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PRIMER CONCURSO DE RELATOS ENFERMERÍA

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PRIMER CONCURSO DE RELATOS ENFERMERÍA

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Índice

Presentación

Relato Ganador

“Consulta de las emociones”

Relatos Finalistas

“Dueños de tormentas”

“Oyendo corazones”

“Por mí y por todos mis compañeros”

“Lo mejor del sol, el brillo de la luna”

“Los niños congénitos”

Accésits

“El mundo de mis niños mágicos”

“El intermedio”

“La noche mágica de los niños”

“La magia de la vida”

pág 3

pág 5

pág 6

pág 10

pág 14

pág 18

pág 22

pág 26

pág 32

pág 34

pág 38

pág 42

ÍNDICE

PRIMER CONCURSODE RELATOSENFERMERÍA

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A vosotras y a vuestra dedicación.

Estoy convencida de que la mayoría de los que una vez fuimos niños hemos tenido experiencias gratificantes con una enfermera. También puedo confirmar que estos sucesos con ellas siguen mostrándose durante la etapa adulta, y en la de nuestros mayores.

De los muchos recuerdos que conservo de mi niñez, la mayoría emocionalmente muy positivos, tengo uno que podría considerarse como uno de esos pequeños disgustos que magnificas sin pretenderlo porque se producen a una edad en la que no tienes apenas experiencia de vida. Formo parte de esa extraña generación en la que se decidía prescindir de las amígdalas quizá con excesiva frecuencia, y en mi caso se convirtieron prematuramente en mi pequeño talón de Aquiles. El médico decidió que debía pasar por quirófano a la temprana edad de 4 años, cuestión no preocupante, y más teniendo en cuenta el tipo de operación a la que iba a ser sometida, pero que inevitablemente generó en mis padres cierta inquietud, e imagino que, por extensión, también caló en mí. De esta experiencia guardo un recuerdo en forma de personaje, muy intenso y vívido, que ha ido acudiendo a mi memoria a lo largo de mi desarrollo personal. Recuerdo un pasillo blanco e interminable, y a alguien intentando hablarme de manera tranquilizadora. Es una mujer alta, muy alta, siempre sonriente que me mira con amabilidad. Cuando me toca acaricia, y cuando habla lo hace suavemente y con extremada delicadeza. Lleva bata blanca, que además le favorece, y en mis sueños está al final del pasillo junto a mis padres. En otros sueños me abraza con sentimiento mientras me canta, y en cualquiera de sus apariciones siempre me reconforta y calma mi ansiedad.

Este es uno de los millones de recuerdos en los que la enfermera es protagonista y que permanecen en el universo de los sueños que cada uno de nosotros hemos construido. Por lo tanto, el hecho de poder crear un pequeño espacio en forma de homenaje a esta profesión, supone algo más que ofreceros la oportunidad de contar vuestras experiencias. Es también acudir a esos momentos que marcan nuestras vidas y en las que sois siempre de alguna manera nuestras grandes heroínas. Esperamos de corazón que os guste este trocito de vidas que con tanto cariño hemos recogido.

Elena Garea Herranz.Nutrición y Salud. Calidad Pascual.

PRIMERCONCURSODE RELATOS

ENFERMERÍABEZOYA

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CONSULTADE LASEMOCIONESREL ATO GANADORGEMA GALLEGODONCEL

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Mi día a día laboral lo paso entre fármacos de nombre impronunciable y admirables luchadores capaces de enfrentarse con enorme entusiasmo a enfermedades graves como las oncológicas, inmunodepresoras, víricas, neurológicas, degenerativas...

Cada vez que abro mi consulta, lo primero que hago es respirar profundamente y agradecer desde lo más profundo de mi ser la posibilidad de estar sana un día más.

Luego, me enfundo mis dos uniformes. La indumentaria física es la más fácil de poner y quitar. Es fea, blanco roto, de un material nada agradable al tacto y siempre con ese olor a desinfectante tóxico. El total look se complementa con unos horribles zuecos que acaban por aniquilar del todo el poco atisbo de feminidad.

La indumentaria no visible es la más complicada. Cada día supone un acto de valentía y superación tener que dejar tus problemas personales al otro lado de la puerta y enfundarte en una burbuja plena de optimismo y empatía.

Y pasan los enfermos y sus familiares, primero uno, luego otro, luego otro ... organizados, silenciosos, agradables y sobretodo, pensativos. Les miras a los ojos y, sin pedir permiso, te sumerges en su interior descubriendo un mundo oculto con preocupaciones, dudas, desconfianza, desaliento, esperanza, tristeza, soledad... ¡qué pocas veces disfrutamos de la alegría en la consulta!

¡Buenos días! ¿Qué tal hemos pasado estas semanas?...

¿Hemos?...

Muchas veces no somos conscientes de la importancia de nuestras palabras. Siempre hay que meditar mucho qué queremos expresar. La sabia elección de nuestras palabras nos ahorraría muchas discrepancias y malos entendidos, sin contar con el dolor innecesario que podríamos evitar.

Eso es en la vida en general. Dentro del microcosmos de nuestra consulta, ese pequeño detalle se exacerba hasta los límites que sólo la bondad puede acotar.

¿Hemos?...

Sin duda los enfermos son gente muy correcta y agradecida, porque si no, ¿de qué otra forma se puede justificar que no te contesten de mala manera?

“Pues mira bonita, tú sin duda estarás encantada con tu trabajo, tu familia, tus paseos por el parque, tu gimnasio, disfrutando del placer de una buena lectura, de unas agradables conversaciones mientras tomas unas tapitas con tus amigas... Pero yo, he estado con náuseas, vómitos, picor , caída de cabello, llagas en la boca que me hacían imposible de ingerir cualquier tipo de alimento, encerrada en casa porque era incapaz de ponerme en pie, sintiéndome muy mal no sólo por verme como una inútil, sino por no poder ni darle un beso a mi nietecito que es lo que más quiero en el mundo...”

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Pero no, nos han enseñado a ser sufridores y sufridos, y todo concluye con un “no vamos mal”.

Nuestros enfermos oncológicos cada vez son más frecuentes y más jóvenes. Nadie se pone de acuerdo en los motivos, pero ocurre. Casi todas las familias están afectadas por esta terrible enfermedad. El patrón se repite continuamente y en la primera visita siempre vienen muy preocupados, inseguros y temerosos por empezar con la quimioterapia oral. Luego les inunda el alivio y la ilusión al ver que son pastillas normales, con efectos secundarios como otras y con las que hay que tener unas precauciones especiales, pero nada alarmantes. En la parte final, cuando les hablas del reciclaje y lo importante que es desechar de forma segura para no contaminar el medio ambiente todos te contestan “Yo no lo veré” y mi respuesta va variando en función de la edad del paciente “piensa en tus nietos”, “piensa en tus hijos”, “piensa en tus sobrinos”, “piensa en tu hermana mayor”.

Hay veces que se abre la puerta de la consulta de una forma inesperada y aparece tu paciente a devolverte las pastillas que ya no necesita. Entonces saltamos, chillamos, nos abrazamos y lloramos de alegría. Una explosión de felicidad como cuando eres niña y corres a saltar bajo la lluvia por primera vez.

Otra vez la puerta se abre y aparece un familiar de luto riguroso. Entonces también hay abrazos y lágrimas, pero no es lo mismo.

También atendemos a nuestros enfermos vir. Son los pacientes con tratamiento antirretroviral. Son casi de la familia, porque por suerte pueden estar visitándonos muchos años. Siempre están pendientes de las innovaciones. Con ellos siempre pasas un rato agradable con sus batallitas. La mayoría siguen instalados entre la vergüenza y la incomprensión. Por eso deciden dejar la caja de protección e incluso le quitan la pegatina con el nombre del medicamento del envase. Aún es un tema tabú, aún la gente les mira de reojo, aún ellos se sienten como si tuvieran que esconderse y ocultar una enfermedad vírica como otra más. Pero no nos engañemos. Ellos saben mejor que nadie que no es una vírica más.

Mención especial merecen los enfermos de hepatitis C, con su contenida alegría o su esperanza expectante cuando acaban el tratamiento y escuchan la palabra curación. ¿Curación? Todos los que pisamos el hábitat de la consulta sabemos que esa palabra suena en nuestras mentes con interrogante.

También son clientes por años los que presentan enfermedades degenerativas. Al principio de la enfermedad vienen con miedo, disgusto y no siendo muy conscientes de lo que les espera y cómo va a afectar a sus familiares y a sus vidas. Según va pasando el tiempo se va haciendo el silencio en cada visita, ese silencio que pesa como una losa y muchos días no sabes cómo evitar.

Se abre la puerta y entra una persona (habitualmente joven, muy joven para tanto castigo) de pie un poquito cansada, pero bien. En un tiempo indeterminado ya entra con sus muletas. Luego le sigue la silla de ruedas y te imaginas su estado cuando es su madre la que recoge la medicación. Se evade tu mente y luchas contra ti misma para no realizar ese ejercicio de imaginación. Pero es inevitable poner cara a un cuerpo sin apenas movimiento, como inerte, y totalmente dependiente.

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En ese preciso instante es cuando sales a la sala de espera y suplicas un momento a la concurrencia para encerrarte en el cuarto de baño y llorar. Llorar y llorar, hasta que te armas de valor y decides continuar. Bendita alergia o bendita pantalla del ordenador a la que poder culpar por el enrojecimiento y la hinchazón ocular.

Los que más estrés nos generan (no por su culpa) son nuestros clientes de fibrosis quística. Nos avisan varios días de antelación para tener preparado su enorme listado de medicación. Y desde entonces todo son prisas, siempre falta algo y devoramos el teléfono agilizando pedidos, mandamos faxes, pedimos préstamos a otros centros, salimos a la farmacia de la calle, lo que sea, se hace todo lo posible y lo imposible por localizar esa medicación. Sólo las familias saben lo que significa quedarse unas horas sin una pastilla determinada o un aerosol. A veces aparecen familiares a los que yo llamo con cariño “mancos tecnológicos” porque el teléfono se ha adherido de tal forma a sus manos que resultan ya inutilizables. Esa llamada. Esa ansiada llamada. Ese pulmón. Ese transplante. Y ese tiempo de incertidumbre por el rechazo.

Cuando pasa demasiado tiempo sin venir a la consulta, te tiembla el pulso, te tiembla la voz y muchas veces no te atreves a llamar para preguntar. Por suerte, casi siempre se abre la puerta y aparece la madre o el padre anunciando la buena noticia.

Toca otra vez saltar bajo la lluvia.

El resto del tiempo se sobrelleva mejor, más pausado, más sereno... asegurando existencias, manteniendo el frío, protegiendo de la luz, cuidando cada una de esas cajas de medicación con el esmero de la que tiene un tesoro. Que en definitiva es lo que son, un milagroso tesoro que trata de devolver o mantener una suave brisa de salud.

Y entonces es cuando te quitas tu horrible indumentaria de trabajo e intentas arrancarte a jirones el sufrimiento empático y recoges a tu hijo del colegio y lo abrazas y lo besas como si no hubiera un mañana, con esa ternura y amor infinitos. Y te acaricias la incipiente barriguita mientras miras al cielo suplicando que el ser que crece en tu interior se mantenga sano. ¡Cómo si fuera tan fácil!

Sabes que es absurdo, pero lo haces porque no quieres ser una de esas personas que abre la puerta.

Para el resto del hospital sé que soy “la enfermera de las pastillas”, pero para mis enfermos y sus familias sé que soy “su enfermera de las emociones”.

Y así transcurre mi consulta. Afortunada y honrada de compartir vivencias. Sintiendo, al igual que ellos, alegría, dolor, esperanza, ilusión, tristeza, angustia, sorpresa, aceptación, serenidad, gratitud, cordialidad… compasión.

