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JUAN CARLOS ONETTI Dejemos hablar al viento www.puntodelectura.com

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  • JUAN CARLOS ONETTI

    Dejemos hablar al viento

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    www.puntodelectura.com

  • JJuuaann CCaarrllooss OOnneettttii (Montevideo, 1909-Madrid, 1994) fue uno de los mejores expo-nentes de las letras hispnicas del siglo xx.Autor de relatos y novelas, a su primera etapase deben obras tan importantes como El pozo(1939), Tierra de nadie (1941), Para esta noche(1943) o La vida breve (1950). Desde la publi-cacin de esta ltima, comenz a situar todassus obras en Santa Mara, universo imaginarioa travs del que sent escuela en la narrativalatinoamericana. Los adioses (1953), El asti-llero (1961) o Juntacadveres (1964) son buenamuestra de su madurez y altsima calidad lite-raria. Exiliado en Espaa desde mediados delos aos setenta, obtuvo el prestigioso PremioCervantes en 1980 y el reconocimiento de supas, una vez ste recobr la democracia, con elGran Premio Nacional de Literatura en 1985.

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  • JUAN CARLOS ONETTI

    Dejemos hablar al viento

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  • Ttulo: Dejemos hablar al viento 1979, Juan Carlos Onetti Herederos de Juan Carlos Onetti Santillana Ediciones Generales, S. L. De esta edicin: marzo 2008, Punto de Lectura, S.L.Torrelaguna, 60. 28043 Madrid (Espaa) www.puntodelectura.com

    ISBN: 978-84-663-2088-7Depsito legal: B-9.546-2008Impreso en Espaa Printed in Spain

    Diseo de portada: Jess AcevedoDiseo de coleccin: Punto de Lectura

    Impreso por Litografa Ross, S.A.

    Todos los derechos reservados. Esta publicacinno puede ser reproducida, ni en todo ni en parte,ni registrada en o transmitida por, un sistema derecuperacin de informacin, en ninguna formani por ningn medio, sea mecnico, fotoqumico,electrnico, magntico, electroptico, por fotocopia,o cualquier otro, sin el permiso previo por escritode la editorial.

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  • A Juan Ignacio Tena Ybarra

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  • DejemosHablarAlViento 30/1/08 17:35 Pgina 8

  • Do not moveLet the wind speak

    That is paradise

    E. P.

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  • PRIMERA PARTE

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  • CAPTULO PRIMERO

    ITE

    El viejo ya estaba podrido y me resultaba extrao que sloyo le sintiera el agridulce, tenue olor; que ni la hija ni elyerno lo comentaran. Estaban obligados a ventear y frun-cir la nariz porque ellos eran sus parientes y yo no pasabade enfermero, casi, falso, ex mdico.

    Aqul era el primero de los trabajos que me haba elegidoFrieda cuando llegu a Lavanda y la descubr en avenidaBrasil 1597, tan hermosa y dura como en los tiempos vie-jos, y trat de sacarle dinero le sobraba o el apoyoimprescindible para todo inmigrante que pide, como uncornudo digno, una nueva oportunidad.

    Los trabajos y los castigos. Cuidar la agona del viejoque era el primero de la serie de sus venganzas sin motivoproporcional. Ella y yo preferamos acostarnos con muje-res y alguna noche sin recuerdo chocamos en Santa Maray yo no gan por merecerlo sino porque la mujercita enjuego tuvo ms miedo de mi carnet de comisario que avi-dez por lo que ella, Frieda, le estaba ofreciendo en el res-taurante de la costa, sin intencin de cumplir. Era un jue-go; y tarde en la madrugada Frieda perdi, hizo caer un

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  • chorro de saliva dentro de su vaso, se pint la cara y pudosonrerme antes de levantarse para salir y buscar su coche.Era, entonces, un Dedion Bouton crema, pequeo y sincapota. Habamos estado los tres, tan cordiales, en la mis-ma mesa. La mujercita, joven, flaca, sucia, se qued conmi-go. No puedo descubrir otra causa y esta misma es confusa.

    Lo mejor de la experiencia, de la venganza primera, era lafrescura de las maanas, cuando excitado y viril por la fal-ta de sueo me apoyaba en la verja de la Embajada Argen-tina para esperar el mnibus 125. Las mejores entre todaseran las maanas de aquel verano tormentoso, con barroy hojas castaas en el suelo, aquel aire inquieto que acaba-ba de ser hecho para m, aquella zumbona alegra de losviejos rboles de las quintas, las casonas que haban teni-do nombre y prestigio, el cielo indeciso, arremolinado.

    Porque ni el aire ni yo creamos del todo en lo quehabamos hecho y visto durante la noche; y empezba-mos el da despreciando las tareas, reconstruyendo en bro-ma el amor, la amistad, la simpata, el simulacro de la feen los hombres, en sus cortas y feroces creencias.

    A pesar del calor que llegaba a los nervios, la nochehaba sido tranquila y los ritos se repitieron con la impasi-ble escrupulosidad de siempre. El yerno, el capitn, vinocon su mujer a las nueve, casi enseguida de que la sirvien-ta hubiera salido del dormitorio con la bandeja de mi co-mida, cuando yo estaba preparando la primera inyeccin.

    Apagu la llama de alcohol, puse la jeringa en la cajanegra y volv a sentarme en el silln con un libro abiertoque se titulaba Concepciones cclicas de Vico. Prefera no dar

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  • inyecciones sin testigos. Acompaante nocturno, dijoFrieda, y el ttulo lo repiti Quinteros. Doscientas drac-mas por noche y el trabajo es nada, dijo apresurado,mientras apoyaba indiferente una mano abierta en la rodi-lla de Frieda y me recitaba pedazos apcrifos de la historiadel viejo condenado e insinuaba mis posibles descubri-mientos en el dormitorio, en los muebles, en el colchn,en los gestos y el balbuceo final.

