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NOTAS SOBRE EL DERECHO CONSUETUDINARIO DE LA PROPIEDAD EN EL RIF CONFERENCIA PRONUNCIADA EN LA ACADEMIA M atritense del Notariado EL DÍA 15 DE MARZO DE 1948

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NOTAS SOBRE EL DERECHO CONSUETUDINARIO DE LA

PROPIEDAD EN EL RIF

CONFERENCIA

PRONUNCIADA EN LA ACADEMIA

M a t r i t e n s e d e l N o t a r i a d o

EL DÍA 15 DE MARZO DE 1948

NOTAS SOBRE EL DERECHO CONSUETUDINARIO DE LA PROPIEDAD EN EL RIF

A la m em pria de S i el I ia ch Abd E l K rim X auni, m usu lm án de extraordinaria cultura y am i­go querido.

Suele ser considerado el territorio rifeño como cosa áspera y salvaje ; frecuente es la afirmación de que en él no ha exis­tido regla jurídica estimable sino en lo que se refiere al De­recho penal. No es exacto. Precisamente allí es donde se han impuesto los castigos más bárbaros que ningún hombre culto puede admitir sin repugnancia.

Para comprensión de lo más interesante resultan necesa­rias algunas explicaciones preparatorias.

I

GENERALIDADES

¿Qué es el R i f?— Tierra misteriosa fue siempre la región rifeña hasta que España la ha mostrado a la faz del mundo en una gesta inmortal y gloriosa no bien apreciada todavía. Terra incognita la llaman los historiadores romnos, y no ha mucho tiempo escribió un tratadista extranjero no ser conocida de ella sino «su costa semicircular y las desembocaduras de sus ríos». Ni las supuestas etimologías de su nombre, ni la clasificación

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geológica de sus terrenos, ni la Historia, ni las opuestas mani­festaciones que se oyen a los naturales del país dan mucha luz sobre el asunto. No obstante, denuncia todo allá un grupo ét­nico dentro del tronco bereber ; pero, como rama aparte que lleva una señal distintiva, ostensible y hondamente fijada : el idioma.

Quien tenga costumbre de ver moros, si al recorrer Ma­rruecos tropieza con indígenas de varia procedencia, aunque 110 sea más que por los caracteres fisonómicos, conoce y dis­tingue siempre al rifeño. En el norte de Africa se hallan las; agrupaciones más densas de estas gentes, y en ese territorio se muestran como un grupo étnico que tiene su principal asiento entre el Mediterráneo, al Norte; el río Uarga, al Sur, y, no muy claros los límites, el Muluya, en la parte oriental y el Uringa, al Oeste. Admitámoslo mientras no se pruebe otra cosa-

E1 emplazamiento del Rif, aislado entre las montañas del Atlas y el mar, así como el incesante peligro de sus costas, paso obligado de diversos pueblos invasores, han sido causa de que esa región guarde, durante siglos y siglos, su vida ignorada y hermética. Aun las poderosas legiones romanas no hicieron sino establecer un cinturón de fortalezas en la ribera marítima. El carácter guerrero y dominador de los moradores se revela, en haber sido el Castillo de Hacher en Neser (Roca del Agui­la), hoy Alhucemas, la cuna y origen de las más grandes re­beldías en el Magreb y el refugio de caudillos que fundaron dinastías conquistadoras.

La población rifeña es un conjunto de tribus bereberes uni­das por un modo de ser y de vivir que las separa de otras. Su gobierno fué siempre insumiso a la autoridad del Majzen y su vida montaraz y campera; mas la unión entre las rifeñas tri­bus no se ha roto nunca del todo.

El idioma.— Elemento que ha influido notablemente en la vida aislada del R if fué su lenguaje. Es algo difícil que ha perdido los signos gráficos, y para enseñarlo se utilizan las le­tras latinas o arábigas; pero, aun así, hay algunos sonidos que- ni con unas ni con otras tienen representación adecuada y de viva voz se aprenden.

Este idioma— no un dialecto del árabe, puesto que se ha-

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biaba en el Rif con anterioridad a la invasión muslímica— ofrece esenciales variaciones de kábila a kábila y ha dejado su huella profunda en el romance castellano. Entre los nombres: de nuestros pueblos y los apellidos en España, hay muchos que no son sino palabras rifeñas íntegras o con alguna modifica­ción, solas o unidas a otras arábigas: Zamora (de zimora, las tierras); Guarroman (de uad er riimán, río de las granadas); Beniganin (de beni ganim, hijos de las cañas); Sobejano (de- asebjan, bueno); Almécija (de elamacij, el rifeño) ; Funes- (de ajanas, toro), y, sin variación, Arias (hombre); lo mismo- ha de encontrarse en nombres de plantas y usos agrarios. En rifeño es frecuentísimo permutar la r por la l, y acaso de esto­es supervivencia en tierras españolas esa costumbre de igual permutación por gentes iletradas, cuando dicen, v. gr. : orba­m i por albañil.

Quien más profundos estudios tiene realizados es el zema- cijz o lengua del Rif, también llamada chelha, ha sido Fr. Pe­dro Sarrionandía, misionero apostólico en Marruecos, español insigne, autor de una gramática rifeña no igualada siquiera: por otros libros extrnjeros que enseñan idiomas bereberes (1)..

La compenetración Ibero-Rifeña.— Equivocados están los que creen haber sido la dominación agarena en España sólo- un conjunto de grandes batallas gloriosas y un apartamiento constante de ambas razas. La guerra une como el mar, y esos siete siglos que duró la invasión tuvieron intervalos de rela­ciones pacíficas entre los combatientes. En los límites de am­bos Estados había una lucha menuda de ciudad a ciudad, de aldea con aldea, de familia y fam ilia; llenas están las cró­nicas locales de episodios que justifican este aserto. Aun des­pués de reconquistado un trozo del suelo nacional, allí queda­ban moros sometidos en convivencia con los vencedores. La li­teratura española muestra ejemplos de compenetración con mu­sulmanes, como aquel pasaje del Arcipreste de Hita, en el Li­bro del buen amor, donde Trotaconventos negocia con una mora que emplea en su conversación palabras, si no rifeñas, propias

(1) E l C ap itán don C ándido López C astillejo, po r desdicha perdido- p ara siem pre, ‘es au to r de profundos estudios inéditos sobre las indica­das m aterias ; y, en la actualidad, F r. E steban Ibáñez, de la Misiónr F ranciscana de T án g er, continúa con g ran fru to estas investigaciones.

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del norte de Africa, según los comentadores. Además, las rela­ciones de España con Marruecos no dejaron de ser repetidas. En el siglo xiii, el Rey San Fernando envió al Magreb doce mil hombres de su ejército para ayuda del emir Al Mamún contra los almohades, y allí permanecieron algunos años, to­mando muy activa parte en las revueltas de los moros. Por la misma época, San Francisco de Asís envió frailes de Italia, que en tierras marroquíes sufrieron el martirio, y fueron su­cedidos por religiosos españoles, quienes sirvieron de embaja­dores a nuestros reyes, fundaron iglesias y sufrieron horribles toturas. Hoy la Orden Franciscana, desde Tánger, extiende ha­cia el Rif su acción religiosa, y a uno de estos hermanos, ar­quitecto y artífice que proyectaba las construcciones y ponía en ellas su intervención manual con los obreros, le he visto edificar en Nador aquella iglesia, de perdurable memoria des­de que, en 1921, las kábilas se sublevaron.

También las mujeres españolas que lograron ser esposas de sultanes marroquíes, así como los renegados que describiera Cervantes— y aun los hay sobre tierras del Rif— , fueron una poderosa fuerza para sostener nuestra influencia en Africa y para hacer menos angustiosa la situación de numerosos cauti­vos en las ciudades y en los campos morunos (2).

El régimen de patriarcado.— Aquellas familias del Géne­sis que se trasladaban de un país a otro, como la del Patriarca Abraham llevando consigo a Sara, su mujer, y a Lot, hijo de su hermano, con cuanta hacienda y familia tuvieron ; de ahí •el nomadismo tan frecuente en tierras berberiscas. Del tronco separábanse los hijos e iban con sus mujeres y descendientes en busca de terrenos más fértiles, huyendo del hambre o de otros infortunos, dando origen a diversas tribus, que conserva- Ran el culto del fundador y adjudicaban su nombre a la tierra donde fijaron su residencia. Por lo común, el ascendiente más antiguo es quien rige la familia patriarcal: él es jefe del cul­to, caudillo, iniciador o continuador de una regla jurídica ba­sada en la costumbre a través de los tiempos, escondida siem­pre ante las invasiones de pueblos extraños o el imperio de cualquier ambicioso dominador y déspota, para reaparecer

(2) F r . M a n u e l P'a b l o C a s t e l l a n o s , Descripción de Marruecos.

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cuando cesa el disturbio, guardada por los ancianos y las mu­jeres en lo íntimo y secreto de los hogares misteriosos. De aquí ese gobierno del Rif, constituido por acambleas de personas útiles y conocedoras de los usos tradicionales continuamente opuestos al derecho arábigo, con un carácter de primitiva ino­cencia, que adopta sus resoluciones sin fraudes a la voluntad popular, tan frecuentes en los países supercivilizados, sino ins­pirándose en el bien común erigido en principio que informa toda la vida y organización de estas gentes.

El Derecho.— Nada sabemos de cuál fuese la idea del De­recho dominante en aquellas tribus berberiscas que, desde las más remotas épocas, poblaron el territorio comprendido entre el Mediterráneo y los confines septentrionales del Atlas. Hay que tomar este asunto desde la invasión muslímica. Un magis­trado francés, tratadista ilustre que ha residido mucho tiempo en Argelia, decía que quien quiera tener una noción exacta de la legislación islámica debe olvidar cuanto sabe de nuestro De­recho. Principios, procedimientos v deducciones difieren abso­lutamente de .esta juridicidad latina, basada en la de Roma. Así es en efecto : nuestro Derecho es puramente humano y perfectible, y el musulmán procede de una revelación y no admite ningún perfeccionamiento. Pa-ra el moro, el Derecho es un dogma. Hay que atenerse, pues, a las fuentes islámicas: las enseñanzas del Profeta transmitidas y completadas por sus com­pañeros o por los discípulos de éstos, codificadas por los fun­dadores de los cuatro ritos o escuelas ortodoxas y comentadas por los jurisconsultos antiguos y modernos. Sólo a esto se re­ducen las fuentes del Derecho árabe (3).

Pero ello no es el Derecho bereber ; para las tribus berbe­riscas ese Derecho es impuesto y algo propio de los invaso­res; en suma, es un pegadizo. El Derecho primario hay que buscarlo entre las mallas de lo árabe. ¿Cómo ha de ser ese derecho teórico si no puede hallarse escrito, porque carecen los rifeños de signos de escritura y precisa escudriñarlo prác­ticamente en el pensamiento común de cada región? No he po­dido ver en todo el Derecho consuetudinario del Rif sino dos principios básicos, simplicísimos y candorosos, pero de tal

(3) E . Zeys, D roit m usu lm án algerien.

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fuerza en aquellas masas populares, que por sí solos valen por una serie de fundamentos del Derecho más complicado : la vo­luntad de Dios y el sacrificio de todo al bien común.

II

LA PROPIEDAD

Es inútil buscar en este Derecno un concepto abstracto de la Propiedad: en chelha se dice agra, que significa hacienda, bienes. No distingue el rifeño.entre propiedad mueble e in­mueble, y sólo se vislumbra esa distinción en la práctica y el concepto vulgar cuando el moro dice: er juaiy entaddarz (las cosas de la casa). Si se quiere una idea de la Propiedad aná­loga a la de nuestro sistema de Derecho hay que deducirla de diversas manifestaciones en la vida rifeña ,y diremos que es todo lo inherente a la persona o agregado a la misma por la Naturaleza o la costumbre. De ello deducimos que para el r i­feño la Propiedad es, anté todo, un hecho ; después vendrá la motivación ideológica* pero antes existe el sucedido.

Entre miles de cosas y de usos, la comida que el sujeto re­quiere y capta donde la encuentra, o el tatuaje, dibujo que graba sobre sus carnes de manera indeleble, el rifeño los con­sidera propiedad suya porque Dios le ha colocado en condi­ciones de adquirirlos. Mientras está solo, esa relación es pura­mente económica, y para que se convierta en jurídica hace falta un contradictor; si éste surge, la lucha y, en último término, el convenio sobrevienen para repartirse las cosas. El tiempo y los hechos crearon la costumbre y, como consecuencia, el De­recho de la propiedad en las tribus norteñas de Africa.

Si tal proceso lo extendemos a las cosas inmateriales, se admitirá que el carácter y modo de ser de una familia, de un pueblo o de una raza lo constituyen ideas captadas donde sea por los componentes de esas agrupaciones, y a su acervo espi­ritual las han agregado.

