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GACETA DE LITERATURA Y GRÁFICA NÚMERO 20 DISTRIBUCIÓN GRATUITA El ala de la mariposa JOAQUÍN-ARMANDO CHACÓN (Capítulo de la novela Una pequeña aceituna en el bolsillo de próxima aparición) S iempre llevaba puesto uno de sus sombreros masculinos, continúa mi papá, siempre un abrigo sobre los hombros, del color del nuevo vestido, o una larga capa negra, y siempre llegaba hacia el atardecer, se sentaba en el mismo lugar y miraba a través de la ventana cómo se iba acercando la noche. Durante dos o tres días llegó a plantar- se frente a mí, esperando a que yo termi- nara con mi llamada telefónica para luego preguntar por aquello que iba a disfrutar en su cena. La voz de mi tío abuelo tenía el sonido de algún otro día especial. «Muy bien, pero antes me tomaré algún scotch con hielo y soda», me decía la mujer, pero ya sin agregar nada sobre la gravedad y la decadencia. Por supuesto que le gustaban nuestros platillos, el tono orgulloso de mi tío abuelo, los disfrutaba, los de carnes rojas y los de pescado o de pollo, y disfru- taba de las entradas, de las ensaladas y los postres y del vino tinto, el blanco o el rosado. Al cuarto día, o quizá fue en la quinta tarde, sentí su presencia mientras yo estaba hablando por teléfono, sí, con una amiga mía de mis más altos aprecios, y ella lo notó y se retiró unos pasos. Cuando colgué el aparato escuché sus pasos, tími- dos esta vez, y me preguntó por el menú de la cena. Se lo dije. Albóndigas de carne y verduras. Con suficiente albahaca. Un platillo sustancioso lleno de ánimos juve- niles. Ella hizo un silencio que me pareció muy prolongado, y cuando volví a escu- char su voz no dijo nada de scotch o hielos o soda, sino otra cosa: «Quisiera pedirle que me cuente todo cuanto sepa acerca de la noche». Esas fueron sus palabras. La señora Sheepwells se removió ner- viosa en su asiento, mamá miraba con ter- nura a mi tío abuelo y enseguida a papá, éste sirvió un poco más de brandy en las copas. El señor Stiller y el señor Darnay acep- Carolina Arteaga Romero / 56.a / Digital Carolina Arteaga Romero / 30.a / Digital Carolina Arteaga Romero / 58.a / Digital Carolina Arteaga Romero / 57.a / Digital

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Gaceta de literatura y gráfica Nueva época Número 20 Distribución gratuita

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GACETA DE LITERATURA Y GRÁFICA ◊ NÚMERO 20 ◊ DISTRIBUCIÓN GRATUITA

El ala de la mariposaJOAQUÍN-ARMANDO CHACÓN

(Capítulo de la novela Una pequeña aceituna en el bolsillo

de próxima aparición)

Siempre llevaba puesto uno de sussombreros masculinos, continúa mipapá, siempre un abrigo sobre los

hombros, del color del nuevo vestido, ouna larga capa negra, y siempre llegabahacia el atardecer, se sentaba en el mismolugar y miraba a través de la ventana cómose iba acercando la noche.

Durante dos o tres días llegó a plantar-se frente a mí, esperando a que yo termi-nara con mi llamada telefónica para luegopreguntar por aquello que iba a disfrutaren su cena. La voz de mi tío abuelo tenía elsonido de algún otro día especial. «Muybien, pero antes me tomaré algún scotchcon hielo y soda», me decía la mujer, peroya sin agregar nada sobre la gravedad y la

decadencia. Por supuesto que le gustabannuestros platillos, el tono orgulloso de mitío abuelo, los disfrutaba, los de carnesrojas y los de pescado o de pollo, y disfru-taba de las entradas, de las ensaladas y lospostres y del vino tinto, el blanco o elrosado. Al cuarto día, o quizá fue en laquinta tarde, sentí su presencia mientrasyo estaba hablando por teléfono, sí, conuna amiga mía de mis más altos aprecios, yella lo notó y se retiró unos pasos. Cuandocolgué el aparato escuché sus pasos, tími-dos esta vez, y me preguntó por el menúde la cena. Se lo dije. Albóndigas de carney verduras. Con suficiente albahaca. Unplatillo sustancioso lleno de ánimos juve-niles. Ella hizo un silencio que me pareciómuy prolongado, y cuando volví a escu-char su voz no dijo nada de scotch o hieloso soda, sino otra cosa: «Quisiera pedirleque me cuente todo cuanto sepa acerca dela noche». Esas fueron sus palabras.

