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S. J. Martín Dobrizhoffer HISTORIA DE LOS ABIPONES Vol. III HIPERVINCULOS Capítulos del I al X (198 kb.) Capítulos del XI al XXIII (207 kb.) Capítulos del XXIV al XXXVII (177 kb.) Capítulos del XXXVIII al XLVI (285 kb.) Indices Onomástico, Toponímico y de Voces Indígenas. (101 kb.) VOLUMEN III Capítulo I Sobre el odio mortal de los abipones hacia los españoles y sobre algunos de sus aliados mocobíes. Capítulo II Porqué motivo llegarían a tener plena posesión de los caballos y cómo en virtud de éstos se harían temibles para sus vecinos. Capítulo III Cuántas crueldades soportarían las ciudades de Santa Fe y Asunción. Capítulo IV Cuán dañinos resultaron los abipones para las misiones guaraníes. Capítulo V Lo realizado por los abipones en el campo de Corrientes. Capítulo VI Sobre las excursiones de los abipones contra los pueblos de Santiago del Estero. Capítulo VII Sobre las excursiones de Francisco Barreda, jefe de los santiagueños contra los abipones y los mocobíes. Capítulo VIII Sobre algunas fallas de los soldados santiagueños, sus oficiales y jefes de caballería. Capítulo IX Sobre las atrocidades de los abipones contra los cordobeses. Capítulo X Expediciones de los cordobeses contra los abipones. Capítulo XI Constantes esfuerzos de nuestros hombres para llevar a los abipones a la obediencia del rey y a la santa religión.

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S. J. Martín Dobrizhoffer

HISTORIA DE LOS ABIPONES

Vol. III

 

HIPERVINCULOS

 

Capítulos del I al X

(198 kb.)

Capítulos del XI al XXIII

(207 kb.)

Capítulos del XXIV al XXXVII

(177 kb.)

Capítulos del XXXVIII al XLVI

(285 kb.)

Indices Onomástico, Toponímico y de Voces Indígenas.

(101 kb.)

 

VOLUMEN III

 

Capítulo I Sobre el odio mortal de los abipones hacia los españoles y sobre algunos de sus aliados mocobíes.

Capítulo II Porqué motivo llegarían a tener plena posesión de los caballos y cómo en virtud de éstos se harían temibles para sus vecinos.

Capítulo III Cuántas crueldades soportarían las ciudades de Santa Fe y Asunción.

Capítulo IV Cuán dañinos resultaron los abipones para las misiones guaraníes.

Capítulo V Lo realizado por los abipones en el campo de Corrientes.

Capítulo VI Sobre las excursiones de los abipones contra los pueblos de Santiago del Estero.

Capítulo VII Sobre las excursiones de Francisco Barreda, jefe de los santiagueños contra los abipones y los mocobíes.

Capítulo VIII Sobre algunas fallas de los soldados santiagueños, sus oficiales y jefes de caballería.

Capítulo IX Sobre las atrocidades de los abipones contra los cordobeses.

Capítulo X Expediciones de los cordobeses contra los abipones.

Capítulo XI Constantes esfuerzos de nuestros hombres para llevar a los abipones a la obediencia del rey y a la santa religión.

Capítulo XII La reducción fundada para los mocobíes y luego, la ocasión de las reducciones de abipones.

Capítulo XIII La primera reducción de San Jerónimo, fundada para los abipones Riikahés.

Capítulo XIV Las cosas más dignas de recordar acerca de Ychoalay y Oaherkaikin, autores de la guerra.

Capítulo XV Más cosas en alabanza de Ychoalay.

Capítulo XVI Sobre la incursión hostil que intentó Debayakaikin con sus bárbaros federados contra la fundación de San Jerónimo.

Capítulo XVII Otras expediciones realizadas por Ychoalay contra Oaherkaikin y los demás abipones nakaiketergehes.

Capítulo XVIII Nuevas perturbaciones de la fundación que siguieron a la victoria obtenida.

Capítulo XIX Ychoalay, junto con los españoles toma el ejército de los abipones enemigos; otras veces pelea exitosamente con Oaherkaikin.

Capítulo XX Todo el pueblo abipón es reunido en tres reducciones. Pero desgraciadamente distribuido entre los guaraníes por una guerra con españoles.

Capítulo XXI Expedición de los españoles contra los abipones salteadores.

Capítulo XXII El cacique Debayakaihin es muerto por Ychoalay en combate, y su cabeza suspendida de una horca.

Capítulo XXIII Origen y comienzos de la reducción de abipones llamada de la Concepción de la Divina Madre.

Capítulo XXIV La fuga y la vuelta de los abipones de la Concepción.

Capítulo XXV Vicisitudes y perturbaciones de la reducción.

Capítulo XXVI Mi viaje a la ciudad de Santiago por asuntos de la reducción.

Capítulo XXVII Mis gestiones en Santiago. Viaje de nuestro cacique Alaykin hasta el gobernador de Salta.

Capítulo XXVIII La repetida y molesta vuelta a mi reducción.

Capítulo XXIX Constantes turbaciones de la reducción de Concepción.

Capítulo XXX Llegada de Barreda. Traslado de la fundación al río Salado.

Capítulo XXXI Calamidades y perpetuas mutaciones de la nueva reducción fundada junto al río Salado.

Capítulo XXXII La reducción habitada por abipones yaaukanigás, llamada de San Fernando o San Francisco de Regis.

Capítulo XXXIII Progresos de la fundación de San Fernando, retardados por Debayakaikin.

Capítulo XXXIV Nuevas perturbaciones provocadas desde afuera y por los mismos pobladores.

Capítulo XXXV Origen y ubicación de la reducción llamada del Sauto Rosario y de San Carlos.

Capítulo XXXVI Los comienzos de la fundación.

Capítulo XXXVII Increíbles y varias calamidades sucedidas a la fundación.

Capítulo XXXVIII Continuos tumultos de guerra.

Capítulo XXXIX Distintas incursiones de los mocobíes y tobas.

Capítulo XL La peste de las viruelas fue semilla de nuevas calamidades y ocasión para nuevas agrupaciones.

Capítulo XLI Cuarenta jinetes españoles, unidos a los abipones, atacan a numerosos grupos de tobas.

Capítulo XLII Preocupaciones de los abipones por la venganza de los tobas. Contagio de la fiebre terciana.

Capítulo XLIII Asalto de seiscientos bárbaros el 2 de agosto de 1765.

Capítulo XLIV Corolario de este asunto. Controversia sobre la llegada a América del Apóstol Santo Tomás.

Capítulo XLV Cuán arduo resultó llevar a los abipones a las misiones y a la religión de Cristo.

Capítulo XLVI Frutos no escasos recogidos en las misiones de abipones, pese a haber esperado otros mayores.

Biblioteca Virtual del Paraguay

 

La edición de este tomo III y último de la Historia de los Abipones fue 

posible gracias al generoso apoyo financiero que ofreció el gobierno 

de la provincia del Chaco. A él nuestro reconocimiento por asociarse 

a esta edición castellana de la obra del P. Martín DobrizhoHer.

 

 

MARTIN DOBRIZHOFFER S. J.

 

 

HISTORIA 

DE LOS ABIPONES

 

VOLUMEN III

 

Traducción de la Profesora

Clara Vedoya de Guillén

 

 

 

 

UNIVERSIDAD NACIONAL DEL NORDESTE

DEPARTAMENTO DE HISTORIA

RESISTENCIA (CHACO)

FACULTAD DE HUMANIDADES

1970

 

 

UNIVERSIDAD NACIONAL DEL NORDESTE

 

Rector: Profesor ERNESTO J. A. MAEDER

Vicerrector: Dr. GUSTAVO ADOLFO REVIDATTI

Secretario General Académico: Arq. ERNESTO I. GALDEANO 

Secretario General Administrativo: C.P.N. CARLOS ALBERTO OJEDA 

Secretario de Asuntos Sociales: Dr. ESIO ARIEL SILVEIRA

 

 

INSTITUTOS CON ASIENTO EN CORRIENTES

 

Facultad de Agronomía y Veterinaria

Decano: Dr. BENITO E. DÍAZ

 

Facultad de Medicina

Decano: Dr. JOAQUÍN GARCÍA

 

Facultad de Derecho

Decano: Dr. GUSTAVO ADOLFO REVIDATTI

 

Facultad de Ciencias Exactas y Naturales y Agrimensura

Decano: Agrimensor Nacional DOMINGO ADOLFO TASSANO

 

INSTITUTOS CON ASIENTO EN RESISTENCIA

 

Facultad de Ciencias Económicas

Decano: Dr. JULIO KESSELMAN

 

Facultad de Ingeniería, Vivienda y Planeamiento

Decano: Ing. Químico EMILIO A. GARCÍA SOLÁ

 

Facultad de Humanidades

Decano: Profesor ARTHUR J. HAND

 

INSTITUTOS CON ASIENTO EN POSADAS

 

Facultad de Ingeniería Química

Delegado Interventor: Ing. Químico JUAN VEGLIA

 

Capítulo I

SOBRE EL ODIO MORTAL DE LOS ABIPONES HACIA LOS ESPAÑOLES Y SOBRE ALGUNOS DE SUS ALIADOS MOCOBIES

 

El español sometió a la mayoría de los indígenas que /3 habitaban Paracuaria. Algunas veces los soldados llevaban a cabo esta misión, pero con más frecuencia la realizaban los sacerdotes, quienes propagando la religión, lograron llegar hasta donde nunca pudo el ejército. Ellos consiguieron con su doctrina un resultado más positivo que aquellos con sus plomos. No obstante, hasta el siglo pasado los abipones se mantuvieron rebeldes, y no permitieron que se los venciera /4 ni con las armas ni por medio de regalos. Nunca quisieron al español como amigo, y menos como dominador; y para no soportar el yugo enemigo deliberaban sobre la conveniencia de pelear, o, si se presentaba la ocasión, de huir; usando a veces las armas, y con más frecuencia la astucia y la velocidad. La naturaleza de las regiones que habían elegido para sí, les ofrecía seguridad permitiéndoles eludir las fuerzas de los españoles que ellos temían cuando se enfrentaban en campo abierto. No fueron vencidos porque resultaba imposible atacarlos, pues estaban defendidos por lagos y selvas inaccesibles, máxime que en aquel tiempo no contaban con caballos. Prefirieron esconderse, padecer sed o hambre antes que doblegarse al advenedizo. En fin, rehusaron con gran obstinación la obediencia al rey español y a la ley divina, y en consecuencia a su propia felicidad. Desde la época del victorioso Carlos V, que conquistó para España las mejores regiones de América, el belicoso pueblo de los abipones se había mantenido firme en sus leyes durante dos siglos y lo que va del presente, aun después de que los pueblos vecinos hubieron sido vencidos. Y no solo rechazaron en absoluto la amistad de los españoles sino que no perdían ocasión de extender sus armas terribles a toda la provincia. Recordamos algunos de los desastres que provocaron en los últimos años del siglo en curso y se nos ocurre pensar que los abipones y sus aliados los mocobíes y los tobas habían sido reservados por la Justicia divina para castigar los delitos de los cristianos como en otro tiempo los filisteos, los jebuceos y los fereceos habían sobrevivido en la región de Canaán para castigar las prevaricaciones de los judíos, cuando los restantes enemigos habían sido aniquilados o reducidos.

