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MADAME BOVARY. UN ABSOLUTO DESDE EL RELATIVISMO LITERARIO D ice Milan Kundera que la literatura es el arte de las paradojas terminales de la existencia; un ámbito que ni la historia, ni la religión, ni la política o la sociología pueden abordar sino de una forma burda e incompleta. «La novela explica solo aquello que la novela puede explicar. Si necesita- mos respuestas existenciales acudamos a la filosofía, si necesitamos ver- dades deshonestas, a la historia; si necesitamos solaz y promesas, a la religión». La literatura auténtica no busca responder preguntas a ninguna cuestión: lo que hace es susci- tar más preguntas aún, abrir interrogantes que nos hacen cuestionar los fundamentos no ya de nuestra sociedad, sino de la propia obra que estamos leyendo. Esto está presente en libros como Anna Karenina, Madame Bovary, La conjura de los necios, Su peor enemigo, y cualquier obra escrita con esa peculiar vocación de no aleccionar al lector, sino de jugar con él: proponer para quitar, suge- rir para esconder, mostrar lo que no se esperaba y ocultar lo que sí. ¿De quién nos podemos fiar? ¿De Karenin o de la Karenina? ¿Tiene razón Anna al transgredir una vida insulsa, mediocre y sin alicientes sexuales cuando se lía con Vronsky? ¿O tiene razón Karenin como marido burlado? Anna Karenina nos sorprende tomando consciencia de su sui- cidio en el último momento: pero ¿qué estoy haciendo?, parece decir mientras se arroja a las vías. Madame Bovary no solo es consciente de lo que hace cuando se suicida, tiene la valentía y la honestidad (no provocada por sus absurdas lecturas como en el resto del libro) de tomar el único camino que le queda. Y ¿de quién nos fiamos? De Charles Bovary o de Emma. Del boticario o del párroco. De Léon o de Rudolphe. De Hyppolite o de su pie gangrenado. Probablemente de nadie, porque Flaubert toma la determinación de que su libro sea tan abierto como profuso. Si somos feministas, nuestras simpatías se encaminarán hacia Emma: vive en una sociedad patriarcal y todo lo que recibe de los hombres son decepciones. En su apogeo sexual se ve obligada a convivir con alguien que no puede satisfacerla en ningún ámbito. Pero si somos más conservadores, pensaremos que quién es ella para abandonar a su marido y a su hija, que ella se casó porque al principio le atraía Charles y tomarse literalmente sus lecturas la empujó a creer que la aventura y la ambición eran la base de la felicidad. Si somos algo más empáticos que ambiciosos (en esencia Charles solo siente empatía por los demás, mientras que Emma ambiciona el ascenso social), pensaremos que Charles solo cuida de ella (como se cuida de una obra de arte que no se entiende), y desde ese punto de vista ella

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MADAME BOVARY. UN ABSOLUTO DESDE EL RELATIVISMO LITERARIO

Dice Milan Kundera que la literatura es el arte de las paradojas terminales de la existencia; un ámbito que ni la historia, ni la religión, ni la política o la sociología pueden abordar

sino de una forma burda e incompleta.

«La novela explica solo aquello que la novela puede explicar. Si necesita-mos respuestas existenciales acudamos a la filosofía, si necesitamos ver-dades deshonestas, a la historia; si necesitamos solaz y promesas, a la religión».

La literatura auténtica no busca responder preguntas a ninguna cuestión: lo que hace es susci-tar más preguntas aún, abrir interrogantes que nos hacen cuestionar los fundamentos no ya de nuestra sociedad, sino de la propia obra que estamos leyendo. Esto está presente en libros como Anna Karenina, Madame Bovary, La conjura de los necios, Su peor enemigo, y cualquier obra escrita con esa peculiar vocación de no aleccionar al lector, sino de jugar con él: proponer para quitar, suge-rir para esconder, mostrar lo que no se esperaba y ocultar lo que sí.