La señora Sheepwells se removió ner-viosa en su asiento, mamá miraba con ter-nura a mi tío abuelo y enseguida a papá, éstesirvió un poco más de brandy en las copas.El señor Stiller y el señor Darnay acep-

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taron un puro del señor Sheepwells.La señora Darnay buscó con la mirada a sushijas. Ellas escuchaban a mi hermanomayor que jugueteaba con el teclado, senta-do junto a mi hermana. La señora Stillerdijo que se estaba haciendo tarde.

Esa vez, después de su cena fui a sen-tarme con ella a su mesa, prosiguió mi tíoabuelo. Durante un buen rato sólo escu-chamos como la noche iba germinando.Luego ella dijo: «La respuesta de la natu-raleza es deliciosa al hacer sumamenteencantadores la mayoría de sus errores».Todo el resto del tiempo que permanecióen la ciudad la acompañé después de lacena. Ella bebía sus escoceses con hielo ysoda y yo mis copas de brandy. Susnoches eran diferentes a mi noche. Esamujer no podía soportar el ir avanzandoirremediablemente hacia la vejez y pensa-ba que lo ideal sería nacer a la edad desetenta años y luego avanzar con delica-deza y gracia hacia la juventud. Entreescocés y escocés bebido a tragos cortosme habló de un artista que se había suici-dado porque sus colores habían comenza-do a desvanecerse, día a día, noche anoche, hora a hora perdían fuerza, se des-moronaban, y aquel artista no pudosoportarlo y se suicidó. Ella creía en lopermanente del arte, en ése que pareceestar vistiéndose a sí mismo lentamentecon el más perdurable de los vestidos: lapátina del tiempo.

Y sí, algunas veces me habló de aquelloque estaba escribiendo o que ya habíaescrito, sus prosas, un extraño manuscri-to titulado Bow Down y eso que ella lla-maba ritmos, aquellos poemas que corre-gía y corregía sin descanso. Pero por loregular nos quedábamos en silenciodurante horas, sólo bebiendo el scotch y elbrandy. Una vez, después de un muy largosilencio me sorprendió su voz: «Me gustami experiencia humana servida con unpoco de silencio y contención. El silenciohace ir a la experiencia más lejos y, cuandomuere, le confiere esa dignidad propia delo que uno ha tocado y no se ha podido lle-var». Cosas así le gustaba expresar. Otrasveces comentaba sobre la religión y unacosa que le pareció bien de su pensamien-to no se cansó de repetirlo: «SantaCatalina de las rosas, vuelve tu miradahacia donde está la desgracia, santaCatalina de las rosas». Pero una o dosnoches le dio por revelar algunos asuntosprocaces y húmedos sin ninguna inhibi-ción, nada de lo cual les confiaré por res-peto a mis huéspedes y además porque loshe olvidado. Y ella, al concluir con cadauna de esas intimidades, soltaba una car-cajada fuerte, escandalosa, que cortaba degolpe, de modo que uno podía descubrirel volumen del silencio posterior.

A veces era yo quien hablaba, tal vezdurante horas sin que ella intervinierapara nada, atenta a mis palabras.Finalmente un día le llegó el chequeesperado, el que le mandaba su mecenasy amiga, esa coleccionista de arte,Peggy Guggenheim, y ella estuvo lista

para regresar a su ciudad, allá en elmundo. Se presentó como siempre, en elatardecer, aguardó a que yo terminarade hablar por teléfono y luego me tomódel brazo para ir hacia su mesa. «¿Quépodemos hacer? », se preguntó y se res-pondió a sí misma: «Nada. El daño yaestá hecho, y el ala de la mariposa ya estáconvirtiéndose en polvo».

