampoco si hemos realizado grandes obras, o hemos vivido una vida religiosa dominical, ni nos sacará la cuenta de cuánta limosna hemos dado… sólo seremos examinados en el amor. Algo que para el que sólo cumple la ley es ininteligible e inadmisible.

Unido a este rostro de Dios justiciero está también el rostro del Dios espía, al que se le tiene como un policía o un vigilante de seguridad y no como a un Padre amoroso que nos contempla con emoción y ternura, que se estremece ante sus hijos e hijas.

Habría que preguntarse qué decimos a los alumnos acerca de la justicia de Dios, acerca de su modo de examinarnos. Habría que preguntarse si insistimos más en el amor o en lo que ocurre cuando nos equivocamos una y otra vez. Habría que preguntarse cuánto amor hay en nuestra vida y en nuestra tarea pastoral, porque el rostro de Dios que ofrecemos varía mucho –como dice un buen amigo–, si vivimos o no en el amor.

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5. Dios póliza o paño de lágrimas

El rostro de Dios adquiere –para algunos–, la forma de una póliza, de un seguro de vida. Para ellos es bueno que Dios esté, aunque lo mejor sería no tener que echar mano de él.

Hay personas, además, que acuden a Dios cuando llegan los momentos de dificultad: enfermedades, dificultades económicas, fallecimientos… Acuden a Dios por miedo a lo que sucede o a lo que pueda llegar a suceder. Casi siempre, cuando se dirigen a Dios, lo hacen con los ojos –y el corazón– llenos de lágrimas. El rostro de Dios que contemplan es, por eso, deforme y triste. Un rostro de Dios así inspira más sentimientos de duelo que de fiesta. Es el rostro de un Dios tapagujeros.

Sin embargo, el rostro de Dios que nos trasmite Jesús es muy diferente: es el de un Padre, que pese a las miserias, flaquezas y negaciones de sus hijos, espera siempre, se conmueve siempre, acoge siempre y hace fiesta cuando regresa un hijo extraviado (Lc 15,20b). Dios no es un seguro de vida o una póliza: Dios es vida y vida en abundancia. Dios no es un paño de lágrimas, sino fuente de felicidad y alegría verdadera, como decía Francisco de Asís en aquel precioso texto titulado la Verdadera alegría.

Habría que preguntarse si nuestra experiencia de Dios se basa en un acudir a él cuando tenemos necesidad, como una especie de amuleto de temporada, o si –por el contrario–, el rostro que tenemos de Dios es el del Padre que movido a misericordia, sale al encuentro de sus hijos, les abraza y celebra fiesta porque vuelven a casa. Habría que preguntarse si en nuestra escuela es visible y patente que creemos en Dios Padre, en el Dios Padre de Jesús, que nos ama con locura, nos perdona sin cordura y siempre nos espera suceda lo que suceda.

6. El Dios del tiempo libre

Para muchos cristianos, el rostro de Dios se circunscribe a algunos momentos agendados. Un Dios para los ratos libres y para cuando apetece. Se le dedica un tiempo los domingos y fiestas de guardar. Es un Dios cómodo y tranquilizante. Dan a Dios lo que consideran oportuno, pero jamás piensan que, quizá, él quiera más de nosotros, que, quizá, su Palabra necesite encarnarse más en su vida y en sus opciones. A este Dios, cuyo rostro es de «mírame y no me toques», no se le confía nada, ni se confía en él. Es imposible que quien vea a Dios así haga su voluntad, simplemente porque no está dispuesto ni tiene tiempo, ni seguramente le apetezca hacerlo.

Habría que preguntarse si el rostro que tenemos de Dios y que proponemos en nuestra escuela es el de una especie de hobby, al que podemos dedicar algunas migajas de nuestro tiempo, pero no entablar con él una relación personal, plena y confiada. Habría que preguntarse si la educación en la experiencia religiosa en nuestros centros va o no más allá de un barniz, de un hobby, de una justificación.

7. El Dios funcionario quisquilloso

Hay personas para quienes el rostro de Dios es el de un funcionario quisquilloso, que no admite ni el más mínimo error, tenga o no importancia alguna. Es la imagen del Dios que no pasa una, que exige el estricto cumplimiento de las normas y que premia a quien las cumple y no tolera ni hace crecer al que no cumple dichas normas.

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Este Dios, más que un motivo fundante de la propia vida, más que fuente de felicidad y de paz, termina convirtiéndose en una tortura. Por supuesto, esta visión de Dios marca y daña toda experiencia y relación con él. Es un Dios al que no se le puede engañar. Estas personas, cuando se acercan al sacramento de la reconciliación, no se reconcilian, sólo buscan borrar del marcador personal aquello que no pasa el examen. Para ellas no cuenta tanto la actitud del corazón como la exactitud de la memoria. Olvidan por completo que no se accede a la verdad, ni al perdón, ni a la contemplación del rostro verdadero de Dios que son los hermanos, sino a través del amor, tal y como decía san Agustín.

Habría que preguntarse qué idea de Dios tienen nuestros alumnos cuando abandonan nuestro centro escolar. Sería una pena que también para ellos fuera una especie de funcionario quisquilloso y no un Dios que se deja crucificar para poder perdonarnos, un Dios que se entrega hasta las últimas consecuencias por la vida y la esperanza de todos, especialmente de los que más sufren, de los que más dificultades tienen, de los que más amor necesitan.

8. Dios principio cósmico

Para mucha gente –creyente y no creyente–, Dios es un principio cósmico, creador del mundo, pero no es interpretado en términos de persona. No se puede entablar una relación personal con él. Es la perspectiva del teísmo, donde Dios es el motor inmóvil, que lo mueve (y maneja) todo, desde la eternidad –el creador increado, el principio de todas las cosas–, pero no entra en relación con el ser humano, ni el ser humano puede establecer contacto alguno con él. Dios-principio no habla, no se comunica, porque es el Origen, la Fuente de todo cuanto hay, pero no es persona.

Estos hombres y mujeres no niegan a Dios, pero sí que niegan el rostro de un Dios personal como el que presenta el cristianismo. Como no podía ser de otra manera, no admiten la filiación divina de Jesús, al que consideran un hombre ejemplar, un ser humano ideal, coherente y solidario, pero no pueden admitir que sea la encarnación de Dios, ni por supuesto su rostro. Dios es un principio cósmico que nada tiene que ver con los hombres, con su vida y sus sufrimientos. Mucho más paradójica les resulta la idea de un Dios-sufriente, de un Dios crucificado para decirlo con la expresión de Jürgen Moltmann 13.