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DUEÑOS DETORMENTASREL ATO FINALISTAYOL ANDA GÓMEZGUTIÉRREZ

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Ella dice llamarse Soledad, y es una señora de bandera.

Tiene una edad indeterminada, que sospecho se encuentra entre la que confiesa y la que sus amigas (¡que preciosas!, según ella), difunden. La conocí en una Asociación de pacientes en las que las Enfermeras somos invitadas a ofrecer información y asesoramiento sobre cuidados, a los enfermos, sus familias y cuidadores. ¡Qué inquieta es, me dije! Observé que no cesaba de moverse en su asiento.

A su alrededor brujuleaba un enjambre bullicioso de hombres y mujeres. Más jóvenes, algunos ya ancianos, adolescentes. Se acercaba a dar un abrazo a alguien, saludar a un grupo, sonreír. Parecía muy querida. Tuve la fortuna de que me la presentaran. Soledad Sólá, me dijo. Sin apellido, para los amigos.

Desde aquel otoño en que me abrió las puertas de su casa, me considero su inquilino intermitente y gozo de lo bien que ejerce el noble arte de “recibir”.

Acostumbra a desplazarse por los pasillos con unos leggins negros y una camisa larga. Esos pasillos son para los que sufren Parkinson verdaderas pistas de obstáculos, llenas de trampas, puesto que sus pasos se entretienen y apresuran de forma involuntaria, y son frecuentes los trastabilleos.

“Hola, guapo”; suele espetarte en la puerta.

Entonces sabes que es un buen día. Justo en ese momento, uno aprovecha para abrazarla, porque luego, una hora más tarde, a lo mejor no está en condiciones… Ese momento es típico de “esa jodida enfermedad” que me explicó sufría desde hacía muchos años.

Y tras un momento de vacilación (parece que se lo piensa), como si se diera a sí misma una orden mental, comienza a andar.

Los días buenos se bambolea airosamente de babor a estribor, desdeñando la ayuda de unas barras laterales que su familia hizo colocar a ambos lados del pasillo. Los días menos buenos, maldice, con un pitillo en la comisura de la boca, como el capitán Acab buscando a Moby Dick. Los días malos… los días malos, no deja que pasemos a verla y algunas veces nos dice por teléfono: “Mejor otro día, cariño”.

Y uno presiente que hay una nube negra en el quinto piso de su portal. E intuye una tormenta inoportuna (otra más) que chulesca, vuelve a medir sus fuerzas con esta señora de las tempestades y de las noches oscuras.

Yo no tenía experiencia con el Parkinson.

Con el tiempo he ido descubriendo que es una enfermedad bastante común, y que sin embargo resulta desconocida para la mayoría de la gente que no tiene un familiar o un amigo que la padezca.

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Quise saber más y se me desplegó un escenario de síntomas que parece imposible que puedan convivir en el exiguo espacio de una sola persona. Afortunadamente, los que la padecen y sus familiares han sabido tejer redes de información, de ayuda mutua, de solidaridad.

Es una enfermedad de valientes, de luchadores. Y de aliados inquebrantables, incondicionales. La familia, los allegados, los amigos de verdad y siempre, la Enfermera.

Porque tanto aquellos que la padecen, como los que los aman, saben inventar nuevas estrategias, nuevas armas, para enfrentarla, y se revisten de una armadura de entereza, de tenacidad y de constancia, que llena de riqueza y de mérito sus propias vidas y las de aquellos que ejercemos de testigos.

Yo aprecié pronto la inquietud que sufría Soledad, esa imposibilidad de permanecer quieta, el movimiento de péndulo de su cuerpo, cuando está sentada; el temblor de sus manos. Pero cuando la veo tendida sobre la alfombra, sujetando una mano con la otra, y dominar ambas con la fuerza de su voluntad; deja de parecerme imposible que pueda trazar con tanta maestría acuarelas que el mejor maestro de arte Zen firmaría.

Hay momentos, como estados de gracia; oasis en un desierto de carencias; que se suceden entre una y otra tormenta. En estos momentos, pinta, ama y escribe poemas con una rima tan firme como su letra.

Soledad suele poner sobre su mesa camilla la bandeja del café (“tráelo tú por favor, está en la cocina”) y un par de recortes de periódico, alguna crónica, unas pastas y su corazón; para que cada uno se sirva lo que guste.

Nosotros ponemos la compañía, la ironía que tanto aprecia, el humor que traigamos y la intención tácita de que el rato que pasemos juntos sea provechoso y alegre. De vez en cuando, en medio de la conversación, ella nos mira, con sus ojos regios, solemnes, fijos, muy fijos. A veces la enfermedad pone una máscara de solemne perplejidad sobre esos rasgos tan amados.

Es el poder que no tiene sobre las terminaciones nerviosas de sus músculos, que rebeldes y necios, insisten en ir cada uno por su lado, a su aire, ocasionando tics, movimientos involuntarios y “desorganización motora”; en palabras de los especialistas. De vez en cuando; un ingreso hospitalario (chapa y pintura) para ajustar la medicación o algún achaque, la apartan de nosotros algunos días.

“Tampoco esta vez han podido conmigo, pero bien cerca estuvieron”.

Soledad tiene una relación de amor/ odio en el centro de salud. Ella navegaba ya por noches de bajíos cuando la mayoría de los que la atendemos no habíamos entrado en la Universidad. ¡Cuánto aprendemos escuchando a los pacientes y a quien los cuidan! Por ejemplo: no empeorar sus síntomas.

El manejo de los fármacos que habitualmente se les dispensan es difícil, porque son muchos e interactúan entre sí, en ocasiones en forma insospechada e inédita. Cada enfermo es un interrogante y un desafío para nosotras: el cambio o ajuste de la medicación pueden ocasionarles un período de adaptación muy penoso, y una sintomatología fecunda, que es necesario saber interpretar.

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En el caso de Soledad, noches de desvarío, de delirio, de miedo (“quédate a mi lado”), de bloqueo. Esas noches, esos ratos de oscuridad que además se alían con atrofia muscular.

¿Me pregunta Vd. si está deprimida?

Hay ocasiones en que su alma se disuelve en lágrimas sordas, nocturnas, amargas. En que le pide a Dios, o al maestro armero que se terminen ya sus días y sus noches (“Oh, las noches, si supieras”, me dice).

¿Necesita ansiolíticos? ¿Existe una medicina que haga estallar el dolor, que haga que se derrita en un río de miel caliente que corra por el cuello, la nuca, por todos los músculos, hasta los pies, hasta hundirse en la tierra y le envuelva a una en un dulce, delicioso, duradero olvido, en una anestesia fecunda? Pide que se la prescriban.

Y en minutos preciosos, como tocados por la gracia, se sentirá Vd. inmerso en el encantamiento. Sabrá lo que el Parkinson hace con la personalidad de las personas que la padecen: la eclipsa, la apaga, la enmudece.

Pero los que les amamos, sabemos que sigue ahí, por instantes como estos.

Comenzará a sentir un calorcito grato, una gentil presencia, una personalidad luminosa; llena de poder, de generosidad, de inteligencia pura, un chorro de potencial insospechable, que está ahorrando mi amiga; seguramente atesorado en un millón de vidas anteriores (si es que cree Vd. en estas cosas), para la próxima, si en esta no tiene oportunidad o tiempo.

Yo lo he sentido una y docenas de veces. Por eso no dejo de acercarme, como un acólito, hasta ese quinto piso, con vistas al parque, donde mi amiga; la dama mentirosa, me brindará el regalo de su amistad. La dama que me mintió cuando la conocí. Me dijo que se llamaba Soledad.

Todos sabemos que se llama Sol.

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OYENDOCORAZONESREL ATO FINALISTAMARÍA DEL ROCÍOCLEMENTE JURADO

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Me llaman orejotas; así me bautizó mi dueña cuando me sacó de mi pequeña casa insonorizada de plástico y cartón. A menudo voy con ella de consulta en consulta abrazado a su cuello; siempre sonríe y dice cosas bonitas a todo el mundo, es casi contagioso.

Otras veces viajo enredado en algún bolsillo; puedo acabar ahí cuando trabaja en el sitio grande de las cortinillas. Allí suele correr mucho; ella y todos los que le rodean corren cuando suena el pitido fuerte. Es fácil perderse en esa vorágine de pies, manos, y agujas.

Recuerdo cuando acabé en manos de un hombre corpulento que también vestía de blanco. Olía un poco a sudor y los pelillos que le asomaban por las orejas me hacían cosquillas. Él me necesitaba para oír un añejo corazón y yo me tuve que emplear a fondo, dejándole mi potente oreja.

Pasaron uno, dos, tres segundos… cambiamos de posición: uno, dos, tres, cuatro… y de nuevo más pitidos, más pasos y más batas blancas corriendo.

Al final del turno mi dueña me encontró y después de limpiarme con mimo, volvió a colgarme de su cuello. Había sido un día duro, pero mereció la pena. Fue cuando me gané mi primera identificación.

OREJOTAS: Enfermera RCJ

Ya era oficial. Ya formaba parte del equipo.

Desde entonces los días pasaron veloces; he aprendido a escuchar la vida que nace y la vida que se marcha. A oír risas, lágrimas y por supuesto… gases, mocos y líquidos corporales de toda clase. También me he disfrazado para no dar miedo a los niños y he sido a menudo un juguete que ha salido volando durante las revisiones.

Pero lo que más me gusta de mi trabajo es… oír corazones. Cada latido es diferente: los hay fuertes, rápidos, lentos, románticos, melancólicos, alegres, juveniles, luchadores…

Dicen que no te puedes enamorar de tu trabajo, pero yo lo hice. Me enamoré de de un latido. Me enamoré del latido de Sofía.

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Venía a vernos todos los meses a consulta. Era un latido vigoroso, que rezumaba dulzura a cada embiste. Tan hermoso que lo echaba de menos cuando no estaba.

Vamos a tener que vernos con más frecuencia, pero no te preocupes cielo. Estaré en todo momento contigo -le dijo un día mi enfermera-.

Sofía no parecía muy conforme, pero asintió y sonrió. No entendí muy bien por qué (mi dueña a veces dice palabras muy raras y no entiendo nada), pero estaba tan emocionado de ver a Sofía cada semana que no me importaba.

Memoricé la fecha de la próxima consulta, deseoso de que se fijara en mí. No llevaba el traje de Peppa Pig ese día, estaba limpio y luciendo con orgullo mi identificación. Estaba seguro que iba a ser el día.

Pero no lo fue. Ella me miró, y me di cuenta que algo había cambiado. Estaba más delgada, los ojos algo más hundidos y se había cortado el pelo. Aún así, seguía estando preciosa y su latido seguía siendo una dulce melodía para mí. Imaginé que había cambiado el estilo como hacen las chicas de su edad e intenté que se fijara en mí como lo hice yo en ella, pero ni se inmutó.

Quise llamar su atención en todas sus siguientes visitas pero nunca lo conseguía. Era para ella invisible, hasta su corazón parecía sonar diferente a cada visita. De hecho a veces ni quería que la oyese, se quedaba hablando con mi dueña y simplemente se iba. ¡No se daba cuenta de nada!

Cuando empezó a faltar a nuestra consulta, entendí que habría otro en su vida.

Los días se me hacían largos sin esa música, sin ese latido. Esfingo, un compañero de trabajo, intentó ayudarme a liberar esa tensión que me estaba martirizando, pero fue imposible. No podía sacarme de la cabeza a Sofía.

Mi sorpresa fue cuando un día acudimos a un aviso a un domicilio y allí estaba. Tenía un aspecto horrible, la verdad; tumbada en la cama nos miraba de soslayo. Con un pensamiento algo egoísta, deseé que ese aspecto fuese por echarme de menos.