Benji Simpson, nuestro cantinero,preparó para esa tarde una bebida especialcomo aperitivo, algo descubierto alláafuera, en el mundo, un cóctel ClubVeintiuno, con escocés y granadina, quin-ce mililitros exactos de cada porción,para luego llenar de champaña la copaCollins hasta el borde, adornada con unarodaja de naranja. Lo probamos complaci-damente. Djuna me dijo que le costabamucho escribir, que lo hacía muy lenta-mente, palabra a palabra y corrigiendoluego la mitad de las palabras, y parahacerlo necesitaba estar en un cuartocerrado sin que le llegara ningún sonidodel exterior, porque cualquier ruido learruinaba la concentración. Le gustaba

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poner alguna música antes de sentarsefrente a la hoja en blanco, algo con movi-miento, y antiguo, como aquella antiguapieza, By the Beautiful Sea, o algunasonata de Federico Chopin. Escuchaba lamelodía y se iba introduciendo en el vallede las palabras en la búsqueda de una pala-bra verdadera para iniciar su intromisiónen la virginidad de la hoja en blanco.Cuando terminaba la música, dejaba queel silencio siguiera acompañando a lasdemás palabras. Terminó con su ClubVeintiuno y dijo que su interés era escri-bir acerca de esas personas que, despuésde recorrer por entero el círculo de lossentimientos humanos, terminan porregresar al punto de partida. «Ahora a míme toca volver a mi ciudad», dijo Djuna,«y no hay lugar alguno como el hogar,principalmente porque allí es donde unopuede mejor olvidar».

El Club Veintiuno es un cóctel delicio-so, pero el entonces joven Benji Simpsonno dejó que tomáramos más de uno, puesdoña Marianita había preparado un patéfrancés para untar en triángulos de pan tos-tado, saboreándolo con un vino blanco muydulce, a temperatura ambiente, para des-pués probar una Dorada a la sal y salsaromesco con un Petillant Demi Sec. Alsegundo bocado del pescado y de mojarselos labios con el espumoso, Djuna me pre-guntó si yo era supersticioso. Ante mi nega-tiva, pues en aquel tiempo no tenía ningunasuperstición, ella replicó que la supersti-ción es el verdadero pigmento de la vida,que estrangula la aburrida monotonía de laexistencia y reduce el vivir a un simple sis-tema de penas profundas y exentas deangustia, y que ella no podría vivir sin unassupersticiones dos o tres cada año, puescomo le dijo la princesa Troubetzkov, hayun grano de superstición en la masa de laque están compuestos todos los seres huma-nos, el santo y el pecador y también aque-llos que sueñan con los ojos abiertos. Depostre teníamos una delicia de la Rusiaeterna, un Gogol Mogol, que es una cremaespumosa de huevos que se bate con licorde naranja, zumo de limón y una apreciableporción de coñac. La receta se la entregóAnastasia a doña Sara, y le dijo que la habíaaprendido del cocinero Karithonov. Esepostre hay que saborearlo en silencio, casicomo si se estuviera musitando una oracióno recordando el más preciado de nuestrospecados. Después Djuna me preguntó sipensaba seguir en el restaurante toda lavida, si acaso no había pensado en retirar-me alguna vez. Le respondí con una pre-gunta: ¿Se retira un hombre de su piel o desu corazón? Y por ello le pedí que siguieraescribiendo, buscando la perfección, queno abandonara su labor, pues aunque nadiepuede llegar a comprenderlo ni definirlocon las exactas palabras, el mundo esmucho mejor y más ordenado cuando elverdadero escritor reinventa la vida en lasoledad de su mesa de trabajo. Creo que esola turbó, y me imaginé que tal vez se sintiócomo Alicia en el País de las Maravillascuando la reina blanca le gritaba.

Cuando nuestra última cena, y últimanoche de confidencias, ya terminaba, lallevé de la mano hacia la puerta y en el tra-yecto me expresó lo que yo ya sabía, quea cada uno de nosotros los habita unanoche diferente a la de los demás, aunquesus noches y la mía tenían muchos puntosde contacto.