Este rostro de Dios cósmico, principio de todo, que no posibilita una relación con él, deja sin sentido la oración. Es un Dios que no escucha a sus criaturas y, por lo tanto, vacía de sentido todo intento de trascender la propia vida y los acontecimientos que en ella surgen. En cristiano, el que ora se dispone a escuchar lo que Dios desea de él, la misión y el proyecto que Dios le tiene encomendados. Este acto de escucha presupone que el Otro habla, pero para quien el rostro de Dios es un Dios cósmico, esta experiencia le resulta, simplemente, imposible.

Habría que preguntarse si en nuestra escuela –lejos de proponer este rostro tan lejano e inexperimentable–, estamos proponiendo un acceso a la experiencia religiosa y al rostro de Dios desde la vida y no tanto desde los grandes principios, lejanos, fríos e inabarcables. La experiencia cristiana de Dios revela un rostro creador, pero encarnado e implicado en la historia de sus criaturas. Un Dios que escucha, que habla, que se comunica y que se hace palabra y pan.

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Habría que preguntarse si en la actual coyuntura no estamos presentando un rostro de Dios ecológico, que es todo lo creado (panteísmo) y que promueve experiencias que tienden a divinizar –de manera consciente o inconsciente–, el universo natural. Un Dios que más que disponer de una ley, es la misma naturaleza, lo que significa que vivir conforme a la naturaleza es vivir conforme a Dios, o dicho de otro modo, entrar en comunión con ella es entrar en comunión con Dios.

Habría que preguntarse si estamos proponiendo un rostro de Dios que constantemente nos hace evadirnos a la naturaleza para desentendernos de lo demás, o si estamos educando-evangelizando para que los alumnos experimenten un Dios presente por doquier (panenteísmo) y posibilitador de ser, realmente, responsables de la creación, tal y como afirma el libro del Génesis: «creced y multiplicaos, llenad la tierra y sometedla». Un sometimiento responsable, sabedores de que lo creado configura también el verdadero rostro de Dios.

9. El Dios desbordado

Para algunas personas, el rostro de Dios refleja un Dios desbordado. Al ver cómo está el mundo, la crisis económica, la injusticia institucionalizada, la corrupción por doquier, la globalización de todo menos de la dignidad de todos los seres humanos, etc., tienen la sensación de que la obra de Dios le ha desbordado, se le ha ido de las manos.

Ven un Dios cuyo rostro habla de derrota y abatimiento. Y un Dios visto así puede dar pena, pero, seguramente, no inspire confianza, ni permita instaurar con él una relación sana y plenificante. Es el rostro de un Dios en el que ya no es posible depositar la esperanza.

Claro está que esta imagen de Dios derrotado, desbordado y desesperanzado, no tiene nada que ver con el Dios de Jesús, un Dios encarnado en el mundo, embarrado en el lodo donde habitan los últimos, esperanza de cuanto existe.

El rostro del Dios de Jesús es el de la alegre esperanza, el de la victoria de la vida sobre la muerte, del amor sobre el odio, del servicio sobre la opresión, de la ternura sobre el maltrato, de la pasión sobre los falsos amores, de la justicia sobre la imparcialidad, de la entrega sobre la esclavitud, del descentramiento sobre el egoísmo, de la kénosis (abajamiento) sobre la imposición.

Habría que preguntarse si en nuestras escuelas presentamos el rostro de un Dios desbordado por el sufrimiento de sus hijos, desposeído de esperanza por la marcha de los acontecimientos y apocado ante tanto sufrimiento y tanto dolor no tenido en cuenta, o si, por el contrario, presentamos un Dios esperanzado y esperanzante, un Dios garante de nuestras ganas de vivir y de contribuir a que nuestro mundo sea cada vez más parecido a su Reino.

10. Dios Amor

Finalmente, muchas personas han asumido la imagen de Dios-Amor que crea el mundo por amor y se manifiesta en él para liberar a la humanidad de toda injusticia y salvarla. Toda la pastoral derivada del Concilio Vaticano II ha desarrollado intensamente este rostro del Dios-Amor: un Dios amable, cuyo fin es la realización de los seres humanos y su plena liberación. Este Dios-Amor está interiorizado como imagen, pero en muchas personas no tiene ningún tipo de significado y/o consecuencia vital. Es una imagen –para muchos–, tierna y en forma de gran corazón, pero nada operativa en su modo de vivir.

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Nuestra escuela debería reflexionar sobre este rostro de Dios, tan común en muchos creyentes e instituciones, sobre todo en la educación de los más pequeños. Y se debe reflexionar porque si Dios es amor y el ser humano es imagen y semejanza de Dios, significa que cuanto más ama, más se acerca a su Fuente creadora. Pero la realidad nos dice, a menudo, otra cosa. En general, las personas que tienen esta imagen de Dios no viven de un modo coherente con lo que ello significa.

Salvo en algunos casos en los que el rostro de Dios-Amor se traduce en un modo de vivir cuyo centro fundamental es el acto de amar, en términos generales, es asumido como un axioma abstracto que resulta totalmente inoperativo en la vida práctica: Dios Amor ama a todos, acoge y perdona incondicionalmente, pero no se da el salto a la vida, a lo que dichas afirmaciones comprometen.

Como pone de manifiesto Karl Rahner, la revelación de Dios en la historia no sólo expresa, analógicamente, la naturaleza de Dios, sino también la naturaleza más honda del ser humano. Al afirmar que Dios es amor, se afirma implícitamente que el camino de realización plena del ser humano pasa ineludiblemente por la práctica del agapé.

Habría que preguntarse si el rostro de Dios que proponemos en la escuela y que queremos que nuestros alumnos busquen, encuentren y experimenten, es el rostro de un Dios-Amor que enamora y que implica amar sin medida, tal y como afirmaba san Agustín.

Sin duda alguna, a esta larga lista podríamos añadir infinidad de otros rostros: el rostro de Dios superhéroe, del Dios ocioso, del Dios legitimador de estrategias socio-políticas, del Dios paseante, del Dios grito, del Dios raíz y cima, del Dios por venir, etc. Se aprecia –por tanto–, una saturación de imágenes, quizá demasiado antropomórficas, demasiado proyectadas, «demasiado humanas», que colapsan todo el espacio interior y no permiten la experiencia del Dios-Otro, cuyo rostro es siempre Misterio.

La tarea de la pastoral es ayudar a liberar y a liberarnos de esas imágenes de Dios. Habrá que iniciar (e iniciarnos) en la experiencia de Dios que implicará una práctica de anonadamiento, una cura de silencio y una radical sospecha de todas las imágenes de Dios presentes en nuestro interior.

Y desde la perspectiva cristiana, Dios se manifiesta en la historia como Palabra, Palabra hecha carne y rostro en Jesús. No toda imagen de Dios es legítima, sino sólo aquélla que se funda en la Palabra que él ha comunicado en la historia.

