dejemos que los dioses sigan soñando

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El siguiente libro se trata de una colección de relatos de sueños frescos, sin cortar, editar ni alterar el contenido o sentido. Es un registro de sueños de casi diez años que se vienen acumulando en cuadernos y bloks de notas que se van apilando en el fondo del placard y cuya finalidad después de tanto tiempo se dio a conocer en forma de libro. Usualmente, interpretamos nuestros sueños a partir de nuestra vida cotidiana, porque esos son los elementos de los sueños que podemos reconocer a simple vista. Sería un error que la lectura de un sueño se detuviera allí. Una lectura más profunda que se deja entrever al compartir el relato de los sueños con los demás es el de los arquetipos, motivos que se repiten de sueño a sueño y de persona a persona y obviamente no nos pertenecen, sino que es el depositario de la memoria humana ancestral. Pero más allá de esto, el sentido verdadero se nos escapa.

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“En el fraude del Samsara, todas las cosas son

distintamente consideradas o atribuidas, pero en la

verdad del Nirvana, ninguna diferenciación es posible”.

Sutra del Diamante, Buda Sakyamuni.

1ra edición: Otoño/ Invierno/ Primavera/ Verano 2015

Gracias al Cielo.

感謝 天堂

Podés comprarnos este libro o descargarlo gratis de capuchasrsss.blogspot.com

Lo lindo de esto es que lo leas.

Escritos, diseño editorial y de tapa: il persecuttore

Arte de tapa: Yuji MoriguchiArte de contratapa: Katsushika Hokusai

Capuchas [email protected]

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Dejemos que los dioses sigan soñando

Il persecuttore

Trilogía oni

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A Kun

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“Tal vez este mundo es el sueño que está teniendo un ser superior (...) y como es solo un sueño, crear y alterar este mundo que llamamos realidad es nada más que un juego de niños para este ser. (...) Los seres humanos han definido a tal ser como Dios (...) Ella aun tiene que darse cuenta de su verdadero potencial. En ese caso, tenemos la idea de que ella estará mejor sin saber nada y que siga viviendo su vida en paz”.

“Dejar que los dioses sigan soñando, ¿no?”“Precisamente”.“¿Están seguros que no son ustedes los que están

soñando?”“Esa es, por supuesto, una posibilidad”.

Suzumiya Haruhi no Yūutsu, Capítulo III (diálogo entre Itsuki y Kyon)

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Instrucciones de los sueños

El siguiente libro se trata de una colección de relatos de sueños frescos, sin cortar, editar ni alterar el contenido o sentido. Es un registro de sueños de casi diez años que se vienen acumulando en cuadernos y bloks de notas que se van apilando en el fondo del placard y cuya finalidad después de tanto tiempo se dio a conocer en forma de libro.

A diferencia de los dos libros sobre los sueños que precedieron a este, La noche americana y Los sobrevivientes, –dos proyectos que fueron experimentos acerca de la relación de la ficción con el mundo onírico–, en esta oportunidad, quiero exponer los relatos de los sueños tal cual se me presentaron a la mañana siguiente de haberlos visionado, no por creer en una fidelidad hacia ellos o en algún tipo de pureza que se pierde automáticamente cuando me dispongo a anotarlos; sino porque creo que estos relatos se bastan a sí mismos y su lectura es rica en varios niveles: lo anecdótico, lo ocurrente, lo espontáneo, lo ridículamente gracioso, lo mágico, lo astral; como comprobación de la existencia de otros mundos y planos y niveles de experiencia más allá de la materia; a través de los posibles análisis de diversa índole que se le puedan aplicar y que son completamente externos al texto y al autor, etc.

Mi intención inicial era hacer de esto un libro que contuviera el registro de todos los sueños que vienen al caso, que vengo registrando desde por lo

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menos el 2005, pero cuando me dispuse a recopilar todo el material, mucho del cual ya lo tenía en digital, me encontré con un inconveniente. En principio, sé que el registro de los sueños no empieza con la primera página. Tengo noción de poseer los registros de sueños previos a esa fecha, pero no los puedo encontrar todavía. Mientras más revuelvo las cajas archivadas y olvidadas en la casa de mi papá, voy encontrando decenas de cuadernos que creía olvidados con por lo menos media centena de sueños que me vienen a la memoria automáticamente a medida que los voy leyendo, a pesar de los años, como si nunca se hubieran extraviado.

Y por otro lado, también tuve que asumir que este proyecto carece de un punto final, incluso hasta este momento conclusivo de editarlo. O sea, hoy día que me apuro a escribir estas palabras explicativas, tuve unos sueños que no pueden dejar de ser incluidos dentro de este libro. Todavía estoy a tiempo de pasarlos y agregarlos. Pero... ¿cuando esté en etapa de impresión, viendo salir las hojas impresas una tras otra de un libro incompleto porque esa misma mañana tuve un sueño indispensable de compartir? Ahí tengo dos opciones: quedarme con el libro incompleto o retrasarlo hasta que esté listo. Esto último puede que nunca suceda, y lo primero puede ser muy insatisfactorio, como las espectativas sobre el arte y la vida en general. Acá es donde está la ventaja de la autoedición. Mi determinación es que a medida que vaya surgiendo el nuevo material, este sea incluido sin esperar a que se completen las sucesivas ediciones. Esto le da al

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libro un caracter vivo y dinámico que resuelve el problema/adivinanza que se me plantea.

Las únicas concesiones literarias para con este libro se dieron en los títulos de los sueños, como “El cuerpo es el vehículo y el alma, el conductor” o “No sé quién es el tonto en el espejo”, frase extraída de la canción Ruta perdedora, de La máquina de hacer pájaros (Charly García/ José Luis Fernandez).

El libro no posee capítulos, pero están reunidos temáticamente en secciones: despertar de la conciencia/ regresión/ sueños con barcos/ sueños con famosos (parafraseando el libro de Alejandro Raymond Poemas con famosos)/ psicodélicos/ persecuciones. Los Ascensores dividen algunas de las secciones y la numeración que los acompañan corresponde a la cronología en la que fueron soñados.

Todos los hechos mencionados no se relacionan directamente con mi manera de ser o de pensar conciente. Tal vez no esté de más aclarar que lo que uno sueña no es representativo de la imagen que el soñador (yo, en este caso)tiene de sí mismo y los demás de él; e intuyo que la riqueza del contenido se encuentra por fuera de las hojas de este objeto y por fuera del soñador (de mí y de todos los soñadores), ubicándose más allá, en lo que fue inspirado y en lo que puede inspirar a hacer, pensar o inducir a soñar a los demás (ahí está el verdadero tesoro). Por eso, sería inexacto decir que todo lo escrito habla de mí. Pero por otro lado, si estos relatos formaron parte de mí durante el sueño es porque están intrínsecamente ligados conmigo, aunque no con

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el yo conciente. ¿De dónde provienen, entonces, los sueños? ¿Y a quién pertenecen? Hay varias respuestas. Ninguna 100% satisfactoria, al menos para el que nunca deja de buscar la verdad (ya que si tomara alguna respuesta como Verdadera, dejaría de buscar la Verdad, al haberla encontrado (–Sí, hay una Verdad, pero todas las respuestas que se pueden nombrar al respecto son falsas (“El Silencio es el lado Negativo de la Verdad; el lado Positivo está más allá del Silencio”, Aleister Crowley, El libro de las mentiras))).

Una de estas respuestas que puedo intuir es que los sueños pertenecen a un yo superior, del cual no estamos aptos para comprender con la mente y por lo tanto, parecen inconexos y sin sentido. Pero en la vida, cada pequeño acto y pensamiento tiene sentido. No encontrarlo es falencia nuestra.

Usualmente, interpretamos los sueños a partir de nuestra vida cotidiana, porque esos son los elementos de los sueños que podemos reconocer a simple vista. Sería un error que la lectura de un sueño se detuviera allí. Una lectura más profunda, que se deja entrever al compartir el relato de los sueños con los demás, es el de los arquetipos, motivos que se repiten de sueño a sueño y de persona a persona y obviamente no nos pertenecen, sino que es el depositario de la memoria humana ancestral. Pero más allá de esto, el sentido verdadero se nos escapa. Quizá nuestra antena esté averiada y el mensaje nos llega distorsionado. Entonces, ¿por qué soñamos si no sabemos para qué soñamos? Confío cerrar los ojos y dejar que los yo superiores sigan soñando.

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Dejemos

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Ascensor III

Me levanté y fui hasta la puerta de un ascensor. Tenía cargada con ambas manos una caja inmensa, más grande que yo. Como pude, abrí la puerta del ascensor e intenté meterla dentro para después subir. Pero la tarea resultaba harto complicada. La empujaba desde un costado, pero se trababa del otro; la inclinaba un poco hacia adelante, pero golpeaba contra el techo.

Por fin cupo, pero ahora faltaba hacer un lugar para que entrase yo. Desde los pisos de arriba comenzaron a sentirse ruidos de alguien que quería usar el ascensor. Y como me estaba tardando demasiado, y todavía iba a tener para un rato más, decidí dejar que lo usasen los otros primero y luego, más tranquilo, yo. Pero ahora tenía el problema de sacar la caja de adentro del ascensor.

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Inconveniente

Una casa en un bosque en una montaña. La entrada de la casa se encuentra atravesando un portón, y bajando doscientos metros desde la ruta por un sendero muy empinado, con algo de barro y nieve. Entro conduciendo, con mi hermano Nacho en el asiento del acompañante. A metros del portón de entrada, veo un auto estacionado, pero sigo bajando el barranco hasta la casa. Momentos después tomo el auto y vuelvo a subir el barranco, pero llegando casi a la entrada la cosa se complica. Las ruedas patinan en el barro y la subida se vuelve tan empinada que el auto llega a ponerse casi a noventa grados. Por un momento creo que el auto se va a voltear, pero sé que puedo lograrlo, si recuerdo haberlo hecho otras veces. Piso el acelerador a fondo y paso. Veo el otro auto y lo estaciono al lado. Pero cuando me quiero bajar, me tengo que sacar el auto de encima con si fuera un pulóver, como si hubiera sacado la cabeza por el agujero del techo y ahora está atorado. Pruebo haciendo fuerza durante un rato. El metal parece no ceder de mi cuello, hasta que finalmente puedo salir fuera.

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Pueblo extraño

Me encuentro en uno de los últimos pisos de un edificio altísimo, desde donde miro por la terraza o balcón de un edificio bien alto, en el que se pueden apreciar los techos de la ciudad, y veo una gran nube de humo negro ascendiendo y acumulándose en el cielo.

“¡Mirá!”, le grito sorprendido a mi hermano. Ahora veo que la nube sale del techo de un

edificio como un geiser negro.“Hubo un incendio”, me dice Nacho desde

adentro del departamento.Enseguida distingo otra fuente de humo,

saliendo de un edificio cercano. Movido por la curiosidad, me encuentro viajando en un colectivo por la autopista que corta de este a oeste la ciudad a la altura de los techos. A medida que avanzo, voy viendo más destrozos y fuego y hallo la fuente del desastre: un avión se estrelló. La cabina quedó en la azotea de un edificio alto y solitario, mientras que el esqueleto quemado del cuerpo del avión yace sobre una serie de edificios de un mismo nivel. El espectáculo no cesa. Son varias manzanas de edificios los afectados por este siniestro.

Pero una vez que todo esto queda atrás, me pregunto dónde está yendo el colectivo. No hay paradas hasta que baje de la autopista en Constitución. Y al bajar de la autopista, el colectivo sigue avanzando por una calle de tierra con cierto declive que pertenece a un pueblo. Mientras pienso cuál es el mejor lugar para bajar, el bondi sigue andando a los chapazos.

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En una esquina cualquiera me bajo. Pocos faroles con luces débiles iluminan fragmentos de la calle. A los costados del camino crece alto el pasto. Paso frente a una casa iluminada y un viejo sale a recibirme. Viene casi corriendo y me ofrece tomar unos mates. Por dentro quiero aceptar, pero su manera de pedírmelo me es chocante: me tironea del brazo y me insiste hasta el cansancio que vayamos hasta el porch de su casa. Finalmente acepto y subimos por un caminito. Mientras el viejo me habla, sus hijos, cerca de cinco, de edades que van de los siete a los veintidós años, me hablan a espaldas de su padre, todos a la vez, pidiéndome que les compre una pritty.

En la vereda veo que pasa caminando Lara con una amiga y mochilas al hombro. Las saludo desde allí y bajo hasta la calle. Nos saludamos y les digo que podemos aprovechar para ir juntos. Están de acuerdo. El viejo baja hasta la calle, pero a pesar de sus insistencias, partimos caminando cuesta arriba.

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Mago y Mundano en el subte

Estaba en el subte. Se estaba yendo. A pesar de que fui a correrlo, no llegué; la puerta se me cerró en la cara. Yo no era el único que había quedado afuera. Un viejito también había quedado parado mirando las puertas del vagón cerradas, a unos metros de distancia. Había hecho un esfuerzo inútil para llegar. Pero el conductor del subte, al verlo a través de un espejo retrovisor, se apiadó de él y le abrió las puertas para que subiera. Yo aproveché para subir.

El subte ya estaba en movimiento cuando salté dentro. Lo hice un poco torpemente: una mano quedó aferrada a la baranda externa de la puerta, y cuando el tren comenzó a desaparecer por el túnel oscuro, no hice tiempo a meterla. Un cable o un fierro me golpeó la punta del dedo índice de esa mano (la derecha), en la articulación justo debajo de la uña. No me dolía, pero cuando llevé la magulladura delante de mis ojos, vi cómo se formaba con celeridad un bulto en la zona afectada.

Cuando aparté la vista de mi mano, noté que delante de mí había dos personas sosteniendo una conversación. En ese instante, me miraron y me preguntaron por el golpe. En la misma mano, pero en la muñeca, me había golpeado más temprano, y había calmado los dolores con paños mojados de papel higiénico que ya no cumplían su función original. Se habían secado y endurecido.

Una de las dos personas frente a mí –uno alto, altísimo, con aspecto de mago (el otro también

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era alto, altísimo, pero con aspecto mundano)–, me preguntó por lo que tenía en la muñeca, y también por unas manchas que brotaban en mi pecho y se dejaban ver por debajo de mi camisa. Me preguntó si yo era homosexual, en un tono muy clínico. Le dije que no, riéndome un poco por lo inoportuno de su pregunta. Pero él no se rió; continuó con la expresión seria en su rostro. Creo que buscaba saber si yo tenía sida o alguna enfermedad de transmisión sexual. El otro hombre también se vio arrojado a contestar la pregunta; dijo: “yo ya no”.

A continuación, dejamos de lado la charla sobre la enfermedad. El hombre alto con aspecto de mago me dijo muy seriamente que quería contarme, antes que terminase el recorrido de su viaje en subte, una de sus vidas pasadas de hace 4000 años, cuando vivía en lo que hoy es la ciudad de Buenos Aires y sus familiares estaban enterrados en lo que hoy es River Plate. Yo abrí grande los ojos, lleno de interés, dispuesto a oir una narración increíble. Pero primero debían resolver algo entre ellos dos, un asunto que venían tratando antes de que yo hiciera mi aparición en el vagón.

No entendí lo que era, pero el otro hombre alto, de anteojos redondos y pequeños, en vías de quedarse calvo, estaba sumamente nervioso. El de aspecto de mago lo estaba ayudando con su problema. Entendí que, con la narración de su vida pasada, también quería ayudarme a mí; quería transmitirme algo, alguna enseñanza. Pero primero tenía que resolver lo del de anteojos. Solo esperaba que acabase antes que terminara el

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recorrido de su viaje en subte, como había dicho. Mientras, las estaciones pasaban de largo.

Se empezó a escuchar un celular que sonaba. El de anteojos empezó a buscar el aparato en sus bolsillos. Se palpó los bolsillos de la campera y de los pantalones, por delante y por detrás, nerviosamente. Metió la mano en los bolsillos externos de su campera y en uno lo encontró y atendió. Pero no era su celular. El sonido continuaba. Buscó en un bolsillo interno de su campera y sacó otro. Atendió: “¿Hola?”, pero tampoco era. La musiquita continuaba. Sacó otros dos celulares más, de su pantalón uno y de su bolso, otro. Pero en medio de la operación, se cortó la musiquita. Y en su lugar, comenzó a sonar otra. Comenzó la operación nuevamente.

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Cómo es recibir amor

Viajábamos en un camión trasladando todo tipo de cosas. El camión era tan grande que parecía que estábamos mudando una casa, una mansión. Dentro de la mansión, estaba mi gato Tigris, que jugaba a correr por todas partes. Se iba por una escalera oscura hacia el piso superior y volvía corriendo a toda velocidad, como si hubiera hecho algo malo o lo estuvieran persiguiendo. Luego, saltaba arriba de una mesa en la que yo estaba apoyado y me mordía la mano en señal de afecto.

Yo hablaba con Pablo y Fabi sobre el sentido de un sueño anterior que había tenido. Fabi daba su punto de vista. Al escucharlo, me iba cayendo la ficha de muchas cosas, todas juntas. Primero, entendí que lo que Fabi decía era una mezcla de energías positivas y negativas en pugna impregnadas en su ser, mezclado con sus sentimientos, recuerdos y pensamientos.

Cuando terminó de hablar, le contesté: “No es así, Fabi”. Nunca soy tan taxativo. “Yo te voy a decir la posta: Nosotros recibimos amor”, levanté los brazos hacia arriba en forma de V, formando un embudo.

En este punto, Fabi soltó una risita burlona, pero Pablo lo miró fijamente, haciéndole ver que no estaba diciendo cualquier cosa.

“Ese amor es lo que nos genera bienestar, felicidad y seguridad. Entonces, todo lo que hagas, va a ser para el bien, aunque no parezca. En cambio, si no podés recibir ese amor, entonces

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comenzás a vivir infeliz, cada vez más inseguro y empezamos a obrar como lo hacemos ahora, y nos aislamos y construimos ciudades y fortalezas para alejarnos de nosotros mismos”.

Sueño anterior:Me encontraba a MaleQ en un parque tipo

Plaza Francia. Ya éramos más grandes, más viejos. Él tenía una vida ocupada, hijos. Lo vi caminando a unos pasos de distancia de mí. El encuentro era inminente. Yo lo miraba, pero él no me veía.

Accidentalmente, dejo caer uno de mis libros de mi bolso. Caminando unos pasos más atrás, MaleQ lo vio y atinó a agacharse para recogerlo. En ese libro, él aparecía como uno de mis personajes. No sabía que yo lo estaba mirando mientras lo agarraba del suelo. Tampoco sabía que era un libro mío porque estaba firmado con el pseudónimo y menos sabía que el libro hablaba de él. Pero algo lo atraía hacia el libro como un imán, y ya lo tenía entre las manos.

Se sentó en un banco de la plaza y se disponía a abrirlo para hojearlo y ver de qué se trataba. La sorpresa de encontrarse a sí mismo estaba justo delante de él. Pero todo el tiempo sufría interrupciones o se distraía. La gente hablando o los gritos de los vendedores ambulantes devolvían su atención hacia las cuestiones mundanas. Llevaba consigo a su bebé en brazos y lo mecía nervioso para que dejase de llorar. Consiguió abrir el libro acomodando al bebé, pero las letras le bailaban y lo cerró. Yo notaba que tenía toda la intención de leerlo, que algo, no sabía qué, lo llamaba a hacerlo cuando nunca, ni en nuestros

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tiempos de escuela, había leído los libros que nos daban como lectura obligatoria. Yo lo miraba de cerca, pero él no podía verme. Yo esperaba ansioso por ver su rostro de sorpresa. Pero finalmente, se rindió. Cerró el libro, lo puso debajo de su brazo entre algunos papeles y carpetas y se marchó.

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Kiosko y Abuela Ana

Caballito, de noche. Salgo a comprar puchos a un kiosko en avenida La Plata. La luna está baja en el horizonte. La cola para el kiosko es de media cuadra a través de un playón descampado. Avanza lento. Cuando por fin llego a la ventanilla del kiosko, veo que está amaneciendo. Al kioskero le pido un Phillip común.

“Phillip nada”, me dice. Veo otras marcas, le quedan pocas. Ya vendió casi todo. Mientras esperaba a ser atendido, pensaba que lo mío iba a ser rápido y sin demora. Pero no me entendía muy bien con el kioskero. Le digo:

“Bueno, dame lucky”, y me desliza un paquete de cigarrillos DRF. “¿Qué es esto?”.

“Probalos”, me dice, “son nuevos”. “Entonces dame uno suelto”, pensando que

serían cigarrillos mentolados.Finalmente me voy a otro kiosko, o es el mismo,

a la vuelta, donde consigo Phillip. Ahí me quedo charlando con una japonesa que atiende e intenta decirme en su idioma champurreado “la vida es un platanal”, señalándome un racimo de bananas al que le habían cortado todas las bananas.

Soy casi un habitué de la esquina de este kiosko. Tengo una guitarra apoyada en un farol y mis cosas están desparramadas por el suelo como basura.

A las siete de la mañana me cruzo con la Abuela Ana en la esquina, media desorientada. Me dice que anoche salió con unas amigas a ver una obra de teatro y que le dijeron que las esperara ahí,

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pero no las veía por ningún lado. Yo creía que la habían abandonado y le conseguí una pieza para esperar más cómoda.

A cada rato, ella decía: “Ya van a venir”. Yo le propuse: “Si querés, abuela, te acompaño, quedate, para

qué te vas a ir tan tarde”, pero también pensaba que tenía que recoger mis cosas de la esquina: tenía cuatro mochilas desparramadas y dos guitarras para llevarme, y se me complicaba.

A su vez, la Abuela Ana no era la Abuela Ana: ella era una hija suya envejecida, o yo conocía a su mamá.

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Camping

Me hallaba en el medio de los bosques en un camping con cabañas, muchas de ellas deshabitadas. Estaba rodeado por galpones grandes y en el centro, una despensa atendida por tres primas mías. Voy hasta allá en busca de cigarrillos. En realidad, iba a cambiarlos, porque en lugar de los Marlboro que había pedido, mi tía, la madre de una de mis primas, que era la que atendía la despensa en ese momento, se había confundido y me había dado unos Chesterfield.

Camino tirando el paquete para arriba y atajándolo. Me cruzo con una compañera de la facultad que estaba pasando unos días en ese lugar. La saludo y me saluda, y luego nos quedamos un segundo callados, y digo “bueno”, y ella dice “bueno” y seguimos cada uno por su lado.

En la despensa estaban mis tres primas detrás del mostrador, conversando. Al llegar, se interrumpen y me saludan. Me preguntan qué quiero. A una le digo:

“Tu vieja me dio estos Chesterfield y yo le pedí Marlboro”.

Las otras dos no hablaban una palabra de castellano. Va hasta la parte de atrás para cambiármelos, pero la freno y le digo que mejor me dé unos Jockey común, los que fumo. Antes, me dice:

“¿No me convidás uno?”“Sí, agarrá”, le digo cuando me da el paquete

de Jockey.

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Salgo caminando mientras voy prendiendo un pucho. Al pitar, siento un sabor extraño, como si los Jockey ya no fueran como los de antes. Haciendo el mismo camino de vuelta, me vuelvo a cruzar a la compañera de la facultad y otra vez cruzamos saludos. Ella salía de su cabaña. Cuando se aleja, voy hasta su puerta, sin saber por qué. Ella dormía con otras chicas; era una cabaña exclusiva para mujeres. Empujo la puerta pero estaba cerrada. No había nadie.

Sigo caminando, volviendo a mi lugar, cuando paso frente a uno de esos grandes galpones donde se escucha una canción de los Doors viniendo desde adentro. La música me embriaga. Miro al cielo y es de noche. Me sumerjo en la oscuridad y en las estrellas mientras giro con la cabeza en alto y los brazos extendidos. Pienso que este es el lugar perfecto para estar y no hacer otra cosa más que disfrutar.

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En una playa de Uruguay

Estábamos vacacionando en una playa en Uruguay, en algún lugar intermedio entre Nueva Palmira y Carmelo. Éramos un grupo variado. Cada uno había llegado por sus propios medios. El lugar era ideal porque quedaba relativamente cerca de Buenos Aires y con la lancha colectiva, en un par de horas ya llegabas.

Ya había anochecido y estábamos caminando a una playa cercana a una fiesta. Esta noche había Luna llena. Y de pronto la vimos, muy cerca del horizonte. Se la veía enorme, más grande de lo normal, con un tono violeta, liláceo. La señalamos en el cielo y nos pusimos a contemplarla mientras durara ese extraño fenómeno. Por un momento, se escondió detrás de una nube y creímos que no la volveríamos a ver. Pero cuando se descubrió, ahí estaba, más grande y nítida que antes.

Uno de los que estaba conmigo, exclamó: “Qué lástima que no hay tiempo de buscar una cámara de fotos para filmar esto”. “Qué importa”, le contesté. “Es mejor mirarlo con los propios ojos”.

También advertimos que la Luna giraba muy rápido. Daba varias vueltas por segundo, como acelerada. Y que en su superficie blanca, se podían observar manchas más oscuras, que podían llegar a ser mares o continentes.

“Parecen como países”, exclamé, y enseguida pensé en cómo sería vivir en un lugar como la Luna; y me imaginé que con tantas vueltas, la vida sería muy agitada. La Luna bajó un poco hacia la Tierra y se zambulló en un lago y volvió

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a elevarse. Para hacer esto, tuvo que reducir su tamaño considerablemente.

Volvió a sumergirse, y para cuando estuvo flotando en el cielo nuevamente, la Luna volvió a ser blanca y brillante, ya sin tantos continentes y girando más despacio. Pensé: “Viene a refrescarse a la tierra”.

Viví esta visión de la Luna como un sueño.Cuando llegamos a la playa, nos encontramos

con Agustín y Alfredo, que estaban acampando allí hacía unos días. Conmigo venían Mati, Jime y alguien más. Yo me había subido a la bici de Jime y aparecí pedaleando. Bajé por un barranco de acceso a la playa frenando y coleando la bici. Ahí me agarró Alfredo del hombro y me dijo que con Agus habían conocido a una israelí medio loca a la que le podían vender el relato del sueño de la Luna para que escribiera un cuento y así ponerlo en mi nuevo libro.

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Tienda de los recuerdos

Éramos una comunidad de gente que vivíamos todos juntos y teníamos relaciones sexuales colectivamente. Vivíamos en un gran galpón en el que teníamos una rampa de skate de punta a punta, y a un costado, había un local en donde funcionaba una tienda de recuerdos en la que cualquiera podía entrar y tomar el recuerdo de alguien más y dejar uno propio a cambio.

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Interrogatorio/entrevista

A la vuelta tocaba IcaRo DanTe. Había mucha gente entrando y saliendo del bar por un angosto pasillo. Mientras voy llegando, una piba me para y me pregunta si soy il persecuttore. Le digo que sí e inmediatamente me empieza a hacer preguntas.

–Si sos il persecuttore, ¿sabías que hay otra persona llamada “persecuttore”? ¿Sabías que te puedo acusar de plagio?

Aun sin poder responder a ninguna de sus preguntas, noto que en su mano derecha tiene un pequeño aparato como una lapicera con un botoncito y un cable que va hasta su bolso. Enseguida pienso que se trata de un grabador con el que esta piba está registrando esta conversación para usarla en mi contra, que ella es de algún medio de comunicación que quiere inventar una nota para difamarme. Pero al instante en que veo el pequeño aparato, ella dice:

–Esto es para que escuches, para que conozcas las canciones de “persecuttore”.