Afuera, quizás en todo el mundo,estaba cayendo una lluvia ligera que enlos siguientes días se convirtió en unatormenta. Ella me dio un beso de des-pedida y puso en mi mano su amuletode la suerte.

«Quédese con él, por favor, yo deboaferrarme a mi escritura, aunque no hayesperanza es mi única salvación». Y loúltimo fue una pregunta: «¿Cómo deboafligirme yo, cuando aún no he estadonunca en un jardín cerrado, ni tocado alunicornio?»

Djuna se quedó en silencio, al amparode la noche, esperando la respuesta queno pude darle, no la conocía ni la conoce-ré ya jamás, sólo tenía en la mano su amu-leto. Escuché sus pasos alejándose. ◊Carolina Arteaga Romero / 2 / Digital

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La huida de Astolfi

ALEJANDRO HOSNE

No puedo más. ¡No veo nada! No impor-ta, tenemos que rajar ya. ¿No oís?

Astolfi oyó las sirenas. Lo que necesi-taba era ver cuántos policías venían juntocon las sirenas y de qué armas dispondrí-an al bajarse de los carros, no oírlos. Lasangre le bañaba la cara, le entraba perma-nentemente en los ojos formándole unairritación aguachenta. Sentía la balaincrustada en la frente y no entendía por-qué no lo había matado. No se trataba deun roce, había penetrado. Quizás el huesola frenó, sin partirse. Por varios minutoshabía tratado de aguantar la sangre; yadaba igual, no podía correr a la par de suscompañeros, menos disparar.

¡Te guiamos nosotros, vamos!Váyanse, yo estoy listo. A ver si cae-

mos todos por estar acá charlando...No necesitaba fingir entereza, su

desesperación no se distinguía bajo tantasangre. Los demás compañeros miraron aTamayo Gavilán, éste asintió y palmeó elhombro de su amigo herido. Uno por unose despidieron de él, rápida, afectuosa-mente. Le desearon suerte, le ofrecieronun revólver con el tambor lleno y escapa-ron. Los pasos alejándose inundaron detristeza a Astolfi. Le hicieron recordaranteriores escapadas, difíciles y exitosas.Al abandonar la calle los taconeos sona-ron como una música desesperada delibertad, bella y sin melodía. Ya solo,Astolfi no percibió más que silencio. ¿Lassirenas? No se escuchaban. Imaginó a losvecinos escondiéndose bajo las camas,cerrando puertas y ventanas. Golpearpuertas era inútil. Saltar medianeraspodía servir en ciertos casos, no para unciego. Quitó la mano de la herida, que lomareaba y le hacía latir la cabeza. Habíapalpado varias veces el agujero de la balaque no pudo abrirle el cráneo. Presionó elrevólver. Con frialdad pensó -como todoanarquista debía hacer en esos casos- simatarse o defenderse y matarse luego. Aesa altura ninguno de ellos podía caer enmanos de la policía, que ridiculizada porla prensa prefería exhibir muertos a lospocos que quedaban del grupo, no captu-rarlos. Para todos ellos había un solocamino, sin grises salvadores. Por algúnmotivo eso lo animó; sintió la sangresublevarse en cada vena y arteria, y unafuria lógica que lo instaba a la pelea.Únicamente la sangre perdida sería la quese le enfriara, al fundirse con la brisa deesa mañana apacible y traidora. Trató delimpiarse la cara por enésima vez con lacamisa empapada; no hubo diferencia, latela, sus manos, sus brazos, todo chorrea-ba. Sintió una palmada en el hombro.Giró, tropezando. No podía haber nadieatrás, estaba sentado en el umbral estre-cho de una casa tapiada. Palpó la puerta,su cadena. Aguantó la respiración, no

escuchó nada. La extraña palmada persis-tía. Se tocó el hombro y sonrió: aquelrepasador mojado de alguna manera podíatomarse como una palmada amistosa.Algún vecino apiadado le arrojó desdeuna ventana esa tibia posibilidad de ver.La delicadeza de haberlo mojado con aguacaliente lo llenó de una emoción que,estando tan cerca del final, hubiera prefe-rido dejar de lado. Gritó gracias, se limpióla cara y vio una calle vacía, expectante, ala espera de policías que no llegaban.¿Habrían tomado otro camino, habríanido en busca de sus compañeros?