¿De quién nos podemos fiar? ¿De Karenin o de la Karenina? ¿Tiene razón Anna al transgredir una vida insulsa, mediocre y sin alicientes sexuales cuando se lía con Vronsky? ¿O tiene razón Karenin como marido burlado? Anna Karenina nos sorprende tomando consciencia de su sui-cidio en el último momento: pero ¿qué estoy haciendo?, parece decir mientras se arroja a las vías. Madame Bovary no solo es consciente de lo que hace cuando se suicida, tiene la valentía y la honestidad (no provocada por sus absurdas lecturas como en el resto del libro) de tomar el único camino que le queda. Y ¿de quién nos fiamos? De Charles Bovary o de Emma. Del boticario o del párroco. De Léon

o de Rudolphe. De Hyppolite o de su pie gangrenado.Probablemente de nadie, porque Flaubert toma la determinación de que su libro sea tan abierto

como profuso. Si somos feministas, nuestras simpatías se encaminarán hacia Emma: vive en una sociedad patriarcal y todo lo que recibe de los hombres son decepciones. En su apogeo sexual se ve obligada a convivir con alguien que no puede satisfacerla en ningún ámbito. Pero si somos más conservadores, pensaremos que quién es ella para abandonar a su marido y a su hija, que ella se casó porque al principio le atraía Charles y tomarse literalmente sus lecturas la empujó a creer que la aventura y la ambición eran la base de la felicidad. Si somos algo más empáticos que ambiciosos (en esencia Charles solo siente empatía por los

demás, mientras que Emma ambiciona el ascenso social), pensaremos que Charles solo cuida de ella (como se cuida de una obra de arte que no se entiende), y desde ese punto de vista ella

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arruina insensatamente a las dos familias, los Roualt y los Bovary, contrayendo deudas zonzas que ni siquiera le acercan a ese mundo de lujo y posibilidades que ha imaginado.Si miramos el libro histórica o políticamente también veremos lo que nos interese ver en virtud

de nuestra ideología y gustos. Pero vamos con el libro.Lo que me interesa de Gustave Flaubert son sus artes como escritor, más allá de la crítica social

que pueda haber en el luminoso lapso de trescientas cuarenta y nueve páginas con que ha pasado a la historia. El principio del libro es de una brillantez exasperante (para cualquiera que quiera dedicarse a este ofi cio). ¿Quién es el narrador? Charles está en la escuela y da la sensación de que el que cuenta la his-

toria es un narrador vídeo que registra únicamente lo que ve, sentado cerca de Charles. Charles sufre las humillaciones que le dedican su profesor y sus compañeros (no muy distintas de las que vivirá, sin darse cuenta, cuando se integre en la sociedad adulta). La narración externa hasta aquí respeta la intimidad de Charles y solo nos habla (aunque de su mediocridad y conformismo) de él externamente:«Era un muchacho de temperamento moderado, que jugaba en el recreo, trabajaba durante el

estudio, escuchaba las lecciones, dormía bien y comía bien en el refectorio».Pronto Flaubert salta como una rana a la narración omnisciente que solo alguien tan cerca de

Charles como para estar en su interior podría valorar con una imaginería visual como la que sigue en este símil:

«Pronto se vio que no alcanzaba a comprender nada; escuchaba con atención, pero no llegaba a asimilar. Cumplía su trabajito cotidiano a la manera de un caballo de picadero que da vueltas en el mismo sitio con los ojos vendados».

Un cambio como ese podría chirriar en cualquier otro escritor, pero en Flaubert nos da un poco igual, porque su pericia es cegadora. La maestría de Gustave Flaubert con las imágenes auditivas, olfativas, sinestésicas, táctiles y visuales (cuando no todas juntas) es algo que deberían estudiar todos los que quieran dedicarse a la escritura. Nunca están ahí para que el escritor de-muestre lo que sabe hacer: están ahí porque cumplen una función en el conjunto del libro. Igual pasa en Salambó, Bouvard y Pécuchet o La educación sentimental, aunque no tengan la talla de este libro.Flaubert nos desplaza al ámbito de los progenitores de Charles. Su padre, un vividor desabrido

y procaz; su madre:

«No le bastaba haber criado a su hijo, hecho estudiar medicina y encon-trado Tostes para que pudiera ejercerla: precisaba hallarle una mujer».