La única respuesta que llegué a formular fue:–Espero que sean parecidas a las de IcaRo

DanTe, porque me gustan.Me puso el aparato que era un auricular en la

oreja y escuché. La música me sonaba familiar. Eran mis canciones.

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Hipermercado hippie

Me encontraba fuera de la casa del Ro, parado junto a su ventana. Salí de allí porque adentro habíamos hecho mucho bardo y le habíamos roto todos los muebles en pedazos.

Caminé hasta la siguiente esquina. A pesar de que era de noche, había una banda tocando y bastante gente reunida, más curiosos que interesados por la música. Era un proyecto alocado de uno de los músicos, que consistía en tocar en cualquier momento en que a uno se le ocurriese, en la calle. Había unas guitarras enchufadas y otros instrumentos, entre ellos, una tuba tocada por un chabón. Nadie estaba tocando la batería y me imaginé que ese lugar lo podía ocupar yo. Busqué alrededor, mirando la vereda de enfrente, y vi una tuba más chica y el aro de un redoblante pero sin parche.

La banda sonaba bien, o al menos, era original. Me puse a filmar para registrar la música en vivo, pero en ese momento, todos dejaron de tocar. Uno de los que estaban escuchando fue a hacer algunas preguntas al ideólogo de este proyecto. La idea central de esta movida era ser lo más espontáneo que se pudiera ser.

Mientras hablaba, se puso a caminar. Yo caminé junto a ellos y así llegamos a un supermercado y entramos un grupito.

No era un supermercado cualquiera, era uno especial. Se encontraba en Mayín Ahogado, El Bolsón, y la particularidad que tenía era que uno podía tocar todo lo que quisiera, revolver

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y manosear sin problema todos los productos. Viendo esta libertad, comencé a hacerlo, a saltar entre las góndolas y a tirarme y deslizar por el suelo, correr y caer entre la mercadería. Mientras, iba agarrando algunas cosas que necesitaba.

Cuando terminamos de elegir lo que íbamos a comprar, nos pusimos a hablar con el dueño del lugar, un amigo de un amigo. Nos informó que había un régimen de racionamiento, y que solo podíamos comprar hasta diez productos cada uno. Kun dijo: “Yo puedo poner algo en mi mochila”, y agregó: “si comprás fideos, no compres salsa”.

Fuimos a acompañar al dueño hasta la parte de atrás del supermercado. Tenía un espacio de relajación construido con piedras y un estanque de agua. Mientras avanzamos, nos iba explicando el funcionamiento de este espacio hasta que, al caminar por un sitio donde ya no había más piedras, comenzó a hundirse de a poco hasta quedar tapado hasta el cuello. Se había colocado un snorquel para respirar debajo del agua. Nos informó que debía reparar algo allí abajo para que la fuente funcionara correctamente. Nosotros dos también nos pusimos tanques de oxígeno y máscaras, al tiempo que nos tirábamos al agua. Yo exhalé el aire mientras me sumergía y comencé a respirar a través de la máscara.

Para esta altura, ya me había dado cuenta que estaba soñando y me dieron ganas de despertar y anotar el sueño, antes de que se me olvidara. Me di una orden directa: “El que sueña que abra los ojos” y traté de moverlos, pero desperté dentro del barco. Era de noche. Todos dormían. Prendí la luz. Había un gran agujero en la pared y el techo.

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El barco de papá estaba muy venido a menos y él no se molestaba en arreglarlo. Fui al baño a hacer pis y comprobé que aún soñaba. Y desperté.

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Quilombero de pueblo

Había ido a visitar a un amigo que no veía desde hacía tiempo que estaba viviendo en un pueblo semi-rural. A penas llegué, me enteré que su padre estaba enfermo, así que no dudé en pasar a saludarlo. Estaba acostado en la cama. Me agaché para darle un beso en la mejilla, y comprobé que a pesar de su mal estado de salud, aún conservaba su mirada de atorrante.

Luego salimos a dar unas vueltas por el pueblo. Mi amigo había llamado a otro amigo que se caracterizaba por tener mucho dinero, y esta condición económica lo hacía ser adicto al quilombo. Así que no bien me subí a su camioneta para dar un paseo, comenzó a dar vueltas vertiginosas por el barro. Una vez que se cansó, bajamos del vehículo y entramos en un supermercado chino.

De entrada, lo primero que hizo fue descontrolar el lugar. Derribaba pilas de latas y arrojaba la mercadería para todos lados. La dueña, una china de unos cuarenta largos años, estaba enfurecida. Para el deleite del amigo quilombero de mi amigo, salió a buscar ayuda.

Muy tranquilo detrás de un mostrador, salió el hijo de la china. Contrario a nuestras expectativas, este no se inmutó. Simplemente permaneció de pie muy plácidamente frente a nosotros tres. En lugar de tratar de combatirnos, que era lo que esperábamos que hiciera, se acercó hasta nosotros y nos ofreció de fumar de una pipa de madera. Me la pasó y cuando la tuve en la mano, pude ver que

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en el interior había unas bracitas de carbón para quemar, pero el contenido que se fumaba se había consumido. Me preguntó si quería fumar más y le dije que sí. Me indicó dónde estaba su cuarto; al fondo, la segunda puerta a la izquierda. Me metí la pipa en el bolsillo y caminé hasta donde me había indicado. Pero al llegar, me encontré con tres puertas enfrentadas y no sabía cuál era la suya. Abrí una y por error di con el cuarto de su mamá, que en ese momento estaba ahí, todavía en pleno ataque de ira. Me vio la pipa que sobresalía de mi bolsillo y se enojó aun más. Creía que yo era el responsable del perverso vicio de su hijo.

Salí corriendo fuera del supermercado, sabiendo que la china me iba a atacar, y ella salió tras de mí. Nos encontramos en un campo verde, inmenso, propio de aquel pueblo rural, que sería el escenario de nuestra pelea.

Intenté correr pero no pude. La china sabía artes marciales e intentó golpearme, pero tampoco pudo. Hacía años que no practicaba, desde su juventud, cuando era una joven descontrolada y lisérgica. La frustración de la impotencia la doblegó en el suelo, y de rodillas, comenzó a interrogar a su guía espiritual por qué le sucedía esto. Una voz inmanente le contestó desde el cielo, escondida detrás de las nubes. Extrañamente, yo pude oírla también. Le dijo: “Tienes que hacer como has hecho antes, pero con menos LSD”. “¿Menos LSD?”, dijimos los dos al mismo tiempo.

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Sueño con un ángel

Con Kun nos encontramos a Spinetta y lo invitamos a mi casa de Ciudad Evita. En mi cuarto, él me mostró un libro suyo que desconocía y yo le mostré la versión de Guitarra Negra que hacíamos nosotros. Por equivocación o a propósito, le habíamos adjuntado El Kybalión al final de libro. Luego los tres nos acostamos en el colchón de una plaza a dormir.

A la mañana siguiente, tenía la sensación de haber soñado con un ángel. Me quedaba el libro que me había dado y una remera de Violencia Rivas. Llevé la remera a la feria del Parque Rivadavia y se la dejé a una señora en consignación. Al instante, pasó Vilma Ripoll y la compró. Estaba $25. Pensaba que podía haberla vendido a $40 o $50, pero una voz en mi interior me dijo que “tenía que circular”. La señora del puesto de remeras me dio $22 y se quedó con $3.

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Recuerdos de León Gieco

Miraba en una tele un video de “De Ushuaia a la Quiaca”, una imagen de un río pedregoso bajando por un cañadón de una montaña, o más bien subiéndola. Me pregunté donde era… Córdoba, pero dónde. Saqué la vista del televisor y vi a León Gieco ahí nomás. Se me ocurrió preguntarle, no sin algo de resistencia a hacerlo de mi parte:

–¿Dónde era eso, León, en Nono o en Luyaba?–Eso era en Luyaba –me contestó secamente

y se alejó caminando muy pensativo unos veinte pasos hasta quedar solo, con las manos en la espalda, mirando a la nada. Entendí que se había sumido en un recuerdo de aquellos tiempos, y que había sido casi una imprudencia de mi parte haberle preguntado, porque esos eran sus recuerdos y a nadie más que a él debían interesarle.

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Un museo de curiosidades

Un edificio, un museo gigantesco, monumental. Estábamos en el piso de arriba, en la planta alta, como afuera de una ventana que simulaba ser la cúpula de un edificio antiguo, organizando las piezas de esa sección. Había un budita que miraba hacia fuera, al horizonte. En la planta baja, justo abajo había una pileta gigante. Los pisos eran bloques cuadrados enormes sostenidos por columnas altísimas. Te podías tirar hacia abajo y caer en el agua. También había un cuerpo gigante que colgaba boca abajo y otras cosas locas. Era un museo de curiosidades.

En la ventana, acomodando las piezas, estaba la tía Graciela; charlábamos y acotaba comentarios. También un chabón que decía:

–Esto es como Bélgica, donde te encontrás con negros que se fueron al polo a cagarse de frío y se bañan a la intemperie con vinagre, todos juntos, y en una esquina te escuchás un tango... en ese lugar sabés a quién me encontré… a Pedro Lebredo de Pescado Rabioso.

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Guitarras y noche

Habíamos conseguido unas guitarras eléctricas. Éramos tres o cuatro. No recuerdo de donde había salido. A mí me había tocado la del tío Pucho, y al tocar las cuerdas, sonaba como si estuvieran amplificadas aunque estuvieran desenchufadas. Salimos caminando por la autopista Riccieri entre los autos que pasaban, sin dejar de tocar. Íbamos a un restaurant-bar al que nos habían invitado para tocar. Cuando llegué, notaba que mi guitarra iba perdiendo fuerza, como si se le estuviera acabando la batería. Luego no recuerdo qué más pasó.

Desperté junto a Kun en una cama matrimonial en un cuarto. Al verla, me dijo que ayer había hecho desastres. Me había comportado como un desquiciado, y en una ocasión, había hecho pis en una alfombra delante de todos. Del otro lado de la puerta del cuarto oí que llegaban los papás de Kun. La mamá estaba enojada porque decía que quería acostarse en su cama (en la que estábamos nosotros) y estaba cansada. Y el papá estaba un poco celoso de que estuviera durmiendo con su hija.

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Confusión con mujer

Estaba en una casa muy parecida a la de los abuelos. Estaba parando unos días junto a un grupo de personas que estaban de paso. Un día llega una chica con rulos y ojos claros a quien estaban esperando. Era música, y tenía una guitarra muy particular. Le pedí que me la mostrara. La sacó de su funda y la pude apreciar. Tenía el mástil serruchado en un corte diagonal, de manera que le había reducido la cantidad de trastes, y le había invertido las cuerdas, dejándole las clavijas junto a la caja. Toco un tema sencillo, de dos o tres acordes. Me pareció que la guitarra tenía más de seis cuerdas, así que cuando dejó de tocar, agarré la guitarra y conté las clavijas. Primero conté once, después conté trece, y supuse que tenía finalmente doce.

Dejamos la guitarra a un costado y nos pusimos a charlar. Me dijo que sabía hacer tapping, apretar puntos clave en la cara para curar dolores físicos y bloqueos energéticos. Me dijo que si no quería que practique conmigo. Por qué no, le contesté. Me iba a hacer una cruz de puntos entre el tercer ojo, la pera y los pómulos. Pero apenas me apretó el tercer ojo, mi mente comenzó a confundirse. Ya no sabía quién era esta chica, su rostro se desdibujaba y veía la cara de alguien más en lugar de la suya. Con un dedo aun presionando entre mis ojos, me recuesto en la mesa y ella se sube arriba de mí. “No, ¿qué haces?”, le digo, “tengo novia”.

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En el auto de papá

Andábamos por Ciudad Evita con el auto de papá. Volvíamos de una fiesta y nos ofrecimos a llevar a algunos a sus casas. Yo iba en el asiento del acompañante, pero él no iba manejando, sino atrás, mirando. Al volante iba el que necesitaba usar el auto. Había dos o tres personas más. Uno de ellos, al que le tocaba manejar, iba rápido por las calles de Ciudad Evita, conociendo bien el camino. Doblaba, se metía por calles de tierra húmeda y tomaba por pasadizos. En una, entramos a un mercado e intentamos pasar entre una pared y una caseta de luz, pero el auto era tan ancho que no pasaba. Papá estaba nervioso. Controlaba que no le rayaran el auto. El chabón dio marcha atrás con el auto y pasamos por otro lado. Finalmente, bajó en el mercado y el volante quedó vacío.

Una piba iba conmigo en el acompañante. Estaba dormida y la desperté, porque sabía que su casa estaba cerca; era ya de mañana. La mina se pasó al volante y giró a la derecha. Fue hasta el final de la calle y dobló en una rotonda. Volvió por donde veníamos. Salió del mercado y giró a la derecha en una calle de tierra que se abría junto a la calle principal, una ruta. El terreno se elevaba. No sabíamos hasta donde iba. Papá se puso nervioso. Decía: “Hasta acá, hasta acá…” Quería que parara. Yo le advertí que era un auto con caja automática, que no había embriague, para que no pisara con la izquierda y frenara de golpe. Pero en lugar de frenar, aceleraba y subía unas lomaditas.

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Papá se ponía nervioso y ya gritaba: “¡Hasta acá! ¡Hasta acá!”, pero la mina siguió un poco más. Hizo una cuadra por ese terreno irregular y paró en las casas que se elevaban unos treinta metros por sobre la ruta. Luego bajó.

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Juego de realidad virtual

Estaba en una finca de fin de semana en el campo. Era de noche y estaba fuera de la casa junto a dos personas. De pronto, entre las sombras, veo pasar un tipo con una escopeta que salta desde un zanjón y se pierde en la oscuridad. Uno de los que está conmigo cree que se metió en la casa, pero no le prestamos atención. Pero cuando vamos adentro a descansar, nos enteramos que el tipo está allí. Tienen cautivos a algunos rehenes y la situación es de suma tensión. Las otras dos personas que están conmigo parecen resignadas y se entregan, pero a mí me invade la ira y con el primer objeto que encuentro intento pegarle en la nuca cuando lo encuentro de espaldas. Parece no afectarle en absoluto. Se da vuelta y me mira con insolencia. Intento seguir pegándole antes que me dé un tiro. Tiene una pistola, y acaba de entrar otro, un cómplice. Agarro una aguja larga y filosa y se la clavo en el corazón, conteniéndome de sentir lo repugnante del asunto. Al otro también le clavo la aguja en el corazón, pero ambos, a pesar de haber recibido una herida mortal, siguen intactos de pie. Mi desesperación va creciendo. Ya no se qué hacer para frenar a estos tipos. Los rehenes cada vez son más y los armados también, ahora son tres.

La situación se descontrola. Pienso a cada momento que me pueden rematar de un tiro. Los ánimos se agitan y todo parece estallar, cuando de pronto se abre una puerta a lo lejos y entra una especie de psicopedagoga. Todos hacen una

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ronda. Ya nadie tiene que matar o morir. Como si hubiera sido una simulación, un ejercicio de autoconocimiento. La psicopedagoga agradece a todos y desde la puerta va saludando a cada uno. Me pongo a pensar, “entonces fue solo un ejercicio, ¿por qué esa ira, esa furia?”. Parecía que yo había sido el protagonista porque había sido el único en querer matar a los armados para defender mi vida. Pero tal vez dentro de ese gran grupo reunido en aquel cuarto, cada uno había tenido una visión distinta de lo que había pasado. Como si hubiéramos estado jugando un juego de realidad virtual, pero cada uno en su juego propio, en el que lo único que variaba era el papel que habían optado las personas.

Una chica se había puesto a llorar por la intensidad de la situación y la psicopedagoga la consolaba. Ahora yo me paraba en la puerta del cuarto y saludaba a cada uno de los participantes, como si hubieran venido a mi fiesta de cumpleaños. A los chicos los palmeaba en el hombro y a las chicas, en la cola.

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Experiencia de escritura colectiva

Bosque, selva. Cuatro personas. Yo les revelaba en conocimiento que había aprendido sobre distintas ceremonias de una tribu de indios de la selva. No sé de dónde había obtenido esos conocimientos, pero estaban dentro de mí como innatos o llegados desde un sueño.

El lugar era el Delta. Una de esas ceremonias o conocimientos consistía en el poder del humo. Encendimos un palo santo para alejar insectos que veíamos que se nos estaban subiendo al cuerpo. Había mosquitos, pero también otros que se arrastraban y que volaban, negros y colorados, que rápidamente nos caminaban por las piernas mientras contemplábamos distraídamente el río.

Otra ceremonia era la del barro. Yo explicaba al grupo los conocimientos rituales que me habían trasmitido. Esta ceremonia consistía en cavar un pozo en la zona de mucho barro, de cerca de un metro de profundidad. Luego, construir con madera y juncos una especie de cabañita con techo de paja y barro donde nos reuniríamos.

Allí dentro, mientras tomaba nota de los pasos que dábamos, surgió un proyecto de escritura entre los cuatro. La idea era que cada uno volcara en escritos los conocimientos adquiridos en forma de novela y luego se lo pasase al siguiente, quien haría lo propio. La cuestión estaría construida por una escritura a la distancia con esporádicos encuentros que funcionarían de postas para pasarse la pluma para que escribiera el próximo.

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Yo venía escribiendo sobre esta experiencia en la selva y en el bosque y en el río, cuando me tocó pasarle la posta a Guillo De Pósfay. Nos encontramos en un salón con pisos de madera bien iluminado. Estábamos bien vestidos, peinados, para la ocasión. La cosa era como un “Encuentro en el estudio”. Kun estaba filmando y sacando fotos, registrando el evento. Sobre un escritorio, había una computadora encendida en la que podíamos volcar lo que se nos ocurriese.

Desde la selva, todo había ocurrido sin interrupciones. En mi cabeza o en el papel venía escribiendo sobre lo que sabía. Entonces, al momento de estar frente a la computadora, me senté y continué redactando lo que estaba narrando adentro mío, a medida que lo hacía externo.

Luego de un rato, satisfecho pero no concluido, me levanté de la silla y lo dejé sentar a Guillo, quien automáticamente se puso a escribir. Cada tanto, yo decía alguna idea que me había quedado flotando y él la incorporaba. En eso consistía el encuentro, para que las prosas se fusionaran. Pero trataba de no abusar, de contener las palabras, porque de alguna forma, ya era el turno de escribir de él, y yo solo estaba mirando y aportaba cada tanto.

En una, la consigna era escribir sobre la Pachamama: todas las cosas que se nos venían a la mente, como un ejercicio de escritura automática.

En un momento, él me dice: “Perá, que estoy verborrágico”, haciendo referencia que había encontrado una veta de escritura fluida por la que avanzar.

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Luego de un rato, se detuvo y me miró. Nos miró a Kun y a mí, porque tenía que nombrar a un personaje, y nos quería hacer participar. Él lo llamó “Númerd”; yo interpreté que había surgido luego de que apretara algunas teclas al azar, pero luego confesó que lo tenía en mente, pero que quería googlearlo para ver qué significaba. Yo propuse que se llamara “Testigo”, al tiempo que él escribía que se llamaba “Distinto”.

Al llegar a este punto, se detuvo a probar distintas tipografías para el nombre. Dijo: “Tengo una re loca”; apretó un comando con el teclado y surgió la tipografía, que consistía en deformar y borronear el texto escrito. Era un efecto más que una tipografía. Lo probó en varios textos y fotos.

Kun, que venía filmando el proceso, comienza a rebobinar la cinta y vemos lo que se grabó. Cuando aparezco en cámara, ella dice “qué lindo chico”. Guillo está peinado con gomina.

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Problemas de la memoria

Estaba viniendo de lo de la psicóloga que quedaba en el edificio de la abuela Coca. Subo, pero antes de marcar el piso 6, llaman al ascensor y voy al piso 10. Una vieja abre la puerta y muy amablemente le digo que bajo tres pisos. Pero cuando bajo del ascensor para ayudarla a subir, justo llaman al ascensor. Estamos en su piso; un duplex. Bajo por las escaleras tres pisos. Dos pisos más abajo está la universidad... católica, o no sé; privada. Cruzo a unas chicas que venían señalando que unos gatitos, que habían visto en una foto o en un rincón, eran lindos. Con la misma frase y gesto, dicen lo mismo de mí. Pero yo no me detengo y hago como que escuché de lejos eso sin prestarle atención. En ese piso hay muchos jóvenes tirados en el piso, sentados, parados, leyendo, charlando, esperando a entrar a clases.

Bajo hasta el sexto, llego a lo de la abuela Coca. Entro por la puerta y en ese momento me doy cuenta que me falta mi mochila. “Uh, dónde la dejé…” pensé. Recientemente, hago memoria, ¿viajé en subte o colectivo? Si me la dejé en el subte, puedo llamar por teléfono y preguntar si la encontraron. Sino, la perdí. Hago más memoria. Por qué no fui a la psicóloga. Bajo a la planta baja, salgo al jardín. Son las siete de la mañana. Espío por la ventana de mi cuarto, veo a alguien que sale huyendo. Es Nacho, que sale al jardín y le cuento que no sé por qué volví a las siete de la mañana del psicólogo y por qué no fui.

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–Ya sé –dice– porque cuando llegaste, había una fiesta de casamiento en la planta baja, pero como estaba lleno de perros, decidieron suspender todo.

–Eso lo acabás de leer en mi cuaderno de sueños –le digo, y se ríe, porque confundió algo que acababa de leer con lo que en realidad sucedió.

–No, –le digo, y me trasporto a pensar qué fue lo que hice durante la noche que no me acuerdo.

Estaba en el patio del psicólogo, con pileta y todo, y comenzaron a llegar personas invitadas a la fiesta. Del otro lado de la pileta había una barra, me voy acercando, mientras que recuerdo que hace unas horas, más temprano, estaba limpiando esa misma pileta como parte de la terapia. Al llegar a la barra, tomo un hielo y lo pongo en mi boca, junto con una piedra que tenía en la boca, también como parte de la terapia. Allí encuentro a varios personajes, a N, a un chabón que no veo desde... que no se acuerda de mi nombre pero sí de mi cara, y me dice:

–¡Mirá, si es este chabón...! –junto a alguien más a quien no distingo, pero que me miran preguntándose qué hago yo en ese lugar, y antes de poder contestarles, me tengo que sacar las piedras de la boca, las guardo en el bolsillo y les quiero decir cómo terminé acá, pero cierto es que no estoy muy seguro...

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Mi casa y sus pasadizos

Estaba en casa, mi casa, un tanto distinta a la mía pero mía al fin. Sus salones amplísimos se sucedían engañándome, poniendo en jaque a mi memoria.

Detrás de la puerta del living había un salón al que raras veces íbamos. Era pequeño. Tenía una mesa cuadrada en el centro con un velador y varios objetos de decoración más propios de la casa de una abuela que otra cosa. Entré de curioso nomás. Eché un vistazo y vi que en una esquina había otra puerta. Estaba seguro de que jamás la había atravesado.

La abrí y me encontré con la parte trasera de otra casa. Debía ser la casa del vecino de la otra calle. O tal vez era una continuación de mi casa que hasta ahora no había descubierto. Era como un garage, un sitio donde se apilaban objetos en desuso, como bicicletas, pesas, juguetes, etc.

Miré a la derecha: un gran ventanal con cortinas por el cual entraba luz natural de la calle. Fui hasta ahí, me agaché y miré entre las cortinas como si estuviera espiando el telón de un teatro, hacia dentro del escenario.

Había una calle en pendiente que subía escarpadamente hacia la derecha, y ahí afuera todo lo que sucedía era como si transcurriese dentro de una película.

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Libro película o realidad

Estoy leyendo un libro, levanto la cabeza de las páginas y veo que frente a mí transcurre esa escena en una película a punto de filmarse, pero enseguida se transforma en realidad. Se suceden a una velocidad tal que a penas puedo anotar algunas palabras sueltas:

ZapatoCaracol

Habichuelas mágicasComerlas.

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Rodaje

Estaba terminando una jornada de filmación, desarmando todo para irnos. Habían estado filmando una escena en la pileta vacía. Yo caminaba por el borde. Todos se estaban yendo. Había mucho alboroto de personas transitando de un lugar a otro. Actores, iluminadores, asistentes. El proyecto que estábamos llevando a cabo no era cosa de amateurs. Mati, que tenía una responsabilidad importante en este asunto, me preguntó: “¿Mañana venís?”. “Qué voy a venir, si no estoy haciendo nada acá. No aparezco ni en los créditos”. “Entonces llamame mañana a las ocho para despertarme”.

Al día siguiente, al abrir los ojos, veo la hora en el celular: eran las doce.

Me encuentro con una de las actrices de la película en un bar a tomar un café. “Es muy peligroso”, me dice. Me estaba hablando desde hacía un buen rato, pero no la estaba escuchando. “Lo que hace mi novio”. “Ah, sí”, le contesto. “Es de la mafia de la fábrica del sur. ¿La conocés?”, “No”, le digo. “Allá, al lado del campo de golf”. No tenía idea de lo que me estaba diciendo, pero la tenía que acompañar hasta ese lugar. Debajo de su flequillo rubio, contemplé sus ojos. Eran de un amarillo profundo que jamás había visto en ninguna otra persona. Tenía los párpados pintados del mismo color.

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“El vengador villero”

Iban a rodar una película cerca de las vías de un tren, al lado de una villa. Para esto, habían tirado abajo la villa y construido otra para la película, de varios pisos. La película trataba de un chabón de la villa enojado por la destrucción de su casa que salía en busca de venganza.

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“El escritor de San Patricio”

Película. Final: tenía que escabullirme a través de la gran casa sin ser visto para depositar un huevo gigante y amarillo en (algún lugar). La decoración de la casa era de novela del 1800, sillones de grandes respaldos, alfombrados suntuosos, lámparas barrocas, cuadros de gente muerta, gruesas cortinas de terciopelo. Tenía que atravesar por la casa y salir por una ventana sin ser visto; de lo contrario, sería el fin.

Me metí por una habitación y luego en otra. Había una ventana que daba al exterior, al jardín del frente o del fondo. Allí había dos viejas tomando el té: Kathy y Miss Suzzy. Detrás de ellas, a cientos de metros, un gran lago y al término del lago, una montaña gigantesca que se levantaba como una gran pared casi hasta el cielo.

De pronto Miss Suzzy se levantó y fue a buscar algo adentro de la casa, y por una ventana lateral me advirtió y se asustó. Kathy también me advirtió y llamaron a seguridad. Enseguida me veo rodeado por todos los flancos. No tengo otra opción que morir peleando. Saco el arma y uno a uno voy bajándolos. Salgo del cuarto. Me encuentro al pie de la escalera. El ruido de los disparos despertó la alerta general y vinieron a terminar conmigo. Son unos diez más que me rodean desde los costados y desde el piso superior. En muy poco tiempo liquido a unos cuantos, como a siete, pero uno de los que quedaban me tira por la espalda y caigo...

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“Rebelión de esclavos”

Afuera de la cueva se desata la rebelión de negros esclavos. Adentro, me encuentro con una mujer que me está enseñando su lengua y varios aspectos sobre su cultura, como las piedras semipreciosas que atesoran ahí mismo, en aquellas cuevas que son a la vez sus refugios y sus hogares.

Cuando salgo de la cueva, me dispongo a pelear con ellos, de su lado, contra los agresores esclavistas que los han mantenido oprimidos desde tiempos inmemoriales. Estamos armados tan solo con algunas espadas y las peleas son a muerte y a desangrarse. Mi contrincante es duro para pelear. Los sablazos que recibe de mi parte no parecen herirlo. En varias oportunidades le inserto la espada unos centímetros adentro del pecho, pero no muestra gesto de dolor. Mi mano se tiñe con mi sangre producto de un acercamiento a él. A diferencia de mí, no parece mortal.