Mi enfermera por su parte se acercó a ella, y acariciándole con cariño su pelona cabeza, sonrió.

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- Sé que está siendo duro y que crees que las fuerzas te van a fallar, pero quiero darte algo – me cogió y me colocó con cuidado sobre Sofía -. Si piensas que algún día no puedes más, úsalo; escucha tu corazón. Él está luchando, como tú lo estás haciendo. Te regalo a mi orejotas, para que no se te olvide nunca.

¡Madre mía! Aquello no podía estar pasando. Yo y Sofía, los dos solos después de tanto tiempo. ¡Y un niño me acababa de vomitar justo al lado hacía 20 minutos! Si hubiese tenido un corazón, me habría dado un infarto.

Poco a poco, me convertí en una parte fundamental de su vida. Sofía estaba enferma y creo que a veces se olvidaba del enorme corazón que tenía. Yo me esforcé mucho, muchísimo de hecho para que lo oyese. Para que se enamorara de ese sonido tan embriagador. Pasé tanto tiempo embelesado oyendo aquel maravilloso «tun tun», que cuando ella se levantó de aquella cama casi echaba de menos dormir por las noches juntos.

El tiempo había vuelto a pasar demasiado rápido. Se había dejado el pelo largo y solía llevarlo rizado bailando sobre los hombros (hacía muchas cosquillas). Poco a poco recuperó esa vitalidad de la que yo me había enamorado, su corazón galopaba como un potrillo recién nacido.

A veces veía a mi antigua dueña, afortunadamente nunca llegamos a perder el contacto. Pero nunca regresé con ella, me quedé con Sofía y sus latidos.

Los dos juntos retomamos de nuevo el mejor trabajo del mundo, con una bata blanca y una intachable sonrisa: oír corazones.

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POR MÍ Y PORTODOS MISCOMPAÑEROSREL ATO FINALISTAYOL ANDA GÓMEZGUTIÉRREZ

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POR MÍ Y PORTODOS MISCOMPAÑEROSREL ATO FINALISTAYOL ANDA GÓMEZGUTIÉRREZ

Se llamaba Angelina, pero era María Vinagre para todos los lugareños de la tranquila población entre montañas donde comencé mi carrera profesional como Enfermera.

Era delgada y de rostro anguloso y arrugado, como si muchas tormentas hubieran dejado sus huellas en él; pecho sin relieve y espalda algo encorvada. Satisfacía el hambre de setenta años cargando pinocha y recogiendo el carbón que caía de los carros que venían de la mina. Todos los días trabajaba desde la mañana en su árida huerta, donde recogía cada tanto una berza y un par de patatas. Tenía una bomba de agua junto a la casa, apartada del pueblo a la que se llegaba por un laberinto de senderos rocosos que solo custodiaban las matas de romero y de tomillo y alguna liebre despistada.

Conocí a María Vinagre recién llegada, con el título y la bata flamantes y un dos caballos de segunda mano. Solía presentarse en el dispensario sin pedir permiso, con modales rudos. Alargándome una mano infectada me decía en tono amargo: “Encárgate de esto”. Las enfermeras somos especialistas en el arte de cuidar, y desde que nacemos hasta que morimos, siempre estamos cerca, muy cerca de la piel. Somos lo más cercano a la vida y a la muerte. Siempre estamos ahí.

Yo sabía que era muy pobre y solía darle alguna muestra de medicamentos, un par de gasas, pastillas de menta o algún bote de leche infantil que le parecían una cosa exquisita. Ella levantaba su negro delantal de viuda y lo guardaba todo en una faltriquera que pendía de su cintura. Se ajustaba el nudo del pañuelo a la cabeza y se iba sin pronunciar palabra. Ni gracias ni adiós. “Un animal es”, decían los vecinos, “como una garduña. No da ni la sombra”.

Comenzó a venir con mayor frecuencia: se quejaba de reumatismo, tosía, tenía un dolor en la espalda, o se había quemado al prender la chimenea. Cuando María Vinagre era joven contaban que había sido una arriera que hacía recados, recogía y cargaba productos para ganarse la vida. Se casó temprano cuando era buena moza de cintura breve y sus ojos verdes tenían reflejos de ágata. Su marido, borracho siete días a la semana, la hizo sufrir y murió pronto. Sin familia, ella comenzó un luto que nunca terminaba. Cerro el corazón con llave y se vistió con su dolor, como otros se envuelven en su apellido o su fortuna, para ir tirando.

El corazón es un lugar templado donde nos refugiamos del frío de la vida y a veces se nos olvida asomar la nariz, así que nos perdemos muchas cosas ¿verdad? Una de las más importantes, la alegría.

María comenzó poco a poco a comportarse de manera extraña y se retiró de la cercanía de la aldea. A veces, mientras la atendía, yo intenté que hablara de sí misma. Porque las palabras descongelan el alma. Pero, certera, ella respondía: “no vine aquí a conversar ni al palique, haz lo que tengas que hacer “. Yo seguía curándola y entre las dos se establecía el silencio, mientras el café hervía en el infiernillo. (Todas las enfermeras huelen a café). Luego ponía una taza para cada una y la invitaba a mojar una galleta o lo que hubiere, y después cada mochuela volvía a su olivo.

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Llegó el verano. Al atardecer los grillos iniciaban su cántico respetando su jornada laboral y una apacible serenidad lo envolvía todo. Una tarde, a la fresca conversábamos en el porche del consultorio el párroco rural, el vecino de al lado y un par de labradores que volvían de la era. Mientras, los niños jugaban al escondite gritando cada tanto: “por mí y por todos mis compañeros”. María Vinagre, a paso presuroso y sin mirar ni a izquierda ni a derecha, pasó cercana y siguió de largo, mientras sus alpargatas acallaban sus pasos. Ligera y silenciosa como una nube, ensimismada en sus pensamientos, como si viviera en un mundo ajeno, mientras los vencejos bordaban su danza alimenticia sobre los tejados.

Sorda por naturaleza o por voluntad, María sacó de la manga de su bata negra un pañuelo y se lo pasó por los ojos tras atusar sus arrugas, ignorándonos. “Está cada vez peor”, dijo el párroco. “Pobre mujer”, dijo el labrador.

Mi contrato finalizaba en abril, me habían admitido para hacer la especialidad y debería buscar piso en la ciudad. Mi pequeño coche estaba lleno de enseres, libros, cestos con manzanas, bolsas de nueces y cajas de cartón. Hasta una paletilla de jamón que me habían regalado asomaba gentilmente la nariz la víspera de mi partida, en que algunos vecinos vinieron a despedirme. Pero no María Vinagre. Por la noche hice inventario y saqué todo lo bueno del almario, que es el lugar donde el alma custodia lo que de verdad importa: rostros, olores, caricias, esperanzas, experiencias y meteduras de pata. Porque todo ello nos hace mejores personas y nos permite abrir los ojos y avanzar con menos dolor y más conocimiento.

Desde entonces he aprendido cosas importantes: escuchar con los oídos bien abiertos y sin mirar el reloj, el poder de las caricias; he aprendido que cuando no se puede hacer nada por una persona, siempre hay algo que se puede hacer. Sé preparar el suero de arcoíris, hacer guiñoles con los palitos de madera que sirven para examinar las gargantas, hacer una fiesta con guantes hinchados como globos, que tienen justamente la cara de personajes de cuento. Aprendí a consolar y a consolarme y a disfrutar del hecho de levantarme con seis sentidos o más cada mañana y recordar mi nombre y el de los que amo. También aprendí a no juzgar, que no es lo mismo que a soportarlo todo. No somos ángeles, pero podemos volar si es preciso.

Ahora sé que las Enfermeras son un poco brujas, porque adivinan cosas y predicen algunas de las que sucederán, llevan bolígrafos que no olvidan, los dejan por ahí porque les sobran, ven sin luz, caminan sin ruido y son capaces de traducirlo todo a un lenguaje a medida del que escucha, por complejo que sea. Ahora sé que justo cuando el médico cierra la puerta nos preguntan a menudo “¿Qué ha dicho?” es porque ofrecemos disponibilidad y confianza. Y bien sabido es que podemos estar en diferentes sitios a la vez.

El valiente motor del coche aguantó la subida de la loma antes de la bajada que me llevaría a la carretera general. En el aire flotaba el olor a hierba, a tierra mojada y el corazón se me llenaba de nostalgia, agradecimiento y de esperanza. La última casa se desvaneció. Enfilé hacia el norte, hacia el futuro. Al tomar la curva una figura me hizo señas de que me detuviera. Abrí la puerta y me encontré con la figura recogida de María Vinagre.

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Sus ojos eran más dulces que el aire. “Llevo aquí desde que amaneció, helada estoy, esperando que pasaras para decirte adiós” dijo. Se agachó detrás de una roca y sacó cinco pequeños huevos envueltos en un pañuelo, puestos por la única gallina, que representaba su única posesión. “Son para ti, me dijo”. Iba a hacerte un bizcocho, pero harina no tenía y el azúcar se acabó. Y extendió sus manos ofreciendo los huevos. En sus labios apareció la única sonrisa que vi en su rostro en año y medio. Los cinco huevos de que se privaba eran su alimento de otros tantos días, para ella una fortuna. Su regalo representaba para mí la medida de su cariño.

Traté de rechazarlos. “¿Dónde voy a ponerlos María?, mira como llevo el coche.”

- “No me los llevaré”, me respondió, son para ti.

Me agaché sobre las cajas para hacer un hueco. Iba a estrecharla la mano, pero nos abrazamos y María Vinagre se me metió en el corazón. Llorando me dijo bajito “ Te quise, niña. Te quiero”. Para ocultar mi emoción esgrimí la paletilla de jamón y le dije: “Si pongo el jamón sobre los huevos se van a aplastar y siendo tan frescos sería una pena. Mejor te lo llevas tú María y así tienes un recuerdo mío”.

Los ojos de la anciana brillaban de sabiduría. No vio en mi ofrecimiento caridad. Gentil y despaciosa, paso las manos como ramitas tibias por mi cara. “Te quiero, practicanta” me dijo. Ojalá yo hubiese tenido una hija como tú. No pudo ser. Me la mataron en el vientre. Cogió la paletilla y se fue.

Durante todos estos años como Enfermera no he dejado de aprender. Bendigo cada día que ejerzo esta profesión generosa y apasionada. He tenido la fortuna de recibir regalos agradecidos. Pero ninguno tan lleno de amor como el de María Vinagre.

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LO MEJORDEL SOL,EL BRILLODE LA LUNAREL ATO FINALISTANURIA NÚÑEZ NIETO

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Aquí estoy de nuevo, como cada atardecer, buscando ese rincón mágico que me permita ver la puesta de sol, el color del cielo, el sonido del mar y sintiendo su olor y su brisa en mi rostro.

Soy Luna, tengo 35 años y aquí estoy de nuevo, una vez más, recordando cómo empezó todo. Tendemos a creer siempre que somos dueños de nuestras decisiones y elegimos nuestro destino, sin embargo, a veces no es así, en ocasiones la vida nos pone retos ante nuestros ojos por alguna razón.

Llegué a la Universidad y ante la mirada sorprendida de mis amigos y mi familia, me matriculé en Enfermería. Algunos se cuestionaban si alguien cuya sensibilidad era más que evidente, sabría caminar de la mano del dolor y el sufrimiento de la enfermedad. Incluso yo misma, una vez finalizados mis estudios, siendo por fin Diplomada en Enfermería, seguía oyendo una voz en mi interior que me preguntaba si podría estar a la altura de una profesión con una gran carga emocional. Y es que una vez eres enfermera, entiendes que es un verdadero arte y no solo una profesión más, sino una forma de vida en la que el cuidado y el bienestar de tus pacientes es tu motor diario.

