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Santiago Posteguillo, “Africanus, el Hijo del Cónsul”. Ed. B. Barcelona, octubre 2008. Págs: 504-530 80. La tarde del estreno Roma, 22 de diciembre del 212 a.C. Era la tarde del estreno. Tito Macio Plauto corría frenético de un lado a otro del escenario. Aún faltaban varias horas para la representación pero él se había presentado allí mismo con el alba. uería supervisar cada mínimo detalle, tenía que estar seguro de que todo saldría bien. Si fracasaba, que fuera porque sus palabras, porque su obra no mereciera el éxito, pero no quería que su gran oportunidad se desmoronara ante sus ojos por culpa de unos malos actores, por el exceso de un borracho, por un escenario endeble o a causa de un público hostil manipulado. Eso último era lo que más le preocupaba. Sabía que la otra compañía de teatro de la ciudad se había visto perjudicada en la asignación de representaciones por parte de los ediles, mientras que la compañía de Casca había salido muy favorecida. Casca parecía que había sabido hacer valer sus contactos con el nuevo edil de Roma encargado de estos asuntos para las Saturnalia de aquel final de año. Un edil joven, Publio, de la gens Cornelia de la familia de los Escipiones, hijo y sobrino de los procónsules de Roma en Hispania; poderoso pero joven y seguramente influenciable, pensaba Tito, por alguien tan manipulador como Casca. O quizá no. Casca le había vuelto a repetir por enésima vez aquella mañana que la selección se ganó porque él ofrecía más comedias mientras que la otra compañía sólo presentaba una larga serie de tragedias y el edil de Roma también compartía la visión de Casca de que el pueblo necesitaba algo más catártico que las desgracias ajenas. Aquella concesión tan completa a favor de la compañía de Casca era loque había generado el resquemor en la compañía competidora y Tito Macio sabía lo que eso significaba, lo recordaba bien de su etapa anterior en el teatro: varios de los actores de la compañía que no había obtenido representaciones se introducían en las obras que se representaban e intentaban mediante bromas, gritos, risas inoportunas, empujones e incluso alguna pelea, confundir al público y atraer para sí su atención. La tarde anterior, en una representación de una obra de Livio Andrónico, lo habían conseguido y pese a lo bien construido que estaba el argumento de la misma, el público fue perdiendo interés a medida que las gracias de los actores infiltrados iban adquiriendo más sagacidad. Tito había presenciado más de una vez cómo una buena obra podía ser destrozada por esos grupos y temía lo peor para el estreno de su primera comedia. «¿Mi primera obra?», pensó. Si aquello salía mal, sería la primera y la última. Además, si habían podido hacer eso con un autor conocido y bendecido ya por el 1

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Plauto. La tarde del estreno. Capitulo 80 da novela Africanus, El hijo del consul, de Santiago Posteguillo. Ediciones B. Pax: 504-530

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Santiago Posteguillo, “Africanus, el Hijo del Cónsul”. Ed. B. Barcelona, octubre 2008. Págs: 504-530

80. La tarde del estrenoRoma, 22 de diciembre del 212 a.C.

Era la tarde del estreno. Tito Macio Plauto corría frenético de un lado a otro del escenario. Aún faltaban varias horas para la representación pero él se había presentado allí mismo con el alba. uería supervisar cada mínimo detalle, tenía que estar seguro de que todo saldría bien. Si fracasaba, que fuera porque sus palabras, porque su obra no mereciera el éxito, pero no quería que su gran oportunidad se desmoronara ante sus ojos por culpa de unos malos actores, por el exceso de un borracho, por un escenario endeble o a causa de un público hostil manipulado. Eso último era lo que más le preocupaba. Sabía que la otra compañía de teatro de la ciudad se había visto perjudicada en la asignación de representaciones por parte de los ediles, mientras que la compañía de Casca había salido muy favorecida. Casca

parecía que había sabido hacer valer sus contactos con el nuevo edil de Roma encargado de estos asuntos para las Saturnalia de aquel final de año. Un edil joven, Publio, de la gens Cornelia de la familia de los Escipiones, hijo y sobrino de los procónsules de Roma en Hispania; poderoso pero joven y seguramente influenciable, pensaba Tito, por alguien tan manipulador como Casca. O quizá no. Casca le había vuelto a repetir por enésima vez aquella mañana que la selección se ganó porque él ofrecía más comedias mientras que la otra compañía sólo presentaba una larga serie de tragedias y el edil de Roma también compartía la visión de Casca de que el pueblo necesitaba algo más catártico que las desgracias ajenas.

Aquella concesión tan completa a favor de la compañía de Casca era loque había generado el resquemor en la compañía competidora y Tito Macio sabía lo que eso significaba, lo recordaba bien de su etapa anterior en el teatro: varios de los actores de la compañía que no había obtenido representaciones se introducían en las obras que se representaban e intentaban mediante bromas, gritos, risas inoportunas, empujones e incluso alguna pelea, confundir al público y atraer para sí su atención. La tarde anterior, en una representación de una obra de Livio Andrónico, lo habían conseguido y pese a lo bien construido que estaba el argumento de la misma, el público fue perdiendo interés a medida que las gracias de los actores infiltrados iban adquiriendo más sagacidad. Tito había presenciado más de una vez cómo una buena obra podía ser destrozada por esos grupos y temía lo peor para el estreno de su primera comedia. «¿Mi primera obra?», pensó. Si aquello salía mal, sería la primera y la última. Además, si habían podido hacer eso con un autor conocido y bendecido ya por el

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pueblo como Livio Andrónico, prefería no pensar lo que podrían conseguir con alguien desconocido como él.

—Te veo nervioso —era la voz de Casca, a sus espaldas—, tranquilízate. Sé lo que piensas. He mejorado la seguridad. Tengo varios de mis mejores hombres en las entradas al recinto y he dado instrucciones de que no dejen pasar a ninguno de los imbéciles de ayer tarde.

—Pero eso es ilegal, todos tienen derecho a entrar —respondió Tito.

—Ilegal, ilegal... ilegales son tantas cosas. Tampoco está permitido lo que ellos hacen. Si intentan entrar, los echaremos a patadas, y no sólo eso: he ordenado que se los lleven bien lejos de aquí y que, de paso, les den una buena paliza. Lo de ayer no lo olvidaré fácilmente. El edil está molesto. Y eso que no pudo venir, pero le han llegado comentarios negativos del espectáculo que ofrecimos y estoy seguro de que es por el desastre que se organizó entre el público. Ninguna tragedia sobrevive una algarabía semejante. En tu caso hay esperanza: estamos ante una comedia. Eso tiene más posibilidades.

—Sí, pero si empiezan a pelearse, los puñetazos atraerán más al público que las burlas representadas, por divertidas que sean.

Casca guardó silencio. No podía rebatir aquella aseveración. Tito continuó exponiendo sus temores.

—Y en fin, incluso si conseguimos sobrevivir a esos idiotas de la otra

compañía y sus fechorías, están los gladiadores. He oído que esta noche se preparan unas luchas con guerreros exóticos y seguro que vienen aquí a anunciarse buscando al público. Puede que mi obra sobreviva el escándalo de unos actores vengativos infiltrados entre el público, pero es imposible competir contra los gladiadores.

Tito hablaba desolado, como si diera ya el estreno por perdido.

—Has sufrido mucho, lo sé —empezó Casca buscando animarle—, no creo que nada de lo que pueda acontecer hoy pueda ser peor que las muchas penurias que has padecido, ¿no crees? Ánimo. El texto es bueno, la obra está bien. He visto los ensayos y es divertida, muy entretenida. Gustará.

—Eso si los actores que tienes recuerdan los diálogos y si el que hace de Líbano está medianamente sobrio.

—Bueno, eso es cierto en parte; en cuanto a ese actor, el que actúa como Líbano, tampoco te interesa que esté completamente abstemio. En el fondo es un gran tímido. Necesita beber para salir a escena. Si te da problemas, dale un par de vasos de vino y empújalo al escenario. En cuanto el licor haga su efecto, las palabras fluirán por su boca como un torrente. Luego, claro, hay que controlar que no beba más de la cuenta durante el resto de la obra.