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Para los rifeños, cuanto existe en el mundo ha sido creado por Al-lah (Dios), a quien todo le pertenece; mas El permite que el hombre se apodere de lo que pueda serle provechoso, si no tiene ya un dueño anterior o una utilidad manifiesta para el conjunto de los demás hombres. He aquí una explicación que arranca del sentido teológico de la propiedad y está, des­de luego, infiltrada del Derecho arábigo. No podemos decir otra cosa : la ignorancia de lo que fueron la religión y el De­recho de las tribus primitivas que poblaron el norte de Africa, 110 consienten más conjeturas.

III

LAS PERSONAS

El individuo.— En territorio rifeño, el hombre, aislada­mente considerado, apenas si nada significa : ,0 se le trataba como si fuera un grupo fam iliar entero y se casaba, o le era preciso unirse a una familia como agregado. En esta última situación se hallaron muchos de los que, sin tener parientes in­dígenas, allí vivieron.

No obstante, hubo casos en que la misma fuerza de los he­chos se impuso. El niño perdido y el huérfano abandonado no carecieron de derechos, sino que conservaban los de su fami­lia si era conocida y, aunque no lo fuese, recibían atenciones que entran en la esfera de la caridad, encomendándolos al cui­dado de alguna mujer o familia pobre, y en último extremo los atendía la yemáa, de que luego ha de tratarse, y nunca debían ser privados de sustento. Así fue el Derecho consuetudinario, pero la realidad era muy otra: estos infelices casi siempre vi­vían abandonados y solía tratárseles como a perros, a menos que existiera un recuerdo cariñoso de sus parientes o una piedad muy grande ; su situación era desesperada y, en oca­siones numerosas, quien los acogía era la Muerte.

Tampoco en los casos de ausencia larga perdíanse dere-

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chos, principalmente porque la prescripción extintiva se desco­noce en el Rif. No sólo el individuo, sino una familia entera que se ausentase y dejara hacienda, sobre todo inmobiliaria, aun transcurridos años y años, aunque de las generaciones muertas no quedaran sino lejanos sucesores, mientras el re­cuerdo de los que se ausentaron viviera en la memoria de las gentes había que darles lo suyo, se hallara donde quiera y tu- viéralo quien lo tuviese, cuando vinieran al país de sus ma­yores. A ver si ésta no es una regla más moral que las de otros sistemas de Derecho.

La familia (zárua).— En la sociedad rifeña, la unidad constitutiva primera es la familia. El jefe, con plenitud de fa­cultades en todo orden, es el mayor ascendiente vivo ; y aun mucho después de morir se siente su poder como si existiera, por el acatamiento y veneración que a su feliz memoria pres­tan los familiares. El parentesco de varón es lo que une a los individuos de la familia, y cuando no existe en la realidad ese vínculo, aparece fingido por los agregados: como el expul­sado y el prófugo de otras agrupaciones lejanas ; el extranjero amigo, el hebreo que con su mujer y descendientes habitaba entre moros, y aun los pocos esclavos que en el Rif existían antes de llegar los españoles. Dentro de la familia todo está bajo el imperio del jefe o patriarca, y es por voluntad pre­sunta o expresa del mismo cuanto realizan los componentes del grupo. No es la forzada sumisión a un déspota, sino que en el cariño se funda la autoridad fam iliar y a su amparo la unión se fortalece en la unidad de mando. En estas relaciones de familia no hay sino la que S u m m e r M a i n e llama Derecho imperativo (’4).

La masa de bienes, y no el número de individuos, deter­mina la cuota contributiva para la kábila mientras la familia se conserva junta. Pero no puede ser eteran la férrea unidad familiar, porque es incesante el crecimiento del grupo y llega un día en que es imposible manejarlo y se rompe. Aun así el parentesco verdadero de los unos y el ficto de los agregados le- sujeta para defender intereses comunes.

(4) A ncien t law.

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Es un error creer que, entre rifeños, el parentesco por l í­nea de mujer se tenga en poca estima. La esposa, en la vida normal, es la compañera del hombre en la casa, en las tareas del campo, y aun en los combates le sigue para prestarle au­xilio, si lo necesita. El moro del Rif, si no está arabizado, ge­neralmente es monógamo, y concede a la mujer una considera­ción máxima cuando es madre y le da un hijo que pueda con­tinuar la tradición guerrera de la raza.

La yemáa ( yemaaz, plural zeyemáia).— Dos cosas significa esta voz en rifeño: agrupación de familias en torno a una mezquita, y asamblea. El excesivo crecimiento de una familia, las agregaciones, la distancia, la discordia y luchas interiores,, la conveniencia en la situación de las casas, la proximidad de una fuente, el declive para suprimir los charcos, la orientación para evitar los vientos y otras circunstancias determinan el em­plazamiento del poblado. Yemáa es una asociación de familias que satisfacen juntas necesidades comunes y se rigen por los acuerdos de una asamblea. Forman parte de ésta los jefes de familia, y eligen uno para mandar la agrupación (chéij, plu­ral chiù]), que es ejecutor de acuerdos, jefe militar, funciona­rio administrativo y recaudador del impuesto. La fracción se­ñala el cupo de tributación a satisfacer por cada impuesto, y el cheij lo distribuye fijando lo que ha de pagar cada fami­lia. La asamblea elige el alfakí ( erfakih, plural erfokaha) para la mezquita y un moro para cada uno de los servicios públicos,r pero la mayor parte de éstos se cumplen por prestación per­sonal. Entre los individuos delegado de la yemáa está el chéij erfel-laha (jefe de los labradores), encargado de regir los ser­vicios del campo, y el mokaden nuaman (administrador del agua), comisionado de los riegos. En las yemáas lo que predo­mina es el vínculo de la sangre, y ese lazo, aun entre los que se ausentan y viven lejos, y aun entre los que riñen y se des­plazan aisladamente o en grupo, no se pierde jamás ; cuando hace falta, olvidan sus enemistades y se unen a impulso del parentesco.

La yemáa es el natural desenvolvimiento de la familia, y en aquélla se tratan todas las cuestiones referentes al orden fa­miliar y al individuo, los asuntos de convivencia, lo menudo

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y aun las discordias; también lo relativo a arbitrios, multas, policía de los campos y poblados, riegos, publicación de ban­dos y órdenes; pero sus atribuciones no se reducen a lo enun­ciado, sino que entiende en asuntos litigiosos, políticos, admi­nistrativos, religiosos, militares, de enseñanza y beneficencia, •cuestiones penales, como las de robos y fornicios, relaciones con otras yemáas, pero no de los delitos de sangre, puesto que son de la competencia de la kábila. Todo el Rif está envuelto en una media tinta donde no es fácil fijar los contornos de las cosas ni de las ideas. Las atribuciones que se acaban de enu­merar no pueden darse por constantes y seguras: si la yemáa es grande, lo absorbe todo, desde los asuntos familiares e in­ternos de los individuos hasta los reservados a la tribu ; si es■débil, sus facultades propias se ven mermadas e invadidas por Ja kábila o por otros yemáas. En ocasiones la yemáa no tenía vigor ni aun entre sus componentes ; algún partido político ( lef, p lural lefuf) influía en ella, la discordia aumentaba, y sur­gían los choques sangrientos.

La asamblea es lo puramente tradicional rifeño. En esa junta no hay presidencia al estilo de las naciones de Europa, sino que la dirigen los más prudentes y, por lo general, un grupo de ancianos: suelen ser hombres de reconocido talento, o de valor en los combates, o de una religiosidad extrema. Aveces surge un disidente, y si lo que propone o propugna vacontra los principios o contra el bien general, ya no se le con­testa, sino que se le arroja de allí o se levanta alguno y le da varias bofetadas que lo tumban, y por ese medio persuasivo le traen al camino de lo que ellos consideran justo.

Muchas veces he visto las deliberaciones de esas asambleas. Bajo un árbol centenario y tradicional o a la sombra de un cantil en la costa, o en las cercanías y aun en el patio de la mezquita y a la luz, se reúnen los congregados, viejos la m a­yor parte, y les rodean grupos nutridos que no intervienen en la junta, pero que allí van a ver y a escuchar. En ocasiones un kabileño se presenta en rebeldía, se impone por la fuerza de sú brazo o por los fusiles de sus amigos, y la asamblea se

•disuelve o se somete ; entonces el derecho tradicional se oculta

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mientras manda el tirano, pero se guarda en la memoria de todos.

La fracción ( arrebáa, cuarto).— Además del nombre chel- ha que se deja expresado, debido a que antiguamente debieron quizá ser cuatro las fracciones que integraban la kábila, aun­que hoy es variable su número, lleva el árabe de el ferka, que significa división. Era un conjunto de yemáas que tenían inte­reses de vecindad comunes y se asociaban, principalmente, para efectos administrativos.y de defensa. El lazo que une a las ye­máas en la fracción es más espiritual que material.

Al crecer la fracción se formaron, segregadas a ellas, otras agrupaciones que se alejaban del núcleo. A veces eran distan­cias grandes; a veces la kábila se dividía; a veces se interpu­sieron pueblos invasores, y los grupos que antaño habían es­tado juntos conservaban relaciones entre ellos y vínculos de sangre. Puede haber, por tanto, fracciones de una misma ká­bila, que es lo más frecuente, y puede haberlas pertenecientes a más de una kábila, separadas aquéllas por distancias consi­derables. Si la fracción es muy extensa, se divide en subfrac- ciones sometidas a la originaria. Obsérvese que el más fírme lazo de unión en la fracción, como en la yemáa y en la fami­lia, es el parentesco verdadero o simulado, puesto que hay agregados en todas las yemáas cuyo vínculo de unión no es realmente la sangre.

Las atribuciones de la fracción son muy vagas : entiende en los asuntos de cierta amplitud relativos a todo lo que inte­gra este grupo intermedio; impone castigos más duros que los de la yem áa; expulsa a determinados individuos, si se acor­dare; manifiesta sus quejas contra otras fracciones; y trata de cosas no determinadas fijamente, pero que por igual afectan al grupo Todo lo que comprende más gente de sus asociados, lo que puede convenir o perjudicar a otros, ya. no es materia de su conocimiento.

La asamblea de este grupo compónenla todos los chiuj o je­fes de las yemáas que lo integran y también los notables, los que logran fama de piadosos y los hombres de gran prestigio aunque no tengan mando.

Esta junta elige para su representación un chéij que se en-C o n f .— 1 2

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tiende con los poderes de la kábila, y este jefe había de se r espléndido, obsequioso con los chiuj de las yemáas, aunque no lo hacía generalmente con su dinero, sino con una derrama no pequeña sobre los componentes de la fracción. A veces había más de un chéij como jefe de ella, y brotaba pujante la dis­cordia.

El viernes de cada semana, y no siempre, se reúne la asam­blea de la fracción. Un alfakí dice los oficios y dirige el rezo ; anuncia, después, que han de tratarse asuntos de importancia ; se discuten por los jefes de las yemáas, y se llega al acuerdo.. Estas reuniones se celebran junto a alguna mezquita ; pero si los asuntos se refieren a cosas mundanas, se apartan de allí y van a un lugar consagrado por la tradición y que se sitio agra­dable.

La mayor parte de las veces movía la fracción el alfakí con sus predicaciones y recursos de falsa taumaturgia. Ellos han promovido numerosos movimientos insurreccionales y man­daban a los jefes de las yemáas con sólo su prestigio y a vece& con engaño. Cualquier revolucionario audaz, por medio de es­tos alfaides conseguía la agrupación de hombres de diversas fracciones hasta formar un ejército más o menos grande, y las yemáas aisladas no podían resistir su empuje y se sumaban a la rebeldía.

Lo que más distingue a la fracción es el impuesto ( erfari- det, plural erfaráid). La kábila señalaba los tipos contributivos a las fracciones ; después, el chéij de cada una entre sus ye­máas hacía el reparto (5).

La kábila ( zakbir, plural zikbar).— Está constituida por un conjunto de fracciones confederadas. En la Historia hay una opinión que supone la existencia de seis grandes tribus, disgre­gación de una gran familia primitiva, que han ido transfor­mándose, dividiéndose y casi pulverizándose. El Rif ha sido tierra de paso y solamente los árabes consiguieron su asimi-

(5) L a fracción de Beni S icar llam a El U ork , en T res Forcas, tiene sus individuos con un tipo d istin to de los dem ás rifeños y hablan un chelha un poco m odificado. M uchos la creen de origen rom ano, pero bien pudieran ser descendientes de colonizadores fenicios o cartag ineses.. L a situación de T res Forcas, avanzando en el m ar, favorece la hipótesis de­que sea un pueblo diferente, berberizado desde siglos:

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lación, aunque no completa. Próxima estaba una tierra de pro­misión donde, acaso en tiempos prehistóricos, los berberiscos formaron parte de la población indígena. Sabido es que el ma­yor número de los conquistadores musulmanes invasores de Es­paña fueron bereberes, y que del choque con los árabes está nutrida la historia del medievo español. Aquí trajeron su sis­tema de tribus y su organización basada en las agrupaciones, que, dentro de un carácter común, tenían su vida indepen­diente.