Realicé el Experto Universitario de Enfermería Nefrológica, para tomarme mi tiempo pues mis dudas no me dejaban aún tranquila. ¿Cómo no llorar ante la muerte o ante la pérdida de la salud?

Un año después estaba viajando a un mágico rincón de una de las islas de Baleares. Y allí empezaría todo. En aquella piedrecita blanca rodeada de un azul intenso, y allí le conocí. Era mi primer día de trabajo. Uniforme nuevo, pelo recogido, bolígrafo de cuatro colores y tijera en el bolsillo. El reloj que mis padres me regalaron mi primera Navidad cuando empecé a estudiar. Una niña, muerta de miedo en una sala de Hemodiálisis de cinco pacientes.

Sobre las doce y cinco minutos, la puntualidad era para él muy importante, entró a la sala y me miró sorprendido, al parecer la nueva enfermera era demasiado joven. Su mirada me hizo sonrojarme, lo que pareció divertirle y dibujó una burlona sonrisa en su cara. Era Joan, un hombre de unos cuarenta años, de baja estatura, pelo oscuro y rasgos claros de una nefropatía iniciada en su infancia. Mi primer paciente, mi primera fístula arteriovenosa, mi primer maestro en este mundo de la hemodiálisis en el que no esperaba estar demasiado tiempo. O al menos, eso llegué a creer.

Semana tras semana mi angustia iba en aumento. Era una enfermera de veintidós años, en una sala en la que había cinco pacientes por turno dializándose, y menos la primera semana, el resto de los turnos que hacía era la responsable de todos ellos. Estaba sola. Sin nadie a quién preguntar. Mi compañera y yo nos intercalábamos los turnos para descansar. Soñaba con el sonido de los monitores, las punciones complicadas y las hipotensiones severas. Definitivamente me había equivocado de profesión.

Una de esas jornadas, a medio día cuando Joan llegó a la sala, casi me pongo a llorar al verle. Simplemente necesitaba un amigo, un consuelo. Estaba lejos de casa y pese a estar con algunos compañeros de piso, me sentía bastante sola en aquellos momentos. Estaba colapsada, a punto de tirar la toalla. Ya miraba los plazos

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de preinscripción para matricularme en magisterio. Al fin y al cabo la docencia siempre había sido una de mis grandes pasiones. Desde adolescente me había imaginado dando charlas sobre educación sexual o drogadicción, así que sería una buena opción hacer magisterio y promocionar la salud desde la escuela.

-A ver Lunita, ¿qué pasa hoy? - Y me regaló una de sus sonrisas.

-La primera vez que te vi, descubrí que tienes una de las miradas más intensas que he visto jamás. Derrochas pasión por la Enfermería y pareces perdida. Créetelo. Olvida de una vez lo que tu mente no te deja ver. Disfruta. ¿Conoces la leyenda japonesa del Hilo Rojo del Destino? –Sus ojos tenían una mirada divertida que me desconcertó. Era un monólogo. Yo estupefacta sólo podía negar o asentir, ruborizada ante un paciente, sintiendo mi alma desnuda ante quien se supone esperaba mis cuidados. Desde luego había dejado rebasar aquella barrera de la que tanto había oído hablar a uno de mis tutores de prácticas entre el paciente y el profesional sanitario. Años después aprendí a ponerla a mi manera, sin perder la humanidad, pero en aquel momento estaba ante una de las personas que más me enseñaría de la diálisis y de mí misma.

-Cuenta la leyenda, que un anciano que vive en la luna, sale cada noche y busca entre las almas a aquellas que están predestinadas a unirse en la tierra. Cuando las encuentra, las une con un hilo rojo atado a sus dedos meñiques. Puede que esas personas no puedan estar juntas, puede que el hilo se estire o incluso se enrede, pero hija mía, sus almas permanecerán unidas eternamente, puesto que el hilo rojo no puede romperse.- Hizo una pausa emocionado, daba la sensación de que su alma tal vez se había marchado y no podría estar con ella jamás. Suspiró y continuó tragando saliva:

-Luna, eres especial, todos tenemos algo especial. El hilo rojo nos conduce a nuestro destino y no dudes que si estás aquí es porque tal vez tiene que ver con el tuyo. Tal vez tienes que seguir este camino hasta encontrar lo que aquel viejo tiene preparado para ti. Alguna enseñanza, algún alma gemela, llámalo como quieras cariño-.

A partir de entonces mi actitud cambió. Cada día o rato libre iba a la playa y buscaba acantilados para ver puestas de sol. El sol me daba fuerza y el mar paz. En el trabajo empecé a buscar información más extensa sobre la nefrología, me empapé como una esponja de todo lo que no entendía. A veces, llamaba por teléfono a enfermeras que conocía de este mundo con una gran experiencia y les preguntaba todas mis dudas. Me sentaba con Joan y le contaba los nuevos rincones de la isla que iba conociendo, y él como si de un juego se tratara, me traía cada tratamiento fotos de un nuevo destino para que me siguiera enamorando de aquel mágico lugar.

Mi relación con los demás pacientes también cambió. Con algunos empecé a trabajar sobre los cuidados de los accesos vasculares y de sus dietas. Les cantaba canciones, ellos se reían de mi acento malagueño y poco a poco me fueron enseñando expresiones propias de su lengua.

Cuando finalizó mi contrato, pese a que podría haberlo renovado, decidí volver a casa con mi familia. Me dio pena despedirme de todos ellos, sobre todo de Joan, quien vino el último día con un trozo de papel enrollado, con un último destino marcado, una de los acantilados más hermosos que había visto hasta entonces, donde vi uno de

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los más espectaculares atardeceres. Me dijo “te veo en un tu tierra, mi niña”, y así fue. Vino a verme y no perdimos el contacto.

Ahora, años después sigo siendo enfermera, y trabajo en hemodiálisis, donde además, siento que es mi lugar. Aprendo cada día de mis pacientes y de mis compañeras, tanto de las antiguas como de las nuevas. He aprendido que si ellos no pueden ir a la feria porque están enfermos, nos ponemos un delantal con volantes y una flor en la coleta y sus sonrisas no tienen precio. Y disfruto vistiéndome de pastorcilla para darles en Navidad su cesta. Porque tal como aprendí en la universidad, la enfermería es un arte, y para mi es una pasión.

Hoy estoy aquí en uno de mis acantilados. Oyendo a Fito&Fitipaldis. Suena uno de mis temas preferidos, “Las nubes de tu pelo”, y puedo verle allí sentado. Hace unos cuatro años volvía de Ávila, de un congreso de Enfermería Nefrológica con una de mis mejores amigas, cuando en el tren oí un acento inconfundible balear. Empecé a hablar con aquellas dos mujeres, enfermeras que venían al igual que nosotras del congreso. Les conté emocionada que hacía un mes había hablado con Joan y que ese verano me tocaba ir a verle a mí. Por supuesto lo conocían. Las dos se miraron. Una de ellas bajó la mirada y la otra con una gran dulzura, pero tristeza en los ojos me dijo:

-No cielo, Joan nos dejó hace dos semanas.

Murió el 13 de Octubre. El día del primer cumpleaños de mi hijo menor. Desde entonces cuando él sopla las velas, pienso en mi Joan. Mi pequeño y yo siempre jugamos con nuestros meñiques a hacernos promesas de dedo, y mi hija, Mar, nos dice:

-La leyenda del hilo rojo- y sonríe con un brillo especial en sus ojos.

Hoy lo veo allí sentado, y suena Fito, “…lo mejor del sol, el brillo de la luna…”. No puedo evitar dibujar una sonrisa en mi rostro. Pienso en mi destino, en mi hilo rojo, y miro ese sol, que hoy brilla junto a la luna. A veces la verdadera luz está más cerca de lo que creemos. A veces, el destino, es caprichoso. A veces, la magia, está en una simple puesta de sol.

A mis estrellas...

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LOS NIÑOSCONGÉNITOSREL ATO FINALISTAMº ALICIA ZAMORACALVO

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Aún me llama la atención. Nos llaman “niños congénitos”, pese a que la mayoría hemos sobrepasado la etapa adulta. Sí, me llamo Ana, y mañana me van a intervenir.

Son las 2 de la mañana y me encuentro escribiendo un breve diario de mi vida, de estas vivencias tan efímeras e intensas que, una persona como yo, con esta patología, es capaz de experimentar. He llegado tan lejos… y quizás el final de mi vida esté tan cerca… Me encuentro nerviosa, ansiosa, con temor, y a la vez, tan viva, con ganas de realizar tantas cosas después de la intervención… pues me considero joven, aunque ya esté en la segunda etapa de mi vida. Con estos 52 años, siento que no he vivido. Atrás quedan tantas cosas, que ahora se desvelan de forma rápida. Algunas dolorosas, pero la mayoría espectaculares, un éxtasis secuencial de buenos momentos. Y quiero vivir, sí, y seguir diciendo al mundo que estoy aquí, que pese a las muchas recomendaciones, soy uno de esos casos en los que la estadística se equivoca. He podido llegar hasta aquí. ¡Quiero vivir; lo deseo tanto!

Por dónde empezar… soy hija única y mis padres no han hecho otra cosa más que cuidarme y sobreprotegerme. Desde que me diagnosticaron esta enfermedad, he estado toda mi vida entrando y saliendo del hospital. Desde mi tierra, un pueblecito de Lugo, en Galicia, me he desplazado hasta Madrid para que me valorasen unos especialistas, en el Hospital Ramón y Cajal. A la tierna edad de cinco años, ya me realizaron mi primera intervención. Dijeron que tengo un ventrículo único y una alteración en las arterias principales. Me realizaron una intervención llamada Fontán. Yo de todo esto ni me acuerdo. Lo que sí pasa por mi mente una y otra vez son escenas de mi infancia, como un cometa a mi alrededor. Yo no era como los otros niños. No podía. Me llamaban la niña azul, por esa coloración en mis uñas y labios.

Mientras todos jugaban en el patio o estaban en gimnasia, yo me quedaba esperando en una sala, pues me encontraba agotada, asfixiada, y muy cansada. En ocasiones me tenía que colocar en cuclillas para poder respirar.

Era la “bruxa” de la clase. Qué dureza recordar tales imágenes. Quería ser como ellos, una niña normal, pero no podía. Sólo podía estudiar, mientras la enfermedad me lo permitía y no tuviera que ingresar en el hospital para una revisión. Aunque tuve amigas, que ésas sí me querían, pues me cogían de la mano mientras me encontraba tan aturdida y asfixiada y llamaban a la profesora para que avisara a una ambulancia, y a mis padres. Qué cara de preocupación me ponían. Pero bien o mal fui creciendo y llegué a la universidad. ¡Quién lo diría!, la jovencita pelirroja y de pelo rizado, la niña azul, en la universidad. Estudié Derecho y conseguí finalizar mi carrera, con las dificultades consiguientes a mi enfermedad. Allí los compañeros me miraban de otra manera. Para disimular esta llamada cianosis central, me pintaba los labios y uñas de oscuro. Allí conocí a varios chicos, que al conocer ésta mi enfermedad, se fueron distanciando de mí. ¿El amor es tan ciego como dice el refrán? Porque yo no lo he tenido. ¿Desde cuándo al amor hay que ponerle límites? Yo soy una persona autónoma, cabal, honesta y trabajadora, y no sé qué mal debí cometer para que la vida me castigue así.

