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Lecturas para el módulo 3: Prácticas del Lenguaje -Yo no sé nada, Transmigración, Cocktail de personalidades y Apunte callejero de Oliverio Girondo.
-¿Estás ahí? de Javier Daulte
-Mi querida de Griselda Gambaro,
-Hasta mañana de Mario Benedetti
-Cronología de la vida de Oliverio Girondo
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Yo no sé nada
Girondo, Oliverio, “Yo no sé nada”, en Espantapájaros, Buenos Aires, CEAL, 1966.
Yo no sé nada
Tú no sabes nada
Ud. no sabe nada
Él no sabe nada
Ellos no saben nada
Ellas no saben nada
Uds. no saben nada
Nosotros no sabemos nada.
La desorientación de mi generación tiene su expli-
cación en la dirección de nuestra educación, cuya
idealización de la acción, era —¡sin discusión!—
una mistificación, en contradicción
con nuestra propensión a la me-
ditación, a la contemplación y
a la masturbación. (Gutural,
lo más guturalmente que
se pueda.) Creo que
creo en lo que creo
que no creo. Y creo
que no creo en lo
que creo que creo.
" Cantar de las ranas "
¡Y ¡Y ¿A ¿A ¡Y ¡T
su ba llí llá su ba
bo jo es es bo jo
las las tá? tá? las las
es es ¡A ¡A es es
ca ca quí cá ca ca
le le no no le le
ras ras es es ras ras
arri aba tá tá arrí aba
ba!... jo!... !... !... ba!... jo!...
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Transmigración
Girondo, Oliverio, “Transmigración”, en Espantapájaros, Buenos Aires, CEAL, 1966.
A unos les gusta el alpinismo. A otros les entretiene el dominó. A mí me encanta la
transmigración. Mientras aquellos se pasan la vida colgados de una soga o pegando
puñetazos sobre una mesa, yo me lo paso transmigrando de un cuerpo a otro, yo no
me canso nunca de transmigrar.
Desde el amanecer, me instalo en algún eucalipto a respirar la brisa de la mañana.
Duermo una siesta mineral, dentro de la primera piedra que hallo en mi camino, y
antes del anochecer ya estoy pensando la noche y las chimeneas con un espíritu de
gato.
¡Qué delicia la de metamorfosearse en abejorro, la de sorber el polen de las rosas!
¡Qué voluptuosidad la de ser tierra, la de sentirse penetrado de tubérculos, de raíces,
de una vida latente que nos fecunda... y nos hace cosquillas!
Para apreciar el jamón ¿no es indispensable ser chancho? Quien no logre
transformarse en caballo ¿podrá saborear el gusto de los valles y darse cuenta de lo
que significa “tirar el carro”?...
Poseer a una virgen es muy distinto a experimentar las sensaciones de la virgen
mientras la estamos poseyendo, y una cosa es mirar el mar desde la playa, otra
contemplarlo con ojos de cangrejo.
Por eso a mí me gusta meterme en las vidas ajenas, vivir todas sus secreciones, todas
sus esperanzas, sus buenos y sus malos humores.
Por eso a mí me gusta rumiar la pampa y el crepúsculo personificado en una vaca,
sentir la gravitación y los ramajes con un cerebro de nuez o de castaña, arrodillarme
en pleno campo, para cantarle con una voz de sapo a las estrellas.
¡Ah, el encanto de haber sido camello, zanahoria, manzana, y la satisfacción de
comprender, a fondo, la pereza de los remansos... y de los camaleones!...
¡Pensar que durante toda su existencia, la mayoría de los hombres no han sido ni
siquiera mujer!... ¿Cómo es posible que no se aburran de sus apetitos, de sus
espasmos y que no necesiten experimentar, de vez en cuando, los de las
cucarachas...los da las madreselvas?
Aunque me he puesto, muchas veces, un cerebro de imbécil, jamás he comprendido
que se pueda vivir, eternamente, con un mismo esqueleto y un mismo sexo.
Cuando la vida es demasiado humana -¡únicamente humana!- el mecanismo de
pensar ¿no resulta una enfermedad más larga y más aburrida que cualquier otra?
Yo, al menos, tengo la certidumbre que no hubiera podido soportarla sin esa aptitud de
evasión, que me permite trasladarme adonde yo no estoy: ser hormiga, jirafa, poner un
huevo, y lo que es mas importante aún, encontrarme conmigo mismo en el momento
que me había olvidado, casi completamente, de mi propia existencia.
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Cocktail de personalidades
Girondo, Oliverio, “Cocktail de personalidades”, en Espantapájaros, Buenos Aires,
CEAL, 1966.
Yo no tengo una personalidad; yo soy un cocktail, un conglomerado, una manifestación
de personalidades.
En mí, la personalidad es una especie de forunculosis anímica en estado crónico de
erupción; no pasa media hora sin que me nazca una nueva personalidad.
Desde que estoy conmigo mismo, es tal la aglomeración de las que me rodean, que
mi casa parece el consultorio de una quiromántica de moda. Hay personalidades en
todas partes: en el vestíbulo, en el corredor, en la cocina, hasta en el W.C.
¡Imposible lograr un momento de tregua, de descanso! ¡Imposible saber cual es la
verdadera!
Aunque me veo forzado a convivir en la promiscuidad más absoluta con todas ellas,
no me convenzo de que me pertenezcan.
¿Qué clase de contacto pueden tener conmigo –me pregunto- todas estas
personalidades inconfesables, que harían ruborizar a un carnicero? ¿Habré de permitir
que se me identifique, por ejemplo, con este pederasta marchito que no tuvo ni el coraje
de realizarse, o con este cretinoide cuya sonrisa es capaz de congelar una locomotora?
El hecho de que se hospeden en mi cuerpo es suficiente, sin embargo, para
enfermarse de indignación. Ya que no puedo ignorar su existencia, quisiera obligarlas a
que se oculten en los repliegues más profundos de mi cerebro. Por de son de una
petulancia... de un egoísmo... de una falta de tacto...
Hasta las personalidades más insignificantes se dan unos aires de transatlántico.
Todas, sin ninguna clase de excepción, se consideran con derecho a manifestar un
desprecio olímpico por las otras, y naturalmente, hay peleas, conflictos de toda especie,
discusiones que no terminan nunca. En vez de contemporizar, ya que tienen que vivir
juntas, ¡pues no señor!, cada una pretende imponer su voluntad, sin tomar en cuenta las
opiniones y los gustos de las demás. Si alguna tiene una ocurrencia, que me hace reír a
carcajadas, en el acto sale cualquier otra, proponiéndome un paseíto al cementerio. Ni
bien aquélla desea que me acueste con todas las mujeres de la cuidad, ésta se empeña en
demostrarme las ventajas de la abstinencia, y mientras una abusa de la noche y no me
deja dormir hasta la madrugada, la otra me despierta con el amanecer y exige que me
levante junto con las gallinas.
Mi vida resulta así una preñez de posibilidades que no se realizan nunca, una
explosión de fuerzas encontradas que se entrechocan y se destruyen mutuamente. El
hecho de tomar la menor determinación me cuesta un tal cúmulo de dificultades, antes
de cometer el acto más insignificante necesito poner tantas personalidades de acuerdo,
que prefiero renunciar a cualquier cosa y esperar que se extenúen discutiendo lo que han
de hacer con mi persona, para tener, al menos, la satisfacción de mandarlas todas juntas
a la mierda.
Apunte Callejero
Girando, Oliverio, “Apunte callejero”, en Veinte poemas para ser leídos en un tranvía,
Buenos Aires, CEAL, 1966.
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En la terraza de un café hay una familia gris. Pasan unos senos bizcos buscando una
sonrisa sobre las mesas. El ruido de los automóviles destiñe las hojas de los árboles. En
un quinto piso, alguien se crucifica al abrir de par en par una ventana.
Pienso en donde guardaré los quioscos, los faroles, los transeúntes, que se me entran por
las pupilas. Me siento tan llenos que tengo miedo de estallar... Necesitaría dejar algún
lastre sobre la vereda...
Al llegar a una esquina, mi sombra se separa de mí, y de pronto, se arroja entre las
ruedas de un tranvía.
¿Estás ahí?
Daulte, Javier, ¿Estás ahí?, Buenos Aires, Teatro Vivo, 2004.
Francisco
Ana
Renata
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Sala de un pequeño departamento. Tres puertas. Una de entrada, una que conduce al
baño y otra a la cocina. Cajas por todas partes. Algunos muebles dispuestos de
cualquier manera. Fran, un hombre de poco más de treinta años, vestido de modo
informal, está sentado, observando detenidamente una silla vacía. Hace visibles
esfuerzos con los ojos. De pronto algo lo sobresalta.
Fran. ¿Cómo? ¿Qué? ¿Cómo dijo? Perdón, no entendí; no… ¿La van… la ven… tana?
(Mira hacia los lados) ¿La pu… la puerta? (Silencio) ¿Me… me quiere dar la bufanda?
(Silencio. Mueve los brazos) ¿Usted me ve a mí? (Silencio) ¿Necesita algo? (Silencio)
¿Quiere algo? (Silencio) ¿Agua? (Silencio) ¿Un jugo? ¿Un jugo de…? Está todo un
poco desordenado… no sé si… hicimos unas compras pero… (Silencio. Parece haber
oído algo) ¿Perdón? (Silencio) Ella debería estar por… (Silencio) Jugo de… Un néctar
creo que es; de… uva, creo que hay; no creo que esté frío porque todavía no hay
heladera, pero… igual con la temperatura que hace… acá la calefacción está bien…
(Silencio) ¿Perdón? (Silencio) Creí que había dicho algo, que… (Silencio) ¿De verdad
no quiere sacarse la…? ¿Es una bufanda eso? (Silencio) Hace frío afuera, pero acá con
la calefacción se está bien, decía. Quiero decir que para mí está bien; no sé usted…
(Silencio) ¿Hace mucho que usted está…? No sé como decirlo… (Silencio) Tal vez le
molesta. Le molesta que yo… ¿Quiere quedarse solo? Bueno, no hay dónde ir, digo,
para dejarlo solo; el baño, o la cocina que no es muy grande. A Ana le gustan los
espacios grandes, ella es italiana, bueno, de padres italianos, de Calabria. Le gustan los
espacios grandes. Las casas grandes. Dice que la convivencia mejora en los espacios
grandes. Bueno, esto no es grande; más bien es chico ¿no?, pero es lo que
conseguimos… aunque sea temporariamente… yo creo que está bien. Yo no me quejo.
No me gusta quejarme. ¿Qué? (Silencio. Fran se queda observando. Algo se mueve o
quizá se cae en la zona donde se supone que está el sujeto a quién Fran habla.) ¿La luz?
¿El techo? ¿La luz le hace mal? (Silencio) ¿Quiere escribir? Quizá le sea más… ¿Le
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parece o…? Eh… ¿usted… sabe? Quiero decir, escribir sabe ¿no? Porque por ahí es
más fácil. Una manera de… Espere… (Empieza a buscar entre las cajas.) Por acá creo
que tenía… Sé que está porque lo guardé; y estuve a punto de tirarlo porque nunca…
¿Sabe que en los últimos dos años me mudé cuatro…no: cinco veces? Me confundo
porque dos veces me mudé al mismo lugar, es una historia medio complicada que ahora
no… Y bueno, me di cuenta de la cantidad de cosas que fui trasladando de un lugar a
otro y que nunca más toqué, nada más que cuando hacía la mudanza. Ropa, cosas que…
De años y años que están y no… Ropa que paso de casa en casa y no usé nunca en el
medio… Es gracioso. Es increíble la cantidad de cosas que uno piensa durante una
mudanza. A ver… ¡Acá está, acá está! (Fran ha seguido buscando entre las cajas. Ahora
ha encontrado lo que quería. Se trata de una Pizarra Mágica) Era de mi hermana,
después me la pasó a mí y… (La deja sobre la mesa qué está cerca de la silla del
“sujeto”. Suena el teléfono) Ah, debe ser ella, Ana, mi… (Busca el teléfono por todos
lados.) ¿Dónde lo metí? (Busca. El teléfono sigue sonando. Finalmente lo encuentra.
Atiende.) Hola. Hola, mi amor. Sí. Estoy. Acá. (…) Sí, ¿dónde voy a estar? (…) Vos
estás llamando. (…) Vos marcaste. (…) Bueno, es acá. ¿Dónde estás vos? (…) Mi
amor, no te estoy tratando mal. (Mira al “sujeto”) Bien. (…) ¿Qué? (…) ¿Qué distinto?
¿Yo distinto? ¿Cómo distinto? (…) No entiendo. (…) No entiendo a que te referís
cuando decís distinto… (…) Bueno, sí, puede ser… (…) Sí, acá. (…) No. No. Nada.
No, alguna cosita, pero no… (…) No. Bueno, a mí no. (…) No sé. (…) Sí, le ofrecí. (…)
No. No me doy cuenta. (…) Poco. No. No sé. ¿Ana? (…) Ah, hola, sí, no, pensé que se
había cortado… (…) No. Yo no creo estar molesto. (…) ¿Cómo? (…) No, es que se va
la señal… ¿Dónde estás? (…) ¿Qué hacés ahí? (…) Bueno, claro si estás bajando al
subsuelo se va a cortar, claro… (…) No importa que sea nuevo, Ana, los celulares
baratos no andan bajo tierra. (…) ¿Hola? (…) No te entiendo. (…) No, que no entiendo
las palabras. ¿Estás llorando? (…) ¿Y qué es ese ruido? Bueno, no te pongas a llorar
ahora… (…) ¿El grabador? No sé. Esto es un lío, Ana. Qué sé yo dónde está el
grabador. (…) ¿Arriba de dónde? (Ve el grabador sobre la mesa. La luz que indica que
está funcionando está encendida.) Ah, sí, ahí está. Está funcionando parece (…) ¿Hola?
¿Hola? (Corta. Al “sujeto”) Se cortó. Era ella, Ana, mi mujer; usted… (Vuelve a sonar
el teléfono. Atiende) Ah, hola. Mirá, veníte para acá y listo, Ana. ¿Cuánto tardás? (…)
No sé. Si venís por el bajo… (…) ¿A esta hora? No sé, creo que hay reducción de
carriles, sí, (…) Y, es la hora a la que todos vuelven. (…) No sé por qué tenés que estar
manejando si vos no manejás nunca. (…) ¿Qué? (…) Pero no hay nada. Todavía no
hicimos compras, no… (…) ¿La caja de cereales? ¿En qué caja? (…) No tengo la menor
idea. (Al “sujeto”.) Ana pregunta si quiere algo de comer. Si quiere cereales, Corn
Flakes. (Silencio. Al teléfono) No dice nada. (…) Sí, está acá, está acá. (…) Claro que te
quiero, Ana. Te quiero. (…) Te lo estoy diciendo. (…) ¿Esta mañana? No me acuerdo.
(…) Pero si te lo digo siempre. (…) Sí, pero es que esta mañana fue un poco… (…)
Basta, Ana, por favor; no, después hablamos. (…) Te digo que después hablamos. No
podés manejar, llorar y hablar por teléfono. (…) ¿A cuánto vas? (…) No, Ana. Decime
cuánto marca el velocímetro. (…) No, ese es el cuentakilómetros. La aguja fijate. Hay
una aguja en el tablero. (…) Sí, esa. (…) ¿A cuánto? (…) ¿Estás segura? (…) Ajá. (Fran
se alarma. Intenta conservar la calma) No, no, no. Está todo bien. Vamos a hacer una
cosa. Este… a ver, a ver, mi amor. A ver, cosita. Primero dejamos de llorar ¿eh? ¿Sí?