    Quinteros, que haba tenido un antepasado que eli-gi llamarse Osuna cuando en el quinientos los ReyesCatlicos hicieron una pequea limpieza. Pero l, fuerade los negocios, impona el Quinteros como desafo ina-ne y tal vez satisfactorio.

    No s, exactamente, cundo decid aceptar irreme-diable la necedad humana, Santa Mara, Lavanda, el res-to del mundo que ignorara siempre. Abstenerme decontradecir. No s cundo aprend a saborear silenciosomi total desavenencia con varones y hembras. Pero miencuentro con Quinteros-Osuna, con su estupidez po-derosa, con su increble talento para ganar dinero, meprodujo un desenfreno, me oblig a aceptar con entu-siasmo aquella forma de imbecilidad que l me recono-ca, con elogios exagerados, casi envidiosos. Por eso dijeque s a todo y agregu detalles, retoques, perfecciones.

    Por eso mismo, cuando entraba el capitn-yerno en eldormitorio y me encontraba leyendo el inventado librode Clausewitz, yo era capaz de discutirle con pasin e im-prudencia los puntos tcticos, estratgicos o logsticos enque a l no le importaba insinuar concesiones a cambio

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  • de que yo escuchara deslumbrado los discursos que deja-ban para la historia militar y universal la conviccin deque l nunca se equivocaba en lo fundamental, en lo va-lioso, en lo que torcera el destino de toda guerra, anti-gua o futura.

    Pero cuando llegaba primero la hija del agonizante, Susa-na, yo estaba leyendo alguna novela de las que ella llama-ba crudas y estaban escondidas como una carta robada enel estante, a la altura de los ojos, de la biblioteca. A vecesme peda opinin para llevarse alguna y siempre me lasentregaba con un suspiro, una piedad, un qu asco en-fermo de lentitud, espeso de compasin. Y los libros loshaba escondido, expuesto, el viejo agonizante, y ella memiraba con una lstima, una curiosidad semejante a la queyo atravesaba en las horas vulnerables del amanecer con-templando al viejo inquieto que empezaba a sumergirsecon timidez y torpeza en el largo sueo, chocando contralos islotes delirantes, murmurando palabras que aludan,minuciosamente equivocadas, a recuerdos que nunca fue-ron verdad total, a sucesos o mentiras no conocidos porl, por el hombre que haba sido y ahora, para trampearmey divertirme, intentaba prolongar en esos noventa minu-tos que separan la noche de un da ms, ese tiempo en quela muerte anda suelta, ofrecindose, y uno, tradicin o ins-tinto, cumple ritos de olvido para no decir que s y aban-donarse. Y como ella tena la costumbre de plantarse aconversar con los pies muy separados, yo no poda impe-dirme pensar en humedades, en almohadilla cordial sobrehuesos rgidos, indestructibles.

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  • Un libro o cualquier pgina impresa, la cafetera elc-trica, las fingidas, largas ganas de orinar, la nariz en el frode la ventana entreabierta, el repentino grito de pjarosdentro de la cabeza.

    Y cuando entraba Pablo, el hurfano prximo ca-da uno de ellos anunciado por las voces y los ruidos dis-tintos que extraan de los peldaos de la escalera mien-tras iban subiendo, acercndose, yo poda manotear ellibro de Adler que haba llevado desde la primera no-che, alzar los ojos con un dedo olvidado entre las pgi-nas. Porque Pablo, veinte aos, estudiaba medicina, peroya me haba confesado una noche, pasendose como ra-bioso por aquella habitacin que se llamara mortuoriaen cualquier momento imprevisible, fumando, encen-diendo un cigarrillo con otro para facilitar la respiracintartamuda y el descanso de la cosa que todava era su pa-dre, me haba confesado que la medicina general no erapara l nada ms que un trampoln para llegar a un reite-rado sueo de infancia que l llamaba psicoanlisis. Te-na la cara limpia y plcida, inteligente, y le gustaba sacu-dirse el pelo desordenado cado en la frente.

    Al empezar la farsa sent que era el ms peligroso detodos, el viejo, empecinado moribundo aparte. Pero lue-go de una noche de confidencias, trajo una botella chicade coac, supe que el peligro no estaba en l.

    Desde muchos aos atrs yo haba sabido que era ne-cesario meter en la misma bolsa a los catlicos, los freu-dianos, los marxistas y los patriotas. Quiero decir: a cual-quiera que tuviese fe, no importa en qu cosa; a cualquieraque opine, sepa o acte repitiendo pensamientos apren-didos o heredados. Un hombre con fe es ms peligroso

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  • que una bestia con hambre. La fe los obliga a la accin, a lainjusticia, al mal; es bueno escucharlos asintiendo, mediren silencio cauteloso y corts la intensidad de sus lepras ydarles siempre la razn. Y la fe puede ser puesta y atizadaen lo ms desdeable y subjetivo. En la turnante mujeramada, en un perro, en un equipo de ftbol, en un nme-ro de ruleta, en la vocacin de toda una vida.

    El leproso se exalta cuando tropieza, suda oloresfosfricos frente a la oposicin ms pequea o sospecha-da, busca afirmarse afirmar la fe pisando cabezas ointimidades tiernas, sagradas. Para concluir pienso enPablo y en su edad, un hombre contaminado por cual-quier clase de fe llega velozmente a confundirla consigomismo; entonces es la vanidad la que ataca y se defiende.Con la ayuda de Dios, es mejor no encontrarlos en el ca-mino; con la ayuda propia, es mejor cambiar de vereda.