Con esto Casca lo dejó para atender a unos patricios que se acercaban curiosos al recinto del teatro para ver cómo era todo aquel bullicio unas horas antes de que empezase la representación.

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uedaban quince minutos para el comienzo. El teatro estaba prácticamente lleno y seguía entrando gente. Las Saturnalia llegaban a su fin y el pueblo quería aprovechar cualquier evento que le hiciese sentir el carácter festivo de aquellos días, que lo alejase de sus preocupaciones diarias y, sobre todo, que lo hiciese olvidar el continuo estado de guerra que soportaba desde hacía ya más de seis años. Roma había estado en guerra con frecuencia; de hecho, apenas había estado en paz y pocas veces se podía cerrar la puerta del templo de Jano para indicar tal estado de tranquilidad; pero aquélla era una guerra que se luchaba en su propio territorio y en donde sólo unas pírricas victorias se veían sazonadas con flagrantes derrotas. Se había conseguido enderezar ligeramente un poco el rumbo de la guerra en la península itálica, pero la presencia de Aníbal

seguía pesando sobre el ánimo de todos los romanos, cercana, como una espada de Damocles a punto de caer sobre ellos. Las festividades y, muy en especial, las Saturnalia con su carácter descontrolado, eran un tiempo especialmente apetecido en aquellos momentos y el teatro, si se presentaba una comedia, un lugar apropiado para disfrutar de aquel ambiente de olvido y enajenación colectiva. La obra era de un desconocido, pero Roma estaba dispuesta siempre a conceder oportunidades. Nadie se había presentado por primera vez siendo famoso. Eso sí, el juicio sería implacable: éxito y una carrera como comediógrafo durante años para el autor, o fracaso y ostracismo, soledad y, con mucha probabilidad, miseria para el escritor poco favorecido por el público. El punto medio no era algo muy apreciado por el pueblo romano: éxito o fracaso, victoria absoluta o derrota, vida o muerte.

Tito Macio sabía de todo aquello: si su primera obra era despreciada por los espectadores, ése era el principio y el fin de su carrera como autor teatral y su regreso inexorable a la mendicidad y la podredumbre. Roma agasajaba a sus ídolos de igual forma que usaba como carnaza fresca a los caídos. En Sicilia estaban desterrados los legionarios supervivientes del desastre de Cannae, las legiones malditas, los vencidos por antonomasia. A un autor de teatro fracasado no hacía falta que se le desterrara: la miseria y el hambre, una muerte humillante y lenta sería su condena. Tito ya había saboreado bastante de aquellos platos de la pobreza y el sufrimiento. La obra estaba escrita. Ya no se podía cambiar nada ni corregir una coma. Sólo le restaba volcar sus esfuerzos en sostener el montaje en el endeble entramado de aquella compañía de actores inseguros, la mayoría esclavos, algunos borrachos y todos igual de atemorizados que él. Habían presenciado el desastre del montaje de la obra de Livio con los ataques y abucheos promovidos por los actores y tramoyistas de la otra compañía y eso no había hecho sino acrecentar su pavor. Su futuro también dependía de la obra que representaban. Todos se salvaban o todos se hundían. Iban en un mismo barco que Tito Macio intentaba pilotar en medio de una mar revuelta.

—¿Y Líbano y Deméneto? —preguntó Tito. Se dirigía a los actores por el nombre del personaje que representaban para ver si así cada uno se identificaba al máximo con su personaje, o el mínimo suficiente para que

no olvidaran en escena el papel que les tocaba representar. —Aquí —dijo un joven actor junto a otro mayor, de unos cincuenta

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años, ambos con sus pelucas correspondientes y ya maquillados. —Bien, bien. Estad listos. En unos minutos salgo a escena para presentar la obra y entráis vosotros. Haced bien vuestro papel y seré

generoso con vosotros. Hundidme y os acordaréis de mí. Y antes de que el joven actor, cuyas rodillas temblaban, pudiera decir nada, Tito desapareció. Iba en busca de su propia peluca y su toga para

salir a escena. —¡Un minuto! —era Casca, gritando desde un extremo del

escenario—. ¡El teatro está lleno! ¿Dónde está Tito? Le indicaron un lugar cubierto con telas que a modo de tienda hacía de

vestidor justo detrás del escenario. Tito, en su interior, estaba terminando de ponerse la toga ayudado por un joven mozalbete que le recordaba los tiempos en los que él se había dedicado a ayudar a otros a vestirse para salir a escena. Él también salió alguna vez a escena, pero ni había tanta gente como hoy ni el teatro había alcanzado la popularidad de ese momento, ni la obra que se representaba era la suya. No acertaba a ponerse bien la peluca. Casca entró en la tienda.

—Ánimo, Tito —dijo Casca—, el propio edil está sentado en la primera fila. Ha venido con su mujer y su familia. Parece que está celebrando el nacimiento de su primogénita. Eso nos favorece. Está de buen humor y bien predispuesto a pasar un buen rato. Y tengo a mis hombres acechando para echar a todos los miserables de la otra compañía. Ya hemos atrapado a dos y hemos dado buena cuenta de ellos; ésos no vuelven ni esta noche ni en un mes. Al menos hasta que se les recompongan los huesos.

Tito asentía mientras se ajustaba la toga. Dos. Se habían deshecho de dos, pero la otra compañía contaba con más de treinta personas entre actores fijos y colaboradores. Y el edil. Bien. En primera fila. Celebrando el nacimiento de su hija. ¿O hijo? ¿ué había dicho Casca? No importaba eso ahora. Bien. Asentía con la cabeza.

—Te toca. Te veré desde el público —Casca se volvió para salir, se detuvo un instante y de nuevo mirándole concluyó con una idea que le bullía en la mente—. Tito Macio, no sé si triunfarás esta noche o no, pero

lo que has escrito está bien. Por si te vale de algo —y se fue. El muchacho que le ayudaba a vestirse también salió. Tito Macio se quedó a solas. Cerró los ojos. Inspiró profundamente una vez, dos, tres, cuatro, cinco. Abrió los ojos. Se levantó y, como disparado por un resorte, sorteando al resto de los actores, sin mirar a nadie, con paso firme sobre sus pies planos que tantos estadios habían recorrido ya por el mundo, llegó junto a los peldaños de la escalera que conducía al escenario; subió por ellos y, sin detenerse en el extremo de la tarima, avanzó a grandes zancadas hasta situarse en el centro del escenario del teatro que Roma había levantado a las afueras del foro. Alzó sus ojos al cielo. Era una tarde fresca y el cielo de diciembre se dibujaba con nubes oscuras que presagiaban lluvia, pero éstas eran frecuentes en aquella época del año y quizá no descargasen o esperasen a que cayera la noche. Faltaban unas horas para el atardecer. Eran sus horas, su tiempo, unas horas durante las que Roma estaría con sus ojos fijos en su obra. Bajó su mirada y ante él el público: miles de personas de

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pie, por todas partes, llenando el amplio recinto rodeado por una pequeña empalizada de madera: soldados, muchos, legionarios en servicio y hombres que habían servido en alguna o varias de las campañas contra Aníbal; bastantes heridos, algunos mutilados; libertos, comerciantes, mercaderes, jóvenes, algunos niños y esclavos con sus amos y esclavos solos, atrienses en su mayoría, con la confianza de sus amos para conducirse a su albedrío por la ciudad, y más aún durante las Saturnalia, donde los valores y las costumbres de Roma se revertían: los que mandaban servían y los servidores eran libres; muchos bebidos, otros bebiendo. Se veían vasijas de vino y vasos de mano en mano. Había mujeres, muchas también, con sus maridos, matronas, lenas, prostitutas de calle y cortesanas caras, amantes de patricios, senadores, ex cónsules. Y unas pocas filas al principio, junto al escenario con las autoridades de Roma: el edil, Publio Cornelio Escipión en el centro, a su lado una joven y hermosa mujer, su esposa sin duda, y al otro lado una distinguida patricia, ¿su madre? Alrededor amigos y otros patricios, tribunos de la plebe, un pretor, otros ediles, senadores. Roma a sus pies, pero no en silencio. Una algarabía general de miles de conversaciones cruzadas, risas y gritos surgía de toda aquella muchedumbre haciendo imposible que se oyera otra cosa que no fuera

aquel enorme tumulto de voces entremezcladas. Tito avanzó unos pasos hasta situarse al borde de la escena. Abrió la

boca. No le salieron las palabras. La cerró. La volvió abrir. —Ahora, espectadores, prestad atención... por faor... espectadores....5 La algarabía, el ruido y la indiferencia permanecían adueñadas del

lugar. Tito elevó su voz con fuerza.

