sombras suele vestir. jose bianco

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SOMBRAS SUELE VESTIR El sueño, autor de representaciones, en su teatro sobre el viento armado, sombras suele vestir de bulto bello. Góngora, Varia imaginación. I Lo echaré de menos; lo quiero como a un hijo dijo doña Carmen. Le contestaron: Sí, usted ha sido muy buena con él. Pero es lo mejor. En los últimos tiempos, cuando iba al inquilinato de la calle Paso, rehuía la mirada de doña Carmen para no turbar esa vaga somnolencia que había llegado a convertirse en su estado de ánimo definitivo. Hoy, como de costumbre, detuvo los ojos en Raúl. El muchacho ovillaba una madeja de lana dispuesta en el respaldo de dos sillas; podía aparentar veinte años, a lo sumo, y tenía esa expresión atónita de las estatuas, llena de dulzura y desapego. De la cabeza de Raúl pasó al delantal de la mujer; observó los cuatro dedos tenaces, plegados sobre cada bolsillo; paulatinamente llegó al rostro de doña Carmen. Pensó con asombro: “Eran ilusiones mías. Nunca la he odiado, quizá”. Y también pensó, con tristeza: “No volveré a la calle Paso”. Había muchos muebles en el cuarto de doña

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José "Pepe" Bianco fue un escritor argentino, nacido en la ciudad de Buenos Aires en 1908 y fallecido en la misma ciudad en 1986. Cultivó la novela, el cuento y el ensayo. Incursionó también en el periodismo y en la traducción.

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  • SOMBRAS SUELE VESTIR

    El sueo, autor de representaciones,

    en su teatro sobre el viento armado,

    sombras suele vestir de bulto bello.

    Gngora, Varia imaginacin.

    I

    Lo echar de menos; lo quiero como a un hijo

    dijo doa Carmen.

    Le contestaron:

    S, usted ha sido muy buena con l. Pero es lo

    mejor.

    En los ltimos tiempos, cuando iba al inquilinato de

    la calle Paso, rehua la mirada de doa Carmen para

    no turbar esa vaga somnolencia que haba llegado a

    convertirse en su estado de nimo definitivo. Hoy,

    como de costumbre, detuvo los ojos en Ral. El

    muchacho ovillaba una madeja de lana dispuesta en

    el respaldo de dos sillas; poda aparentar veinte

    aos, a lo sumo, y tena esa expresin atnita de las

    estatuas, llena de dulzura y desapego. De la cabeza

    de Ral pas al delantal de la mujer; observ los

    cuatro dedos tenaces, plegados sobre cada bolsillo;

    paulatinamente lleg al rostro de doa Carmen.

    Pens con asombro: Eran ilusiones mas. Nunca la

    he odiado, quiz.

    Y tambin pens, con tristeza: No volver a la calle

    Paso.

    Haba muchos muebles en el cuarto de doa

  • Carmen; algunos pertenecan a Jacinta; el escritorio

    de caoba donde su madre haca complicados

    solitarios o escriba cartas aun ms complicadas a los

    amigos de su marido, pidindoles dinero; el silln,

    con el relleno asomando por las aberturas...

    Observaba con inters el espectculo de la miseria.

    Desde lejos pareca un bloque negro, reacio; poco a

    poco iban surgiendo penumbras amistosas (Jacinta

    no careca de experiencia) y se distinguan las

    sombras claras de los nichos donde era posible

    refugiarse. La miseria no estaba reida con

    momentos de intensa felicidad.

    Record una poca en que su hermano no quera

    comer. Para conseguir que probara algn bocado

    necesitaban esconder un plato de carne debajo del

    ropero, en un cajn del escritorio... Ral se

    levantaba por la noche: al da siguiente apareca el

    plato vaco, donde ellas lo dejaron. Por eso, despus

    de comer, mientras el muchacho tomaba fresco en la

    vereda, madre e hija discurran algn nuevo

    escondite. Y Jacinta evoc una maana de otoo. Oa

    gemidos en la pieza contigua. Entr, se aproxim a

    su madre, sentada en el silln, le separ las manos

    de la cara y le vio el semblante contrado, deformado

    por la risa.

    La seora de Vlez no poda recordar dnde haba

    ocultado el plato la noche anterior.

    Su madre se adaptaba a todas las circunstancias con

    una jovial sabidura infantil. Nada la tomaba de

    sorpresa y, por eso, cada nueva desgracia

    encontraba el terreno preparado. Imposible decir en

    qu momento haba sobrevenido, a tal punto se

    haca instantneamente familiar, y lo que fue una

    alteracin, un vicio, pasaba de manera insensible a

    convertirse en ley, en norma, en propiedad

    connatural de la vida misma. Como un poltico y un

    guerrero famosos, conversando en la embajada de

    Inglaterra, eran para Delacroix dos pedazos

    rutilantes de la naturaleza visible, un hombre azul al

  • lado de un hombre rojo, las cosas, contempladas por

    su madre, parecan despojarse de todo significado

    moral o convencional, perdan su veneno, se

    sustituan las unas por las otras y alcanzaban una

    especie de categora metafsica, de pureza

    trascendente que las nivelaba.

    Pensaba en el aire secreto y un poco ridculo que

    adopt doa Carmen cuando la condujo a casa de

    Mara Reinoso. Era un departamento interior. En la

    puerta haba una chapa de bronce que

    deca: Reinoso. Comisiones. Antes de entrar,

    mientras caminaban por el largo pasillo, doa

    Carmen balbuce palabras: le aconsejaba que no

    hablara de Mara Reinoso con su madre; y Jacinta, al

    vislumbrar un destello de inocencia en esa mujer tan

    astuta, reflexion en la capacidad de ilusin, en la

    innata aficin al melodrama que tienen las llamadas

    clases bajas. Pero le hubiera importado tan poco a

    su madre, en realidad? Nunca lo sabra. Ya era

    imposible decrselo.

    Empez a ir a casa de Mara Reinoso. Doa Carmen

    no tuvo que mantenerlos (desde haca ms de un

    ao, sin que nadie supiera por qu, subvena a las

    necesidades de la familia Vlez). Sin embargo, no

    era tarea fcil evitar a la encargada del inquilinato.

    Jacinta tropezaba con ella, conversando con los

    proveedores en el amplio zagun a que daban las

    puertas, o la encontraba instalada en su propio

    cuarto. Cmo sacarla de all? Por lo dems, gracias

    a la encargada del inquilinato haba un poco de orden

    en las tres habitaciones que ocupaban Jacinta, su

    madre y su hermano. Doa Carmen, una vez por

    semana, lanzaba sobre la familia Vlez el embate de

    su actividad: abra las puertas, fregaba el piso y los

    muebles con una suerte de rabia contenida; en el

    patio, ante los ojos de los vecinos, sala a relucir el

    impudor de los colchones y de la dudosa ropa de

    cama. Ellos se sometan, entre agradecidos y

    avergonzados. Pasada esa rfaga, el desorden

    comenzaba a envolverlos en su tibia, resistente

  • complicacin.

    Jacinta la encontraba tejiendo, sentada junto a su

    madre. El primer da que Jacinta conoci a Mara

    Reinoso, doa Carmen trat de cambiar impresiones

    con ella. Jacinta contest con monoslabos. Pero la

    presencia an silenciosa de la encargada del

    inquilinato tena la virtud de transportarla a la otra

    casa, de donde acaba de salir. Y Jacinta, aquellas

    tardes, despus de apaciguar los deseos de algn

    hombre, tambin necesitaba apaciguarse, olvidar;

    necesitaba perderse en ese mundo infinito y

    desolado que creaban su madre y Ral. La seora de

    Vlez haca el Metternich o el Napolen. Barajaba los

    naipes y cubra la mesa de nmeros rojos y negros,

    de parejas de hombres y mujeres sin cuello, llenos

    de coronas y estandartes, que compartan su

    melanclica grandeza en la breve cartulina. De

    tiempo en tiempo, sin dejar de jugar, aluda a

    minucias cuya posesin hubiera deseado disputarle,

    o a sus parientes y amigos de otra poca, que no la

    trataban desde haca veinte aos y quiz la crean

    muerta. A veces Ral se detena junto a su madre.

    De pie, con la mejilla apoyada en una mano y el codo

    sostenido en la otra, segua la lenta trayectoria de

    las cartas. La seora de Vlez, para distraerlo, lo

    haca intervenir en un afectuoso monlogo

    entrecortado por silencios jadeantes dentro de los

    cuales sus palabras parecan prolongarse y perder

    todo sentido. Deca:

    Barajemos. Aqu est la reina. Ya podemos sacar el

    valet. De perfil, con el pelo negro, el valet de pique

    se te parece. Un joven moreno de ojos claros, como

    dira doa Carmen, que echa tan bien las cartas. Una

    vuelta ms, esta vez muy despacio. En fin,

    elNapolen va en camino de salir. Y es difcil. Nos

    suceder algo malo? Una vez, en Aix-les-Bains, lo

    saqu tres veces en la misma noche y al da

    siguiente se declar la guerra. Tuvimos que escapar

    a Gnova y tomar un buque mercante, tous feux

    teints. Y yo segua haciendo el Napolen trbol

    sobre trbol, ocho sobre nueve. Dnde est el diez

  • de pique? con un miedo horrible de las minas y los

    submarinos. Tu pobre padre me deca: Tienes la

    esperanza de sacar el Napolen para que

    naufraguemos. Confas, pero en tu mala suerte...

    El narctico empezaba a operar sobre los nervios de

    Jacinta. Se aquietaba el tumulto de impresiones

    recientes formado por tantas partculas atrozmente

    activas que luchaban entre s y aportaban cada una

    su propia evidencia, su minscula realidad. Jacinta

    senta el cansancio apoderarse de ella, borrar los

    vestigios del hombre con quien estuvo dos horas

    antes en casa de Mara Reinoso, nublar el pasado

    inmediato con sus mil imgenes, sus gestos, sus

    olores, sus palabras, y empezaba a no distinguir la

    lnea de demarcacin entre ese cansancio al cual se

    entregaba un poco solemnemente y el descanso

    supremo. Entreabriendo los ojos, mir a sus dos

    queridos fantasmas en esa atmsfera gris. La seora

    de Vlez haba terminado de jugar. La lmpara

    iluminaba sus manos inertes, todava apoyadas en la

    mesa. Ral continuaba de pie, pero las barajas,

    diseminadas sobre el tafilete amarillento, haban

    dejado de interesarlo. Doa Carmen estara a su

    lado, posiblemente a su derecha. Jacinta, para verla,

    hubiese necesitado volver la cabeza. Estaba doa

    Carmen a su lado? Tena la sensacin de haber

    eludido su presencia, tal vez para siempre. Haba

    entrado en un mbito que la encargada del

    inquilinato no poda franquear. Y la paz se haca por

    momentos ms ntima, ms aguda, ms punzante.

