tres relatos, por josÉ bianco

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Bianco Tres relatos José 35 BIBLIOTECA DIGITAL DE AQUILES JULIÁN [email protected]

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Tres relatos magistrales de José Bianco, autor argentino admirado por Jorge Luis Borges. Fue jefe de redacción de SUR y también laboró en EUDEBA, la editorial de la Universidad de Buenos Aires.

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BIBLIOTECA DIGITAL DE AQUILES JULIAN 35 – TRES RELATOS – JOSÉ BIANCO

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Bianco Tres relatos

José

35 BIBLIOTECA DIGITAL DE

AQUILES JULIÁN [email protected]

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Tres relatos

José Bianco, Argentina

Editor: Aquiles Julián, República Dominicana.

Email: [email protected]

Coeditores asociados:

Fernando Ruiz Granados México José Acosta New York, EE.UU. Pedro Camilo Santo Domingo Aníbal Rosario New York, EE.UU.

Milagros Hernández Chiliberti Venezuela Eduardo Gautreau de Windt Santo Domingo, RD Mario Alberto Manuel Vásquez Salta, Argentina

José Alejandro Peña Estados Unidos César Sánchez Beras Massachusetts, EE.UU.

Félix Villalona Santo Domingo, RD Ángela Yanet Ferreira

Primera edición: Enero 2010

Santo Domingo, República Dominicana BIBLIOTECA DIGITAL DE AQUILES JULIÁN es una colección digital gratuita que se difunde por la Internet y se dedica a

promocionar la obra narrativa de los grandes creadores, difundiéndola y fomentando nuevos lectores para ella. Los derechos de autor de cada libro pertenecen a quienes han escrito los textos publicados o sus herederos, así como a los traductores y quienes

calzan con su firma los artículos. Agradecemos la benevolencia de permitirnos reproducir estos textos para promover e interesar a un mayor número de lectores en la riqueza de la obra del autor al que homenajeamos en la edición.

Este e-libro es cortesía de:

Sol Poniente interior 144, Apto. 3-B, Altos de Arroyo Hondo III, Santo Domingo, D.N., República Dominicana. Tel. 809-565-3164 Email: [email protected]

AQUILES

Libros de Regalo

E D I T O R A D I G I T A L

Edición Digital Gratuita distribuida por Internet

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Pequeños gestos de integridad y grandeza / Aquiles Julián 4

Prólogo a Las Ratas / Jorge Luis Borges 6

Las ratas 8

Sombras suele vestir 55

El límite 80

José Bianco – el teatro del tiempo / Blas Matamoro 85

José Bianco / biografía 90

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Índice

BIBLIOTECA DIGITAL DE

AQUILES JULIÁN [email protected]

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Pequeños gestos de integridad y grandeza

Por Aquiles Julián

Un par de incidentes retratan a José Bianco. Invitado a actuar como jurado por Casa de Las Américas, la institución cubana establecida para granjearle al régimen recién establecido las oportunas relaciones públicas de los escritores, Bianco aceptó. Era por entonces jefe de redacción de Sur, la excepcional revista literaria argentina.

Victoria Ocampo, su directora, discrepó de ese viaje. Instuyó sin dudas la finalidad. Anticipó el uso político de la ingenuidad de artistas y escritores.

Hoy podemos ver claro. En aquellos tiempos el sueño, la esperanza de un rendentor mesiánico; la fantasía de una revolución social que restaurara la justicia y los derechos; el encanto mediático de los comandantes y las realidades cruentas y obtusas de América Latina, con sus tiranos medievales, su caricatura de democracia, sus matanzas, sus despojos, sus pobrezas lastimantes y desvergonzadas, sus engoladas oligarquías reacias a cualquier cambio, todo eso hacia propenso a cualquier escritor o intelectual a suscribir una posibilidad esperanzadora de régimen justo.

Bianco, que no era comunista, que se había enfrentado junto al grupo de intelectuales y artistas congregados en torno a Sur al nazismo, al fascismo, al falangismo y la peronismo, talvez en una mezcla de simpatía y curiosidad no vio gravedad en su aceptación.

Victoria Ocampo le pidió que hiciera público que su viaje era a título personal y no como funcionario de la publicación. No quería dar a entender un endoso al régimen de los Castro que ya daba muestras de su real catadura. Bianco no lo hizo. Y mientras permanecía en La Habana, Victoria Ocampo hizo publicar la aclaración.

Al regresar de Cuba, Bianco renunció. Una vieja relación iniciada en 1938 se laceró abruptamente en 1961. Pasó entonces a trabajar en la Editorial Universitaria de Buenos Aires, EUDEBA, que operaba desde el 24 de junio de 1958. Allí dirigió una colección que impactó en mi generación: “Genio y figura”.

El 28 de junio del 1966 las fuerzas armadas argentinas dan un golpe de Estado y derrocan el gobierno constitucional de Arturo Illia, el presidente que no cobró un centavo de su salario y devolvió al gobierno golpista el importe de sus sueldos no cobrados. Aquel golpe nefando reunió en un mismo concierto a la cúpula empresarial, la militar y la burocracia sindical peronista, todos emocionados declarando una “revolución espiritual” en un país cuyo crecimiento entonces era cercano al 8% anual.

El 29 de julio del 1966 la Policía Federal Argentina, intervenida por el ejército que había dado el cuartelazo el mes anterior e impuesto la dictadura presidida por el golpista Juan Carlos Onganía, irrumpió en la Universidad de Buenos Aires y desalojó a autoridades, estudiantes y graduados que se oponían a la asonada, de cinco facultades. Ese evento es

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denominado La noche de los bastones largos por las macanas empleadas por la policía argentina para golpear a catedráticos, autoridades, estudiantes y empleados, a los que hicieron pasar por una doble fila mientras los apaleaban con fiereza, luego de ser detenidos.

En aquel desafuero, que se repitió una y otra vez en distintos países latinoamericanos, se produjeron daños imperdonables: se destruyeron laboratorios, se desmantelaron equipos como Clementina, la primera computadora en América Latina, que operaba en el Instituto de Cálculo de Ciencias Exactas. 301 profesores universitarios, entre ellos más de 215 científicos emigraron huyendo de la represión y el sombrío panorama que en Argentina empeoró.

Warren Ambrose, profesor de Matemáticas norteamericano que vivió el abuso, contó al New York Times su experiencia: “… nos hicieron pasar entre una doble fila de soldados, colocados a una distancia de 10 pies entre sí, que nos pegaban con palos o culatas de rifles, y que nos pateaban rudamente, en cualquier parte del cuerpo que pudieran alcanzar. Nos mantuvieron incluso a suficiente distancia uno del otro de modo que cada soldado pudiera golpear a cada uno de nosotros. Debo agregar que los soldados pegaron tan duramente como les era posible y yo (como todos los demás) fui golpeado en la cabeza, en el cuerpo, y en donde pudieran alcanzarme. Esta humillación fue sufrida por todos nosotros -mujeres, profesores distinguidos, el decano y el vicedecano de la Facultad, auxiliares docentes y estudiantes-.”

Y de nuevo, José Bianco renunció.

Elegir los precarios territorios del desempleo con sus angustias, carencias y estrecheces, al cómodo comercio de valores y criterios, es todo un ejemplo de coherencia, de integridad y autorrespeto. Sobre todo, cuando se está asumiendo el sacrificio sin que simpaticemos con la posible causa del mismo. Sobre todo, cuando la edad la tenemos en contra. Sobre todo, cuando nos evidenciamos como discrepantes de una feroz dictadura militar que se empuercó en conductas vergonzosas.

Hubo en Argentina una represión inmisericorde, pero también los excesos, extravíos y provocaciones delirantes de grupos extremistas que hicieron el juego a los partidarios del autoritarismo militar. No se puede condenar a unos, ignorando a los otros. Y lamentablemente hubo escritores que se hicieron cómplices de esos episodios al involucrarse en acciones terroristas y justificar el uso de la fuerza para imponer sus soluciones políticas. Escritores partidarios del gorilismo cubano, la dictadura militar de los Castro, tan nefasta e impúdica como la de sus iguales, los Onganía, Videla, Pinochet y demás criminales. Estos pasaron, pero la dictadura militar cubana persiste sometiendo y vulnerando los derechos de toda una nación, de todo un pueblo, con el silencio cómplice de muchos escritores e intelectuales que le hacen coro a los gorilas cubanos.

Suerte que existen también los que son capaces de hacer esos pequeños gestos de dignidad, de decoro, de entereza. Los que rescatan valores vapuleados por los extremistas de uno y otro lado, que los cuestionan por no ser útiles para sus fines. Suerte que existió José Bianco, capaz de esta conducta proba, responsable y ética en tiempos difíciles, violentos y azarosos.

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José Bianco, Silvina Ocampo y Jorge Luis Borges

Prólogo a Las Ratas

Por Jorge Luis Borges

Referida en pocas palabras, esta novela de ingenioso argumento corre el albur de parecer un ejemplo más de esas ficciones policiales (The murder of Roger Ackroyd, The second shot, Hombre de la esquina rosada) cuyo narrador, luego de enumerar las circunstancias de un misterioso crimen, declara o insinúa en la última página que el criminal es él. Esta novela excede los límites de ese uniforme género; no ha sido

elaborada por el autor para obtener una módica sorpresa final; su tema es la prehistoria de un

crimen, las delicadas circunstancias graduales que paran en la muerte de un hombre. En las novelas policiales lo fundamental es el crimen, lo secundario la motivación psicológica; en ésta, el carácter de Heredia es lo primordial; lo subalterno, lo formal, el envenenamiento de Julio. (Algo parecido ocurre en las obras de Henry James: los caracteres son complejos; los hechos, melodramáticos e increíbles; ello se debe a que los hechos, para el autor, son hipérboles o énfasis cuyo fin es definir los caracteres. Así, en aquel relato que se titula The death of the lion, el fallecimiento del héroe y la pérdida insensata del manuscrito no son más que metáforas que declaran el desdén y la soledad. La acción resulta, en cierto modo, simbólica.) Dos admirables dificultades de James descubro en esta novela. Una, la estricta adecuación de la historia al carácter del narrador; otra, la rica y voluntaria ambigüedad. La repetida negligencia de la primera es, verbigracia, el defecto más inexplicable y más grave de nuestro Don Segundo Sombra; básteme recordar, en las veneradas páginas iniciales, a ese chico de la provincia de Buenos Aires, que prefiere no repetir «las chuscadas de uso», a quien la pesca le parece «un gesto superfluo» y que reprueba, con indignación de urbanista, «las cuarenta manzanas del pueblo, sus casas chatas, divididas monótonamente por calles trazadas a escuadra, siempre paralelas o perpendiculares entre sí...» En lo que se refiere a la ambigüedad, quiero explicar que no se trata de la mera vaguedad de los simbolistas, cuyas imprecisiones, a fuerza de eludir un significado, pueden significar cualquier cosa. Se trata —en James y en Bianco— de la premeditada omisión de una parte de la novela, omisión que permite que la interpretemos de una manera o de otra: ambas contempladas por el autor, ambas definidas.

Todo, en Las ratas, ha sido trabajado en función del múltiple argumento. Es de los pocos libros argentinos que recuerdan que hay un lector: un hombre silencioso cuya atención conviene retener, cuyas previsiones hay que frustrar, delicadamente, cuyas reacciones hay que gobernar y que presentir, cuya amistad es necesaria, cuya complicidad es preciosa. «Necesito pensar en un lector, en un hipotético lector, que se

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interese en los hechos que voy a referir» leo en el segundo capítulo. ¿Cuántos escritores de nuestro tiempo sospechan esa necesidad? ¿Cuántos, en vez de interesar al lector, no se proponen abrumarlo e intimidarlo?

El estilo manejado por Bianco para referir su trágica fábula es engañosamente tranquilo, hábilmente simple. Lo rige una continua ironía, que puede confundirse con la inocencia. En el dramático decurso de la novela, el narrador no se inmuta una sola vez. Elude los epítetos estimativos y las alarmadas interjecciones. No usurpa la función del lector; deja a su cargo el eventual horror y el escándalo. (Que yo recuerde, sólo en este párrafo que atribuye a un profesor francés, la ironía es enfática: «Bajo cierto aspecto y en cierta medida, los experimentos bioquímicos que ha hecho Julio Heredia, el joven sabio argentino, para demostrar la influencia del aluminio en las enfermedades de los huesos y del intestino, no carecen, quizá, de una relativa importancia»).

Ha primado hasta ahora en la formación de las novelas argentinas el influjo de la literatura francesa; en este libro (como en La invención de Morel, de Adolfo Bioy Casares) prima el influjo de las literaturas de idioma inglés: un rigor más severo en la construcción, una prosa menos decorativa pero más pudorosa y más límpida.

Tres géneros agotan la novela argentina contemporánea. Los héroes del primero no ignoran que a la una se almuerza, que a las cinco y media se toma el té, que a las nueve se come, que el adulterio puede ser vespertino, que la orografía de Córdoba no carece de toda relación con los veraneos, que de noche se duerme, que para trasladarse de un punto a otro hay diversos vehículos, que es dable conversar por teléfono, que en Palermo hay árboles y un estanque; el buen manejo de esa erudición les permite durar cuatrocientas páginas. (Esas novelas, que nada tienen que ver con los problemas de la atención, de la imaginación y de la memoria, se llaman —nunca sabré por qué— psicológicas.) El segundo género no difiere muchísimo del primero, salvo que el escenario es rural, que la diversas tareas de la ganadería agotan el argumento y que sus redactores son incapaces de omitir el pelo de los caballos, las piezas de un apero, la sastrería minuciosa de un poncho y los primores arquitectónicos de un corral. (Este segundo género es considerado patriótico). El tercer género goza de la predilección de los jóvenes: niega el principio de identidad, venera las mayúsculas, confunde el porvenir y el pasado, el sueño y la vigilia; no está destinado a la lectura, sino a satisfacer, tenebrosamente, las vanidades del autor... Obras como ésta de José Bianco, premeditada, interesante, legible, —insisto en esas básicas virtudes, porque son infrecuentes— prefiguran tal vez una renovación de la novelística del país, tan abatida por el melancólico influjo, por la mera verosimilitud sin invención, de los Payró y los Gálvez.

A esos tres géneros, el doctor Rodríguez Larreta ha añadido un cuarto: la novela dialogada. En el prefacio, invoca (inexplicablemente) el nombre de Shakespeare; olvida (inexplicablemente) el nombre de «Gyp».

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Las ratas

I

Nuestra casa estaba menos silenciosa que de costumbre. Algunos amigos de la familia nos visitaban todas las tardes. Mi madre se mostraba muy locuaz con ellos, y las visitas, al salir, debían de creerla un poco frívola. O pensarían: «Se ve que Julio no era su hijo».

Julio se había suicidado. Desde mi cuarto escuchaba la voz de mi madre mezclada a tantas voces extrañas. En

ocasiones, cuando yo bajaba a saludar, las visitas manifestaban estupor ante ciertos hechos no precisamente insólitos: que pudiese estrecharles la mano, responder a sus preguntas, ir al colegio, estudiar música, tener catorce años. «Ya es casi un hombre», decían los amigos de mis padres. «¡Qué grande está, qué desenvuelto! ¡Qué consuelo para el pobre Heredia!» No bien aludían a la muerte de Julio y a punto de repetir, después de esta frase, algunos sensatos lugares comunes sobre la caducidad de las cosas humanas y los designios inescrutables de la Providencia, que arrebata de nuestro lado a quienes con mayor éxito hubieran soportado la vida, esa terrible prueba, Isabel hablaba de temas ajenos al asunto, contestando con sonrisas inocentes a las miradas de turbación que provocaba su incoherencia.

Por la noche comíamos los cuatro en silencio, mis padres, Isabel y yo. Después de comer, yo acompañaba a Isabel hasta su casa. En la calle oscura, bajo el follaje indeciso de los árboles, hacía esfuerzos para adecuar mi paso al de ella, y por momentos, aguzando el oído, distinguía el ruido apenas perceptible del bastón con el cual se ayudaba para caminar. A veces, sin soltarme del brazo, Isabel se detenía bruscamente y frotaba la contera de su bastón en las manchas frescas de algún plátano, que mudaba de corteza. Eran caminatas bastante tediosas. Una noche le rogué a Isabel que intercediera ante mis padres para que no me mandaran al colegio (los cursos empezaban en el mes de abril) porque quería quedarme en casa a estudiar el piano. Otra noche, Isabel se refirió conmigo a la muerte de Julio —por primera y única vez. El hecho en sí, más que entristecerla, parecía suscitar su desconfianza, su aversión. «Es un acto que no lo representa», balbuceaba, como si Julio, al terminar voluntariamente sus días, se hubiera arrogado un privilegio inmerecido. ¿Qué había querido demostrar con matarse? ¿Que era sensible, escrupuloso, capaz de pasiones profundas? ¿Que ella estuvo siempre equivocada? Ahora, mientras escribo estas páginas y recuerdo sus palabras de esa noche, la evoco a ella —y también a Julio. Los veo formar una especie de Pietá monstruosa, y a Isabel, malhumorada, perpleja, sin saber qué hacerse del cadáver del sobrino que le han colocado en el regazo, vacilando entre arrojarlo lejos de sí o abjurar de sus convicciones.

Llegábamos a la puerta de su casa. Era una casa de altos, lóbrega, en la calle Juncal. Yo estaba deseando irme.

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—Sí, es preferible que vuelvas —me dijo Isabel—. No quiero complicaciones con tu madre.

Me besó en la frente; agregó: —Tu madre es una mujer extraordinaria. Debes ser afectuoso con ella, ayudarla en

todo lo que puedas. Por entonces no me gustaba oír hablar de mi madre. En una ocasión, al

sorprenderla a solas después de la muerte de Julio, la encontré tan abrumada y deshecha, con esa expresión de falsa dulzura que la tristeza pone en los rostros, que no pude hacer un gesto o articular una palabra de consuelo. Ya se habían ido las visitas. Mi madre, que no necesitaba observar una cortesía minuciosa, explícita, se restituía a su dolor, entraba en la normalidad. Y yo ajustaba mi conducta a la actitud de mi madre, trataba de «ser afectuoso con ella» facilitando su juego, apartándome de su camino, dirigiéndole estrictamente la palabra, con el cuidado de un actor que se esfuerza en no turbar la armonía del espectáculo y se limita a dar la réplica en el momento convenido. En ese drama de familia, me imaginaba a mí mismo como un personaje secundario a quien le han confiado funciones de director escénico. Creía ser el único en conocer realmente la pieza. Estaba en posesión de muchas circunstancias más o menos pequeñas, y de algún hecho, no tan pequeño, quizá decisivo, cuya importancia escapaba a los demás.

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II

Estas páginas serán siempre inéditas. Sin embargo, para escribirlas necesito pensar en un lector, en un hipotético lector, que se interese en los hechos que voy a relatar. Necesito tomar las cosas desde el principio.

Me llamo Delfín Heredia. En mí, como en todos los hombres, se acumulan tendencias heredadas. Por eso, al hacer en este capítulo una historia sucinta de mi familia, hablaré de otros Heredia que han nacido o muerto antes que yo, pero que aún subsisten en mí, puede decirse, bajo su forma más negativa. Hablaré de sus defectos, de mis defectos. Será una manera de condenar la raza para salvar al individuo, de librarme de unos y otros a la vez, de hacerlos morir —irrevocablemente.

El primer Heredia que llegó a la Argentina había nacido en España y era portero de San Francisco. Se sabe que el canónigo Agüero mantuvo estrechas relaciones con la Tercera Orden. Durante la tiranía se refugió en el convento, antes de huir a Montevideo, y a la caída de Rosas, cuando lo nombraron rector del colegio nacional, es posible que los franciscanos influyeran en él para que le otorgase al hijo del portero un asiento gratis en las aulas de la calle Bolívar y, más tarde, una beca en el colegio Pío Latino Americano (que los jesuitas habían fundado en Roma) donde estudiaban los jóvenes de arraigada vocación. Después de terminar el noviciado, y antes de ordenarse, los dotaban de medios suficientes para conocer el mundo. Delfín Heredia recibió, pues, esa doble cultura que importa la enseñanza jesuítica (gracias a la cual ha perdurado el humanismo en el siglo XIX) y el contacto con las ciudades europeas; mas esta esperanza del clero argentino sintió escrúpulos en la undécima hora, y regresó a su país sin haberse ordenado sacerdote.

Los franciscanos no tomaron a mal su defección. Con su ayuda, Delfín Heredia ingresó en la Facultad de Derecho, se casó, tuvo dos hijos (Isabel y mi padre) y fue siempre un buen amigo de la gente de Iglesia —especialmente de los franciscanos, sus antiguos protectores, y de los dominicos. Muchos hábitos pardos y capas negras desfilaron el día de su muerte por la casa de la calle Juncal, ante las copias de cuadros famosos que atestaban las paredes. Sin embargo, y quiero subrayar este detalle, Delfín Heredia era esencialmente un patriota, un argentino liberal, un discípulo del padre Agüero y, a través de Agüero, de Rivadavia. En los últimos años, la Suprema Corte le había permitido el otium cum dignitate: durante esa época se atribuyen a su pluma algunos de los sueltos anónimos más eficaces apoyando las iniciativas anticlericales de los gobiernos de Roca y Juárez Celman (los recursos de fuerza, la escuela laica, la ley de matrimonio civil) y poniendo en ridículo los ataques de que eran objeto en la prensa religiosa. Otra anécdota: antes de morir, cuando le administraban los santos óleos,

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Isabel tuvo que alisarle las mangas del camisón, que se le habían arrugado, para que no le vieran las insignias masónicas tatuadas en los antebrazos.

Mi abuelo dejó muchas deudas. La casa de la calle Juncal era de su hija mayor, Isabel, ya por entonces viuda de un comerciante llamado Urdániz. El hijo menor, Antonio, después de recibirse de abogado se había marchado a Europa, donde estudiaba pintura. Isabel lo instaba a regresar; consiguió, en efecto, que volviera de Francia con un baúl lleno de lienzos, cuyo mérito, si se exceptúa un autorretrato, sólo pudieron apreciar las paredes de un altillo de mi casa (porque allí quedaron siempre, colgados del revés). En Buenos Aires, siguiendo los consejos de su hermana, se casó (yo nací de ese matrimonio) y obtuvo un puesto de fiscal del crimen. Agregaré que Antonio Heredia, al volver de Europa, trajo consigo a un hijo natural. Julio tenía diez años cuando se casó mi padre.

Estas circunstancias permitirán comprender la influencia que Isabel ha ejercido en mi familia. La imagen de Isabel no es fácil de evocar. Para dar una idea de su físico necesito describir su carácter, porque si bien el rostro de las personas que conocemos está formado de expresiones sucesivas que modifican los rasgos en donde por un instante se hospedan y los convierten en vehículos de algo que está detrás de ellos, haciéndolos invisibles en razón de la misma intensidad con que se los mira, hasta que ya no percibimos el brillo de unos ojos, la curva de una nariz, el rictus de una boca, sino candor, amargura, maldad, sensualidad, inteligencia, en Isabel aparecían reducidos al extremo estos soportes materiales que nos alientan a reconstruir trabajosamente una fisonomía en la memoria. Sus ojos vigilaban desde el fondo de las órbitas, cernidas de venas azules, sobre las cuales se daba polvos de arroz; debían de ser claros, como los ojos de Julio: parecían oscuros. Es decir, los ojos eran claros, y la mirada, muy intensa, casi negra, contribuía a empalidecer un rostro de fantasma. Este fantasma le dio más de un sobresalto a su marido. El señor Urdániz, hasta el día en que murió, trató de no interponerse jamás en sus venerables correrías. No es extraño, porque en Isabel había ese natural imperio que inhibe a las personas, esa fuerza de convicción que prescinde de los hechos y las palabras. A veces, cuando se resistía intrépidamente al buen sentido, yo quedaba avergonzado de no haber sabido penetrar sus argumentos o encontrarlos falaces o superficiales. Isabel tenía siempre razón, cualesquiera que fuesen sus razones, estaba siempre en lo justo, en el fiel de la balanza, no en vano era una Heredia, y la hija de un hombre que llegó a presidir —por diecinueve días— el Tribunal Supremo. En casa de Isabel estaba el árbol genealógico de nuestra familia: cerca de la base se veía el escudo, sostenido por un Hércules. La estirpe de los Heredia, después de cubrir victoriosamente la península española, originaba descubridores y conquistadores en América; un gajo de la rama cubana, de vuelta a Europa, atravesaba los Pirineos: en él figuraba José María de Heredia; en la rama argentina, mi abuelo. Una vez yo aludí al árbol geneológico, «Tu abuelo era hijo del portero de San Francisco» me contestaron. Era verdad, pero nada podían las palabras de mi madre contra la nueva verdad que había surgido del mundo de Isabel, ese mundo afirmativo, temerario, allegado a la magia, donde las cosas parecían auténticas por el solo hecho de hallarse en él incluidas. Con las años he debido resignarme a que Los borrachos o La muerte de Adonis estuvieran en el Museo del Prado o en la Galería de los Oficios, y no en casa de Isabel, pero confieso haber destruido esas copias empecinadas e infieles (nadie las quiso

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comprar) con el orgullo de un hombre que se libera de los bienes materiales y hace del abandono de las riquezas su incalculable riqueza.

Isabel dejó muchas cartas y cuadernos —que abundan en reflexiones morales y párrafos copiados de sus lecturas. Tenía, quizá, algunas dotes de escritor (de escritor de segundo orden) y un diletantismo intelectual que la inducía a prestar momentáneamente su entusiasmo a proposiciones contradictorias. Por ejemplo, entre sus papeles, en un legajo donde ha puesto de su puño y letra Hyacinthe Loyson, encuentro el borrador de una carta muy laboriosa que le escribe al padre Jacinto.1 «No puedo admitir que su matrimonio sea cristiano —le dice Isabel al eminente apóstata—. Sólo hay matrimonio cristiano, a imagen del que vincula a Cristo con su Iglesia, cuando el hombre o la mujer no se han comprometido ante Dios por un voto solemne a no contraerlo. Usted se había comprometido, estimado amigo, y después ha traicionado su voto, ha caído en los más funestos errores de Lutero. ¡Ah, qué tristeza! La iglesia católica prescribe el celibato de sus ministros fundándose en razones tan sabias, tan indiscutibles», etcétera. En el legajo, a continuación de la carta, encuentro un recibo de la casa Coni, de la misma fecha, e infiero que Isabel pagó la nueva edición de un librito titulado Observaciones sobre el inconveniente del celibato de los clérigos (Buenos Aires, 1890), impreso por primera vez en Londres y consignado a nombre de doña Melchora Sarratea, que las autoridades eclesiásticas de 1816 no dejaron introducir en el país. ¿No es curioso que cada idea suscitara en Isabel una reivindicación simultánea de la idea opuesta, y que rindiera homenaje —por secreto que fuese, como en este caso— al mismo principio que parecía desechar? Pero así se explica que impusiera su opinión una mujer en cierto sentido tan ecuánime, pues llevaba la independencia de criterio al extremo de no compartir, en el fondo, sus propias opiniones.2 Sin embargo, yo no le hacía justicia cuando era chico y me tocaba acompañarla hasta su casa. Isabel, que padecía de insomnio por aquella época, recibía a cualquier hora de la noche: la puerta de calle quedaba entreabierta, la escalera iluminada; un portero, apostado en la cancel, ejercitaba su profesional inactividad. Había unos cuantos viejos noctámbulos, antiguos amigos del senor Urdániz, que pasaban a visitarla después de terminar sus partidas en el club. Este homenaje póstumo a Urdániz, en la persona de sus amigos, tenía la virtud de asombrar a mi madre. Muchas veces le he oído decir: «Pensar que nunca se ocupó del pobre señor cuando vivía, a no ser para mortificarlo.» Después, como dándose a sí misma la explicación, agregaba con suavidad: «Es el fruto del remordimiento.»

Mi madre quedó huérfana muy joven. Estaba interna en un colegio de monjas cuando Isabel la llevó a vivir consigo. Transcurrieron varios años. De pronto, Isabel

1 Está incluida en el volumen Du sacerdoce au maríage (Rieder, París, 1927).

2 Isabel discrepaba con el padre Jacinto a propósito de si éste había o no contraído un matrimonio cristiano, pero

nunca le negó su ayuda pecuniaria. Albert Houtin, en el segundo de los tres volúmenes de su erudita apología (Le Père Hyacinthe, réformateur catbolique. París, 1922), la menciona entre «los benefactores anónimos que sostuvieron generosamente la primera iglesia católico-galicana de París».

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empezó a contemplar un posible regreso de su hermano a Buenos Aires. Antonio, como todos los Heredia, tenía un don plástico nada común. Esas copias que había en su casa (se necesitaba conocer mucha pintura para distinguirlas de los originales) las había hecho Delfín Heredia en su juventud. Antonio había heredado el temperamento artístico de la familia. Pintaba, como hubiera podido escribir o componer música Tenía condiciones, muchas condiciones. Ahí estaba el quid, precisamente: por eso no llegaría a ser un verdadero pintor. En sus cuadros intentaba decirlo todo: cuando un artista intenta decirlo todo, acaba muy a menudo por omitir lo fundamental; no toma partido, corre el peligro de diluirse, de perderse. A su hermano le faltaban límites. Le faltaba, asimismo, esa candorosa estupidez que permite realizar una obra de arte después de concebirla. Era demasiado inteligente. Ella no quería significar que los artistas fuesen obligatoriamente estúpidos. Pero confundir afición con vocación, jugarse el porvenir a una sola carta, y a una carta mediocre... Menos mal que su hermano podía volver al país, trabajar. Ella le prestaría siempre su apoyo.

—Antes que Antonio llegase a Buenos Aires, yo estaba segura que habría de casarme con él.

Mi madre me dice estas palabras. Ahora, después de tantos años, aprovecho los raros momentos de intimidad que tengo con ella para hacerle preguntas sobre el pasado. Mi curiosidad la complace. Yo insisto:

—Debió serte penoso unirte a un hombre que apenas conocías. —En que era penoso descubría mi deber. Quizá esta certeza me la inculcaron las

monjas. Además, yo tomé el partido de Julio. En eso, tu padre se mantuvo firme. Volvió de Francia, es cierto, pero trajo a su hijo. En los primeros tiempos de casados, tu padre y yo seguimos viviendo con Isabel. A Julio lo internaron en un colegio de Ramos Mejía, lo más lejos posible de nosotros. Entre semana, cuando yo iba a visitarlo, lo sorprendía en los recreos completamente solo. Todavía no hablaba bien español, ni siquiera podía decir su propio nombre. Yo le enseñé a pronunciar la jota. Quería que lo llamaran Julio, como si fuera argentino. Los domingos, después del almuerzo, íbamos al Casino. Ocupábamos siempre los primeros asientos. El prestidigitador le sacaba a Julio palomas de la oreja o ristras de barajas. Éramos felices.

—A mí nunca me llevaste al circo. —¡Pobre Julio! —continúa mi madre—. Sé que ustedes no se parecían. Julio tenía

otros ojos, otra voz, otras aficiones. ¿Hay algo más distinto de un hombre de ciencia que un artista? Entre la biología y la música ¿existe alguna relación? Sin embargo yo las relaciono, y tu piano, por ejemplo, ese piano en que estudias con tanto encarnizamiento, a veces, sin saber por qué, me trae a la memoria la imagen de sus ratas. El parecido no es físico, no es intelectual. Coinciden en algo más profundo: en el carácter.