No se crea que las kábilas de antes son las mismas de ahora : unas han desaparecido ahogadas por tribus más fuer­tes, otras se han desplazado por diversas causas y muchas han visto invadido su territorio por extranjeros conquistadores.

Las facultades de la kábila se refieren más bien a las re­laciones exteriores y a los asuntos de mayor generalidad ; como los de guerra ( amengui, plural imengan), formación de harcas ( erharkez, plural erherúk), el armamento extraordinario y los delitos graves ; es, también, tribunal arbitral entre yemáas y fracciones. Hay en la kábila unas cuantas familias de mayor distinción, conocedoras de la costumbre, en un orden de nego­cios determinados cada una, y de ellas se sacan los expertos que constituyen una especie de Consejo tradicional, y a él van todos los asuntos importantes. Las kábilas rifeñas no se orga­nizan como la demás del Magreb: son más independientes y no es tradición suya el jefe único, sino, según se ha dicho, el régimen de asamblea.

La kábila tiene su jefe: el káid ( eikáid , plural erkuyad), que es como un gobernador general y lleva a su cargo la eje­cución de las resoluciones judiciales ; tenía carácter militar y mandaba los hombres de armas. En algunas cosas era juez con facidtades para la imposición de castigos' y condenaba con multas determinadas infracciones; cobraba las exacciones fi­jando el cupo de cada fracción dentro de la suma correspon­diente a la kábila, bien de los impuestos koránicos, bien para las poderosas cofradías del Islam, bien para la contribución de guerra o para otras cosas, y éste fue un modo de enriquecerse cuando el nombramiento recaía en sujetos prevaricadores e in­morales. El káid designaba sus delegados para ciertos servi-

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cios, como el ajuáan o encargado supremo de custodiar los sem­brados (zaiarca) y ordenar lo preciso para la recolección ( aneb- du) y la siega ( zamegra), con facultades ejecutivas.

Por derecho islámico, el Sultán es quien hace el nombra­miento del káid, mas por la costumbre rifeña lo nombra y des­tituye la asamblea de la kábila. Cuando era designado por el Majzen, el káid intervenía en la elección de chiuj de fracción y de yemáa ; pero la realidad triunfaba en casi todas las oca­siones y la kábila era independiente del Majzen. Sucedió a ve­ces que el Sultán nombraba un káid y la kábila otro ; surgía la lucha armada, y como el delegado de los Poderes Centrales no tuviese detrás un ejército que lo defendiera, moría a manos de los kabileños. El káid del Sultán no estaba sometido a la tribu y mandaba con poderes emanados de la realeza ; el káid ele­gido por la kábila estaba sujeto a las decisiones de la asam­blea, que discutía sus actos compeliéndole a cumplir lo por ella resuelto.

La asamblea de kábila está compuesta, no sólo por los chiuj de fracción, sino por los de yemáas, sobre todo si éstas son grandes y poderosas. Tampoco es regla que sea uno sólo el re­presentante de cada agrupación, porque a veces son varios, sin que se determine su número, los delegados de un solo grupo componente. No hay dirección protocolaria que presida el acto, y suelen ordenar un poco la discusión, algunos hombres de pres­tigio. Demasiado se comprende que estas asambleas fuesen las más concurridas, las de interés mayor y las de polémicas tor­mentosas y tumultuarias.

IV

LOS DERECHOS Y LAS COSAS

Este trabajo es un resumen sin completar: por ello no han de ser citados sino algunos eemplos de las materias a que se refiere.

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Si el Derecho se adapta a la vida, precisa conocerla un poco, y de ella parte esencial son las cosas. Para establecer ese dere­cho que recae sobre las cosas hace falta noción de las mismas, aunque sea sólo de su forma, sin invadir el terreno de las Cien­cias y de las Artes: cosas matèriales e inmateriales, según el sentido ampliamente genérico que a la Propiedad hemos dado. Y si esto lo aplicamos a un pueblo, no puede olvidarse su cul­tura, que no es sino «el conjunto de su capital mental en una época dada».

Señorío.— Entre los derechos en las cosas del sistema ju rí­dico de los países latinos y los del rifeño hay notables diferen­cias. Unas cuantas consideraciones sobre el dominio bastarán para intentar demostrarlo.

No encuentro palabra en chelha que sirva para designar ese derecho como no sea la de asel-lab, acaso análoga a la de seño­río en las Partidas ; lo más común es envolverlo en los con­ceptos de propiedad y de hacienda. En las reglas jurídicas del Rif se hallan la religión y el Derecho fuertemente unidos, y así el dominio de cosas en la sociedad fam iliar rifeña ha de pare­cer más suave que el áspero y duro a que otros sistemas de Derecho nos tienen acostumbrados.

Desde el momento de haber algo en la vivienda que no re­quiera una utilización excluyente, como determinadas cosas fun- gibles, viene a ser en la familia común : lo es la casa o la jáima, la mayor parte de los muebles y aun algunas ropas. La comida hácenla todos juntos, casi siempre en una sola cazuela (zacu- dha, plural zicudhíuin), donde cada individuo coge su manjar. Los ganados, la huerta inmediata a la vivienda, los árboles que­ridos, si los hay, y el terreno de sembradura no muy distante, quien los cuida y recoge frutos v quien los custodia es la fami­lia, y ésta es verdaderamente quien posee. Si pasamos a lo in­material, como las consejas, la música, las canciones, el saber científico, tan escaso, y las reglas de cualquier industria u ofi­cio, la familia es quien lo posee en común, rodeándolo de cierto misterio.

De la casa, jáima o tierra laborable puede ser desposeída la familia mediante acuerdo de la yemáa y compensación de di­versas maneras a los dueños. Si fuere necesario, se emplearía

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la fuerza, pero casi nunca es preciso, porque si esos bienes han de ser dedicados a un fin público, y más si es religioso, se ce­den gratuitamente por los propietarios, y éstos se satisfacen con lo que se les entregue en recompensa. De resistirse alguno, el mal concepto que de su conducta formarían los coterráneos y el temor a ser expulsado del grupo bastarían para detenerle; en cambio, la seguridad de cumplir la voluntad divina, el ha­lago de premios ultraterrenos y el convencimiento de ser indis­pensable posponer su derecho al bien común, le inducirían a dar su conformidad inmediata. No se olvide que todo esto tiene realidad dentro del grupo y sólo para los que de él formen parte.

El poblado, las calles y plazas son de la yemáa como cosas públicas ; pero al casarse algún hijo de la familia procura hacer su casa, junto a los suyos, sin que se le impida ocupar terreno común ; de ahí esa variedad de viviendas que por un solo pa­tio central tienen la entrada (6) y el gran número de encru­cijadas, revueltas y setos de chumberas, todo dispuesto para da defensa y el paso obligado.

Hay yemáas que fijan el sitio donde se han de construir las casas de cada familia. Así ocurre en Ighermauas, porque al poblado lo rodea un bosque de naranjos y no hay terreno raso y libre. La yemáa es quien manda en este orden, porque las calles y plazas, continuación del camino, son algo inhe­rente a la necesidad del paso, que entraña mutuo auxilio.

La circulación no ha sido pública en el Rif antes de ahora. Los de la kábila, puesto que todos, más o menos, se conocen, podían circular libremente; pero los que no eran de ella te­nían que ir a algo, y si era un moro forastero, había de cono­cer a alguien que en una de las casas allí habitase. Cada vez que un extraño aparecía, necesitaba justificar que a la kábila le llevó un objeto determinado y conocido. Sólo el hebreo ( udhái, plural udháieri), el moro gitano (amdhíac, plural ime-

(6) E n m uchas aldeas españolas se ven esos grandes patios ap a rta ­dos de la Circulación general v sólo p a ra el uso de los que hab itan en las viviendas ciroundantes ; probablem ente quienes las construyeron tenían algún parentesco. E n Toledo ex istía un patio , hoy destruido por la guerra m arx ista , llam ado C orral de don Diego, que debió pertenecer a esa traza.

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íihiacen) y el negro ( ismegh, plural isémghan) tenían paso li- -bre, porque ,eran vendedores, o ejercitaban un arte u oficio, o porque pedían limosna. El desconocido que llegó por azar, a lo sumo, pasaba una vez, pero mirándosele siempre como sos­pechoso.

En cuanto a los caminos, los hubo de muchas clases en la comarca rifeña, todos mal cuidados. Hay en Quelaia unos que llaman «de hombres» y otros «de mujeres», no porque exista privilegio ni prohibición para nadie, sino porque aquéllos re­quieren defensa por ser de peligro.

Había caminos que tenían cierto carácter sagrado a causa de circular por ellos las caravanas que antes abastecían el país, lo que no obstaba para que se atacase a los mercaderes de ellas por los muchos que en el Rif tenían el oficio de «cor­tador del camino» (en árabe katáa et trik), v surgiese la lucha o el arreglo por dinero. También había caminos para diferen­tes servicios públicos o particulares, para el transporte de ele­mentos de cultivo y para el paso del ganado : vías fijas o provisionales, según las circunstancias.

Difícil es determinar a quién pertenecieran los pasos de ma­yor importancia que atravesaron grandes extensiones en el te­rritorio insumiso: la kábila consideraba suyo el trozo cojn- prendido dentro de su jurisdicción : la yemáa también su por­ción correspondiente, aunque subordinada a la kábila. Bien puede afirmarse que la tribu asumía los servicios de seguridad y la yemáa los de entretenimiento v cuidado. Los caminos de uso particular eran de quienes los utilizaban para sus tierras.

Muchos de los pasos importantes llevaron el nombre de al­gún hecho sensacional, trágico, gloroso v aun festivo que en ellos sucediera, como el de la «Fuente de bebe v huye» en las proximidades del Zaio. En los que cruzan grandes exten­siones de terreno sin caseríos, suele encontrarse al borde un cántaro con agua y un jarro o vaso tosco para que el cami­nante beba. Esto sale del campo del Derecho, y lo realizan las mujeres o gentes- piadosas de la campiña, no por obligación, ;sino por caridad y para conseguir el favor divino.

¿Qué pueden asombrarnos los hechos del país rifeño si su «xistencia de hoy es la vida de las sociedades primeras? Así

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se nota en la casa moruna de los sedentarios, oscura, sin ven­tanales de espaldas al camino, con los perros vigilantes en la noche sobre la techumbre y algunas con una especie de ga­rita, que llaman ergorfa, en lo alto de la portalada y con as­pilleras para sacar un arma, todo dispuesto para el combate y la defensa. Y más aún se ve en la jáima, que es una casa desmontable, de forma irregular, con techo de pieles de ca­mello o de cabra, sostenidas por grandes palos enclavados en tierra ; el halda levántase por el lado contrario a la dirección del viento o de la lluvia para dejar salir al humo de la lum­bre que en el interior se enciende ; las estancias se hallan se­paradas por mantas o alfombras colgadas de lo alto, y en el centro, la alcoba nupcial, que de día es sala de recibir a los visitantes y contiene las armas y la montura del jefe, las jo­yas y trajes de la mujer, el dinero y objetos de valor guarda­dos en unos talegos de piel ( zajeriz) con menudos espejos y cintas de colores, y en el suelo almohadones para sentarse a estilo moro. Cerca y fuera de la jáima, los recentales, la ye­gua del j,efe, los perros y los útiles para las industrias del pas­toreo. Cuando se terminan los pastos de un lugar, la jáima se levanta, se pliega, se carga en los camellos y se traslada a otro paraje. ¿No es ésta la' vida familiar en común? ¿Qué de extraño tiene que la propiedad también lo sea?

En nuestra Zona de Protectorado sólo hay tres kábilas nó­madas: Cueznaia, Metalza y Beni bu Y ahi; sus yemáas, com­puestas de jáimas, no se desplazan muy lejos porque kábilas sedentarias las rodean, pero ¿qué derecho es el suyo sobre la tiei'ra que temporalmente ocupan con sus ganados? Se aprove­chan de los pastos y labran algunas parcelas ; tienen juntos los silos bajo tierra en un lugar que se llama el mers, y la mez­quita es también una jáima portátil. Desde luego, sea el de­recho que fuere, nadie podrá decir que es un dominio de tipo romanista.

Si bien los terrenos de propiedad familiar tienen señales en sus lindes, como pita (axjir, plural ixfiren), chumberas, zarzas, vallados toscos o manchas de cal en líneas que mues- tian los terrenos parcelados, los de yemáa sólo tienen por lin -

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deros arroyo, peña, monte, árbol u otras cosas análogas que los naturales del país conocen desde su infancia.

