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Texto: “Una Ética Para el Siglo XXI”

Aut.: Osvaldo Guariglia

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Texto: “Una Ética Para el Siglo XXI”

Aut.: Osvaldo Guariglia

Prologo

El núcleo del presente libro está centrado en una concepción de la ética como una disciplina basada en la capacidad de argumentación razonable que compartimos los seres humanos como una característica emergente de convivir en sociedad, de compartir un mismo lenguaje y de estar integrados en instituciones jurídicas y políticas mediante las que nos acordamos recíprocamente derechos y deberes simétricos. Dadas estas condiciones, la ética sobrelleva un mismo destino con las otras ramas de la filosofía contemporánea, cuya tarea se lleva a cabo en condiciones similares de mutabilidad e incertidumbre. En el capítulo 1, expongo las raíces de esta situación a partir del giro que da todo nuestro conocimiento del mundo con el nacimiento de la moderna ciencia de la naturaleza y, consecuentemente, a partir del lugar que en ese proceso se le asigna al sujeto. La filosofía del siglo XX se ha concentrado en la exaltación de las aporías a las que la noción moderna del sujeto había dado lugar, tomando aliento desde allí para lanzarse a dos posiciones igualmente extremas e insalvables: una completa negación de la razón como instancia de rango superior a la que apelar en la resolución de conflictos intersubjetivos, por un lado, y un consiguiente relativismo extremo tanto de las posiciones epistemológicas en el campo teórico como de las normativas en el campo práctico, por el otro. En el capítulo 2, expongo los rasgos centrales que adoptó el debate entre dos tendencias diametralmente opuestas en la ética contemporánea: el universalismo y el particularismo en sus diversas variantes. En efecto, el enfrentamiento se da, a mi juicio, en tres niveles distintos y con respecto a tres cuestiones simultáneas: la oposición entre una ética de lo correcto y una ética de lo bueno; la alternativa entre un ideal de autonomía o un ideal de autenticidad para los sujetos humanos, y, por último, la diferenciación entre una ciudadanía liberal y una republicana para los miembros de un régimen político democrático. En el capítulo 3, me ocupo del problema más acuciante con el que se enfrenta cualquier concepción ética que pretenda mantener aún alguna relación de continuidad temática con la disciplina: la relación con los fundamentos de los derechos humanos. A mi juicio, es en este punto donde con mayor nitidez se puede advertir la debilidad de las posiciones relativistas, como las de R. Rorty o M. Walzer, que quedan inevitablemente reducidas a una actitud quietista, semejante a la del etnógrafo que describe las costumbres de las diferentes culturas indígenas que pueblan el planeta. Contrariamente, la ética universalista muestra todo su vigor como el andamiaje teórico y procedimental subterráneo en el que descansa todo el edificio de los tratados internacionales sobre derechos y garantías.

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El capítulo 4 está destinado a perseguir la cuestión del relativismo hasta el mismo campo en el que históricamente éste ha campeado por sus fueros: el de los valores. A tal efecto, retomo, una distinción de los estoicos, quienes restringieron el significado estricto del 'término "bueno" a "lo moralmente bueno", relegando todas las demás aplicaciones al vasto campo de las cosas o estados de cosas "indiferentes", los cuales podían ser, sin embargo, "preferidos" o no. Aquellas cosas –o estados de cosas– que obtenían esa preferencia por medio de una elección eran "estimables o valiosas", mientras que las cosas que eran desechadas recibían la predicación contraria, "disvaliosas". Independientemente de la metafísica estoica que está en la base de su concepción ética, la distinción sigue, a mi juicio, siendo válida para esclarecer cuáles son el alcance y los límites de lo que se denomina "valores". La extensión indiscriminada del término "valor" a todo lo que supone una preferencia subjetiva coloca en el mismo plano a estas preferencias con actos que necesariamente deben ser preferidos, por ser éticamente obligatorios. Desde una perspectiva universalista, se hace imprescindible indicar la drástica diferencia que existe entre principios y normas universales, como los derechos humanos, y los valores que orientan preferencias individuales, contingentes o subjetivas, basadas en concepciones particulares de la buena vida. El capítulo 5 recoge la discusión contemporánea en la que se ha impuesto una conexión conceptual entre las nociones densas de identidad del sujeto humano y su pertenencia a tradiciones caracterizadas por sus concepciones particulares de la buena vida. Promovida en primer lugar por los filósofos enrolados en la corriente comunitarista, opuesta al universalismo, la cuestión en torno a la identidad, la autonomía y la autenticidad del sujeto moderno se ha convertido en una de las más debatidas, en especial a partir de la publicación del libro de Charles Taylor, Sources of the Self. La tesis que sostengo afirma que la modernidad establece las condiciones para un nuevo tipo de sujeto: aquel que se determina a sí mismo y que debe buscar su propia identidad en su historia y en la vida compartida con otros sujetos autónomos. Para ello, es central la concepción de autonomía que sostengamos. A fin de diluir oposiciones mal fundadas, en el capítulo establezco una diferencia conceptual entre una autonomía (A), postulada, y una autonomía (B), realizada. En el otro extremo, se analiza el concepto de autenticidad, que se suele contrastar con el de autonomía como un ideal alternativo de autorrealización. Se intenta demostrar que tanto el ideal filosófico de autonomía (B) como el ideal posromántico de autenticidad dan ambos por supuesta la vigencia de la autonomía (A) como soporte y, al mismo tiempo, carácter distintivo de la identidad del sujeto moderno. En el capítulo 6, por último, discuto dos cuestiones que fueron suscitadas por sendos trabajos que objetaron algunas de las tesis sostenidas por mí en Moralidad. En primer lugar, E. Rivera López pone en duda la distinción que yo establezco entre obligaciones positivas y negativas, dándoles a estas últimas un alcance mayor que a las primeras. Esta distinción tiene como consecuencia que

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los principios universales que sostengo, el de libertad y el de igualdad, son enunciados por mí de modo negativo, a fin de poner de relieve el carácter restrictivo que define obligaciones perfectas. La discusión en torno a la exigibilidad de los deberes negativos y de los positivos requiere, entonces, establecer con precisión en qué consiste la diferencia de extensión entre ambos y cuál es la prioridad lexical que existe entre ellos. En segundo término, M. J. Bertomeu y G. Vidiella observaron críticamente que el principio de autonomía no poseía un mismo status que los otros dos principios antes señalados; dado que este último principio es el que funciona como criterio de distribución para los bienes básicos entre los ciudadanos de un Estado democrático, indicaron también que la cuestión de la justicia distributiva aparecía como subordinada o debilitada en comparación con los otros dos principios. Estas observaciones críticas me forzaron a revisar el carácter del principio III o de autonomía y su papel en el desarrollo de la democracia. En efecto, el principio de autonomía comparte una misma indeterminación material de su contenido con otros principios de justicia distributiva –por ejemplo, el principio de la diferencia de Rawls o el principio de utilidad–, dado que resulta imposible fijar por anticipado todos los casos a los que éstos habrán de ser aplicados, de modo tal que el principio de autonomía quedará inevitablemente abierto a las variaciones infinitas de los contextos de aplicación de las normas que se generen a partir de ese principio. Con ello, el derecho aparece como el medio en que se cristalizan los acuerdos políticos temporarios, que sancionan una cierta distribución en desmedro de otra. La discusión del rol del principio de autonomía conduce, por último, a examinar necesariamente las concepciones más recientes de una democracia deliberativa, en tanto que en éstas se discute el régimen de procedimiento discursivo y público para la sanción de las normas, en especial la idea de una razón pública como fundamento de la legitimidad de las mismas. El presente libro recoge los trabajos surgidos de un lustro de investigación, posterior a mi libro Moralidad, aparecido en 1996. El contenido de las cuestiones abordadas en los seis capítulos que lo componen constituye una continuación temática y conceptual de aquellas otras tratadas de modo sistemático en la obra mencionada, en parte como desarrollo ulterior de las mismas, en parte como precisión y complemento de lo que allí se encontraba insuficientemente elaborado. Las investigaciones cuyo resultado está recogido en el presente libro fueron posibles gracias a dos subsidios, otorgados desde 1998 a dos proyectos dirigidos por mí sobre "Las concepciones de la buena vida y sus consecuencias en la discusión ética contemporánea"; uno fue concedido por la Agencia Nacional para la Promoción de la Ciencia, Secretaría de Ciencia y Técnica, y el otro, por el Programa UBACYT de la Universidad de Buenos Aires. Los temas centrales de los capítulos 2, 3 y 5 fueron expuestos en tres seminarios de posgrado: uno, en la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación, Universidad de la República, Montevideo, Uruguay (diciembre de 1998); otro, en el Istituto Italiano per gli Studi Filosofici de Nápoles, Italia (marzo de 1999), y el

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último (un seminario de doctorado), en la Universidad de Buenos Aires (abril-mayo de 1999). El capítulo 1 reproduce con pocas variaciones una conferencia, aún inédita, pronunciada en la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación de la Universidad Nacional de La Plata en agosto de 1995, en ocasión de recibir el nombramiento de profesor honorario de dicha casa de estudios. El capítulo 2 es la versión española, realizada por Sandra Girón, de mi contribución como chair a la sesión especial sobre ética teórica del XX Congreso Mundial de Filosofía, de la Fédération Internationale des Sociétés de Philosophie (FISP), que tuvo lugar en Boston, Massachusetts, en agosto de 1998. El capítulo 3 reproduce la conferencia inaugural del XVI Congreso Interamericano de Filosofía, organizado por la Sociedad Interamericana de Filosofía y por la Asociación Filosófica de México, que tuvo lugar en la ciudad de Puebla, México, en agosto de 1999. La primera versión del capítulo 4 fue expuesta en el 1 Congreso Iberoamericano de Filosofía de la Ciencia y de la Tecnología, Morelia, México, en septiembre de 2000, como una de las contribuciones a la mesa redonda "Ciencia, tecnología y valores"; la versión definitiva que aquí se recoge fue publicada por Isegoría, 24, 2001; el capítulo 5 reproduce un artículo con el mismo título publicado también en Isegoría, 20, 1999, pp. 17-29, a cuyos directores agradezco el permiso para publicar aquí ambos trabajos. La primera parte del capítulo 6 fue publicada como réplica a E. Rivera López en la Revista Latinoamericana de Filosofía, 27, 2001, pp. 171-176, a cuyos directores agradezco asimismo el permiso para publicarla aquí; por último, la tercera parte de ese mismo capítulo recoge mi contribución a la mesa redonda "Razón pública y democracia deliberativa" en el XI Congreso Nacional de Filosofía, Salta, en diciembre de 2001. El trabajo intelectual no sería posible sin la red de interlocutores que se va formando a través de intercambios, seminarios, congresos, etc. Deseo nombrar a todos aquellos con quienes me siento especialmente agradecido por sus comentarios o réplicas en distintas oportunidades: Miguel Andreoli, María Julia Bertomeu, María Victoria Costa, Manuel Cruz, Carlos Cullen, Antoní Domenech, Martín Farrell, Agustín Ferraro, Mariano Garreta Leclerq, Ernesto Garzón Valdés, Javier Muguerza, Carlos Pereda, Eduardo Rabossi, Manuel Reyes Mate, Eduardo Rivera López, Carlos Thiebaut y Graciela Vidiella. Finalmente, en momentos aciagos para la república como los que se han vivido en la Argentina en el transcurso del presente año, quiero dejar constancia de mi agradecimiento a dos instituciones públicas, la Universidad de Buenos Aires y el Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas, a las cuales, con independencia de todos los conflictos vividos en mi larga carrera dentro de las mismas, les debo la oportunidad de haber podido dedicar mi vida profesional a la investigación y a la docencia y de haberla culminado como profesor plenario en la primera y como investigador superior en la segunda. Cuando el lugar y la función del Estado en las esferas de la sociedad civil están tan ciegamente cuestionados, es bueno, creo, dejar testimonio de aquellos bienes públicos, como la investigación en ciencia básica y en humanidades y la docencia superior abierta a

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todos los que la merecen, que solamente el Estado puede brindarle a la democracia.

Hurlingham, diciembre de 2001

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1. La situación de la filosofía en la sociedad contemporánea

§ 1. "Ya sea que debamos filosofar, ya sea que no debamos filosofar, debemos filosofar".1 Con este famoso encomio de la filosofía, Aristóteles iniciaba el proemio de su diálogo perdido, Protréptico, cuyo tema principal era, precisamente, una exhortación al estudio de la filosofía. Este mismo testimonio del filósofo es una clara indicación de lo que sería el destino de la filosofía a lo largo de su historia posterior durante dos mil cuatrocientos años: ser puesta constantemente en duda con respecto a su justificación teórica o práctica y emerger permanentemente renovada y fortalecida de ese perpetuo cuestionamiento. Sin embargo, nunca como en el presente siglo el contenido y la finalidad de la disciplina, su método y, por último, la propia actitud del filósofo han sido tan radicalmente cuestionados, precisamente por filósofos: "Los filósofos no han dudado nunca en afirmar un mundo, siempre que tal mundo contradiga este mundo, que tal mundo ofrezca un apoyo para hablar mal de este mundo".2 Una vez más, no obstante, la vieja sentencia aristotélica nos sirve de guía, porque solamente con los medios que una larga tradición de pensamiento reflexivo nos ha legado, es posible comprender las oscuras raíces de esta situación y ofrecer contra esta tendencia destructiva una resistencia acorde con sus impulsos suicidas. Sólo a través de un breve esbozo de la situación radicalmente distinta a la que se debió enfrentar la filosofía en la modernidad, es posible entender las ominosas negaciones que hoy la agobian. Para ello es necesario hacer el intento de mostrar cómo la filosofía moderna se originó históricamente bajo la revolucionaria influencia de dos fuerzas que confluyeron hacia mediados del siglo XVIII y dieron un carácter definitivo e idiosincrásico al movimiento de la Ilustración: la conformación de la nueva ciencia de la naturaleza, paradigmáticamente representada por la Mecánica de I. Newton, y la admisión incontrovertida del sujeto como nuevo y determinante punto de partida, como principio incontestado de todo filosofar. En relación con la nueva física newtoniana, es imposible exagerar su influencia en el pensamiento filosófico de la modernidad. En efecto, con ella se hacía realidad el ideal platónico de una ciencia exacta de la naturaleza, que podía ser construida deductivamente a partir de primeros axiomas, es decir, satisfaciendo por primera vez en la historia de la ciencia natural el modelo que desde la Antigüedad era concebido como insuperable: la Geometría de Euclides.3 A pesar de ello, no se trataba de meras especulaciones matemáticas sin conexión con los hechos, sino que, por el contrario, permitía realizar predicciones exactas que comprendían tanto a los fenómenos celestes como al comportamiento de los cuerpos en la esfera terrestre. Es I. Kant el gran pensador que extrajo las consecuencias

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revolucionarias que la existencia de la nueva ciencia matemática de la naturaleza traía consigo para la filosofía. En primer lugar, Kant coloca la relación entre el conocimiento por leyes de la naturaleza y los hechos observacionales en su justa perspectiva: es la razón la que aporta la conexión causal y el concepto de necesidad y de ley, el cual es a priori y no podrá ser tomado nunca de la experiencia, mientras que no hay conocimiento posible más allá de los datos empíricos que provee la experiencia sensible, de modo tal que todo intento de la razón de desbordar ese límite se convierte eo ipso en especulación vacía. Esta relación entre conocimiento teórico a través de leyes naturales, por un lado, y contenidos empíricos, por el otro, determina, en segundo lugar, la nueva posición de la filosofía frente a la ciencia: su objeto no puede ser ya el conjunto de los fenómenos naturales, bajo la forma de una cosmología u ontología racional, sino que debe dar un giro crítico e investigar las condiciones bajo las cuales tendrá lugar todo conocimiento posible. Estas condiciones serán, entonces, previas a toda experiencia, es decir, a priori en la terminología kantiana, necesarias y universales, y estarán provistas por la actividad del puro entendimiento, es decir, en última instancia, por la conciencia de sí del sujeto que accede a estas formas puras a través de una reflexión trascendental.4 Con esto se enlaza el segundo factor determinante de la modernidad: la noción de sujeto. En efecto, en la filosofía kantiana culminan, se funden y se renuevan las profundas tendencias que se habían abierto paso tanto en el pensamiento como en la moralidad y en la cultura de la sociedad europea desde el siglo XV en adelante, y en especial luego de la Reforma. El concepto de "sujeto" extiende sus raíces hasta el pensamiento teológico de San Agustín, pero había alcanzado su plena articulación a partir del lugar central en el que Descartes lo había colocado mediante su fórmula "cogito ergo sum". La determinación de la realidad, del ser, a partir de la representación por parte del sujeto, y la consiguiente autonomía que éste adquiere frente al conjunto de la realidad exterior, del ob-jectum, pasan a ser el rasgo distintivo de la filosofía de la modernidad, rasgo que alcanza su culminación en el carácter fundante que la "unidad de la apercepción de la consciencia" tiene para el conocimiento de la realidad en la teoría kantiana.5 Al realizar este giro copernicano de la filosofía mediante la adopción de una actitud reflexiva volcada sobre sí misma, típica del pensamiento crítico, Kant determinó en más de un sentido el futuro de la disciplina hasta la actualidad. En primer lugar, todo conocimiento teórico quedaba reservado exclusivamente a las ciencias particulares y vedado al mero juego de la razón, con lo que desaparecían del índice de temas tradicionales de la metafísica todos aquellos que presuponían un conocimiento meramente especulativo de la realidad. En segundo lugar, el conocimiento científico se colocaba definitivamente en el centro de la reflexión filosófica, de manera tal que esa privilegiada relación del hombre con el mundo se convertía ahora en el modo dominante de pensar, un hecho que un autor reciente ha denominado la preeminencia de la filosofía "epistemológica".6 Por último, al remitir las condiciones de todo conocimiento posible a la unidad que la

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consciencia trascendental de sí del sujeto instaura en la pluralidad de los fenómenos, Kant culmina la historia de emancipación del sujeto de todo lazo exterior y pone al descubierto su radical autonomía frente al mundo. No sólo el idealismo alemán posterior, de Fichte a Hegel, habrá de desarrollar hasta la exasperación este aspecto de la filosofía kantiana, reintroduciendo la metafísica desde el lado del sujeto, sino también las reacciones contra ese mismo idealismo, desde Kierkegaard y los Jóvenes Hegelianos (incluyendo a Marx) hasta Nietzsche, Heidegger y Foucault, estarán signadas por esa caracterización central de la autoconsciencia, cuya fenomenología, historia, genealogía o deconstrucción se intentará descifrar.7 A partir de la completa autonomía del sujeto, se transformó concomitantemente el fundamento de la filosofía práctica, en especial de la ética. La distinción entre el ámbito del ser y el del deber ser, introducida por D. Hume, se convirtió por obra de Kant en una división clara y sin retorno entre dos usos posibles de la razón, el teórico y el práctico. Es solamente en este último campo, el práctico normativo, en el que ella se siente en su propia casa, ya que aquí dicta sus propias leyes, haciendo un uso irrestricto de su autonomía y de su libertad. La transformación de la ética mediante este giro no fue menos radical que la de la filosofía teórica: con sus dos obras, la Fundamentación y la Crítica de la razón práctica, Kant se enfrentaba a las corrientes que tradicionalmente dominaban la disciplina y desde allí ejercían su influjo en la moralidad popular, en varias cuestiones centrales a un mismo tiempo. En primer lugar, su pretensión de quitar todo fundamento a una moral basada en el principio de la felicidad chocaba con una tradición que se había mantenido ininterrumpidamente desde la Antigüedad hasta la Ilustración, con independencia del ropaje religioso con el que se había vestido en el escolasticismo. Luego, su decidido vuelco hacia el deber como fenómeno moral central por oposición a toda ética basada en el bien o en los bienes venía a oponerse drásticamente a las distintas formas que la moral de la virtud había asumido tanto en los códigos sociales de conducta como en las elaboraciones filosóficas de ella. Por último, Kant introducía una original y compleja teoría metafísica como fundamento de la posibilidad de la moralidad en el ser humano, cuyos conceptos clave, el de la voluntad y el de la libertad, desencadenaron una polémica; los ecos de esa polémica resuenan aún en el hiriente ataque a la actitud del filósofo por parte de Nietzsche que más arriba cité. § 2. Es a partir de esta situación general de la filosofía que se hacen comprensibles algunas de las posturas filosóficas más radicales del presente siglo. Voy a comenzar por la representada por el positivismo lógico y L. Wittgenstein, cuya tesis central constituye en realidad la culminación del desarrollo antes esbozado: no existen verdaderos problemas filosóficos, sino seudoproblemas. En efecto, en la medida en que son problemas reales, pertenecen al campo de alguna ciencia formal o empírica, que será la única competente para resolverlos mediante la aplicación de su propio método; si, en cambio, no son problemas que involucran materias empíricas, serán cuestiones provocadas por un engañoso uso de los

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términos, cuya terapia es el análisis lingüístico que habrá de desenmascararlos como falsos problemas.8 K. Popper nos ha dejado un chispeante relato de la intransigencia con la que Wittgenstein imponía su tesis básica en la Universidad de Cambridge, a la que aquél había sido invitado a dar una conferencia. En efecto, al pretender él sostener la existencia de auténticos problemas filosóficos, fue drásticamente interrumpido por Wittgenstein, quien, parado junto a una chimenea, acompañaba enfáticamente el rechazo que le provocaba el osado desafío de su compatriota agitando un atizador de fuego en el aire. Cuando Popper añadió a los problemas provenientes de las ciencias los problemas de la moral, como por ejemplo el de la validez de las reglas morales, fue emplazado por Wittgenstein a formular una regla moral, a lo que el disertante respondió prestamente con el siguiente ejemplo: "No amenazar a los conferenciantes invitados con un atizador". Wittgenstein, enardecido, abandonó la sala dando un portazo.9 Con el mismo drástico gesto, Wittgenstein eliminaba también a la ética del horizonte de las cuestiones sobre las cuales era posible simplemente hablar con sentido, dado que los límites del lenguaje o, más tarde, de los juegos de lenguaje coincidían con los límites de lo existente más allá del cual se abría la difusa zona de lo inefable que comprendía en su interior las actitudes valorativas, puramente subjetivas. De este modo, la filosofía quedaba despojada de sus dos grandes ámbitos de competencia que Kant le había asegurado: la reflexión sobre las condiciones del conocimiento teórico y la reconstrucción de los principios normativos universales que guían nuestra acción. Faltaba todavía una última escalada en esta progresiva reducción de los temas centrales que la filosofía había fijado como su programa de búsqueda en la modernidad; faltaba, en efecto, el examen implacable de la noción misma de "sujeto", que habría de terminar por convertir a ésta en un fantasma. En esa transformación ha sido central la obra filosófica de M. Heidegger, quien desde su fulminante impacto inicial, con Ser y tiempo, sometió a la noción de "sujeto" a una rigurosa operación de desmontaje, hasta nivelarla en su última etapa a una mera sombra que vive su existencia en la pasiva espera del acontecer del "Ser". Más que este epílogo quietista del pensamiento heideggeriano nos interesa un paso intermedio: la reinterpretación que nos ofrece, a propósito de Nietzsche, de la historia de la metafísica de la subjetividad. En efecto, es en la reconstrucción hermenéutica del giro radical que el pensamiento moderno tomó con Descartes donde brilla en todo su esplendor la peculiar agudeza interpretativa del gran filósofo. El "sub-jectum" sustituye la tradicional noción aristotélica de "materia" por una nueva interpretación de la relación entre el hombre y el mundo: el "yo pienso" se ha constituido en la medida de toda certidumbre posible, que es pensada conjunta e implícitamente con toda representación del mundo exterior que el "Yo" se haga. Así como hacia un lado del "Yo", éste se convierte en el núcleo de la subjetividad, que provee unidad y consistencia a todas las representaciones, hacia el lado del mundo, el ser de las cosas queda reducido a lo calculable, a lo que se puede construir geométrica o, en general,