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“Ástor”

1970. Compromiso social. Lucha política. La vida en juego. Enfrentamientos armados. Pantalones ajustados y camisas floreadas.

La policía se acerca. Nos tiene rodeados en este cuarto. Ya sitiaron la casa y en cuestión de segundos vienen los refuerzos. Decidimos ceder a morir en vano en un tiroteo. La orden es quedarse lo más tranquilo posible.

Un ruido en la puerta. Ya están acá. Ruido de pasos. Van de civil. Nos hacen poner a todos boca abajo, con amenaza de fusilamiento ante el menor movimiento. Obedecemos, porque hay una posibilidad de salir con vida. Uno a uno, nos van aplicando una picana eléctrica a medida que nos registran.

Escucho los gritos de mis compañeros. Junto a mí, una compañera me pide que le tome la mano cuando la picaneen.

Es mi turno. Me colocan el aparato en la cintura, debajo de la camisa. Lo siento en la piel. La descarga eléctrica es implacable, en esa zona y en todo el cuerpo. Dura unos segundos eternos. Luego pasan al siguiente. Y así con todos.

Uno de los últimos compañeros se rebela. Antes de que lleguen hasta él, lanza una lata contra el grupo de civil y se lanza por la ventana. La habitación comienza a llenarse de humo. Tosemos. No se ve mucho. Solo sabemos que él sale corriendo.

Luego de una lomada, desaparece de la vista de los policías. Un efectivo sale tras él, motorizado.

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Cuando lo alcanza, fuera de la vista de todos nosotros y de ellos, le revela al prófugo, en pánico, que es uno de ellos. Lo deja irse, simulando que se le escapó entre las manos. Antes, le da una indicación:

–Andá a verlo a Ástor.El fugado se marcha en busca de ayuda. Ya a

salvo, uno de nuestros contactos le indica quién era Ástor: un cocinero de restaurant de barrio que simpatiza con la causa y se ofreció a aportar en lo que sea. Esta es su oportunidad de ayudar, escondiendo al fugado por un tiempo en su casa.

Una vez en su domicilio, un departamento pequeño y mugroso en un barrio alejado del centro, tocan la puerta. Esta a penas se abre, limitada por una traba candado. Del otro lado, por la fina hendija, puede verse la demacrada figura del tal “Ástor”, un cincuentón calvo y bastante pasado en peso cuyo rostro inmediatamente, al oir el nombre de guerra, se transforma por completo.

“¿Quién lo busca?”, pregunta el cocinero, atemorizado, desentendiéndose de su apodo.

Los dos hombres que vinieron a buscarlo notan que cambió de parecer, quizá por la noticia de la redada policial. Pero a esta altura, con lo complicado de la situación, no pueden hacer nada.

“Me confundí”, dice el cocinero, luego de intercambiar miradas con los compañeros y de lanzar vistazos hacia todos lados. “Dije que era yo, pero quise decir que a mí me gusta Astor Piazzolla.

El fugado se desilusiona, pierde una oportunidad perfecta de refugio.

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Pero el contacto lo consuela:“El tipo es recién casado. De hecho, está

festejando su luna de miel. No debe querer que lo molesten. Fijate que todos sueñan con casarse con su prima, pero este tipo se terminó casando con su tía”.

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“2012”

“Conforme llega el 2012, van sacando nuevas películas de cambios mundiales”, dijo una chica frente al televisor. “Van largando una cada tanto para que no nos olvidemos. Esta es más tranquila. No hay inundaciones ni maremotos, pero sí grandes tormentas y fuertes vientos. En esta película sucede lo que los personajes tienen en mente, ya sea bueno o malo”.

Hay una escena en la que una chica calienta una pava de agua con una resistencia eléctrica medio pelada, enchufada a un poste de luz de la calle, bajo una tormenta que se está poniendo eléctrica. Una vez que el agua se calienta, desenchufa y vuelve caminando hacia su casa para protegerse. Da pasos rápidos pero medidos para que la pava no se vuelque, mientras ve que son casi quince metros que tiene que hacer para estar bajo techo. En su cabeza tiene el recuerdo de la noticia de varias personas muertas a causa de repentinos rayos que le cayeron del cielo, y comienza a dudar de que pueda llegar. Es una sensación pequeña de miedo que va creciendo. Pero otra parte de su cabeza, que va rápido, le dice que ningún rayo va a caer y que es solo agua cayendo del cielo. No solo agua, sino lluvia, lluvia torrencial, gran desahogo del cielo y lágrimas de dios.

Otro de los personajes que se encontraba en esa casa era una chica de pelo hasta los hombros, negro y enrulado, una gran sonrisa y un ánimo elevado para la aventura. Ella llegó de casualidad a la casa durante la lluvia y entra porque la cree

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deshabitada. Cuando la chica de la pava, de pelo largo, la encuentra, primero se sobresalta y luego la acepta. La otra es muy conquistadora. Tiene un gran manejo de los poderes de persuasión y capacidad de discurso. Además, está todo el tiempo sonriendo. Encuentra un revolver (a balines) y lo toma entre las manos, salta arriba de un sillón y apunta. Dispara balines que dan contra alguna silla o la pared. “Esta es una 37”, dice, “mi papá tenía una 38 y me dejaba usarla...”

De pronto, un auto frena en la puerta de la casa y se baja una familia. Más personajes se aglutinan bajo un mismo techo para dar comienzo a la historia que los convoca en ese lugar.

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“Dos rusos”

Una bahía bien al norte sobre las costas del Pacífico, entre Alaska y Canadá. Había una población remota que vivía por la actividad del puerto, construido hacía muchos años atrás. Ese puerto, ya casi en ruinas, era el legado civilizatorio que permitía que la población no se extinguiera gracias a la actividad comercial con el exterior.

Había arribado un submarino ruso que estaba de paso por la zona y debía hacer una escala. Dos de sus miembros caminaban por el puerto y charlaban acerca del lugar. Uno comentaba que este poblado apenas subsistía a base de energías renovables, como la eólica y algo de petróleo que lograban conseguir comerciando.

Saliendo de la zona del puerto, caminaron por un sendero que se abría entre los bosques. Uno de ellos se preguntaba por qué este lugar se encontraba en tal estado de abandono, si no carecía de atractivo y podía funcionar como un lugar turístico de descanso. Junto al sendero, aparecía un río bordeado de espesa vegetación verde. Cada tanto, formaba entradas en la tierra que hacían pensar a uno de los rusos que ese sería un buen lugar para que pequeños barcos amarren y convertir ese espacio en una zona de recreación, con parrillas y juegos para los niños. Incluso, había una gran cantidad de árboles que podían servir para construir ese complejo turístico que se le presentaba en la mente de uno de los rusos. Pero el otro lo disuadía de la inviabilidad de su idea diciendo que nadie querría invertir en este pueblucho tan alejado.

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De pronto, comenzaron a ver que aparecían algunos árboles, coníferas, que no pertenecían a la flora del lugar. Abriéndose un poco más camino dentro, se encontraron con un bosque plantado con esta especie de árboles. Y súbitamente, se toparon con el esqueleto de un edificio abandonado.

A este edificio siempre venían a merodear un grupo de chicos del pueblo, que no podían detener la fuerza de la curiosidad ante tan extraña construcción. La primera vez que los chicos se habían aventurado hasta esta parte del bosque, habían notado que el edificio no contaba con escaleras para subir de un piso al otro. Para poder escalar hasta el primer nivel y colarse por una de las ventanas, habían improvisado un andamio con materiales de construcción que había en los alrededores. Así pudieron entrar a echar un vistazo al interior de una de las habitaciones. Lo curioso era que el interior estaba prácticamente terminado, a diferencia del aspecto exterior, que parecía haber quedado a la mitad del proceso. La habitación que pudieron divisar tenía colocadas baldosas, azulejos y revoque en las paredes; y hasta incluso había algunos muebles, como una cama, una mesa y un televisor. Este tenía un punto rojo que indicaba que estaba conectado a una fuente de energía. Eso fue lo que más les llamó la atención y decidieron entrar por la ventana. Una vez adentro, no perdieron el tiempo y fueron directo al aparato. Tenía también una video casetera. Instintivamente, colocaron un vhs en el aparato y este comenzó a andar. Era una película muy vieja. Dos chicas de una escuela

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secundaria, aparentemente en Estados Unidos, caminaban y hablaban por los pasillos del colegio durante un recreo. No entendieron de qué se trataba y la apagaron. Comenzaron a recorrer todo el departamento, la cocina, los otros pisos. Dieron con un juego de llaves que abría la puerta de abajo. Así, tuvieron acceso a la planta baja, donde descubrieron que una de las habitaciones tenía la luz prendida.

Pasaron mucho rato investigando sin notar que el tiempo corría. De pronto, a lo lejos, oyeron unos ruidos que no eran de árboles agitándose o de pájaros. Se percataron de su intrusión y comenzaron a desesperarse. Salieron tan rápido como pudieron, pero a su vez, intentaban dejar el lugar tal como lo habían encontrado. Una vez afuera, recordaron que una luz estaba encendida, y uno de ellos volvió a entrar para prenderla. Oyeron ruidos de pasos cada vez más cercanos.

Los otros dos chicos ya se habían ido y él había quedado relegado detrás. Una vez que salió, miró el manojo de llaves que tenía en la mano y e las posibles consecuencias de que lo encontrasen con eso, y sin pensarlo más, lo tiró entre los árboles.

Unos metros adentro del bosque, venían caminando los dos rusos, quienes oyeron el crujir de ramas por unas pisadas y se acercaron, pero rápidamente, su atención cambió al toparse con el edificio. Luego de inspeccionar la construcción inacabada y sacar algunas conjeturas sobre su origen y actual estado, siguieron su viaje a pie.

Más adelante, se toparon con la escuela del pueblo, a la que asistían el grupo de chicos que habían estado merodeando. Luego de salir

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corriendo, buscaron refugiarse en la escuela, donde se suponía que debían estar. Al entrar, la maestra no los regañó, pero sabía que alguna travesura habían estado haciendo. En medio de la clase, ellos charlaban en voz baja sobre la reciente expedición.

“¡Qué aventura!”, dijo uno, pero en voz un tanto elevada. La maestra lo oyó y lo interrogó sobre qué aventura se refería. Sin notarlo, en ese momento, el rostro de uno de los dos rusos se asomó a través del vidrio de la puerta del aula.

“¿A qué aventura te referís?”, pidió la maestra que explique al chico. Él, al ver la extraña cara en puerta, asoció inmediatamente aquellas expresiones severas con las represalias por haberse inmiscuido en aquel lugar. Y al instante, improvisó una respuesta:

“A Hora de Aventuras, señorita, un dibujo animado de hace unos cuarenta años”.

Los dos rusos vieron el panorama de una tranquila clase de pueblo y siguieron su recorrida ambulatoria conociendo el lugar hasta que fuera el tiempo de volver al submarino y partir.

El chico se sintió aliviado. Había salido airoso de esta aventura y él sus amigos no descartaban la posibilidad de volver a aquel edificio a seguir con las investigaciones.

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“El intruso”

Estaba en la reunión de primaria, era en una casa. Entre los presentes que tenía cerca podía ver a Julián y a Henol. Además de música, tragos y charlas, había un televisor en el que se estaba proyectando una película que varios miraban.

Se trataba de una familia de clase media alta que no podía concebir hijos. Un día encuentran dentro de su departamento un niño pelirrojo de unos cinco años. No saben cómo llegó allí, y el niño tampoco les dice nada. Es agradable y la pareja rápidamente piensa en adoptarlo. Pero después de discutirlo, deciden que no es buena idea y se deshacen de él. Lo dejan frente a una estación de policía y vuelven a su casa. Unos días más tarde, una noche, la mujer se levanta a tomar un vaso de agua y encuentra al niño pelirrojo durmiendo en su patio, a la intemperie, cubierto por algunas ropas que tomó de la soga. Lo entra y durante unos días el niño se queda con ellos. En torno a él surgen muchas intrigas y misterios acerca de su procedencia y su identidad, hasta que finalmente averiguan que el niño pertenecía a una familia pobre que quería encajarlo en la familia rica con planes extorsivos.

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La obra de teatro de mi vida

Se acercaba el fin del la secundaria y para el último día de escuela se estaba preparando una obra de teatro. Yo no estaba muy metido en el asunto; no me importaba demasiado. Es más, mi personaje decía dos o tres líneas y no hablaba más en toda la obra, al comienzo. Pensaba que si mi papá me iba a ver actuar, se iba a comer terrible embole solo para verme aparecer algunos segundos. Es más, le daba tan poca importancia a la obra que todavía no me había aprendido las dos líneas que tenía que decir. Pensaba en anotármelas en la palma de la mano o que alguien me las soplara cuando estuviera parado frente al escenario.

Finalmente, por x cuestión, la obra no llegó a realizarse y el asunto fue olvidado. Al poco tiempo, partí de viaje a una extraña isla en medio del mar. Era una gran roca de granito con muchas elevaciones y acantilados. Era un lugar solitario.

No sé por qué, en un momento agarro un auto y comienzo a conducir a toda velocidad por los estrechos y sinuosos caminos de la isla. Entre curva y curva, se me vinieron a la mente aquellas palabras que nunca me había aprendido para la obra de teatro del fin de la secundaria y las dije en voz alta sin darme cuenta. Aceleré el auto al mango y antes de llegar a un precipicio junto a una casa pegada al acantilado, clavé los frenos a fondo y el auto comenzó a derrapar mientras se ladeaba. Antes de llegar al borde, salté fuera del auto, diciendo mi segundo parlamento mientras estaba en el aire.

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El auto no llegó a caer por el acantilado. Cuando levanté la cabeza, aun en el suelo, una señora que había salido de la casa me miraba sorprendida.

Súbitamente, aparecieron los demás actores y vinieron a felicitarme por lo bien que había salido la escena, considerando el alto riesgo que había implicado. Todos me aplaudieron.

Despierto en una sala del castillo en la isla y recuerdo cada detalle de este loco sueño que acabo de tener. De inmediato, comienzo a anotar en un largo cuaderno de hojas muy finas. De pronto, se corta la luz y sigo escribiendo con entusiasmo con la luz de un encendedor.

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Ascensor I

Me meto en un ascensor. Al instante, noto que es un ascensor estrecho, sin mucha profundidad, y tiene un declive hacia la puerta, de manera que cuando entro, la espalda casi toca la pared del fondo, mi cara se estampa contra la puerta, que es un plástico grueso transparente, y no puedo evitar sentirme como dentro de una caja de presentación de un muñeco a escala humana. Toco el botón del octavo piso. El declive que tiene hacia la puerta lo vuelve un ascensor vertiginoso, ya que exige aferrarme con las dos manos a las paredes metálicas del costado para no caer contra el fino plástico transparente deja ver el interior de todos los pisos. A medida que voy subiendo, noto que es un edificio un tanto antiguo y venido a menos, despintado, sin revoque. Por un instante creo que voy a sufrir un ataque de claustrofobia, pero luego me convenzo de que no debe ser necesariamente así, y pasa.

En el octavo piso me reuno con Nacho y Agustín, a quien no veo desde hace algún tiempo, y al verlo, le comento: “Che, qué lastima que no te traje una copia de mi libro”. No tengo un ejemplar para darle, pero en la mano tengo una copia de una versión previa. Es un libro irregular, tiene algunas hojas mal cortadas y su numeración es caprichosa: pasa de la página 37 a la 1000, y junto a los números aparece un nombre, quizá la propaganda de la imprenta gráfica.

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De visita en una chacra

Estaba de visita en una chacra autosustentanble; me habían invitado para que conociera como vivía esta comunidad de personas amigas que cultivaban sus propios alimentos para su subsistencia. Cada día, sacaban los vegetales frescos de la tierra y los comían en el día. Uno de ellos auspiciaba de guía y nos mostraba –a un grupo de visitantes y a mí –todo el lugar. Por las paredes crecía la pasionaria que, al igual que la mayoría de las plantas, estaba en época de fruto. De esta planta crecía una pelota enorme parecida a la que sale del plátano, verde con pinches. Quebrándola, adentro podía encontrarse dos o tres frutos naranjas, más parecidos a los que da la planta.

Pregunté al que nos guiaba si no los comían, y me respondió: “No, una vez los probamos pero no nos gustó mucho”. Yo tomé una gran pelota y saqué tres frutos naranjas de adentro. Al comerlos, noté que en lugar de semillas tenían hueso como la palta. A medida que avanzaba el recorrido, iba comiendo los frutos y descartando las semillas nuevamente en la tierra.

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Tren habitado

En un subte o un tren, un grupo político, cultural o vandálico se había adueñado de un vagón. Habían levantado habitaciones y las habían hecho suyas. Tenían camas y todo lo necesario. Ese era su lugar de reunión.

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La depresiva y los ocupas

Fuimos a la casa de Carlos V. Le teníamos que llevar unos libros y pasar a buscar unos papeles. Cuando llegamos, él se estaba yendo. Nos invitó a pasar y nos dijo que nos manejáramos como en nuestra casa. Adentro se encontraba su hijo –no su actual hijo, sino el de su mujer viuda de otro matrimonio anterior–, y su mujer. Ella era media depresiva y dormía todo el día y no salía de su habitación. Precisamente, lo que veníamos a buscar estaba en su cuarto. A mí me dio un poco de vergüenza entrar sin llamar, pero mi acompañante (¿?) no tuvo reparo.

Entramos. El cuarto era un desastre. Ropa por todos lados y libros y objetos apilados en cada rincón. Al abrir la puerta, la mujer hizo un intento por despertarse para mirar al menos quién era que entraba a su habitación. Al vernos, no sin gran esfuerzo por abrir los ojos, se quedó tranquila y se volvió a acostar. Para evitar ser despertada nuevamente, se tapó la cabeza con la sábana y desapareció. Se notaba que desde la muerte de su primer marido había quedado mal.

Nosotros fuimos a buscar nuestro papel. Revolvimos el escritorio y lo encontramos. Cuando salimos del cuarto, nos dimos cuenta que habíamos dejado la puerta de calle abierta y se habían colado un montón de personas que habían copado todos los ambientes de la casa y estaban listos para organizar una fiesta.

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Profesor soberbia

Entro a un café. Hay una clase de arte o filosofía a cargo de un profesor bastante soberbio. Interrumpo, me coloco frente a él. El profesor pregunta: “¿Como dice la Misa criolla?”. Y yo le canto: Gloria dios en las alturas/ en la Tierra pasan los hombres/ pasan los hombres, pasan los hombres/ llama el señor”. Pero él corrige a favor de su punto de vista: “Mandan los hombres, mandan los hombres/ pasa el señor”. Me voy.

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El vino es solo un pasaporte

Nos tomamos un colectivo con Kun a Ciudad Evita y bajamos en la plaza. Estaba lloviendo. Ella tenía que hacer unos trámites en el Cuervo (la esquina referencia de esa parte de la Ciudad) e iba a tardar un buen rato. La dejé ahí y fui a hacer tiempo a la plaza junto a la rotonda. Bajo un árbol vi que me había dejado olvidadas mis dos mochilas, una verde y otra negra. Por suerte, nadie las había tocado. Pero al intentar levantar una, se me cayó todo el contenido al suelo. Tenía tantas cosas que estuve un buen rato recogiéndolas, apoyando sobre una mesa que había ahí. Mientras las juntaba, me pregunté: ¿para qué las había traído? Qué poco práctico, pensé.

Cerca de ahí, unos pibitos que se habían escapado de la escuela estaban cagando a palos a otro. En el acto de recoger y guardar, los miraba de reojo a ver si se acercaban. Uno pasó muy cerca de mí y me pateó la cartuchera cuando estaba a punto de recorgerla. Pero cuando se paró a mirarle la cara, al parecer, me identificó o me confundió con alguien, porque dijo muy arrepentido:

–¡Madre de los dioses! –y siguió corriendo a juntarse con los otros.

El grupito de pibes habían arrastrado al pibe que golpeaban unos metros más cerca de la parada del colectivo, casi entre la gente. Y uno de ellos sacó un chumbo y le dijo unas palabras, y luego le pegó un tiro en la panza. Siguieron sosteniendo al baleado de los brazos, no había muerto. Casi no se podía mantener en pie.

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Pensé que era una buena idea salir de ahí lo antes posible. Ya había terminado de organizar mis mochilas y estaba listo para irme. Me acordé que a esa hora los abuelos estarían en su casa. Ya había transcurrido toda la mañana. Intermitentemente había visto a Kun que seguía haciendo los trámites en la esquina.

Pasé por la casa de los abuelos y les dejé mis mochilas. La abuela sabía tocar la guitarra y se había aprendido un tema de Almendra: “A esos hombres tristes”. Les dije que ya volvía, que iba a buscar a Kun, porque tenía miedo que se perdiera.

Fui a la esquina del Cuervo, pero en lugar de ir a la oficina donde estaba Kun, fui a un barcito. No. Fui a buscar a Kun y fuimos al Cuervo; cruzamos la calle tres veces; pasamos por tres de las cuatro esquinas en lugar de cruzar una sola vez, haciendo el camino innecesariamente más largo. La calle era de tierra. Y fuimos al barcito. Al lado estaban en plena construcción, y había máquinas y muchos escombros.

Entramos al bar y a penas en la puerta, vi dos escenas parecidas. Desde una mesa, a una mesera le pedían helado con vino. Se lo entregaba a una pareja. Luego, un mesero le llevaba unas copas con vino con cerezas a dos mujeres, pero en lugar de dárselo, tiró el vino contra la pared, indignado, al grito de:

–¡Esto es una mierda!Una de las mujeres agarró una cereza que

había caído en la mesa y mordiéndola, le dijo:–El vino es solo un pasaporte.

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Kermés pirotécnica

Dentro de un galpón, se llevaba a cabo la gran celebración del barrio. Había un escenario a un costado con una tarima elevada. El sector destinado al público, detrás del vallado, estaba totalmente colmado. Había una zona de kermés, que era el furor de todo el evento. Ya la hora de los recitales de música había pasado; también se había presentado una obra de teatro. Ahora, era el momento del Gran Final con fuegos artificiales.

Comenzó la pirotecnia. Entre el público se habían repartido tres tiros para tirar indiscriminadamente al aire y otros juegos de luces y estruendo. Pero las bolitas de los tres tiros comenzaron a chocar contra el techo y volvían a caer antes de estallar. Eran luces de fuego azules que rebotaban en todos lados y luego de unos segundos estallaban. A los pibes a los que le caía cerca alguna bolita, la pateaban con todas sus fuerzas, mandándola lejos antes que les explotara en el pie.

Algunas cayeron sobre el escenario y le explotaron a Leonardo Sbaraglia, que era el animador de la noche. Muchas otras, comenzaron a caer entre el público, lo que provocó una breve estampida hacia la puerta. Yo también me lancé a correr brevemente, y una vez afuera, me encontré a Noelia G., (amiga de la infancia y vecina en el sueño), quien me comentó que una gran cantidad le habían caído a su esposo, pero cuando le pregunté cómo se encontraba él, me dijo que no me preocupara más, porque ella ya era viuda.

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Viaje a través de la escalera

Había bajado a la Plaza Congreso, a media cuadra del edificio donde vivía, con la computadora, para trabajar un rato al aire libre. Me había sentado en el suelo, apoyando la notebook sobre un banco de cemento. A mi lado estaba Nacho, de quien había sido la idea de bajar a la plaza con las computadoras. Alrededor de nosotros, un montón de chicos en la suya, tocando música o haciendo malabares.

Aparté un segundo la vista del monitor y giré la cabeza hacia la derecha. Nacho ya había terminado de trabajar, había cerrado su compu y miraba absorto hacia la nada. Decidí cerrar la mía y volver a casa. Ya se había hecho de noche, pero alrededor, el ambiente era el mismo.

Desde atrás de mi espalda, me habla un chico, me pregunta algo, creo que de la computadora, pero no le presto atención. Me doy vuelta y veo quién me habla. Es un venezolano, de pelo corto y anteojos, que me dice si puede hacerme unas preguntas acerca del trabajo que estoy haciendo. Le contesto con evasivas mientras cierro la compu y me dispongo a ir a casa.

Nacho me hace notar que sobre el banco donde trabajábamos quedaron unos walkman abandonados. Los miro; un modelo viejo a caset. Le digo que debe ser de un pibe que lo dejó apoyado y se había ido a hacer malabares debajo de un árbol. Tengo ganas de quedármelo. Ese es mi primer pensamiento. Después, pienso que me lo tengo que llevar para guardarlo, por si aparece

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el dueño, y devolvérselo. Finalmente, se me ocurre dejarlos ahí sin más que preocuparme. El pibe de los malabares se acerca y le pregunto si son de él. No, él tiene un walkman más “moderno”, con algunos botones más. Lo saca del bolsillo de su campera, me lo muestra y lo guarda. Yo dejo el que encontré donde estaba.

Vuelvo caminando la media cuadra con Nacho hasta el edificio donde vivimos. Cuando estamos entrado, el venezolano aparece y se queda mirándonos a través de la puerta del cristal, mientras subimos al ascensor. Si bien sé que solo quería hacerme unas preguntas, posiblemente para algún trabajo para la facultad, me resulta perturbadora su presencia y su mirada.

Cuando vamos a subir al ascensor, aparece la vecina del octavo piso, Marcela, quien tiene la intención de subirse antes que nosotros, pero finalmente, nos deja pasar, ya que nosotros bajamos antes. Subimos Nacho y yo, y cuando voy contra la pared del fondo del ascensor, me encuentro ahí nuevamente con Marcela, de pie, sonriendo. La miro muy de cerca, pero no se mueve. Luego, mientras el ascensor comienza a moverse, alcanzo a ver a través de la pequeña abertura en la puerta, que Marcela, en realidad, sigue en la planta baja. Deduzco que es su espíritu o un holograma de su cuerpo. Se lo comento a Nacho. “¿Qué onda Marcela: quiso subir tan rápido al ascensor que subió primero su espíritu?”

Subimos. Cuando cerramos la puerta, nos damos cuenta que estamos en el piso 13; nos pasamos por mucho. El ascensor ya fue llamado desde abajo, así que decidimos bajar hasta el cuarto piso por las escaleras.

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Cuando estamos por el décimo, nos cruzamos con una señora de pelo negro que viene subiendo los 10 pisos por la escalera. La saludamos y se me hace que tenemos que darle una pequeña explicación sobre por qué estamos ahí: “Nos pasamos con el ascensor y estamos bajando”. No parece prestarnos mayor atención.

Cuando llegamos al piso 5, ocurre algo diferente con el edificio. Allí las escaleras dan directamente al living de un departamento enorme que ocupa todo el piso. Ya conozco a los que viven ahí, y si bien los veo, noto que están desayunando en su mesa redonda, y sigo caminando hacia el otro tramo de la escalera, que se encuentra del otro lado de la gran sala, para seguir bajando. Ya no estoy acompañado por Nacho, sino por Kun, quien se siente avergonzada por haber irrumpido en una casa ajena de esa manera. A mí no me importa porque hay cierta confianza. Cuando nos ven, no nos dicen hola ni ninguna palabra de salutación; simplemente nos ofrecen una fruta. Y con esto, nos acercamos hasta donde están.

Son dos mujeres en sus treinta alrededor de una mesa redonda. Desayunan a pesar de que cuando entramos en el edificio era de noche; ahora ya es de mañana y la luz clara entra por las ventanas. El lugar presenta una acumulación de cosas y un desorden llamativos, considerando que es el departamento más grande y costoso del edificio.