    Y si alguna noche Pablo me pregunt con desafoy lstima qu le habra o hubiera ocurrido al mundo, a loshombres, si no tuviesen fe bastante para progresar, yomov la cabeza y med silencioso la distancia que separaa los maumau de los campos de concentracin, del geno-cidio y de los animales vidos que gobiernan el mundo.

    Todas las noches eran iguales o durante el tiempo setrat de una sola noche con horas marcadas por una tor-menta, un cielo duro y estrellado, un lpiz que se cae, lasoscilaciones del pulso y la temperatura. Y en esta nochenica yo desertaba aburrido del libro apropiado a la visi-ta y miraba el paisaje con curiosidades de recin llegado.

    Desde la butaca de felpa apolillada, con resortes des-parejos, contemplaba la veladora sobre la mesa redonda,el brillo de los barrotes de la cama de bronce, excesiva,

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  • las formas de los frascos de remedios, la sombra espesadel techo y del gran ropero. Miraba la hora y esperaba laprimera claridad en la cortina de la ventana, roja vino enlas maanas, ahora negra. Me distraa tratando de adivi-nar, con odiosa facilidad, los muebles y los retratos sepa-rados de m por la luz, perdidos en la zona donde descan-saba o se mova la cabeza enferma.

    Pero yo necesitaba mis cien monedas por noche.Alguna vez remota chocara con Pablo, mintiendo con-tra mentira. Todas las noches o casi, el capitn tomabacaf en la planta baja y era imposible desdearle las risasy las bromas.

    La vez recordable fue as. A las nueve y cuarto entren el dormitorio con Susana, su mujer, hermana de Pa-blo, tan hija del moribundo como l. Cuando llegaban, eldifunto espaciaba sus jadeos y yo le supona una malevo-lencia gozosa, un pronto y repentino silencio entre lossuspiros. Continuaba viviendo y saba.

    A las nueve y cuarto de aquella noche de abril el ca-pitn y Susana. Muy detrs Susana, buscando la sombray la estupidez de una sonrisa fra y fija, las manos unidassobre el pubis. Muy adelante, castrense sin agregada gro-sera, el pobre hombre, el capitn, camin sin verme,recto hasta el borde de la cama, y se detuvo en posicinde firme.

    Si poda pensar, el capitn, pareca estar pensandocon la mandbula apoyada en la mano, mirando al viejo,arriba del viejo. Por burla o por cario el medio muertocomenz a mover la cabeza y mostraba, protegindose,el recuerdo de los dientes postizos al estrpito difuso quele impona el mundo.

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  • El capitn abandon el examen y se volvi para sa-ludarme.

    Pero ella, Susana, la hija de mi muerto, la esposa delcapitn, la hermana de Pablo, era lenta y oscura; me arre-pent de haberla inventado, al principio, tonta y distrada.

    A la orden, mi general casi grit Vlez, el capi-tn, mientras golpeaba un zapato con otro y me haca lavenia. Estaba alegre y seguro como podra haber estadosu abuelo en el ao de 1904 saludando con respeto enuna tienda de campaa, cerca de un fogn disimuladocon ramas de eucaliptus. Saludando la proximidad del al-ba frente al caudillo brbaro y analfabeto (no importa elcolor), ensanchado el trax y endurecidos los movimien-tos porque era portador de buenas o malas noticias, deun orgullo.

    Noches, mi capitn le contest apartando ape-nas el libro.

    Como siempre, yo senta que el viejo moribundo es-taba despierto y lcido, burlndose del capitn Vlez, detodos nosotros; o tal vez los aos y la enfermedad lo hu-bieran instalado en un tiempo superadulto, que nada te-na que ver con la vejez, y desde all nos miraba y todasnuestras palabras y movimientos le hacan gracia, le da-ban desdn y ternura como si observara distrado juegosde nios o insectos.

    Aunque haba hablado, casi sonriente, mirndomea m, supe que las palabras del capitn Vlez no eran sa-ludo y slo queran llegar a la cosa gastada, sin muslos,larga en la cama.

    Sin doblar las rodillas, educado en la gimnasia y lalogstica, el capitn Vlez se inclin hasta tocar con una

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  • oreja la boca murmurante del enfermo. Perfilado, podaver el brillo gozoso de los pequeos ojos negros, el bigo-te negro alargado en la sonrisa.

    Descuide, mi general dijo. Mandaremos lacaballada. Y no se preocupe por el parque. Tenemos ba-las y banda lista para liquidar a todos esos maulas.

    Como tantas veces, por obligacin y vicio, yo era elespectador. Y algo ms, ahora. Yo era el medio que usabael capitn para transmitir a Susana el mensaje planeado:su padre iba a vivir diez aos ms o por lo menos no ibaa morir esa noche. Si estuviera grave, si hubiese peligro,yo, pundonoroso por jinetas, no podra portarme as,contento, bromear, golpearle con amistad los huesos.

    Adems, al hablar de tcticas y de batallas que le ha-ba contado su abuelo, al hablar de museres, puentes y ca-balladas como si l hubiera vivido peripecias y estuvieratan triste, regresando de todo, compensaba en parte unalarga humillacin de cuartel, rescataba algo de la frustra-cin de generaciones que aprendieron en teora a gue-rrear para enterarse de que la clase de guerras conocidaspor ellas ya nada tena que ver con el futuro. Y, sobre to-do, sus discursos invitaban al olvido de un coraje voca-cional, que la mala suerte haba condenado a morir vir-gen, sin expresin ni fracaso. Aquel ao, en Lavanda,slo poda apalear obreros y estudiantes. Cumpla y sedescargaba sin felicidad verdadera.