Yo alego que mi carácter no se parece al de Julio. —A Julio se le pudo creer egoísta —contesta mi madre— pero era abnegado,

sensible, no soportaba el dolor ajeno. Aún ahora, para hacer su elogio, estoy pensando en tus cualidades... Cuando Julio murió, me sentía culpable de su muerte. En nuestra última entrevista le dije cosas malignas, y estúpidas, inexactas. Le dije que era idéntico a Isabel.

—Déjala en paz, pobre Isabel. Mi madre no hace caso de la interrupción:

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—Después que Julio murió, me sentía culpable, sola. Por entonces Isabel me preguntó si no me molestaría que tocases nuevamente el piano. Me dijo que trabajabas en casa de Claudio Núñez, pero habías conversado con ella: ambos, de común acuerdo, habían decidido que abandonaras tus otros estudios para dedicarte a la música. Le contesté que el ruido del piano no me molestaba. Era falso; en seguida que le dije estas palabras, empecé a escuchar el silencio del piano. Por la noche, recordando las obras que tocabas entonces, me atormentaba la idea de volver a oírlas. Pero al día siguiente llegó el sonido del piano, menos agresivo de lo que yo esperaba. Tocabas ejercicios, escalas, arpegios. Y había, en el llamado del piano, un deseo manifiesto de confortarme. Tuve la sensación de que te dirigías a mí, que me decías algo muy íntimo de la única manera en que podías decírmelo. Empecé a observarte con más atención, a reparar en ese parecido con Julio de que te hablaba. Empecé a sentirme menos sola.

Mi madre se ha ido exaltando poco a poco. La encuentro envejecida, gastada. Pienso que tiene la presión arterial muy alta, pienso en su salud. Además, ha pasado mucho tiempo. Sus palabras, que en otra época me hubieran hecho feliz, llegan demasiado tarde. Mi madre insiste en que estos recuerdos han perdido sobre ella todo poder nocivo, quiere seguir hablando. Pero yo la obligo a callar.

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III

La mujer que descubría un consuelo en mis tediosos ejercicios musicales se ha convertido, por obra de los años, en esta anciana de cabellos grises, encorvada y feliz. Ahora, en la ternura que siento por mi madre entra una buena dosis de piedad; tanta o más piedad que en esos tiempos ya lejanos, cuando el dolor, al comunicarle cierta espléndida rigidez, parecía avivar en su semblante el último brillo de la juventud. Pienso en la muerte de Julio. Es verdad que Julio, antes de morir, era también la única persona que sacaba a mi madre de su indiferencia.

Vivíamos en una casa de Isabel, en la calle Tucumán. Me complace recordar su frente, con pesadas molduras entre ventana y ventana; los cuartos interiores del piso alto: desde allí se distinguía el gomero del palacio Miró, los ceibos de la plaza Lavalle, y en primer término, bajando los ojos, las rosas, las tumbergias, los laureles de un pequeño jardín. Isabel hizo pintar de blanco los cielos rasos de la casa, sustituir las chimeneas inglesas con otras de fogón profundo, donde podía quemarse leña, y levantar un cuerpo de habitaciones detrás del jardín: el departamento de Julio. Muchas reformas quedaron terminadas cuando ya vivíamos en la calle Tucumán. De pronto, al escribir estas líneas, recuerdo el ir y venir de mi madre, mezclándose a los obreros, empeñada inútilmente en salvar algunas plantas. La pobre mujer miraba con tristeza su jardín reducido de tamaño.

Ah, no puedo hablar fríamente de la casa en que vivíamos. Gravita sobre mí como un personaje de esta historia, no menos esquivo que los otros, y se sustrae a cualquier tentativa de objetivación. Para evocarla necesito escurrirme en ella hasta llegar a sus puntos vulnerables, hasta esos lugares de la casa que menos defensas pueden oponer a mi recuerdo; en cierto sentido me pertenecen: la galería del piso alto, por ejemplo, con sus maderas resecas y carcomidas por el sol; cerca del techo, sobre las ventanas que se abren al jardín, tiene una guarda de rombos azules y grises. Muchas tardes, desde la galería, escuchaba a mi madre hablar con el jardinero; después oía los pasos de Julio, que llegaba de la calle. Entonces, inclinándome un poco tras esa perfumada maraña de jazmines, lo veía avanzar, unirse a ellos. Julio le preguntaba al jardinero por el resultado de una mezcla nueva que preparó para sulfatar los rosales; mi madre consultaba a Julio sobre sus plantas; ese año, el taco de la reina no daba flores amarillas o purpúreas sino anaranjadas, con estrías rojas. ¿Qué opinaba Julio de dos frutales de adorno, ciruelos o cerezos de doble flor, contra el fondo oscuro de la hiedra? ¿Tendrían espacio suficiente para crecer? Después se iba el jardinero; quedaban mi madre y Julio, sentados en un banco. En el interior de la casa se prendían algunas luces que atravesaban el césped con resplandores amarillos. Ellos continuaban hablando. No sé decir de qué hablaban, no podría, tampoco. Cambiaban palabras banales, efímeras, y por eso mismo preciosas, irrecuperables. Las menudas circunstancias del día bastaban para alimentar un diálogo del cual me sentía excluido y que perdura en mí, sobre todo, por el matiz afectuoso de

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las voces. Los rombos azules y grises de la galería, el perfume de los jazmines, han compartido conmigo esas tardes innumerables, fugaces, en que permanecía de pie, con la mirada fija en los mosaicos y el oído en acecho, hasta que mi madre entraba en la casa y Julio subía a su laboratorio.

Por las mañanas Julio trabajaba en su laboratorio; por las tardes, en un instituto de investigaciones bioquímicas. No era fácil verlo, a no ser durante las comidas. Sin embargo me atrevo a decir que yo lo veía todas las tardes, mientras tocaba el piano. Porque hay otro sitio de la casa que también me pertenece: es el vestíbulo. La luz que llega del cielo atraviesa la claraboya, cae a plomo en las partituras, abiertas sobre el atril del piano, e ilumina un cuadro al óleo, detrás del piano. Es un autorretrato de mi padre, lo sé, lo he sabido siempre, pero no se parece a mi padre. El personaje del cuadro, sentado en una silla blanca, lleva sobre la cabeza un sombrero de paja echado hacia atrás y sostiene en las manos, apoyadas en el bastón, un par de guantes. Al fondo se ven unas hojas verdes, una pared. El cuadro está apenas manchado (la tela rugosa imita la pared, la silla, los guantes) y la pintura sólo adquiere un leve empastamiento al llegar a la cara tensa y bruñida del modelo que no es sino Julio —el único hombre joven de la casa. Un mechón de pelo rubio le cae sobre la frente y los ojos se destacan dorados, muy risueños, entre una confusión de pestañas y cejas parduscas.

¿Cómo ha ido a parar al vestíbulo ese autorretrato que mi padre pintó treinta años antes, cuando tendría, aproximadamente, la edad de Julio?

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IV

No me parece oportuno hablar de mis éxitos en este relato. Contaré, sin embargo, que a los trece años me presenté a examinarme en un conservatorio de música, del cual no era alumno regular, y obtuve un primer premio y un diploma. Isabel, para celebrar mi triunfo, me regaló un Érard de concierto. La recuerdo observando con los ojos entornados, en un vago gesto de présbita, el efecto que hacía en el vestíbulo esa larga superficie de caoba. Sube al desván, escoge un cuadro entre los muchos que había y lo hace colocar detrás del piano. Durante esa época yo trabajaba en la Sonata de Liszt. Había emprendido su estudio cediendo a las instancias de mi profesor, y por una de esas puerilidades que no sabemos cómo ni en qué momento han nacido en nuestro espíritu, asociaba esta obra al plano que acababan de obsequiarme y en cierto sentido a todo mi porvenir artístico. Con gran extrañeza de Isabel, había resuelto no abrir el piano nuevo hasta no tocar en él, de manera impecable, la Sonata de Liszt. Era una obra superior a mis fuerzas. Yo analizaba sus dificultades, desarticulando los pasajes más arduos, que repetía hasta el cansancio; aisladamente lograba tocarlos con limpieza, pero cuando quería ensamblarlos con los otros tenía que disminuir la velocidad o escuchar, pálido de rabia, a un intérprete efectista que arrancaba del teclado acordes turbios y hacía falso sobre falso.

—Toma el alegro al movimiento debido y no te ocupes de los falsos —me decía Claudio Núñez, el profesor, en cuya charla persuasiva el francés hacía irrupción de vez en cuando. Sus argumentos eran tan especiosos que parecía burlarse de mí—. ¿Qué importancia tienen los falsos? —continuaba—. Elle a quand même du chic, ta façon de trébucher. Has aprendido a equivocarte, ya eres un verdadero pianista. Eso es todo.

Claudio Núñez había vivido muchos años en Europa, donde fue maestro de algunos concertistas famosos. Durante la guerra del 14 hizo un viaje a Buenos Aires y trajo, entre otras recomendaciones, una carta para Isabel. Isabel me propuso que tomara algunas lecciones con Núñez. Le dijimos a Mlle. Lenoir, mi antigua profesora, que yo pensaba descansar dos meses, y Mlle. Lenoir contribuyó, sin darse cuenta, a que adoptara definitivamente a mí nuevo profesor. Cuando volvió a casa, transcurridos los dos meses, quedó asombrada de mis progresos:

—Delfín —me dijo—, hoy ha tocado usted mejor que nunca. El descanso le ha hecho a usted un bien enorme.

—No es el descanso —exclamó Isabel que presenciaba la escena—. Es Claudio Núñez, un buen profesor.

Mlle. Lenoir me quería mucho; buscó una respuesta, no la encontró. De improviso se fue de la sala. En vano quise detenerla: la vi correr por el jardín, sollozando, hablando sola.

No volvió nunca mas.

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—Con esa imbécil —me dijo Isabel por todo comentario— estabas perdiendo lastimosamente el tiempo.

Claudio Núñez había advertido el lado defectuoso de mi ejecución. Como primera medida, me obligó a tocar con el cuerpo suelto, enseñándome esa articulación del codo y el hombro que exigen del brazo una gimnasia que yo, hasta entonces, reservaba a la muñeca y a la mano. De esa manera conseguía imprimir al cuarto y quinto dedos igual intensidad que a los otros. Cuando fraseaba, Núñez me hacía ejercer sobre todos los dedos una presión constante para no perder ningún acento de la melodía. Debo añadir que las lecciones se desarrollaban en una atmósfera de optimismo casi frenético, porque yo aprendía con extrema rapidez todas las recetas de Núñez; de las dificultades, sólo subsistía el placer experimentado en vencerlas. Al poco tiempo yo mismo quedaba deslumbrado por la pureza que lograba obtener en las escalas, la sonoridad en los fortísimos, la simultaneidad en el juego polifónico de notas dobles. Y pensar que resultados tan exquisitos, tan inmateriales, se debían a pequeños trucos relativamente fáciles de aprender, como la vuelta completa de la mano en los arpegios, o el ataque desde cerca en los fortísimos, transmitiendo a los acordes, por intermedio de los hombros, el peso de la parte superior del cuerpo, o el paso del pulgar al índice en las series de terceras. Núñez repetía siempre que había que entrar de lleno en la música y adquirir técnica en la obra misma, ya fuese de Bach o de Chopin, de Beethoven o de Liszt. Poco a poco abandoné la ingrata escuela de Isidoro Philipp, de quien fue discípula Mlle. Lenoir, que «para estar en dedos» recomienda ejercicios antimusicales y fatigosos: había adquirido ese mecanismo que consiste en una adecuación inteligente de los músculos y tendones del brazo y de la mano y que nos permite retener nuestra técnica aunque pasemos varias semanas sin tocar. Se lo debo a un hombre autoritario, flaco, de labios inquietos y mirada recelosa. Al mencionarlo en este capítulo, quiero hacerle constar mi gratitud. Han pasado los años, pero nada hay en él que no recuerde con simpatía. Hasta su versatilidad, su obsecuencia, su falta de escrúpulos; hasta su mal aliento, que por entonces no me hacía demasiada gracia, ya que en sus raptos de fervor, para retribuirme el placer que le causaban mis progresos, tenía la costumbre de oprimirme entre sus brazos y besarme en las mejillas.

Vuelvo a la Sonata de Liszt. Pocas obras me han exigido más trabajo. Había llegado a deprimirme, a desconfiar de mis medios, a perder la memoria, mi excelente memoria musical. A veces me sucedían cosas tan inverosímiles como quedar encajado en una tonalidad, prisionero de ella para siempre. Buscaba desesperadamente la modulación, pero no podía pasar del re al si y en el tercer tiempo, al terminar el piú mosso, me encontraba repitiendo el alegro enérgico de la primera parte. Era como si la sonata me hubiera echado un maleficio. Me levantaba del piano.

Núñez se colocaba a cierta distancia y tenía por norma interrumpir la ejecución integral de la lección. Yo le decía, tembloroso, mientras daba una vuelta por la sala:

—Ya ve usted las cosas que me suceden. Es inútil. Núñez, sonriendo, ensayaba explicaciones psicoanalíticas que tenían la virtud de

enfurecerme: —En el fondo, te atormentaban las octavas del primer alegro; por eso lo has vuelto a

tocar: era una orden de tu inconsciente. Y esta vez ha salido mejor. Ya sabes: pulso rígido, mucho antebrazo, e intervención de los hombros.

Al decir estas palabras me golpeaba fuertemente en la espalda, y tomándome del brazo me arrastraba hasta el piano.

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Transcurrieron varios días. Aún no me atrevía a tocar la Sonata en el Érard. Una tarde, después del té, encontrándome solo en casa, subí al vestíbulo como si fuera sonámbulo, me senté al piano nuevo y ataqué los primeros compases de la Sonata de Liszt. El sonido, muy poco semejante al del viejo Steinway de la sala, más aterciopelado, más profundo, y a la vez menos estridente, me permitía no retenerme en los fortísimos y lanzar toda mi energía sobre las teclas sin miedo de golpear. Por eso, quizá, olvidé mis aprensiones; cada vez con mayor dominio pasé de un tiempo a otro tiempo; pasé del brío a la elocuencia, de la elocuencia al arrebato, a la fiebre; cedió la fiebre, llegó la dulzura, y de nuevo fue el vértigo, y otra vez la dulzura, el sosiego. En un momento dado me sorprendí en los graves compases del lento final. Había ejecutado la Sonata al movimiento exacto, sin el menor tropiezo. Y entonces pude oír, no precisamente aplausos, pero sí un murmullo de admiración, un aliento. Alguien, conmigo, había escuchado la Sonata. Tuve la certeza de una presencia real. Miré a uno y otro lado: al enfrentarme con el cuadro, encontré en los ojos de Julio ese fulgor de simpatía que sólo iluminaba su rostro cuando hablaba con mi madre. Entonces toqué de nuevo la Sonata, pero empezando por el tercer tiempo, ese cantabile apasionado, confidencial. Y mientras tocaba eché la cabeza hacia atrás, detuve los ojos en los ojos de Julio. Julio sonreía como las personas que han sido sorprendidas en un momento de debilidad y comprenden que ya es inútil continuar fingiendo. Hablaba despacio, y las palabras no alteraban el tono de su voz, una voz blanda, dúctil, que seguía los delicados arabescos del cantabile y me inducía a responder: en un determinado instante, era yo quien hablaba. Y hablaba sin esfuerzo alguno: había tomado la palabra obedeciendo a un impulso tan espontáneo e imperceptible como el de la cromática descendente que le permite a la mano izquierda apoderarse de la melodía, una octava más abajo, y pasar a los altos el acompañamiento. Muchas veces, después de esa tarde, he tocado la Sonata en si menor, y de muchas maneras el cantabile del allegretto y del andante sostenuto se ha dirigido a mí en su lenguaje cifrado. Pero cualquiera que haya sido su mensaje, más o menos prodigioso, más o menos deslumbrador, la felicidad en que estaba sumergido ha sido siempre la misma. Digo felicidad, sí, pero hay en esa felicidad algo melancólico. Lleva consigo la angustia de su propio fin. Nos embriaga... y nos aflige en razón de su vehemencia. Sentimos nostalgias del goce que nos procura, y echamos de menos, anticipadamente, los momentos de gloria que nos permite conocer.

Yo conocí un momento de gloria, esa tarde, cuando Julio me confesó su admiración. No me lo dijo, hasta entonces, para no estimular ese respeto excesivo hacia mi persona que Isabel creaba en la casa. Además, acercarse a mí hubiera significado luchar con Isabel, disputarme a su influencia, vencerla. Y perjudicarme en otro sentido. Habló de «las cosas materiales». Le contesté, un poco ruborizado, que ese talento musical que me reconocía llevaba implícito un absoluto desdén por las cosas materiales. En todo caso, desde ahora renunciaba a cualquier aspiración de esa naturaleza: no tenía otra aspiración que la música o, mejor dicho, que perderme a través de la música en el afecto de Julio y de mi madre. No deseaba poder, honores, riqueza. Por un momento hice mías esas hipotéticas ventajas que podía ofrecerme el destino para sentir, al rechazarlas, el áspero goce de ciertos grandes de la tierra que se consagran furiosamente a Dios, en el fondo de los monasterios. Julio sonreía. Me hizo notar que la música exigía de mí algunos sacrificios, y el primero de todos: sobrellevar a Isabel. «Isabel, le contesté, tiene algunas buenas cualidades.» «Sí, dijo Julio, pero quiere tenerlas todas. Quiere, además, que todos admitan su perfección. Desconfía de cualquier persona que se resista a sus

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designios o pretenda vivir prescindiendo de ella. Necesita rodearse de esclavos.» «Le gusta la música, insistía yo, es una mujer muy instruida.» Julio, sin desmentirme, señalaba algunos rasgos en el carácter de Isabel que venían a modificar insensiblemente mis palabras: «Es una mujer muy instruida que no desdeña las cosas materiales. A veces, la música otorga renombre, éxito. A Isabel le gusta el éxito. En ocasiones yo la encuentro demasiado inflexible; con la pobre Mlle. Lenoir, por ejemplo.» «Lo hizo por mí, contesté; si aún estudiara con Mlle. Lenoir, no podría tocar la Sonata de Liszt.» En ese momento ejecuté los acordes finales y todavía vibraba en el aire el si profundo de la octava baja, cuando escuché exclamaciones, risas. Me tomaron de la cintura, una mejilla se apoyó contra la mía. Era Isabel.

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V

Mi diálogo con el retrato proseguía todas las tardes. Ahora que entre Julio y yo se había roto el hielo definitivamente, teníamos muchas cosas que decirnos. En una ocasión hablamos de nuestro padre y aludimos, de manera velada, a su infidelidad conyugal. Cambiamos algunas reflexiones sobre lo difícil que resulta librarse de la disipación cuando se la ha contraído en la juventud. Yo hice notar que una vejez disoluta me parecía repugnante, hasta por razones estéticas. Justificaba, también, que se ocultaran ciertas cosas cuando no se tiene el valor suficiente para prescindir de ellas. Julio se echó a reír.

No, yo no hacía el elogio de la hipocresía. Pero días antes, hojeando un legajo de expedientes que mi padre trajo consigo para estudiarlos por la noche, había encontrado una carta. Mi padre podía ser más cuidadoso con su correspondencia amorosa —aunque amorosa no era, quizá, el epíteto justo para calificar esa carta; en cambio, el legajo judicial, de cuyas fojas grasientas parecía desprenderse un corrupto olor a mala vida, suciedad y tabaco, era un sitio adecuado para guardarla. En la carta, que llevaba el membrete de un cabaret, una mujer le pedía dinero. Era una aventura ordinaria, venal. «¡Qué pensará mi madre!», exclamé. «Nada, contestó Julio. Ya esas cosas no pueden herirla. Isabel lo sabe.» «¿Por qué mezclas a Isabel?», le pregunté. Entonces, esfumando imperceptiblemente su sonrisa, Julio me hizo comprender que de una acción cualquiera es difícil hacer responsable a una sola persona. Y tantas personas intervenían más o menos directamente en ella, por comisión u omisión, que nadie podía sentirse ajeno a la culpa expuesta así; por momentos, adquiría la textura prolija e intrincada de un tapiz; por momentos, la diafanidad envolvente de una nube. Como notara mi sorpresa, agregó: «No te culpo, por cierto, de que hayan despedido a la pobre Mlle. Lenoir, pero en el caso de nuestro padre ¿supones que recursos tan limitados como los suyos le permitan mantener a una familia, costear nuestra educación y llevar, por añadidura, una vida irregular? Alguien ha hecho posible ese milagro, alguien que no ignora su inconducta y a quien su inconducta complacía, no digo ahora, pero sí en otros tiempos, cuando pudo afligir a tu madre.»

El lector se formará una idea equivocada si cree que mis diálogos con Julio versaban siempre sobre hechos. No niego que a veces partíamos de un detalle material, pero en seguida lo escamoteábamos y ese detalle, simple pretexto, nos llevaba en pujante ascensión hacia regiones más nobles y abstractas. Al evadirnos de la realidad cotidiana, nos encontrábamos, de pronto, en la verdadera realidad. Conseguíamos explicarla, superarla.

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Yo hablaba, insisto, con la mayor soltura. Y a veces no dudaba en consultarlo sobre ciertas circunstancias que perdían, al enunciarse, todo carácter escabroso, confesional. Dejaban de ser revelaciones impúdicas. Las obsesiones de los catorce años subían de las zonas penumbrosas de mi alma, llegaban a la superficie, después me abandonaban, y después, todavía después, las sentía flotar a mi alrededor despojadas de su residuo oscuro, venenoso, del maléfico imperio que ejercían sobre mí. En problemas apasionantes que me concernían de una manera puramente intelectual, en perspectivas agudas, esenciales, sobre la naturaleza del hombre y su destino en el mundo, reconocía mis antiguas obsesiones milagrosamente transformadas: no contentas con haberme libertado de una cruel esclavitud, luchaban para ponerse a mis órdenes, para inundarme de optimismo y sabiduría. Continuaban hablando, continúan hablando, la razón y la pasión, el espíritu y la carne, el deber y los instintos, tantas leyes opuestas y elementos irreconciliables que aún coexisten dentro de mí. Pero ya su enconada disputa no me ensordecía, y los escuchaba discurrir uno a uno, con esa tenue lucidez que adquieren nuestras palabras en los sueños felices. Ahora, sin necesidad de acudir a la Sonata en si menor, nuestro diálogo proseguía ininterrumpidamente, límpido, fluido, musical, ceñido a la clara línea melódica que imprime a las dos voces determinado andante de Mozart, o la Romanza en fa de Schumann, o el segundo preludio de Chopin. Y era, por autonomasia, el diálogo entre hermanos: de una fraternidad absoluta, genérica, como sólo puede concebirse entre dos hermanos. Como en la vida, entre dos hermanos, no se puede concebir.

Claro está que ese mismo día, o al día siguiente, yo encontraba un Julio menos comunicativo. En la mesa nos sentábamos el uno frente al otro. Parecía ignorarme. Lo veo almorzar en silencio y levantarse con el último sorbo del café. Besa a mi madre, ya no está en el comedor, oigo sus pasos por el jardín. Al cabo de un momento, vuelvo a oír los mismos pasos. Julio atraviesa el jardín en sentido inverso y sale a la calle, después de haberse despedido de sus ratas.

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VI

Las ratas se alojaban en grandes armarios con tapas de alambre tejido. Eran blancas. A menudo, por los intersticios de la malla de alambre asomaban sus gruesas colas rosadas. Periódicamente trasladaban al instituto las ratas de un armario y volvían a llenar los estantes vacíos con otras más pequeñas: crecían con rapidez. Las viajeras eran inmoladas en el instituto, a juzgar por unos cráneos triangulares, de huesitos consistentes, que adornaban la mesa de trabajo. Las ratas me atraían. Me gustaba subir al laboratorio, al caer la noche. Las oía removerse, arañar la madera, chillar. En la penumbra fulguraban bolitas alarmantes de cristal rosado. Una vez se apagaron instantáneamente los ojos de las ratas al tiempo que Julio encendió la luz eléctrica.

—¿Qué haces aquí? —me preguntó. Le pedí disculpas; estaba a punto de irme, cuando me dijo: —No me molestas. Pasó a su dormitorio y volvió después de un momento, sin saco, con la camisa

remangada. Sacaba de los estantes rata por rata y las iba pesando sucesivamente en una balanza. Las ratas lo conocían. Julio se permitía jugar con ellas, entreabrirles la boca con el índice curvado para que en él asentaran sus largos colmillos: nunca lo mordían. Además les preparaba la comida, una pasta blanca que dejaba secar al sol; después de cortarla en panes iguales, la iba repartiendo en los distintos estantes. Esta comida tenía un olor que se adhería a la piel con insidiosa persistencia, el famoso «olor a rata». En vano Julio rociaba sus brazos con agua de colonia, después de jabonarlos bajo el único chorro de la pileta; no bien entraba en el comedor, mi padre —al olfatear el agua de colonia— vaticinaba una inminente peste bubónica que haría estragos en toda la familia. Julio lo dejaba hablar. Una noche, sin embargo, condescendió a responderle:

—Las ratas blancas no son vectores especiales de bubónica; además, lo que pretendes sentir no sería nunca olor a rata, sino a la comida de las ratas, comida, dicho sea de paso, bastante más higiénica que la nuestra: almidón, caseína, sal, aceite de hígado de bacalao y levadura de cerveza. Te noto de mal semblante: deberías ponerte a ese régimen.

Pero Julio, a esa comida, le agregaba agua en abundancia; traían el agua del instituto en damajuanas lacradas, con letreros que decían Avellaneda, Pergamino, San Rafael, Oran, etcétera. Julio estudiaba los efectos nocivos de ciertas sales disueltas en el agua y, en los últimos tiempos, se había declarado adversario del aluminio. Las sales de aluminio ejercían una acción progresivamente tóxica sobre los órganos y los tejidos, lo cual podía demostrarse porque la curva de aumento de las enfermedades cancerosas, de veinte años a la fecha, coincidía con las curvas de producción y difusión de utensilios de aluminio. Esto lo supimos por mi madre, que hizo desterrar de la cocina hasta la última cacerola de tan funesto metal. Mi madre hablaba con ese fervor que ponen las personas cuando explican asuntos que apenas comprenden. Entusiasmada, arrebatada, suplía la

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indigencia de su vocabulario con una abundante gesticulación. Mi padre la observaba sorprendido; Isabel, sonreía. Entonces, por toda respuesta, mi madre se alejó majestuosamente de la sala, pero volvió instantes después trayendo unas revistas extranjeras en que mencionaban «the very interesting but hazardous researches on vanadium and aluminium that Dr. Julio Heredia, of Buenos Aires, has undertaken»,13 y la comunicación de M. Gabriel Renard a l'Académie des Sciences, donde afirmaba que «sur un certain plan et dans une certaine mesure, les experiences bio-chimiques qu’a faites M. Julio Heredia, le jeune savant argentin, pour démontrer l'influence de l’aluminium dans les maladies des os et de l’intestin, ne manquent peut-être pas d’une importance relative».4 Recuerdo que Isabel le tomó la revista de las manos y volvió a leer el párrafo, marcado con lápiz azul, subrayando teatralmente los «certains», el «peut-être», «l’importance relative».

Este oblicuo antagonismo entre Isabel y mi madre estaba disimulado por una ostensible acumulación de buenas maneras y atenciones recíprocas. Sin embargo, un observador perspicaz empezaba a notar algo sospechoso en la cortesía vigilante con que se trataban. A veces ellas mismas parecían asombrarse del tono apacible de sus relaciones; entonces, por un sentimiento de solidaridad con el pasado, cambiaban de cuando en cuando una mirada escrutadora, una reticencia, una frase cuya insignificancia contrastaba con el ardor combativo del acento, y recobraban súbitamente la paz al comprobar que aún persistían, profundos, operantes, los viejos rencores que las ligaron de modo tan extraño en otra época.

Isabel comía con nosotros todas las noches. Claudio Núñez nos acompañaba dos veces por semana, cuando me daba lección por la tarde. En la mesa, mi madre y Julio hablaban entre sí, apartados de la conversación general. Una noche Claudio Núñez elogió el cuadro que Isabel había colocado en el vestíbulo. «Es una lástima —le dijo a mi padre— que usted no continuara pintando.» Mi madre intervino:

—Yo admiro mucho ese cuadro —dijo en voz alta—. Antonio lo pintó antes de casarse, es un autorretrato. Y ahora se parece a Julio. Es extraño.

—No es extraño que Antonio y Julio se parezcan —dijo Isabel. Mi madre afirmó de una manera categórica: —Antonio y Julio no se parecen. Hablo del cuadro. ¿No encuentran ustedes que el

cuadro se parece a Julio? Yo iba a sostener la opinión de mi madre, pero en ese momento las miradas de

Isabel, Núñez y mi padre se fijaron en Julio, y creí notar que Julio se ruborizaba; de todos modos, para sustraerse a esa molesta confrontación mental, desvió los ojos y los detuvo en los míos. Fue un segundo, pero interpreté su violento deseo de que me callara. Nada había dicho, por suerte, pero no necesitaba hablar para que Julio leyera en mi

3 «Las muy interesantes pero aventuradas investigaciones sobre el vanadio y el aluminio que ha emprendido el Dr. Julio Heredia, de Buenos Aires.»

4 «Bajo cierto aspecto y en cierta medida, los experimentos bioquímicos que ha hecho el Sr. Julio Heredia, el joven

sabio argentino, para demostrar la influencia del aluminio en las enfermedades de los huesos y del intestino, no carecen, quizás, de una relativa importancia.»

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pensamiento. La respuesta de mi padre nos alejó del tema. Yo escuchaba sus palabras tratando de vencer mi confusión:

—En otra época me parecía a ese retrato, o creía parecerme. Ahora estoy envejecido. —Ahora tienes una expresión diferente —dijo mi madre—. Si hubieras continuado

pintando, es posible que aún te parecieras al retrato. Isabel y mi padre hicieron al mismo tiempo dos preguntas distintas: —¿Qué tiene que ver la pintura con la expresión de ese retrato? —¿A qué expresión te refieres? Mi madre pasó por alto la pregunta de Isabel. Contestó: —A una expresión ¿cómo diré? Rebelde y optimista. —Sí —dijo Núñez—. El rebelde es optimista. Por eso tiene energías para seguir

luchando: espera vencer. —Bueno —concluyó mi padre—, yo abandoné la pintura porque había perdido el

optimismo. Isabel le decía a Núñez: —Usted no sabe cómo insistí para que Antonio continuara pintando... Todavía aquí,

en Buenos Aires, le pedía que reanudara. Siempre he deseado que en nuestra familia hubiera un artista. Delfín es un caso distinto. Quizá deba hacer algo más importante que interpretar la obra ajena. Por eso no quiero que sacrifique a la música el resto de su instrucción.

—Un pianista no es un mero intérprete —protestó Núñez—. Es también un creador o, si usted quiere, un recreador. Además, Delfín podría estudiar armonía. Yo le iba a sugerir, precisamente...

Isabel lo interrumpió: —Quiero mostrarle otros cuadros de Antonio, unos paisajes. Alguna vez, si él nos lo

permite, lo haré subir al desván. Mi padre confesó que su pintura le producía un malestar casi físico. —Pero ese autorretrato... —Es un boceto. —¿Así que usted prefiere los bocetos, los apuntes preliminares, a las obras

definitivas? —le preguntó Núñez. Mi padre aclaró el sentido de sus palabras refiriendo la impresión que tuvo días

antes, en casa de un amigo, frente a un cuadro de Z., el pintor español. El dibujo, la composición, el colorido, le habían parecido francamente malos y, sin embargo, el cuadro en sí le repugnaba menos que otros cuadros de Z. Se acercó y comprendió que era la obra de un imitador de Z., un discípulo sin ningún talento.