El lugar de donde proviene la luz no son ventanales, sino que son portones con cortinas metálicas que dan a la calle. Una de las dos chicas aprovecha esa disposición y puso un paño con

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libros viejos y revistas que está vendiendo. En ese momento, junto al paño hay unos pibes de la calle, de no más de diez u once años, que juegan alrededor de los libros. Son amigos de ella. De hecho, mientras nos habla, puedo notar que su cara está un tanto demacrada, tiene la boca con quemaduras internas y le faltan algunos dientes. Supongo que es por la adicción al paco. Después, empieza a contar una anécdota que tuvo con sus padres la otra noche. Resulta que pasó por su casa a visitarlos, una vivienda humilde en las afueras, y los dos estaban tan borrachos que se caían de la silla. Les dijo: “les dejo un pase de merca a cada uno para ver si levantan ese pedo que tienen”, y se fue.

Yo me horroricé un poco. Justo la llamaron al paño por una venta y la amiga (la supuesta dueña de la casa, quien la bancaba), comenzó a justificarla. Contó su visión del asunto. Ella también había tenido algún asunto con las drogas, pero luego de una noche se dijo a sí misma que no volvería a hacerlo, ni volvería a los lugares donde iba su amiga, y que la iba a bancar y a aceptar como ella era, pero sin involucrarse en sus hábitos.

Kun quería decirme algo, en secreto, pero la chica estaba lo suficientemente cerca y nos podía oir. Seguimos viaje a través de la escalera.

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Rita la oscura

Había hablado con Agos y me había aconsejado que hablara con Rita, que estaba mal. Sentado en el cordón de la vereda de José María Moreno, frente a su edificio, la llamé por teléfono. Al principio la conversación fue normal, aunque notaba que había algo raro en la voz de Rita, como si sus palabras escondieran algo detrás, algo maligno que se alojaba en su mente. A medida que charlábamos, se hacía más presente. Le pregunté cómo se encontraba, pero ella no quiso responder. Simplemente me invitó a ir a su casa a charlarlo en persona. En el fondo, yo no quería; dudaba tener la fuerza suficiente como para confrontar la energía negativa que manaba de su ser y evitar ser arrastrado por la fuerza oscura que se había apoderado de ella.

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Transfusión

Narciso estaba muy mal de salud; tenía que ser operado. Necesitaba transfusiones de sangre y sólo Jime era compatible, porque compartían el mismo grupo sanguíneo y kin maya.

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Traición

Una celebración en un gran patio de cemento con árboles en canteros, muy parecido al de la escuela de mi infancia. Había música y algarabía por todas partes. Yo estaba junto a un grupo de amigos de la primaria, mis compinches. Había una banda de punk adolescente tocando. Se podía notar que sus canciones estaban teñidas de ingenuidad y fantasía juvenil. Sus letras eran un tanto infantiles para nuestro gusto. Por eso, cuando pasamos por delante del escenario, comenzamos saltar abrazados y a cantar “¡Esto es real, esto es real!”, refiriéndonos a la realidad que nosotros apreciábamos y vivíamos, en contraposición a la que exhibían los punkis.

De pronto, uno de mis amigos me llamó a un costado y me mostró una llave. Era de una habitación en un hotel 5 estrellas en el piso 22. No sé de dónde había sacado la llave, pero estaba claro que no le pertenecía. Me invitó, a mí y a otro amigo, a que vayásemos a vivir un rato como magnates en el pent house.

Subimos. En el pasillo del piso 22 había varias garitas de vigilancia, cada una encargada de vigilar dos o tres puertas. Todo el momento en que mi amigo se acercaba a la puerta y hacía el movimiento de sacar la llave y meterla en la cerradura, un guardia lo observaba. Pero una vez que la puerta se abrió, le informó: “Tienen media hora”.

Adentro, la habitación no era un lujo. Era más bien un caos. Había ropa tirada, valijas deshechas

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y mucha droga. Entonces, súbitamente, me vino una especie de recuerdo del futuro en el que mi amigo quería tenderme una trampa. Que si me sentaba en una cama y me ponía a consumir droga, una jaula caería sobre mí y yo tendría que pagar las faltas y delitos de mi traicionero amigo.

Rechacé todo lo que me ofreció, con excepción de un viaje en avión privado a Las Vegas. Eso sí que acepté. Volamos los tres, o no sé si éramos solo dos. Era un vuelo corto, de apenas un par de minutos. Viajamos parados como en un colectivo. El avión se elevó y luego comenzó a descender rápidamente y se estabilizó a una altura considerablemente baja con respecto al suelo. Se podían ver todas las casas construidas en medio del desierto de Las Vegas. El avión se sacudió levemente un par de veces y una vez violentamente. Mi amigo se divertía saltando en medio de la turbulencia como si fuera un barco.

Llegamos. Me informó que teníamos unos pocos minutos para pasear. El lugar donde estacionamos el avión no era un aeropuerto ni nada parecido. Era una pista clandestina cercada por rejas y alambrados. Inmediatamente luego de pisar el suelo, él se escabulló y escapó. Yo me largué a la carrera también porque nos perseguían. Corrí hasta el alambrado buscando algún hueco para escapar por entre los alambres de púas, pero estaba cada vez más complicado. Me apuntaron con un reflector, identificándome. Ya me tenían.

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El gen del perseguido

En los pasillos de la facultad me encuentro, después de tanto tiempo, a Daiana, mi exnovia. Puedo notar que está bastante cambiada y hasta llego a creer que no se trata de ella, sino de alguien muy parecida. Pero me acerco y la miro detenidamente mientras no me ve. Sí, es ella, pero está más flaca y algo más estirada. Sus ojos son distintos, son grises con una rayita amarilla vertical, como los de un gato, y su cuello es alargado como el de un cisne. Por un momento, vuelvo a pensar que no es ella, y luego creo que se quedó ciega.

Pero cuando me voy acercando y me ve venir, no me reconoce. La saludo. Me dice que estoy equivocado, que no es Daiana y que ya varias veces se la confundieron con ella. Pero no me convence y le sigo hablando, hasta que me lo confiesa. Muy bajito me dice:

“Hola, Patricio”. Nos subimos a un ascensor. De pronto se

quiebra, su voz tiembla y me cuenta: “Mi hermana menor está desaparecida”, y me

dice que a ella también la están persiguiendo, que por eso se cambió el nombre y la apariencia; no quiere que la reconozcan. Está muy mal. Me hace notar que cometió un error al decirme esto porque en el ascensor, además de nosotros, hay tres tipos gigantes que son sospechosos. Ella me dice:

“Vas a ver que la otra puerta de este ascensor, la que nunca viste abrirse, se va a abrir”.

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Había dos puertas. Una por la que habíamos entrado, y la otra, la que creía sellada. Noté que el ascensor hacía un recorrido irregular. Ya no solo bajaba, sino que avanzaba hacia delante, como por un túnel paralelo. Ella comenzó a gritarle a los tipos. Yo no estaba del todo convencido de lo que pasaba. Los tipos le dicen serios y amenazantes:

“Es mentira, ya vas a ver que no te llevamos a ningún lado. ¿Qué estabas, en un aula? Ahí la tenés”.

Se abre la puerta del ascensor en medio de una clase y bajo. De ella no tengo más noticias, pero el “gen del perseguido” ya está en mí. Me siento en una mesa, tengo que hacer un examen, pero no sé de qué ni sé la lección. La docente se empieza a enfurecer y me llama. Como puedo, me zafo y me voy por la puerta, escapando. Tengo que salir de esa facultad.

Hasta la puerta hay un gran trecho y me siento amenazado por todos los flancos. Tengo una mochila con cosas valiosas que no puedo perder. Me aferro a ella para protegerla. Salgo de la facultad. Enfrente hay una gran plaza con barrancos, y corro hasta ahí.

Recién me detengo unas cuadras más adelante, en una estatua, cuando me doy cuenta que perdí la mochila, lo único que tenía para proteger. Todo este tiempo escucho en el aire, en mi cabeza una radio que trasmite a unas personas hablando sobre como creen que va a ser el mundo en el año 2040 cuando todo esté regido por esa fuerza perseguidora.

Sigo caminando hasta llegar a un bosque y diviso una cabaña. Ahí dentro hay una señora

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que tiene mi mochila y es en parte la que controla todo esto. Entro en la cabaña y enseguida me hago a un lado porque me apuntan con un arco y una flecha. Agarro una pala y lo amenazo diciendo que quiero hablar con la señora. Dejo la pala. Ella está en el cuarto contiguo, acostada en una cama, esperando por mí.

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El abusador

Un asado de domingo, alrededor de una mesa junto a la parrilla. Los comensales somos cuatro: papá, yo, Noemí (eeuu) y un tipo que se la quería levantar. Este tenía cerca de cincuenta años, era arrogante y quería imponerse por sobre todas las cosas. Quería que Noemí fuera suya, lo que no resultaba una tarea complicada, pero su genio podía más que él y lo que la realidad demandaba. Yo estaba sentado a su izquierda y por esa razón me tenía para el cachetazo, me hacía blanco de todas sus burlas que buscaban arrancarle una sonrisa a Noemí.

Al poco tiempo me harté de sus abusos y estuve a punto de hacerlo quedar como el ojete. Esto lo obligó a salir de su personaje público de señor simpático y adoptó su forma descarnada, intentando ocultarla de los demás agachando su cabeza y torciendo su cuerpo hacia mí, con un gesto de ira incontenible, casi incareteable. Me tomó de un brazo y con una mano que pasó por mi espalda y entró en mi pantalón, me metió su índice en el culo haciéndome doler y humillarme de la peor manera, y en voz baja pero gruñendo me dijo:

“Pendejo, si me escupís el asado te mato a palos”.

Por un segundo se me presentó la posibilidad de ceder al dolor y la amenaza, volviendo a mi papel de bufón suyo, pero la humillación y la bronca eran tales que no me pude contener en silencio, y en voz un poco más alta que lo normal, le cotensté:

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“Sacame el dedo del culo, hijo de puta, o te rompo la cabeza”.

Claro que los demás lo oyeron, como era mi intención. Pero la única reacción que obtuve de ellos fue hacer girar sus cabezas y que atendieran a mi situación. Pero nadie dijo una palabra ni se levantó de su silla para defenderme, como era de esperar, considerando que ellos eran familiares y amigos míos. El hecho de que miraran solo despertó en el abusador un sentido del decoro social, que lo obligó a poner una cara amistosa que explicaba que acá no había pasado nada. Eso me dio la posibilidad de zafarme de sus brazos y saltar de la silla y de la mesa y retroceder unos pasos.

Lo primero que hice fue buscar un objeto pesado o contundente para herirlo. A medida que retrocedía paso a paso y él avanzaba lentamente hacia mí, fui encontrando varias elementos con qué defenderme. Le tiré con unos cuchillos de cocina, traté de golpearlo con una pala metálica y clavarle el removedor de brasas lo que había al alcance de mi mano, pero nada parecía funcionar.

Mientras retrocedía por el costado de la pileta, vi que detrás del alambrado donde terminaba el terreno aparecía gente que venía a mirar, y de a poco comenzaban a cruzar dentro para tomar partida por el abusador y perseguirme a mí. Ahora eran cuatro o cinco los que venían tras de mí con el único propósito de lastimarme, porque eran amigos del abusador o porque tenían cuentas pendientes conmigo y querían cobrárselas en esa oportunidad.

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En una ocasión, un tipo canoso se adelantó a los demás y se acercó lo suficiente a mí como para que le haga un corte en la garganta con un serrucho que tenía en la mano.

Cada tanto, echaba un vistazo a la mesa junto a la parrilla y veía que mi papá ya no me estaba mirando y que en su lugar estaba comiendo y hablando con Noemí como si nada ocurriera. Me preguntaba por qué no reaccionaban y no me venían a ayudar. Seguí avanzando hacia atrás por el borde de la pileta hasta casi completar la vuelta y volver a la mesa. Volví a mirar hacia atrás mientras cuidaba que no me atacasen y vi que papá y Noemí se estaban levantando de sus sillas y se iban juntos. Con algo de tranquilidad e ironía, dije: “No se preocupen, si creo que voy a poder solo con estos dos o tres...”

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Corrida

En un taxi viajando con un chabón al que tenía que acercar a su casa. Salíamos del centro. Él le daba instrucciones al taxista.

–Te alcanzo hasta tu casa –le dije.–Mi casa queda lejos. De donde me dejes,

todavía tengo que tomarme dos colectivos.Doblamos en dos esquinas y llegamos a la

entrada de una villa. El pibe se baja y el taxi se va rápido marcha atrás sin demorar en salir de ahí. Pero nos detuvo la barrera de un tren. Yo salí por la ventanilla y corrí hasta la estación. Le dije al taxista que ya volvía y el taxímetro siguió corriendo. Me subí al tren por las vías y me colgué de una ventana. El tren arrancó y viajé así unos cientos de metros hasta que tuve que saltar. Por suerte salí ileso. El tren siguió y yo me eché a correr. Doblé en una calle, apurado por salir de ahí. Estaba muy empinada. A la mitad comencé a perder fuerzas y a quedarme sin aire.

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Continuidad

Tuve un inconveniente con un chabón durante una fiesta en el baño de mi casa y terminamos a las trompadas. Había sido una provocación y yo había reaccionado. Terminé con un gran golpe en la frente, un tajo de dos centímetros de profundidad. Me dolía la mano. Miré debajo de mis nudillos, me estaba saliendo una flor de la pasionaria de la piel.

En ese momento, apareció mamá y me regañó por el asunto. Hablábamos y caminábamos. Entramos a la casa y atravesamos una serie de cuartos contiguos hasta el suyo, que era el último. Luego la dejé y me fui al jardín. En una radio comencé a escuchar el punteo de “El vals del vagabundo”, (un tema mío que compuse hace algunos años). Creí que era una canción similar, a la que yo había copiado, pero comprobé que era la mía. Quizá era un caset viejo que le había prestado al locutor de radio.

Salí caminando con la radio en la mano por el jardín. Vi unos anteojos gigantes para enfocar un tramo del paisaje. Enfrente estaba el río. Agarré el bote y salí a dar un paseo. Queriendo salir, choqué un par de veces contra otros botes, y enderecé la marcha. Cuando salí del canal al río, me di cuenta que estaba cayendo la noche. Había cada vez menos luz y comenzaba a hacer frío. Los patos estaban posados sobre el agua. Al pasar, levantaron vuelo.

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En la laguna

Escapábamos a nado Titi y yo, atravesando una laguna de agua marrón; escápabamos de una lancha que nos perseguía por un motivo que nos excedía. Nos estaba por alcanzar dentro de poco.

“Tenemos que cruzar el alambrado y estaremos a salvo”, le grité a Titi. Pero todavía faltaba un buen tramo para cruzar a aguas calmas. Se me ocurrió nadar hasta la costa y correr. Ahí la lancha no nos podría atrapar.

Al llegar a la orilla, noté que el agua se mezclaba con un tinte naranja, como de óxido corrosivo, y que este color venía de la tierra. Intenté salir del agua. Más allá solo se extendían pantanos y ciénagas. Lo siguiente que vi, tardé en entenderlo: había cajas con cierres, forradas, con moños, tarjetas, todas dispuestas una encima de la otra, desparramadas, algunas hundidas en el fango, otras que parecían intactas. Vi, dentro de unas que estaban abiertas, que contenían cráneos humanos, pequeños, como de niños, cubiertos con esa emanación naranja que carcomía lentamente el hueso.

Titi quería agarrarse una de esas cajas para su colección. Lo detuve a tiempo antes que tocara nada, porque cualquier elemento que moviese, perturbaría el orden, hasta el momento intacto, de ese santuario pestilente, tumba de algún pueblo mítico ya desaparecido.

A través de la laguna, pero por la orilla, pudimos llegar hasta el alambrado. Cruzamos.

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Cruzando de orilla

Nos subimos a una lancha para cruzar de una orilla a otra. Parecía un paseo tranquilo, plácido. Pero una vez bien adentrados en la travesía, el mar comenzó a revolverse furiosamente, las olas se levantaban altas frente a la lancha y la sacudían para todos lados, la hacían subir y bajar vertiginosamente.

No teníamos puestos los chalecos salvavidas, y nos agarrábamos de donde podíamos para no caer por la borda. Sin embargo, no creía que la lancha se iba a voltear. En mar revuelto cesó y llegamos a salvo a la otra orilla.

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Secuencioso en el aeropuerto

Había una fiesta en el club de barcos en San Fernando, en la marina, a orillas del río, un escenario flotante donde tocaban algunas banditas punk. Yo estaba con algunos de los pibes, entre ellos Tate. Había un grupito que se estaba peleando con otro mientras caminaban por la marina en dirección al escenario. Los esquivamos para no comernos algunos golpes innecesarios y salimos a la calle. Cuando nos estábamos por subir a un auto para irnos, veo en el piso una bolsa con una pelota llena de faso grande como una mano. Juntándolo a otros dos bultos más que traía o traíamos, sumaba un montón de marihuana. Subimos al auto y nos fuimos.

Llegamos al aeropuerto. Un gran salón con baldosas blancas brillantes bien iluminado. Yo tenía que viajar a EEUU. El vuelo salía en un par de horas y tenía que hacer tiempo ahí dentro. Tenía dos valijas grandes y una más chica. En una había guardado el faso que me había encontrado. En un movimiento rápido, abrí la valijita y lo metí sin que nadie lo notara. No sabía si las cámaras me habían filmado. No estaba seguro de lo que hacía. Durante la espera comencé a dudar. Primero había pensado sacar la bolsita y armar uno para la espera. Pero no me animaba a sacarla por temor a que me estuvieran mirando. Luego dudé si debía llevarlo encima, por si me revisaban. Me movía de una punta a la otra con el carrito con las valijas hasta que decidí dejarlas en guardaequipaje. La persona que atendía el puesto, una negra gorda,

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me pidió dos dólares por guardarlas. Le di las dos valijas y la plata y no sé que dije, y me contestó:

“Un consejo: sacate esa cara de secuencia porque se te nota”.

Intenté arreglarla: “Es por el miedo a volar”, le contesté, creo que

en inglés, “fear of flight”, me parece que le dije.

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Sin darme cuenta en EEUU

Sin darme cuenta había llegado a EEUU; no sé cómo había pasado ni recordaba nada acerca de un viaje en avión. Supongo que los de inmigraciones tampoco sabían. Solo sé que iba por la autopista en el auto de Marissa. Le preguntaba por Noemí. Yo iba en la parte de atrás junto a alguien más, mostrándole el paisaje que yo conocía.

Bajamos en un restaurant. Estábamos Nacho, papá y yo, no sé si mamá o alguien más. Vamos al baño con Nacho a fumarnos uno. Nos demoramos un rato ahí, más de lo normal. Viene papá a sacarnos.

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Emboscada Laboral

En un aviso en el diario se ofrecían buenos trabajos, y como yo estaba desocupado y necesitando, decidí ir a averiguar de qué se trataba. Me tomé un colectivo hasta una ciudad cercana donde era la cita y me hicieron una entrevista. Pero me dijeron que mis capacidades excedían su demanda, y me recomendaron con otros empleadores de otra ciudad, llamada Rondeau.

Tomé otro colectivo hasta allí. Sabía vagamente cómo llegar y una vez allí, tenía que preguntar. En el colectivo se subió un vendedor ambulante que ofrecía un libro escrito por él mismo. Mientras se lo entregaba a los pasajeros, iba hablando de su vida. Contaba que él era vendedor de mampostería en Rondeau y con la plata que ganaba, había podido editar su propio libro, que por otro lado hablaba de su ciudad, Rondeau. Me dio un libro y me puse a hojearlo. No parecía muy bueno, pero se lo compré de todos modos. Le pregunté el precio y me contestó que era a voluntad. Quise sacar quince pesos, pero me salió un billete de dos pesos de más y le terminé dando diecisiete. Aproveché para preguntarle cómo hacía para llegar a mi destino, y me mostró, con un mapa que había incluido en su libro. Pero era un recorrido dudoso que no me convenció. Según sus indicaciones, había que caminar unas treinta cuadras desde la plaza principal, muy distinto a las cinco cuadras que me habían dicho. Cerca de mi asiento, varias personas se arrimaban

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para escuchar lo que el vendedor decía. Todos necesitaban saber dónde debían dirigirse porque al parecer, todos venían por el mismo motivo, la búsqueda laboral. Todo este asunto comenzó a resultarme muy sospechoso.

Cuando el chofer anunció la parada, casi todos en el colectivo se bajaron. Era una gran plaza vacía, sin bancos ni estatuas ni árboles. Fui hasta la puerta del colectivo y le pregunté al chofer dónde pasaba el que volvía, pero me miró con cara de asco, cerró la puerta y arrancó. Una vez en la plaza, miré alrededor y entendí que todo era una emboscada. Tres pibes jóvenes también se dieron cuenta de esto y gritaron que había que salir de ahí. No muy lejos vimos las vías de un tren. Alguien gritó que venía el tren y corrimos para tomarlo. Las vías estaban anegadas de agua. Subimos a una plataforma de varios niveles porque el tren tenía varios pisos. Finalmente llegó, pero no era un tren sino un barco el que abordamos. Zarpamos.

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Barco bondi 93

Estaba en un lugar en capital y quería salir de ahí. Voy a unas paradas de bondis juntos a unos muelles altos a buscar el 93. El único 93 era un barquito que hacía un tramo por el agua. Subo junto a otros pasajeros. Por dentro, parece un tren. Los asientos están casi todos ocupados por gente mayor que los necesita. De pie, en el fondo, somos unas cuatro o cinco personas agarradas de los pasamanos que bajan del techo. El barco zarpa. Primero hace un tramo bordeando la costa, pero luego comienza a ir por el río abierto, por un río anchísimo, directo hacia donde no se ve el horizonte. Navegando con mis ya nuevos compinches, vamos a la proa al aire libre para observar el panorama. Más que río parece que estamos en el mar abierto. Y al mirar hacia el frente, vemos unas olas que empiezan a tomar altura. El barco las surca exitosamente. Por fin llegamos a nuestro destino. Pero antes de amarrar, comenzamos a movernos de alegría, a balancearnos y saltar. Eso hace tumbar el barco y caemos todos al agua. Rescatan primero a los mayores.

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Poliladrones nos disparan

En un barrio. Salimos a la calle a comprar puchos. En una pared de repente veo el reflejo de luces azules. Enseguida pienso, la policía. Todos con las manos en la pared. Nos palpan. Nos dicen: “Solo queremos dos puchos”. Los consiguen. No eran policías, sino ladrones. “Ahora corran”. Nos largamos a correr. Yo crucé la calle y fui hasta mi puerta, mezclado entre unos nenes de jardín con sus guardapolvos, que corrían asustados. Nos disparan.

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En un campamento militar

Nos encontrábamos en un campamento militar en medio del desierto. A lo lejos, muy lejos, podía verse una zona de planicies verdes, más atrás, grandes montañas, gigantescas y fantásticas, y en el fondo, una montaña que resaltaba de las demás por su imponencia, casi un muro aislado, alta como el Himalaya o aún más; su pico hería el cielo.

En el campamento éramos solo tres; a parte de mí, una mujer y un hombre. Los tres pertenecíamos a la milicia y portábamos nuestros uniformes verdes. El aislamiento y calor del desierto nos había hecho perder la cordura y nos había adentrado en una paranoia homicida sin razón. El hombre se había convencido de que tenía que matarnos a los dos, a la mujer y a mí. Para esto, creaba falsas razones en su mente de una necesidad de eliminarnos. Las enunciaba en voz alta a medida que se nos acercaba. Variaban un poco pero su idea permanecía fija. Intenté disuadirlo de que no lo hiciera, por medio de las palabras, y al no conseguirlo, no me quedó más remedio que tomar una pistola y dispararle al cuerpo. Pero no había caso. Mis balas eran livianas como el papel y fácilmente las esquivaban o se perdían en el viento.

Corrí a buscar más cartuchos y a medida que los cargaba, los descargaba en él. Permanecía con su idea de aniquilarnos. Apelando a la piedad, pedí que nos perdonase la vida y que nos permitiera vivir a cambio de que nos marcháramos a vivir a

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la montaña en el más completo aislamiento. Pero no había caso.

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Tiroteo

Yo solo contra todos.

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Policía negro

Andaba por Ciudad Evita, caminando por la avenida El Payador, devastada, demolida por planes de construcciones que nunca se llevaron a cabo, edificios a medio hacer, y la calaña humana habitando los rincones. Al llegar a la esquina del Cuervo, o lo que había sido, que ahora era el esqueleto de unos monobloks cubiertos con chapas al fondo de un terreno baldío de pastos crecidos, me meto a aquel escondite con planes de fumar un fasito que me había encontrado en un sueño anterior. Lo llevaba en el bolsillo de atrás del pantalón. Cada tanto, lo palpaba para ver si aún seguía allí. Desaparecí hacia las ruinas.

Avanzando por el baldío, veo salir corriendo a dos pibes que pasan a unos metros de mí. No les presto atención, aunque sé que vienen escapando de algo. A la entrada del baldío, noto que hay un patrullero estacionado en la esquina. Hay dos policías que conversan fuera del auto. Uno de ellos, un negro afroamericano, me advierte y sin dudarlo un segundo, comienza a caminar hacia mí. No corre, pero su paso es acelerado. Estiro el largo de mis pasos para llegar más rápido hasta las chapas, así una vez adentro, poder descartar. Entro. El policía me llama con un gesto de mano. Yo me llevo las manos a la cintura y luego las bajo a los bolsillos de atrás. Estoy a punto de deshacerme de la evidencia incriminatoria, pero pienso un segundo, uno solo para ver qué hace el yuta negro que viene hacia mí. Vuelvo a apoyar mis brazos en la cintura en un gesto disimulador

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y no descarto nada. Me paro y lo miro llegar. Cuando está cerca, le pregunto qué pasa.

“Atraparon a un violador que hoy ya había violado a otra nenita en los edificios. Ahora estamos buscando a dos cómplices”.

“Disculpe, no vi nada”.“Bueno. Lo voy a tener que acompañar hasta

su casa”. Caminamos en silencio. Salimos del baldío

y nos metemos en el payador, doblamos en la esquina de los abuelos y agarramos por la S. Antes de llegar al Tristón (la calle de mi casa), el policía y el fasito, desaparecen.

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Vagón equivocado

Doy un salto y me subo al tren en movimiento. Este tren venía viajando a través del campo abierto, sin nada alrededor por kilómetros más que el color a tierra seca y el cielo abierto. Al entrar, me doy cuenta en seguida que estoy en el vagón equivocado. Este tren poseía sólo dos vagones: el de adelante, en el que viajaban mis conocidos y familiares, y el vagón que me había metido, que iba cargado de villeros. Al entrar, en pleno salto, tiré mi guitarra primero, mi único equipaje. Cuando cayó al piso, el golpe seco produjo un sonido horrible a madera rajándose y cuerdas disonantes. Era la guitarra negra y noté efectivamente que la caída le había producido una fisura en la caja. Un villero la tomó en sus manos. Todos gritaban al mismo tiempo y por lo que pude entender, yo era el objeto de su entretenimiento.

Noté también que al saltar, se me había caído la Biblia. No fui yo el que lo advirtió, sino uno de mis familiares, que miraba la escena desde la ventana circular de la puerta que comunicaba al otro vagón, con un índice apuntando al libro. Me apuré a recogerla cuando recordé que en el libro, en el capítulo de Jeremías, había escondido varios cartones de LSD.