    Entonces, ms o menos, trep Susana y puso el prin-cipio de sonrisa entre las barras de bronce de la cama don-de se le mora el padre. A veces se volva a mirarme y yome conservaba en paz, de pie, con alguno de los libros, talvez equivocndome entre psicologa y guerra, apoyado

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  • en el vientre. Mov la cabeza como diciendo todo va bieny se muere ahora mismo.

    Pero el olor creca, el olor revoloteaba como una ma-riposa, negra y verde, iba y vena, mientras todos finganno sentirlo.

    Era hermosa, Susana, y haba nacido para casarse conVlez porque yo supe que existe una calidad, un tipo denias, muchachas y mujeres que han nacido para casarsecon soldados pundonorosos; acaso sea posible reconocer-las por la decisin de las caderas, y por la distancia que lessepara la sonrisa de los ojos y del brillo de los dientes. Ter-minan sabiendo ms que ellos de carcter y de sumisin.

    Entonces, repito, el capitn se aburri de acariciarla frente amarilla del viejo y enderez el cuerpo, firme.Estaba vestido de civil.

    Es un viejo brbaro, jefe me dijo; lo esper in-crdulo hasta que dijo: Estuvo en Masoller. Se acer-c para apretarme un hombro, movedizo, jovial, tan se-guro de todo.

    S. Est un poco nervioso esta noche. Pero yo di-ra que est mejor.

    Porque Quinteros, dictado por Frieda, haba dichode m: Dos aos de medicina. Se hubiera recibido conmedalla de oro a no ser aquella desgracia que, en el fon-do, no fue otra cosa que ganas de hacer el bien.

    La desgracia inventada por Frieda para humillarmedurante semanas junto a la cama del viejo, me sirvi algu-na vez para retocar un pasado. Era ms real que mis he-chos, que yo mismo. Con ms facilidad que las piernassangrientas, que la mandbula torcida de la adolescenteque yo acababa de matar perforndole el tero, recordaba

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  • mi grave lentitud al desprenderme la tnica en casa de lapartera, en el extrao consultorio con canarios y bego-nias. La persistencia manitica con que me haba lavadosiete veces las manos, el asombrado descubrimiento demis dedos, el rezo silencioso junto a la camilla, negativa apedir ayuda, la histeria insultante de la mujer gorda enci-ma de los guantes de goma vacos en el suelo. Un recuer-do, una mentira del recuerdo.

    Ya le dimos la inyeccin, jefe? pregunt V-lez, como si le importara.

    En algn lado le o alguien me dijo que los das nopasan en vano; mucho menos las noches: el pobre Vlezignoraba, y nunca lo supo, que en algn momento yo lohaba degradado de capitn a teniente.

    No todava, estaba esperando. La inyeccin es in-dispensable, pero no me gusta que l la necesite. En-tiende? dije.

    Yo no entenda nada, pero el teniente s.Claro le explic a Susana. No hay que crear

    costumbre.Cuando se fueron yo estaba olvidado y ellos bajaban

    la escalera hablando de Elina, de Punta del Este y de unaventa.

    Ya estbamos solos en la casa cuando le di la inyec-cin al viejo recordando u otro recordaba apoyndosecmodo dentro de m los cientos de inyecciones que yohaba dado a borrachos, histricas y accidentados en elDestacamento de Santa Mara, mientras esperaba que lle-gara un nebuloso mdico forense o el doctor Daz Grey,todava soltero, despierto a cualquier hora y preguntandosiempre, sin sonrer ni detenerse:

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  • Comisario. Est seguro que vale la pena?Y yo le repeta las palabras exactas del gastado juego

    que nunca pudo aburrirnos:Es nuestro deber, doctor.Y l haca el trabajo necesario y pocas veces olvida-

    ba seguir o terminar:Sus cuadros son malos. A veces me gusta el color,

    pero usted nunca aprendi a dibujar de verdad. Sin em-bargo, no obstante, por qu no manda al diablo estamugre y vive de limosna y recorre la costa con un caba-llete y una caja de pomos?

    Le acomod las almohadas y las ropas al viejo y abr a me-dias la ventana sobre la noche fresca y sin viento. Cuandome sent en la cama, l se movi hasta casi despertarse,hasta encontrarme los ojos; despus empez a balancearla cabeza y a murmurar velozmente retazos de palabras.Pens que eso ya lo haban hecho antes que l millonesde condenados.

    Casi desde el principio yo haba perdido las espe-ranzas y las ganas de comprender. De modo que me di-verta cuando Frieda o Quinteros me despertaban a lasseis de la tarde transmitiendo versiones fantsticas, aveces ingeniosas, siempre desconcertantes.

    Vea mis mentiras moverse en la cara de Quinteros;a veces la sospecha de la buena pista, otras el desnimo.Era, entre bostezos, mi pequea venganza diaria.

    Y me agregaba una sucia, rumbosa felicidad tratan-do de adivinar qu palabras hubiera preferido Quinte-ros que dijera el moribundo y me arriesgaba entusiasta

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  • a exhibir falsas versiones textuales, contradictorias, quehaba escrito en madrugadas anteriores para defendermedel sueo y el aburrimiento.

    Creo que toda mi literatura reiteraba la vieja y tontanecesidad de tener un amigo y confiar; aluda tambin a ladesconfianza impuesta, al secreto y la astucia.

    Bastaba ver la cara borracha o cansada de Quinterosa las malditas seis horas de la tarde; verle los trajes y lascorbatas; orle hablar de amistad y desinters; recordarcunto me pagaba, siempre puntual y sin mezquindad,para que le contara los vaivenes de la cabeza del viejo y los,supongo, arrevesados recuerdos infantiles que gorgotea-ba la boca negra y desdentada.

    Bastaba eso y la presencia de Frieda, casi siempre enltimo plano, jugando la indiferencia y la burla, paracomprender que se trataba de dinero; mucho dinero.

