prision y penas de lecumberri

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palacio negro

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  • PENA Y PRISIN. LOS TIEMPOS DE LECUMBERRI*

    Hay ilusiones que nos persiguen, incansables. Entre ellas figuran la ilu-sin de las reformas penales, por una parte, y la ilusin de las prisiones,por la otra. Sueos perseverantes de penalistas tericos y prcticos,pero ms aqullos que stos diseados para prevenir el delito y recupe-rar al delincuente. Sueos que han ocupado, a menudo, el esfuerzo quedebiera modificar, ennoblecer, reconstruir la realidad. Reformas y prisio-nes. La unin de estos sueos tiene un producto antiguo, que peridica-mente se reanima: la reforma penitenciaria.

    As sucede ahora y ocurri cuando las esperanzas de la Repblica,animada por la ciencia positiva , fincaron la flamante penitenciara delDistrito Federal en un lugar bueno y nuevo , que son las races de lapalabra Lecumberri en lengua vasca. Ah habra, se crey, una buena ynueva prisin, a la altura del siglo que comenzaba, tambin bueno y nue-vo. Quin lo dudaba? An no se avisoraba la avalancha. Fue mucho an-tes de las celebraciones del Centenario, cuando Mxico, feliz, disfrutabade orden y progreso. La divisa preparatoriana incluira, en su proclama-cin positivista, el otro extremo de la salvacin moral de la nacin: amor.Tales eran los factores de la prosperidad.

    Veamos la primera ilusin, que persiste: reforma de las leyes. Fervorde reformas, que deviene, a veces, furor reformista. En este trabajo se haesforzado el penalismo mexicano, y a veces un pseudopenalismo oportu-nista. Se esfuerza an, elevado o abismado. Labora bajo el sndrome dePenlope, que debiera ser patrona de la faena penal: hacer hoy y deshacermaana. No impugno, por supuesto, toda reforma penal. Sera locura!Pero no lo es menos cifrar toda la esperanza en la reforma de la ley penal.Y suele suceder.

    Los rboles no nos dejan ver el bosque. Las modificaciones de la leypenal, a veces meros tecnicismos sin alcance mayor, sin ingreso cierto enla realidad, obnubilan o distraen de lo que nos debiera ocupar: la indmita

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    * En Varios autores, Lecumberri: un palacio lleno de historia, Mxico, Archivo General de laNacin, 1994, pp. 71-84.

  • realidad. Nos esforzamos tan a fondo y a menudo en hacer la ley unavez, otra vez, otra ms que olvidamos, discretamente, lo que debiera ve-nir en seguida, sin solucin de continuidad: hacer que se cumpla. Pero esms sencillo aqullo, labor de gabinete, de imaginacin. Lo segundo, encambio, es ir cuesta arriba o marchar contra la corriente. Es, en fin, dema-siado. Mejor reformemos la ley penal. Una iniciativa, una discusin, unavotacin, una publicacin. Y ya. Ha cambiado diremos el sistema pe-nal mexicano. Peor para la realidad si sta no se modifica en seguida.

    Me cito a m mismo, tomando palabras que puse en el prlogo al C-digo penal comentado por Marco Antonio Daz de Len. Dije y repito:Las leyes se reforman y el crimen aumenta. Los reglamentos cambian yla polica sucumbe. Las normas se modifican y los reclusorios se desplo-man. Las penas se elevan y la corrupcin avanza. Es obvio, pues, que elproblema no reside en las leyes, sino en la realidad reacia a las normas .Es obvio. Se alcanza a ver?

    Todo esto viene a cuentas cuando emprendemos la recordacin delpasado de Lecumberri, porque en los reglamentos de sta la mayor pri-sin mexicana de su tiempo se puso el ms vivo entusiasmo, que fuetambin el ms exaltado optimismo. El discurso penal de aquella hora sevolc en Lecumberri. Ha transcurrido casi un siglo. Entusiasmo y opti-mismo se concentraron, una vez ms, en la regulacin penal y en el rgi-men de la prisin. Los reglamentos que existen slo tienen vida en elDiario Oficial de la Federacin: vida de cuadratines. Son lo que Carran-c y Trujillo llam, censurando las excesivas pretensiones del Cdigo Pe-nal Federal de 1929, potica legislativa . Ilusin, pues. La primera de lapareja.

    Veamos ahora la otra ilusin: la crcel redentora. Esta es, tambin,una larga historia. Vayamos un captulo atrs, a la poca en que no habaprisin punitiva, o mejor dicho, escaseaba era menos abundante y vis-tosa que hoy la reclusin como castigo, aunque hubiera crcel preventi-va: prisin mientras se dictaba sentencia y se aplicaban, en tal virtud, lasverdaderas sanciones. En el catlogo de las penas estas verdaderas san-ciones eran la muerte, el destierro, las galeras, las obras pblicas, la escla-vitud, la marca, los azotes, el tormento, la infamia, la confiscacin. Enambos mundos: el viejo y el nuevo, que estaba por descubrirse.

    Sobre todo, la muerte. Pena favorita. Serva a todas las finalidadesque la filosofa, la moral y el derecho ms la religin belicosa depo-sitaron en la pena. Cierto que no recuperaba, pero cierto que esto era irre-

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  • levante. Ni siquiera se planteaba salvo en crculos piadosos, cristianosde la vieja guardia la posibilidad de rescatar al hombre para esta mismavida. La muerte satisfaca, pues, los otros designios de la pena: retribua,intimidaba, purificaba. Vaya que lo haca.

    La pena es un mal que corresponde a otro mal, seal Grocio: malumpassionis quod infligitur propter malum actionis. Ya es mucho si el malque inflige el Estado guarda proporcin con el mal que causa el delin-cuente. El talin, primero, fue una moderacin , una racionalizacindiran los positivistas, y diramos ahora, aunque con otro alcance delos castigos: Se pagar ojo por ojo, diente por diente, mano por mano,pie por pie, quemadura por quemadura, herida por herida, golpe por gol-pe (xodo, XXVI, 24 y 25).

    La pena es tambin un medio de intimidacin: se castiga para queotros no delincan, como ejemplo, como amenaza o conminacin dramti-ca. No se castiga, pues, con los ojos y la intencin cifrados en el delin-cuente, sino puestos en la muchedumbre que sabe del castigo, lo presen-cia, lo celebra y sin duda lo teme. La pena es, as, una funcin a la queasiste el pueblo como en el circo o en el auto sacramental, excitado yacaso atemorizado.

    Por ltimo, la pena es un mtodo seguro de expiacin: el alma, oscu-recida por el delito el pecado, la locura se recupera merced al sufri-miento que apareja la pena. As el hombre se purifica. As se salva, notanto para esta vida, sino para la otra, que es, en definitiva, lo que impor-ta. Dicen las Leyes de Man que la falta cometida a propsito y en untransporte de odio o de clera, no se expa sino con penitencias austerasde diversas clases (XI, 294).