La propiedad de la yemáa es excluyente, no para sus in­dividuos, sino para los extraños a ella. Estos terrenos suelen tener menos producción que los de propiedad privada porque- la yemáa no labra ni cuida sus tierras, .sino que las ocupa y percibe sus frutos, generalmente espontáneos, por medio de los hombres que pertenecen a este grupo. Es preciso a veces re­glamentar y distribuir entre las familias el aprovechamiento- de tales predios, y la yemáa es quien manda lo preciso para un equitativo reparto. En dichas fincas, llamadas zamorz en- yemáaz (tierra de yemáa), el beneficio más común es el de pastorear y hacer leña.

Variedades.— La yemáa tiene algunos bienes que revisten un carácter especial y distinto. El cementerio ( imedhram) es. suyo porque ella adquiere el terreno para edificarlo y dispone sobre el mismo, pero con un aspecto de generalidad no usada en las demás instituciones. A ningún creyente, venga de donde viniere, si muriese en la yemáa o si manifestara su deseo de dormir in eternum junto a un morabo donde esté la tumba de un santón puede privársele de que se cumpla su deseo : es un derecho de todo musulmán el de sepultura ( zánderz, plural zinderáuin) donde muere. No hay tumbas privilegiadas ni de propiedad fam iliar ; tienen un carácter público y de genera­lidad igualitaria, pero en ellas la yemáa es quien manda.

La mezquita ( zamegida, plural zimqidáuin) es, asimismo,, propia de la yemáa, aunque el ejercicio de sus varias prerro­gativas corresponda a algunos funcionarios ; una vez estable­cida, se crea una institución que es, por sí sola, sujeto de de­rechos y obligaciones: edificio, terrenos, muebles, dinero, se­m illas... todo lo que se le agrega es de la mezquita, y ella ejerce, no sólo un poder espiritual, sino material y efectivo sobre sus cosas. Claro es que en lo relativo a todos los bienes- de la mezquita la yemáa resuelve y a veces dispone. Es decir,, que la mezquita es de la yemáa, no como cualquiera otra cosa apropiable ,sino con un carácter público y como de protec­ción o tutela. El alfakí es su representante y su jefe. Cerca de la mezquita, dicho funcionario suele tener el bosque de na-

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Tanjos y la huerta, dándoselos para que viva con sus frutos, además de la retribución pactada y de los regalos que recibe. Toda su fuerza la adquiere la mezquita de la yemáa, pero la utiliza y la posee como institución independiente.

También la escuela, en el país chelha, igual que la mezquita, es de la yemáa, que nombra y paga un alfakí para que haga las veces de maestro ; generalmente se halla unida a la mezquita y un mismo funcionario las rige. La escuela puede tener y tiene inmuebles, además de una porción de cachivaches de usos variados y todos son de la yemáa, aunque la escuela per­ciba los frutos y los dedique a sus fines propios.

Estos bienes, que pudiéramos llamar, aunque no con exac­titud, de dominio y uso públicos, cuantos individuos viven den­tro de la circunscripción territorial del grupo los consideran suyos y en ellos intervienen de modo más o menos directo, no como ciudadanos del Estado marroquí según viven ahora, sino como súbditos de la kábila independiente. Todo el Rif, tierra insumisa, no era sino una confederación de kábilas cuando entre ellas reinaba la paz y resolvían amistosamente los nego­cios comunes.

También la yemáa tiene un derecho indefinible sobre la propiedad de los santuarios que nosotros llamamos morabos (amerábed, plural imerabden), edificios en cuyo interior suele hallarse la tumba (ánder, plural inderáuen) de un santón, y si no fueren de alguna familia mararbútica (7) con bienes ha- bus encomendados a su custodia, tenían personalidad para las relaciones de derecho en lo que pudo referirse a sus bienes. Sobre la tumba sagrada se levanta la construcción con su cú­pula blanquísima y con una habitación o porche para guare­cerse el peregrino ; en derredor hay cántaros, cazuelas y d i­versos enseres caseros para que los utilicen los creyentes que allí acuden, y, colgados en las paredes de fuera, varios ob­jetos menudos, como ex-votos que recuerdan pretendidas mer­cedes del santón milagrero. No lejos suele tener el santuario

(7) Así suelen llam arse en tre nosotros a las fam ilias que creen des­cender del P ro fe ta (chorfas) o de algún san tón prestigioso en la co­m arca .

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su parcela de secano ( zamorz nerbor) para sembradura, o de regadío ( zamorz nuaman) si hay agua.

El Rif entero está lleno de morabos que individualizan las comarcas; verdaderos o falsos, antiguos o modernos, son los patronos de cada yemáa y algo que con pretensiones de di­vino encarna en lo material de una región e influye en la vida de sus moradores. Un funcionario (en árabe mbkáddem) ad­ministraba los bienes del santuario y recibía las limosnas; pero la propiedad era de la yemáa en representación de sus familias componentes que sostenían el culto y hasta daban sus prestaciones personales para labrar las tierras. Si vivían fami­liares del santón allí enterrado, considerábaseles como elegi­dos de Dios y se les respetaba mucho ; tenían el usufructo en las tierras del morabo y solían aprovecharse más de la cuenta y extender el área de esos terrenos a costa de los predios co­lindantes. •

Es de incluir, entre las propiedades de alguna especialidad en el país: la zauía. Este nombre es puramente árabe y la ins­titución lo es asimismo; la palabra en su significación estricta significa «ángulo», y en sentido extensivo «lugar apartado». Llámase también «casa aislada» y ha de tener «tanto de casa de labor como de casa fuerte, v siguiendo esa idea buscan cualquier accidente del terreno, como rocas o pequeños mon­tículos de difícil acceso, para emplazarla, pero cuidando, a su vez, que en el conjunto montañoso se esconda y se aleje de caminos frecuentados, prefiriendo hacer una empinada senda serpeante, de un kilómetro o más, en busca del escondrijo (8).

Son retiro de hombres religiosos dedicado a la vida con­templativa y al estudio ; pero muchas fueron lugares donde se congregaron gentes de diversas condiciones y centros de ac­ción enérgica contra cualquier poder constituido. En su ma­yor número son a modo de Universidades donde se enseña con gran amplitud cultura musulmana y, sobre todo, Historia v De­recho preislàmico. En su variedad vienen a ser algo indepen-

(8) «La V ivienda R ifeña» (año 1930), conferencia dada en T e tu án por e! C apitán B lanco, In te rven to r de la cabila de Beni A m m art. L as m eritf- sim as observaciones de este Oficial son m ás de tener en cuen ta porque tra ta n de cosas por él v istas y estud iadas sobre el terreno.

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diente de los poderes públicos, a los que en unas ocasiones se suman para robustecerlos y en otras los combaten sin tregua ; ya son el asiento de una cofradía sectaria o destacada sucur­sal de otra cofradía madre ; ya fundación docente de algún sultán ; ya la base de familias marabúticas que de algún san­tón explotan el recuerdo. Unas tienen algún florecimiento y otras languidecen y viven casi anuladas, sostenidas sólo por la memoria de su pasada influencia. Aunque tengan algún fun­damento religioso, su orientación es hacia el mundo y su dis­tintivo es ser eminentemente profanas.

Cada zauia está enclavada en una yemáa, muchas veces junto a la mezquita, aunque inmediato se halle el sepulcro del santón que le da nombre ; suele tener edificios de albergue, aulas para las clases, huertas para esparcimiento y solaz de profesores y alumnos, sitios de recreo y explanadas para las reuniones. Los escolares llaman en la casa que les parece y los moradores les dan, por lo menos, de comer. Los bienes antes referidos encuéntranse bajo la protección de la yemáa, pero la propiedad es de la zauia, persona jurídica sujeto de derecho.

Como ejemplo de zauias que fueron poderosas puede ci­tarse la de Sidi Bu Yacob, en Tensaman, llamada por los eu­ropeos la Universidad del Rif, habiéndose construido el san­tuario por orden de Muley Mohamed Ben Abdal-lah, llamado el Sultán Negro, que vivió hacia el siglo XVI de nuesti'a era (así dicen los moros informadores). Cuando estuve en ese lu­gar noté que aquello era una de las cosas más atrayentes del Rif : institución docente insospechada, edificio con celdas para los estudiantes, adjunto a la mezquita, cuadro de profesores de diversas y antiquísimas ciencias, bello campo de reposo, cen­tro alentador de la rebeldía en 1921, minarete de restallante blancura al sol del mediodía... Todo eso no era el Rif que yo había visto hasta entonces.

De igual modo intervenía la yemáa en la relación de pro­piedad con las cofradías (zárbih, plural zirbihin), que son ins­tituciones religiosas infiltradas del árabe, y han sido origen de disturbios, como la llamada alauita en nuestro Protectorado. Fijaban su sede en populares zauias, y, por tanto, en una ye-

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máa, y del terreno y de cuanto allí servía a sus particulares fines conservaban una especie de usufructo, o, por lo menos, •de uso, aunque la propiedad era de la yemáa que las protegía y guardaba dentro de sus límites jurisdiccionales. Algunas eran escuelas para adiestrar en el manejo de las armas.

Alguna relación tenía la yemáa con los bienes habús (9), que generalmente eran constituciones de usufructo hechas a perpetuidad o con un fin religioso o benéfico sobre inmuebles •casi siempre, y sobre los muebles necesarios para su servicio. De igual modo eran bienes de esta clase los terrenos sin la­brar que la yemáa dejaba a un morabo de nombradía para que de ellos viviese ; luego los derechohabientes del morabo podían seguir labrándolos o cederlos a otras personas reserván­dose la décima parte de los frutos. Solía también ser el habús un medio de asegurar la suerte de las hijas, dejándoles parte de esta propiedad o los frutos de la misma hasta la muerte de las beneficiadas, y a cargo del alfakí corría siempre la admi­nistración de estos bienes. Tales fundaciones recayeron, no sólo sobre las cosas dichas, sino sobre una casa, un molino de aceite, un rebaño o una posada mora. También se donaban bienes con una carga determinada : úna pensión, una permi­sión de aprovechamiento temporal o durante la vida de cual­quiera y hasta sobre instrumentos de trabajo. La variedad era grande, la confusión horrible, y, más que por vínculo de de­recho con título escrito, se hallaban estos bienes asegurados por el común respeto que inspiraba su carácter religioso. Gran parte de los frutos servían párá satisfacer necesidades del san­tuario o de una escuela.

Aunque pudiera parecer que en estos bienes había algún derecho de la yemáa-, es lo cierto que la dueña de ellos era la institución a que se hallaban adscritos, y el alfakí los ma­nejaba y percibía todas o parte de sus utilidades, los arren­daba o hacía con los mismos lo procedente dentro de las re­glas de la fundación y hasta los enajenaba en ciertas condi­ciones. El habús fué también infiltración islámica.

Poco se ha de decir relativo a la propiedad de la fracción,

(9)‘ D el árabe habs, cárcel, porque la prohibición de en a jen a r los bienes h’ace parecer como si estuv ieran presos.

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grupo que más resiste a la transformación del jus sanguinis en jus soli, sin que influya apenas en esta clase de relaciones jurídicas, porque su existencia se funda en lo más íntimo del sentimiento y no en el goce de bienes materiales. Lo frecuente es' que las fracciones no posean bienes de ninguna clase, pero no deja de haber algunas con terrenos suyos, de monte o pasto, y el aprovechamiento es comunal entre sus asociados. El re­cinto donde la fracción se reúne, la mezquita o santuario don­de celebra sus ritos y aun los alfakíes que en ella mandan con extraordinaria influencia, son algo prestado y utilizable a los efectos del grupo.; mas la verdadera propiedad de las cosas. es de la yemáa correspondiente.

La propiedad iniciada en la familia se debilita en la ye­máa, la fracción y la kábila hasta convertirse en algo de to­dos y de nadie. Para el ejercicio de su poder, la kábila nece­sita muy pocos bienes muebles, como no sea la caja del di­nero (zajegánt, plural zijugan) recogido en la cobranza del tri­buto. Los inmuebles de la tribu son grandes extensiones de te­rreno inculto de bosque o monte y llanadas esteparias o pedre­gosas ( aghera entekebirt, propiedad de la kábila). Las fronte­ras o límites del territorio que abarca la kábila (herheh en- temorz, linde de tierra) están visiblemente marcadas para que vivan en la memoria de todos.

Eran bienes de la tribu, de carácter público para los su­yos, el terreno del zoko, los ríos y el mar costero. Y tanto los consideraban así, que menudearon las contiendas armadas cuando otras gentes venían a pescar en las aguas jurisdiccio­nales de la tribu. No obstante, esos terrenos contenían en su interior fincas de propiedad privada ; y aun ciertos títulos an­tiguos en árabe refiérense a predios ribereños en cuya des­cripción incluyen una extensión de mar formando parte del inmueble.