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Nave espacial de LSD

Estábamos viajando en una nave espacial por el espacio. Era una ciudad autosustentada. Un encargado del lugar le estaba explicando a mi mamá el funcionamiento general de la nave. Le enseñaba cómo se reutilizaban los recursos vitales como el agua. Toda el agua utilizada para lavar, bañarse y cocinar iba a un sistema de tuberías en donde se depuraba y se reciclaba. Luego, volvía a las fuentes, donde se podía abrir una canilla y beberla nuevamente. El encargado (un chico que se parecía un poco a Matías De Stéfano) tocó un botón de un bebedero plateado y el agua comenzó a fluir a través de un pequeño tubito. El bebedero hacía honor a los utilizados en los consultorios dentales para que uno se enjuagara la saliva. “Y de ahí sale el agua mezclada con un poco de LSD”.

Luego, continuó explicando cómo se descomponían los desechos humanos. La orina también era tratada y se recuperaba el agua que contenía. También volvía al sistema de aguas y salía por el mismo bebedero. “Esta vez sólo sale agua”, le explicó a mi mamá, pero ella hizo una observación: “¿Pero no sale todo del mismo tubito?”. “Y sí”, le contestó el encargado, “algo de eso queda en el agua”. “Creo que tienen una obsesión con el LSD”, le contestó ella.

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La película de Matías

Con Kun vamos a ver una película al cine. Nos encontramos en un shopping, en el piso de arriba. Todos los pisos están alfombrados de rojo bordó. En ciertos lugares, hay monedas tiradas y apiladas. Son de un peso. Tengo la tentación de agarrarlas, pero como estamos llegando tarde al comienzo de la película, no lo hago. Más adelante, sigo encontrando más monedas tiradas, pero tampoco las agarro.

En la entrada de las salas de cine hay un boletero, aunque no lo aparenta. Es un tipo de unos 50 años o más que nos muestra las cuatro opciones para ver en cartelera. Al ver los títulos, nos desconcertamos porque no sabemos cuál teníamos pensado ver. El boletero se pone a hacer una breve reseña de cada una, pero lo que nos cuenta no nos entusiasma mucho. El tipo se excusa diciendo que tiene que mandar un mail y se retira.

Nosotros dos quedamos en la puerta del cine mirando hacia adentro, a la pantalla en medio de la oscuridad y la película ya empezada. Miramos las escenas de un chabón. No pasa mucho pero en su cara hay algo. Luego, vienen tres señoras hasta donde estamos nosotros y una de ellas, la del medio, nos dice: “Es la película de Matías. Él...” y hace una pausa. Finalmente, se queda sin palabras para hablar. Miro de nuevo la pantalla y entiendo lo que la señora dice. Es la película de Matías De Stéfano. Ahora lo reconozco, y entiendo por qué hace tiempo no se tienen noticias de él. Estuvo

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haciendo una película que cuenta su historia. La miro a Kun para ver si tiene ganas de entrar a verla, considerando que la entrada cuesta $60. Tenemos la plata, pero el boletero no está. Pasamos igual.

Adentro, la sala de cine es distinta a la de los cines convencionales. Es como un living blanco y amplio con sillones y pufs. Buscamos un par de lugares para sentarnos. Hay un par de sillones cerca de la pantalla, que es un televisor 32 pulgadas con una videocasetera. La peli ya empezó hace casi diez minutos. La rebobinamos para ponerla desde el principio, y a las otras cinco personas presentes no parece molestarles.

La escena comienza en EEUU, en el desierto. Matías, el protagonista de esta historia, está varado en medio de la nada, haciendo dedo cerca de las vías de un ferrocarril. A lo lejos se escucha un tren acercarse, y en el sentido opuesto, otro más. Por la ruta, se acerca una camioneta que frena en el cruce. De pronto, uno de los trenes no logra cambiar de carril a tiempo y hay una fuerte colisión. (Al ver los trenes chocar, pienso que no escatimaron gastos para el presupuesto de la película). El impacto es tan fuerte que un trozo de metal perteneciente al tren sale disparado y alcanza a la camioneta, golpeándola en el parabrisas. Luego de que todo se detenga, aparece Matías. Va a ver a la camioneta si hay sobrevivientes. El conductor evidentemente está muerto. Murió por el impacto. Matías saca el cadáver fuera del vehículo, sin vacilar. Atrás viajaba un niño. Aún vive. Lo deja arriba. Él sube a la camioneta y tan tranquilo como caminaba por el desierto, se va manejando.

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Las escenas intermedias se me extraviaron, pero lo próximo que recuerdo es esto:

Yo estoy metido dentro de la película. Estoy junto a Matías en una isla del Delta, un lugar boscoso y semiselvático. Vamos a ver a una persona que tiene algo para contar. Cuando llegamos, veo que se trata de un chabón de unos veintipico años. Cuando se pone a narrar, noto que en las manos tiene una pieza extraña. No sé de qué material es, porque está toda enrollada con un hilo, pero es una especie de D. Cuando empieza su narración, la desenrolla toda, y a medida que va narrando, la va enrollando nuevamente, de manera que cuando concluye, el objeto vuelve a quedar como al principio. Lo que cuenta es una experiencia con un hongo. El chabón, según creo, es guaraní. Dice: “Al final, terminé subido a la capilla. ¿Sabés cuál es la capilla?”, me pregunta. Me muestra un árbol de 20 metros de alto. “Hasta allá arriba terminé subido, pero por el lado gentil del árbol (el opuesto al que mirábamos) que es el lado joven”. Yo estaba por decirle que había tenido algunas experiencias con plantas cuando noto que ahora yo tengo el artefacto en la mano, pero no lo estaba enrollando correctamente.

De pronto, siento que me duele mucho la boca del estómago. Me acuesto sobre una roca plana y Matías me examina. Pasa una mano por encima de mi cuerpo como haciendo reiki o escaneándome, y me dice: “Lo que vos tenés ahí es un nudo. Si querés, yo te lo puedo sacar definitivamente y no te va a doler más. Yo te diría que no te lo saques”.

Sus palabras me dejaron pensando. ¿Por qué no debía sacarme ese nudo que tanto me molestaba?

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¿Acaso tenía algún demonio oscuro guardado en el estómago? ¿Por qué no podía liberarlo? Recordé que Agus, desde que habíamos tomado el floripondio y se había comido la flor, decía que sentía un ardor en el esófago que no se le había ido nunca.

Me incorporé y comencé a caminar con Kun por un camino de la isla. Detrás de nosotros nos seguía un animal muy extraño. Parecía una cabra, pero tenía cuatro cuernos y su pelo y comportamiento parecían los de un perro. Delante de nosotros caminaba un gato. Durante unos cuantos metros, al andar, procuramos que no se encontraran el gato y el otro animal mitad perro, mitad cabra. Espantábamos al perro-cabra y alentábamos al gato a que siguiera caminando por delante. Llegamos a la entrada de una casa (mi casa). Había una puerta enrejada y luego una puerta blanca. Teníamos que entrar sin que el extraño animal pasara a su vez. Dimos unas vueltas intentando distraerlo. Kun abrió la puerta y logró pasar con el gato, pero la puerta se cerró y yo quedé afuera con la extraña criatura.

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Floripondio soñadora

Estaba en la cocina de mi casa. Era de noche. Tenía hambre. Tomé una sartén y la coloqué en la hornalla. Empecé a freír unas milanesas. Me di cuenta que eran suelas de zapato. Saqué la sartén del fuego y puse un libro sobre las hornallas, pero no se quemó porque ya no había hornallas, sino que era una mesa. Sobre la tapa del libro comienzo a picar granos de café con un cuchillo. Me preparo un café con leche. Una luz por la ventana me anuncia que el día está comenzando. Del otro lado de la puerta, oigo ruidos. Alguien se acerca. Es papá que viene a la cocina para desayunar. La noche terminó y yo sigo dando vueltas, un tanto desorientado. Me escondo detrás de la puerta del lavadero. Dejo la puerta entornada para espiar del otro lado. Siento que detrás de mí hay una chica que espía detrás de mi hombro, y al mirar hacia atrás, veo que son dos. Una es muy ruidosa y la intento tranquilizar para que no nos descubran. Por la puerta entreabierta compruebo que no era papá, sino que alguien se metió en la casa, quizá ladrones. Decido hacer un movimiento rápido y salir de ahí antes que de me encuentren y salgo nuevamente a la cocina. Ya no hay nadie. Tengo la certeza de que estoy solo y que no están ni las chicas, ni los ladrones ni nadie. Meto una mano en mi bolsillo y comienzo a sacar una flor rosada que tiene un largo tallo verde. La meto en una cacerola con agua al tiempo que me doy cuenta que esa flor es floripondio y que lo que me está ocurriendo es a causa de los efectos de haber tomado un té.

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Otras flores ponderadas

Al mismo tiempo en que yo editaba La flor ponderada, salían otros escritos análogos que narraban otras experiencias. Uno de estos libros tenía hojas negras con folios como para guardar cds, en el que venían flores adjuntadas.

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La canción del floripondio

Subimos a una camioneta y conducimos hasta un patio baldío. Bajamos y Nacho me dijo que quería invocar al floripondio. Intenté convencerlo de que no lo hiciera, pero me dijo que era algo que quería hacer. Para esto, no era necesario preparar una infusión. Tan solo había que cantar una canción, la canción del floripondio. Era sencilla y corta, pero efectiva. Una vez que concluyó, todo el entorno comenzó a modificarse. Nacho me reveló que era una sorpresa que tenía preparada para mí.

Mientras tanto, yo ensayaba métodos para despertar.

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Dientes de la planta

Un patio. Una mesa. Unos árboles y unas plantas grandes. Hablábamos. Había unas flores y las hojas tenían pinches o dientes. Alguien dijo:

“Si las plantas tienen dientes, también tienen boca”.

En el tronco de un árbol se dibujaba una boca con una hilera de dientes afilados, como de tiburón.

Algunos creían que era esa una planta alucinógena.

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Planta alucinógena

Estábamos en el pasillo de una terraza; le habíamos dado cinco pesos al dueño de la casa, quien tenía una planta alucinógena, a cambio de una ramita. Hacíamos una fila detrás de él. Éramos dos, tres o cuatro. Cortaba una puntita y la entregaba. Cuando estuve frente a la planta, en mi turno, pude apreciarla. Era una especie de pino de un metro de largo y en las extremidades tenía un polen amarillo, el cual, supuse, había que fumar.

Una vez todos con sus ramitas, bajamos al piso de abajo para ingerirla. Allí éramos unas cinco, seis o siete personas. El dueño de la casa nos explicó cómo debíamos hacer con lo que teníamos entre manos. De las ramitas brotaban unas bolitas rojas con pelitos. Había que metérselo en la boca y chuparla como un caramelo duro hasta limpiarla de pelitos, que era el activo alucinógeno, y luego escupir la bolita roja, que era la semilla, en la tierra.

Lo hicimos. Me guardé lo que quedaba de la ramita en el bolsillo, pero uno de los que estaban ahí que no había comprado, me pidió una. Creo que era porque no tenía plata y su pedido fue con cierta rudeza. Yo accedí a convidarle, luego de dudarlo un segundo, ya que no quería ofender a la planta siendo mezquino.

Me arrodillé y junté mis manos en señal de rezo y canté: “madre de madres/ padre de padres/ gran misterio”, al tiempo que sentía que la luz disminuía y aumentaba, señal del principio de

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los efectos. El chabón al que le había convidado estaba disgustado y comenzó a gritar: “¡Esto no hace nada, no pega!”, dirigiéndose a mí como si yo fuera el responsable.

Salí de la casa y me encontré en un páramo, un desierto amarillo y luminoso en donde solo ardía el sol. Creí que estaba en México. Al despertar de ese sueño, se lo conté a Kun, que me dijo que también había soñado con México.

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Disculpas a mamá

Caminaba con mamá a través de la casa de los abuelos mientras conversábamos. Le pedía disculpas porque no le había gustado lo que había leído en La noche americana y hasta la había ofendido. Al caminar se iban abriendo nuevas puertas y corredores que antes no existían. Bajamos al patio y arrancamos dos plantas de marihuana y las dimos vuelta para ponerlas a secar.

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Perpetuar de la vida

Antes de estar en esa habitación, había estado deambulando por las calles. Tenía mi planta de marihuana. La había cosechado y dejado secar sobre la mesa de la casa de Kun. Sus papás la habían visto, pero calculo que no sabían de lo que se trataba porque no hicieron ningún comentario al respecto.

Cuando fui a buscar la rama, ya estaba seca. Me la metí en el bolsillo y mientras caminaba, quería ir separando las hojas, las flores y las semillas. Juntaba las semillas en una mano hasta que tenía un puñado. Cuando veía una maceta o un poco de tierra, las plantaba sabiendo que esa era la única manera de perpetuar la vida.

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Ascensor V

Estaba en el piso 8 y me dirigía a la planta baja. Subí al ascensor con Agus y comenzamos a desender, pero a los pocos pisos noté que algo no estaba funcionando bien. De repente, el ascensor se detuvo en seco en el piso 6. Abrí las puertas para salir pero el ascensor comenzó a descender lentamente. El piso 6 quedó atrás, y en el piso 5 no perdimos la oportunidad de saltar fuera. En ese instante, el ascensor se desplomó en caída libre cinco pisos abajo. Mirando el hueco negro, respiramos aliviados de haber sorteado el peligro ilesos. Bajamos por la escalera los pisos restantes hasta la planta baja, donde todos se reunían en la puerta del ascensor para ver qué había sido ese estruendo. Allí abajo, comenzamos a contar lo que había sucedido.

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Caverna mágica

Los chicos de la cuadra conocíamos bien el mito de una caverna en la provincia de Misiones, en la que vivía una secta o una comunidad y practicaban la magia y habitaban una realidad paralela. Se decía que, en el momento adecuado, los miembros de la secta te hacían llegar, mediante señales que había que descifrar, indicaciones para guiarte hasta allá.

El primer dato que me llegó como pista certera, luego de muchos años, fue que en la esquina de mi casa de Ciudad Evita (donde ya no vivía), escondida entre unos árboles, había una cantidad fabulosa de monedas que servía para tomarse muchos colectivos de línea para llegar hasta Misiones.

Fui. Me encontré con que había varias personas en busca de la pista. Éramos tres o cuatro personas dando vueltas sospechosamente por el mismo lugar, buscando ente los pastos largos, tratando de disimular. Al instante, cada uno relató lo que sabía sobre el asunto, buscando conectar alguna otra pista. Al parecer, todos los testimonios coincidían. Hicimos un acuerdo y comenzamos a buscar las monedas.

Vi una alcantarilla y metí la mano. Saqué unas bolsas de tela que parecían fundas de almohadones y una estaba llena de monedas. Otro de los chicos encontró dentro de un árbol más monedas y una bolsa de tabaco, otra clara señal. Discutimos qué íbamos a hacer con eso. Solo uno de nosotros estaba dispuesto a ir a Misiones a ver

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qué deparaba en aquella caverna mágica. Los que decidimos quedarnos, permanecimos en Ciudad Evita con la parte del botín que nos correspondía.

Fuimos caminando a mi vieja casa y a mitad de cuadra, comenzamos a ver un grupo de personas reunidas que llegaban de viaje desde distintos destinos y tenían a esa esquina como punto de encuentro. Precisamente, uno había estado en la cavera de Misiones y comenzó a relatarnos su experiencia desde que había salido en colectivo desde este mismo lugar.

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El desierto, la tortuga y el perro gigantes

En medio del desierto, amarillo y polvoriento. Ya todo había sucedido y teníamos que largarnos de ahí. Se encontraba la tortuga gigante lista para irse y dentro de su caparazón hueco ya casi no había lugar para trasportar más personas.

Caminé dando la vuelta a la tortuga buscando la puerta de entrada a su caparazón, en su costado derecho, entre las dos patas. Pero al mirar hacia adentro comprobé que ya casi no quedaba mucho lugar. No obstante, y dadas las circunstancias, yo cabía sentado en la puerta con las piernas colgando para afuera. Pero a los que estaban ya dentro no les gustó demasiado la idea de que yo viajara con ellos. Uno de ellos me insultó llamándome cómodo, o acomodado, o reaccionario. Pero yo protesté declarando que yo era un revolucionario, pero eso no pareció convencerlos, no por una cuestión de convicciones, sino porque estaban decididos a que yo no viajara con ellos para que pudieran caber más cómodamente.

No me importó. Me alejé caminando de ahí al tiempo que la tortuga hacía lo mismo a paso lentísimo. Me fui hasta una piedra no muy alta, trepé y me paré ante la nada con mi brazo derecho extendido hacia arriba, un poco inclinado hacia atrás.

En ese instante llegó al trote un perro gigante y cuando pasó al lado de mí, en mi búsqueda, le cacé un mechón de pelo de su pata con mi brazo extendido y me colgué de él. Aún al trote, subí

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hasta su lomo y monté su cuello, alejándonos velozmente de ahí.

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Poder África

A cinco personas se nos había concedido espontáneamente poderes psíquicos con una misión particular. Cada uno de nosotros poseía el poder de un país de África y nuestra mayor fortaleza se activaba cuando nos poníamos a meditar produciendo un sonido que representaba el poder de cada país, mientras que al mismo tiempo formábamos el contorno del continente con posturas enlazadas.

Pero uno de nosotros tenía problemas con el país que le había tocado. La conjunción de los cinco no se lograba articular del todo. O bien no creía en su potencial o no sabía cómo activar su poder. Por eso no podíamos desarrollar el poder del continente ni del grupo.

Pero el momento decisivo para el cual nos habían concedido tal poder había llegado. El volcán Puyehue había hecho erupción, justo en el momento en que intentábamos formar la figura del continente. Nos concentramos todos y con el peso de asumir la responsabilidad de la situación de catástrofe, lo conseguimos.

A lo lejos en el cielo, se comenzó a divisarse un rastro blanco de la humareda que despedía el volcán. La gente, en panico, inició la evacuación precipitada, brotando por todas partes. A tiempo, nuestra meditación abrió un portal entre dos mundos y pasaron personas y personajes de distintas eras y planos de realidad. Todos se salvaron.

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La matanza del canguro

Nos habían invitado a Australia para hacer el seguimiento a un proyecto urbanístico-ecológico que se desarrollaba en una pequeña ciudad híbrida construida en el medio del desierto, a diez kilómetros de la costa del mar. El proyecto consistía en casas con una estructura un tanto atípica, cuyo aspecto se asemejaba a los copos de merengue, es decir, la base de las construcciones era redonda y el techo estaba constituido por un sombrero cónico ascendiendo en espiral. Los colores de las casas eran de tono pastel: azul crema del cielo, rosa chicle y rojo caramelo.

Había unas pocas decenas de estas casas. Todavía el proyecto estaba en una etapa experimental. El diseño respondía a un propósito concreto: evitar la matanza innecesaria de los canguros. Había un estudio realizado que afirmaba que los canguros se topaban con las casas tradicionales de los pobladores australianos y al no distinguirlos del paisaje –a causa de un extraño estrabismo que habían comenzado a padecer hacía pocos años los canguros–, se chocaban contra las paredes y en ocasiones entraban a través de las ventanas y puertas, causando destrozos al interior de las mismas. Como consecuencia directa de esto, tenía lugar la matanza del canguro. Esto estaba impulsado por la ira más que por la necesidad, pero de todas formas, la carne del canguro les servía de alimento durante días o semanas.

Debido a que el fenómeno ya estaba impuesto como práctica cultural, un grupo de arquitectos

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disidentes y veganos/ecologistas/amantes de la vida, decidieron construir una ciudad modelo donde los canguros y los hombres pudieran vivir en paz.

Con estas nuevas viviendas, al canguro le sería más difícil chocarse, debido a los colores pastel, contrastantes con los colores tierra del paisaje árido. Por otra parte, el diseño copo de merengue de las casas proporcionaba una flexibilidad y resistencia necesarias en caso de que el canguro hiciera caso omiso a los colores y decidiera de todas maneras toparse con las casas. Y la disposición de las puertas y ventanas hacía imposible que a un canguro se le ocurriera pasar al interior de las viviendas.

En determinado momento de nuestra visita, cuando inspeccionábamos las casas por dentro, pudimos sentir el ruido sordo y la vibración en los cimientos del golpe de un canguro contra la pared. Luego de unos momentos de estar un poco atontado, el canguro se recompuso y seguió su curso hacia el mar.

El mentor de este proyecto nos explicaba –a nosotros, una delegación internacional procedente de diversos confines del globo– que el propósito era construir, a mediano plazo, una ciudad industrial en la que los habitantes pudieran abastecerse de los objetos de consumo necesarios para la vida cotidiana.

“El australiano es así”, nos explicaba, “le gusta tener cosas, pero no te aguanta hacer viajes muy lejos para ir de compras. Lo más caluroso que aguanta es un lugar como Hong Kong”.

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Desde la relativamente poca altura de la meseta sobre la que se emplazaba la ciudadela, se alcanzaba a ver el puerto, separado de la zona residencial por tan solo diez kilómetros de ruta en línea recta. Un barco de proporciones impensadas había arribado, y de él descendían centenares de personas que se aproximaban a la ciudad, un tanto eufóricas. Eran los nuevos pobladores de la ciudadela. Habían sido reclutados intencionadamente de entre la población general luego de exhaustivas entrevistas que los arrojaban como los indicados para ser los protagonistas de este loco proyecto.

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Islas Maldivas

Íbamos de viaje sobre un mapa, navegando en un barco de juguete a las Islas Maldivas, que quedaban al norte de Inglaterra.

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Linyera muerto

Volamos de viaje con Kun a un país angloparlante. Podía ser tanto Australia como California. Estábamos en unas largas escalinatas de piedra que bajaban de una montaña boscosa hasta la playa bañada de sol, sentados con un grupito de pibes del lugar. Eran como nueve en ronda. En el centro había un linyera calvo y de barba blanca durmiendo sobre los escalones, cabeza abajo y boca arriba. Parecía muerto, como si lo velaran.

Con Kun estábamos sentados algunos escalones más arriba, a penas apartados por ser los extranjeros. Dos chicos se nos acercaron con curiosidad a hablarnos. Cuando nos interrogaron en inglés, les entendimos, incluso Kun, cuyo nivel del idioma era muy básico. Ella le contestó en un inglés quebrado. Yo hablaba fluido a pesar de los años de no ejercitar la lengua.

Nos juntamos con los otros pibes. Yo me paré y Kun se resbaló por las escaleras y fue a parar arriba del linyera. Este se despertó. No estaba muerto. Kun se enojó.

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Mochileros

Una isla con mil pasadizos. Buscando la salida, encontraba nuevos sitios, más interesantes. Estoy caminando por una callecita que surgió de por ahí, junto a otros mochileros que vienen por el mismo camino. Nos encontramos con Jazmín T. en la puerta de una casa junto al camino. Otro de los mochileros que viene junto a mí la conoce, se para y la saluda. Nos paramos todos. Dice: “¿No es la costumbre de este lugar que cuando ves a alguien cargando una mochila lo invitás a pasar y a descansar?”

“No”, dijo Jazmín y se rió. Éramos un grupito y nos presentó. En seguida olvidé sus nombres, pero nos pusimos de acuerdo para salir en auto a recorrer el lugar. Ya no estábamos en una isla, sino por las sierras. Llovía a cántaros. Íbamos por un camino entre dos arroyos que desbordaban, inundaban la ruta por un momento y volvían al cause. Era un fenómeno propio de esa región. Se llamaba...

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Bosque dentro de un bosque

Entré al bosque. Éramos unos cuantos en un claro. Era un día de sol y todos iban y venían en plena algarabía. El bosque tenía un diagrama oculto, como un lenguaje de los árboles. Encontré un sendero trazado por la falta de árboles y comencé a recorrerlo. Iba formando un espiral en ascenso, seguí avanzando con la ayuda de mi instinto.

Llegué a otro bosque, dentro de este bosque. Estaba un poco más elevado. No tuve que trepar ni escalar, ya que al internarme, ya me encontraba a otro nivel.

El camino estaba infestado de perros rabiosos, a los que intentaba ahuyentar con un palo que encontré en el suelo. Les daba fuerte en el hocico hasta oir un sonido a hueso roto, pero esto no parecía hacerlos retroceder.

Sigo a la carrera por un camino que no estaba trazado. Doblo dos veces a la derecha y luego más adelante, doblo nuevamente. Ahora me encontraba en un bosque aún más elevado.

Estoy solo y no sé lo que estoy buscando. Sigo avanzando. Repito el mismo circuito, como bordeando un centro al que no puedo acceder por otra vía. Subo finalmente al último bosque, el más elevado de todos. Penetra la luz cálida del sol que pinta todo de amarillo.

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Laberinto

Me encontraba junto a varias personas metidos en un laberinto. Yo recordaba haber estado alguna vez dentro de él, y conocía ciertos pasajes. Algunas partes me las acordaba de memoria.

No sé si al principio entrar allí había surgido como una travesura infantil o un desafío, o simplemente habíamos caído por accidente. Pero allí estábamos y debíamos atravesar todo el recorrido hasta el final. El grupo que éramos intentamos permanecer todos juntos. Yo iba a la cabeza, guiado por el puro instinto.

La primera puerta se abría en el suelo como la puerta de un sótano, y descendimos por ella ya que era el inicio del tramo dentro de esta casa de tan extraña estructura. Avanzamos. Por momentos, parecía los pasillos de una casa común y corriente; pero a medida que avanzábamos, el camino se iba achicando hasta tener que atravesar por dentro de una caja de cartón. A veces, la puerta hacia el cuarto siguiente era un tragaluz o alguna abertura absurda en medio de la pared.

La primera discusión en el grupo surgió cuando debíamos elegir doblar a la derecha o a la izquierda en un pasillo espejado. Era una trampa para la mente, porque eran idénticos. Instintivamente, yo seguí adelante.

Pero algunos de los del grupo decidieron separarse y tomar distintos caminos. Luego nos enteramos que habían quedado atrapados en cuartos sin salida, ya que los pasadizos se sellaban si alguien quedaba solo dando vueltas o si quería retroceder.

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Más adelante se nos presentaron otro tipo de pruebas. Una vez fuera de aquella casa, vimos un micro escolar, al que subimos y nos alejamos manejando para dirigirnos hacia el último tramo del laberinto. El camino se extendía bordeado un acantilado junto al mar. Al llegar, entramos al trayecto final.

Para ese momento, éramos unos cuantos los que habíamos logrado atravesar todo el trayecto a salvo. Muchos habían aparecido por distintos medios en aquel tramo final, buscando la salida. Desde la meta de llegada, nos observaban a través de una pantalla.

Pero para aquel momento, todos nos encontrábamos trabados en un conjunto de habitaciones unidas por un pasillo, la cual no encontrábamos la salida por ninguna parte. Para solucionar nuestro inconveniente, llamaron a Spinetta a que nos ayudase con este tramo del laberinto, porque no podíamos salir de esta trampa. Entonces nos cantó una canción que sonaba a través de las paredes cuya letra contenía una pista para poder salir del enredo en el que nos habíamos metido.

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La zona

Había una zona en la que regían leyes de la física que no pertenecían a este mundo. Eran leyes hechas para engañar a la mente humana si entrabas ahí.

El único que había conseguido entrar y salir de la zona había sido Simón. Él había permanecido nueve años atrapado en el interior de la zona. Lo único que lo había mantenido a salvo y finalmente lo que le permitió encontrar la salida había sido su personalidad obsesiva, que le había impedido rendirse a la tentación de quedarse adentro para siempre. Al salir, había traído consigo la clave para atravesar la zona sin quedar atrapado. Desde entonces, muchos se aventuraban a entrar a conocer tan fantástico lugar y salir gracias a las indicaciones de Simón.