    Despus, no s cundo, en un atardecer, hora de en-trada, incrustado en la noche nica del primer castigo,llegu a la calle que inexplicablemente llaman Agraciaday desde la esquina vi el furgn y comprend que algunacosa haba terminado. La primera de las vidas breves quetuve en Lavanda. Cruc la calle, me sent en una mesarecostada contra un vidrio de mugre y transparenciaaceptables. Se llamaba caf y ped caf, espiando entrevagos y curiosos lo que estaba sucediendo, con precisinde oficio, en la casa de enfrente, la casa donde haba ledoalternativamente a Clausewitz y Freud, donde haba da-do inyecciones intiles y estuve pensando en mi pasadosin lograr ordenarlo.

    Cuando el furgn se fue me dediqu a llamar por te-lfono a Quinteros, seguro de que estaba durmiendo su

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  • borrachera. Pens en los timbrazos y los confund o mez-cl con las agujas de las inyecciones. Ya nunca ms.

    Llam hasta que tuvo que despertarse y contestaridiotizado. Le dije:

    Son las dieciocho treinta y cinco. Habla Medina.Sera mejor que apuntaras. Llegu para marcar la tarje-ta y primero vi un furgn que me puso triste y asombra-do. Despus, cuatro tipos que no los quisiera para m,con guardapolvos grises o celestes, la luz es mala. Baja-ron y entraron un crucifijo, un sobretodo de madera, seiscandelabros, un lbum tentador para escribir una novelao el diario de mi vida. Agregaron cosas misteriosas quedeben ser imprescindibles porque siempre la muerte esun misterio. Pienso que el resultado sera el mismo.Apuntaste algo? En realidad te llamo por sentido del de-ber. Para felicitarte y para que te vayas a la raz cuadradade tu hermanita.

    Colgu para matarle la voz y a partir de esa nochenuestra amistad mejor, le tuve menos desprecio. Claroque nunca volvimos a conversar del asunto; y cuandotiempo despus tuve la obsesin del regreso nadie fuems paciente, bondadoso y eficaz que Quinteros. Perono lo hizo para pagarme el involuntario silencio.

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  • CAPTULO II

    La visita

    Mucho tiempo atrs, cuando todos tenamos veinte aoso pocos meses ms, ced a la tentacin de ser Dios, ab-surda, azarosa, y respetando mis lmites. Era en SantaMara, en un marzo hmedo y caluroso con apenas ama-gos, alharacas de tormenta, como si el tiempo hubieraaceptado la modalidad de los pobladores del otro lado,de Lavanda, ro por medio.

    Esta tentacin, cuando es genuina, prefiere visitara los muy pobres, a los desesperanzados, a los que no ca-yeron en la trampa de un destino ordenado.

    Todo era tan fcil y errneo como una operacin arit-mtica de primer ao: con lo que yo renuncie a usar pue-do hacer la dicha de otro.

    El resultado fue un Seoane de diecisiete o dieciochoaos, emigrado legtimo de Santa Mara, y su madre. Seoa-ne era el apellido de la muchacha, mujer, y nunca supe siel nio, muchacho, era mi hijo. Ella haba jugado siemprea la duda, el malentendido, la broma sin gracia. Ahora es-taban en Lavanda y me pareca correcto sostener con undedo decadente una bandeja de dulces y visitarlos men-sualmente, cada luna llena.

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  • Era meterme a voluntad y disgusto en el recuerdode Seoane nio, en la habitacin, en las imgenes vaga-bundas del muchacho en el departamento oscuro y ma-loliente, la mujer gorda con la cabeza llena de nudos, detubos plsticos, de horquillas, la tristeza irritada que salade nosotros, de los muebles, como un sudor.

    Debe ser, y es penoso empezar a decir con dulzuraesta clase de cosas: la vejez, la pobreza, los pasados muer-tos, continuar dicindolos as.

    Pero nunca me sucedi con Mara Seoane. A pesarde los regalos baratos que nunca olvid en ninguna visitay que ella agradeca, corts y casi burlona para enterrar-los de inmediato en el desorden mugriento de la pieza, laposibilidad exclusiva era el dilogo que aluda, frase trasfrase, a los errores del pasado irrecuperable. Ella, la gor-da repugnante, saba mejor que yo porque se mostrabacapaz de sintetizarlo todo colocando en la charla, espa-ciada, chupando la bombilla y con un suspiro:

    Ya no tiene vuelta.Y era verdad para nosotros, para todos los amantes

    reencontrados, para todo el mundo. Slo poda oponerlemi afn por comprender, participando a medias de lamaldad inteligente de Mara, evocando la cabeza neutral,casi siempre ausente, del muchacho Seoane, que tal vezfuera mi hijo, que tal vez jugara a ser el medio idiota realcambiado de cuna por la inevitable tribu de gitanos queacamp en el lugar y la hora convenientes.

    Despus de una de mis peregrinaciones vergonzo-sas, traje dulces para Mara y para Seoane una corbata deseda y un billete de banco, azul. Y ah estaba, despus delhola de Mara Seoane, metido en el calor preso e inmvil

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  • del departamento, enredado en la pobreza pretenciosa,en la carpeta de felpa roja, semicalva, con manchas de no-ches y botellas balbuceantes, de perros, un perro lejano eimpaciente. Trabado en un mundo pequeo, irrespira-ble, oscuro, con gauchos y campesinas holandesas, por-celana o yeso, tapas de revistas encuadradas.

    Mara no pensaba slo en m como para acumulartanto disgusto con el fin de molestarme. Ella y sus ami-gos. Mara confiaba en otras cosas, ms directas y seguras.