JESÚS: NUEVO ROSTRO DE DIOS

La Palabra tiene palabras que lo dicen todo. En la carta a los Colosenses, leemos: «Jesús es imagen y rostro del Dios invisible» (Col 1,15). Jesús es revelado en la Escritura como el más perfecto rostro de Dios. Jesús es el primer sacramento, el revelador, el icono de Dios. Y, a la vez, por él tenemos acceso a Dios, él es puente, pontífice y mediador. Él es el rostro más aproximado, más fiel y verdadero de Dios.

Contemplar el rostro de Dios no es un esfuerzo de la imaginación sino un ejercicio activo de fe y amor. Es, fundamentalmente, conocer el asombro de sabernos contemplados por él con ternura y respeto infinitos, con su mirada siempre creadora, delicada, sanadora, presente en la persona de Jesús.

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Dejarnos mirar es experimentar que somos aceptados y acogidos con un amor incondicional, sin exigencias ni reproches. La oración del creyente se convierte en contemplación cuando toma conciencia de que Alguien le mira con ese amor inmenso y gratuito.

Desde esa certeza de ser amadas y amados, podemos alzar nuestro corazón y atrevernos a mirar ese rostro de Dios, insondable en su Misterio, y que los seguidores de Jesús lo vemos en el rostro de Cristo. También aquí vivimos el asombro de descubrir que en el rostro de Dios revelado en Jesucristo se reflejan toda la belleza y todo el dolor. Es un rostro humano y son todos los rostros posibles. No hay sufrimiento, injusticia o muerte que no estén marcados en ese rostro. Y no hay belleza, ternura o alegría que no lo transfiguren.

En el rostro desfigurado y transfigurado de Cristo descubrimos a un Dios que se ha hecho solidario y co-sufriente con nuestra suerte, particularmente de las personas más heridas y abandonadas. No existe cruz de soledad o rechazo del que Dios se haya desentendido. Así todos los abandonados y rechazados pueden reconocerse en él.

Contemplando el rostro de Dios, nuestra mirada se hace más honda y esclarecedora. Podemos –a través de sus ojos–, aprender a mirar a los seres humanos y al mundo que habitamos de manera nueva y esperanzada. Contemplar el rostro de Jesús es hacerse consciente del rastro que proyecta en todo y en todos los demás, porque desde el principio todos somos imagen y semejanza de Dios.

El rostro de Dios que encarna Jesús es un Dios que sale al encuentro del hombre, que se hace prójimo. El Dios de Jesús, el que se anuncia próximo, no da rodeos; el lugar de encuentro con esa proximidad pasa por el hombre. Dios se acerca y su proximidad transforma los fundamentos de la sociedad, establece una nueva relación entre los hombres y con Dios, y viene no para juzgar y condenar, sino para salvar.

Jesús habla y hace ver la cercanía y el amor de Dios de tal manera que se convierte en «subversivo», en un auténtico escándalo. Desconcierta, además, por poner su razón de ser y actuar en Dios mismo.

El rostro de Dios que Jesús nos presenta es el de un Dios que ama y acoge incondicionalmente, un Dios amor en el que la gracia prevalece sobre el juicio, un Dios que nos descoloca, pues hace salir el sol sobre justos e injustos, un Dios parcial, pues tiene una especial predilección por los pobres, los pequeños y los marginados, un Dios que siente pasión por lo «perdido»: los «sin ley», las víctimas del egoísmo, los deheredados..., un Dios que es don de libertad, que no oprime ni impone, sino que libera, un Dios que es papá y que nos posibilita una nueva relación con Dios, de cercanía y familiaridad, un Dios «entregado» y «pasible», un Dios desconcertante que no otorga ventajas a los que creen, que se calla y oculta en su máxima revelación –la cruz de Jesús–, un Dios que asume y padece la terrible ley de nuestra historia, un Dios que no interviene para evitar el mal, sino que respeta absolutamente la propia condición del ser humano y del mundo, condición de su libertad y realización, un Dios que hace, haciendo que nosotros hagamos.

El Dios de Jesús es desconcertante, no el Dios poderoso ni guerrero, sino el Dios débil y entregado, un Dios que da la vida al hombre y llama a la existencia a lo que no existe, un Dios justo, un Dios misericordia y amor que vence toda barrera, un Dios que ama al hombre y sale a su encuentro, un Dios que en sí mismo es comunidad, es la fe en el misterio original del amor en que se encuentran Dios y los seres humanos.

Un Dios que es Padre, es comunicación de sí mismo, es Hijo presente en la historia, es historia, es hombre, sin dejar de ser Dios y sin negar la autonomía del mundo y del hombre; y es Espíritu presente que guía la historia sin interferir en ella.

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Por ser Jesús el rostro de Dios es, como dicen los evangelios, «más que profeta». El profeta transmite la Palabra pero no es él la Palabra ni la Presencia de Dios. El profeta sólo es «la voz que clama». Jesús es ese mismo clamor de Dios. Por eso, en boca del profeta no caben frases como la de Jesús en el evangelio de Juan: «quien me ve a mí ve al padre» (Jn 14,9).

Lo que Jesús nos recuerda es que ese Misterio que es Dios mismo –que nadie ha visto ni puede ver nunca–, se nos ha dado en un don humano. Que no le agota pero le hace presente y que da todo aquello que de Dios podemos recibir.

Nuestra escuela ha de anunciar lo que «de Dios» se revela en Jesús, a saber:

• Que Dios es un Dios del Reino (o un Dios de los pobres que son los más excluidos en el antirreino, y los propietarios del Reino). Nuestra escuela debería traducir aquel «el Reino llega, convertíos y creed esa buena noticia», por esta otra frase laica y predicable a todos los seres humanos: «otro mundo es posible; convertíos y creed esa buena noticia».

• Que por eso Dios es un «Dios crucificado» históricamente –o expuesto a la crucifixión porque se ha entregado a la libertad de los hombres–, y que la lucha por ese Reino de Dios puede llevar al ser humano hasta «entregarse a sí mismo por la fuerza del Espíritu» (Heb 9,14).

• Pero que esa cruz está metahistóricamente superada, es decir, desprovista de su fuerza, de su sinsentido, y convertida en camino para una consumación final 14.

Por último, nuestra escuela no debe olvidar y debe anunciar con alegría que, desde Jesucristo, sólo a través de los seres humanos se pueden venerar imágenes auténticas de Dios. El rostro de Dios pasa por el rastro que de él tenemos en cada uno de los seres humanos de este planeta. El rastro de Dios en la vida de tantos es el rostro al que tenemos acceso y al que podemos invitar a experimentar a nuestros alumnos.