—Cuando se toma un camino equivocado —dijo— mientras más oficio y dotes naturales se poseen, se hacen cosas cada vez más detestables. Se avanza más y más en el error.

Pero Isabel estaba decidida a elogiar la pintura de mi padre. —¡Qué absurdo! —dijo—. Tú no habías elegido un camino equivocado. Mi padre admitió que él, estéticamente, había sido muy ambicioso. Pero esa misma

actitud le exigía sacrificios y luchas que no tuvo el valor de afrontar: —Y hacerlos con exaltación, con entusiasmo. Tener esa expresión rebelde y

optimista de que hablaba mi mujer y que yo he perdido para siempre.

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Isabel pensaba en sacrificios y luchas materiales. Según mi padre, se trataba de luchar contra el miedo, la inercia, la rutina, los sentimientos convencionales, las ideas hechas, la facilidad. El artista debía vivir en perpetuo antagonismo.

—Usted postula una rebelión sistemática que conduce a la soledad —exclamó Núñez—. Y no es bueno que el hombre esté solo, como dice el Génesis. El artista no debe sustraerse al espíritu de su tiempo.

—Habría que saber —replicó mi padre— si lo que sobrevive de una época no es aquello que parecía más en pugna con la época misma. Un periodista inglés ha escrito que cuando los sociólogos hablan de la necesidad de conformarnos al espíritu de nuestro tiempo, olvidan que nuestro tiempo es la obra de unos pocos que no quisieron conformarse con nada. Sí, ya sabemos. No conviene apartarse de los demás, aislarse. Pero en las sociedades burguesas el artista ha perdido toda función y tiene que aislarse, necesariamente. Quizá la obra de arte sea una venganza del individuo aislado.

A Núñez le parecía una concepción exagerada e inhumana. Pero mi padre aludió a ciertas manifestaciones de la música y de la pintura modernas. Lo que había en ellas de nuevo, de específicamente nuevo, era una nota inhumana, anárquica:

—Son la reacción del artista a la hostilidad más o menos encubierta del medio en que actúa. Hoy por hoy, esa hostilidad es el único estímulo del artista.

—Usted exagera —repitió Núñez. Pero mi padre hablaba sin ánimo de protesta. Estaba de acuerdo, además, en que

toda obra de arte lleva en sí un germen disolvente. Al ofrecernos una visión de las cosas que hasta ese momento no teníamos, nos propone un orden nuevo, incesantemente nuevo. La sociedad, desde su punto de vista, hacía bien en mostrarse hostil a los artistas.

—No me negará usted —agregó— que en su indiferencia hay mucho de hostil. Mejor dicho, es siempre hostil, hasta cuando finge ponerse de parte de ellos, porque entonces protege el arte mundano o académico, es decir, continúa persiguiendo indirectamente a los artistas verdaderos. Trata de aplastarlos por todos los medios.

—Es una injusticia —dijo mi madre. —¡Bah! Los débiles sucumben, tanto mejor. En mi caso, por ejemplo, como no me

sentía con fuerzas para la lucha, preferí renunciar a la pintura. —El señor Heredia se puso de parte de la sociedad —dijo Núñez con sorna. Mi padre contestó sonriendo: —No se imagina hasta qué punto. Soy fiscal del crimen. Llevaron el café a la sala. Mi madre y Julio, cerca de la chimenea encendida, jugaban a la crapette. Isabel, mi

padre y yo rodeábamos a Núñez, que hacía parodias en el piano. Inclinado, desmayado sobre las teclas, tocaba un vals de Chopin a la manera de Risler: el vals parecía una canción de cuna; Risler empezaba a despertar, hacía contorsiones, alzaba los brazos a una altura extraordinaria, se convertía en Rubinstein, y el vals entraba en un paroxismo de agitación; después seguíamos escuchando nítidamente el tema del vals, pero coincidiendo con una canción rusa que se había introducido en el acompañamiento; más tarde, el vals se transformaba en el estudio de las notas negras, tocado a una velocidad prodigiosa: Claudio Núñez hacía correr por las teclas una naranja que había sacado del bolsillo.

De cuando en cuando, oíamos el leve ruido de las barajas y los stops ahogados de los jugadores.

Núñez me obligó a sentarme al piano.

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—Ustedes —dijo Isabel, dirigiéndose a Julio y a mi madre— procuren guardar silencio.

Julio se puso de pie, e Isabel, como lo instara inútilmente a quedarse, aludió a esas personas inconcebibles que no podían soportar la música. Eran dignas de lástima.

—No me compadezcas —le dijo Julio desde la puerta—. He notado que los melómanos sufren mucho. Se pasan la vida saturándose de impresiones que sólo pueden definir por el vago placer que les producen, y están siempre al borde de la tristeza, oscilando entre el éxtasis y el hastío. Esto no lo digo por usted, señor Nuñez: la música es su profesión.

—Sin embargo, no te haría mal escuchar un poco de música. Yo giré en el taburete del piano, con petulancia. Dije: —Voy a tocar la Sonata de Liszt. Pero ya Julio se había marchado de la sala, e Isabel lanzó una exclamación

sorprendente: —¡No! ¡Es demasiado larga! Claudio Núñez, dos días después, habló de mi padre con benevolencia: —Tiene algunas lecturas —dijo— y pasiones muy vivas, bajo su apariencia de grand

désabusé. Y la señora de Urdániz, con ese contraste entre los ojos negros y el cabello blanco... Una mujer superior, absolutamente superior. ¡Tan civilizada! Junto a ella, todos parecemos bárbaros. Yo, al menos, descubro con angustia que soy, en estos momentos, un inmigrante en mi propio país. Tu hermano Julio me interesa mucho. No es aficionado a la música... Sin embargo, prefiero que sea un hombre de ciencia y no un artista. En él me gusta que no le guste la música. Eso equilibra la atmósfera de tu casa. Uno se entiende muy bien con las personas de tu familia.

Recordaría estas palabras de Núñez al oír la reflexión opuesta. Cecilia Guzmán me dijo:

—¡Qué familia la tuya, Delfín! No hay manera de entenderlos.

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VII

En el pasado de Cecilia Guzmán existía un señor X., diplomático, que durante mucho tiempo esperó enviudar de un momento a otro y casarse con ella. Hacia 1910, Cecilia vivía algunos meses del año a su lado; los meses restantes se trasladaba a respirar una atmósfera de arte en las pequeñas ciudades italianas, donde el cambio de la moneda era ventajoso para los argentinos, o se sometía a pacientes curas termales.

Yo apenas conozco el pasado de Cecilia. La imagino, sin embargo, fijando en su compañero de mesa, el ministro de una república centroamericana, por ejemplo, la mirada quejosa de sus ojos azules, muy abiertos bajo los párpados rosados, carnosos, mientras éste (acompasadamente) la hacía partícipe de un optimista vaticinio sobre las relaciones internacionales de los países civilizados, o en un entusiasta profesor liberal que le hablaba del último gran congreso socialista de La Haya. Cecilia había estudiado canto; según las ocasiones, ofrecía a su auditorio romanzas de Paolo Tosti, Chaminade, Duparc, Fauré, Reynaldo Hahn. Estaba habituada a los señores de frac, con cintas rojas y amarillas en la solapa, algunos obesos, que le dirigían cumplidos muy ceremoniosos junto al piano, y después, en los jardines, cuando estaban a solas con ella, se permitían familiaridades apenas compatibles con la edad provecta.

Se declaró la guerra del 14 y el señor X. enviudó, se casó. Pero no se casó con Cecilia Guzmán.

Cecilia se fue a casa de María Alberti, una señora italiana, amiga de Isabel, que proyectaba embarcarse para Sudamérica. La entrada de Italia en la guerra sorprendió a las dos mujeres en alta mar. Llegaron a Buenos Aires, se hospedaron en un hotel de la Avenida de Mayo.

Doña María Alberti era parienta del nuncio y dueña de una estancia en el sur de Córdoba. Cecilia la ayudaba a despachar sus cartas y le paseaba al perro, un faldero displicente y gruñón que hizo con ellas la travesía. En Buenos Aires Cecilia reanudó amistad con algunas compañeras de colegio, entre las cuales estaba mi madre, y cantó en dos funciones de beneficencia que se organizaron a favor de los aliados. Mis padres tuvieron el honor de que María Alberti los invitara a comer, en compañía del nuncio. A su vez, Cecilia y María Alberti vinieron a casa.

Cuando esta señora se fue al Brasil, Cecilia dio muestras de inquietud. Su amigo, el diplomático, se negaba a sostenerla. Cecilia hipotecó una casita que tenía en la calle Charcas, gastó el dinero, contrajo nuevas deudas, empezó a frecuentar asiduamente a mi madre.

Yo la encontré en el dormitorio de mi madre, una mañana. Por aquella época Cecilia era una mujer desconocida, con un vestido negro que dejaba trasparentar sus brazos y

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parte de la espalda. Lloraba; de cuando en cuando interrumpía sus sollozos para aspirar profundamente el aire y sacaba del pecho unos suspiros prolongados que me parecieron muy conmovedores. Estaba recostada en un sofá, con la cabeza echada hacia atrás, largas hebras doradas, desprendidas del pelo revuelto, trazaban líneas refulgentes en la seda del respaldo. Mi madre, en el borde del sofá, la hacía oler un frasco de sales, la consolaba. Ninguna se dignaba mirarme.

Transcurrieron algunos minutos. Yo estaba indeciso entre acercarme a ellas o salir del dormitorio. La mujer desconocida empezaba a serenarse. En un momento dado, sus ojos se encontraron con los míos. No manifestaron ningún asombro. Yo comprendí que había advertido mi presencia —desde el principio.

Se incorporó a medias, estiró el brazo en toda su longitud, me tomó de la mano, y acercó tanto su cara a la mía que pude contemplar mi propio rostro, espejado en las dos manchitas redondas y líquidas de sus pupilas azules. Después, haciéndome a un lado para levantarse:

—Tienes en los ojos ocho reflejos —me dijo—, como los sombreros de copa. Ahora no puedo circunscribir a Cecilia mi recuerdo, así como entonces me fue

imposible no detener exclusivamente en ella mi atención. Las circunstancias que rodearon nuestro primer encuentro, esa mañana, afluyen del olvido, se mezclan con la imagen que guardo en la memoria y comunican a mis impresiones una constante vibratilidad. Pienso en Cecilia y vuelvo a ver el sofá donde estaba recostada, el dormitorio de mi madre, la seda gris de las paredes, el balcón abierto a la calle, los geranios del balcón. Veo a mi madre levantarse, dejar las sales sobre la mesa, y evoco, a pesar mío, este frasco tallado en facetas, conteniendo cubos blancos que nadaban en un líquido ambarino. Mi madre, al moverse, agitaba las mangas de su bata de mañana. Pero la soltura del vestido era aparente. Al cuerpo, aislado de cualquier contacto exterior, se lo adivinaba oprimido por un largo corsé de ballenas que no se quitaba durante todo el día, ni siquiera para descansar un rato después del almuerzo. El género encontraba apoyo en los hombros y en el busto y de allí colgaba, como de una percha, en pliegues abundantes y gratuitos. Su cómoda vestidura de entre casa no le daba la menor comodidad. Y es curioso que la vida de mi madre estuviera llena de pliegues sueltos y lánguidos flotando sobre las ballenas, de gestos espontáneos, atrevidos, que disimulaban un fondo de rigor. No sé si este detalle puede adelantar una idea aproximada de su carácter.

El aspecto de Cecilia era menos recatado. La vi observarme por el espejo mientras se soltaba el cabello. Se llenó la boca de horquillas, las fue hincando concienzudamente en esa mata rubia y ondulosa, que una vez armada pareció de nuevo a punto de deshacerse. Me dieron vergüenza los movimientos de sus brazos, los codos rosados y los pliegues de la espalda, acentuados por la gasa negra. Tuve la sensación de estar fuera del cuarto, de que alguien me hubiera sorprendido mirando por el ojo de la cerradura. Salí precipitadamente.

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VIII

Julio ocupaba tres habitaciones, encima del garaje, separadas por el jardín del resto de la casa, pero el jardín había llegado a invadirlas poco a poco: la Santa Rita, la glicina, enroscaban sus troncos a los pilares para caer, desde lo alto, en una profusa lluvia violeta. Algunas tardes, después del almuerzo, yo me sentaba con un libro debajo de las enredaderas. El jardinero podaba las plantas, rastrillaba el césped, acumulaba blandos montones de pétalos; eran esos mismos pétalos cuya frialdad me acarició la nuca. Porque la primavera de 1916 fue muy brillante y risueña. Tantas hojas verdes, tantos matices delicados e insinuantes, el resplandor tibio del sol, el aire transparente, brotaban de una oscura reserva de alegría. Los cielos de octubre me vieron atravesar el jardín llevando una rama de glicina con todas las precauciones posibles, para que sus flores no se deshojaran; llegaba al cuarto de Cecilia, y Cecilia la colocaba en un vaso con agua, sobre el escritorio. Encima del escritorio, junto a una estampa en colores que representaba «Las ruinas de Palmira», se amontonaban pequeños objetos comprados en sus viajes, fotografías de estatuas y cuadros célebres, de políticos, de actrices. Recuerdo la blanca melena de Ferri, las cejas arqueadas, el busto excesivo de Réjane, y recuerdo, asimismo, los bigotes de un caballero que lleva en la cabeza un bicornio con plumas de marabú: era el señor X.

Dormíamos en piezas contiguas, separadas por el cuarto de baño. A veces, cuando Cecilia abría sus puertas que daban a la galería, yo la encontraba leyendo; Cecilia había descubierto unas revistas a que estuvo suscrita mi madre; en esas colecciones incompletas, y ya un poco vetustas, seguía con negligente asiduidad novelas por entregas, como pude descubrir cuando advertí que no se inquietaba por la ausencia de algunos ejemplares. Pero estos ejemplares remisos, que yo había tenido que buscar en el sótano, me permitían entrar a su dormitorio cuando estaban cerradas las puertas. Cecilia, entonces, me ofrecía un asiento a su lado. Conversaba, preguntaba.

Se había formado sobre nuestra familia un esquema demasiado lógico y había resuelto conquistarla halagando a cada uno de sus miembros. Pero escogía siempre, en esos casos, al interlocutor indebido. Creía, por ejemplo, que Isabel había combinado el matrimonio de mis padres para darle a Julio un hogar; daba por sentada la gratitud de mi madre hacia Isabel, su protectora. Cuando Cecilia conversaba con Isabel, ponderaba los méritos de Julio. Isabel la escuchaba con frialdad. Entonces, decidida a vencer su reserva, Cecilia no había encontrado mejor camino que hacer elogios de Isabel ante mi madre, con la esperanza de que alguna vez sus palabras le fueran trasmitidas. Le decía:

—¡Es tan inteligente! En Roma todos la conocen. Paraba siempre en casa de Julia Bonaparte, la hermana del cardenal, en un palacio admirable del Foro Trajano. María Alberti la estima mucho. Antes de la guerra, Isabel iba todos los años.

—No todos. —Y ahora, que no puede viajar, vive consagrada a ustedes. ¡Qué mujer tan generosa!

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—Así es —contestaba mi madre. Cecilia comprendía de manera confusa que nuestra familia no se regía por sus

principios, pero era demasiado fiel a ellos (o demasiado indolente) para tomarse el trabajo de abandonarlos, o modificarlos, y continuaba tropezando «de Charybde en Scylla», como hubiera dicho Claudio Núñez, o, para ser más exactos, encontraba tres escollos: Isabel, mi madre y yo. En mí tomaba aliento un instante. La notaba, entonces, menos segura que de costumbre, llena de intuiciones y sospechas, en un estado de ánimo particularmente apto para sustraerse a su equivocado destino y descubrir la verdad. Pero mis respuestas ingenuas la mandaba da capo a sus antiguas convicciones, y al ver que regresaba a ellas, ineluctablemente, yo sentía un placer un poco perverso, casi musical, como si escuchara el tercer tiempo de una sonata que repite, con ligeras variaciones, el tema de la exposición. Una vez, sin embargo, cometí una imprudencia. Había entrado a su cuarto con un pretexto cualquiera; la encontré con los ojos cerrados. Permaneció un segundo en esa actitud; al abrir los ojos, que me parecieron más grandes y luminosos que de costumbre, noté que estaban llenos de lágrimas.

Le pregunté si le ocurría algo malo. Nada malo. Estaba cansada, tal vez. De todos modos, yo no podía ayudarla. Se rectificó:

—Podrías ayudarme si fueras más sincero. —¿Quieres decir que miento? —No mientes, pero no dices todo lo que piensas. Me gustaría que hablaras con el

mismo ardor que pones cuando tocas el piano. ¿No hablas con nadie de esa manera? En el colegio ¿no tienes amigos?

—Tengo amigos, pero no hablo con ellos. —Sí, es una costumbre de la familia. Ustedes son muy reservados. Pero en esa

reserva hay un poco de egoísmo. Julio, por ejemplo, tendría el deber de interesarse en su hermano menor. Desearía aproximarlos.

Agregó: —Mi permanencia en esta casa no sería del todo inútil. Yo me eché a reír. —¿De qué te ríes? No sé qué demonio me incitaba a la indiscreción: —Has mencionado a la única persona de quien soy realmente amigo. —¿Quién es esa persona? —Julio. Me miró fijamente. Después dijo, en voz baja: —No lo creo. —Y hablo mucho con él. —Nunca los veo juntos. —...hablo con él todas las tardes. —Pero ¿cuándo? ¿En qué momento? —me preguntó súbitamente irritada—. Por las

tardes estudias el piano y él está fuera de casa. Julio iba a ser sorprendido en flagrante delito de ubicuidad. Me retuve. Días

después, al estudiar en el piano una obra de Grieg, me acordé de Cecilia y le pregunté a Julio su opinión. «No tengo ninguna —contestó Julio—. Es un personaje sin consistencia.»

Fue una conversación poco satisfactoria porque yo insistía en hablar de Cecilia, y Julio, demostrando su excelente sentido musical, me señalaba algunos errores de mi

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ejecución —un pasaje, sobre todo, en que perdía el compás. Volví a sacar el tema. Esta vez creí entender que Julio hablaba de amor; Cecilia era mi primer amor y yo no debía afligirme por eso; todos los primeros amores eran un poco banales. Se hicieron alusiones a las flores que cortaba para Cecilia en el jardín y a las revistas que buscaba en el sótano, revistas que no lee. Yo hablé de la tristeza de Cecilia; la había encontrado llorando, y Julio me puso en guardia contra el culto inmoderado al sufrimiento. Una persona puede sentirse triste por motivos tan inexistentes como ella misma: eso no basta para concederle nuestro interés. Al fin llegamos a una especie de acuerdo: convinimos en que las buenas maneras son una forma de la moral. Desde el momento en que esa mujer vivía con nosotros, teníamos el deber de hacer llevadera su estadía en nuestra casa. «Bueno, trataré de ser más atento, dijo Julio. Pero nunca ¿me oyes? nunca hablaremos de Cecilia. Me fatiga, empequeñece la conversación, y noto, dicho sea de paso, que tiene sobre tu piano una influencia desfavorable. Tocas menos bien cuando piensas en ella.»

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IX

Esa noche, después de comer, le pedí a Cecilia que cantase un aria de Le devin du village. Yo la acompañaba en una reducción de Liszt, para piano y canto. Cecilia tenía una voz de mezzo, profunda, bien modulada; a veces, para dar ligereza a tal o cual nota, pasaba con toda naturalidad de un registro a otro y hacía mordentes dobles y triples de soprano lírica. Al levantar los ojos de la partitura, admirado de su virtuosismo, observé que Julio, en vez de marcharse como todas las noches, escuchaba la melodía de Rousseau con los ojos brillantes y los labios entreabiertos en una sonrisa que se acentuaba cada vez que Cecilia entonaba el retornelo:

Ah! pour l'ordinaire l'amour ne sait guère ce qu’il permet, ce qu’il défend; c'est un enfant, c'est un enfant.

Tuve la sensación de estar tocando en el vestíbulo, frente a su retrato, y no pude reprimir un movimiento de sorpresa cuando lo vi levantarse, aproximarse a Cecilia, felicitarla.

Todos la felicitaron. Cecilia cantó el aria de nuevo. Su pequeño triunfo la había llenado de optimismo. Mi padre repitió una frase de un personaje de Anatole France: «Juan Jacobo Rousseau, que demostró algún talento, sobre todo en música». Mi madre preguntó si ya no se representaban las óperas de Rousseau.

—Le devin du village estuvo cerca de un siglo en el repertorio de la Ópera de París —contestó Claudio Núñez.

—Me gustarla oírla entera. —Yo la he oído interpretar por un grupo de aficionados —dijo Isabel—. Es un

intermedio muy corto. Núñez explicó que la famosa Carta sobre la música francesa levantó en contra de

Rousseau a toda la población, herida en sus sentimientos nacionales. Rousseau sostenía que el carácter particular de una música lo da la melodía, y en la melodía influye el idioma, a través del canto:

—Hace una serie de consideraciones sobre el idioma francés, demostrando que no le permite a la música tener melodía ni compás. Es un análisis lleno de retórica, por momentos bastante gracioso.

—¡Pero absurdo! —exclamó mi padre. —E inútil, completamente inútil. Los partidarios del bel canto han dicho lo mismo

de todos los idiomas. Ni Haendel ni Gluck, por ejemplo, escribieron una nota con

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palabras alemanas. Entführung aus dem Serail, de Mozart, fue la primera ópera alemana.

Mientras yo estaba sentado al piano, sin tocar, Julio, de pie, conversaba con Cecilia. Yo no ignoraba que Julio era aficionado a la música, aunque en casa todos creyeran lo contrario, pero ahora no sacrificaba el trabajo nocturno o el descanso a Le devin du village, sino a la charla insustancial de nuestra amiga. ¿O sería porque la música lo inducía a la distracción, al ensueño, a la inercia, le comunicaba una especie de embriaguez a la cual no podía sobreponerse para realizar, acto seguido, un trabajo intelectual? En una ocasión le oí decir que la música era enemiga del pensamiento, y como Isabel protestara, citándole los nombres de algunos sabios e investigadores que encontraban en ella un estímulo para su labor, Julio respondió: «Sí, sobre todo Sherlock Holmes». Al recordar esta frase de Julio, quedé avergonzado. Siempre, pensé, interpreto la conducta ajena de una manera despreciable y busco pretextos para no reconocer mis deudas. En realidad, ha bastado una palabra mía para que Julio modifique radicalmente su actitud. Yo estaba conmovido, pero no era menester llevar las cosas a ese extremo. No quería que Julio, por complacerme, dejara de trabajar. Nunca me arrepentiría bastante de haber formulado un deseo que redundara de cualquier modo en su perjuicio.

Lo miré fijamente. La emoción, la gratitud, el temor, la delicadeza, los más variados sentimientos debieron de leerse en mi rostro, pero Julio (en todo diferente de esos personajes de Balzac que descifran desde la platea, a través de la rápida mirada que les llega desde un palco, el más inesperado y especioso mensaje) continuó conversando con Cecilia, al parecer francamente seducido. No tomaba en cuenta mi expresión. Sin embargo, Julio detestaba la mentira basándose en razones morales y estéticas. Debo añadir que vinculaba el arte a la moral y alguna vez, hablando de música, me explicó el motivo por el cual nos conmueve la belleza. La belleza (desarrolló largamente esta idea) es el signo exterior e invisible de una interior e invisible verdad. De pronto creí comprender: en la disyuntiva de oponerse a mis deseos o a su íntimo sentir, tironeado entre el amor fraternal y el amor a la verdad, Julio había llegado a crearse una verdad ficticia. En ese momento expresaba lo que creía sentir. ¡Estaba mintiéndose a sí mismo! A este proceso concurría el don casi mágico de Julio para leer en el corazón de los hombres y discernir los motivos secretos de sus actos, que hacía extensivo, con inexplicable humildad, a la pobre Cecilia. Pensaba que Cecilia se daría cuenta inmediata de que su entusiasmo por ella era fingido y, para engañarla, no le quedaba otro remedio que engañarse. Recordé su desprecio por el histrionismo. La necesidad de que el artista sea testigo impasible de sus sentimientos —me dijo otra vez— es una paradoja de comediante, apenas eficaz a la equívoca luz de las candilejas. En fin, con ese desprendimiento que va unido a la verdadera riqueza espiritual y que les permite a ciertas naturalezas privilegiadas, al ejercer una constante entrega de sí mismas, no ahogarse en su propia abundancia, mantenerse a flote, sobrevivir, Julio no se contentaba con amoldar su conducta a mis deseos: mis deseos eran sus deseos. Yo nada tenía que agradecerle, pues había olvidado mi ruego en el momento de satisfacerlo. Podía mostrarse amable con sinceridad y generoso con modestia. Me hacía estas reflexiones trasportado de asombro, mientras las palabras de Claudio Núñez llegaban como un rumor despreciable a mis oídos. Julio continuaba conversando con Cecilia. Se alejaron de nosotros, salieron a la terraza, entraron de nuevo. Cecilia reclinó la cabeza en el marco de la puerta, con esa gracia marchita y un poco afectada que ponía en todas sus actitudes. Se quitó del hombro un ramito de flores, lo deshizo, le dio una rosa a

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Julio. Algunos jazmines cayeron al suelo. En ese momento sorprendí en los ojos de Julio un resplandor irónico. Quizá Cecilia trataba de aproximarnos, quizá le reprochaba a Julio que no se ocupara bastante de su hermano menor. Con el pretexto de recoger los jazmines, caminé hasta ellos.

—¡Pobre! —decía Cecilia—. Debe sufrir mucho. —Poco a poco empieza a mover las patas, recobra la vista, al final se cura. —¿Cómo puede curarlo el mismo veneno? —Depende de la dosis. Se le administra por inyección subcutánea o por vía bucal,

mezclado a la dieta. —¿Y cómo dijo usted que se llamaba el veneno? —Aconitina. —Los hombres ¿tienen las mismas reacciones? —Casi las mismas. —¡Qué interesante! Me gustaría visitar ese instituto. —Puedo llevarla el día que quiera. Yo trabajo en el instituto todas las tardes.

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X

Ahora, después de jugar con mi madre una partida de crapette, Julio no manifestaba ninguna prisa en abandonarnos, y yo tuve el placer de triunfar en su presencia muchas noches, en el piano de la sala, con las mismas obras que había estudiado ante su retrato, por las tardes, en el piano del vestíbulo. Debo confesar que Julio, esas noches, parecía un oyente poco entusiasta. Una vez, mientras yo tocaba el cantabile de la Sonata de Liszt, llegó a molestarme el ruido de su confiada respiración. Sentado en una postura bastante incorrecta, con las piernas entreabiertas, las rodillas en alto y los brazos colgantes, se hubiera dicho que dormía. Así lo creyó mi madre. Cuando terminé de tocar, se acercó a Julio por detrás del sillón y lo golpeó discretamente en el hombro. Le hablaba con dulzura, como si fuera un niño:

—Estás cansado, deberías acostarte. Julio abrió instantáneamente los ojos: —Hace mucho calor. No puedo trabajar ni dormir. Comprendí que Julio había cerrado los ojos con el doble propósito de que ninguna

impresión visual lo perturbara y de simular una actitud indiferente, que no diera pábulo a los comentarios de la familia. Porque todos seguían creyendo que Julio, en el fondo, no entendía nada de música. A veces yo lo veía conversar con Cecilia en la terraza. De cuando en cuando una ráfaga de aire tibio se mezclaba a la música y hacía llegar hasta nosotros, por las puertas abiertas de par en par, el perfume de los jazmines y la invasión secreta, impaciente, del verano. A veces, escuchaba la voz de mi madre que había subido con el propósito de acostarse y hablaba con ellos desde la galería. Cambiaban frases apacibles:

—¿Han visto las estrellas? ¡Qué noche! No dan ganas de dormir. —¿Por qué no bajas? —Es demasiado tarde. ¿Isabel no se ha ido? —Ya se va, ya subiremos todos. —Es hora. Basta de música. Otras noches le pedían a Cecilia que cantara. Cecilia disimulaba esos instantes

llamativos, penosos, en que la voz humana emerge del silencio, porque tenía una voz que aspiraba al silencio o, mejor dicho, a inmiscuirse en el silencio sin llegar a interrumpirlo. Muchos años después he recordado la calidad sigilosa de su voz cuando estudiaba en el piano ciertas obras modernas: Ondine, por ejemplo, cuyos primeros compases suscitan en nosotros ese curioso espejismo que los psicólogos llaman paramnesia. Desde que se inicia el acorde de la mano derecha nos parece que nunca hemos dejado de escucharlo, y la felicidad que nos invade es, quizá, la felicidad del mismo acorde al sentir que respondemos a su persuasivo, desfalleciente, por fin satisfecho llamado ancestral; o el Concierto en sol mayor, también de Ravel, durante ese momento indiscernible en que entran los violines y el tema del piano, disuelto en un

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vacío de ondas luminosas, se convierte en el rumor eterno, efímero, que cada hombre lleva dentro de sí, aunque pocas veces lo distinga, y que la humanidad prolonga a través de las edades. Estas digresiones literarias apenas guardan relación, Dios me perdone, con el canto de Cecilia, tan justo, tan equilibrado, con su voz discreta, infalible, que sabía elegir el matiz adecuado a la palabra, a la nota, y cargar de referencias psicológicas, de ideas, de sentimientos, de intenciones, el vehículo impalpable del sonido. Comprendo muy bien que a Julio lo fascinara.

Pero no comprendo que Cecilia desconfiara de su voz, y que, con el propósito de halagar a Julio, admitiendo su absoluta incompetencia musical, nos hiciera escuchar un repertorio deleznable. Porque insensiblemente había pasado de los clásicos italianos, de los románticos alemanes, de los modernos franceses, a canciones u operetas del Segundo Imperio que traían a nuestra casa emanaciones de café-concert Y todos se prestaban al nuevo repertorio de Cecilia. Más aún: lo preparaban, lo estimulaban. Cuando estábamos de sobremesa, yo notaba un aflojamiento general en la conversación. La puerilidad, la vulgaridad, el cinismo, el mal gusto, se introducían subrepticiamente en nuestra casa y parecían distribuirse como sombras, pérfidas, equívocas, sobre la blanca superficie del mantel. Es verdad que mi padre, durante esos días, se iba de casa en seguida de comer; a nada bueno, estoy seguro. En fin, mi padre ha muerto, no quiero juzgarlo. Por reprobables que fuesen sus aventuras lejos de nosotros, entre nosotros observaba una invariable corrección intelectual. Pero ¿dónde estaba Isabel, a quien yo no hubiera supuesto capaz de transigir con algunas indecencias? ¿Dónde estaba Julio? Ah, no me refiero al verdadero Julio que me ofrecía todas las tardes, desde un marco grisáceo, el estímulo heroico de su amistad. No me refiero al ser que había logrado reunir las cualidades más diversas: grandeza de alma, penetración, entusiasmo, energía, espíritu crítico; en quien la asombrosa germinación de ideas no era consecuencia de un lamentable empobrecimiento afectivo y el culto escrupuloso del bien, la práctica intensiva de cada virtud, no redundaban jamás, por esa misteriosa trasmutación de valores que tantas veces señalan los Evangelios, en vanidad y orgullo. No, me refiero a la apariencia un poco engañosa del Julio verdadero, al Julio de todos los días. Pues bien, este Julio era un hombre decente; irradiaba exuberancia juvenil, salud moral. Hasta la falta de imaginación que hubiera podido leerse en su rostro lo preservaba de cierto desorden en que suelen caer temperamentos más sensibles, más enfermizos, y que es algo así como el rescate que pagan por los mismos privilegios que les fueron concedidos. Pienso en Claudio Núñez, que llevaba su refinamiento a complacerse en la mala música o en las anécdotas escabrosas, como esos caballeros que frecuentan de vez en cuando la crápula de los barrios bajos para comprobar sus diferencias. Una noche le oí exaltar «el genio de Offenbach», mientras Cecilia cantaba La boulangère a des écus. Esa noche, en la mesa, se habló del instituto. Cecilia, que había estado allí por la tarde, tuvo palabras de conmiseración para los perros y los conejos, pero se mostró inexorable con las víboras. Julio, deseoso de asombrarla, había hecho toda clase de proezas en el serpentario. Había tomado una yarará del cuello, mientras le hacía hincar los colmillos en un plato de vidrio y depositar allí su veneno; después, látigo en mano, circuló entre las corales y las serpientes de cascabel. «Se puso unas botas —agregaba Cecilia—, pero, de cualquier modo, andar entre las víboras con esa calma. Hay cosas que sólo pueden hacer los hombres. Demasiado horribles...» Claudio Núñez, entonces, habló de la vieja amistad que ha existido siempre entre la mujer y las víboras, desde las sacerdotisas

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griegas, encargadas del culto de Asclepios, y Eva en el Paraíso, hasta las bailarinas árabes. Las detalló con indiscreción.