Hicieron pacto para la guerra con los mocobíes y los tobas, bárbaros ecuestres temibles por su valor, y casi los /5 únicos que los sobrepasaban en el odio que sentían hacia los españoles. No se producía un estrago de grandes proporciones en el que estos tres pueblos coligados no hubieran aunado sus fuerzas.

La común aversión a los europeos, la esperanza cierta de ganancias, el amor a su antigua libertad, el deseo de gloria militar fue para ellos como trompeta de guerra. Cuando recuerde las hazañas de los abipones, nombraré también a sus aliados de armas, los mocobíes, para hacerlos sobresalir en las alabanzas y vituperios. Y en verdad, habrás de saber esto: los pueblos de Europa, a veces, cultivan la amistad con mutuos pactos y con fuerzas aliadas para algún fin, de modo que pelean contra el enemigo común; pero roto el pacto de los aliados se traban en mutuas luchas. Del mismo modo hemos visto que los mocobíes y tobas, amigos de los abipones cuando se trataba de pelear contra los españoles, se convertían en poco tiempo en acérrimos enemigos si consideraban que la guerra les sería más útil que la paz. De modo que la amistad de estos pueblos es inconstante, pues nacen y viven rodeados de privaciones.

Alguien ha afirmado alguna vez, que los mocobíes son inferiores a los abipones en estatura y en vigor militar; pero yo, que he vivido un tiempo con ellos, afirmo que los superan en el nativo odio a los españoles, cultivado desde niños. Parecía que en el siglo pasado habían sumido a Tucumán en la destrucción; temibles no sólo en los apartados predios de los españoles, sino también en las mismas ciudades. Devastaron la provincia con sus muertes, rapiñas e incendios y llevaron la desesperación a Salta, Jujuy y San Miguel, ciudades principales. A veces una opulenta ciudad era reducida a escombros. La ciudad de Concepción, ubicada a orillas del río Bermejo fue destruida totalmente y sus habitantes muertos por insidias, pues los abipones, partícipes de tantas cruentas incursiones, prestaron su apoyo a los mocobíes. Alfonso /6 Mercado, Angel de Paredo y otros gobernadores de Tucumán que los sucedieron, impidieron nuevos intentos de los bárbaros. Siempre atravesando penosísimos caminos y sin ningún resultado, desde las ciudades enviaron a cuantos soldados pudieron, tanto españoles como indios cristianos hasta el Chaco, escondite de estos bárbaros, para combatirlos. Aunque a veces tomaron algunos mocobíes y tobas y los mataron, los demás compañeros sobrevivientes, excitados por la caída de los suyos, duplicaron sus iras, y nunca cesaron de descargar sus fuerzas, así como su venganza, logrando siempre lo que se proponían.

Tantas inútiles expediciones de tropas tucumanas confirmaban la opinión de los bárbaros: las armas españolas no debían ser temidas, ya que contra ellas les era suficiente, como defensa, los escondrijos que les ofrecía la naturaleza, desconocidos e inaccesibles para los españoles. Y, si acaso fueran oprimidos por los numerosos enemigos, tendrían la fuga como victoria, ya que el conocimiento de los caminos y la rapidez para nadar y cabalgar les daría, siempre ventaja, mientras que los españoles con sus caballos cansados de tan largo y áspero camino e impedidos por los mismos vestidos y armas, apenas lograrían bloquear a los que huyeran, aun cuando consiguieran cruzar los lagos, ríos y bosques del camino. Muy envalentonados con estas consideraciones, ¿qué no intentaron los bárbaros en Tucumán? Salta, sede del gobernador, y los campos circundantes, sufrieron a diario los asaltos del enemigo.

Esteban Urizar, primer gobernador de aquella provincia, comenzó a buscar una solución para esta pública calamidad; pero cada una que elegía, era desechada por todos. Varón conocedor de la guerra y de ánimo intrépido, comprendió que el trabajo dependería tanto de las fuerzas como del /7 ingenio y la rapidez con que se ejecutara; para que no creciera simultáneamente la petulancia de los enemigos y el peligro de la provincia, – y se repitiera aquello de que mientras Roma deliberaba, Sagunto caía – preparó una expedición al Chaco.

Eligió para ella mil setecientos ochenta hombres de las poblaciones españolas de Tucumán y un grupo de cincuenta indios cristianos entre los chiriguanos, amigos por aquel tiempo. Pidió ayuda y recibió de la ciudad de Asunción, cincuenta; trescientos de Santa Fe y setecientos de Corrientes. Reunido para este fin tan gran ejército, encerraría a los bárbaros de frente, de espaldas y por los costados, como a las fieras en el circo. Ordenó a los soldados tucumanos que exploraran sus escondrijos y que castigaran a los que tomaran prisioneros del modo que juzgasen conveniente. A los demás españoles, más cercanos al sur, les encomendó la tarea de cerrar el camino a los fugitivos.

Si los demás hubieran cumplido su misión, con tanta diligencia, como con tanta premeditación había sido establecida por el prudente gobernador, de un solo golpe se hubiera dominado la situación y toda la muchedumbre de bárbaros del Chaco hubiera resultado vencida. Pero los soldados españoles que había convocado de las poblaciones del sur, o vacilaron o anduvieron con rodeos; de modo que los mocobíes tuvieron libre el camino hacia el sur; y aun cuando se vieron superados en número por los españoles, desparramándose, les fue posible reunirse impunemente con sus compañeros abipones. Considerando que aquellos parajes eran lo suficientemente seguros contra las asechanzas de los españoles que pudieran atacarlos o de cualquier otro peligro, ambos pueblos se establecieron, por fin, en el valle Calchaquí y sus alrededores. Con esta empresa cumplida, ciertamente Salta y la parte superior de Tucumán respiraron durante algunos años libres de las vejaciones de los mocobíes.

Pero, toda la violencia de la guerra se descargó sobre las ciudades de Santa Fe, Santiago del Estero, Corrientes y las demás ciudades españolas ubicadas al sur y al oeste; y /8 fueron destrozadas miserablemente tanto solas como en conjunto, tal como enseguida expondré. Porque los jinetes malbalaes, rompiendo la alianza con los mocobíes, aceptaron o fingieron amistad con los españoles. Los vilelas y los chunipíes, pueblos pedestres, siempre tranquilos y muy amantes de la paz, enseguida respondieron. Y los lules, también pedestres, reunidos en gran número en una fundación, (a la que llaman Miraflores), fueron adoctrinados en la santa religión por nuestro Padre Antonio Machoni, sardo. De modo que el fruto de tan gran expedición no debe ser totalmente deplorado, aun cuando haya sido inferior a los deseos y esperanzas de los españoles. Pero, pasemos ya a la historia del tema que tratamos, ya que estos hechos relatados, que creí conveniente intercalar, no pertenecen a él.

 

Capítulo II    /9

POR QUE MOTIVO LLEGARIAN A TENER PLENA POSESION DE LOS CABALLOS Y COMO EN VIRTUD DE ESTOS SE HARIAN TEMIBLES PARA SUS VECINOS

 

No se sabe con exactitud desde qué tierras los abipones llegaron al Chaco en el siglo XV. Yo me inclino a creer que en aquel tiempo eran pedestres, y que se escondían como los demás indios, pensando más en huir del español que en atacarlo. Y en verdad, habiendo sucumbido los pueblos vecinos, totalmente, a la dominación europea, la libertad que conservaban los abipones era como un trofeo celebérrimo. En los anales de Paracuaria, ya aparecen en el año 1641 provistos de caballos y muy diestros en su manejo. Por aquel tiempo, se lee que habían iniciado la guerra contra los indios matarás, obsecuentes de los españoles, y hacia los que los movía implacable odio. ¿Por qué los abipones, ya ecuestres, se convirtieron en el terror de otros pueblos pedestres? Nadie pone en duda que los pueblos americanos fueron sometidos fácilmente por las numerosas legiones de españoles, porque estos guerreros les resultaban magníficos sobre sus caballos e imitaban al fuego con sus armas. Lo primero. impresionaba a sus ojos; lo demás, a sus oídos y espíritus. ¿Qué trabajo les habría costado vencerlos si aterrorizados con la primera impresión, los naturales no tenían más que madera y caña para oponer al hierro y al plomo de los europeos? No de otro /10 modo los caballos fueron para los abipones el principal instrumento de guerra, en lugar de las armas, o más correctamente diría, antes que cualquier otra arma.

Pero, me preguntarás: ¿De dónde obtuvieron los abipones el primer caballo? Yo diré lo que escuché relatar a un viejo abipón, varón ingenuo. Decía que algunos de su mayores – que entonces eran pedestres –, se arrastraron a escondidas tras largo camino por los campos por entonces sometidos a la ciudad de Santa Fe, que ocupaban los belicosos indios ecuestres calchaquíes; y llevaron a sus tierras algunos caballos que robaron allí, junto con unos cuchillos de hierro. Rápidamente usaron estos caballos para robar más y más tropas de caballos de las tierras de españoles. Esto no es difícil en Paracuaria ni requiere gran sacrificio. El campo, abierto por todas partes, ofrece pasto, forraje y establo la mayor parte del día y de la noche, a innumerables caballos y a otro tipo de rebaños. A menudo, los caballos recorren largas distancias y se desparraman por espacio de muchas leguas, molestos por los mosquitos o por temor a los tigres. Muchas veces, los españoles dejaban sin guardia al ganado; a los indios, les resultaba sumamente fácil o matarla o eludirla cuando dormía ya que estaba lejos de sus casas. Temían a los bárbaros cuando se acercaban; y mientras los piratas llegaban no había guardia a quien pudiera convencerse de seguirlos. Prefirieron perder las cabezas de sus caballos antes que las suyas.

Lamentaban el robo de sus animales, pero se congratulaban de la huida de los raptores, pues sabían que en Paracuaria sobreviviría tanta cantidad de caballos y de mulas como cuanta tierra los rodeara. A veces, cada uno de los campos de los españoles o de judíos cristianos tuvieron dos mil caballos aptos para montar. Otros, llegaron a contar con veinte mil caballos y yeguas destinados a la cría. Y no agrego /11 a éstos los cientos o miles de caballos que pertenecían al primero que los tomaba. La inmensa planicie que rodea a Buenos Aires, fácilmente en una extensión de cuatrocientas leguas a la redonda, se ve llena de caballos expuestos a esta ley. Innumerables bárbaros entre el estrecho de Magallanes y la llamada ciudad del medio, se alimentan a diario con carne vacuna y usan pieles de ovejas a modo de vestido, de casa, de armas y de montura. Desde Córdoba hasta Santa Fe o también por las orillas del Paraná y del Uruguay, se desplazan a diario grandes tropas de caballos que deambulan y que no raramente causan molestias, pues tapan el camino arrastran consigo a los caballos domesticados que nosotros usamos. Para evitar esto se deben usar no pocas industrias. Si no me equivoco ya hice mención de esto; si lo recuerdo nuevamente no me consideres un charlatán cuando digo que en un espacio de cincuenta años los abipones robaron fácilmente de los campos de los españoles cien mil caballos. Esta es la antigua opinión de los paracuarios; y no juzgues exagerado ese número; pues sometiendo las conjeturas a las razones, yo opino que fueron más de doscientos mil. No hay que admirarse. A veces en un solo asalto los abipones adolescentes, que son más feroces que los adultos, han robado cuatro mil caballos. La astucia y la sagacidad es la obra de los mediocres, no de los fuertes. Conducidos a una mies mejor, aunque renunciaran al pillaje, todos consideraron que les era permitido regirse por la ley de tomar los caballos que encontraran al paso si carecían de dueño. En las nuevas fundaciones conocí a no pocos abipones que poseían cincuenta caballos. Ahora queda por explicar en qué gran perjuicio de los españoles los abipones usarían en otro tiempo a sus caballos.