Trató de no ensuciar todo el repasador.Lo guardó en el bolsillo. Miró el revólver,cargado, sugestivo, y luego otra vez lacalle. Salió corriendo a toda velocidad.Cerca de la esquina cayó al suelo, marea-do. Se llenó de aire los pulmones. Teníaque evitar el desmayo a toda costa. Esosignificaba que lo atraparan inconciente y

lo pasearan a puro golpe hasta despertarlorodeado de curiosos, o que directamentele pegaran un tiro en la nuca si no habíatestigos. Volvió a correr y al llegar al crucede calles los vio. Eran tres y no esperabanencontrarlo solo, menos frente a frente. Élsí los esperaba. De un disparo bajó a uno.No tuvo que verlo en el piso para saber quelo había matado. Pegó dos tiros más quesilbaron cerca de los otros. Mientras lospolicías se asustaban y le apuntaban,Astolfi cruzó la calle y desapareció. Se viode pronto doblando la esquina a una velo-cidad inapropiada para un herido, lo quequería decir que no estaba herido de muer-te ni tan liquidado como había creído.¡Ahora se percataba! Para unirse a suscompañeros sólo habría necesitado a tiem-po un repasador húmedo.

Escuchó tiros detrás suyo. Rebotaroncerca; en el pavimento, en las paredes,en un vidrio. Volvió a doblar la esquina.Sin detenerse pensó hacia donde ir, no setrataba de correr hacia todas partes. Selimpió otra vez la cara llena de renovadasangre caliente. Adivinó que el tosco

final de esa calle anunciaba una explana-da o un terreno baldío. De ser así podríazafar de esas manzanas estreñidas, contanta casa pegada una a la otra.Efectivamente, era un baldío. Detrásestaba el malecón y el río que le obstruíael escape. Vio que hasta la próxima posi-bilidad de refugio –la esquina- habíamucho espacio al descubierto. Le pare-ció escuchar gritos. Llegó a la esquina,preparado, y vio dos policías. Uno ape-nas alcanzó a sorprenderse; murió de undisparo en la cabeza. El otro se escondióy empezó a disparar como loco. Astolfisaltó por encima del único auto estacio-nado en la cuadra y se maravilló de salirindemne de tanto balazo cruzado. Lacalle angosta fue fácil, después trepó lamedianera de una casa a medio construir,luego otra medianera al patio de una casahabitada. Nadie salió. El pasillo que atra-vesaba la casa estaba desierto. La calle

también estaba vacía. El silencio le hizollegar rumores de más policías que seacercaban desde algún lugar indefinido.Siguió corriendo y empezó a sentir lafatiga. Volvió a limpiarse la cara y tiró elrepasador empapado. Entraba en lossuburbios. El pasto, los árboles y lascalles de tierra no le alivianaron el paso.No podía seguir corriendo mucho tiem-po más, la herida le latía como parahacerle estallar la cabeza.

Sus manos pegajosas sopesaron las dosúltimas balas. Guardaría una para él, esta-ba decidido. Un tiro silbó por arriba de sucabeza, enseguida un aluvión de balas lebuscaron el cuerpo. Se perdió entre unosárboles. El zigzag lo desembocó en uncamino de tierra, que parecía bordear elbarrio. Distinguió una fábrica a pocascuadras. A grandes zancadas fue tras ella.No escuchó gritos ni pasos. Estarían bus-cándolo por el bosque quizás, pero no tar-darían en aparecer. Uno de sus pasos lar-gos, demasiado confiado, lo hizo resbalaren el barro. Cayó hacia delante y su cabe-za dio contra el suelo. Unas cosquillas

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desagradables le recorrieron el cuerpo yno lo dejaron levantarse. Hizo un esfuer-zo, cayó otra vez. El barro y la sangremezclados lo desmoralizaron más que milpolicías juntos. Puso toda su energía enincorporarse, sin miedo de agotarla en eseúnico intento; apenas logró sentarse. Sequitó el barro y la sangre a manotazos,arañándose la frente y los párpados. Surespiración parecía ser el único sonidoincómodo en ese rincón desierto, un soni-do delator. Los pájaros, el viento, el ríolejano no contaban, estaban inmersos ensu propio devenir.