    En plena beatitud, con la cabeza echada para atrs

    hasta tocar con la nuca en el respaldo, los ojos

    ausentes, las comisuras de los labios distendidos

    hacia arriba, Jacinta mostraba la expresin de un

    enfermo quemado, purificado por la fiebre, en el

    preciso instante en que la fiebre lo abandona y deja

    de sufrir.

    Doa Carmen continuaba tejiendo. De cuando en

    cuando el vaivn de las agujas imprima un temblor

    subrepticio, casi animal, a travs del largo hilo

    imperceptible, al grueso ovillo de lana que yaca

  • junto a sus pies. Como el sopor de los leones de

    piedra que guardan los portales, con una bocha entre

    las patas, su indiferencia tena algo de engaoso y

    pareca destinada a descargarse en una sbita

    actividad. Jacinta, de pronto, advierte que la

    atmsfera se llena de pensamientos hostiles. Doa

    Carmen la recupera, y Mara Reinoso, y los dilogos

    que sostienen las dos mujeres.

    Una tarde, cuando sala de casa de Mara Reinoso,

    las haba sorprendido conversando desde una puerta

    entreabierta. Ambas callaron, pero Jacinta tuvo la

    certeza de que hablaban de ella. Los ojos de doa

    Carmen eran pequeos, con el iris tan oscuro que se

    confunda con la pupila. Al observar a las personas,

    stas se advertan escudriadas sin que pudieran

    defenderse, observando a su vez, porque esos ojos

    opacos interceptaban el tcito canje de impresiones

    que es una mirada recproca. La tarde que las

    sorprendi, los ojos de doa Carmen se haban

    concedido un descanso: brillaban, muy abiertos, y a

    esas dos rejillas complacientes iban a parar los

    comentarios de Mara Reinoso, que alargaba hasta la

    encargada del inquilinato su rostro anmico, con la

    boca an torcida por las palabras obscenas que

    acaba de pronunciar.

    No aborreca sus encuentros en casa de Mara

    Reinoso. Le permitieron independizarse de doa

    Carmen, mantener a su familia. Adems, eran

    encuentros inexistentes: el silencio los aniquilaba.

    Jacinta sentase libre, limpia de sus actos en el plano

    intelectual. Pero las cosas cambiaron a partir de esa

    tarde. Comprendi que alguien registraba,

    interpretaba sus actos; ahora el silencio mismo

    pareca conservarlos, y los hombres anhelosos y

    distantes a los cuales se prostitua empezaron a

    gravitar extraamente en su conciencia. Doa

    Carmen haca surgir la imagen de una Jacinta

    degradada, unida a ellos; quiz la imagen verdadera

    de Jacinta; una Jacinta creada por los otros y que

    por eso mismo escapaba a su dominio, que la venca

    de antemano al comunicarle la postracin que nos

  • invade frente a lo irreparable. Entonces, en vez de

    terminar con ella, Jacinta se dedic a sufrir por ella,

    como si el sufrimiento fuera el nico medio que tena

    a su alcance para rescatarla, y a medida que sufra

    obraba de tal modo que consegua infundirle una

    exasperada realidad. Abandon toda aspiracin a

    cambiar de gnero de vida. Ya no hizo ms

    esfuerzos. Haba empezado a traducir una obra del

    ingls. Eran captulos de un libro cientfico, en parte

    indito, que aparecan conjuntamente en varias

    revistas mdicas del mundo. Una vez por semana le

    entregaban alrededor de treinta pginas impresas en

    mimegrafo, y cuando ella las devolva traducidas y

    copiadas a mquina (compr una mquina de

    escribir en un remate del Banco Municipal) le

    entregaban otras tantas. Fue a la agencia de

    traducciones, devolvi los ltimos captulos, no

    acept otros.

    Le pidi a doa Carmen que vendiera la mquina de

    escribir.

    Lleg el da en que la seora de Vlez se acost

    entre un fragante desorden de junquillos, varas de

    nardos, fresias y gladiolos. El mdico de barrio, a

    quien doa Carmen arranc de la cama esa

    madrugada, diagnostic una embolia pulmonar. La

    ceremonia fnebre se llev a cabo en el primer

    departamento, al lado de la puerta de calle, que con

    ese fin cedi una vecina. Los inquilinos entraban al

    cuarto de puntillas y una vez junto al atad dejaban

    caer sus miradas sobre el rostro de la seora de

    Vlez con todo el estrpito que haban contenido en

    sus pasos. Pero a la seora de Vlez no parecan

    molestarle esas miradas, ni los cuchicheos de los

    condolientes (sentados en torno a Jacinta y Ral) ni

    el ir y venir de doa Carmen que distribua con sigilo

    infructuoso tazas de caf, arreglaba coronas de

    palmas o dispona nuevos ramitos al pie del atad.

    En un momento dado, Jacinta sali de la rueda, fue a

    la portera, marc un nmero en el telfono. Despus

    dijo, en voz muy baja:

  • No ha preguntado nadie por m?

    Ayer le contestaron habl Stocker para verla a

    usted hoy, a las siete. Qued en hablar de nuevo. Me

    pareci intil llamarla.

    Dgale que voy a ir. Gracias.

    Fue el comienzo de una tarde difcil de olvidar.

    Primero, en el cuarto de su madre, Jacinta

    permaneci largo rato con los sentidos

    anormalmente despiertos, ajena a todo y a la vez de

    todo muy consciente, cernida sobre su propio cuerpo

    y los objetos familiares que se animaban con una

    vida ficticia en honor a ella, refulgan, ostentaban sus

    planos lgicos, sus rigurosas tres dimensiones.

    Quieren ser mis amigos no pudo menos de

    pensar y hacen esfuerzos para que yo los vea,

    porque este aspecto inesperado pareca corresponder

    a la identidad secreta de los objetos mismos y a la

    vez coincidir con su yo recndito. Dio algunos pasos

    por el cuarto mientras perduraba en sus labios, con

    toda la agresividad de una presencia extraa, el

    gusto del caf. Y yo no los miraba. La costumbre me

    alejaba de ellos. Hoy los veo por primera vez.

    Y, sin embargo, los reconoca. Ah estaba ese

    extravagante mueble barroco (los dos mazos de

    naipes sobre el tafilete amarillento) que terminaba

    en una repisa con un espejo incrustado. Ah estaban

    las medicinas de su madre, un frasco de digital, un

    vaso, una jarra con agua. Y ah estaba ella en el

    espejo, con su cara de planos vacilantes, sus rasgos

    inocentes y finos. Todava joven. Pero los ojos, de un

    gris indeciso, haban envejecido antes que el resto de

    su persona. Tengo ojos de muerta. Pens en los

    ojos de su madre, guarecidos bajo una doble cortina

    de prpados venosos, en los de Ral. No; son

    miradas distintas, no tienen nada en comn con la

    ma. Haba en sus ojos el orgullo de los que

    son seores y dueos de su propio rostro, pero ya el

  • verso final asomaba en ellos: azucenas que se

    pudren, una especie de clarividencia intil que se

    complace en su falta de aplicacin. Le traan

    reminiscencias de otras personas, de alguien, de

    algo. Dnde haba visto una igual? Durante un

    segundo su memoria gir en el vaco. En un cuadro,

    tal vez. El vaco se fue llenando, adquiri tonalidades

    azules, rosadas. Jacinta apart los ojos del espejo y

    vio abrirse ante ella un balcn sobre un fondo

    nocturno; vio nforas, perros extticos, ms

    animales: un pavo real, palomas blancas y grises.

    Era Las dos cortesanas, del Carpaccio.

    Y ah estaba Stocker, en el departamento de Mara

    Reinoso. Tena una cara percudida y un cuerpo

    juvenil, muy blanco, que la ropa falsamente modesta

    pareca destinada esencialmente a proteger. Cuando

    se la quitaba sin prisa, doblndola con esmero,

    verificando el lugar en que dejaba cada prenda de

    vestir, conquistaba la infancia. Surga ms desnudo

    que los otros hombres, ms vulnerable: un nio casi

    desinteresado de Jacinta que acariciaba las distintas

    partes del cuerpo de ella sin preocuparse por el nexo

    humano que las vinculaba entre s, como quien toma

    objetos de ac y de all para celebrar un culto slo

    por l conocido y despus de usarlos los va dejando

    cuidadosamente en su sitio. Una atencin casi

    dolorosa se reflejaba en su semblante: lo contrario

    del deseo de olvidar, de aniquilarse en el placer. Se

    hubiera dicho que buscaba algo, no en ella sino en s

    mismo, y tambin, a pesar del ritmo mecnico que

    ya no poda graduar a voluntad, se lo hubiera tenido

    por inmvil, a tal punto su expresin era contenida,

    vuelta hacia dentro, al acecho de ese segundo

    fulgurante de cuya sbita iluminacin esperaba la

    respuesta a una pregunta insistentemente

    formulada.

    l haba recobrado su aire perplejo. Ella pensaba con

    amargura en el retorno a los vecinos, al olor de las

    flores, al atad. Pero el hombre no mostraba deseos

  • de irse. Camin por el cuarto, se instal en un silln,

    a los pies de la cama. Cuando Jacinta quiso dar por

    terminada la entrevista, la oblig a sentarse de

    nuevo apoyando sus manos en los hombros de ella.

    Y ahora dijo qu piensa usted hacer? No le

    queda nadie ms?

    Mi hermano.

    Su hermano, es verdad. Pero es...

    Aunque no las hubiera pronunciado, las palabras

    idiota o imbcil flotaban en el aire. Jacinta sinti

    necesidad de disiparlas. Repiti una frase de su

    madre:

    Es un inocente, como el de L'Arlsienne.

    Y se ech a llorar.