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matemáticamente a partir de axiomas claros y distintos y, una vez reconstruido teóricamente, puede ser puesto a disposición del sujeto técnicamente: el sujeto se ha convertido en una ficción de unidad por encima de su existencia histórica, cuyo núcleo es la voluntad de poder.10 No es sino una consecuente continuación de la destrucción heideggeriana del "sujeto" la operación que lleva a cabo M. Foucault en su última etapa, al hablar de "tecnologías del yo", es decir, de una reversión del sujeto sobre otros sujetos y especialmente, sobre sí mismo a fin de efectuar en carne propia manipulaciones que modelen sus deseos y emociones, sus ansiedades y esperanzas, "con el fin de alcanzar cierto estado de felicidad, pureza, sabiduría o inmortalidad".11 De este modo, la filosofía de la consciencia centrada en el sujeto alcanza el grado extremo de disgregación: no sólo ya no es más capaz de garantizarnos la unidad, racionalidad y consistencia del mundo en que vivimos, sino que no es ni siquiera capaz de proveemos de una imagen consistente y armónica de nosotros, o si lo hace, es al precio de ejercer una violencia insoportable sobre nuestras capacidades biológicas y emocionales que nos exigen más allá de nosotros mismos. La crisis de la filosofía del sujeto que acabo de describir a grandes rasgos es, por sobre todas las cosas, una crisis de la razón centrada en el sujeto y de su forma específica de operar, es decir, de la racionalidad en el sentido más habitual del término. Un primer síntoma de esta crisis fue el múltiple intento de acotar el alcance y la vigencia de esta racionalidad por medio de atributos que la especificaban: así Max Weber habló de una racionalidad con arreglo a fines, oponiéndola a una racionalidad con arreglo a valores. Horkheimer y Adorno, a su vez, dieron un paso más en la estigmatización de la racionalidad con arreglo a fines como una manifestación bajo la forma de una actividad calculatoria de la dominación alienante que el sujeto ejerce sobre la naturaleza tanto ajena a sí mismo como en sí mismo. En las huellas de Nietzsche y de Heidegger, por último, las filosofías de la diferencia anatematizan esta especie de razón como "occidental", "etnocéntrica", "colonizadora", "patriarcal" y, por fin, "machista". Un destino semejante corre la ética universalista, cuyo presupuesto era y sigue siendo, precisamente, la vigencia de una forma de razón universal que justifique principios universalmente válidos, y esto claramente significa: sin distinción de sujetos entre sí, sin diferencias cualitativas, imparcialmente. Algo de todo esto es, sin duda, cierto y puede resumirse así: el sueño del método único –es decir, el sueño racionalista que persiguieron distintas corrientes filosóficas hasta casi la mitad del siglo XX se ha disipado definitivamente. Ahora bien, esta conclusión no tiene por qué equivaler a la aceptación de un generalizado escepticismo en relación con la capacidad de la filosofía para presentar resultados que puedan ser objetivamente puestos a prueba y, por consiguiente, imparcialmente admitidos o rechazados. Por cierto, ha habido corrientes extremas, como el primer positivismo lógico, representado

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principalmente por R. Carnap, que condenaba justamente por la ausencia de un método asimilable al de las ciencias naturales a toda la filosofía como un mero sinsentido o una expresión más de la capacidad artística; o como el insistente relativismo, al que me he referido antes, que abomina de todo intento de racionalismo que se pretenda objetivo, en el sentido de intersubjetiva y discursivamente argumentable. Se trata, en realidad, de un nuevo desafío que la filosofía debe aceptar como un estímulo para su permanente novación a partir de las nuevas situaciones en las que se encuentra, y dentro de éstas, la cuestión del método es la más urgente de todas. A la cuestión, pues, de los problemas propios de la filosofía, de su temática exclusiva que no está forzada a disputar con ninguna otra disciplina, se ha añadido una segunda, tan esencial como la primera: su método propio. La crisis de la razón significa, en efecto, desconocer lisa y llanamente toda posibilidad de hallar mediante reflexión una raíz común de todos aquellos usos que en nuestro lenguaje habitual aceptamos como "racionales". De ahí no hay más que un paso a afirmar, como hace F. Lyotard, que no existe un uso único, sino una multiplicidad de "juegos" y "movidas" completamente distintas entre sí, cada una de las cuales se atribuye en exclusividad una forma de "razón". De un modo muy semejante a éste, la corriente que en ética se conoce con el nombre genérico de comunitarismo ha sostenido que no podemos hablar de una moralidad universalmente válida, sino de morales particulares, orientadas por los bienes concretos a los que cada comunidad y, dentro de ella, cada grupo cultural, religioso o étnico aspiran. También aquí nos encontramos con juegos morales particulares, cerrados, extrínsecos unos a otros, que expulsan fuera de sí todo intento de subsumirlos bajo una razón práctica que los involucre en general a todos. El panorama de la filosofía contemporánea en su aspecto más negativo está de este modo completo. Mi próximo paso será, pues, intentar trazar las líneas básicas de lo que es una posición alternativa para la cual hablar de "razón" en filosofía es aún posible y formular auténticos problemas filosóficos es, más que posible, necesario. § 3. Voy a comenzar por el primer punto, que en cierto modo condiciona todos los demás: la posibilidad de recrear un concepto universal de "razón". Por cierto, este intento debe tomar debida cuenta de los fracasos anteriores en esa misma empresa. Ya no se puede más, en efecto, apelar a un lenguaje formal artificial, único y transparente, que exponga mediante las reglas de la sintaxis y de una semántica correspondiente el modelo matemático de toda deducción posible. Tampoco es viable, en el otro extremo, ir a buscar en una introspección de los actos trascendentales de nuestra consciencia los noémata que nos abren el acceso inteligible a las cosas. Descartados, entonces, los lenguajes fuertemente formales con los que se intentó encorsetar toda la reflexión filosófica, y

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abandonada también la introspección como vía regia para el despliegue de intuiciones fundamentales, se ha ido constituyendo de hecho una suerte de método común de la indagación filosófica actual, que en realidad es más bien una familia de distintos procedimientos, derivados, a su vez, de corrientes distintas. Por un lado, tenemos todas las variantes del análisis del uso de los términos y de sus reglas implícitas, la gramática profunda de los juegos de lenguaje, proveniente del último Wittgenstein, que se amplió también a los juegos implícitos en las reglas de inferencia utilizadas y admitidas en nuestros argumentos informales, especialmente por obra de su discípulo S. Toulmin; por el otro, las reglas pragmáticas que rigen el intercambio comunicativo y preparan las correspondientes actitudes proposicionales por parte de los hablantes, derivadas de las investigaciones de J. Austin. Por último, tenemos la reconstrucción hermenéutica de los significados a través de la historia conceptual de los términos y de sus entrecruzamientos contextuales, tal como fue desarrollada especialmente por H. G. Gadamer. En su conjunto, estos distintos procedimientos argumentativos, que aquí sólo puedo esbozar, han conformado algo así como una alternativa a la razón como capacidad trascendental del sujeto en la filosofía moderna, que podemos denominar razonabilídad argumentativa, la cual, como su propia denominación indica, no tiene la pretensión de exclusividad y certidumbre cuasi metafísica de su antecesora, pero tampoco abandona la pretensión de validez compartida que es propia de toda argumentación humana.12 Esta transformación de la razón trascendental en razonabilidad argumentativa ha sido acompañada de un paralelo desplazamiento del portador de esta razón: éste no puede ser más el sujeto solipsista centrado en torno al Yo de la filosofía moderna, agobiado por las aporías a que su situación de preeminencia diera lugar y condenado por las perversiones que el uso irrestricto de la racionalidad instrumental trajera al mundo. En su lugar aparece una entidad polifacética, que se diferencia de acuerdo con el complejo temático que en cada caso esté en cuestión: la comunidad. En efecto, en el caso de la filosofía de la ciencia, por ejemplo, el sujeto básico será la comunidad de expertos o científicos, introducida por el pragmatista C. S. Pierce; en el caso de la filosofía política, se tratará de la comunidad de ciudadanos integrada en instituciones básicas, tal como la presenta J. Rawls, y, si lo que se enfoca es la sociedad como tal, el sujeto estará constituido por la comunidad de comunicación, articulada en diversas esferas de acción comunicativa según la fórmula de J. Habermas. En cuanto a los problemas filosóficos, voy a dividir la cuestión en dos grandes temas: (A) uno que se ocupa de las cuestiones fácticas, especialmente de las ciencias naturales, y (B) otro cuyo campo de reflexión lo son las cuestiones éticas en el sentido más amplio del término.

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Texto: “Una Ética Para el Siglo XXI”

Aut.: Osvaldo Guariglia

(A) Con respecto al primer tema, Popper ha mostrado en el capítulo sobre "la naturaleza de los problemas filosóficos y su raíz en la ciencia" de su libro Conjeturas y refutaciones hasta qué punto existe una estrecha conexión entre ciencia y filosofía. A mi modo de ver, la resolución que él propone allí para las relaciones entre filosofía y ciencia es, en cierta forma, paradigmática: no hay una clara delimitación entre ambas, como pretendían Wittgenstein y los miembros del Círculo de Viena, sino una cierta gradación entre cuestiones, cuyo acento, en el primer caso, está puesto más en la organización y coherencia conceptual intrínseca, y otras, en el segundo, que afectan en mayor medida los aspectos habitualmente considerados más propios de la actividad científica, como por ejemplo la predictibilidad, la base empírica, etc. En las ciencias sociales, esta división de tareas es todavía más acentuada: son los filósofos los que normalmente han provisto los grandes marcos conceptuales, por medio de los cuales pueden formularse nuevos problemas que con los medios antes existentes era imposible siquiera plantear. Un único ejemplo vale aquí por todos: antes de la obra de K. Marx, la casi totalidad de los interrogantes que más tarde dieron lugar a la sociología y a la historia social carecían de una formulación adecuada que los hiciera inteligibles teóricamente. (B) Esta relación entre el marco conceptual, al que podemos considerar en cierto modo una forma de reconstrucción pragmática y hermenéutica del a priori kantiano, y los problemas fácticos que se presentan en el plano de la experiencia y suponen al menos la participación de las ciencias empíricas en la resolución de los mismos se da de una manera nítida en todo el ámbito de la ética. Por ser éste el campo propio de mi especialidad y, por lo tanto, en el que me siento más cómodo, intentaré precisar aquí con más detalle la articulación entre filosofía y realidad social, que involucra dentro de sí el sistema de las ciencias. Comencemos por una distinción entre los significados del adjetivo "moral": tenemos, a mi juicio, dos niveles de significado que es necesario separar, ya que remiten a fenómenos de naturaleza distinta. Adscribo el primer significado, cuando hablamos en sentido laxo de lo moral, al extenso e indefinible campo de la vida moral, que abarca todos aquellos aspectos que han influido decisivamente en la conformación de los ideales intramundanos de conducta humana en el curso histórico del desarrollo, choque y entrecruzamiento de las distintas corrientes religiosas, filosóficas, políticas y culturales de la modernidad. Por cierto, la sola mención de este extenso espacio de redes simbólicas, unas veces superpuestas y otras contrapuestas entre sí, hace comprensible de inmediato que resulta imposible encontrar algún orden interno en sus diversos sentidos. En efecto, éstos abarcan tanto los disciplinamientos de nuestras pulsiones naturales impuestas por las diversas ascesis religiosas para el dominio de nuestro cuerpo –piénsese, por ejemplo, en lo que se suele denominar "moral sexual"– como los más complejos modelos o paradigmas de la buena vida, insertos en las distintas tradiciones culturales, que son, en última instancia, imprescindibles para el desarrollo e integración de la personalidad.

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Existe, en cambio, un segundo sentido del término que remite de un modo más acotado a un rasgo distintivo del fenómeno moral en todas sus manifestaciones: el carácter imperativo de sus recomendaciones, sea por el peso de la autoridad de una tradición o sea por el libre ejercicio de las convicciones subjetivas. Este significado normativo aparece estrechamente conectado desde el pensamiento romano en adelante con la regulación de las relaciones interpersonales, ya sea directamente o por intermedio de las instituciones jurídicas y políticas de la sociedad. Desde el comienzo de la modernidad, la pregunta moral por antonomasia, "¿qué debo hacer?", restringe el ámbito de sus respuestas posibles a las interacciones entre seres humanos a tal punto que la existencia o no de una posible interacción con alguien distinto del agente se convierte en condición necesaria para admitir que una determinada acción pueda tener o no relevancia moral. Con esta limitación del aspecto moral a las interacciones humanas, hemos ingresado al campo más estricto de la moralidad de una acción, entendiendo por ello su carácter de obligatoria o prohibida. Esta expresa restricción de la moralidad al deber –es decir, al conjunto de acciones que tienen un carácter de obligación como fenómeno moral central y el desentendimiento de cuestiones atingentes al fin último de la vida, la felicidad o perfección– queda firmemente establecida luego del giro copernicano llevado a cabo por Kant al que ya me he referido. La ética, en tanto disciplina filosófica, abarca las cuestiones más estrictas relacionadas con la moralidad y también las otras más amplias que emergen de la confrontación y el conflicto entre los diversos ideales de la buena vida que están vigentes en el mundo de la vida moral. Esta reflexión filosófica, teórica y conceptual es, por otro lado, imprescindible para poder comprender y expresar los términos de los problemas morales que se presentan en el interior de esa vida moral, en primer lugar, para determinar si son auténticos problemas morales y, en este sentido, si no resolubles, al menos pasibles de ser objeto de estudio por medios conceptuales; en segundo lugar, para proporcionar los principios y normas generales bajo cuya validez, prima facie, es necesario subordinar esos problemas a fin de comenzar a examinar las cuestiones de hecho que están involucradas en ellos. Esta relación necesaria entre reflexión filosófica en el nivel teórico y comprensión, exposición y resolución de los problemas específicos en la práctica ha sido comprobada como una exigencia requerida por la propia naturaleza de los asuntos involucrados en la ética aplicada. En efecto, desde el comienzo estuvieron en pugna dos corrientes, una casuista, que desdeñaba la reflexión teórica y se limita a acumular sin demasiado orden casos aislados, y otra que ponía el acento en la importancia de la teoría ética para poder establecer "clases específicas de actos" que ejemplifican una determinada acción moral de acuerdo con una descripción. A mi juicio, solamente una posición teoricista puede prever que, para poder conocer y describir una acción como moralmente relevante, será necesario, en primer lugar, dar una descripción adecuada de ella a través de términos generales que permitan su clasificación en una determinada clase de actos, y, en segundo lugar, subsumirla bajo una norma o principio prima facie, que habrá de ser seleccionado entre los varios posibles principios o normas

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bajo los cuales podría ser subsumido. El análisis posterior habrá de demostrar si esa subordinación fue acertada o no. Pero el punto central es el siguiente: únicamente si partimos de una teoría previa es posible establecer cuáles son los rasgos específicos que convierten a un determinado hecho o dato de la realidad en un dato moralmente relevante. Una posición como la casuista supone que podemos ir avanzando a tientas, fiándonos en nuestras intuiciones morales y en las analogías que podamos hacer con casos anteriores. Al admitir, sin embargo, la necesidad de establecer analogías, los casuistas están concediendo la afirmación básica de los teoricistas, pues, aun para establecer una sola analogía, necesitamos un conjunto de lugares comunes que nos permitan conectarnos por medio de una inferencia al caso anterior con el nuevo, y esto es ya una operación conceptual y, por lo tanto, teórica.13 § 4. Quisiera resumir los temas tratados hasta aquí y extraer algunas conclusiones que considero importantes con respecto al lugar de la filosofía dentro del conjunto de las ciencias y en relación con la sociedad actual. Una primera admisión se impone como inevitable: el filósofo no solamente ha perdido el aura de arúspice que se había arrogado a partir de la filosofía ontológica de los griegos, sino que hoy en día soporta más bien el estigma de haber cometido ese error en el pasado. Por cierto, no es ésta una actitud generalizada: tras las huellas de Nietzsche y de Heidegger, más de un filósofo posmoderno, a la par que denuesta toda pretensión de certidumbre para sus afirmaciones, se interna pese a ello sin pudor alguno en temerarias profecías sobre el futuro de la sociedad, el lenguaje, la técnica, la naturaleza, o, en fin, el destino del Ser o de la Phoné. Pero quienes, en cambio, observamos estrictamente los límites a que puede aspirar la razón en su trabajo reflexivo, pretendemos un lugar más modesto pero, a la larga, más productivo tanto para la filosofía como para la sociedad que la sustenta. Con estas restricciones, sin embargo, la tarea que continúa abierta para la filosofía no sólo es exclusiva de ella sino también imprescindible para la evolución del conocimiento en su conjunto, tanto en el campo teórico como en el práctico. En efecto, el nivel reflexivo al que apuntaba la cita de Aristóteles con la que comencé sigue siendo un espacio reservado para la dialéctica filosófica, una dialéctica que ha renunciado a ser el acceso directo al mundo eterno de las ideas o del espíritu absoluto, como pretendieron Platón y Hegel, y ha asumido su carácter variable, provisorio, en permanente renovación a partir tanto de novedosas interrogaciones al propio pasado de la tradición filosófica como de incitaciones inéditas provenientes de los problemas sobre la estructura de la naturaleza y de la sociedad. Como señalé antes, hoy no es más posible apelar a certidumbres definitivas de carácter trascendental, sea de los entes mismos, del propio sujeto o de la sintaxis formal del lenguaje. En cambio de ello, se ha ido reconstituyendo un a priori conceptual, que emana, por una parte, del propio lenguaje, de las reglas que permiten el fenómeno humano de la comunicación simbólica y de la colaboración argumentativa, y por la otra, de la sedimentación que van dejando antiguas cosmovisiones y nuevas teorías científicas, éticas y estéticas. Es éste el espacio

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libre por donde hoy se mueve la filosofía y en el que ejerce su capacidad de reflexión, de crítica y de construcción de nuevas posibilidades y de nuevos proyectos. Pues, a mi juicio, la siguiente definición hoy sigue siendo tan válida como en el momento en que Kant la enunciara, hace doscientos años:

a la capacidad de juzgar con autonomía, esto es, libremente, conforme a los principios del pensar en general, se la llama razón [...] La Facultad de Filosofía, en cuanto debe ser enteramente libre para compulsar la verdad de las doctrinas que debe admitir o simplemente albergar, tiene que ser concebida como sujeta tan sólo a la legislación de la razón.14

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Referencias

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(comps.), Enciclopedia iberoamericana de filosofía, vol. 2, Madrid, CSIC-Trotta, pp. 53-72.

(1993), Ideología, verdad y legitimación, 2ª ed., Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica (FCE).

(1996a), Moralidad. Ética universalista y sujeto moral, Buenos Aires, FCE. (1996b), "Cuestiones morales. Introducción: vida moral, ética y ética

aplicada", en: O. Guariglia (comp.), Enciclopedia iberoamericana de filosofía, vol. 12, Madrid, CSIC-Trotta.

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(1988), Nachmetaphysisches Denken, Francfort, Suhrkamp. [Trad. cast.: (1990), El pensamiento posmetafísico, Madrid, Taurus.]

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Francfort, Klostermann. Trad. cast.:"La época de la imagen del mundo", en: (1998), Caminos del bosque, Madrid, Alianza.]

(1961), Nietzsche, 2 ts., Pfullingen, Neske. [Trad. cast.:(2000), Nietzsche, Barcelona, Ediciones Destino.]

KANT, I. (1966), Werke in sechs Blinden, 6 ts., edición de W. Weischedel, Darmstadt, Wissenschaftliche Buchgesellschaft.

(1992), La contienda entre las facultades de filosofta y teología, edición de la Academia de Berlín, traducción de R. Rodríguez Aramayo, Madrid, CSIC-Debates.

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Aut.: Osvaldo Guariglia

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Hanser. POPPER, K. (1972), Conjectures and Refutations: the Growth of Scientific

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(1976), Unended Quest, Glasgow, Fontana/Collins. (1979), Objective Knowledge, 2ª ed., Oxford, Clarendon Press. [Trad.

cast.: (2001), Conocimiento objetivo, Madrid, Tecnos.] RAWLS, J. (1985), "Justice as fairness: political not metaphysical", en: Philosophy

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cast.: (1995), El liberalismo político, México, Fondo de Cultura Económica.]

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Citas:

1. "Eíte philosophetéon, eíte mé philosophetéon, philosophetéon", Aristóteles, Protrepticus, fr. 2, Walzer (p. 23) = fr. 55, 5, Gigon (p. 286 b, 11-12).

2. Nietzsche, Aus dem Nachlass der Achtzigerjahre, p. 736 (ed.

Schlechta). 3. Cf. Popper, 1972, pp. 185-186. 4. Cf. Cassirer, 1922, pp. 669 y ss. 5. Cf. Kant, sobre la concepción del sujeto en la filosofía ("metafísica") de

la modernidad, cf. Heidegger, 1957, pp. 69 y ss., y especialmente pp. 91 y ss.

6. Cf. Rorty, 1980, pp. 315 y ss. 7. Cf. Habermas, 1985, pp. 104 y ss. 8. Cf. Wittgenstein, 1977, pp. 83-86; Kenny, 1975, pp. 229 y ss. 9. Cf. Popper, 1976, pp. 122-123. 10. Cf. Heidegger, 1961,11, pp. 141-173. 11. Cf. Foucault, 1990, p. 48. 12. Sobre la cuestión del método, la bibliografía es demasiado amplia y

extensa. Me limito a señalar algunos trabajos fundamentales para la concepción expuesta más arriba: Toulmin, 1958; Tugendhat, 1992, pp. 261 y ss., y Habermas, 1988, pp. 153 y ss.

13. Para una discusión más amplia del tema, remito a Guariglia, 1996b, pp.

11 y ss. 14. Kant, La contienda entre las facultades, Akad., VII, p. 27.