Los calchaquíes, nombre en verdad temible a los /12 españoles, después que desolaron el campo de Santa Fe con reiteradas matanzas, fueron finalmente reducidos al orden, en un combate. Los guaraníes, llamados por el gobernador real, en auxilio, desde las misiones del Uruguay cumplieron con gran celo esta tarea, tal como ya lo hicieron otras veces. Los calchaquíes que sobrevivieron a este desastre fueron consumidos por fin por las viruelas. Los tristes restos de este pueblo tan belicoso fueron trasladados junto al río Carcarañal y hoy sobreviven alrededor de veinte hombres. Los abipones se establecieron en aquel suelo calchaquí; herederos no sólo de su patria, sino también del ánimo hostil hacia los españoles. Los límites de estas tierras se extienden desde el río Grande hasta la ciudad de Santa Fe, y desde las orillas del Paraná y del Paraguay hasta los territorios de Santiago del Estero. Los españoles se vieron obligados a cederles esta región de sus abuelos, sin que pudieran oponérseles si no querían morir.

En el año diez y ocho, del siglo que corre, circulaban sin peligro desde la ciudad de Santa Fe hasta Santiago del Estero y a ambos lados de Córdoba; aunque tuvieran que hacer caminos de muchos días. Esto me lo aseguró nuestro Padre Mayor Juan Francisco Aguilar, ya octogenario. Ciertamente todas estas cosas son absolutamente ciertas y fuera de toda duda; y la prueba son los ricos campos de los españoles que he visto devastados y que habían ocupado todos los caminos en serie continuada entre las ciudades; pero reducidos a desierto por los abipones que allí infestaban, de modo que nada encontrarías allí sino las ruinas de sus construcciones. Sin embargo los campos conservaron los nombres de sus antiguos dueños. Los llaman Don Gil, Doña Lorenza, Alarcón, la Viuda, del Cano, etc., porque fueron habitados en otros tiempos por éstos. Pero ahora ¡ah! los campos son como nuevas Troyas. No encontrarás fácilmente ni /13 un rancho en cien leguas de camino.

La región que los abipones recorren impunemente como propia se extiende de norte a sur unas veinte leguas y otras tantas, de este a oeste. Divididos en muchas tribus según el número de sus caciques, cambian sus tolderías aquí y allí, eligiendo los sitios que les ofrecen mayores oportunidades de caza, mejor tiempo y menos temores. Dejando en aquellos lugares a las mujeres con sus proles y a los viejos e inermes, los adultos recorren, para robar, desde ese centro, todas las colonias de cristianos cercanas y no vuelven a los suyos sino con cabezas de españoles cortadas, y otros despojos. La cantidad de cautivos, las tropas de caballos y el seguro éxito de la expedición estimulaba a unos y a otros a ser más osados; de suerte que cuando unos regresaban, salían enseguida otros. Casi no pasaba un mes sin que alguna de las ciudades españolas fuera maltratada por las agresiones hostiles. Como el rayo, que aunque hiera solo a unos, aterra a todos, así, aunque fuera invadido un solo lugar, toda la vecindad trepidaba, y sobre todo los que parecían más seguros, pues la experiencia les había enseñado que este tipo de enemigos nunca estaba más cerca de la matanza que cuando se los creía distantes.

Puede comprenderse por esto, por qué razón eran suficientes alrededor de mil bárbaros (entre todas las tribus no contaban con muchos más, aptos para la guerra) para agotar tan vastísima provincia. El español debió suplir la pobreza de guerreros con la tranquilidad de espíritu, la tolerancia para los trabajos y la alianza con los mocobíes. Francisco /14 Barreda, jefe del ejército, afirmaba una y otra vez por su experiencia en Santiago que si todos los demás abipones fueran muertos y solo sobrevivieran dos, estos se dedicarían del mismo modo a devastar la Paracuaria, de modo que unos diez abipones bastarían para perturbar toda la provincia. No hubo escondrijo que no penetraran como las Furias; no consideraron impenetrable ningún lugar, por encerrado que estuviera por todas partes por accidentes de la naturaleza. Los anchísimos ríos Paraná, y Paraguay que se unen en una sola desembocadura, eran cruzados a nado por ellos cuantas veces les placía, charlando alegremente. Las empinadas rocas eran recorridas a caballo tanto para ascender como – y eso era, lo más terrible de ver – para descender, cuando atacaban las regiones limítrofes de Córdoba o Santiago. ¡Ah, cuánta sangre fluyó! Cruzaron sin ningún trabajo selvas que daban horror por la cantidad de malezas y de árboles, lo mismo que lagos y pantanos resbaladizos por el cieno. Aquella inmensa planicie de ciento cincuenta leguas que se extiende entre los ríos Paraná y Salado crece como un mar cuando caen lluvias continuas; y si como suele suceder, faltan durante meses, aquella vasta región de tierra se seca de tal modo que no se encuentra ni una gotita de agua dulce ni un ave. Muchas veces yo mismo he visto una y otra cosa. Los abipones, cualquiera que fuera la situación, se llegaron hasta las poblaciones de los españoles, ya en medio del agua, ya sin ella cuando deseaban despojarlos o matarlos. Frecuentemente he experimentado, haciendo el camino tanto con soldados españoles como con abipones cuando ya pactaron amistad. Estos han cruzado a caballo, sin ninguna dificultad, lagos y lagunas profundísimas que aquellos consideraron absolutamente intransitables. Ningún abipón rehusa atravesar trescientas o más /15 leguas cuando los atrae la esperanza de abundantes ganancias o de gloria militar, de modo que no los atemoriza ni la aspereza de los caminos ni la extensión de la travesía. Si no se interpusiera un mar inmenso, ¿acaso no llegarían enloquecidos abipones a Europa por los nobilísimos caballos españoles o ingleses? Esto nosotros lo hemos pensado ciertamente y más de una vez lo hemos dicho en Paracuaria. Así como algunos pueblos del Asia veneran al cocodrilo, al mono o al dragón como animales divinos, los abipones adorarían a los caballos si practicaran el culto a los ídolos. Aparte de esto, la mayoría hace de él su principal instrumento de guerra, por cuyo uso se han tornado temibles y sumamente perjudiciales a las ciudades españolas. Los bárbaros pedestres, aún cuando están llevados por la misma animosidad contra los españoles, no tienen la misma oportunidad, pese a que usan las mismas armas tanto para atacar como para defenderse. Si son maltratados por bárbaros jinetes como los abipones, mocobíes, tobas, charrúas, malbaláes, mbayaes, guaycurúes, serranos, pampas u otros indios del sur, atribuyen la culpa al hecho de poseer caballos de Paracuaria. Los indios aprendieron a usar los caballos de los españoles, en contra de ellos, como las armas más rápidas. Los jinetes españoles vencieron antiguamente a gran parte de los indios; hoy son vencidos no raramente por jinetes indios. Pero ya expondré en detalle los estragos acarreados a las distintas partes de la provincia.

 

Capítulo III

CUANTAS CRUELDADES SOPORTARIAN LAS CIUDADES DE SANTA FE Y ASUNCION

 

Los abipones, ya sean solos o asociados con loe mocobíes /16 oprimieron con diarias incursiones a la ciudad de Santa Fe porque la tenían más cerca, cuando no a otras ciudades que estaban más distantes. Mataron a la mayoría de los vecinos y a no pocos los llevaron cautivos. Muchos emigraron a sitios más seguros con sus familias, temiendo otro ataque peor. En aquellos lugares, a veces, quedaban objetos o ruinas como testimonio de las ciudades que en otro tiempo existieran. Los campos de San Antonio, como otros muchos, fueron destruidos. Innumerables ganados de todo tipo fueron sustraídos a sus dueños y a los guardias a quienes asesinaban o [dejaban] dispersados. Del mismo modo, fueron robados los carros de los mercaderes.

La posibilidad de negociar, única fuente de ganancia allí, fue destrozada de un golpe y los comerciantes comenzaron a empobrecerse ante la absoluta carencia de recursos. Todos los caminos estaban infestados día y noche por grupos de bárbaros, de modo tal que nadie podía salir de sus casas ni llegar seguro a la ciudad. Y aun dentro de la misma ciudad debía temerse. A diario, se ven por las calles grupos ecuestres de abipones y mocobíes; la misma plaza era a veces, escenario de sangrientos encuentros. Cuídate de atribuir esto a la valentía de los indios. Unos pocos de ellos son temidos por muchos; pero también la mayoría de los naturales temen a uno solo cuando los amenaza con un fusil. Todas las /17 ciudades de Paracuaria carecen de muros, puertas, fosos y setos; y están expuestas, por todas partes, tanto a los que llegan como a los que atacan, tal como ya dije en las primeras hojas de mi historia. Y no hay que asombrarse, al saber que los bárbaros confiados en la pericia de sus caballos, se hayan burlado a su antojo. En el año 1750 un conocido español debía ir desde Córdoba hasta Santa Fe y me detuvo a las puertas de nuestro templo: "¡Ah, Padre!", – me decía lamentándose –, "a qué estado llegaremos no antes de muchos años". Se le había garantizado que alguno de nosotros lo llevaría al templo armado con fusil. De tal modo no se podía transitar por las calles sin correr peligro, ante los diarios asaltos de los bárbaros

El 10 de abril de 1754, una noble matrona de edad avanzada me había dicho entre gemidos, cierta vez que la visitaba en la misma ciudad: "¡Cuántos beneficios y cuántas gracias os debemos, Padres mío! Dominasteis a estos pueblos tan feroces que durante tantos años no nos dejaron ni respirar (yo vivía por entonces entre los abipones y un compañero mío entre los mocobíes). Recuerdo, – continuaba la misma matrona – que apenas pasaba una semana en esta ciudad sin que hubiera una matanza.

Una piadosa procesión de suplicantes y de portadores de cruces avanzaba en larga fila por las calles cada vez que los bárbaros llegaban cargados de lanzas que disparaban como un rayo; y por lo general se retiraban con las manos ensangrentadas. Aun lloro a un hermano mío alemán cruelmente asesinado mientras arreglaba el altar en la plaza delante del templo, según una antigua costumbre. Esta era entonces la situación. "A Vds. debemos la seguridad y tranquilidad de que hoy gozamos, por cuanto habéis aplacado a los abipones y reducido a los mocobíes a la civilización". Estas fueron sus palabras. Y no otro fue el sentir de toda la ciudad, pues sus habitantes, tanto los nobles como el pueblo, todos a una /18 nos veneraban como sus liberadores y protectores porque nos habíamos entregado a enseñar a aquellos bárbaros; y nos siguieron con toda benevolencia y beneplácito, porque siempre tenían ante sus ojos la tristísima imagen de las antiguas destrucciones.