—¡Ahora, espectadores, prestad atención, por faor! ¡Y que todo sea para bien mío y vuestro, de esta compañía, de sus directores y de los contratistas! —dijo mirando al edil que había contratado aquella obra, su obra. Publio levantó la mirada. Tito vio los ojos oscuros, intensos de aquel joven fuerte, bien vestido, rodeado de amigos, poderoso. No leyó rencor ni odio. Algo de interés, mucha curiosidad. Sin condescendencia. Estaba feliz. Eso era evidente. Tito se volvió hacia un heraldo.

—Tú, pregonero, haz que el público sea todo oídos.El heraldo subió al escenario por la misma escalera por la que había accedido Tito y a voz en grito pidió silencio de mil formas distintas, por favor, con educación y con amenazas y hasta imprecaciones a los dioses. Muchos rieron, pero poco a poco, si bien no un silencio, al menos sí se estableció una algarabía significativamente más reducida que la anterior, de forma que un actor con potentes cuerdas vocales podría hacerse oír, al menos, unos minutos. De la agudeza de sus palabras y del interés que éstas despertaran en el público dependería que aquel estado tornase a un tumulto ensordecedor o se encaminase hacia un silencio poco frecuente en aquellas representaciones.

Tito volvió e intentó apoderarse de la escena.

—¡Anda, vuele a sentarte! ¡Que tu trabajo no haya sido en balde! ¡Ahora... ahora os oy a decir a qué he salido! ¡Y qué es lo que deseo! ¡Quiero que sepáis el título de esta comedia!

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Y así Tito presentó su obra: La Asinaria; se refirió al autor griego en el que se había basado y al título de la pieza en la lengua helena. Aquellos datos no parecieron cautivar al auditorio que asistía con bastante indiferencia a su parlamento.5 La cursiva indica que se trata de extractos de la obra La Asinaria de Tito Macio Plauto, según la versión española editada por José Román Bravo en Cátedra. Ver referencia completa en la bibliografía.

—¡Tened la bondad de estar atentos y que Marte...! —concluía ya Tito elevando aún más su voz— ¡Y que Marte, como en tantas otras ocasiones, también ahora os sea propicio!Con esa imprecación al dios de la guerra, Tito se retiró del escenario. Observó a algunos soldados asintiendo con cierto reconocimiento por los buenos deseos vertidos desde la escena con relación a su pugna con Aníbal, pero nada más. No hubo aplausos para la reaparición de Tito en un teatro después de tantos años.

La Asinaria, acto IAl hacer mutis por el lado del escenario que, supuestamente, de acuerdo con las convenciones del teatro romano, debía conducir al foro de la ciudad, siempre griega en estas comedias, se cruzó con el joven actor que hacía de Líbano y el actor más mayor que representaba a Deméneto. Tito se quedó en el extremo del escenario, oculto tras unas telas que impedían ser visto por el público y asistió al inicio de la representación: Deméneto se lamentaba de ser un padre con tan poco dinero y de verse subyugado al poder de su esposa, una mujer rica que, con una amplia dote, gobernaba realmente los destinos de aquella casa.

Deméneto deseaba favorecer los amoríos de su hijo Argiripo, enamorado de una cortesana cuya madre le pedía veinte minas para poder verse de nuevo con su hija. Deméneto no tenía ese dinero y rogaba a Líbano, su esclavo, que le ayudara a encontrar un medio para conseguir ese dinero y así poder dárselo a su hijo para que éste se lo entregara a su vez a la madre de su amada.

—¡Róbame! —gritaba Deméneto a su propio esclavo para alentarle a que hiciera lo que fuese necesario para conseguir ese dinero.

—¡Vaya tontería! Me mandas quitarle ropa al desnudo.Y así Líbano iniciaba una larga burla sobre la pobreza real de su amo sometido al yugo de su rica y poderosa mujer, aunque al fin salió de escena prometiendo a su amo que hallaría la forma de conseguir ese dinero. Deméneto se queda solo en el escenario y habla al público.

—No puede haber un esclao peor que éste, ni más astuto ni del que seamás difícil guardarse, pero si quieres un trabajo bien hecho, encárgaselo a él: preferirá morir de mala muerte que faltar a sus promesas. Por mi parte, yo estoy tan seguro de que ya está conseguido el dinero como de que estoy viendo ese bastón.Y señaló al bastón de mando del edil de Roma, que el joven Publio Cornelio sostenía en su mano mientras asistía a la representación. El aludido inclinó la cabeza en un gesto de reconocimiento. No esperaba esa alusión tan directa desde la escena a su presencia. Estaba claro que aquel autor buscaba el cariño de la gente. De momento la obra resultaba entretenida, pero era aún muy pronto para saber si todo aquello conduciría a un éxito o a un

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desastre. Cualquier cosa era posible y el murmullo de la gente, aunque había disminuido, todavía no estaba completamente dominado por la escena. Tras el gesto de asentimiento de Publio, el actor continuó con su monólogo.

—Pero, ¿a qué espero para marcharme al foro, como era mi propósito? Me oy y esperaré allí, en la tienda del banquero.Diábolo entró entonces en escena y se presentó como el competidor de Argiripo por el amor de la joven cortesana en disputa en aquella obra. La madre de la joven, igual que a Argiripo, le ha echado de casa pidiéndole más dinero, igual que antes había hecho con Argiripo. Diábolo se lamentaba en escena de sus sufrimientos y maldecía a la vieja lena que así le trataba después de todo el dinero que ya le había dado. Termina Diábolo su monólogo imprecando a Cleérata, la madre de la joven cortesana, para que salga a hablar con él y concretar la forma que ella estipula para obtener el favor de los encantos de su preciosa hija. Y Diábolo termina sus frases y se queda allí, quieto, sobre el escenario, sin que nadie salga, y sin decir nada más. Y es que él ha terminado. Es el momento del tercer cuadro del acto pero no acude el actor que debe hacer de Cleéreta.

Entre el público se oyen risas, pero no por la obra, sino por el absurdo de la espera de Diábolo.

—¡Parece una estatua muda! —se oyen entre el público las primeras bromas de la clac de los actores de la compañía rival, que no pueden desperdiciar una ocasión como ésa para mofarse de la obra que se representa en lugar de la que ellos habían ofrecido al edil de la ciudad. La

gente se ríe. Diábolo sigue quieto en escena, confuso, sin saber qué hacer. Tito Macio pregunta entre bastidores qué pasa con el actor que representa a Cleéreta. El joven Líbano le conduce hasta él: un hombre borracho y sin sentido está tumbado de bruces junto a la escalera que accede al escenario; ha vomitado y un desagradable olor rodea su cuerpo sucio; el vestido está manchado por todas partes; incluso la peluca tiene algo de vómito por dentro.

—¡Por todos los dioses! ¿ué ha hecho este imbécil? —exclama Tito.

—Anoche nos fuimos a una taberna —explicaba el joven que hacía de Líbano—. Bebió mucho. Se lo dijimos pero ya ves. Tenemos que parar la obra.

«¿Parar la obra?», pensó Tito. «¿Parar la obra?» No parecía haber otra salida, pero, ágil, Tito se agachó sobre el cuerpo inconsciente de aquel actor borracho y le arrancó la peluca de Cleéreta. Y así, sin más, se la puso en la cabeza y salió a escena.