    Estaba sentada en el borde de la cama. El cobertor

    doblado en cuatro y, debajo, las sbanas que

    momentos antes haban rechazado ellos mismos con

    los pies formaban un montculo que la obligaba a

    encorvar las espaldas, siguiendo una lnea un poco

    vencida, a fijar los ojos en el fieltro gris que cubra el

    piso y desapareca debajo de la cama, de un gris

    muy claro, baado de luz, en el centro del cuarto. Tal

    vez esta posicin de su cuerpo motiv sus lgrimas.

    Sus lgrimas resbalaban por sus mejillas, la

    arrastraban cuesta abajo, la impulsaban

    solapadamente a confundirse con el agua gris del

    fieltro, en un estado de disolucin semejante al que

    senta por las tardes cuando su madre haca

    solitarios y hablaba sin cesar, dirigindose a Ral. Y

    en la nuca, en las espaldas, senta tambin el leve

    peso de una lluvia dulce, penetrante. El hombre le

    deca:

    No llore. Esccheme: le propongo algo que puede

    parecerle extrao. Yo vivo solo. Vngase a vivir

    conmigo.

  • Despus, como respondiendo a una objecin:

    Habremos de entendernos. En fin, lo espero, quiero

    creerlo. Hay serpientes, ratones y bhos que

    fraternizan en la misma cueva. Qu nos impide

    fraternizar a nosotros?

    Y despus, cada vez ms insistente:

    Contsteme. Vendr usted? No llore, no se

    preocupe por su hermano. De momento, que ah

    quede, donde est. Ya veremos, ms adelante, lo

    que puedo hacer por l.

    Ms adelante haba sido el sanatorio.

    II

    El sufrimiento ajeno le inspiraba demasiado respeto

    para intentar consolarlo: Bernardo Stocker no se

    atreva a ponerse del lado de la vctima y sustraerla

    al dominio del dolor. Por un poco ms se hubiera

    conducido como esos indgenas de ciertas tribus

    africanas que cuando alguno de entre ellos cae

    accidentalmente al agua golpean al infeliz con los

    remos y alejan la chalupa, impidiendo que se salve.

    En la corriente los reptiles reconocen la clera divina:

    es posible luchar con las potencias invisibles? Su

    compaero ya est condenado: prestarle ayuda no

    significa colocarse, con respecto a ellas, en un

    temerario pie de igualdad? As, llevado por sus

    escrpulos, Bernardo Stocker aprendi a desconfiar

    de los impulsos generosos. Ms tarde haba

    conseguido reprimirlos. Compadecemos al prjimo,

    pensaba, en la medida en que somos capaces de

    auxiliarlo. Su dolor nos halaga con la conciencia de

    nuestro poder, por un instante nos equipara a los

    dioses. Pero el dolor verdadero no admite consuelo.

    Como este dolor nos humilla, optamos por ignorarlo.

    Rechazamos el estmulo que originara en nosotros

    un proceso anlogo, aunque de signo inverso, y el

  • orgullo, que antes alineaba nuestras facultades del

    lado del corazn y nos induca fcilmente a la

    ternura, ahora se vuelve hacia la inteligencia para

    buscar argumentos con qu sofocar los arranques del

    corazn. Nos cerramos a la nica tristeza que al herir

    nuestro amor propio lograra realmente

    entristecernos.

    Su impasibilidad le permita a Bernardo Stocker

    vislumbrar la magnitud de la afliccin ajena. Sin

    embargo, ante el dolor de Jacinta reaccion de

    manera instantnea, poco frecuente en l. No era

    ello debido, precisamente, a que Jacinta no sufra?

    Jacinta se traslad a vivir a un departamento de la

    plaza Vicente Lpez. Ese invierno no se anunciaba

    particularmente fro, pero al despertar, no bien

    entrada la maana, Jacinta oa el golpeteo de los

    radiadores y un leve olor a fogata llegaba hasta su

    cuarto: Lucas y Rosa encendan las chimeneas de la

    biblioteca y del comedor. A las diez, cuando Jacinta

    sala de su dormitorio, ya los sirvientes se haban

    refugiado en el ala opuesta de la casa.

    Bernardo Stocker hered de su padre esta pareja de

    negros tucumanos, as como hered sus actividades

    de agente financiero, sus colecciones de libros

    antiguos y su no desdeable erudicin en materia de

    exgesis bblica. El viejo Stocker, suizo de origen,

    lleg al pas setenta aos atrs: la ganadera, el

    comercio y los ferrocarriles empezaban a

    desarrollarse, el Banco de la Provincia estaba en

    trance de ocupar el tercer lugar del mundo, y el

    Comptoir dEscompte; Baring Brothers, Morgan &

    Company trocaban en relucientes francos oro y libras

    esterlinas los cupones del gobierno. El seor Stocker

    trabaj, hizo fortuna, pudo olvidar diariamente sus

    tareas en la Bolsa, despus de un rato de charla en

    el Club de Residentes Extranjeros, con el estudio del

    Antiguo y del Nuevo Testamento. En religin tambin

    era partidario del libre examen, de la libertad

    cristiana, de la liberalidad evanglica. Haba

    participado en los tempestuosos debates en torno

  • a Bibel und Babel, perteneca a la Unin Monista

    Alemana, rechazaba toda autoridad y todo

    dogmatismo.

    Fue en un viaje por Europa. Bernardo (tena

    entonces diecisis aos) acompa a su padre

    durante dos noches consecutivas al Jardn Zoolgico

    de Berln. Los profesores laicos, los rabinos, los

    pastores licenciados y los telogos oficiales se

    arrancaban la palabra en el gran saln de actos:

    discutan sobre cristianismo, evolucionismo,

    monismo; sobre la Gottesbewusstsein y la influencia

    liberadora de Lutero; sobre tradicin sinptica y

    tradicin juanina. Haba o no existido Jess? Las

    epstolas de San Pablo eran documentos doctrinales

    o escritos de circunstancia? El rugido nocturno de los

    leones aumentaba la efervescencia de la asamblea.

    El presidente recordaba al pblico que la Unin

    Monista Alemana no se propona inflamar las

    pasiones y que se abstuviera de manifestar su

    aprobacin o su vituperio. Vanamente: cada discurso

    terminaba entre una baranda de aplausos y

    silbidos. Las mujeres se desmayaban. Haca mucho

    calor. A la salida, padre e hijo desfilaron ante los

    pabellones egipcios, los templos chinos, las pagodas

    indias. Transpusieron la Gran Puerta de los Elefantes.

    El seor Stocker se detuvo, le dio el bastn a su hijo,

    se enjug las gafas, las barbas y los ojos con un

    pauelo a cuadros. Haba sudado o llorado, haba

    contenido decorosamente su entusiasmo. Qu

    noche! murmuraba. Y luego se habla de la

    moderna apata religiosa! El estudio de la Biblia, la

    crtica de los textos sagrados y la teologa no es

    nunca intil, querido Bernardo. Recurdalo bien.

    Hasta si nos hace pensar que Cristo no ha existido

    como personalidad puramente histrica. Hoy lo

    hemos hecho vivir en cada uno de nosotros. Con

    ayuda de su espritu se ha transformado el mundo,

    con ayuda de su espritu lograremos transformarlo

    an, crear una tierra nueva. Discusiones como la de

    hoy no pueden sino enriquecernos.

    As, acompaado por el espritu de Cristo y por su

  • hijo Bernardo, en cuyo brazo se apoyaba, continu

    discurriendo de esta suerte. Tomaron un coche de

    punto, dejaron atrs la hojarasca crdena del

    Tiergarten, entraron en Friedrich strasse, llegaron al

    hotel.

    Haban transcurrido muchos aos, pero Bernardo

    continuaba asentando sus pasos en las huellas del

    seor Stocker, haciendo todo lo que aqul hizo en

    vida. Obraba sin conviccin, quiz, pero de una

    manera no menos fiel. Se puso por delante ese

    ejemplo como hubiera podido elegir cualquier otro:

    las circunstancias se lo suministraron. A decir

    verdad, no le fue difcil adaptarse a la imagen de su

    padre. Se cas muy joven y al poco tiempo enviud,

    como el seor Stocker. Su mujer todava habitaba la

    casa (o mejor dicho el escritorio de la biblioteca)

    desde un marco de cuero. Por las maanas, en la

    oficina, Bernardo lea los diarios y conversaba con los

    clientes, mientras su socio, Julio Sweitzer,

    despachaba la correspondencia, y el empleado, tras

    un tabique de vidrios azules, anotaba en los libros las

    operaciones del da anterior. Tambin a Sweitzer lo

    haba modelado el seor Stocker. En otra poca llev

    la contabilidad de la casa; fue ayudante del padre,

    hoy era socio del hijo, y los admiraba como se

    admira a una sola persona. Don Bernardo, despus

    de morir, acudi puntualmente a la oficina (veinte,

    treinta, cuntos aos ms joven?); afeitado y

    hablando espaol sin acento extranjero, pero la

    sustitucin era perfecta cuando Bernardo y su actual

    socio (ahora le haba tocado el turno a Sweitzer de

    que lo llamaran don Julio) discutan temas bblicos en

    francs o en alemn.

    A las doce y media los socios se separaban: Sweitzer

    regresaba a su pensin, Bernardo almorzaba en un

    restaurante prximo o en el Club de Residentes

    Extranjeros; por la tarde, era generalmente Bernardo

    quien iba a la Bolsa. Y mientras tanto se va viviendo,

    como deca Stocker padre. En el edificio de la calle

    25 de Mayo los hombres corren de una pizarra a

  • otra, descifran a la primera ojeada los dividendos de

    los valores por cuya suerte se preocupan y reciben

    como una confidencia, entre el opaco aullido de las

    voces, las palabras que deben dirigirse

    expresamente a sus odos. En torno a Bernardo los

    hombres dialogan y gesticulan y trabajan y se agitan

    con mayor o menor fortuna, pero aquellos que se

    han hecho solidarios de la escrupulosa prosperidad

    de Stocker y Sweitzer (Agentes Financieros,

    Sociedad Annima Bancaria) pueden destinarse a

    otro gnero de atencin; pueden dejar que los

    recuerdos, los das, los paisajes los maduren, y

    atisbar el milagro imperceptible de las nubes

    fugaces, del viento y de la lluvia.