Me he sentido morir una y otra vez, y no por mi enfermedad, sino por la reacción de la gente a mi alrededor. Todavía me acuerdo de la expresión de mi último amor cuando estuvo presente en una de mis crisis de disnea. Su expresión era de horror, temor, angustia. ¡Soy una persona! En esta sociedad, en la que se premia la juventud, el carisma, el cuerpo frente a la mente, y carente de todos los valores que merecen premio, tales como la amabilidad, compasión, comprensión, disponibilidad, fortaleza, HUMANIDAD, lealtad, valor… hacen que personas, tan vulnerables como yo,

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queden relegadas al olvido. Todo es éxito o de lo contrario, estás abocada al fracaso. Eso no me ha ocurrido a mí. He sabido compensar esas dificultades físicas con una personalidad maravillosa. He formado parte de varias ONG y varios proyectos dedicados a personas mayores, enfermos terminales, inmigración y niños hospitalizados. Me aferro a la vida. Es espléndida, magnífica e irrepetible. El tiempo me ha hecho crecer interiormente y ahora sí estoy rodeada de gente que me adora, que vislumbran algo más que lo superficial y se concentran en la esencia, esa esencia del individuo, que todos tenemos y nos hace irrepetibles unos de otros. Y me acompañan en estos días. Y todavía lo veo inverosímil para mí.

Desde que hace cinco días me comunicaron mi nueva intervención, me siento aún más viva que nunca. Me lo comunicaron mis padres, que cogieron el teléfono… ”nena, que te han llamado de Madrid, del hospital Ramón y Cajal”. Hicimos las maletas y nos vinimos corriendo. No sé por qué estos últimos días los recuerdo tan intensos. Ingresé de forma programada y llegué a la planta de hospitalización. De adultos, ¡qué maravilloso, pues siempre me atendían en la de pediatría! Son unos especialistas de renombre, y lo destacable de ellos es que me conocen desde niña, pues valoran los casos desde el nacimiento y a lo largo de toda la vida del paciente, sin tener en cuenta la edad. Yo siento que me van a seguir tratando muchos años más. Hasta ahora me han practicado cirugías paliativas, y ésta también lo será. Es una cirugía de reconversión del Fontán, una bicavopulmomar, que permitirá que no tenga más arritmias, porque ya no puedo con las palpitaciones, taquicardias y mis “saltos del corazón”, que cada vez son más intensos. Y me va a intervenir un médico importante que viene desde EEUU, pues está especializado en ello. Les digo a todos… me va a intervenir un médico muy importante…¡qué ilusión!

Tengo todas las esperanzas en él y en este equipo que me ha venido tratando tantos años. Los admiro, pero a quien adoro -lo reconozco- son a las enfermeras que me atienden y han atendido toda mi vida. Los médicos están para tratar, me pautan tratamientos para que mejore, pero su visita es efímera, y siento que quien verdaderamente está a mi lado son las enfermeras.

Sí, esos seres humanos tan profesionales, resolutivos, inteligentes, al saber relacionar síntomas con la enfermedad y aplicar los primeros cuidados antes de la llegada del médico, -lo cual es vital en la mayoría de las ocasiones- cuya voluntad es férrea, voluntariedad absoluta, amabilidad, comprensión y empatía tan apreciada por nosotros, los enfermos, que con sólo un gesto son capaces de calmar cualquier dolor del alma, y si no que se lo digan a mi compañera de habitación, una mujer de 85 años, sola en el mundo porque sus hijos no vienen a visitarla, y que precisa de muchos cuidados.

Ellas acuden en todo momento y valoran sus necesidades, sobre todo hoy, que se encuentra mal. Ha tenido un episodio de dolor torácico. Han dicho que no tenía repercusión. Yo lo he relacionado con una visita rápida de uno de sus hijos, que la quiere internar en una residencia para ancianos, para que la cuiden –según dicen-, al ser una mujer dependiente para las actividades de la vida diaria, y no pueden atenderla como se debe al estar trabajando.

Ha sido admirable la actuación de la enfermera, que ha estado a pie de cama en todo momento, con esa calma y autocontrol característico en la expresión de su cara, con esa delicadeza y comprensión de la situación. Ha cogido de su mano y ha obrado la magia. La anciana se ha dormido con una sonrisa en su cara. El increíble valor de la empatía, que

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crea milagros. Y no de ese mal llamado maternalismo, que ése pasó a la historia, yo quiero profesionales, no madres –que para eso ya tengo a la mía– pero ha sido increíble lo que he presenciado.

También han estado junto a mí todos estos días. Y más después de que se ha sabido que ya tengo fecha para la intervención, que será mañana. Atrás quedan los días interminables de espera. Va a ocurrir dentro de unas horas. Han estado disponibles en todo momento resolviendo mis múltiples dudas, y aplicando esos sus protocolos necesarios para que todo esté preparado.

No sé, quizá sea la noche de insomnio –pese a esa pastilla que me ha dado la enfermera para que me calme– pero siento que, si hubieran ocurrido las cosas de otra manera, yo hubiera elegido esa profesión, la de enfermera, sólo que hay varias cosas que no soporto, y una de ellas me temo que no se puede obviar, como es la sangre, claro. Pero admiro su arrojo en todo momento, con esos valores tan distintos de los que me ha mostrado la sociedad hasta ahora, ¿quizá hay otro mundo diferente al que he visto toda mi vida? Creo que sí, después de lo que estoy viendo todos estos días. Quizá sea hora de que descanse un rato, que mañana será un día duro. Queda atrás que no volví a mi tierra, pues me dejaron esa opción antes de la intervención. Me daban el alta voluntaria, ¿para qué? ¿piensan acaso que no voy a salir? ¡eso es impensable para mí! Aunque reconozco que la intervención conlleva en esta ocasión muchos riesgos tal y como me han informado, pero confío en que saldré victoriosa. ¡SÍ, VOLVERÉ DE NUEVO A MI GALICIA DEL ALMA!

Son ahora las 7 de la mañana, y ya han venido a despertarme para que me duche, que me van a preparar para quirófano. Ha venido en esta ocasión Alicia, la enfermera que me atiende esta noche, porque Cruz lleva los pacientes del otro pasillo. Me conozco el nombre de todas. Bien, sigo las instrucciones que me han indicado y estoy de nuevo acostada, en la cama, esperando que me vengan a buscar para bajarme a quirófano.

Hace un rato que han venido mis padres a acompañarme. Están nerviosos, como yo, pero a mí me hace gracia, pues a mi madre le he notado que le caía una lágrima por sus mejillas.

¿Por qué? ¡Si estoy más viva que nunca! Y les acompañaré en nuestro viaje de vuelta a mi Galicia, y esta vez sí me harán caso, pues deseo visitar en nuestro largo recorrido la ciudad de Palencia, para ver al maravilloso Cristo del Otero y el románico que tan bien me han aconsejado que visite y disfrute.

Ahora es Alicia de nuevo la que vuelve a entrar en la habitación; con una amplia sonrisa indica a mis padres que salgan. Me toma con su delicadeza habitual la tensión arterial y me “maquilla” de una solución desinfectante y yodo todo el cuerpo, para ir bien preparada. Por último, me inyecta una medicación en la pierna para relajarme. Ya estoy totalmente preparada. Entran mis padres, seguidos de un celador que viene a por mí, ¡por fin! Me llevan por los pasillos cubierta bien en esta cama tan extraña, acompañada por mis padres. Mis enfermeras me han dicho que me esperan en un par de días, cuando salga de la unidad de cuidados intensivos. ¡Guardadme la habitación, -les he dicho-¡ también me ha deseado buena suerte María, mi compañera de habitación. Se va a quedar tan sola, sin mí, estos días… pero yo he deseado tanto este momento… ¡tanto!

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Bajo a quirófano. Ya me están esperando. Beso a mis padres y entro por ese largo pasillo. He vislumbrado a lo lejos a los especialistas que me llevan, pero, quien primero me atiende es una enfermera. Se llama Rosa. Me pregunta si estoy nerviosa. ¡Ya no! ya que me han puesto una medicación muy buena.

Ella sonríe. Me pincha para poner una vía y permanece a mi lado en todo momento. Se acerca el anestesista y hay una y mil manos a mi alrededor, realizándome técnicas, todas ellas explicadas oportunamente. Acabo de ver al médico americano. “Hello, nice to meet you”, se me ocurre decir, con mi acento gallego. Él me dice que no me preocupe, que todo va a salir bien, en un perfecto español.

Me pesan los párpados. El anestesista me dice que es normal. Que cuente hasta diez, y me dormiré. Voy a tener un bonito sueño, en el que despierte victoriosa, con esas ganas de vivir que me caracterizan. Me du-u–u–e-e-e-r-mo. Gra-cias- a- to-o-o-dos. Sois-m-a-a-a-a-ra-vi-llo-o-o-sos.

Epílogo: Este relato está inspirado en una historia real. Concretamente, en el caso de Ana; porque Ana existió, y su fuerza y arranque por la vida hizo mella en nuestros corazones. Se pudo intervenir, pero falleció a las 48h postcirugía, por complicaciones concomitantes. No logró despertar, pues permaneció en todo momento intubada. Es una historia por y para ella, y para todos los que son como ella, esos “niños congénitos” con esa fortaleza tan férrea e insuperable.

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ACCÉSITS

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Desde que, no alcanzo a recordar, he querido ser astronauta o enfermera, o una enfermera astronauta. Sí, astronauta. Me veía con mi cohete de hojalata y mi traje de papel de aluminio llegando a la Luna.

Pero escuché por ahí decir un día a los mayores que se tenían que invertir muchos años para poder llegar a tan preciado satélite y, radicalmente, me olvidé de aquel sueño puesto que desde muy niña, me contaba mi madre que le decía que diera mucho dinero al médico para que no me pusiera vieja. Así que, ahí está la conexión, ¿¿¿hacerme vieja en mi cohete de hojalata??? NO.

Desde que he podido salir a jugar con mis amig@s he pasado toda mi infancia dando mi merienda a los perritos abandonados, y rescatando a gorriones para sacarlos con mucha atención y cuidado hacia delante, una veces con éxito y

otras no tanto. Cosa que a día de hoy sigo haciendo.

Pasaron los años, muchos, y al final aquella niña enfermera astronauta se convirtió en Enfermera, y así comenzó su gran andadura hacia el ARTE DE CUIDAR.

Caminando, caminando, un día me encontré con una casita, aunque en realidad ella me encontró a mí… Dentro de esa casita, para mi sorpresa, había unos seres muy especiales, tan tan especiales que sus luces podían, sin darte cuenta, atravesar cualquier alma a su antojo, con tantísimas gamas de colores que no podrías quedar indiferente a tal espectacular encuentro.

Seres muy especiales que poco a poco fueron, con el paso de los días, abriendo su corazones para que yo pudiera ir asomándome poquito a poco a su mundo interior, y así poder intentar comprender el mundo en el que viven, ¿sabéis? ellos viven en un mundo súper especial. Un mundo en el que no existe la envidia, el rencor o la avaricia… sólo amor incondicional y diversión.

Unos seres tardaron más que otros en entre abrirme las puertas de su mundo interior, cada cual a su debido ritmo.

El mundo de cada uno de ellos no tenía que ver nada con el anterior, en total 17 mundos especiales diferentes por descubrir ¡¡¡Qué pasada!!!

Jamás de los jamases, se me había pasado por la cabeza imaginar que algún día iba a verme rodeada por seres de cualidades tan especiales y diversas para mí. Porque el poder llegar a rozar el entendimiento de cada uno de esos mundos me podría llevar toda una vida entera, ya que estos seres se comunican, sienten, padecen… de maneras tan diversas, que se escapan a nuestro entendimiento.

Así que a partir de ahí comencé mi gran andadura hacia el camino que he llamado como “el camino del arte de los cuidados súper mega especiales”, convirtiéndose de esta manera en “mis niños mágicos”.