    Todo eso lo consigue la muerte. Y lo adquiere en grado supremo si seexacerba el sufrimiento del ejecutado. En ciertas etapas de la evolu-cin penal no importaba tanto la pena como la forma de infligirla: coninfinita tortura, que provocase infinito sufrimiento; aunque no tanto quefalleciera de inmediato el penado: haba que administrarlo para que el es-pectculo y la purificacin perduraran. Al cabo vendra la reconciliacin.Se aproximara un crucifijo a los labios del moribundo para que recono-ciera a su Seor e intentara, besndolo, apurar la muerte y anticipar ellargo camino del paraso. Porque Dios, finalmente, es misericordioso.

    Este orden de cosas comenz a declinar cuando el Renacimiento des-cubri, espigando en el derecho y en las prcticas cannicas, la reclusinen monasterio. La prisin fue inventada por el derecho cannico, mani-

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  • fiesta Ruiz Funes. No fue exactamente as, pero es cierto que la prisintom vuelo al cabo de la Edad Media, y ya no cesara en los siglos porvenir.

    Por otra parte, el pensamiento libre y el fervor humanista vinieron aimpugnar a fondo los castigos crueles y a pensar, por ende, en alternati-vas razonables. De esta suerte, la gran renovacin pas a renovar, antetodo, el sistema de los juicios y las penas. Uno de sus primeros rescatesse dirigi al procesado y al condenado. Era natural que la lucha del indi-viduo contra el poder absoluto combatiera ante todo las expresin msevidente del poder dirigido contra el ser humano: la pena capital. Sin em-bargo, esa misma renovacin saneadora puso en receso la filantropamientras el pueblo estrenaba el poder: la guillotina del verdugo Sanson seejercit con notable largueza. Primero el bao de sangre, luego la benevo-lencia, la democracia, la fraternidad y cualquier otra cosa. Primero San-son; la Repblica despus; o bien, gracias al verdugo, la Repblica.

    Los cahiers de dolances, que son una especie de escritura adelanta-da de la Revolucin francesa, no slo pretenden correcciones en la exac-cin tributaria funcin original de los Estados Generales, sino tam-bin estipulan reformas en el sistema penal. Pasaran la necesidad devenganza o aleccionamiento, si se prefiere; en todo caso, estableci-miento de instituciones liberales y el gran miedo que de aqu pro-vino. Entonces y slo entonces prosperara la prisin con los mismos prop-sitos que tuvo la muerte: retribucin, ejemplo aunque se actuara a lasordina y expiacin.

    Andando el tiempo se asomara la readaptacin social en el catlogode intenciones de la pena: cuando la sociedad tomara conciencia de su ca-pacidad de rescate, y el Estado asumiera la funcin del redentor y no slola del verdugo o el carcelero. Esta es, dicho sea de paso, una de las expre-siones caractersticas del Estado benefactor: no hay mayor bien bene fa-cere que la rehabilitacin del infractor, enemigo social diplomado. Ladecadencia del Estado benefactor pudiera abarcar, entre otros desintereses,el desgano de readaptar, si se puede ahorrar energa poltica y descargarsobre el delincuente, con toda sencillez, un golpe de castigo. Siempre hanestado a la mano la guillotina, la horca, la silla elctrica, el fusil, el veneno.Por si acaso. Y ese acaso se presenta con alguna frecuencia.

    Sobrevino, pues, la ilusin de la crcel. La segunda ilusin. Aqullalograra lo que no consigui ni poda conseguir la muerte: devolver alhombre, recuperado, a la sociedad de sus semejantes. Hacer hombres

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  • tiles a la sociedad , fue la creencia que puso en auge de moda lasprisiones. Y esto lo consiguieron particularmente los estadounidenses.Auburn y Filadelfia se convirtieron en la playa del penitenciarismo filan-trpico: en ella desembarcaron los buscadores del progreso.

    Foucault ha hecho una de las mejores descripciones del cambio; noslo de los signos, los datos visibles, sino adems del sentido que tuvo elcambio. Las viejas penas, ruidosas, pblicas, con una nutrida y avezadaconcurrencia, se concretan en el terrible suplicio de Damiens, el magnici-da. Condenado a muerte, la ejecucin exacerba el castigo. Intervienen ca-ballos, para tirar de sus miembros, y verdugos, para lastimar su cuerpo,seccionarlo, dar paso a la muerte. Es el gran espectculo, que se concen-tra en el cuerpo del penado. La nueva poca se cifra en el espritu delsentenciado. Su instrumento es la prisin silenciosa. Queda fuera de lamirada del pueblo. Confinado en la prisin, que sustituye al patbulo.

    Ha escrito Foucault: Ha desaparecido el cuerpo como blanco mayorde la represin penal... El ceremonial de la pena tiende a entrar en la som-bra, para no ser ya ms que un nuevo acto de procedimiento o de admi-nistracin . Desaparece en el principio del siglo XIX el gran espectcu-lo de la pena fsica; se disimula el cuerpo supliciado; se excluye delcastigo el aparato teatral del sufrimiento. Se entra en la era de la sobrie-dad punitiva .

    Europa entera volvi los ojos a Estados Unidos, con la ilusin de lacrcel moderna . Alexis de Tocqueville, el autor de La democracia enAmrica, un clsico formidable, no fue a Estados Unidos a estudiar de-mocracia, sino sistemas penitenciarios. Entonces se percat, seguramente,de que el verdadero hallazgo estadounidense estaba en la democracia y noen las severas prisiones celulares.

    Eso mismo ocurri en Mxico. Aqu como en otras partes lo quepreocup en primer trmino fue el trato a los presos. Luego, mucho des-pus, preocup el tratamiento. Aqul se asocia con los derechos huma-nos: el trato es el escollo puesto al capricho; el antdoto contra el maltra-to que se abate sobre el hombre vencido. Un derecho a detener alEstado: contener su brazo punitivo. Un derecho humano de primera gene-racin, como hoy se dice.

    El tratamiento, en cambio, sirve a una inquietud finalista. Es la aven-tura, la hazaa, del penitenciarismo. Pone al Estado en trance de tutor,redentor, rehabilitador. Un derecho a exigir la accin del Estado. Un de-recho de segunda generacin, pues. Ya estamos en los dominios de la

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  • prevencin especial, que entra en la escena con las penas revisada sunaturaleza y las medidas de seguridad. No es cosa sencilla, ni intentarahora explicar dnde qued la frontera entre penas y medidas, cuandoambas la pena inclusive miran con reticencia la idea retributiva y seproponen, expresamente, la misin de readaptar.

    La ilusin de la prisin coincide y coexiste con el nuevo conceptoo la nueva realidad, al menos anhelada sobre el infractor convertidoen sentenciado. No es cosa del Estado, de la vctima, de la sociedad, dela administracin: no puede ser avasallado, o en todo caso no debe serlo.El hombre vencido, el enemigo titulado su ttulo es la sentencia de con-dena, reingresa en la escena como titular de derechos que le reconoceun derecho con mayscula inicial: derecho objetivo, carta magna de losdelincuentes que no pudo obtener por s mismo. Un derecho que gana-ron por l y para l las campaas del humanismo.