    Casi todas las maanas iba Jacinta al inquilinato de

    la calle Paso. A menudo Ral haba salido con otros

    muchachos del barrio; Jacinta, a punto de

    marcharse, lo vea desde la puerta avanzar hacia ella

    con su paso irregular, un poco separado del grupo,

    ms alto que los otros. Entraba de nuevo al

    inquilinato, esta vez acompaada de Ral; sentada a

    su lado, se atreva a rozarlo tmidamente con los

    dedos. Tena miedo de que el muchacho se irritara,

    porque se mostraba ms esquivo cuanto mayores

    esfuerzos haca para comunicarse con l. En una

    ocasin, desalentada por tanta indiferencia, Jacinta

    dej de visitarlo. Al volver, al cabo de una semana,

    el muchacho le dijo: Por qu no has venido estos

    das?

    Pareca alegrarse de verla.

    Jacinta abandon su afn de dominacin y lleg a

    sentir por Ral una necesidad puramente esttica. A

    qu buscar en l las estriles reacciones de los

    humanos, la connivencia de las palabras, el fulgor

    sentimental de una mirada? Ral estaba ah,

    sencillamente, y la miraba sin fijar la vista en ella; la

    miraban su frente recta y dorada por el sol, sus

    manos anchas con los dedos separados, cuya forma

    recordaba los calcos de yeso que sirven de modelo

  • en las academias de dibujo, su costumbre de andar

    de un lado a otro y detenerse inslitamente en el

    vano de las puertas, su destreza para ovillar las

    madejas de doa Carmen. Cargada de su presencia,

    Jacinta sala del inquilinato, atravesaba lentamente la

    ciudad.

    A esa hora las personas haban entrado a almorzar y

    dejaban la calle tranquila. Jacinta, despus de

    caminar en direccin al Este, se encontraba en un

    barrio propicio y modesto, de veredas sombreadas. Y

    se internaba en ese barrio como obedeciendo a una

    oscura protesta de su instinto. Tomaba una calle,

    torca por otra, lea los nombres de los letreros,

    segua la inclinada tapia del Asilo de Ancianos,

    presidida de vez en cuando por estatuas amarillas, a

    donde iba a morir un parque sombro; doblaba a la

    izquierda, se resista al llamamiento de las bvedas

    terminadas en cruces o desaforados ngeles

    marmreos. De pronto, el aspecto de una casa slida

    y firme, provista de un amplio cancel y dos balcones

    a cada lado, con las paredes pintadas al aceite, un

    poco desconchadas, la llenaba de felicidad.

    Encontraba cierto espiritual parecido entre esa casa y

    Ral. Y tambin los rboles le hacan pensar en su

    hermano, los rboles de la plaza Vicente Lpez.

    Antes de cruzar, desde la vereda de enfrente, Jacinta

    haca suya la plaza con una mirada que abarcaba

    csped, chicos, bancos, ramas, cielo. Los troncos

    negros y sinuosos de las tipas emergan de la tierra

    como una desdeosa afirmacin. Haba tal caudal de

    indiferencia en ese impulso un poco petulante,

    desinteresado de todo lo que no fuera su propio

    crecimiento y destinado a sostener contra las nubes,

    como un pretexto para justificar su altura, el follaje

    estremecido y ligero, casi inmaterial! Cuando Jacinta

    suba al tercer piso observaba de cerca el dibujo

    alternado de las hojitas verdes. Entonces abra las

    ventanas y dejaba que el aire puro enfriara el

    dormitorio.

    Sobre una mesa la esperaban un termo con caldo,

    fuentes con avellanas, nueces. Jacinta se quedaba

  • all; otros das descansaba un momento, bajaba de

    nuevo a la calle, tomaba un taxi y se haca conducir

    al restaurante donde almorzaba Bernardo.

    Lo encontraba con la cabeza inclinada sobre el plato,

    masticando reflexivamente. Bernardo levantaba los

    ojos cuando Jacinta ya estaba sentada a la mesa.

    Entonces, saliendo de su ensimismamiento, peda

    para ella una ostentosa ensalada y le serva una copa

    de vino, en la que Jacinta apenas mojaba los labios.

    Se lo notaba turbado por esas entrevistas. Siempre

    lo sorprendan. Trataba de animar la conversacin,

    temiendo el momento en que habran de separarse.

    Le preguntaba en qu haba ocupado ella la maana.

    Y en qu haba ocupado ella la maana? Camin,

    mir una casa pintada de verde, mir los rboles,

    estuvo con Ral. l le peda noticias de Ral. Otras

    veces, intentando reconstruir la vida anterior de

    Jacinta, consegua arrancarle algunos detalles

    materiales que hacan destacar los grandes espacios

    desrticos donde ambos se perdan. Porque tena la

    sensacin de que Jacinta haba perdido su pasado, o

    estaba en vas de perderlo. Le preguntaba:

    Qu tipo de hombre era tu padre?

    Un hombre de barba.

    Como el mo.

    Mi padre se dej crecer la barba porque ya no se

    tomaba el trabajo de afeitarse. Era alcohlico.

    S, esos detalles no le servan de gran cosa. El padre

    de Jacinta no pasaba de ser un viejo fracasado, como

    tantos otros. Y Bernardo continuaba preguntando, ya

    sumergido en plena futilidad.

    Le gustaban los solitarios como a tu madre? No?

    Dime, cmo se hace el Napolen?

    Ya te expliqu.

  • Es verdad. Tres hileras de diez cartas tapadas, tres

    sin tapar; se apartan los ases... Pero, ahora que

    pienso, se hace con dos barajas...

    No hablemos de solitarios. nicamente a mi madre

    podan divertirla.

    No hablaremos si te aburre, pero una de estas

    noches, cuando tengas ganas, lo haremos juntos,

    quieres?

    Tampoco poda precisar el carcter de la seora de

    Vlez. Bernardo no era riguroso en cuestiones de

    moral y simpatizaba con la pobre seora. Sin

    embargo, con el propsito de que Jacinta fuera sobre

    ella ms explcita, se sorprenda censurando sus

    costumbres.

    Pero, qu clase de mujer era tu madre? No poda

    ignorar que traas el dinero de algn lado, y si no

    trabajabas ni hacas ms traducciones...

    No s.

    Es tan raro lo que cuentas...

    No cuento responda Jacinta. Respondo a tus

    pregustas. Para qu quieres saber cmo era mi

    madre? Para qu quieres saber cmo vivamos?

    Vivamos, sencillamente. Al principio, mi madre peda

    dinero prestado. Despus no se lo daban, pero

    siempre encontr alguna persona que arreglara la

    situacin. En los ltimos tiempos, antes que yo

    conociera a Mara Reinoso, fue doa Carmen.

    Doa Carmen es una buena mujer.

    S.

    Pero la odias.

    Tena celos contestaba Jacinta. Hasta llegu a

  • reprocharle que me hubiera presentado a Mara

    Reinoso, como si yo...

    Se interrumpa. Bernardo, bloqueado por aquel

    silenci, acuda a nuevos temas de conversacin.

    Ahora se esforzaba en resucitar su miserable pasado

    comn.

    Recuerdas la primera vez que nos encontramos?

    Siempre nos hemos visto en el mismo cuarto. Y la

    ltima? Yo te esper mucho tiempo, media hora, tres

    cuartos de hora. Nunca llegabas. Creo que mis

    deseos te hicieron venir. Y ahora mismo creo que

    mis deseos te vencen, te retienen. Temo que un da

    desaparezcas, y si te fueras no me quedara nada de

    ti, ni una fotografa. Por qu eres tan insensible? En

    una sola ocasin te has entregado a m por

    completo. Estabas indefensa. Llorabas. Lograste

    conmoverme. Por eso comprend que no sufras. Fue

    nuestro ltimo encuentro en casa de Mara Reinoso.

    Su aspecto era lamentable. Aunque Jacinta apenas lo

    escuchaba, continuaba hablando:

    En casa de Mara Reinoso eras humana. En aquella

    poca tenas un carcter atormentado. Me contabas

    lo que te suceda. A veces me gustara verte de

    nuevo all. Cmo eran los dems cuartos? T has

    estado en esos cuartos con otros hombres. Quines

    eran esos hombres? Cmo eran?

    Y ante el silencio de Jacinta:

    Me intereso en esos hombres porque han estado

    mezclados a tu vida, como me intereso en m mismo,

    en el yo de antes, con una especie de afecto

    retrospectivo. Antes, yo te inspiraba algn

    sentimiento. Quiero a esos hombres como quiero a

    tu madre, a Ral, a doa Carmen... aunque la

    detestes. El odio es lo nico que subsiste en ti.

    Me gustara dijo Jacinta que Ral fuera a vivir a

    un sanatorio.

  • Para alejarlo de doa Carmen?

    Ayer continu Jacinta, sin responder a su

    pregunta he visitado un sanatorio en Flores, en la

    calle Boyac. Hay hombres parecidos a Ral.

    Caminan entre los rboles, juegan a las bochas.

    Har mucho fro.

    Ral no siente el fro.

    Bernardo consultaba su reloj. Eran las tres pasadas,

    tena que ir a la Bolsa. Y se despeda con la

    sensacin de haberse conducido mal. Jacinta no

    volvera a reunirse con l a la hora del almuerzo. Y

    as fue. Pocas semanas despus, al entrar ella al

    restaurante y verlo en su mesa de costumbre, tuvo

    un momento de vacilacin. Retrocedi, tom por el

    lado interno del pasillo y se encontr junto al

    extremo de la salida, pero separada de la calle por

    las vidrieras divididas por losanjes y adornadas con

    el escudo ingls. Dos personas se levantaron de una

    mesa. Jacinta opt por sentarse all. Pero los mozos

    no se le acercaron. Crean, acaso, que haba

    terminado de almorzar. Jacinta se qued un rato,

    pellizc unos restos de pan y se march. Nadie

    pareci advertir su presencia.

    La tarde de ese da Bernardo volvi a su casa en una

    excelente disposicin de espritu. Jacinta estaba

    recostada. Bernardo entr al dormitorio y le dijo

    desde la puerta:

    Estuve en el sanatorio de Flores. Puedes llevar a

    Ral. Pero, querr ir?

    Lo buscaremos juntos contest Jacinta,

    acentuando la ltima palabra. Tienes que hablar

    con doa Carmen. Slo t puedes hacerlo.

    Bernardo se tendi a su lado.

  • Tenas razn dijo. El lugar es simptico y Ral

    llegar a sentirse contento, si se consigue que vaya,

    claro est. (Hablaba con los labios pegados al cuello

    de Jacinta, casi sin moverlos, como tratando de que

    esas palabras fueran caricias que pasaran

    inadvertidas.) El director, un hombre muy solcito,

    me mostr el edificio central y los pabellones.