El rostro de Dios que es Jesús, es el rostro de Dios que estamos llamados a presentar en la escuela en pastoral: un Dios posible, accesible, apasionado, con rostros humanos, que compromete, que no deja indiferentes, que no lo desvela todo, pero que en el amor tiene su imagen más nítida y real. Dios es amor, afirma san Juan. No dice que es amante o que tiene capacidad de amor, sino que el amor le define. Por tanto, los demás atributos, rostros e imágenes de Dios actúan y se configuran desde el amor y han de ser concebidos a partir de él: Dios es creador desde el amor, Dios es juez desde el amor, Dios es todopoderoso desde el amor… Y –por si fuera poco–, ese amor, ese rostro se nos ha revelado (en Jesús), de lo cual se sigue que nosotros estamos llamados al amor, que el que ama conoce a Dios y que el que no ama a su hermano (al que ve) es un embustero si dice amar a Dios 15.

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PISTAS PARA QUE NUESTROS CENTROS SEAN ROSTRO Y RASTRO DEL DIOS DE JESÚS

1. Invitar a buscar el rostro de Dios

Es decir, invitar –a los docentes, a los alumnos y a sus familias– a que hagan experiencia de Dios en su vida, a que descubran el verdadero rostro del Dios misterio, a que alejados de abstracciones e imágenes deshumanizadas y deshumanizantes de Dios, sientan que ese rostro se perfila en la vida cotidiana, en el rostro de los otros, en los acontecimientos… en las incesantes búsquedas. Invitarles no tanto a encontrar, sino a buscar ese rostro compuesto por tantos otros rostros. Siguiendo aquella máxima de Agustín según la cual da igual que el final de la vida nos pille buscando; lo verdaderamente importante es que Dios nos encuentre caminando.

Nuestra escuela debe invitar –implícita y explícitamente– a transitar esta vía que busca dar rostro a un Dios que, sin dejarse atrapar en ninguno concreto, se revela y se desvela de tantos modos diferentes.

Nuestra escuela debe proponer el rostro de Dios que revela la Palabra de Dios y que se ha plasmado en la historia en tantos carismas y modos de encarnar dicha Palabra.

2. Acercar la Palabra

No es posible descubrir una sana imagen de Dios si no tenemos acceso a las fuentes en las que ese mismo Dios se ha revelado a lo largo de los tiempos. Nuestra escuela a menudo relega a un segundo orden el contacto con la Palabra, el estudio de las fuentes bíblicas, el significado actual del mensaje bíblico. En la Palabra, Dios se deja entrever, se vislumbra su rostro en acontecimientos, promesas, alianzas, personas, palabras y gestos. Acercar la Palabra a los alumnos es ofrecerles un manantial del que brota el mejor rostro y los mejores rastros de Dios.

En el Antiguo Testamento encontramos un rostro de Dios marcado por la compasión, la clemencia, la paciencia, la misericordia y la fidelidad: «el Señor es compasivo y clemente, paciente y misericordioso no está siempre acusando ni guarda rencor perpetuo. No nos trata como merecen nuestros pecados ni nos paga según nuestras culpas; como se levanta su bondad sobre sus fieles; como dista el oriente del ocaso, así aleja de nosotros nuestros delitos; como un padre siente cariño por sus hijos, siente el Señor cariño por sus fieles» (Sal 103, 8-14); el Señor «es clemente y compasivo, paciente y misericordioso; el Señor es bueno con todos, es cariñoso con todas sus criaturas» (Sal 145,8-9).

En el Nuevo Testamento, el rostro de Dios es –como hemos visto–, Jesús: un Dios próximo y prójimo, un Dios que acoge incondicionalmente, un Dios de gracia, un Dios parcial, un Dios que es don de libertad, que es papá, «entregado» y «pasible», justo, un Dios-con-nosotros, comunión y comunidad.

Nuestra escuela debe ayudar a los alumnos y a sus familias a entrar en contacto con la Palabra para descubrir en ella el verdadero rostro de Dios y para aprender a seguir su rastro en los acontecimientos narrados en los textos bíblicos, no como mera nostalgia o arqueología bíblica, sino como verdadera fuente de sentido y de experiencia del Dios de la Alianza.

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3. Recuperar al Jesús del evangelio

El contacto con la Palabra nos lleva a Jesús. Él es «imagen de Dios invisible» (Col 1,15). Él es el primer sacramento, el revelador, el icono de Dios. Y a la vez, por él tenemos acceso a Dios: él es puente, pontífice y mediador. Él es el rostro más aproximado, más fiel y verdadero de Dios.

La escuela debe posibilitar la experiencia de Dios proponiendo el proyecto de vida del Reino, el proyecto de vida de Jesús. Jesús, él mismo, es camino, verdad y vida; rostro y rastro del Dios verdadero. La escuela debe recuperar y proponer como modelo de vida al Jesús del evangelio: Hijo, profeta, cercano, sensible, creíble, congruente, enviado, servicial, solidario, compasivo, amigo, entregado, esperanzado, fiel, convocante, vocacionado, dignificante…, en definitiva, imagen de Dios.

La escuela debe ayudarnos a recuperar al Jesús cuyo criterio de actuación fue la compasión, cuya meta es la dignidad de los últimos, cuyo programa fue la acción curadora y cuyo último horizonte fue el perdón.

4. Hacer entendible (traducir) la terminología religiosa

A menudo, no es posible acceder a la experiencia religiosa, o bien porque el vocabulario es ininteligible, o bien porque entendiéndose no dice nada. Nuestra escuela, si quiere ayudar a que los alumnos busquen y pongan rostro a Dios, debe hacer un gran esfuerzo –titánico esfuerzo, diría yo–, por traducir el vocabulario religioso para que sea entendido por ellos.

En muchas ocasiones, el vocabulario desborda el entendimiento. Es tal la magnitud con la que ponemos nombre al rostro de Dios que acaba por desdibujarlo o desfigurarlo totalmente. Precisamente la historia del cristianismo nos dice que aquellos que han encontrado el rostro de Dios, o carecen de palabras para nombrarlo o lo nombran desde las experiencias y los términos más caseros, más cotidianos, más comunes.

Afirmaba hace unos años González Anleo que el lenguaje religioso no hace daño a nadie –o a casi nadie– porque no dice nada. ¿Qué decimos de Dios cuando le llamamos altísimo, eterno, todopoderoso, omnipotente, omnisciente, infinitamente sabio, infinitamente santo, perfecto e inmenso, inmutable, el más sagrado, el árbitro supremo, autosuficiente, sustentador, clementísimo, glorioso, majestuoso, incomparable, infalible, etc.? ¿No resulta hasta un poco empalagoso? ¿No son todas estas acepciones –mucho más allá de que sean o no verdaderas–, algo excesivamente alejado de nuestra posible experiencia del Dios vivo y verdadero?