    Los obreros, en pie de guerra, obligaron a construir un derecho labo-ral. Los campesinos, el agrario. Los arrendatarios, el inquilinario. Los co-merciantes, el mercantil. Pero los presos no fraguaron el derecho peniten-ciario: luchar por l hubiera sido subversin, motn. Su debilidad polticadebi ser compensada por la fuerza moral de la sociedad. De ah el enor-me valor tico del derecho penitenciario y del penitenciarismo, sobre todoen un tiempo que ha quedado atrs, slo hasta cierto punto en que nose multiplicaban los alzamientos carcelarios.

    En Mxico, ya lo dije, se comenz por pedir la humanizacin en el tratoa los delincuentes, el saneamiento de las crceles. En el alba de la Inde-pendencia lo exigi Fernndez de Lizardi. Ms adelante, todos lo pidieron.Pero no ocurri, pese al copioso trabajo de legislacin carcelaria. Copiosoe ineficaz. De nuevo los hechos le ganaron la partida a los cdigos.

    Entre los tratadistas que pusieron en el rgimen penitenciario el talen-to y la mirada, figura el ilustre jalisciense Mariano Otero. Se le conocemucho ms por sus aportaciones decisivas al juicio de amparo, por sustrabajos de poltica y economa, por su rebelde, orgullosa conducta frentea los entendimientos en que Mxico incurra inexorablemente paraponer trmino a la invasin rapaz de los estadounidenses y evitar malesmayores. Mucho menos se le celebra por las reflexiones que dedic alasunto de las crceles.

    Otero, en su momento, advirti con lucidez el papel de la ley penal enel quehacer poltico. Tiene digo yo una doble funcin elocuente. Re-coge las preocupaciones, las necesidades, los clamores las ilusiones,

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  • desde luego de la sociedad: los convierte en tipos penales y en sancio-nes. Adems, impulsa ciertas conductas y disuade otras, a partir, justamen-te, de esos tipos y esas consecuencias jurdicas de la conducta ilcita. Ah,en la llamada tipificacin de los comportamientos y en la velocidad eintensidad de los castigos se halla una suerte de definicin al menos hi-ptetica sobre la condicin autoritaria o liberal, democrtica o tirnica,de la sociedad y el Estado.

    Por todo ello, la doble marea de la tipificacin y la destipificacin,la penalizacin y la despenalizacin, son lecciones evidentes acerca de lacalidad del trato entre el poder poltico y el ser humano. Lo son, al me-nos, en la decisin impresa en las leyes. Habr que ver luego cmo setraslada sta a la decisin expresa en la vida diaria.

    En suma, acert Otero y record antiguas expresiones, que lo pre-cedieron, y nuevas enseanzas, que sobrevendran al asegurar que lalegislacin criminal... es a la vez el fundamento y la prueba de las institu-ciones sociales . Acaso no se trata del compendio sobre una versin dela seguridad pblica, que es, a su turno, la idea nuclear en el pacto social,y por lo mismo el compromiso esencial del Estado?

    Luego el tratadista aportara sus luces al establecimiento de la prisin ideal . En su concepto, habra que adoptar el modelo de Filadelfia, elms estricto, por cierto, de los regmenes clsicos: soledad y silencio. Yaadi en una convocatoria expedida el 7 de octubre de 1848, bajo su fir-ma, para el concurso destinado a la formacin del plano conforme alcual haya de edificarse en esta ciudad la crcel para reclusin de deteni-dos y presos , que la puerta del nuevo edificio estara flanqueado por lasestatuas de Howard y Bentham. He ah sus inspiradores y sus inspiracio-nes. Recoga Otero y recogera el penitenciarismo mexicano, hasta laintroduccin prctica de la corriente positiva el humanitarismo y el uti-litarismo que condujeron la reforma penitenciaria. De Howard, la filan-tropa; de Bentham, el buen ejercicio de las prisiones, desde la arquitectu-ra hasta el reglamento.

    No eran aquellos, sin embargo, buenos tiempos para que el pas seaplicara a la construccin de crceles. Primero haba que reconstruir aMxico. Apenas regresbamos del desmembramiento en que culmin laguerra con Estados Unidos: desgarradura que no fue slo geogrfica. Noshallbamos destrozados, melanclicos, sin certeza sobre el futuro. El co-lapso moral no era la circunstancia ms propicia para la obra penitencia-

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  • ria. sta requiere de una energa que no circulaba entonces por la venasde la Repblica incierta.

    Vayamos unos aos adelante; menos de una dcada, cuando la energaacudi de nuevo y la Repblica, animada por la revolucin de Ayutla,recuper el camino. Lleguemos al Congreso Constituyente. Ah entraronen colisin los dos instrumentos de castigo: la muerte y la privacin delibertad. Dicho en forma grfica: el patbulo, tan fcil de construir y ma-nejar, tan somero, tan barato, por una parte, y la prisin, tan compleja,tan costosa, tan exigente, por la otra. La razn? Por una parte, el pro-yecto humanista de los humanistas del Congreso. Por la otra, la realidadestrecha: pululaban los salteadores en los caminos, la guerra civil jamsterminaba, los maleantes hacan de las suyas en la noche urbana, el era-rio desfalleca, la nacin se ocupaba en sobrevivir apenas. Cul sera ladecisin de la autoridad, puesta entre la pared y la espada?

    Esa decisin se tom en el Congreso Constituyente que hizo la cartade 1857. Para ello se reuni la ms brillante generacin poltica que hadado Mxico. Un Congreso de liberales, sobre todo; juristas, literatos, es-tadistas. Ahora bien, el Congreso apremiado por la ola delictiva y laimpotencia de contenerla no se dej llevar por su vocacin abolicionis-ta de la pena de muerte. Incurri discretamente en la ilusin que prevale-ca en el mundo, pero la estipul sujeta a condiciones. Hizo su parte, concautela y esperanza, dando encargos al gobierno. Puso, temeroso, los ci-mientos de las nuevas prisiones mexicanas. En la remota raz poltica deLecumberri se halla el Congreso de 1857.

    Hasta la reforma de 1901, la primera parte del artculo 23 de la Cons-titucin dijo: Para la abolicin de la pena de muerte, queda a cargo delpoder administrativo el establecer, a la mayor brevedad, el rgimen peni-tenciario . Pocas veces se ver un precepto tan claramente programtico,tan propositivo como ste: propone, anhela y hasta dispone una cosa parael futuro, mientras resuelve otra para el presente. El Constituyente se ha-ca ilusiones sobre las ventajas del rgimen penitenciario, pero no se lashaca sobre la capacidad del Estado en ese momento. Quedaba pendientela supresin del patbulo hasta que el gobierno reuniese recursos de todognero y erigiera el sistema penitenciario, que es ms que construir crce-les monumentales. Y ni siquiera poda darse el lujo de hacer este gnerode monumentos.

    La transaccin entre muerte y crcel en favor de aqulla, por lopronto encendi los nimos en el Congreso. En otra oportunidad he re-

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  • cordado que Prieto pregunt qu motivo tena la comisin para hacerrecaer sobre los reos el descuido de los gobiernos en la mejora de las cr-celes . Ignacio Ramrez censur amargamente la conclusin subyacenteen la norma deplorable: Podemos matar mientras no haya buenas crce-les . Y Prieto, como si se dirigiera a los condenados: no te puedo darmoralidad; pero te doy horca. Muere y paga mi indolencia y mi abando-no . Pero los archiliberales Arriaga y Mata no pudieron menos que pedirpaciencia: hganse las prisiones lo ms rpidamente que se pueda,pero consrvese, entre tanto, la pena de muerte. Zarco quiso conciliar: fi-jemos un plazo, o al menos dispongamos el retiro progresivo de la san-cin arrasadora, que cesar en los estados que cuenten con penitenciaras:progresan en Durango, Puebla y Jalisco, y hay esperanzas fundadasde que empiecen en Nuevo Len y otros Estados .