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Con solo dos o tres frases nos ha trazado al padre y a la madre, pero sobre todo el viaje vital que le espera al pobre Charles. Es un campesino cuyas ambiciones son inexistentes, pero la pro-yección psicológica de su madre ve talento donde no lo hay, y dinero donde tampoco lo hay: lo casa con una viuda que miente sobre su dote. Charles cree ver un signo de libertad (que él identifi ca con ganar dinero y gastarlo) en su ofi cio

médico y el matrimonio con la viuda. Craso error. En realidad ha cambiado de dueño. Ahora la viuda rige su vida: abre sus cartas, espía sus pasos y escucha a través del tabique sus conversacio-nes. Charles gana fama en Tostes con el padre de Emma, que sufre una fractura.Aunque lo consideran un médico fetén, el ritual exagerado que utiliza Flaubert para entablillar

una pierna con una fractura limpia nos hace entender que la medicina no es lo suyo; solo ha seguido las instrucciones de su madre, como más tarde seguirá las de Emma u Homais. Para rematar el desinterés de Charles en su paciente durante el tratamiento:

«Le impresionaban aquellas manos blancas de Emma y sus uñas reluc-ientes».

Entra en escena uno de los personajes más maravillosos de la literatura universal, EmmaRoualt-Bovary. Así la describe Flaubert:

«Sus cabellos, dos cocas negras tan alisadas que estaban separadas en mitad de la cabeza por una raya fi na que se hundía ligeramente sigui-endo la curva del cráneo. A la manera de los hombres, llevaba entre dos botones del corpiño unas gafas de concha».

¿Qué sabemos hasta ahora de los dos? Sabemos que los dos buscan la libertad. Charles a través de un trabajo en el que no destaca, Emma a través de una masculinización inconsciente en su vestuario, que tendrá connotaciones cada vez más trascendentes en el desarrollo de la trama. Si los hombres son los que dominan, imitémosles. El problema es que el hombre por el que se siente atraído Emma, quizá el primero que pisa su casa aparte de su padre, es un eneatipo de dominado pasivo, como ella lo es de dominadora activa.

Pronto nos enteramos de que la mamá de Charles no tenía tan buen ojo. La viuda había menti-do sobre sus posesiones y se halla entrampada, está literalmente arruinada y sus posesiones em-bargadas. Charles, no podía ser de otra forma en alguien que es incapaz de mirar por sí mismo y muy capaz de mirar por los que le destruyen, sale en su defensa ante sus padres. La viuda muere poco después, y Charles tiene el camino expedito hasta Emma. Su cortejo es

todo un recital de indecisiones, miedos, retrocesos y caídas en picado.

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Su suegro se ve obligado a amonestarle: «Pero hombre ¡si los dos sabemos lo que me va a pedir desde hace meses! Hágalo ya y no le dé

vueltas. Bien es cierto que habría que pedir consentimiento a Emma, como algo formal, claro está».

Cuando se instalan nuevamente, Flaubert nos enseña cómo y para qué se utiliza la descripción en la narrativa:

«Al otro lado del pasillo estaba el gabinete de Charles, pequeño cuarto de seis pasos de anchura con una mesa, tres sillas y un sillón de despacho. Los tomos del diccionario de ciencias médicas, sin cortar, pero cuyas cu-biertas habían sufrido el curso de todas las ventas sucesivas, guarnecían casi por sí solos la biblioteca».

Es decir, Charles ni siquiera ha abierto el vademécum. Tampoco tiene interés alguno por otras lecturas. Pero las lecturas de Emma, genial contrapunto, son excesivas y de otra índole: Pablo y Virginia, libros cristianos con el sagrado corazón atravesado, etc. La evolución como lectora de Emma es también signifi cativa del acierto de las artes fl aubertianas. De esa primera etapa pasará al amorío platónico con Léon de la mano de sir Walter Scott y sus doncellas rescatadas. Cuan-do Rudolphe le descubra los placeres del sexo y en su fuero interno se sienta tan decepcionada como sumisa ante él, leerá biografías políticas: María Estuardo y Juana de Arco tan sufridoras, en-tregadas y carismáticas serán su guía literaria. «Arpas sobre los lagos, cantos de cisne moribundo, caídas de hojas y las vírgenes puras subidas