—Ni por un puñado de filipos de oro daría yo una sola de tus palabras, si se presentara un comprador. Todas las injurias que lanzas contra nosotras son oro y plata de ley. —De esta forma Tito daba réplica al pobre Diábolo y así terminaba el suplicio de éste en su soledad en el escenario. Se inició así la última escena del primer acto de la obra. Tito se sabía el texto de memoria, podía representar el papel de cualquiera de los personajes a la perfección, pero la improvisación le había llevado a tener que salir sin cambiar su aspecto más allá de añadir a su atuendo la sucia peluca que llevaba en la cabeza. La clac de la otra compañía empezó ahora sus ataques en toda regla.

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—¡Parece que andan escasos de actores en esta compañía!

—¡Deben de ir justos de dinero! ¡Ni siquiera tienen para vestidos diferentes!

—¡Y huele a perro por aquí!

Las carcajadas se generalizaron entre el público. Aquel último comentario era una clara alusión al cognomen que Tito había decidido utilizar, Plauto. uizá, pensó Tito, aquello de Plauto no había sido tan buena idea al fin y al cabo. Casca, que asistía atónito a la salida a escena de Tito como Cleéreta, algo nada previsto en los ensayos, se repuso, no obstante, y dio indicaciones a sus hombres infiltrados entre el público

para que detectaran los grupos de alborotadores y los echasen del teatro, al tiempo que, de reojo, vigilaba las reacciones del edil, que, de momento, no mostraba ni desprecio ni aprecio por el espectáculo que estaba presenciando. Tito, mientras tanto, se esforzaba por salvar la escena, el acto, la obra, su vida.

—La tendrás —dijo, refiriéndose como madre de la joven cortesana— para ti solo Diábolo, si sólo tú me das siempre lo que te pida. Siempre tendrás lo prometido, pero con una condición: que me des más que nadie.El actor que actuaba como Diábolo se vio más seguro, pese a las bromas del público, aunque tan sólo fuera por el hecho de no verse ya abandonado en escena como un pasmarote.

—¿Y cuándo acabará esto de dar? Porque, desde luego, eres insaciable. Apenas acabas de recibir y ya estás dispuesta a pedir de nueo.—¿Y cuándo —replicaba Tito en el papel de Cleéreta— se acabará eso de tenerla, eso de amarla? ¿ Es que eres insaciable? Acabas de deolérmela y ya me estás pidiendo que te la vuela a eniar.Parte del público rio, esta vez, por la ingeniosa respuesta de Cleéreta. Tito respiró con algo más de sosiego. Al menos, reían alguna de las bromas de la obra y no sólo los insultos y mofas de aquellos grupos de alborotadores.

Entretanto, los hombres de Casca se movían por entre soldados, esclavos, libertos, oficiales, putas y mercaderes, buscando sin descanso a los que proferían gritos contra la obra. Iban armados con palos y tenían muy claras sus órdenes.

El diálogo en escena continuaba. Diábolo al fin pide a la anciana que concrete exactamente cuáles son sus condiciones, pero eso sí, para poder disfrutar de su hija durante todo un año completo sin que se le siga pidiendo más y más a cada momento. Tito le responde con su voz fingida de vieja lena que lo que ha de hacer es traer, cuanto antes, veinte minas. Con ellas garantizaba que Filenia, que así se llama su joven hija cortesana, sería suya durante todo ese tiempo. Sale entonces de escena Tito, dejando a Diábolo nuevamente solo para que concluya el acto prometiendo a todos que él antes que nadie, especialmente antes que su competidor Argiripo, conseguirá ese dinero y así a Filenia, la joven que todos desean.

—Rogaré, suplicaré a todos los amigos que encuentre. Dignos e indignos,

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estoy dispuesto a abordarlos a todos, a probarlos a todos. Y si no encuentro quien me deje dinero, estoy decidido, recurriré a un usurero.Diábolo sale de escena. El primer acto ha llegado a su fin. Hay algunos aplausos. Prosigue, sin embargo, el bullicio que, con el escenario vacío, recobra fuerza. Tito analiza la situación. Las cosas no han salido como estaban pensadas, pero el público permanece allí; ha habido bromas, pero son sobre todo de los alborotadores contratados para tal fin. Casca reapareció entre bastidores.

—Estamos buscando a esos imbéciles; pronto los echaremos, pero ¿se puede saber qué haces tú de Cleé...? —pero no terminó la frase. El mal olor le hizo volverse y vio al actor que debía representar a la vieja lena desvanecido sobre el suelo.

—¡Por Hércules! Me callo. Has salvado de momento la representación.

—Sí, vamos ahora a por el segundo acto. Le toca a éste —y señaló a Líbano; el joven se había acurrucado en una esquina, entre telas y vestidos y se negaba a moverse.

—¿ué pasa ahora? —preguntó Tito.

—No quiere salir —le explicaron—, tiene miedo. Dice que las cosas van mal y que tiene miedo a que le insulten y le tiren cosas.

—¡Por Castor y Pólux! —dijo Tito mirando al cielo; la maldición de los dioses parecía perseguirle aquella noche con especial saña, y luego mirando a Casca—, ¿vino, dijiste que con él funciona el vino?

—Sí —dijo Casca—, démosle a beber una jarra.

Uno de los esclavos que acompañaban a Casca, a modo de guardaespaldas, salió en busca del vino y, como no era algo difícil de conseguir en aquellas fiestas, regresó al instante con una jarra llena. Tito la cogió y fue junto al actor que representaba a Líbano.

—¿Cómo te llamas, muchacho? —Décimo, señor. Lo siento. No puedo salir. —Bien, tranquilo; bebe unos tragos y, si no puedes salir, no te

preocupes. Ya encontraremos una solución. —Sin embargo, al tiempo que Tito pronunciaba esas palabras, se daba cuenta de que no había más solución que la de que aquel muchacho se recompusiera y se hiciera el ánimo del volver a escena. Tito ya había reemplazado a uno de los actores

y le tocaría representar el papel de Cleéreta hasta el final de la obra. Eso no le preocupaba, pero si hacía de más personajes, los alborotadores se encargarían de hundir la representación, y ya cargados de cierta razón. No era extraño que un actor representase más de un personaje, pero que el autor representase a tres personajes centrales era demasiado. El joven actor bebió dos, tres buenos tragos de vino.

—¿ué tal estás? —preguntó Tito, intentando controlar el nerviosismo para no transmitírselo al muchacho y que su situación empeorase en vez de mejorar.

—No me atrevo. Lo siento.

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—Bien —dijo Tito, suspirando con fuerza—, pues no saldrás, pero sólo si te bebes la jarra entera. O te bebes la jarra o te saco a palos al escenario.

El muchacho, que vio a los hombres de Casca acercarse, con gruesas estacas en las manos, vio que aquello se ponía mal. Cogió la jarra y de un largo y continuado trago se la acabó. Con ello se sintió más seguro, al haber cumplido lo que se le pedía para no tener que salir a escena, pero para su horror, escuchó la sentencia de Tito Macio.

—Cogedlo y arrojadlo a escena. —Si él se hundía no sería solo ni sería él el único que hiciera el ridículo ante toda Roma aquella infausta tarde.

La Asinaria, acto IICasca asintió confirmando las instrucciones de Tito y los dos aguerridos esclavos asieron al joven actor que pugnaba por zafarse de sus captores y lo subieron a las escaleras del escenario y una vez allí, lo empujaron con fuerza, de forma que, rodando por el suelo, con un litro de vino en el cuerpo, mareado y con pánico, retornó Líbano a escena. La entrada dando tumbos surtió al menos un efecto inesperado: atrajo la atención del público que, sorprendido por aquel infrecuente comienzo de un segundo acto, calló por un momento. Líbano se levantó y se sacudió el polvo. Sintió las miradas de todos. Pensó en salir corriendo, pero los esclavos de Casca le esperaban esta vez blandiendo unos palos terminados en un pincho terrible. Aquélla no era una opción. Miró entonces hacia el

otro lado del escenario. Tito Macio, en previsión de alguna idea semejante por parte del joven actor, había corrido por detrás del escenario hasta alcanzar el otro acceso al mismo y, acompañado por otros dos esclavos armados, vigilaba al pobre Líbano. Éste se vio atrapado, sin salida. Bueno, le quedaba una posibilidad para evitar que el público la tomase con él y se divirtiese arrojándole comida, o palos o lo que fuera que encontraran a su alrededor: empezó a recitar su papel. Empezaba el segundo acto.