EL MUNDO DEMIS NIÑOSMÁGICOSEVA ORTEGA ROBLES

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Niños mágicos, que los hay que son: el rey de las palabras, así como reyes del silencio y la mímica, también los hay “cabezolones”… con locura de simpatía sin fin, gruñones incesantes, granujillas que se salen con la suya cueste lo que cueste, tan cariñosos y ariscos como un lindo gatito, con carácter y con malafolla granaina, gallitos de coral, los que disfrutan con un simple grano de arroz en su boca, de miradas fijas, otras que parecen perdidas, otras que te hablan y atraviesan el alma… de palabras a medias o sueltas, balbuceos, de cambios repentinos de humor, risas incansables, repetitivos hasta la saciedad, pegadizos como una lapa de la playa, los que con el tacto hacen su manera de vivir/sentir, bailarines, amantes del paseo, coleccionistas de objetos, inseparables de muñecas…

Buscando un equilibrio o no, porque su mundo es de ellos, sólo de ellos.

Ya que hay miradas que en ciertas ocasiones hacen que te preguntes: ¿estaré yo en el mundo equivocado? ¿Somos nosotros los que no nos enteramos de lo que pasa a nuestro alrededor y no viceversa?

Te hacen pensar que quizás, los papeles estén intercambiados, y que ellos están en nuestro mundo para hacernos reflexionar de cómo estamos gestionando nuestros sentimientos, deseos y percepciones. Porque el que ellos existan, y sean tan sumamente especiales no es por nada, pues a quien le toca un alma de tal calibre en su vida queda embadurnado

por la alegría, por el amor incondicional, por la pasión de disfrutar la vida tal y como es… ya sea con una muñeca sin piernas, un balón a medio inflar, una camisa sin botones, un reloj de pulsera parado, los cordones de sus zapatillas, un brazo de una muñeca, con el color de su camiseta, mezclar colores en un folio sin fin, robar comida y un largo etc.

Por esto y por un sin fin de experiencias e historias vividas juntos a ellos, sé que no pertenecen a este mundo.

Así que a los que se han atrevido a llamar a todas estas cualidades discapacidades, para diferenciarlas de las nuestras, me aventuro a decir que han cometido un gravísimo error, pues puedo asegurar después de mi trayectoria profesional y personal con “mis niños mágicos”, que quien tiene la incapacidad somos nosotros, no ellos, puesto que somos nosotros los no capaces de ver su manera de percibir y sentir la vida.

Y colorín y colorado, amarillo, rosa, azul, verde, blanco, naranja, violeta, gris negro, morado... en la casita de los niños especiales nos hemos adentrado.

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Me derivan allí, había recorrido gran parte del hospital pero no conocía aquel pasillo largo que separaba una línea de consultas, de la que iba a ser mi nueva zona de trabajo, llena de sillones colocados por boxes, junto a esas bombas en una actividad ininterrumpida que después descubriría. Entonces, apenas iban a ser unos días, así que trataba de comprender y memorizar todos aquellos nombres de fármacos tan desconocidos que por primera vez administraría, en principio un trabalenguas cada cual, después, tan familiarizado y de vocabulario fluido.

Y aparecen ellos todas las mañanas después de nuestra entrada, habían dejado sus sábanas cuando sonaba el despertador en un día muy frío porque hoy tocaba ir… habían dejado a sus pequeños bien temprano en el cole o en casa de sus abuelos, en un día lluvioso y con mucho viento, porque hoy tocaba

ir… habían hecho muchos kilómetros en un día realmente caluroso para llegar, porque hoy tocaba ir… y no aguardaban las excusas, solamente si cabía volver, fuera al día siguiente, o a la semana, a los quince días o las tres semanas, había que ir, porque hoy tocaba ir… Y allí esperaban, haciendo cola para sacarse la analítica o que le cogieran la vía, el día acababa de comenzar, pasar por las enfermeras, después los médicos, los resultados, alguna prueba imprevista, hasta llegar a coger cita y hora para administrarse la Quimioterapia, porque hoy tocaba…

Suena una refrescante y apacible música, reconozco a Víctor Manuel y Ana Belén, oigo unas risas que proceden del último box, él cuenta un chiste, la enfermera se ríe, comienza con optimismo las ocho horas de tratamiento. Una compañera toca el botón que hace pasar al siguiente paciente para analítica, ella saluda con una gran sonrisa - anda hoy te toca a ti pincharme, mira que bien- . Al lado mi compañera frota con sus manos los antebrazos de su paciente, gélidos por el frío y a consecuencia de los múltiples tratamientos, las venas finas se han “escondido”, y yo, en un box al lado del suyo, intento calmar a una paciente que se siente nauseosa desde que ha entrado en la sala, refiere que sólo el recuerdo de su última vez la pone muy nerviosa y que le es inevitable. Una de sus manos está cerrada sujetando un pañuelo con el que seca sus lágrimas, la otra, en puño cerrado, antebrazos rígidos, y hay que canalizar una vía... La miro a los ojos, le quito el compresor del brazo, escucho atentamente lo que quiere expresarme, su necesidad de desahogarse. Su marido le pasa la mano por el lado en el que yo no estoy sentada, y nos deja el espacio que necesita una mujer de otra mujer, una mujer de una enfermera, y una mujer de una persona fuera del círculo a los que tiene que proteger. Esto me conlleva más tiempo, y fuera hay una larga cola, pero hay que hacer lo que hay que hacer y estas cosas ocurren todos los días, a cualquiera de nosotras. Una de las partes fundamentales en la enfermería es la empatía, la otra de la que no estamos tan distanciados la psicología, y aquí hay que hacer ambas cosas, técnica, empatía y psicología…

Parece que está más tranquila, dejé hace rato de oír “una canción me trajo aquí” y la que le procedía después, ahora le pregunto a ella cuál es su lugar favorito de todos los que ha viajado, empiezo a palpar… le digo que me cuente cómo es

EL INTERMEDIOMARÍA FUENSANTABELMAR HERNÁNDEZ

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el sitio al que yo no he ido nunca, sigo palpando… entonces me cuenta una anécdota, las venas empiezan a desalojar la tensión… me habla de sus habitantes y de lo cordiales que son en aquel país, “click”, suena el abbocath, - ¿la has cogido? - me pregunta, - sí -. Ya se ha olvidado de aquel taxista que tuvo que frenar de golpe al encontrarse un animal protegido en medio de la carretera. - Gracias -. “Click”, mi compañera dejó de frotar los brazos. Ahora suena, creo que es Luz Casal.

La sala de espera está completa, dentro todo ocupado, bombas que infunden incesantemente marcando el ruido de la velocidad, enfermeras que acuden a sus alarmas, que abren ampollas de medicación, cargan sueros y purgan sistemas, preparan papeles y hojas de tratamiento, que sientan a sus pacientes, saludan, pinchan, se despiden para volver a saludar y atender a otros, ellos entran y salen, salen y entran. Todo va ahora más rápido, hay un nuevo murmullo, la multitud a media mañana apaga la voz que salía del CD, todo va más deprisa, todo pasa, todo surge…

Hoy nos han traído un bizcocho casero, también unos dulces navideños, abrazos, felicitaciones de navidad, recetas de cocina, planificación de la mesa, familiares que regresan a casa con ilusión, regalos, reyes… nada para, todo sigue, todo continúa.

Un coro navideño pasa todos los años de forma voluntaria para colmar nuestros pasillos de la magia del momento, unos minutos donde parece que lo pendiente se ausenta, dejan de oírse bombas, deja de oírse la multitud, dejan de cargarse sueros y medicación, y sólo se oye algún sollozo entrecortado, se mueve un brazo que pasa por el brazo o la mano de otro, un pañuelo que seca las lágrimas fugaces que han estado conteniendo meses, donde la sensibilidad había quedado oculta por una extraña fortaleza desconocedora, que alienta a seguir pase lo que pase siempre hacia delante.

Primera hora de la mañana, algunas caras reflejan el sueño de unas horas madru-gadoras para conseguir llegar a tiempo para su análisis, otras del cansancio derivado de una larga semana de tratamiento continuo y diario, otras tapadas por la mascarilla donde los ojos alientan su máxima expresión. Mi compañera prepara el campo estéril para puncionar el reservorio de un hombre, que después llevará su tratamiento continuo para dos días en casa, escucho como le comunica que en sí el tratamiento lo lleva regularmente bien, pero le incomoda tener que llevar la “mochila” colgada todo el día,

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dice que le entorpece para trabajar en el campo, para criar a sus gallinas o recoger las frutas que le corresponde esta semana.

Una mujer con vestido y tacones se sienta en mi sillón, es su turno para analítica, deja su bolso de cadena dorada a un lado, se desabrocha los primeros botones de su blusa, también lleva un reservorio, me gusta su anillo y su colgante, reconozco la firma. Observo como le tiemblan los dedos de la mano con el último botón y entonces, desliza su mano hacia la frente y tapándose un ojo se echa a llorar. Paso mi mano en actitud tranquilizadora, la miro directamente a los ojos, comprendo, ella se tapa, se oculta, pero sigo el contacto de mi mano por su brazo, yo estoy aquí, y ella ha venido hoy sola, rompe a llorar, me levanto y tiro de la cortina para que tenga más intimidad, entonces destapa su cara, me mira, y me dice - mi marido me ha dejado - .

Hoy llevamos un poco de atraso, la gran cantidad de analíticas a primera hora ha resultado que empecemos con los tratamientos un poco más tarde, cojo los primeros pacientes que me han citado, a la tercera la he reconocido, aunque sea su primera vez… pero aquí una sola mirada lo dice todo. Ambas sabemos que su madre falleció solo unos meses antes, y ahora, la tengo a ella sentada…Llora, la escucho, llora. Le presto su tiempo, el tiempo que no está medido de las incidencias que pueden surgir cuando se calcula que ese sillón, va a necesitar dos horas de Quimioterapia para citar al siguiente paciente.

Una sola mirada y nos comunicamos, a veces una sola mirada me da las gracias, a veces, una sola mirada se despide de mí para siempre, y yo lo sé.

Hoy tengo turno de tardes, ya me han dado el relevo y en un box resuena algo que llama mi atención. Ella, allí sentada en un sillón enumerado está riéndose a carcajada, que risa más dulce, que risa más natural y auténtica, contagia, marcados hoyuelos, está guapísima, otras veces he observado cómo la gente la para para preguntarle cómo se pone el pañuelo, les gusta ella. Sigue riéndose, me acerco más, a él no le conozco, creo que es nuevo, aunque lleva ya gorro, él habla y habla, come su bocadillo, ella también le ha dado el suyo. Y ella sigue riéndose con lo que él le cuenta, él escucha también todo lo que ella tiene que contarle, anécdotas y experiencias, él también ríe, tan jóvenes los dos, brillan sus ojos, brillan sus miradas. Es como si no estuvieran ahí, es como si no existiera nada de lo que hay alrededor, nada externo entorpece, nada más existe, sólo están ellos, sus anécdotas y sus risas. Sólo está el momento…

Pasan varias semanas, el frío aguarda su silencio, sin embargo la lluvia se deja ver, se había demorado casi todo el invierno, día nublado y gris, llevamos varios así. A través de una ventana observo los árboles con sus hojas mojadas, me fijo en las gotas que resbalan a través de ellas, caen lentamente, cada vez más debilitadas, una tras otra, se apagan en su movimiento. Es mediodía, de un día denso y borroso. Estos días ha llovido, mañana sale el sol.