    Paseamos por el parque. Hay varios gomeros

    magnficos y unas tipas altas, sin hojas. Pierden las

    hojas antes que las de nuestra plaza. El jardn est

    un poco descuidado.

    Despus, sin transicin:

    Desde el pabelln que ocupara Ral la vista era

    siniestra. Esos canteros de pasto largo, negro, esas

    ramas escuetas... Slo faltaba un ahorcado.

    Se incorpor. De un tranco, pasando las piernas por

    encima del cuerpo de Jacinta, qued de pie, junto a

    la cama. Se arregl el cuello y la corbata, se ech

    agua de colonia.

    Esta noche viene Sweitzer a comer dijo. No me

    dejes solo con l toda la noche.

    No ir a la mesa.

    No me dejes solo repiti. Te lo suplico.

    A qu viene?

    Quiere que escribamos una carta.

    Una carta?

    Una carta sobre Jess.

    Jacinta no entenda.

    Oh, si necesito darte explicaciones... En fin, se est

    representando una obra de teatro que se llama La

  • familia de Jess. Un catlico ha enviado una carta al

    peridico, protestando porque Jess no tuvo nunca

    hermanos. Sweitzer quiere escribir otra diciendo que

    s, que Jess tuvo muchos hermanos.

    Y es cierto?

    Todo se puede afirmar. Pero por qu te extraa?

    Has ledo los Evangelios? Cuando hiciste la primera

    comunin y estudiabas la doctrina? No? En la

    doctrina no ensean los Evangelios sino el

    catecismo... Y tambin el libro de Renan? Qu me

    dices! Nunca lo hubiera supuesto.

    Las contestaciones de Jacinta eran reticentes.

    Bernardo no poda saber con exactitud si era ella

    quien haba ledo los Evangelios y la Vie de Jsus, o

    su madre, la seora de Vlez.

    Bueno, vienes a la mesa? Maana vamos juntos al

    inquilinato, pero esta noche comes con nosotros. Te

    lo pido especialmente. Es lo nico que te pido. Me lo

    prometes?

    S.

    Sweitzer lo esperaba en la biblioteca, examinando

    una reproduccin en colores de Las dos cortesanas

    que haban colocado sobre el escritorio, en un marco

    de cuero. Bernardo, mientras lo saludaba,

    reflexionaba en la ambigedad de Jacinta. Y de

    pronto comenz a entristecerse consigo mismo al

    pensar que semejantes nimiedades pudieran

    preocuparlo, y su tristeza se manifest en un

    exasperado desdn hacia Jacinta, la seora de Vlez,

    los Evangelios, la Vie de Jsus. La emprendi con

    Renan:

    Con razn se ha dicho que la Vie de Jsus es una

    especie de Belle Hlne del cristianismo. Qu

    concepcin de Jess tan caracterstica del Segundo

    Imperio!

  • Y repiti un sarcasmo sobre Renan. Lo haba ledo

    das antes hojeando unas colecciones viejas

    del Mercure de France.

    Renan tuvo en su vida dos grandes pasiones: la

    exegsis bblica y Paul de Kock. A esta costumbre

    sacerdotal, que contrajo en el seminario, deba su

    aficin por el estilo sencillo, la irona suave, elsous-

    entendu mi-tendre, mi-polisson, pero tambin

    adquiri en Paul de Kock el arte de las hiptesis

    novelescas, de las deducciones caprichosas o

    precipitadas. Parece que hasta en los ltimos

    tiempos la mujer de Renan tena que valerse de

    verdaderas astucias para arrancar de las manos de

    su ilustre marido La femme aux trois culottes o La

    pucelle de Belleville. Ernest le deca, s

    complaciente, escribe primero lo que te ha pedido M.

    Buloz y luego te devolver tu juguete.

    El seor Sweitzer concedi una sonrisa estricta: no le

    hacan gracia las irreverencias. Y Bernardo,

    dirigindose a Jacinta:

    Paul de Kock es un escritor licencioso.

    Escuch la voz de Jacinta. Hablaba de unas novelas

    en ingls que haba ledo, pero de sus palabras

    pareca colegirse que se trataba de novelas

    pornogrficas, para gente de puerto.

    Tenan tapas de colores violentos, rojas, amarillas,

    azules. Se compraban en el Paseo de Julio y los

    vendedores las escondan en sus armarios porttiles,

    tras una hilera de zuecos, con los cigarrillos de

    contrabando.

    Pasaron al comedor.

    Jacinta ocup la cabecera. Cuando Lucas entr con la

    fuente haba un cubierto de menos. Bernardo le hizo

    seas: apenas poda contener su impaciencia. Lucas

    tuvo que dejar la fuente, volvi instantes despus

    trayendo una bandeja y dispuso el cubierto que

  • faltaba con impertinente lentitud.

    El seor Sweitzer, muy confuso, sac de la cartera

    un recorte y unos papeles escritos con su letra

    bonapartina. He borroneado una respuesta, dijo.

    Empez a leer:

    No es slo en el cap. XIII, 55, de Mateo, como

    parece entenderlo el seor X, donde se trata este

    asunto que ha motivado tantas discusiones (aqu,

    para mayor claridad, transcribo los dems pasajes

    alusivos de Mateo, Marcos, Lucas, Juan, los Corintios

    y los Glatas). De la lectura de estos textos han

    surgido tres teoras: la elvidiana a que se refiere el

    seor X: sostiene que los hermanos y hermanas de

    Jess nacieron de Jos y Mara, despus de l; la

    epifnica: nacieron de un primer matrimonio de

    Jos; la hierominiana, a que se adhiere San

    Jernimo: eran hijos de Cleofs y de una hermana de

    la Virgen llamada tambin Mara. Es la doctrina

    sustentada por la Iglesia y defendida por sus grandes

    pensadores.

    Al leer se llevaba de cuando en cuando a la boca una

    almendra o trocitos de nueces o avellanas, colocados

    en un plato a su izquierda. A veces, con la mano en

    el aire, haca girar entre los dedos el trozo de nuez

    hasta despojarlo de su telilla leonada. Con el

    pretexto de servirse, Bernardo puso el plato fuera de

    su alcance, entre Jacinta y l. Sweitzer lo mir con

    asombro. Bernardo le pregunt:

    Por qu no cita los Hechos de los Apstoles?

    Es verdad; despus de comer, si usted me presta

    una Biblia...

    No se necesita Biblia. Apunte: I, 14:

    ...perseveraban unnimes en oracin y ruego, con

    las mujeres y con Mara, la madre de Jess, y con

    sus hermanos. Bueno, aqu finaliza el prembulo. Y

    ahora, a cul de las tres teoras piensa usted

    adherirse?

  • A la primera, qu duda cabe. Cmo empezara

    usted?

    Bernardo no pudo resistir al afn de lucirse.

    Yo empezara diciendo contest con aire

    profesoral: Es verdad que en hebreo y arameo

    existe una sola voz para designar los trminos

    hermano y primo, pero no es sa razn suficiente

    para torcer el significado de los textos. Porque nos

    encontramos en presencia de un idioma como el

    griego, rico en vocablos, que tiene una palabra para

    decir hermano (adelphos), otra para decir primo

    hermano (adelphidus) y otra, para decir primo

    (anepsios). La comunidad de Antioqua era un medio

    bilinge y all se efectu el paso de la forma aramea

    a la forma griega de la tradicin. Goguel cita un

    versculo de Pablo (Colosenses, IV, 10) donde se

    dice: ...y Marcos, sobrino de Bernab. Si Pablo en

    sus otros escritos habla de los hermanos de Jess,

    no hay motivo para que se confunda un trmino con

    otro.

    Hizo una pausa. Continu:

    Habra tanto que agregar... Tertuliano acepta que

    Mara tuvo de Jos muchos hijos. Tambin lo

    afirmaba la secta de los ebionitas y Victorio de Petau,

    mrtir cristiano, muerto en el ao 303. Hegesipa dice

    que Judas era hermano, segn la carne, del

    Salvador. La Didascalia dice que Jacobo, obispo de

    Jerusaln, erasegn la carne hermano de Nuestro

    Seor. Epifano reprocha la ceguera de Apolonio,

    quien enseaba que Mara haba tenido hijos despus

    del nacimiento de Jess.

    El seor Sweitzer tomaba algn apunte en su carnet.

    Bernardo continuaba exponiendo. Con las palabras

    desapareca su mal humor de los primeros

    momentos. Se haba vuelto a encontrar a s mismo,

    estaba satisfecho de su seguridad, de su memoria,

    de su erudicin. Reciba como un homenaje el

  • respetuoso silencio de Sweitzer. Busc la aprobacin

    de Jacinta.

    Jacinta permaneca ajena a todo, vaga, remota,

    como disuelta en la atmsfera del comedor.

    Bernardo tartamude, tom vino, inclin la cabeza;

    an quedaba una pinta rosada en la copa. Levant la

    cabeza; ante sus ojos las llamas de la chimenea

    bailaban en los respaldos verdes de las sillas vacas,

    apoyadas contra la pared, las maderas de cedro

    tallado y la cara de Lucas palpitaban con una especie

    de vida intermitente, descubriendo trozos rojizos e

    imprevistos, y las gotas de cristal de la araa vienesa

    parecan aumentar de tamao, ms grvidas que

    nunca, y de un instante a otro amenazaban con

    deshacerse sobre el mantel. (Se hubiera dicho que

    Lucas, al acercarse a la mesa, no sala de la

    penumbra con el designio de retirar los platos sino

    de incorporarse a ese valo resplandeciente de

    humano bienestar.) Pero Bernardo haba perdido el

    hilo de su discurso. Quiso sobreponerse:

    Hay motivos para pensar dijo haciendo un

    esfuerzo que en los primeros siglos de la era

    cristiana se hablaba con frecuencia de los hermanos

    de Jess. Guignebert...

    Sweitzer lo interrumpi:

    Con esto basta y sobra. Es una mera respuesta.

    Bernardo agreg todava:

    Como es catlico el que ha escrito la carta, para

    terminar conviene una cita catlica. Algo as:

    Recordemos la ejemplar sinceridad del padre

    Lagrange, quien reconoce que histricamente no est

    probado que los hermanos de Jess sean sus primos.