La borrosa fábrica seguía inalcanza-ble, a dos, tres kilómetros. A un costadocontinuaba el bosque inútil, de árbolesflacos y separados que no podrían ocultar-lo. Al otro emergían casas chatas, lindan-tes con ese barrio que no alcanzaba aabandonar. Respiró varias veces, reno-vando sus pulmones que después de todo

nada tenían que ver con su frente destro-zada. Escuchó un grito. Presionó la culatadel revólver. Su dedo se apoyó, con firme-za, en el gatillo sensible. Se tomó un des-canso. De inmediato, como si lo hubieraplaneado con anticipación, desfilaron porsu mareada cabeza los compañeros caí-dos. Muy nítidos lo aleccionaron desdesus mudas figuras de recuerdo, todavíacompartiendo el coraje y el miedo. Ellos almorir habían escapado, así lo haría él enlos próximos segundos. Estar concientede su liberación le evitaba la molestia desentirse una víctima. Nadie debía ser unavíctima. La muerte no significaba derrotao lástima. Recordó los arriesgadosemprendimientos que había llevado acabo con sus compañeros, de los que salie-ron airosos y de los que no. Nadie, ni losque habían sido heridos de muerte, creye-ron que eran derrotados.

Astolfi se sabía violento y no lo negaba;se desenvolvía bien en el infierno de tenerque combatir a todo y a todos a diario.Pensar, planear hasta sudar de fatiga lo esti-mulaban. Sólo los momentos de descanso,

cuando su mente vagaba por ahí, le traíanciertas contradicciones, por eso se obligabaa debatir cada contradicción consigomismo, aunque siempre llegara a unamisma conclusión -lo que le hacía sospecharque era un tozudo cabeza dura-: no veíaporqué el hecho de buscar la destrucción deun mundo degradado y esclavista lo volvie-ra un criminal. Eso era demasiado fácil, unaetiqueta digna de diario burgués. A él esosdiarios lo llamaban criminal, mientras quellamaban “señores” a los verdugos.

Igual que en aquellos momentos desosiego que formaba tribunales imaginariospara enfrentar a su conciencia, ahora confir-maba que su cabeza iba unida a su corazón yque el pensamiento ponía a prueba sus cre-encias. “No se pueden forzar los absolutos”,le había dicho una vez un compañero, “o elmundo nuevo llegará a medias, pisandodemasiado fuerte, con riesgo de convertirseen algo inmóvil y vigilante”.

Se incorporó. La inesperada distrac-ción lo había ayudado a recuperarse.Caminó unos pasos, intentó correr nueva-mente. Llegó a la esquina: a una cuadradiez o doce policías venían hacia él.Siguio trotando. Quería creer que corría.

Dos balas. Bajaría un policía más, yeso si apuntaba bien. Sin sus anteojos eradudoso. De cerca era otra cosa, no se tra-taba de apuntar sino de disparar. Cara acara el miedo es el que hace fallar, no lapuntería, lo sabía muy bien. Corrió unoscien metros y se detuvo, las piernas casise le habían paralizado. Distinguió máspolicías neblinosos adelante. Escuchótiros y él también disparó, sin saberdónde. Tambaleante cruzó la calle y sealegró por haberla cruzado vivo, con tan-tas balas silbando por los cuatro costa-dos. Se apoyó contra una pared, respiran-do profundo. Quería por lo menos veralgo antes de morir pero la sangre le habíainundado los ojos para siempre. Un autose acercó chirriando las gomas, se detuvocerca. Astolfi apretó fuerte los dientes.Estaba ahí, expuesto, ofreciendo una

camisa manchada y un pantalón comoúnico escudo. Levantó el revólver y dis-paró al voleo, por orgullo, para que no lovieran tan frágil. La bala no hizo ruido depegar contra algo. Tiró el revólver al pisoy gruñó, vencido.