—¿Pero dónde ha visto usted esas muchachas que bailan desnudas, cubiertas de serpientes? ¿En Túnez?

—En Montmartre —contestó Núñez—. Y en Montmartre he conocido a una rusa que tenía amores con una boa. Para entibiarle la piel, la sumergía todas las tardes en un baño con agua hirviendo y salmuera. La boa se murió.

Todos rieron. Cecilia le pedía que se callara y, como Núñez continuara hablando, le puso la mano sobre los labios. Núñez le apartó la mano, después de besársela con gran delicadeza:

—Se murió de pena, porque la rusa tuvo un capricho por el segundo violín de la orquesta Lamoureux. La boa empezó a no comer, a tener celos, a entristecerse. Son animales muy propensos a la acidia. Se dejó morir. La rusa se acordaba de ella con nostalgia. Decía: «Personne ne m'a serré si fort».

Momentos después escuchábamos la transposición musical de estas inconveniencias. Las manos de Cecilia trazaban curvas en el aire, retrocedían, se detenían en un acorde. De pronto, obedeciendo a una caprichosa inspiración, se alejaban hacia la derecha y arrancaban arabescos de sonidos sobrecargados de notas, altos, nítidos, burlones, persistentes, como si el teclado no hubiera de terminar jamás. Cantaba. Era una melopea que iba adquiriendo nitidez, volumen, y llenaba la sala. Después, atenuada hasta el pianissimo, la voz de Cecilia sabía encontrar acentos de persuasiva ternura para justificar a los maridos complacientes. El estribillo de La boulangère a des écus terminaba con estas palabras:

Que voulez-vous faire? Quand on aime, on aime tout-même Il faut bien en passer par là...

Horas después quedaba arrepentido de haber juzgado a Isabel con tanta ligereza en los últimos tiempos, porque le oí una observación que coincidía con mi manera de sentir. Yo la acompañaba hasta su casa, como todas las noches, y hubiera deseado que no llegáramos nunca a Cinco Esquinas. Sí, hubiera deseado caminar eternamente, oír eternamente el ruido de nuestros pasos en la calle silenciosa. Me parecía un ruido preferible a la música, me conmovía. Observaba las casas soñolientas, los árboles erguidos y modestos cuyo follaje se perdía en la oscuridad. Un perro blanco, taciturno, escarbaba en un tacho de basura. Pensé en la extraña confianza que podemos depositar en las cosas inanimadas, en los árboles, en los animales, y tres calles más abajo, al doblar por el palacio Miró, se me humedecieron los ojos cuando encontramos a la esperada vieja que daba de comer a los gatos del barrio. Ahí estaba, como todas las noches, apoyada en la verja, con su cuchillo y su gran envoltorio de carne. Qué mujer tan buena, pensé. Pero dije en voz alta, para dominar los maullidos de gratitud:

—¡Qué raro! E Isabel, que no se dignaba mirarla, limitándose a espantar los gatos con el bastón: —Es muy raro —contestó— el entusiasmo de Julio por el canto. Y pensar que tu

madre se complace en vivir con esa puta. A veces, cuando decía una palabra de esta especie, tomaba un aire soñador y la

pronunciaba con lentitud, haciendo un pequeño intervalo entre las sílabas, como si

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quisiera retenerla sobre los labios y olvidarse de la persona o cosa que designaba para meditar en su significado abstracto, general; como pensando: ¡Qué palabra admirable! Es, realmente, el término supremo, la flor del idioma.

Y en la entonación recogida, casi mística, con que pronunciaba las malas palabras, debía de influir el recuerdo de su padre. Delfín Heredia, según entiendo, era muy sensible a la voluptuosidad del insulto.

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XI

Isabel expresaba de muchas maneras el desdén. Con Cecilia eligió una de sus formas engañosas: la excesiva amabilidad. De improviso, como si hubiera descubierto los méritos de nuestra amiga, le prodigaba toda clase de lisonjas y la obligaba, no sólo a cantar, sino a repetir incesantemente sus canciones. Yo estaba desconcertado. ¿Escucharíamos noche tras noche, hasta el día del juicio, operetas y tonadillas de café-concert? Claudio Núñez, que abundaba siempre en el sentido de Isabel, justificaba con argumentos este súbito entusiasmo. La señora de Urdániz tenía razón. Cecilia, como las grandes cantantes, dejaba los labios inmóviles y articulaba con asombrosa nitidez. Lograba una emisión perfecta porque no hacía gestos con la boca, ya que todas las contorsiones influyen en la abertura por donde toma vuelo el sonido, y lo deforman. En las operetas, en las canciones ligeras, se podía apreciar el virtuosismo de Cecilia. Esa música adaptada negligentemente a las palabras, donde el recitado pasa de la suma lentitud a la rapidez vertiginosa, exige del cantante esfuerzos sobrehumanos. No ya de dicción: de interpretación, de inteligencia. ¡Cómo lo obliga a colaborar con el músico, a dar sentido a un texto incapaz de expresarse por sí solo! El café-concert era la verdadera escuela de los artistas líricos. En el café-concert deberían aprender todas las divas, todas las Liedersängerinnen. Y escuchábamos:

High society, high society! I would have horses with nice long tails If my papa were the prince of Wales.

Pero no he visto nada más incomprensible que la expresión extática con que Julio devoraba esas inepcias. Se pasaba las horas muertas junto al piano, soñador, indolente, inmóvil, oriental. Mi madre, entre tanto, hacía solitarios. Después, Cecilia y Julio salían a la terraza, mi madre se unía a ellos. Pero entonces Isabel llamaba a Cecilia, Cecilia repetía sus canciones, Claudio Núñez aplaudía, frenético. Todos parecían olvidar que existía otra música, la Música. Sí, yo estaba desconcertado.

Las cosas empeoraron porque Isabel decidió jugar al bridge. Yo creo que el asco que me inspiran los naipes proviene del recuerdo que me dejaron esas partidas estúpidas. Mi madre las soportaba con indulgencia. Para colmo, Isabel quería dirigir indefectiblemente la partida y su táctica consistía en pujar el remate o cambiar el palo del compañero, cualesquiera que fuesen sus cartas, si éste había declarado antes que ella. En ocasiones, al ver el muerto tendido sobre la mesa, mi madre sonreía:

—Isabel ¿por qué no te callas? Mira lo que acabas de hacerle al pobre Núñez. El pobre Núñez no se lucía en el bridge. Pero Isabel, al acabar de jugar, examinaba

con las cejas fruncidas el anotador, y cuando a Núñez lo favorecía la suerte, abría su

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bolso, colgado en el respaldo de la silla, y le pagaba a la vista de todos (llevaba siempre billetes de un peso, flamantes). Los billetes quedaban sobre la mesa; en un determinado momento, desaparecían. A mi madre le hacía gracia la rapidez con que Núñez, sin que nadie lo viera, deslizaba los billetes de la mesa a su bolsillo. Como esas noches acabábamos de jugar bastante tarde, Núñez acompañaba a Isabel hasta su casa. En cuanto ellos se iban, Cecilia y Julio irrumpían en la sala, y Cecilia le preguntaba a mi madre si sorprendió a Núñez guardándose el dinero. Mi madre contestaba que no, a pesar de haberlo vigilado rigurosamente. Núñez era prestidigitador.

Pero yo no tenía el consuelo de que me pagaran cuando había ganado. Sentada al piano, detrás de nosotros, Cecilia cantaba en voz baja para no molestarnos. A veces no se podía decir exactamente si cantaba o conversaba con Julio, porque pasaba a un registro más grave del que tenía naturalmente para que la voz perdiera color y tomase un carácter confidencial. Largos silencios separaban cada acorde. Cuando yo volvía la cabeza, Cecilia y Julio se habían ido de la sala. Entonces yo consultaba a cuántos puntos estábamos del rubber y jugaba bien o mal según conviniera que ganásemos nosotros o nuestros adversarios para decidir la partida. Llegué a contagiar esa impaciencia. Mi madre, es cierto, jugaba de una manera más ausente y perfecta que nunca; ni siquiera se molestaba en golpear sobre la mesa o enarcar las cejas cuando Isabel o Núñez se demoraban con las cartas en la mano. Pero yo la sentía inquieta. Una noche preguntó:

—¿Dónde están Cecilia y Julio? —En la terraza. Mi madre los llamó. No contestaron. —Habrán bajado al jardín. Media hora después, al verlos entrar: —Bueno —dijo mi madre—, la última mano. Uno se acuesta cada vez más tarde. A la noche siguiente se negó a jugar. Cecilia la reemplazó durante una semana, pero

la afición de Isabel por los naipes fue decreciendo. Poco a poco nos reintegramos a nuestras antiguas costumbres. Después de comer volvieron a pedirme que tocara el piano; después de comer, Julio volvió a irse no bien empezaba la música. Parecía deseoso de recuperar el tiempo perdido, y parecía también que su intimidad con Cecilia no estaba destinada a prosperar. Súbitamente, Cecilia empezó a retroceder, a disminuir de tamaño, a entrar en esa región confusa, grisácea, donde a los ojos de Julio nos hacinábamos todos nosotros excepto mi madre. Con mi madre, en cambio, Julio reanudó sus conversaciones del jardín y hasta inauguró la costumbre, cuando estábamos en la mesa, de tomarle la mano, gesto bastante asombroso en un hombre poco demostrativo. Cecilia se resignó a la nueva actitud de Julio; con mayor tacto del que yo hubiera supuesto en ella, no hizo esfuerzos para retenerlo, y casi me atrevo a decir que ahora rehuía su presencia. En esos días Isabel descubrió que el canto la fatigaba. La señora de Urdániz tenía razón, explicaba Núñez. El canto era la forma menos musical de la música porque era la menos impersonal. Después de todo, lo que buscamos en la música es una representación del cosmos antes que el hombre exista, una pequeña orgía de infinito. En el canto había un elemento humano excesivo, desmesurado. En fin, la pobre Cecilia encontraba muy pocas ocasiones de lucimiento. Yo me creía obligado a pedirle que cantara, y a veces llegué a tocar en el piano esas mismas operetas de Offenbach o de Gilbert y Sullivan. Pensándolo bien, eran bastante inocentes.

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—No comprendo —decía Cecilia— por qué deseas oír esas canciones, si en el fondo no las puedes soportar. Tienes gustos muy austeros. Julio dice que es una cuestión de edad.

—¿Has hablado de mí con Julio? Esta escena se repitió. Yo afirmaba que las canciones me divertían. —Si te divierten, tanto peor. Como dice Julio, eres demasiado joven para que te

guste la mala música. Ya Isabel no me pide que cante. ¿Adivinas por qué? —No. —Según Julio, tiene miedo que te corrompa. —No digas tonterías. —Jul... Se interrumpía: —...todos lo han notado. Otra noche nos habíamos sentado a la mesa sin esperar a Julio. Cecilia me pareció

envejecida. Después de observarla un momento bajo la luz de la lámpara, llegué a la conclusión de que se había pintado más que de costumbre. Los afeites, en aquellos tiempos, no se exponían con esa especie de candor que Baudelaire preconiza en L’art romantique, y las mujeres, como Cecilia, que se permitían usarlos pródigamente, necesitaban mantenerse alertas, sonreír, animar el semblante, aproximarse al rosado, al blanco, al azul con que se embadurnaban la cara, o sea apoyar estos recursos en otros igualmente ficticios, pero de tipo subjetivo, nervioso, destinado a dar verosimilitud a los primeros. Esa noche Cecilia no hacía el menor esfuerzo. Estaba distraída, muy lejos de la máscara brillante que ocupaba su lugar junto a nosotros. En eso avisaron por teléfono que Julio no vendría a comer. La máscara continuaba inmóvil, con los codos sobre la mesa, la mejilla reclinada en una mano. Sabía que Julio no vendría a comer. Lo comprendí instintivamente, y comprendí, entre otras cosas, por qué el nombre de Julio acudía, a pesar suyo, a los labios de Cecilia, por qué Julio y Cecilia parecían evitarse y apenas se hablaban en público. «Se hablan a solas», pensé, con una turbación originada en el recuerdo de una pregunta de Cecilia dirigida a mí: «¿Cuándo? ¿En qué momento?» Y ahora me seguía repitiendo la pregunta. Y sin turbación alguna, malévolo, perspicaz.

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XII

La fiscalía de mi padre estaba de turno en aquel mes de enero y no podíamos salir de Buenos Aires. La noche que Julio comió fuera de casa yo acompañé a Isabel, como de costumbre. Al volver, encontré a Julio que acababa de llegar del instituto y conversaba con mi madre. De los nevados arbustos de tumbergias, semiocultos por la baranda de la escalinata que se abría hasta el jardín, emanaba una fragancia excesiva.

Y el olor de las tumbergias subía hasta mi cuarto, y debió de envolverme en sus efluvios malsanos, narcóticos. Estaba dormido; sin embargo, no perdía la conciencia de mi sueño. Un frío resplandor aclaraba las tinieblas y los muebles salían de la penumbra para ofrecer sus rectas nítidas, sus densos planos grises, a esa tenue y general concomitancia. Recuerdo el intenso alivio que me dio la oscuridad, cuando pude abrir los ojos, y el tul del mosquitero rozándome la cara, cuando pude incorporarme. Me levanté, caminé unos pasos, apoyé un momento el rostro en las persianas de madera, abrí las persianas.

Ahora sentía de nuevo el olor de las tumbergias y sentía bajo los pies, en plena noche, la tibieza de los mosaicos que aún conservaban el sol de la tarde. En la galería, agigantada por la sombra, entraban los árboles de la plaza, cada vez más próximos, y las plantas del jardín, las flores invisibles, mezclaban a mi aliento su exaltado aliento vegetal. Esa noche y otras noches, en el extremo de la galería a donde me obligaba a refugiarme una súbita claridad, veía encenderse dos rombos de colores; después veía entreabrirse las persianas de Cecilia, cesar la claridad; entonces, mas que ver, adivinaba una silueta de hombre que caminaba en dirección a la escalera de servicio. Yo la seguía muy despacio, como un genio protector, temeroso de que alguien pudiese descubrirla. Eramos, puede decirse, una sola presencia humana avanzando entre las cálidas corrientes de la noche. Desde arriba, inmóvil, esperaba que la silueta cruzara el jardín para volver a mi dormitorio. Es posible que ambos, simultáneamente, cayéramos en la cama, que un minuto común nos cerrara los ojos y nos hundiera en el sueño.

Ah, esas noches del mes de enero, apasionadas, extrañas. Al día siguiente miraba con asombro la galería, el jardín, los árboles, reducidos a sus límites estrictos, empobrecidos por el sol. Había cierta deliberada inocencia, casi teatral, en el aspecto despreocupado con que me recibían todas las mañanas. La noche ¿no había dejado rastros en ellos? Porque la noche continuaba gravitando en mí. A la noche, irremediablemente, me conducían los gestos, las palabras de Julio. Y yo me asociaba a sus gestos, a sus palabras. Una vez, de sobremesa, mientras Julio retenía una mano de mi madre entre las suyas, me sorprendió como la cara de un desconocido mi propia cara, proyectada sobre los vidrios de una puerta, entre las luces del comedor. Bajé los ojos y observé mis manos deformadas por el estudio, nerviosas, demasiado expresivas, diferentes de las manos de Julio. A partir de entonces, mi apariencia física empezó a molestarme como si fuera un disfraz. Poco a poco aprendí a peinarme y pude hacerme

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correctamente el nudo de la corbata sin ayuda del espejo. Después de todo, yo era el único sitio desde donde podía prescindir de mí mismo, olvidarme. No me miraba jamás. En cambio, desde el piano del vestíbulo, levantaba los ojos, me contemplaba en el retrato. Me contemplaba atentamente, admirativamente.

¡Qué fisonomía tan franca, tan bondadosa! El mismo retrato parecía asombrado de su duplicidad, o de nuestra duplicidad, como quieran ustedes llamarla. Porque la identificación que ahora existía entre nosotros había hecho ilusoria cualquier tentativa de diálogo. Yo estudiaba, en esa época, una Sonata de Prokófiev y mis manos iban y venían por el teclado, en un arduo monólogo.

En la agregación armónica disonante, mientras me dejaba arrebatar por la masa límpida y estridente del sonido, podía distinguir la combinación arbitraria de los acordes perfectos, el empleo sabio e irregular de las apoyaturas y de los intervalos. Pensaba en Julio una y otra vez, en lo que he llamado más arriba su duplicidad. También estaba integrada por muchos sentimientos naturales, perfectos, tomados cada uno separadamente, y que ahora, reacordados en ella, percibía como una fuerza avasalladora. Había casi una virtud en afrontar impunemente la virtud, con sus principios bien establecidos y sus fórmulas dogmáticas. Julio, pasada la noche, recuperaba su candor, como los árboles, como el jardín. ¿Acaso los árboles, el jardín, no habían intervenido en el acto de las tinieblas? En su conducta, además, entraba el deseo de no hacer sufrir a mi madre. Engañaba piadosamente a mi madre, se burlaba con desenfado de las torpes maquinaciones de Isabel, lograba vencer a Isabel en su propio terreno, el terreno de la hipocresía. ¿Y no fue el deseo de completar su triunfo, conquistándole la única estima que cuenta para un hombre inteligente, la estima del adversario, lo que me indujo a despertar las sospechas de Isabel? Al principio creí haber obrado por simple distracción. Debo confesar que tengo especial indulgencia con las personas distraídas; sus olvidos y equivocaciones me conmueven, en lugar de impacientarme, y estoy pronto a disculpar a Tiberio Claudio de todos los crímenes (falsos, tal vez) que le imputa Suetonio, por haber preguntado al sentarse a la mesa poco después que hiciera ejecutar a su mujer: «¿Por qué no acude la emperatriz?» Sin embargo, es demasiado sencillo atribuir a la mera distracción mis palabras de esa noche. En estas páginas que escribo me propongo no favorecer jamás mi carácter, ni siquiera con un defecto. Isabel supo contarme que una de las prácticas que más le repugnaron al Padre Jacinto, cuando estaba en el seminario de Flavigny, era una ceremonia a que debían someterse los novicios la noche antes de profesar. El novicio se acusaba públicamente de sus pecados; si omitía alguno en la declaración, aquellos que habían sido sus confidentes, testigos o cómplices, los proclamaban en voz alta y escupían en la cara del culpable. Pues bien, yo necesitaría lectores que conocieran los motivos de mis actos, lectores clarividentes, justicieros, feroces, casi divinos, que no vacilaran en escupirme si llegara a mentir. Por eso estas páginas serán siempre inéditas. Pero acaso nunca lleguemos a mentir. Acaso la verdad sea tan rica, tan ambigua, y presida de tan lejos nuestras modestas indagaciones humanas, que todas las interpretaciones puedan canjearse y que, en honor a la verdad, lo mejor que podamos hacer es desistir del inocuo propósito de alcanzarla. En fin, ignoro si hablé distraída o deliberadamente, pero en un momento dado, al reincidir Isabel en su tema favorito y observar, con cierta acritud, el alejamiento de Julio por el canto, yo me encontré haciendo unas consideraciones bastante confusas sobre los árboles de la plaza Lavalle (en ese momento la cruzábamos).

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Pasábamos al lado de los árboles; sin embargo ¡parecían tanto más asequibles vistos por la noche, desde la galería! Por la noche, todas las cosas se aproximaban.

—Pero es de noche —dijo Isabel—. ¿A qué hora te refieres? Y como llegáramos a un foco de luz, sopló sobre la tapa de un relojito de oro que

llevaba colgado al cuello. Se lo acercó a los ojos, insistió: —Son las once. ¿A qué hora te refieres? Yo murmuré con una voz sin timbre: —Después. Isabel se detuvo. De improviso, agitó el bastón en el aire. Parecía asestar golpes de

arriba abajo a un malhechor invisible, parecía loca. Estaba haciendo señas a un taxímetro. —Hace demasiado calor para seguir caminando —dijo—. Y cuando llegamos a Cinco

Esquinas me besó en la frente, no me dejó bajar: —Te vuelves en el mismo coche, y en seguida que llegues te acuestas y duermes. No

me gusta que digas incoherencias.

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XIII

Terminaba el mes de enero y nos disponíamos a pasar el resto del verano en una quinta que Isabel tenía en Las Flores. Ese domingo fui a conocer la quinta, con Isabel y mi madre. Tomamos un tren de las 8, en Constitución; al cabo de tres horas de viaje, Isabel nos señaló unas casuarinas desde la ventanilla:

—Ahí está la quinta —dijo. Yo sentí un gran consuelo. En la estación nos esperaba un break. Otro viaje, esta vez de media hora, hasta pasar

bajo las casuarinas que habíamos distinguido desde el tren. Frente a la casa, languidecían unas dalias bajo el sol abrasador. Dentro de la casa se hacinaban camas de fierro, mesas, armarios, sillas. En las paredes se veían grandes rectángulos donde el papel floreado no estaba desteñido, pero todavía ostentaban unos carteles misteriosos y sucios, con versículos en latín. Isabel descolgó un cartel con el bastón.

—Son recuerdos de los curas —dijo. La quinta lindaba con una residencia de los jesuitas, quienes la arrendaron por seis

años e instalaron en ella un seminario. Vencido el contrato, los jesuitas la quisieron comprar, pero no se ponían de acuerdo con Isabel en el precio. Le hicieron varias ofertas. Las negociaciones duraron cerca de dos meses; ya estaban a punto de resolverse, cuando los jesuitas compraron veinte hectáreas, del otro lado de las vías del tren, y desocuparon bruscamente la quinta. En esas veinte hectáreas habían empezado a construir un seminario. Todo esto lo supe por el quintero, un hombre muy expansivo. Yo había empezado a leer en el tren El perfecto wagneriano, de Bernard Shaw, después del almuerzo me llevé el libro a la huerta y me acosté a la sombra de los damascos y ciruelos. Los frutales llegaban hasta las vías del ferrocarril. A mi derecha, por encima de las casuarinas, asomaba la cúpula barroca de la iglesia.

De vuelta a la casa encontré a mi madre con un cuaderno sobre las rodillas, escribiendo. Isabel le dictaba una lista de objetos que sería imprescindible traer de la ciudad. Era una lista muy larga.

Después llegó el pintor del pueblo y sostuvo con Isabel una prolija conversación. Se habló, entre otras cosas, de un piano vertical que podría alquilarnos la maestra. Al anochecer subimos en el mismo break que nos había llevado, acompañados por el peón del quintero y varias canastas de fruta. Tomamos el tren. Isabel había hecho reservar un camarote. Mi madre parecía desalentada. La quinta estaba llena de trastos viejos, no había un solo mueble que sirviera, era necesario pintarla, limpiarla, era imposible vivir en ella dentro de siete días. Pero Isabel, a cada objeción de mi madre, contestaba con una monotonía de alienada: «el 1° de febrero estará lista». Hasta que mi madre se echó a reír e Isabel observó que yo estaba muy flaco y que el clima de Las Flores tendría una influencia dichosa sobre mi salud. No en vano los jesuitas, que eran hombres tan lúcidos, tan prudentes, habían instalado un seminario en Las Flores. Sí, era un clima

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ideal para los muchachos flacos y yo, después de pasar una semana en Las Flores, perdería ese aspecto de perro hambriento. La palabra hambriento le debió sugerir la idea de mandarme al vagón comedor. Ellas estaban muy cansadas; comerían un poco de fruta, en el camarote. Además, tenían que hablar de otras cosas. Me destinó una mirada penetrante.

El camarero me condujo a una mesa donde estaban sentados dos jesuitas: uno joven, argentino, moreno, reservado, con anteojos de carey; otro, de más edad, español, locuaz, rubicundo, con el pelo canoso. El jesuita de más edad me saludó amablemente y entró en conversación. Cuando le dije mi nombre, me preguntó si era pariente de la señora de Urdániz: «Es una señora muy católica, gran amiga nuestra». Me ofreció vino. Momentos después se quedaba sorprendido cuando yo, contestando a sus preguntas, lo enteré de que iba al colegio nacional. Le expliqué que Isabel se había resignado a enviarme a un colegio laico porque yo necesitaba las tardes libres para estudiar el piano. Insistí en lo abstruso del problema, pero el jesuita joven intervino con aire autoritario y dijo que no había tal problema, porque en El Salvador tenían un excelente profesor de música, el Padre Atienza, y aunque me obligaran a ir a clase mañana y tarde, yo siempre encontraría un momento para estudiar el piano en el colegio mismo. El jesuita de más edad endulzó las palabras de su compañero, agregando que la música no era incompatible con una educación piadosa. Él hablaría con Isabel sobre el asunto. Y me llenó la copa de vino. Con el movimiento del tren, que marchaba a gran velocidad, la lámpara eléctrica que nos alumbraba se fue deslizando hasta el centro de la mesa y estuvo a punto de volcar mi copa. Entonces yo saqué del bolsillo El perfecto wagneriano y lo puse delante de la lámpara, para impedir que se moviera. El jesuita joven tomó el libro, miró el título y se lo pasó al de más edad, sin decir una palabra; éste lo puso de nuevo junto a la lámpara, lamentando que al sobrino de la señora de Urdániz lo complaciera la literatura protestante. Pero yo le expliqué que Bernard Shaw no era inglés, sino irlandés, y agregué que era un autor piadoso, un defensor de la iglesia católica. El jesuita de más edad pareció satisfecho y me dijo que aunque hubiera sido inglés no importaba, porque la Iglesia tenía amigos en todas partes del mundo. Cuando acabamos de comer, los dos jesuitas se levantaron. El de más edad me regaló una medallita de San Luis Gonzaga, patrono de los jóvenes, recomendándome que conservara mi pureza y le rezara todas las noches. «Muy pronto —dijo— tendrás noticias mías.» Quise leer, pero al cabo de un momento observé que en los cristales de la ventanilla se reflejaba el vacío rosado de la lámpara, un brazo, la mano, el libro. Entonces, armándome de valor, resolví mirarme a la cara. Soy Delfín Heredia, pensé. No lo puedo negar.

Tenía las mejillas ardientes. Llegamos a casa después de las once; nadie nos esperaba. Fatigado por el día de

campo, por el vino del tren, me dormí en seguida y soñé con la quinta de Las Flores. En el sueño, mi madre, seducida por las excelencias de la quinta, quería que nos fuésemos esa misma noche. Yo protestaba: «Pero en el tren decías todo lo contrario.» «Isabel me ha convencido», contestaba mi madre. Yo le rogaba que esperásemos hasta mañana porque estaba muy cansado para levantarme. «No, ahora mismo», contestaba mi madre; como le replicara que no había tren: «No importa, iremos en el coche de caballos; los caballos, aunque no parezca, son muy veloces. Nos acompañan Isabel y tu profesor de piano.» «¿Lo llevamos a Núñez?», le pregunté. «¿Quién habla de Núñez?», me contestó mi madre. «¡Tu nuevo profesor de piano, el Padre Atienza!» Yo le pregunté

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si estaba loca, y mi madre me contestó que el loco era yo, para faltarle de esa manera al respeto, pero ella me disculpaba porque comprendía que aún no estaba despierto.

Un rayo de luna se filtraba por las persianas. Oí pasos en la galería y la voz de mi madre:

—Cecilia, ¿estás despierta? Giró una llave y se abrió la puerta de mi dormitorio que comunicaba con el cuarto de

baño. Entonces vi pasar a Julio, lo vi detenerse durante un instante, de perfil contra el fondo gris claro de las persianas de madera. Después caminó unos pasos, abrió la otra puerta que daba a la escalera de servicio y la cerró suavemente tras de sí.

Me levanté al cabo de un momento, moví muy despacio la falleba de las persianas. En el extremo de la galería me sorprendió una especie de cascada de agua muy blanca que saltaba por los cristales abiertos y corría por el suelo. Era el batón de puntillas de mi madre.

Estaba de espaldas, con la cabeza hundida entre los hombros, en el mismo sitio y a la misma hora en que yo me apostaba todas las noches hasta que Julio cruzaba el jardín.

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XIV

El sudor me corría por la espalda mientras hacía ejercicios de sextas y terceras, o tocaba con una rapidez antimusical, inverosímil, los pasajes más veloces de la Sonata de Prokófiev. Con el estrépito del piano lograba sofocar el ruido de la casa; a veces, al descansar un momento y mirar a mi alrededor, descubría que habían desarmado una biblioteca del vestíbulo o se habían llevado los sillones. En ese desorden general, entre tantas otras cosas, flotaron los baúles mundos de Cecilia y sus cajas de sombreros. Nuestra amiga se fue una tarde, dejando entrever que volvería muy pronto. María Alberti había llegado del Brasil. Cecilia iba a pasar el verano con ella, en una estancia del sur de Córdoba.

En la mesa había dos asientos vacíos, porque Julio almorzaba y comía fuera de casa. Por las tardes, cuando llegaba del instituto, permanecía encerrado en su laboratorio hasta el momento de salir.

Mi madre andaba de un lado a otro, vigilando los últimos preparativos de nuestro viaje. A la hora de comer hacía esfuerzos visibles para responder a las atenciones que Isabel tenía con ella, y me conmovía la gravedad de sus ojos que no participaban en sus sonrisas de agradecimiento. Tenía esa mirada fija de las personas que no duermen, y estaba más pálida, más hermosa que de costumbre. Su voz, sus actitudes, habían adquirido una dignidad melancólica que se avenía con sus rasgos físicos. Yo me reprochaba su belleza y buscaba un refugio en el piano. Necesitaba confesar mi culpa de algún modo, liberarme, impedir que al amparo del silenció continuase germinando en mi alma como un fermento en un vaso cerrado. Sí, buscaba inútilmente un refugio en el piano. Ya no me bastaba la música, ese monólogo estéril frente al retrato.