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2. El marco conceptual del debate ético en la actualidad

No hay duda de que la última década ha sido uno de los períodos más fructíferos en la historia del pensamiento occidental contemporáneo respecto de la ética, en especial, la ética pública y la filosofía política. En este período se publicaron obras fundamentales como Sources of the Self, de Charles Taylor, Political Liberalism, de John Rawls, y Faktizítät und Geltung, de Jürgen Habermas, que dieron lugar a una controversia que va más allá de los límites del mundo anglosajón. La comunidad hispanoparlante es, quizás, una de las que aparecen como más interesadas en problemas macroéticos, tal como lo muestran obras importantes como la de Carlos Nino, Ética y derechos humanos, de Javier Muguerza, Desde la perplejidad, y de Ernesto Garzón Valdés, Derecho, ética y política. No es mi intención reseñar y discutir los temas centrales de todos estos complejos libros, sino, en cambio, exponer mi balance personal sobre la discusión ética llevada adelante en los mismos, con la pretensión de sintetizar aquellos problemas que permanecen aún abiertos. En primer lugar, debo declarar que considero central la oposición entre las visiones universalistas y particularistas de la ética, alrededor de la cual se subordinan a mi entender los problemas principales de la disciplina. Esta oposición central tiene versiones diferentes; la más conocida es, sin duda, la que se da entre liberales y comunitaristas. Sin embargo, ésta no es la única controversia, ya que existe en América Latina una competencia entre los defensores de la ética universalista, como Nino y yo, por ejemplo, y los representantes de la ética latinoamericana, la denominada filosofía de la liberación. No pretendo hacer un resumen de todas estas oposiciones, sino proponer tres grandes contradicciones en tres diferentes niveles, a partir de los cuales surgen los desacuerdos más básicos entre ambas tendencias. La primera de ellas tiene lugar en el nivel metodológico: me refiero a la distinción tradicional entre lo correcto y lo bueno. Como es sabido, la orientación hacia lo correcto define la ética deontológica, esto es, una ética que tiene, entre sus propiedades, un método procedimental de decidir la corrección de las acciones morales por medio de su subordinación bajo un principio o una clase de principios universalmente válidos. Por consiguiente, los límites de este tipo de ética son muy amplios, y, consecuentemente, ella se restringe a los límites de las relaciones interpersonales para regularlas y prohibir varios tipos de coerción. Por el otro lado, la ética de lo bueno tiende a sostener la existencia de uno o algunos fines positivos para las vidas de los individuos, y, al mismo tiempo, de la sociedad, fines que movilizan las pasiones, intereses e inteligencia de los miembros de un grupo, en la prosecución de los mismos. A diferencia de la anterior, este tipo de ética está

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necesariamente entrelazada con el tejido social de una sociedad dada y tiene una respuesta, no sólo para los conflictos de intereses entre sus miembros, sino también para su necesidad de guía en las elecciones de sus vidas. La cuestión acerca de estas dos diferentes concepciones de la ética, es decir, la gran cuestión metodológica de nuestra tarea como filósofos morales, tiene graves consecuencias con respecto a la unidad o a la diversidad de nuestra disciplina. En otras palabras, ¿es su objeto el mismo, visto desde dos perspectivas diferentes, o se trata más bien de dos diferentes objetos de dos disciplinas diferentes, que en forma casual tienen el mismo nombre, a saber, "ética"? Dejo esta pregunta abierta, pero me gustaría hacer una observación referida al trabajo metodológico que nosotros, en tanto filósofos, hacemos en el caso de uno u otro tipo de ética: aquella que teoriza sobre lo correcto, trata de construir o reconstruir las reglas subyacentes bajo las que todos discurrimos en nuestros argumentos morales, para que el contenido normativo de estas reglas salga a la luz. Por otro lado, la tarea de quienes especulan sobre lo bueno es más bien como la actividad del antropólogo que describe las costumbres de otra gente, con una diferencia importante: su objetivo no es meramente informar sobre la conducta real de los aborígenes observados, sino también alentar a otros para que los imiten. Es este último rasgo, sobre todo, el que les da a las teorías sobre lo bueno una ambigüedad inevitable. La segunda gran oposición se refiere a la idea central de la identidad del sujeto moderno: por un lado, la autonomía como un ideal que unifica la autodeterminación, responsabilidad y libertad; por el otro, la autenticidad, esto es, una forma de vida peculiar que da prioridad a la lealtad a una elección particular, sea individual o colectiva, por ser la elección de uno mismo. Esta oposición, na-turalmente, tiene diferentes formas y trae consigo un amplio espectro de diversas consecuencias. La autonomía está asociada con una ética universalista que garantiza a todos, por medio de sus principios y procedimientos, una igual oportunidad de desarrollar sus capacidades, a fin de seleccionar y reforzar su propia concepción de la buena vida. De modo que el yo de la autonomía se concibe como un yo impersonal, no involucrado o libre de trabas, que sólo razona consigo mismo respecto de sus deberes y derechos. Se trata, obviamente, de una abstracción, que debe llenarse con el material real de la vida diaria, pero es verdad, sin embargo, que una visión universalista de la vida moral se restringe a establecer los fundamentos y pilares del yo moderno, dejando el resto del edificio en manos de su dueño, que es libre de completarlo como prefiera. En otras palabras, los caminos por los que cada uno de nosotros, en tanto sujetos modernos, encuentra la propia realización en la sociedad moderna son cuestión de la libre elección individual. Una ética universalista no tiene nada que decir sobre esto, siempre que respetemos y contribuyamos al fin de que otros, a su vez, también respeten el esquema básico de igualdad de derechos y oportunidades para todos, o, en resumen, siempre que vivamos y contribuyamos para vivir en democracia.

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La autenticidad, por el contrario, es una noción más bien escurridiza, que ofrece muchos aspectos y diferentes significados de acuerdo con los rasgos peculiares que tiene cada forma de vida. Originada en el individualismo moderno, ha evolucionado de tal modo que incluye todas aquellas características que definen a cierta gente según sus marcas básicas de identidad, como lenguaje, religión, género, orientación sexual, etc. En términos de un conocido teórico, Charles Taylor,

brevemente, podemos decir que la autenticidad (a) involucra (i) creación y construcción, así como descubrimiento, (ü) originalidad, y, frecuentemente, (iii) oposición a las reglas de la sociedad, e, incluso potencialmente, a lo que reconocemos como moral. Pero también es cierto [...] que ella (b) requiere (i) apertura a horizontes de significado [...] y (ii) una autodefinición en el diálogo. Se debe admitir que estos requerimientos estén, eventualmente, en tensión (Taylor, 1991, p. 66).

Como Taylor mismo admite, la tensión se vuelve inevitable debido al reconocimiento de la diferencia a cargo de los otros miembros de la sociedad como parte de un ideal de autorrealización, como la autenticidad. Pero este reconocimiento puede chocar con ideas diferentes de lo bueno, que existen en cualquier sociedad multicultural, como son casi todas las sociedades contemporáneas. De modo que la tensión se convierte realmente en una contradicción entre, por una parte, las condiciones bajo las que un ideal de autenticidad puede crecer y desarrollarse, y, por la otra, las consecuencias de sus rasgos más extremos. Me pregunto si ambos ideales, autonomía y autenticidad, están en el mismo nivel; mi respuesta personal es que no lo están, pero dejo esta segunda pregunta abierta y paso a la tercera oposición principal, entre una concepción de la ciudadanía liberal y una republicana. El liberalismo enfatiza el goce de aquellos derechos que permiten a los ciudadanos elegir y perseguir concepciones permisibles de la buena vida. Al hacerlo, los ciudadanos reclaman al Estado, que, a su vez, debe ser reconocido como legítimo dentro de una sociedad justa y democrática. Esto da lugar a la siguiente idea: hay una lista de los mismos bienes primarios que es necesaria para las concepciones del bien de los ciudadanos, independientemente de cuán distintos sean su contenido y las doctrinas religiosas y filosóficas relacionadas. Estos bienes primarios incluyen

los mismos derechos, libertades y oportunidades básicos, y los mismos medios para todo fin como ingreso y riqueza, estando todos éstos apoyados por las mismas bases sociales del autorrespeto. Estos bienes [...] son cosas que los ciudadanos necesitan en tanto personas

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iguales, y toda pretensión respecto de estos bienes cuenta como apropiada (Rawls, 1993, p. 180).

En contra de esta imagen del ciudadano de una sociedad democrática se han planteado algunas objeciones a su concepción de fondo del ciudadano como persona privada. La concepción neoclásica tradicional del ciudadano había enfatizado, en cambio, las virtudes participativas dentro del dominio común del Estado. El ideal de "gobernar y, a cambio, ser gobernado" (Aristóteles) es, para esta concepción, una parte esencial de una vida digna, y una sociedad organizada alrededor de este ideal "compartiría y apoyaría, qua sociedad, al menos esa noción de la buena vida" (Taylor, 1995, p. 199). De modo que esta nueva versión de "republicanismo", especialmente el norteamericano, restablece la concepción tradicional del ciudadano clásico como interviniendo activamente en el gobierno de la ciudad, yendo a las asambleas y concibiendo a la "libertad" como libertad política para tomar y usar el poder (cf. Walzer, 1994, p. 55). A primera vista, tenemos nuevamente aquí la oposición de Benjamín Constant entre las "libertades de los modernos" y las "libertades de los antiguos", es decir, una contradicción que pensadores políticos clásicos como Rousseau y Kant trataron de superar y que estaba profundamente arraigada, desde el comienzo, en las estructuras de las sociedades modernas. Tal como señalé respecto de la primera oposición entre la ética de lo correcto y la ética de lo bueno, aquí nos encontramos una vez más con dos formas posibles para considerar este tema complejo: o bien hay dos concepciones diferentes y posiblemente complementarias de una y la misma realidad social y política, o bien hay efectivamente dos realidades por completo diferentes e inconmensurables en las que el yo moderno se encuentra crónicamente escindido. Se han propuesto algunas soluciones a este problema desde ambas direcciones, pero están lejos de ser satisfactorias. Me gustaría ahora volver a las preguntas abiertas que dejé sin responder, y haré algunos comentarios sobre los puntos en juego. En el nivel metodológico, señalé que la cuestión sobre las dos diferentes concepciones de la ética, por ejemplo, la ética de lo correcto y la ética de lo bueno, se refiere a la unidad o diversidad de nuestra investigación. En otras palabras: ¿es el objeto de la ética uno, observado desde dos perspectivas diferentes, o hay más bien dos objetos diferentes para dos disciplinas diferentes, que sólo casualmente tienen el mismo nombre, a saber, la "ética"? Algunos filósofos comunitaristas, como Michael Walzer, parecen creer en la posibilidad de dos concepciones de la ética, de algún modo convergentes, una densa y maximalista y la otra tenue y minimalista, que se superponen en algunos puntos cruciales o en ciertos momentos dramáticos, como durante la caída del régimen comunista en Europa oriental, entre otros casos. Pero las concepciones convergentes de este tipo se referirían sólo a los juicios y no a las razones que causan aquellos momentos, porque tienen sus raíces en la narrativa de la propia historia y son, por lo tanto, intraducibles (cf. Walzer, 1994, pp. 1-19). Realmente

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dudo que tal operación sea posible. Admiro la narrativa potente y, en muchos aspectos, iluminadora de Walzer y Taylor, pero no encuentro ninguna conexión fácil entre los temas involucrados en ella y el sobrio sistema de principios y derechos que tratamos de reconstruir en una ética universalista. Un sistema así no tiene necesidad de narrativas, sino solamente de un enunciado coherente y claro, como la Declaración de los Derechos Humanos de las Naciones Unidas. Para muchas culturas fue imposible crear un sistema de derechos que protejan la libertad, la integridad y el conjunto de libertades que la Declaración garantiza desde su propia vida moral; para otras, como los países latinoamericanos que tuvieron desde mediados del siglo XIX sistemas de derechos y principios similares en sus constituciones, el retorno a la validez ilimitada de los derechos humanos fue una revolución democrática después de medio siglo de regímenes demagógicos y dictaduras militares. Esta revolución democrática fue impuesta por la opinión pública mundial y no por la autocrítica de la sociedad civil. En resumen, el "bien" se dice de muchas maneras, como había señalado Aristóteles varios siglos antes, y no es fácil ver cómo los significados particulares del bien asumidos en cada sociedad pueden fusionarse en una concepción comprehensiva pero neutral, que abarque toda su amplia gama de diferentes significados. La segunda pregunta que dejé abierta es la siguiente: ¿los ideales de autonomía y autenticidad están en el mismo nivel? Como señalé antes, mi respuesta personal sería que no, y me gustaría explicar por qué pienso así. La "autonomía" no es ni debe ser una propiedad de hecho, sino requiere sólo ser un postulado de la persona moral que debe ser asegurada por un conjunto de principios y normas universales. No es necesaria la presencia en acto de la autonomía en un ser humano a fin de exigir respeto hacia él, como en los casos de niños pequeños o personas gravemente enfermas que no pueden expresar claramente su voluntad. Por otro lado, la "autenticidad" no existe si no es un logro efectivo de un individuo o de un grupo de seres humanos que han decidido vivir sus vidas según algún estilo o ideal autoimpuesto. La autenticidad presupone estar en posesión de autonomía en tanto un rasgo claro del sistema de principios y derechos reconocidos por una sociedad determinada, pero la inversa no es verdadera. La asimetría es una prueba clara de que no están en el mismo nivel. En cambio, la autenticidad es una cierta manera de gozar de los recursos normativos dados para la realización de nuestra autonomía, y quizá, no la más elevada. Tal vez sean ideales mejores el individuo perfectamente prudente de la tradición aristotélica y estoica o el hombre de sabiduría práctica de la tradición kantiana.1 El último problema que planteé respecto de las dos distintas visiones del ciudadano –la que lo concibe como una persona privada que goza de las ventajas garantizadas por los derechos civiles, y la otra, que lo concibe como un miembro activo del gobierno, yendo a las asambleas y entendiendo la "libertad" como libertad política para tomar y usar el poder– es muy difícil de captar y aun más difícil de resolver. Me gustaría discutirlo con cierto detenimiento.

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Voy a considerar primero una versión extrema de republicanismo que algunos especialistas, como Jonathan Barnes, encuentran en un pasaje de la Política VIII, 1 (1337a 26-32) de Aristóteles, dejando de lado la cuestión de si es una interpre-tación justa del texto aristotélico, que dice:

El entrenamiento en lo que es común debe ser también común. Al mismo tiempo, tampoco debe pensarse que ningún ciudadano se pertenece a sí mismo, sino que todos pertenecen a la ciudad, puesto que cada uno es una parte de ella, y el cuidado de la parte debe naturalmente orientarse al cuidado del todo.2

Una interpretación estricta del significado de este pasaje sería la siguiente, de acuerdo con Barnes:

Si los F son partes de G, entonces los F sólo pueden definirse en función de los G; por lo tanto, los F son de los G simpliciter en el sentido de que ser un ciudadano es estar en una cierta relación con respecto a un Estado [...] Pero los seres humanos son esencialmente animales políticos, por ejemplo, son esencialmente ciudadanos. Los ciudadanos dependen lógicamente de los estados. Por lo tanto, los seres humanos son lógicamente dependientes de los estados. Ser un humano es, inter alía, ser de un Estado. Por lo tanto, [...] el cuidado del hombre debe ser el bien del Estado (Barnes, 1990, p. 263).

Razonablemente, Barnes habla de "totalitarismo" respecto de esta concepción, y creo que estaríamos de acuerdo con él. En otras palabras, esta concepción de la relación entre los ciudadanos y el Estado representa una concepción extrema y comprensiva de la vida política, en tanto la única buena vida posible, y, como tal, esta visión es incompatible con cualquier concepción moderna del ciudadano como siendo además una persona privada. Más aún, diversos tipos de fundamentalismos, incluyendo al leninismo y al fascismo, pueden ser considerados como versiones actuales de este pensamiento político antiguo. Pero hay otra concepción de republicanismo "clásico", con el que un punto de vista universalista liberal no tiene ninguna oposición fundamental. Tal concepción apoyaría la opinión de que

si los ciudadanos de una sociedad democrática deben preservar sus derechos y libertades básicas, incluyendo las libertades civiles que aseguran la libertad de vida privada, ellos también deben tener hasta cierto punto las "virtudes políticas", y estar dispuestos a formar parte de la vida pública. [...] La seguridad de las libertades democráticas requiere la activa participación de ciudadanos que poseen las virtudes políticas necesarias para mantener un régimen constitucional (Rawls, 1993, p. 205).

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Hasta aquí, no hay problema. Sin embargo, la pregunta sería: ¿cómo es posible? No es de ningún modo evidente cuáles razones moverían a los ciudadanos, que se encuentran confortablemente instalados en las instituciones de la democracia, a hacerse cargo de los problemas de la vida pública. Recientemente, Habermas puso el dedo en esta llaga al observar que

desde la perspectiva de la teoría de la justicia, el acto de fundar una constitución democrática no puede repetirse bajo las condiciones institucionales de una sociedad justa ya constituida, y el proceso de realizar el sistema de derechos básicos no puede asegurarse como un proceso continuo. No les es posible a los ciudadanos sentir este proceso como abierto e incompleto, como lo exigen, no obstante, las cambiantes circunstancias históricas (Habermas, 1995, p. 128).

Creo que parte de la solución que podemos encontrar consiste en repensar la relación entre las esferas privada y pública de la ciudadanía moderna. No hay duda de que hay, como señaló Habermas, "una relación dialéctica" entre autonomía privada y pública, porque la ley pública que posibilita la existencia de instituciones políticas se dirige a personas "que no podrían ni siquiera recibir el status de sujetos legales sin derechos privados subjetivos", de modo que "la autonomía privada y la pública de los ciudadanos se presuponen mutuamente" (Habermas, 1995, p. 130). Pero no es tan fácil ver de qué manera ambas esferas se encuentran procedimentalmente correlacionadas, y hasta qué punto este procedimiento requiere una severa limitación de los problemas y temas propuestos para la discusión pública, tal como ha señalado recientemente T McCarthy (cf. McCarthy, 1994, pp. 44-63). Es imposible seguir adelante con este tema aquí. Sólo me gustaría hacer la siguiente observación: la larga experiencia de las agitadas democracias de los países meridionales de América del Sur les ha enseñado a sus ciudadanos que la lucha por la vigencia de los derechos humanos no es nunca sólo un instrumento para la defensa de sus propios derechos civiles, sino que es también, al mismo tiempo, un objetivo político, que por sí mismo cambia las estructuras sociales y políticas de la sociedad. En este sentido, puede ser que el liberalismo universalista y el republicanismo clásico sean sólo dos formas distintas de mirar la misma realidad. Si consideramos esta realidad como un sistema institucionalizado de derechos y deberes, basado en unos principios universales de justicia, adoptamos la perspectiva del ciudadano individual; si, en cambio, la consideramos como un modelo imperfecto de democracia que tenernos que mejorar y mantener vivo, entonces adoptamos la perspectiva del ciudadano activo que concibe la continuidad y el mejoramiento de la democracia en tanto tal como un bien general. En el primer caso, concebimos el estado de cosas desde la perspectiva de la razón normativa; en el segundo, desde la perspectiva de la prudencia, precisamente como la facultad de lo razonable, que media entre las restricciones de la situación y las normas, por un lado, y los fines más amplios a los que podemos aspirar para nosotros e

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inspirar a otros para que los elijan y persigan, por el otro. Ambos son usos de la misma facultad, a saber, la razón práctica en el sentido amplio, que en tanto tal puede servir de puente entre las dos autonomías del ciudadano moderno mencionadas anteriormente. Para concluir, me gustaría poner énfasis en lo que dije al comienzo: que considero la oposición entre las concepciones universalistas y particularistas de la ética como la discusión central, en torno de la cual se ordenan los problemas básicos de la disciplina. A pesar de las diferencias nacionales y culturales, las tres grandes oposiciones que traté aquí están presentes en toda discusión sobre ética allí donde podamos encontrar una tradición filosófica separada del pensamiento religioso, metafísico o ideológico. Esto me parece al menos un claro signo del universalismo de los problemas que enfrentamos, por más divergentes que sean las respuestas a ellos.

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Referencias

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Citas:

1. Para un desarrollo más amplio, véase el capítulo 5. 2. Traducción al español de J. Marías y M. Araujo, Instituto de Estudios

Políticos, Madrid, 1951, p. 149.

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3. La ética universalista y los derechos humanos

A Eduardo Rabossi en homenaje a su septuagésimo

aniversario

§ 1. En las últimas tres décadas del siglo que termina, hemos tomado parte en uno de los cambios de tendencia más drásticos del que se tenga memoria dentro de una disciplina en la filosofía contemporánea. Me refiero, por supuesto, al que tuvo lugar en la ética tanto teórica como aplicada desde los años setenta en adelante. En efecto, hacia mediados de siglo imperaba todavía un relativismo generalizado, cuando no un escepticismo metodológico aun más irreductible, que auguraban para la ética un futuro poco alentador. Mientras la escena filosófica era ocupada en toda su latitud por la epistemología y sus conexiones con otros campos, como la filosofía del lenguaje, la lógica, etc., el ámbito tradicionalmente reservado para la filosofía práctica se consideraba definitivamente ocupado por las nuevas ciencias sociales, que, liberadas de todo marco normativo, procedían al escrutinio de las estructuras sociales, económicas y políticas desde una sobria perspectiva empírica. En esa situación, hasta el propio término tradicional de la filosofía moral, "ética", parecía haber sido despojado de sus resonancias teóricas para pasar a ser un rubro de la sociología cultural o de la etnografía. La restauración de la ética como disciplina filosófica floreciente y productiva provino del impacto causado por la aparición de una nueva visión, universalista y cognitiva, de ésta, que restableció su viejo significado, ligado al examen y la exposición de los principios de justicia y de los derechos y obligaciones que tales principios imponían a los sujetos humanos, entendidos como personas libres e iguales. La fecha de publicación de Una teoría de la justicia de J. Rawls quedará, sin duda, en la historia de la filosofía moral como un hito de donde parte este nuevo renacimiento de la tradición kantiana –o del "liberalismo kantiano", como algunos filósofos más bien hostiles a esta tendencia la han bautizado–, que, si bien impregnada del espíritu de la filosofía del gran ilustrado, debe moverse en los estrechos límites impuestos por una época posmetafísica. Es éste el punto en el que se apoyaron, casi simultáneamente con la aparición del universalismo ético, las corrientes que objetaron desde diversas perspectivas tanto el planteo original como las pretensiones teóricas de aquél. En efecto, privada de todo apoyo en una concepción metafísica sea de la razón, del mundo o de la historia, una teoría ética que busque su justificación ante una audiencia inclinada a descreer de toda forma de validez intersubjetiva se verá forzada a recurrir aprocedimientos

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argumentativos que apelen a los recursos falibles y limitados de una razón pública, difusa o enfática –para usar la feliz denominación de C. Pereda–, de la que todos participamos aun sin tener siempre en claro las reglas gramaticales que la regulan. Una razón así, se sostiene, ya no puede pretender representar alguna forma de universalismo, en el estricto sentido del término, sino que resume, al contrario, las prácticas de solución de controversias y de cooperación más o menos autointeresada de los ciudadanos de una cultura democrática occidental. La confrontación entre una concepción universalista y una particularista de la ética en la actualidad gira, en última instancia, en el modo de consideración de esas "prácticas" y en su interpretación. Quienes se aferran a una visión particularista ponen el acento en la enorme variedad de las prácticas morales y jurídicas de las diferentes culturas humanas, mientras que, como dice Aristóteles, "el fuego arde [de la misma manera] tanto aquí como en Persia" (EN 1134 b 26). Quienes sostienen, en cambio, la validez de una visión universalista de la ética insisten, para tomar otro símil de Aristóteles, en la repetición de una misma práctica en todas las culturas, por ejemplo, la medición, a pesar de la infinita variedad de los intercambios de mercaderías y de la diversidad de las medidas que se aplican (EN 1135 a 1-3). Sin dejar de ser fiel al estilo del razonamiento aristotélico, se puede sostener, en efecto, que la realización de una práctica es una compleja operación que involucra no solamente propiedades disposicionales, como las virtudes y, en general, las habilidades requeridas para llevar a cabo actos constitutivos de esa práctica, sino también aquellos juicios que especifiquen cuáles son las características que determinan con relativa precisión cómo deben ser las acciones a realizar para poder ser consideradas como actos propios de la práctica en cuestión. Justamente ésta era, de acuerdo con la concepción aristotélica, la contribución de la razón práctica a los actos morales, para lo cual era necesaria la existencia en los actos mismos de ciertas propiedades generales que la razón pudiera escoger y almacenar. Ahora bien, es este mismo procedimiento y no otro el que los filósofos universalistas presentan en la actualidad como la operación central de una ética cognitiva. Por cierto, se podrá objetar que lo que está aquí en discusión no es el lado procedimental de la práctica, sino el alcance y el carácter de las reglas intrínsecas a esa práctica. Hemos dado, sin embargo, un primer paso si quienes sostienen una posición particularista se ven forzados a admitir que aun en el caso de las prácticas se requiere un procedimiento con ciertas propiedades formales, ya que en este caso deberán admitir que para aplicar correctamente una regla práctica, se deberán aceptar como válidas al menos dos propiedades metaéticas estrictamente formales, a saber: la universalidad y la consistencia. En efecto, si yo admito que una acción α es un acto propio de una práctica π, debo entonces admitir que cualquier otra acción β similar en todos sus aspectos relevantes a la acción α, debe también ser tenida como un acto propio de esa misma práctica π. La consistencia me obligará, a su vez, a admitir que si yo considero moralmente buena la acción a, deberé considerar asimismo buena la acción β. Ahora bien, independientemente de cualquier otra consideración, la presencia o no de aquellas dos propiedades formales, universalidad y