¡Compañero Astolfi, suba, rápido!La sorpresa no lo enturbió, caminó a

tientas hasta tocar el auto. De la puertaabierta del acompañante surgió un brazoy con firmeza lo hizo entrar. La voz, amis-tosa como pocas cosas en su vida, dijo:

Soy Rubén Vázquez, del Sindicato deChoferes. ¡Suerte que lo encontré, com-pañero! Dos segundos más y...

Astolfi le agradeció y se limpió la fren-te con un trapo que le ofreció Vazquez.Lo vio. Era un hombre común, a la vezinsólito. Aparecer ahí, alertado por quiénsabe quién, lo hacía su hermano, un her-mano desconocido. Se atragantó, emocio-nado. Atrás quedaron los policías, los dis-

paros, igual que su posible muerte quedócongelada en esa intersección de calles,invisible como los surcos que las balasfijaron en el espacio liberador.

El auto vibraba al doblar en las esqui-nas, lo que le resultó un dulce arrullo.Confiaba plenamente en su compañero,sabía que ese auto no se detendría hastallegar a un refugio ya apartado. Meditósobre su suerte y comprendió que nohabía tal cosa, lo que había era la oportu-nidad de continuar. Lo demás, su vida, suintimidad nunca serían tan importantescomo el hecho de no detenerse nunca.

Años después pensó otra vez en esto,en una calle concurrida de Barcelona,entre gritos y confusión, justo antes deque cuatro balas bien sincronizadas lepartieran el pecho. Mientras caía, aferra-do al último retazo de lucidez, entendióque él debía interrumpirse, pero que esosotros compañeros que corrían a su lado,huyendo del fuego y a la vez disparando,continuarían. Ellos eran tan reales comoese aire vital que se le escapaba de la boca,enturbiado de pólvora. ◊

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BALAM RODRIGO

Migrando el deseo

LLas parvadas del deseo migran desde todos nuestros sitios olvidados.

Hay ciertos pájaros que jamás hallarán el reposo. ◊

Tierna verbaNombro con fósiles palabras, alas, bocas amarillas: Hundo mi tierna verba bajo de tu vientre de agua y tuspechos se desbordan cual sonrisas. ¿Qué pueden las espinas de la ceiba contra el fuego que nos marca ynos cobija? Comamos de su pan oscuro y cintilemos tiernamente como el higo desvelado en mi camisa. ◊

Lajas de aguaNi qué jodido hacer con esta dislocada vértebra de muerte.

[Lajas de agua cortándome la lengua.] ◊

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GERARDO ESCALANTE MENDOZA

El secreto

Un joven mastín lanza una bocanada hacia un pichón que ha caído de la ramaAl no poder escapar el gorrión, el golpe de uno de los colmillos le ha quebrado las alas, pero el perro no consigue engullirlo y corre tras su dueño mientras la pequeña ave muere de hambre

Las hormigas aguardan en la compleja sombra de la tarde y pronto le arrastrarán para extraer la porción perfecta de niebla de su cráneo y satisfarán el anhelo del mayor secreto en la historia de la evolución de las especies:

el vuelo. ◊

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ggaacceettaa ddee lliitteerraattuurraa yy ggrrááffiiccaa.. NNúúmmeerroo 2200.. AAbbrriill 22000066.. TTiirraajjee 22000000,, iimmpprreessoo eenn MMééxxiiccoo.. Esta revista cuenta con el apoyo otorgado por la Convocatoria “EdmundoValadés” de Apoyo a la Edición de Revistas Independientes 2004 del Consejo Nacional para la Cultura y las Artes. Las opinions expresadas son responsabilidad exclusiva de susautores y no reflejan las opinions del Consejo Editorial. DDiirreecccciióónn:: Jocelyn Pantoja. EEddiicciióónn:: Andrés Márquez. DDiisseeññoo:: Hernán García Crespo. CCoonnsseejjoo EEddiittoorriiaall:: BereniceGranados, Gema Santamaría, Ingrid Solana. Colaboración especial: Alejandro Mendoza. Literal es proyecto independiente que participa como colectivo residente en el CentroCultural La Pirámide. CCoollaabboorraacciioonneess:: [email protected]. Números anteriores en http://literal.vientos.info/