Se acerca la primavera, todavía noto la corriente cada vez que se abren las puertas, llevo la bata puesta, él se sienta, le saco sangre del catéter, hoy le toca… mientras, aprovecha que su madre habla con el familiar de otro paciente para expresarme, - dicen que yo tengo mucho mérito de pasar todo esto siendo tan joven y ¿sabes lo que digo yo?, mérito

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ninguno, yo sólo he tenido que dejar los estudios, lo demás me lo dan todo hecho, yo ahora llego y me acuesto, mérito las mujeres que después de la “ quimio” tienen que seguir cuidando a sus hijos, haciéndoles de comer, llevándoles a las actividades extraescolares, disimulando para que no noten nada, o inventándose alguna historia que no provoque ningún sufrimiento para que entiendan ilógicamente, por qué su mamá no tiene pelo, levantándoles cada mañana, acostándoles cada noche, agotados ellos, más agotadas ellas todavía...

Me impresiona, tan joven, tan humilde y tan maduro en sus deducciones, pero no me pregunta, ha coincidido varias veces últimamente en mi box, pero no me ha preguntado y yo sé, que algún día lo hará.

Hoy tiene las piernas más inquietas que de costumbre, ha vuelto para comprobar la permeabilidad de su catéter, para eso dice que puede venirse sólo, me confiesa que desde que está enfermo nadie lo deja solo y necesita un momento de espacio. Termino, se levanta, y me hace la pregunta que esperaba se le hubiera olvidado, - hace tiempo que ya no la veo, ¿dónde está ella?- . Se marchó en un día bastante soleado después de unos días de lluvia.

Hoy me han regalado abrazos, palabras, miradas que dicen hasta luego y que dicen adiós, miradas que dan las gracias, miradas que hablan, he podido despedirme de algunos, de otros no, me avisaron hace solo unos días. Hoy os he visto, me preguntáis, me saludáis y me despedís otra vez, nos paramos si nos vemos al encontrarnos, me abrazáis de nuevo, me miráis, hablamos como siempre lo hicimos, me regaláis, me deseáis suerte en mi nueva trayectoria, me comunicáis que me echáis de menos y me dais una vez más las gracias. He oído tanto esa palabra…

Gracias, pero gracias a vosotros, por ser puros, por ser fuertes, por ser dignos, por sonreír en esos momentos duros, por mostrar la conciencia, la realidad, la paciencia, la bondad, la sabiduría, el valor, por ser auténticos, por ser maestros de vida.

Gracias por el intermedio en el camino de mi camino, gracias por más de siete años y sobre todo, gracias, por el momento.

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No llevaba demasiado tiempo trabajando en la unidad de Cirugía torácica de aquel hospital. Unos dos meses, más o menos. Tenía mi primer contrato largo y como cualquier enfermera que acaba de terminar sus estudios ponía un gran interés en poder controlar las técnicas que allí se realizaban. Era muy importante para mí en aquellos días conseguir canalizar una vía venosa a la primera, realizar un sondaje dificultoso con habilidad o manejar sin problemas una bomba de infusión. Si todo esto iba bien era más fácil sobrellevar las dudas de novata, bregar con las suspicacias de los compañeros más expertos y convivir con la incertidumbre en las largas noches del invierno. Claro que no todo era eso y, afortunadamente, pronto iba a tener la oportunidad de conocer otras caras del poliedro de la enfermería, aquellas que forman parte del cuidado más invisible pero que tan relevantes son en la relación clínica.

Era una noche de invierno, aunque no una cualquiera. Estábamos en Navidad, más exactamente a 5 de Enero, la noche mágica de los niños. A mí no me tocaba trabajar ese día pero una compañera que tenía hijos pequeños me había pedido un cambio. Quería estar con ellos en la mañana del día seis y poder disfrutar de su cara de sorpresa y de su alegría, lo normal cuando se tienen críos. Así que le cambié el turno por un sábado de marzo que me interesaba para hacer un viaje. Como de costumbre, llegué pronto al hospital y después de dejar la mochila cogí el relevo y me zampé un Almax. Luego hice lo de siempre, agarré las carpetas e inicié mi ronda para ver a los pacientes. En mi etapa de estudiante había aprendido esta manera de comenzar la jornada de una enfermera que se llamaba Lola y llevaba media vida trabajando en la planta de cirugía general. Decía que así tomaba el pulso a la planta, que era una manera de tener todo más controlado. Lo cierto es que esa acción tan simple era muy valiosa. Las personas agradecían el interés y el clima que se creaba con aquel pase ayudaba a sobrellevar lo que pudiese acontecer en un entorno en el que generalmente la tarea era enorme y los profesionales pocos.

Al salir de la habitación número 10 me detuve unos minutos en el final del pasillo. Desde los amplios ventanales se veía la danza triste de los árboles desnudos movidos por el viento del Norte y la lluvia lenta y pesada golpeando los cristales. Por un momento me pareció que las gotas casi se transformaban en pequeños copos de nieve y me quedé

mirando como hipnotizada. Entonces oí mi nombre y me volví. La supervisora general me llamaba desde la puerta. Dejé la visita a medias y fui hacia allí. Mientras me acercaba, iba pensando en lo raro que era verla tan temprano. Normalmente no llegaba a mi unidad hasta bien entrada la madrugada y la idea de que habría algún problema en urgencias que nos acabaría salpicando como tantas veces sobrevoló mi cabeza.

Pero en esta ocasión no se trataba de eso. Venía a contarme otra historia. En este día algunos trabajadores del hospital se disfrazaban de Reyes Magos y visitaban la planta de pediatría. Allí entregaban algún regalito a los niños ingresados y a las madres. Este año se estaban pasando por todas las unidades del hospital y daban caramelos a las personas ingresadas y a sus

LA NOCHEMÁGICA DELOS NIÑOSNANI GRANERO MOYA

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acompañantes. Me decía todo esto para que yo le señalara si había algún paciente que por su situación no pudiese ser visitado por Sus Majestades y también para evitar que se diesen dulces a quienes no podían tomarlos.

- ¿Y no es un poco tarde?- pregunté.- Son más de las diez.

- Ya.- dijo con un gesto de fastidio - Es que nos hemos entretenido un poco en Maternidad. Pero ya vienen. Será sólo un momento.

Fui para la sala de la medicación a repasar las indicaciones en los tratamientos. Como estábamos en Navidad no había demasiados pacientes así que enseguida preparé una lista con los que tenían alguna restricción dietética y la puse sobre el control de enfermería. Con respecto a la visita, a priori no había ningún impedimento desde el punto de vista clínico

pero ¿todo el mundo estaría dispuesto a recibir a los Magos de Oriente en su habitación? ¿A todos les gustaba la Navidad y sus parafernalias? A mí no me molaba mucho, la verdad, y tal vez por eso tenía mis dudas acerca de estos inventos. Así que lo que hice fue comenzar otra ronda, esta vez para preguntar a los enfermos y a sus familias si les parecía bien que el cortejo real se llegase hasta sus habitaciones. María, en la uno, dijo que sí enseguida. Tenía 80 años y llevaba con nosotros una semana después de un traumatismo que le fracturó varias costillas. A ella le gustaba mucho la Navidad y ya que le había tocado pasarla ingresada pensó que al menos vería un cabalgata distinta.

A Enrique y a Luis, en la tres, el encuentro les traía al fresco pero a sus esposas les hizo mucha ilusión y a toda velocidad comenzaron a ordenar el cuarto. No hubo problema tampoco con los pacientes de la seis, la nueve y la diez. Y entonces llegué a la habitación número 13. Puse la mano en el pomo de la puerta, me detuve un instante y respiré hondo antes de atreverme a entrar.

Why? Porque en esa habitación estaba Juan. Y Juan, como se dice por aquí, tenía tarea. O lo que es lo mismo, era uno de esos pacientes que ahora llaman noncompliant. Estaba ingresado desde diciembre por un cáncer en el pulmón y a todas las enfermeras les costaba llevarlo. No había cambio de turno en el que no se plantease alguna queja sobre él: Hoy no ha querido levantarse, no ha habido manera. Esta mañana ha echado de la habitación al celador. Toda la tarde ha estado mirando por la ventana, no se ha dignado contestar ni una sola de las veces en que hemos entrado. No se lava desde el lunes… Así todos los días. De alguna manera a mí me recordaba al protagonista de Canción de Navidad de Dickens, el Sr. Scrooge. Huraño, malhumorado, siempre solo. No me hubiese resultado extraño oírle decir paparruchas cuando le animábamos a conversar con otros pacientes, a dar un paseo o a realizar alguna tarea que lo distrajese.

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Le saludé con un ¡buenas noches Juan!, ¿qué tal se encuentra hoy? Como acostumbraba, estaba tumbado en la cama dando la espalda a la puerta, mirando hacia la ventana. La tele no estaba puesta pero la luz si estaba encendida. Apenas se giró cuando le hablé y masculló algo entre dientes. Quise suponer que me respondía al saludo y comencé a explicarle lo de los Reyes Magos. Mientras yo le contaba la historia, el murmullo del pasillo iba in crescendo, claramente se escuchaba el ruido de las panderetas y las voces que cantaban un villancico se acercaban cada vez más. Aún estaba hablando cuando la puerta se abrió de golpe.

-¡Glups!- Tragué saliva y pensé: La que se va a liar...

Inmediatamente irrumpieron en el cuarto algunas enfermeras que llevaban gorros de Papa Noel y bolsas en las manos. Las seguían los pajes reales con su melenita rubia cortada a tazón y una estudiada sonrisa. Detrás venían Sus Majestades. Me pareció que eran muy altos. Avanzaron un poco. Melchor y Baltasar se quedaron a los pies de la cama A y Gaspar dio unos pasos más y se colocó al lado de Juan, en la cama B.

-Buenas noches amigo y ¡Feliz Navidad! - dijo-.

Juan se volteó y lo miró un tanto sorprendido. Levantó su mano esbozando un saludo. Gaspar le guiñó un ojo y puso tres caramelos en esa mano que aún permanecía en el aire. Y aquí viene lo bueno: a Juan le cambió la cara, cogió las chuches, dio las gracias y sonrió.

La comitiva salió de la habitación y siguió su camino. Yo me quedé allí, con la mandíbula en el suelo como Jim Carrey en la película de La máscara, mirando los ojos brillantes de Juan y su escasa habilidad para desenvolver el caramelo de café con leche. No sabía qué decir, en serio. Estaba sorprendida por el modo en que había reaccionado. Fue Juan el que rompió el silencio y comenzó a hablarme de él:

-Cuando yo era chico ayudaba a mi padre en su faena. Él era sacristán en la iglesia de mi pueblo y yo hacía de monaguillo. Todos los años, por estas fechas, se organizaba una cabalgata de Reyes que salía del templo y yo echaba una mano para preparar los tractores engalanados que hacían las veces de carrozas. Cuando la cabalgata terminaba y ya apenas quedaba nadie, Gaspar, aún con su disfraz, se acercaba hasta el banco en el que yo esperaba sentado el permiso para poder desenganchar las colgaduras de cada tractor y me traía un regalito. Poca cosa, como se hacía en aquella época, un cochecillo de lata, una pelota… Yo era entonces el niño más feliz del mundo. Pero cuando cumplí doce años nos marchamos del pueblo, emigramos a Madrid, y ya cambió la historia. Mi padre murió al poco tiempo de llegar a la ciudad y tuve que ponerme a trabajar para llevar dinero a la casa en unos tiempos en que nada era fácil. ¡Pocas penurias he sufrido desde entonces! La vida me ha ido pasando por encima y no sabes de qué modo. Hace dos años murió mi mujer, luego mi hija y ahora aquí estoy yo con el bicho este que me corta el resuello a cada paso. Pero, fíjate, a veces también tiene un detalle, como esta noche. Yo no había vuelto a recibir un regalo de la mano de un Rey Mago hasta hoy. ¡Y encima ha sido Gaspar! ¡Qué cosas!.