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Traducir la terminología religiosa en la escuela es una tarea urgente, necesaria y que exige de los evangelizadores una importante dosis de realismo, de creatividad y de humildad. No anunciamos mejor al Dios de Jesús elevándolo hasta cotas inalcanzables por nosotros mismos. Jesús nos habla de todo lo contrario: cuanto más se ama, cuanto más se sirve, cuanto más se vive agradecido y agradeciendo, más nítido se nos revela el rostro de Dios. Las bienaventuranzas son un claro ejemplo de quiénes contemplarán de modo extraordinario el verdadero rostro de Dios: «Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los Cielos. Bienaventurados los mansos, porque ellos poseerán en herencia la tierra. Bienaventurados los que lloran, porque ellos serán consolados. Bienaventurados los que tienen hambre y sed de la justicia, porque ellos serán saciados. Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia. Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios. Bienaventurados los que trabajan por la paz, porque ellos serán llamados hijos de Dios. Bienaventurados los perseguidos por causa de la justicia, porque de ellos es el Reino de los Cielos. Bienaventurados seréis cuando os injurien, y os persigan y digan con mentira toda clase de mal contra vosotros por mi causa. Alegraos y regocijaos, porque vuestra recompensa será grande en los cielos; pues de la misma manera persiguieron a los profetas anteriores a vosotros» (Mt 5, 3-12).

O dicho de otra manera: «Sabiendo Jesús que los hombres estaban cansados, y que habían perdido toda fe en que la lucha por mejorar el mundo tuviera un sentido, y que los eclesiásticos proponían la experiencia de la belleza como único camino para llevar a las gentes hasta el Dios perdido, subió a la montaña, donde se había congregado una gran multitud, y les enseñaba diciendo:

Preciosos los que optan por los pobres, porque transparentan el proyecto de Dios para este mundo. Preciosos los no violentos porque, a la larga, salvarán la belleza de la tierra. Preciosos los que se afligen por el estado de este mundo, en lugar de cerrar los ojos a él. Hermosos como pocos los que tienen hambre y sed de justicia, porque, al buscarla, se saciarán de una belleza escondida, superior a toda belleza creada.

Bellísimos los misericordiosos porque están alcanzando la belleza misma de Dios. Espléndidos los limpios de corazón porque encontrarán a Dios sin necesidad de buscarlo a su pequeña medida. Maravillosos los hacedores de paz, porque llevan la impronta admirable de su Padre Dios, aún más que la naturaleza. Resplandecientes, absolutamente resplandecientes, los que padecen persecución por la justicia, porque os aseguro que ni el genio de Mozart, ni la paleta de Velázquez, ni Salomón en toda su gloria, han logrado revestir lo humano de acordes y de esplendores tan brillantes. Por eso os digo simplemente: contempladlos y quedaréis radiantes y entonces me hallaréis a mí aunque no lo sepáis. Cuando Jesús acabó de hablar, las gentes se maravillaban porque no hablaba como los canonistas ni como los profesores de teología» 16.

5. Educar los sentidos, de modo especial la mirada

La escuela tiene –entre sus muchas finalidades–, la de educar. No sólo en contenidos y procedimientos, en estrategias y capacidades intelectuales. La escuela está llamada a ser una escuela que educa integralmente: desde los sentidos hasta la interioridad, pasando por la dimensión física, la dimensión intelectual, la dimensión afectiva y la dimensión relacional.

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Educar los sentidos parece algo obvio para poder educar todo lo demás, pero, en ocasiones, es evidente que no dedicamos todo el tiempo y seguimiento que dicha educación merece. Y al no hacerlo, es posible que algunos de dichos sentidos comiencen a atrofiarse por la rutina, la falta de atención, el poco uso. Entre ellos, un sentido que deberíamos educar especialmente es el de la vista, el de la mirada. Aprender a mirar en profundidad la vida, las personas, los acontecimientos, las cosas…

Hace poco, en la introducción del documento Escuela Evangelizadora del siglo XXI, se decía hablando de la escuela: «Mirar hacia el futuro exige de todos nosotros lanzar una mirada nueva sobre la escuela y sobre su tarea evangelizadora. Mirar el mundo con ojos nuevos del Dios creador, renovando en cada uno de nosotros y en cada una de nuestras escuelas el «vio que todo era bueno», pero eso, «todo», seguros de que en nuestra escuela es posible hacer realidad los «cielos nuevos y la tierra nueva». Mirar la escuela con los ojos nuevos del Maestro que sabe la importancia de «enseñar con calma», del «yo estoy con vosotros», del «creed a mis obras», del «yo he sido enviado para...» porque en nuestra escuela hacemos posible el «Id y decid lo que habéis visto y oído», el anuncio de la Buena Noticia a los pobres. Mirar la tarea evangelizadora con sentido profético, sabiendo que, aunque no tenemos oro ni plata, en nuestra escuela, hemos recibido el Espíritu que nos permite decir a nuestros destinatarios y a nuestra sociedad: «en nombre de Jesús de Nazaret, levántate y anda» 17.

En definitiva, educar la mirada desde la convicción de que sólo el que educa la mirada es capaz de traspasar lo que se ve para llegar a lo esencial. Sólo el que aprende a mirarlo todo con profundidad está capacitado para descubrir el verdadero rostro de Dios, Padre, hermano y prójimo. Sólo el que mira desde el agradecimiento es capaz de ver el rostro de Dios en cada rostro humano. Sólo el que en cada encuentro descubre en la mirada del otro vida en abundancia, dignidad, don recibido y oportunidad, está capacitado para gustar el verdadero rostro de Dios.

6. Despertar y educar la interioridad

Sin interioridad –afirmaba Juan Pablo II hace unos años a los miles de jóvenes congregados en el aeródromo de Cuatro Vientos– el hombre moderno pone en peligro su misma integridad: «El drama de la cultura actual es la falta de interioridad, la ausencia de contemplación. Sin interioridad la cultura carece de entrañas, es como un cuerpo que no ha encontrado todavía su alma ¿De qué es capaz la humanidad sin interioridad?», se preguntaba Juan Pablo II 18.

Sin interioridad –podríamos decir nosotros–, el hombre y la mujer modernos ponen en peligro su acceso a un ponderado, discernido y experimentado rostro de Dios 19.

La cuestión es cómo hacer que el eje de toda nuestra tarea educativa sea nuestro empeño por anunciar esa buena noticia a las generaciones que llenan nuestras aulas, nuevos areópagos en los que poder ayudar a nuestros profesores, a nuestros alumnos y a sus familias a crecer, a madurar y a encontrarse con Jesucristo –verdadero rostro de Dios–, como fundamento de una vida plena, feliz y comprometida. Un encuentro verdadero, enraizado en lo más profundo de cada persona, manifestado en dos movimientos necesarios y complementarios: uno hacia «los adentros» y otro hacia «los afueras», hacia el exterior, hacia los demás, hacia el mundo y todo lo que en él hay y acontece.