    Preocupado en abolir la pena de muerte, Gamboa invoc la posibili-dad de adaptar, inmediatamente, diversas construcciones para fines peni-tenciarios. Con ello consagr una idea y una prctica que hemos observa-do puntualmente en el curso de muchos aos: improvisar prisiones decualquier modo. Para Gamboa, los edificios a la mano eran los viejosconventos. Locales ya existen dijo a sus colegas del Constituyente:hay mil conventos casi abandonados por falta de religiosos, con todos lostamaos, con todas las condiciones necesarias para buenas penitencia-ras... . De este modo se recuperaba, por lo dems, la etapa inicial de laspenitenciaras, que son una reproduccin civil de los monasterios.

    En fin, la frmula del artculo 23, tan desmayada, tuvo al menos lavirtud de recordar al poder administrativo , durante medio siglo, quedeba darse prisa en establecer el sistema penitenciario, si quera comolo quiso el Constituyente dar muerte a la pena de muerte.

    La historia penitenciaria debi aguardar tiempos menos turbulentos.Tiempos, pues, de don Porfirio. Pacificada la nacin y disuadidos los ni-mos ms exaltados por la sancin capital en sus diversas versiones por-firianas: mtalos en caliente , ley fuga y patbulo en toda forma o porotros mtodos igualmente aleccionadores la transportacin a Valle Na-cional o a Quintana Roo, haba llegado la hora de iniciar el estableci-miento de modernas prisiones. Es decir, fortalezas que trajeran a Mxico,en la vspera del siglo XX, los avances que el penitenciarismo piadosoaport casi un siglo antes.

    Mxico se nutra con recomendaciones forneas y proyectos naciona-les, fincados en aqullas. Hubo un momento en que la Repblica ungi

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  • como embajador penitenciario a un extranjero: Wines, comisionado ofi-cial de Mxico en el Congreso Internacional Penitenciario de Londres,rindi informe al supremo gobierno en un grueso volumen que vio la luzen 1873, traducido al espaol bajo la direccin de Enrique de Olavarra yFerrari. Entre los mexicanos, Antonio y Carlos Medina y Ormaechea pu-sieron manos a la obra en un importante proyecto para el establecimientodel rgimen penitenciario en la Repblica mexicana, que giraba en tornoal plantel carcelario.

    Un caso destacado sobre lo que se crea y quera hasta cierto pun-to en esa etapa, es el de la Penitenciara de Puebla, muy anticipada a lade Mxico. Tambin ah fue preciso recorrer un largusimo itinerario,desde que se encomend la obra a Jos Manzo y se puso la primera piedrael 11 de diciembre de 1840, hasta la inauguracin formal, con dictadorpresente, el 2 de abril de 1891. La fijacin de fecha 2 de abril no fuecasual, por supuesto. Se trataba, como dijo la crnica de la inauguracin,publicada en el Peridico Oficial poblano, de un acto augusto , aconte-cimiento deseado por todos los buenos liberales , conclusin de unaObra que ser en todo tiempo el ms bello timbre de orgullo para su pue-blo (el de Puebla) entusiasta, progresista y pundonoroso .

    En fin, de esta suerte se abra el camino para la abolicin de la penade muerte, en exacta correspondencia al deseo del Constituyente de 1857.Por ello, el da primero de abril se public el decreto abolicionista, con-secuencia de la importancia de una mejora debida a la prodigiosa civiliza-cin de los tiempos modernos . La prodigiosa civilizacin haba aportadouna penitenciara. El presidente Daz sigue narrando el Peridico Ofi-cial agradeci la comida que se le ofreci el 2 de abril y aprovechla sobremesa para dirigir sus elogios al poder pblico que, por mediode Bando solemne haba declarado abolida en el Estado la odiosa pena demuerte . Sin embargo, seguramente don Porfirio no la hall tan odiosacomo para promover la misma abolicin en el Cdigo para la Federaciny el Distrito Federal, que siguieron siendo ms cautelosos que el ordena-miento poblano.

    En la ciudad de Mxico hubo varias prisiones, a todo lo largo denuestra vida colonial e independiente. Algunas estuvieron asociadas a lostribunales que las utilizaban, en la era de los fueros; as, la Inquisicin, elSanto Oficio. Otras tuvieron acomodo en las casas de gobierno, nadamenos, y todava hoy ocurre, en numerosos pueblos, que el palacio degobierno aloja aunque en recintos diferentes, es cierto a los gober-

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  • nantes y a los gobernados en desgracia, los presos por faltas administrati-vas y acaso por delitos mayores.

    No debe extraar esa coincidencia. Parece natural que un solo edifi-cio solemne contenga, para leccin del pueblo, a la justicia y a los justi-ciables y ajusticiados. Es una expresin natural del poder pblico, queconcentra y exhibe as su capacidad de poner orden en la ciudad, paraenseanza y seguridad, en su caso, de todos los ciudadanos. Por eso nocomparto la opinin de Marroqui, cuando se extraa de la existencia deuna crcel en Palacio Nacional, nada menos, donde se hallaban en vecin-dad apretada, adems, los tres poderes de la Unin. Era una deformidadsostiene que al lado de los Supremos Poderes de la nacin estuvie-sen los criminales, como en los tiempos feudales encerraban los seores los reos que ellos mismos juzgaban en los calabozos de sus castillos .Pero la misma explicacin que amparaba a los seores feudales alcanzabaa los seores de tiempos posteriores.

    En la ltima parte del siglo XIX, la gran prisin era Beln. Vena,con esta funcin, de la era reformista. Haba sido recogimiento para mu-jeres, que instituy Domingo Prez de Barca el 25 de abril de 1683. Aca-b esta misin cuando la Reforma puso un hasta aqu a buen nmero deobras religiosas. Regresemos a Marroqui. Este narra que el 15 de agostode 1862 se comunic al Cabildo de Mxico la decisin adoptada por elpresidente de la Repblica sobre la nueva crcel general de la ciudad. En-terado el Ejecutivo de la conveniencia y necesidad que haba de trasla-dar a los presos de la ex-Acordada otro punto que tuviera mejores con-diciones que ste para prisin , determin que ese otro punto fuera eledificio de Beln y Casa de Ejercicio anexa .

    La decisin del gobierno liberal incomod, por supuesto, a los con-servadores. La censurara Jos Mara Andrade en un Informe sobre losestablecimientos de beneficencia y correccin de esta capital, presentadoal supuesto emperador Maximiliano, segn escrito de Jos Garca Icaz-balceta. Se dice a propsito del Colegio de San Miguel de Beln y la casaanexa, que

    la tempestad revolucionaria sopl sobre estos establecimientos, disperssus moradores, y transform gran costa el edificio, para convertirlo enencierro de malhechores. Sus esfuerzos dieron por resultado la desapari-cin de dos institutos benficos, y la creacin de una mala crcel que ten-dr que desaparecer a su vez.