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consistencia, definen, a su vez, una característica puramente moral de la conducta del agente: la imparcialidad. A mi modo de ver, esta forma de comprender las prácticas se diferencia claramente de la manera particularista de considerarlas como meras "intuiciones culturales sobre lo que debe hacerse en distintas situaciones. Dicho compendio se construye mediante una generalización de la cual pueden deducirse aquellas intuiciones, con la ayuda de proposiciones no polémicas" (Rorty, 1993, p. 121). En lugar de difusas "intuiciones culturales", el aprendizaje de una práctica supone el dominio de un procedimiento formal, que exige disponer de dos metavalores clave de todo procedimiento, la universalidad y la consistencia, cuya salvaguarda determinará, a su vez, la imparcialidad o la parcialidad del agente en la aplicación de esa práctica. Se podrá objetar que existen "prácticas" que no respetan estas propiedades formales sino que cambian de modo imprevisto, sin dejar por eso de tener vigencia. Debo señalar que no se trata, en ese caso, de prácticas en el sentido tradicional y usual del término, desde Aristóteles hasta hoy, sino de estados de excepción, como el que subordinó todo el derecho alemán anterior a 1933 a la sola voluntad del Führer, que podía cambiarlo mediante una decisión en todo o en parte de acuerdo con su solo arbitrio (Neumann, 1967, pp. 67-68). Pero, sin duda, un tal estado nietzscheano de excepción se coloca de por sí fuera de toda moralidad, de modo que no puede ser aducido como contraejemplo de ninguna interpretación. § 2. De esta defensa del núcleo racional de una práctica podemos extraer algunas consecuencias que son relevantes para poder afirmar el potencial universalismo de ciertos principios morales básicos, involucrados en los derechos humanos, cuya proclamación medio siglo atrás se celebró en el año 2001. La tesis que voy a defender es la siguiente: la adopción de la serie de derechos humanos contenidos en la Carta –en especial, aunque no exclusivamente, los así llamados "de primera generación"– es imposible sin el aprendizaje simultáneo de una práctica tanto de la defensa como de la aplicación de esos derechos por parte de los miembros de la comunidad política que los adopta. En esto difiere, en efecto, la real adopción de la mera declamación. Ahora bien, siguiendo el razonamiento anterior, mediante el aprendizaje, mediante la aplicación de las reglas implícitas en la práctica que tiene por finalidad salvaguardar la vigencia y el respeto de esos derechos, mediante, en fin, la extensión de esos derechos a nuevos casos antes no previstos o no tenidos como tales, es como se adoptan las reglas de la razón práctica que permiten crear una urdimbre argumentativa, capaz de basarse razonablemente en aquellos principios como sostén para sus juicios morales. No ha sido otra, en definitiva, la experiencia histórica de aquellos países que incorporaron en sus constituciones desde hace dos siglos en adelante los mismos principios que en 1948 se incluyeron dentro de los doce primeros artículos de la Carta internacional de derechos humanos. Tomemos, por ejemplo, el artículo 1° de la Declaración, cuya primera parte dice así: "Todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos". La introducción de este principio de igualdad entre los miembros de una misma sociedad en las constituciones democráticas es mucho más reciente que el principio que garantiza la libertad de

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creencia, de expresión y de prensa, que podemos tomar como un principio paralelo. En la Constitución argentina obtiene una formulación adecuada por primera vez en el artículo 16° de la versión sancionada en 1853, que dice así: "La Confederación Argentina no admite prerrogativas de sangre, ni de nacimiento; no hay en ella fueros personales, ni títulos de nobleza. Todos sus habitantes son iguales ante la ley, y admisibles en los empleos sin otra consideración que la idoneidad". Como es sabido, no hay nada parecido en las diez primeras enmiendas de la Constitución de los Estados Unidos, esto es, en el famoso Bill of Rights, y se debió esperar hasta después de la guerra civil para sancionar en 1868 la 14ª enmienda que declara a todas las personas nacidas o naturalizadas en los Estados Unidos ciudadanos con igual protección de la ley. Aun así, en ambos países debió transcurrir bastante tiempo hasta que situaciones que hoy no vacilaríamos en tachar de flagrantes ofensas a ese principio, como por ejemplo la segregación racial en las escuelas o la no admisión de las mujeres al voto, fueran consideradas de esa manera, es decir, como casos a los que había que extender la prescripción constitucional. ¿Significa esto que una misma sociedad ha pasado, sin advertirlo, de una conciencia particularista y restringida de la validez y vigencia de sus principios constitucionales a una concepción universalista, más vasta e irrestricta en sus alcances? ¿O se trata, más bien, del fenómeno inverso, a saber, que un principio moral sustantivo de carácter universal, cuya formulación es necesariamente abstracta, tiene en el comienzo una aplicación restringida pero –dado que constituye intrínsecamente un principio no completivo– cuya interpretación está sujeta a la dinámica interna de una sociedad, a los movimientos propios de una democracia, en la que surgen todo el tiempo nuevos actores solicitando un igual reconocimiento, que el principio, prima facie, sanciona? Esta última interpretación es la que una concepción universalista privilegia, porque la considera la más adecuada para dar cuenta del nuevo hecho histórico, tanto político como social, en el que estamos inmersos, a saber, el de la consolidación del "fenómeno de los derechos humanos", como lo ha llamado E. Rabossi, el cual ha alcanzado ya una dimensión planetaria difícilmente reversible en el plano normativo. La primera, en cambio, que considera a cada sociedad encerrada en los límites de su propio lenguaje y de su misma cultura, ha sido defendida por los diversos comunitarismos, tanto angloamericano como latinoamericano, y también desde una posición un tanto diferente, positivista en el sentido jurídico o pragmatista, que es la que ha sido sostenida de un modo enérgico y consistente por E. Rabossi desde hace más de una década, al menos desde 1987, año en que la escuché por primera vez en el Coloquio Alemán-Latinoamericano realizado en Lima (Rabossi, 1991, pp. 198-221). Recientemente esta posición ha ganado un aliado de fuste, Richard Rorty, aunque en algunos aspectos un tanto incómodo, pues, como veremos, algunas de las consecuencias que él extrae de la tesis de Rabossi son, en el fondo, excesivas y, en el extremo, insostenibles.

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Sin duda, ambas posiciones le asignan una misma importancia a la nueva cultura planetaria de los derechos humanos. La cuestión donde surgen las diferencias entre ellas consiste en la interpretación del nuevo fenómeno: ¿se trata solamente de la positivación de ciertas intuiciones morales que se fueron forjando a lo largo de dos siglos desde la Ilustración especialmente en Europa y en los Estados Unidos, las que, una vez transformadas en derecho positivo, tornan obsoleto todo intento filosófico de fundamentación, como sostienen Rabossi y Rorty? ¿O, se trata, en cambio, de "derechos morales", como los denominó a mi juicio acertadamente Carlos Nino, es decir, de derechos subjetivos que aseguran determinadas garantías básicas a los individuos como tales y forman un cerco protector en torno a ellos, el "coto vedado" según la feliz expresión de E. Garzón Valdés, al que los otros tienen la obligación de respetar? Si se acepta que se trata de derechos morales, se sigue que ellos mismos deben ser considerados como enunciados de principios morales sustantivos, ya sea de manera explícita o por suposición de otros principios morales, cuya validez todos implícitamente reconocemos. En consonancia con el procedimiento de extensión de una práctica que expuse al comienzo, no hay, a mi modo de ver, dificultad alguna en conciliar la interpretación de los derechos humanos básicos como principios morales sustantivos y su aplicación jurídica por parte de los tribunales, en especial por aquéllos internacionales, como el de San José de Costa Rica, creados para decidir en las cuestiones contenciosas sobre la aplicación de esos derechos que los tribunales nacionales, precisamente por estar más limitados por tradiciones y culturas jurídicas particulares, no están dispuestos a reconocer. Un procedimiento similar ha sido recientemente defendido por R. Dworkin bajo el título "The moral reading of the constitution", como el que habitualmente aplican los jueces de la Corte Suprema de los Estados Unidos cuando se trata de decidir casos controvertidos en los que están en juego principios morales sustantivos, como los enunciados en la 1a o en la 14ª enmienda (Dworkin, 1996, pp. 7 y ss.). ¿Qué nos ofrecen como alternativa a la interpretación universalista los filósofos relativistas, sean comunitaristas, como Michael Walzer, o pragmatistas, como Richard Rorty? Lo que ambos consideran como posible es solamente una paulatina convergencia entre la cultura nordeuropea y la norteamericana con las de otras regiones más distantes y de características más exóticas, sobre la base de una aproximación fáctica, sujeta a tanteos, negociaciones y deseos amigables de las partes, aun cuando a ambas les sea imposible compartir ni los juicios ni las evaluaciones profundas que las motivan para esa aproximación. Walzer, por ejemplo, ha sostenido que existen dos visiones morales –una culturalmente densa que comprende nuestras concepciones profundas y las esferas de nuestros bienes religiosos, sociales, culturales y políticos, de acuerdo con los cuales desarrollamos nuestras vidas, y otra tenue y minimalista–, que podemos compartir con otras culturas y otros pueblos, pero que de hecho sólo se solapan en determinados momentos cruciales, como la caída de los regímenes comunistas de Europa oriental, aunque nunca sobre la base de convicciones comunes, ya que éstas tienen sus raíces en la narrativa de la propia historia y son por ello intraducibles

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(cf. Walzer, 1994, pp. 1-19). Con un talante similar, Rorty asegura que el relativismo cultural no vacila en proclamar que "nuestra cultura de los derechos humanos, la cultura con la cual nos identificamos en democracia, es moralmente superior a otras culturas. [...] El relativismo cultural se asocia con el irracionalismo debido a que niega la existencia de hechos transculturales moralmente relevan-tes"; si bien él debilita, de inmediato, esta afirmación señalando que este "irracionalismo" no debe ser entendido como el abandono de toda coherencia interna en el sistema de creencias que uno sostiene, termina por manifestar que "nosotros los pragmatistas argumentamos a partir del hecho de que la emergencia de la cultura de los derechos humanos no parece deber nada al incremento del conocimiento moral y en cambio lo debe todo a la lectura de historias tristes y sentimentales" (Rorty, 1993, pp. 121-123). Confieso que no alcanzo a comprender la conexión intrínseca que puede haber entre las historias tristes y sentimentales y la exposición clara y precisa del sobrio esquema de derechos garantizados por la Declaración. De hecho, dos culturas que poseían una admirable literatura de obras tristes y sentimentales, la alemana y la rusa, produjeron en el presente siglo las mayores violaciones de los derechos humanos en toda la historia de la humanidad. Por otra parte, muchas culturas en las que no existe un pensamiento secular independiente de la religión, como la china, la islámica o la india, fueron incapaces de engendrar una concepción de derechos básicos semejante a la de los derechos humanos desde el interior de su propia vida moral densa. En otras, como la católica, la lucha entre el pensamiento liberal y el fundamentalismo religioso, contrario a un esquema de libertades como el prescrito por los derechos en la Carta, es parte, todavía, de la experiencia histórica que hemos vivido en un pasado reciente. Más aún, países como Argentina, Chile y Uruguay, en los que el sistema básico de principios y derechos individuales establecidos por la Carta era parte de su constitución desde mediados del siglo XIX, pudieron retornar a la vigencia irrestricta de estos derechos brutalmente cercenados sólo mediante la coerción externa de una opinión pública mundial moralmente ofendida por la magnitud de los crímenes cometidos por los gobiernos militares de facto en esas naciones. Resumiendo, el "bien" se dice de muchas maneras, como señaló Aristóteles hace dos milenios y medio, y no es fácil ver de qué modo los significados particulares del bien y los valores asumidos como propios por cada cultura pueden fundirse en una concepción comprensiva y al mismo tiempo neutral de derechos que procuran abarcar de igual forma esa amplia gama de significados diferentes de la buena vida. § 3. Por cierto, no puedo abandonar el tema de la ética universalista y los derechos humanos sin tocar, al menos de un modo general y esquemático, el punto álgido de las minorías culturales, sean étnicas o religiosas, y de su relación con el Estado liberal democrático. La primera dificultad que presenta este espinoso tema consiste precisamente en poder plantearlo de manera que no se

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transparente ya en ese planteo la visión universalista o particularista de quien lo hace. Recurro, entonces, a la reconocida imparcialidad de nuestro lamentado F. Salmerón, quien presentó con su habitual rigor los términos del problema en uno de sus últimos trabajos: su contribución sobre "Ética y diversidad cultural" a la Enciclopedia iberoamericana de filosofía. Dice él allí lo siguiente:

a las nociones de autonomía y dignidad personal se asocia además la convicción [...] a favor de la completa libertad de cada uno para elegir los ideales de la vida y su propio camino de perfección en la esfera privada. Y el Estado queda limitado a asegurar, de manera imparcial, el derecho de todos para pensar y actuar según cada uno lo crea necesario, en vista a realizar una vida buena con todas sus virtudes. [...] Un segundo concepto [...] es el concepto de identidad en su aplicación a las personas, que por supuesto viene ligado al significado moral de éstas y es, a la vez, inseparable de la cultura democrática [...] La identidad comprende toda la vida del sujeto como entidad física y mental, con su capacidad reflexiva y su relación con las otras personas desde el interior de una tradición cultural en su concreción (Salmerón, 1996, p. 75).

De esta forma, Salmerón pone frente a frente los dos ideales de la buena vida que en el último tiempo han sido considerados los polos de una singular tensión. En efecto, como añade Salmerón, "[die la misma manera que la idea de dignidad hizo surgir una política de la igualdad, la de la identidad dio origen a una política de la diferencia, que obliga al reconocimiento de identidades únicas, no solamente de individuos sino de entidades colectivas" (Salmerón, 1996, p. 74). Los dos ideales de vida que Salmerón contrapone como la alternativa que se le abre al sujeto moral en el mundo moderno han sido denominados, por una parte, el ideal de autonomía, propio del ciudadano sujeto de derechos de una sociedad democrática, y, por la otra, el ideal de autenticidad, que enfatiza las peculiaridades de la tradición, de la cultura, de las nacionalidades y, por fin, hasta de la propia singularidad de cada individuo, la que resume una manera irrepetible de vivir la propia vida (Taylor, 1991; Villoro, 1994; Thiebaut, 1998). En un trabajo reciente (véase el capítulo 5), he recorrido algunos de los recovecos de esta intrincada cuestión, que no puedo discutir aquí con la extensión debida. Me limitaré, pues, a presentar escuetamente mi posición al respecto. Mi visión del tema comienza por distinguir dos significados distintos de "autonomía" –a saber, la autonomía postulada y la autonomía realizada– que habitualmente son confundidos. La autonomía postulada es la que atribuimos a todo miembro de la sociedad, cada uno de los cuales tiene interés en defenderla tanto para sí como para los otros miembros a través de la vigencia de los principios y derechos fundamentales que se comprometen a respetar. No se trata, pues, de ningún ideal específico de autorrealización, sino de una noción abstracta de persona, como soporte de ciertos derechos básicos. Desde este punto de vista, la autonomía

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postulada contiene sólo un concepto indeterminado de la subjetividad, en el que únicamente tiene cabida un conjunto limitado de derechos a los que ésta puede aspirar en las condiciones de una sociedad moderna y democrática. Así considerada, es solamente una concepción general de la autonomía, que, como tal, cesa tan pronto precisamos sus diferentes y múltiples particularidades. Por eso mismo es postulada, y tiene validez aun contra fácticamente, es decir, aun en el caso de aquellos que no están en condiciones de hacerla respetar, como, por ejemplo, un enfermo en estado de coma. La autonomía realizada, en cambio, es indudablemente un ideal de autorrealización, que indica de modo positivo cómo es posible llevar a cabo las aspiraciones propias de todo ser racional a la felicidad y a la perfección, en el sentido de la plenitud de las propias capacidades intelectuales y disposiciones del carácter. El ideal de autenticidad no es más que una de las maneras de llevar a cabo las aspiraciones de autorrealización, cuyo logro dependerá en cada caso de las condiciones en las que se lleva a cabo y de las metas que se propone. Sin embargo, con esta distinción queda claro a mi juicio que todos estos ideales, individuales o colectivos, de autorrealización presuponen la vigencia previa tanto lógica como normativamente de la autonomía postulada, que es la que les confiere la necesaria garantía para poder desarrollar sus propios modos de vida, razón por la cual no pueden apelar, en favor de la obtención de estos fines, a unos principios que, como señala Garzón Valdés, no puedan ser compartidos por todos los agentes o requieran anular la calidad de individuos de éstos (Garzón Valdés, 1993, p. 527). Para concluir, la visión de la ética universalista que he pretendido ofrecer es inseparable del nuevo fenómeno mundial de los derechos humanos, entendido como la extensión paulatina de prácticas y principios que garanticen la validez irrestricta de una autonomía postulada para todos los habitantes del planeta. Enunciar esto último equivale a subrayar simultáneamente cuán distante se encuentra este reino ideal de fines de la realidad actual del mundo. Pero precisamente la reivindicación de sus antiguos dominios por parte de la ética ha buscado reservar para ésta aquello que es intrínseco a la razón normativa, a saber, la formulación de un futuro posible y equitativo para el género humano.

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4. ¿Qué nos pueden enseñar los estoicos y Kant sobre el

valor de los valores?

§ 1. En un extenso e interesante pasaje del libro Contra los eticistas, Sexto Empírico nos expone la doctrina estoica mediante la cual se hace una división entre el sentido de los términos que expresan "bondad", "indiferencia" y "preferencia" en el ámbito moral. A continuación, cito las partes más relevantes de esta exposición:

[Los estoicos] suponen que el término "indiferente" se dice de tres maneras distintas: en un sentido, se aplica a aquello que no provoca ni atracción ni repulsión, como por ejemplo que el número de [...] los cabellos en nuestra cabeza sea par o impar; en otro sentido, se aplica a aquello que despierta atracción o repulsión pero no más para una que para otra cosa del mismo género, como por ejemplo en el caso de dos monedas de un dracma, que no se distinguen entre sí ni por su cuño ni por su brillo. [...] En tercer y último lugar, dicen que "indiferente" es aquello que no contribuye ni a la felicidad ni a la infelicidad, e indiferentes en este sentido dicen que son la salud y la enfermedad y todo lo referente al cuerpo y la mayoría de las cosas exteriores, porque ellas no tienden ni a la felicidad ni a la infelicidad. En efecto, aquello que es pasible de ser usado bien o mal será indiferente, y mientras que uno siempre usa bien la virtud y mal el vicio, uno puede usar la salud y las cosas del cuerpo unas veces bien y otras mal, por lo cual éstas serán indiferentes. También agregan que algunas de las cosas indiferentes son preferidas, otras postergadas y otras más, por último, ni preferidas ni postergadas: "preferidas" son, pues, aquellas que tienen suficiente valor, "postergadas", aquellas otras que tienen suficiente disvalor, por último, ni preferidas ni postergadas son cuestiones como, por ejemplo, extender o contraer el dedo. Los estoicos ordenan dentro de lo preferido la salud, la fortaleza, la belleza, la riqueza, la reputación y todo lo semejante; dentro de lo postergado, la enfermedad, la pobreza, el dolor y todo lo semejante (Sexto Empírico, Contra los eticistas, 59-63).

Los dos pilares que sostienen la ética estoica fueron las dos tesis siguientes: (1) moralmente buenas son solamente las acciones de acuerdo con la virtud y moralmente malas son las acciones contrarias a éstas; (2) el ejercicio de la virtud moral, y solamente él, constituye y garantiza una vida feliz. Como consecuencia de estas dos tesis, todos los demás bienes, como los externos o los que corresponden a la salud y la configuración del cuerpo, dejaron de ser considerados "bienes" en sentido estricto para convertirse en "indiferentes". En

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realidad, se trató de una distinción que introducía una diferencia de grado más que una división categorial dentro de la clasificación aristotélica de los bienes, la cual solía distinguir entre bienes exteriores, del cuerpo y del alma, subordinando claramente los dos primeros a los últimos. Pese a ello, la restricción estoica del significado de "bondad" exclusivamente a los actos virtuosos, que a su vez provenían sólo del uso de la razón, fijó por primera vez de un modo neto los límites de la calificación moral, distinguiéndola de todo aquello que dependía, en última instancia, de circunstancias o contingencias externas, sujetas a la variación fortuita de las causas del mundo natural o del azar. Por cierto, la metafísica estoica que otorgaba una garantía firme a la prudencia del sabio aseguraba que éste tenía acceso al lógos que gobernaba al universo y se guiaba por él en sus elecciones, de manera que sus juicios morales gozaban de una especie de infalibilidad. De este modo, la virtud en la conducta del sabio y la ley divina que regía el mundo estaban en una relación de correspondencia; como consecuencia, no cabían dudas, al menos para el sabio, sobre lo que era moralmente correcto o moralmente repudiable. A la inversa, fuera de estos rígidos márgenes se abría un ancho espacio para la acción que, en última instancia, se regía por "preferencias" razonablemente fundadas. A todas las acciones y estados de cosas del cuerpo o de las pertenencias exteriores, sea de orden intelectual, como la fama, o de orden material, como la riqueza, los estoicos los consideraron "indiferentes". Como ya nos muestra el texto citado de Sexto Empírico, hay una diferencia clara entre tres niveles de indiferencia: (A) las acciones o cosas que no provocan ni atracción ni repulsión; (B) las que provocan genéricamente atracción (o repulsión), pero son indiferentes entre sí (ejemplo de las dos monedas semejantes); y, por último, (C) aquellos estados del cuerpo o de las pertenencias que provocan atracción o repulsión natural. En efecto, dado que estos últimos se correspondían con un impulso o una repulsión en el agente, su satisfacción constituía lo que los estoicos llamaron "un acto debido". Como consecuencia, las cosas indiferentes obtuvieron un status ambiguo en la ética estoica, que dio lugar a numerosas controversias desde la Antigüedad, especialmente con respecto a la relación entre, por un lado, los actos debidos o apropiados (kathêkonta) y, por el otro, los indiferentes de la especie "preferidos". En efecto, las fuentes nos reportan la existencia de un criterio para distinguir entre indiferentes valiosos y disvaliosos, que se basa en su función "según la naturaleza" o "contra la naturaleza".