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Nuestras escuelas necesitan plantearse en este momento qué experiencias están suscitando en sus educadores, en sus alumnos y en sus familias. Y esta reflexión pasa por preguntarse cómo estamos educando la interioridad de nuestros alumnos. ¿Alguien se ocupa de acompañarles en el descubrimiento de su propia intimidad, de sus experiencias más profundas, de su descubrimiento de lo divino, de su experiencia de silencio, de contemplación, de oración, de meditación, de conocimiento del propio cuerpo, de la educación de los sentidos, de la significatividad de lo simbólico y lo ritual? ¿Alguien se ha parado a pensar en la importancia que tiene en los itinerarios de educación en la fe la educación de la interioridad?

Sin educación de la interioridad corremos el riesgo de trabajar mucho y con todos los medios quedándonos en lo superficial, no llegando a provocar la sed en nuestros alumnos, no llegando a lo más profundo de sí mismos para que después puedan pertrecharse en la gozosa experiencia de Dios y desde lo más profundo de sí mismos –interioridad–, puedan transformar la realidad –exterioridad–, anunciar que creer en Jesucristo merece la pena porque ellos ya lo experimentan y ser para los demás verdaderos rostros del Dios de la vida y la esperanza.

Si no educamos la interioridad nuestros alumnos, quizá salgan de los centros muy preparados intelectualmente, llenos de conocimientos, de estrategias y metodologías para hacer, para transformar la realidad, para seguir estudiando aquello que deseen, para conseguir el mejor trabajo, para situarse en el mundo con todas las comodidades y el bienestar posibles, pero vacíos por dentro, sin capacidad para entrar dentro de sí, ni para hacer silencio, ni para habitar el silencio, ni para leer la propia historia, ni para hacerse y buscar respuestas a las preguntas por el sentido de la vida, ni para reconocerse lábiles y vulnerables pero amados por Dios, ni para desarrollarse y relacionarse con los demás, con Dios y con el mundo de un modo equilibrado y pleno, ni para ser rostros de Dios en medio de tantos hombres y mujeres.

Necesitamos apostar con decisión por una educación integral, que nos ayude a reconocer el propio rostro –la propia vida–, que nos posibilite reconocer el rostro y el rastro de Dios en los otros –el prójimo–, en los acontecimientos y en la creación.

7. Posibilitar experiencias solidarias

Si el rostro de Dios por antonomasia es el prójimo, nuestra escuela debería apostar sin reparos por la educación de la solidaridad, posibilitando experiencias solidarias en los educadores y en los educandos, de manera que el rostro de Dios no fuese nunca un concepto filosófico, teológico o cultural, sino el posibilitador y fruto de una experiencia personal y comunitaria.

Como afirma Luis Aranguren «la educación en valores no es la aplicación de un manual de ética en el contexto de la acción social; por su misma fundamentación, tanto la educación como la ética se asientan en el terreno de la apropiación de posibilidades nuevas con las que vamos construyendo nuestra vida y, por ende, se ubican en el terreno del dinamismo y del cambio. Hay educación y hay ética, allí donde las cosas pueden y deben ser de otro modo, allí donde se siembran nuevas realidades, más humanizadoras y justas. La educación en el valor de la solidaridad no ha de formar militantes efímeros sino sujetos resistentes y activos, capaces de amortiguar los golpes del “tecnicismo” social y de emprender itinerarios que gocen del favor de la larga distancia» 20.

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La educación de la solidaridad va más allá de la presentación de este valor en los huecos que permite el currículo escolar. A la luz de la situación de nuestro mundo y desde el realismo, hay que hacer una apuesta que exige beber aguas arriba y fijar esta apuesta pedagógica en la mirada educativa de la comunidad escolar, cuidando de modo especial el sentir y formación del profesorado y ofrecer nuevos ejes pedagógicos que alumbren la solidaridad como valor estimado y realizado-realizable y no solamente aprendido.

Lo que no cabe duda es que apostar por un horizonte de transformación y no de reproducción exige recuperar el acto educativo como espacio relacional por excelencia, como ejercicio de proximidad y de búsqueda de significados compartidos que nos habiliten para una vida feliz en una sociedad más justa. El rostro de Dios que dibuja y nos enseña la solidaridad se acerca mucho al rostro de Dios que fue Jesús.

Es este tiempo para inventar posibilidades, crear, innovar, tantear nuevas formas de invitar a estilos de vida solidarios. Y todo ello partiendo de la misma realidad: la del alumnado, la del profesorado, la del centro educativo y la realidad social en la que nos hallamos insertos. La inmersión en la solidaridad será una realización de posibilidades o una puesta en movimiento de posibilidades, o ambas cosas al mismo tiempo. Posibilidades que desvelarán, revelarán y harán palpable el verdadero rostro de Dios.

8. Educar la dimensión estética y artística

A lo largo de la historia han sido innumerables los artistas que han intentado inmortalizar el rostro de Dios, en la gran mayoría de los casos a través de la figura de Jesús de Nazaret. Pero, ¿qué sabemos del aspecto físico de Cristo? Nada. Los evangelios no lo describen.

Al principio –en el arte de las catacumbas–, Cristo fue evocado con figuras simbólicas: el monograma formado con las dos primeras letras de su nombre en griego (Xristós), el pez, el cordero, el pescador de almas, el buen pastor. Después, el arte paleocristiano lo presenta a veces imberbe y juvenil como un efebo griego, otras veces con barba. Este segundo tipo prevalecerá en la Edad Media: con barba y con larga cabellera separada en el medio por una raya. Se le atribuirán los rasgos de un ario, en contraste con el tipo acentuadamente judío de sus perseguidores.

La iconografía cultual distingue varios tipos simbólicos: el niño Jesús majestuosamente sentado en las rodillas de la Virgen, o también –sobre todo en el arte de la contrarreforma–, Jesús sosteniendo en la mano el globo terráqueo; Cristo maestro, que con una mano bendice y en la otra tiene el libro de los evangelios; Cristo sufriente, representado en la imagen del Cristo de la Piedad; Cristo triunfante, que aplasta con su pie a la serpiente o al dragón, símbolo del diablo; Cristo juez, con la espada en la boca, rodeado de los cuatro animales del tetramorfo, o también Cristo que muestra las cinco llagas e intercede por los hombres ante el Padre.

La iconografía de la vida de Cristo se refiere no a una figura simbólica, sino a una persona particular, el Jesús histórico de los evangelios, cuyas acciones, palabras y actitudes se han pretendido ilustrar a lo largo de toda la historia. Estas representaciones narrativas no excluyen, ni mucho menos, la dimensión simbólica, aun cuando –a partir del Renacimiento–, ésta queda velada por los ribetes de un naturalismo que llega a veces hasta lo pintoresco.