(…) ¿Y viste tu pie derecho? (…) Bueno, ese, lo vamos relajando, de a poquito… sí, sí,
y así vamos bajando la velocidad. Bueno, bueno, bueno. Sí, sí, sí. Nos vamos calmando.
(…) A ver, mi amor; ¿qué pasa con la aguja? ¿Se mueve? (…) ¿Para qué lado? (…) Ajá,
perfecto. (…) Muy bien. Seguimos bajando… Eso… No, no, no, no. Sin llorar, dijimos.
Eso. Muy bien. Y vamos tirando el auto para la derecha. Bien. Y parás el auto. Así,
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eso… sin llorar… Ahorá frená suave. Suave. (Silencio) ¿Paraste? (…) ¿Y paraste de
llorar? (…) Bien. ¿Estás bien estacionada? (…) Porque no quiero que te hagan la boleta.
Porque no tenés registro y no tenemos plata, Ana ¿a ver si lo entendés? Para mí
tampoco es fácil. (…) Yo también estoy sensible, no se si te enteraste. Es muy duro
mudarse. (…) Es una situación universalmente estresante. (…) Sí. Lo sabe cualquiera.
Es la segunda causa de estrés después de la muerte de un ser querido. (…) No sé, lo leí
en algún lado, no me acuerdo, hace años. No, nadie lo dijo; es una estadística. (…) ¿En
dónde? Qué se yo. (…) Yo no dije “universal”. (…) No dije esa palabra. (…) Yo no uso
esa palabra. (…) No nos vamos a poner a discutir de eso ahora, Ana. (…) Bueno ¿estás
más tranquila? (…) Bien. Manejá despacio. Y venite para acá. Sí, mi amor. Sí, preciosa.
Sí. Un besito. (…) Sí. Chau. Chau. (Corta. Descubre algo sobre el escritorio dónde
dejara la pizarra mágica.) Muy bien. Muy bien. ¿A ver? ¿Puedo? (Toma la pizarra. Lee.
“Mira” al sujeto) ¿“Cuatro”? … ¿“Cuarto”?... Cuarto, cuatro… ¿Cuarto qué? (Mira la
pizarra tratando de desentrañar lo que allí está escrito.) ¿Cuarto? ¿Cuadro? ¿Claudio?
¿Claudio dice? ¿Usted se llama Claudio? Bien. Muy bien. Claudio. (Hace
presentaciones.) Claudio, Francisco. Francisco, Claudio. (Silencio) ¿Quiere escribir algo
más? (Le ofrece la pizarra. Mientras el “sujeto” escribe.) Fue una buena idea ¿no? Lo
bueno de la pizarra mágica es eso, que se puede escribir con cualquier cosa, aunque uno
no tenga… (Hace clara referencia a los dedos) Quiero decir que se puede escribir…
inclusive con esa… (Hace referencia a quién sabe qué tiene el “sujeto” como mano.
Fran observa la pizarra en la que el sujeto está escribiendo algo mientras él la sostiene)
Una letra curiosa… No se entiende muy bien. Si son letras o dibujos. Parecen dibujos
¿no? Está bien, con los dibujos uno puede entenderse. Es gracioso cómo nos gusta, digo,
a nosotros, las personas, jugar a hacer dibujos para entendernos como si fuésemos
primitivos; digo, por esos juegos que hay, el Pictionary y… debe haber otros, ahora no
me acuerdo cuáles. (Viendo los dibujos) Ah, esto es un… ah, ah… sí… Ah, claro… Al
baño… Usted quiere… ir al baño. Claudio quiere ir al baño. Sí, sí; cómo no. Por acá. En
el baño está todo, eso sí, es lo primero que dejo bien acomodado cada vez que me mudo.
Uno se ensucia mucho y quiere tener todo en orden para darse una buena ducha o… (Lo
“acompaña” al baño. Abre la puerta. El “sujeto” entra) Pase, pase. (Fran cierra la puerta.
Se queda un segundo allí. Luego va hasta el teléfono y marca) Hola. Yo. Ana, por favor
¿cuánto más vas a tardar? (…) ¿Dónde estás? (…) No me cortes. (…) ¿Por dónde estás?
(…) ¿Cómo que no…? (…) ¿Por qué estás en la autopista? (…) Venite para acá, Ana.
No es el momento de… (…) Venite y después vamos si querés y te comprás el vestido
que tengas ganas. (…) Bueno, la blusa, lo que sea. (…) No creo que le importe
demasiado como estés vestida. (…) Yo quiero que vengas para acá. (…) Sí, ahora
mismo. (…) Ya sé que es importante para vos y para tu investigación oftalmológica, y
que te podés ganar no sé qué beca y todo eso, pero… (…) Claro que estoy nervioso.
(…) No, no hace nada. Se queda callado. (…) Sí que está acá, sí que está acá. (…) No
sé. No me gusta. Hace unos dibujos raros. (…) En la pizarra mágica. (…) Sí, le ofrecí
para que escribiera y… (…) Bueno, sí, el primero lo borré. (…) ¿Y qué querías que
hiciera? Vos viste como funciona eso. (…) La pizarra mágica. (…) La pizarra mágica,
Ana. (…) ¿Cómo que no sabés qué es? (…) Todo el mundo tuvo alguna pizarra mágica
alguna vez. (…) Vos también, estoy seguro que tuviste. (…) Que es como una pizarra
que escribís y se marca como si fuera un lápiz y después le pasás la…la cosa que tiene y
se borra. (…) No, con una lapicera no, con cualquier cosa… Y se borra porque… no sé
cómo funciona. (…) Quiero decir que sé cómo funciona porque se ve, pero no sé el
mecanismo. No sé, debe tener una especie de imán atrás o algo así. (…) No, no, a pilas
no es. ¿De verdad no sabés lo que es la pizarra mágica? (…) ¿Freud? ¿Freud tiene un
artículo que habla de eso? (…) No, no sabía. (…) No, no creo que sea un fenómeno
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óptico. (…) ¿Y para qué me preguntás entonces? (…) Nada, unas cosas que no se
entendían bien. Primero pensé que había escrito CUATRO. Después pensé que era
CUARTO. Después que era CLAUDIO, pensé que era su nombre, “Claudio”. Pero
podía ser cualquier cosa, CLAUDIO, CALOR, CÁTODO, o un dibujo de una isla con el
agua alrededor y… (…) Si me volvés a decir idiota, cuelgo. (…) ¡Hago lo que puedo!
Yo quería ver si me podía comunicar con… (…) ¿Qué sabía que podía ser tan
importante para vos guardar los dibujitos que…? (…) Y ahora hizo otros… un montón
de garabatos… como de agua también. (…) No, sed no. Creo que quería ir al baño. Está
ahí ahora. Ana, estoy muy alterado; necesito que vengas. ¿A cuánto vas? (…) ¿No es
muy rápido eso? ¿Pero estás volviendo? Bajá un poco. (…) La velocidad. No me gusta
que vayas tan rápido. (…) Sí, está puesta con llave. (…) ¿Para qué? La traba se pone
desde adentro, sí. Y nosotros estamos adentro. (…) ¿Y quién puede venir de afuera?
Cualquiera es una generalidad. (…) ¿Y quién lo va a secuestrar? Ana, creo que en tal
caso somos nosotros los que lo tenemos secuestrado. (…) Un abogado lo diría. Un
abogado diría eso. (…) Sí, sigue ahí. ¿Bajaste la velocidad? (…) No sé, estará haciendo
no sé, sus cosas. (…) No, no creo que quisiese ducharse. Olor no tiene. (Advierte el
sonido de ducha que viene desde el baño desde hace ya un rato bastante prolongado.)
Ah, sí, se está duchando. Ah, claro, eso era el dibujo… (Toma la pizarra mágica) Claro,
agua, una persona acostada, agua abajo… y… (Advierte algo. Mira hacia la puerta del
baño. Con alarma) No, no. No, que está entrando agua. Se está inundando todo.
Esperame. (Deja el teléfono. Va hasta el baño. Quiere abrir la puerta. Está cerrada por
dentro. Fran golpea.) ¡Claudio! ¡Claudio! ¡Ábrame! ¡Claudio! ¡Tiene que cerrar la
canilla! ¡Claudio! (Golpea) Tiene que cerrar la canilla. Déjeme entrar. ¡Ábrame,
Claudio! (No sabe qué hacer. Vuelve al teléfono) ¿Ana? No sé que hacer. No quiere
abrir. (…) Bueno, tuve que gritarle. (…) Es que se está inundando todo. Los vecinos de
abajo nos van a… No sé. Sí. No, me falta un poco el aire. Tal vez tenga un ataque de
pánico. (…) No, él no ¡yo! (…) Bueno, sí, sería la primera vez ¿y? (…) No estoy
exagerando nada. Parece que no te dieras cuenta de… (…) Puedo tener un ataque de
pánico como cualquiera ¿por qué no? (…) No se que le vez de gracioso. (…) Bueno, a
mí no me parece tan excitante. Vení ya mismo, Ana. (…) Porque no creo poder
manejarlo. (…) Dejá de reírte. ¿A qué velocidad vas? (…) Bueno, creo que podés
acelerar un poquito ¿no? (Corta. Va hasta la puerta del baño. Con fuerza intenta abrirla,
pero han quitado la traba y con el impulso cae dentro del baño. Lo oímos despotricar en
off) ¿Pero qué hizo? ¿Qué hizo? ¿No se da cuenta que…? (Desaparece el sonido de
agua corriendo) No hay que hacer esto… Por Dios, no tenía que hacer esto… (Suena el
teléfono. Fran sale del baño. Está empapado. Atiende el teléfono.) Ana, esto es un
desastre; tapó todo con el papel higiénico, la rejilla, la pileta, la bañadera, todo; como si
hubiese querido hacer una pecera ¿entendés? (…) ¿Cómo? (…) ¿Qué abajo? (…) Ah,
perdón. Sí. No, creí que era mi esposa que… (…) Sí, sí, ya sé. Tuve un problema le pido
disculpas… (…) Un accidente. Ya cerré todo. (…) No, baldes no tengo pero… ah, le
pido mil disculpas… En serio. (…) Mire, en este momento no… (Del cuarto de baño
sale despedido como un proyectil un gran bollo de papel higiénico mojado. Le da en la
espalda. El impacto es fuerte. Fran se vuelve. Otro bollo le da de lleno en la cara. Al
teléfono.) Perdón, ahora no lo puedo atender…; después bajo. (…) Que después bajo.
(Corta. Otro bollo sale despedido. Otro más. Otro más.) Pare, por favor. ¡Basta! (Toma
uno de los bollos y se lo arroja de vuelta. Se oye un gemido lamentoso. Evidentemente
Fran dio en el blanco.) Bueno, estamos a mano. ¿Estamos a mano? (Los gemidos se
convierten en una especie de aullido.) ¿Lo lastimé? Oiga ¿lo lastimé? (Entra en el baño.
Silencio. Se lo oye a Fran susurrar. Fran vuelve a salir) Venga. Venga por acá. Siéntese.
Estamos calmados ¿no? Estamos calmados ahora. Sí. Yo me siento un poco
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desconcertado, eso es. Perdóneme si le levanté la voz. Esta situación es un poco, usted
entiende ¿no? (De pronto se para en seco. Es como si el “sujeto” le impidiera moverse)
Espere ¿qué hace? Espere un poco, por favor, yo no… (Hace fuerza pero no puede
“sacárselo” de encima) Suélteme; suélteme, por favor. (Pero Fran está inmovilizado por
el “sujeto”) Por favor le pido. No me deja respirar. Por favor. ¿Qué? Pero no entiendo lo
que me dice. No entiendo. ¡No lo entiendo! (Fran sufre un fuerte empujón. Cae al suelo.
Luego, la puerta de entrada se abre. Fran habla mientras se levanta del suelo) ¿Adónde
va? ¡Ey! ¿Adónde va? (Corre a la puerta que se cierra. Forcejea con ella. Suena el
teléfono. Fran tiene que decidirse entre atender o forcejear con la puerta. El teléfono
deja de sonar. La puerta cede. Fran sale sigiloso. Se lo oye en off) Ey, Claudio. Claudio.
¿Dónde está? ¿Claudio? (Silencio. Fran vuelve a entrar. Cierra la puerta sin poner traba.
Se relaja. Toma el teléfono. Marca) ¿Mamá? Yo. (…) Más o menos. (…) Sí. Ya
estamos. (…) Sí, ya trajimos todo. (…) Sí, gas hay; es una casa no una carpa. (…) No,
creo que no. Pero está bastante bien. (…) No, no es grande, ya te conté.; si hasta un
croquis te hice. (…) Claro que te acordás, mamá; me lo hacés a propósito. (…) Sí, claro
que estoy cansado. Son cuatro pisos por escalera y… (…) ¿Por qué? (…) Bueno,
podrías hacer un esfuerzo. Un poco de ejercicio no te va a hacer mal. (…) Bueno, no
vengas nunca, entonces. (…) ¿Y qué querés que te diga? Vos sos la que dice que no
quiere venir, no me cambies las cosas. (…) No digas que dije lo que no dije. (…)
¿Ahora yo dije que no quiero que vengas? Vos decís que no vas a venir nunca. (…)
Bueno, cuando me mude a una plante baja te invito. (…) O cuando pongan ascensor, sí.
(…) No sé qué querés vos. (…) Si te estoy llamando. También podés llamarme vos. (…)
Y sí, si me llamás a las dos de la mañana claro que me molesta. (…) Porque me asusto,
mamá. Pienso que pasó algo. (…) Que pasó algo con no sé, algo. (…) Yo no pienso
todo el tiempo que te vas a morir. (…) No es así. (…) Bueno. Pensá lo que quieras,
igual, por más que yo hable… (…) Si no me escuchás. (…) Ahora mismo… estoy un
poco aturdido. (…) No, el departamento está bien, no es eso. Pero pasa que hay algo
que… (…) Ah, ¿Ana te contó? ¿Cuándo? (…) ¿Pero recién cuando? (…) ¿Por teléfono?
(…) ¿Y qué te contó? (Silencio prolongado) Sí, a ella le parece de lo más excitante. (…)
No, no tenemos idea de dónde salió. Estaba acá, parece. (…) Sí, es cierto. Ah, para eso
no tenés problema en subir los cuatro pisos ¿no? (…) Bueno, no sé si tanto como eso,
mamá. No se lo ve bien. (…) Sí, como poco claro. (…) Bueno, por supuesto que es
difícil de entender… Es difícil de explicar también. (…) Eso, que no se lo ve bien. (…)
Si se queda quieto y vos juntás los ojos como desenfocando la imagen, ahí medio que
aparece. (…) Sí, como esos dibujos 3D que venían en la Revista del Clarín ¿te acordás?
(…) Sí, a mí también me costaba muchísimo. (…) Lo veo así un momento pero se me
va enseguida. (…) No, cuando lográs verlo es definido. (…) Bueno, “rarísimo,
rarísimo”… qué sé yo. De tantas cosas se dice son rarísimas hasta que las tenés delante
y ahí… (…) No, a mí más me preocupa Ana. Tal vez sea como ella dice, un prodigio de
la oftalmología, sí, yo no digo que no. Pero para mí es excesivo el entusiasmo que
querés que te diga; no sé, ni que fuese a ganar no sé qué… (…) No, ahora no. (…)
Bueno… se fue. (…) Sí, se fue; salió por la puerta. (…) ¡Y qué sé yo! (…) No me
grites. Abrió la puerta y se fue te estoy diciendo. (…) No, yo no lo eché. Se fue solo.