Al día siguiente nos íbamos a Las Flores. Esa tarde subí al departamento de Julio y pasé directamente al dormitorio. Observé la estrecha cama y el mosquitero atado a los barrotes blancos, que la hacía parecer más estrecha aún. En la cabecera, enganchada a un crucifijo, se veía otra cruz, hecha con una palma verde, y ya un poco amarilla, de ésas que se reparten en los atrios de las iglesias el domingo de ramos. Sobre la cómoda, tras los frascos, los cepillos y un retrato de mi madre, se alineaban varias copas de metal plateado. Pensé que Julio, cuando tenía mi edad, estaba interno en un colegio de Ramos Mejía, y pensé que en las bibliotecas del cuarto contiguo, entre tantos libros de ciencia, la literatura estaba representada exclusivamente por varios tomos que contenían las aventuras completas de Sherlock Holmes. Hasta entonces, deslumbrado por los certificados de estudio y los diplomas de honor que agobiaban las paredes de ese cuarto, y por las ratas, las damajuanas de agua, los frascos y las balanzas del laboratorio, no había reparado jamás en el dormitorio de Julio. Ahora, con cierto asombro un poco estúpido, comprobaba que había una cama, dos cruces, una cómoda, un retrato de mi madre, y seis, siete, ocho copas de metal plateado. Abrí un placard y contemplé a poca distancia del suelo, sobre dos barrotes colocados a diferente altura, una cantidad

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impresionante de zapatos distendidos en sus hormas y cuidadosamente lustrados. Pero pude ver por el balcón la silueta de Julio que atravesaba el jardín. Tuve tiempo de cerrar el placard y pasar al laboratorio.

Había resuelto esperarlo allí. Vacilé, pensé que sería mejor ocultarme tras los armarios de las ratas, deslizarme fuera cuando Julio hubiera pasado a su dormitorio y sólo entonces aparecer, como si llegara en ese momento. Pero Julio (yo lo veía por una hendija que había entre los armarios de las ratas) pareció observar con mal humor que la puerta estuviera abierta; la cerró violentamente, echó llave a la puerta. Ya no era cuestión de tener esa tarde una entrevista con Julio, esa tarde ni otra tarde, por lo menos hasta pasado el verano. Me resigné, pues, a esperar que Julio se fuera para irme yo también. Digo mal me resigné: la verdad es que me adapté jovialmente a la nueva situación. Así como algunas personas emplean todas sus energías en resistirse a las circunstancias, yo estoy siempre dispuesto a facilitarles la tarea. Me abandono a ellas, me dejo vencer por ellas —con entusiasmo, con lirismo. Soy amigo de las circunstancias.

Esa tarde los remordimientos me habían conducido al laboratorio de Julio. Me movía un deseo imperioso de mortificación, de expiación. Recordaba nuestros diálogos musicales de otra época, y esperaba que de una entrevista con Julio saldría purificado como de las aguas de un milagroso Jordán. Ahora no íbamos a conversar, sino a confesarnos. Rivalizaríamos en humildad, en clarividencia. Y el perdón de nuestras culpas llegaría después de habernos juzgado, el uno al otro, con la máxima severidad.

Un gesto de esta clase excluye toda deliberación. Necesita ser espontáneo, incontenible. Ya no lo era, no podía serlo. Entonces, como me sucede siempre que acato el ritmo de las cosas, paso de un estado de ánimo al opuesto y abandono sin nostalgia el proyecto acariciado en largas horas de meditación, comprendí que obedecía a razones mías profundas que a encontrar ese gesto inadecuado en quien ha permanecido escondido durante cinco minutos y sale vergonzosamente, por temor a que lo descubran, tras de dos grandes armarios llenos de ratas. De los hechos que me atormentaban sólo podía librarme por los hechos mismos que traerían su propio antídoto, su virtud exorcisante y purgativa. En el mejor de los casos, la confesión imaginada hubiera sido ineficaz.

Hacía estas reflexiones mientras se adueñaba de mi alma el personaje identificado con Julio. Mañana, pensaba, nos vamos a Las Flores y aquí queda el retrato. Pasaré dos meses, tres meses sin verlo. Tengo derecho a contemplarlo esta tarde. Entregado a mi función de espectador, hasta llegué a olvidarme de ser espectador para no tener conciencia sino de ese hombre alto y rubio, parado frente a mí, que observaba con fastidio una puerta y en el cual estaba yo encarnado, quizá por última vez. Lo vi desaparecer en el dormitorio, oí el ruido del agua que caía en la bañadera y el ruido de sus pasos que hacían crujir los tablones del piso, esos pasos blandos, torpes, confiados, de las personas que andan desnudas entre cuatro paredes, sin sospechar que las miran. En efecto, cuando Julio entró al laboratorio estaba desnudo y llevaba en la mano la camisa que se acababa de quitar. Al sentarse, se refregó la camisa por las axilas y la tiró lejos. Así, ante su mesa de trabajo, abstraído, sudado, escultórico, ligeramente obeso, repugnante, se puso a tallar con el cortaplumas el minúsculo cráneo de una rata. La carne húmeda, en contacto con el cuero de la silla y la dura superficie de la mesa, así como el vello lustroso que a uno y otro lado le acentuaba el modelado del pecho, contribuían a darme esta sensación de repugnancia. Después le vi buscar a tientas un cigarrillo en una lata cilíndrica; lo encendió, le dio varias pitadas, lo dejó en el cenicero.

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Se levantó, pasó a mi lado. Era imposible que no me descubriera, pero en ese momento me pareció muy natural, a tal punto había conseguido olvidarme de mí mismo. (La repugnancia que señalo más arriba, y que pocas veces me inspiran los otros, a menudo la siento por mi propia persona.) En fin, es el caso que Julio pasó a mi lado sin verme y yo lo vi pasar sin ningún sobresalto. Sacó de la heladera una jarra con agua, un pedazo de hielo, dos limones. Buscó un vaso, un azucarero. Cortó el hielo y los limones con el mismo cortaplumas con que había estado puliendo el cráneo de la rata, exprimió los limones, echó agua, hielo y azúcar en el vaso. En ese momento llamaron a la puerta.

—Ya va —dijo Julio. Desapareció, cesó el ruido del agua en la bañadera. Al cabo de un instante lo vi

avanzar en pijama y zapatillas.

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XV

Mi madre entró al laboratorio y se detuvo a pocos pasos de la puerta. —He venido a despedirme —dijo. Julio exclamó: —¿A despedirte? —Nos vamos mañana. Julio la tomó en los brazos, la besó. Mi madre ladeaba la cara para evitar sus

caricias, pero él la obligó a sentarse y empezó a decirle que tenía el propósito de verla esa misma noche, que nunca la hubiera dejado partir sin una palabra de adiós. Esta afirmación estaba desmentida por su actitud de la última semana y por su asombro reciente, cuando mi madre le anunció nuestro viaje. Y la repugnancia que yo había sentido un momento antes, se apoderaba nuevamente de mí. Descubría en Julio un aspecto blando, equívoco. ¿Cómo podré expresar la ternura de su acento, las vibraciones ficticias de su voz? Ahí estaba, halagando a mi madre, echando mano de esos recursos inescrupulosos, poco viriles, que son, sin embargo, un índice de virilidad, porque el hombre sólo puede adquirirlos mediante un largo aprendizaje con las mujeres. Mi madre se puso de pie.

—Cuando estemos de vuelta, a principios de abril, no quiero encontrarte en esta casa.

Julio levantó la cabeza; balbuceaba. —Te pido perdón. Cecilia era tu amiga. Mi madre lo interrumpió, colérica: —No me importa que tuvieras amores con Cecilia Eso es asunto de ustedes. Se había vuelto a sentar, había cruzado los brazos. Yo le veía los dedos largos,

nerviosos, con un anillo que conocía perfectamente bien. —No pensaba que fueras capaz de simular, de calcular. En Delfín, que es hijo mío,

un proceder semejante me habría ofendido menos. Y yo comprendía, al escucharla, que mi madre había subido al laboratorio para

convencerse de que existía un Julio a quien su propia conducta había dejado tan ultrajado como a ella. ¿No somos, acaso, las primeras víctimas de nuestros actos? ¿Y qué otra cosa hacemos, al juzgarlos con severidad, sino salir en nuestra defensa? De ahí que haya siempre algo irrisorio en un hombre que pide perdón. Sólo a él le incumbe perdonarse, y el perdón es subsiguiente a esa mirada escrutadora que mide, paso a paso, la distancia que ha debido franquear hasta cometer el hecho que se le imputa. Ahora, fuera de sí mismo, desde la exacta perspectiva que da el alejamiento, añora su ya perdida integridad moral. Es verdad que aún puede recobrarla, dolorosamente.

Reflexionaba en medio de una gran exaltación. Y la exaltación, que me permitía discernir con acuidad mis sentimientos, me descorazonaba ante la idea de formularlos. Entonces, como sucede en esos casos en que parecemos ceder la palabra a un enemigo

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cuyo único objeto es expresar exactamente lo contrario de lo que sentimos, escuchaba la voz de Julio, más que nunca mi propia voz y, a la vez, tan indiferente, tan ajena a mi estado de ánimo como las ratas que oía removerse en los armarios, arañar las mallas de alambre o golpear con sus gruesas colas los estantes de madera.

—Una vez más, te pido que me perdones. Y mi madre: —Pero Julio, no tengo nada que perdonarte. Si deseo que no estés en la casa cuando

nosotros volvamos, es porque no quiero verte tal cual eres. En realidad, no me has engañado. Yo misma me he engañado. Desde chico, pensaba que tendrías otros defectos, pero que nunca serías un hipócrita. Gracias a ti, había conseguido librarme de una rebelión constante en que he vivido contra la mentira. Te creía limpio de corazón, leal. Te creía mi hijo. Y ahora descubro, sencillamente, que eres el hijo de Antonio, el sobrino de Isabel. Eres idéntico a Isabel, eres idéntico a los Heredia. Ni siquiera eso, ni siquiera tienes las cualidades de tus defectos. Porque los Heredia, después de todo, comprenderían mis reproches, son sensibles. Tú no comprendes.

Y mi madre pareció aliviada al decir que Julio no tenía ninguna de las cualidades de los Heredia. Por sus ojos pasó una luz de simpatía, casi de ternura, cuando Julio le contestó con las únicas palabras que yo hubiera pronunciado en su lugar:

—Pero entonces ¿qué quieres que haga? ¿Que me mate? —Adiós —le dijo mi madre—. Haz de cuenta que no te he dicho nada. Quédate

tranquilo. Y todavía, antes de cerrar la puerta, volvió a decir: —Hasta el mes de abril pueden suceder muchas cosas. Quédate tranquilo. Julio no se levantó para acompañarla, y se puso a remover el vaso con limón

exprimido que había sobre la mesa. Aún quedaba un pedazo de hielo; la cucharilla lo hacía chocar alegremente contra el vidrio. Yo aparecí en ese momento.

Julio me observaba. Poco a poco, el estupor de los primeros segundos fue cediendo ante una furia que iluminaba todo su rostro. Nunca he visto un rostro a tal punto inspirado por la furia. A veces lo tenía muy cerca del mío, y cuando una metralla de insultos, al cegarme, me privaba de su resplandor, con una mano me tomaban del cuello de la camisa y el rostro se acercaba de nuevo. Y a la par que mi abyección, yo sentía su grandeza, su terrible grandeza, su brillo sobrenatural, y le iba dictando, uno tras otro, los mismos insultos que me dirigía. Al fin me tumbaron de un puñetazo en el sillón donde estuvo sentada mi madre. El rostro pareció alejarse. Julio lanzó una carcajada insolente:

—Ahora puedes irte a tocar el piano, y a contárselo a Isabel. Se aproximó el vaso a los labios, pero vaciló, lo volvió a dejar sobre la mesa y me dio

la espalda. Yo me cubría la cara con las manos, gimiendo. Me sentía castigado a la vez que apaciguado, y recuerdo que tuve la sensación de apaciguarme del todo cuando tomé un frasco (lo había observado por entre los dedos, un momento antes, mientras me cubría la cara con las manos), levanté el tapón y eché en el vaso la mitad de su contenido. Después me volví a cubrir la cara, continué gimiendo. Mis sollozos, posiblemente, atrajeron la atención de Julio.

—¿Todavía estás ahí? —vociferó—. ¡Querrás irte de una vez por todas!

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Y me fui, dejándolo entregado a la tarea de pesar sus ratas que se quedaban sobre la mesa, muy tranquilas, esperando turno para subir a la balanza.

Una de estas ratas bajó las escaleras, atravesó el jardín y llegó a la cocina. Cuando subieron a encerrarla en el armario, encontraron a Julio de bruces en el suelo, junto a su mesa de trabajo.

Se había envenenado con una solución de aconitina al diez por ciento.

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Sombras suele vestir

El sueño, autor de representaciones,

en su teatro sobre el viento armado

sombras suele vestir de bulto bello.

GÓNGORA.

I

—Lo echaré de menos; lo quiero como a un hijo —dijo doña Carmen.

Le contestaron:

—Sí, usted ha sido muy buena con él. Pero es lo mejor.

En los últimos tiempos, cuando iba al inquilinato de la calle Paso, rehuía la mirada de doña Carmen para no turbar esa vaga somnolencia que había llegado a convertirse en su estado de ánimo definitivo. Hoy, como de costumbre, detuvo los ojos en Raúl. El muchacho ovillaba una madeja de lana dispuesta en el respaldo de dos sillas; podía aparentar veinte años, a lo sumo, y tenía esa expresión atónita de las estatuas, llena de dulzura y desapego. De la cabeza de Raúl pasó al delantal de la mujer; observó los cuatro dedos tenaces, plegados sobre cada bolsillo; paulatinamente llegó al rostro de doña Carmen. Pensó con asombro: "Eran ilusiones mías. Nunca la he odiado, quizá."

Y también pensó, con tristeza: "No volveré a la calle Paso."

Había muchos muebles en el cuarto de doña Carmen; algunos pertenecían a Jacinta: el escritorio de caoba donde su madre hacía complicados solitarios o escribía cartas aun más complicadas a los amigos de su marido pidiéndoles dinero; el sillón, con el relleno asomando por las aberturas... Observaba con interés el espectáculo de la miseria. Desde lejos parecía un bloque negro, reacio; poco a poco iban surgiendo penumbras amistosas (Jacinta no carecía de experiencia) y se distinguían las sombras claras de los nichos donde era posible refugiarse. La miseria no estaba reñida con momentos de intensa felicidad.

Recordó una época en que su hermano no quería comer. Para conseguir que probara algún bocado necesitaban esconder un plato de carne debajo del ropero, en un cajón del escritorio... Raúl se levantaba por la noche: al día siguiente aparecía el plato vacío, donde ellas lo dejaron. Por eso, después de comer, mientras el muchacho tomaba fresco en la vereda, madre e hija discurrían algún escondite. Y Jacinta evocó una mañana de otoño. Oía gemidos en la pieza contigua. Entró, se aproximó a su madre, sentada en el sillón, le separó las manos de la cara y le vio el semblante contraído, deformado por la risa.

La señora de Vélez no podía recordar dónde había ocultado el plato la noche anterior.

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Su madre se adaptaba a todas las circunstancias con una jovial sabiduría infantil. Nada la tomaba de sorpresa y, por eso, cada nueva desgracia encontraba el terreno preparado. Imposible decir en qué momento había sobrevenido, a tal punto se hacía instantáneamente familiar, y lo que fue una alteración, un vicio, pasaba de manera insensible a convertirse en ley, en norma, en propiedad connatural de la vida misma. Como un político y un guerrero famosos, conversando en la embajada de Inglaterra, eran para Delacroix dos pedazos rutilantes de la naturaleza visible, un hombre azul al lado de un hombre rojo, las cosas, contempladas por su madre, parecían despojarse de todo significado moral o convencional, perdían su veneno, se sustituían las unas por las otras y alcanzaban una especie de categoría metafísica, de pureza trascendente que las nivelaba.

Pensaba en el aire secreto y un poco ridículo que adoptó doña Carmen cuando la condujo a casa de María Reinoso. Era un departamento interior. En la puerta había una chapa de bronce que decía: Reinoso. Comisiones. Antes de entrar, mientras caminaban por el largo pasillo, doña Carmen balbuceó unas palabras: le aconsejaba que no hablara de María Reinoso con su madre, y Jacinta, al vislumbrar un destello de inocencia en esa mujer tan astuta, reflexionó en la capacidad de ilusión, en la innata afición al melodrama que tienen las llamadas “clases bajas”. Pero ¿le hubiera importado tan poco a su madre, en realidad? Nunca lo sabría. Ya era imposible decírselo.

Empezó a ir a casa de María Reinoso. Doña Carmen no tuvo que mantenerlos (desde hacía más de un año sin que nadie supiera por qué, subvenía a las necesidades de la familia Vélez ). Sin embargo, no era tan fácil evitar a la encargada del inquilinato. Jacinta tropezaba con ella, conversando con los proveedores en el amplio zaguán a que daban las puertas, o la encontraba instalada en su propio cuarto. ¿Cómo sacarla de allí? Por lo demás, gracias a la encargada del inquilinato había un poco de orden en las tres habitaciones que ocupaban Jacinta, su madre y su hermano. Doña Carmen, una vez por semana, lanzaba sobre la familia Vélez el embate de su actividad: abría las puertas, fregaba el piso y los muebles con una suerte de rabia contenida; en el patio, ante los ojos de los vecinos, salía a relucir el impudor de los colchones y de la dudosa ropa de cama. Ellos se sometían, entre agradecidos y avergonzados. Pasada esa ráfaga, el desorden comenzaba a envolverlos en su tibia, resistente complicación.

Jacinta la encontraba tejiendo, sentada junto a su madre. El primer día que Jacinta conoció a María Reinoso, doña Carmen trató de cambiar impresiones con ella. Jacinta contestó con monosílabos. Pero la presencia aun silenciosa de la encargada del inquilinato tenía la virtud de transportarla a la otra casa, de donde acababa de salir. Y Jacinta, aquellas tardes, después de apaciguar los deseos de algún hombre, también necesitaba apaciguarse, olvidar; necesitaba perderse en ese mundo infinito y desolado que creaban su madre y Raúl. La señora de Vélez hacía el Metternich o el Napoleón. Barajaba los naipes y cubría la mesa de números rojos y negros, de parejas de hombres y mujeres sin cuello, llenos de coronas y estandartes, que compartían su melancólica grandeza en la breve cartulina. De tiempo en tiempo, sin dejar de jugar, aludía a minucias cuya posesión nadie hubiera deseado disputarle, o a sus parientes y amigos de otra época que no la trataban desde hacía veinte años y quizá la creían muerta. A veces,

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Raúl se detenía junto a su madre. De pie, con la mejilla apoyada en una mano y el codo sostenido en la otra, seguían la lenta trayectoria de las cartas. La señora de Vélez, para distraerlo, lo hacía intervenir en un afectuoso monólogo entrecortado por silencios jadeantes dentro de los cuales sus palabras parecían prolongarse y perder todo sentido. Decía:

—Barajemos. Aquí está la reina. Ya podemos sacar el valet. De perfil, con el pelo negro, el valet de pique se te parece. Un joven moreno de ojos claros, como diría doña Carmen, que echa tan bien las cartas. Una vuelta mas, esta vez muy despacio. En fin, el Napoleón va en camino de salir. Y es difícil. ¿Nos sucederá algo malo? Una vez, en Aix-les Bains, lo saqué tres veces en la misma noche y al día siguiente se declaró la guerra. Tuvimos que escapar a Génova y tomar un buque mercante, "tous feux éteints" Y yo seguía haciendo el Napoleón —trébol sobre trébol ocho sobre nueve. ¿Dónde está el diez de pique?— con un miedo horrible de las minas y los submarinos. Tu pobre padre me decía: "Tienes la esperanza de sacar el Napoleón para que naufraguemos. Confías, pero en tu mala suerte..."

El narcótico empezaba a operar sobre los nervios de Jacinta. Se aquietaba el tumulto de impresiones recientes formado por tantas partículas atrozmente activas que luchaban entre sí y aportaban cada una su propia evidencia, su minúscula realidad. Jacinta sentía el cansancio apoderarse de ella, borrar los vestigios del hombre con quien estuvo dos horas antes en casa de María Reinoso, nublar el pasado inmediato con sus mil imágenes, sus gestos, sus olores, sus palabras, y empezaba a no distinguir la línea de demarcación entre ese cansancio al cual se entregaba un poco solemnemente y el descanso supremo. Entreabriendo los ojos, miró a sus dos queridos fantasmas en esa atmósfera gris. La señora de Vélez había terminado de jugar. La lámpara iluminaba sus manos inertes, todavía apoyadas en la mesa. Raúl continuaba de pie, pero las barajas, diseminadas sobre el tafilete amarillento, habían dejado de interesarlo. Doña Carmen estaría a su lado, posiblemente a su derecha. Jacinta, para verla, hubiese necesitado volver la cabeza. ¿Estaba doña Carmen a su lado? Tenía la sensación de haber eludido su presencia, tal vez para siempre. Había entrado en un ámbito que la encargada del inquilinato no podía franquear. Y la paz se hacía por momentos más íntima, más aguda, más punzante. En plena beatitud, con la cabeza echada para atrás hasta tocar con la nuca en el respaldo, los ojos ausentes, las comisuras de los labios distendidos hacia arriba. Jacinta mostraba la expresión de un enfermo quemado, purificado por la fiebre, en el preciso instante en que la fiebre lo abandona y deja de sufrir.

Doña Carmen continuaba tejiendo. De cuando en cuando el vaivén de las agujas imprimía un temblor subrepticio, casi animal, a través del largo hilo imperceptible, al grueso ovillo de lana que yacía junto a sus pies. Como el sopor de los leones de piedra que guardan los portales, con una bocha entre las patas, su indiferencia tenía algo de engañoso y parecía destinada a descargarse en una súbita actividad. Jacinta, de pronto, advierte que la atmósfera se llena de pensamientos hostiles. Doña Carmen la recupera, y María Reinoso, y los diálogos que sostienen las dos mujeres.

Una tarde, cuando salían de casa de María Reinoso, las había sorprendido conversando desde una puerta entreabierta. Ambas callaron, pero Jacinta tuvo la certeza de que hablaban de ella. Los ojos de doña Carmen eran pequeños, con el iris tan oscuro que se confundía con la pupila. Al observar a las personas, éstas se advertían escudriñadas sin

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que pudieran defenderse, observando a su vez, porque esos ojos opacos interceptaban el tácito canje de impresiones que es una mirada recíproca. La tarde que las sorprendió, los ojos de doña Carmen se habían concedido un descanso: brillaban, muy abiertos, y a esas dos rejillas complacientes iban a parar los comentarios de María Reinoso, que alargaba hasta la encargada del inquilinato su rostro anémico, con la boca aún torcida por las palabras obscenas que acababa de pronunciar.

No aborrecía sus encuentros en casa de María Reinoso. Le permitieron independizarse de doña Carmen, mantener a su familia. Además, eran encuentros inexistentes: el silencio los aniquilaba. Jacinta sentíase libre, limpia de sus actos en el plano intelectual. Pero las cosas cambiaron a partir de esa tarde. Comprendió que alguien registraba, interpretaba sus actos; ahora el silencio mismo parecía conservarlos, y los hombres anhelosos y distantes a los cuales se prostituía, empezaron a gravitar extrañamente en su conciencia. Doña Carmen hacía surgir la imagen de una Jacinta degradada, unida a ellos; quizá la imagen verdadera de Jacinta; una Jacinta creada por los otros y que por eso mismo escapaba a su dominio, que la vencía de antemano al comunicarle la postración que nos invade frente a lo irreparable. Entonces, en vez de terminar con ella, Jacinta se dedicó a sufrir por ella, como si el sufrimiento fuera el único medio que tenía a su alcance para rescatarla, y a medida que sufría obraba de tal modo que conseguía infundirle una exasperada realidad. Abandonó toda aspiración a cambiar de género de vida. Ya no hizo más esfuerzos. Había empezado a traducir una obra del inglés. Eran capítulos de un libro científico, en parte inédito, que aparecían conjuntamente en varias revistas médicas del mundo. Una vez por semana le entregaban alrededor de treinta páginas impresas en mimeógrafo, y cuando ella las devolvía traducidas y copiadas a máquina (compró una máquina de escribir en un remate del Banco Municipal), le entregaban otras tantas. Fue a la agencia de traducciones, devolvió los últimos capítulos, no aceptó otros.

Le pidió a doña Carmen que vendiera la máquina de escribir.

Llegó el día en que la señora de Vélez se acostó entre un fragante desorden de junquillos, varas de nardos, fresias y gladiolos. El médico de barrio, a quien doña Carmen arrancó de la cama esa madrugada, diagnosticó una embolia pulmonar. La ceremonia fúnebre se llevó a cabo en el primer departamento, al lado de la puerta de calle, que con ese fin cedió una vecina. Los inquilinos entraban al cuarto de puntillas y una vez junto al ataúd dejaban caer sus miradas sobre el rostro de la señora de Vélez con todo el estrépito que habían contenido en sus pasos. Pero a la señora de Vélez no parecían molestarle esas miradas, ni los cuchicheos de los condolientes (sentados en torno a Jacinta y Raúl) ni el ir y venir de doña Carmen que distribuía con sigilo infructuoso tazas de café, arreglaba coronas de palmas o disponía nuevos ramitos al pie del ataúd. En un momento dado, Jacinta salió de la rueda fue a la portería, marcó un número en el teléfono.

Después dijo en voz muy baja:

—¿No ha preguntado nadie por mí?

—Ayer —le contentaron— habló Stocker para verla a usted hoy a las siete. Quedó en hablar de nuevo. Me pareció inútil llamarla.

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—Dígale que voy a ir. Gracias.

Fue el comienzo de una tarde difícil de olvidar. Primero, en el cuarto de su madre, Jacinta permaneció largo rato con los sentidos anormalmente despiertos, ajena a todo y a la vez de todo muy consciente, cernida sobre el propio cuerpo y los objetos familiares que se animaban con una vida ficticia en honor a ella, refulgían, ostentaban sus planos lógicos, sus rigurosas tres dimensiones. “Quieren ser mis amigos —no pudo menos de pensar— y hacen esfuerzos para que yo los vea”, porque este aspecto inesperado parecía corresponder a la identidad secreta de los objetos mismos y a la vez coincidir con su yo recóndito. Dio algunos pasos por el cuarto mientras perduraba en sus labios, con toda la agresividad de una presencia extraña, el gusto del café. “Y yo no los miraba. La costumbre me alejaba de ellos. Hoy los veo por primera vez”.

Y, sin embargo, los reconocía. Ahí estaba ese extravagante mueble barroco (los dos mazos de naipes sobre el tafilete amarillento) que terminaba en una repisa con un espejo incrustado. Ahí estaban las medicinas de su madre, un frasco de digital, un vaso, una jarra con agua. Y ahí estaba ella en el espejo, con su cara de planos vacilantes, sus rasgos inocentes y finos. Todavía joven. Pero los ojos, de un gris indeciso, habían envejecido antes que el resto de su persona. “Tengo ojos de muerta”. Pensó en los ojos de su madre, guarecidos bajo una doble cortina de párpados venosos, en los de Raúl. “No; son miradas distintas, no tienen nada en común con la mía.” Había en sus ojos el orgullo de los que son señores y dueños de su propio rostro, pero ya la estrofa final asomaba en ellos: azucenas que se pudren, una especie de clarividencia inútil que se complace en su falta de aplicación. Le traían reminiscencias de otras personas, de alguien, de algo. ¿Dónde había visto una mirada igual? Durante un segundo su memoria giró en el vacío. En un cuadro, tal vez. El vacío se fue llenando, adquirió tonalidades azules, rosadas. Jacinta apartó los ojos del espejo y vio abrirse ante ella un balcón sobre un fondo nocturno, vio ánforas, perros extáticos, más animales: un pavo real, palomas blancas y grises. Era Las dos cortesanas, del Carpaccio.

Y ahí estaba Stocker, en el departamento de María Reinoso. Tenía una cara percudida y un cuerpo juvenil muy blanco, que la ropa falsamente modesta parecía destinada esencialmente a proteger. Cuando se la quitaba sin prisa, doblándola con esmero, verificando el lugar en que dejaba cada prenda de vestir, conquistaba la infancia. Surgía más desnudo que los otros hombres, más vulnerable: un niño casi desinteresado de Jacinta que acariciaba las distintas partes del cuerpo de ella sin preocuparse por el nexo humano que las vinculaba entre sí, como quien toma objetos de acá y de allá para celebrar un culto sólo por él conocido y después de usarlos los va dejando cuidadosamente en su sitio. Una atención casi dolorosa se reflejaba en su semblante: lo contrario del deseo de olvidar, de aniquilarse en el placer. Se hubiera dicho que buscaba algo, no en ella sino en sí mismo, y también, a pesar del ritmo mecánico que ya no podía graduar a voluntad, se lo hubiera tenido por inmóvil, a tal punto su expresión era contenida, vuelta hacia dentro, al acecho de ese segundo fulgurante de cuya súbita iluminación esperaba la respuesta a una pregunta insistentemente formulada.

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Él había recobrado su aire perplejo. Ella pensaba con amargura en el retorno a los vecinos, al olor de las flores, al ataúd. Pero el hombre no mostraba deseos de irse. Caminó por el cuarto, se instaló en un sillón, a los pies de la cama. Cuando Jacinta quiso dar por terminada la entrevista, la obligó a sentarse de nuevo apoyando sus manos en los hombros de ella.

—Y ahora —dijo—, ¿qué piensa usted hacer? ¿No le queda nadie más?

—Mi hermano.

—Su hermano, es verdad. Pero es...

Aunque no las hubiera pronunciado, las palabras idiota o imbécil flotaban en el aire. Jacinta sintió necesidad de disiparlas. Repitió una frase de su madre:

—Es un inocente, como el de L'Arlésienne.

Y se echó a llorar.

Estaba sentada en el borde de la cama. El cobertor doblado en cuatro y, debajo, las sábanas que momentos antes habían rechazado ellos mismos con los pies, formaban un montículo que la obligaba a encorvar las espaldas, siguiendo una línea un poco vencida, a fijar los ojos en el fieltro gris que cubría el piso, y desaparecía debajo de la cama, de un gris muy claro, bañado de luz, en el centro del cuarto. Tal vez esta posición de su cuerpo motivó sus lágrimas. Sus lágrimas resbalaban por sus mejillas, la arrastraban cuesta abajo, la impulsaban solapadamente a confundirse con el agua gris del fieltro, en un estado de disolución semejante al que sentía por las tardes cuando su madre hacía solitarios y hablaba sin cesar, dirigiéndose a Raúl. Y en la nuca, en las espaldas, sentía también el leve peso de una lluvia dulce, penetrante. El hombre le decía:

—No llore. Escúcheme: le propongo algo que puede parecerle extraño. Yo vivo solo. Véngase a vivir conmigo.

Después, como respondiendo a una objeción:

—Habremos de entendernos. En fin, lo espero, quiero creerlo. Hay serpientes, ratones y buhos que fraternizan en la misma cueva ¿Qué nos impide fraternizar a nosotros?

Y después, cada vez más insistente:

—Contésteme ¿Vendrá usted? No llore, no se preocupe por su hermano. De momento, que ahí quede, donde está. Ya veremos, más adelante, lo que puedo hacer por él.

“Más adelante” había sido el sanatorio.