Unas cosas son según naturaleza, otras contra naturaleza, y otras no son contra naturaleza ni según naturaleza. Ahora bien, cosas de esta índole son según naturaleza: salud, fuerza, el buen funcionamiento de los órganos de los sentidos y cosas similares; contra naturaleza, en cambio, son cosas de este tipo: enfermedad, debilidad, una mutilación y cosas como éstas; [...] Y dicen que el argumento relativo a estas

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cuestiones se hace a partir de cosas primeras según naturaleza y contra naturaleza, ya que lo diferente y lo indiferente se encuentran entre lo que es dicho respecto de algo. Porque, afirman, aunque llamáremos indiferentes a las cosas corporales y a las cosas exteriores, afirmamos que ellas son indiferentes con respecto al vivir con decoro (aquello en lo cual, precisamente, se da el vivir con felicidad), pero no, por Zeus, con respecto al hecho de estar en concordancia con la naturaleza, ni en relación con el impulso (hormé) ni con la repulsión (aphormé) (Estobeo, 11 79, 18-80, 13 [LS, 58c]).

Todas las cosas según naturaleza son objeto de aceptación (léptá), en tanto que todas las cosas contrarias a la naturaleza no son objeto de aceptación (Estobeo, 11 82, 20-21). Todas las cosas según naturaleza tienen valor (axía) y todas las cosas contrarias a la naturaleza, disvalor (apaxía) (Estobeo, II 83, 10-11) (traducción de M. Boeri, 1998, p. 196-201).

Entre los indiferentes preferidos están, pues: (1) en primer lugar, aquellos que son según naturaleza y corresponden a un impulso. Por lo tanto, es de suponer que los estoicos entienden por éstos aquellas cosas hacia las que tendemos desde que nacemos o en nuestra primera infancia (alimento, abrigo, cuidado, etc.) comprendidas en su conjunto como medios de preservación de sí. Como se ve, no existe aquí reflexión o elección, sino meramente hormé, es decir, un impulso que precisamente es un "móvil" de la obtención del objeto exterior al que tiende. (2) En un nivel superior se encuentran los indiferentes considerados valiosos, ya que aquí aparece un juicio que atribuye o niega una estimación a la cosa que se nos presenta como móvil del impulso. Esta estimación del objeto de la acción no es, aún, moral, pero tiene un carácter prescriptivo, a fin de ordenar convenientemente nuestros actos, considerados debidos en relación con la naturaleza (kathêkonta: "aquello que una vez realizado comporta una justificación razonable" [Estobeo, II 85, 13 = SVF, III, 494 = I.S. 59B]). Estas reglas de comportamiento suelen expresarse como imperativos de conducta ("¡harás esto?, ¡evitarás eso otro?") que están dirigidas al hombre común (es decir, no al sabio) a fin de que éste encuentre en ellas la ayuda necesaria para conducir su vida hasta que él mismo esté en condiciones de dirigirla (Séneca, Ep. 94, 50-51). (3) En el último nivel encontramos aquellas cosas de acuerdo con la naturaleza que no solamente son el principio de los actos apropiados sino que constituyen, especialmente, la materia de los actos virtuosos (Plutarco, De comm. not., 23, 1069 e = SVF, III, 491). De este modo, los actos debidos pasan a ser actos rectos (katórthoma), realizados a partir de una disposición del espíritu para seleccionar y resolverse por esa acción como un fin en sí misma porque ésta constituye una manifestación de la virtud. Las cosas indiferentes como tales, por lo tanto, solamente tienen el valor que les confiere el ser producto de una elección (Plutarco, De comm. not., 26, 1071 a-b).1

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§ 2. Es suficiente lo expuesto hasta aquí para hacer evidente la línea de argumentación que los estoicos impusieron a la ética y que, en condiciones profundamente transformadas por el nacimiento de la ciencia natural moderna, retomó Kant hace poco más de dos siglos al publicar la Fundamentación. Es esta misma distinción la que tendido a desaparecer por causa de la ilimitada expansión del significado del término "valor" o, en plural, "valores", que ha tenido lugar desde fines del siglo XIX hasta el presente. Curiosamente, la corriente que contribuyó en mayor medida esta "inflación" de su significado fue posiblemente el neokantismo del sur, especialmente H. Rickert, quien intentó fundamentar una teoría del conocimiento, en especial de la historia y de las ciencias sociales, recurriendo a la existencia de "valores objetivos" anclados en la razón práctica. Max Weber, quien siguió a Rickert en su epistemología de las ciencias sociales, dio el paso definitivo al declarar –probablemente bajo la influencia de Nietzsche– la relatividad de todos los valores, incluso los epistemológicos. Fue la sociología funcionalista de Talcott Parsons la que, recibiendo a su manera la perspectiva weberiana, terminó vaciando al término de todo significado referencial para transformarlo en un término operacional: "[u]n valor es una concepción, explícita o implícita, propia de un individuo o característica de un grupo, de la desiderabilidad que influencia la selección de las formas, de los medios y de los fines de la acción".2 El relativismo actual del sentido, que puede albergar cualquier orden de preferencias en la selección de los fines de la acción, tanto individual como colectiva, es una consecuencia de este paulatino vaciamiento normativo. Al retomar una clasificación como la propuesta por los estoicos, mi primer interés se orienta hacia una recuperación de un sentido consistente del término. La restricción del uso de preferidos –y, en ese sentido, condicionalmente "valiosos", exclusivamente para aquellas acciones o estados de cosas que, siendo moralmente indiferentes, responden a una necesidad según la naturaleza, mientras que las acciones morales en sentido estricto quedan fuera y más allá tanto de las preferencias como de las inclinaciones contrarias– establece una separación radical entre lo que se debe hacer en cumplimiento de actos morales, que son fines en sí mismos y, como tales, incondicionados, y lo que se tiene que hacer de acuerdo con un juicio estimativo o de preferencia. En efecto, los estados de cosas valiosos son siempre condicionados y relativos, de modo que dependerán siempre de un juicio que proveerá "una justificación razonable". L. Becker, en su reciente defensa del estoicismo, define esta relación de la siguiente manera: "El entrenamiento estoico tiende a inculcarnos una fuerza motivadora categórica para los juicios normativos que se basan en una cláusula del tipo 'consideradas todas las cosas', de modo que la fuerza motivadora de los juicios evaluativos de otra especie cede en situación de conflicto ante los juicios normativos [del primer tipo]".3 A su vez, como lo muestra el texto de Estobeo, las cosas valiosas, en la medida en que dependen de juicios evaluativos, necesariamente tendrán un valor en relación con el fin o plan último que cada uno establezca para su vida. Este fin

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incondicionado era para el estoicismo, como para toda la ética antigua, la felicidad, aunque en este caso lo que ellos entendían bajo ese término está muy lejos de lo que nosotros podemos imaginar. Quizás el mejor correlato actual para este concepto sea el de la "concepción estoica de la buena vida", ya que esta denominación más neutra se corresponde con los dos criterios necesarios y suficientes que ellos daban para esta situación: (1) actuar según la virtud y (2) obtener la tranquilidad del alma que esto nos proporciona. § 3. Como recordé antes, algunos de los aspectos más destacables de la ética estoica fueron retomados por Kant en la elaboración de la filosofía moral que desarrolló a lo largo de su vida. A mi juicio, encontramos un claro paralelo de la distinción estoica en la división de los deberes perfectos e imperfectos que Kant establece en la Metafísica de las costumbres, sustituyendo y, de ese modo, implícitamente enmendando la que él mismo había propuesto en la Fundamentación una década atrás.4 Especialmente en la "Introducción a la teoría de la virtud" (secciones VI y VII) se explaya Kant en detalle sobre el principio de esta distinción: el imperativo categórico formulado como principio del derecho exige que la acción sea de tal forma que la máxima de ella pueda valer al mismo tiempo como ley universal, de manera que el deber jurídico que de allí surge impone restricciones clara y precisamente determinadas a la acción, pero deja los fines de la máxima y por lo tanto de la acción particular librados al arbitrio del agente. Tales son los deberes perfectos.5 El principio supremo de la teoría de la virtud es, en cambio, el siguiente: "actúa de acuerdo con una máxima de los fines tales que proponérselos pueda ser para cada uno una ley universal" (MS, p. 526). Dado que no se trata aquí de la determinación de la acción misma, sino de los fines que deben ser deberes a priori y que, por ello, no son los que naturalmente tenemos sino los que deberíamos tener, tanto asumirlos como tales como llevarlos efectivamente a cabo corresponde al dominio de lo subjetivo y contingente, ya que no se pueden determinar por anticipado las oportunidades ni los medios para realizarlos. Éstos son, pues, los deberes puramente éticos, y, dada la indeterminación material que los afecta, deberes imperfectos o meritorios (MS, pp. 520 y ss.). Sobre la base de esta distinción, Kant introduce las siguientes valoraciones: el cumplimiento de una acción de acuerdo con el deber jurídico es = 0, esto es, carece de mérito o valor; la omisión de un deber de virtud, es decir, la no realización de un deber imperfecto o meritorio es también = 0, ya que no es imputable al sujeto no llevar a cabo actos meritorios; la realización, por último, de un deber imperfecto o de virtud conlleva un valor positivo, dado que a + 0 = a, con la condición, por cierto, de que la acción meritoria no sea, realizada con vistas a la obtención de ese mérito sino por la simple voluntad de llevar a cabo los fines a priori.6 De este modo se evidencian los puntos de contacto entre la doctrina estoica y la teoría kantiana: valor moral solamente poseen los actos rectos (katórthoma) según los estoicos y las acciones realizadas en cumplimiento de deberes imperfectos de acuerdo con Kant. Los actos debidos (kathêkon) de

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acuerdo con los estoicos y los deberes perfectos o jurídicos (officia juris) según Kant no tienen valor moral ni positivo ni negativo, y en ese sentido constituyen el ámbito de las acciones indiferentes, en el que se abre la posibilidad de establecer órdenes de preferencia de acuerdo con los fines individuales que cada agente se proponga. Por último, los actos contrarios a los deberes perfectos tienen un disvalor moral absoluto que sólo puede ser compensado por la pena que equilibre ese disvalor, de manera que la ecuación completa dé como resultado nuevamente O (-a + a = O). Hace aproximadamente unos quince años, C. Korsgaard, basándose fundamentalmente en el modo de concebir los fines últimos por parte de Aristóteles y de Kant, propuso denominar "racionalista" a una cierta concepción de los valores. La visión racionalista propuesta por ella intenta mediar entre dos posiciones tradicionales, la subjetivista, que hace depender los valores exclusivamente de los deseos, y la objetivista, que los atribuye a propiedades intrínsecas de los objetos. La teoría racionalista sostiene, en cambio, que "un objeto o estado de cosas es bueno si existe, prima facie, una razón práctica suficiente para realizarlo o producirlo"7. Tengo amplias divergencias con la reconstrucción de la filosofía práctica aristotélica que Korsgaard propone en este ensayo, y también en algunos puntos con su interpretación de la ética kantiana, la que en este trabajo se limita a los dos libros metodológicos, la Fundamentación y la Crítica de la razón práctica, dejando de lado precisamente la obra en la que Kant expone su doctrina de los fines, esto es, la Metafísica de las costumbres. Sin embargo, coincido en que la concepción racionalista de los valores, tal como ésta se presenta en la ética aristotélica de la virtud, en la teoría ética de los estoicos y en la filosofía kantiana del derecho y de la ética –todas las cuales establecen la supremacía de ciertos fines incondicionados sobre todos los demás, contingentes y sujetos al arbitrio–, es la única concepción que podemos razonablemente sostener en la filosofía moral. § 4. Antes de concluir este capítulo, me gustaría adelantarme a una posible objeción escéptica, propia de los tiempos que corren, que sería más o menos así: "Pues bien, aceptemos que la propuesta de los estoicos o la de Kant, en sus propios términos, hayan sido razonables y consistentes; sin embargo, ¿de qué nos sirven a nosotros estas distinciones, nosotros que ya no podemos creer, como los estoicos, en una ley natural que gobierne al universo y la conducta de los hombres, ni, como Kant, en un derecho natural fundado en una metafísica racional a priori; nosotros, por último, para quienes la felicidad consiste, a lo sumo, en el goce efímero que nos proporciona un deseo satisfecho y que dará lugar inevitablemente en breve tiempo al dolor de un nuevo deseo insatisfecho?". Mi respuesta, necesariamente concisa, es la siguiente: sin duda, carecemos hoy de un derecho natural, pero hemos ido recreando desde hace medio siglo un conjunto de principios morales y jurídicos considerados institucionalmente

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universales, que en la actualidad nadie se atreve abiertamente a rechazar, ni siquiera aquellos que los violan solapadamente: los derechos humanos. Éstos se han constituido en nuestro nuevo derecho natural, que ha ido invadiendo las morales particularistas de las diversas culturas y los ordenamientos institucionales nacionales, otrora considerados soberanos, homogeneizándolos en la selección y en la extensión de ciertos derechos fundamentales que todos los estados se comprometen a garantizar. Admitiendo que los juicios basados en principios universales tienen un carácter categórico, los juicios valorativos deberían restringirse a establecer preferencias fundadas, en referencia y en relación con fines incondicionados. Por cierto, no es admisible imponer modos de buena vida a los individuos en su búsqueda de planes de vida propios, pero sí es no sólo posible sino también indispensable establecer algunas de las condiciones necesarias para que cada uno esté capacitado para proponerse, proyectar y realizar su propio plan de vida autónomamente. He defendido en otra parte la tesis de que este fin constituye una concepción formal del bien, que puede ser universalmente propuesta (véase el capítulo 6, título II).8 Se podría objetar que una tesis como ésta conduce a alguna forma de perfeccionismo. A mi juicio, esa objeción es infundada, porque proponer condiciones generales que deben ser satisfechas para que alguien actúe autónomamente no es equivalente a dictarle a nadie cómo debe actuar, una vez alcanzada la necesaria autonomía. Sin embargo, si se me reprochara que sostener que es fundamental una educación orientada a desarrollar en cada sujeto humano sus capacidades para deliberar y actuar por sí mismos es una forma de perfeccionismo, estoy dispuesto a admitir que se trata de un moderado ideal perfeccionista basado en las capacidades humanas, comenzando con la razón, sin el cual no existe posibilidad alguna de buena vida, al menos en los términos en que debemos entenderla dentro de una tradición como la kantiana.

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Citas:

1. El tema de los indiferentes o intermediarios es especialmente controvertido. La interpretación que he ofrecido sigue de cerca la propuesta por Kidd, 1971, pp. 155 y ss. Sobre toda relación entre la estimabilidad de los indiferentes. la virtud, es importante la discusión de White, 1990, 43 y ss.

2. Parsons y Shils, 1951, p. 395.

3. Becker, 1998, p. 14.

4. Cf. Kersting, 1983, pp. 404 y ss., y 1993, pp. 187 y ss.

5. MS, pp. 519-520 (ed. Weischedel).

6. Cf. Kant, XIX, p. 96, ref. 6585; p. 261, ref. 7165; MS, p. 520 (ed.

Weischedel); Kersting, 1993, p. 186.

7. Korsgaard, 1986, p. 487.

8. Cf. Guariglia, 1996, pp. 187 y ss. Al respecto, véanse ahora las discusiones de Ferraro, pp. 255 y ss., y de Bertomeu y Vidiella, pp. 297 y ss., ambas en Bertomeu, Gaeta y Vidiella, (comps.), 2000.

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5. Identidad, autonomía y concepciones de

la buena vida

§ 1. Desde el advenimiento de la modernidad existe una concepción del sujeto autónomo como un ser que se determina a sí mismo, en primer lugar asumiendo su propia existencia fáctica como una existencia limitada que tiene que vivirse, y luego como un Si mismo que debe buscar y hallar su propia identidad en su historia y en la vida compartida con otros sujetos. He desarrollado los aspectos más característicos de esta constitución del sujeto moral en el libro Moralidad,1 de modo que es innecesario repetir aquí lo ya expresado en esa obra. La cuestión reside, sin embargo, en otro punto, estrechamente conectado con la génesis y la constitución de este sujeto moderno. En efecto, a partir de la coincidencia sobre las propiedades que lo determinan por oposición a los miembros de sociedades tradicionales o jerárquicas, se han desarrollado dos corrientes distintas de interpretación del sujeto práctico, que a grandes rasgos se pueden identificar así: la primera, que ponle el acento en el eje diacrónico de la formación del sujeto moral, está centrada básicamente en la hermenéutica contemporánea que pasa por la concepción de la autobiografía en W. Dilthey, el análisis existencial de Heidegger y el método interpretativo de Gadamer, y desemboca en la actualidad en la concepción de la unidad narrativa del sujeto, desarrollada paralelamente por C. Taylor2 y P. Ricoeur3; la segunda, que pone el acento en el eje sincrónico de la constitución del sujeto moral, estuvo formada originalmente por los teóricos fundadores de la sociología E. Durkheim y G. H. Mead, del psicoanálisis, S. Freud, y de la psicología cognitiva, J. Piaget, y alcanza en la obra de L. Kohlberg,4 Habermas5 y E. Tugendhat6 su concepción más acabada. Esta segunda corriente, a diferencia de la primera, sostiene la prioridad de la formación de una conciencia moral autónoma como la capacidad de comprender, elaborar y solucionar los conflictos morales de acuerdo con reglas generales compartidas por todos. En el libro citado más arriba, he adherido a esta misma concepción del sujeto moral, sobre uno de cuyos aspectos desearía volver con mayor detalle. En efecto, yo sostengo contra los diversos comunitarismos que sólo una ética universalista puede ofrecer los soportes teóricos básicos de un sujeto práctico que integre en sí mismo la capacidad de deliberar y de elegir su propio ideal de buena vida, por una parte, y la capacidad de juzgar desde un punto de vista imparcial, en tercera persona, los actos morales propios y ajenos de acuerdo con los principios sustantivos universales de justicia, por la otra. A la inversa, me propongo ahora defender la tesis de que solamente a partir de la prioridad que concedamos a la autonomía sobre cualquier otra concepción de la buena vida, es posible explicar la unidad o identidad propia del sujeto moral a través de las múltiples vicisitudes que atraviesa en su vida. En otros términos, la unidad narrativa de una vida, como apropiadamente la ha denominado Ricoeur siguiendo a MacIntyre, es la que

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garantiza la identidad en el sentido de ipseidad del sujeto moral y está ligada de modo indisoluble a la concepción del propio proyecto de una buena vida7 A mi juicio, ese núcleo que constituye la ipseidad por encima y a contrapelo de todas las variaciones y profundos cambios a los que está sujeta una vida puede sostenerse en carácter de tal sólo si se presupone la formación e integración en el sujeto moderno de una conciencia moral autónoma, la que, como tal, es impensable sin un sistema deóntico de normas y principios universales válidos y vigentes en la sociedad como conjunto. § 2. Entendemos por "conciencia moral" la capacidad discursiva del agente mediante la cual él puede integrar sus actos pasados desde una perspectiva actual, tal que ésta le permite revisar, parcial o totalmente, el sentido que esos actos tuvieron en el momento de ser llevados a cabo, a fin de incorporarlos a la unidad narrativa de su propia vida de modo consistente con su punto de vista prudencial o moral en el presente, y la capacidad argumentativa de incorporar en la deliberación de sus acciones futuras el punto de vista de las personas afectadas por su acción, potencialmente toda la comunidad, que se manifiesta en la certeza de que existen expectativas normativas justificadas por parte de todos los demás miembros de la sociedad de que el agente no lesionará las normas que protegen la dignidad de ellos como personas. Es mediante la actividad reflexiva sobre su pasado y deliberativa sobre su futuro que la conciencia integra discursivamente su existencia como una unidad, al menos bajo la forma de un emprendimiento permanentemente renovado. De este modo confluyen los dos ejes sobre los que fluye la vida del sujeto autónomo, la relación consigo mismo y la relación con los otros, en un núcleo que organiza las emociones y las actitudes discursivas, es decir, conectando experiencias y emociones con puntos de vista evaluativos, mediante el ejercicio de la reflexión interpretativa y de la prudencia, e interacciones, expectativas sociales y principios de la moralidad, mediante el despliegue argumentativo de la razón práctica. Como señalé antes, Ricoeur ha caracterizado cada uno de estos ejes con una forma distinta de relación del sujeto consigo mismo: el eje a lo largo del cual éste proyecta su visión de la buena vida, que Ricoeur denomina "la perspectiva ética", corresponde a "la estima de sí"; el eje de interrelación con los otros sujetos, que él denomina "la perspectiva moral o deontológica", corresponde al "respeto de sí": "así, estima de sí y respeto de sí representarán conjuntamente los estadios más avanzados de este crecimiento que es al mismo tiempo un despliegue de la ipseidad".8 De esta manera se entrecruzan permanentemente en la conciencia cuestiones concernientes a la vida moral, es decir, a las formas sociales de autorrealización y a los proyectos correlativos de la buena vida, por una parte, y cuestiones normativas, es decir, relacionadas de modo más estricto con el ámbito de la moralidad y, por ende, con el de las interacciones con los demás sujetos de la sociedad, por la otra. Unas y otras están preformadas en el mundo moral, atravesado por distintas tradiciones en convivencia frecuentemente conflictiva, en medio de las cuales el sujeto habrá de formarse a partir del peculiar nudo de

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influencias biológicas, psicológicas, sociales y culturales que confluyen en él a través de su mapa genético, su historia familiar, social, religiosa, etc. Es claro que la perspectiva historicista, escogida por la hermenéutica y el comunitarismo, pondrá el acento sobre las particularidades de este entrecruzamiento y hará del sujeto práctico un ser forzado a aceptarse tal como el destino lo formó o a perderse para siempre en la inautenticidad. De un modo más matizado, tanto Taylor como Ricoeur pretenden conservar lado a lado las dos perspectivas, la de la estima de sí y la del respeto de sí, dando primacía a la primera sobre la segunda: en otros términos, porque vivimos proyectándonos en un ideal de buena vida, integramos el respeto de nosotros mismos con el respeto debido a los otros.9 En lo que sigue, examinaré la relación entre las dos nociones centrales que aparecen aquí confrontadas, la de autonomía y la de autorrealización, especialmente aquella forma de autorrealización propia de la modernidad que conocemos como "autenticidad".10 § 3. El tipo de argumentos a los que debemos apelar en discusiones como la que estoy llevando a cabo sobre la identidad del sujeto es aquel que Taylor ha caracterizado como un sustituto actual de los argumentos trascendentales descubiertos por Kant y utilizados desde entonces especialmente por la fenomenología o el último Wittgenstein.11 En suma, el quid del argumento consiste en poner al descubierto aquellos supuestos conceptuales que una determinada tesis asume, de modo tal que ella se vea forzada a admitirlos como las premisas evidentes de las que, a sabiendas o no, había partido o presuponía como válidas. Por cierto, como también señala Taylor, tales argumentos suelen concluir en paradojas, precisamente porque las evidencias a las que deben apelar no siempre son las mismas para todos. No obstante ello, es inevitable recurrir a estos argumentos, a pesar del riesgo de circularidad que conllevan, cuando lo que se pretende probar es previo a todo dato empírico, justamente porque se refiere al marco conceptual dentro del cual habrán de ubicarse después los hechos históricos. Antes, pues, de discutir si nos encontramos ante una irreductible oposición entre dos ideales distintos y en mutua competencia de la buena vida –el de la autonomía y el de la autenticidad, como parecen sostener en última instancia Taylor y Walzer al poner en primer lugar entre los factores constituyentes de la identidad del sujeto moral moderno su participación en una forma de vida moral densa–,12 es necesario hacer una distinción sobre los significados posibles del término "autonomía". A mi modo de ver, debemos distinguir entre dos significados distintos, que voy a denominar de la siguiente manera: (A) "autonomía postulada" y (B) "autonomía realizada". Comenzaré por la primera, (A): la autonomía postulada. Esta forma de autonomía es aquella que atribuimos a cada miembro de la sociedad y, eventualmente, a todos los miembros del género humano, cada uno de los cuales tiene interés en defenderla tanto para sí como para los otros miembros a través de la vigencia de