(…) Sí, la abrió, la abrió.; qué sé yo con qué; con la mano, la cosa esa, no sé. (…) Sí,
abre puertas, canillas, todo abre. (…) No, no sé, no querría estar… (…) Bueno, mirá,
salvo por lo de esa particularidad, no me resulta un sujeto demasiado interesante. (…) Y
mirá: es difícil de ver; no podés mantener una conversación demasiado fluida con él y
encima es bastante agresivo. (…) Sí, bueno, quizá sea conmigo, claro; por eso le pedía a
Ana que viniese rápido. Con ella parece que se lleva mejor. (…) No sé, porque es mujer,
quizá. (…) Ya sé que cuando llegue se va poner furiosa conmigo. (…) Yo también estoy
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nervioso. Muy. (…) Bueno, no era mi intención ponerla nerviosa a ella. (…) ¿Ahora yo
soy el desconsiderado? ¿Y quién es considerado conmigo, se puede saber? (…) Bueno,
mamá. No te llamé para eso. (…) Te llamé porque estoy angustiado. Mejor no te
hubiera llamado, entonces. (…) No, está bien, mejor no vengas; ahora va a llegar Ana.
(…) Claro que ya tendría que haber llegado. (Se entreabre la puerta de entrada. Fran se
queda callado observando) No, esperá. Ahora te llamo. Chau. (…) Que ahora te llamo.
(…) No pasa nada, mamá. Cortá. Cortá y después te llamo. (Corta. Se dirige hacia la
puerta. Se asoma. Suena el teléfono, Fran atiende) Hola. Ah, sí. Qué tal. (…) Ah, sí, sí.
Ya voy. (…) Tercero “C”, sí. Ya voy. (…) No, ¿sabe que baldes no?, ni uno; tenemos
que comprar justamente; pero puedo llevar un par de tachos.
Unas ollas. (…) Sí, cómo no. Ahora voy. (…) Ya mismo. Cuelgo y bajo. Bien. Adiós.
(Cuelga. Va a la cocina. Tras un momento sale con unas ollas. Sale del departamento)
Silencio. Nada se mueve pero el “sujeto” está allí. De pronto el pasador de la puerta se
mueve solo y traba la salida. Silencio. Ruido en la puerta. La puerta no puede abrirse
porque tiene el pasador puesto.
Ana (desde afuera): ¡Fran! ¿Estás ahí? ¡Ey, Fran! Dejaste el pasador puesto. (Pausa) ¡Mi
amor! ¿Qué pasa? ¿No querés hablarme? (Pausa) ¡Fran, abrime la puerta ahora mismo
que no estoy de humor! (Un ruido dentro) Sé que estás ahí. Te puedo oír. (Silencio. De
pronto Ana comienza a golpear la puerta frenéticamente) Abrí la puerta te estoy
diciendo. Que abras la puerta, ¿no entendés nada vos? Ya sé lo que hiciste, así que dejá
de hacerte el idiota y abrime la puerta. (El pasador se quita “solo” y la puerta se abre.
Ana ingresa con ímpetu) Mirá, yo quiero que me escuches una cosa… (Pero se detiene
al no ver a nadie dentro. Se la ve algo lastimada. En la frente un golpe. La ropa algo
rota, quizá manchada) ¿Dónde te metiste ahora? (Silencio. Habla hacia la cocina o el
baño creyendo que Fran está en alguno de esos lugares.) Oíme una cosa ¿no pudiste
guardar nada en todo este rato? ¿Dónde estás? Fran, contestame. (Ruido de la puerta del
baño. Ana se acerca ahí.) Mi amor. (Silencio.) Amorcito. (Silencio.) ¿Estás enojado?
¿No me vas a contestar? Te juro, yo quise venir lo más rápido posible. Yo entiendo que
estés enojado conmigo, pero… pero… Pero yo estoy furiosa. Estoy furiosa porque sé
que lo dejaste ir y… sos un idiota, Fran. Sos tan idiota. Podés quedarte metido ahí
dentro todo el día si querés. Sos un idiota y sos un inútil. ¿Por qué tenés que complicar
todo tanto se puede saber? ¿Tan difícil es lo que te pedí? ¿Tan complicado? No te pedí
que me hicieras feliz, te pedí que lo mantuvieras acá dentro un rato. Y tu mamá me
cuenta que lo dejaste ir. Venía agarrando la bajada acá de la autopista cuando me llamó
tú mamá y me contó. Y me puse furiosa. Me puse tan furiosa que perdí el control del
auto. De repente no sabía para dónde mover el volante; me hice un lío con los pedales.
Te odiaba, Fran. En ese momento te odié con toda mi alma porque pensé que lo habías
hecho a propósito. Y empecé a decir de todo. Tu mamá quería calmarme. Y me fui
contra la baranda, contra la cosa esa, la baranda que hay en la bajada de la autopista.
Acá nomás en la bajada de la 9 de Julio. Y venían autos atrás. Yo me quedé cruzada ahí
en plena bajada ¿Que viste que es angosta, un carril tiene nada más? Algunos de los
coches que venían atrás, se ve que tratando de no chocarme, colearon y se fueron contra
la cosa también; la baranda, la cosa que está en el borde, no sé cómo se llama, y
empezaron a caerse, los autos, empezaron a caerse desde la autopista a la 9 de Julio. No
sé cuántos autos cayeron. Un desastre. Y yo veía todo ese desastre y pensaba que era
culpa tuya. Porque me hiciste poner furiosa. Y abajo en la 9 de Julio empezaron a
chocar más autos. No te das una idea de la cantidad de autos que chocaron. Yo no me
maté de milagro. Me golpeé un poco la frente y acá en el pecho contra el volante,
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porque no tenía puesto el cinturón de seguridad ¿viste que está roto?, vos nunca lo
arreglaste. Me bajé del auto. Todo era un ruido tremendo. Gente que gritaba. Bocinazos.
Enseguida vino la policía. Y había cámaras también. De Crónica TV supongo, como
están acá nomás. La gente salía de los autos como podía. Había humo. Uno de los autos
se prendió fuego. La gente gritaba que los ayudaran, que no podía salir. Gritaban cosas
que no se entendían. Algunos fueron a ayudar. Había chicos. Chicos que estaban
perdidos, llorando y pidiendo por la mamá, por el papá. Yo no podía hablar, te juro.
Todo era espantoso. Miraba a la gente con las caras manchadas, algunos tratando de
ayudar a otros. Yo no quería mirar casi. Vi la cara de un hombre todo ensangrentado
que me miraba. Yo pensé que se estaba muriendo y seguí caminando. Eso era lo raro,
era como que a mí no me pasaba nada. Caminaba por entre los autos destrozados. Hasta
que llegué abajo, a la 9 de Julio. Quiero decir que finalmente bajé de la autopista. Había
tanto ruido, tantos bocinazos. Y me vine caminando para acá. En el camino pensé.
Pensé mucho. Pensé mucho en nosotros. (Silencio.) Te odio Fran. (Silencio.) Te odio
tanto. (Silencio.) Te amo tanto. No sé cómo decirlo. Nos estamos esforzando tanto. Yo
sé que vos te estás esforzando, Fran. Yo sé que me querés. Y yo también te quiero. Te
quiero tanto. Pero por ahí nos estamos apurando. Quiero decir, ¿por qué hay que hacer
todo a las corridas? Siempre corriendo, siempre apurándonos. Hoy, toda esa gente en la
autopista, en sus autos. Nadie llegó. No sé muy bien lo que quiero decir, Fran. Quizá lo
que me pasó es que me hice miles de preguntas. ¿Vos alguna vez te hiciste miles de
preguntas; pero preguntas en serio digo; quién sos, qué querés, por ejemplo? (Silencio.)
Vos practicás trucos de magia y animás fiestas ¿pero sos un mago? ¿Sos un mago de
verdad? Fran, en serio te lo pregunto, no para que te sientas mal, no es un reclamo. Te lo
pregunto de verdad. Yo tampoco sé si la oftalmología es mi vida. Qué sé yo. Pensé que
este… “ser”… que encontramos me iba a llevar a algún lugar. Pensé que me iba a hacer
sentir… satisfecha. (Silencio.) ¡No me siento satisfecha Fran! No tengo lo que necesito
¿sabés? No es cierto que conocerte a vos es lo mejor que me pudo pasar. No es cierto.
No me hacés feliz. Y es tu obligación ¿sabés? Es tu obligación hacerme feliz a mí. Y
este departamento es horrible, Fran. Es lo mejor que pudiste conseguir ¿no? Bueno, lo
mejor para vos es para mí una mierda. (Silencio.) Perdoname. Perdoname, por favor. No
sé qué es lo que me pasa. Yo quiero que estés bien, te lo juro. No quiero lastimarte, pero
me sale. (Silencio.) Por favor decime si me perdonás. Fran, contestame. ¡Fran! Por
favor, decime algo. No estoy diciendo nada que no hayamos pensado ya. Sé que no lo
hablamos pero lo pensaste. Lo pensamos. Cada uno lo pensó por su lado. Quiero decir
que no sé, tal vez mudarnos juntos no haya sido la mejor idea. No te estoy diciendo que
terminemos. Fran, no es eso lo que quiero decir. Abrí, Fran, por favor ¿por qué te
quedás callado? ¿Por qué no salís y hablamos? ¿Por qué no salís y pensamos juntos todo
esto? Fran. ¿Pero que mierda estás haciendo adentro del baño, Francisco, se puede
saber? (La puerta del baño se abre “sola”. Algo la inquieta. Bajo.) ¿Fran? (Ana ingresa
lentamente en el baño. Silencio. De pronto oímos una exclamación. Ana sale del baño
retrocediendo mirando a Claudio que avanza) Ah. Es usted. Usted estaba ahí. Yo pensé
que… ¿Y Fran? ¿No lo vio? A Fran. Al que es así, como yo. (Hace un gesto para darse
a entender. Sigue retrocediendo entre fascinada y asustada.) ¿Qué quiere? (Mira a
Claudio, algo la guía hacia la mesita donde está la pizarra mágica) Ah ¿El bloc
maravilloso? ¿Lo quiere? (Toma la pizarra mágica y se la ofrece.) Sí, se lo doy, se lo
doy. (Pausa) Ah, está dibujando, qué bien. (Ana observa el dibujo que va apareciendo
en la pizarra mágica.) Ah. ¿Y qué vendría a ser? ¿Una persona? ¿Una flecha? Ah, sí,
una flecha. (Claudio orienta las manos de Ana. Ana observa que la flecha señala hacia
abajo.) ¿Los zapatos? Ah, no. ¿La mesa? Ah, el grabador. ¿Quiere que le ponga el
grabador? (Acciona el grabador. Pero nada se oye.) No hay nada, parece. (El sujeto
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toma la pizarra mágica.) ¿Qué? (Ana ve como el sujeto hace otro dibujo) ¿Otra flecha?
Ah. Dos flechas. (El sujeto inclina la pizarra hacia el grabador.) Dos flechas, el
grabador; dos flechas, el grabador… Ah, ¿el reuín? ¿Le pongo el reuín? Cómo no.
(Acciona la tecla de rebobinado del grabador.) ¿Ahí estará bien? (Vuelve a presionar
Play. En la cinta se oye la voz de Fran.)
Fran: “Le pido disculpas… Un accidente. Ya cerré todo.”
Ana: Ese es Fran. No, yo le había puesto el grabador para ver si usted tenía… quiero
decir por si usted decía algo y se quedaba grabado, porque… Bueno, yo soy oftalmóloga
y… me estoy por recibir, quiero decir, me quedan dos materias para recibirme de
oftalmóloga. Cuatro en realidad, pero como son cuatrimestrales, cuento dos por una…
(Atiende a la grabación.)
Fran (en la grabación.): “No, baldes no tengo pero… Ah, le pido mil disculpas… En
serio. (…) Mire, en este momento no…” (En la grabación ruido de impacto de proyectil
hecho de bollos de papel higiénico mojado. Otro impacto y la queja de Fran.)
Ana: ¿Qué fue ese ruido?
Fran (en la grabación): “Perdón, ahora no lo puedo atender…; después bajo. (…) Que
después bajo.” (En la grabación otro impacto. Otro más. Otro más.) “Pare, por favor.
¡Basta!” (Más ruidos en la grabación.)
Ana: (mientras escucha, al sujeto.): ¿Qué pasó? ¿Qué son esos ruidos? (Los ruidos en la
grabación se calman.)
Fran (en la grabación): “Bueno, estamos a mano. ¿Estamos a mano?”
Ana: ¿A mano de qué? (En la grabación gemidos.)
Fran (en la grabación.): “¿Lo lastimé? Oiga ¿lo lastimé?”
Ana: ¿Lo lastimó? ¿Fran lo lastimó a usted? (La interrumpe la grabación que continúa.)
Fran (en la grabación.): “Venga. Venga para acá. Siéntese. Estamos calmados ¿no?
Estamos calmados ahora. Sí. Yo me siento un poco desconcertado, eso es. Perdóneme si
le levanté la voz esta situación es un poco, usted entiende ¿no?” (Pausa.) “Espere ¿qué
hace? Espere un poco, por favor, yo no…” (Ruido de forcejeo.) “Suélteme; suélteme,
por favor.” (Más ruidos.) “Por favor le pido. No me deja respirar…” (La grabación se
detiene. Ana saca el casete. Indudablemente la cinta se había terminado y no hay nada
más grabado. Da vuelta el casete.)
Ana: ¿Qué pasó? ¿Qué le hizo a Fran? ¿Se puede saber que le hizo a Fran? (Las manos
de Ana, que todavía sostienen la pizarra son orientadas nuevamente.) ¿Qué? (Observa la
orientación de la flecha en la pizarra.) ¿Los zapatos otra vez? ¿Qué…? ¿Abajo? ¿Abajo
qué? (De pronto cree comprender.) ¿Lo tiró? ¿Lo tiró por… la ventana? (Deja caer la
pizarra. Retrocede, sintiéndose amenazada por el sujeto.) No me haga nada ¿eh? Yo a
usted no le hice nada. Yo… (Al retroceder Ana da con un objeto contundente. Lo toma,
lo enarbola y le da al sujeto con él. El sujeto “cae” cuan largo es. Ruido de llaves en la
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puerta.) ¿Quién…? (Entra Fran. Ana se alivia instantáneamente.) Fran. Ay, Fran. Sos
vos. No sabés que susto. Yo pensé que… Pensé que te había pasado algo, que él…
Quiero decir que yo pensé que estabas en el baño. No tenía ni idea de que estaba él. Y
pensé que te había tirado, que te había tirado por la ventana. No sabés que horrible.
Choqué, Fran. El auto quedó destrozado y seguro no debemos tener ¿no? (Fran se sienta
en un sillón, inexpresivo. No parece atender a Ana.) Yo bajaba por la autopista y…
(Fran se pone de pie y avanza hacia ella. Toma el teléfono. Ana le toca cariñosamente el
brazo. Fran se sobresalta.)
Fran: ¿Es usted? ¿Está de vuelta? (Mira hacia el vacío.)
Ana: Soy yo, Fran. Fran. (Fran toma el teléfono y marca.)
Fran: Mamá. Yo. (…) Sí, lo vi. Estaba en casa de los vecinos de abajo y lo estaban
pasando por la tele. ¿A vos también te pareció ver el auto?
Ana: Estoy acá, Fran. ¿Por qué no me oís? ¿Qué está pasando Fran? Fran.
Fran (Al teléfono.): No sé. Voy para allá. (…) No sé, a buscarla.
Ana: ¡Fran! Estoy acá. (Intenta abrazarlo. Fran se enfurece.)
Fran: ¡Basta! ¡Basta! ¡Váyase! ¡Vaýase! (Al teléfono.) No, mamá, vos no vengas. (…)
Porque me voy para ahí. A dónde fue el accidente. (…) Sí, es acá nomás, a tres cuadras.