    Se fue a sentar junto a la chimenea, llevndose su

    taza de caf. Dos gruesos troncos ardan con

    entusiasmo. Distingua la llama ondulante y roja, el

    rojo ocre, casi anaranjado, de los tizones y el

    delicado matiz azul que se insinuaba hasta

  • contaminar la blancura de una montaita de ceniza.

    A Jacinta le repugnaba el espectculo del fuego. Y

    l, que hubiera deseado consumirse como esos

    troncos, desaparecer de una vez por todas! Se

    acercaba ms y ms a la chimenea, pareca

    dispuesto a quemarse los pies. Soy demasiado

    friolento. Se levant para entreabrir una ventana. El

    seor Sweitzer, despegndose trabajosamente del

    silln, empez a despedirse.

    Muchas gracias. Maana redactar la contestacin.

    Si usted pasa por el escritorio, a la salida de la Bolsa,

    podr firmarla.

    Pero Bernardo le contest que prefera no hacerlo, y

    como el otro le preguntara por qu:

    Estas discusiones son intiles dijo. Y quin

    sabe? tal vez fomentan el error. Cada da que pasa,

    la humanidad (pronunciemos la palabra: la

    historicidad) de Jess me parece ms dudosa.

    Iba y vena por el cuarto, con los ojos secos,

    ardientes. Sali y entr casi en seguida, trayendo un

    libro de noble y apolillada encuadernacin; abri el

    libro: el lomo, desprendindose de las tapas pardas,

    se le qued en las manos. Sweitzer mir el ttulo:

    Antiquities of the Jews. Ah, la edicin de

    Havercamp... Piensa usted leerme la dichosa

    interpolacin? No vale la pena.

    Pero nadie poda detenerlo. Bernardo ley la cita

    interpolada y desarroll, esta vez penosamente, la

    tesis de que el cristianismo era anterior a Cristo.

    Habl de Flavio Josefo, de Justo de Tiberades... El

    seor Sweitzer escuchaba con sorna su apasionada

    incoherencia.

    Pero es otra cuestin deca. Adems, esos

    argumentos estn muy manoseados. Y no me

    parecen convincentes.

  • No me fundo en ellos contestaba Bernardo. Mi

    conviccin pertenece a un orden de verdades que

    acatamos con el sentimiento, no con el raciocinio.

    Despus, como si hablara para s:

    Pienso en la famosa historia del cuadro... Cmo

    era?

    Oy que Jacinta le deca con su voz montona:

    Ya la sabes. El cuadro se vino al suelo y

    descubrimos que Cristo no era Cristo.

    Contada as no se entiende, pens Bernardo.

    Refiri l mismo la historia.

    Era una estampa antigua, un collage de la poca

    colonial adornado en los bordes con terciopelo azul,

    arrugado, cubierto con un vidrio convexo. Al

    romperse el vidrio se pudo ver que la imagen era

    una Dolorosa. Le haban dibujado a pluma rizos y

    barba, le agregaron la corona de espinas, el manto

    estaba disimulado por el terciopelo.

    Aadi en un susurro:

    Jacinta Vlez era chica y tuvo una terrible

    decepcin.

    De entonces data su incredulidad.

    De nuevo escuch la voz montona:

    No dijo Jacinta, ahora creo.

    Cristo se haba sacrificado por los hombres, por esos

    hombres que mientras ms perfectos, menos se

    parecan a su Redentor: turbulentos, eruditos,

    complicados, astutos, destructores, insatisfechos,

    sensuales, dbiles, curiosos... Y al margen de aquel

    rebao vegetaban otros seres en un estado de

  • misteriosa bienaventuranza, desasidos de la realidad

    y despreciados por los dems hombres. Pero Cristo

    los amaba. Eran los nicos, en el mundo, con

    posibilidades de salvacin.

    Bernardo se despeda del seor Sweitzer. Jacinta

    pensaba en Ral. Tena urgencia de estar a su lado,

    rodeada de rboles, en el sanatorio de Flores.

    III

    El seor Sweitzer reley la carta de Bernardo desde

    un estrepitoso automvil de alquiler. Estaba escrita

    en papel azul, telado, y en el membrete se

    reproduca la fecha de un edificio con techo de

    pizarra e innumerables ventanas.

    Deca la carta:

    Estimado don Julio: En los ltimos tiempos no puedo

    interesarme en los negocios. Cualquier esfuerzo me fatiga.

    Resolv pues consultar a un mdico, y actualmente, bajo su

    asistencia, estoy haciendo una cura de reposo. Esta cura

    puede prolongarse varios meses. Por eso le propongo a

    usted dos soluciones: busque un hombre de confianza para

    que desempee mis tareas, fijndole un sueldo conveniente

    y un tanto por ciento que descontar usted de los ingresos

    que me corresponden, o liquidemos la sociedad.

    A continuacin, como para desmentir el prrafo en

    que aluda a su actual desinters por los negocios,

    Bernardo haca algunas observaciones muy sagaces,

    a juicio de don Julio, sobre una inversin de ttulos

    que haba quedado pendiente en esos das.

    Agregaba, al terminar: No se moleste en verme.

    Contsteme por escrito.

    Don Julio pensara despus en esta ltima frase.

    Lleg al sanatorio, pregunt por Bernardo, pas su

  • tarjeta. Lo hicieron esperar en un saln con grandes

    ventanas que no se abran al jardn en toda su altura

    sino, nicamente, en su parte superior. Al cabo de

    diez minutos entr un hombre alto, de rostro

    sanguneo.

    El seor Sweitzer? dijo. Yo soy el director.

    Acabo de llegar.

    Y se ajustaba, alrededor de las muecas, las presillas

    de su guardapolvo.

    Puedo ver al seor Stocker? pregunt Sweitzer.

    Usted es su socio, verdad? Stocker y Sweitzer,

    s, conozco la firma. Al seor Stocker tuve ocasin de

    tratarlo en marzo de 1926. Recuerdo exactamente la

    fecha. Yo tena algunos fondos disponibles, poca

    cosa, pero el seor Stocker me recomend la

    segunda emisin de consolidados de la Lignito San

    Luis Company: nunca olvidar ese nombre. Los

    valores, en manos de ustedes, se liquidaron muy

    bien. Con esa base instal mi sanatorio.

    Puedo ver a mi socio? insisti Sweitzer.

    Por supuesto, seor Sweitzer. El seor Stocker no

    es un enfermo, como usted sabe. Vino al sanatorio

    trayendo a un muchacho de su relacin, Ral Vlez.

    Aqu se respira un ambiente de tranquilidad que

    debi seducirlo. Un buen da se apareci con sus

    valijas; me dijo: Doctor, he resuelto tomar un

    descanso e internarme yo tambin. Pero gurdeme el

    secreto. No quiero que me molesten, no deseo

    hablar con nadie, ni siquiera con los mdicos. Usted

    debe ser la nica persona a quien ha comunicado su

    direccin.

    Me ha escrito.

    Lo hemos alojado en el ltimo pabelln, el ms

    independiente. El seor Stocker ocupa un cuarto.

    Ral Vlez el otro.

  • Vacil un momento.

    ...este muchacho es un caso doloroso continu.

    Los mdicos somos discretos, seor Sweitzer. Hay

    cosas que no tenemos por qu saber, que no

    queremos saber, pero insensiblemente llegamos a

    enterarnos de ciertas circunstancias familiares. En

    fin, sea lo que fuere, el seor Stocker siente por este

    muchacho un afecto verdaderamente paternal. Me

    puede decir usted por qu ha demorado tanto tiempo

    en confiarlo a un psiquiatra?

    Ya no es posible curarlo? pregunt Sweitzer.

    No se trata de curar, sino de adaptar. La

    adaptacin importa un proceso muy delicado por

    parte del enfermo y del medio que lo rodea. Hay que

    adaptarse al paciente, es cierto, pero a la vez exigirle

    un pequeo esfuerzo y que sea l, en realidad, quien

    se vaya adaptando a los dems. Lograr ponerlo en

    comunicacin con sus semejantes. Claro est que

    nunca se lograr una verdadera comunicacin

    intelectual, como la que nosotros sostenemos en

    este momento, pero s una comunicacin primaria.

    Hacer que el enfermo comprenda y obedezca ciertas

    formas de vida corriente. El progreso debe marchar

    en ese sentido.

    Y ahora es demasiado tarde...

    El otro lo mir con desconfianza.

    Nunca es demasiado tarde contest. Ral Vlez

    est en el sanatorio desde hace quince das. El

    diagnstico diferencial de la demencia precoz

    hebefreno-catatnica con la debilidad mental es muy

    difcil. En ambos casos hay ausencia de signos

    fsicos: el enfermo conserva una fisonoma

    inteligente, pero parece vivir al margen de s mismo,

    indiferente a todo y a todos. Y sin embargo es dcil,

    suave, de apariencia afectuosa. Necesita verse

    rodeado de bondad, pero de una bondad firme,

  • cuyos lmites sienta. Ahora bien, a este muchacho se

    lo ha descuidado de una manera lamentable. Estaba

    en manos de una mujer ignorante, que lo quiere

    mucho, sin duda, pero con un cario en el cual no

    entra el menor discernimiento. Se plegaba a todos

    sus caprichos, y el muchacho abusaba, se hunda

    deliberadamente en la locura. Esa, en ellos, es la

    lnea de menor resistencia. Al principio, la mujer

    estaba indignada con nosotros. Hasta tuvo la osada

    de afirmar que ira a quejarse a la justicia, porque

    Stocker no tena derecho para internarlo en nuestro

    sanatorio.

    Sweitzer, esta vez, hizo un gesto de asombro.

    Pregunt, sin embargo:

    Y es verdad?

    Parece que Stocker no lo ha reconocido

    legalmente. Pero ella tiene menos derecho an para

    disponer del muchacho. Se trata de un demente sin

    familia ni bienes de ninguna clase. Quin, mejor

    que Stocker, para ocuparse de l? Yo habl con el

    defensor de menores y obtuve del juez que

    nombrara a Stocker curador del incapaz. A la mujer,

    como no quera or sus historias, le prohib la entrada

    al sanatorio. Ahora le permitimos que venga, a

    pedido del mismo Stocker. He accedido, pero no

    estoy conforme. Hay que alejar de Ral Vlez todas

    las influencias que puedan recordarle, prolongar en

    su espritu el antiguo desorden en que viva.

    Se detuvo.