al cielo», remata Flaubert.Una conversación con Charles, que ignora por completo el vocabulario empleado en equita-

ción, convence a Emma de la poquedad de Charles. «Este hombre no sabe nada, no desea nada». La identifi cación que hace Emma entre el saber y el desear nos da una idea de la confusión y el magma que hierve en su interior. Magma que no sale afuera con Léon, otro mal lector, igual que Emma, que confunde vida y

literatura: después de tres meses de amorío platónico, el pasante se marcha sin haberla tocado. Tras la marcha de Léon, otro increíble ejemplo de cómo se utiliza la descripción sin dejar atrás la acción en la narrativa. Siempre decimos en los talleres que entre acción y descripción debe haber un equilibrio, porque ambas maneras de narrar no son opuestas y se mezclan en el buen escritor. He aquí un ejemplo:

«Su vida era fría como un desván cuyo ventanuco da al norte; el aburrimiento, araña silenciosa, hilaba su tela en la sombra en todos los rincones de su corazón».

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Con Rudolphe, la evolución literaria de Emma nos muestra la desnudez de su alma: ahora los elegidos son Eugenio Sué, Balzac y George Sand. Pero en ningún momento para disfrutar el regalo de estos autores o cuestionarse sus propios hábitos lectores, más bien para «buscar en ellos satisfacciones imaginarias de sus deseos personales. Todo lo que le rodeaba eran pequeños burgueses imbéciles, mediocridad de la existencia, le parecía su vida una excepción en el mundo, una casualidad particular en la que estaba aprisionada».Emma enferma de los nervios y Charles, siempre presto a satisfacer, hace el petate para Yon-

ville. Se mudan allí y ahora Flaubert pone el foco en sujetos tan increíblemente estúpidos como bien trazados (Homais, Binet), o de un cinismo y una ambición sin límites (Rudolphe, Lhereux). Y esta convicción de que la vida no vale ya mucho de Emma se estrella y hace pedazos con las promesas de transgresión intuidas en Rudolphe, con el que la metamorfosis de la protagonista (solo invisible para su marido) se desata delante de todo el pueblo.

«Variaba de peinado; se peinaba a la chinesca, o se hacía bucles fl ojos o trenzas; hasta una vez se marcó una raya por la que le cayera el cabello a ambos lados como a un hombre».

Poco después saldrá a las calles principales vestida con chalecos masculinos de la mano de Rudolphe, fumando un cigarrillo. Flaubert insiste en esta masculinización varias veces, para dar-nos a entender que la idea de la libertad que tiene Emma es equipararse a un hombre, pero ¿son libres Homais, Léon, Rudolphe, Charles? No, más bien parecen atados, cada uno a su peculiar tipo de estupidez (moral, amoral, racional o irracional). Emma persigue algo que no existe en modelos que tampoco experimentan lo que ella busca,

de ahí que siempre se sienta vacía.La impresionante escena del mitin político observado por Emma y Rudolphe desde un balcón

tiene un egregio punto de saturación con otra de las fabulosas imágenes (esta vez auditiva) de Flaubert: «Solo llegaban cabos sueltos de frases interrumpidas por el rumor de sillas de la mu-chedumbre, balidos de corderos que se respondían unos a otros desde las esquinas».En este momento ya sabemos que Emma se ha entregado a Rudolphe y lo hace con unaexquisitez inédita en cualquier libro de ese siglo:

«La suavidad de aquella sensación penetraba en sus deseos de antaño, que como granos de arena en una racha de viento se arremolinaban en el soplo sutil de un perfume que se esparcía sobre su alma. Abrió las venta-nas de la nariz varias veces para aspirar el frescor de las yedras alrededor de los capiteles. [...] Rudolphe sentía la mano de Emma como una tórtola temblorosa y cautiva».