II

El sufrimiento ajeno le inspiraba demasiado respeto para intentar consolarlo. Bernardo Stocker no se atrevía a ponerse del lado de la víctima y sustraerla al dominio del dolor. Por un poco más se hubiera conducido como esos indígenas de ciertas tribus africanas que cuando algunos de entre ellos cae accidentalmente al agua golpean al infeliz con los remos y alejan la chalupa, impidiendo que se salve. En la corriente y los reptiles reconocen la cólera divina ¿es posible luchar con las potencias invisibles? Su compañero ya está condenado ¿prestarle ayuda no significa colocarse, con respecto a ellas, en un temerario pie de igualdad? Así, llevado por sus escrúpulos, Bernardo Stocker aprendió a

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desconfiar de los impulsos generosos. Más tarde había conseguido reprimirlos. Compadecemos al prójimo, pensaba en la medida en que somos capaces de auxiliarlo. Su dolor nos halaga con la conciencia de nuestro poder, por un instante nos equipara a los dioses. Pero el dolor verdadero no admite consuelo. Como este dolor nos humilla, optamos por ignorarlo. Rechazamos el estímulo que originaría en nosotros un proceso análogo, aunque de signo inverso, y el orgullo, que antes alineaba nuestras facultades del lado del corazón y nos inducía fácilmente a la ternura, ahora se vuelve hacia la inteligencia para buscar argumentos con qué sofocar los arranques del corazón. Nos cerramos a la única tristeza que al herir nuestro amor propio lograría realmente entristecernos.

Su impasibilidad le permitía a Bernardo Stocker vislumbrar la magnitud de la aflicción ajena. Sin embargo, ante el dolor de Jacinta reaccionó de manera instantánea, poco frecuente en él. ¿No era ello debido, precisamente, a que Jacinta no sufría?

Jacinta se trasladó a vivir a un departamento de la plaza Vicente López. Ese invierno no se anunciaba particularmente frío, pero al despertar, no bien entrada la mañana, Jacinta oía el golpeteo de los radiadores y un leve olor a fogata llegaba hasta su cuarto: Lucas y Rosa encendían las chimeneas de la biblioteca y del comedor. A las diez, cuando Jacinta salía de su dormitorio, ya los sirvientes se habían refugiado en el ala opuesta de la casa.

Bernardo Stocker heredó de su padre esta pareja de negros tucumanos, así como heredó sus actividades de agente financiero, sus colecciones de libros antiguos y su no desdeñable erudición en materia de exégesis bíblica. El viejo Stocker, suizo de origen, llegó al país setenta años atrás: la ganadería, el comercio y los ferrocarriles empezaban a desarrollarse, el Banco de la Provincia estaba en trance de ocupar el tercer lugar del mundo, y el Comptoir d'Escompte, Baring Brothers, Morgan & Company trocaban en relucientes francos oro y libras esterlinas los cupones del gobierno. El señor Stocker trabajó, hizo fortuna, pudo olvidar diariamente sus tareas en la Bolsa, después de un rato de charla en el Club de Residentes Extranjeros, con el estudio del Antiguo y del Nuevo Testamento. En religión también era partidario del libre examen, de la libertad cristiana, de la liberalidad evangélica. Había participado en los tempestuosos debates en torno a Bibel und Babel, pertenecía a la Unión Monista Alemana, rechazaba toda autoridad y todo dogmatismo.

Fue en un viaje por Europa. Bernardo (tenía entonces dieciséis años) acompañó a su padre durante dos noches consecutivas al Jardín Zoológico de Berlín. Los profesores laicos, los rabinos, los pastores licenciados y los teólogos oficiales se arrancaban la palabra en el gran salón de actos: discutían sobre cristianismo, evolucionismo, monismo; sobre la Gottesbewusstsein y la influencia liberadora de Lutero; sobre tradición sinóptica y tradición juanina. ¿Había o no existido Jesús? Las epístolas de San Pablo ¿eran documentos doctrinales o escritos de circunstancia? El rugido nocturno de los leones aumentaba la efervescencia de la asamblea. El presidente recordaba al público que la Unión Monista Alemana no se proponía inflamar las pasiones y que se abstuviera de manifestar su aprobación o su vituperio. Vanamente: cada discurso terminaba entre una barahúnda de aplausos y silbidos. Las mujeres se desmayaban. Hacía mucho calor. A la salida, padre e hijo desfilaron ante los pabellones egipcios, los templos chinos, las pagodas indias. Transpusieron la Gran Puerta, de los Elefantes. El señor Stocker se detuvo, le dio el bastón a su hijo, se enjugó las gafas, las barbas y los ojos con un pañuelo

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a cuadros. Había sudado o llorado, había contenido decorosamente su entusiasmo. "¡Qué noche! —murmuraba—. ¡Y luego se habla de la moderna apatía religiosa! El estudio de la Biblia, la crítica de los textos sagrados y la teología no es nunca inútil, querido Bernardo. Recuérdalo bien. Hasta si nos hace pensar que Cristo no ha existido como personalidad puramente histórica. Hoy lo hemos hecho vivir en cada uno de nosotros. Con ayuda de su espíritu se ha transformado el mundo, con ayuda de su espíritu lograremos transformarlo aún, crear una tierra nueva. Discusiones como la de hoy no pueden sino enriquecernos."

Así, acompañado por el espíritu de Cristo y por su hijo Bernardo, en cuyo brazo se apoyaba, continuó discurriendo de esta suerte. Tomaron un coche de punto dejaron atrás la hojarasca cárdena del Tiergarten, entraron en Friedrichstrasse, llegaron al hotel.

Habían transcurrido muchos años, pero Bernardo continuaba asentando sus pasos en las huellas del señor Stocker, haciendo todo lo que aquel hizo en vida. Obraba sin convicción, quizá, pero de una manera no menos fiel. Se puso por delante ese ejemplo como hubiera podido elegir cualquier otro: las circunstancias se lo suministraron. A decir verdad, no le fue difícil adaptarse a la imagen de su padre. Se casó muy joven y al poco tiempo enviudó, como el señor Stocker. Su mujer todavía habitaba la casa (o mejor dicho el escritorio de la biblioteca) desde un marco de cuero. Por las mañanas, en la oficina, Bernardo leía los diarios y conversaba con los clientes, mientras su socio, Julio Sweitzer, despachaba la correspondencia, y el empleado, tras un tabique de vidrios azules, anotaba en los libros las operaciones del día anterior. También a Sweitzer lo había modelado el señor Stocker. En otra época llevó la contabilidad de la casa, fue ayudante del padre, hoy era el socio del hijo, y los admiraba como se admira a una sola persona. Don Bernardo, después de morir, acudió puntualmente a la oficina (¿veinte, treinta, cuántos años más joven?), afeitado y hablando español sin acento extranjero, pero la sustitución era perfecta cuando Bernardo y su actual socio (ahora le había tocado el turno a Sweitzer de que lo llamaran don Julio), discutían temas bíblicos en francés o en alemán.

A las doce y media los socios se separaban, Sweitzer regresaba a su pensión, Bernardo almorzaba en un restaurante próximo o en el Club de Residentes Extranjero"; por la tarde, era generalmente Bernardo quien iba a la Bolsa. Y mientras tanto se va viviendo, como decía Stocker padre. En el edificio de la calle 25 de Mayo los hombres corren de una pizarra a otra, descifran a la primera ojeada los dividendos de los valores por cuya suerte se preocupan y reciben como una confidencia, entre el opaco aullido de las voces, las palabras que deben dirigirse expresamente a sus oídos. En torno a Bernardo los hombres dialogan y gesticulan y trabajan y se agitan con mayor o menor fortuna, pero aquellos que se han hecho solidarios de la escrupulosa prosperidad de “Stocker y Sweitzer” (Agentes Financieros, Sociedad Anónima Bancaria) pueden destinarse a otro género de atención, pueden dejar que los recuerdos, los días, los paisajes los maduren, y atisbar el milagro imperceptible de las nubes fugaces, del viento y de la lluvia.

Casi todas las mañanas iba Jacinta al inquilinato de la calle Paso. A menudo Raúl había salido con otros muchachos del barrio, Jacinta, a punto de marcharse, lo veía desde la

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puerta avanzar hacia ella con su paso irregular, un poco separado del grupo, más alto que los otros. Entraba de nuevo al inquilinato, esta vez acompañada por Raúl, sentada a su lado, se atrevía a rozarlo tímidamente con los dedos. Tenía miedo de que el muchacho se irritara, porque se mostraba más esquivo cuanto mayores esfuerzos hacía para comunicarse con él. En una ocasión, desalentada por tanta indiferencia, Jacinta dejó de visitarlo. Al volver, al cabo de una semana, el muchacho le dijo: “¿Por qué no has venido estos días?”

Parecía alegrarse de verla.

Jacinta abandonó su afán de dominación y llegó a sentir por Raúl una necesidad puramente estética ¿A qué buscar en él las estériles reacciones de los humanos, la connivencia de las palabras, el fulgor sentimental de una mirada? Raúl estaba ahí, sencillamente, y la miraba sin fijar la vista en ella, la miraban su frente recta y dorada por el sol, sus manos anchas con los dedos separados, cuya forma recordaba los calcos de yeso que sirven de modelo en las academias de dibujo, su costumbre de andar de un lado a otro y detenerse insólitamente en el vano de las puertas, su destreza para ovillar las madejas de doña Carmen. Cargada de su presencia, Jacinta salía del inquilinato, atravesaba lentamente la ciudad.

A esa hora las personas habían entrado a almorzar y dejaban la calle tranquila. Jacinta, después de caminar en dirección al Este, se encontraba en un barrio propicio y modesto, de veredas sombreadas. Y se internaba en ese barrio como obedeciendo a una oscura protesta de su instinto. Tomaba una calle, torcía por otra, leía los nombres de los letreros, seguía la inclinada tapia del Asilo de Ancianos, presidida de vez en cuando por estatuas amarillas, a donde iba a morir un parque sombrío; doblaba a la izquierda, se resistía al llamamiento de las bóvedas terminadas en cruces o desaforados ángeles marmóreos. De pronto, el aspecto de una casa sólida y firme, provista de un amplio cancel y dos balcones a cada lado, con las paredes pintadas al aceite, un poco desconchadas, la llenaba de felicidad. Encontraba cierto espiritual parecido entre esa casa y Raúl. Y también los árboles le hacían pensar en su hermano, los árboles de la plaza Vicente López. Antes, de cruzar, desde la vereda de enfrente, Jacinta hacía suya la plaza con una mirada que abarcaba césped, chicos, bancos, ramas, cielo. Los troncos negros y sinuosos de las tipas emergían de la tierra como una desdeñosa afirmación. ¡Había tal caudal de indiferencia en ese impulso un poco petulante, desinteresado de todo lo que no fuera su propio crecimiento y destinado a sostener contra las nubes, como un pretexto para justificar su altura, el follaje estremecido y ligero, casi inmaterial! Cuando Jacinta subía al tercer piso observaba de cerca el dibujo alternado de las hojitas verdes. Entonces abría las ventanas y dejaba que el aire puro enfriara el dormitorio.

Sobre una mesa la esperaban un termo con caldo, fuentes con avellanas, nueces. Jacinta se quedaba allí; otros días descansaba un momento, bajaba de nuevo a la calle, tomaba un taxi y se hacía conducir al restaurante donde almorzaba Bernardo.

Lo encontraba con la cabeza inclinada sobre el plato, masticando reflexivamente. Bernardo levantaba los ojos cuando Jacinta ya estaba sentada a la mesa. Entonces, saliendo de su ensimismamiento, pedía para ella una ostentosa ensalada y le servía una copa de vino, en la que Jacinta apenas mojaba los labios.

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Se lo notaba turbado por esas entrevistas. Siempre lo sorprendían. Trataba de animar la conversación, temiendo el momento en que habrían de separarse. Le preguntaba en qué había ocupado ella la mañana. ¿Y en qué había ocupado ella la mañana? Caminó, miró una casa pintada de verde, miró los árboles, estuvo con Raúl. Él le pedía noticias de Raúl. Otras veces, intentando reconstruir la vida anterior de Jacinta, conseguía arrancarle algunos detalles materiales que hacían destacar los grandes espacios desérticos donde ambos se perdían. Porque tenía la sensación de que Jacinta había perdido su pasado, o estaba en vías de perderlo. Le preguntaba:

—¿Qué tipo de hombre era tu padre?

—Un hombre de barba.

—Como el mío.

—Mi padre se dejó crecer la barba porque ya no se tomaba el trabajo de afeitarse. Era alcohólico.

Sí, esos detalles no le servían de gran cosa. El padre de Jacinta no pasaba de ser un viejo fracasado, como tantos otros. Y Bernardo, continuaba preguntando, ya sumergido en plena futilidad,

—¿Le gustaban los solitarios como a tu madre? ¿No? Dime, ¿cómo se hace el Napoleón?

—Ya te expliqué.

—Es verdad. Tres hileras de diez cartas tapadas, tres sin tapar; se apartan los ases... Pero, ahora que pienso, se hace con dos barajas...

—No hablemos de solitarios. Únicamente a mi madre podían divertirla.

—No hablaremos si te aburre, pero una de estas noches, cuando tengas ganas, lo haremos juntos, ¿quieres?

Tampoco podía precisar el carácter de la señora de Vélez. Bernardo no era riguroso en cuestiones de moral y simpatizaba con la pobre señora. Sin embargo, con el propósito de que Jacinta fuera sobre ella más explícita, se sorprendía censurando sus costumbres.

—Pero ¿qué clase de mujer era tu madre? No podía ignorar que traías el dinero de algún lado, y si no trabajabas ni hacías más traducciones...

—No sé.

—Es tan raro lo que cuentas...

—No cuento —respondía Jacinta—. Respondo a tus preguntas. ¿Para qué quieres saber cómo era mi madre? ¿Para qué quieres saber cómo vivíamos? Vivíamos, sencillamente. Al principio, mi madre pedía dinero prestado. Después no se lo daban, pero siempre encontró alguna persona que arreglara la situación. En los últimos tiempos, antes que yo conociera a María Reinoso, fue doña Carmen.

—Doña Carmen es una buena mujer.

—Sí.

—Pero la odias.

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—Tenía celos —contestaba Jacinta—. Hasta llegué a reprocharle que me hubiera presentado a María Reinoso, como si yo...

Se interrumpía. Bernardo, bloqueado por aquel silencio, acudía a nuevos temas de conversación. Ahora se esforzaba en resucitar su miserable pasado común.

—¿Recuerdas la primera vez que nos encontramos? Siempre nos hemos visto en el mismo cuarto. ¿Y la última? Yo te esperé mucho tiempo, media hora, tres cuartos de hora. Nunca llegabas. Creo que mis deseos te hicieron venir. Y ahora mismo creo que mis deseos te vencen, te retienen. Temo que un día desaparezcas, y si te fueras no me quedaría nada de ti, ni una fotografía. ¿Por qué eres tan insensible? En una sola ocasión te has entregado a mí por completo. Estabas indefensa. Llorabas. Lograste conmoverme. Por eso comprendí que no sufrías. Fue nuestro último encuentro en casa de María Reinoso.

Su aspecto era lamentable. Aunque Jacinta apenas lo escuchaba, continuaba hablando.

—En casa de María Reinoso eras humana. En aquella época tenías un carácter atormentado. Me contabas lo que te sucedía. A veces me gustaría verte de nuevo ahí. ¿Cómo eran los demás cuartos? Tú has estado en esos cuartos, con otros hombres. ¿Quiénes eran esos hombres ¿Cómo eran?

Y ante el silencio de Jacinta:

—Me intereso en esos hombres porque han estado mezclados a tu vida, como me intereso en mí mismo, en el yo de antes, con una especie de afecto retrospectivo. Antes, yo te inspiraba algún sentimiento. Quiero a esos hombres como quiero a tu madre, a Raúl, a doña Carmen... aunque la detestes. El odio es lo único que subsiste en ti.

—Me gustaría —dijo Jacinta— que Raúl fuera a vivir a un sanatorio.

—¿Para alejado de doña Carmen?

—Ayer —continuó Jacinta, sin responder a su pregunta— he visitado un sanatorio en Flores, en la calle Boyacá. Hay hombres parecidos a Raúl. Caminan entre los árboles, juegan a las bochas.

—Hará mucho frío.

—Raúl no siente el frío.

Bernardo consultaba su reloj. Eran las tres pasadas, tenía que ir a la Bolsa. Y se despedía con la sensación de haberse conducido mal. Jacinta no volvería a reunirse con él a la hora del almuerzo. Y así fue. Pocas semanas después, al entrar ella al restaurante y verlo en su mesa de costumbre, tuvo un momento de vacilación. Retrocedió, tomó por el lado interno del pasillo y se encontró junto al extremo de salida, pero separada de la calle por las vidrieras divididas por losanges y adornadas con el escudo inglés. Dos personas se levantaron de una mesa. Jacinta optó por sentarse allí. Pero los mozos no se le acercaron. Creían, acaso, que había terminado de almorzar. Jacinta se quedó un rato, pellizcó unos restos de pan y se marchó. Nadie pareció advertir su presencia.

La tarde de ese día Bernardo volvió a su casa en una excelente disposición de espíritu. Jacinta estaba recostada. Bernardo entró al dormitorio y le dijo desde la puerta:

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—Estuve en el sanatorio de Flores. Puedes llevar a Raúl. Pero ¿querrá ir?

—Lo buscaremos juntos —contestó Jacinta, acentuando la última palabra—. Tienes que hablar con doña Carmen. Sólo tú puedes hacerlo.

Bernardo se tendió a su lado.

—Tenías razón —dijo—. El lugar es simpático y Raúl llegará a sentirse contento, si se consigue que vaya, claro está. (Hablaba con los labios pegados al cuello de Jacinta, casi sin moverlos, como tratando de que esas palabras fueran caricias que pasaran inadvertidas.) El director, un hombre muy solícito, me mostró el edificio central y los pabellones. Paseamos por el parque. Hay varios gomeros magníficos y unas tipas altas, sin hojas. Pierden las hojas antes que las de nuestra plaza. El jardín está un poco descuidado.

Después, sin transición:

—Desde el pabellón que ocuparía Raúl la vista era siniestra. Esos canteros de pasto largo, negro, esas ramas escuetas... Sólo faltaba un ahorcado.

Se incorporó. De un tranco, pasando las piernas por encima del cuerpo de Jacinta, quedó de pie, junto a la cama. Se arregló el cuello y la corbata, se echó agua de Colonia.

—Esta noche viene Sweitzer a comer —dijo—. No me dejes solo con él toda la noche. Te lo suplico.

—Ni iré a la mesa.

—No me dejes solo —repitió—. Te lo suplico.

—¿A qué viene?

—Quiere que escribamos una carta.

—¿Una carta?

—Una carta sobre Jesús.

Jacinta no entendía.

—Oh, si necesito darte explicaciones... En fin, se está representando una obra de teatro que se llama La familia de Jesús. Un católico ha enviado una carta al periódico, protestando porque Jesús no tuvo nunca hermanos. Sweitzer quiere escribir otra diciendo que sí, que Jesús tuvo muchos hermanos.

—¿Y es cierto?

—Todo se puede afirmar. Pero ¿por qué te extraña? ¿Has leído los Evangelios? ¿Cuándo hiciste la primera comunión y estudiabas la doctrina? ¿No? En la doctrina no enseñan los Evangelios sino el catecismo... ¿Y también el libro de Renan? ¡Qué me dices! Nunca lo hubiera supuesto.

Las contestaciones de Jacinta eran reticentes. Bernardo no podía saber con exactitud si era ella quien había leído los Evangelios y la Vie de Jésus, o su madre, la señora de Vélez.

—Bueno, ¿vienes a la mesa? Mañana vamos juntos al inquilinato, pero esta noche comes con nosotros. Te lo pido especialmente. Es lo único que te pido. ¿Me lo prometes?

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—Sí.

Sweitzer lo esperaba en la biblioteca, examinando una reproducción en colores de Las dos cortesanas que habían colocado sobre el escritorio, en un marco de cuero. Bernardo, mientras lo saludaba, reflexionaba en la ambigüedad de Jacinta. Y de pronto comenzó a entristecerse consigo mismo al pensar que semejantes nimiedades pudieran preocuparlo, y su tristeza se manifestó en un exasperado desdén hacia Jacinta, la señora de Vélez, los Evangelios, la Vie de Jésus. La emprendió con Renan:

—Con razón se ha dicho que la Vie de Jésus es una especie de Belle Hélène del cristianismo. ¡Qué concepción de Jesús tan característica del Segundo Imperio!

Y repitió un sarcasmo sobre Renan. Lo había leído días antes hojeando unas colecciones viejas del "Mercure de France".

—Renan tuvo en su vida dos grandes pasiones: la exégesis bíblica y Paul de Kock. A esta costumbre sacerdotal, que contrajo en el seminario, debía su afición por el estilo sencillo, la ironía suave, el sous-entendu mi-tendre, mi-polisson, pero también adquirió en Paul de Kock el arte de las hipótesis novelescas, de las deducciones caprichosas o precipitadas. Parece que hasta en los últimos tiempos la mujer de Renan tenía que valerse de verdaderas astucias para arrancar de las manos de su ¡lustre marido La femme aux trois culottes o La pucelle de Belteville. "Ernest —le decía—, sé complaciente, escribe primero lo que te ha pedido M. Buloz y luego te devolveré tu juguete."

El señor Sweitzer concedió una sonrisa estricta: no le hacían gracia las irreverencias. Y Bernardo, dirigiéndose a Jacinta:

—Paul de Kock es un escritor licencioso.

Escuchó la voz de Jacinta. Hablaba de unas novelas en inglés que había leído, pero de sus palabras parecía colegirse que se trataba de novelas pornográficas, para gente de puerto.

—Tenían tapas de colores violentos, rojas, amarillas, azules. Se compraban en el Paseo de Julio y los vendedores las escondían en sus armarios portátiles, tras una hilera de zuecos, con los cigarrillos de contrabando.

Pasaron al comedor.

Jacinta ocupó la cabecera. Cuando Lucas entró con la fuente había un cubierto de menos. Bernardo le hizo señas: apenas podía contener su impaciencia. Lucas tuvo que dejar la fuente, volvió instantes después trayendo una bandeja y dispuso el cubierto que faltaba con impertinente lentitud.

El señor Sweitzer, muy confuso, sacó de la cartera un recorte y unos papeles escritos con su letra bonapartina. "He borroneado una respuesta", dijo. Empezó a leer:

—No es sólo en el cap. XIII, 55, de Mateo, como parece entenderlo el señor X, donde se trata este asunto que ha motivado tantas discusiones (aquí, para mayor claridad, transcribo los demás pasajes alusivos de Mateo, Marcos, Lucas, Juan, de los Corintios y los Gálatas). De la lectura de estos textos han surgido tres teorías: la elvidiana a que se

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refiere el señor X: sostiene que los hermanos y hermanas de Jesús nacieron de José y María, después de él; la epifánica: nacieron de un primer matrimonio de José; la hierominiana, a que se adhiere San Jerónimo: eran hijos de Cleofás y de una hermana de la Virgen llamada también María. Es la doctrina sustentada por la Iglesia y defendida por sus grandes pensadores.

Al leer se llevaba de cuando en cuando a la boca una almendra o trocitos de nueces o avellanas, colocados en un plato a su izquierda. A veces, con la mano en el aire, hacía girar entre los dedos el trozo de nuez hasta despojarlo de su telilla leonada. Con el pretexto de servirse, Bernardo puso el plato fuera de su alcance, entre Jacinta y él. Sweitzer lo miró con asombro. Bernardo le preguntó:

—¿Por qué no cita los Hechos de los Apóstoles?

—Es verdad; después de comer, si usted me presta una Biblia...

—No se necesita Biblia. Apunte: I, 14: ...perseveraban unánimes en oración y ruego, con las mujeres y con María, la madre de Jesús, y con sus hermanos. Bueno, aquí finaliza el preámbulo. Y ahora, ¿a cuál de las tres teorías piensa usted adherirse?

—A la primera, qué duda cabe. ¿Cómo empezaría usted?

Bernardo no pudo resistir al afán de lucirse.

—Yo empezaría diciendo —contestó con aire profesoral—: Es verdad que en hebreo y arameo existe una sola voz para designar los términos hermano y primo, pero no es esa razón suficiente para torcer el significado de los textos. Porque nos encontramos en presencia de un idioma como el griego, rico en vocablos, que tiene una palabra para decir hermano (adelphos), otra para decir primo hermano (adelphidus) y otra para decir primo (anepsios). La comunidad de Antioquía era un medio bilingüe y allí se efectuó el piso de la forma aramea a la forma griega de la tradición. Goguel cita un versículo de Pablo (Colosenses, IV, 10) donde se dice: "... y Marcos, sobrino de Bernabé”. Si Pablo en sus otros escritos habla de los hermanos de Jesús, no hay motivo para que se confunda un término con otro.

Hizo una pausa. Continuó:

—Habría tanto que agregar... Tertuliano acepta que María tuvo de José muchos hijos. También lo afirmaba la secta de los Ebionitas y Victorio de Patau, mártir cristiano, muerto en el año 303. Hegesipa dice que Judas era hermano, según la carne, del Salvador. La Didascalia dice que Jacobo, Obispo de Jerusalén, era según la carne hermano de Nuestro Señor. Epifano reprocha la ceguera de Apolonio, quien enseñaba que María había tenido hijos después del nacimiento de Jesús.

El señor Sweitzer tomaba algún apunte en su carnet. Bernardo continuaba exponiendo. Con las palabras desaparecía su mal humor de los primeros momentos. Se había vuelto a encontrar a sí mismo, estaba satisfecho de su seguridad, de su memoria, de su erudición. Recibía como un homenaje el respetuoso silencio de Sweitzer. Buscó la aprobación de Jacinta.

Jacinta permanecía ajena a todo, vaga, remota, como disuelta en la atmósfera del comedor. Bernardo tartamudeó, tomó vino, inclinó la cabeza; aún quedaba una pinta rosada en la copa. Levantó la cabeza; ante sus ojos las llamas de la chimenea bailaban en

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los respaldos verdes de las sillas vacías, apoyadas contra la pared, las maderas de cedro tallado y la cara de Lucas palpitaban con una especie de vida intermitente, descubriendo trozos rojizos e imprevistos, y las gotas de cristal de la araña vienesa parecían aumentar de tamaño, más grávidas que nunca, y de un instante a otro amenazaban con deshacerse sobre el mantel. (Se hubiera dicho que Lucas, al acercarse a la mesa, no salía de la penumbra con el designio de retirar los platos sino de incorporarse a ese óvalo resplandeciente de humano bienestar.) Pero Bernardo había perdido el hilo de su discurso. Quiso sobreponerse:

—Hay motivos para pensar —dijo haciendo un esfuerzo— que en los primeros siglos de la Era Cristiana se hablaba con frecuencia de los hermanos de Jesús. Guignebert...

Sweitzer lo interrumpió:

—Con esto basta y sobra. Es una mera respuesta.

Bernardo agregó todavía:

—Como es católico el que ha escrito la carta, para terminar conviene una cita católica. Algo así: Recordemos la ejemplar sinceridad del Padre Lagrange, quien reconoce que históricamente no está probado que los hermanos de Jesús sean sus primos.

Se fue a sentar junto a la chimenea, llevándose su taza de café. Dos gruesos troncos ardían con entusiasmo. Distinguía la llama ondulante y roja, el rojo ocre, casi anaranjado, de los tizones y el delicado matiz azul que se insinuaba hasta contaminar la blancura de una montañita de ceniza. A Jacinta le repugnaba el espectáculo del fuego. ¡Y él, que hubiera deseado consumirse como esos troncos, desaparecer de una vez por todas! Se acercaba más y más a la chimenea, parecía dispuesto a quemarse los pies. "Soy demasiado friolento." Se levantó para entreabrir una ventana. El señor Sweitzer, despegándose trabajosamente del sillón, empezó a despedirse.

—Muchas gracias. Mañana redactaré la contestación. Si usted pasa por el escritorio, a la salida de la Bolsa, podrá firmarla.

Pero Bernardo le contestó que prefería no hacerlo, y como el otro le preguntara por qué:

—Estas discusiones son inútiles —dijo—. Y ¿quién sabe? tal vez fomenten el error. Cada día que pasa, la humanidad (pronunciemos la palabra: la "historicidad") de Jesús me parece más dudosa.

Iba y venía por el cuarto, con los ojos secos, ardientes. Salió y entró casi enseguida, trayendo un libro de noble y apolillada encuadernación; abrió el libro: el lomo, desprendiéndose de las tapas pardas, se le quedó en las manos. Sweitzer miró el título:

—Antiquities of the Jews. Ah, la edición de Havercamp... ¿Piensa usted leerme la dichosa interpolación? No vale la pena.

Pero nadie podía detenerlo. Bernardo leyó la cita interpolada y desarrolló, esta vez penosamente, la tesis de que el cristianismo era anterior a Cristo. Habló de Flavio Josefo, de Justo de Tiberíades... El señor Sweitzer escuchaba con sorna su apasionada incoherencia.

—Pero es otra cuestión —decía—. Además, esos argumentos están muy manoseados. Y no me parecen convincentes.

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—No me fundo en ellos —contestaba Bernardo—. Mi convicción pertenece a un orden de verdades que acatamos con el sentimiento, no con el raciocinio.

Después, como si hablara para sí:

—Pienso en la famosa historia del cuadro... ¿Cómo era?

Oyó que Jacinta le decía con su voz monótona:

—Ya lo sabes. El cuadro se vino al suelo y descubrimos que Cristo no era Cristo.

“Contada así no se entiende”, pensó Bernardo. Refirió él mismo la historia.

—Era una estampa antigua, un collage de la época colonial adornado en los bordes con terciopelo azul, arrugado, cubierto con un vidrio convexo. Al romperse el vidrio se pudo ver que la imagen era una Dolorosa. Le habían dibujado a pluma rizos y barba, le agregaron la corona de espinas, el manto estaba disimulado por el terciopelo.

Añadió en un susurro:

—Jacinta Vélez era chica y tuvo una terrible decepción. De entonces data su incredulidad. De nuevo escuchó la voz monótona:

—No —dijo Jacinta—, ahora creo.

Cristo se había sacrificado por los hombres, por esos hombres que mientras más perfectos, menos se parecían a su Redentor: turbulentos, eruditos, complicados, astutos, destructores, insatisfechos, sensuales, débiles, curiosos. Y al margen de aquel rebaño vegetaban otros seres en un estado de misteriosa bienaventuranza, desasidos de la realidad y despreciados por los demás hombres. Pero Cristo los amaba. Eran los únicos, en el mundo, con posibilidades de salvación.

Bernardo se despedía del señor Sweitzer. Jacinta pensaba en Raúl. Tenía urgencia de estar a su lado, rodeada de árboles, en el sanatorio de Flores.

III

El señor Sweitzer releyó la carta de Bernardo desde un estrepitoso automóvil de alquiler. Estaba escrita en papel azul, telado, y en el membrete se reproducía la fachada de un edificio con techo de pizarra e innumerables ventanas. Decía la carta:

Estimado don Julio: En los últimos tiempos no puedo interesarme en los negocios. Cualquier esfuerzo me fatiga. Resolví pues consultar a un médico, y actualmente, bajo su asistencia, estoy haciendo una cura de reposo. Esta cura puede prolongarse varios meses. Por eso le propongo a usted dos soluciones: busque un hombre de confianza para que desempeñe mis tareas, fijándole un sueldo conveniente y un tanto por tiento que descontará usted de los ingresos que me corresponden, o liquidemos la sociedad.

A continuación, como para desmentir el párrafo en que aludía a su actual desinterés por los negocios, Bernardo hacía algunas observaciones muy sagaces, a juicio de don Julio, sobre una inversión de títulos que había quedado pendiente en esos días. Agregaba, al terminar: No se moleste en verme. Contésteme por escrito.