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  • No erraba Andrade: sera una mala crcel y desaparecera a su vez,aunque despus de mucho tiempo: casi tres cuartos de siglo. Esa seratambin, dicho desde luego, la hazaa de su sucesora: ser una mala cr-cel, durar tres cuartos de siglo y luego desaparecer. Parece ser el signo delas prisiones que con enorme bombo y platillo erigimos en el pas: acabansiendo malas malsimas crceles, aunque no todas duren tan largotiempo hasta la fecha de su defuncin, que es el momento en que se inau-gura otra crcel que pronto ser malsima. Las hay que nacen as, sin re-medio.

    Los horrores de Beln los pag su edificio. Puntualmente hemos des-truido el patrimonio colonial, pero tambin los patrimonios posteriores.Del siglo XIX dejamos una que otra construccin valiosa. Beln tendrael mismo fin innecesario, aunque fuese necesario y noble el objetivo deledificio que la relevara: el Centro Escolar Revolucin. As se vinieronabajo el Palacio de Justicia y el poblado reclusorio. Quedan como recuer-do algunas fotografas, entre ellas la de una sala de jurados sala de au-diencias, que no las hay en los tribunales de nuestro pas, espaciosa,severa, bien dispuesta para la justicia. Recuerdos, como hoy Lecumberries un haz de recuerdos, cada vez menos precisos, menos flagrantes. Perosta es ya otra historia.

    Comenzaba el siglo. Siglo de luces, queran don Porfirio y los cient-ficos. Se miraba, al cabo de una dcada, la conmemoracin de la Inde-pendencia. La obra pblica daba testimonio de una grandeza mexicana: lanueva grandeza, que lleg con la paz de un gobierno que haba durado,milagrosamente, lustros, dcadas. El precio haba sido altsimo, pero ahestaba el producto: paz y progreso. Las tierras de la repblica en manosde novecientas familias que vacacionaban en Europa. La industria y losferrocarriles en manos de extranjeros. El poder en manos de generales ycientficos, como se les deca, seoreados por un militar anciano que secubri de gloria en su juventud y su madurez remotas, luchando contraintervencionistas; y luego se llen las manos de sangre. Un dictador glori-ficado, que gobernaba de espaldas al pueblo. El personaje central, lasuma de los males concentrados en el Mxico brbaro: muchedumbre deesclavos, interdictos, vasallos. Para algunos de stos y para los enemi-gos, siempre los enemigos era preciso culminar, por fin, la obra pblicapenitenciaria. Era la hora de Lecumberri. Pocos aos ms tarde se dira,segn el testimonio Creelman, que era tambin la hora de la democracia.Tal, el contexto.

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  • La comisin designada por el gobierno del Distrito Federal, conanuencia de la Secretara de Gobernacin, para formular el proyecto depenitenciara, entreg su trabajo el 30 de diciembre de 1882. Se integrcon los licenciados Joaqun M. Alcalde, Jos Mara Castillo Velasco, JosY. Limantour, Luis Malanco y Miguel Macedo, los generales Pedro Rin-cn Gallardo y Jos Ceballos, los ingenieros Remigio Syago, AntonioTorres Torija y Francisco P. Vera, y el seor Agustn Rovalo. Comenzla obra en 1885. Fue dirigida, en diversas etapas, por los ingenieros Anto-nio Torres Torija, Miguel Quintana y Antonio M. Anza. Cost dos y me-dio millones de pesos. Al principio se previ que tendra 724 celdas; elnmero subi a 1000.

    No fue tarea fcil la construccin de la penitenciara. En el viejo po-trero de San Lzaro, en la tierra buena y nueva , tierra frtil que habaquedado al retirarse las aguas que la cubran, result preciso resolver pri-mero complicados problemas de drenaje. Se aguard a que concluyeranlas obras del Gran Canal, al que tributaran las aguas negras de la peniten-ciara. En la edificacin participaron como en otras labores de la rep-blica contratistas estadounidenses, especializados siempre especiali-zados en asuntos que los mexicanos no dominaban. Se consum unenorme inmueble bajo los conceptos de la arquitectura funcional: nada deadaptaciones en conventos, iglesias, casonas, cuarteles; aqulla era unaautntica penitenciara, a la altura de los tiempos. Otro orgullo de la dic-tadura, siempre cuidadosa de lo que pensaran las naciones extranjeras .

    He dedicado a Lecumberri, de la que fui el ltimo director, un librode reflexiones. Se llama: El final de Lecumberri, y cuenta con aquel sub-ttulo necesario: Reflexiones sobre la prisin (Mxico, Porra, 1979).Tengo especial aprecio por este libro. No es el resultado de lecturas, nirebosa citas. Es el producto, sencillamente, de mi paso de varios mesespor la direccin del reclusorio el mayor del pas en su poca: setenta ycinco aos, como dije hasta que cerr sus puertas. O mejor dicho, hastaque abri las puertas de par en par al cabo de tres cuartos de siglo enestricta clausura. De ese libro tomar algunos prrafos, para auxiliar mimemoria.

    Entonces recog la siguiente descripcin de la penitenciara del Dis-trito Federal, en sus primeros das.

    La crcel qued circundada por alta muralla, interrumpida a trechos conpequeos torreones de vigilancia, sin zonas verdes ni campos deportivos ni

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  • superficies de recreo, con largas y rectas galeras que en dos pisos agrupa-ban la sucesin de celdas destinadas a ocupantes solitarios, forradas conplancha de acero, cerradas por puertas metlicas espesas y seguras, cuyamirilla, operada desde fuera, permita al vigilante observar la presencia delcautivo, inquirir sobre su estado, hacerle llegar objetos diversos y examinarsus movimientos.

    Contaba cada celda con un camastro y con servicio sanitario, y todaslas de un mismo piso y costado podan ser cerradas con una barra de acero.En otros sectores se alzaban los edificios de gobierno, con amplia y solem-ne sala de espera, y secciones de atencin mdica..., de trabajos variados entalleres donde se laboraba en comn, y otras necesarias.

    Destacaban tambin en este diseo original, al que despus se agrega-ron ajustes y novedades, dos edificios redondos, a los que se llam circula-res, para el aislamiento en celdas seguras de quienes merecieran ser segre-gados: una crcel dentro de otra, en la ms profunda manifestacin de lasoledad compatible con las ideas piadosas del sistema progresivo irlands.Por ltimo, dominndolo todo, la torre central de acero, muy alta y esbelta,que incorporaba tanques de gran capacidad para el aprovisionamiento delagua que la prisin requera; en su base, una estacin de vigilancia que ob-servaba, mediante vueltas en redondo, todas las crujas desplegadas bajoforma de estrella por el sistema radial, y en la cspide un puesto de custo-dia, que presida la red completa de edificios. En el plano inferior podaigualmente apostarse el vigilante para observar a los reclusos, que instalar-se el sacerdote para oficiar la misa y ser a su vez observado por los feligre-ses cautivos. Entre la base de la torre, un polgono que sera generalmenteconocido con este nombre, y el interior de las crujas, se alzaron varias zo-nas enrejadas en tramas espesas, inexpugnables, y accesos difciles por me-dio de puertas pequeas, perfectamente custodiadas. Esta suma de piedra yacero era en la fecha de su inauguracin, el 29 de septiembre de 1901, laflamante Penitenciara del Distrito Federal.