Yo iba de excursión junto a un grupo en el que estaban el Turco y Nicolás. Íbamos a ver un bosque cercano que quedaba a la entrada de la zona. Para ingresar, había que pasar entre la torre n°36 y la n°37 de un barrio de torres abandonado, y entonces, estabas adentro. A partir de allí, podías entrar, mirar, experimentar y salir solo siguiendo las instrucciones. La complejidad de la zona iba en aumento mientras más te ibas adentrando, con lo cual nuestra visita al bosque mágico era algo relativamente inofensivo.

Cuando estábamos pegando la vuelta, Nico y el Turco comenzaron a pelearse. Nico se enojó y se fue, adelantando su salida. Le mandó un mensaje al Turco diciendo que se fijara cómo iba a hacer

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para ver las instrucciones sin Hertz (señal) en el celular. Luego, apagó su teléfono.

El Turco comenzó a llamarlo, pero Nico no atendía. Le dejaba breves pero severos mensajes de voz. “Pasá la info del plano de salida”, le pidió varias veces, cada vez con un tono un más desesperado en su voz. Sin embargo, en el grupo nadie perdió la calma. Eso era lo mejor. Todavía podíamos intentar salir de memoria, aunque esto fuera difícil ya que la zona engañaba fácilmente al cerebro.

Al salir del bosque, nos encontramos con las torres de edificios abandonamos. Entramos a uno y enseguida notamos que las habitaciones en su interior eran como un prisma o un fractal. Luego de atravesar una habitación, se abrían cinco iguales, con el mismo decorado e incluso con las mismas personas viviendo su cotidianeidad. Ellos eran los excursionistas que habían llegado hasta este punto pero habían quedado atrapados.

Seguimos avanzando por más habitaciones, doblando a la derecha, después, subiendo una escalera. Siempre salíamos a los mismos cuartos de una misma casa. Había que atravesar siguiendo un recorrido fijo, aunque pareciera que no avanzábamos.

Mientras caminábamos por el mismo y repetido paisaje, pensé en Simón y el tiempo que había estado varado en esta dimensión paralela atravesando cuartos y cuartos durante años hasta por fin dar con la combinación correcta de movidas, como si fuera un cubo mágico girando aleatoriamente hasta dar en algún momento con todas las caras del mismo color. Al salir él

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no había envejecido esos nueve años, ya que el tiempo era solo una dimensión mental en la zona.

Llegamos a una cocina guiados por las indicaciones del Turco. Todavía aguardábamos a que Nico respondiera o que volvieran los Hertz para comunicarse con el exterior. Mientras tanto, avanzábamos cautelosamente.

En la cocina había una nena de diez años. En esta instancia, no había que dejarse tocar por ella, sino habría que retroceder hasta el principio y recomenzar. Cada uno avanzó saltando y esquivando a la nena, tratando de no hacer contacto con ella. Había una escalera a un entrepiso en las paredes de la cocina. Caminamos por allí para no intervenir en la escena.

En el siguiente cuarto, nos encontramos nuevamente con una situación similar, la cocina y la nena que no había que tocar. Pero se le había agregado un componente. Llegado este punto, presentí que la mejor manera de salir de ahí era despertando. Y así fue.

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Árbol nodriza

Andaba vagando por una zona cercana a La Aldea, en ese paisaje montañoso de vegetación abundante y exótica con árboles que mueven sus ramas como brazos y flores que estallan como granadas dando nueva vida. En esta zona en la que se veían extraños confianzudos para venerar a la naturaleza, la tierra era rica y dadora de vida silvestre. Pasé por allí caminando desde el pueblo/sueño anterior. Al encontrarme con un movimiento interesante de sensaciones y percepciones, entro en la escena que se suscitaba antes de mi aparición.

Uno de los árboles más interesantes dentro del espectáculo de aquella naturaleza viviente, motivo del viaje de muchos hasta estas tierras, se encontraba bajando una colina hasta una playa escondida. Entre varios de los que estábamos ahí fuimos a conocerla. Al pararme frente a ella, me deslumbró. Nacía del suelo, de una incontable cantidad de raíces finas que salían de la tierra y continuaban subiendo unos cuantos centímetros hasta donde comenzaba lo que era el tronco del árbol propiamente dicho. Parecía como si el tronco estuviera suspendido cerca del suelo, sostenido por raíces muy finas que dejaban ver del otro lado. Se formaba un hueco en el espacio que quedaba en el centro de las raíces. Se podía ver que en ese hueco, desde el tronco bajaba en línea recta una raíz que calaba profundo en la tierra y tenía la función de absorber todos los nutrientes.

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Uno que estaba ahí que conocía este árbol porque ya hacía días que venía a visitarla, ya dispuesto a seguir viaje, pero antes encargado de la tarea de pasar los conocimientos que le habían enseñado los que se fueron a los que llegan, nos explicó un poco. Nos dijo que eso que parecía una pajita que bajaba hasta la tierra era una raíz absortiva, la única que tomaba agua, minerales y otros nutrientes. Y las otras raíces, las que sostenían extrañamente al tronco, eran en realidad tallos del árbol que descargaban en la tierra más nutrientes y minerales y un componente que desconocía, que hacía que la tierra fuera rica y fértil y permitiera la reproducción de este tipo de plantas que poseían otro tipo de vida vegetal.

El que hablaba nos explicó todo esto. También nos dijo que no habría problema si queríamos beber de los tallos, ya que al árbol no le hacía ningún daño. Se regeneraba muy rápido. En lo que va de la noche al día, el árbol ya se habría recompuesto de las mordeduras de los bebedores. También nos aclaró que no se trataba de un árbol o una planta propiamente dichos, sino que se clasificaba como algo intermedio entre árbol y planta.

Hicimos una fila mientras mirábamos a los de adelante en una misma secuencia repetida idénticamente. Iba uno y con las uñas, los dientes o un pequeño cuchillo, hacía una abertura en uno de los tallos, de los cuales brotaba un líquido lechoso similar a la savia. Lo bebían hasta saciarse. Luego, se levantaban, se limpiaban la boca y en seguida surtían los efectos: salían corriendo y se perdían por una zona boscosa, alejada de los que esperábamos y observábamos el fenómeno.

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A mi turno, me acerqué tranquilo y descreído. Mordí el tallo y brotó la leche. Me colmó la boca y tragué cuanto pude. Cuando no quise más, se cortó. Me levanté y sentí un hormigueo por todo el cuerpo. No sé qué era, pero no podía quedarme quieto. Escapando, corrí a perderme donde se habían perdido los anteriores.

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Heliocentrismo

Al atardecer, en una terraza. Mientras miraba los techos de los edificios, sentía cómo la tierra giraba. Miraba el sol, siempre estaba quieto, y todo giraba. Yo también permanecía quieto y sentía cómo el suelo se movía con fuerza y constancia, hasta que me sacudió y me tiró al piso. Me tuve que agarrar de una pared para no seguir desplazándome, o más precisamente, para quedarme quieto, ya que toda la tierra era la que giraba y no yo.

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Un paisaje de montaña irreal, fantástico

Un paisaje de montaña irreal, fantástico. Las altas cumbres cubiertas de nieve, los picos apuntando hacia el cielo y sus cuerpos hundiéndose en el océano. El agua tan clara que se podía ver la continuación de las montañas hasta las profundidades.

Todo era montaña rodeado de océano. Yo me encontraba al pie de una. Me rodeaba una vegetación boscosa. Un poco más abajo, detrás de una piedra que me tapaba, había una laguna. En el fondo se apreciaban las piedras y las algas. Se podía caminar por ella. Se hacía cada vez más profunda al alejarse de la orilla, suavemente. Había otras montañas más pequeñas, réplicas de la más grande. Algunas no tenían más que la altura de un hombre.

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En el interior de una montaña

Luego descendí. Entré al interior de una montaña. Era un gran bloque de piedra. Llegué hasta una pared. Si quería proseguir, tenía que pasar por una abertura en la esquina de esa pared. Aunque no podía verla, sabía que del otro lado había una escalera que ascendía en diagonal a ese gran muro negro. Intenté pasar, pero la abertura era muy estrecha. Hice fuerza, pero mi caja torácica había quedado atorada. Parecía que se hacía más pequeña mientras más lo intentaba.

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Cocodrilos

Corríamos una maratón a través de una ruta que se abría camino por una montaña. Era una multitud avanzando en bloque. MaleQ venía delante de mí desde que habíamos salido. Estaba esperando el momento justo para pasarlo. Aproveché una curva y salté por encima de él, pero el muy tramposo estiró su mano y me hizo trastabillar. Caí. En el aire, no pude controlar mis movimientos y me fui barranca abajo, pero quedé sujetado del borde del camino. Por debajo, había una caída de unos cuantos metros por un barranco y luego el agua. Conseguí tomarme del borde del pavimento de la ruta, pero parecía que era de lona o plástico, porque en seguida se levantó y se me vino encima. No pude sujetarme más y caí al agua.

Flotando vi que en la orilla reposaba muy tranquilo un cocodrilo, que al verme en su territorio, se lanzó para hacerme su presa. No era un animal muy hábil, con lo que pude domarlo rápidamente. Una vez que estuvo lo suficientemente cerca, lo tomé por el hocico y lo abracé fuerte, neutralizándolo. Creí que ya estaba a salvo, pero cuando miré la orilla, vi que había por lo menos una decena de cocodrilos más de cada lado del río que ya se lanzaban en busca de su bocado.

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Fotos en movimiento

En una caja de zapatos había encontrado una serie de fotos muy viejas, serían unas cuatro o cinco. Estaban muy borrosas, pero con un poco de esfuerzo se podían llegar a ver de quienes eran los rostros retratados. Agarré una y la miré con atención.

–Ese soy yo –dije al ver una cabeza rubia de no más de cuatro años en la esquina inferior izquierda.

Pero en una observación más detallada, pude ver que en realidad era mi hermano Nacho.

–Y ese otro es Narciso –identifiqué a otro de los personajes inmortalizados de esa pandilla, atrás a la izquierda.

Narciso, que estaba detrás de mí, sin prestar especial atención a las fotos, se sonrió cuando lo mencioné, y pude comprobar que conservaba la misma expresión de pequeño. A los demás chicos de la foto no podía reconocerlos porque la foto estaba estropeada o porque no los recordaba.

Pasé a la siguiente foto: éramos aun más chicos y nos estaba cuidando Romina.

–Qué grande estaba Romina –expresé, pensando que ella era muy menor que todos nosotros, pero en la foto parecía la hermana mayor de alguno de nosotros, o la niñera, mientras que todos éramos casi bebés.

Pasé la foto y miré la tercera. Esta era una foto en movimiento....

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Regresión en la granja

Como actividad extracurricular, en la escuela nos habían enviado a una granja recreativa a pasar el día, donde aprenderíamos diversas actividades, como sembrar y cosechar vegetales, criar peces y otros animales y cultivar flores.

El lugar estaba destinado a juveniles, pero la edad era indefinida. Los concurrentes teníamos entre diez y treinta años, pero es difícil de precisar porque no había distinción de edad. Yo tampoco tenía edad, no sé si había vuelto a tener diez años, pero mi comportamiento así lo insinuaba.

También había un área para hacer deportes. En una cancha jugaban treinta jóvenes a un deporte que combinaba el futbol, el vóley y la guitarra. En parte el juego consistía en correr tocando la guitarra, pasándosela a otro hasta llegar al arco contrario y así anotar un gol. Los equipos eran mixtos y las reglas indefinidas. Yo recorría la granja, mirando todo sin participar en nada. Luego fui hasta la cancha y detrás de un alambrado me puse a observar.

La vi a Kun en la cancha. No participaba del juego, sino que charlaba con una amiga. Silenciosamente, quise llamar su atención, y al no conseguirlo, me deprimí. Adopté una postura oscura, con el fin de que ella lo notase y viniera a consolarme, pero tampoco lo conseguí. Así es como me conducía con las mujeres cuando era niño, suponiendo que era un buen método de conquista.

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Una vez concluido el partido, todos abandonaron la cancha y me entregaron la guitarra con la que estaban jugando. Era mi guitarra negra. Uno de los chicos me dio cincuenta centavos, y me dijo: “Por la cuerda que se rompió”. Eso me enfureció un poco. La guitara negra era delicada, no era para andar jugando a ese extraño juego. Fui a reclamárselo a Nelson, el árbitro y preceptor, único adulto en todo el lugar. Le dije: “¡No puede ser, che! ¡Mirá lo que le hicieron a mi guitarra!”, en papel de víctima, ofendido; “¡Si querían una guitarra fogonera, yo tengo otras guitarras, pero con esta no!”. Él me miraba sin decir nada.

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Día de examen

Era día de examen. La materia era geometría de algún curso de primaria o secundaria, indefinido. Uno de mis compañeros me mostró la prueba: obtener el área de una figura irregular. Al verla, me puse nervioso porque no recordaba en absoluto cómo hacerlo. El examen se realizaba al aire libre, en un parque junto a un volcán. Los alumnos estaban diseminados por doquier mientras la profesora permanecía sentada en una pequeña pirca de rocas grises. Como no tenía idea de cómo resolver el examen, me puse a conversar con la profesora, haciéndole comentarios audaces para ver si con eso conseguía sumar unos puntos o zafar de la situación. Le decía: “Profe, ¿notó cómo el mundo está construido por lo diestros? A un zurdo le cuesta todo más: destapar un frasco, tocar la guitarra, abrir una puerta o escribir”. Le señalé un compañero que era zurdo. “Mire”. “Ah, no me había dado cuenta”. No sé si con eso logré impresionarla, porque en seguida un terremoto sacudió el piso y el pánico cundió en el parque. Todos se largaron a correr.

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Falta un examen

De pronto me doy cuenta que me falta dar un examen de la secundaria. No sé bien cuál es; creo que es historia de segundo año. Me pongo a estudiar a Napoleón. Después me doy cuenta que era historia de tercero. O filosofía de cuatro. Estoy confundido al respecto y algo nervioso.

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Estudios anulados

Me llega una carta invitación con remitente de mi escuela primaria. Pensé que se trataría de una reunión de reencuentro con mis compañeros y profesores, pero cuando llego, me encuentro con que me reclaman la falta de un documento, más precisamente, un comprobante de pago de una cuota de la cooperadora, con lo que, ante esta falta, todos mis estudios posteriores quedan anulados.

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Último examen de la secundaria

Estaba con MaleQ en una clase de deporte al aire libre, en una cancha de fútbol. Conversábamos mientras el profesor dictaba su clase y todos los alumnos escuchaban formados en varias filas indias. Yo tenía un cigarrillo que estaba a punto de prender, pero se lo ofrecí a MaleQ, y a cambio, él me dio una moneda de cincuenta centavos. Pero en lugar de dármela en la mano, me la tiró por el aire y golpeó el cigarrillo, partiéndolo en la base del filtro. “¿Era el único que tenías?”. “No”; le mostré un paquete con otros tres cigarrillos. Le estaba por dar otro, pero enseguida nos llevaron a un aula para rendir la última prueba del secundario. Me guardé los cigarrillos en el bolsillo porque adentro no se podía fumar.

Cuando nos entregaron las hojas de la evaluación, me encontré con que ya estaba casi toda hecha. El profesor –el mismo de la clase de deporte– nos explicaba que el examen era muy sencillo. Simplemente teníamos que corregir y ampliar algunas respuestas. La pregunta era: “¿Cuáles son sus cinco autores favoritos?”. Algunas respuestas que pude leer decían: “Jack London, Jack Kerouak...”, pero ninguno de estos nombres me sonaba familiar. Estaba un poco confundido, tenía una nube blanca en la mente. Sabía que en mi casa podía responder fácilmente a esa pregunta, mirando mi biblioteca; pero estando ahí se me hacía difícil. Levanté la mano y pregunté si podíamos entregar la prueba otro día, pero el profesor dijo que no, que había que

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terminarla en el aula y volvió a repetir que era la última prueba de nuestros estudios secundarios. Miré la hoja con las respuestas dispuesto a corregir cualquier cosa y me pregunté: “¿Se escribe Kerouak o Querouaq?”.

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Chape profesor

Chape (el transa) era nuestro profesor. Entré a la clase y ahí estaba sentado él, en el escritorio al frente de la clase, junto al pizarrón verde. Lo saludé y me entregó una hoja con algunas preguntas que debíamos responder. Pensé que era una prueba sorpresa, pero no, era algo como una revisión o una evaluación para ver en qué nivel nos encontrábamos. Las primeras cinco preguntas era una variación sobre una misma pregunta. Me acerqué al escritorio del profesor Chape y mientras escuchaba mis dudas pude ver que junto a su silla había un trípode con una cámara que filmaba el dictado de su clase y su desempeño. Luego, en tono confidencial, alejado de la filmadora, me confesó que estaba haciendo todo esto para evitar el servicio militar obligatorio.

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Las escondidas mortales

No había terminado un curso de la escuela, y debía pagar con mi vida. Era un castigo cultural, una tradición que venía siendo aplicada de generación en generación sin resistencia, pero yo no podía aceptarlo. Y cuando decidí rebelarme y abandonar la escuela, lo primero que hice fue huir. La noticia de mi fuga se esparció con rapidez; a los pocos segundos ya las autoridades estaban al tanto. Entendí que solo podía esconderme un tiempo hasta que las cosas se calmaran.

Probé escondiéndome en mi casa y en la de mis familiares, pero estuvieron a punto de encontrarme. Entonces recurrí a una compañera del curso; me aparecí en la ventana de su dormitorio y le rogué que me dejara esconderme en su armario o debajo de su cama. Accedió.

Durante todo el día, mientras ella iba a estudiar, yo me ocultaba. Pero sabía que mi escondite era temporal. Tarde o temprano tendría que mudarme. Sabía que a determinadas horas era más peligroso, cuando salían al recreo o a la salida del colegio, porque parte de la tarea de mis compañeros para aprobar el curso era entregarme a las autoridades. Mientras los sentía cada vez más cerca de encontrarme, yo permanecía silencioso entre las ropas limpias de mi amiga. Pero eso no podía durar.

Después de unos días, me trasladé a la casa de los abuelos. Todos los días, algunos compañeros pasaban por mi casa y la de los abuelos a chequear que yo no me encontraba allí. Todos los días, como una rutina programada.

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Faltaban veinte minutos para que todos se retiraran y despejaran la casa. La abuela entró al comedor y buscó algo debajo de la cama, donde yo yacía en silencio, pero no me vio. Tampoco se acordaba que me estaba escondiendo. Estaba haciendo un poco de barullo. Por temor, asomé la cabeza fuera del escondite y le dije que hiciera silencio.

Un rato después, vi unos pies asomarse por el comedor y luego desaparecieron, dejando la luz encendida. Salí a apagarla, pero enseguida, corrí a esconderme porque sentí que alguien venía. Me tiré arriba de un sillón, me cubrí con una manta y finjí estar dormido. Pero justo apareció la celadora que me buscaba. Venía a reclamar que tenía que morir. Que tendría que haber muerto hacía tiempo, me dijo.

Oportunamente, aparece un hombre que me conoce y quiere salvarme. Comienza a negociar por mi vida. Quiere vender mis canciones y con lo que saque de las regalías, sobornarlos o saldar la deuda.

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MaleQ vuela la biblioteca

En el último piso de un edificio romano de columnas colosales y escaleras de mármol, se hallaba la biblioteca. En ella, se encontraban todos los libros, revistas, discos, casets, vinilos (y en toda clase de formato físico) que alguna vez quise leer y escuchar, pero a los que nunca había podido tener acceso, ya sea por el precio elevado, por la inaccesibilidad o porque habían dejado de existir o, de hecho, nunca habían existido. Era una suerte de biblioteca de Alejandría pero con los contenidos que atañían a mi interés.

Conmigo, se encontraba MaleQ, quien me acompañaba en este paseo, no por el amor a los objetos de conociminto, sino por diversión. Para recolectar todo el material que quería llevarme, contábamos con un par de changuitos de supermercado. El mío estaba tan cargado que se había rajado el fondo y estaba a punto de romperse. Lo conducía con cuidado, porque me había tomado horas escoger todo el material que me interesaba.

Antes de emprender la retirada, MaleQ me pidió que bajáramos un momento, que tenía algo que mostrarme. Dejamos los carritos con la esperanza de volver por ellos en breve. Bajamos hasta el subsuelo del edificio, y en voz muy baja, como si se tratara de una sorpresa o un secreto, me dijo: “Ahora vas a ver”.

En ese momento, se escuchó una explosión dentro del edificio. Él había dinamitado la biblioteca.

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Un acto de la secundaria

Estaba en un acto de la secundaria. La oradora que estaba dando la charla temática del día de la fecha frente a medio centenar de alumnos se parecía a una actriz de telenovela de la tarde. Yo estaba sentado en una butaca detrás de dos chicas, a las que les hablaba por encima de sus hombros, haciéndoles algún que otro comentario gracioso. La actriz/oradora hablaba rápido y nerviosa, sin titubear, y al notar mi falta de atención frente a sus palabras, sin interrumpir lo que decía o cambiar el tono de la voz, acotó:

“Patricio, te quiero afuera”.Capté el mensaje y giré mi cabeza hacia la

izquierda, hacia las puertas que dejaban entrever la noche y un cielo tan estrellado como nunca.

En voz baja les dije a las chicas: “Prefiero ver las estrellas”, y salí por las puertas

al patio adyacente a ese galpón. Afuera estaban dos de mis compañeros jugando a la pelota, y me uní a ellos.

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Acto nazi

Un gran colegio. Día de actos artísticos y patrióticos.

Recorriendo varias de las salas en donde se desarrollaban las actividades, llegué a un salón en que albergaba intelectuales de corte nazi que estaban dando sus discursos. Me filtré entre ellos silenciosamente con el fin de observar su actividad, ocasionalmente reirme y en el momento justo, disponerme a boicotear su reunión. Me sorprendió ver en ese mismo salón a Hilda Herrera, mi profesora de música.

“Profesora, ¿qué hace usted acá?”, le pregunté intrigado y extrañado, ya que creía que su ideología avanzaba en sentido contrario.

“Estos hombres son la verdadera expresión de lo popular”.

“No, profesora. Nosotros, la juventud, somos la verdadera expresión de lo popular”.

En ese mismo instante, un orador soltaba un discurso fascistoide, arengaba a la concurrencia con lugares comunes del sentir nacional, y los oyentes, desde las butacas, alzaban sus copas y brindaban por la patria, mezclándose en el ¡salud! ideologías de diversos tintes.

Habían cerrado una de las dos puertas de salida del salón y un custodio se encargaba de vigilar el paso libre. Noté que había un hombre encubierto haciendo inteligencia, encargado de buscar impostores o potenciales boicoteadores como yo.

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Yo me había prendido un cigarrillo para disimular, pero al notar al agente encubierto, escondí el pucho, al darme cuenta que podía ser tomado como una insolencia. Se me ocurrió cantar el Himno Nacional para causar algún revuelo en el cual perderme. Grité con fuerzas:

“Oíd Mortales...”Pero muy velozmente me callaron con

chistidos, aclarándome que el himno nacional se cantaba después, al término del acto, a pesar de que algunos en la concurrencia, incitados por el fervor nacionalista, se habían sumado al cántico.

A pocos metros de donde yo estaba, vi que Julián S. también estaba presente en el acto. Me acerqué a advertirle que sería mejor que nos fuéramos, que no era un lugar seguro. Las caras se estaban empezando a poner menos amistosas y más desconfiadas y el tono de los discursos comenzaban a encender un clamor violento en el público, dispuesto a llevar a cabo un linchamiento ante la menor discrepancia.

“Te puedo ayudar a salir”, me respondió Julián, “pero me tengo que quedar porque estoy cuidando a mi hermana. No la puedo dejar sola”.

Me acompañó atravesando la puerta, pasando junto al custodio. Caminamos de manera casual hasta que llegamos a un ventanal. En un movimiento veloz, la abrimos y nos lanzamos hacia el parque desde ese primer piso, aterrizando sobre un árbol. Luego, había una pequeña laguna que rodeaba el edificio formando un cerco protector.

El árbol era un ciprés, y su copa era un abanico plano muy elástico. Mientras permanecíamos

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prendidos de una de las ramas, siguiendo las indicaciones de Julián, abrí mi bolso y le regalé a los seres que vivían en el árbol lo que traía conmigo. Automáticamente, una rama nos depositó en el suelo, del otro lado de la laguna, y corrimos alejándonos por el parque cubierto de nieve.

Unos cientos de metros más adelante, nos topamos con otro árbol y otra laguna que había que sortear. Metí la mano en el bolsillo buscando una ofrenda para darles a los seres de la nieve, pero saqué un pote de sal, justo lo único que detestaban.

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La muerte del padre de MaleQ

Casualmente, me encontré con MaleQ. Nos abrazamos, ¡tanto tiempo!, sí, la verdad, ¡tanto años sin vernos!, desde que teníamos 12... En seguida, me hizo un breve pero emocionado resumen de qué había sido de su vida, sus logros, sus amores. Le pregunté por sus hermanas y hermanos, ya que recordaba que eran muchos, creo que 7 en total. Uno a uno me los fue enumerando y diciendo que se encontraban bien.

Después le pregunté por Coco, su papá (aunque no se llamaba así; le decían Coco por el Coco Basile, porque en su familia todos eran de Racing). Entonces no aguantó y quebró en llantos. Coco había muerto, no hacía poco, pero MaleQ había quedado tocado por la muerte de su padre. Ahora me estaba mostrando su lado más sensible.

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Reencuentro en Miami

Me entero de casualidad que todos mis compañeros de la primaria, a quienes no veía hacía 12 años (tengo 24 años en este momento), se están reuniendo esa misma noche en un caserón de Miami. Yo estoy residiendo no muy lejos de allí y no tardo en viajar para verlos a todos y ser uno más en esa reunión de reencuentro.

Al llegar, recorro las instalaciones que alquilaron para la oportunidad. Adentro, una casa de madera grande y fresca donde caben una treintena de personas. Afuera, un jardín con lámparas y piletas y sillones para relajar al aire libre.

Dando una vuelta por dentro de la casa, cruzo a Pamela y me pongo a conversar con ella.

“Pamela, no cambiaste nada. Estás igual que cuando tenías 12 años (o diez u once)”.

“Qué casualidad que nos hayamos encontrado acá, en este paisaje tan exótico”, dice ella.

Me sonríe y no me puedo contener. La beso. Había querido besarla desde segundo grado, cuando fue mi novia durante un día y luego terminamos porque a ella no le gustaban los besos.

Me doy vuelta para contemplar a todos alrededor y me surge propiciar unas palabras que me brotan de adentro, en ocasión de esta reunión.

“Es realmente un gusto haberlos encontrado acá. Es una grata sorpresa para mí. Realmente no me lo esperaba”. Miro un segundo a todos los presentes y reconozco a unos cuantos con los

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que todavía no tuve la oportunidad de sentarme a charlar largo y tendido para enterarme de qué fue de sus vidas y contarles acerca de la mía. “Yo sé que hay algunos con los que todavía no hablé, pero ya va a haber tiempo para hablar. Sé que hace tiempo que no nos vemos. La última vez que los vi, teníamos 12 años…” Estiré la última palabra, pensando en hacer una cuenta rápida para calcular la cantidad de años que habían transcurrido, pero enmudecí cuando me asaltó un interrogante: ¿Acaso estoy soñando? ¿Cuántos años ya pasaron? ¿Cómo puede ser posible tan extraño y casual encuentro, como si hubiera sido planeado, con estas personas que hace tanto no veo? Sin embargo, el sentimiento que me posee es tan real que la posibilidad de que todo esto sea un sueño queda descartada. “...entonces, hace 12 años que no nos vemos”.