Don Julio pensaría después en esta última frase.

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Llegó al sanatorio, preguntó por Bernardo, pasó su tarjeta. Lo hicieron esperar en un salón con grandes ventanas que no se abrían al jardín en toda su altura sino, únicamente, en su parte superior. Al cabo de diez minutos entró un hombre alto, de rostro sanguíneo.

—¿El señor Sweitzer? —dijo—. Yo soy el director. Acabo de llegar.

Y se ajustaba, alrededor de las muñecas, las presillas de su guardapolvo.

—¿Puedo ver al señor Stocker? — preguntó Sweitzer.

—Usted es su socio, ¿verdad? “Stocker y Sweitzer”, sí, conozco la firma. Al señor Stocker tuve ocasión de tratarlo en marzo de 1926. Recuerdo exactamente la fecha. Yo tenía algunos fondos disponibles, poca cosa, pero el señor Stocker me recomendó la segunda emisión de consolidados de la "Lignito San Luis Company": nunca olvidaré ese nombre. Los valores, en manos de ustedes, se liquidaron muy bien. Con esa base instalé mi sanatorio.

—¿Puedo ver a mi socio? —insistió Sweitzer.

—Por supuesto, señor Sweitzer. El señor Stocker no es un enfermo, como usted sabe. Vino al sanatorio trayendo a un muchacho de su relación, Raúl Vélez. Aquí se respira un ambiente de tranquilidad que debió seducirlo. Un buen día se apareció con sus valijas; me dijo: "Doctor, he resuelto tomar un descanso e internarme yo también. Pero guárdeme el secreto. No quiero que me molesten, no deseo hablar con nadie, ni siquiera con los médicos." Usted debe ser la única persona a quien ha comunicado su dirección.

—Me ha escrito.

—Lo hemos alojado en el último pabellón, el más independiente. El señor Stocker ocupa un cuarto. Raúl Vélez el otro.

Vaciló un momento.

—... este muchacho es un caso doloroso —continuó—. Los médicos somos discretos, señor Sweitzer. Hay cosas que no tenemos por qué saber, que no queremos saber, pero insensiblemente llegamos a enterarnos de ciertas circunstancias familiares. En fin, sea lo que fuere, el señor Stocker siente por este muchacho un afecto verdaderamente paternal. ¿Me puede decir usted por qué ha demorado tanto tiempo en confiarlo a un psiquiatra?

—¿Ya no es posible curarlo? —preguntó Sweitzer.

—No se trata de curar sino de adaptar. La adaptación importa un proceso muy delicado por parte del enfermo y del medio que lo rodea. Hay que adaptarse al paciente, es cierto, pero a la vez exigirle un pequeño esfuerzo y que sea él, en realidad, quien se vaya adaptando a los demás. Lograr ponerlo en comunicación con sus semejantes. Claro está que nunca se logrará una verdadera comunicación intelectual, como la que nosotros sostenemos en este momento, pero sí una comunicación primaria. Hacer que el enfermo comprenda y obedezca ciertas formas de vida corriente. El progreso debe marchar en ese sentido.

—Y ahora es demasiado tarde...

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El otro lo miró con desconfianza.

—Nunca es demasiado tarde —contestó—. Raúl Vélez está en el sanatorio desde hace quince días. El diagnóstico diferencial de la demencia precoz ebefrenocatatónica con la debilidad mental es muy difícil. En ambos casos hay ausencia de signos físicos, el enfermo, conserva una fisonomía inteligente, pero parece vivir al margen de sí mismo, indiferente a todo y a todos. Y sin embargo es dócil, suave, de apariencia afectuosa. Necesita verse rodeado de bondad, pero de una bondad firme, cuyos límites siente. Ahora bien, a este muchacho se lo ha descuidado de una manera lamentable. Estaba en manos de una mujer ignorante, que lo quiere mucho, sin duda, pero con un cariño en el cual no entra el menor discernimiento. Se plegaba a todos sus caprichos, y el muchacho abusaba, se hundía deliberadamente en la locura. Esa, en ellos, es la línea de menor resistencia. Al principio, la mujer estaba indignada con nosotros. Hasta tuvo la osadía de afirmar que iría a quejarse a la justicia, porque Stocker no tenía derecho para internarlo en nuestro sanatorio.

Sweitzer, esta vez, hizo un gesto de asombro. Preguntó, sin embargo

—¿Y es verdad?

—Parece que Stocker no lo ha reconocido legalmente. Pero ella tiene menos derecho aun para disponer del muchacho. Se trata de un demente sin familia ni bienes de ninguna clase. ¿Quién, mejor que Stocker, para ocuparse de él? Yo hablé con el Defensor de Menores y obtuve del juez que nombrara a Stocker curador del incapaz. A la mujer, como no quería oír sus historias, le prohibí la entrada al sanatorio. Ahora le permitimos que venga, a pedido del mismo Stocker. He accedido, pero no estoy conforme. Hay que alejar de Raúl Vélez todas las influencias que puedan recordarle, prolongar en su espíritu el antiguo desorden en que vivía.

Se detuvo.

—Estoy entreteniéndolo —agregó—. Usted deseaba ver a Stocker. Yo mismo lo acompañaré.

Precedido por el médico, que se excusaba de pasar antes, Sweitzer llegó a una terraza, descendió una escalinata en forma de abanico, atravesó un jardín con canteros bordeados de caracoles, donde crecía un largo césped enmarañado, de vez en cuando, algún gomero de hojas barnizadas por la lluvia reciente, otros árboles, sin hojas, levantaban al cielo sus ramas gesticulantes. Sweitzer pisaba con cuidado para no embarrarse. Alrededor del jardín se veían casitas de ladrillo, separadas unas de otras por laberintos de boj.

—Aquí lo abandono —dijo el médico—. Siga derecho por este sendero. A la derecha, en el último pabellón, vive Stocker.

Se le apareció bruscamente, al pisar el umbral de la puerta abierta de par en par. Bernardo Stocker, en cambio, lo había visto venir desde lejos. Estaba sentado, envuelto en dos mantas escocesas: una sobre los hombros, la otra fajándole las piernas. “Don Julio, ni puedo levantarme para saludarlo. Esta manta...” Lo reprendió por haberse molestado: “Me hubiera escrito”. Después, mirándolo en los ojos:

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—¿Estuvo con el directorr?

—Sí.

—¡Qué lata le habrá dado! Lo compadezco.

—¿Tiene frío? —preguntó Stocker— ¿Quiere que cerremos la puerta?

—No, he descubierto que el frío es saludable. Me gusta.

Se hizo un silencio. Sweitzer había olvidado el motivo de su visita, o no quería confesárselo a sí mismo. Quedó consternado. Buscaba algo que decir, una trivialidad cual quiera que le permitiera salir del paso. Recordaba el párrafo de la carta: No se moleste en verme. Contésteme por escrito, y recurrió a la carta como a un pretexto para justificar su presencia en el sanatorio. Pero se limitaba a repetir las proposiciones de Bernardo tomo si a él, Julio Sweitzer, se le hubieran ocurrido en ese instante. Era un poco absurdo. Bernardo vino en su ayuda e iniciaron un diálogo de inesperada fluidez. Empezaba Bernardo, no bien Sweitzer había terminado de hablar y su interlocutor, entre tanto, asentía con la cabeza, murmuraba “sí”, “claro”, “es lo mejor”, “perfectamente...”. Temerosos de un nuevo silencio, no prestaban fe ni atención a lo que decían. Bernardo fue el primero en callar. El señor Sweitzer había distinguido, más allá del tabique de boj, a un muchacho alto, corpulento, en compañía de una anciana. De pronto el muchacho avanzó hacia ellos y al llegar al tabique, en vez de dar la vuelta, tomó directamente el sendero, escurriéndose por entre las ramas del boj con sorprendente agilidad. Caminaba con los ojos fijos en Bernardo. Bernardo lo miraba a su vez. Una sonrisa lenta y profunda se había dibujado en su rostro. Pero sucedió un incidente imprevisto. El viento hacía volar un papel de diario que fue a caer a los pies del muchacho. Este se detuvo a pocos metros de ambos hombres, recogió el papel, lo miró con la expresión de alguien que piensa “es demasiado importante para leerlo ahora”, lo dobló cuidadosamente, lo guardó en el bolsillo y, girando sobre sus talones, se alejó. Esta vez, al llegar al tabique, en lugar de atravesar el boj, dio la vuelta, siguió por el sendero. Los dos hombres lo perdieron de vista.

Bernardo quedó con los labios entreabiertos, el señor Sweitzer no pudo contenerse y preguntó con una voz débil, anhelante, que apenas reconocía, a tal punto sonaba extrañamente en sus oídos.

—¿Es Raúl Vélez?

—Sí —dijo Bernardo— Ya ve usted: acude espontáneamente a mí. Pero siempre habrá de interponerse algo entre nosotros. Ahora ha sido ese maldito papel.

Después, muy deprisa, en la misma tesitura con que habían conversado momentos antes:

—Yo he tenido relaciones con Jacinta Vélez, la hermana de este muchacho. Ha vivido varios meses en casa. Me pidió que me ocupara de Raúl. Antes de irse, ella misma eligió este sanatorio.

—Antes de irse... ¿a dónde?

—No sé. Discutíamos. Yo le hacía preguntas, la exasperaba. Uno siempre exaspera a las personas que quiere. Se fue.

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—¿No le ha escrito?

—En el inquilinato, donde vivió hasta la muerte de su madre, revisé un escritorio y encontré varias cartas. Pero eran cartas escritas por la señora de Vélez y que el correo había devuelto. Estaban dirigidas a personas cuyo domicilio se ignora. La numeración de las calles ha cambiado y no coincide con las direcciones de los sobres, o en esas direcciones han levantado nuevos edificios. No contento con eso, he visto a muchas personas de apellido Vélez. Nadie los conoce. Sin embargo, un hombre con quien conversé, mayor que yo, que se llama Raúl Vélez Ortúzar, me dijo que en su familia existía un personaje un poco mitológico, la tía Jacinta, a la cual solía referirse su madre. Parece que esta Jacinta era una mujer de mala conducta, que murió en Europa.

—Pero no puede ser Jacinta —contestó inmediatamente el señor Sweitzer. Su espíritu de investigador ya estaba sobre aviso.

—No, pero podía ser la señora de Vélez. Además, él no estaba seguro de que hubiese muerto.

—¿Y usted espera que Jacinta vuelva?

—Vendrá al sanatorio a ver a su hermano. Lo quiere mucho. El “autismo” de Raúl, como dicen los médicos, no es para ella una tara. Se le antoja un signo de superioridad. Trata de parecerse a él.

—¿Pero es enferma? —preguntó Sweitzer, cada vez más intrigado.

—Enferma o no, yo la necesito. ¿Cree usted que vendrá, don Julio? Yo antes creía, pero ahora dudo de todo. ¿No cree usted en los sueños, don Julio? Yo un poco creía, pero últimamente...

—¿Se le apareció a usted en sueños?

—Sí... y no. Pude ver únicamente sus pies, como si estuviera frente a mí y yo mirara al suelo. Es extraño hasta qué punto los pies son expresivos, inconfundibles. Le veía los pies como si la estuviera mirando a la cara. Entonces, cuando levanté los ojos, no pude seguir adelante. Todo se disolvió en una atmósfera gris.

"Anoche volví a soñar con la misma atmósfera. Es gris, pero a ratos blanca, translúcida. Quedé en suspenso. Temía despertarme. Entonces, comprendiendo que Jacinta estaba ahí, le dije que me había engañado, que me utilizó como un pretexto para que internara a Raúl en el sanatorio. Le supliqué que nuevamente se dejara ver. Hablamos de cosas íntimas, de nosotros dos, de una mujer de quien Jacinta tenía celos. Yo temblaba de rabia. Pero Jacinta se burlaba en lugar de enojarse. Me decía, observando mi temblor: Friolento como todos los hombres. De pronto, empezó a hacerme reproches. En una ocasión yo le atribuí sentimientos que ella reprueba. Afirmé haberla visto llorar. Eso la ha herido. Nosotros no lloramos, me decía, aludiendo a ella y a Raúl. Le hice notar que las lágrimas no correspondían a su verdadero estado de ánimo, que más tarde yo se lo había explicado de una manera verosímil. Mis explicaciones, sobre todo, la pusieron fuera de sí. `Tú también has hecho trampa´, me decía en alemán.

—¿Habla alemán?

—Ni una palabra, pero le oía pronunciar distintamente: Auch du hast betrogen! Entonces me encontré haciendo un solitario y sentí que alguien me aplastaba la mano

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contra la mesa en momentos en que yo iba a destapar indebidamente una carta. Me desperté.

El señor Sweitzer lo alentó. Jacinta volvería a ver a su hermano. Era lo más lógico. No había que dejarse sugestionar por los sueños.

Con estas palabras se despidieron.

El señor Sweitzer caminaba distraídamente. Tomó por un sendero equivocado y por dos veces se encontró rodeado de boj, en el patiecillo de otros pabellones. No podía llegar, a ese jardín que tenía ante su vista. Al fin se abrió paso y anduvo entre los árboles, atento a las ventanas iluminadas del edificio principal. De pronto se llevó por delante un bulto imponente y oscuro, más oscuro que las sombras. Retrocedió sobresaltado.

—No soy una enferma —le dijeron—. Soy Carmen, la encargada del inquilinato. Necesito hablar con usted.

Caminaron hasta la verja. Era una anciana erguida, de cabellos blancos. El señor Sweitzer la observó bajo los focos de luz, aureolados de insectos, de la puerta de entrada, un sombrero alto y cilíndrico, una esclavina y un manguito de piel (los hocicos de las nutrias hincaban sus dientes puntiagudos en las propias colas, un poco marrones). Después buscó el taxi que lo esperaba. La mujer cruzó la calle, el señor Sweitzer se adelantó, abrió instintivamente la portezuela y la ayudó a subir.

—Deseaba pedirle... —dijo su compañera, y adoptó una voz quejumbrosa que contrastaba con la dignidad de su aspecto y no parecía sincera, como si copiara el estilo de las personas cuyos ruegos tenía por costumbre escuchar—. Usted es bueno. Influya sobre Stocker. Que a Raúl lo dejen en paz y le permitan volver al inquilinato. Lo quiero como a un hijo.

—Entonces debería agradecerle al señor Stocker lo que hace por él. En el sanatorio podrán curarlo.

—¿Curarlo? —gritó la mujer—. Raúl no es un enfermo. Es distinto, nada más. En el sanatorio lo hacen sufrir. La primera noche lo encerraron. Como el muchacho me echaba de menos, se quiso escapar. Le pegaron: al día siguiente tenía moretones en el cuerpo. Raúl nunca se cae. Y ayer...

—¿Qué sucedió ayer?

—¡Ayer yo lo he visto, tirado en el suelo, con la boca llena de espuma! Y el enfermero que me decía: "No es nada, es la reacción de la insulina. Un ataque de epilepsia provocado." ¡Provocado! ¡Canallas!

—Los médicos saben de estas cosas más que nosotros—protestó débilmente el señor Sweitzer—. Espere los resultados del tratamiento. Por ahora, confórmese con visitarlo en el sanatorio.

—¿Y usted cuida del inquilinato? —respondió la mujer con insolencia—. Yo no puedo venir en automóvil. Ya Stocker no me da más dinero. Iba por las mañanas, revolvía cajones, se llevaba papeles, libros, cuadros. Me decía: "A Raúl no le faltará nada en el

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sanatorio, doña Carmen. Y a usted tampoco. Usted ha sido muy buena con él. Pero es lo mejor." ¡Lo mejor! ¡Cómo se ha burlado de mí!

Sweitzer perdía la paciencia.

—Usted no quiere comprender. El señor Stocker ha internado a Raúl Vélez accediendo a un pedido de la hermana del muchacho, de Jacinta Vélez.

—Sí, ha dicho eso. Ya lo sé.

—Ella es la única que puede arreglar la situación. Desgraciadamente, no vive más con el señor Stocker. Usted, en vez de calumniarlo, debería prestarle ayuda, buscar a Jacinta.

La mujer respondió, martilleando cada sílaba:

—Jacinta se suicidó el día que murió su madre. Las enterraron juntas.

Agregó:

—Vea, no me interesa lo que Stocker pueda haberle dicho. A Jacinta la conoció gracias a mí. Se la presentó una amiga mía, María Reinoso —Y le explicó con naturalidad—: María Reinoso es una alcahueta.

Como le pareciera que Sweitzer, al callar, pusiera en duda sus palabras, entró en un arrebato de cólera:

—¿Qué? ¿Que no me cree? María Reinoso lo convencerá. Puede hablar con ella en cualquier momento. Ahora mismo, si quiere.

Inclinándose bruscamente hacia delante, le gritó al chofer una dirección; luego, al arrinconarse en el fondo del asiento, rozó con sus cargados hombros la cara de Sweitzer. Este sintió en la nariz el olor a moho de la esclavina de piel.

—No me gusta —dijo— hablar mal de Jacinta, pero yo nunca la quise. No se parecía a su madre, un pedazo de pan, ni a Raúl. A Raúl lo quiero como a un hijo. Jacinta era orgullosa, despreciaba a los pobres. En fin, ahora está muerta. Se tomó un frasco de digital.

El automóvil se detuvo. Mientras Sweitzer pagaba al chofer, la anciana había avanzado por un largo corredor. Sweitzer tuvo que apurar el paso para alcanzarla.

Entreabrió la puerta una mujer de edad dudosa. Doña Carmen le dijo:

--No es lo que piensas, María. El señor viene únicamente a conversar contigo sobre Stocker y Jacinta Vélez. Quiere que le digas la verdad.

—Pasen. Basta que sea amigo tuyo, yo le diré lo que sepa. Pero quedará decepcionado — contestó la otra con afectación.

Al caminar arrastraba las chinelas. Los hizo sentarse, les ofreció de beber.

—¿El señor era amigo de Jacinta? —preguntó— ¿No? ¿De Stocker? Ah, un hombre muy serio, muy distinguido. Hace mucho que frecuenta esta casa. Aquí conoció a Jacinta, pobrecita, y simpatizó con ella enseguida. Se vieron durante un mes, dos o tres veces por semana. Siempre en mi casa. Me hablaba Stocker, y yo le daba el mensaje a Jacinta. El día que murió la señora de Vélez, Jacinta había quedado en venir. A mí me pareció extraño, pero ella misma se había empeñado. Llega Stocker, y Jacinta que no viene. Yo

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le explico la demora. Esperamos. Al final, ya preocupada, hablo por teléfono y me entero de la desgracia. A Stocker lo impresionó muchísimo. Me dijo: “María, déjeme solo en este cuarto”. Y allí se quedó hasta muy tarde. Es un sentimental. Después, ya ve lo que ha hecho por ese retardado. Me parece un gesto bellísimo.

Doña Carmen la interrumpió:

—No hables de lo que no sabes.

La otra sonreía.

—Está furiosa —dijo mirándolo a Sweitzer— porque no puede verlo el día entero. ¡Carmen, Carmen, parece mentira! Una mujer seria, a tus años...

—Lo quiero como a un hijo.

—Como a un nieto, dirás.

El señor Sweitzer se fue cuando el diálogo entre las dos mujeres empezada a subir de tono. Las calles estaban desiertas. En el centro de la calzada la luz eléctrica hacía brillar el asfalto: grandes charcos de agua donde era peligroso aventurarse. Después la oscuridad y de nuevo, en la otra cuadra, el reflejo ficticio del estanque. Sweitzer apenas se atrevía a cruzarlo. Así anduvo un largo rato, vacilando al llegar a cada bocacalle pegado, confundido a las paredes como el insecto a la hoja. De vez en cuando el boquete de un zaguán iluminado lo ponía en descubierto. Estaba cansado, tenía frío, no podía entrar en calor. Tampoco podía detenerse. El mismo cansancio lo impulsaba a caminar. Llegó a una plaza, atravesó la calle. Allí vivía Stocker. Miró el tablero con los timbres. Cuando Lucas bajó después de un cuarto de hora, en paños menores cubierto por un sobretodo, continuaba apretando el botón del tercer piso.

—¡Señor Sweitzer! —exclamó el negro—. El patrón no está.

—Ya sé, Lucas. Tenía un mensaje para usted. Pasé por la casa y me atreví a llamar. Discúlpeme por haberlo despertado.

—No es nada, señor Sweitzer. Entre, no se quede afuera. Subiremos en el ascensor de servicio porque yo he bajado sin llaves.

Pasaron a la cocina. El negro abría puertas, encendía luces. “Ahora apagan la calefacción muy temprano. Como no hay nadie, yo no encendí las chimeneas”. Llegaron al hall. Sweitzer discurría algún mensaje para darle en nombre de su socio.

—El señor me ha escrito. Dice que mande las cuentas al escritorio. Él volverá el día menos pensado.

—Pero si me ha dejado dinero suficiente —contestó el negro.

—Le repito lo que él me ha escrito.

—El patrón está de viaje.

—Así es, Lucas.

El negro parecía deseoso de hablar. Después de un momento agregó entre dientes:

—...con la señora Jacinta.

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Sweitzer le preguntó muy despacio.

—Dígame, Lucas, ¿ella ha vivido aquí?

—El señor también sabe...

—¿Está usted seguro? ¿La vio alguna vez?

—Verla, lo que se llama verla... La encontré en la puerta de calle. Era después de almorzar. Ella salía del departamento en momentos en que yo entraba. Enseguida la reconocía.

—Pero si nunca la había visto antes.

—No importa.

—¿Cómo era?

—Tenía ojos grises.

—¿Y cómo supo que era ella? —le preguntó Sweitzer.

—Me di cuenta —contestó el negro—. Me miraba sonriendo. Parecía decirme: "¡Al fin me descubres!", pero con simpatía. Parecía decirme: "¡Gracias por el caldo y la ensalada que me preparas todos los días, por las avellanas, por las nueces! ¡Gracias por tu discreción!" Es una mujer muy bondadosa.

—¿Pero usted no la vio nunca dentro de la casa?

—¡Tomaban tantas precauciones! Hasta que ellos se iban, no podíamos arreglar el dormitorio. Por la tarde, el patrón era el primero en llegar. Cerraba con llave la puerta del hall. Cuando abría la puerta, ya la señora estaba en su cuarto. ¿El señor Sweitzer recuerda la última noche que vino a comer? El patrón estaba muy excitado, quería que la señora Jacinta los acompañara, quería presentársela al señor. Yo, mientras ponía la mesa, le oía la voz: "¡Jacinta, te lo suplico! Come con nosotros. No me dejes solo esta noche." La esperó hasta lo último. ¿El señor Sweitzer recuerda que me obligó a poner tres cubiertos? Pero la señora Jacinta no apareció. Es una mujer muy prudente.

—En resumidas cuentas, usted no la vio nunca dentro de la casa.

— ¡Cómo si necesitara verla! —exclamó el negro—. Ahora ni siquiera me molesto en prepararle el caldo frío, pregúntele a Rosa, y eso que el patrón me ha ordenado que deje comida como siempre. Pero ahora no está, lo sé, así como sé que antes estuvo viviendo más de tres meses en esta casa.

Sweitzer repetía:

—Pero usted no la encontró nunca dentro de la...

Y el otro, con insistencia:

—¡Como si necesitara encontrarla! ¿Y el olor? Vea usted, señor Sweitzer, yo no quisiera ofenderlo, pero la señora Jacinta no tiene ese olor tan desagradable de los blancos. El de ella es diferente. Un olor fresco, a helechos, a lugares sombreados, donde hay un poco de agua estancada, quizá, pero no del todo. Sí, eso es; en la bóveda, cuando vamos al cementerio de los Disidentes, hay el mismo olor. El olor del agua que empieza a espesarse en los floreros.

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El señor Sweitzer se acostaba. "No he comido esta noche", pensó, al tiempo que metía la cabeza en su camisón de franela. Se acurrucó en la cama, buscó con los pies la bolsa de agua caliente, cerró los ojos, sacó una mano, apagó la lámpara. Pero no se disipaba la claridad de la habitación. Había dejado encendida la araña del techo, una araña de bronce con tres brazos puntiagudos de cuyos extremos salieron llamitas de gas y que, posteriormente, habían adaptado a las bujías eléctricas. Se levantó. Al pasar junto al ropero se vio reflejado en el espejo, con la papada temblorosa y más bajo que de costumbre, porque andaba descalzo. Rechazó esta imagen poco seductora de sí mismo, apagó la luz, buscó a tientas la cama. Después, acariciándose los hombros por encima del camisón, trató de dormir.

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El límite

Mi familia se embarcó para Europa, dispuesta a hacer un largo viaje que habría de durar dos años, y yo, pobre de mí, entré pupilo a un colegio de Buenos Aires. En aquella época cursaba los últimos años del bachillerato. Mi madre, antes de irse, reanudó amistad con una parienta suya que viejos disgustos habían alejado de nosotros. Yo quedaba solo, abatido. Mi estado de ánimo era propicio para tomar en cuenta las palabras de mi madre:

—Tu tía Amanda... ¿Tienes la dirección? Acuér date, debes ir a visitarla.

Y así fue como un día me presenté en Kensington House, pensión u hotel de pocos huéspedes de la calle

Vicente López, un día y otro día, primero con bastante desconfianza, después turbado y ansioso como no lo estuve nunca. Tía Amanda y Bebé me cautivaban. Para mostrarse atentas con mi madre, supongo, desde el principio me trataron con la mayor intimidad, y yo —debo decir que nada me cuesta idealizar a las per sonas que me agradan— llegué a sentir por ambas un singular entusiasmo. Creo haber sido, de muchacho, espontáneo y afectivo; sin embargo, hasta entonces no alcanzaba a comprender algunas frases hechas como "las veladas en familia" o "las dulzuras del hogar". Pero cuando me sentí tan melancólico en ese nuevo colegio, con sus altas paredes y sus aulas frías, hostiles, comprendí muy bien el encanto de pasar algunas tardes de invierno en una habitación abrigada y placentera, conversando con dos personas que me tenían buena voluntad.

En mi atracción por tía Amanda y Bebé estaba in cluido todo aquello que de un modo u otro las rodeaba; sin duda, a mi entusiasmo no era ajena la sala donde transcurría gran parte de su vida. A veces la mucama de la pensión llevaba en una pala varios tizones encendidos; hasta que los depositaba en la estufa, una este la de humo corría por el aire. Yo pensaba en la sacris tía del colegio, que los alumnos atravesábamos poco después de levantarnos para oír misa de seis y media. A esa hora de la mañana, una nube de incienso desdi bujaba el lavabo con sus largas toallas, desteñía el verde y el violeta de las casullas bordadas en oro, pero no lograba apaciguar la orden imperiosa que brotaba de las paredes: "Silentium". Entonces este humo mezclado a nuestras voces que en la sala de mi tía se disipaba a los pocos segundos de aparecer, adherido a las curvas de un sofá Luis XV, se me anto jaba un humo pecaminoso. Mi prima Bebé solía que mar en un sahumador pastillas de benjuí. Las corti nas, los retratos de familia, los adornos de porcelana y hasta el obstinado reloj de la chimenea, que mien tras daba una hora marcaba la siguiente, parecían al igual que yo disfrutar de aquel perfume, como esos ancianos que de cuando en cuando, en medio de la conversación, sacan un pañuelo del

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bolsillo y lo hue len devotamente. No sé cuántos años habían vivido mis parientas fuera del país. Tampoco sé si eran ri cas. Me inclino a suponer que no, aunque había en ellas esa especie de velada autoridad que confiere el hábito de la fortuna. Tenían, asimismo, un largo au tomóvil en el que iban a Palermo, las mañanas de sol. Ah, cómo hubiera deseado acompañarlas. No era posi ble. Mis estudios me obligaban a permanecer en el colegio hasta muy entrada la tarde. Una vez por se mana, además de los domingos, gracias a un pedido especial de mi familia conseguí que me permitieran volver a las diez. Entonces me quedaba a comer con ellas. La mucama disponía los cubiertos en una me sita redonda, y yo comía oprimido por el crujiente vestido de seda oscura de mi tía y las gasas de colo res que envolvían y descubrían el cuerpo blando, de licado de Bebé.

Por las noches trataba de dormir. Pensaba con angustia que a la mañana siguiente me sería forzoso levantarme a las seis, y esta perspectiva me llevaba a buscar desesperadamente el sueño, a mantenerme inmóvil, con los párpados bajos, sin ocupar la imaginación. Todo era en vano, no perdía la lucidez, perdía la conciencia física de mi cuerpo; creía sentirlo redu cirse poco a poco hasta llegar a transformarse en algo muy pequeño, casi inmaterial… y al volver en mí, me encontraba murmurando palabras entrecorta das acerca del pelo castaño claro de Bebé, o de sus manos suaves que me acariciaban con cualquier pre texto. A todo esto, el alba comenzaba a insinuar las camas de hierro. Acá y allá iban surgiendo rectas finas y planos tenues, como esfumados por la niebla.

En el internado nos cuidábamos muy bien de con fiarnos los unos a los otros. Aunque había solidaridad entre los estudiantes, lo concerniente a la vida pri vada de cada uno, a sus familias o a los seres queridos con los cuales estábamos ligados fuera del colegio, permanecía en un ámbito secreto, amurallado de si lencio inexpugnable a los extraños. Con cierto fervor no exento de avaricia cada cual guardaba para sí ese tesoro que formaban los recuerdos de su madre, de sus hermanas o de su novia, por temor a suscitar las burlas o indiscreciones de los demás. Yo, que mantenía con mis compañeros relaciones superficiales, me hice muy amigo de Jaime Meredith, un muchacho in glés. Cuando su padre compró un campo en el norte del país, Jaime se vio trasladado de una aldea inglesa, en las inmediaciones de Nantwich, a una finca de la frontera boliviana.

Carreteras apacibles, bohardillas con visillos de li nón que asoman entre las tejas descoloridas, mucho verde, suave, difuso, tamizado por la distancia, leve mente tocado de gris. Y un buen día, como quien alza un telón de teatro y baja otro, Jaime se enfrentó con paisaje desmesurado y bárbaro. Al césped húmedo y a los paseos en sulky vio sucederse los coyas envuel tos en ponchos de colores violentos, los ríos fragosos, al pie de las montañas, que se desbordan al comenzar la estación.

Hablaba en un castellano balbuciente, entreverado de giros de provincia que él subrayaba con su marcado acento inglés. Cuando entró al colegio fue el mo tivo de todas las bromas, hasta que una vez mis pu ños salieron en defensa de ese muchacho desteñido, de mirada transparente y ojeras casi blancas, sonro sadas por las pecas. Más tarde, cuando supe que era enfermo y presencié uno de aquellos extraños ataques que padecía, después de los cuales quedaba rígido en el suelo, los ojos apagados y los labios orlados de espuma, concebí por él un afecto lleno de compasión y de buenos deseos. Nos

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hicimos amigos: en los recreos, durante el estudio y sobre todo por las noches, antes de dormirnos, conversábamos larga mente, en voz muy baja, por temor a que nos sor prendieran.

