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Lecturas descentradas Estudios de literatura latinoamericana desde el sur Luciana A. Mellado Aperturas Artes, Letras y Cultura

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Lecturas descentradasEstudios de literatura latinoamericana desde el sur

Luciana A. Mellado

Luciana Andrea Mellado es docente universitaria, investigadora y poeta. También es magíster en Literaturas Española y Latinoamericana y doctoranda en Literatura por la Universidad de Buenos Aires. Vive en Comodoro Rivadavia.Como crítica, publicó Cartografías literarias de la Patagonia en la narrativa argentina de los noventa (2015) y la compilación Patagonia se dice en plural (2015). Como poeta, publicó Animales pequeños (2014), El agua que tiembla (2012); Aquí no vive nadie (2010); Crujir el habla (2008) y Las niñas del espejo (2006).

Colección Aperturas

Antología de teatro rionegrino en la posdictaduraMauricio Tossi (Comp.)

Migraciones en la PatagoniaInés Barelli / Patricia Dreidemie (Comps.)

El inta en BarilocheSilvana López

Fronteras conceptualesFronteras patagónicasPaula Núñez (Comp.)

Cómo lograr el Estado de bienestar en el siglo xxiRoberto Kozulj

Parentesco y políticaClaudia Briones / Ana Ramos (Comps.)

Políticas de ciencia, tecnología e innovación en la Argentina de la posdictaduraAguiar / Lugones Quiroga / Aristimuño (Comps.)

Contribuciones a la Didáctica de la Lengua y la LiteraturaDora Riestra (Comp.)

Araucanía-NorpatagoniaPaula Núñez (Comp.)

Lotes sin dueñoPaolinelli / GuevaraOglietti / Nussbaum

Catálogo online:editorial.unrn.edu.ar

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Lecturas descentradasEstudios de literatura latinoamericana desde el sur

Luciana Mellado estudia un corpus literario amplio y diverso, conformado por producciones del brasilero Joaquin Machado de Assis, de los cubanos José Martí y Jesús Díaz, del uruguayo José Rodó, del peruano José Mariátegui, del chileno Roberto Bolaño y de los argentinos Roberto Arlt y Graciela Cros. A través de sus distintos capítulos se proponen relaciones y tensiones entre el campo artístico y el campo sociopolítico problematizando la praxis literaria y los modos situados en que se concreta. Con una aguda mirada crítica reflexiona sobre la forma en que la literatura ha ido diseñando maneras de leer y vivir la cultura latinoamericana.

Advierto que toda cercanía exagerada a los espejos nos lleva a empañarlos y a enturbiar nuestro propio rostro, y la mirada para conocernos y reconocernos requiere del aprendizaje de las distancias.

Esta compilación se arraiga a una intensa experiencia formativa que viví hace unos años, a casi dos mil kilómetros de casa, en una distancia temporal y espacial que me permite ratificar que demasiado lejos no podemos vernos, pero demasiado cerca tampoco.

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Estudios de literatura latinoamericana desde el sur

Luciana A. Mellado

AperturasSerie Artes, Letras y Cultura

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Índice

09 | Prefacio

13 | Prólogo

17 | Capítulo 1La apariencia y la simulación como verdad social en dos textos machadianos

33 | Capítulo 2Narrar el problema obrero: permanencias y rupturas en tres crónicas martianas

59 | Capítulo 3El modernismo y el positivimos en el Ariel de José Rodó

71 | Capítulo 4El diseño discursivo del proyecto artístico y político de Mariátegui (1924-1930)

113 | Capítulo 5Aguafuertes porteñas: cartografía de una ciudad en movimiento

145 | Capítulo 6Representaciones del campo intelectual y literario en Las iniciales de la tierra y Las palabras perdidas de Jesús Díaz

159 | Capítulo 7Estrella distante de Roberto Bolaño: la distancia que acerca

171 | Capítulo 8Imágenes de autoría y experiencias del espacio en la poesía de Graciela Cros

189 | Acerca de la autora

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Prefacio

Luciana A. Mellado

Este libro tiene varias raíces y ramas. Algunas son contextuales y otras personales. Algunas son institucionales y otras emocionales. Las resumo y comparto brevemente aquí.