    Agregar dos palabras sobre las caractersticas de esta institucin,para que se entiendan su misin en el sistema penal y la buena y malavida que tuvo. Antes dije algo acerca del empleo histrico de los recluso-rios. Agregar que hay, dicho en trminos generales, dos categoras dereclusorios para individuos sanos o normales , es decir, para quienesno estn locos (denominamos a stos, con asepsia penalista, inimpu-tables ). Dichas categoras se hallan previstas en la Constitucin misma,en cuanto el artculo 18 previene aunque la realidad lo contradiga conrara perseverancia que se hallarn separados los procesados de los sen-tenciados.

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  • La primera de esas categoras es la de prisiones para procesados, in-dividuos que se hallan sujetos a juicio; todava no estn sentenciados y sebenefician, por lo tanto, con la quimrica presuncin de inocencia: se pre-sume que todas las personas son inocentes hasta que se demuestre queson culpables. Ahora bien, cmo es posible que un procesado se encuen-tre preso? As se trata a un presunto inocente? Esas son las crceles adcontinendos homines, no ad puniendos: para detener, no para castigar,como dijeron los romanos, los juristas medievales italianos y las SietePartidas. Lecumberri no fue diseada para este uso.

    La otra categora es la de prisiones para sentenciados, condenados apena privativa de libertad. Aqu se trata de sancionar, castigar, punir. Pri-siones ad puniendos. De ah el nombre de penitenciaras: lugares de peni-tencia, reclusorios de pena, no de mera custodia mientras concluye el jui-cio. A este tipo perteneci Lecumberri. Para ello fue diseada. Despushubo, una a una, graves alteraciones en su destino, mezclas, confusiones.He ah, en alguna medida, uno de los datos del desastre: alteracin delobjetivo y, por aadidura, sobrepoblacin carcelaria.

    Ahora bien, en Lecumberri se quiso establecer y las cosas se dispu-sieron para tal propsito, en la instalacin fsica y en el reglamento inte-rior el sistema penitenciario progresivo que previno el Cdigo PenalFederal de 1871. La idea de progresividad tiene paternidad dudosa ocompartida. Se atribuye a Crofton o a Maconochie, aqul en Irlanda yste en Australia, o al coronel espaol Montesinos. En Mxico se optcomo suele ocurrir si est a la mano la alternativa entre el ingls y elespaol por atribuir el sistema a Crofton o a Maconochie, pese a que laprioridad cronolgica corresponde a Montesinos, director de la prisin deValencia. En todo caso, se trata de que el recluso atraviese, a lo largode su vida en prisin, por una sucesin de periodos: de ah la expresinprogresivo , aplicada al rgimen penitenciario. Desembocan aqullosque se supone integran un programa de preparacin para la libertaden la excarcelacin condicionada o preparatoria.

    La prisin entraa una severa paradoja: se quiere preparar al hombrepara la libertad que sea un buen ciudadano, til para s mismo, para sufamilia y para la sociedad , etctera, y en tal virtud... se le recluye. Laexcarcelacin abrupta es tan inquietante o peligrosa como el alta sbita deun paciente de hospital que ha permanecido en cama durante meses. Espreciso habilitar para la inminente libertad. A eso atiende la libertadcondicional , llamada en Mxico preparatoria , a partir del Cdigo de

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  • 1871. El principal autor de este ordenamiento, Antonio Martnez de Cas-tro, quien fuera ministro de Justicia del presidente Jurez, habl de con-ducir al prisionero como se gua al convaleciente de un mal moral :paso a paso, hacia la difcil libertad.

    Bajo todos esos conceptos, y con una suma de buenos augurios y re-trica cifrada en la esperanza, se inaugur Lecumberri. Presidi el dicta-dor. Firm en consecuencia el acta inaugural, que tambin suscribieronnumerosos funcionarios de entonces. El acta, en pergamino y debidamen-te enmarcada, figur en una pared de las oficinas de la direccin, hasta1976. Pas de ah tengo entendido al Museo de la Ciudad de Mxi-co. En la ceremonia inaugural produjeron discursos ngel Zimbrn, se-cretario general del Gobierno del Distrito Federal; Miguel Macedo, queencabez el rgano administrativo colegiado de la penitenciara, y as re-sult ser el primer director; y Rafael Rebollar, gobernador del Distrito. Elpapel de Macedo merece comentario especial. Fue uno de los ms ilustresjuristas del porfiriato. Aos ms tarde fundara la Escuela Libre de Dere-cho, creada por un grupo de catedrticos de la Escuela Nacional de Juris-prudencia, en pugna con el director de sta, Luis Cabrera.

    En su pieza oratoria, Macedo describi las caractersticas del sistemacorreccional que se pretenda instaurar en la penitenciara. Con voz quedebi ser profunda, conmovida, refiri que al concluir la vistosa ceremo-nia inaugural quedaran entre los muros, solamente, el silencio y la sole-dad. Estos eran otros tantos ingredientes del rgimen querido para Le-cumberri. Hasta aqu lleg, pues, atemperada por un reglamento de menorseveridad, la idea penitenciaria que cincuenta aos antes haba patrocina-do Mariano Otero. Por fin tena Mxico su moderna y grande penitencia-ra. Como el Manicomio de La Castaeda, sera una de las obras magnasde don Porfirio.

    Macedo no era, sin embargo, un enemigo de la pena capital. Todo locontrario. En el artculo La criminalidad en Mxico , publicado en laRevista de Legislacin y Jurisprudencia, en 1897, estableci una estrechacorrespondencia entre el modo de ser de los mexicanos y las penas parasancionar sus delitos. Sostuvo que

    la penalidad debe relacionarse con las condiciones de cada pueblo, y siendouna de las caractersticas del nuestro la insensibilidad y el poco respeto yapego a la vida no parece prudente acoger las teoras que sostienen la con-veniencia de mitigar las penas, sino que se impone la necesidad de hacerlas

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  • ms y ms severas, hasta que lleguen a producir su efecto intimidante.Nada menos.

    La fundacin de Lecumberri permiti iniciar el desalojo de Beln.Los sentenciados que se hallaban en sta ingresaron a la penitenciara. En1933 ces Beln. En consecuencia, los procesados pasaron a Lecumberri,que de esta suerte sufri autnticamente su primera y ms grave alte-racin: sirvi ad continendos y ad puniendos, como prisin preventiva ypunitiva, conforme a un decreto del 30 de enero de 1933. Por ello, el edi-ficio frontal de la penitenciara sirvi como sede para las Cortes Penales,sustituidas en 1971 por juzgados penales unitarios. Estos luego quedaronen un edificio particularmente feo: largo y sin gracia en el costadosur de la antigua penitenciara transformada en prisin de usos mltiples.En definitiva, ah se hallaron hombres y mujeres, procesados y sentencia-dos, sanos hasta donde se puede y enajenados.