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Con el paso de los siglos, la representación de Cristo pierde su carácter abstracto, arquetípico, y gana en humanidad, se individualiza. De las tipologías generales, de los esquemas legados por la tradición (atributos, actitudes, expresiones), los más grandes ar-tistas religiosos han sabido extraer un tipo de Cristo particular, nacido del molde de una estética personal y enriquecido por la imaginación de estos artistas. Son creaciones altamente poéticas, figuras originales y muchas veces sublimes, que varían según las culturas artísticas: Cristo es delicado y frágil en las escuelas del Norte, crudamente realista en los pintores alemanes de los siglos XV y XVI, mientras que los países del Sur parecen incapaces de imaginarlo privado de belleza física, pero también según el genio imaginativo de cada artista.

Macizo, imponente pero humano en Giotto; de una belleza perfecta y de una dulzura inefable en Fra Angélico; vulnerable pero dotado de una «presencia» y de una vivacidad extraordinarias en Hieronymus Bosch; de estatura alta y esbelta y desprendiendo una impresionante energía moral en Tintoretto; tenebroso como una sombra en Caravaggio; poderoso y carnal en Rubens; infinitamente misericordioso y humano bajo los pinceles de Rembrandt que enciende de nuevo todos los fuegos del sentimiento y de la fe.

Los siglos XVIII y XIX no han añadido gran cosa a esta serie de figuras heroicas, fuera de alguna notable excepción, como el Jesús de William Blake –verdadera emanación de energía espiritual–, y el Cristo de Delacroix, hermano de aquellos héroes románticos incomprendidos, rebeldes o víctimas, que impregnan la obra del maestro francés: Hamlet, Ofelia, Tasso...

En el siglo XX, la iconografía referente a Cristo, para continuar creíble, debe doblegarse a las revoluciones artísticas y tener en cuenta los trastornos del mundo moderno. Ya no es un Cristo individualizado sino un símbolo, a veces portador de significados específicamente religiosos –la esperanza cristiana arde todavía en la obra de Rouault– o, más frecuentemente, reflejo de una conciencia afligida, referida a Cristo sólo para mejor acusar las carencias e incertidumbres de una realidad irremediablemente perturbada y hecha opaca por la historia.

El siglo XXI aún posee pocas obras en las que poder contemplar alguno de los aspectos del rostro del Dios de Jesús. Lo importante es que en nuestras escuelas seamos capaces de acompañar a los alumnos en la contemplación, análisis y significado de las innumerables obras que recorren la historia y que –sin duda–, esbozan el rostro de Dios, el rostro de Cristo, desde sensibilidades diferentes, desde experiencias de fe variadas y desde contextos sociales y religiosos muy variados.

Nuestra escuela debe ayudar a los alumnos a saber apreciar el valor estético y religioso de las obras artísticas y debe acompañarles en la lectura, interpretación y significado profundo que sus autores quisieron imprimir en ellas. Si nos detenemos, por ejemplo, en las composiciones pictóricas en torno a Jesucristo, pronto caeremos en la cuenta de que cada época, cada autor, cada corriente pictórica, cada teología, cada experiencia de fe… retrata –de un modo diverso– la imagen que tenían de Dios.

Es importante que nuestros alumnos puedan confrontar su propia imagen de Dios con aquella que se esconde y emerge en diferentes obras, autores, escuelas y sensibilidades. Si acompañamos esta contemplación y análisis, podremos ayudarles a purificar imágenes inadecuadas –demasiado sujetas al tiempo y a las circunstancias–, y propiciar el espacio y las oportunidades adecuadas para ir conformando el propio rostro y rastro de Dios en la propia vida.

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9. Testimoniar con la vida el rostro de Dios Padre

Nuestra escuela, ¿es rostro de Dios? ¿Trasparenta en sus palabras, gestos, acciones y opciones dicho rostro? ¿O como sabemos que Dios es misterio y no tiene rostro –al menos físicamente–, eso no nos preocupa? La escuela en dinámica pastoral es aquella escuela evangelizada, que evangeliza, que se deja evangelizar y donde se anuncia la buena noticia de Jesucristo. Una escuela que es, en sí misma, una buena noticia para todo aquel que se acerca a ella. Una escuela que quiere educar y evangelizar lo más profundo de las personas.

Por eso mismo, la escuela debe ser para todo el que se acerque a ella, rostro y rastro del Dios de Jesús, un Dios para la vida y la esperanza de todos. Las comunidades educativas deberían testimoniar con su trabajo pero, sobre todo, con su experiencia vital, que Dios –pese a ser Misterio–, tiene rostros concretos, imágenes y acciones que le definen especialmente.

Esto conllevará opciones concretas en la evangelización, opciones que hagan posible volver a Jesús (Jesús es el centro), creer en el Dios amigo de la vida (en el que creía Jesús), vivir para el reino de Dios (no para la Iglesia), seguir a Jesús (como primera opción), construir la Iglesia de Jesús (la que él quería), trabajar para que la Iglesia y la escuela se parezcan más a Jesús y, finalmente, vivir (y morir) en la esperanza de Jesús 21.

10. Hacer memoria de los testigos de Jesús

Después de Jesús, el rostro de Dios se ha ido dibujando en la historia por el rastro que creyentes de todas las épocas han dejado tras de sí. Aquellos y aquellas que han hecho una experiencia personal, verdadera y transformadora del Dios de Jesús, nos han dejado rasgos inconfundibles de su rostro.

La escuela debe apoyarse en la experiencia y el testimonio de tantos creyentes y de tantas comunidades cristianas que han experimentado en lo más profundo de su experiencia creyente y en el compromiso liberador, el verdadero ser, sentir y aparecer de Dios.

En nuestro caso, Agustín es un referente precioso y obligado de lo que significa buscar el rostro de Dios incansablemente, no contentarse con falsas o adulteradas ideas, no quedarse en la pura abstracción y reflexión filosófico-teológica, sino atreverse a experimentarle en la vida, en y por los otros, para desde esa misma experiencia, contemplar su rostro a sabiendas de que sólo al final contemplaremos su rostro directamente, tal y como afirma Pablo en la primera carta a los cristianos de Corinto: «ahora vemos por medio de un espejo y oscuramente; entonces veremos cara a cara. Ahora conozco imperfectamente, entonces conoceré como Dios mismo me conoce» (1 Cor 13,12).

EL ROSTRO Y EL RASTRO DEL DIOS DE JESÚS HABLAN DE VIDA Y ESPERANZA PARA TODOS

Las páginas del evangelio marcan el ritmo de una única y gran sinfonía: el Dios de Jesús es el Dios de la Vida y de la felicidad. Haciéndose Dios-con-nosotros, Dios hace de la vida del ser humano, la expresión más radical de su gloria. Manifiesta que quiere para la persona un futuro significativo. Hace de la vida y de la felicidad de ser humano, aquello por lo que todos, hombres y mujeres, hemos de darle gloria.

El verdadero rostro y los rastros a los que tenemos acceso del Dios de Jesús hablan de vida y esperanza para todos. El Dios de Jesús es el Dios que muestra una desbordante pasión por la vida de todos. El encuentro con Jesús, rostro de Dios, siempre es un misterio: es una aventura de fe.