—Por Hércules, Líbano, ya es hora de que espabiles e imagines un engaño para conseguir el dinero. Ya hace un buen rato que dejaste a tu amo y te fuiste al foro para conseguir el dinero.Y continuó. El vino empezaba a hacer efecto sobre él, pero en lugar de atenazarle o hacerle dudar, conseguía que las palabras fluyeran bien, rápidas, divertidas de su boca. Tito, admirado de aquel milagro, contemplaba al joven actor boquiabierto. Líbano continuaba actuando, la atención del público fija en él. Entraba entonces en escena Leónidas, otro esclavo de casa de Deméneto, compañero de fatigas y de fechorías del propio Líbano. Leónidas irrumpe en el escenario y hace partícipes a todos de un hecho sobresaliente: se ha enterado de que la mujer de su amo, Deméneto, ha vendido unos asnos por veinte minas a un mercader y que éste viene ahora a pagar ese dinero al atriense, al esclavo capataz de la casa de Deméneto, pero que el mercader no conoce a dicho atriense, ante lo que Leónidas no dudó en presentarse ante el mercader como el atriense. El mercader, claro, duda y dice que, como no conoce a Sáurea, que así es como se llama el atriense auténtico de Deméneto, no puede darle el dinero allí, sino sólo en casa de Deméneto; compartida esa información, Líbano y Leónidas pactan que el propio Leónidas continúe haciéndose pasar por el atriense de Deméneto para cobrar el dinero y que Líbano reforzará con sus palabras aquella mentira

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ante el propio mercader para conseguir que éste se confíe y así robar el dinero, evitando que llegue el dinero al atriense auténtico. Y con esas minas después podrán volver ante Deméneto para que éste a su vez se las dé a su hijo que, por su parte, las usará para pagar a Cleéreta y así conseguir a su amada Filenia antes de que Diábolo haga lo propio. Con esto se conseguía usar el dinero de la madre de Argiripo para pagar los devaneos amorosos de su propio hijo. Todo

encajaba, claro que tenían que engañar al mercader. Tito contemplaba cómo su obra empezaba a moverse por sí sola, como

una gran maquinaria de guerra, como las que había visto en los campamentos romanos en los que había servido, que, una vez puesta en marcha, ya nadie pudiera parar. uizá no fuera la mejor imagen para definir lo que estaba ocurriendo. O quizá sí. De entre el público llegaron más gritos, pero, de pronto, los gritos quedaron cortados. Los hombres de Casca habían cazado a uno de los grupos de alborotadores de la compañía rival compuesto de cuatro jóvenes actores y dos esclavos más mayores. A uno de los actores le abrieron la cabeza allí mismo con un palo y lo sacaron del teatro cogido por los pies, a rastras. Los dos esclavos huyeron y los tres actores restantes fueron capturados, cubiertas sus caras por unos sacos y llevados al exterior. Allí, a una conveniente distancia del recinto teatral, junto a un muro, entre las alargadas sombras del atardecer, los hombres de Casca molieron a palos a cada una de sus víctimas, hasta que las súplicas de éstos se trasformaron en sollozos de dolor. Los dejaron allí, sobre un charco de sangre y regresaron a por el resto de los alborotadores.

En el escenario Leónidas había dejado de nuevo a Líbano solo, pero éste campaba a gusto por el tablado, seguro de sí mismo, dominando la escena. Entra entonces el mercader, acompañado de un mozalbete, y se dirige a la puerta de Deméneto para llamar y dar así el dinero de los asnos al atriense de aquella casa. Líbano lo ve y sabe que debe impedirlo para que el auténtico atriense no salga a cobrar el dinero.

—Anda, chaval, llama a la puerta y dile a Sáurea, el atriense, si está dentro, que salga —dice el mercader.

—¿Quién —interrumpe Líbano— es el que está rompiendo nuestra puerta? ¡Eh, tú! ¿No me oyes?—¡Todavía no tocó nadie! ¿Estás bien de la cabeza?La gente ríe. Tito no da crédito a lo que está pasando. Los hombres de Casca están trabajando bien; ya se han deshecho de varios alborotadores y Líbano lo está bordando en escena. Y, para colmo de satisfacciones, el mercader le da una buena réplica, explicando el porqué de su interés de ver al atriense. Líbano comenta entonces que el atriense no está, que ha salido esa mañana al foro. El mercader responde que precisamente del foro viene y que allí se le ha presentado un esclavo como el atriense de

Deméneto, pero que claro, no se ha fiado. Líbano pasa a describir la figura de Leónidas como si se tratase del propio atriense.

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—Era chupado de cara, algo pelirrojo, barrigudo, de mirada torva, de gran estatura y gesto ceñudo.—Un pintor no hubiera podido hacer mejor su retrato —comenta el mercader en un aparte mirando al público haciéndolo cómplice de su sorpresa al tiempo que la gente sonríe al ver cómo el plan de los dos esclavos empieza a surtir efecto.

Leónidas, haciéndose pasar por el atriense y fingiendo no ver al mercader, empieza a insultar y criticar a Líbano por no hacer bien todas las tareas que le había, supuestamente, encomendado aquella mañana. El propio mercader, ante la injusticia con que Leónidas trata a Líbano, intenta interceder, pero sin conseguir nada. Leónidas sigue maltratando y riñendo a Líbano como si fuera el auténtico atriense de aquella casa: hasta tal punto llega en sus desmanes que el propio mercader está agotado por sus incontenibles peroratas de insultos hacia Líbano y amenaza con largarse de allí sin entregar el dinero a nadie, ante lo que Leónidas cambia de estrategia y empieza a hacer caso al mercader. Algunos alborotadores que aún quedan entre el público intentan gritar y hacer alguna broma, pero la misma gente que los rodea los hace callar. El público está interesado por el desarrollo de la obra, por la trama urdida por los esclavos y por saber si al fin éstos serán capaces de engañar al mercader y quedarse con el dinero. Líbano insiste en presentar a Leónidas como Sáurea, el atriense de casa de Deméneto, y que por ello tiene derecho éste a criticarle como capataz de aquel hogar ya que su labor es la de supervisar el trabajo del resto de los esclavos. El mercader, no obstante, se muestra desconfiado y no parece dispuesto a entregar el dinero a un esclavo al que no conoce por muy atriense que éste sea.

—A pesar de todo, no me conencerás de que confíe este dinero a un desconocido como tú —replica el mercader a Leónidas—. Cuando no se le conoce, el hombre es un lobo, no un hombre, para el hombre.El joven Publio, que al igual que el resto del público estaba cada vez más absorbido por la obra, escuchó aquella afirmación del mercader del escenario y se quedó pensativo, sopesando cuánta profundidad en una frase de una comedia, pero la acción seguía y, si no prestaba atención,

corría el riesgo de perderse el desenlace de aquella obra que le estaba sorprendiendo más de lo que hubiera podido esperar.

La Asinaria, acto IIILos tres actores dejaron la escena sin que el mercader soltara su dinero, quedando en suspenso el desenlace de aquella situación, para dejar paso a Tito Macio que, nuevamente, en su improvisada caracterización de la vieja lena Cleéreta, entraba en escena, esta vez acompañado de un muchacho de voz afeminada que hacía el papel de Filenia, la joven cortesana tan deseada por todos en aquella obra. Ambos se enzarzan en una disputa en el escenario, en donde la vieja lena defiende el interés por encima del amor mientras que su hija habla de la pasión que siente por Argiripo y su desdén por el dinero. En éstas estaban Tito Macio y su joven compañero de reparto, mientras Décimo, Líbano en escena, pedía detrás

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del escenario que por lo que más quisieran le dejaran beber algo más de vino, pero los hombres de Casca se lo negaban.