    En 1954 se puso en servicio la Crcel de Mujeres, y consecuente-mente salieron stas de Lecumberri. Ah se hallaban en una cruja espe-cial: la L . En 1957 se inaugur la nueva Penitenciara del Distrito Fe-deral en un edificio muy distante de los conceptos arquitectnicos enque se sustent Lecumberri y los sentenciados egresaron del antiguopenal. De esta suerte, Lecumberri haba consumado ntegramente el trn-sito entre la idea original prisin para sentenciados y la realidad fi-nal prisin para procesados.

    Tengo mltiples recuerdos de Lecumberri, a partir del ao en que loconoc como curioso de los asuntos penitenciarios, y luego como funcio-nario en esta materia, pero alejado de aquella prisin que supuse irreme-diable. Pero muchas cosas tenan remedio, y lo tuvieron, como se vio enlos das finales de Lecumberri. Siempre retuve la memoria de algunos abo-gados que dirigieron la penitenciara: penalistas ilustres, como CarlosFranco Sodi y Javier Pia y Palacios. Aqul, que ms tarde sera procura-dor del Distrito Federal y de la Repblica, redact pginas aleccionadoras,conmovedoras, sobre su desempeo fugaz. En la obra Don Juan delin-cuente y otros ensayos est la bitcora de sus ilusiones y sus decepciones.Mil proyectos se haban formulado para establecer entre nosotros un rgi-men penal autntico... . Al cabo de ao y medio de luchar da con da, mi-nuto a minuto, incesante y fatigosamente, debi confesar su frustracin.

    Llegu a Lecumberri, como director, el 30 de abril de 1976. Fui laprimera consecuencia formal de la fuga de un grupo de internos, despus

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  • recapturados. Al da siguiente de mi designacin hubo un motn en la cru-ja O , donde se hallaban prisioneros de muy diversas especialida-des : presos polticos, estadounidenses y algunos peligrosos . El motnno impugnaba mi nombramiento, sino se diriga al ejercicio de la revan-cha: contra el sistema saliente y su ms caracterstica manifestacin, losmayores de cruja, seores de horca y cuchillo de veras cuchilloque ejercan la ms completa autoridad, asistidos por auxiliares dispues-tos a todo, en el interior de los pabellones.

    Ces el levantamiento mediante plticas, promesas y cumplimientos.Gran experiencia para un penitenciarista! Juego de nios, empero, frentea otros motines que han asolado las prisiones mexicanas, corrompidas ycorruptoras, profundamente envilecidas. Motines largamente incubados, aciencia y paciencia o acaso slo paciencia: abulia, desfachatez, iner-cia de quienes debieron prevenirlos. Motines vindicativos, de hombresdesesperados siempre el mayor peligro, a partir del que casi destruyla prisin de Oblatos, en Guadalajara, y cobr numerosas vctimas: que-mados, acuchillados, degollados.

    En los ltimos aos hemos presenciado motn tras motn. Ya formanparte, segn parece, de la historia natural de nuestras prisiones. Hastahubo uno, que produjo muertes numerosas, en el cereso de Almoloyade Jurez no la nueva prisin federal, de mxima seguridad, que al-guna vez fue el orgullo del penitenciarismo mexicano. De donde salanhombres rehabilitados y buenas noticias, acabaron saliendo cadveres. Aese punto lleg la obra destructora minuciosamente consumada en el cur-so de dos dcadas.

    Resuelto el motn de Lecumberri, comenz la reconstruccin moraldel reclusorio. S se poda, y se pudo. En tres meses cambi radicalmentela situacin en el reclusorio. Se alivi el trato a los delincuentes polticos,que haba sido sumamente opresivo, sin necesidad alguna. Se moder elintrincado y corrupto procedimiento de ingreso de visitantes. Se desman-tel la red de tiendas y negocios que algunos reos tenan concesiona-das , para explotacin de los restantes. Se desmont el sistema de ma-yores de cruja. Se llev adelante un bienhechor programa de recreaciny cultura. No hubo lesiones, homicidios, fugas, motines, huelgas de ham-bre. Nada de eso hubo en Lecumberri. Perdi, pues, las caractersticasque lo distinguan como Palacio Negro en la versin popular, cloacamxima de las prisiones mexicanas.

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  • Entre las cosas que fueron posibles, figur una con el ms alto valorsimblico; un genuino rescate, sin alharaca, de los derechos humanos,donde hay que rescatarlos: en la trinchera diaria; un gesto temido por al-gunos prisioneros, de buena conducta, que se creyeron en grave riesgo alconsiderar destruido el mayor instrumento de intimidacin que haba enla crcel. Me refiero a la clausura del apando . El apando estuvo ligadoa la historia de Lecumberri. Acompa al presidio, lo hizo temible, lohizo terrible. No se ha perdido todava el recuerdo de la obra de Jos Re-vueltas sobre este tema y con este nombre.

    Del libro El final de Lecumberri tomo la descripcin que hice delapando en esos das, tras haberme referido a las celdas de castigo en otrasprisiones, entre ellas las Islas Maras.

    En Lecumberri escrib, el apando era... la celda ms distante en cadacruja: una presencia amenazadora, pero no un espectculo vivo, a la luz,que pudiese ser bien observado. A la vista, slo estaba la puerta; lo dems,dejado a la imaginacin, al testimonio o al recuerdo.

    En la cruja G, la ms grande.... el apando se hallaba en el segundopiso, al fondo. Era una celda comn, forrada de lmina de acero, desprovistade mobiliario, a la que se haba cegado la fuente de aire y de luz que otrasceldas tenan en la parte ms alta de la pared frente a la puerta. Slo lascuatro paredes, desnudas, inexpugnables; la puerta hermtica cuya mirilla seabra desde afuera, para introducir alimentos, girar instrucciones o ejercer lacustodia; algn lugar, tal vez, para el desahogo fisiolgico, y nada ms, sal-vo el silencio franqueado por voces apagadas, la fetidez, la oscuridad.

    En el piso inferior de la cruja, justamente bajo la celda ocupada comoapando, se instal un bao de vapor, abierto comercialmente a los internos.Este lugar se mantena constantemente hmedo y caliente; el calor que as-cenda por las paredes y el techo, a un tiempo piso del segundo nivel de laconstruccin, ejerca su propia influencia sobre el clima del apando.

    Ese era el lugar de castigo ideado por quienes tuvieron a su cargo elcumplimiento de los artculos 18 y 20 de la Constitucin de la Repblica:el sistema penal es medio para la readaptacin social del infractor; todomaltratamiento en la prisin, toda molestia que se infiera sin motivo legal,es un abuso que ser corregido por la ley y reprimido por la autoridad.