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ciertos principios universales que se comprometen a respetar. Precisamente porque es postulada, no puede ser refutada por situaciones concretas en las que de hecho un individuo particular no esté en situación de defender o ejercer esa autonomía; por ejemplo, los niños o los enfermos en estado de coma. Es por ello mismo que se puede atribuir universalmente, como un modelo abstracto, que yo he intentado esbozar en Moralidad, bajo la forma de una concepción formal del bien, que incluye exclusivamente la capacidad de articular los propósitos de cada agente mediante la formulación de un correspondiente "silogismo práctico". En otros términos, "la condición sine qua non de la autonomía [postulada] de toda persona reside en el desarrollo de su prudencia hasta el punto de poder ponerla en práctica en el modo de proyectar, conducir y revisar su concepción de la propia vida".13 La autonomía realizada (B), en cambio, es aquella que indica de manera positiva cómo es posible llevar a cabo del mejor modo posible las aspiraciones propias de todo ser racional a la felicidad y la perfección, en el sentido de la plenitud de las propias capacidades intelectuales y disposiciones del carácter. Aquí están en competencia las distintas propuestas de una buena vida que se han ido desarrollando a lo largo de la historia cultural y religiosa desde la Antigüedad hasta nuestros días. Por cierto, depende de la propia orientación filosófica la elección de las formas de vida aún vigentes en la sociedad actual, especialmente luego de la desaparición de las utopías basadas en ciertas metafísicas de la historia, como el marxismo. Sin duda, podrán aparecer otras propuestas en el futuro, pero hoy en día se presentan dos ideales de la buena vida como los potenciales aglutinadores de la multiplicidad de episodios y vivencias del sujeto a fin de conferirle sentido y unidad a su existencia: (I) un ideal (originalmente filosófico) de autonomía y (II) el ideal moderno de la autenticidad. En ambos casos –y es ésta mi tesis fuerte al respecto– está presupuesta la vigencia previa de la autonomía (A), sin la cual ninguno de los dos ideales podría ser asumido por los sujetos, ya que no tendrían alternativas para su elección, como sucede en las sociedades tradicionales a raíz de la vigencia de concepciones monopólicas (religiosas, metafísicas o ideológicas) del mundo. En efecto, la autonomía (A) no impone ninguna forma especial de vida, sino que se limita a excluir todos aquellos modelos que en la persecución de sus fines choquen con los principios de una ética universalista y de un sistema de derechos como el representado por la Carta de los derechos humanos. Ahora bien, no cabe duda de que tanto un ideal de autonomía (B) como el ideal posromántico de la autenticidad se han podido erigir y desarrollar únicamente sobre la base que provee la vigencia de tales principios y garantías, sin la cual tanto el uno como el otro no se hubieran podido jamás imaginar. § 4. Un examen inevitablemente somero de los rasgos más distintivos de ambos ideales de vida contrapuestos hará más claro el alcance de mi afirmación. En la reciente bibliografía se han expuesto las notas más distintivas de ambos modelos

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que es posible sintetizar en unas pocas líneas.14 Comenzaré, pues, con (1), el ideal de la autonomía. (I) Una de las más repetidas objeciones contra las propuestas universalistas ha sido suponer que la propia concepción de un sujeto autónomo era una construcción o que no se sostenía en los hechos, o que, si lo hacía, era solamente como uno de los valores implícitos en una cierta concepción liberal de la vida. En efecto, se afirma, un sujeto no comprometido con sus propios fines –es decir, escindido de las metas que le vienen impuestas por su propia comunidad y, en consecuencia, privado de todos los atributos que le confieren una cierta identidad social, cultural, idiomática, religiosa y/o política– no es más que un fantasma sin carnadura que no ha existido más que en la imaginación de los pensadores de raigambre kantiana. Como señalé antes, estas objeciones caen en el vacío desde el momento en que lo que los comunitaristas caracterizan de esta manera no es, en absoluto, el ideal específico de autonomía (B), que trataremos aquí de precisar, sino solamente una abstracción teórica tanto en el plano ético como en el jurídico, a saber, la autonomía (A), que, en tanto postulada, nunca puede pasar, como todo conjunto de normas, de un plexo de derechos y garantías reconocidos para cada uno de los ciudadanos de una sociedad democrática, independientemente de que la realicen o del grado de realización que puedan alcanzar. A diferencia de ésta, la tradición liberal kantiana elaboró una cierta concepción del modo de llevar más plenamente a cabo las potencialidades intrínsecas al ser humano como sujeto de la vida moral, de manera tal que incorporara entre sus fines ciertos ideales de perfección. Kant mismo hizo una propuesta de este tipo en la segunda parte de su Metafísica de las costumbres, en la que en cierta forma se recogen aspectos y temas de la tradición de la vida de la virtud o de la buena vida que se remontan ala Antigüedad.15 En la Doctrina de la virtud, él trata específicamente de aquellos deberes en sentido amplio, es decir, que van más allá del deber estricto determinado por el derecho y que establecen fines para las máximas del sujeto moral; por lo tanto, no aquellos fines que ya tenemos naturalmente y a los que la ley moral restringe, sino aquellos otros que debemos tener de acuerdo con un ideal de perfección humana, para los cuales son necesarios los dos componentes clásicos de la virtud: fortaleza del carácter y sabiduría práctica.16 Por cierto, esta propuesta de la buena vida, que recoge y prolonga en cierto modo la tradición filosófica aristotélica y estoica, recomienda, como la mejor candidata para alcanzar de la manera más plena la propia autonomía, a la vida que pone su meta en el ejercicio de la virtud o del deber como un fin en sí mismo. Se trata, pues, de lo que J. Rawis denominaría ahora una concepción comprensiva del bien, sustentada en una cierta posición no neutral, al menos con respecto a cuáles deben ser las acciones de los hombres y de las mujeres en el seno de una buena sociedad. Dicho en otros términos, la autonomía (B) se propone como la mejor manera de llevar a cabo las posibilidades abiertas por la autonomía (A), pero de ningún modo como la única.

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(II) La segunda concepción de la buena vida a la que me voy a referir no tiene la prosapia filosófica de la anterior, sino que emerge en una época más reciente, hacia fines del siglo XVIII y se desarrolla plenamente durante el período romántico en el siglo XIX, del cual nos llega a nosotros. Taylor ha mostrado los orígenes de esta nueva noción en las disputas teológicas dentro del protestantismo inglés en torno al modo de concebir los mandatos divinos. De los platonistas de Cambridge proviene esta forma de concebir el llamado de Dios como una voz interior, que indica la vía por donde realizar su camino en la tierra. Desacralizada en la teoría de los sentimientos morales de Francis Hutcheson, esta reivindicación de los propios sentimientos se extiende más allá de la esfera moral y penetra todos los órdenes de la vida interior.17 La originalidad de esta concepción de la vida no se limita al campo moral; es más, ni siquiera es en este ámbito en donde encuentra un espacio propicio para expandirse ilimitadamente, sino más bien en esa nueva dimensión de la sensibilidad moderna que se desarrolla bajo la forma de relaciones sentimentales entre los sujetos, cada uno de los cuales expresa en y a través de ellas una manera única y original de vivir su vida. Por cierto, es claro que de un punto de partida como éste es imposible extraer ninguna articulación previsible y razonable de conducta, sino más bien la sola afirmación del derecho de una voluntad de libertad extrema que se plasma en el terco cultivo de la originalidad individual hasta alcanzar los extremos de lo sublime o de lo grotesco.18 Dos pensadores tan distantes entre sí como John Stuart Mili y Friedrich Nietzsche recogieron conceptualmente esta nueva dimensión del ser humano en la modernidad, el primero en el capítulo III de On Liberty, que se titula precisamente "Of individuality, as one of the elements of wellbeing"; el segundo, en diversas partes de su obra, pero especialmente en la segunda sección de la Genealogía de la moral.19 Sea a través de la sobria conciliación entre las pretensiones del individuo y de la sociedad que recomienda el primero, sea en la exacerbada afirmación del "individuo soberano" que propugna el segundo, es evidente en ambos casos que lo que se reivindica es el reconocimiento del desarrollo y la expansión de la individualidad en su autenticidad sin interferencias provenientes del mundo cotidiano o, para decirlo con Heidegger, de la "habladuría de lo uno". Sin duda, pese a estos contactos filosóficos, el campo de la concepción de la vida auténtica es propiamente social y estético, no moral, por lo que no es sorprendente que haya encontrado sus formulaciones conceptuales más luminosas en personajes de ficción, como el Lucien de Rubempré de las Ilusiones perdidas de H. de Balzac en el siglo XIX o el Adrián Leverkühn de El doctor Fausto de T. Mann en el siglo XX.20 Taylor ha puesto en conexión este rasgo de la personalidad moderna con las exacerbadas reacciones durante las últimas décadas en las reivindicaciones culturales y religiosas, tanto de pueblos anteriormente colonizados frente a la cultura de sus ex colonizadores como de aquellas minorías en el interior de una misma sociedad; por ejemplo, las mujeres, que no se sienten reconocidas en su propia peculiaridad y originalidad. La concepción de una vida auténtica como

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forma por antonomasia de autorrealización se opone, así, como una nueva concepción de la buena vida, a las previamente existentes, las que, a su modo, habían encontrado su legitimidad moral y política en el sistema normativo imperante en especial en las modernas sociedades democráticas. La irrupción de estas nuevas concepciones, difíciles de acomodar dentro de los principios de una ética universalista y de un sistema de derechos como el representado por la Carta de los derechos humanos estaría haciendo estallar el sistema de la moralidad, por así decirlo, desde adentro.21 § 5. Si retomamos la tesis que sostuve en § 1 –a saber, que solamente a partir de la prioridad que concedamos a la autonomía sobre cualquier otra concepción de la buena vida, es posible explicar la unidad o identidad propia del sujeto moral a través de las múltiples vicisitudes que atraviesa en su vida, de modo tal que la identidad, en el sentido de ipseidad del sujeto moral, proviene exclusivamente de la unidad narrativa de una vida, cementada por su conciencia moral–, entonces podemos aplicar este criterio de identidad a las dos postulantes antes expuestas. Ahora es posible re-formular la tesis original de la siguiente manera: tanto el ideal de autonomía (B), constituido por un proyecto de vida centrado en la búsqueda del desarrollo armónico de nuestras propias capacidades morales, cognitivas y emocionales, como el ideal de autenticidad, centrado en el ansia insaciable de encontrar una individualidad que no se desintegre en "lo idéntico", para utilizar la terminología del último Adorno, son, prima facie, formas de autorrealización compatibles con la autonomía (A), cuya vigencia ambos ideales presuponen. Por cierto, la condición prima facie que establezco tiene dos aspectos distintos que es conveniente destacar. En primer lugar, como señalé antes, la autonomía (A) contiene un concepto difuso o indeterminado de la subjetividad, en el que solamente se estipula aquello a lo que ésta tiene derecho a aspirar en las condiciones de una sociedad moderna y democrática. Desde ese punto de vista, es una concepción general de la autonomía, que cesa tan pronto precisamos sus diferentes y múltiples particularidades.22 Solamente se mantiene como una unidad jurídica y, por lo tanto, hipotética, dependiente de un cierto orden constitucional democrático, que garantiza esos derechos para las personas sujetas a ese orden, y, más allá de los límites de una constitución nacional, en el orden jurídico internacional, que establece la validez y exhorta a la vigencia de ciertos principios éticos universales, los derechos humanos. En segundo lugar, los derechos personales y las capacidades morales comparten un rasgo básico de las propiedades disposicionales, en el sentido de que todas ellas no son propiedades que permanecen siempre en un mismo estado, sino que se actualizan, dadas determinadas condiciones. Así, podemos entender el color de una cosa –por ejemplo, una manzana roja– como la disposición de esa cosa, basada de alguna manera en sus propiedades físicas, de causar en el observador humano normal, bajo condiciones normales, una experiencia visual correspondiente, en este caso, al rojo. De forma similar, podemos entender los derechos y las virtudes como la disposición a llevar a cabo determinados comportamientos, previstos como legal y/o éticamente válidos y sustancialmente posibles, dados determinados estímulos

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y oportunidades sociales. De este modo, se hace evidente que las formas de autorrealización que aspiran a coronarse como los modelos virtuales de una buena vida para el sujeto moderno están todas ubicadas en una escala gradual y comparativa de posibilidades de realización, que es imposible agotar de una manera conceptual a priori. Con esta última conclusión puedo dar por probada mi tesis original, a saber, que solamente a partir de la prioridad que concedamos a la autonomía sobre cualquier otra concepción de la buena vida, es posible explicar la unidad e identidad propia del sujeto moral moderno a través de las múltiples vicisitudes que atraviesa en su vida. Es ahora claro que la autonomía de la cual se trata es la que he denominado autonomía (A), cuyas características he discutido en el párrafo anterior. Por cierto, como intenté mostrar en los dos últimos capítulos de Moralidad, la formación del sujeto moral consiste precisamente en la admisión progresiva de su identidad como sujeto autónomo, dueño de una conciencia moral y digno de reconocimiento, en el medio de una sociedad de otros sujetos morales con los mismos atributos. Sin este umbral, no hay base alguna sobre la cual el sujeto pueda construir su propia identidad, si bien esa base no le garantiza que efectivamente consiga integrarla a lo largo de una vida. Es aquí donde los distintos ideales de vida entran en competencia: asumir uno de ellos es siempre riesgoso y a veces hasta destructivo de la propia autonomía.23 Si éste es el riesgo que se corre, entonces, a la inversa, lo que se arriesga es precisamente la unidad e identidad de la continuidad narrativa de la propia vida, que no es simplemente un depósito desordenado de episodios desconectados e incoherentes entre sí, sino que adquiere continuidad y consistencia merced al sentido y a la articulación que le confiere a esa multiplicidad de experiencias la conciencia reflexiva autónoma. Sobre este aspecto, sin embargo, no hay límites fijos: no podemos decir "aquí termina la conciencia de un sujeto autónomo" o "esto ya no tiene más ningún sentido". Por otra parte, también es innegable que, como señala Trilling con acierto (véase nota 20), la obra y la vida de determinados artistas, como un P. Picasso o un S. Beckett, son modelos al mismo tiempo de autenticidad en la labor estética y de autonomía y consistencia en la vida del creador. Dicho de otra manera, no hay prescripciones exitosas que garanticen el logro definitivo de la identidad a todo sujeto moral moderno, sino que ella está, de igual modo que la autonomía, en permanente riesgo de perderse, como, por lo demás, ocurre a diario en nuestras sociedades golpeadas por epidemias tanto psíquicas como sociales de marginados, tóxico-dependientes y borderlines. Con esto último no niego la dimensión social que ha tenido y tiene el concepto de "identidad del sujeto", sobre lo que han insistido particularmente los comunitaristas. Se trata sólo de considerar la cuestión desde una perspectiva distinta, a saber, desde la altura normativa provista por una ética universalista munida del respaldo que proporciona la Declaración de los derechos humanos, como el sustento más universal y firme que la humanidad ha alcanzado para

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construir y desarrollar sociedades justas y democráticas. Ahora bien, no es posible negar que la libertad propia que estos mismos derechos conceden es una pesada carga para el individuo aislado, arrojado a una sociedad cada vez menos solidaria y cada vez más colonizada por las relaciones de mercado. En estas condiciones, la tentación por adoptar una falsa identidad será grande; el individuo se aferrará a cosmovisiones metafísicas o religiosas del mundo, provenientes de tradiciones que se remontan a las sociedades jerárquicas constituidas hacia el final de la era antigua, las que asignan a cada sujeto un lugar en el mundo. Es éste, a mi juicio, el secreto vínculo que une a ciertas visiones tradicionalistas con sus correlatos desacralizados del comunitarismo. Al contrario, una posición universalista asume sin atenuantes las condiciones del mundo posmetafísico de hoy, sacudido por la más profunda transformación tecnológica y económica de la historia. En estas condiciones, el sujeto moderno está inevitablemente forzado a ser autónomo, aun cuando no lo quiera y pretenda escaparse de esa condición. Creo que el mensaje que el universalismo pretende transmitir es que el sujeto, si oculta esta condición suya en la sociedad actual y no asume los riesgos de la elección, la reflexión y la madurez, corre un peligro mucho mayor de perder su identidad sin posibilidad de recuperarla.

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— (1995), Philosophical Arguments, Cambridge, Massachusetts, Harvard University Press. [Trad. cast.: (1997), Argumentos filosóficos: ensayos sobre el conocimiento, el lenguaje y la modernidad, Barcelona, Paidós.]

THIEBAUT, C. (1997), "Desde Kant, de nuevo hacia Aristóteles" (reseña de O.

Guariglia, 1996), en: Isegoría, 17, pp. 200-204. — (1998), Vindicación del ciudadano, Barcelona, Paidós.

TRILLING, L. (1972), Sincerity and Authenticity, Cambridge, Massachusetts,

Harvard University Press. TUGENDHAT, E. (1979), Selbstbewusstein und Selbstbestimmung, Francfort,

Suhrkamp. [Trad. cast., Autoconciencia y autodeterminación, Madrid-México, FCE, 1993.]

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Texto: “Una Ética Para el Siglo XXI”

Aut.: Osvaldo Guariglia

WALZER, M. (1985), Spheres of Justice, 2ª ed., Oxford, Blackwell. — (19901—The comunitarian critique of liberalism", en: Political Theory,

18, pp. 6-23. — (1994), Thick and Thin: Moral Argument at Home and Abroad, Notre

Dame-Londres, University of Notre Dame Press. [Trad. cast.: (1996), Moralidad en el ámbito local e internacional. Madrid, Alianza.]

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Texto: “Una Ética Para el Siglo XXI”

Aut.: Osvaldo Guariglia

Citas:

1. Guanglia, 1996, cap. 9, § 3, pp. 233 y ss.

2. Taylor, 1989.

3. Ricoeur, 1990.

4. Kohlberg, 1981.

5. Habermas, 1981, tomo II; 1988, pp. 181-247.

6. Tugendhat, 1979, pp. 245 y ss.

7. Ricoeur, 1990, pp. 186 y ss. y 208 y ss.

8. Ricoeur, 1990, p. 201.

9. Ricoeur, 1990, pp. 237 y ss.; Taylor, 1989, pp. 489 y ss., y 1991, pp. 71 y ss.

10. Trilling, 1972, pp. 93 y ss.

11. Taylor, 1995, pp. 20-33.

12. Walzer, 1994, pp. 85 y ss.

13. Guariglia, 1996, p. 197.

14. El presente trabajo estaba ya redactado casi en su totalidad ¿ando me llegó el reciente libro de C. Thiebaut, 1998, cuyo "Ensayo segundo" está dedicado a discutir la oposición entre "lógica de la autonomía" y "lógica de la autenticidad". Mi propia posición, como se verá, concuerda en lo esencial con la de Thiebaut, salvo en algunas cuestiones de detalle que lamentablemente no puedo discutir con la extensión que se merecen. Véase ahora también Thiebaut, "Ponerse en el lugar del otro", en: Bertomeu, Gaeta y Vidiella (comps.), 2000, pp. 19-50.

15. Para una discusión más extensa de este punto remito a Guariglia, 1999.

16. Cf. Engstrom, 1997, pp. 23 y ss.; véanse, además, los trabajos contenidos

en Engstrom y Whiting (comps.), 1996.

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17. Cf. Taylor, 1989, cap. 15, pp. 248 y ss., y 1995, pp. 225 y SS.

18. Cf. Trilling, 1972, pp. 94 y ss.

19. Este aspecto del pensamiento de Nietzsche ha sido bien expuesto por Stegmaier, 1994, pp. 136 y ss.

20. Cf. Trilling, 1972, pp. 99-100: "Lo que la audiencia espera del artista [...] y

lo que el artista piensa que debe darle resultan ser la misma cosa. Sabemos, por cierto, qué es: se trata del sentimiento de la existencia. Un sinónimo para este sentimiento de la existencia es aquella 'fuerza' que, según nos dice Schiller, 'el hombre trajo consigo del estado salvaje' y que él, Schiller, tiene tanta dificultad en preservar en una cultura altamente desarrollada. El sentimiento de existencia equivale a sentirse un ser fuerte. Que no significa 'poderoso': Rousseau, Schiller y Wordsworth no se refieren a una energía dirigida hacia fuera, a fin de atacar y dominar al mundo, sino más bien a esa energía que se esfuerza para que el centro se mantenga firme, que la circunferencia del yo siga inquebrantable, que la persona quede íntegra, impenetrable, perdurable y autónoma tanto en su existencia como en su acción [...] A través del siglo XIX, el arte tuvo como una de sus principales intenciones la de inducir en la audiencia el sentimiento de la existencia, la de rescatar la fuerza primitiva que una cultura altamente desarrollada había disminuido. [...] Con el avance del siglo, el sentimiento de existencia, la sensación de ser fuerte, es subsumido paulatinamente bajo la concepción de la autenticidad personal. La obra de arte es, ella misma, auténtica en razón de su propia autodefinición: se la entiende como algo que existe por las leyes de su propia existencia, que incluye el derecho de incorporar asuntos penosos, innobles o socialmente inaceptables. De manera semejante, el artista busca su autenticidad personal en su completa autonomía: su meta es la de definirse a sí mismo de un modo tan completo como la obra de arte que él crea. Para la audiencia, su expectativa es la de que a través de la comu-nicación con la obra de arte, que puede ser reluctante, desagradable y aun hostil, ella adquiera la autenticidad de la cual el objeto [de arte] mismo es el modelo y el artista, el ejemplo personal. [...] La auténtica obra de arte nos instruye acerca de nuestra inautenticidad y nos conjura para que la superemos".

21. CE Taylor, 1995, pp. 225-256.

22. A mi modo de ver, esta oposición entre la "autonomía general" y las

"autonomías particulares" recoge la fructífera distinción entre la "voluntad general" y la "voluntad particular" introducida por Hegel en RPh, §§ 21 y ss.

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23. Quizá no exista ejemplo más ilustre y al mismo tiempo más penoso de esta experiencia de una "decisión" en contra de la propia autonomía que aquella en la cual, en nombre de la autenticidad del pueblo alemán, Heidegger exhorta a sus colegas y conciudadanos a tomar partido por Hitler en el plebiscito de noviembre de 1933; cf. Farías, 1989, pp. 220 y ss.

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6. Nuevas consideraciones con respecto a Moralidad

En el lustro transcurrido desde la aparición de Moralidad en 1996 han tenido lugar algunas discusiones, publicadas o inéditas, acerca de las tesis centrales del libro, las que me forzaron a pensar nuevamente algunos de sus temas centrales. En el capítulo 5 de la presente obra, he retomado ya la cuestión de la autonomía como núcleo conceptual indispensable para la identidad del sujeto, desarrollada en la tercera parte de Moralidad, a fin de introducirle ciertas precisiones que ayuden a hacer más nítida la tesis sostenida y a evitar malentendidos. En este capítulo, me confrontaré con dos observaciones críticas hechas, en primer lugar, por Eduardo Rivera López (I) a mi distinción entre el alcance de los deberes negativos y positivos, y a continuación, por María Julia Bertomeu y Graciela Vidiella (II) sobre el carácter y la finalidad del principio de autonomía, que es el que fundamenta por antonomasia los deberes positivos según mi criterio. Esta discusión, por último, conduce (III) a la exposición y al examen de las dos propuestas a mi juicio más importantes que se han hecho en torno a las nociones de democracia deliberativa y de razón pública, las de John Rawls y Jürgen Habermas, frente a las cuales fijo mi propia posición.