Siento de pronto un dolor en la garganta y un ardor en la boca. Parece que se me están inflamando los ganglios, pero de una manera desmesurada, creciendo a cada segundo. En la boca siento una pelota que se agranda y me hace creer que me está creciendo otra lengua. Se me hincha tanto que ya no cabe más y explota. Me echo de rodillas en un rincón y escupo el pus que se me escapa de los labios. Un torrente líquido pálido fluye, acumulándose en el pasto. Así continúa por varios segundos.

Detrás de mí, aparece el retardado del grado y poniéndome una mano en el hombro, me pregunta:

“¿Estás devolviendo, Pato?”, y me da unas palmadas en la espalda.

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Ascensor II

Subí al ascensor y apreté el botón para bajar, pero en su lugar, el ascensor comenzó a subir y subir a una velocidad vertiginosa. La puerta estaba a medio abrir y podía ver como los pisos se sucedían. Pensé un momento:

“Si yo quería bajar, ¿por qué el ascensor empezó a subir?”

Entonces entendí que estaba soñando. Me pregunté: “¿Cómo se hace para despertar de un sueño?”“Se grita”, me contesté. Y antes que el ascensor llegara a la cima y

chocara contra el techo, pegué un gran grito ascendente: “¡¡¡¡AAAAAAAAAAAAAAAAA!!!!!”

Y pude despertar. Me encontraba durmiendo en el barco. Era de

noche. Papá también se despertó y me dijo: “Hay una tormenta terrible”. Miré hacia afuera. Era cierto. A lo lejos, en el medio del río, caían rayos y explotaban truenos ensordecedores. Supuse que tales explosiones habían sido las causantes de mi sueño pesadillezco.

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Barco sobre rieles

Navegábamos con los tíos en un barco que se movía sobre rieles, por tierra, como un tren. No recuerdo qué había pasado pero creo que Nacho había muerto. No había dolor dentro de mí, pero sabía que ahora estábamos solo Titi y yo. Kun tampoco estaba.

La tía Marta estaba a cargo de un grupo de celíacos en recuperación que habían emprendido una excursión alimenticia arriba del barco. La tía me comentaba que la experiencia con el grupo había sido un fracaso rotundo. Habían bajado del barco a hacer un picnic en el campo, y una cosa llevó a la otra y en un momento en que ella se había ausentado, todo se empezó a descontrolar, y cuando volvió, los encontró comiéndose un asadito. Lo habían echado todo a perder y ella se sentía frustrada.

En una maceta, yo tenía una planta que estaba lista para cosechar. Cuando me dispuse a comerla, tanto la planta y como la tierra de la maceta, el tío Juan Carlos me advirtió que no debía comer esa tierra porque ahí estaba enterrado mi hermano. Entonces recordé su muerte. No sentía esa angustia en el hueco del pecho. El saber que solo estábamos Titi y yo me daba la capacidad de ver más allá del dolor. Sin embargo, cuando quise responderle al tío, le grité y algo de ese sentimiento guardado se filtró con mis palabras.

El barco andaba sobre los rieles a través de un valle grande y plano entre colinas, y cuando se aproximó a un lago o al mar, se zambulló y

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siguió avanzando por el agua. Navegamos cerca de la costa hasta entrar por un río y llegar a San Fernando, donde atracamos el barco y un muchacho nos ayudó a amarrarlo.

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La grieta del tiempo

Estábamos de visita en mi antigua casa de Ciudad Evita, mi papá, uno de mis hermanos y yo. Recorríamos los ambientes con nostalgia, recordando la época en que la habitábamos.

Cuando nos disponíamos a salir, notamos que los actuales dueños están entrando. Nos cruzamos en el porch de entrada e intercambiamos unas breves palabras de cortesía, diciéndoles que ya nos íbamos y que dejábamos la casa para ellos. Habíamos venido en el auto de papá, que estaba estacionado en el costado derecho del jardín, del lado opuesto a donde se encontraba el garaje. Pegado a su auto, habían estacionado los actuales propietarios de la casa, en el centro del jardín. Salimos marcha atrás en una suave maniobra para no tocar el auto de ellos ni rozar alguna planta.

Una vez que bajamos a la calle, pude ver que se abría una grieta desde donde terminaba el jardín y comenzaba la vereda, un trecho abierto por el cual podían verse las distintas capas de sustrato que había dentro de la tierra. Papá señaló a la derecha de la puerta de entrada, ubicada en el centro del jardín, un montículo apenas perceptible de tierra, que también podía apreciarse cómo continuaba por debajo de lo visible a través de la grieta: “Ahí estoy enterrado yo”.

Miré dentro de la tierra por donde la grieta permitiera espiar para ver si también podía reconocer dónde había sido enterrada mi perra, muerta cuando yo tenía doce años.

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Avanzamos con el auto por el bulevard principal de la ciudad. Desde el asiento del acompañante, se para y se da vuelta mi sobrino, Bautista, que no llegaba a tener dos años, y señala con el dedo. Pienso que está muy solo, le faltan dos familiares muy importantes en su vida (su padre y su abuelo).

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La distorsión de la memoria

Nacho, Titi, papá y yo estábamos en la puerta de nuestra escuela primaria. La idea era entrar y recorrer un poco para recordar viejos tiempos. Era fin de semana, o bien un día de semana en un horario en que no abundaban los alumnos. Entramos por la entrada principal. No bien puse un pie adentro, un guardia comenzó a seguirme, con los brazos extendidos para impedir que pasara. Pero alguien le aclaró que nosotros habíamos estudiado acá, y nos dejó de molestar.

Caminábamos recorriendo el frente del edificio de primaria, conversando sobre el paso del tiempo.

“No lo recordaban tan chico, ¿no?”, preguntó papá.

“Antes no era tan chico, pero tampoco lo recuerdo tan grande”, decía Nacho, acerca de la distorsión de la memoria.

Luego fuimos al edificio de secundaria. Entramos y recorrimos algunas aulas. En todas había cosas para recordar y cosas que no recordábamos. Y de cada uno de los lugares, cada uno de los tres se llevaba algo que creía que pertenecía más a su recuerdo que al lugar que los albergaba. Todos nos llevábamos algún souvenir con nosotros.

Notamos que ahora había menos alumnos estudiando, quizá debido a la decadencia del estado de las cosas. También advertimos que ya no se acostumbraba que las maestras se quedaran a dormir en el colegio. Lo comprobamos cuando

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entramos a uno de los últimos lugares, que correspondía a la casa de mis abuelos. Estábamos en la habitación de la abuela, aún creyendo que era parte del colegio, más precisamente, el pupilo para docentes. En ese cuarto vi unas esculturas muy locas que quise llevarme; parecían traídas de una isla remota del pacífico.

Seguimos a través del pasillo hasta que estuvimos entre la puerta del cuarto del abuelo y la puerta del baño. Yo me estaba haciendo pis, así que pasé. Papá me preguntó si el abuelo estaba despierto, que quería saludarlo. Yo creía que dormía, pero al oir nuestras voces, se levantó y salió de la pieza. Papá lo saludó y le mostró una cosa que Titi se quería llevar de suvenir. Era un juego de palabras con imán para la heladera.

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El abuelo político

Sentados junto a la mesa de la cocina de su casa, escucho al abuelo disertar sobre la ideología de su juventud, cuando era un militante del PC en los tiempos de Perón:

“En discusiones que yo sostuve con algunas personas que eran de mi confianza, acerca de los nazis, tomando en cuenta los aspectos políticos, sociales, ideológicos, etcétera, etcétera, siendo etcétera los motivos por los cuales lograron el ascenso al poder, no he podido hacerme entender sobre cuál era el punto que yo quería explicar...”

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Mellizas fantasmas

Me entero que los compañeros de la juventud comunista estaban organizando un viaje a Venezuela para militantes e independientes. Yo me había enterado de casualidad y quería aprovechar la oportunidad para poder conocer. Agarré una mochila chica y una bolsa de dormir y me tomé un bondi. Se juntaban en el piso superior de un shopping barrial. Tenía en mente la imagen de que se habían juntado el año pasado en ese lugar, o me había llegado el dato.

Me subí al bondi, (Kun estaba intermitentemente conmigo), y fui a la parte de atrás. Tuve un pequeño altercado con un chabón, alto, un poco rubio, no recuerdo por qué; quizás por el asiento. Se paró delante de mí, muy cerca de mi cara. Intercambiamos un par de palabras no muy amistosas, pero que no se iban de mambo. Él terminó diciendo:

“Sí, ya sé, pero no tenés por qué refregarme los libros que escribís en la cara”.

El rostro se me iluminó. Estaba por decirle que sí, que yo soy escritor, que qué casualidad que lo dijera, y pensé en sacar un libro mío de la mochila para mostrárselo, pero lo reconsideré, pensando que eso mismo era lo que me acababa de decir que no quería que hiciera.

Llegué hasta donde se juntaban los de la FJC, como si casualmente estuviera pasando por ahí. Vi que estaban haciendo una lista de los que viajaban mientras subían a un colectivo que los llevaría directo hasta el aeropuerto. Entre los

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compañeros que conocía, la vi a Sole, quien se sorprendio al verme. ¡Tanto tiempo! Lo primero que me preguntó, antes de “¿Qué estuviste haciendo todo este tiempo?”, fue: “¿Qué hacés para ganarte la vida?”

Le quise contestar que fabricaba los libros que escribía y también mostrarle algunos, pero estaba mascando algo, un caramelo o un chicle, que me dificultaba el habla tremendamente. Sentí algo más en mi boca, algo extraño. Pensé que era el envoltorio del caramelo que me había metido por equivocación. Le quería contestar a Sole, pero no me entendía ni podía articular sonido alguno. Cuando quise sacarme lo que tenía en la boca, me di cuenta de que se trataba de una bolsa de plástico y la extraje, llena de saliva. También salieron algunas otras cosas aplastadas llenas de baba.

Por la noche, nos alojamos en un hotel. Ocupamos muchas habitaciones. El hotel era una joda constante. Yo estaba tranquilo en mi cuarto, pero me veía interrumpido constantemente por gente que entraba y salía todo el tiempo, correteando. En una de esas entradas, vi a una de las mellizas de Ciudad Evita. No sabía cuál de las dos era. Sabía que una había muerto de sida y la otra había quedado un poco tocada. Cuando apareció en la habitación, le pregunté si era Eugenia o Florencia, y me contestó Florencia. Pero pude ver que era Eugenia, su hermana. Realmente me confundía, producto de su juego macabro.

Mientras tanto, entraba y salía más gente del cuarto. Ella salió y entraron las dos mellizas. Se

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pusieron a la izquierda de la cama de dos plazas que ocupaba casi la totalidad del cuarto. Se colocaron una al lado de la otra en un rincón. Yo sabía que una era real y la otra, una alucinación o un efecto óptico. Tal vez fuera su espíritu.

Se movían, cambiaban de lugares buscando confundirme... lo lograban, por momentos. Me convencí de que no debía dejar que lo hicieran. Y me dirigí a la que creía que era un fantasma. Le dije:

“Yo soy un ser vivo, lleno de energía pránica, que se aloja en los alimentos naturales y es dadora de vida...”

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Lulu extrasensorial

La Lulu tenía poderes extrasensoriales. Se podía comunicar con seres que nosotros no podíamos ver. Algunos se asustaron.

Uno dijo: “Es como el sexto elemento”. “No, es el sexto sentido”, corrigió alguien.Salimos de su cuarto y nos sentamos en el

comedor. Había un cumpleaños y en una gran mesa estaba dispuesta toda clase de dulces: merengues, m&ms, galletitas, etc. Después, bañamos a la Lulu en una gran tina antigua. Ella tenía la mirada abstraída.

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Osito

Lua estaba soñando con un cuento en el que yo era uno de sus personajes, llamado Osito. Con Osito, Lua recorría los pasillos de su mundo creado, hasta que se topó con un error y tuvo que dejarlo morir. Osito, por supuesto, no quería morir. No se resignaba. Yo habitaba la conciencia de Osito y sabía que pronto se iba a poner todo negro. Me pesaba el cuerpo. La situación estaba llegando a su fin. Pero no me quería resignar. Luchaba contra eso que me atrapaba cada vez con más fuerza e hice un intento por despertar del sueño.

Lo logré. Aparecí acostado en la cama junto a Kun, en la posición en la que recordaba haberme dormido. Pasé por encima de ella y salté al suelo. Fui a la cocina y comencé a sentir que algo andaba mal, me sentía extraño. Estaba casi a oscuras, pero en mis ojos titilaba una luz muy molesta. Prendí una luz, blanquísima y potente y pude ver con detalle los azulejos y la textura de la pared de la cocina, con una nitidez tan sorprendente que me convenció de que estaba despierto.

Todo era demasiado blanco y la luz me molestaba. Por la mente, se me cruzó la idea de quedar atrapado en ese mundo como solo mi mente recordaba haber estado atrapada. Pero el pensamiento se esfumó cuando apagué la luz. Los destellos titilantes continuaron, cada vez más molestos. Fui a abrir la heladera, pero noté que había dos. Me saltó un interrogante sobre el por qué de esto que no pude resolver.

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Volví al cuarto. Fui un segundo al baño y volví. En la cama, Kun se despertó y me preguntó qué había escrito, sabiendo que iba a escribir el sueño que había tenido. Pero le dije que todavía no había escrito nada. Me volví a acostar.

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Terrenos del abosval

El abuelo Osvaldo tenía todos los terrenos frente a su casa, de esquina a esquina. Eran terruños, lomadas pequeñas elevadas algunos metros. Siempre podía verlo en la parte justo frente a su casa con una pala. Cada tanto la agarraba y sacaba el pasto que había crecido entre las baldosas. En el terreno de atrás estaban haciendo un gran pozo para hacer una pileta.

Yo jugaba en la parte de los terruños elevados usándolos como colinas, imaginando diversas construcciones que se podían hacer. Fui a hablar con el abuelo. Después de unas palabras, dio una palada a la maleza. Yo sentí una hormiga caminando en el brazo y pensé que era un familiar mío que había tomado esa forma para hacerme llegar un mensaje.

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Fantasma de la tía

Me quedé a dormir en la casa de la abuela Coca, en su cama. Mientras estaba durmiendo, sentí que alguien me abrazaba por la espalda o que yo abrazaba a alguien. Era la tía Irma. Ya me había dado cuenta que ella había muerto hacía algunos años, y que era su espíritu o su fantasma con el que compartía la cama, aunque sentía su cuerpo como si nunca se hubiera desmaterializado.

Al despertar la mañana siguiente, lo narré el sueño muy tranquilo a Kun, sin rastro de miedo.

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Progresión

Estaba en el departamento de la abuela Coca en Palermo, más precisamente en el cuarto de la tía Irma. En seguida lo supe. “Estoy en un sueño”. Al principio sentí un poco de miedo y decidí proceder con cautela. Sospechaba que más allá de la puerta que separaba al cuarto del living se alojaba una fuerza oscura con la que no me encontraba en condiciones de lidiar.

Sin salir de la habitación, pude ver que en la cocina, el cuarto contiguo a este, se encontraba la abuela Coca con Titi. Le estaba haciendo la merienda, un nesquick y unos sanguchitos de jamón y queso, lo habitual. Esta escena me llevó a cuestionarme qué tiempo estaba habitando, descreyendo de que fuera el presente, cuando una situación así era cotidiana en mis tiempos de secundaria.

Se me ocurrió buscar un espejo. Di un paso al frente y en la pared apareció un espejo largo. Antes de verme, sentí que mi reflejo se iba construyendo, y por una partícula ínfima de tiempo, una forma oscura moldeó mi contorno. Y al acercarme lo suficiente, comprobé que el reflejo se trataba de mí mismo.

Me miraba el pelo; lo tenía un poco más corto. Y mis facciones eran un tanto más jóvenes que las actuales. Era cierto, había ido hacia atrás en el tiempo, a las épocas de secundaria probablemente. Sin embargo, jamás había tenido ese aspecto.

Miré la cama en la pared opuesta y vi que dentro de las sábanas había una bolsa de dormir.

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Entonces pensé: “La conciencia dentro del sueño es como una bolsa de dormir dentro de una cama”. Y procedí a acostarme dentro de la bolsa para ponerle fin a esta suerte de experimento.

Una vez acostado, me surgió otro razonamiento lógico: si estiro el brazo, voy a tocar a Kun, que duerme al lado mío. Lo hice, pero la cama estaba vacía. Aún seguía allí. Procedí a taparme la cabeza con la bolsa de dormir, y cuando vi oscuridad, entonces desperté.

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Bauti y la tía Irma

Sobre la cama de la pieza de la tía Irma estaba acostado Bautista. Era muy gordo, demasiado, casi el doble de ancho de un bebé normal. En el corto tiempo que no lo había visto había engordado demasiado. Era un bebé muy despierto. Comencé a soplarle la panza para hacerle cosquillas un par de veces. Pareció gustarle porque se reía fuerte. Me detuve y vi que con la boca imitaba el gesto de soplar para que siguiera soplándole la panza. Eso me sorprendió. Aprendía rápido.

En un momento, miré hacia la esquina que la puerta hacía con la biblioteca y en ese rincón, vi a la tía Irma, de pie, mirando la escena con cara de alegría. Si bien había muerto hacía años, había bajado para conocer al hijo de Titi.

De repente, apareció la abuela Coca y sin saberlo o percibirla, se colocó un paso delante de la tía Irma. Me vio mirando a la esquina detenidamente, como si estuviera recordando.

“Ese era el rincón de Irma, ¿te acordás?”, me preguntó.

“Sí. Estoy seguro que ella está en alguna parte mirándonos”, le contesté, indirectamente.

La tía seguía en su rincón.Me pareció conveniente decirle a Titi, que

estaba en el living, lo que había sucedido. Lo llamé y vino. Pero no quería que la abuela se enterase de lo que le iba a contar, por temor a causarle una conmoción fuerte o tal vez por miedo a que no me creyera, así que comencé a hablarle susurrando muy suave y despacio:

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“Recién… estaba con Bauti… y en un rincón… la vi a...”, pero no pude terminar la frase porque me interrumpieron otros familiares que entraban y salían del cuarto para ver al bebé, y a Titi lo llamaron del cuarto de al lado.

Luego, me volví a quedar solo. Me recliné y me puse a mirar a Bautista acostado en la cama. De pronto, noté que la tía Irma estaba a mi lado, también en la misma posición que yo, admirando al nuevo bebé en silencio.

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El cuerpo es el vehículo y el alma, el conductor

Estaba en el living de la casa de la abuela Ana en Ciudad Evita. Ese día había una ceremonia. Creo que Titi se casaba. Bautista ya había nacido. Estábamos Titi, la abuela, el abuelo (aun no había muerto) y yo. Antes de la ceremonia, había que hacer una escapada al salón de fiestas a buscar algo. Yo estaba decidido a quedarme en la casa, pero la abuela me insistió en que los acompañara. Me trajo un saco de cuero claro y unos zapatos blancos gruesos para que me pusiera. Había que estar mínimamente presentable para entrar al salón de fiestas.

Bajamos a la calle con la abuela. Subidos al auto nos esperaban Titi y el abuelo. Titi se había conseguido un Falcon viejo un poco hecho mierda pero que andaba. Para mi sorpresa, el abuelo iba sentado al volante y Titi en el asiento del acompañante. Le dije a Titi que manejara él, que no creía que el abuelo estuviera en condiciones de hacerlo. Él dijo que no iba a haber problema, que era acá cerca y él iba a estar controlándolo.

Al subir al auto, me senté detrás de Titi y noté que tenía su asiento muy reclinado hacia atrás; supuse que ahí iría Bautista.

Cuando arrancó el coche, vi que el abuelo manejaba sin problemas, pero cuando llegó al semáforo de la avenida, me tensioné; no creí que iba a frenar. De hecho, no frenó; el semáforo estaba en rojo. Solo aminoró la marcha y fue metiendo la trompa del auto en el cruce y aprovechó a seguir cuando no venía ningún auto del otro lado.

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Así seguimos avanzando por el bulevar hasta llegar al siguiente cruce. Titi le indicó al abuelo que doblara a la izquierda, que al auto no le gustaba ir por la autopista (o no convenía por las condiciones en las que se encontraba).

Doblamos por un callejón al que daban los fondos de las casas. El pasto estaba alto, pero el camino existía. Hacía rato que nadie se metía por ahí. Al parecer, el abuelo solía usar ese camino, ya que lo conocía a la perfección. No se podía avanzar en línea recta, debido a las condiciones del terreno. Había que ir doblando y subiendo montículos de tierra, yendo de un costado al otro, esquivando piedras enormes que habían sido escombros ahora tragados por la vegetación.

En una de esas, apareció una piedra gigante y el abuelo siguió derecho, atravesándola sin disminuir la velocidad. El auto se montó a esa gran piedra, no sin golpearla con un fuerte ruido metálico que retumbó a nuestros pies. Luego, dobló a la izquierda, ya que el terreno comenzaba a elevarse por ese costado y por ahí seguía el camino. A la mitad del callejón surgía un pozo donde los vecinos tiraban la basura. El abuelo tomó ese camino sin dudarlo. Se notaba que ya había venido por acá. Al subir por la rampa de tierra, uno de los faroles delanteros tocó y se reventó. El auto siguió andando como si nada. Se iba destruyendo de a poco debido al pésimo estado de ese camino y del auto en general. Supuse que a Titi no le molestaba, ya que eran varias las reparaciones que tenía que hacerle al auto y una más no era nada.

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Al llegar, el abuelo bajó y vio cómo había quedado el auto, y exclamó: “Al menos fue divertido venir hasta acá”.

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Nuestra generación

Tormenta

Kun y yo estábamos andando por unas calles céntricas. Cruzábamos 9 de julio e Independencia cuando de pronto comienza a llover y en pocos segundos se desata una tormenta eléctrica. Comienzan a escucharse truenos fortísimos, y el cielo, ya oscurecido, comienza a iluminarse súbitamente. Estamos en medio de una de las plazoletas de 9 de julio junto a un montón de gente, refugiados de la lluvia debajo de un gran ombú.

De pronto, comenzamos a oír gritos desesperados desde la vereda de enfrente. El dolor que emana de aquella voz nos estremece a todos y antes de que podamos reaccionar, notamos que viene de un señor de traje y portafolios, al que le acaba de caer un rayo a menos de un metro y está sufriendo de un ataque al corazón. Grita desbocado, de susto y de dolor. La gente alrededor se apura a socorrerlo, pero el shock del rayo que acaba de caer a pocos metros es más fuerte que el instinto de socorrer al herido.

La noticia del rayo se expande con rapidez, y se potencia con la creciente ferocidad de la tormenta. Casi parece que no cae agua, solo se percibe el viento, los rayos que iluminan el cielo y los truenos que desatan el pánico general.

Un rayo cae muy cerca del ombú donde estamos nosotros y el grupo de gente guarecida huye de allí, percibiendo que no es un sitio seguro. Kun

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sale corriendo sin pensarlo, y cruza la calle sin mirar los autos que circulan en la misma situación de pánico. En el caos, salió corriendo tomada de la mano con una chica que también tenía miedo. Voy a buscarla. Cuando la alcanzo, se me ocurre que podemos ir a refugiarnos al subte, ya que ahí estamos a salvo de los rayos. Vamos los tres a la boca del subte, pero nos encontramos con que cerraron la entrada con rejas. Yo les insisto que no importa y salto hacia las escaleras. Ellas me siguen.

Adentro, los pasillos están iluminados con tubos de luz de emergencia. Nos encontramos con que varias personas también bajaron buscando refugio. La mayoría tiene una expresión desconsolada en los rostros y trata de contenerse mutuamente en silencio. Nos dirigimos al andén y nos acercamos a una ventanilla. A un costado, hay una puerta abierta; es una oficina de empleados. Una trabajadora del subte nos deja pasar dentro para sacarnos del estado de shock. Nos ofrece asiento y algo de beber. A mí me convida una coca cola, pero prefiero agua de un vaso que tengo en la mano.

Para sacarnos motivo de conversación, la trabajadora del subte nos pregunta de quién fue la idea de bajar al subte. Le contesto que fue mía y le relato brevemente cómo vivimos lo ocurrido allá arriba.

Al rato, llega un empleado de más alto rango que la mujer con la que charlamos y nos informa que la tormenta ya pasó y que la electricidad en el subte pronto será restablecida.

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Nuestra generación

Con el correr de los años, nos fuimos haciendo conocidos e instaurándonos como figuras que cumplimos un papel crucial en aquella época que ya es parte del pasado de todos. La gente nos conocía y nos respetaba y hasta teníamos un lugar de autoridad moral y espiritual en algún sector de la sociedad, donde nuestra opinión era tomada en cuenta y la memoria de todo lo que habíamos vivido se atesoraba en sus corazones, por nuestro sacrificio, que nos había surgido de manera espontánea, pero que para entonces había sido crucial. Por eso nosotros éramos quiénes éramos.

La muerte

Pero así como estaban quienes nos apreciaban y reverenciaban, también ocurrió que un día, cuando iba en auto con uno de mis amigos –uno de ellos a quienes la sociedad nos consideraba una referencia–, al frenar en un semáforo, un desconocido apareció caminando muy tranquilamente por la senda peatonal, y cuando estuvo frente al nuestro auto, sacó un arma y le pegó un tiro a mi amigo. En un instante, pude ver la cara de furia y premeditación del atacante. Luego, se desvaneció.

El tiro fue certero. Le dio en el cuello, a la izquierda de la nuez de adán. Podía ver una marca roja redonda que no sangraba, pero que había sido letal. En lugar de desesperarse y sucumbir al miedo y al dolor, él se mantuvo muy calmo en su asiento de conductor y puso el auto en marcha.

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Manejamos directo para el hospital. Por momentos, el que desesperaba era yo, porque veía que nos atorábamos en el tránsito mientras que él agonizaba. No le caía una gota de sangre a pesar del disparo. Parecía que todo estaba sucediendo dentro de su cuerpo.

Él me decía: “No te desesperes, ¿qué te pasa? Si nos desesperamos, va a ser peor; si ahora mismo choco, nunca vamos a llegar al hospital”. Era muy conciente de lo que le estaba ocurriendo y no quería perderse en el miedo.

Pero tampoco había tiempo que perder. En la entrada del estacionamiento frente al hospital había una larga cola para ingresar. Así que se mandó por la rampa de salida tocando bocina y haciendo luces. Pasamos uno o dos que venían de frente y por fin pudimos dejar el auto y entrar al hospital.

Allí fue atendido de inmediato, pero en el fondo, los dos sabíamos que no tenía muchas chances de sobrevivir. Él tenía un pedazo de metal dentro de su cuerpo y eso no era bueno. Le dieron un poco de medicina para el dolor, aunque esto no era del todo necesario, y decidimos marcharnos de allí para que no pasara sus últimas horas en el hospital.

Nos fuimos a su casa, no lejos de allí. Con la ayuda de otro amigo que estaba allí, lo acostamos en su cama, aunque él quiso permanecer sentado. Fue entonces que comenzó a sentir los primeros síntomas de la muerte y nos lo comunicó. Su voz se quebró y por primera vez se lamentó de tener que morir. Nos pidió a sus dos amigos presentes que lo acompañáramos en este momento tan

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importante. Nos acercamos a él y le dimos la mano.

“Yo quería seguir viviendo”, dijo con voz quebrada, y supimos que esa era una de las maneras de despedirse de la vida. Estaba procesando todos los anhelos de vivir un futuro y descartándolos para morir liviano.