    Por aos se trabaj en el diseo y la construccin de los nuevos reclu-sorios del Distrito Federal: cuatro crceles preventivas y un centro mdi-co para inimputables y enfermos que requeran tratamiento especializado.El 11 de mayo de 1976 fue inaugurado el Centro Mdico de los Recluso-

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  • rios. En la ceremonia hablaron Alfonso Quiroz Cuarn maestro excep-cional, factor de renovaciones criminolgicas y penitenciarias y Octa-vio Sentes, jefe del Departamento del Distrito Federal. Escuch la au-diencia atenta, en la que figuraba el presidente de la Repblica, LuisEcheverra. Otros dos reclusorios de los cuatro previstos quedaron con-cluidos poco ms tarde: en el norte y en el oriente. Aos despus estuvolisto el del sur. Jams lleg hasta septiembre de 1994,* por lo menos elnecesario reclusorio del poniente. El Centro Mdico de Reclusorios fueutilizado, tambin en esos aos despus, como prisin para mujeres quehicieron sus celdas de papel mach, narra la directora de entonces, RuthVillanueva, y los enfermos mentales, los inimputables, regresaron a un re-clusorio comn. Se volvi a retroceder. La huella de Penlope, inexorable.

    La desocupacin de Lecumberri comenz el domingo primero deagosto de 1976. Una tarde de domingo, al final del tiempo destinado a lavisita familiar. Se convoc a los primeros reclusos que seran trasladados.Hubo pase de lista. Inmediatamente despus, llevando cada uno sus esca-sas pertenencias, fueron trasladados en julias de la polica, bien custo-diados, hasta su nuevo destino: el Reclusorio Norte. La mudanza se con-sum en algunas semanas. Las nuevas prisiones quedaron en marcha.Otro horizonte que se abra.

    Me cito de nuevo, en El final de Lecumberri: El 26 de agosto, al medio da, el Jefe de Vigilancia me rindi parte de sinnovedad, y en su acostumbrado informe sobre movimiento de poblacin seanotaba que en Lecumberri no haba ya reclusos; en ese da salieron losltimos hacia las nuevas prisiones. La penitenciara de Lecumberri, luegoCrcel Preventiva de la Ciudad, haba terminado. En sus patios, celdas ycrujas, en sus talleres abandonados, entre las altas rejas, bajo los garitonessolitarios, en las cuadras de la vigilancia, en los accesos a los juzgados,en las capillas y fuentes, ante las puertas selladas de los apandos, bajo lostrozos de cielo azul de la tarde, que slo se ensanchaba en el campo depor-tivo, entre los pabellones para alienados, en las aulas de la Venustiano Ca-rranza, en el polgono temido, haba solamente silencio. En todas partesasomaban huellas de la salida: objetos intiles y abandonados, inscripcio-nes finales, enseres pobres y destrozados, libros y cuadernos con notas casiinfantiles, abiertos los excusados malolientes, desolados los terribles cuar-teles, retrados y polvosos los grandes libreros de la biblioteca. En la cruja

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    * Esta situacin persiste en 1999.

  • L, decenas de palomas revoloteaban, rumoraban, abandonadas en la partidade los presos, dueas del inmenso edificio.

    Atrs se hallaban, confundidos en el torrente de la historia, los anhe-los correccionales de Macedo; atrs, los de Otero; atrs, los de FrancoSodi y Pia y Palacios. Quedaron las cosas como las dej Macedo mis-mo, al final de los actos inaugurales: en silencio y soledad. Entonces, si-lenciosos y solos los hombres; ahora, el edificio, testigo de muchas tor-mentas sobre el cielo de Mxico. En el hospital de la crcel qued unaplaca recordatoria de que en ese lugar se hizo la necropsia de Francisco I.Madero y Jos Mara Pino Surez, asesinados frente al muro de Lecum-berri.

    Pocos das antes del final de Lecumberri comenzaron las obras de de-molicin de la crcel. Desde mi despacho, en la direccin, escuchaba elgolpe de la piqueta: instrumento hecho para nuestras manos. Con l he-mos arruinado el patrimonio material de Mxico. Con l hemos zanjadoquerellas histricas. La piqueta no nos abandona. Para enterrar las ideasdel adversario, demuele sus edificios. Es una especie de exorcismo. Cadoel edificio, sale volando el espritu que lo habita.

    Con la piqueta, pues, resolvemos todo. Ha sido, en buena medida, laherramienta de la modernizacin salvaje. Los invasores dieron buenacuenta de las construcciones alzadas por los pueblos originales, para esta-blecer, tomndolas como cimiento o cascajo, sus iglesias y catedrales. LaReforma hizo pedazos el paisaje de templos y conventos. El porfiriatoclausur el siglo con ms demoliciones que construcciones. La Revolu-cin triunfante destruy buena parte de cuanto restaba de los siglos ante-riores, y por supuesto hizo aicos los edificios afrancesados que recorda-ban los aos y las glorias de don Porfirio. As hemos fincado nuestropaisaje urbano: destruyendo con saa.

    Por fortuna, un grupo de arquitectos, urbanistas, historiadores, artis-tas, detuvo la mano que blanda la piqueta. Visitaron al presidente. Alega-ron. Pidieron. Convencieron. Se suspendi la demolicin y qued pen-diente lo que se haba planeado para relevar a Lecumberri en el granpredio que sera desalojado: la Alameda del Oriente. Pudieron coexistiren la misma ciudad el viejo edificio carcelario y las nuevas prisiones, queal cabo de algn tiempo devendran viejsimas instituciones: no digamospremodernas, sino anteriores por sus usos y costumbres, sus maasdeplorables a los sueos de los cientficos porfirianos.

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  • De tal suerte se salv lo que deba salvarse. As hubiramos podidopreservar los templos, los palacios, los conventos, las escuelas, los merca-dos, los hospitales, las residencias, las plazas y avenidas: todo, en fin, loque se destruy implacablemente, so pretexto, a veces, del buen ordenpblico, del progreso. Glorificados autoritarios han sido activos demole-dores. Va lo uno con lo otro. O bien, la piqueta va de la mano de la igno-rancia: conforman una ecuacin perfecta. Como sea, en este caso se salvel esplndido edificio y qued adscrito, previa la adaptacin que hizo elarquitecto Jorge Medelln, al Archivo General de la Nacin, en la pocadel presidente Lpez Portillo.

    Agradezco a la directora del Archivo, mi apreciada amiga la maestraPatricia Galeana, su invitacin para redactar estas lneas destinadas a unaobra sobre el edificio que ocupa el Archivo. Alguna vez dije que hoy seencuentran los mejores documentos de la repblica en el establecimientoque antes ocuparon los peores hombres, o quienes fueron calificados deeste modo. En el cambio, gan Lecumberri. Quienes se aplican a la inda-gacin de nuestra historia difcil, sorprendente, sinuosa, como son, qui-z, todas las historias nacionales ocupan el edificio en el que algunavez luchamos muchos mexicanos: por la libertad y la justicia, que debie-ron asegurarse, trabajosamente, en las sentencias de los tribunales quejuzgaron en ese recinto; en el quehacer de los custodios, mdicos, trabaja-dores sociales, psiclogos, penitenciaristas que ah transitaron; en la ilu-sin infatigable de los legisladores; en las iniciativas de los estadistas; enel esfuerzo sobrehumano por sobrevivir, que hicieron millares de presos.Si no fue as, la culpa no es del edificio en el que hoy flamea la banderade la nacin, custodiada por el principal de sus archivos.

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