I. Deberes negativos y positivos

En su interesante discusión, E. Rivera López 1 señala algunos puntos en los que la distinción entre deberes negativos y positivos que propongo en Moralidad2 podría dar lugar a confusiones, en especial en lo que se refiere a la diferencia entre el alcance de las prohibiciones y de las obligaciones positivas. Trataré, pues, de esclarecer en lo posible mi pensamiento al respecto. (1) En primer lugar, es necesario despejar el significado de los términos empleados. Rivera López me reprocha no prestar atención a la equivalencia lógica entre obligaciones y prohibiciones, que son recíprocamente definibles. Sin embargo, en el capítulo 2, § 3 (p. 27 in fine) de Moralidad, yo afirmo lo siguiente:

"No debe" es la expresión de una modalidad lógica de la acción que depende gramaticalmente del verbo modal: la expresión completa equivale a una prohibición de la acción específica en cuestión. Desde el punto de vista lógico es indiferente que se enuncie la modalidad

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deóntica como una obligación o como una prohibición, ya que éstas son interdefinibles entre sí: "no debe no" equivale a "debe".3 Sin embargo, es necesario advertir que en el lenguaje común la expresión "no debe" es, a veces, ambigua, ya que puede interpretarse como una prohibición o como una licencia: por ejemplo, "no debes comprar" puede interpretarse como "tienes prohibido comprar" o como "no necesitas comprar (puedes solamente mirar la mercadería)". En el caso de las prohibiciones, el "no" es proléptico, ya que, en realidad, afecta a la acción, y no a la obligación: "no debes mentir" significa "debes no mentir". En el caso de las licencias, en cambio, la negación afecta al verbo modal: "no debes venir, comprar, etc." significa "no tienes la obligación de venir, comprar, etc.". A fin de distinguir la prohibición de la licencia, escribiré esta última uniendo la negación y el verbo modal: "no debe". [El destacado es mío.]

Es claro, pues, que cuando me refiero a prohibiciones en todo el libro, entiendo por tales las obligaciones de no hacer, siguiendo el uso habitual mediante el que decimos "prohibido fumar" y no "obligatorio no fumar". (2) En su objeción más importante, Rivera López se refiere precisamente a una distinción como la señalada, ya que contrasta dos ejemplos en los cuales uno introduce el deber positivo de una acción (la de un médico de operar a un paciente), mientras que el otro consiste en la obligación de omitir un daño (la de un ciudadano cualquiera de no matar a otro). A mi juicio, el esclarecimiento de lo que está involucrado en esta distinción (y en los otros ejemplos aportados por Rivera López) sólo se puede lograr mediante el cuadro de los esquemas lógicos propuesto por G. von Wright con esa finalidad.4 Del complejo cuadro presentado por este autor, sólo retendré aquí en beneficio de la brevedad los cuatro casos más corrientes.

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Los símbolos empleados significan lo siguiente: p y ¬p son estados del mundo; si p es el estado de cosas en que la ventana está abierta, ¬p es el estado de cosas en que la ventana está cerrada. T significa "transformación de estados" o "cambio de estados". A es la acción que provoca una transformación. O es la omisión, que deja el estado de cosas como estaba. Los casos que nos interesan para establecer con claridad las prohibiciones que yo tomo como las de mayor alcance son los de las filas (1) y (2), de cuyo contraste surge con claridad que el estado natural de p es el de seguir existiendo sin cambios considerables, a menos que alguien intervenga. Esta acción contraria al desarrollo natural de p es la que se presenta en la fórmula de la fila (1), columna (I), cuyo resultado es la desaparición de p (fila [1], columna [II]). En la fila (2), columna (I), en cambio, se ve con claridad que la omisión afecta precisamente a este cambio forzado del estado natural de p, ya que el objeto de la omisión no es otro que "pT¬p", es decir, dejar a p como estaba, expresado en la fórmula del resultado: "pTp" (columna [II]). La oposición entre el caso (1) y el caso (2) es la que se da entre "matar o no matar a José" en el ejemplo de Rivera López, con lo que me parece evidente la razón por la cual existe una obligación universal que afecta al caso (2), por oposición al caso (1), con los debidos recaudos de que quienes se encuentran en ambas situaciones poseen los mismos conocimientos corrientes sobre la letalidad de las armas, los venenos, etc., sin que para ello sea además necesario tener las habilidades de un verdugo.

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A diferencia de los anteriores, los casos (3) y (4) presentan el ejemplo inverso en el que el estado de cosas p (digamos el estado de salud de Pedro, tomando el ejemplo de Rivera López) tiende naturalmente a su desaparición, a menos que se lo preserve (pT¬p). Como se ve claramente en el esquema de la fila (3), columna (I), aquí la obligación afecta a la acción que tendrá que contrarrestar esa tendencia natural mediante una intervención que la impida, simbolizada por A(pTp). Ahora bien, es indudable a partir de este mismo esquema que, en el caso (4), la omisión expresada por la fórmula de la columna (I) tiene dos rangos completamente distintos de aplicación: uno de mayor extensión, que es el de los legos en la materia, para quienes está directamente prescrita, salvo en casos muy excepcionales, y otro mucho más restringido, para quienes esta omisión es imputable como defecto, ya que, como indica acertadamente Von Wright, para que podamos atribuir "omisión", se requiere previamente la habilidad o capacidad de hacer, que en el caso de la salud pasa a un grado superior aun, el de "conocimiento experto", es decir, el de la posesión y el dominio de la técnica correspondiente.5 Como señalo en mi libro, ni siquiera en este último caso -a saber, aquel en el que alguien, por poseer la capacidad requerida para intervenir contrarrestando la tendencia natural de p a desaparecer, tenga el deber positivo de hacerlo– la obligación se extiende también a lograr fehacientemente el resultado, ya que el margen de previsibilidad y de la consiguiente incertidumbre con respecto al éxito de la intervención estará en razón directa al grado de exactitud alcanzado por la correspondiente ciencia teórica de base, al grado de desarrollo de la tecnología disponible para ser aplicada, etc. Es esta misma razón la que justifica que la omisión, esquematizada en el cuadro de fila (4), columna (I), configure una lesión del deber considerablemente menor y con mayor espectro de atenuantes que la acción premeditada de causar la destrucción, esquematizada en el cuadro de fila (1), columna (I): ésta será tipificada como "homicidio", mientras que aquélla variará desde la simple "mala praxis" hasta el grado más grave de "negligencia culposa", pero manteniéndose siempre a una distancia conceptual considerable del homicidio simple, en el supuesto caso, por cierto, de que debamos lamentar el deceso de Pedro por falta de atención médica. (3) De lo expuesto surge una consecuencia que creo importante explicitar, ya que me parece que es una de las razones profundas por las que es resistida la prioridad, llamémosla teórica, de las obligaciones negativas o restrictivas sobre las positivas. Me refiero a lo siguiente: no hay ninguna diferencia entre ambas con respecto a la validez que tienen en tanto obligaciones, en el sentido de que las dos especies de obligación son absolutas y tienen la misma fuerza coercitiva. La distinción, por lo tanto, se basa exclusivamente en el contenido material de la obligación: en un caso, describe con precisión una especie de acciones, que el agente está obligado a evitar, sin que pueda haber gradaciones en el cumplimiento de la obligación, ya que, como hemos visto, se trata de dejar que continúe el mismo estado de cosas anterior a la omisión. En el caso de las obligaciones positivas, en cambio, el contenido de la obligación está constituido

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por un fin distinto del transcurso natural del estado de cosas previo a la acción, fin, en consecuencia, que sólo puede ser vagamente indicado, ya que tanto su ejecución como su resultado estarán condicionados en cada caso por las peculiaridades de la situación. Desde este punto de vista, la distinción que yo hago es semejante, aunque no idéntica, a la que Kant establece en la Metafísica de las costumbres entre deberes perfectos (o jurídicos) e imperfectos (o éticos).6 Mis obligaciones negativas son análogas a los deberes jurídicos o perfectos de Kant, los cuales tienen también este carácter puramente restrictivo en relación con las acciones respecto de las otras personas, razón por la cual cumplir con éstos no configura ningún mérito particular. (4) Una última observación merece la consecuencia que Rivera López extrae de la indiferencia entre deberes negativos y positivos sostenida por él: la prioridad de los deberes negativos sobre los positivos es sólo contingente, [...] entonces la prioridad del principio de libertad negativa sobre el principio de igualdad ya no será una prioridad 'lexicográfica', sino que también será una prioridad contingente". Asimismo aquí debo hacer aclaraciones sobre el modo de entender la relación y el carácter de estos dos principios. En primer lugar, yo no he afirmado en ningún sitio que el principio I tiene una prioridad lexicográfica sobre el principio II, sino que los considero a ambos igualmente fundamentales e igualmente restrictivos. En efecto, la misma formulación de la segunda parte del principio II muestra esto: "Cualquier desigualdad entre ellos no podrá fundarse en la mera diferencia numérica de los individuos". A mi juicio, la adopción de este principio impide arrogarse prerrogativas especiales a sí mismo en el tratamiento de las personas, de modo de infringir la igualdad entre éstas. Un ejemplo claro de una restricción en este sentido es la prohibición de "hacer trampas" (como "pagar coimas") que me darían prerrogativas injustificadas en un examen, una competencia, una licitación pública, un concurso, etc., sobre los otros concursantes. Por último, el único principio positivo que introduzco es el principio III o de autonomía, que propone un fin positivo de carácter general o, como me gusta llamarlo un tanto provocativamente, una concepción formal del bien. Ésa es la razón por la que, a mi juicio, el principio in no está en el mismo nivel que los otros dos y tiene ese inevitable carácter de indeterminación de todos los deberes imperfectos. La cuestión de la prioridad lexicográfica entre los principios tiene, sin duda, una consecuencia adicional. En una comunicación privada, Rivera López me observa que "hay un punto que no entiend[e]: si entre los principios de libertad e igualdad no hay prioridad lexicográfica, está el problema de cómo se resuelven los potenciales conflictos entre ambos, y si es imposible que surjan esos conflictos, entonces uno de los dos es superfluo". A mi juicio, el problema reside en el modo de concebir la libertad, ya que si bien el enunciado del principio I prohibe las interferencias violentas entre dos miembros de una misma sociedad, esto, a su vez, supone que dos cualesquiera miembros de ella poseen iguales prerrogativas entre sí, es decir, el contenido del principio II. En efecto, si Juan es un esclavo mío, no hay impedimento para que yo emplee toda la violencia física o psíquica

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necesaria para impedir que se escape o se rebele. Tal era, en efecto, el tratamiento habitual que se les daba a los esclavos en las sociedades esclavistas antiguas o modernas, ya que éstos, al estar privados de igualdad, estaban privados de libertad, y a la inversa, al estar privados de libertad, estaban desprovistos de igualdad. La tradición kantiana a partir de Kant mismo ha concebido siempre ambos principios como complementarios y ha considerado que ambos se requieren el uno al otro, ya que la libertad supone la existencia de una coerción recíproca entre todos los miembros de una sociedad civil, a la que todos se subordinan voluntariamente, y la igualdad, a su vez, supone la existencia de una capacidad moral y legal de poder obligar a otro en la misma medida en que el otro puede obligarlo a uno mismo.7 Siguiendo una concepción semejante de la relación recíproca entre igualdad y libertad, Rawls reformuló su primer principio a fin de hacer evidente esta conexión necesaria entre ambas, al subrayar que el contenido de este principio que está a disposición de las partes en la posición original es el siguiente: "cada persona tendrá igual derecho a un esquema plenamente adecuado de iguales libertades básicas que es compatible con un esquema de libertades similar para todos".8 No se trata, pues, de la idea puramente negativa de libertad, como la definió de modo ya clásico I. Berlin,9 o, con posterioridad a él, de otras concepciones libertarias de un mismo tono pero aun más extremas, sino de las libertades básicas que mutuamente nos concedemos de modo igualitario los miembros de una misma sociedad mediante concepciones morales de la justicia como las contenidas en la Carta de los derechos humanos (véase supra, capítulo 3). Con ello no quiero negar que no haya que conciliar en cada caso las exigencias de la igualdad y de la libertad al diseñar normas o al dirimir conflictos de aplicación a casos concretos, pero resulta imposible, a mi juicio, imponer de antemano una prioridad de alguna de ellas sobre la otra, debido a esta tensión de exigencia recíproca que las retiene unidas indisolublemente y que exigirá una adecuación específica para cada caso particular.

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II. El principio de autonomía como fundamento de los

derechos positivos y como guía de la política

En un agudo comentario dedicado a ponderar la incidencia del principio III de autonomía como criterio mediador entre los intereses en conflicto en una democracia, G. Vidiella y M. J. Bertomeu concluyen que pese a la importancia que este [principio] tiene para asegurar a todos igualdad de posibilidades a fin de alcanzar una capacidad madura, al no ser un principio de justicia, no permite inferir acciones obligatorias por parte del Estado en atención a las demandas de equidad de los ciudadanos. Éstas quedarían libradas a los resultados del debate parlamentario y a la paulatina formación de una phrónesis pública que, como la de Pendes, sea capaz de contemplar el bien no sólo para un individuo o un pequeño grupo, sino para todos.10 Esta observación, hecha por dos filósofas ampliamente versadas en mis trabajos, indica que existe una falencia en la determinación del status de este principio expuesta en Moralidad, que espero poder aquí subsanar. (1) En primer lugar, es necesario insistir en la diferencia entre los dos primeros principios, que determinan obligaciones restrictivas perfectas, y el principio III, que enuncia un derecho positivo de todos los miembros de una sociedad organizada, por lo que, a diferencia de los dos anteriores, establece un fin válido en general desde un punto de vista moral. Como señalé más arriba en relación con las objeciones de Rivera López, el amplio grado de indeterminación que condiciona la obtención de fines a las facilidades u obstáculos inherentes a las diversas circunstancias hace que el alcance de las obligaciones negativas sea incon-mensurablemente mayor que el de los deberes positivos. En el caso del principio III, la extensión de su validez está, además, acotada por los casos a los que se aplica, que son aquellos en los cuales los principios I y II dejan en libertad de acción al agente, por no ser inaceptable ninguna de las alternativas en cuestión. Estos casos ofrecen, pues, las siguientes cuatro opciones entre una acción a y su omisión ¬a:11 (1) A/A; (2) N/N; (3) A/N y (4) N/A. Dicho en otros términos, entre los principios I y II, por un lado, y el principio ni, por el otro, existe una clara prioridad lexicográfica, de modo tal que solamente podrá aplicarse este último a aquellos casos previamente habilitados por los dos primeros. En segundo lugar, el mismo enunciado del principio de autonomía exhibe sus condicionamientos intrínsecos: "A fin de garantizar la defensa de los derechos que a cada miembro de la sociedad le confieren los principios de la libertad negativa (1) y de la igualdad (II), todo miembro de la sociedad deberá tener iguales posibilidades para alcanzar una capacidad madura que le permita hacer uso de

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sus derechos y articular argumentativamente sus demandas". En efecto, las "iguales posibilidades" remiten a un criterio abstracto que regula la distribución de ofertas de bienestar en general entre los miembros de una misma sociedad, pero que no puede establecer ni la cantidad mínima necesaria ni la composición de estas ofertas de bienestar para cada uno de ellos. El objetivo de un enunciado tan indeterminado consiste, precisamente, en dejar abierta para cada caso o, más específicamente, para cada clase de casos semejantes la posible oferta de bienes de bienestar que sean apropiados y factibles, dadas las circunstancias sociales, económicas, etc., del conjunto. Es por ello que la aplicación de este principio está sujeta al juego de las instituciones políticas, a las cuales provee de una guía para su desempeño. Mi propuesta, a tal efecto, pretende fijar una dirección a medio camino entre una lista cerrada de bienes primarios, como la sostenida por Rawls, y un horizonte formal absolutamente abierto al juego discursivo, como propone Habermas, en la medida en que se establece un fin general, a priori en cierto modo, como es el del concepto formal del bien para cada persona, que es el uso maduro de su capacidad de juzgar y argumentar en defensa de sus propias necesidades, en deliberación y mediante razones que puedan ser compartidas por los otros miembros de una misma sociedad, regulada por ideales de justicia. Son estos bienes, en sentido general, los que deberían estar habilitados para ser distri-buidos de modo equitativo entre los miembros de una sociedad, dejando abierta para ser fijada a través de las mediaciones políticas y administrativas la cuestión de cuáles y en qué proporción entrarán en consideración para cada especie de sujetos, según sus capacidades, necesidades, grupo etario, etcétera. (2) El principio de autonomía que propongo comparte esta indeterminación material de su contenido con otros principios de justicia distributiva, como por ejemplo, el principio de la diferencia de Rawls o el principio de utilidad, dado que resulta imposible fijar por anticipado todos los casos a los que éstos habrán de ser aplicados, de modo tal que quedará inevitablemente abierta a las variaciones infinitas de los contextos de aplicación la cuestión de las normas que se generen a partir de ese principio. Es por ello que, a mi juicio, el criterio de evaluación para los dos primeros principios y para el principio III es distinto, ya que los dos primeros, al definir obligaciones perfectas, dejan escaso margen en el momento de determinar si un cierto acto es contrario o no a la libertad o a la igualdad de los demás miembros. En el caso del principio en cambio, el grado de indeterminación material que queda abierto en el momento de decidir qué máxima de la acción satisface en mayor medida el principio es tan amplio que sólo es posible aplicarle un criterio de evaluación mucho más flexible, como el famoso metro de plomo que se usaba para la construcción en Lesbos (Aristóteles, EN, 1137 b 30). Por ello es que el criterio que se debe aplicar a estas máximas es la equidad, que permite niveles indefinidos de gradación, pero hay que dejar, por cierto, bien en claro que la equidad es también una forma de justicia.12

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(3) Con esta última afirmación regreso a una tesis que ya he sostenido más arriba en la réplica a Rivera López, puesto que, como señalo allí, no hay ninguna diferencia entre los deberes negativos y positivos con respecto a la validez que tie-nen en tanto obligaciones, en el sentido de que las dos especies de obligación son absolutas y tienen la misma fuerza coercitiva. Del mismo modo, una vez establecida una norma sobre la base del principio III, ésta tendrá toda la validez que se requiera para ser considerada obligatoria. La cuestión es que esta norma contendrá disposiciones instrumentales sujetas a modificación de acuerdo con la variación de los múltiples factores que deben ser considerados por el legislador al sancionar las leyes correspondientes. Como ha destacado especialmente J. Habermas en el último tiempo, el derecho es el medio apropiado que interviene como tránsito entre la perspectiva puramente moral (en mi caso, los tres principios, incluido el de autonomía) y las concepciones densas de la vida moral, los intereses y los sistemas autorregulados del dinero y del poder, de modo que en él se cristalizan los acuerdos alcanzados discursivamente 13. Estos acuerdos son siempre revisables, precisamente porque el punto de vista moral no queda nunca definitivamente cancelado sino que puede hacerse valer siempre de nuevo a fin de reconsiderar acuerdos anteriores que fueron dictados bajo una coacción irresistible de circunstancias adversas (como una gran crisis económica) o reflejaron aplicaciones en su momento juzgadas plausibles de los principios de justicia (incluido el de autonomía), y que en la actualidad ya no pueden sostenerse, como ocurrió, por ejemplo, con la restricción del derecho al voto a los ciudadanos varones, con las diferencias entre los derechos de ambos cónyuges en el derecho de familias, etcétera. Si, pues, el derecho es el medio en el cual cristalizan y se asientan los acuerdos y compromisos sellados entre quienes sostienen concepciones del bien diferentes o son movidos por intereses difícilmente compatibles entre sí, la instancia previa a la sanción del derecho se convierte en el escenario principal sobre el que se desarrollan los actos argumentativos y discursivos tendientes a lograr ese acuerdo, muchas veces mediante el uso de estrategias coactivas ajenas al contenido argumental mismo. Inevitablemente, la política es el campo por antonomasia en donde se dirimen estos conflictos en un estado democrático de derecho, se confrontan las distintas visiones tanto de la vida pública como de la privada, se canalizan los distintos intereses sectoriales y corporativos, y se define, por fin, el interés público. Si se admite que la política posee de hecho no sólo esta dimensión en la vida pública de un Estado, sino también esta característica como espacio de confrontación pero al mismo tiempo de entendimiento razonablemente compartido, entonces se deberán formular al menos en sus rasgos más generales las reglas intrínsecas de su procedimiento como debate público. Con ello pasamos a otro tema, a saber, el de la democracia deliberativa.