No faltaron en aquella ciudad varones intrépidos que repelieron valientemente la fuerza con la fuerza; pero los que no poseían buenos vigías y armas, así como espíritu de lucha, no tuvieron época de paz, ni de tregua, debido a la actitud implacable de los bárbaros. El gobernador de Buenos Aires, envió a un grupo de soldados a la ciudad extenuada; pero éstos, en vez de ser útiles a los españoles, provocaron risa a los abipones cuando en el campo de batalla pelearon como contra el viento. Pero por fin, inclinándose favorablemente los acontecimientos, llegó a la ciudad con el título de gobernador el eximio Echagüe, que reprimió la audacia de los bárbaros. Imitando tanto al prudente Fabio como al astuto Aníbal, supo que el exaltado ánimo de los abipones se suavizaba con regalos, se atemorizaban con las armas y que se frenaban con expediciones numerosas. Pudo respirarse un poco; pero esta tranquilidad duró tanto como su vida, ya que a ella se debía.

A su muerte, sus sucesores tuvieron distinta suerte; y los indios repitieron sus antiguos latrocinios o prometían la paz con el fin de lanzarse con toda su fuerza, contra los españoles corrompidos de otras ciudades; y quitando botines a éstos, permutaban en la ciudad amiga de Santa Fe cuchillos, espadas, lanzas, hachas, bolas de vidrio o ropas. Esta fue la astucia que luego los bárbaros usarían con el resto de la provincia en vez de emplear la fuerza: cultivar diligentemente la paz con una ciudad donde pudieran comprar los utensilios necesarios para la guerra y luego ponerlos en /19 venta. Hubo una amarguísima queja de los cordobeses, correntinos, paraguayos y santiagueños de que la ciudad de Santa Fe se había convertido en refugio de los bárbaros ladrones y en su emporio; en donde éstos compraban el hierro que usarían para asesinarlos. Acerca de este tráfico de los indios yo he escuchado opinar a personas entendidas, muchas cosas que provocaban risa y otras más que, causaban verdadera indignación. Pero escucha una sola: un abipón entró en la ciudad de Santa Fe, en tiempo de paz, llevando en un caballo un saco de cuero, (que los españoles llaman zurrón), lleno de dos mil escudos españoles. Algún señor español que pasaba por casualidad por la calle sabiendo qué se escondía en aquel saco ofreció al indio la capa roja con que se cubría; el indio, muy contento por el cambio propuesto entregó todo el peso de la plata que un poco antes había robado, con sus compañeros, de unos carros cargados con plata peruana.

Este hecho, me lo contó un oficial del ejército muy digno de fe. Una vez que se logró reunir parte de los mocobíes, y tobas y casi todos los abipones en las distintas misiones que fundamos, llegó por fin, la paz para sus habitantes; pero esta seguridad no estaba libre de todo peligro para sus campos. Pues los bárbaros de estos pueblos, hastiados de la paz, algunas veces acechaban las tropas de caballos, quizás movidos más por la costumbre de destruir que por deseo de hacer guerra. Para reprimir a estos ladrones, se mantuvo con el erario público una centuria de jinetes españoles (que se llamaban los blandengues), dirigida por el distinguido oficial Miguel Ziburro; y no fue de poca utilidad. Pero alejados los ladrones, como cuando se descuidaba el buen Homero, los predios fueron asolados por grupos de fugitivos. En el lugar llamado Añapiré, se les concedió a estos jinetes una zona para que vigilaran los límites y cuidaran los caminos realizando frecuentes recorridas. Tres lugares habían sido en otro /20 tiempo los principales escondites de estos bárbaros: La Cruz Alta, el Pozo Redondo y el Campo de Santo Tomé. Este es el trayecto que va desde el río Salado hasta la ciudad; allí está el camino real con sus carros de mercaderes. También los campos que miran al Chaco peligraban. La extensísima provincia de Asunción, que el pueblo llama el Paraguay, aunque abunda en ciudades muy combativas también fue hostigada más de lo que podría creerse por las armas de los abipones y mocobíes. ¿Quién podría enumerar las matanzas de hombres, los saqueos de caballos y mulas, los incendios de campos, las devastaciones de predios y la cautividad de los débiles? No sólo en las costas del Paraguay, sino también en lugares muy apartados del río producían tantos y tan grandes estragos impunemente y por doquier, sobre todo en los campos cercanos al río Tebicuarí. No te admires, por favor, de que un grupo de bárbaros haya asaltado audazmente, a los en otro tiempo, vencedores españoles. Asaltan zonas donde saben que no encontrarán resistencia y lugares explorados por sus espías o desprevenidos contra sus asechanzas. Esta región de Paracuaria es más extensa que otras; pero se ve más desamparada por el número de sus colonos. Cuenta con tantos soldados como hombres; pero esparcidos por los campos, separados por muchas leguas, ocupados la mayor parte del año en remotísimas selvas donde preparan la yerba paraguaya, en el río, o cuidando las provisiones de la provincia.

Dirías, en verdad, que estas atalayas fueron construidas junto a la margen oriental del río Paraguay, con estacas, paja y barro, más para observar los movimientos de los indios que para cuidar las fortificaciones. Yo mismo visité algunas de éstas con el gobernador real don José Martínez Fontes; y tanto me reí de su miseria como compadecí con toda el alma la pobreza de estas defensas. Unos pocos que montan /21 guardia en atalayas, soldados solo de nombre, anuncian la presencia del enemigo al verlo desde lejos con un golpe de arma de fuego. Este es un aviso a los puestos de vigilancia vecinos para que adviertan el peligro y para que el gobernador mande los auxilios convenientes (pues el sonido repetido en los distintos puestos se propaga hasta la ciudad), prometa una milicia, y confluyan hombres armados en cuanto existiera sospecha de enemigos. Pero, mientras se reúnen los caballos que siempre andan sueltos por el campo, y se los prepara, mientras se reúnen unos pocos soldados con armas, y se espera la llegada de alguien que los dirija, ¡Cuántas horas pasan! Entretanto los bárbaros ya han tenido tiempo de perpetrar su matanza, de saquear los campos, de incendiar la zona y de escapar con la misma rapidez con que han venido. Porque si entre los españoles que han logrado llegar se consigue formar una tropa, más suelen alegrarse al encontrar al enemigo disperso que tener que perseguirlo. Figurémonos que los bárbaros que se retiran están allí, a la vista, no muy lejos; los jefes de Paracuaria raramente probarán suerte en la guerra a menos que vean que son más numerosos que los indios; ya que serán deshonrados por las esposas y acaso apedreados si algún marido muriera en la lucha; siempre se lamentaban que el pueblo atribuyera a los jefes cualquier suceso adverso que sobreviniera. A veces, los soldados españoles gritaban y querían lanzarse en persecución de los bárbaros que huían; pero los jefes reprimían su ardor militar, aún conminándolos con la pena de muerte, si alguien atacaba al enemigo fugitivo u osaba perseguirlo. No siempre debe culparse a los jefes que repriman este entusiasmo de los soldados, pues, sabiamente, dice Tácito en sus Historias, 3: Militibus cupidinem pugnandi convenire; duces providendo, consultando, cunctatione saepius, quam /22 temeritate prodesse. (1). Y Livio, 21: Saepe contemptus hostis cruentum certemen edidit, et inclyti populi, Regesque perlevi momento victi sunt (2). El recuerdo de cruentas muertes ha vuelto muy cautos a los paracuarios, y casi diría temerosos. Pasando por alto otros casos, diré que en el campo que llaman la Angostura, por sus angostos ríos, lucharon sesenta paracuarios con abipones, o con mocobíes, no lo sé o tal vez con ambos; y cincuenta y nueve de ellos murieron; el único sobreviviente que se salvó, pero con varias heridas, llegó, gracias a la rapidez de su caballo, a la ciudad de Asunción donde relató la tragedia como testigo y nuncio de la misma. Yo considero que los paracuarios son siempre valientes; pero están mal armados y oprimidos por las constantes asechanzas.

A veces, en otras ocasiones, la victoria les fue propicia; y los abipones, que habían venido al campo paracuario para llevar a sus casas las cabezas de los españoles, las perdieron. El jefe de los abipones Yaucanigas, el célebre Nachiralarin (que ya recordé más arriba), durante mucho tiempo funesto para las misiones paracuarias, murió, con un grupo de compañeros suyos, rodeado por un ejército en una selva junto a las márgenes del Tebicuarí, donde se había refugiado. Yo conocí a Fulgencio de Yegros que dirigió esta expedición y a algunos soldados que tomaron parte en la misma. La muerte de Nachiralarin, parecía digna de un triunfo porque había sido más dañino que otros cien. A veces los abipones fueron castigados duramente por los paracuarios que los perseguían porque se veían impedidos por los caballos y cautivos que habían robado, y se retrasaban al cruzar los ríos. Estas continuas muertes que redundaban en gloria, eran de muy poca utilidad para los colonos, pues los bárbaros, deseosos de venganza, como es su costumbre, devolvían otras muertes por esas muertes de los suyos imitando a las moscas. Estas son fácilmente espantadas con la mano cuando se posan en el rostro; pero enseguida vuelven al mismo lugar de donde se las espantó; y se posan una y otra vez por más /23 que se las ahuyente. Lo que siempre me pareció prodigioso es que la provincia de Asunción no pereciera con todos los años que fue azotada por tan violentos enemigos. Por aquí siempre debió temerse la vecindad de los feroces guaycurúes y mbayás; por allá los cotidianos ataques de los abipones, mocobíes y tobas que dieron a las ciudades circundantes, gran trabajo y peligro. Agrega a éstos, los piratas payaguás, más peligrosos durante la paz, que en la guerra. Y callo lo referente a los bárbaros silvícolas que llaman monteses, montaraces, o en lengua guaraní, caayguás, que aunque no siempre hostiles, siempre fueron muy saqueadores y dignos de poca fe para los españoles paracuarios que se dedicaban a recolectar la yerba en selvas muy distantes de la ciudad, como en Carema, en Curiy, en Monday o en las costas del Acaray, que están fácilmente a doscientas leguas de Asunción. ¡Ah! ¡Cuántos pueblos amenazarían a las colonias paracuarias! Los paracuarios fueron mayores que Hércules porque debieron igualarse a tales enemigos.