    Estoy entretenindolo agreg. Usted deseaba

    ver a Stocker. Yo mismo lo acompaar.

    Precedido por el mdico, que se excusaba de pasar

    antes, Sweitzer lleg a una terraza, descendi una

    escalinata en forma de abanico, atraves un jardn

    con canteros bordeados de caracoles, donde creca

    un largo csped enmaraado; de vez en cuando,

    algn gomero de hojas barnizadas por la lluvia

  • reciente; otros rboles, sin hojas, levantaban al cielo

    sus ramas gesticulantes. Sweitzer pisaba con cuidado

    para no embarrarse. Alrededor del jardn se vean

    casitas de ladrillo, separadas unas de otras por

    laberintos de boj.

    Aqu lo abandono dijo el mdico. Siga derecho

    por este sendero. A la derecha, en el ltimo pabelln,

    vive Stocker.

    Se le apareci bruscamente, al pisar el umbral de la

    puerta abierta de par en par. Bernardo Stocker, en

    cambio, lo haba visto venir desde lejos. Estaba

    sentado, envuelto en dos mantas escocesas: una

    sobre los hombros la otra fajndole las piernas. Don

    Julio, ni puedo levantarme para saludarlo. Esta

    manta... Lo reprendi por haberse molestado: Me

    hubiera escrito. Despus mirndolo en los ojos:

    Estuvo con el director?

    S.

    Qu lata le habr dado! Lo compadezco.

    Tiene fro? pregunt Stocker. Quiere que

    cerremos la puerta?

    No, he descubierto que el fro es saludable. Me

    gusta.

    Se hizo un silencio. Sweitzer haba olvidado el motivo

    de su visita, o no quera confesrselo a s mismo.

    Qued consternado. Buscaba algo que decir, una

    trivialidad cualquiera que le permitiera salir del paso.

    Recordaba el prrafo de la carta: No se moleste en

    verme. Contsteme por escrito, y recurri a la carta

    como a un pretexto para justificar su presencia en el

    sanatorio. Pero se limitaba a repetir las proposiciones

    de Bernardo como si a l, Julio Sweitzer, se le

    hubieran ocurrido en ese instante. Era un poco

    absurdo. Bernardo vino en su ayuda e iniciaron un

  • dilogo de inesperada fluidez. Empezaba Bernardo,

    no bien Sweitzer haba terminado de hablar, y su

    interlocutor, entre tanto, asenta con la cabeza,

    murmuraba s, claro, es lo mejor,

    perfectamente... Temerosos de un nuevo silencio,

    no prestaban fe ni atencin a lo que decan.

    Bernardo fue el primero en callar. El seor Sweitzer

    haba distinguido, ms all del tabique de boj, a un

    muchacho alto, corpulento, en compaa de una

    anciana. De pronto el muchacho avanz hacia ellos y

    al llegar al tabique, en vez de dar la vuelta, tom

    directamente el sendero, escurrindose por entre las

    ramas del boj con sorprendente agilidad. Caminaba

    con los ojos fijos en Bernardo. Bernardo lo miraba a

    su vez. Una sonrisa lenta y profunda se haba

    dibujado en su rostro. Pero sucedi un incidente

    imprevisto. El viento haca volar un papel de diario

    que fue a caer a los pies del muchacho. Este se

    detuvo a pocos metros de ambos hombres, recogi

    el papel, lo mir con la expresin de alguien que

    piensa es demasiado importante para leerlo ahora,

    lo dobl cuidadosamente, lo guard en el bolsillo y,

    girando sobre sus talones, se alej. Esta vez, al

    llegar al tabique, en lugar de atravesar el boj dio

    vuelta, sigui por el sendero. Los dos hombres lo

    perdieron de vista.

    Bernardo qued con los labios entreabiertos; el seor

    Sweitzer no pudo contenerse y pregunt con una voz

    dbil, anhelante, que apenas reconoca, a tal punto

    sonaba extraamente en sus odos:

    Es Ral Vlez?

    S dijo Bernardo. Ya ve usted: acude

    espontneamente a m. Pero siempre habr de

    interponerse algo entre nosotros. Ahora ha sido ese

    maldito papel.

    Despus, muy de prisa, en la misma tesitura con que

    haban conversado momentos antes:

    Yo he tenido relaciones con Jacinta Vlez, la

  • hermana de este muchacho. Ha vivido varios meses

    en casa. Me pidi que me ocupara de Ral. Antes de

    irse, ella misma eligi este sanatorio.

    Antes de irse... a dnde?

    No s. Discutamos. Yo le haca preguntas, la

    exasperaba. Uno siempre exaspera a las personas

    que quiere. Se fue.

    No le ha escrito?

    En el inquilinato, donde vivi hasta la muerte de su

    madre, revis un escritorio y encontr varias cartas.

    Pero eran cartas escritas por la seora de Vlez y

    que el correo haba devuelto. Estaban dirigidas a

    personas cuyo domicilio se ignora. La numeracin de

    las calles ha cambiado y no coincide con las

    direcciones de los sobres, o en esas direcciones han

    levantado nuevos edificios. No contento con eso, he

    visto a muchas personas de apellido Vlez. Nadie los

    conoce. Sin embargo, un hombre con quien

    convers, mayor que yo, que se llama Ral Vlez

    Ortzar, me dijo que en su familia exista un

    personaje un poco mitolgico, la ta Jacinta, a la cual

    sola referirse su madre. Parece que esta Jacinta era

    una mujer de mala conducta, que muri en Europa.

    Pero no puede ser Jacinta contest

    inmediatamente el seor Sweitzer. Su espritu de

    investigador ya estaba sobre aviso.

    No, pero poda ser la seora de Vlez. Adems, l

    no estaba seguro de que hubiese muerto.

    Y usted espera que Jacinta vuelva?

    Vendr al sanatorio a ver a su hermano. Lo quiere

    mucho. El autismo de Ral, como dicen los

    mdicos, no es para ella una tara. Se le antoja un

    signo de superioridad. Trata de parecerse a l.

    Pero es enferma? pregunt Sweitzer, cada vez

  • ms intrigado.

    Enferma o no, yo la necesito. Cree usted que

    vendr, don Julio? Yo antes crea, pero ahora dudo

    de todo. No cree usted en los sueos, don Julio? Yo

    tampoco crea, pero ltimamente...

    Se le apareci a usted en sueos?

    S... y no. Pude ver nicamente sus pies, como si

    estuviera frente a m y yo mirara al suelo. Es extrao

    hasta qu punto los pies son expresivos,

    inconfundibles. Le vea los pies como si la estuviera

    mirando a la cara. Entonces, cuando levant los ojos,

    no pude seguir adelante. Todo se disolvi en una

    atmsfera gris.

    Anoche volv a soar con la misma atmsfera. Es

    gris, pero a ratos blanca, translcida. Qued en

    suspenso. Tema despertarme. Entonces,

    comprendiendo que Jacinta estaba ah, le dije que

    me haba engaado, que me utiliz como un pretexto

    para que internara a Ral en el sanatorio. Le

    supliqu que nuevamente se dejara ver. Hablamos

    de cosas ntimas, de nosotros dos, de una mujer de

    quien Jacinta tena celos. Yo temblaba de rabia. Pero

    Jacinta se burlaba en lugar de enojarse. Me deca,

    observando mi temblor: Friolento como todos los

    hombres. De pronto, empez a hacerme reproches.

    En una ocasin yo le atribu sentimientos que ella

    reprueba. Afirm haberla visto llorar. Eso la ha

    herido. Nosotros no lloramos, me deca, aludiendo

    a ella y a Ral. Le hice notar que las lgrimas no

    correspondan a su verdadero estado de nimo, qu

    ms tarde yo se lo haba explicado de una manera

    verosmil. Mis explicaciones, sobre todo, la pusieron

    fuera de s. T tambin has hecho trampa, me

    deca en alemn.

    Habla alemn?

    Ni una palabra, pero le oa pronunciar

    distintamente: Auch du hast betrogen! Entonces me

  • encontr haciendo un solitario y sent que alguien me

    aplastaba la mano contra la mesa en momentos en

    que yo iba a destapar indebidamente una carta. Me

    despert.

    El seor Sweitzer lo alent. Jacinta volvera a ver a

    su hermano. Era lo ms lgico. No haba que dejarse

    sugestionar por los sueos.

    Con estas palabras se despidieron.

    El seor Sweitzer caminaba distradamente. Tom

    por un sendero equivocado y por dos veces se

    encontr, rodeado de boj, en el patiecillo de otros

    pabellones. No poda llegar a ese jardn que tena

    ante su vista. Al fin se abri paso y anduvo entre los

    rboles, atento a las ventanas iluminadas del edificio

    principal. De pronto se llev por delante un bulto

    imponente y oscuro, ms oscuro que las sombras.

    Retrocedi sobresaltado.

    No soy una enferma le dijeron. Soy Carmen, la

    encargada del inquilinato. Necesito hablar con usted.

    Caminaron hasta la verja. Era una anciana erguida,

    de cabellos blancos. El seor Sweitzer la observ

    bajo los focos de luz, aureolados de insectos, de la

    puerta de entrada: un sombrero alto y cilndrico, una

    esclavina y un manguito de piel (los hocicos de las

    nutrias hincaban sus dientes puntiagudos en las

    propias colas, un poco marrones). Despus busc el

    taxi que lo esperaba. La mujer cruz la calle, el seor

    Sweitzer se adelant, abri instintivamente la

    portezuela y la ayud a subir.

    Deseaba pedirle... dijo su compaera, y adopt

    una voz quejumbrosa que contrastaba con la

    dignidad de su aspecto y no pareca sincera, como si

    copiara el estilo de las personas cuyos ruegos tena

    por costumbre escuchar. Usted es bueno. Influya

    sobre Stocker. Que a Ral lo dejen en paz y le

    permitan volver al inquilinato. Lo quiero como a un

  • hijo.

    Entonces debera agradecerle al seor Stocker lo

    que hace por l. En el sanatorio podrn curarlo.

    Curarlo? grit la mujer. Ral no es un

    enfermo. Es distinto, nada ms. En el sanatorio lo

    hacen sufrir. La primera noche lo encerraron. Como

    el muchacho me echaba de menos, se quiso escapar.

    Le pegaron: al da siguiente tena moretones en el

    cuerpo. Ral nunca s cae. Y ayer...

    Qu sucedi ayer?