Me siento muy mal, mamá.
Ana: ¿Qué pasa? ¿Qué pasa Fran? ¡Fran!
Fran (Al teléfono.): Sí, después te llamo. Chau. (Corta. Se dispone a marcharse. Cuando
va a salir tropieza con el “cuerpo” de Claudio. 0bserva. Se agacha. Comprueba que
está allí. Ana lo mira. Luego Fran va a salir.)
Ana (Lo toma de un brazo.): Fran.
Fran: ¡Basta! Suélteme. ¿Es usted? ¿Cuántos son? ¿Cuántos son?
Ana: ¿Por qué no me ves Fran? (Intenta detenerlo.) Fran, ¿qué pasa? ¿Qué está
pasando?
Fran: ¡Suéltenme! ¡Suéltenme! (Sale. Ana permanece en el lugar, aún sin poder darse
cuenta de lo que en verdad sucede.)
Oscuro.
2
El departamento está arreglado. Todo está en su lugar. Fran vive ahora solo. Han pasado
ya seis meses desde la muerte de Ana. Hay una foto de ellos sobre alguna repisa.
Música grandilocuente. Aparece Fran con una cuchara en la mano. Hace una
espectacular entrada. Se pasea de un lado a otro del departamento esgrimiendo la
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cuchara como si se tratase de algo muy importante. Luego se acerca a la masita del
centro y coloca la cuchara allí. Coloca las manos en actitud “mágica”. Declama.
Fran: ¡Eleva… ción! (Silencio. Fran mira la cuchara inmóvil. Repite.) ¡Eleva… ción!
(Nada sucede. Sin abandonar su actitud.) ¿Ana? ¡Ana! (Desarma su actitud y va hasta el
grabador. Lo apaga.) Ana ¿estás acá?
Ana (asomándose desde la cocina. Parece estar buscando algo.) : Sí.
Fran: ¿Ana?
Ana: Estoy.
Fran: Si estás, tocame. (Ana lo toca.) Bien. ¿Estás bien? Tenemos que seguir con esto,
Ana, por favor… (Ana encuentra lo que buscaba. Es la pizarra mágica, sobre la que
anota algo. Aclaremos que ahora hay también en la sala un pizarrón convencional para
facilitar los medios de comunicación. Ana le acerca la pizarra mágica a Fran. Fran
responde a lo que lee.) Querés hablar. No, no. Ahora no. Después. ¿Está claro?
Después.
Ana (habla a conciencia de que Fran no la oye. Aun así no puede evitarlo.) Pero yo
necesito hablar. Yo…
Fran: Atención. Vamos a empezar. A tu lugar, Ana. ¿Estás lista? (Pone música
nuevamente. Repite la ceremoniosa y espectacular entrada del comienzo. Ante la mesita
donde está la cuchara.) ¡Eleva… ción! (Ana toma la cuchara y la eleva, así la cuchara
queda “suspendida” en el aire. Fran hace movimientos con la mano que son “seguidos”
por la cuchara.) Y ahora… arriba. (Hace un gesto con la mano. Ana levanta la cuchara.
La cuchara se “eleva”.) Nada… nada… nada… (A cada “nada” Fran pasa su mano para
mostrar que no hay hilos que sostengan la cuchara. A Ana.) ¡Cambio! (Rápidamente
Fran pasa al lugar donde está Ana y ésta pasa al lugar donde está Fran.) Y ahora…
¡Más arriba! (Hace otro gesto. La cuchara se eleva más. Es todo lo que Ana alcanza a
elevarla.) Y más… (Fran hace otro gesto. Pero la cuchara no sube.) Subite a una silla.
(La cuchara no se mueve.) Subite a una silla, Ana. (Ana renuncia. Va hasta el equipo de
música y lo apaga.) No, Ana ¿Qué hacés? (Ana toma la pizarra mágica y escribe.)
Ana: Estoy cansada. (Fran lee en la pizarra.)
Fran: “¿Cansada?” ¿De qué?
Ana: (escribiendo.): ¿No puedo estar cansada?
Fran: Si no hacés nada en todo el día. (Lee.) “¿Todo?” ¿De qué estás hablando, Ana?
¿De qué estás hablando? Poneme, escribime ahí de qué estás hablando por favor, por
favor… (Ana escribe. Le muestra.) No, Ana. Tengo la vista a la miseria. Ya sabés lo
que dijo el oculista. (Ana vuelve a escribir. Fran lee. Piensa. Finalmente se decide.) Pero
es la última vez esta semana ¿eh? (Ana se pone instantáneamente feliz. Se acomoda en
el lugar adecuado, que es la silla giratoria. Fran se sienta en el sillón. Están enfrentados.
Fran hace el consabido esfuerzo con la vista intentando enfocar a Ana. Parece lograrlo.)
Te estoy mirando. (Se miran durante un momento. Sonríen.)
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Ana (habla modulando mucho): Hola.
Fran: (tratando de entender a través de la modulación de Ana): Ho… la. ¿Hola? (Le
responde.) Hola, Ana. (La mira un poco más detenidamente.) Estás muy linda.
Ana: Gracias. ¿Estás… viéndote…
Fran: No entiendo. “¿Estás fién…?
Ana: ¿Estás viéndote…
Fran: ¿Si estoy bien? Sí, estoy bien.
Ana: No.
Fran: Ah, no.
Ana: ¿Estás viéndote…
Fran: Viéndote… Ah, viéndote, sí.
Ana: Con una… chica…
Fran: Con u…
Ana: Una chica.
Fran: ¿Shi…? ¿Chica? ¡Chica! ¿Qué chica? Voy a dejar de mirarte porque los ojos me
están matando.
Ana: no, no, no.
Fran: Sí, voy a dejar de mirarte, Ana. Perdonáme. (Efectivamente deja de mirarla.)
¿Dónde está el colirio? (Ana va hasta el pizarrón y escribe. Mientras, Fran le sigue
hablando a la silla giratoria donde supone sigue Ana. Se pone gotas en los ojos.) Sí, me
estuve HABLANDO con una chica. Por teléfono. Renata se llama. Y pienso contratarla
como ayudante ¿algún problema? (Ana acaba de escribir en el pizarrón: “¿Te acostaste
con ella?” y hace sonar una campanita que hay para que Fran atienda a los mensajes
escritos en esa pizarra. Fran lee.) No me acosté con ella. ¿Cómo me voy a acostar con
alguien que ni siquiera conozco? (Suena el teléfono. Fran instintivamente, mientras
continúa hablando, va hacia él.) Estás paranoica, Ana. Yo… (Pero cuando Fran está por
tomar el aparato, lo hace Ana.) ¿Qué hacés, Ana? Dame eso. Dame. (Ana se sube a una
mesita y levanta el brazo con el tubo del teléfono.) ¡Dame! Dame te digo. Puede ser el
productor. (Fran salta y atrapa el teléfono.) Hola. ¿Ignacio? (…) Sí. (…) Ah, no, pensé
que era… (…) No, pensé que era el productor. (…) Ignacio, el productor… (…) Sí, acá
estoy. (…) Nada. (…) Ensayando un poco. (…) ¿Agitado? Puede ser. Un poco. (Ana
toma la pizarra mágica y escribe. “¿Quién es?”. Golpea el pizarrón para que Fran mire.
Fran lo hace pero no le responde. Continúa hablando.) Ensayando. (…) Y, si me lo
volvés a preguntar te lo voy a responder. (…) Sí, mañana. A las diez. ¿No recibiste la
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invitación? (Ana se acerca al tubo del teléfono intentando oír quién está del otro lado de
la línea. Fran intenta sacársela de encima. Al teléfono.) Esperame un momento. (Aparta
el tubo cuidándose bien de tapar el micrófono con la palma de la mano. Grita
susurrando.) ¡Pará, Ana! ¡Pará! Es mamá. (Silencio. Corrobora que Ana se ha calmado.
Vuelve al teléfono.) Hola. (…) No. Con nadie. (…) No, no es a vos. (…) No, no estoy
con nadie. (…) Estoy bien. (…) Te digo que estoy bien. (…) Te hice llegar una
invitación porque quiero que vengas. (…) ¿Para qué querés que te llame? (…) No, ahora
no puedo hablar. Estoy ocupado. (…) Con nadie, con nadie te estoy diciendo. (Se abre
la puerta de entrada. Vuelve a cerrarse. Fran, de espaldas a ella, no nota nada y continúa
hablando.) Estoy tratando. Estoy tratando mamá. Estoy tratando de tener una vida, sí. Y
para eso, entre otras cosas, tengo que cortar.
En simultáneo, Fran continúa hablando con su madre por teléfono mientras Ana entabla
una conversación (audible unilateralmente) con Claudio. Es claro que Ana puede ver y
oír a Claudio perfectamente.
Ana: Hola Claudio. (…) Acá. Más o menos. (…) Bueno, sí. Cansada. Débil, no;
cansada.
Fran: (al teléfono.): Yo no quiero ir. (…) No quiero ir al cementerio (…) No me gustan
los cementerios.
Ana (mientras tanto ha ido hasta el pizarrón que está a espaldas de Fran y ha anotado:
“Llegó Claudio”. Hace sonar la campanita. A Claudio.): Una vez. Sí, un par de minutos.
Fran (escucha la campanita y ve lo escrito en el pizarrón. Al teléfono.) Esperá un
momento. (Tapa el tubo y saluda a Claudio con un susurro.) Hola, Claudio. (Señala el
teléfono.) Estoy hablando con mamá. (Vuelve al teléfono.) Hola. (…) No, no pasa nada.
(…)
Ana: (a Claudio.): Dice que se le cansa la vista, que el oculista le dijo… (…) No es una
excusa. Es cansador mirarnos. (…)
Fran (al teléfono.): No, no me olvidé de ella, mamá.
Ana (a Claudio.): A vos. No sé; ya ni te ve. (…)
Fran (al teléfono.): Yo la adoro a Ana.
Ana (a Claudio.): No es que no me quiera mirar; no me ve que es distinto. (…) Bueno,
le cuesta. (…)
Fran (al teléfono.): La adoraba.
Ana (a Claudio.): Sí, mucho esfuerzo. Ya tuvo que hacerse anteojos. No quiero que se
quede ciego. (…)
Fran (al teléfono.): No empieces a decirme lo que siento o dejo de sentir porque vos no
sos yo. (…) No estoy saliendo con otra chica. (…) Una ayudante. (…)
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Ana (observa que Claudio sale hacia la cocina. A Claudio.): ¿Adónde vas? ¡No agarres
las galletitas!
Fran (al teléfono.): Claro que puedo solo pero todos los magos tienen una ayudante y
ahora puedo pagarla. (…) Antes porque no tenía plata ahora porque me va bien. (…)
Bueno, puede resultar ahora que soy un buen mago ¿tenés problemas con eso también?
Ana (a Claudio.): Dejá esas galletitas. Te las abro yo. (Sale hacia la cocina. Se oyen
ruidos.) ¡No, Claudio! No.
Fran (al teléfono.): ¿Qué raro? ¿Mis trucos? Son trucos de magia. (…) No, no te voy a
decir como los hago. Es secreto. (…) Tampoco te voy a decir eso. (Claudio “arroja”
objetos. Ana sale de la cocina a recogerlos. Al ver el desorden que se produce, al
teléfono.): Esperá. (A viva voz.) ¡Claudio, basta ¿eh?!
Ana (en simultáneo con Fran.): ¡Basta, Claudio!
Fran (Al aire.): ¿Ana, te podés ocupar un poco de él? (Al teléfono.) Nada. (…) No pasa
nada. Estoy bien. (…) ¿Qué ruidos? Ruidos, ruidos ¿qué tienen de raro los ruidos?
(Hace él mismo ruidos. Ana regresa de la cocina.)
Ana (a Claudio.) Vení para acá. Sentate. (Claudio “regresa” y se sienta junto a ella.)
Fran (al teléfono.): ¿Qué querés, mamá? Querés que te preste plata, te presto. (…)
Ana (a Claudio.): Pero no pongas los pies arriba del tapizado. (…) Porque no.
Fran (al teléfono.): No te lo voy a decir. Porque no. Decime para qué llamaste. Antes de
cortarte por lo menos decime para qué llamaste. (…) Ajá. ¿Y qué dijo el médico?
Ana (a Claudio.): Ah ver. ¿Por qué me querés poner en contra de él? (…) ¿Ah, no? ¿Y
por qué me decís todo eso? Todo eso de que me descuida. Él me quiere. Y vos estás
celoso. (…) Vamos, Claudio ¿te creés que no me doy cuenta? (Mira a Fran.)
¿Cambiado? ¿Cambiado cómo? (…) Puede ser, sí. Pero yo creo que para mejor. (…) No
estoy de acuerdo. No estoy de acuerdo con lo que decís. Además, si está mejor es en
parte porque yo lo estoy ayudando. (…) ¿Cómo que lo deje tranquilo? Él no me va a
dejar. Y pará de decirme que me va a dejar porque no me va a dejar. No.
Fran (al teléfono.): Ajá.
Ana (a Claudio.): No.
Fran (al teléfono.): Ajá.
Ana (a Claudio.): No.
Fran (al teléfono.): Ajá.
Ana (a Claudio.): No.
Fran (al teléfono.): Ajá.
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Ana (a Claudio.): No.
Fran (al teléfono.): Ajá.
Ana (a Claudio.): No. A vos te estarán olvidando. Él no se olvida de mí. Y no quiero
hablar más del tema. Y andá a bañarte ¿querés? Que tenés un olor espantoso. Dale, a la
ducha. (Va hasta el baño. Se oye el agua correr. Sale.)
Fran (al teléfono, ríe): Ay, mamá, el médico no te pudo haber dicho que te ibas a morir.
(…) Porque los médicos no dicen nunca que te vas a morir. Aunque te estés por morir
no te lo dicen. (…) No digo que vos te estés por morir. (…) Eso pasa en las películas
americanas, acá no.
Ana (a Claudio.): Sin chistar. Te bañás y punto. (…) Ya te abrí el agua. (…) Entrá que
yo te llevo la toalla.
Fran (al teléfono.): No tenés cáncer. (…) ¿Sida? ¿Cómo vas a tener sida? (…) No, ya te
dije, no estoy pensando en eso. Sí, es chico, es chico. Pero no sé. Prefiero todavía no
mudarme. (…) ¿Qué cosa? (…) Renata se llama.
Ana: Esperá. (Mientras escucha, Claudio toma la toalla.)
Fran (al teléfono.): Hoy. Ahora. Dentro de un rato. (…) Una entrevista, mamá. (…)
Acá.
Ana: ¿Acá? (A Claudio, mientras sigue atendiendo a Fran.) No estés tres horas.
Fran (al teléfono.): En casa, sí. (Mira el reloj. Advierte que se le ha hecho tardísimo.
Acelera la conversación. Advierte al mismo tiempo que Claudio está a punto de entrar a
bañarse, lo cual aumenta su urgencia. Mientras comienza a quitarse la camisa.) No, no
es para el show de mañana, pero quiero explicarle un poco como es la cosa y que
mañana vea el show como para que tenga una idea de… Claro. Eso, para que se dé una
idea. (…) Bueno, después te llamo y te cuento. (…) Que después te cuento. Chau. Chau.
(Corta. Corre hacia el baño. Lo vemos forcejear con la toalla.) No, no, Claudio. Yo me
tengo que bañar. Salí de ahí. Salí. (Un tirón lo hace entrar en el baño de golpe. La
discusión sigue dentro. Sonido de agua que sale de la ducha.) Salí de ahí. Te vas para
allá. Me vas a hacer patinar, Claudio. (El agua deja de oírse.) No, dejala abierta que me
voy a bañar yo, te dije. (Nuevamente sonido de agua corriendo. Fran sale extenuado.)