 

Capítulo IV

CUAN DAÑINOS RESULTARON LOS ABIPONES /24 PARA LAS MISIONES GUARANIES

 

Parecería que los abipones no habían realizado absolutamente nada si no se consagraban con todo su ánimo a derribar les misiones guaraníes. Los movía un odio implacable contra éstos porque habían abrazado la religión y no sólo prestaron obediencia al rey católico como súbditos, sino que se habían prestado como soldados en los campamentos cuantas veces fueron llamados por el Gobernador real. Los bárbaros los consideraron sus enemigos porque no se aliaron con ningún otro pueblo por su inquebrantable fe en los españoles. No habían podido ser movidos por ruegos ni por amenazas a que se prestaran a una impía conjuración de los demás pueblos para matar o expulsar a los españoles de toda la Paracuaria. Y además de no prestarles oídos ni ayuda, como consideraban peligrosos los pensamientos de los sediciosos, desbarataron con sus armas a los rebeldes enemigos de los españoles. Relee lo que escribí en el tomo I sobre Arecayá. Nunca en ningún momento se borró de sus ánimos esta propensión de los guaraníes hacia los españoles. Los abipones y sus aliados siempre pensaron que debían ser atacados con todas sus fuerzas. Las fundaciones de los guaraníes y sus vastísimos predios adyacentes a las costas del Paraná y del Paraguay sufrieron durante muchos años por el furor y la cotidiana rapacidad de los enemigos. Indios cruelmente muertos, ganados de todo tipo robados, adolescentes capturados. Muchos quemados en /25 sus chozas donde se encerraban por temor. La misión de San Ignacio Guazú, floreciente en otro tiempo por su antigüedad, por la cantidad de habitantes y de ganados, por la elegancia de su templo, perdió mucho de su esplendor y poco faltó para que fuera destruida. En efecto: este es un lugar fácil para las asechanzas de los bárbaros pues cubierto por selvas, no eran sentidos a la distancia y amenazaban tanto al campo como a la población. Casi no pasaba un mes sin muertes ni latrocinios. Es increíble cuánto amenazaron al pueblo y al ganado. Desvelados día y noche, nadie se sentía seguro. La habilidad y la audacia de los abipones burlaron toda vigilancia, toda industria de los habitantes. Un día festivo en que el pueblo se encontraba en el templo celebrando los oficios religiosos, una larga fila de bárbaros irrumpió en la plaza. Los pobladores, pensando que debían pelear por el altar, arrojaron a los agresores cuantas flechas encontraron a mano. Se peleó sobre todo por la virtud del cristiano. Los principales de la misión, más de trescientos ancianos y otros muchos del pueblo que habían peleado en otros lugares duramente contra los bárbaros, murieron en el mismo lugar casi a las puertas del templo. No pocos abipones murieron o fueron heridos. Un español cautivo de los guaraníes que creció luego como cautivo de los abipones se ofreció como otras veces para guía de esta expedición. ¡Ah! lo que yo he afirmado: los cristianos cautivos de los bárbaros son más perniciosos, que los mismos bárbaros. Francisco María Rasponi, sacerdote de nuestra Compañía y Párroco de la misión, apenas pudo salir del templo con las vestiduras sagradas, ¿con qué ánimo habrá contemplado los montones de cadáveres, las calles espumantes de sangre? ¿Quién podría explicar con palabras tales cosas? El mismo óptimo varón /26 me contó lo sucedido con tantas palabras como lágrimas, hecho que en seguida se divulgó por toda Paracuaria. Esta cruentísima lucha levantó los ánimos de los abipones y deprimió y postró los de los guaraníes. Rápidamente se repitieron las muertes de indios y los robos de ganado con mayor audacia y frecuencia en el predio y las adyacencias de la misión. Los ladrones tomaron en un día cuatro mil vacas y gran cantidad de caballos. Y no se te ocurra atribuirlo a la pereza o inercia de los Padres que regían la fundación. Nada omitieron de lo que parecía servir para la seguridad de los suyos. Cerraron las entradas y las defendieron con estacadas, colocando guardias provistos de fusiles. Cada día enviaron vigías a los caminos. Colocaron espías en lugares sospechosos. Pero todo esto, ¿para qué? Los que habían mandado para vigilar o espiar, tenían su modalidad; consideraron que todo estaba seguro cuando a lo mejor había un peligro muy cercano. Namaraichene: "estaremos seguros", decían, y se dormían cuando los apuraba el sueño. Y muchas veces sucedió que mientras deberían estar velando por la pública seguridad, los abipones los degollaron.

En la vecina misión de San Joaquín que contaba con cinco mil habitantes, el mismo día de la Inmaculada Concepción de la Virgen, llegaron los abipones, mientras el pueblo se hallaba reunido escuchando el sermón del sacerdote y a los que encontraron descansando en sus casas los llevaron en cautividad o los mataron; y robaron de un solo golpe varias centurias de caballos. Como se repitieran incursiones de este tipo /27 cruentísimas a la misma vista de la fundación, pasaron muy pocos días sin temores y rumores. Casi lo mismo sucedió durante muchos años a la populísima misión de Nuestra Señora de la Fe. El párroco de aquel lugar, Juan Bautista Marquiseti, la rodeó de fosos para detener a los bárbaros jinetes y compró muchos fusiles. Por un tiempo todo fue apaciguado; desde la misma fundación fueron enviados cuarenta indios soldados y casi otros tantos desde la de Santa Rosa para custodiar los predios; pero el cinco de febrero fueron muertos, salvándose unos pocos por la velocidad de sus caballos; por los cuales se supo que habían peleado durante un rato, pero que finalmente fueron oprimidos por la superioridad numérica de los bárbaros. En este día, ¡Ah, cuántos caballos y mulas arrebatados de ambos predios! Unos cuantos miles. Cierta vez los guaraníes transportaban en muchos carros de un español yerba paraguaya hasta las costas del Paraná; les habían puesto como defensor y moderador a un español nada perezoso armado con siete fusiles excelentes. Pero, rodeado por una turba de abipones que se le presentó, no pudo tomar los fusiles y fue muerto con casi todos los indios; fueron robadas también dos tropas de caballos y de vacas. Se encontraron en el campo cincuenta cadáveres. Me parece recordar estos incidentes como si hubieran sucedido hace poco, por cuanto yo he estado allí. Sería infinito si refiriera detalladamente todo lo que los guaraníes debieron tolerar por espacio de tantos años. El recuerdo de estos hechos cada vez que había una acción con los abipones les hacía pensar no tanto en llevar la muerte como en soportarla. El mismo temor de los guaraníes estimulaba la audacia, de los abipones para robar y tanta confianza /28 tenían en la victoria que, cuando se los llamaba a la guerra, preguntaban como los espartanos no cuántos guaraníes eran sino dónde estaban.

En vista del temor de los guaraníes y para seguridad de aquellas misiones, fueron conducidos algunos soldados españoles por consejo del Gobernador para que recorrieran los caminos, observaran los movimientos de los bárbaros y avisaran a los pobladores de la llegada de aquéllos. Pero la sagacidad de los abipones fue muy superior a la vigilancia de los jinetes españoles. Con la misma frecuencia, aunque con mayor astucia, repitieron sus ataques. Y como estos auxilios ofrecían poca utilidad y mucha incomodidad, ya que debían ser mantenidos con grandes erogaciones, se les permitió volver a sus casas. Parecía que los guaraníes no hallarían remedio a tan inveterados males, que no tendrían ayuda posible; deberían soportar la calamidad contra, la cual parecía no haber industria eficaz. Sin embargo, los bárbaros no siempre se fueron impunes después de sus desastres; no raramente pagaron con sus muertes las muertes ajenas. A veces, mientras preparaban el ataque fueron descubiertos y derrotados. Otras veces, perseguidos por los guaraníes, fueron alcanzados, pagaron sus males y les quitaron de las manos el botín. Oportunamente recuerdo al abipón Lamelraikin, que yo conocí. Era un hombre de la peor índole y más dañino que los demás; fue muerto miserablemente en los predios de San Joaquín, herido en el cuello por la flecha de un guaraní que lo perseguía, mientras huía en rapidísima carrera pegado a un carro. Con mayor frecuencia los guaraníes hubieran podido cantar el triunfo sobre los abipones si hubieran preferido vigilar antes que morir [dormir?]. Contra los bárbaros, como ya he recordado, la vigilancia es la mejor arma. Los abipones son temibles cuando se piensa que están lejos; pero no lo son cuando están cerca. Poco se atreven /29 contra los que encuentran preparados, máxime si los amenazan con fusiles; nada dejan de intentar cuando se saben temidos. Admirarás en lo que hayas ya leído, que los guaraníes en sus casas son como la liebre; pero cuando combaten en grupo en los campamentos reales, los historiadores dicen que son como leones contra los portugueses o los bárbaros. Nadie si no es demasiado ignorante, negará que es así. Cumplieron verdaderas hazañas en los campamentos reales, pero siempre dirigidos por jefes españoles. En su tierra, abandonados a sí mismos, cuando peleaban contra los bárbaros, poco podían hacer. Cada uno atacaba como podía, y así no cumplían la parte ni de un buen soldado ni de un buen jefe. Los miembros robustos sin la cabeza se debilitan. El inmortal Pedro de Cevallos, con quien combatieron muchos miles de guaraníes contra los portugueses, los ponderó en modo admirable ante Su Majestad Católica por su magnífico trabajo en los reiterados ataques a la Colonia portuguesa; y muchas otras veces otros jefes lo aprobaron también. Gómez Frepre de Andrada, gobernador portugués por muchos años del Brasil y principal gestor del traslado de las siete misiones uruguayas afirmó abierta y frecuentemente que los guaraníes serían buenos soldados si fueran dirigidos por un buen jefe y que él los tomaría a su mando si estuvieran bajo su jurisdicción. El juicio de este hombre y su testimonio son de gran peso ya que éstos guaraníes, invadiendo con sus tropas los límites uruguayos y peleando duramente por su patria le dieron mucho trabajo; y hubieran tenido éxito si hubieran logrado un oficial europeo. Pero el soldado mejor, falto del mejor jefe, falla; como la /30 nave más fuerte sin timonel no llega a puerto. La espada con la que el jefe de los epirotas mató a mil turcos, arrojada por un brazo débil apenas tocó la uña del enemigo. ¿Acaso pueden esperarse milagros de valentía de un ejército de leones que tenga por guía, a un asno o a un ciervo?

 

Capítulo V

LO REALIZADO POR LOS ABIPONES EN EL CAMPO DE CORRIENTES

 

La pequeña ciudad que los españoles llaman "de las Siete Corrientes", se recuesta en la costa oriental donde el Paraná y el Paraguay, ríos principales de la Paracuaria, se unen. Ya he anotado esto y otras cosas dignas de recordar acerca de la ciudad correntina en el libro primero. Esta se destaca por el ingenio vivaz de sus habitantes, y más por su buena conformación que por su trabajo o por la grandeza y esplendor de sus edificios; ya que éstos en su mayoría están construidos de barro y cubiertos con hojas de palmera. El Teniente de Gobernador de la ciudad y representante del gobernador del Buenos Aires, tiene en tan vasto y fértil territorio algunos pueblos de españoles y de indios sometidos a su jurisdicción. Cuenta apenas con unos trescientos colonos en condiciones de armarse, totalmente insuficientes para repeler a los bárbaros, si su destreza militar no compensara la pobreza de su número. Fueron molestados durante muchos años en el Chaco, por los abipones, mocobíes, tobas y guaycurúes que venían del Oeste, lo mismo que por los charrúas, /31 bárbaros, ecuestres, y por los payaguás, dedicados a la piratería tanto contra los navegantes como contra los habitantes de las costas. Los abipones llamados yaaukanigás habitaban en la margen opuesta del río Paraná que ellos usaban como acceso para atacar. Pues cuántas veces querían lo atravesaban a la vista misma de la ciudad, nadando tomados de la cola de sus caballos, pese a ser tan ancho. Parece increíble cuánto devastaron los campos de Corrientes con estas repetidas incursiones. Sin embargo en otro tiempo, mientras cultivaron la amistad y la paz con aquella ciudad permutaron allí el producto del botín de otras ciudades españolas por las cosas que les eran necesarias. Por esto, cuando se acercaban a comerciar, con gran frecuencia eran recibidos por los habitantes con toda liberalidad, y el mismo Teniente del Gobernador, Casafús, en el afán de afirmarse en la paz, los recibió como huéspedes. El cacique de estos abipones, Chilome, fue uno de estos huéspedes. Este, saliendo una media noche a escondidas de la casa del Teniente del Gobernador, no sé porqué motivo, dio ocasión de recelar a los españoles, siempre cautos, que creyeron que los bárbaros planeaban asechanzas y que preparaban un ataque desde la orilla opuesta, meditando una traición. El rumor se divulgó rápidamente, y salieron de todas partes, atronando con su clamoreo. Consternada y alborotada la multitud intercepta a media noche el paso del cacique con sus compañeros. Me contaron que alguien lo mató. La muerte de este cacique fue semilla de innumerables muertes y principio de cruentísimas guerras. Así muchas veces todos deben llorar por el daño de unos pocos.