En la atmósfera un poco enrarecida de los dormi torios, no bien escuchábamos la confiada respiración de los demás compañeros que se dormían en seguida, yo le contaba a Jaime mil detalles concernientes a tía Amanda y a Bebé. De vez en cuando nos obligaba a callar la silueta del padre inspector que caminaba por el pasillo, entre la hilera de camas, las manos unidas atrás y la cabeza echada hacia delante. El ruido de sus pasos se alejaba lentamente y mi voz, hasta en tonces casi imperceptible, comenzaba de nuevo con modulaciones roncas que yo me esforzaba en domi nar. El egoísmo de mi tía, su indiferencia para con Bebé, las frases, las actitudes, los pormenores de que estaban colmados sus vidas, iban adquiriendo, di chos a media voz, una intensidad y un dramatismo inesperados. Jaime me obligaba a volver sobre mis palabras. Yo lo sentía agitarse en la cama revuelta y escuchaba su voz cadenciosa que me hacía muy des pacio una pregunta pueril. Yo le respondía:

—Jugaba con el collar. Era un collar de cuentas ver des, dispuesto en tres hileras desiguales. Ella lo hacía correr entre los dedos, alrededor del cuello.

Poco sabían mis parientas de este ser que yo mez claba a sus vidas. Hasta sería jactarme si dijera que a mí mismo me asignaban importancia. Tía Amanda, con su reserva habitual, apenas me tomaba en cuen ta. Bebé me trataba como a un animalito doméstico que la divertía en sus ratos desocupados. Le gustaba pellizcarme las mejillas, zamarrearme el pelo, y me prodigaba esa ternura y coquetería instintiva de las mujeres bonitas. Al mirarla, yo recordaba una flor, una de esas rosas blancas, muy abiertas, que uno se abstiene de tocar por temor a deshojarlas, pero al fin, cuando se atreve a rozarla con los dedos, com prueba que en sus pétalos consistentes no existe tal fragilidad. Algunas tardes yo la solía encontrar re costada, con un libro abierto sobre las faldas. Tenía los labios más pintados que de costumbre, fumaba. Echaba la cabeza hacia atrás, con expresión soñadora, y después exhalaba el humo muy despacio, entre los dientes, como si quisiera retenerlo al mismo tiempo. Yo le hablaba de mis proyectos, de mis estudios, de la vida de colegio, de Jaime Meredith... Bebé me es cuchaba sumisa y de vez en cuando me dedicaba, una sonrisa llena de benevolencia. Pero yo, con cierta perspicacia impropia de mi juventud, creía notarla un poco distraída.

Otras tardes venían algunas amigas a visitarla. Tía Amanda se sentaba can su tejido cerca de la chime nea, y ellas formaban una rueda, dejándome apartado de la conversación. Ya jugaba a un solitario sobre la mesita: me encontraba como un espectador a quien sólo le está permitido escuchar desde su butaca. Y esas tardes, después de escucharlos, hubiera llorado de buena gana mientras barajaba los naipes franceses con un sentimiento inexplicable de humillación, mien tras veía desfilar las damas, un poco atónitas, de corazón y de pique, los reyes negros y los valet rojos que me contemplaban con sus bigotes retorcidos y su aire dolorido y ridículo. Por lo general pasaba inadvertido entre esos señores atildados, de voces roncas, que olían agradablemente a tabaco y Agua Colonia Imperial. En una ocasión, sin embargo, uno de ellos le hizo a Bebé una pregunta en francés. No pude comprender lo que decía, pero

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tuve la seguridad de que sus palabras aludían a mí. Bebé se limitó a tor cer los labios, y prosiguieron hablando con los demás.

Cuando yo le contaba a Jaime lo sucedido esas tar des, no confesaba el papel deslucido que me tocaba representar. Modificaba los hechos para no herir su orgullo, o el mío, o vaya a saber por qué, asignándo me un lugar preponderante en la conversación. En mis ingenuas versiones, Bebé y yo figurábamos sosteniendo un animado diálogo que los demás festeja ban ruidosamente. Y me atribuía las réplicas más agudas, las frases de mayor efecto, y las ojos de mi amigo adquirían un brillo intenso, húmedo, y sus pes tañas cenicientas se agitaban ansiosas al seguir el hilo de mis palabras. Hablábamos de Bebé infinita mente, con melancólica ternura. Bebé, que aparecía como en algunos retratos de mujeres inglesas pinta das por maestros flamencos, los cabellos voluntario sos, con reflejos castaños, de los que se desprendía una extraña voluptuosidad, los labios entreabiertos, el cutis ardiente. Su imagen llenaba todo el colegio, parecía flotar en el silencio del estudio, en el interior sombrío de la iglesia, en las reticentes penumbras de los dormitorios.

Las visitas de aquel señor que se había referido a mí una tarde, conversando con Bebé, se fueron hacien do cada vez más asiduas en Kensington House. A mis insistentes preguntas, Bebé respondía con desgano, como si le costara prestar atención. Pude enterarme de que no era francés, como yo creía, sino argentino. Estaba de paso en Buenos Aires y ocupaba un cargo importante en nuestra embajada en París. Casi día por medio yo lo veía entrar en la sala de mi tía, dejar el sombrero y el bastón sobre una silla y sentarse en el sofá. Entonces mi prima preparaba el té, un té especial que sacaba de una caja guardada en el ar mario; lo servía en unas bonitas tazas de porcelana blanca, dentro de las cuales el té adquiría matices rosados y tenues.

Comencé a evitarlo. Me fastidiaba, sobre todo, ver lo sentarse en el sofá Luís XV, a la derecha de Bebé. No había llegado aún, y yo presentía su persona en el cuidado que ponía mi prima en ordenar la habita ción y en el rojo excesivo con que acentuaba sus la bios. Sin embargo, no me atrevía a contárselo a Jaime. Mentía espontáneamente, y los detalles se entrelaza ban unos con otros dando lugar a construcciones amar gas e ilusas con las que inútilmente pretendía enga ñarme. ¡Engañarme! ¿Acaso era posible? Persistía en mí el recuerdo de esas tardes fatídicas en que me alejaba de Kensington House para ir a sentarme en un banco de la plaza, desde donde alcanzaba a divisar el resplandor amarillo que surgía de la ventana de Bebé. Adivinaba la curva audaz de la pantalla, ilumi nando la seda gastada del sofá. Y allí sentados, muy cerca uno del otro, Bebé y ese hombre de modales atrayentes, con las sienes blancas y el semblante fa tigado y juvenil.

Tiempo después, al ir a visitarlas, me sorprendió el desorden inusitado del departamento. Pequeños triángulos de polvo y de pelusa aparecían en los rin cones donde los muebles, retirados de su sitio, exhi bían ante mis ojos el impudor de sus cajones, vacíos, forrados en papeles de color rosa. En la sala había sa lido a relucir todo el equipaje de mi tía, y Bebé andaba de un lado para otro, sorteando valijas y cajas de sombreros, mientras acomodaba diferentes objetos. Al pasar, como en los primeros tiempos, hundía la mano en mis cabellos y con sus uñas demasiado lar gas me arañaba

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la cabeza. En fin, todo lo supe, y quedé silencioso por un largo rato, observando los tickets desteñidos de los baúles, sintiendo una oscura admiración por mi persona insignificante que de pron to era abatida por una desgracia de tal magnitud. Mi tía Amanda me decía:

—Cuando estemos en París, Carlos Horacio, no de jes de escribirnos.

Jaime me esperaba como todas las noches para ini ciar un diálogo sobrecargado de Bebé y escuchar de mis labios esos cuadros que yo, utilizando y combi nando recuerdos falaces, trazaba maquinalmente. Pe ro a mí ya todo me parecía inútil. ¿A qué continuar? La realidad se imponía a mi inteligencia, una reali dad que despejaba mi ensueño como esos vientos fríos que disuelven las nieblas matinales. A la primera pre gunta contesté como si Bebé careciera de importan cia. Casi de espaldas, a punto de meterme en la cama, respondí por lo bajo con una voz nítida y breve:

—Bebé se va a Europa pasado mañana. Se casa con el diplomático.

Y caí rendido por el sueño.

Me despertaron los gemidos de Jaime, sus violen tas convulsiones. Los muchachos, medio desnudos, se agrupaban a nuestro alrededor, los jesuitas lo suje taban con fuerza, y el intenso olor de la valeriana parecía envolvernos a todos. Era una crisis, una de sus crisis periódicas, pero de la cual no salía con la asombrosa facilidad de otras veces. La fiebre, en lu gar de ceder, fue aumentando en los días sucesivos. Telegrafiaron a su padre, lo apartaron de nosotros, lo llevaron a la enfermería, donde nos estaba vedada la entrada. Al cabo de una semana, el hermano Nica sio nos confesó que había muerto.

He aquí el término de mi relato, de este relato que temo dejar inconcluso y al cual me esfuerzo, inútil mente, en prestar cierto sentido. ¿ Es que puede una persona, sin saberlo, llegar a pesar tanto en la vida de otra? ¿ Es acaso posible que a gran distancia, sin proponérselo, pueda su influencia trabajar secreta mente en un desconocido?

Desde tu balcón de la rue Royale, hasta donde sube, incansable, el tumulto de los bulevares, tú permaneces ajena a todo, suave y dócil Bebé. Nada sabes. Quizá nada tengas que saber. Es posible que no se trate sino de coincidencias, de hechos aislados que uno se empeña morbosamente en vincular. ¿A qué pensar otra cosa? Ante nuestros ojos se extiende un velo pintado de colores inofensivos con el cual nos hemos familiarizado. No intentemos descorrerlo. En torno a nosotros, junto al horizonte, la vida nos impone un límite preciso, más allá del cual todo es vaguedad y misterio. Respetemos el límite, si no queremos lanzarnos extraviados, por senderos que no tienen fin.

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José Bianco – el teatro del tiempo

Por Blas Matamoro

Debo emplear la primera del singular para referirme a Pepe Bianco. Los recuerdos personales se mezclan con los menos (¿o más?) personales de la lectura de sus textos, desde mis tardes juveniles en la biblioteca "Miguel Cané" de Buenos Aires, donde sus libros se confundían con los de su padre, un profesor de historia constitucional y político a rachas. Así los textos de José Bianco padre, como en alguna ocurrencia fantasmal de su hijo, se atribuían a éste y databan de años anteriores a su nacimiento. Allí pude recorrer los cuentos de su primer título, La pequeña Gyaros, que él se ocupó en borrar de su catálogo, salvo alguna pieza suelta. Dije lo anterior porque, valga la insistencia, evoco siempre a Pepe viniendo de antes, de una Argentina desaparecida ya cuando nos

tratábamos, desde fines de los sesenta. Pepe tenía la edad de mi padre y había disfrutado de los años prósperos, confiados e insensibles de la década alvearista, los años llamados locos pero que, para la Argentina, fueron los más sensatos de su historia. De aquella Argentina asordinada, de buenas maneras y sofocadas ansiedades cosmopolitas, Pepe había aprendido una suerte de moral de la reticencia, que aún hoy se palpa en su literatura. No decirlo todo, escribir a sabiendas de que muchas palabras quedan atrapadas en la boca y otras apenas salen entre dientes. Una Argentina que, para gente como él, se reducía a un par de barrios de Buenos Aires, los de silenciosas calles con árboles pródigos, cines esquivos, librerías políglotas y restaurantes con escaparates condenados por cortinillas blancas. De allí se partía a Europa, o sea a París, o a alguna estancia en la llanura o a una casa a la orilla del Atlántico. Aquella era una Argentina enigmática, sobre todo para un escritor que, alimentado por la ilustre enciclopedia europea, se preguntaba qué hacía escribiendo en español junto al estuario mal llamado Río de la Plata. La respuesta de Pepe fue la de un traductor que dejó algunos trabajos memorables: Valéry, Henry James, Stendhal. De ellos surgieron hasta algunas frases hechas, como "una vuelta más de tuerca". Fue, también, la respuesta de un lector que precedía al traductor y, finalmente, la de un escritor reticente, que amaba la escritura pero desconfiaba de ella, temía sus sublevaciones y estaba pendiente de apagar ecos y resonancias interiores, como cuando aconsejaba vestirse fingiendo que no se había puesto ningún cuidado en la ropa: Not overdressed, please. Pepe fue, en todo, deliberadamente gris, porque el gris domina, de modo disimulado, todos los colores. Con todos se mezcla y a todos matiza hasta volver a su elocución en voz baja, dispuesta a las ambigüedades y las discretas sugestiones. El resultado es una obra contenida y parca, que suma un libro de cuentos ya mencionado, un par de nouvelles (Sombras suele vestir, Las ratas), una novela más

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extensa, La pérdida del reino, y una multitud de obra suelta y dispersa que convendría reunir exhaustivamente, ya que ha sido objeto sólo de ediciones parciales: Ficción y realidad (Monte Ávila, 1977), Homenaje a Marcel Proust seguido de otros artículos (UNAM, México, 1984), Ficción y reflexión(FCE, 1988) y un par de series en Cuadernos Hispanoamericanos (no 516, junio de 1993, y no 565-566, julio-agosto de 1997). De estas misceláneas, según cabe observar, ninguna ha sido publicada en la Argentina, lo cual dice bastante acerca de su posición esquinada dentro del propio país. En parte, este sesgo de Pepe se debe a su ya señalada reticencia. El gris tiene la virtud de no distinguirse a primera vista y exige una mirada especialmente atenta. En parte, su situación se debe a su difícil encasillamiento dentro de las costumbres literarias argentinas de su época. Ni realista ni fantástica, ni preciosista ni neorromántica, por seguir categorías al uso, la obra de Pepe cabe en una de sus frases postreras, cuando estaba internado de última enfermedad, en el otoño argentino de 1986 (no creo casual que el hecho coincidiera con mi vuelta al país, tras diez años de emigración). Pepe se estaba muriendo y a un amigo que intentaba cuidarlo le dijo: "Dejame de joder. Soy un hombre libre." Sí, desde luego, la cercanía de la muerte libera, tanto como esclaviza el arraigo a la vida, pero hay algo más, algo como un reclamo de no encasillamiento desde la reticencia misma. Cuenta un tercer inciso a recordar y es que Pepe, el gris Pepe, vivió largamente entre el relumbrón de Borges y la tiranía de Victoria Ocampo. En ambos casos, se le adjudicaba el segundo plano. Como secretario de Surdurante casi treinta años, circuló entre ambos extremos. Victoria, una mujer emprendedora y rica, a menudo irregular en sus decisiones públicas, como el mismo hecho de escribir y dirigir una editorial, era una persona que padecía de sentimientos de inferioridad cultural: no había ido a la universidad y se trataba con gente de pedestal, de Ortega a Waldo Frank, de Valéry a Virginia Woolf. Creo que por ello se explican sus arranques de furia mandona. En cuanto a Borges, siempre tan seguro de ser Borges, mucho antes de ser investido de bronce y mármol institucionales, todo está dicho. Pepe debía cuidar cuanto decía. No podía pasarse de la raya como Victoria, la dueña de casa, ni apuntarse a la divina insolencia del preboste Borges. Su natural vocación al gris en sordina le valió como defensa y, según dije al comienzo, de ética. Es notable que algunas de las páginas más agudas y comprometidas de Sur en materia política, durante los confusos años del fascismo, se deban, aunque anónimas, a Pepe. Solían ser breves sueltos agrupados como "Agenda" o "Los penúltimos días". La amistad con Borges duró toda la vida de Pepe. Con Victoria hubo una pelotera más o menos política en 1961, cuando la Casa de las Américas, donde podían aún influir Virgilio Piñera y Cintio Vitier, lo invitó como jurado del conocido premio literario. Victoria, sin consultar a Pepe, publicó una nota enSur desvinculando a la revista del hecho, y Pepe renunció a ese cargo que casi se confundía con su nombre. Distanciados pero sin enemistarse, volvieron a verse con cierta cortesía. Fue entonces cuando ella se sometió también a las reglas de la reticencia. En tanto, Pepe se ganó la vida en otras editoriales, como traductor y dirigiendo la colección "Genio y figura" de eudeba, donde, muchos años más tarde, me tocó publicar el volumen dedicado, precisamente, a Victoria Ocampo. Lo recuerdo porque trabajar en él me permitió imaginar a Pepe escribiendo todo lo que se le hubiera ocurrido decir sobre Victoria y nunca se atrevió a redactar. Es lástima que buena parte de su obra virtual se haya perdido en el vacío de la inacción. Muchas veces los amigos le pedimos que escribiera sus memorias, dejándolas

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inéditas durante un tiempo prudencial tras su muerte, porque Pepe era memorioso y había conocido, directamente o a través de su padre, a buena parte de la dirigencia argentina de una época, tanto política como cultural, y tenía opiniones de agudo psicólogo sobre tanta gente cuyos retratos de cerca se han perdido para siempre. Lo mismo en cuanto a la picante y discreta vida homosexual de Buenos Aires en los años que permitían visitar disimulados y pequeños prostíbulos masculinos cuyos pupilos se examinaban, en poses estatuarias y desnudos, por una mirilla en las puertas de las alcobas. Tiempos "blandos" —bastante distintos a los de mi juventud— cuando la cocaína se guardaba en frascos de caramelos, al fondo de un ropero, hasta que, el año mismo de mi nacimiento, 1942, estalló el escándalorosa del Colegio Militar, cadetes incluidos, un episodio que Pepe tenía documentado gracias a sus amigos cercanos a la trinchera gay de aquellos años bélicos, pero que nunca siquiera intentó rememorar. Desde luego, el tema no era de recibo en aquella época, y sólo podía ser tratado en memorias póstumas. Pepe amó a ciertos muchachos cuya carrera literaria fue controlando y alentando, como el crítico Enrique Pezzoni y el cuentista Juan José Hernández. Tampoco existen rastros de estos episodios en sus escritos. Revisando las cartas que le dirigió Octavio Paz, con quien fue confidente amigo desde que se cartearon en los primeros años de Sur y luego se trataron en el París de la posguerra, se advierte que Pepe apenas contestaba, y parcamente, su correspondencia personal, al contrario que Paz. Es evidente que uno temía a la escritura y el otro confiaba en ella, a la vez que dialogaba con su otra voz, hallando armonías o disonancias. Creo que en las reservas de Pepe se registraba también cierta censura ambiental. Borges era un fóbico del sexo y, más en general, del cuerpo, por lo que dialogar con él era ponerse fuera del juego. En los diarios de Bioy, por su parte, se coleccionan prejuicios sexuales, en especial la homofobia. Un tema para psicoanalistas, que ni Pepe ni quien suscribe hemos sido, no obstante nuestra nacionalidad de origen. La buena sociedad porteña, no obstante su película de cosmopolitismo y tolerancia, solía alentar reacciones gazmoñas ante ciertas cosas que es mejor que no osen decir su nombre. Ciertas condenas a la vida amorosa de Victoria Ocampo, por ejemplo, una mujer que osó llamar a las cosas por su nombre, si es que lo tienen, provinieron de gente que pertenecía a su medio social. Pepe vivió con su madre hasta la muerte de ella. Esta presencia, sin duda, influyó en sus silencios y en el borramiento de sus huellas. Recuerdo la casa que compartieron, calle Cerrito arriba, un piso bajo al que se llegaba atravesando un pabellón y un jardín interior. Había penumbra y silencio en ese refugio céntrico de Buenos Aires, con grandes puertas de madera oscura, como de cofre. Luego Pepe se redujo a otro piso, un par de habitaciones, donde alojó los restos de la biblioteca paterna, papeles y objetos de ayudamemoria. Siempre fue, por compensación a sus "olvidos", un gran lector de la literatura autobiográfica y confesional. Casanova y Rousseau, con sus bien organizadas mitomanías, los canónicos diarios de Amiel y de André Gide, el tímido y el atrevido, correspondencias de escritores franceses e ingleses, hasta las memorias de personajes de la historia argentina, con Sarmiento en primer lugar (una de las verdaderas fortunas de los argentinos), y series documentales de las que proliferan en el siglo XIX del país. Me acuerdo de haberlo encontrado en cierta ocasión repasando las memorias del general José María Paz, el Manco Paz, un personaje entreverado en las guerras de la independencia y las luchas civiles del ochocientos. Se me ocurre que Pepe seguía en

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estos libros criollos las huellas, también borradas, de su padre, que había tenido privanza con figuras influyentes de la política argentina como Bernardo de Irigoyen y Marcelo de Alvear. El primero no pasó de candidato pero el segundo llegó a presidente de la República. De alguna manera, la Argentina fue siempre un país que sólo tuvo siglo XIX, con una crisis circular que empuja a los confines de la bancarrota. Volver a los memorialistas era volver a ese tiempo empantanado de nuestra historia, a esa ciénaga del devenir que tanto insiste en la narrativa argentina de Pepe y sus coetáneos, Borges, Cortázar, Bioy Casares. Al fondo de la escena estuvo siempre, en las relecturas de Pepe, el gran hurgador de las certezas y trampantojos de la memoria, Marcel Proust. Lo conocía desde su adolescencia, cuando leyó por primera vez los entonces recientes y últimos volúmenes de la Recherche, en los veranos de la serranía cordobesa. Compartía el descubrimiento con Carmen, su hermana favorita, a quien no conocí sino por fotos y de la que retengo sus enormes ojos saltones y como siempre abiertos, a la manera de una dama de mosaico bizantino. La imagino mirando fijamente a Pepe, leyendo sus silencios sin traducirlos y bajando nuevamente la mirada a las páginas de Proust. Pepe hablaba de los personajes proustianos como si fueran familiares y conocidos. Creo que es la única actitud legítima para leer a Proust, fuera de los asaltos eruditos. Con Proust se convive a la manera de una familia, con sus amores fatales y sus entrañables rechazos. Y, como en familia, se lo lleva de por vida. Quien no quiera o no pueda ingresar en este cogollo (o, como diría Pepe, en esa clique) más vale que se mantenga distante, bajo riesgo de quedar aplastado por la empresa. Y esto es así porque también Proust convivió con su obra hasta la muerte como quien comparte los días de una tribu o una orden mendicante, la de quienes mendigan una hora o un recuerdo. Para Pepe, Proust no era solamente el escritor que se elige si hay que elegir uno solo, sino también el espejo oblicuo, el pretexto para hablar de sí mismo sin mencionarse. Baste volver sobre sus estudios proustianos para comprobarlo. Pepe descubre lo que parece más opuesto a la tarea de Proust, un hombre seducido por el tacto metafórico y placentero de las materias: la pedagogía del dolor. Proust escribe desde el sufrimiento que le produce una carencia incolmable e intenta medirse con ella a partir de una obra gigantesca, sostenido por una paradójica fe: perderse en las dispersas asociaciones de la memoria es la única manera de llegar al final y evitar el riesgo del extravío. En otro registro, que no fuera ese insólito retrato de Proust como cristiano, como perseguidor del placer al que obliga un elemental sentimiento doloroso, Pepe hizo un certero díptico que junta a Proust con Paul Léautaud a partir de cómo trató cada uno el tema de sus relaciones con la madre. Léautaud, escritor abandónico y gamberro, fue más sincero a la hora de confesar su amor incestuoso hacia su madre. De alguna forma, estaba estimulando a una confesión universal. Proust, en cambio, enmascaró su situación, en el fondo similar a la del otro, en una telaraña de literatura, disociando, en su novela, las figuras de la abuela y de la madre. Pepe, a su vez, se retrató como ambos y dijo de sí lo que pudo alternando las máscaras de uno y otro. A Pepe lo atraía especialmente el grupo de escritores de la Nouvelle Revue Française, acaso porque eran el ejemplo inimitable por su correspondiente grupo argentino. Le gustaban hasta los que se situaban lejos de su mentalidad escéptica y liberal, como el católico Paul Claudel, y los menores de la familia, como Charles-Louis Philippe y Charles Du Bos. Nunca pude contagiarle, sin embargo, mi admiración por una de las

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grandes novelas del siglo XX, Les Thibault de Roger Martin du Gard. Pepe prefería textos menores de este curioso amigo de Gide: Confidence africaine o Un taciturne, ambas, cabe señalar, motivadas por el tema del incesto matizado de rasgos homoeróticos, como diríamos hoy. Pepe hallaba a Martin du Gard demasiado parecido a Tolstoi, al Tolstoi deGuerra y paz. Yo veía en esta similitud, precisamente, una muestra del valor del escritor francés, porque las buenas influencias provienen de los escritores difíciles de imitar, como Tolstoi. O como Theodor Fontane tenido en cuenta por el joven Thomas Mann. Los escritores fáciles de imitar dispersan visibles manierismos y propician caricaturas, como Rubén Darío, su compañero de escena Gabriele D'Annunzio o el mismo Borges, sin ir más lejos. Quizá Pepe estaba pensando, sin saberlo, en su propio caso, su relación con Henry James. Antes de escribir sus relatos sólo había leído de JamesPortrait of a Lady y es evidente que esta lectura le bastó para marcarlo. El arte de James para hacer expresarse a sus personajes por lo que no dicen, señalando el lugar de lo callado, es una de las mejores virtudes de Pepe como narrador. Más allá de esta habilidad técnica, hay una visión del mundo como el laberinto de lo aparente, según la feliz fórmula acuñada en aquellos años por un amigo común, Edgardo Cozarinsky. La ambigüedad de situaciones y sujetos prueba que la apariencia nos incumbe, que somos apariencia, pero que en ella no hay senderos, salvo los que se bifurcan. Un desafío para contar historias, ya que se trata de embrollar el curso de la historia misma. Y así no sabremos si en Sombras suele vestir hay alucinación o fantasma (hay amor, eso sí, o sea alucinación y fantasma), si el hermano mayor de Las ratas ama a su hermano menor, si el protagonista de La pérdida del reino sigue la huella de su amigo a través de las mujeres que amó, en busca de la mujer o del varón, ambos palpitantes e inexistentes. Tampoco se expidió Pepe acerca de su experiencia cubana. No quería censurar tantos aspectos del país que lo había invitado en una Argentina de cuartelazos y cretinos dictadores como aquel general Onganía que prohibió la lucha de clases por decreto. Había comprobado lo policiaco y paranoico del régimen castrista cuando sus amigos cubanos descolgaban los cuadros del hotel donde se alojaba antes de conversar con él, en busca de micrófonos, o cuando le indicaban que no se asomase a la ventana sin camisa, porque algún policía del civil podía "parametrarlo" de maricón. Con Lezama Lima, cuyo "Genio y figura" preparaba, pasó largas horas hablando de Proust (¿de qué, si no?), junto a la atenta escucha de un informante disfrazado de empleado del Ministerio de Educación, con quien Lezama, para no aburrirse, estudiaba de memoria a los peores poetas españoles del siglo XIX, como Grilo y Selgas. Rememorar a José Bianco, a quien he llamado Pepe todo el tiempo por razones obvias, para recuperar su reticente intimidad, puede parecer anacrónico a la vista de la Argentina de hoy. Lo es, pero no sólo en el sentido pasatista, es decir por lo que tiene de evocación de un país desaparecido, sino asimismo por lo que hay de anacrónico en la infatigable esperanza de que exista una Argentina convivencial, atractiva para el extranjero, cosmopolita, que retenga a los suyos sin excluir la mirada cenital que llega lejos, pudorosa, not overdressed, solidaria, liberal. En voz muy baja, casi como un susurro: utópica. O, como los versos gongorinos que Pepe usó de epígrafe: "En su teatro sobre el viento armado/ sombras suele vestir de bulto bello." ~

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José Bianco / biografía

José Bianco fue un escritor argentino, nacido en la ciudad de Buenos Aires en 1908 y fallecido en la misma ciudad en 1986. Cultivó la novela, el cuento y el ensayo. Incursionó también en el periodismo y en la traducción. ].

Comenzó su carrera literaria en marzo de 1929, con la publicación de cuento El Límite, en La Nación, en donde ya mostraba su estilo pulcro y elegante. Posteriormente publicaría La Pequeña

Gyaros en 1932, con el que obtuvo el Premio Biblioteca delJockey Club. En 1941 aparece una de sus obras maestras, Sombras suele vestir. Escrito originalmente para la antología de la literatura fantástica que realizaron Jorge Luis Borges, Silvina Ocampo y Adolfo Bioy Casares, Bianco se demoró en la escritura y la antología se publicó sin su relato en 1940 (apareció en este libro recién en 1967, en una nueva edición). En 1943 ve la luz otra de sus obras cumbres, Las Ratas.

Algunas de sus obras fueron prologadas por Jorge Luis Borges, de quién era amigo. Formó parte del círculo de la revista Sur, fundada y dirigida por Victoria Ocampo, para luego formar parte del directorio como secretario de redacción, entre 1938 y 1961, año en que Ocampo decide separarlo de su puesto por su visita a Cuba, donde había triunfado la Revolución, y su participación como jurado en el Premio Casa de las Américas. En Sur fue donde apareció publicado por primera vez Sombras suele vestir, en su número 85 de octubre de 1941. También en las ediciones de Sur fue publicado Las Ratas.

En 1961, comenzó con su trabajo dentro de EUDEBA, la editorial universitaria de Buenos Aires, a la que renuncia en 1967, por causa de la intervención de la dictadura de Juan Carlos Onganía, quién había accedido al poder en 1966.

En el año 1973 publicó su novela La pérdida del reino, un roman à clef que tiene como protagonistas a la alta sociedad de Buenos Aires y Córdoba, y al ambiente artístico e intelectual de la París de posguerra. Con una prosa refinada y medida, narra la historia

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de un escritor que se debate entre el amor y la imposibilidad de escribir. Esta obra se inscribe en la genealogía literaria que trazan dos autores faros para Bianco, Henry James y Marcel Proust.

Murió en Buenos Aires en 1986.

José Bianco realizó notables traducciones de obras de Henry James, Jean Paul Sartre, Julien Benda, Ambrose Bierce, entre otros.

Tomado de Wikipedia

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1. La infancia de Zhennia Liubers y otros relatos / Boris Pasternak 2. Corazón de perro / Mijaíl Bulgákov 3. Antología del cuento chino / varios autores 4. El hombre que amaba al prójimo y otros cuentos / Virginia Woolf 5. Crónica de la ciudad de piedra / Ismail Kadaré 6. La casa de las bellas durmientes / Yasunari Kawabata 7. Voluntad de vivir y otros relatos / Thomas Mann 8. Dublineses / James Joyce 9. La agonía del Rasu-Ñiti y otros cuentos / José María Arguedas 10. Caballería Roja / Isaak Babel 11. Los siete mensajeros y otros relatos / Dino Buzzati 12. Un horrible bloqueo de la memoria y otros relatos / Alberto Moravia 13. El tacto y la sierpe y otros textos / Reynaldo Disla 14. Una cuestión de suerte y otros cuentos / Vladimir Nabokov 15. Las últimas miradas y otros cuentos / Enrique Anderson Imbert 16. Yo, el supremio / Augusto Roa Bastos 17. El siglo de las luces / Alejo Carpentier 18. El principito / Antoine de Saint-Exupéry 19. La noche de Ramón Yendía y otros cuentos / Lino Novás Calvo 20. Over / Ramón Marrero Aristy 21. Una visión del mundo y otros cuentos / John Cheever 22. Todo es engaño y otros cuentos / Sherwood Anderson 23. Las aventuras del Barón Münchhausen / Rudolf Erich Raspe 24. Huasipungo / Jorge Icaza 25. Vasco Moscoso de Aragón, capitán de altura / Jorge Amado 26. El espejo de Lida Sal / Miguel Ángel Asturias 27. Seis cuentos para leer en yola / Aquiles Julián 28. Los chinos y otros cuentos / Alfonso Hernández Catá 29. La mancha indeleble y otros cuentos / Juan Bosch 30. El libro de la imaginación / Edmundo Valadés 31. Cuatro relatos / Joseph Roth 32. El libro de cristal de los Cohén / Aquiles Julián 33. Cuentistas dominicanos 1 / Aquiles Julián 34. El caballo que bebía cerveza / Joao Guimaraes Rosa 35. Tres relatos / José Bianco

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