¡Ana! ¡Ana! ¿Le podés decir que salga que me tengo que bañar yo? ¡Ana! ¿Estás? (Ana
ingresa en el baño. Fran habla al aire. Mientras habla, escuchamos a Ana que le habla a
Claudio dentro del baño. La conversación es ininteligible.) Ahora me parece que a mí
tampoco me escuchan. A ver si me entienden. Es que va a venir esta chica Renata. Te lo
iba a comentar justo y llamó mamá y… No fue idea mía. Pero bueno creo que es bueno
para el show; y si es bueno para el show es bueno para mí. ¿Entienden? (…) Chicos.
Después te bañamos, Claudio. Con la manguera si querés como a vos te gusta. (Ana y
Claudio salen del baño.) Mi amor, chiquita; no quiero que se pongan mal ¿sí? Yo los
quiero. (Pausa.) Eh… Y otra cosa. Prefiero que me dejen solo. (Silencio.) No… No
quiero que se ofendan. Pero tienen que entender que si sé que están me voy a poner
nervioso. ¿Puede ser? Ana. Claudio. ¿Puede ser? (Extiende las manos.) ¿Puede ser?
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(Ana y Claudio le toman cada uno una mano.) Gracias. De verdad chicos, gracias. (Ana
y Claudio se acercan a la puerta. La abren. Luego la cierran pero no han salido. Fran
corre hasta la puerta. Elevando la voz.) ¡Te quiero, mi amor! ¡A vos también, Claudio!
Ana observa a Fran que se cerciora de que Ana y Claudio han salido, para lo cual forza
la vista.
Ana (A Claudio.): Movámonos, movámonos, Claudio; que no pueda enfocarnos. (Se
mueven hasta que Fran comprueba que está verdaderamente solo y comienza a
prepararse para la llegada de Renata. mientras lo hace, Ana habla con Claudio.)
Claudio. Me quiero incorporar. (…) En ella. En la chica que va a venir, Renata, sí. (…)
Sí, estoy decidida. (…) Sí, estoy segura te digo. (…) No importa. Decime. (…) Atrás de
ella. (…) ¿Cómo quieta? ¿Ella quieta? (…) Cuánto de quieta. Explicame bien. (…) Un
poco quieta. (…) La columna derecha, el cuello también. ¿Así? (Se coloca en posición.
Corrige la posición del cuello.) ¿Así? (…) En jarra cómo. (…) Ah. Y las manos hacia
adelante. Inspiro. (De pie. Coloca los brazos en jarra con las palmas apuntando hacia
delante.) En un vértice. (…) Fuerte. (…) Cómo que me zambullo. (Hace un movimiento
con las manos y lanza un grito.) ¿Más? (…) ¿Qué zona? (Señala sobre la espalda de
Fran que aparece desnudo, recién bañado, poniéndose desodorante.) Ah, sí, la zona
lumbar. (Vuelve a señalar la entrepierna de Fran que ahora está agachado junto al sofá
buscando algo debajo.) No, ese es el perineo. Y esta es la zona lumbar. Está bien.
Dejame ver. (Ana hace un repaso de las etapas. Mientras las menciona las ilustra con el
cuerpo.) Derecha. Cuello derecho. Brazos en jarra. Manos hacia delante. Inspiro. Largo
el aire con sonido. Al perineo. (Lo hace.) Bien. ¿Entonces? (…) Todo oscuro, no voy a
ver nada. ¿No voy a ver nada? Ah, sí. (…) ¿Cómo que todo se va a mover? (…) ¿Pero
ella se va a dar cuenta de que yo me metí? (…) ¿Luchar? ¿Cómo luchar? (Observa a
Fran que se ha puesto una camisa.) Ay, no, esa camisa es horrible. (Fran sale al baño. A
Claudio.) Esperá. (Ana busca rápidamente otra camisa para Fran. La coloca sobre el
sillón. Vuelve a su posición.) Sí, ¿dónde estábamos? (…) Ah, sí; que va a luchar. (…)
Mucha fuerza. Con las piernas. (…) ¿Así? (Separa las piernas.) Las tengo que juntar.
¿Así? (Junta las piernas.) ¿Qué palabras? (…) ONE… TÚE… TERE… (Fran regresa
del baño con los pantalones puestos.) ¿Qué? (Se vuelve hacia Fran. Fran ve
“casualmente” la camisa que le eligió Ana. Opta por cambiarse.) Bien. (A Claudio.)
Sigamos. Las palabras. ONE… TÚE…TERE… ON… EST… ME… (Repasa.) ONE,
TÚE, TERE, ON, EST, ME. (…) ¿Listo? (…) Ay, no sé si lo voy a poder hacer. Estoy
muy nerviosa, Claudio. Él no puede saber que soy yo ¿no? (Suena el timbre del portero
eléctrico. Tanto Ana como Fran se sobresaltan.) Ah, ya viene. (…) Nos tenemos que ir,
Claudio. (…) No, vos venís conmigo.
Fran (que aún no ha terminado de cambiarse.): ¡Va! (Va hasta la cocina.)
Ana (A Claudio.): ¿Y para salir? (…) ¿Otro grito? Así, como el primero. (…) Ah. Todo
lo mismo pero al revés. (Abre la puerta, salen y cierra la puerta detrás de sí.)
Fran (off. En la cocina. Habla por el portero eléctrico.): ¿Sí? (…) Ah, sí ¿qué tal? ¿Está
abierto? (…) Ah, está bien. Es la primera escalera. (…) Sí, y es todo por escalera.
(Regresa a la sala. Termina de arreglarse para recibir a Renata. Se pone los zapatos, los
lentes. Borra el pizarrón. Esconde algunas prendas que habían quedado tiradas. Golpean
la puerta.) ¡Va! (Se oye un grito. Fran, que no ha advertido el grito, finalmente abre la
puerta. Allí está Renata con Ana dentro.) Hola. Adelante.
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Ana: Hola.
Fran: Sí, pasá, pasá.
Ana: Hola.
Fran: Hola. ¿Cómo estás? Vení, sentate donde quieras.
Ana: Hola.
Fran: ¿Estás bien?
Ana: Bien.
Renata: Hola ¿Qué tal?
Fran: Renata.
Ana: Renata.
Fran: ¿Estás bien?
Ana: Me voy a sentar.
Renata: ¡Dejame!
Fran: ¿Cómo?
Ana: Que me voy a sentar.
Fran: ¿Querés algo para tomar?
Renata: Fuera. Fuera.
Fran: ¿Estás bien de verdad? Escuché algo afuera…
Ana: Estoy bien. Estoy bien. Estoy un poco nerviosa.
Renata: ¡Basta!
Ana: Shhh. Callate.
Fran: ¿Qué?
Ana: Nada. Nada. Estoy bien. ¿Un té podría ser?
Fran: Sí, cómo no. Ya te traigo. Sentate donde quieras.
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Fran sale a la cocina. Se produce una lucha entre Renata y Ana, mientras Fran habla
desde la cocina.
Fran (Off.): Justo había puesta agua para hacer un té así que va a estar listo en un
minuto. Tengo té, a ver… sí, boldo, peperina, té común; no es en hebras es en saquitos.
Ana: ¡ONE!
Fran (Off.): Común, bien. Té común. Yo también prefiero el común. Ya estoy con vos.
Es un segundo. Ponéte cómoda ¿eh? ¿Azúcar?
Ana: ¡TÚE!
Fran (Off. Ríe): ¿Due? ¿Parliamo italiano, Renata?
Ana: ¡TERE!
Fran (Off.): Mele, mele, beníssimo. Yo también le voy a poner mele. ¿Latte?
Ana: ¡ON!
Fran (Off.): ¿Cómo?
Ana: ¡EST!
Fran (Off.): ¿Qué?
Ana: ¡ME!
Fran (Off.): Bueno, mirá yo llevo todo y vos le ponés lo que te parezca.
Ana está terminando de atravesar el trance. Ya se ha acomodado en el cuerpo de Renata.
Se mira. Ingresa Fran. Con una bandeja con tetera, tazas, azucarera, lechera, miel,
servilletas.
Fran: Acá estamos. (Le sirve té.) Bueno, acá tenés zúquero, mele, latte.
Ana: ¿Eh?
Fran: Eh, que tenés ahí para ponerle lo que quieras.
Ana: No, no; lo tomo así, sin nada. Gracias.
Fran: Ah. (Ana toma la taza.) Ojo que está que pela. (Pero Ana bebe el té como si fuese
agua fresca. Fran no puede menos que sorprenderse.)
Fran: ¿Estás bien?
Ana: Sí, se ve que me dio un mareo al subir rápido la escalera. Pero ya estoy bien.
(Sonríe.)
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Fran: Bueno, ¿te cuento un poco? Resulta que desde hace un par de meses estoy
armando este show, el de mañana ¿te acordás que te conté por teléfono? Me contacté
con este productor, eh… y bueno, se entusiasmó mucho con algunos trucos bastante
novedosos que tengo. En principio yo no quería tener una ayudante. No sé muy bien
porqué. Pero bueno, lo volvimos a hablar él insistió bastante y bueno, dije que sí; él te
contactó, me llamaste, te llamé y… aquí estamos.
Ana: Aquí estamos. (Fran descubre un paquete que ha quedado en la mesita.)
Fran: Te pongo esto por acá…
Ana: No sé, no es mío.
Fran (Sorprendido.): ¿Para mí?
Ana: Eh, ah…
Fran: Gracias. No tenías por qué…
Ana: sí. Te traje una… cosita. (Fran comienza a abrir el paquete.) ¡No lo abras! No,
abrilo después, quiero decir.
Fran: ¿Por qué? ¿Qué es?
Ana: Bueno, está bien, abrilo.
Fran: ¿Lo abro o no lo abro? (Ríe.)
Ana: Como quieras.
Fran (Abre el paquete. Es un objeto inexplicable con un pájaro de plástico
coronándolo.) Ah, ¿Es un…?
Ana: Pájaro. Es un pajarito.
Fran: Un pajarito, claro. Y… ah, es un ¿florero?
Ana: Un florero.
Fran: No. Me parece… un servilletero… No se entiende bien. Ah, es precioso ¿eh? Lo
voy a poner en la cocina. Liadísimo, la verdad. (Dejando el objeto sobre la mesa.)
Bueno. No sé, ¿me querés contar algo de vos, tu experiencia? ¿Qué te dijo eh…? Ay, se
me fue. Ay, que gracioso se me fue el nombre de este… Ay, ¿cómo era? El productor,
el… eh… ay ¿cómo era?
Ana: ¿Quién?
Fran: El productor…
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Ana: Ah, no tengo la menor idea.
Fran: Ah ¿pero él no te llamó? Bah, me dijo que te conocía bastante, que incluso…
¡Ignacio! Ahí está.
Ana: ¡Ignacio! Ignacio, claro.
Fran: Qué gracioso. Se me fue de la cabeza a mí y a vos también. Como al mismo
tiempo. Qué cómico ¿no? Te veo nerviosa. No sé ¿Querés que te cuente algo más?
Hablame un poco de vos, no sé, si querés.
Ana: Bueno; me llamo Renata… (Se queda sin palabras. Silencio. Fran sonríe.)
Fran: Sí, eso sé.
Ana: Y… bueno, la verdad, estoy entusiasmada. Tengo un poco de experiencia…
Fran: Ajá…
Ana:… y… (Pero se queda callada. Silencio.)
Fran: ¿Sí?
Ana: ¿Fran?
Fran: ¿Qué?
Ana: Estoy muy contenta.
Fran: Ah.
Ana: Muy contenta. (Por el portarretratos que luce una foto de ella y de Fran.) ¿Tu
mujer?
Fran: Ah, sí. Ana. (Pausa.) Ella… Murió. Hace unos meses. En un accidente.
Ana: Ah.
Fran: No. Está bien, está bien. Ya… lo estoy superando.
Ana: Está muy bien. Hay que ser fuerte. Quiero decir hay que seguir.
Fran: ¿Y vos?
Ana: ¿Qué?
Fran: ¿Estás casada?
Ana: No.
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Fran: Ah.
Ana: Bueno, en realidad sí. Lo que pasa es que nos vemos poco. Quiero decir, es algo
complicado de explicar, pero es eso. Nos vemos bastante poco. Y… pero no te quiero
molestar con mis cosas.
Fran: No, contame. Contame. ¿Él viaja mucho?
Ana: No. Es… que nos vemos poco. Él me quiere. Me quiere mucho. Lo que pasa es
que con esto de que nos vemos poco… Yo… lo extraño mucho. (Se echa a llorar. Fran
guarda silencio.) Perdón. Disculpame. Mejor me voy. No creo que sirva para tu show.
Perdoname. No estoy bien.
Fran: Esperá. Esperá, Renata. Vení, vení.
Ana: No, no. En serio. Mejor me voy. Perdoname.
Fran: Oíme, no te voy a dejar ir así. Vení. Sentate. Te sirvo algo. Quedate diez minutos,
te relajás un poco y después te vas. ¿Sí? (Ana duda. Finalmente accede.)
Ana: Gracias. (Vuelve a su asiento.)
Fran: Bueno, la verdad, no sé cómo ayudarte.
Ana: No te preocupes. Es que creo que me va a dejar.
Fran: ¿Tu…? ¿Por qué?
Ana: Es que ya tratamos mucho y no… No hay una solución.
Fran: Pero si me decís que te quiere, que lo querés, que…
Ana: Pero no alcanza. A veces no alcanza. (Se repone.) No, perdoname. No me hagas
caso. No interesa. Seguí contándome del show. En serio, prefiero no hablar del tema. Ya
estoy bien. (Silencio. Ana observa el ámbito. Intenta cambiar de tema.) Me gusta tu
casa. Sí, es muy… (Pero súbitamente.) ¿La extrañás? A tu esposa. (Fran guarda
silencio.) Ay, no. Perdoname. No sé por qué me meto. Yo…
Fran: Prefiero no hablar de ella.
Ana: Sí, claro. Perdoname. No sé qué me pasa hoy.
Fran: Es que fue muy sorpresivo y la verdad que…
Ana: Sí, claro.
Fran: Del accidente hablo. Fue el mismo día que nos mudamos acá, hace como seis
meses.
Ana: Ah, mirá.
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Fran: Bueno, ese día ella estaba… no sé cómo decirlo… entusiasmada por algo que era
muy importante para ella… para su carrera… ella era oftalmóloga… Bueno, no se había
recibido todavía, le faltaban como diez materias… Y bueno, salió con el auto, ella no
solía manejar, no tenía puesto el cinturón y… La verdad es como que todavía no me doy
cuenta de que ella… ¿entendés?
Ana: Sí, claro.
Fran: Es como que todavía está. En algún sentido. (Pausa.) Quiero decir que todavía no
sé si la extraño. (Ríe.) Nunca lo pensé en realidad. No sé muy bien qué estoy diciendo.
(Pausa.) La quiero mucho. Todavía la quiero mucho. (Pausa.) Pero está muerta.
(Silencio.) Y por más que la quiera, va a seguir estando muerta. Uno siempre se da
cuenta de cómo quiere a una persona cuando ya es tarde. Cuando está ahí, cuando lo
tenés adelante, el amor es… imposible. Uno sólo ama al que estuvo, no al que está.
Ahora no sé como hacer para… Yo quiero extrañarla, pero no puedo, no… (Pausa.)
Bueno, la verdad no sé que estoy diciendo. Perdoname ahora vos a mí. (Pausa.) Y yo
necesito… yo estoy necesitando terminar con esto, pasar a otra cosa ¿entendés?