Los abipones, al tener conocimiento del crimen de los españoles, clamaban por la pérfida muerte del cacique Chilome. Y se juramentaron para vengar con el hierro y con la sangre tal injuria. Y en verdad, cuánta fuerza, ira, y astucia /32 tuvieron, la emplearon en molestar a Corrientes, tomando como aliados a los mocobíes y tobas. Pocas semanas Pasaron sin muertes; sin terrores, ninguna. A diario, la ciudad abierta por todas partes al enemigo, se vio sacudida por nuevos rumores acerca de la llegada de los bárbaros. Los pobladores ya se lamentaban por sus vidas ante el temor de la muerte, sobre todo porque no sabían cómo defenderla. Las casas de barro no podían ofrecerles seguridad ni firmeza. Los templos, provistos de paredes sólidas fueron muchas veces refugio de la multitud temerosa, tal como ya recordé en otro lugar. Y cada día crecía la calamidad, porque se contaba con muy pocos guerreros, ya que la mayoría caía en las diarias luchas contra el enemigo. Los pocos soldados sobrevivientes, consternados por la muerte de sus compañeros, se desanimaban y preferían huir antes que hacer frente a los bárbaros. El campo también fue turbado y lleno de muertes; los predios y las colonias ubicadas en las costas del Paraná sintieron con frecuencia el furor y la rapacidad de los enemigos. La aldea de Santa Lucía, distante de la ciudad unas cincuenta leguas, y habitada por unos pocos y tranquilos indios, también fue pertinazmente vejada por los bárbaros.

Una vez llegó de aquella aldea un indio avisando al Teniente del Gobernador Cevallos que habían sido detectados allí rastros de los abipones. Este, sabiendo el peligro de una incursión hostil, se pone en camino sin tardanza con un grupo de jinetes. Llegado al lugar que los españoles llaman De la Laguna, recibe cartas del Párroco de Santa Lucía (que pertenecía a la Orden de San Francisco), en la que le decía que allí toda está seguro y tranquilo; por lo que comienza a preparar /33 el regreso. En ese momento llega precipitadamente, a caballo, un español que había sido cautivo de los abipones, ahora libre, y le anuncia que en la costa cercana y casi a su vista, hay un numerosísimo grupo del cacique Ychamenraikin que con sus abipones se dirigía a Córdoba para robar; que habían dejado en sus tierras a las mujeres con sus hijos sin más defensa que unos pocos viejos; que podrían atacar a este numeroso pueblo enemigo con toda seguridad y capturarlo sin ningún trabajo. Cevallos, que era muy valiente, consideró que debía tomarse con ambas manos la oportunidad de llevar a cabo fácilmente una gestión así, pese al consejo de la mayoría de sus soldados que se opusieron. Le decían que no debía dar crédito a la palabra de un cautivo tránsfuga; que la experiencia les enseñaba que este tipo de hombres debía ser temido por su venalidad; que unos pocos podían ser oprimidos en la orilla opuesta por una multitud de bárbaros que podían estar escondidos; que consideraban que de ningún modo debía ser comprada la victoria a cambio de tan grande peligro. Pero, desdeñando las consideraciones que los soldados habían tenido en la mente y en la boca, Cevallos urge la expedición y ordena que sin demora se cruce en barcas hasta la unión del Paraná con el Paraguay. A las pocas horas aquel tránsfuga que iba como guía descubre un campamento de bárbaros, formado en círculo para vigilar alrededor y a modo de trampa. Hubieras dicho que se trataba de una cacería, no de un combate; pues no con armas, sino descubiertos y con las manos debieron luchar. Las madres fueron capturadas con sus hijos, algunas fueron tomadas en la huida o despedazadas cuando hacían frente. Hubo muchos sin embargo que usando de astucia o rapidez lograron eludir las manos de los españoles, lo que /34 les resultó sumamente fácil entre los escondites de las selvas. El botín fueron las numerosas tropas de caballos y las distintas cosas que anteriormente los abipones habían robado a los españoles, como utensilios de plata. Los soldados, regresando a la ciudad con la rapidez del que huye, llevaron una turba de cautivos y llenaron a los habitantes de admiración y de una alegría indescriptible. Sería difícil establecer a ciencia exacta el número de cautivos de todo sexo y edad; yo creo que estarían cerca del centenar. La misma esposa del cacique con su hijo adolescente: Kieemke, adornaron el triunfo de los soldados ovacionados. Otro joven, Raachik, nieto de Ychamenraikin, aprovechando un momento de descuido del soldado que lo custodiaba y la rapidez de su caballo, se escapó y volvió a su patria; muchos años después, muerto el cacique, lo sucedió, tal como expuse en el capítulo XII sobre los magistrados de los abipones. Kieemke, con otros muchos, vengó por muchos años con sus robos y muertes su cautividad y la de los suyos dañando a su regreso toda la provincia hasta que se firmó la paz con los españoles. Como mientras estuvo cautivo había aprendido las lenguas españolas y guaraní, las costumbres de los españoles y sobre todo sus lugares estratégicos, nadie mejor que él cumplía con éxito la función de espía. Algunos de los cautivos fueron enviados desde Corrientes a las más alejadas fundaciones del Uruguay y del Paraná para que, perdida la esperanza de volver a los suyos, fueran iniciados entre los guaraníes cristianos en la santa religión. Yo mismo conocí a una de ellas en la fundación de los Santos Apóstoles, a su madre Mónica en la de la Concepción y a una tercera en la de Candelaria, todas muy contentas con su suerte, casadas con guaraníes, ponderadas por sus buenas costumbres y su habilidad; les hablé en abipón, lo que las llenó de gozo, aunque les reavivó el deseo de [volver a] su suelo natal, todavía turbado por continuos disturbios. /35

El éxito de esta expedición que he recordado, fue debida a su autor Cevallos, pero llenó de envidia a los suyos y le acarreó el exilio. Hostigado por los grandes odios de los ciudadanos correntinos, se vio por fin obligado a abandonar la ciudad y a partir con su familia hacia Santa Fe en una misérrima barca. La suerte siempre les es hostil a los varones fuertes. Quiero advertirte para que no te equivoques, que no hay ninguna relación de sangre ni de patria entre este Cevallos de quien hablo y el celebérrimo Pedro de Cevallos, gobernador de Buenos Aires. Después de la partida de este varón de óptimos valores los asuntos en la ciudad de Corrientes se sucedieron no gradualmente, sino en rápida carrera hacia el desastre. Al regresar el cacique Ychamenraikin de Córdoba y enterarse de que en su ausencia habían sido raptados tantas mujeres y niños, y su misma esposa con su hijo, robadas tropillas enteras de sus caballos salvándose sólo unos pocos en fuga, impotente, creía enloquecer. Movido por tan ardiente deseo de venganza., llamó para castigar el crimen español a cuantos pueblos amigos tenía en el Chaco. Apenas tomaba algunos bárbaros, corría al territorio correntino para desquitarse. Rápidamente el campo se llenó de turbas de jinetes hostiles, como de langostas. Los pobladores eran buscados y sacados a luz, desde los escondites más seguros para matarlos o capturarlos. Los predios, los campos, las ciudades, todos los caminos se llenaron por doquier de la sangre de los miserables. Muy a menudo, como ya recordé en el diario de aquel tiempo, en un día eran muertos setenta cuando no más. Llegaban a la ciudad desde el campo, carros con tantos cadáveres que a ambos lados del templo parroquial se amontonaban como si fueran leña, y cuando se los separaba no se los sepultaba a cada uno en una sepultura, sino a todos en una profunda fosa. Refiero esto por el testimonio del correntino Francisco Sosa, cuyo padre y madre fueron degollados en el mismo día por los abipones; y muchos sobrevivientes me lo confirmaron. Y como /36 difícilmente volvían de los más apartados campos porque allí morían, durante muchos días no era posible a nadie ni entrar ni salir de la ciudad sin peligro de su cabeza. Mientras los varones vigilaban día y noche, la turba de los débiles casi nunca abandonaba el templo, pidiendo suplicante el fin de tan grande calamidad y el perdón de las iras celestes. Faltos ya de provisiones, sin ninguna esperanza de liberación, flaqueaban tanto las fuerzas del cuerpo como las del alma. Y en verdad parece que el Dios clementísimo atendió por fin los llantos y los votos de los suplicantes. Pues al octavo día del asedio repentinamente llegaron en auxilio, unos soldados llenos de animosidad que más que castigarlos atemorizaron a los abipones y los hicieron volver a sus tierras del otro lado del Paraná; como en aquel mes ya maduraban los algarrobos los indios solían dedicarse a los diarios brindis en los cuales celebraban alegres las victorias logradas sobre los correntinos, y se dedicaban a deliberar acerca de futuras expediciones contra ellos.

Y en verdad, después de esta breve tregua causada por los brindis de los enemigos, los correntinos sintieron recrudecer contra sí la guerra y las asechanzas. Los pueblos, los predios y las fuerzas más apartadas sufrieron a diario por las turbas de abipones que frecuentemente los rodeaban. Uno de estos lugares era llamado el Rincón de la Luna, y por aquel tiempo se lo consideraba inaccesible a cualquier enemigo porque está circundado por lagunas y esteros tan vastos y profundos que los españoles necesitan de balsas para cruzarlos.