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III. Razón pública y democracia deliberativa

(1) La concepción más divulgada en la actualidad presenta la vida política como una lucha entre facciones contrarias, en la que únicamente hay lugar para los juegos estratégicos y los cálculos en torno a pérdidas y ganancias. En otros términos, se entiende que en la arena donde se desarrolla el juego político solamente hay lugar para las artimañas, las amenazas y las movidas por sorpresa, es decir, para todo el repertorio de cálculos englobado dentro de la teoría de la acción racional y la de los juegos. Un supuesto estricto de esta concepción de la política es que entre las partes –partidos, sindicatos, corporaciones empresariales, iglesias, etc.– no hay entendimiento posible basado en la discusión desarrollada según reglas compartidas sino, también en el plano comunicativo, exclusivamente lucha retórica por derrotar al otro y obtener su propio fin. A ello se ha sumado en la última década una presión incontenible del capital financiero internacional que por la vía de la ampliación o de la restricción del crédito público somete a los poderes democráticamente elegidos a un Diktat, tanto más efectivo cuanto más impersonal y neutro sea su maquillaje. De este modo se ha producido una extraordinaria confluencia de tradiciones provenientes de polos opuestos en el comienzo del siglo XX, que hoy festejan su connubio en un clima de fervor cuasi dionisíaco. En efecto, tanto el autoritarismo de origen nietzscheano, el pos-marxismo y el postestructuralismo, por un lado, como el nuevo libertarismo, de procedencia básicamente anglosajona y austríaca, por el otro, han coincidido en sostener una misma concepción tanto en la teoría como en los hechos, según la cual los derechos autoproclamados de libertad individual sin control por parte del Estado están por encima de cualquier regulación jurídica o moral. De ahí que las dos únicas instancias de creación política serían o el mercado o la acción violenta, transgresora, para negociar luego en posición de ventaja. Con ello, sin duda, el campo propio de la política como medio discursivo de confrontación pero también de entendimiento ha definitivamente colapsado. (2) A contrario sensu, diversos filósofos de la política han elaborado desde hace una veintena de años una concepción normativa de democracia que pretende presentar una construcción sin duda ideal pero plausible de lo que constituiría una concepción de democracia deliberativa. En el capítulo 8 de Moralidad, he discutido las que a mi juicio resultaban más relevantes en relación con el tipo de propuesta que yo, a mi vez, sostengo. Un rasgo común a todas ellas –de C. Nino, J. Cohen, R. Alexy, J. Rawls, J. Habermas y la mía propia– es el de sostener la existencia de una "razón pública", como la denomina Rawls, y el de delinear sus reglas y contenidos básicos. Por tratarse de un procedimiento público, estas reglas deben ser restrictivas, de modo de seleccionar los temas y las condiciones

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bajo las que éstos entran en el debate público, así como también los estilos de razonamiento, las reglas de inferencia y los pasos a cumplir para llegar a una decisión, sobre la base de una regla como la de la mayoría.14 Por cierto, existe una sima imposible de saltar entre la concepción de la democracia como mero juego estratégico entre partes autointeresadas, movidas por sus pasiones privadas, a la que hicimos referencia antes, y esta noción deliberativa, basada en el entendimiento y la colaboración mediante argumentos razonables que respetan los límites de un debate previamente regimentado. Sea bajo la forma de una exigencia para que se ofrezcan razones que sustenten las propias preferencias y las hagan compartibles con los demás participantes (Cohen y Habermas), sea bajo la forma de promover en la arena pública nuestro deber de civilidad (Rawls) o, por último, sea bajo la exigencia de contribuir a la extensión de las condiciones de la autonomía para todos los conciudadanos, como en mi caso, lo que unánimemente se está sosteniendo es la necesidad del punto de vista del bien común, no, como lo presentan los comunitaristas, como una concepción densa del bien que excluye otras alternativas, sino como una exigencia de los principios de justicia. En otros términos, el bien común provendrá de la deliberación pública como su resultado, siempre revisable, y no será en ningún caso previo a ella, es decir, asentado en fundamentos iusnaturalistas o en alguna otra forma de teología política. (3) La cuestión central a la que se enfrentan quienes defienden una concepción de democracia como la que acabo de presentar reside en la necesidad de escoger un criterio claro y exento de un margen demasiado amplio de aplicación para excluir del debate público aquellas concepciones doctrinarias que expresen puntos de vista omnicomprensivos y cerrados en sí mismos, los que solamente puedan sostenerse mediante la imposición coactiva y no mediante la discusión pública. En realidad, el interrogante se divide en, al menos, dos cuestiones básicas que se hace necesario responder: (1) qué temas son propios de la razón pública y (2) a quiénes se aplican en primera instancia las restricciones impuestas por la razón pública.15 Comencemos por el primer interrogante. Hay al menos dos vías distintas que se han propuesto para alcanzar ese resultado; la primera es de carácter explícitamente procedimental y la segunda apela tanto a unos principios sustantivos como a ciertos contenidos básicos que se derivan o están en correspondencia con aquéllos. La formulación más concisa del primer procedimiento, recomendado como filtro para las propuestas que no deberían ser tema de debate público, es la ofrecida por J. Cohen, basada, a su vez, en la teoría discursiva de J. Habermas, cuyo núcleo es el siguiente:

el simple hecho de tener una preferencia, una convicción o un ideal no provee por sí mismo una razón en sostén de una propuesta. Mientras que yo puedo tomar mis preferencias como una razón suficiente para lanzar una propuesta, la deliberación bajo las condiciones del

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pluralismo requiere que yo encuentre razones que hagan la propuesta aceptable para otros, de los cuales no se puede esperar que consideren mis preferencias como razones suficientes para acordar con mi propuesta. 16

En otros términos, a fin de sostener una propuesta en el escenario de la deliberación, es necesario que la misma incorpore intereses generalizables, de modo tal que cada uno de los integrantes sea forzado por la misma dinámica de la deliberación a retirar aquellas propuestas que solamente tienen en cuenta las propias preferencias o los intereses estrechamente particulares. No hay duda de que este procedimiento, puramente formal, tiene sus ventajas, ya que no se excluye en principio ningún tema de los posibles asuntos sometidos a debate público y solamente se los restringe mediante un requisito que fuerza su elaboración en términos aceptables a una amplia franja de posibles involucrados, so pena de su exclusión del debate. Allí reside, a su vez, la mayor dificultad, precisamente porque los asuntos en cuestión quedan indefinidamente abiertos, de modo tal que todo tema proveniente del trasfondo cultural de cada sociedad civil está potencialmente habilitado para ser introducido en el debate público. Esta situación amenaza constantemente con una sobrecarga de cuestiones particulares que pugnan por subir al escenario público, con lo que el mismo debate queda de hecho severamente obstaculizado por el esfuerzo exigido para desestimar la enorme mayoría de problemas sometidos a su consideración sin cumplir con el requisito de generalidad. Esto es tanto más probable cuanto más desorganizada y conflictiva sea la cultura de base, precisamente porque no existe dentro de ella misma una cultura cívica que haga el trabajo previo de selección y jerarquización de los problemas sobre la base de principios y reglas de procedimiento universalmente compartidos. La segunda vía para delimitar el alcance de los asuntos factibles de ser incorporados al debate público ha sido desarrollada por J. Rawls en Political Liberalism y retomada más tarde en sus trabajos más recientes.17 Una formulación adecuada de esta forma de establecer su contenido y sus límites es la siguiente:

esta [especie] de razón es pública de tres maneras: como la razón de los ciudadanos libres e iguales, es la razón de lo público; su tema es el bien público concerniente a las cuestiones fundamentales de la justicia política, cuestiones que son de dos clases, los contenidos esenciales de la constitución y los asuntos de la justicia básica; y, por último, su naturaleza y contenido son públicos, al ser expresados en un razonamiento público mediante una familia de concepciones razonables de justicia política, pensadas para satisfacer razonablemente el criterio de reciprocidad.18

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Desde el punto de partida se establece mediante la citada definición un claro límite para los temas que son de la incumbencia de la razón pública, a saber, aquellos que involucran la relación entre los ciudadanos en su carácter de personas libres e iguales, por lo que todos tienen el mismo Poder coercitivo en la determinación de sus relaciones recíprocas. Por ello, los temas básicos que son propios de la razón pública son aquellos que abarcan los derechos subjetivos fundamentales de la constitución, por un lado, y por el otro, estrechamente conectadas con éstos, las cuestiones de justicia, Es evidente que una restricción tan marcada como la sugerida por Rawls tiene una ventaja innegable sobre la propuesta de Habermas y Cohen, ya que es muy improbable que por este camino la razón pública quede desbordada por una cantidad y variedad de asuntos tan grande que le sea imposible procesarlos. Al mismo tiempo, es claro que una restricción de este tipo es mucho más difícil de aceptar para los miembros de una sociedad plural que muy a desgano se desprenden de sus concepciones omnicomprensivas de la sociedad y del mundo. (4) Paso ahora a la segunda cuestión concerniente a una idea de la razón pública, a saber, la de los directamente involucrados por estas restricciones. Aquí también se abren dos vías alternativas, representadas en cada caso por los mismos filósofos: Cohen y Habermas, por un lado, y Rawls, por el otro. Para los primeros, en efecto, quienes toman parte en la discusión pública y están subordinados, por lo tanto, a las restricciones impuestas por este uso de la razón son todos los directamente involucrados, por lo cual esta sujeto a debate quiénes y en qué medida lo están. Nuevamente se produce aquí un efecto de sobrecarga de la opinión pública, ya que es parte de la discusión establecer los criterios por los que se va a admitir quiénes están directamente afectados por las normas a adoptar y están por ello autorizados a la plena participación en el debate. Por cierto, Habermas ha intentado restringir en algún modo el círculo indefinido de los directamente interesados al diferenciar dos esferas distintas y complementarias de la discusión pública: por un lado, una más "débil", abierta a todos los que conforman una laxa "opinión pública", y por el otro, una más restringida que está compuesta por los representantes parlamentarios y está dirigida hacia una toma de decisión, justificada mediante el procedimiento democrático de la mayoría.'" De este modo el procedimiento de formación de una opinión pública informada comprendería, idealmente, la superposición y el entrecruzamiento de los puntos de vista más diversos y contradictorios, provenientes de las posiciones y teorías omnicomprensivas más opuestas: "[e]n su conjunto, constituyen un complejo 'salvaje', que no se puede organizar enteramente".20 Esta esfera "débil" de la opinión pública se complementaría con la opinión jurídica y políticamente regimentada de los órganos del Estado, en especial el parlamentario y el judicial.

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En contraste con la apertura indiferenciada de la opinión pública, como la concibe Habermas, Rawls entiende por "foro político público" un círculo restringido de actores y de funciones, al que pertenecen los jueces mediante sus fallos, especialmente los miembros de la Corte Suprema, los funcionarios políticos del Poder Ejecutivo o de los distintos niveles administrativos, los representantes parlamentarios y los candidatos, con sus voceros y asesores, sobre todo cuando se expresan mediante discursos públicos, plataformas partidarias, etc.21 De modo expreso, la idea de una razón pública no se aplica, según Rawls, a la cultura de trasfondo, es decir, a la opinión pública en sentido lato, tal como ésta aparece mediada por los distintos canales masivos de difusión o por los círculos académicos, científicos o religiosos. Según Rawls, lo que la razón pública exige es que los ciudadanos sean capaces de explicar unos a otros su voto en términos de un balance razonable de los valores políticos públicos, dándose por sobreentendido por todos ellos que la pluralidad de doctrinas comprensivas razonables sostenidas por los ciudadanos tiene, además, en el conjunto de su pensamiento otros soportes que trascienden los meramente políticos para esos valores." Rawls ha denominado "el punto de vista inclusivo" a esta forma de "concebir la relación entre la razón pública y las doctrinas comprensivas razonables de cada ciudadano. (5) Es imposible desarrollar en esta introducción al tema de la razón pública y su conexión con la democracia deliberativa ni siquiera en forma sumaria las múltiples cuestiones y dificulta des que se presentan al discutir en detalle los distintos aspectos del tema. Me limitaré a señalar algunas de ellas, acotando sucintamente mi opinión al respecto. Habermas critica la prioridad que Rawls concede a los derechos individuales, garantizados por los principios de justicia, colocándolos por encima del proceso democrático que se genera a partir de ellos. En su visión, estos derechos son cooriginales con los derechos democráticos de autodeterminación y de participación política, de modo que no pueden servir como barreras de contención del caótico y bullente proceso democrático mismo.23 Es por ello que no hay límites preestablecidos para la razón pública, salvo aquellos que la misma marcha de la argumentación establezca sobre la base de las regulaciones impuestas por el principio D, a saber: "son válidas sólo aquellas normas de acción las cuales puedan alcanzar la aprobación de todos los posibles involucrados como participantes de discusiones racionales".24 Como he señalado más arriba, esta exigencia de mantener una irrestricta apertura para todos los contenidos posibles en la discusión pública provoca una sobrecarga de ésta que en última instancia amenaza con conducir a una parálisis de todo el procedimiento. Paradójicamente no salva con ello Habermas la objeción que él hace a Rawls y de la que se considera exento, a saber, no imponer ningún principio moral sustantivo por encima del proceso democrático mismo. En efecto, como creo haber mostrado en

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Moralidad, el principio D no puede ser considerado un principio "neutro", como sostiene Habermas, sino que se trata de un principio moral que regula el diálogo entre seres libres e iguales, por lo que se sustenta también él en una noción básica: el recíproco reconocimiento de las personas como personas.25 Como consecuencia, la propuesta restrictiva de Rawls resulta, a mi juicio, más apropiada, en la medida en que limita los temas de la razón en este uso a aquello que por su misma naturaleza define lo público de un régimen político formado por ciudadanos libres e iguales: "su tema es el bien público concerniente a las cuestiones fundamentales de la justicia política, cuestiones que son de dos clases, los contenidos esenciales de la constitución y los asuntos de la justicia básica". De este modo, no solamente se acota el alcance de los asuntos cuya incumbencia es propia del debate público –excluyéndose en especial la intromisión indebida de puntos de vista doctrinarios y dogmáticos en las cuestiones que atañen a todos los ciudadanos–, sino que se exige además que los argumentos que se presenten en el debate respondan a una articulación sintáctica y semántica acorde con los principios universales de justicia y los contenidos básicos constitucionales. De esta manera, aquellas propuestas que introduzcan, por ejemplo, alguna forma abierta o solapada de discriminación deberían ser excluidas del debate en forma instantánea. A mi modo de ver, esta forma de considerar el ámbito de la razón pública, si bien estrecha los márgenes para la admisión de los temas, fuerza una apertura mucho más amplia en aquellas sociedades civiles cuyas culturas de base están colonizadas por unas concepciones religiosas o sociopolíticas intolerantes y que, por lo tanto, están mucho más dispuestas a atrincherarse frente a ciertos temas controvertidos en las concepciones dominantes de su vida moral. Tal es el caso, en efecto, de la cuestión del aborto en la Argentina. Con respecto a los actores que debemos tener en consideración al determinar quiénes están comprendidos por las restricciones de la razón pública, las alternativas que ofrecen Rawls y Habermas son en ambos casos extremas. En efecto, si por un lado la utopía de participación indiscriminada de todos los potenciales participantes en el debate produce, como el mismo Habermas admite, "un complejo 'salvaje' ", imposible de organizar –especialmente cuando la cultura de base está débilmente educada en una tradición de participación democrática–, restringir demasiado el círculo de los alcanzados por las exigencias de la razón pública, que queda de hecho reducido a los miembros de los tres poderes del Estado y a los políticos profesionales, resulta perjudicial para el mismo carácter de "público" que debe tener este uso de la razón. En este punto, me inclino a sostener, con Habermas, que los afectados por las posibles acciones normativas que tomen los actores en el poder deben tener acceso a la opinión pública y a la participación en el debate, siguiendo las estrictas reglas del uso público señaladas más arriba. A mi juicio, tanto Rawls como Habermas han quedado aquí empantanados por lo que el primero ha denominado "el punto de vista inclusivo", de acuerdo con el cual el foro público no puede desechar el aporte de aquellos participantes que sostienen tesis encuadradas dentro de los contenidos

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admisibles de la razón pública aunque respaldadas por valores y fines propios de una concepción comprensiva pero razonable del bien. A mi modo de ver, se produce aquí una confusión entre dos cuestiones distintas: por un lado, los derechos a la libertad de expresión, que garantiza a todos los ciudadanos poder expresar libremente sus opiniones, y a la libertad de asociación y de culto, que protege las actividades de las asociaciones partidistas encaminadas a obtener nuevos prosélitos y de las asociaciones religiosas dirigidas a la propagación de su fe; por el otro, la pretensión de que las convicciones particulares, los dogmas y los fines de esas múltiples asociaciones sean tenidos como propuestas legítimas en el debate público. Mientras que para Rawls y Habermas esta pretensión es, en principio, admisible siempre que se respeten ciertas reglas básicas del juego político o argumentativo, para mí no lo es. En otros términos, cuando los ministros de los distintos cultos se dirigen a sus fieles, cuando los dirigentes de las asociaciones que agrupan a los partidarios de una misma concepción de la sociedad y del mundo se comunican entre ellos, pueden utilizar todas las referencias a las autoridades de textos religiosos o doctrinarios que consideren pertinentes para persuadir a sus seguidores a perseverar por la recta vía. Es esa forma de expresión la que la constitución y los derechos humanos protegen. Cuando, en cambio, se dirigen a la ciudadanía como tal, la ofenden en su calidad de personas libres e iguales al exhortarlas a proponerse ciertos fines o a evitar otros: apelando a la autoridad de la Biblia, del Corán o del Manifiesto comunista. Dado que la razón pública está destinada a deliberar sobre el bien público concerniente a las cuestiones fundamentales de la justicia política, que comprende solamente los contenidos esenciales de la constitución y los asuntos de la justicia básica, es exigible para todos los que quieran tomar parte en el debate que se atengan estrictamente a los límites marcados por esos contenidos y por las reglas sintácticas, semánticas y pragmáticas de la argumentación, descartando efectos perlocucionarios coyunturales, alusiones privadas o términos esotéricos que induzcan intencionadamente a confusión e impidan el trabajo de las reglas normales de inferencia. En efecto, como señala Rawls, las reglas que orientan a la razón pública son las mismas que orientan a la elección de los principios de justicia, dado que las razones y las evidencias que se adopten para aplicar los principios sustantivos de justicia deben poder ser comprendidas y respaldadas por todos los representados, que es, exactamente, lo que exige el principio liberal de legitimidad.26 Las resoluciones que tome la razón pública estarán dirigidas a crear normas y leyes que obliguen coercitivamente a los ciudadanos por medio del poder legítimo, y éste está legitimado precisamente porque aquéllos podrían admitir y aprobar, puestos en la posición del legislador, las mismas razones que hubiesen impelido a éste a sancionar esas leyes. Es esta exigencia la que compele a todo aquel que quiere entrar en el debate público a fin de defender intereses y posiciones que considera compartibles por otros ciudadanos a hacerlo bajo la forma neutra, desde

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el punto de vista de las concepciones omnicomprensivas, que establece el contenido y los límites de la razón pública, ya que al hacerlo así estará satisfaciendo una exigencia moral de la democracia, la del respeto a la igual dignidad de las personas en su calidad de ciudadanos."

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IV. Conclusión

Deseo concluir con un reconocimiento y una rectificación. Es cierto, como señalan Bertomeu y Vidiella, que "las demandas de equidad de los ciudadanos [...] quedarían libradas a los resultados del debate parlamentario y a la paulatina formación de una phrónesis pública que, como la de Pericles, sea capaz de contemplar el bien no sólo para un individuo o un pequeño grupo, sino para todos",28 solamente que este defecto de mi teoría –si constituye uno– es compartido, en una u otra forma, por todas las demás teorías de la democracia deliberativa. A mi juicio, necesariamente debe ser así, ya que el paso intermedio de la deliberación en común es el que distingue estructuralmente esta concepción radical de democracia de otras nociones de ésta, que precisamente rechazan toda injerencia de principios morales en su constitución y en su desarrollo, ya que únicamente reconocen como procedimientos formales los juegos de fuerza o el decisionismo autoritario.

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Referencias:

BERLIN, I. (1988), Cuatro ensayos sobre la libertad, Madrid, Alianza. BERTOMEU, M. J.; GAETA, R. y VIDIELLA, G. (comps.) (2000), Universalismo y

multiculturalismo (trabajos dedicados al profesor O. Guariglia), Buenos Aires, Eudeba.

BOHMAN, J. y REHG., W (comps.) (1999), Deliberative Democracy, Cambridge,

Massachusetts, The MIT Press. COHEN, J. (1999), "Deliberation and democratic legitimacy", en: J. Bohman y W.

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GUARIGLIA, 0. (1996), Moralidad: ética universalista y sujeto moral, Buenos

Aires, FCE. HABERMAS, J. (1992), Faktizitiit und Geltung, Francfort, Suhrkamp. [Trad. cast.:

(1998), Facticídad y validez: sobre el derecho y el Estado democrático de derecho en términos de teoría del discurso, Madrid, Trotta.] — (1995), "Reconciliation trough the public use of reason", en: Journal of

Philosophy, 92, pp. 109-131. — (1997), Die Einbeziehung des Anderen, Francfort, Suhrkamp. [Trad.

cast.: (1999), La inclusión del otro: estudios de teoría política, Barcelona, Paidós.]

LARMORE, C. (1999), "The moral basis of political liberalism", en: Journal of

Philosophy, 96, pp. 599-625. KANT, I. (1963), MS, Metaphysik der Sitten, en: Werke in sechs Brinden, 6 ts.,

tomo IV, edición de W Weischedel, Darmstadt, Wissenschaftliche Buchgesellschaft. [Trad. cast.: (1989), La metafísica de las costumbres, Madrid, Tecnos.]

KERSTING, W (1993), Wohlgeordnete Freiheit (Immanuel Kants Rechts- und

Staatsphilosophie), 2ª ed., Francfort, Suhrkamp.

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RAWLS, J. (1987), "The basic liberties and their priority", en: Liberty, Equality, and Law (Selected Tanner Lectures on Moral Philosophy), Salt Lake City, University of Utah Press, pp. 3-87. [Trad. cast.: en: (1988), Libertad, igualdad y derecho, Barcelona, Ariel.] — (1993), Political Liberalism, Nueva York, Columbia University Press.

[Trad. cast.: (1995), El liberalismo político, México, Fondo de Cultura Económica.]

— (1999), The Law of Peoples, with The Idea of Public Reason Revisited, Cambridge, Massachusetts, Harvard University Press. [Trad. cast.: (2001), El derecho de gentes y "Una revisión de la idea de la razón pública", Barcelona, Paidós.]

RIVERA LÓPEZ, E. (2001), "Deberes negativos y positivos: ¿Hace el resultado la

diferencia?", en: Revista Latinoamericana de Filosofía, 27, pp. 161-169.

SCHNEEWIND, J. B. (1998), The Invention of Autonomy, Cambridge, Cambridge University Press.

WRIGHT, G. VON (1963), Norm and Action, LondresHenley, Routledge & Kegan

Paul. [Trad. cast.: (1979), Norma y acción. Una investigación lógica, Madrid, Tecnos.]

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Citas:

1. Cf. Rivera López, 2001, pp. 161-170.

2. Cf. Guariglia, 1996, pp. 38-46.

3. Cf. Von Wright, 1963, pp. 71 y 83-84.

4. Cf. Von Wright, 1963, pp. 42-49.

5. Cf. Von Wright, 1963, pp. 48-52.

6. Véase Kant, MS, pp. 512-514 (ed. Weischedel). Sobre la compleja interpretación de los deberes perfectos e imperfectos y de su relación en esta última obra de Kant, véase Kersting, 1993, pp. 192-195. La historia de la división entre deberes perfectos e imperfectos en el derecho natural desde S. Pufendorf en adelante está ampliamente tratada ahora por Schneewind, 1998, pp. 132 y ss.

7. Cf. Kant, MS, Rechtlehre, § 46, pp. 432-433.

8. Cf. Rawls, 1987, pp. 5 y ss. = 1993, pp. 291 y ss.

9. Cf. Berlin, 1988, pp. 187 y ss., especialmente pp. 191 y ss.

10. Cf. Bertomeu y Vidiella, 2000, p. 304.

11. El significado de los términos es como sigue: A= aceptable, N= neutra. Para

el cuadro de todas las alternativas posibles, véase Guariglia, 1996, p. 132.

12. Para un argumento similar al que yo expongo aquí que separa los contenidos esenciales de la constitución, como el esquema de iguales derechos y libertades para todos los ciudadanos, por un lado, y las exigencias del principio de la diferencia, que exceden el marco de esos contenidos constitucionales, aunque requieren también una discusión dentro de los marcos de la "razón pública", por el otro, véase Rawls, 1993, pp. 228-230.

13. Cf. Habermas, 1992, passim.

14. Una cómoda recopilación de los trabajos más representativos, con

exclusión de Nino y Alexy, se encontrará en Bohman y Rehg, 1999.

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15. Cf. Rawls, 1999, p. 133.

16. Véase Cohen, en: Bohman y Rehg, 1999, p. 76.

17. Véanse, de Rawls, 1993, "Lecture vi", pp. 212 y ss., y 1999, pp. 131 y ss.

18. Cf. Rawls, 1999, p. 133.incluyendo especialmente los problemas de justicia distributiva.

19. Cf. Habermas, 1992, pp. 372 y ss.

20. Habermas, 1992, p. 374.

21. Cf. Rawls, 1999, pp. 133-134.

22. Cf. Rawls, 1993, p. 243.

23. Cf. Habermas, 1992, pp. 154 y ss., y 1995, pp. 127-129.

24. Habermas, 1992, p. 138.

25. Cf. Guariglia, 1996, pp. 144-146; en el mismo sentido argumentó

recientemente Larmore contra Habermas, 1999, pp. 617-619.

26. Cf. Rawls, 1993, p. 225; Larmore, 1999, pp. 605 y ss.

27. Cf. Guariglia, 1996, pp. 198-200; Larmore, 1999, pp. 608-611.

28. Cf. Bertomeu y Vidiella, 2000, p. 304.Referencias