—Tito Macio ha dicho que no bebas más hasta el final de la obra; luego él te dará a beber todo lo que tú quieras.

—Pero, lo necesito; no podré seguir sin más vino...

Los esclavos de Casca blandieron en el aire sus palos con pinchos. Tito Macio y el joven muchacho que hacía de Filenia dejaron el escenario y Tito cruzó su mirada con Líbano. Éste agachó la cabeza y salió de vuelta al escenario acompañado de Leónidas. Juntos, en el tablado de madera, desvelan en su diálogo a todo el público cómo el viejo Deméneto había fingido reconocer en Leónidas la persona de Sáurea, el atriense de la casa, de forma que el mercader, al fin, había cedido el dinero a Leónidas. Los dos esclavos reían en el escenario y con ellos gran parte del público disfrutaba de la gesta de los dos jóvenes malhechores. Entra entonces a escena Argiripo acompañado de Filenia, lamentándose de la imposibilidad de seguir juntos ya que veinte minas los separan, el precio que la madre de Filenia ha puesto a Argiripo, a Diábolo o a cualquier otro, para poder disfrutar de sus encantos. Líbano y Leónidas, desde una esquina del escenario contemplan la escena divertidos, a sabiendas de que

en su poder está el dinero que necesitan los jóvenes enamorados para poder disfrutar de su amor. Tito Macio, no obstante, había evitado un desenlace tan sencillo de la obra, de modo que el público, esperando que Leónidas entregue el dinero a Argiripo sin más argucias, se ve sorprendido por una nueva treta que deciden urdir los dos esclavos, borrachos de victoria tras haber engañado al mercader: Líbano y Leónidas deciden que entregarán el dinero a Argiripo, pero eso sí, primero se reirán de él y de Filenia, haciendo que éstos accedan a sufrir todo tipo de humillaciones para conseguir el dinero que tanto ansian.

—Escuchad —dice Leónidas a Argiripo—, prestad atención y deorad mis palabras. En primer lugar, nosotros no negamos que somos tus esclaos, pero, si te entregamos veinte minas, ¿cómo nos llamarás?Argiripo se humilla ante sus esclavos y dice que los llamará patronos, dueños, amos, que hará lo que ellos quieran. Éstos ríen y con ellos el público.

—Dile a ella —dice entonces Leónidas señalando a Filenia—, a quien le vas a dar la bolsa del dinero, que me lo ruegue, que me lo pida.Filenia empieza a rogar a Leónidas por el dinero que necesitan y que los esclavos tienen en su poder. El público observa con deleite la escena. Casca sonríe sin parar. Una escena brillante para celebrar las Saturnalia y su canon invertido donde los esclavos pueden mandar y los amos servir. Genial. Y la gente se ríe. Se ríe.

—Leónidas —empieza el muchacho que interpreta a Filenia agudizando aún más su voz—, ojito mío, rosa mía, corazón mío, dame el dinero. No separes a dos enamorados.Leónidas se aleja de Filenia y se pasea por la escena entre el jolgorio general del teatro.

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—¡Pues llámame tu gorrioncito —exclama a viva voz para hacerse oír por encima de las carcajadas—, tu gallina, tu codorniz, llámame tu corderito, tu cabritillo o, si quieres, tu ternerito. Cógeme por las orejitas, junta tus labios con los míos.Ante el último descaro de Leónidas, Argiripo, tal y como marca el guión, salta como un loco, fuera de sí. Tito Macio, desde el extremo del escenario está disfrutando.

—¿Besarte ella a ti, granuja?Leónidas presiona, chantajea, si no hay beso, abrazos, mimos de Filenia, no hay dinero. Argiripo, humillado completamente por la necesidad, transige y lo tolera todo. Y los esclavos continúan mofándose de su amo y de la joven cortesana. Los obligan a suplicar, a arrodillarse, y todo ante el disfrute absoluto del público asistente. Ya no se oye a ningún alborotador: o están fuera, descalabrados por los hombres de Casca, o, ya callados, asisten interesados al transcurrir de la obra. Tito, orgulloso, contempla el desarrollo perfecto de la escena, el interés de los espectadores, cuando de pronto ocurre el desastre. Voces desde fuera del recinto anuncian la llegada de un grupo de gladiadores que van a combatir a muerte.

—¡Gladiadores, gladiadores exóticos, venidos de África, de Asia, de Hispania! ¡Iberos, númidas, helenos! ¡Combatirán a muerte ante vosotros!

Tito sacude la cabeza en total desesperación: combates de gladiadores a las puertas del teatro. Ahora todo el mundo saldrá y dejará el recinto medio vacío o vacío por completo. Y todo marchaba tan bien. Podrían enviar a los hombres de Casca, pero no serviría de nada: una cosa era aporrear a unos cuantos esclavos y actores de poca monta y otra muy distinta enfrentarse a un grupo de gladiadores fuertemente armados y adiestrados en la lucha cuerpo a cuerpo. No, los hombres de Casca no durarían ni cinco minutos en manos de esos gladiadores; contra ellos no se podía hacer nada. Y los triunviros, los únicos que podrían imponerse, no se metían en estos asuntos. Tito Macio cierra los ojos y maldice su suerte y no ve cómo en el escenario la escena que escribiera meses antes a la luz de su lámpara de aceite en aquella angosta y húmeda habitación prosigue bajo la atenta mirada del público. Líbano ha cogido el testigo y es quien impreca ahora a Argiripo y Filenia. A esta última le pide que le llame «patito, pichoncito, cachorrito, golondrina, chovita, gorrioncito, chiquitito». Y luego la conmina a que lo abrace. Argiripo nuevamente salta intentando detener tales humillaciones, pero una vez más se ve obligado a transigir para conseguir las veinte minas que los esclavos tienen. Sin embargo, ni Leónidas ni Líbano se dan por satisfechos: quieren más y ordenan al propio Argiripo que los lleve a caballito, usando al patricio de montura. Argiripo se niega, pero el chantaje sigue surtiendo

efecto y, para placer y deleite de todo el público, los esclavos se salen con la suya y montan sobre el hijo de su amo. Los gladiadores se pasean por las puertas del teatro, pero apenas si sale nadie. No entienden qué ocurre, de forma que ellos mismos, junto con el resto de los feriantes que los acompañan, equilibristas, saltimbanquis y mimos, entran en el recinto del teatro para ver qué está pasando y averiguar por qué la gente no sale.

Tito abre los ojos y asiste al desenlace de la escena que tantas horas le costó construir: Líbano y Leónidas, por fin, acceden a entregar el dinero a su joven amo y, entre risas, se despiden de

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los jóvenes amantes, una vez que han satisfecho todas sus saturnales fantasías de sentirse por encima de sus amos, aunque tan sólo fuera por unos breves pero divertidos y gozosos minutos. Termina el tercer acto. La gente aplaude a rabiar. Tito y Casca se encuentran de nuevo tras el escenario. Casca le observa admirado mientras el anterior da las instrucciones para el cuarto acto. Casca está conmovido. Nunca había visto nada igual en todos los años que llevaba dedicados al mundo del teatro: aquel autor debutante había superado los desastres promovidos por actores borrachos y tímidos, había resistido las bromas de la clac de alborotadores de cada noche, ayudado por sus hombres, pero si la obra no fuera entretenida, de nada habría servido la intervención de sus esclavos desalojando a todos aquellos mentecatos; pero, por encima de todo, Tito Macio Plauto había conseguido evitar que el público dejase el teatro para acudir, a mitad de representación, a una pelea de gladiadores. No sólo eso, sino que había visto cómo los propios gladiadores y toda su comitiva de energúmenos que los acompañaban entraban en el teatro para ver la obra. Aquello no tenía precedentes. Casca sentía que estaba asistiendo a algo histórico, pero todavía quedaban dos actos: ¿sería Tito Macio capaz de mantener el interés del público? Habría que verlo. Casca dejó a Tito ocupado en dar instrucciones a Diábolo que debía volver a escena y se dirigió a su sitio cerca del edil de Roma. Desde la distancia observó al edil con sus amigos: estaba en animada conversación; su mujer también participaba. Se les veía contentos, satisfechos. Aquello estaba bien. Casca paseó su mirada por el resto de asientos de las autoridades. Allí vio a alguien que le extrañó descubrir entre los presentes: el joven Catón, el fiel servidor de uinto Fabio Máximo. ué extraño. Máximo detestaba el teatro. ¿ué hacía

entonces su mano derecha en aquel teatro? De hecho, tampoco se veía muy contento a Catón: estaba serio, mirando de reojo hacia ambos lados; volviéndose de vez en cuando hacia el público, valorando, evaluando, considerando... Pero ¿el qué? Antes de que sus pensamientos pudieran meditar con mayor detalle sobre aquella inesperada presencia entre el público, Diábolo apareció en escena. Comenzaba el cuarto acto.