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Se metió el caramelo en la boca y se quedó tumbado, boca arriba, las manos cruzadas detrás de la nuca. Tenía una expresión dulce y amable que no le había visto nunca y miraba al techo como si allí estuviesen proyectando una película antigua, la que le traía aquellos recuerdos del niño feliz que un día fue. Salí despacio de la habitación y cerré la puerta con suavidad. No me pareció prudente interrumpir ese momento con algún comentario que seguramente sería inoportuno y acabaría quebrando el encanto creado tras el mágico encuentro. En el pasillo ya no quedaba nadie. El cortejo real se había marchado tan deprisa como vino dejando un rastro de confeti y papelillos arrugados. Durante el resto de la noche, mientras preparaba la medicación, al realizar la cura de una laparotomía infectada y también cuando descansaba leyendo “La conjura de los necios”, no pude dejar de pensar en Juan, en mi poca maña para gestionar situaciones que requerían ir más allá de la mera técnica y en lo mucho que me quedaba por aprender. Alrededor de las ocho, antes de marcharme, me acerqué a su habitación para ver cómo había pasado la noche y despedirme. Contestó a mi saludo y me deseó que los Reyes me trajeran lo que había pedido.

Muchos caminos he atravesado ya, pero todavía hoy, cuando me encuentro con un paciente enfadado, demasiado serio o poco colaborador me viene a la cabeza el recuerdo, aún nítido, de esa Noche y de la expresión de Juan. Pienso entonces en la historia que se agazapa detrás de cada persona, en las vidas vividas con más o menos fortuna, en el alma que cada uno tiene en su armario. ¡Ah! y desde luego, cada cinco de enero pongo mis zapatos en el balcón porque sé que los Reyes Magos existen y existirán siempre.

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Nunca había visto hacer un truco ilusionista tan de cerca… Me pregunto si con todas las chicas que quedas, les haces el mismo juego, si les pones la misma sonrisa de cartón piedra mientras lo realizas, no creo que triunfes en tus citas… Primero las manos vacías que se cierran y se abren en abanico y de repente ¡Zas! Aparece una moneda de un euro en la palma de tu mano izquierda que al pasar a la derecha se convierte en 2 euros, que al juntar las dos manos en una palmada rápida desaparece para reaparecer detrás de mi oreja… Muy bien, chaval.

-Yo soy mago- me dices engolado y con un aire de superioridad que hace que me dé un poco la risa-… ¿Tú crees en la magia?

Ay, si tú supieras…

No hay nada más mágico que mi trabajo, lo puedes mirar por arriba o por abajo, desde lejos o desde cerca. No hay nada más mágico que entrar a una habitación en la que hay 2 personas y salir de ella dejando a tres…¡ O a veces incluso a 4! No hay magia de chistera ni conejos escondidos debajo de mi pijama verde. Yo soy Comadrona.

Y digo Comadrona con mayúscula y la O bien redonda y grande, porque estoy muy orgullosa de tener el oficio más bonito del mundo (a mi parecer, porque como es el mío, pues a mí me vale) y no matrona, porque aunque me dirás que es lo mismo, que lo sabes, que en la RAE lo pone, Comadrona suena más cercano, en una relación más igual, la de estar al lado, al lado de la madre, del acompañante, de la criatura que nace.

Y estar al lado de esas personas en un momento tan maravilloso en sencillamente indescriptible… un privilegio.

Ser Comadrona te da alegría, porque la mayoría de los momentos son momentos felices pero también te da disgustos. Si no estás al lado, si tomas distancia, si no “eres” sino que “ trabajas de”, supongo que te dará menos. Pero como me decía una mamá a la que atendí hace poco, que era oncóloga y a la que le comenté que su trabajo era de quitarse el sombrero, por lo duro emocionalmente que me parecía:

-¿Sabes? Los momentos duros son muy duros pero los momentos buenos son sublimes-.

Supongo que a ella su trabajo también le parecía el más bonito del mundo… se le veía en los ojos.

Carmen y Nacho llegaron de madrugada, pero yo no les conocí hasta la mañana. Teo (no Teodoro, ni Teodomiro, Teo, a secas, porque a sus padres les había gustado “Las aventuras de Teo” cuando eran niños) se había empecinado en cotillear el mundo antes de tiempo y en vez de ponérselo fácil a su madre, y colocarse como la mayoría de los bebés, había decidido hacerse el interesante y colocarse en occipito-posterior deflexionada, que sería el equivalente a cuando tú miras al cielo cuando va a llover, y girada 180º con respecto a la posición fácil.

LA MAGIADE VIDAJULITA FERNÁNDEZ ARRANZ

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Reconocí a Carmen y meneé la cabeza preocupada:

-Vas a tener que pujar mucho para que nazca este bebé.

- ¡Ah, vale! – y me devolvió una sonrisa que de puro luminosa, deslumbraba –.

Salí de la habitación apenada, porque veía complicado que ese bebé saliera por donde debía salir, y vaticinando que esa pareja tan maja que acababa de conocer, iba a ir de camino al quirófano y me puse con todo el tema burocrático que significa tener un bebé, para ir adelantanto. Un movimiento por el rabillo del ojo me despistó, era Nacho que igual de sonriente que su pareja, llamaba la atención desde la puerta.

-Voy para allá…¿Qué necesitas?

- Nada, que ya está…

- Que ya está…¿Qué?

- El bebé, que ya está – y no paraba de sonreír –.

- ¿Qué ya está el bebé qué?

- Qué ya está fuera, el bebé.

Incrédula, le seguí a la habitación donde Carmen seguía igual de sonriente, con un aspecto fresco que parecía que era ella la que hacía nada que se había levantado de la cama, y no yo.

-El bebé ya está aquí –me anunció con tono triunfal –.

- Será una broma… Yo por aquí no oigo llorar a nadie ¿Busco debajo de las sábanas? –y levanté con su permiso la ropa de cama… Para encontrar a Teo, todavía medio atrapado en el cuerpo de su madre, observándome con mirada curiosa y que nada más ver luz lanzó un par de berridos para saludarme –.

No comparables a los dos que pegué yo, que lo último que esperaba era encontrarme un bebé… Sí suena paradójico, pero así fue.

-¿Pero tú me dijiste que empujara, no? Pues ya está, es lo que he hecho –decía Carmen con el ceño fruncido, porque no entendía a santo de qué tanto alboroto, mientras yo sacaba compresas, el kit de partos y todas aquellas cosas que estaba claro que Teo no había necesitado –.

Y es que Carmen en ningún momento pensó que cuando yo hablé con ella, la estaba diciendo que el parto se estaba complicando…

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Si me llegan a preguntar, digo que es imposible…

Pero ella no sabía que era imposible y como no lo sabía, lo consiguió.

Magia potagia o la capacidad humana... Igual de increíbles.

Pues lo sucesos mágicos, llámalos casualidades curiosas, llámalo “x” si te apetece… Como quieras, surgen por este lugar como setas en otoño, pero son como los duendes que sólo los ves si estás con los ojos bien abiertos y crees en ellos. Si no, la magia, casualidades, sincronicidades… pasan por tu lado sin hacer ruido, y te las pierdes.

Hace un par de días me llaman de la Urgencia, Paquita, que con su acento de Cádiz más alegre que las campanillas de un trineo, me dice:

-Te sube clienta…-.

Y mientras estoy preparando todo para recibir a la futura mamá, la veo por el pasillo y del cuadro que mentalmente me había hecho, comienzo a hacer correcciones.

1º error… No sube una futura mamá, me sube una mamá con bebé en brazos, un padre que parece estar a punto de que le dé un infarto – no sabía si quedarme quieta o ir a por el desfibrilador- y 3 compañeros del SAMUR, contentos por la novedad de no ir a una catástrofe sino a traer al hospital una nueva vida.

2º error… No vienen solos… vienen con un niño, que ha perdido una zapatilla de andar por casa, y que parece el menos descolocado de todos.

3º error… La mamá no es una mamá cualquiera… es Carmen. Mira que soy una pésima fisonomista, pero hay caras que se me van a quedar de por vida.

-¿Carmen?-.

-Anda, si eres tú…-.

-¿Qué ha pasado? Está claro que tus niños no quieren ver una comadrona ni en pintura…

- Pues no lo tengo muy claro… Hace un rato comencé con contracciones y le comenté a Nacho que casi que nos íbamos acercando al hospital…

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<<¿Saco el coche?>> << No hombre, no… vamos andando, que está aquí al lado>>. Me metí en la ducha y en ese momento rompí la bolsa…. Ahí me comenzaron a dar más fuertes, salí de la ducha y apoyada en la cama, se salió Estela-.

La interpelada reptaba hacia el pecho en una carrera feroz, decidida a lograr llegar a su meta, tal y como había nacido: ella sola y sin ayuda.

Nacho hacía juego con las sábanas del hospital: se había dado un susto de muerte (“ya somos dos los damnificados” pensé riéndome para mí, recordando el parto de Teo). El único que lo vivió con normalidad fue Teo, que se levantó de la cama oyendo todo el barullo y vio nacer a su hermana, con la misma facilidad que había visto nacer a las crías de otras especies en YouTube. Sus padres le habían explicado que Estela estaba dentro de la tripita de mamá y que un día de estos saldría de ahí como hacían el resto de las crías mamíferas de sus madres… Así que le pareció fenomenal.

Porque a él nadie le había contado normalmente las cosas no sucedían así…

Por lo que vio con normalidad que Estela hiciera su entrada triunfal, como la hizo, y no se asustó como su padre. Quizás la parte en la que aparecieron esos señores de amarillo le descuadró un poco más, pero como le dejaron ir en la ambulancia y pusieron la sirena y todo, pues tampoco importó tanto.

Con esto te respondo, aunque como llevo media hora hablando de seguido y el café se te ha quedado más frío que un témpano, puede que te hayas olvidado de lo que me preguntaste. Sí, creo en la magia y te digo que creo porque la veo cada día. No en las monedas que con habilidad multiplican su valor y desaparecen con tu hábil gesto de manos. La veo en cada nacimiento que acompaño, la veo en las casualidades que unen dos o tres sucesos en la vida y hacen de ese hilo una historia increíble. La escucho cada vez que escucho el latido del corazón de un bebé dentro del vientre de su madre. La veo en la fortaleza de Carmen, en la sonrisa de Nacho y en la naturalidad de Teo. La veo en Estela, que pareciendo tan indefensa y frágil, y siendo cono un folio en blanco supo instintivamente como ir a por el alimento y que posiblemente siga colgada del pecho de su madre. La veo en cada acto humano que calificaría de imposible. Y quien cree en la magia, vive cada ilusión cada momento de su vida, ya que los límites que le predeterminen.

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GANADORA:

Gema Gallego Doncel Enfermera de Farmacia Hospitalaria Hospital La Mancha Centro Alcázar de San Juan

FINALISTAS:

Mª Alicia Zamora Calvo Enfermera de Unidad de Críticos Quirúrgicos Hospital Universitario Ramón y Cajal Madrid

María del Rocío Clemente Jurado Enfermera de Familia Centro de Salud Brújulas Torrejón de Ardoz. Madrid

Yolanda Gómez Gutiérrez Enfermera Médico Quirúrgica Hospital Clínico de Valladolid Valladolid

Nuria Núñez Nieto Enfermera Nefrológica Diaverum LaAxarquía Torre del Mar, Vélez. Málaga

ACCÉSITS:

Julita Fernández Arranz Matrona Hospital General Universitario Gregorio Marañón Madrid

Nani Granero Moya Enfermera especialista en cuidados médico-quirúrgicos y Enfermería pediátrica Hospital S. Juan de la Cruz Úbeda

María Fuensanta Belmar Hernández Enfermera de Oncología Hospital Morales Meseguer Murcia

Eva Ortega Robles Enfermera de Geriatría Casa de la Misericordia de San Gabriel. Granada

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1ILUSTRADO POR NURIA DÍAZ