Varias kábilas podían confederarse para determinados fi­nes, y entonces su poder era poco menos que incontrastable.

Todavía, en lo religioso, hay otros sitios cuya propiedad no puede decirse que fuera de nadie, pero cuyo uso es pú­blico: los lugares milagreros, como las peñas donde, por el

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hueco angosto que algunas forman, pasan difícilmente las mu­jeres que desean conseguir sucesión ; determinados entrantes del mar, donde se verifica el culto primitivo de bañarse las hembras a la espléndida luz del plenilunio africano para te­ner hijos varones, y, por último, las arrudas ( arrúdhez, p lural arruádhien), que así llamamos a los sitios en un rincón del bosque o al borde de un camino en tierra llana, donde un santón se detuvo a descansar e hizo un pretendido milagro, y el caminante, cuando pasa, arroja allí una piedra u otro ob­jeto, igual que se hace en los llamados «humilladeros)) de los campos españoles. ¿De quién es esta propiedad? De nadie ; salen de la esfera del Derecho y todos la respetan por la fe, por la creencia milenaria o por miedo a las penas de ultra­tumba. ¿No es bello todo esto?

Consecuencias.— Los países protectores en tierras berberis­cas han sustituido el derecho islámico al tradicional consue­tudinario, y existe ahora propiedad Majzen o del Estado ma­rroquí. Ya hemos dicho que el Derecho a que hacemos refe­rencia corresponde a la tierra insumisa.; esa tierra que Es­paña ha conquistado ahora en gloriosos hechos de armas. Que existe ese sistema de Derecho es lo que me propongo hacer ver con unos cuantos ejemplos tomados al azar. Hay más to­davía, y, si lo estudiamos, ya nos importarán muy poco las elucubraciones, teorías e hipótesis ingeniosas que nacieron err las bibliotecas y los gabinetes de estudio, porque está ahí pal­pitante y vivo, abierto a la observación directa de los estu­diosos, y se sostienen algunas de sus instituciones en la entraña de nuestro pueblo.

Para que esta comunidad de bienes se confunda con el condominio le falta un esencial requisito: el derecho de con­cluirlo a voluntad mediante la acción communi dividundo. En la costumbre rifeña la indivisión dura siempre, y cuando la familia se disgrega, pasa sin cambiar de estado a las diversas familias disgregadas.

Admitido lo expuesto, querer deslindar los campos de la familia, la yemáa, la fracción y la kábila es un laberinto del que no es posible salir con las reglas del Derecho romano. La manifestación de aquel Magistrado, tíuando decía que para

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comprender el Derecho árabe precisaba olvidar el de los paí­ses de Europa, es de aplicación al Derecho consuetudinario del Rif y es, además, una verdad de gran fuerza. Los franceses, en la conquista de países bereberes, desconocido el Derecho indígena, no hicieron sino llevar allí la propia ley francesa e imponerla, y ello dió por resultado encontrarse con guerras, como la sublevación de Abd el Kader, insospechadas y te­rribles.

Todos esos problemas se han resuelto entre nosotros con la doble intervención del Estado como realizador del Derecho y como entidad independiente, en ocasiones opuesta al interés del ciudadano desde el punto de vista individual, y con .la distinción entre dominio público y privado. Desechad esos prin­cipios y los problemas de rifeña propiedad se resolverán sólo ■con la aplicación del derecho consuetudinario. La kábila no es soberana porque tiene pesando sobre sí la voluntad de otras kábilas reunidas en confederación para diversos fines. Tén­gase en cuenta que ni la yemáa, ni la fracción, ni la kábila son entidades independientes, y que unos mismos kabileños in­tegran cada una de esas divisiones reunidos en un solo grupo totalitario : la kábila. Coloquémonos en el punto de vista de que la propiedad es comunal, y el nudo está deshecho. Como en la obra clásica Fuenteovejuna, son «todos a una». El prin­cipio del bien común hace que la nota excluyente caracterís­tica del dominio no exista sino de grupo a grupo, mas no de individuo a individuo. Ni la definición del dominio de las Partidas ni la de nuestro Código civil encajan en esta pro­piedad rifeña: es, pues, un dominio distinto de la idea tra ­dicional romana, y en ese choque de conceptos y de derechos acaso está el origen de algunas instituciones que en nuestro Derecho forai se contienen.

Bien mirado, toda la serie de facultades que se despren­den de lo dicho en cuanto al Rif no son verdadero dominio, porque siempre está limitado por exigencias de la yemáa, por atención al bien común, por la supuesta voluntad de Dios y por otra causa que sale de la esfera del Derecho y, entre r í­fenos, .tiene extraordinaria fuerza: el buen concepto público. E l jus utendi está mucho más limitado que en otros sistemas

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de Derecho y tiene más generalidad en ocasiones, puesto que :se extiende a trozos de mar y a los ríos, aunque sólo para los individuos de un determinado grupo. El jus fruendi puede ■corresponder a todos los de una agrupación, pero a veces está a cargo de ciertas personas, separado del uso colectivo. El jus *abutendi, en el sentido vulgar, o sea que el dueño puede hacer en la cosa lo que quiera, no existe en el Rif, porque si el des­censo en la estimación pública no bastase a contener al pro­pietario, impondría su fuerza la yemáa para evitar el abuso. Tampoco el jus disponendi puede ejercitarse en algunas cosas. Ni la mezquita, ni el morabo, ni los bienes habús, ni el ce­menterio, ni la escuela, ni el terreno del zoko, mientras están en uso pueden enajenarse. ¿Hay alguna prohibición? No la conozco; pero si dispusiera de ellos la yemáa o la kábila, to­dos los componentes de una y otra se alzarían en masa con­tra los que pretendieran arrebatarles un uso público sancio­nado, por la tradición o la costumbre. Asimismo el jus vindi­candi, en el sentido de excluir el dueño al poseedor injusto, no habría lugar a que se ejercitara, va que conociéndose las familias en el reducido círculo en que su vida se desenvuelve y sabiéndose las cosas pertenecientes a cada uno, se haría pú­blico el despojo, y la yemáa lo evitaría a todo trance.

¿Qué indica todo esto? Que el dominio rifeño o no lo es realmente, y hay que darle otro nombre, o que el viejo con­cepto latino ha sufrido una modificación tan grande que es ya cosa distinta de lo que era. Y no se diga que las variaciones indicadas- las tenemos en nuestro Derecho y responden a lo que algunos llamaron dominio eminente, porque en el Rif in­sumiso, según antes se expresa, no hubo Estado nunca.

Claro es que cuanto va dicho respecto de ese dominio mo­dificado no ha regido para el extranjero ni aun para el moro que perteneciese a otras regiones del Magreb, que contra ellos toda violencia, si no era disculpable según el criterio indí­gena, fue por lo menos consentida con la inhibición del grupo.

C o n f .— 13

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V

LOS CONTRATOS

Cualquiera de las instituciones de Derecho riíeño cuando se trata de buscar su origen ofrece menos dificultades que el contrato: hay que tomarlo desde la familia patriarcal, y esto no es un puro cpricho, porque aun ahora los bereberes se ha­llan constituidos en forma de patriarcado.

Dejaron de ser idénticas las constituciones familiares de que nos habla el Génesis. El paso de los siglos y el contacto de razas diferentes han introducido modificaciones que les dieron caracteres distintos, muy acentuados en el Rif y con una di­ferenciación específica que lo distancia de otras regiones del norte africano, sin perder circunstancias genéricas de los de­más pueblos berberiscos. Fundándola en la familia primitiva, ha podido S u m m e r M a i n e ' idear su ingeniosa teoría referente al origen de los contratos derivándolos del manus, cuando la potestad del patriarca comprendía el conjunto de poderes que el pater-jamilias tuvo sobre el grupo entero familiar. En el partriarcado rifeño viene la yemáa a dulcificar las atribu­ciones del jefe, como definidora con fuerza ejecutiva de la vieja costumbre, además del influjo ejercido por el concepto público, que por medios directos o indirectos borra también las crueles asperezas del mando. Y así ese régimen de asam-

' blea y la influencia de la buena fama a que aspira en su país todo rifeño han elevado el sentimiento de piedad y de armo­nía, que del Derecho no puede ser descartado, v menos aún en los pueblos ingenuos, aunque conserven intacta la rudeza de las épocas primigenias. «Las verdaderas comunidades pri­mitivas no se sostienen por reglas, sino por sentimientos o más bien por instinto» (10).

Supongamos una familia rifeña sola en un país donde exista lo necesario para la vida. El patriarca al estilo bíblico, señor

(10 ) S u m n e r M a i n e , o b . c i t .

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de vidas y único y absoluto jefe, reparte lo captado y lo dona entre los suyos, no porque le sobre y lo abandone, sino por amor a los parientes, y a los agregados al grupo sin paren- tesco, sólo por amistad. Al tomar lo donado ha nacido un nexo que no es un contrato precisamente, porque no existe contratación en la familia patriarcal, sino, como dijimos, lo que S u m n e e M a i n e llama derecho imperativo ; pero cuando ese mismo hecho se verifica con personas fuera de la familia por haber ya otras agrupaciones de esta especie, requiere un acuerdo de voluntades independientes. Surge entonces la rela­ción extrafam iliar : hay, por tanto, donaciones mutuas y ha nacido el contrato de cambio ; y si, para unificar ese trueque, se busca una medida de valores constantes, brota el contrato de compraventa. La donación, el cambio y la compraventa son en países como el Rif los tres contratos fundamentales de trans­misión, no extraños al libre juego de los afectos.

Viene luego la labor transformadora del hombre ; no saca de la nada, que la materia ni se crea ni se destruye; trans­forma mediante el trabajo, que cuanto existe en el mundo ma­terial es Naturaleza y Arte : acción del hombre combinada con las fuerzas naturales. Y algo semejante puede suceder en el mundo de lo espiritual: observación, estudio, captación y transformación de ideas... El poder transformador del hom­bre se expande hasta las acciones: tal vez sobre esas formas prim arias de la contratación, impulsado por el desenvolvi­miento de la cultura y las necesidades nuevas, adapta su ac­tuación a la complejidad del vivir, y surgen nuevas costum­bres y se modifican las antiguas.

Principal elemento transformador es el pacto ; mediante él aparecen contratos nuevos que no son sino una modificación de los primarios, tan propios de la sencillez que rige la vida patriarcal. Y' a través de los siglos muéstrase el mar inmenso de las cosas nullius : cosas que no sirvieron nunca ; cosas que sirvieron, dejaron de ser útiles y parecían extinguidas para siempre; civilizaciones muertas cuyas reliquias aparecen a ve­ces cubiertas por las arenas del desierto que arrastró el viento de las tempestades, acaso para surgir a una nueva vida y a una transformación nueva.

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Todo esto es un explicación de tales fenómenos que se da mucha gente ; pero siempre sale al paso la rotunda afirm a­ción de S u m n e r M a i n e : «se puede llegar a saber lo que los hombres hicieron en el período primitivo, pero no los motivos por que obraron» (11).

Compraventa ( zámesghiujz).— Este contrato se perfeccio­naba por acuerdo de voluntades entre comprador ( dhamese- ghiu, plural dhimeseghiuen) y vendedor ( adhel-lar, plural idhel-laren), sobre la cosa y el precio. No es fácil concretar en qué consistiera la capacidad del que vende, porque en el R if todo se halla envuelto en una inconcreción que borra las aristas y contornos. Cuando se trata de cosas muebles menu­das y de poco valor o de consumo diario, claro está que puede vender cualquiera si a nadie causa perjuicio ; pero si la ena­jenación tiene alguna importancia ya no debe admitirse una tan excesiva libertad. En la mayoría de edad no podemos fi­jarnos, porque no existe nada fijo para su principio ni para su fin como no sea la muerte, y se confunde con la jefatura de la familia. Cuando ha muerto el jefe, si los familiares con­tinúan unidos y los bienes forman una sola masa, hereda el hijo mayor, unas veces; otras, el que ha demostrado más ta­lento y sensatez; si los hijos son pequeños, un pariente cer­cano del padre, y si no lo hay, ni tampoco de la madre, provee la yemáa. En algunos lugares, cuando al hijo le va apuntando la barba, se encarga de la jefatura y es mayor de edad, y en otros, aunque se caiga de viejo, si le creen incapaz, no es jefe nunca ni nadie le hace caso. Tampoco el comprador puede hacer expensas de regular cuantía, pero pueden uno y otro ser sujetos del contrato si manifiestamente y conocidos del público obran por encargo de quien asuma la jefatura fami­liar, sin que pueda hacerse nada que perjudique al bien co­mún del grupo, ya que el káid de la kábila o el che i j de la yemáa lo dejarían invalidado.