La Asinaria, acto IVDiábolo había pedido a un siervo suyo, un parásito, que redactara con detenimiento cada una de las cláusulas del contrato que haría firmar a Cleéreta cuando le entregara a ésta las veinte minas que él ya había conseguido por su cuenta para conseguir el favor de Filenia, desconociendo que Argiripo ya tenía también las veinte minas necesarias reclamadas por la vieja lena, en este caso el dinero que le habían procurado Leónidas y Líbano engañando al mercader y que le habían dado, eso sí, no sin antes hacerle pasar un sinfín de humillaciones y vejaciones de todo tipo. El parásito leía a Diábolo una tras otra las cláusulas más suspicaces que nadie pudiera haber imaginado para controlar de forma absoluta la voluntad de una mujer, haciendo las delicias de un público que veía cómo, tras un aparente desenlace de la obra, seguían nuevas escenas donde continuaba complicándose la trama.

—«No dará ningún motio de sospecha —leía el parásito de una tablilla en la que tenía anotadas todas las condiciones que Filenia debería cumplir una vez entregadas las veinte minas a su madre, mientras que Diábolo se regocijaba en la lectura de aquellas leoninas cláusulas—. Al levantarse de la mesa, no pisará con su pie el pie de ningún hombre y, cuando

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tenga que subir al lecho vecino o bajar de él (ya que por su condición estará colocada en el medius lectus, siempre entre dos personas), no dará la mano a nadie. No le enseñará a nadie su anillo ni le pedirá que le enseñe el suyo. No acercará sus talones a ningún hombre más que a ti y, al arrojar los dados, no dirá “por ti”, sino que pronunciará tu nombre. Inocará la protección de cualquier diosa, pero la de ningún dios;...A ningún hombre hará señas con la cabeza, ni guiños con los ojos, ni señales de asentimiento.Además, si se apagara la lámpara, no moerá ni un solo miembro de su cuerpo en la oscuridad.»Diábolo complacido replica a su fiel servidor.

—Muy bien. Está claro que así ha de comportarse... pero en la alcoba... no, borra eso. Ardo en deseos de verla moerse. No quiero que tenga un pretexto para decir que se le ha prohibido.Carcajadas generales entre el público. Las cláusulas continúan con las decenas de comportamientos en los que la pobre Filenia no podrá incurrir, hasta que al fin Diábolo y el parásito salen un momento de escena para volver en unos segundos y en un nuevo diálogo desvelan al público que han ido a casa de Filenia y Cleéreta no les ha permitido ya entrar porque Argiripo ha llegado primero con el dinero. Diábolo clama al cielo, increpa a los dioses, maldice su suerte y jura que eso no quedará así. Junto con su parásito traman venganza: deciden que acudirán a Anemona, madre de Argiripo y mujer de Deméneto, para informarle de que su marido, junto con su hijo Argiripo, se encuentra en casa de una cortesana disfrutando de los placeres de la carne en connivencia y a sus espaldas. De esta forma, cuando ya el público pensaba que se había llegado al final, comienza un nuevo acto en donde todos desean saber en qué queda aquella venganza y cómo reaccionará la poderosa mujer traicionada cuando sepa de los amoríos de su hijo y del acompañamiento y consecuente infidelidad de su marido en casas de fulanas y, para colmo, todo ello a costa de su propio dinero, las veinte minas que nunca llegaron a manos de Sáurea, su esclavo atriense, por las argucias de Líbano y Leónidas, esclavos de su marido.

La Asinaria, acto VEl quinto y último acto de la obra abre con Argiripo viendo cómo su padre, Deméneto, se solaza acariciando y besuqueando a Filenia. Argiripo ha tenido que humillarse ante sus propios esclavos para conseguir el dinero y ahora le queda tolerar que su padre disfrute de Filenia, ya que fueron las órdenes de su padre las que llevaron a los esclavos a robar el dinero necesario para pagar a la madre de Filenia. Argiripo intenta

sobrellevar lo mejor que puede las nuevas humillaciones ante el general disfrute de un público divertido y entretenido por el argumento de la historia.

—El amor filial, padre, impide que me duelan los ojos. Aunque yo la amo, trataré de soportar con resignación verla recostada a tu lado — comenta Argiripo con voz abrumada.

—Aguanta solamente un día, ya que te he dado la posibilidad de estar con ella un año entero y te conseguí el dinero para sus amores —le responde Deméneto, su padre en la escena.

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Termina así la primera escena del quinto acto, para, con la entrada por un extremo del escenario, de Anemona y el parásito, dar inicio a la escena final de la obra. Tito Macio Plauto observa a los actores desde detrás de las telas, a un lado del escenario, y, sin darse cuenta, sus labios, en voz baja, recitan, palabra a palabra, cada línea en sincronía con cada uno de los actores. Tiene lágrimas en los ojos. Se oye entonces un trueno. Va a llover. Por Hércules, no ahora, ahora no. Por todos los dioses, sólo cinco minutos más, cinco minutos más. Tito inspira con profundidad buscando ahogar en el aire su tormento. Sus plegarias silenciosas parecen tener eco entre los dioses: el hombre que hace de Anemona hace caso omiso del estruendo que rasga el cielo y, para sorpresa de Tito, lo mismo hace el público más interesado en escuchar los lamentos de la matrona ultrajada y traicionada por su marido que en refugiarse de la incipiente lluvia.

—¡Y yo, desgraciada de mí, que pensaba que tenía un marido ejemplar, sobrio, cabal, morigerado y amantísimo de su esposa! —clama Artemona al cielo, mientras la fina lluvia se esparce por el aire de la ciudad.

El actor que hace de parásito, encogido, en una esquina del escenario, señalando el otro extremo del mismo, donde Deméneto acaricia a Filenia junto a su hijo, le da la rápida réplica a Artemona.

—Pues desde ahora debes saber que es el mayor de los granujas, borracho, bribón, libertino y aborrecedor de su esposa.Artemona y el parásito callan, dejando que ahora se escuche la conversación entre Deméneto y Filenia, en la que el marido infiel desconoce que está siendo espiado por su propia esposa, roja de ira. El público se divierte intuyendo la inminente atronadora entrada final de

Artemona en aquella escena de amantes traidores. —¡Por Pólux —comenta Deméneto al oído de Filenia—, qué alientomás perfumado, comparado con el de mi mujer!Filenia, cortesana hábil, deja que el ardiente marido infiel se explaye en sus diatribas contra su mujer.

—Dime, por faor, ¿es que le huele mal el aliento a tu mujer? — pregunta Filenia.

—¡Puf...! Preferiría beber agua de cloaca, si fuera preciso, a darle un beso—responde Deméneto. El público ríe a carcajada suelta. La gente está feliz. Casca navega con

su mirada por el recinto: está repleto; nunca antes había visto tanta gente al final de una representación. Los ojos de Casca, no obstante, se detienen en la faz del edil de Roma. El joven Escipión está serio, se ha llevado una mano a la frente, como si le doliera la cabeza. ¿Será la molesta lluvia? Es extraño. Hasta hacía tan sólo unos instantes parecía estar tan entretenido como el resto del público. Su joven esposa le dice algo. ¿De qué hablarán? Desde la distancia no puede escuchar y nunca fue bueno en el arte de leer los labios.