    Tampoco haba fomentado con deliberacin el olorde baja clase media, a fracasos cotidianos, a ruines deseosmascados por gente desconocida, desde veinte aosatrs, antes que ella llegara a Lavanda, deseos que estu-vieron adhirindose a las paredes y que tal vez yo pudie-ra, hoy, ir despegando con una ua.

    Claro que los empapelados haban ido cambiando,una vez y otra, una esperanza y otra. Pero el olor de todoesto no haba hecho ms que crecer. Los marcos de laspuertas, sobre todo, muy anchos, que fueron pintadossucesivamente de gris, de marfil, de crema, de gris, olanrencorosos y persistentes a los almuerzos italianos de losdomingos, a recibos de mutualistas mdicas, a trmitesjubilatorios.

    Yo no saba si en aquella fecha de fiesta cualquierSeoane, diecisiete aos, aparecera para mostrar su caraa mi lento escrutinio; tampoco saba si llegara a verlo;tampoco, repito, saba si era mi hijo.

    Mara me dej solo para que mirara, oliera e inventa-ra a gusto, para quitarse el gastado vestido decente y re-gresar despacio, con la sonrisa intil de la venganza o elcorto desquite. No me asombr porque yo estaba colmado

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  • de sonrisas semejantes de hembras, que haba credo ima-ginar, y las mostraban, a travs de millones de aos, co-mo un novedoso modelo de temporada, recin nacido, sinantecedentes, sin peligro de recuerdo.

    No me asombr, repito. He conocido bondades, sa-crificios y excepciones. Pero ella volvi, como lo hubierahecho cualquier mujer, para reiterar, machacona, con sucalibre de sutileza, quin haba sido Mara Seoane a losdieciocho aos, cuando en cada encuentro me empeabaen buscarle los ojos desviados y estaba seguro de sentirleel olor de otro macho reciente. La sonrisa quera mos-trarme en qu la haba convertido yo, aliado inconscien-te de su imbecilidad congnita.

    Ahora volva con una bata sucia y rotosa; haba con-seguido envejecer, poner distancia.

    Por las moscas dijo con su flamante voz ronca,mientras cerraba los vidrios encima de la celosa de hie-rro. Se acost lentamente en el divn donde dorma Seoa-ne, mi hijo posible; con el viejo movimiento perezoso de-j desnuda la mitad de una pierna y me pidi cigarrillos.Le tir un paquete, una caja de fsforos.

    Lstima, pens; una vieja un poco ms joven que yo,repelente, manejando con torpeza un regreso de veinteaos. Por un momento, abrumada de calor y sueo, ma-note pidiendo ayuda a la estupidez y la maldad. Era fcilherirme; la dificultad estaba en encontrar novedades, enmantener equilibrados el odio y la cochina cortesa.

    Respir un poco, hinchando las grandes tetas, ha-bl y era como encontrarse otra vez sin refugio, bajo lalluvia montona, pareja, sin viento. Pero su voz no erasolamente hija mimada del alcohol y el tabaco; era ronca

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  • y profunda, a veces muerta de afona, otras chillona, sa-liendo a fuerza de voluntad de la nada, del silencio. Ellasaba o sospechaba, disimulando con hipos, con amnesiasdeliberadas, toses y sonrisas esquivas. En mi odo su vozsonaba extranjera y pesada de misterio.

    Si viniste, pienso, a ver al muchacho, supongoque perds el tiempo. Siempre te dispara, debe ser el ins-tinto, pero a veces, estando solo, te llama y te extraa. Losupe por los dibujitos. Disimula, claro; pero yo soy lamadre. Sali con los amigos, esa clase de amigos queelige, para ir al cine o al bsquet, a cualquier mierda dementira que se le ocurri. Siempre me miente, lo puedoprobar, no me preocupo, ni siquiera lo escucho cuan-do me responde. O ni siquiera me contesta, a veces llegade madrugada o maana y le ha dado por emborrachar-se. No viene, pasan las doce, y en una de sas me lo vana traer muerto; pienso una por una todas las desgracias,y as me voy preparando. Te acordars de Heyward, quetodas las noches de sbado llegaba al Destacamento yte deca...

    (Me deca que estaba perfectamente borracho y yosupe siempre, por el tono, por la sonrisa, que la frase erarobada. Pero era verdad que casi todas las medianochesde sbado llegaba al Destacamento sucio y con la corba-ta torcida; o tambin impecable, rubio, haciendo resba-lar una mueca que le iluminaba el traje, el mugrientocansancio que haba arrastrado en la costa, de un bolichea otro, buscando, y a veces con suerte, un adolescenteque dijera que s despus del regateo. Heyward. Cuandome encontraba peda refugio con naturalidad, como sillegara a deshora a casa de un amigo.

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  • Estoy en el lmite deca, sucio o correcto.Una hora ms y me pierdo. No en las calles; dentro dem, para m. Si llega a suceder, usted y yo sabemos quehay slo una solucin, un final. Una cama con chinchesy maana me voy.

    Yo siempre le deca yes y le daba una celda. Despus,al medioda, dejaba en el mostrador el doble del dineroque hubiera pagado por dormir una noche en el Plaza.)

    Ella segua: y su voz ronca asombraba a todos menosa ella: alcohol y tabaco, desde el desayuno hasta el sueo.

    Pero no te pongas nervioso, no pienso repetir-te que es hijo tuyo. Qu orgullo, si te mirs bien? Qudinero se saca de vos? Para desgracia lo bautic Julin y aos despus me dijeron que era nombre yeta. Si po-ds, miralo y nada ms. Despus me decs. Te acordscuando eras ms pibe que l y hasta pintaste un retratodel Papa que no me acuerdo cmo se llamaba entonces?Quera hablarte pero supe enseguida que yo tengo miscomunicaciones secretas y espero que me digan que lle-g el momento. Todava no lleg, pero es intil porquevos fuiste siempre un retorcido, incapaz quiero decir,que nunca crey en nada. No importa, pero si quers di-vertirte... Se acarici el pelo gris mientras sonrea con-fortada a cualquier figura ausente. Pero antes abr elarmario y vamos a tomar una copita de ans de contra-bando. En una de sas te acords todava: yo prefera elans en La Enramada y vos aquellos vasos de medio litrode caa paraguaya.