(Comienza a sonar un celular.) Dar vuelta la página. Olvidarme. Olvidarme. Terminar
con esto y…No sé. No sé si es posible; pero quiero empezar a extrañarla. ¿Se entiende
lo que digo? (Ana asiente débilmente. Fran, por el celular que continúa sonando.)
Atendé, atendé.
Ana: Ah, sí. (Busca en su cartera. Saca un celular. Pero no atina con el botón
correspondiente. Está muy afectada por lo que acaba de oír de boca de Fran.) ¿Cómo es
esto?
Fran: ¿Es nuevo?
Ana: Sí, nuevísimo.
Fran: Uy, que lío. Tiene que ser ese. El verde. El de arriba siempre es.
Ana: ah, sí. (Presiona el botón.) ¿Hola? (A Fran.) No, no es.
Fran: Es que ahora vienen tan… tan pocos botones y tantas funciones.
Ana: Ah, sí.
Fran: ¿Ese otro? Ah, no eso es la cámara.
Ana: ¿Este?
Fran: Dice SEND, no sé; por ahí es para mails.
Ana: ¿A ver? (Pulsa.) ¿Hola? (…) (A Fran.)Ah, sí, era ese. (Al teléfono.) ¿Sí? ¿Qué
Pupi? No. Renata habla. (…) ah, Ignacio, hola ¿qué tal? (…) Bien. (…) ¿Cómo está tu
amor, quién? (…) Ah, sí, yo, claro. (…) Sí, bien. (…) ¿La voz? Puede ser, un poco
tomada… (…) Sí, en su casa. Fran…cisco. (…) No, estoy bien, te digo. (…) Sí. (…)
Bueno… (…) ¿Qué regalo? (Mira el adorno. Comprende finalmente de qué se trata.)
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Ah, sí. Un Pájaro Palillero. Gracias. Sí, muy lindo. (…) Nada me pasa, estoy bien. (…)
¿Podés llamarme en un ratito por favor? (…) Es que estoy ahora en medio de la
entrevista y… (Ana repentinamente corta la comunicación. Mira a Fran.) Se cortó. Era
Ignacio, el productor, del que hablábamos antes… (Silencio incómodo. Ana sonríe. Fran
la observa. Vuelve a sonar el celular. Ana mira a Fran.) Cómo estamos hoy ¿eh?
(Mirando el celular.) SEND ¿no?
Fran: SEND.
Ana: (atiende.): Hola. (…) Sí. (…) Sí, acá. (…) No, yo no corté; se cortó sólo. (…) Sí,
claro que soy Renata ¿quién voy a ser? (…) ¿Eh? (A Fran.) quiere hablar con vos. Es…
Ignacio., de vuelta llamó. (Le da el teléfono.)
Fran: Hola ¿cómo te va, Ignacio? (…) Bien, bien. Sí, está. Acá. (…) No, no. Está todo
bien. Sí. (…) ¿Cómo? (…) Sí. (Escucha largamente mientras mira a Ana.) Sí. (…) Ajá.
(…) No, no te hagas problema. (…) Sí, yo después te llamo. (…) Chau. (Corta. Le
entrega el teléfono a Ana. Se sienta en una silla. La mira.) ¿Quién sos vos?
Oscuro.
3
Misma situación. Escasos segundos después. Fran repite la pregunta.
Fran: ¿Quién sos vos?
Ana: Eh… Yo… (Silencio.) ¿El baño?
Fran. ¿Cómo?
Ana: Que… necesito ir al baño. Me siento un poco… descompuesta.
Fran: Por ahí. (Señala. Ana sale. Se queda pensativo un momento. Luego toma el
teléfono. Marca. Habla en voz baja mirando siempre hacia la puerta del baño.)
¿Ignacio? Francisco. (…) Está todavía acá, sí. (…) No, no quería hablar delante de ella.
Ahora está en el baño. (…) La verdad que no sé. Sí, bastante raro. (…) Decime una
cosa, ¿vos no me dijiste que estabas saliendo con esta mina? (…) Y mirá, primero no se
acordaba de tu nombre. Después se puso a hablar en italiano. Y al final me dio a mí el
regalo que vos le había hecho a ella. (…) Un pájaro palillero, sí. (…) Claro, yo después
me di cuenta. (…) No es que me quiera meter, Ignacio ¿pero ustedes están bien? (…)
Bueno, según ella no.
Ana (off desde el baño.): ¡ME!
Fran (al teléfono.): Esperá. (Presta atención.) No sé. Me parece que está vomitando…
Esperá. (Hacia el baño.) ¡Renata! ¿Estás vomitando?
Ana (off desde el baño.): ¡EST!
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Fran (tomando el “EST” por una respuesta afirmativa. Al teléfono.): Sí, me dice que
está vomitando. ¿Sabés si está tomando algún tipo de medicación o algo?
Ana (off.): ¡ON!
Fran (al teléfono.): Ahora que me acuerdo, cuando entró me comentó que se sentía un
poco mareada.
Ana (off.): ¡TERE!
Fran (al teléfono.): ¿No la podés venir a buscar? No me parece que esté en condiciones
de irse sola…
Ana (off.): ¡TÚE!
Fran (al teléfono.): No te preocupes por el show ahora…
Ana (off.): ¡ONE!
Fran (al teléfono.): … vamos a dejarlo como estaba, me voy a arreglar perfectamente…
Ana, en off, pega un grito, idéntico al que oyéramos cuando se incorporó en Renata.
Fran: Yo me ocupo del show, vos ocupate de ella. (Aparece desde el baño Ana, ya
desincorporada de Renata. Fran no nota nada.) Qué sé yo, llevala a tomar un café, decile
que la querés, regalale flores, no sé. (…) Bien. Vos venite. Dale. Chau. (Fran corta el
teléfono. Se acerca a la puerta del baño. Golpea suavemente. Ana está a su lado, lo mira,
está a punto de tocarlo, pero no lo hace. Llora.) ¿Renata? ¡Renata! Hablé con Ignacio
recién y viene para acá a buscarte. (Silencio.) ¿Renata? (Silencio.) ¡Renata! ¿Estás bien?
(Silencio.) ¿Puedo pasar? (Fran ingresa al baño.) ¡Renata! Ay, ¿qué…? ¡Renata!
¡Renata! (Sale del baño. Vuelve a entrar. Renata no parece reaccionar y la alarma crece
en Fran.)
Ana (mientras tanto va hasta el pizarrón. Anota la palabra ADIÓS. Luego se dirige a
Claudio.) ¿Querés ponerle algo?
En el pizarrón se escribe sola, y con torpe caligrafía, la misma palabra, “ADIÓS”. Ana y
Claudio salen. Mientras tanto Fran sigue dentro del baño.
Fran (off.) ¿Renata? (…) ¿Renata? (Se oye un gemido de Renata que está recobrando el
conocimiento.) ¿Me oís? ¡Renata! Se ve que te desmayaste. Renata, mirame.
Renata (off. Desde dentro del baño.): ¿Dónde estoy? ¿Quién sos? ¿Qué pasó?
Fran (off.): Renata. Soy yo, Francisco. Vení, te ayudo a levantarte.
Renata (off.): No me toques. ¿Dónde estoy?
Fran (off.): Tranquila. Estás en mi casa.
Renata (off.): Pero esto es un baño. ¿Qué hago en un baño?
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Fran (off.): Tranquila. Ignacio viene para acá, te viene a buscar. Yo… ¡Renata!
Renata (entra, algo desencajada y aturdida.): ¿Dónde estoy? ¿Quién sos vos? ¿Qué
pasó? ¿Qué me hicieron? ¿Qué me hiciste? Me quiero ir. (Sale del baño. Fran la sigue.)
¿Qué es este lugar? ¿Dónde estoy? (Ve su cartera en el sofá.) ¡Ah, mi cartera! (La
toma.) ¡Ah, mi celular!
Fran: ¡Renata!
Renata: ¿Qué me pasó? ¿Qué me pasó? (Va hasta la puerta. La abre.)
Fran (siguiéndola con el pájaro palillero en la mano.): Esperá, Renata. Ignacio viene
para acá. Te viene a buscar. ¡Renata! ¡Te dejaste el pájaro! ¡Renata!
Pero Renata se ha ido. Silencio.
Fran cierra la puerta. Se ríe de la ridícula situación que le ha tocado vivir. Pero de
pronto descubre algo en el espejo. Ve reflejado el pizarrón dónde está la palabra “adiós”
escrita dos veces. Avanza hacia el espejo. Se vuelve hacia el pizarrón. No hace nada.
Apagón
Londres, agosto de 2002; Buenos Aires, mayo de 2003
Mi querida
Gambaro, Griselda, “Mi querida”, en Teatro, Bogotá, Norma, 2000.
Época de 1900. Entra Olga. Tiene unos sesenta años, rostro fresco, ojos cálidos. Mira a
su alrededor, suspira desesperada.
Olga: ¡Otra vez! ¡Cómo llueve! ¡No para más! ¡Todos los días llueve! No hay
esperanzas, una nubecita que se aparte. Que se vaya a molestar a otro lado. A un lugar
seco, a un desierto. La arena mirando para arriba y diciendo: ¡una nube! No, todas
juntas aquí, negras, tirando agua. ¡Lo hacen a propósito! ¡Me condenan a muerte! ¡Me
degüellan! ¡Esta lluvia es mi ruina! ¡Una hecatombe!
(Suspira) Así se quejaba. Pobrecito. No la faltaba razón. Tenía un circo, al aire libre. Y
es verdad. Llovía. Barro hasta aquí. Con la lluvia no vendía una entrada. Y los artistas
seguían comiendo, ¡y cómo comían!, protestaban porque les pagaba con atraso. Eran
muchos –los artistas- ¡todos tan gentiles, tan deliciosos!: un prestidigitador que hacía el
truco del pañuelo, nada por aquí, nada por allá... y después sacaba de la manga un
montón de pañuelitos, un tirador de puñales al que le temblaba la mano, una mujer
barbuda, otra que era la mujer más gorda del mundo, se imaginan ¡cómo comía! –lo
desesperaba -, un hermano siamés, sí, un siamés, el otro le colgaba al costado, pura piel
y huesos, nada una curiosidad... Había además un muchacho huérfano, muy pecoso, que
recitaba Hamlet. Tenía mala memoria y se atascaba siempre. Inventaba y terminaba
contando cualquier cosa. Impresionante. No había animales. Algún gato sí, para las
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lauchas. Pero no actuaba en el circo. Él no quería animales. Porque sufren saltando aros
de fuego, los osos haciendo morisquetas... En esto, yo lo apoyaba enteramente. ¡Cómo
trabajaba ese hombre! ¡Cómo se deslomaba! De la mañana a la noche ni un respiro. ¿Y
qué compensación tenía? Ninguna. El público en su casa. Indiferente. Llovía. Preferían
quedarse junto al fuego con los pies secos, tomando la sopa. Ningún sacrificio por el
arte.
- Esta es nuestra existencia, señorita. ¡Es para llorar! Uno trabaja, se atormenta, no
duerme de noche, ¿para qué? ¿con qué resultado? ¡Ninguno! ¡Lluvia!
Yo lo oía y la tristeza me dominaba. A él debía de gustarle que me entristeciera, porque
se ponía más desesperado. Mi compañía le daba fuerzas. Para la desesperación.
-¿Vio al público? No, no lo vio porque no viene. ¿Y por qué van a molestarse? Se
espantan si el barro les ensucia las botas, si los humedece la lluvia. ¿Qué lluvia? ¡Dos
gotas! El diluvio. Quieren diversión vulgar, ¡quieren leones, tigres, orangutanes! Pulgas
bailarinas. Les gusta la frivolidad. Oír chistes en lugar de Hamlet. El público no viene,
¡qué no venga!, pero, ¿no debo pagar a los artistas, no debo alimentarlos? Y usted vio,
señorita, ¡cómo comen! Ninguno ayuna. ¿Por qué no contraté al hombre más flaco del
mundo en vez de a la mujer más gorda? ¿Y acaso no tengo otras preocupaciones
mayores? ¿Impedir que se afeite la mujer barbuda que a veces quiere ser como las
otras? ¿Acaso no debo llamar al médico cuando al tirador de puñales la tiembla el pulso
y perfora a su partenaire?
Tenía razón.
-¡Y bueno!, se reía. No podía parar de reír de la angustia.
-¡Que todo se inunde y yo también! ¡Que no conozca la dicha en este mundo ni el otro!
¡Que me muera después de tanto sufrimiento!
Yo lo escuchaba sin decir nada. ¿Qué iba a decir? Y a veces me ponía a llorar. Para
acompañarlo en su desesperación. Me enamoré. Sí, me enamoré. Era chiquito, flaco, de
tez amarillenta, tenía un hilo de voz y torcía la boca al hablar. Impresionante. Despertó
en mí un sentimiento real, profundo. Yo no podía estar sin querer a alguien. Sin querer a
alguien el mundo me parecía un desierto. Siempre estaba ocupada, queriendo. Primero
quise a mi papá, que sufría de asma, después a una tía que vivía en el campo, me
embarraba de los pies a la cabeza cuando iba a visitarla, ¡pero la quería!, y antes, en el
colegio, quise a mi profesor de francés. Y la gente me amaba. Me decía: ¡mi querida!
Me casé con mi pobrecito Iván. La noche de bodas, el tocó mi cuello, mis hombros
redondos, yo resplandecía de salud, y él se apartó un poco, juntó las manos y dijo: ¡mi
querida!
Noté que estaba muy feliz, pero la noche de bodas llovió, y el no pudo dejar de estar
desesperado. Se ve que la felicidad no era su fuerte. Comprensible. ¡Con esa lluvia!
Pero conmigo conoció la felicidad o lo más próximo a la felicidad porque por breves
momentos se olvidaba de la lluvia o de la amenaza de la lluvia, y me decía: ¡mi querida!
Y yo, ¡yo me sentía tan dichosa con mi Iván y su circo! Me di cuenta de que había
nacido para el circo. Con las mejillas rojas por el ajetreo, me ocupaba de todo: atendía la
boletería, apuntaba los costos, conformaba a los artistas... Para mí no había nada más
importante, más necesario en el mundo que el circo. El circo que es riesgo, emoción,
¡arte! En el teatro, los actores no siempre son buenos y uno tiene que soportarlos en
silencio. En cambio, en el circo uno puede moverse, cambiar impresiones: ¡Oh! ¡Ah!
¡Qué maravilla! ¡Cuántos pañuelos saca el prestidigitador! ¡Oh, la mujer barbuda!
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Mi emoción cuando se encendían las luces de la pista y aparecía mi Iván, tan pequeñito,
vestido de levita, con entorchados en los hombros, en el pecho... –un Dios- para
anunciar los números. Y enseguida, entraba la banda (tararea), sonaban los platillos. Y
después...después aparecía, toda vestida de negro, la que caminaba, subía escaleras, las
bajaba, de pie sobre una pelota de este tamaño. (Señala) Siempre parecía a punto de
caerse, pero no se caía. Se iba para adelante, para atrás, hacia el costado... Yo sentía el
corazón en la boca, me sentaba porque se me aflojaban las piernas, y para sentarse había
lugar de sobra...