—¿Estás bien, Publio? —pregunta Emilia, sorprendida por el repentino cambio en el estado de ánimo de su marido.

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—No es nada. Estoy bien, sí.

Pero Emilia conoce ya demasiado bien a su marido como para dejarse engañar.

—Algo te ha pasado. Estás pálido.

Y así es. Publio se siente enfermo de repente. El aire se ha enfriado con la lluvia, pero no es eso. Es una sensación extraña, compleja, difícil de definir y más aún de explicar y menos allí, en medio de aquel tumulto de gente, todos riendo. Tanta felicidad. De pronto, había tenido como una difusa visión sombría, de profundo dolor, una especie de premonición desgarradora, lejana y próxima a un tiempo. No quería preocupar a Emilia y menos por un sentimiento confuso, absurdo, un sinsentido del alma.

—Estoy bien —dijo—, estoy bien; veamos cómo termina la obra.

Emilia no dijo más y fingió volver a interesarse por la obra, pero sus ojos y su corazón vigilaban atentos el ceño fruncido de su marido.

En el escenario el joven muchacho que hacía de Artemona anticipaba cuál sería parte de su venganza en cuanto cogiera a su marido y lo arrastrara fuera de aquella casa de fulanas. Si aquel miserable decía que tenía mal aliento, Artemona ya tenía pensado parte de su futuro castigo.

—Juro por Castor que me pagará con creces todo este aluvión de injurias. Pues, si vuele hoy a casa, mi venganza consistirá principalmente en besarlo. Pero los insultos de Deméneto hacia su esposa van mucho más allá y,

entre las risas del público, éste continúa maldiciendo a su mujer, jurando que va a robarle el mejor de sus mantos para dárselo a Filenia. Ante tal ristra de injurias Artemona no resiste más, irrumpe en casa de Filenia y arranca a su marido de los brazos de la cortesana.

—Estoy completamente perdido —aulla Deméneto. —¿Y qué? ¿Le huele el aliento a tu esposa? —pregunta Artemona. —Le huele a mirra —replica Deméneto, cada vez con la voz más

compungida al entender que su mujer, sin duda, ha estado escuchando todo cuanto ha dicho.

—¿Y ya me robaste el manto para dárselo a tu amiga? —continúa Artemona interrogando a su marido entre las risas, casi lágrimas de muchos de los asistentes a la representación. Al fin, Artemona hace que su marido se levante y deje a la cortesana para volver a casa. Éste, no obstante, pertinaz en su infidelidad, musita un último ruego.

—¿Y no puedo quedarme a cenar, que ya se está preparando la cena?Artemona es sucinta en su respuesta.

—Por Castor que cenarás hoy, pero una buena paliza, como te mereces.Deméneto mira al público, como suplicando a todos por su intermediación para salvarle de su próxima condena.

—¡Mala noche me espera! Mi mujer me lleva a casa ya juzgado y sentenciado.Y para acrecentar más, si eso es posible, sus males, Tito, desde bastidores, pronuncia en silencio las palabras a las que Filenia da voz en el escenario.

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—No te olides del manto, cariño.El público ríe, Artemona pega a su marido, éste se defiende, al tiempo que observa cómo su hijo Argiripo triunfa al fin y se queda con su amada Filenia para disfrutar ambos de su mutua pasión. Tito sacude la cabeza de

un lado a otro, como no dando crédito a lo que ha conseguido: la representación completa de su primera obra. Ahora le toca a él darle el broche final. Los actores abandonan la escena. Tito Macio Plauto espera un segundo y enseguida sube, por última vez, aquella ya lluviosa tarde, al escenario. Tiene que decir su parlamento final.

Asciende las escaleras, camina lento, con pasos grandes hasta alcanzar el centro de la escena y, al contrario que hace tres horas, el público, respetuoso ante el autor de la obra que acaban de disfrutar, guarda un profundo silencio.

—Si este viejo echó una cana al aire a espaldas de su mujer, no hizo nada nueo ni extraordinario ni diferente a lo que suelen hacer los demás. Ahora, si queréis interceder por el viejo, para que no sea azotado, creemos que podéis conseguirlo dando un fuerte aplauso.Tito extiende los brazos hacia el público y baja su cabeza, esperando el dictamen final del pueblo de Roma. El público rompe en un sonoro e infinito aplauso, el aplauso más bello que nunca jamás había escuchado Casca, el más intenso que nunca habían percibido todos los actores de la compañía, el más largo, el más denso; un aplauso que regaba el corazón de Tito por encima del dolor y el sufrimiento en la rueda del molino, en el campo de batalla, en la miseria. Era un aplauso procedente de los mismos que le habían enviado a luchar a una guerra que no era la suya, un aplauso de los mismos que apenas le habían dado limosna suficiente para subsistir entre las calles de aquella inmensa ciudad. Tito extendió aún más sus brazos, como si quisiera tocar con las yemas de sus dedos a cada uno de los presentes. El agua de la lluvia arreciaba cada vez con más intensidad, pero ni la gente dejaba de aplaudir ni Tito dejaba el escenario. Los actores contemplaban aquel momento acompañados ya por Casca, que había acudido a bastidores para felicitar a su protegido, pero ni él ni los actores se atrevían a interrumpir aquel instante de gloria. Aquella noche había ocurrido algo especial en Roma. Se acababa de establecer un vínculo especial, una alianza desconocida hasta entonces entre un autor y su público. La gente seguía aplaudiendo y, poco a poco, un grito fue extendiéndose por todo el recinto. Tito Macio escuchó cómo un nombre emergía de miles de gargantas romanas aquella noche, y no era el de un general victorioso, un cónsul triunfador o un valeroso tribuno. No. Era

otro el nombre que aquella noche henchía el viento de la ciudad. —¡Plauto, Plauto, Plauto! —clamaban miles y miles de voces, agradecidas, felices, conmovidas—. ¡Plauto, Plauto, Plauto! —se oía por encima de la lluvia, de los truenos, de la soledad eterna en la que hasta ese momento Tito Macio había subsistido. Ya no sería nunca más un don nadie, un miserable, un harapo del pueblo; ya ni siquiera volvería a ser

Tito Macio, sino tan sólo Plauto, Plauto, Plauto.

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Cuestións sobre o texto:1. ue maxistrados supervisaban en Roma a contratación de espectáculos teatrais nas

festas públicas? A que festividade alude o texto, cando se celebraba e en que consistía esta?

2. ue tipo de obras dramáticas eran as preferidas polo pobo nesta época? Argumenta a túa resposta.

3. ue autor, pioneiro da Literatura Latina, é citado no texto como autor de traxedias? Cita varias das súas obras.

4. No texto fálase dunhas pírricas victorias sobre os exércitos de Aníbal. ue significa esa palabra e cal é a súa orixe?

5. Fálase tamén do ostracismo como a fin reservada a un autor teatral fracasado. ue significa este termo e cal é a súa orixe etimolóxica?

6. ue lugares do teatro eran ocupados polas autoridades? Enumera os maxistrados presentes na representación e explica brevemente a súa función.

7. Di Plauto na presentación da obra que se vai representar que é unha creación totalmente súa? Como reacciona o auditorio?

8. Podías explicar o significado e a orixe da expresión facer mutis polo foro?

9. Explica a que arquetipo de personaxe plautino responden os seguintes nomes, protagonistas de “Asinaria”

Deméneto

Argiripo

Líbano

Diábolo

Cleérata

Filenia

Leónidas

Artemona

10. Por quen son desempeñados os papeis femeninos na obra? Como se caracterizan en escena estes personaxes?

11. De que maneira son representadas unhas “Saturnais” en escena?

12. ue perigo ameaza de repente á exitosa representación de Plauto?

13. Nas liñas finais Plauto da unhas pistas sobre as súas ocupacións anteriores ao teatro. Cales foran? ue sabemos en realidade da vida de Plauto?

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