Los jinetes abipones, bajo la dirección de Tañerchin, cruzaron a nado aquel piélago; allí se encontraban muchos miles de animales y un número casi igual de negros esclavos para cuidarlos. Ninguno de ellos, si no se hubieran evadido /37 ocultándose de los ojos de los bárbaros se habría salvado de la muerte y esclavitud. Fueron conducidos más de veinte adolescentes; la mayoría de los más viejos, degollados; el templo despojado de sus ornamentos sagrados. La campana, como no pudieron llevarla por su gran peso, la arrojaron al agua y robaron un increíble número de caballos y de mulas. En una palabra: el predio opulento y seguro como no había otro, en el espacio de pocas horas quedó reducido a la miseria. Pues aunque se salvaron muchos miles de vacas, no hubo nadie que se atreviera a custodiarlas ni con la mejor de las pagas, tal era el temor por un posible regreso de los abipones. Los animales sin guardián y abandonados a sí mismos se diseminaron por el campo. Nadie podía ser enviado a buscar las vacas para conducirlas al mercado de la ciudad, ya que todos los caminos estaban infestados de bárbaros. La misma distancia (este predio estaba de la ciudad fácilmente unas cincuenta leguas) aumentaba el peligro y la dificultad. La misma suerte corrieron otros muchos predios de los españoles y faltos ya de carne vacuna para comer, apenas disponían de los frutos que el campo les proporcionaba; ya antes afirmé que para casi todos los paracuarios la carne de vaca es como el pan. Creciendo día a día la falta de víveres, como ya no podían soportar la vida ni aplacar la pública calamidad, la situación llegó a tal estado que resolvieron dar la espalda a la ciudad y emigrar a otro sitio adonde los llevara el río, prefiriendo el exilio antes que la muerte. Muchos años después, la esposa del Teniente del Gobernador, el catalán Nicolás Patrón, me aseguró firmísimamente una y otra vez cuando estuvo en Corrientes: que entonces todos estaban convencidos de la necesidad de emigrar cuando comprendieron que los Jesuitas estaban a punto de salir de su colegio; pero sin embargo éstos convencieron con /38 su palabra y con su ejemplo a los pobladores de que debían ofrecer a Dios los sufrimientos y confiar en su Divina Providencia.

Mientras los bárbaros despoblaban el campo correntino, no faltaron soldados ni oficiales; se repetían valientes excursiones contra ellos. Muchos movimientos y golpes les fueron dados aquí y allá. Fueron enviados día y noche quienes espiaran los caminos de los enemigos; pero hubiera sido necesario ser Argos para, descubrirlos, ya que ponían la máxima solicitud y singular destreza para no ser vistos. Fueron frecuentes los encuentros de españoles con bárbaros, siempre con suerte variada; ya vencedores, ya vencidos; las muertes tanto inferidas como recibidas por unos y otros mientras duró la guerra. El jefe Ychoalay, noble entre los abipones por su fama, fue enlazado con un lazo corredizo como el que usan para capturar caballos por un soldado en uno de estos encuentros, y hubiera sido raptado y sofocado si no se liberaba con rapidez; otros sufrieron otras cosas de los correntinos y muchas veces fueron puestos en rapidísima fuga. En verdad la causa por la que tantas incursiones diarias respondieron a los deseos de los bárbaros ladrones no está en la timidez de los españoles sino más bien en su audacia y magnanimidad; lo afirmo rotundamente; desconocieron el peligro inminente o lo desdeñaron, de modo tal que consideraron superflua para ellos la vigilancia y la rapidez, principales armas contra los abipones. Sirva como argumento esta anécdota que referiré: En un sitio expuesto a los abipones se colocó un grupo de jinetes españoles. Como les era posible observar todo a su alrededor a campo abierto, se sentaron a la sombra un rato para charlar. De pronto se presentó en medio de ellos, como un río una cantidad de abipones que les robaron impunemente en sus propias narices los caballos a los españoles, distraídos con sus fusiles /39 sin que nadie les opusiera resistencia. Si así habían atacado a los que estaban atentos y vigilantes, ¿no serían capaces de atacar, matar y despojar a quienes tan seguros de sí estaban?

Por sabio consejo de los antepasados los campos de los españoles y los pueblos circundantes de indios habían sido puestos en las costas más escarpadas del Paraná; para que desde ellos, como desde atalayas, pudieran ser vistos a lo lejos los enemigos que llegaban del Chaco y avisados los pobladores más apartados acerca del peligro presente, de la necesidad de tomar las armas, o de pensar en la huida. En estos tramos el río Paraná está dividido en muchos caudales por la existencia de varias islas que ofrecen a los abipones gran oportunidad de atravesarlo, ya que pueden ir nadando de isla en isla. Así, para contener los súbditos ataques, además de los predios de los españoles, fueron fundadas en otro tiempo a orillas del Paraná con intervalo de algunas leguas cuatro pequeñas reducciones litoraleñas de indios regenteadas por los sacerdotes de la orden de San Francisco: Santa Lucía, Santiago Sánchez, Ohomá e Itatí. Como los abipones vieron que estos pueblos les resultaba un obstáculo para los caminos clandestinos que solían tomar para penetrar en los lugares más interiores de la provincia, dedicaron todo su espíritu a derribarlas. Nada dejaron de intentar. La aldea de Santiago Sánchez pronto desapareció; pues cierta vez que los varones más robustos habían salido a cortar cañas, mientras las mujeres, los niños y los ancianos prestaban atención al sacerdote que oficiaba [misa], repentinamente la ciudad fue colmada por los bárbaros y el mismo templo consumido en llamas. Nada sobrevivió; los sacerdotes y todos los demás [fueron] reducidos a cenizas. Todavía se ven los escombros de la aldea y del huerto. La aldea vecina de Ohomá fue vejada por constantes incursiones y para /40 que no corriera la misma suerte fueron trasladados sus habitantes a un lugar más seguro. Itatí fue en otro tiempo miserablemente maltratada por los payaguás, abipones y mocobíes; pero apaciguados por fin los enemigos, floreció nuevamente y hoy es rica por la cantidad de ganados, no así de habitantes. La reducción de Santa Lucía fue durante muchísimos años atacada del mismo modo, nunca sometida, aunque sí reducida a una increíble escasez de pobladores. Tuvo alrededor de diez familias, aumentadas por algunos guaraníes tránsfugas. Como era tan pequeña fue rodeada toda por un débil muro al cual debe su seguridad y su incolumidad, tal como me lo afirmó el mismo Párroco franciscano una vez que pasé por allí; éste usó para defensa propia y de los suyos una doble industria: en sus habitaciones puso en un lugar alto un cubículo desde el que podía ver desde lejos en la llanura a los bárbaros que llegaban; siempre tuvo pronta allí un arma de ínfimo tamaño con cuya explosión avisaba del peligro inminente a los suyos que se encontraban ocupados fuera del muro para que volvieran a sus casas, al mismo tiempo que atemorizaba a los bárbaros para que no se acercaran. ¡Ah! ¡Qué defensas con las que salvó a la ciudad hasta el presente! Una vez en la nueva misión de San Fernando algún abipón me preguntó qué camino debía seguir y le respondí que yo había pasado por Santa Lucía: "¡Ah!, me respondió el bárbaro, allí habita un Padre malo y temible que usa un tremendo fusil (él creyó que era un cañón); nuestros caballos nunca soportaron su fragor fulmíneo desde lejos cuando quisimos aproximarnos allí". Hasta aquí él; pero agrega, por ingenuo que seas: no tanto sus caballos, sino los mismos jinetes se ponían en fuga cada vez que detonaba la máquina de guerra. /41

Además de esta aldea de Santa Lucía en el límite sur del campo correntino, las ciudades y demás predios de los españoles fueron destruidas, devastadas por el enemigo y desiertas por la dispersión de sus habitantes ante nuevos temores. Cuando los abipones dejaron el litoral y las costas sin casas de cristianos, como un vasto desierto, cruzaron el Paraná por donde más les placía; y no ya tímidamente, como los ladrones, sino que, como en su suelo patrio, confiadamente cabalgaban por el campo y se los veía habitar y pasearse por allí. Los exploradores españoles que eran enviados desde la ciudad, eludidos casi siempre por los bárbaros, eran la mayoría de las veces muertos. Para defender los predios situados junto a los arroyos Sombrero, Sombrerillo, Peguahó y Riachuelo y sus vecinos, permanecía un grupo de jinetes españoles que aunque sirvieran de defensas, deducían de sus predios las vacas destinadas a alimentar a los ciudadanos. Dondequiera que fijes los pies por los campos circundantes encontrarás hasta hoy indicios de la crueldad bárbara: aquí los restos de una casa destruida, allí varias cruces clavadas en el suelo. Si preguntas a tus compañeros de viaje la razón de ellas, oirás que en tiempos pasados allí fueron sepultados los cuerpos de treinta, cuarenta o más infelices muertos por los bárbaros. Te mostrarán a veces el campo, con la sangre de los españoles que fueron derrotados en la lucha y profanados sus cadáveres. Muchas veces me horroricé cuando me contaron estas tragedias en el camino. A veces nuestros ojos encontraban en tan vasto desierto los frutos del limonero o varias clases de higas y mis compañeros me decían: "¡Ah! aquí hubo un huerto, aquí un predio destruido por los bárbaros" /42

A las públicas calamidades en la ciudad se añadía otro tipo de miseria: la falta de madera. La margen oriental del Paraná en la que asienta la ciudad no carece del todo de árboles aptos para la leña; pero nunca crecen allí los que ofrecen madera útil para la fabricación de casas, carros o embarcaciones. Pero la margen occidental abunda en ellos. Desde la misma ciudad se ven selvas densísimas en la costa opuesta, semillero de todas las clases de los árboles más nobles donde el artesano puede elegir cualquier madera; pero aquella tierra de los abipones yaaukanigás no podía ser tocado por los pies del español sin peligro de su cabeza. Escucha una experiencia: mientras hervía la guerra, el Padre José Gaete de nuestra Compañía se ocupaba de los asuntos domésticos; consideró que necesitaba una tabla muy larga y dura para apuntalar la casa que ya amenazaba con desmoronarse; las selvas de la orilla enemiga se la ofrecía. Para buscarla dispuso una nave no sólo con negros sino con soldados provistos de fusiles, como defensa de los negros y él mismo se agregó como acompañante. A pocos pasos de la costa estaba el árbol apropiado y ordenó que lo derribaran. [no existe marcador de pág. /43] Pero en cuanto se dieron los primeros golpes de hacha al tronco, resonó el estrépito de los abipones que acudían del campo vecino. Los negros, y mezclados con ellos los soldados, sin esperar la llegada de los enemigos ni la orden del Padre, abandonando las hachas, las ropas y la comida, apresuraron la huida hasta la nave; se olvidaron de la tabla que buscaban, acercándose a la orilla con toda la fuerza de los remos y huyendo de las crueles tierras y del litoral avaro. Se contaba como un beneficio salvar la propia vida. El mismo Padre me lo contó una vez. De esto que he relatado, rápidamente puede deducirse en qué estado estaban los asuntos entre los correntinos. Los abipones los hostigaron cruel y pertinazmente tanto porque fueron sus vecinos y sobre todo, porque los odiaban. Divididos de Corrientes sólo por el Paraná, repitieron sus incursiones sin ningún trabajo, alentándolos para sus robos la proximidad del lugar, y estimulándolos a la venganza el recuerdo de las injurias que habían recibido, siempre fresco. La muerte del cacique Chilome perpetrada en la ciudad, la compañía del cacique Ychamenraikin, tantos cautivos llevados, los incitaba a la desvergonzada expoliación y así se luchó duramente durante mucho tiempo. Pedida por fin la paz por los abipones en el año 1747 y fundadas para ellos las misiones, se puso el tan deseado fin a las prolongadas calamidades. Con esto los demás bárbaros del Chaco o fueran apaciguados o refrenados; y los correntinos comenzaron por fin a gozar y a descansar. En seguida hablaremos de cuánto se nos debería a nosotros como fundadores y conservadores de estas misiones; qué gran ganancia se siguió de la vecina fundación de San Fernando que habitaron los abipones yaaukanigas.