    Ayer yo lo he visto, tirado en el suelo, con la boca

    llena de espuma! Y el enfermero que me deca: No

    es nada, es la reaccin de la insulina. Un ataque de

    epilepsia provocado. Provocado! Canallas!

    Los mdicos saben de estas cosas ms que

    nosotros protest dbilmente el seor Sweitzer.

    Espere los resultados del tratamiento. Por ahora,

    confrmese con visitarlo en el sanatorio.

    Y usted cuida del inquilinato? respondi la mujer

    con insolencia. Yo no puedo venir en automvil. Ya

    Stocker no me da ms dinero. Iba por las maanas,

    revolva cajones, se llevaba papeles, libros, cuadros.

    Me deca: A Ral no le faltar nada en el sanatorio,

    doa Carmen. Y a usted tampoco. Usted ha sido muy

    buena con l. Pero es lo mejor. Lo mejor! Cmo se

    ha burlado de m!

    Sweitzer perda la paciencia:

    Usted no quiere comprender. El seor Stocker ha

    internado a Ral Vlez accediendo a un pedido de la

    hermana del muchacho, de Jacinta Vlez.

    S, ha dicho eso. Ya lo s.

    Ella es la nica que puede arreglar la situacin.

    Desgraciadamente, no vive ms con el seor

  • Stocker. Usted, en vez de calumniarlo, debera

    prestarle ayuda, buscar a Jacinta.

    La mujer respondi, martilleando cada slaba:

    Jacinta se suicid el da que muri su madre. Las

    enterraron juntas. Agreg:

    Vea, no me interesa lo que Stocker pueda haberle

    dicho. A Jacinta la conoci gracias a m. Se la

    present una amiga ma, Mara Reinoso. Y le explic

    con naturalidad: Mara Reinoso es una alcahueta.

    Como le pareciera que Sweitzer, al callar, pusiera en

    duda sus palabras, entr en un arrebato de clera:

    Qu? Que no me cree? Mara Reinoso lo

    convencer. Puede hablar con ella en cualquier

    momento. Ahora mismo, si quiere.

    Inclinndose bruscamente hacia adelante, le grit al

    chofer una direccin; luego, al arrinconarse en el

    fondo del asiento, roz con sus cargados hombros la

    cara de Sweitzer. ste sinti en la nariz el olor a

    moho de la esclavina de piel.

    No me gusta dijo hablar mal de Jacinta, pero

    yo nunca la quise. No se pareca a su madre, un

    pedazo de pan, ni a Ral. A Ral lo quiero como a un

    hijo. Jacinta era orgullosa, despreciaba a los pobres.

    En fin, ahora est muerta. Se tom un frasco de

    digital.

    El automvil se detuvo. Mientras Sweitzer pagaba al

    chofer, la anciana haba avanzado por un largo

    corredor. Sweitzer tuvo que apurar el paso para

    alcanzarla.

    Entreabri la puerta una mujer de edad dudosa.

    Doa Carmen le dijo:

    No es lo que piensas, Mara. El seor viene

    nicamente a conversar contigo sobre Stocker y

  • Jacinta Vlez. Quiere que le digas la verdad.

    Pasen. Basta que sea amigo tuyo, yo le dir lo que

    sepa. Pero quedar decepcionado... contest la

    otra con afectacin.

    Al caminar arrastraba las chinelas. Los hizo sentarse,

    les ofreci de beber.

    El seor era amigo de Jacinta? pregunt. No?

    De Stocker? Ah, un hombre muy serio, muy

    distinguido. Hace mucho que frecuenta esta casa.

    Aqu conoci a Jacinta, pobrecita, y simpatiz con

    ella en seguida. Se vieron durante un mes, dos o tres

    veces por semana. Siempre en mi casa. Me hablaba

    Stocker, y yo le daba el mensaje a Jacinta. El da que

    muri la seora de Vlez, Jacinta haba quedado en

    venir. A m me pareci extrao, pero ella misma se

    haba empeado. Llega Stocker, y Jacinta que no

    viene. Yo le explico la demora. Esperamos. Al final,

    ya preocupada, hablo por telfono y me entero de la

    desgracia. A Stocker lo impresion muchsimo. Me

    dijo: Mara, djeme solo en este cuarto. Y all se

    qued hasta muy tarde. Es un sentimental. Despus,

    ya ve lo que ha hecho por ese retardado. Me parece

    un gesto bellsimo.

    Doa Carmen la interrumpi:

    No hables de lo que no sabes.

    La otra sonrea.

    Est furiosa dijo mirndolo a Sweitzer porque

    no puede verlo el da entero. Carmen, Carmen,

    parece mentira! Una mujer seria, a tus aos...

    Lo quiero como a un hijo.

    Como a un nieto, dirs.

    El seor Sweitzer se fue cuando el dilogo entre las

  • dos mujeres empezaba a subir de tono. Las calles

    estaban desiertas. En el centro de la calzada la luz

    elctrica haca brillar el asfalto: grandes charcos de

    agua donde era peligroso aventurarse. Despus la

    oscuridad y de nuevo, en la otra cuadra, el reflejo

    ficticio del estanque. Sweitzer apenas se atreva a

    cruzarlo. As anduvo un largo rato, vacilando al llegar

    a cada bocacalle, pegado, confundido a las paredes

    como el insecto a la hoja. De vez en cuando el

    boquete de un zagun iluminado lo pona en

    descubierto. Estaba cansado, tena fro, no poda

    entrar en calor. Tampoco poda detenerse. El mismo

    cansancio lo impulsaba a caminar. Lleg a una plaza,

    atraves la calle. All viva Stocker. Mir el tablero

    con los timbres. Cuando Lucas baj despus de un

    cuarto de hora, en paos menores y cubierto por un

    sobretodo, continuaba apretando el botn del tercer

    piso.

    Seor Sweitzer! exclam el negro. El patrn

    no est.

    Ya s, Lucas. Tena un mensaje para usted. Pas

    por la casa y me atrev a llamar. Disclpeme por

    haberlo despertado.

    No es nada, seor Sweitzer. Entre, no se quede

    afuera. Subiremos en el ascensor de servicio porque

    yo he bajado sin llaves.

    Pasaron a la cocina. El negro abra puertas, encenda

    luces. Ahora apagan la calefaccin muy temprano.

    Como no hay nadie, yo no encend las chimeneas.

    Llegaron al hall. Sweitzer discurra algn mensaje

    para darle en nombre de su socio.

    El seor me ha escrito. Dice que mande las

    cuentas al escritorio. El volver el da menos

    pensado.

    Pero si me ha dejado dinero suficiente contest

    el negro.

  • Le repito lo que l me ha escrito. El patrn est

    de viaje.

    As es, Lucas.

    El negro pareca deseoso de hablar. Despus de un

    momento agreg entre dientes:

    ...con la seora Jacinta.

    Sweitzer le pregunt muy despacio:

    Dgame, Lucas, ella ha vivido aqu?

    El seor tambin sabe...

    Est usted seguro? La vio alguna vez?

    Verla, lo que se llama verla... La encontr en la

    puerta de la calle. Era despus de almorzar. Ella sala

    del departamento en momentos en que yo entraba.

    En seguida la reconoc.

    Pero si nunca la haba visto antes.

    No importa.

    Cmo era? Tena ojos grises.

    Y cmo supo que era ella? le pregunt Sweitzer.

    Me di cuenta contest el negro. Me miraba

    sonriendo. Pareca decirme: Al fin me descubres!,

    pero con simpata. Pareca decirme: Gracias por el

    caldo y la ensalada que me preparas todos los das,

    por las avellanas, por las nueces! Gracias por tu

    discrecin! Es una mujer muy bondadosa.

    Pero usted no la vio nunca dentro de la casa?

    Tomaban tantas precauciones! Hasta que ellos se

    iban, no podamos arreglar el dormitorio. Por la

    tarde, el patrn era el primero en llegar. Cerraba con

  • llave la puerta del hall. Cuando abra la puerta, ya la

    seora estaba en su cuarto. El seor Sweitzer

    recuerda la ltima noche que vino a comer? El patrn

    estaba muy excitado, quera que la seora Jacinta los

    acompaara, quera presentrsela al seor. Yo,

    mientras pona la mesa, le oa la voz: Jacinta, te lo

    suplico! Come con nosotros. No me dejes solo esta

    noche. La esper hasta lo ltimo. El seor Sweitzer

    recuerda que me oblig a poner tres cubiertos? Pero

    la seora Jacinta no apareci. Es una mujer muy

    prudente.

    En resumidas cuentas, usted no la vio nunca

    dentro de la casa.

    Como si necesitara verla! exclam el negro.

    Ahora ni siquiera me molesto en prepararle el caldo

    fro, pregntele a Rosa, y eso que el patrn me ha

    ordenado que deje comida como siempre. Pero ahora

    no est, lo s, as como s que antes estuvo viviendo

    ms de tres meses en esta casa.

    Sweitzer repeta:

    Pero usted no la encontr nunca dentro de la... Y el

    otro, con insistencia:

    Como si necesitara encontrarla! Y el olor? Vea

    usted, seor Sweitzer, yo no quisiera ofenderlo, pero

    la seora Jacinta no tiene ese olor tan desagradable

    de los blancos. El de ella es diferente. Un olor fresco,

    a helechos, a lugares sombreados, donde hay un

    poco de agua estancada, quiz, pero no del todo. S,

    eso es; en la bveda, cuando vamos al cementerio

    de los Disidentes, hay el mismo olor. El olor del agua

    que empieza a espesarse en los floreros.

    El seor Sweitzer se acostaba. No he comido esta

    noche, pens, al tiempo que meta la cabeza en su

    camisn de franela. Se acurruc en la cama, busc

    con los pies la bolsa de agua caliente, cerr los ojos,

    sac una mano, apag la lmpara. Pero no se

  • disipaba la claridad de la habitacin. Haba dejado

    encendida la araa del techo, una araa de bronce

    con tres brazos puntiagudos de cuyos extremos

    salieron llamitas de gas y que, posteriormente,

    haban adaptado a las bujas elctricas. Se levant.

    Al pasar junto al ropero se vio reflejado en el espejo,

    con la papada temblorosa y ms abajo que de

    costumbre porque andaba descalzo. Rechaz esta

    imagen poco seductora de s mismo, apag la luz,

    busc a tientas la cama. Despus, acaricindose los

    hombros por encima del camisin, trat de dormir.