Asimismo, todas las cosas no pueden ser objeto de com­praventa: ni las mezquitas y santuarios, ni el bosque sagrado, ni los cementerios, ni los bienes habús, entre otros. La ínter -

(11) Ob. cit.

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vención de la yemáa o de la kábila convierte a veces en ma­teria excluida de la compraventa cosas útiles para la comu­nidad. En el botín de guerra, las armas de mayor efecto, como cañones y proyectiles grandes, se los apropia la tribu, según aconteció con los del cañonero «Concha», encallado en la costa rifeña y destrozado por los moros, quienes con la artillería de la nave batieron Melilla en 1921 ; si son cosas de utilidad común, aunque de menos importancia, se las apropia la ye­máa. Hay en todo esto una especie de expropiación o comiso de cosas útiles a la comunidad que se extiende al hallazgo y a toda propiedad adquirida por causa ilícita.

El precio de la compraventa no ha sido siempre en mo­neda metálica. El Rif, gobernándose por sí propio y medio divorciado o divorciado en absoluto de la autoridad del Maj- zen, no ha tenido moneda regional ; necesitaba aceptar la del Imperio de Mrruecos, pero, propiamente mora, en el Magreb no hubo ninguna de importancia, porque el Majzen no acu­ñaba. Tenía que utilizar el país rifeño la moneda que hu­biese, puesto que, al correr de los años y aumentar la com­plicación de la vida, fué preciso dejar de usar la permuta para las transmisiones, y hasta hace poco se aceptaron algunas uni­dades, como una cierta porción de cebada, un borrego y otras, para medida común de los valores. Cuando a fines del siglo xviii principiaban las naciones europeas a fijar sus miras en Marruecos, prosperó allí la moneda del Estado que tuvo más influencia con el Sultán: el dinero inglés lo absorbía todo. Gibraltar no fué solamente una posición militar en el Estrecho, sino un centro mercantil de primer orden que sostuvo un lu­crativo comercio con Marruecos. No obstante, el dinero espa­ñol circulaba, como lo demuestran las palabras del idioma be­réber antes y ahora en uso: rial, hesita, doro (real, peseta, duro) incorporadas al vocabulario del país; pero la moneda inglesa era lo más común. Las grandes casas comerciales bri­tánicas, desde Gibraltar, y generalmente en manos de judíos, por medio de correligionarios pobres organizados en espesa red de borriqueros, inundaban hasta los últimos zokos del Rif con mercancías inglesas, y transportaron el dinero inglés para las compras. Después vino la conquista de Argelia por los fran­

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ceses, y la moneda de Francia concurrió con la española e in­glesa en tierras de moros, y aun llegó a sobreponerse el fran­co a las otras divisas en toda la parte oriental. Los mismos borriqueros al servicio de comerciantes judíos nacionalizados franceses llevaban las mercancías y el dinero galos por todos los zocos, y más aún en años posteriores al Tratado de Fasho- da, que dejó manos libres a Francia en Marruecos. Esta in­jerencia insustituible del hebreo en los asuntos de cualquier nación que quiera ser influyente en el norte de Africa se debe a que conoce y habla el chelha o zmagijz, único idioma del Rif, y no el árabe, como vulgarmente se cree. La prod:giosa adaptación del judío al lenguaje y a las costumbres del lu­gar donde se halla le ha " convertido en dueño de las finanzas en tierras africanas norteñas, aun con el odio secular del moro, que por el desdén dsl europeo y las dificultades del idioma regional se ve forzado a admitir desde siglos a ese interme­diario comerciante, que casi siempre le roba, y aguanta dócil las mayores injurias. La moneda española ha sido un motivo de no pequeñas ganancias para el francés en el Rif cuando la peseta ha valido más que el franco, puesto que una y otra circulaban allí con igualdad de valores (12).

Esta variedad de divisas con igual valor, no sólo las in­dicadas, sino las italianas y belgas, que también por allá circu­lan, producen alguna uniformidad en los precios entre moros, porque, como éstos suelen conocerse y se comunican entre sí, atiénense al volumen de las monedas, sin reparar en el país de origen, comparándolas con un tipo fijo sancionado por la costumbre ; pero cuando tratan con extranjeros los engañan si pueden.

La entrega de la cosa vendida en el momento de recibir el precio no parece que, por Derecho consuetudinario, sea requi­sito esencial de la compraventa ; pero lo son en la práctica para los bienes muebles que no sean de mucho valor, porque

(12) C uando, por cau sa de la p rim era g u e rra europea, el franco va­lió seis veces m enos que la peseta y, no obstan te , am bos se negociaban a la par, los com erciantes judíos in trodujeron en los m ercados rifeños varios millones de m onedas francesas de cobre, y cuando estuvieron bien repartidos en tre m oros, en un m om ento dado, negáronse a adm itir la m o­neda española como precio de sus m ercancías.

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entonces, y más si se trata de inmuebles, suele usarse la es­critura y alguno de los contratos de garantía, todo en árabe, ante el funcionario tradicional y con la publicdad acostum­brada.

En este punto, el choque entre el derecho consuetudinario y la legislación española, sobre todo en los primeros contac­tos, ha originado complicaciones inesperadas: entre nosotros, la propiedad tiene carácter individual, por lo común, y entre los rífenos, colectivo ; ello producía la sorpresa y el enojo de los compradores europeos cuando, después de adquirir un te­rreno de quien parecía su propietario, venía otro queriendo cobrar también, con iguales derechos que el vendedor pri­mitivo.

En cuanto a la rescisión por vicios ocultos, no es fácil que se dé si'com pradcr y vendedor son de la misma yemáa y aun de la misma kábila, por ser los sujetos más o menos co­nocidos y saberse lo que tiene cada uno ; pero, si ocurre, la yemáa o la tribu resuelven de modo inapelable. Ya no es fá­cil saber qué sucede cuando uno y otro son de diferentes agru­paciones totalitarias ; me figuro que los cbiuj de yemáa y los káides de kábila se pondrán de acuerdo y transigirán el asun­to, porque, si no lo resuelven y. se enconan los ánimos como en otros casos pasó, lo deciden las armas.

En la compraventa, igual que en muchos contratos, hay fórmulas y palabras sacramentales que indican la perfección del convenio: son los ritos de transferencia y tienen alguna variedad. En el contrato a que nos referimos, si es de cosa im­portante, cuando el trato est! hecho, el comprador pone todo o parte del precio en moneda sobre la palma de la mano del vendedor; juntan uno con otro la mano como en un saludo, y éste la vuelve sobre la de aquél: inversamente verifican otra vuelta en igual forma, de manera que el dinero torna a la palma del vendedor, pronuncian las palabras de «.Al-lah ier- bah» (Dios haga ganar), y el rito ha concluido. Tiene esto, sin duda, alguna relación con la palniada que indica la per­fección de la compraventa en nuestro Derecho forai de Na­varra. Más común es que el indicado rito se emplee cuando hay cantidad de dinero importante. Si la venta es de ganado,

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hay otras fórmulas que no he podido saber. Desde luego, en los casos en que aplican el rito, mientras su acción no se ve­rifica, no hay compraventa hecha.

Si se trataba de inmuebles, sobre todo predios rústicos, el rito solía consistir ep personarse ambos contratantes en la finca públicamente, y en presencia de los chiuj, con cuerdas- de longitud fija, medían el largo y el ancho de las parcelas, recorría el comprador el terreno cogiendo puñados de tierra como signo de posesión y quedaba perfecta la compra. Si era un polígono irregular, compensaban a ojo los entrantes y sa­lientes de las lindes. También solían medirse las tierras to­mando por unidad el área que cubre el contenido de un saco de sembrador al tirar la semilla a voleo en la marcha normal de sembradura, y a esta medida le llaman zazut. A veces calcu­laban por el número de amelgas que. se forman para sem­brar a lo largo de las besanas, y asimismo por comparación, en cada yemáa, con una parcela conocida.

Compraventas especiales eran : la del extraño a la kábila o yemáa y allí establecido, porque ha de resolver el grupo si lo admite o lo rechaza, y aunque la admisión influyo en la capacidad civil, como aquélla se refiere más bien a la convi­vencia, hecha la compra, lo comprado adquirido se queda ; la venta de bienes de un ausente deudor, que no era del todo una venta judicial, aunque tenía algo de ella, hacíase ante el a lia­lo, el chéij y los notables de la yemáa juntos con el acreedor, y había un retracto a favor del ausente si volviera, lo que daba lugar a una serie de reglas por mejoras y por cobranza del crédito nada fáciles ni sencillas; la llamada erkacen o com­pra por mitad entre dos adauirentes, usada más comúnmente en la adquisición de ganados y en la de cosa indivisible, como vaca o caballo, lo que requiere una reglamentación adecuada si se trata de bienes productivos que necesiten trabajo, y, por último, la adquisición por la yemáa de cosas útiles para el común, de la que ya se ha tratado.

Pasamos ahora a los lugares de contratación. No ha ha­bido comercio de gran escala en el Rif ; los naturales han vi­vido de los productos de la tierra, v lo que consumían de ma­nufacturas europeas se lo suministraban hebreos que recorrían

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el país con sus borriquillos morunos cargados de chirimbolos y menudencias y comprando a bajo precio frutos del terreno. También algunos moros arriesgados llevaban de Gibraltar en sus cárabos diferentes materias. Antes había un activo comer­cio desde las tres kábilas nómadas y ganaderas y desde Mar- Chica a la costa de Beni bu Gafar y Beni Sicar, consistente en pieles y si, todo llevado a lomos de caballerías, porque en el Rif no hubo tránsito rodado hasta que lo introdujeron los españoles, y embarcaban en sus pequeñas naves dichos pro­ductos con rumbo a Argelia. Tampoco había tiendas, y cuando' necesitaban algo, sin salir del duar (13) o de la yemáa, lo- compraban a alguno que tuviera depósito en su casa para ne­gociar en los zokos.

La secular costumbre de los mercados semanales, subsis­tente en España, era el verdadero lugar de compraventa. Los zokos, uno por cada kábila, alternados de manera que se cele­braran en días diferentes cada uno, proveían con regularidad a todas las necesidades. Para ellos había numerosas prescrip­ciones, principalmente la de no acometerse allí los enemigos ; el terreno comprendido en los límites jurisdiccionales del zoko era sagrado, castigándose los delitos en él cometidos con pe­nas de no mucha blandura; y 's i dentro de su recinto se ven­tilaba alguna de las feroces deudas de sangre ( arrakébedh), que a veces extinguían las familias (reminiscencias de estos; crímenes duran todavía en algunos pueblos españoles), se pe­naban con dureza, y asimismo los atropellos de mujeres. Los caminos que al zoco llevaban tenían acotada su área, y en ellos regían análogas prescripciones. Todo esto lo inspiró la nece­sidad de convivencia.

Los chiuj de las yemáas y el káid de la kábila eran auto­ridades que velaban por el orden de los zokos, resolvían las cuestiones mercantiles y protegían al que allí fuese, aunque llegara de lejanas tierras. El zoko fué el lugar donde se trata­ron las cuestiones de interés para la tribu, donde se predicaba la paz o la guerra y donde los bandos políticos realizaban sus

•propagandas y se disponían para la acción. Eran verdaderas

(13) Poblado nóm ada (voz árabe).

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-cortes, como la plaza pública de los griegos, y como asam­bleas populares.

Esos mercados eran el lugar propio de las compraventas de semillas, bastimentos, muebles producto de la industria del Rif, ganados, útiles de labranza, ropas, amuletos, cromos de trasgos y vestiglos, telas, especias, joyas del país y cuanto ne­cesita la vida rifeña. Allí asistían los hebreos con manufac­turas europeas, los buhoneros- (buzorabaat), curanderos, far­santes o juglares, encantadores de serpientes (eaaisáui, plural eaaisáuen), titiriteros (aachori, plural eaaclioriyen), saltimban­quis y los pretendidos taumaturgos con sus juegos de presti- digitación para embaucar a los sencillos kabileños. El zoko era uno de los principales sitios de reunión ( remesel-la, plural re- mesel-laz) ; allí se difundían las noticias de interés para la comarca por la concurrencia de zonas distantes v se improvi­saba el servicio de correos transmitiéndose de unos moros a otros las cartas escritas en árabe por algún aketatbi o escri­biente para las amistades o familiares en tierras lejanas; allí se unificaban los precios. Eran lugar de paz y de tregua para las hostilidades y el sitio donde se pregonaban las designa­ciones de funcionarios y se leía el mensaje del Sultán a las tribus insumisas. Eran lugares de comercio, pero también un poderoso impulso de las multitudes rifeñas.