La gente no se daba cuenta de lo que perdía aburriéndose en casa. Cada mañana, yo
recorría las calles, detenía a los transeúntes, ¡les hablaba del circo! Todos me sonreían,
me decían: ¡mi querida!, pero de venir al circo ¡ni pensarlo! Venían dos o tres. Cuando
no llovía. Comencé a odiar al público. Iván lo odiaba. Yo también. Iván y yo teníamos
motivos para despreciarlo. Por qué, como podían ser tan indiferentes al arte que los
elevaría, que... Iván y yo no podíamos comprenderlo. Iván y yo sufríamos. Sin embargo,
Iván y yo no escatimábamos esfuerzos. Yo asistía a todas las funciones, intervenía en
los ensayos, corregía al tirador de puñales, le sostenía la mano para que no le temblara
tanto y entonces ¡llegó a unas cimas!, no fallaba casi nunca. Y cuando el diario del
pueblo nos criticaba, me ponía hacha una fiera. Iba a la redacción a pedir explicaciones.
Temblaban todos, mi presencia era un huracán, ¡un terremoto! (Dulcemente) Con una
furia enorme, yo los convencía, alegaba que con el corazón cerrado uno está ciego, que
habían visto mal o no habían visto, no habían advertido la grandeza del monólogo de
Hamlet –el chico mantenía la grandeza de Hamlet aunque se perdiera y terminara
hablando de bueyes y vacas-, que no había prestidigitador como el nuestro. Me decían
¡mi querida! y yo los notaba arrepentidos.
Los artistas me amaban. (Ríe) Me llamaban “Iván y yo” o “mi querida”. yo les cosía la
ropa y los alentaba: qué precisión, le decía al tirador de puñales, le envidio la barba, a la
mujer barbuda. Una palabra a uno, una palabra a otro, y todos resplandecían de
contento. Confiaban tanto en mí que a espaldas de Iván me pedían adelantos. Más que
adelantos. Prometían devolvérmelos pero nunca lo hacían. Se emborrachaban o se
compraban un abrigo. Cuando con sacrificios Iván les pagaba, ellos... -¡Mi querida!- me
abrazaban.
-¡Ah, sí, el adelanto! Usted es tan bondadosa... ¿Por qué no lo olvida, mi querida? Mi
hijo está enfermo, mi madre está enferma, mi esposa, mi perro... - Borrachos como
cubas. -¡Perdone, mi querida!
Eran así... Entonces, yo lloraba y no me quejaba a Iván, que siempre estaba
desesperado. Yo no. Porque la desesperación... no sé, no me va. En cambio, Iván
nadaba. En la desesperación. Se lamentaba de pérdidas terribles, ¡estoy al borde de la
ruina!, exclamaba el pobrecito, aunque ya no nos iba tan mal, llovía menos o la gente
por fin había despertado a la grandeza del arte. Yo estaba contenta, en cambio él...
Enflaquecía, se ponía más amarillento a cada instante, tosía de noche y yo le preparaba
jarabes, tazas de tilo, y lo frotaba con agua de colonia. ¡Qué lindo era! ¡Tan bueno, tan
gentil! Sus piernas flaquitas parecían dos esculturas. En la cabeza tenía unos pelos
finitos, pocos, ¡pero tan suaves! Un plumón.
Él se fue por una semana porque le habían hablado de una trapecista que atraía
multitudes en otro pueblo. Quería contratarla. En su ausencia, yo no pude dormir, no
pude ocuparme del circo. Me quedé como una estúpida cerca de la ventana, a
contemplar las estrellas. ¡Cómo lo extrañaba! Me faltaba el aire. Me sentía inquieta
como las gallinas en el gallinero cuando no está el gallo. Y de pronto, ¡pum!, la
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desgracia. Recibí un telegrama. Ya había recibido otro, pero esta vez sentí que la sangre
se retiraba de mis venas. Lo abrí temblando y leí: “Iván Kukine fagecido súbitamente.
Esperamos instruggiones. Condogencias.”.
Raro. ¿no? No era una broma. Sólo un error del telegrafista que... no sé, tenía una
debilidad por las ge. Entendí perfectamente. Se había muerto ¡Mi Iván y yo! Él. ¡Tan
gentil, tan noble! ¡Tan bello! (Llora) ¡Cómo sufrí! Le decía: ¡Mi querido! ¡Mi Iván
querido! ¡Mi precioso! ¿Para qué te conocí? ¿Por qué te amé? ¿Por qué me abandonaste,
en manos de quién dejaste a tu pobre Olga, tu pobre, tu desdichada Olga?
Los vecinos venían a consolarme. Decían: ¡La querida, la querida Olga, qué dolor tiene!
¡Qué pena inmensa!
¿Y cómo podía no tenerla? ¡Qué pérdida, qué pérdida! Me duró mucho ese dolor. Me
encerré. No tenía ganas ni de mover un dedo. Sólo iba a misa, a rogar por mi Iván.
¿Por qué recuerdo esto? ¿Estas tristezas? (Piensa, sonríe) Por placer. Sí, me da tanto
placer saber que fui desdichada. Tanto dolor no era en balde. Sí, no lo era. Era un pago,
el anticipo por el derecho de ser feliz ahora, cuando tengo una personita que... ¡Mía!
¡Toda para mí! (Ríe contenta) Pero antes... ¡Cómo sufrí por la muerte de mi pobrecito
Iván! Me quedé sin lágrimas. No podía comer, no podía dormir.
Pasó un mes, otro. Llegó el verano y no me di cuenta. Pensaba en mi Iván y no veía
nada.
Un día volvía de la iglesia, estaba triste, estrujaba un pañuelito con lo ojos clavados en
el suelo, la imagen de la desesperanza. ¿Y quién lo hubiera dicho? ¡Uno de mis vecinos
se me acercó! Yo lo conocía de vista, sabía que comerciaba en maderas, llevaba barba.
Vestía bien, con chaleco y cadena de oro. No parecía un comerciante, tenía aspecto de
señor, unos modales amables como los de mi Iván, pero no desesperados. Al contrario,
compuestos, graves, tranquilizadores... Caminamos juntos. Y cuando comenzó a hablar,
qué simpatía. Impresionante. Qué tono de voz, mesurado, compasivo. Ninguna palabra
empujaba a la otra. Nada que ver con mi Iván que tenía una voz finita y hablaba a
borbotones ahogándose y poniéndome el alma en un hilo. Este señor no. Respiró
profundamente antes de hablar (lo hace) y dijo: -Resígnese, mi querida señora. Todo
viene a su tiempo. Cuando muere alguien es por voluntad de Dios.
-¿Sí?
(Respira profundamente) –Sí. Debemos aceptar su voluntad y soportar el golpe con
resignación. Él nos está probando.
-¿Nos prueba?
¿Cómo no se me había ocurrido? A pesar de mis lágrimas, al escucharlo sentí que mi
dolor cedía porque él era tan... no sé... convincente. (Toma aire) –Créame, mi querida
señora.
Me acompañó hasta la puerta de casa. Entre frase y frase dejaba un silencio y todas eran
tan... convincentes, llenas de calma, de apoyo.
¡Se despidió con tanta cortesía! Así, inclinando la cabeza hasta que la barba le tocó el
pecho. Y después, en mi casa, a cada instante yo oía su voz en mis oídos; cerraba los
ojos, veía su barba negra.
No podía evitarlo, voz y barba, ¡voz y barba! Me perseguían. Me agradaban mucho. Y
yo tampoco le era indiferente porque a los pocos días vino a visitarme una señora. Me
habló de él: ¡qué hombre! Excelente, serio, de buen pasar. Si le ofreciera matrimonio a
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una mujer, esa mujer debía considerarse dichosa. Eso dijo. ¿Era una propuesta, una
insinuación? Me dejó temblando. Tres días más tarde, vino él mismo a casa, no se
quedó mucho y habló poco, pero lo que habló, con ese tono tan mesurado, bastó para
enamorarme. (Respira profundamente) –Querida señora, no se atormente. Acepte la
voluntad de Dios. Dios la ayudará.
Me enamoré tanto que ya no pude dormir, ardía como si tuviera fiebre. Mandé a buscar
a la señora que me había visitado, tanteándome, y poco después... nos casamos.
Fuimos muy felices, Vasili y yo. Él se quedaba en el negocio durante la mañana y
después de almorzar atendía otros asuntos. Yo lo reemplazaba hasta la noche, hacía las
cuentas, entregaba la mercadería.
Ahora la madera aumenta cada año en un veinte por ciento, informaba a los clientes.
Antes nosotros vendíamos la madera de nuestros bosques, ahora Vasili está obligado a
buscarla en el sur. ¡Y el precio del transporte!, decía yo con un escalofrío. ¡El precio del
transporte!
Me parecía que siempre me había dedicado al negocio de la madera. Sentía no sé qué de
familiar, de conmovedor en las palabras: poste, viga, tablón, durmiente, estaca... ¡Cómo
se usa la madera! Uno puede pasarse de todo, pero no de la madera. Es lo más
importante, lo más necesario del mundo. Nosotros hasta la vajilla usábamos de madera.
Platos, tazas, fuentes. No se rompen. A prueba de golpes. Toc-toc-toc, ¡qué sonido! Me
encantaba: firme, musical. Y cuando yo decía: ¡Ah, la madera, qué noble, qué pura!,
Vasili respiraba profundamente y asentía: -Por suerte, cuando dios nos llame, iremos a
su Reino rodeados de madera.- Siempre acertaba con sus palabras, el pensamiento justo.
Y me veía a mí misma en una caja perfumada de roble, de nogal, protegida del viento,
de la lluvia... Durante la noche soñaba con montañas de vigas y listones, con una fila
interminable de carros transportando maderas, soñaba que un regimiento de postes de
diez metros de largo y veinte centímetros de ancho marchaban como soldados, ¡tan-tan-
tan!, que los postes, los troncos, los tablones, se golpeaban en el negocio con un ruido
de madera seca, caían y se levantaban encimándose unos sobre otros. Yo gritaba y
Vasili me decía tiernamente (respira) –Olga, ¿estás soñando? ¿Qué te pasa? Persignate.
–Y él mismo me hacía la señal de la cruz. Estábamos de acuerdo en todo, Vasili y yo. Si
él decía que hacía calor en el departamento, yo estaba de acuerdo. Ni necesitaba
pensarlo. ¿Hacía calor? Sí. ¿Mucho? Mucho. ¿Poco? Poco. Si él opinaba que los
negocios marchaban despacio o viento en popa, marchaban despacio o viento en popa.
A él no le gustaban las distracciones. A mí que no me hablaran de distracciones. El
domingo prefería quedarse en casa. Yo también lo prefería. Ni necesidad de
consultarnos. ¡Una armonía entre Vasili y yo! Impresionante.
-Ustedes están siempre encerrados en el negocio o en casa- nos decían los conocidos. –
Deben distraerse, ir al teatro, al circo.- Yo no me ofendía. Les contestaba, sí, con
mesura, con firmeza (respira profundamente) –Vasili y yo carecemos de tiempo. Menos
para ir al teatro o al circo. ¿Ir al circo, para qué? ¿Para ver a la mujer barbuda? ¿Al
tirador de puñales? Somos gente trabajadora y no podemos ocuparnos de tonterías. Nos
basta lo que tenemos. Uno vive bien, gracias a Dios. Que Dios le permita a cada uno
vivir como Vasili y yo.
Cuando él iba a comprar madera al sur, me aburría mucho, y a la noche, en lugar de
dormir, lloraba. ¡Lo extrañaba tanto! Las palabras poste, viga, durmiente, me sonaban
vacías y ya no soñaba. A veces recibía la visita de un veterinario militar que ocupaba un
departamento en el fondo. Él conversaba o jugábamos a las cartas, y me aligeraba un
poco el pesar por la ausencia de Vasili, el aburrimiento.
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El veterinario me contaba sus desgracias: vivía separado de su mujer, la había
sorprendido con otro y ahora la odiaba. No podía comprender cómo alguna vez la había
amado.
-¿La odia?
-Sí- me contestaba él con rencor. Tenían un hijo pequeño pero ni por el hijo aceptaría
volver con ella.
Cuando lo oía decir estas cosas terribles, yo suspiraba, movía la cabeza y lo
compadecía. (Respira profundamente) –Ah, que Dios lo proteja. Gracias por haberse
aburrido aquí, conmigo- le decía al despedirlo en la puerta y se me escapaban las
lágrimas. –Dios le de salud, que la Reina de los Cielos...- y él ya estaba en el patio,
cuando yo lo llamaba: -¡Espere! No se vaya todavía. Usted debe reconciliarse con su
mujer. Debe perdonarla, al menos por su hijo.- Él negaba y yo insistía: -Debe
perdonarla. ¡Perdónela, por favor! Por su hijo. Esa criatura inocente sufre mucho.
¡Perdónela!
Cuando Vasili regresaba de su viaje, yo le contaba en voz baja la historia tan triste del
veterinario. (Respira profundamente) -¡Qué sufrimiento!- decía él.
-¡Qué sufrimiento!- decía yo.
(Respira profundamente) -¡Pobre niño!
-¡Pobre niño!- y de la pena no podía contenerme: lloraba a mares. Vasili me consolaba.
Después, movidos por el mismo impulso, nos arrodillábamos. Pedíamos a Dios que nos
concediera un hijo y rogábamos por el veterinario, para que se iluminara
reconciliándose con su mujer.
Así vivimos seis años Vasili y yo, tranquila y apaciblemente, en el amor y el acuerdo
perfectos. Podían preguntarme cualquier cosa sobre la madera y yo contestaba. Podía
opinar hasta de una viruta y con más razón de todo lo que me rodeaba. Pero... un
invierno, Vasili, que había bebido un té hirviente, salió sin abrigo a despachar madera.
Tomó frío y pescó una pulmonía. ¡Me quedé viuda otra vez! (Llora)
-¿En manos de quién me has dejado, mi querido? ¿Cómo viviré sola, sin tu presencia
amada, mi querido? ¿Por qué te conocí, te encontré? ¿Para que me dejes así, afligida,
desdichada? Tengan piedad de mí, huérfana absoluta.
(Sorbe. Sonríe enjugándose las lágrimas) Y Dios tuvo piedad porque hoy... (suspira)
Durante seis meses, después de la muerte de Vasili, hice vida de monja. Sólo salía para
ir al mercado y para llevarle flores. Algunas tardes venía el veterinario, tomábamos el
té. Él me hablaba de su mujer y de su hijo. A pesar de mi dolor, lo compadecía mucho.
Me di cuenta de que en la ciudad no había un control veterinario correcto, de ahí las
enfermedades. Se oye decir que las personas han sido contaminadas por loros, gallinas,
gatos… En el fondo, hace falta ocuparse de la salud de los animales domésticos tanto
como de las personas. Y también hace falta ocuparse de las vacas, que nos dan la carne,
la leche, el cuero, de los cerdos, las cabras, los pájaros que pían ti-ti-ti, pero que…
Nunca se sabe. Ninguna precaución es poca. Yo estaba en un todo de acuerdo con las
opiniones del veterinario. Era muy inteligente. Impresionante. Y estábamos tan de
acuerdo y yo… yo lo compadecía tanto, solo, lejos del hijo, odiando a la mujer, que…
No pudimos guardarlo en secreto, yo no puedo guardar un secreto, pero nadie pensó mal
de mí por amar al veterinario.
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-¡Ah, Olga, almita, usted no puede estar sin amar a alguien!- me decían. -¡Que
afortunada!
Y lo era, porque amando al veterinario amaba a los animales. Me interesaba en la salud
animal, en su relación con la salud humana, en los cuidados que requiere toda criatura
con hocico, alas, patas, cuernos…
Cuando él recibía a sus camaradas, durante la comida me gustaba mucho hablar de la
peste bovina, de la aftosa, de la tuberculosis, del moquillo, de la ausencia de higiene en
los mataderos. A él no le agradaba que me ocupara de estos asuntos, se ponía como
loco. Cuando se iban sus amigos, me agarraba de los brazos y aullaba: -¡Te recomendé
callarte! ¡Hablás de lo que no entendés! ¿Por qué no dejás tranquilo al moquillo, a la
aftosa, a los mataderos? Cuando hablamos nosotros, los veterinarios, no debés decir una
palabra. ¡Ni una sola! ¡Es escandaloso! ¡Qué humillación! ¡Me avergonzás!