    Serv el ans mientras intentaba adivinar la trampa.Eran copas diminutas y yo pude tomar muchas porque labebida era buena y apenas dulce.

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  • El humo de los cigarrillos cambiaba sin apuro delgris al celeste, casi uniforme en el calor de la habitacincegada.

    Muerto dijo, y durante minutos su voz no qui-so hablar; encendi un cigarrillo para aliviarse e hizogrgaras de ans. Muerto, cualquier noche, cualquiermadrugada sigui. No s si te dije que ahora se em-borracha todos los das y una noche me lo traen muerto,y cuando no est as lo nico que le importa, ms que co-mer, es gastarme el poco dinero que tengo, casi, casi tepuedo decir que l no trae un peso a la casa. Julin. Megasta el poco dinero que apenas tenemos para comer entela o cartn y pintura. Y como uno de los padres, te juropor sta y por clculos que no me pueden fallar que elpadre fuiste vos, y como vos pintaste el retrato del Papa...No hace ms que pintar, emborracharse y a veces trae acasa dinero que no s de dnde saca. Alguna vez voy y lecompro una botella, as por lo menos pinta al lado de sumadre. Ustedes, los hombres.

    El ans era bueno pero nauseante. Mov la cabezaimitando la pesadumbre, el dolor, la duda, la amarguray la compasin.

    Ya que no va a mostrarse dije, podras dejar-me ver los cuadros.

    Sonri dichosa, como si hubiera esperado el pedido.Me matara, ya me lo dijo, si yo permitiera que al-

    guien los vea. Estn en el altillo. Si pudieras dejarme en-tre cincuenta y cien.

    Le llen la copita, le acerqu la botella certificadapor el gobierno espaol y anduve indeciso hasta encon-trar en el patio la escalera de hierro, apenas torcida.

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  • Encend una mala luz y pude ver, con fatiga, que Seoa-ne haba atravesado con desparpajo y sin ningn talentotodas las escuelas, las maneras de la pintura, desde los bi-sontes de Altamira, pintados por Picasso segn contratocon el gobierno francs, hasta los juegos caleidoscpicosque ya estaban pasando de moda.

    Pero, sudoroso y con los riones dolidos, descubr,como siempre sucede, algunos cuadros, pocos, que Ju-lin haba pintado para Seoane. Los acerqu a la luz, bur-ln y envidioso. Seoane, como yo, no saba dibujar; peroel manejo de los colores era sabio, certero, deslumbran-te. Las pinturas no intentaban decirle nada a nadie; eransilenciosas, pesadas y esquivas, estaban hechas por Seoa-ne, para l y nadie ms.

    Cuando volv abajo la mujer dijo:Cre que ibas a quedarte para siempre en el altillo.Ya estaba un poco borracha y mantena la dignidad

    de llenar sin desborde la copa diminuta.Me gustan los cuadros dije. Quiero verlo y

    conversar.No quiere verte. Le cont mentiras y verdades.Me parece que te odia. Pero ya no hablamos de vos. Si

    hace esos mamarrachos que no se entienden, entonces de-be ser que sale a vos. Pap. Pero la gracia est en que nin-guno de ustedes puede estar seguro, permitime que te diga.

    Ustedes ramos nosotros dos, todos los hombres,una raza que Mara Seoane se haba esmerado en odiardurante por lo menos quince aos y que ahora tena tantoen comn con ella como las hormigas o los caballos.

    El calor aumentaba y no quise aceptar su invitacina quitarme el saco; continu defendindome, soportando

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  • la corbata en el cuello empapado, mantenerme de visita,sonrer a veces, mirarla borracha, inventarme un sufri-miento purificador.

    Porque ustedes sigui la voz ablandada, loshombres, ms vale que me den lstima. As no me dejo lle-var y hago un disparate, una justicia. El chico es igual avos, no de fsico, digo. Claro que siento orgullo como cual-quier madre. Pero no te creas que me hago muchas ilusio-nes. Para empezar no tiene carcter o slo tiene carcterpara el mal. Igual que vos. Yo lo tuve, yo lo cri. Alz altecho la sonrisa de dientes plsticos y alarg lenta unamano para buscar cigarrillos; despus estir las piernasdesnudas y yo pude adivinar, casi con exactitud, el mon-logo: S, la primera vez que nos encontramos y me llevas-te a comer y dormir, te estuve contando de Josesito. S, laprimera vez, un gesto que me pareci bien mientras dur,yo era una chiquilina, no poda volver a casa y ment. Segumintiendo. Mentir se parece a la cama porque al principioes una vergenza y despus empieza el gusto de hacerlo.

    La pobreza dije para animarla. Al principionadie tuvo la culpa.

    Te digo que no hables del principio grit enfu-recida, separando la cabeza del almohadn; otro cigarri-llo, un trago de la botella.

    Yo quera deshacerle la nariz de un solo golpe, casisin moverme, estirando apenas el brazo. Pero pens y dije:

    No grites, querida. Tambin yo sufr mi parte. Pude no rerme. Tal vez la frase hubiera sido preparadaun minuto antes. Pero poda ser verdad que en el principioinubicable, veinte aos antes, yo hubiera sufrido mi parte;era un tiempo apropiado para creer en tantas cosas.