Notable fué la existencia de zokos de mujeres, que hasta hace no mucho estuvieron emplazados en diversos lugares del Rif. No entraban en ellos sino las hembras, v dada la cos­tumbre musulmana de ocultar la mujer a los hombres que no isean familiares muy allegados, no es de extrañar que se im­pusieran penas a los varones que infringieran la prohibición de entrar y no se mantuvieran a una distancia respetable, no -sólo del zoko, sino de los caminos y pasos obligados para ir al mismo y su regreso. Había unas mujeres encargadas de vi­gilar, y si llegaba un hombre, iban en queja a los chiuj : si ■el viandante era algún extraño desconocedor de la costumbre, una mujer le preguntaba lo que buscase, traía lo que fuese al sitio donde se hallaba detenido, le cobraba el precio y le de­jaba seguir su ruta. Parece, también, que se miró mucho la calidad de las mueres y, cuando eran mal vistas, negábaseles

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la entrada. Había una de ellas, a quien llamaban en español ala fakira», que dirigía todo lo relativo al orden, y si surgiese alguna falta, como riña de moras, imponía multas, haciendo ejecutra sus decisiones al káid de la kábila a que pertenecía el zoko. Hasta cierta fecha hubo un zoko de esta clase en Beni Tuzin, pero existían muchos más. En Ain Zora, entre las ká- bilas nómadas, hubo uno de bastante prestigio donde concu­rría lo más distinguido de la sociedad rifeña femenina, o, como decían los moros informadores, «señoras decentes», que, por lo visto, también en el Rif hay clases y elegancia y señoriteo, aunque lo crean selvático, montaraz y bravio.

Contratos de garantía.— Del Rif puede afirmarse que estos contratos se encuentran mezclados y confundidos. Desde luego, no ha de olvidarse que el crédito o confianza tiene, entre los naturales del país, un concepto algo distinto que entre nos­otros: no se funda sólo en el dinero, sino que se extiende, con gran amplitud, a las circunstancias personales y lleva con­sigo un cierto espíritu religioso que le da más seguridad y for­taleza.

Los hebreos dan sin garantía préstamos a los moros a fin de adquirir granos de siembra para que se devuelvan, con al­gunas creces o interés, ar enebdhu, o sea en la recolección. El rifeño no suele faltar a ese compromiso, y el acreedor, si es mal añ.o, aguarda a que venga una cosecha que dé lo sufi­ciente para el pago y para las más apremiantes necesidades ; y ello sin títulos, ni testigos, ni intervención de funcionarios: es algo sagrado, de veneración y respeto en los usos de Agricul­tura. También los moros que tuvieren algún depósito de semi­llas habían de darlas para sembrar en los años de escasez an­gustiosa. Algunas mezquitas y morabos dueños de bienes so­lían dar semillas de siembra o frutos para los menesterosos, y aun instrumentos de trabajo para labranza, siempre a con­dición de devolver. El sácrificio por el bien común es la re­gla que inspira todo esto.

No es posible encuadrar los contratos de garantía rifeños en nuestra nomenclatura, porque son cosa diferente y no hay en ellos líneas que en realidad los separen. No es otra cosa sino el estilo del Rif, vago y nebuloso ; así como en la Natu­

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raleza no hay líneas cortantes de luz y de sombra, sino gue entre ambas existe una zona media de penumbra, aunque sea imperceptible, igual sucede allí con las ideas ; tampoco en ellas suele haber esquinas. Estos contratos sólo se acostumrba a em­plearlos como accesorios del préstamo de consumo o de uso.

Empecemos por el contrato de fianza personal (admán): en él existe alguien de quien se desconfía, sujeto del contrato garantido, y otra persona que inspira confianza, sujeto dél con­trato accesorio. En el Rif no había gente que pudiera llamarse en verdad adinerada, y una de dos: o se trata de un contrato de posible consumación normal, y entonces se confía en todas las personas conocidas a quienes se consideran formales, o el contrato principal es de dudoso cumplimiento, y entonces na­die espere crédito y confianza. Por eso la fianza personal suele ser de poco uso en aquellas tierras. Esto entre rifeños que se conozcan unos a otros, que entre desconocidos o extranjeros todo engaño al sentir popular, en la realidad de la vida, lo admite.

Esos moros están por lo seguro: garantía que consista en una cosa mueble o inmueble que valga y quede en poder del acreedor. Por eso no hay diferencia apenas entre la hipoteca y la prenda, que hasta el nombre en chelha (arrehen) es el mismo para ambas. Aunque la distinción entre muebles e in­muebles no exista en el derecho consuetudinario del Rif, la realidad no puede menos de imponerse : así la prenda se usa para los primeros y la hipoteca para los segundos. También, aunque los muebles que se daban en garantía pignoraticia po­dían ser cualesquiera, dada la pobreza y rustiquez del rifeño, que le hacen tener pocos muebles y de escaso valor, la prenda se reservaba para las alhajas casi siempre. En uno y otro con­trato la regla fué que la cosa pasara a poder del acreedor y que éste no cobrase interés a tanto fijo, sino que compensara los intereses con el fruto cuando lo hubiera. No he podido com­probar si en la joya empeñada, que en chelha lleva el nombre de zamriez, plural zimrisin, al no producir fruto alguno, se compensará el uso de ella con los intereses ; pero en este su­puesto no sería extraño que la estipulación fuera siempre sin interés, como sucede cuando en la hipoteca se establece para

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el pago un termino menor que el año agrícola, en cuyo caso el acreedor tiene que devolver la finca sin recibir nada como intereses.

Parece indudable que la falta de compensación a que me he referido sea una supervivencia de la antigua costumbre, que consistía en no aplicar los frutos de la cosa a la amortización del capital garantizdo. Se sabe que aun en el pacto de com­pensación para cosas fructíferas hubo de ser proscrito en al­gún sistema de Derecho y se prohibió, también, por la Iglesia Católica ; pero los moros del Rif no se detienen por sutilezas de conciencia, y así, cuando se trata de fincas muy producti­vas, la ganancia que obtienen con la pretendida compensación da ciento y raya a la de nuestros más aguerridos y formida­bles usureros, sin que lo eviten costumbres ni prescripciones religiosas. No obstante, precisa no juzgar con demasiada li­gereza a estos indígenas, porque, si la finca es buena, el acree­dor al devolverla por pago perdona con frecuencia cierta can­tidad por la ganancia obtenida al percibir los frutos. A veces se pacta que el deudor retenga la finca y la cultive dando al acreedor como interés la mitad o menos de lo que aquélla pro­duzca hasta que se le abone el capital aparte; pero suele de­jarse establecido que esta condición quedará sin efecto y el predio se entregará al acreedor en el momento en que éste lo reclame.

La forma de estos contratos era casi siempre verbal : en­tregaba el deudor la cosa, y los títulos de la misma si era in­mueble (14), al acreedor, y si el plazo convenido— por lo más común en anualidades agrícolas— era menor de un año. sólo entregaba la documentación, pero no el predio hipotecado.

La duración del término ha sido interpretada de diversas maneras por estos moros cuando contraaron según la lev de España. Una vez compró un moro a retroventa una casa a un español; el contrato servía de disfraz a un préstamo usura­rio, y el vendedor, horrorizado por la crecida usura, escarbó donde pudo y a los pocos días pagó al acreedor la deuda y

(14) E s ta costum bre subsiste en algunas regiones ag ra ria s de E spaña, donde el lab rador .cree haber hipotecado su predio con sólo en treg a r sus títu los de propiedad al prestam ista .

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retrajo la finca. El moro se llamaba a engaño creyendo que su deudor no debía pagarle hasta cumplirse el plazo del re­tro y no veía, o no quería ver, que, cumplido el término, era suya la finca en domipio inatacable y habría hecho un negocio redondo. En el choque de dos leyes distintas, la española y la costumbre rifeña, el catecúmeno de la ley nueva, por él des­conocida, la interpretaba siempre a favor suyo.

El derecho de hipoteca lo mismo se daba en fincas urba­nas que en rústicas. Si eran casas, el acreedor podía introdu­cir en ellas a un pariente o a un amigo cualquiera ; podía arrendarlas o vivirlas gratis, y en lo demás se operaba como en lo ya dicho de las tierras. Igualmente se hipotecaban los establecimientos de la pequeña industria en el Rif, como las posadas y baños morunos ; pero aquí parece que no se trans­ferían sino los productos siempre que el local fuese de pro­piedad privada. Tiene esto cierta semejanza con nuestro con­trato de anticresis.

Las embarcaciones también podían ser objeto de este con­trato: el acreedor se quedaba con la nave mientras no le pa­gaban y la devolvía al recibirlo ; pero no cobraba más dinero, y el interés hallábase representado por la utilidad que sacase del barco mientras lo tuvo en garantía. La hipoteca y la prenda eran, más bien, compraventas con pacto de devolución mutua de la cosa y el precio. Lo que no suele darse nunca en garan­tía son las reses, porque venderlas es más fácil y expeditivo.

No es acaso posible la clasificación de estos contratos de garantía rifeña comparándolos con los análogos de nuestro De­recho, que en fuerza de innovaciones se apartan de sus con­ceptos tradicionales, como no hace mucho tiempo ha sucedido con la introducción en nuestras leyes de la hipoteca mobilia­ria. En general, dichos contratos del Rif no pueden llamarse prenda, hipoteca, anticresis ni compraventa a retro, porque par­ticipan de la naturaleza de unos y de otros y de una moda­lidad especial que los confunde o los distingue.

Sería dar demasiada extensión a este humilde trabajo, si se tratase aquí de otras muchas figuras de contratación crue existen en este derecho consuetudinario, con una multiplicidad de variantes que asombran por su rareza y porque en España

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han tenido extraordinaria fecundidad, revelada en nuestro fol­klore y en las costumbres populares. Gon los citados contra­tos basta para ejemplo.

El derecho tradicional no escrito, con la intervención de- las naciones europeas, desaparece por instantes 'absorbido por la legislación de los países protectores, y urge salvarlo si nos interesa conocerlo.

Por último, en lo que algunos moros llaman hipoteca existe un retracto que probablemente alcanza a gran parte de los con­tratos de garantía: en casos de venderse la finca hipotecada, el acreedor hipotecario tiene derecho a retraer por el mismo precio de la enajenación. Claro es que en éste y en los demás casos cabe el engaño de simular un precio exagerado ; pero es fácil discutirlo ante la yemáa que, por el conocimiento de las personas y de las fincas, no carece de medios para resol­ver. Si el comprador es desconocido o extranjero, el derecho consuetudinario no se invoca ; y así han tomado las tierras aquellas un valor antes insospechado por el rifeño. Si este re­tracto no se ejercita, siempre tiene derecho el acreedor hipote­cario a conservar la finca rústica hasta levantar la cosecha y,, mientras tanto, el comprador deposita ante la Autoridad el im­porte de la compra. Sucede así cuando el acreedor tiene en su- poder la cosa y el gravamen concluye consumada la venta.

VI

LA TITULACION

Cuanto se ha dicho hasta ahora no debe dejar la impresión de que los moros, y en especial los del Rif, procedan como ángeles, y el. candor y la inocencia inspiren la práctica de su derecho. El folklore rifeño contiene los cuentos de Yáhia, el Gedeón del país, que’ cometía engaños lucrativos por medio de bufonadas en los zokos y en la venta de objetos comerciales. El rifeño es sagaz y pérfido: si puede violentar la ley, lo*

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hace ; y si puede engañar, engaña ; mejor si no es musulmán •el engañado. Nuestra historia colonial contemporánea está llena de engaños en la venta de tierras. Ocasiones hubo en que fue­ron conducidos de noche, a pretexto de falsos peligros, los buscadores de minas hasta un crestón de mineral que brillaba a la luz de la luna ; parecía señal inequívoca de que hubiera allí, por lo menos, hierro oligisto. Cobraron con largueza, y cuando las tropas conquistaron aquel trozo de suelo, vióse que aquella floración metálica y brillantes no era sino unos cuan­tos pedruscos traídos sabe Dios de dónde para que los extran­jeros cayeran en la trampa.

Compréndese que contra la suspicacia y falsedad del moro había de existir alguna garantía. No bastaba el hecho de la propiedad ; faltaba el instrumentum: Había el contrato y el -acta de posesión subsidiaria, uno y otra escritos en árabe.

En tiempos no muy lejanos, si un moro labraba algún te­rreno, trabajándolo públicamente y sin oposición de nadie, la yemáa lo consentía con su silencio ; ello no quiere decir que íi favor del ocupante prescribiese. Sólo cuando la memoria del antiguo dueño y de los suyos se hubo por completo perdido, el poseedor adquiría la propiedad con todas sus consecuencias.

Se nos d irá: ese período tan largo, transitorio, ¿cómo se llena? ¿Qué facultades tenía el poseedor sobre la tierra ocu­pada? Todas las que en el Rif correspondían al dueño y, por tanto, las de transmitir y gravar ; pero cuantas acciones rea­lizase iban sujetas a una condición resolutoria, que consistió en recobrar la cosa el primitivo dueño o cualquiera de sus causahabientes si llegasen a perecer ; luego venía el abono de mejorar y el cobro de rentas, sin merma alguna para los de­rechos del verdadero propietario.