Yo lo miraba con asombro, con inquietud, y le preguntaba: -Pero querido, ¿de qué debo
hablar? Sólo de esto sé. La salud de los animales es lo más importante del mundo.- Lo
estrechaba entre mis brazos, llorando, le suplicaba que no se enojara.
Éramos felices. Con una vajilla de loza porque la que tenía con Vasili era muy
ordinaria y yo estaba de acuerdo con el veterinario que decía: para madera, el ataúd.
Éramos muy felices, a pesar de sus broncas cuando yo me ocupaba del moquillo. Pero la
felicidad no duró. Lo trasladaron y me quedé sola. Completamente. Otra vez huérfana
absoluta.
Me costaba comer y beber, mover un dedo. Enflaquecí, me puse fea. En la calle no me
miraban como antes, la gente no me sonreía más. Ni yo sonreía. No sabía que hacer, el
ánimo agrio, la cabeza hueca. No quería pensar en la existencia que me esperaba, sin
querer a nadie. Mi padre se había muerto, mis maridos, del profesor de francés ni me
acordaba… A la noche, sentada junto a la ventana, miraba con indiferencia el patio
vacío, sin pensar en nada, sin desear nada.
Y sobre todo, lo peor, no sabía que opinar de las cosas. Ya no. Las percibía y
comprendía lo que pasaba a mi alrededor, pero no podía hacerme una opinión sobre
nada y no sabía de qué hablar. ¡Oh, es horrible no tener una opinión! Una ve una
botella, o la lluvia que cae, o un hombre en un auto, pero porqué están ahí, esa botella,
esa lluvia, ese hombre, que sentido tienen, yo no podría decirlo ni por todo el oro del
mundo. Cuando vivían Iván o Vasili, después con el veterinario, hubiera podido
explicar todo y hubiera podido expresar una opinión no importa sobre qué. Pero cuando
me quedé sola, mis pensamientos y mi corazón se quedaron tan vacíos como el patio.
Fue tan amargo como si hubiera tragado veneno.
Mi gata Briska se frotaba contra mí, ronroneando, pero esas caricias de gata no me
tocaban. ¿Acaso yo estaba sedienta de caricias de gata? ¿Acaso una gata tiene un circo,
vende madera, es veterinaria? ¿Qué pina una gata? ¿Quién lo sabe? Yo necesitaba un
ser humano, un amor que diera sentido a mi existencia y calentara mi sangre que
envejecía. Y entonces, echaba a la gata y le gritaba con furia: - ¡Andate! ¡No tenés nada
que hacer aquí! ¡Te odio! ¡Déjame sola!
Y la gata se iba.
A veces, en primavera, cuando el viento traía el rumor de las campanas, los recuerdos
me asaltaban de pronto y me sentía revivir, las lágrimas se deslizaban por mis mejillas,
pero esto duraba un instante, de nuevo ese vacío donde solo podía preguntarme para qué
uno vive sobre la tierra. Sin amor, yo no existía.
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Así pasaron los años, unos tras otros, tétricos, aburridos, echando la gata. Ningún
placer, ninguna opinión. Hasta que un día, al anochecer, alguien golpeo la puerta. Fui a
abrir y me quedé paralizada: era Smirno, el veterinario, los cabellos grises. Entonces
me acordé de todo y rompí en llanto y apoyé la cabeza sobre su pecho, y era tanta mi
emoción que no me di cuenta de que habíamos entrado y estábamos sentados a la mesa
delante de una tasa de té.
- ¡Mi querido!- le dije, temblando de alegría.
- ¡Qué sorpresa! ¿Quién te trajo? ¿De dónde saliste?
- Me retiré – Me explico. –Quiero que mi hijo estudie aquí, en la ciudad. Ha crecido.
Me reconcilié con mi mujer.
- ¡Gracias al cielo la perdonaste! – Y lo besé en la frente, llorando.
- ¿Y dónde está?
- ¿Mi mujer? En el hotel, con mi hijo. Estoy buscando un alojamiento.
- ¿Un alojamiento? ¡Señor, mi Dios, querido mío, tomen mi casa! Mi casa entera.
¡Oh, Dios mío, yo no les pediré nada! ¡No tendrán ningún gasto! ¡Qué alegría, mi
Señor!
Al día siguiente, llamé a pintores, albañiles. Lustré los muebles, compré una alfombra.
Puse todo a punto. La gente me paraba en la calle, y al verme tan contenta, como
resucitada, me decían: - ¡Mi querida!
Apareció la mujer del veterinario, era flaca, fea, con mentón puntiagudo y la expresión
caprichosa. Vino con su hijo, Sacha, que era muy pequeño para su edad, tenía diez años,
con ojos azul claro y hoyuelos. Apenas atravesó la puerta, corrió detrás de la gata y
enseguida oí su risa.
- Tata, ¿es su gata? – me preguntó. – Cuando tenga gatitos, guárdeme uno.
Le hablé, le prometí un gatito, le preparé pan con manteca, y de pronto, sentí un dulce
calor en el corazón que se me apretó deliciosamente, como si ese niño fuera mío, mi
hijo. Había que verlo a la noche, cuando hacía los deberes sobre la mesa. Era tan lindo,
tan inteligente, tan blanco…
- Se llama isla – decía él – a una extensión de tierra rodeada de agua por todos los
costados.
- Se llama isla – repetía yo – a una extensión de tierra rodeada de agua por todos los
costados.
Y en ese momento me di cuenta de que era la primera aseveración que expresaba
convencidamente después de tantos años de silencio y vacío. Durante la cena hablaba
con sus padres de la dificultad de los estudios.
- Ahora se concede excesiva importancia a las materias técnicas en lugar de las
humanísticas.
- ¿Sí? – Decía el veterinario. La mujer no decía nada, torcía la nariz y miraba de reojo.
- Sí – aseguraba yo, sin intimidarme por la mirada de reojo. – Las materias humanísticas
forman el carácter.
La madre de Sacha no se atrevía a contradecirme. No estaba a gusto, no amaba a nadie,
ni siquiera a su hijo, y cuando uno no ama a nadie no le interesan los estudios. Un lunes
se fue a visitar a su hermana a una ciudad distante y no volvió. El veterinario
inspeccionaba ganado y a veces se ausentaba por varios días. Y cuando estaba en la
ciudad no paraba, veía a sus amigos, perdía las noches en el club. Tampoco él le
prestaba mucha atención a Sacha. Tenia la impresión de que el niño estaba
completamente abandonado, que estaba de más, que lo consideraban una carga, que se
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iba a morir de hambre. Lo tomé a mi cargo, como quien extiende un ala y protege al
pichón. Porque, ¿qué podría hacer el pobrecito sin nadie que lo quisiera? ¿Cómo iba a
vivir, a crecer? Y para mi, ¡que oportunidad de amar! Estamos juntos. Todas las
mañanas voy a su habitación, lo miro dormir, un brazo bajo la mejilla. ¡Qué pena me da
despertarlo! Se me parte el corazón.
- Sacha – lo llamo tristemente – levántate, querido. Es hora de ir al colegio.
Él se arrebuja y se queja: - Hace frío.
- Oh, si, mucho frío, bebe – y se me caen las lágrimas.
Quisiera traer el sol más ardiente y colocarlo sobre su cama. El se levanta aterido, se
viste, toma su desayuno, bebe dos vasos de leche y come medio pan con manteca. Le
cuesta despertarse, así que se muestra gruñón, malhumorado.
- No sabés bien la fábula – le digo mientras desayuna. – Por favor, mi querido, tenés
que estudiar, escucha a la maestra. ¿Repasamos la fábula? “Ayer por la calle, pasaba
un borrico, el más adornado que en mi vida he visto…” “Ayer por la calle…”.
No me hace caso, come el pan con manteca. Me contesta mal: - ¡No me fastidie! – pero
porque tiene sueño. Es la criatura más tierna del mundo.
Cuando se va a la escuela, ¡esa pesada mochila en la espalda!, yo lo sigo. -¡Sacha! – lo
llamo. Él se vuelve y me espera, y yo le deslizo en sus manos unos caramelos o le
pongo unas monedas en el bolsillo. Cuando llegamos cerca del colegio – es un
hombrecito- le da vergüenza que yo lo acompañe. – Tata, váyase a casa. Quiero seguir
solo. – (Arrobada) ¡Y me lo dice con un acento tan enojado, tan sombrío! ¡Oh, cómo lo
amo! Ninguno de mis amores ha sido tan fuerte, tan profundo. Soy capaz de dar todo
por él. Por este niño, por sus hoyuelos, su mochila, daría toda mi vida, la daría con
felicidad, con lágrimas dulces, con sonrisas. ¿Por qué? ¿Pero quién sabe por qué?
Después de acompañar a Sacha, vuelvo a casa. Y el amor me aligera el paso.
Rejuvenecí, en estos meses, toco mi cara y percibo que mis ojos brillan, que mi boca
sonríe. Las personas que encuentro en el camino notan esto, sienten placer al mirarme.
Y dicen: -¡Buen día, querida! ¿Cómo le va, mi querida?
En el mercado, converso con todos. –Los estudios son difíciles en estos tiempos. No es
por nada. Ayer, en séptimo grado, tenían que estudiar una fábula de memoria, una
lección de geografía, con los ríos, las montañas, las ciudades…, resolver un problema.
Piensen un poco, todo esto, ¡y no es más que un niño!
Conozco el asunto, las dificultades. Yo ayudo a estudiar a Sacha, le reviso las cuentas,
le repito las fábulas…, después comemos y Sacha se duerme sobre la mesa. Yo lo
despierto y lo llevo a la cama. Cuando al rato me acuesto yo, pienso en el porvenir.
Estaremos siempre juntos. Sacha será médico, ingeniero, comprará una casa grande, un
coche, se casará y tendrá niños… Me duermo pensando en esto, y me emociono tanto
que no puedo dejar de llorar, las lágrimas se caen de mis ojos cerrados. Y la gata,
acostada en mi cama, ronronea: Mour, mour…
Ayer me asusté. Golpearon violentamente a la puerta. Me desperté y el miedo me cortó
la respiración. Mi corazón batía: pom-pom-pom. Pasó un minuto y volvieron a golpear.
¡Es un telegrama de la madre!, pensé. ¡Quiere llevarse a Sacha! ¡Oh, Señor!
Me desesperé horriblemente, el frío me montó desde los pies, ganó mis piernas, mis
brazos, me heló la cabeza. Pasó otro minuto. Y oí la voz del veterinario. Volvía de uno
de sus viajes y se había olvidado las llaves. Debía de estar muy cansado porque pasó
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junto a mí sin saludar, derecho a su habitación. ¡Ah, Dios sea alabado! ¡Bendecido Su
nombre!
El peso que me oprimía desapareció, de nuevo me sentí ligera, me acosté con la gata al
costado, que ronroneaba mour, mour…, y pensé en Sacha, en el porvenir de Sacha, que
dormía con los puños apretados en la pieza vecina y en sueños gritaba: -¡No me
molestes! ¡Déjame tranquilo, déjame tranquilo! ¡Vieja! ¡Fastidiosa!
(Se entristece) Y era… tanta mi felicidad de tener a Sacha, de vivir para Sacha, que
mientras se me caían las lágrimas de los ojos cerrados, oí mi voz ronroneando como mi
gata Briska, a la que ya no echaba… Mour, mour, mour… mour…
Telón
HASTA MAÑANA
Benedetti, Mario, “Hasta mañana”, en Próximo prójimo (1964-1965). Madrid, Visor,
1998.
Voy a cerrar los ojos en voz baja
voy a meterme a tientas en el sueño.
En este instante el odio no trabaja
para la muerte que es su pobre dueño
la voluntad suspende su latido
y yo me siento lejos, tan pequeño
que a Dios invoco, pero no le pido
nada, con tal de compartir apenas
este universo que hemos conseguido
por las malas y a veces por las buenas.
¿Por qué el mundo soñado no es el mismo
que este mundo de muerte a manos llenas?
Mi pesadilla es siempre el optimismo:
me duermo débil, sueño que soy fuerte,
pero el futuro aguarda. Es un abismo.
No me lo digan cuando me despierte.
Cronología de la vida de Oliverio Girondo
1891: Nace en Buenos Aires el 17 de agosto. Hijo de Juan Girondo y Josefa Uriburu, es el menor de cinco hermanos de una familia adinerada de rancio abolengo. 1900: Viaja a París en compañía de sus padres con motivo de la Exposición Universal. Cursa estudios primarios en diversos centros europeos. 1911: Funda con René Zapata Quesada una publicación literaria de efímera vida llamada Comoedia. 1915: Frecuenta las principales tertulias literarias de Buenos Aires, como la del Hotel París, donde se reunían los colaboradores de la revista Caras y caretas, y en la que conoce al poeta Baldomero Fernández Moreno. En noviembre de ese mismo año estrena en el teatro
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Apolo de Buenos Aires una obra en colaboración con Zapata Quesada titulada La madrastra, «melodrama infecto y maeterlinckiano», a decir del propio poeta. 1918: Viaja por Europa y África, visitando ciudades como Edimburgo, Brujas, Conoce en Milán al pintor argentino Emilio Petorutti. 1919: Funda con Ricardo Güiraldes y Evar Méndez la editorial Proa, anterior a la revista del mismo nombre. 1922: Oliverio publica en Argenteuil (Francia) la primera edición de Veinte poemas para ser leídos en el tranvía. 1923: Se publica en España el segundo libro de poemas de Girondo, Calcomanías. 1924: Se presenta la revista Martín Fierro, en su segunda época, en cuyo 4º número (15 de mayo) aparece el célebre «Manifiesto de Martín Fierro», redactado por Oliverio Girondo. El poeta colabora también en la revista con artículos de contenido diverso y la publicación de sus conocidos Membretes. 1927: Es incluido en la Exposición de la Actual Poesía Argentina (1922 - 1927), compilada por Pedro Juan Vignale y César Tiempo. 1930: Oliverio recorre Egipto De su viaje quedan tres cuadernos de nota con algún poema inédito y una película de su viaje por el Nilo. En Tetuán presencia la guerra de España contra marruecos. 1932: Publica en Buenos Aires Espantapájaros. El poeta organizó la propaganda del libro en un coche fúnebre tirado por seis caballos, presidida por una réplica en papel maché del «académico» que el pintor José Bonomi dibujó para la portada del libro. 1934: Establece gran amistad en Buenos Aires con Pablo Neruda y Federico García Lorca, que por esas fechas dirige en Buenos Aires la obra La dama boba. 1937: Publica el extraño y oscuro Interlunio. 1943: Contrae matrimonio con la también poeta Norah Lange, después de una duradera relación. 1946: Aparece una plaquette que contiene su poema Campo Nuestro, homenaje del poeta a la pampa argentina. 1953: Se publica una primera versión de En la masmédula compuesta de dieciséis poemas. 1956: Aparece en la editorial Losada la versión definitiva de En la masmédula, a la que el poeta añade una decena de poemas nuevos. 1959: Publica junto a Enrique Molina una traducción de Una temporada en el infierno de Arthur Rimbaud. 1960: Arturo Cuadrado y Carlos A. Mazzanti graban un disco long-play del libro En la masmédula, leído por el propio Girondo. 1961: Sufre un grave accidente que le deja mermado físicamente. 1967: Muere en Buenos Aires el 24 de enero, y es enterrado en el ilustre cementerio porteño de la Recoleta.