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El que ha encontrado a Jesús –verdadero rostro y rastro de Dios–, no mide su fe –en primer lugar– por su sentido de pertenencia sino por la pasión por el reino: por el compromiso de dar vida allí donde hay muerte, en nombre de Dios y para su gloria. Así nace una nueva calidad de vida, sólidamente fundamentada en la decisión de hacer suya la causa de Jesús: la necesidad de orientar toda su vida, en nombre de Dios, para que todos puedan volver a encontrar vida y sentido, sobre todo los más pobres, los más necesitados, en referencia a la situación concreta de su existencia histórica.

Así, el amor por la vida, fundamentado en el encuentro personal con Jesús por la fe, se convierte en «compasión» por la vida de todos. De la alegría de este descubrimiento surge el deseo de que los dones recibidos den fruto. El primer gran don es la vida misma, que hay que aprender a amar, gestionar y servir.

El descubrimiento de la vida como un don y una responsabilidad lleva a descubrir con alegría la presencia de Dios en la vida –propia y ajena–, para vivir su existencia como respuesta concreta a la presencia del Dios de la vida. Nuestro compromiso de servicio a la vida se convierte en un compartir la compasión de Dios por la vida de todos.

Preguntarnos por el rostro de Dios significa –en última instancia–, querer hacer experiencia de ese mismo Dios, comprometernos en la búsqueda activa de dicho rostro a partir de los rastros que de él tenemos, en primer lugar a partir de Jesús mismo, en la propia vida, en la vida del prójimo y en la esperanza que nos habita como criaturas amadas suyas. Encontramos el rostro de Dios cuando trabajamos y generamos esperanza a nuestro alrededor. Y nuestras escuelas deben ser espacios donde sea posible seguir esperando, en esperanza.

Y en esperanza, como dice la Escritura, «sabemos que, cuando se manifieste, seremos semejantes a él, porque lo veremos tal cual es» (1 Jn 3, 2b). Hacia esa manifestación debemos caminar y acompañar a nuestros alumnos, sin olvidar nunca que el rostro de Dios está en los demás, lo configuran los demás y que –como decía Agustín–, las cosas invisibles de él se entienden por las cosas que han sido hechas por él.

NOTAS

1 Confesiones I, 1, 1. 2 El País, 19 de enero 2001. 3 MAIMÓNIDES, Guía de Descarriados, III. 4 Cf. TORRALBA ROSELLÓ, F., Imágenes de Dios en los jóvenes, Delegación diocesana de Pastoral con

jóvenes, Vitoria-Gasteiz 2005, p. 3. También en Del Dios-Obstáculo al Dios-Ausente. La imago Dei en los adolescentes, en Crítica, 912 (2004) 32-37.

5 STEIN, E., Obras selectas, Monte Carmelo, Burgos 1998, pp. 455-456. 6 Confesiones VI, 1, 1; III, 6, 11. Ver también IX, 1, 1: «y en su lugar entrabas tú... más interior que todo

secreto, más sublime que todos los honores». 7 Confesiones IV, 12.18. 8 Confesiones I, 4, 4. 9 No me gusta hablar de rostros falsos y rostros verdaderos de Dios. Creo que hablando así pasamos por

encima de mucha gente, de muchos intentos sinceros de búsqueda, de muchas experiencias reales de hombres y mujeres de todos los tiempos. Quizá algunas imágenes sean inadecuadas, parciales, excesivamente reducidas o reduccionistas, no lo sé. Por eso prefiero hablar de rostros sin más.

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10 Y es que, como tantas veces recordaba K. Rahner, que se haya revelado Dios implica que, también después de su revelación, sigue siendo Misterio. El Misterio sigue siendo más misterio conforme te adentras en él: no se desvanece como misterio porque le conozcas más. Es como la luz: sirve para ver lo que no es ella, pero cuando más te adentras en ella misma, más ciega y más deslumbra. «La nube» del no saber se convierte entonces en un «resplandor del no saber» (GONZÁLEZ FAUS, J. I., «El Dios sin rostro», en Iglesia Viva 233 [enero-marzo 2008] 23).

11 MENAPACE, M., «El poncho de Ovidio», publicado en Madera Verde, Patria Grande, Buenos Aires 1982. 12 Feuerbach demuestra que el Dios de los cristianos no es más que el reflejo imaginativo, la imagen refleja

del hombre. Pero este Dios es, a su vez, el producto de un largo proceso de abstracción, la quintaesencia concentrada de los muchos dioses tribales y nacionales que existían antes de él. Congruentemente, el hombre, cuya imagen refleja es aquel Dios, no es tampoco un hombre real, sino que es también la quintaesencia de muchos hombres reales, el hombre abstracto, y por tanto, una imagen mental también. De ahí que la crítica de Feuerbach a la religión, sea recibida por Marx y Engels como el primer paso resolutivo para aquella liberación radical de la religión, para la «construcción del hombre nuevo» (Manuscritos de 1844).

13 Un Dios que reina en el cielo, en una dicha impasible, es inaceptable para los hombres que sufren. Quizá la teología cristiana tenga que retomar la vieja pregunta: ¿Ha sufrido Dios mismo? ¿Un Dios incapaz de sufrir… no sería también un Dios incapaz de amar, y por ello mismo más pobre que cualquier hombre que experimenta compasión? La teología cristiana puede enfrentarse a los sufrimientos del mundo sin la ilusión religiosa y sin la resignación atea cuando ha mirado cara a cara la pasión de Cristo y ha reconocido al Ser divino en la muerte de Cristo (MOLTMANN, J., Temas para una Teología de la Esperanza, Ed. La Aurora, del capítulo «El Dios Crucificado», pp. 64-65).

14 Cf. GONZÁLEZ FAUS, J. I., «El Dios sin rostro», en Iglesia Viva 233 (enero-marzo 2008) 27. 15 Cf. «El Dios sin rostro», p. 29. 16 GONZÁLEZ FAUS, J. I., Vida Nueva, 22 de septiembre de 2001, p. 48. 17 ESKOLA, K., Escuela evangelizadora del siglo XXI, 2008. 18 Encuentro con los jóvenes. Discurso de JUAN PABLO II, Base Aérea de Cuatro Vientos, Madrid, sábado 3

de mayo de 2003. 19 Las fuentes de este pensamiento se encuentran en FORTE, B., La eternidad en el tiempo. Ensayo de

antropología y ética sacramental, Sígueme, Salamanca 2000, pp. 73 y ss. 20 ARANGUREN GONZALO, L., Educar en el sujeto solidario, Bakeaz, Bilbao 2004, p. 14. 21 Cf. PAGOLA, J. A., Jesús. Aproximación histórica, PPC, Madrid 2007, pp. 463-469.