Veamos lo que, entre rifeños, equivale al título posesorio, que ellos nombran m ulkía (del árabe mule, propiedad): es un acta donde se refiere el hecho de la posesión. Cuando alguno quería hacer constar su condición de propietario, generalmente de tierra, en tiempos muy antiguos, probablemente iba al káid de la kábila o al chéij de la yemáa ; concurrían, también, los notables de ésta y cuantos quisieran agregarse; existiría un Tito posesorio, puesto que ahora lo hay en las transmisiones de

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terrenos, y como el círculo de la yemáa es reducido, todos sa­bían la verdad del hecho y se transmitía de generación en ge­neración. Esto era lo que impropiamente podríamos llamar un acta o ra l, allá quedaba en la memoria de todos. No podía ser de otra manera, porque no tiene signos gráficos el idioma rifeño. Al verificarse la invasión islámica apareció el alfakí, y éste era funcionario, sacerdote, hombre letrado y prudente, que en árabe escribía el acta y la entregaba al poseedor: he ahí la mulkía.

Según iba extendiéndose la presión arábiga aparece el No­tario (llamado en árabe addel, plural, adul, del verbo aaddel, arreglar), uno por cada kábila ; pero como no siempre era po­sible acudir a este funcionario, se utilizaba el alfakí para ta­les menesteres. Y desde que parecen ambos dignatarios deja de ser oral el procedimiento y surge la escritura (crchuáguedh). Había empezado, pues, la contratación escrita en toda su am­plitud ; pero como el alfakí y el adel venían de las escuelas o de la Universidad (en árabe medarsa), introducían el derecho islámico ; y el consuetudinario bereber, con frecuencia desco­nocido por ellos, va poco a poco extinguiéndose y olvidándose hasta que desaperezca por completo si pronto no nos aplicamos a su estudio y conservación, a lo menos como preciada reliquia de un pueblo primitivo.

Los riíeños preferían un alfakí porque solía ser de la tierra y en alguna zameqidha de la región había hecho sus es­tudios, por lo que no era extraño al derecho regional. Ni el alfakí ni el adel tenían demarcado territorio fqo, y se prefe­ría uno cuya virtud y sapiencia fuesen conocidas; al más ve­nerado se le buscaba desde lejanos países y su prestigio du­raba después de la muerte, de tal modo que un título autori­zado por él se tenía como un dogma de que va no podía du­dar nadie. Era la virtud del Notario, su particular fama y nombradla, lo que garantizaba: la verdad del documento y del acto, no un mandato de ninguno que lo erigiese en veraz e impusiera a todos la credibilidad de su dicho ; si entendía el idioma del país y sabía la costumbre rifeña, bastaba para con­siderarle como hombre superior y honrado.

No era fácil la usurpación ni el estelionato, porque elC o n f .—14

hecho era público, la tierra sabida por todos y conocidas las personas. ¿Se dirá que, a pesar de todo, podía haber engaño? Ciertamente que lo hubo alguna vez. Si surgía el despojo, di­cen algunos que el despojado podía hasta matar al usurpador, pero esta afirmación no parece probada. Lo cierto es que, si el perjudicado iba al káid o a los chiuj de las yemáas o denun­ciaba el hecho cualquiera que lo supiese y resultaba cierto, se le quitaba al usurpador la materia del engaño para restituirla al dueño verdadeio.

Si el despojo consistía en privar a una kábila de terrenos suyos, defendíalos ella ; si entre yemáas o entre familias, cada grupo sostenía su derecho y guerreaba hasta arrojar a los ocu­pantes o hasta ser vencidos y tener que abandonar sus bienes, por suerte adversa de las armas.

VII

LA SANCION

Las penas corporales aplicadas por cualquiera según su vo­luntad y la ejecución de algunas tumultuariamente por todos los hombres del grupo, dan un aspecto bárbaro y cruel a este derecho punitorio del R if: preocupa el delito, pero no in­quieta gran cosa la naturaleza del delincuente.

No se marca clara la distinción en los grados de la infrac­ción delictiva, como no sea en el tanto de la multa que suele acompañar a toda pena ; ni hay una clasificación de las cir­cunstancias modificativas de la responsabilidad crim inal; no se hace en ellas una consideración separada, sino oue van uni­das al delito como un todo indivisible, aunque influyen en el más o el menos de la pena, pero de una forma un tanto arbi­traria casi siemore.

La dualidad del derecho punitivo rifeño se manifiesta en la multa con oue, en parte, se castigan los delitos: una por­ción de aquélla va al perjudicado como indemnización del'

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daño, y otra es generalmente para la yemáa como sanción del derecho perturbado. Las penas más frecuentes solían ser las corporales, y, entre ellas, el apaleamiento. Para los delitos gra­ves se aplicaba la expulsión del grupo y la confiscación de bienes, y en los muy graves, la pena de lapidación, que eje­cutaban en los zokos los hombres de la yemáa o de la kábila, cambiándola en épocas próximas por tiros de fusil en igual forma hasta acabar con el culpable si no encontraba la salva­ción en la huida. Los castigos de privación de libertad no se empleaban, puesto que no había cárceles ; sólo a los efectos de la detención se ocupaba una casa o jáima cualquiera.

En los ladrones distinguían el obligado por la necesidad, el de ganados y el que robaba por hábito ; al primero, si pro­baba su indigencia y sustrajo para comer, le hacían pagar el daño si le encontraban algo, y pagase o no pagase, le perdo­naban siempre ; al de ganados, si no fue por necesidad, se le expulsaba de la kábila, y al habitual se le imponían diversos castigos en cada región, y aquí es donde solían aplicar la pena islámica de córtale ox-eja o mano, o bien sacarle los ojos y ser expulsado del grupo. También se empleaba la de pasear al sustractor, hombre o mujer, montado en un burro por los zo­kos, mostrándole a la vista y a la mofa de todos ; así el que lo veía le golpeaba y todos le inferían diversas injurias.

Cuando el robo era grave y el ladrón indigente, dábanle cincuenta o cien palos, y para ello los ejecutores poníanle des­nudo, tendido boca abajo ; varios hombres le sujetaban pies y manos, mientras otro le daba en los glúteos y en los lomos con lo que llaman esfel, que es una cuerda de cáñamo mojado y retorcido, guardada por el alfakí para esta triste faena. Si el ladrón era gitano, esperaban a que llevase unos cuantos palos y, cuando sangraba, echábanle sal o pimentón picante en las heridas o moraduras, con lo que el dolor se aumentaba y la pena convertíase en una tortui'a horrible.

En los delitos propiamente de robo, el perjudicado quedaba libre de toda responsabilidad si acertaba a matar al ladrón en el instante de cometer el despojo. Si la sustracción ei’a impor­tante, se reunía el chéij con los notables de la yemáa y obli­gaban al autor del delito a pagar el daño si tenía algo; pei'o

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lo más común fué que invadieran la casa del reo y se apode­rasen de cuanto en ella hubiese, repartiéndolo entre los del tumulto. Se llevaban manteca, azúcar, pan y todo lo que ha­llaban comestible, para hacer luego, en el patio de la mezquita o en la escuela, una estupenda comida, donde participaban todos los de la yemáa. Téngase en cuenta que en un pueblo donde el comer es cosa problemática, esto era para los moros un festín extraordinario. No hace falta expresar que en la casa del culpable no dejaban ni los clavos.

Los robos en cuadrilla, con ultrajes a las mujeres, incen­dios de las mieses o destrucción de cosechas en el campo o almacenadas en los silos, eternos motivos de odios y de san­grientas luchas, además de otras penas, llevaban consigo otras multas que alcanzaban a la familia entera de cada inculpado, consecuencia lógica de ser colectiva la propiedad ; los parien­tes formaban bloque para la defensa o caución de sus allega­dos familiares. Se castigaba siempre con muerte el robo con homicidio, y distinguían muy bien la violencia de algunas sus­tracciones ; los nombres chelhas lo hacen notar : Robo : agh- codh, plural aighctéien. Hurto : zukkardha, plural zukkardhíuin.

Las estafas y - otros engaños ( zasemmedh, plural zisemm- dhin) no parece que tengan sanción en el Rif, porque lo con­sideran como castigo al engañado por su tontuna. Existe, no obstante, una acción civil para recobrar lo defraudado. El daño ( adharri, plural idhárrien) se castigaba siempre con in­demnización y multa ; si el daño era considerable, y, sobre todo, si el dañador fuese reincidente, se le expulsaba de la kábila, y si creían ser mucha su temibilidad, aparecía muerto cuándo y dónde nienos se esperase, sin que nadie preguntara nunca quién lo había matado.

Algunas veces no era sólo un individuo, sino una yemáa entera, la que caía en la noche sobre otra, generalmente dis­tante, con galopar de caballos y estrépito de guerra. Llevaban los jinetes a la grupa de sus monturas otro hombre desnudo con la gumía entre los dientes, untado el cuerpo con grasa de chacal, que ahuyenta y hace callar los preros ; salían con armas los atacados, tirábanse a tierra los atacantes desnudos y quedaban sin ser vistos, con el color del suelo; entablábase el

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combate entre los atacados y los jinetes agresores, que fingían vencimiento y huían al correr de sus caballos, siguiéndoles de cerca los agredidos. Entonces los moros desnudos se levanta­ban de la tierra, penetraban en las casas o jáimas, donde sólo mujeres, niños y hombres inválidos quedaron, y robaban y ma­taban a mansalva ; abrían los silos y esperaban el regreso de sus compañeros, ya victoriosos, que cargaban sobre sus caba­llos el espléndido botín y salían al galope, montados a la gru­pa los mismos hombres desnudos que trajeron. Aquello no era el latrocinio aislado : era la gueiTa.

Y sucedió con fi'ecuencia que los atacados se rehiciesen y pusieran en fuga a la yemáa ladrona y atacante, quedándose con algunos prisioneros, que al otro día amanecían atados a unos palos enhiestos en el centro del aduar o caserío y prin­cipiaban las negociaciones entre los bandos combatientes: de­volución de lo robado, si lo hubo, y pago de una suma cuan­tiosa, o la muerte de los prisioneros En ocasiones salían las mujeres a plena luz, miraban a los presos atados y, compade­cidas— hembras al fin— de la apostura y reciedumbre de los cautivos, pedían a gritos el perdón; los triunfadores cedían o se negaban, condenándoles a ceguera perpetua ; un hierro can­dente a los ojos y la jornada quedó concluida Yo he visto muchas veces a estos ciegos de la noche trágica circular por las calles de Melilla vendiendo cachibaches morunos, sin que los bienhechores médicos d.e España pudieran restaurar la vi­sión en aquellos ojos de retinas deshechas.

La investigación de los delitos era cosa del káid y de los chiuj y notables de la kábila, con información más o menos secreta o pública, donde todos se hallaban interesados para no tener entre ellos ningún ladrón temible que les perjudicara en sus bienes. Cuando el perjuicio lo sufrían extranjeros o gen­tes de agrupaciones distantes, ya no les interesaba el asunto. La prueba en cosas de importancia era principalmente el ju­ramento ( eraáhedh), infiltración del charáa o derecho árabe. La sentencia ( erihkámez) respondía al régimen tradicional del país, y era el grupo, en casos graves, quien la dictaba : la asam­blea resuelve, y el grupo entero ejecuta.

Cuanto aquí se lleva dicho no es cosa pasada del todo;

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aun vive y se practica en lo que no sea inmoral o de ilícita costumbre y el Protectorado español lo consienta. Pero no se olvide que el Convenio donde se introdujo la intervención de España en el Magreb no se trató del derecho de las regiones, sino del común y general del Imperio.

Estas notas no son sino una ínfima parte del Derecho ri- feño, que no se estudia en las bibliotecas ni en los gabinetes particulares de trabajo. Hay que ir al Rif para comprender todo el alcance de esta tradición secular perteneciente a un mundo cuyas ideas son diferentes de las que manejamos nos­otros. Y aun los que hemos estado allí no podemos asegurar que se haya descartado el error en la observación de los hechos.

El derecho consuetudinario rifeño es una cantera sin tocar, y quien guste de lo que fueron paisajes de almas en las gene­raciones muertas, ahí tiene campo libre donde se ejerciten sus actividades. El choque de costumbres y de jurídicos sistemas contradictorio fué causa, en ocasiones, de guerras coloniales, y si el conocer y divulgar el modo de vivir y las ideas de los países de conquista evita la intervención armada y ahorra san­gre de hermanos a la P atria ..., ¡ya es motivo suficiente para ese estudio!

Madrid, 20 de abril de 1948.