Luego, comenzó a retorcerse. El dolor era intenso y su mirada ya estaba posada en el más allá, vislumbrando las puertas del otro reino. Cuando murió, soltamos sus manos y nos paramos de la cama. Yo fui hasta la biblioteca a buscar el Libro Tibetano de los Muertos para leérselo. Pero no lo encontré entre todos los libros que eran la esencia de nuestro aprendizaje espiritual.

Salí de la habitación a un pequeño hall que comunicaba con otras puertas de la casa. Di un paso hacia una de esas puertas y súbitamente se abrió hacia mí, liberando una corriente de aire que atravesaba. De inmediato, sentí que el espíritu de mi amigo ya estaba encaminado.

Crucé la puerta y lo vi venir al abuelo Osvaldo. También, rápidamente pensé que, por algún motivo, yo había cruzado al mundo espiritual. El abuelo estaba enojado y me hablaba con quejas y reproches. Al principio, fue tan súbito el cambio entre los dos mundos que me quedé sin palabras. Él me hablaba y yo vacilaba en responderle. Me costaba hacer salir las palabras. Mi boca estaba como adormecida. Como pude, juntando coraje y claridad, le respondí a lo que me decía. Él se quejaba de que en ese lugar donde se encontraba tenía mucho frío, todo el tiempo tenía frío y por eso no le gustaba y no podría atravesar al siguiente

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estadio. Cuando se me desentumeció la boca, le hablé. Le dije que no podía ser que estuviera atrapado ahí porque simplemente tenía frío. Le hice prometerme que ya no se quejara más y que no tuviera más frío, que siguiera avanzando para no estancarse entre ese pasaje denso y finalmente ir donde debía ir.

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Preparado para morir

Sentía un gran malestar en todo el cuerpo, una sensación extraña pero no tanto de enfermedad; tenía la mitad de la cara y un brazo dormidos. Caminaba por el living de casa dando vueltas sin rumbo. Decidí acostarme en la cama. Las sábanas estaban tendidas. Me acosté boca arriba y pensé que el malestar pronto pasaría, ya dejaría de sentirlo, como había ocurrido tantas otras veces. Con esa idea, tuve otra visión de lo que me ocurría, entré en conciencia de una nueva situación. Mi corazón comenzó a latir con fuerza y en un segundo, fue todo lo que escuchaba. Una sensación de fin invadió mi ser. No obstante, permanecí tranquilo. Entonces, así sería. Así sería mi muerte. Bueno, pensé, estaba preparado. Aquí me tenía. Frente a frente. Empecé a caer en ella y un manto negro como la noche eterna me envolvió para desaparecer.

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Enseñanza

Fui a ver a la abuela Ana. Quería que le cambiara la cerradura de la puerta de la reja de calle. Desde que el abuelo había muerto, quiso hacer algunos cambios en la casa. Mientras desarmaba la cerradura, pensaba que en cada rincón perdido de la casa, podía haber algún secreto de quien la había habitado, en este caso, del abuelo. Y más en su caso que había levantado él mismo toda la casa de cero. Me imaginaba que cuando terminara de desarmar la cerradura, aparecería un papelito con alguna anotación suya. Después entendí que tal vez no sería algo tan físico o palpable, sino más bien energético. O sea, que mientras desarmaba la cerradura, estaba deshaciendo o liberando una energía que él había dejado allí al colocarla. Y así con toda la casa.

Cuando terminé con esa tarea, subí al living. Ahí había que hacer algunos otros arreglos. Arriba, me volví a encontrar con el espíritu del abuelo. Parecía que no quisiera abandonar la casa en la que había vivido sus últimos 35 años. Quería cambiar una bombita o el circuito eléctrico de la lámpara del techo. Se había subido a unas sillas y se estiraba para alcanzar la lámpara. Pero no llegaba. Miré su contextura física. Tenía unos pantalones ajustados que dejaban ver el estado de su cuerpo. Sus piernas eran flacas pero estaban tonificadas. Tenía tejido muscular más allá de solo huesos, como en el último tiempo. Pero sus movimientos eran lentos, como cuando todavía se podía subir a una escalera. Había dispuesto

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varias sillas para caminar y pasar de una a otra como un andamio. En ese momento, me cuestioné por qué seguía acá el abuelo, por qué seguía volviendo a mezclarse con los que habitamos la materia, si él ya no poseía un cuerpo físico que lo anclara a nuestro plano. Por qué es que seguía manifestándose si ya estaba muerto. Se me ocurrió que su impedimento a liberarse residía en que él había creído demasiado en la materia como para poder sentirse a gusto en el mundo espiritual. Había negado la existencia de todo lo que no podía ser percibido con los sentidos y la mente. Y ahora que tenía que transitar otros planos, le costaba adaptarse, y por lo tanto, seguía volviendo a su casa, a su lugar conocido, donde había depositado tanta energía vital. Se me ocurrió que le pasaba lo mismo que a los que buscan la inmortalidad en vida, la permanencia en este mundo indefinidamente y los que quieren dejar algo para cuando ya no estén. Lo único que pueden dejar es su espíritu encadenado a la materia y a la falsa conciencia que produce el apego. Gracias, abuelo, por esta enseñanza.

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Palacio Marciano/ Clínica de almas

Tuve una visión de la casa de mi abuelo como un palacio que él había construido con sus propias manos, mezcla de un estilo greco-musulmán, ruso y algo muy propio de él (ítalo-Maciano). Con los años, había terminado edificando la totalidad de la superficie de su terreno, avanzando con lo que había sido baldío y espacios verdes, sumando habitación por habitación, con las más variadas formas arquitectónicas. El centro de la casa estaba coronado por una cúpula, un domo blanco de cemento de por lo menos cinco metro de diámetro. A sus costados, se levantaban dos torres muy distintas. Una cilíndrica, alta y delgada, y otra más bien cuadrada y baja. No eran simétricas ni estaban dispuestas en composición. Como toda la construcción de su casa, que contaba con dos o tres plantas, de distintas alturas y en distintos niveles, estas dos torres habían sido erigidas al capricho del correr de los años. A pesar de esto, la casa en su conjunto no dejaba de ser armónica.

Parado en la calle lateral de tierra, trataba de captar una buena foto de la casa con el celular desde aquel ángulo oblicuo, para que se pudieran apreciar todos los recovecos se saltaban a la vista, pero la tarea se me dificultaba. A medida que iba cambiando de posición –con la mirada incrustada siempre dentro de la pantalla del celular–, la morfología de la casa iba cambiando con la foto, como si la luz que captaba la cámara y mi desplazamiento sobre la calle hicieran que toda la casa se corriera y se modificara a medida que yo me movía.

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En un principio, la casa estaba emplazada en la esquina, pero cuando me corrí unos pasos a la izquierda, noté que la casa también se desplazaba unos lotes hacia el centro de la cuadra, dejando el espacio de la esquina a otra edificación que había surgido en ese momento.

Allí aparece mi abuelo, el responsable de la citada construcción tan original. Al vernos, –conmigo estaba Nacho, que también estaba avocado a la difícil tarea de sacar una buena foto de la casa–, nos mira con cara de extrañado, con lo que nos surge el impulso de explicarle que queríamos retratar fielmente cómo veíamos nosotros la construcción de su hogar, que jamás se había detenido durante 35 años.

“Abuelo”, le decíamos, “tu casa parece un palacio... el Palacio Marciano”.

Más adelante, entramos a la casa junto a mi abuela. Ahora estoy filmando con el celular planos interiores. En la cocina, veo a mi abuelo, pero en el momento en que la filmación pasa por donde él está, noto que la cámara no lo capta. Sé que él es una presencia espiritual y que por eso, no sale proyectado sobre la pantalla del celular. Pero también puede deberse a que estoy filmando en baja resolución. Cambio el display de la cámara a la máxima resolución. De este modo, tengo solo algunos pocos segundos para filmar antes que se agote la memoria y se consuma la batería del celular.

Mi abuela mira con desconfianza india mi accionar. No me dice nada, pero lo que estoy haciendo no le gusta. Tampoco entiende. Para

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decirme algo, me manda a que vea a un médico para chequear mi estado de salud, sabiendo que estuve engripado unos días atrás.

Voy caminando desde su casa a la clínica de salud que queda en la esquina, sin atravesar puertas ni salir fuera.

Me paro a la izquierda del escritorio de recepción, una semicircunferencia desde donde atiende una secretaria. Miro y también filmo con el celular. Se acerca una enfermera y pasa el informe de un paciente a la secretaria. Habla, y su voz es distante e ida, sin emoción, como si estuviera reproduciendo un mensaje de alguien más. No recuerdo sus palabras, pero siento que está hablando por boca de mi abuelo. Tengo esa sensación, pero nada parece confirmármelo.

La enfermera sale de su lapsus cuando la secretaria le pregunta de qué paciente se trataba. La enfermera vuelve su mirada desde la lejanía y una vez en sí, baja los ojos hasta el papel que tiene entre los dedos.

“El señor Johnson”, dice y una sonrisa se dibuja en su rostro una vez que la canalización hubo concluido.

El señor Johnson aparece a la izquierda de la enfermera (a mi derecha), acompañado por una persona que le sostiene el brazo. La secretaria, muy alegre, le dice al verlo:

“¡No se muera nunca más!”, que es como un saludo de bienvenida en esta clínica, que al parecer, tratan solo a personas mayores que acaban de morirse. Yo volteo para ver al señor Johnson. Es un viejo simpático, un tanto rosado, de unos 70 años de apariencia, que sonríe ante el

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saludo de bienvenida, que también es una especie de cumplido que es una manera de decir “¡Qué joven que se lo ve!”

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Una nueva divinidad

Una imagen: Buda Gautama y Ganesh se fusionaron formando una nueva divinidad de ocho brazos, tres cabezas de elefante, sentado sobre su redonda y abultada panza.

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Encuentro conmigo

Me hallaba en plena corrida por los pasillos del edificio. Bajé casi volando por la escalera. No recuerdo cual era mi prisa: si estaba apurándome para no llegar tarde a alguna clase o si estaba corriendo, escapándome de algo. Bajo el brazo derecho sostenía un cúmulo de papeles y carpetas, y con la mano izquierda, sostenía el sombrero marrón que llevaba puesto, para que no se volara.

Al llegar a la planta baja, que correspondía con las aulas de primaria, particularmente de primer grado, me topé con los niños de seis años que correteaban alrededor de su maestra tan querida. Un niño entre todos me llamó la atención. Por alguna razón había clavado mi vista en él. Al mirarlo detenidamente, noté que había algo muy familiar, cuando me di cuenta que ese niño era yo a los seis años. Me acerqué para hablarle. Me arrodillé para ponerme a su altura y le dije:

“¿Querés que te cuente un cuento?”. En seguida, el niño hizo un familiar gesto con

las cejas, diciendo que sí.

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Al piano

Me veía a mí mismo de espalda, los hombros, la nuca, el pelo, sentado al piano, como una imagen del pasado, como un video vivo, interpretando alguna canción con maestría. Me acerqué a mí y vi mis manos ejecutando la música, los dedos sobre las teclas arrancando la melodía con una precisión que no poseo. Calculaba que mi mirada no se posaba sobre las teclas, ya que tocaba tan bien que no era necesario ver para saber dónde estaban los sonidos. Recorría los graves y los agudos, el teclado de arriba y el de abajo del piano hammond, como un perfecto maestro. Pensaba que había perdido esa habilidad por la falta de práctica y dedicación.

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No sé quién es el tonto en el espejo

Estoy en un restauran, tomando la merienda con Kun y su mamá. Me excuso y voy al baño. Me coloco frente a los lavamanos y cuando alzo la mirada para verme en el espejo, noto que no soy yo.

Al principio, me cuesta reconocerme, pero pronto comienzo a distinguir los rasgos del rostro de una persona muy diferente a mí: es pelado y el poco pelo que tiene es blanco; su piel es blanquísima, como si se tratase de un albino, y sus ojos, celestes. Tiene alrededor de cuarenta años y algunas manchas en la piel.

Al verlo, me asusto un poco porque pienso que ese soy yo, o en lo que yo me convertí. Pero al girar la cabeza hacia la derecha, a diecisiete metros de distancia, en un espejo en la otra punta del baño, encuentro mi correspondiente imagen reflejada, con un gesto de espanto en la cara. De a poco el reflejo del gesto de mi rostro se va relajando al saber que yo soy yo, y tranquilo camino alejándome del espanto.

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Lucidez

Me hallo en un pueblo pintoresco, con calles adoquinadas, sin época. Mientras camino sin rumbo alguno, noto que en el cielo se está desatando una tormenta furiosa de nubes negras, muy bajas. Están casi a la altura del único edificio alto del pueblo, de tres pisos. Se puede ver su consistencia gaseosa y la carga eléctrica que posee, sus rayos a punto de descargar. Esta es una tormenta focalizada. Su influencia debe ser de no más de una o dos manzanas cuando mucho, pero es en extremo poderosa.

Noto que está pasando justo encima de mí, cuando comienza a soplar un viento furioso que se torna imparable. Mis pelos vuelan, luego mis brazos. Rápidamente, adopto una posición oblicua con el cuerpo para intentar alejarme, pero resulta casi imposible. No puedo dar un solo paso. Un momento después, me elevo en el aire unos dos metros, pero me mantengo cerca de la tierra, atado por alguna fuerza, quizá la voluntad, que, contrapuesta a la fuerza de la tormenta, me hacen volar como un barrilete atado. No quiero ser arrojado por los aires, ya que imagino una caída dolorosa.

Cuando se calma un poco la tormenta, camino alejándome de esas calles. Subo por una colina donde se halla la casa de la abuela Coca, una gran mansión que se eleva soberbiamente por sobre el pueblo. Desde allí dentro, a través de un gran ventanal de vidrio, puedo observar la tormenta desde afuera, a salvo. Es impresionante cómo

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aquella nube negra cubre tan solo una manzana del pueblo, dejando liberado el resto con buen tiempo y algo de sol.

Como la mansion es inmensa y bastante amena, decido instalarme allí, sin inconvenientes. De pronto, mientras paseo por un living, entro en conciencia de que no solo estoy en un sueño, sino que poseo plena memoria de todo lo que me ocurrió. Estoy tan lúcido como si estuviera despierto. Sorprendido por este hallazgo, me concentro en los hechos fantásticos que me acaban de ocurrir y hago memoria de todo lo que me sucedió. En un recuento, puedo palpar todos los sucesos que experimenté, intentando fijarlos en mi memoria para tenerlos frescos al momento de despertar.

Luego, me acuesto a dormir en un colchón en el suelo del living. Me despierto al oir a algunas personas entrando. Se trata de unas primas mías, de unos treinta y cinco años, que están de visita. Están preparando unos mates y se sientan conmigo en la cama, al tiempo que me incorporo e intercambio algunas palabras con ellas.

Lo que me sorprende son los sueños que tuve al acostarme, y algo de ellos retengo en mi memoria. En uno, hacía un viaje a Brasil a través de una cinta que se desplazaba y simbolizaba una ruta. A los costados, estrellas de cine y televisión anunciaban las diferentes paradas como si se trataran de estaciones de subte, los distintos destinos turísticos a visitar, haciendo promociones de ellos y tentando a los viajantes a que los conozcan. Al final de la cinta, me bajé en un pueblo. Hice una visita a un baño público. No

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había nadie más que yo. Pero una vez adentro, me di cuenta que estaba buscando una farmacia para comprar medicamentos y no un baño.

Al final de esos sueños, me veía sentado frente al escritorio de un psicólogo que escuchaba la narración de mis sueños. Asentía con la cabeza sin emitir juicio.

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Despierto en una guerra

Estoy en la facultad, en medio de un shopping. Voy buscando gente, pero me encuentro con que en los baños no hay nadie, los están limpiando. Salgo y me doy cuenta de que estoy soñando, pero que me tengo que mover con cuidado y rapidez para poder manejar con habilidad este mundo antes que la burbuja se reviente. Para comprobar esto, salto por la baranda del segundo piso del shopping y caigo al suelo y me tiro cuerpo a tierra. Caigo en medio de la calle. Miro para atrás. Hay un grupo de militares custodiando aquella dirección. Sin mirar demasiado para atrás, avanzo. Pasan aviones y tanques, además de autos y colectivos. Estamos en guerra. Pasa un colectivo que se mete por una zona de bombardeo. Me imagino que en el interior del colectivo todos están rezando por que no caiga ninguna bomba sobre ellos, y entonces percibo la crueldad de la guerra. El chofer del bondi hace una maniobra excelente para no chocar contra un tractor y se mete en el gran edificio del shopping. Yo hago lo mismo, me dirijo al estacionamiento y salgo de la zona de bombardeo.

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La ola

Estábamos caminando por un pasillo cuando nos advierten que ya venía la tormenta. Estaba muy cerca. Todos nos alarmamos, sobre todo yo porque sabía que no era solo una tormenta, por fuerte que sea, sino que lo que se avecinaba era una ola de treinta metros de altura que iba a golpear y a cubrir todo bajo el agua.

Rápidamente, nos advierten que debemos poner las manos contra la pared, como si nos estuviera palpando la policía, de espaldas a donde provendría la ola. Esta era una técnica de posición emergencia para minimizar el impacto sobre nuestros cuerpos.

Al mirar la pared blanca de aquel pasillo, entré en un estado de conciencia lúcida, lucidísima, que me sorprendió por su naturaleza. En ese instante, pude percibir de manera conciente las rugosidades de la pared, los pequeños puntos que brillaban y resaltaban del blanco, mis manos apoyadas. Un instante después, cayó la ola. El agua comenzó a brotar a poderosos chorros a través de las ventanas y no tardó en inundar el pasillo.

Cuando la ola se replegó, había arrasado con todo y en su retirada había dejado una inundación. El agua sobrepasaba las rodillas. Muchos y variados objetos se hallaban bajo aquellas aguas. Al caminar, me iba topando con estos y los sacaba fuera del agua para ver de qué se trataba: un piano, una mesa, un velador, etc.

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Volar VI

Me encuentro en un barco enorme cuya estructura se asemeja a la de un edificio, todo blanco y cuadrado, que viaja a la deriva por el mar abierto. Me encuentro solo en este gigantesco crucero tan particular, hecho no de madera, sino de piedra blanca y reluciente. Súbitamente, la blancura de la piedra de las paredes me hace entrar en conciencia de que estoy soñando. Algo en el brillo del sol golpeando contra el granito trasparente del que está constituido este edificio o barco me hace reaccionar de golpe. Automáticamente, decido tomar las riendas del sueño. Lo primero que pienso es que ahora que estoy soñando y sé que todo es un sueño, puedo hacer lo que quiera. Puedo ir a donde quiera y ver a las personas que quiera.

Mi primer impulso es salir corriendo a una velocidad mayor que la normal por los pasillos de ese edificio/barco a buscar a alguien con quien experimentar este estado de conciencia lúcida en el sueño. Corro, y en lugar de correr, los pasillos parecen quedar detrás, yo solo avanzo con los ojos y mi cuerpo permanece quieto, mientras que el mundo es el que se mueve. Pero todavía no consigo encontrarme con nadie. Giro hacia la derecha, corro hasta el final, doblo a la izquierda, veo una abertura que conduce a un patio. Allí afuera, tampoco veo persona alguna. Eso me desconcierta un poco porque mi primer impulso de conciencia lúcida en el sueño no se cumple. Me encuentro solo en este enorme edificio/

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barco de granito blanco brillante y nadie aparece a mi llamado, nadie con quien compartir esta experiencia potencialmente mística.

Olvido mi primera intención y ahora me propongo algo más osado. Pienso nuevamente qué es lo que me gustaría hacer en este estado especial de conciencia y lo primero que se me ocurre es: volar. Sí. Volar, y controlar el vuelo; es una causa antiquísima que quiero experimentar. Tal vez si logro salir volando de este edificio/barco, pueda encontrar algún panorama más prometedor. Antes de comenzar a distraerme con cualquier cosa y perder el estado de lucidez, emprendo el vuelo.

En el patio, un cuadrado blanco de baldosas con una pared de cuatro metros que impide ver hacia afuera, comienzo a agitar las alas/manos y me elevo algunos metros. Es difícil; estoy un poco oxidado y me desestabilizo con facilidad. Intento elevarme, mantenerme en el aire. Este acto parece requerir mucha energía y atención. Ahora, todo mi ser está concentrado en intentar trepar esos cuantos metros de aire y llevar a traspasar la medianera blanca de este barco/edificio.

Con el máximo esfuerzo que requiere este acto, logro llegar hasta el borde de la pared. Una vez cerca, me tomo de los ladrillos de la medianera con las manos e impulso todo mi cuerpo hacia arriba con la motricidad de mis brazos. Mi cabeza logra sobreponerse a esa pared que parecía infranqueable y ya puedo ver hacia fuera. Miro hacia abajo. Noto que lo que creía que era un barco/edificio navegando por medio del mar donde solo se veían kilómetros de cielo celeste, no

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es tal. El lugar donde me encuentro es solamente un edificio común y corriente y lo que creía que era el mar, es simplemente la ciudad. Hacia abajo, distingo una calle transitada de autos, algunos escasos árboles entre los semáforos de la esquina y esporádicos peatones deambulando en una zona céntrica.

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La red real

La realidad física estaba compuesta por una serie de redes verticales que se estiraban y se tocaban una con otra. Eran invisibles pero concentrándose, se podían ver. Y también se podía viajar a través de ellas.

Mientras habitabas la red, convivías con la realidad ordinaria. Las personas que te rodeaban no podían verla, pero uno sí podía apreciar el entramado invisible que conectaba todo y a todos.

Estoy dando vueltas por el aire, viajando por la red mirado todo desde otra perspectiva, cuando veo un auto con cuatro pasajeros adentro. En seguida noto que son seres de la red. El auto viene viajando por la red y se detiene en el parque donde me encuentro, justo delante de mí. Se bajan las cuatro personas y yo las saludo con una reverencia a cada uno. Uno de ellos me explica el uso de la red. Para mí es como una revelación, pero no todo es estar conectado y viajar por el aire.

También existe “el mal”, que es como se llama al desequilibrio que producen algunas personas con sus actos y que luego la red reabsorbe de otra manera para restablecer el equilibrio. La red absorbe todo, pero últimamente están estirando demasiado de ella y el desequilibrio es cada vez mayor.

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Instrucciones de los sueños

Nos habíamos reunidos en un sótano después de un concierto. De pronto, entre los presentes, empecé a ver caras conocidas, caras que no veía hacía muchos años. Entre ellas, estaba María, una novia mía de la secundaria, y su hermana melliza, Victoria. También, otros que no recuerdo. En ese momento recordé que había soñado que me daban instrucciones de encontrarme con estas personas, para que nos conociéramos entre todos, pero solo era necesario que determinadas personas se conocieran entre sí. Por ejemplo, María tenía que conocerse con Kun, y el hecho de que había sido novia mía en la secundaria era solo un vehículo para un fin mayor, para ese encuentro, que tenía sus propios objetivos. Nos sentamos en ronda y cada uno comenzó a narrar el sueño que había tenido con sus respectivas instrucciones.

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Dejamos

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Índice

Instrucciones de los sueños ................................9Ascensor III ....................................................15Inconveniente ..................................................16Pueblo extraño .................................................17Mago y Mundano en el subte ..........................19Cómo es recibir amor ......................................22Kiosko y Abuela Ana .......................................25Camping ...........................................................27En un playa de Uruguay ..................................29Tienda de los recuerdos ...................................31Interrogatorio/entrevista .................................32Hipermercado hippie …………………………………33Quilombero de pueblo ……………………………….36Sueño con un ángel .........................................38Recuerdos de León Gieco ................................39Un museo de curiosidades ...............................40Guitarras y noche ............................................41Confusión con mujer .......................................42En el auto de papá ...........................................43Juego de realidad virtual .................................45Experiencia de escritura colectiva ..................47Problemas de la memoria ................................50Mi casa y sus pasadizos ...................................52Libro película o realidad ..................................53Rodaje ..............................................................54“El vengador villero” .......................................55“El escritor de San Patricio” ............................56“Rebelión de esclavos” ....................................57“Ástor” .............................................................58“2012” ..............................................................61“Dos rusos” ......................................................63“El intruso” .......................................................67La obra de teatro de mi vida .............................68

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Ascensor I .........................................................70De visita en una chacra ....................................71Tren habitado ....................................................72La depresiva y los ocupas .................................73Profesor soberbia ..............................................74El vino es solo un pasaporte .............................75Kermés pirotécnica …………………………………….77Viaje a través de la escalera …………………………78Rita la oscura .....................................................82Transfusión .......................................................83Traición .............................................................84El gen del perseguido ........................................86El abusador ........................................................89Corrida ..............................................................92Continuidad ......................................................93En la laguna .......................................................94Cruzando de orilla en lancha ............................95Secuencioso en el aeropuerto ...........................96Sin darme cuenta en EEUU ...............................98Emboscada laboral ............................................99Barco bondi 93 .................................................101Poliladrones nos disparan ...............................102En un campamento militar .............................103Tiroteo .............................................................105Policía negro ....................................................106Vagón equivocado ...........................................108Nave espacial de LSD ......................................109La película de Matías .......................................110Floripondio soñadora ......................................114Otras flores ponderadas …………………………….115La canción del floripondio …………………………116Dientes de la planta ........................................117Planta alucinógena ..........................................118Disculpas a mamá ...........................................120Perpetuar la vida .............................................121

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Ascensor V ......................................................122Caverna mágica ...............................................123El desierto, la tortuga y el perro gigantes........125Poder África ....................................................127La matanza del canguro ..................................128Islas Maldivas ..................................................131Linyera muerto ...............................................132Mochileros .......................................................133Bosque dentro de un bosque ...........................134Laberinto .........................................................135La zona..............................................................137Árbol nodriza ...................................................140Heliocentrismo …………………………………………143Un paisaje de montaña irreal, fantástico ........144En el interior de una montaña ........................145Cocodrilos ........................................................146Fotos en movimiento .......................................147Regresión en la granja .....................................148Día de examen .................................................150Falta un examen ..............................................151Estudios anulados ............................................152Último examen de la secundaria .....................153Chape profesor ................................................155Las escondidas mortales ..................................156MaleQ vuela la biblioteca ................................158Un acto de secundaria .....................................159Acto Nazi .........................................................160La muerte del padre de MaleQ ........................163Reencuentro en Miami ....................................164Ascensor II ......................................................166Barco sobre rieles ............................................167La grieta del tiempo .........................................169La distorsión de la memoria ............................171El abuelo político .............................................173

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Mellizas fantasmas ..........................................174Lulu extrasensorial ..........................................177Osito ................................................................178Terrenos del abosval ........................................180Fantasma de la tía ............................................181Progresión ........................................................182Bauti y la tía Irma ............................................184El cuerpo es el vehículo y el alma, el conductor .....................................................186Nuestra generación .........................................189Preparado para morir ......................................195Enseñanza ........................................................196Palacio Marciano/ Clínica de almas.................198Una nueva divinidad .......................................202Encuentro conmigo .........................................203Al piano ...........................................................204No sé quién es el tonto en el espejo ……………205Lucidez ............................................................206Despierto en una guerra .................................209La ola ...............................................................210Volar VI ...........................................................211La red real ........................................................214Instrucciones de los sueños..............................215

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“Yo nunca entiendo el despertarTe llevas el néctar”

L.A.S.

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Impreso en El Vacío DhármicoOtoño/Invierno/Primavera /

Verano 20151ra edición

200 ejemplares