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Cuando Emma empieza a decepcionarse con lo que le da Rudolphe, vuelve su mirada a Char-les. El insoportable boticario Homais, que al fi nal del libro conseguirá el premio a su estupidez, la perseguida cruz de plata, considera que Charles está preparado para una novedad genial: ope-rar al mozo de cuadra Hyppolite de su pie equino para adquirir fama mundial.Emma y Homais presionan solo lo justo a Charles, que se deja convencer (es lo suyo) rápida-

mente. La pierna parece marchar bien al poco de la intervención, pero después se gangrena y Charles ni siquiera tiene el ánimo de amputarla. Médicos consagrados en otros distritos humillan al médico y al boticario. Desde entonces cada vez que la pierna de palo de Hyppolite golpea el empedrado, Charles cambiará de acera por precaución, aunque el mozo de cuadra aún saluda vivaracho.Con la marcha de Rudolphe, Emma pierde cualquier esperanza depositada en el amor. Intenta

llenar ese vacío como lo hacemos ahora en los centros comerciales. Se endeuda hasta límites es-candalosos, ¿para codearse con la clase alta? ¿Para vestir como una condesa? ¿Para viajar a otros países? No, para forrar sus muebles de terciopelo, las cortinas de muselina, algún sombrero con pluma y para tener una intimidad sexual con Léon en una pensión (a quien se encuentra en la ópera de París en otro momento antológico) que la primera vez no tuvo. Hasta en eso se le niega la grandeza a Emma. No puede caer con estrépito y cuestionar el orden establecido, su caída solo tendrá la grandeza del retrato que hace Flaubert.Otra nueva proeza literaria de Flaubert: el viaje en fi acre por todo París en el que ni vemos a

Emma ni a Léon, pero en el que se gesta la transformación defi nitiva de esta en una persona sometida que consiente, igual que Charles, cualquier vejación, porque ha perdido la esperanza de conseguir sus ambiciones elevadas. Y todo esto, durante un trayecto en carroza de apenas una página y media:

«Ah, Léon, verdaderamente... No sé si debo. Parece incorrecto». «¿Por qué iba a serlo? ¡En París se hace!». Y esta palabra, como un argumento irresistible, la decidió.

El viaje de Emma en carroza simboliza la transformación última de la crisálida. Cuando sale del carruaje ni siquiera vuelve la vista atrás: atrás quedan las lecturas románticas, heroicas, religiosas.Ha sido utilizada, lo sabe, y aún así volverá a ver a Léon. Cuando Lhereux vende sus letras de

cambio a un usurero peor aún (los fondos buitre actuales) que aumenta el interés de la letra, Emma se insinúa al usurero, que encima la rechaza. Léon fi nge interés en su problema, pero a Emma ya no es fácil engañarla: ha visto París en carruaje.Desesperada, busca y encuentra a Rudolphe. También le niega la ayuda, aunque para él es una

cantidad insignifi cante. Acude a Binet, que se interesa sexualmente por ella desde que llegaron a

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Yonville, pero en un último arresto de dignidad evita prostituirse. En estos breves instantes sentimos el respeto y la honestidad del narrador por Emma. Aquí

está su lucha heroica, su alzamiento ante una sociedad patriarcal tan cínica como inane: y su fracaso. Un fracaso que nos lega uno de los mejores libros y personajes de la historia de la literatura.

El suicidio que Emma eludió después de la ruptura con Rudolphe, aquí adquiere un aire inevi-table de circularidad, de destino hambriento que la fagocita para traerle la paz. Pero ni la paz ni la muerte serán como se explicaba en sus libros píos. Emma se envenena y muere, vigilada por otra de las insaciables miradas de Flaubert. La paz no parece refl ejarse en ella ni después de abandonar el cuerpo:

«Emma se irguió como un cadáver al que galvanizan, con los cabellos deshechos, la pupila fi ja, la boca abierta. “¡El cielo!”, gritó Emma. Y se echó a reír con una risa atroz, frenética, desesperada, creyendo ver la faz horrible del miserable que surgía entre las tinieblas eternas como un es-panto. Un estremecimiento la hizo caer de nuevo sobre el colchón. Todos se acercaron. Ya no existía».

Qué colosal libro y qué bien envejece.

RUBÉN MUÑOZ HERRANZ