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  • En realidad Mara Seoane slo poda causarme do-lor haciendo infeliz a Seoane, hijo mo o no. Ya no im-portaba. Y aun de esto, con astucia, yo haba aprendidoa defenderme. Describi ahora los sufrimientos nuevosque ella quera imponerme. Porque estaban los otros, es-taba la siempre asombrosa comparacin con el recuerdo;la decadencia, la obesidad, como extranjera, que la con-verta en madre de s misma. Estaba la dudosa atencinde aquellos ojos chatos y claros, invariables, cercados aho-ra por las numerosas, pequeas miserias de la piel enve-jecida. Estaban la fatiga, la pesadez, los restos conmo-vedores de la frescura, la gruesa pierna varicosa que seretorca para ayudar la vehemencia de las acusaciones.

    Pero sobre todo estaban y se movan, casi palpables,la acelerada torpeza de su cerebro, los grotescos remedosde su antiguo humor, los ecos incomprensibles de susmodos de ser. Estaba, en la habitacin hedionda y hosti-gada por el verano, el principio indudable de la vejez deMara Seoane. Sus dientes demasiado nuevos, la tristeprovocacin de su muslo inquieto.

    Ya no me importa dijo, pero todo sera dis-tinto si hace veinte aos te hubieras portado como unmacho.

    Ella odiaba los machos porque no poda vivir sin te-nerlos. Segua hablando encima de mi espera intil delchico; veinte aos atrs yo haba cesado como macho porno casarme con ella, por ser ya demasiado experto paramoverme sin esfuerzo entre las mentiras espesas que ellarenovaba diariamente, tan furiosa y tenaz como si fueraun vicio; veinte aos atrs por no haber aceptado pblicay judicialmente que el ex feto que ella me mostraba era mi

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  • hijo. Por haber mirado la cara morada del gusano hedion-do y llorn que me exhiban como un trofeo; por haberdudado y rerme.

    En todo caso, ya no vendra Seoane y ella poda gas-tar la ausencia del muchacho para recitar:

    Porque te acepto que en un principio ni yo ni vostuvimos la culpa. Ni sabamos sonarnos los mocos, es undecir, y ya nos enseaban que ustedes los varones tenanun pitito y nosotras no.

    (El juez de paz y las vecinas coincidieron en el pare-cido; pero yo me hice traer una botella fresca al juzgado y me mantuve sonriendo, diciendo que no, sospechndo-le al cro parecidos inverosmiles y escandalosos. Cuandodije que la nariz del nio y la del seor juez de paz insi-nuaban una igualdad futura, se comprob ausencia docu-mental y fueron irremediables, despus, las semejanzasposibles, los murmullos que arrastraban nombres. Nodebe olvidarse que Brausen me puso en Santa Mara conunos cuarenta aos de edad y ya comisario, ya jefe delDestacamento. Hubo un antecedente. Cuando tenaunos diez aos y al prncipe Orloff como maestro, de-saparec, estuve en el limbo hasta los cuarenta. Hablo deaos segn ocurren en ciertos lugares; aqu, en Lavanda,por ejemplo.)

    Ah, s; ellos tenan un pitito y nosotras no. Aho-ra estaba cubierta por la bata, suavemente borracha, mi-rando la mugrienta, confusa humedad de las ventanas,sonriente y balancendose. Pareca el centro de un salnliterario, un viernes de cinco a nueve. Y tenamos quecreerlo porque era verdad. Cuntos veinte aos? Sin bur-la. Tuve felicidades, amores verdaderos, tan prolongados

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  • como raros. Los hombres: frente a los dems tan ama-bles y buenos. Con una, siempre superiores, la cama, elsilencio, la grosera. Y nosotras, muchachas, sin podervivir libres como ellos, ir a los campamentos, inventarviajes, no tener horas ni siquiera das para volver a mam.Y si lo quers or ms claro, las muchachas no podemosaprovechar un farol sin luz para tantearles el bulto y elloss pueden manotearnos las tetas y el culo. Y nosotras,muchachas que lo estbamos esperando con todas las ga-nas y decamos sin ruido la oracin de San Judas Tadeopara que sucediera, tenamos que decir qu se ha credoy por quin me toma. Y si adems una se casa o entreve-ra y sucede nueve por diez con uno ms burro, en unadiscusin hay que dar siempre un paso atrs y decir ques, no se me haba ocurrido. Tens razn. Ahora, es cier-to, los llenamos de cuernos a cambio del cuento de unanillo, de una cartera que encontramos perdida o de al-guien que apareci vendiendo a crdito y se olvida de co-brar. Es justo; y por cada cuerno se enciende una vela, enla catedral, debajo de la Virgen Santsima. Pero el cornu-do sigue siendo un pobre imbcil y el de los regalos, lasmentiras y el secreto es tan imbcil como el marido. En-tonces, no tenemos hombres; slo aquello que puedeser mejor: los regalos mentidos, la hora trampeada, el ta-xi en la esquina y la humedad tmida que nos hace recor-dar la verdadera. A veces, lindo hasta el aburrimiento.Despus nada ms que la mezquindad repetida, despusnada. El marido rabioso, la mierda de los paales, la co-cina. Y siempre, Medina, desde que me asomaron las te-tas, ustedes, los machos, reunidos, apresurados para juz-gar. Porque una chica, una mujer, no es una persona, no

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  • llega, no pasa de un cuerpo o una cosa. Hasta que consi-gue marido y empieza de vuelta la historia que te estuvecontando.

    Dejaba de hablarme. Hicimos un silencio y ella to-m otro trago, encendi un cigarrillo y sonri suficientea la ventana.

    Record otras visitas montonas, otras frases mu-tuas con o sin Seoane. Nuestro pasado habra sido sucio,tal vez imprescindible. Pero el presente era peor, comoes costumbre.

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