 

Capítulo VI

SOBRE LAS EXCURSIONES DE LOS ABIPONES CONTRA LOS PUEBLOS DE SANTIAGO DEL ESTERO

 

¿Por qué los abipones no se atrevieron a atacar, desde /44 un principio a los vecinos de Santiago del Estero? La realidad parecerá poco verosímil a aquellos que conozcan la timidez de unos y la intrepidez de otros. La verdad será patente a través de los hechos que referiré. Mientras las demás ciudades de Paracuaria estaban en permanente lucha con este enemigo, la ciudad santiagueña permanecía intacta, ignorando por entonces qué eran o pudieran ser los abipones, pues éstos no llegaron a conocer el camino que los llevara a ella. Hasta que, por fin, surgieron los mismos santiagueños como maestros y conductores de ese camino. Habían frecuentado desde su patria hasta las riberas del Paraná – por entonces pobladas de abipones –, grupos de cazadores para cazar los numerosos ciervos que allí habitaban, cuyas pieles eran adquiridas a buen precio por los españoles y resultaban muy útiles para aplicarlas a las corazas militares. Estos cazadores, que ya trataban familiarmente con los abipones, abusando de su amistad, les robaron caballos que emplearon para volver a su patria.

Los bárbaros, sublevados por esta injuria y siguiendo los rastros de los ladrones, comenzaron a recorrer y conocer la provincia de Santiago primero, para luego atacarla con las armas. Este fue el origen de diaria guerra, tal como yo mismo lo supe por su teniente de gobernador Barreda, y él por medio de fuentes dignas de fe. Barreda, en cierto modo, trataba de disculpar a los agresivos abipones, porque ellos habían sido primero molestados por los santiagueños.

Antes de comenzar a exponer los mutuos estragos, me /45 parece oportuno relatar algunas características propias de la naturaleza de la región y de los habitantes. El verano, muy caluroso abarca los meses de noviembre, diciembre y enero; y el invierno sumamente frío: mayo, junio y julio. Las montañas que miran hacia el reino de Chile envían vientos fríos. El suelo, arenoso en su mayor parte, cortado aquí y allí por pequeños arbustos, no posee grandes zonas de pastoreo como el resto de Paracuaria ni es apto para la cría de ganado. Los caballos y las vacas diseminados por los bosques y matorrales se alimentan con las hojas de los árboles, como las cabras; y si la helada se lo impide, comen algunas maderas o la corteza de los árboles, tal como yo mismo lo he visto muchas veces. En verano se alimentan de la algarroba que crece en abundancia y que los engorda increíblemente. De ahí que los caballos santiagueños aventajan a los paracuarios en tamaño y fortaleza. Aunque yo opinaría que influye en hacerlos resistentes la costumbre de llevar jinetes desde que son muy jóvenes, pues en cuanto tienen un año, los potrillos son montados por los niños, por cuya razón son amansados admirablemente, y poco a poco la mayoría se acostumbra a los rudos trabajos y a recorrer largos caminos. He probado la mayoría de los caballos de Paracuaria, y me resultaban siempre más útiles los de Santiago. Allí se crían menos caballos y vacas que en otras regiones de Paracuaria, dada la estrechez de los campos y las reducidas zonas de pastoreo que existen.

Otros aspectos dignos de recordar sobre el territorio de Santiago ya fueron tratados en el primer tomo.

En todo lugar, hasta donde se extiende la gran Paracuaria he encontrado españoles valientes, intrépidos, bien /46 desarrollados, vigorosos y de gran inteligencia, ágiles para nadar y cabalgar, sobresalientes por su habilidad, para envidia de los europeos, sin embargo afirmo, por la experiencia, que los santiagueños son más aptos que cualquier otro para hacer frente a los bárbaros; y no creo que haya nadie que desmienta mi opinión. Yo había dicho al celebérrimo jefe de los correntinos y santafesinos, don Pedro de Cevallos, que ponderaba abiertamente la rapidez de estos jinetes para recorrer los campos o cruzar los ríos, que me parecía que entre todos debía preferir a los soldados santiagueños (aunque yo no los conocía personalmente). Estaba presente el Marqués de Valdelirios, entonces plenipotenciario, nacido en el Perú y muy versado en los asuntos de Paracuaria; éste dijo al gobernador que yo estaba en lo cierto: "Ya ha escuchado sus virtudes militares; y yo he hecho con ellos grandes recorridos". Ellos y los caballos que utilizan son muy sufridos para las fatigas de los caminos y se contentan sólo con la comida que encuentran al paso. Cuando deben hacer una excursión repentina contra los bárbaros deben conformarse con la poca harina que se obtiene de un tipo de maíz que ellos llaman pisingallo, que es más dulce y blanco que el común; beben miel o azúcar mezcladas con agua; con estos alimentos aplacan el hambre y la sed.

Nunca me desagradó hacer con ellos un camino, ni aún en épocas muy calurosas. Pues para refrescar el cuerpo o aplacar la sed usan la harina, antes citada. De este modo los soldados economizan tiempo y trabajo. No pierden tiempo en buscar leña o fuego para cocinar la harina; en cuanto desmontan del caballo, corren al lago o arroyo cercano, cada uno carga agua en un cuerno que lleva suspendido de una /47 cuerda, y la mezcla con esa harina, sin pérdida de tiempo; por cuya razón pueden seguir con facilidad a los bárbaros.

Los españoles cordobeses, santafesinos o bonaerenses, cada vez que hacen un recorrido por causa de los indios, suelen llevar delante de ellos cierto número de vacas y caballos para alimentarse o cambiar sus cabalgaduras durante el camino.

Mientras el soldado santiagueño prosigue su camino con el mismo caballo durante muchos días, – cuando no semanas –, éstos montan alternadamente uno u otro caballo; con lo que pierden mucho tiempo en tomarlo y prepararlo. Para poder alimentarse con carne fresca, matan cada día animales; de este modo pierden gran parte del día en secar la carne, asarla, comerla y buscar leña para alimentar el fuego. De manera que no es de admirar que los bárbaros teman a los santiagueños por su rapidez, mientras que siguiendo su huida con el botín en carrera ininterrumpida, eludan y se burlen de los españoles que los siguen muy lentamente.

Además, había españoles que prendían fuego en los caminos, lo que era peligroso, ya que el humo los delataba a los indios, muy atentas a todos sus movimientos; y les permitía vencerlos con insidias. Si se les acababa la harina, para no interrumpir la marcha, los santiagueños sabían encontrar alimento en el campo. Cazan cada día los animales que persiguen con sus rápidos caballos. Verás a muy pocos provistos de fusiles, pero sí con las mejores lanzas, que suelen resultar a la mayoría de los bárbaros más mortíferas que los fusiles. Poco importa que el soldado posea gran número de armas; es preferible que las lleve buenas y que las sepa usar bien.

Escucha otra prerrogativa de éstos: es su increíble sagacidad para investigar cualquier cosa. De la nota más leve, /48 del vestigio más insignificante que encuentren, deducen e indagan las demás. No hay nadie con mejor vista que ellos para buscar los escondrijos de los bárbaros, para descubrir al animal o al hombre fugitivos, para encontrar las cosas escondidas o perdidas. De modo que por chanza, se llaman magos o Antonios Patavini, porque aventajan a todos en el arte admirable de imitar las cosas más increíbles, de modo tal que aún hasta ahora el vulgo cree superior a las fuerzas humanas, todo lo que exceda su poder de captación. He visto no pocas cosas de este tipo, y debí obligarme a dar crédito a mis ojos.

Tanta ciencia para rastrear las cosas les sirvió a ellos – en tiempo de guerra –, tanto para descubrir a los bárbaros como para atemorizarlos y superarlos. En efecto, el descubrir a los enemigos cuando están escondidos o en acecho es en América el principio cierto, cuando no la mitad de la victoria. El que ataca, es la mayoría de las veces el vencedor y el agredido, el vencido. Lo que tengo como hecho experimentado y seguro, es que los jinetes santiagueños, – debido a su rapidez y singular pericia para descubrir las cosas – son temidos por el abipón más que ningún enemigo; de modo que raramente son atacados.

La misma Santiago, aunque rodeada por todas partes de poblados menores, no sintió nunca ni los peligros ni las incomodidades de los abipones. Toda la vecindad gozó de la misma libertad. Pues la serie de viviendas que la rodeaba cerró todas las entradas como si fueran pequeñas fortalezas, y la volvió peligrosa para los bárbaros.

La violencia de la guerra parecía volcarse durante muchos años sobre la zona cercana a Córdoba, por donde corre el Río Salado. El paso hasta esa zona es fácil desde el Chaco. Los límites de estas provincias están más abiertos, por todas partes, a las incursiones de aquellos pueblos. Los abipones siempre recorrieron estos límites, como los ladrones. Muchos /49 fueron muertos en el campo, no pocos en las propias casas; unos capturados, otros despojados de sus fortunas y ganados. Mopa, Salabina, antiguos poblados de indios, y los lugares vecinos. ¡Cuánto debieron soportar! Muchos fueron asesinados en el campo de Manumo, entonces del oficial Herrera, en el mismo día. En ese mismo lugar yo hice noche una vez. Muertos los varones que la acompañaban, una mujer mulata, que con justicia podrías considerarla entre las Amazonas, quitándole la espada a un abipón, lo mató; aunque enseguida fue muerta por otros.

Por aquel entonces la ruta de los mercaderes santiagueños desde Santa Fe estaba llena de peligros. Los caminos daban espanto con los cadáveres de españoles. Expondré algunos hechos verosímiles, sin conservar el orden cronológico en que sucedieron. Miguel de Luna, de familia honorable, digno de admiración tanto por su armonía física como espiritual, poseedor del título de maestre de campo, acompañaba desde la región de Santa Fe una larga caravana de caballos y vacas que había comprado. Fue atacado en pleno campo, al mediodía, cuando estaba echado bajo la sombra de un árbol, por un numeroso grupo de mocobíes y abipones. Espantados los caballos, unos se ocupaban en perseguir a los españoles que andaban a pie, otros a perseguir o matar a los jinetes.

Al primer ataque algunos españoles fueron muertos por las lanzas bárbaras. Los demás, se pusieron a salvo gracias a la rapidez de sus caballos, dejando en prenda al enemigo numerosas cabezas de ganado. Un cierto Tinko, célebre por su singular conocimiento de los caminos y de las huellas, antes de darse a la fuga, tomó con ambas manos a su señor Miguel que estaba a pie, y lo puso como una manta sobre el lomo de su caballo disparando con tal rapidez, que no le daba tiempo a montarse bien. Una turba de bárbaros amenazaba al que huía con el jefe, con la intención de herirlo con las lanzas. Pero ninguno de ellos se atrevió a acercarse por temor al /50 fusil que colgaba de una correa a la espalda de Miguel, todavía tendido, y que tocaba la panza del caballo; aunque aquél fusil era tal, que ni el mismo Dios podría sacar de él ni una chispa ni at