La mayoría de los artículos que conforman los capítulos de esta com-pilación los he escrito entre fines de 2004 y fines de 2009, y también los he publicado en este mismo período en distintas revistas académicas del país y del extranjero, tal como figura en las respectivas notas introductorias. Los años coinciden con un momento de mi vida personal y académica que se desarrolló centralmente en Buenos Aires, a 1800 kilómetros de Comodoro Rivadavia, mi domicilio postal y existencial en el sur argentino. Durante la primera mitad de ese lustro viví en Buenos Aires –mi ciudad natal–, adonde me había empujado a volver la doble fuerza del deseo y la necesidad. Luego de varios años como docente e investigadora de Literatura Latinoameri-cana, en la carrera de Letras de la Universidad Nacional de la Patagonia San Juan Bosco, donde obtuve mis títulos de grado, se trazó con claridad de fantasma el proyecto de enriquecer mi formación, ampliar mis lecturas, saberes y experiencias sobre la literatura latinoamericana. Aprender más, aprender distinto, aprender junto con otros y otras, aprender ayudada por otros y por otras, acompañada, era una enumeración justa del proyecto. Un posgrado centrado en la enseñanza del área específica daba la respuesta a la inquietud que crecía dentro de mi piel. Pero no existía tal posibilidad académica cerca de mi geografía, y por eso tuve que mudarme a la gran ciudad para cursar la Maestría en Literaturas Española y Latinoamericana en la Universidad de Buenos Aires.

En el marco de esa maestría escribí y di a conocer las primeras versiones de todos los capítulos que conforman este libro a excepción del último, que es un avance parcial de mi tesis doctoral. Dentro de ese contexto específico se trazó la primera sociabilidad de mis prácticas de lectura y escritura crí-tica sobre algunos de los cien colores de la literatura latinoamericana que este libro comparte. Cada capítulo echa raíces en el suelo fértil de algún diálogo o escena que compartí con quienes fueron mis docentes y compa-ñeras y compañeros.

El primer capítulo, que aborda cuentos del brasilero Machado de Assis, surgió a partir de un seminario sobre el autor dictado por Graciela Cariello, a finales de 2005. Me conmovió la riqueza biográfica de este escritor y la inteligencia literaria de una obra que descubre el disfraz y el desnudo en

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los pliegues de una palabra alojada en la juntura de la simulación con la veracidad, ese maridaje desde el que se escribe la propia acta de defunción del autor, blanqueado por la lógica racista dominante y la fuerza inventiva de la letra. El interés por leer a Machado de Assis en su lengua original me llevó a estudiar portugués de modo intensivo durante tres semestres –lo que demoré en poder leer por mí misma gran parte de su obra y de la biblio-grafía teórica y crítica aportada por Cariello.

El segundo capítulo, donde se examina una serie de crónicas de José Martí, partió de un seminario sobre las crónicas literarias en América La-tina, dictado por Mónica Bernabé, a mediados de 2006. Del rico y variado muestrario de textos y autores presentados, elegí estudiar los textos perio-dísticos del escritor cubano por dos cuestiones que hasta entonces desco-nocía: la primera es la distancia entre el valor central que estos tienen en la escritura del autor y la importancia marginal que les da la historia literaria encandilada, mayormente –como yo misma–, por las luces de su poesía; la segunda es el marcado viraje ideológico y discursivo de Martí respecto de los conflictos obreros que presencia en Estados Unidos en mayo de 1886, esas vueltas de tuerca de su pensamiento y de sus palabras que ratifican la complejidad de su figura de autor.

El tercer capítulo, una lectura del Ariel de José Rodó, nació en el marco de un seminario de historia dictado por el profesor Oscar Terán, a fines de 2004. Gracias a estas clases comprendí que una década no es la suma de diez años ni las cronologías son espejos de la historia. Y también que un texto publicado en 1900 seguía interpelando, después de más un siglo, a nuestra cultura y sus nervaduras más sutiles. El texto del uruguayo, con un indiscutible lugar dentro de la literatura latinoamericana, despertó mi interés por su doble mirada frente a la modernidad y su proyecto: la que rescata el positivismo como matriz científica para la comprensión de la realidad, y la que plantea al modernismo como matriz estética para su crítica y trascendencia. En Ariel la confianza en el saber crece junto con la confianza en la belleza, y esa apuesta me atrajo desde un comienzo.

El cuarto capítulo, que analiza parte de la obra de Mariátegui, fue pen-sado como respuesta a un seminario sobre vanguardias latinoamericanas dictado por Celina Manzoni, a fines de 2004. Parecía una elección difícil decidir cuál sería el tema de mi ensayo final, considerando la riqueza lite-raria del período, hasta que tuve acceso a la revista Amauta en el Instituto de Literatura Hispanoamericana de la Universidad de Buenos Aires. Todo ese recorrido de búsqueda y acopio bibliográfico fue encantador, incluso en un sentido literal. Desde el primer día en que me prestaron la versión en-cuadernada de los primeros números de la revista inaugurada en 1926, em-prendí lecturas maratónicas e hipnóticas en las que eran tan importantes las palabras como los dibujos, los grabados y la tipografía. Las reflexiones

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del autor publicadas en esta revista y otras de la década del 20 se centran en los vínculos entre la literatura y la política, lo nacional y lo extranjero, el pasado y el presente, tensiones todas que se desarrollan e implican un debate en el campo cultural, cuya semiósfera me interesó e interesa más que la delimitada por las fronteras disciplinares de lo literario.

El quinto capítulo, que estudia aguafuertes porteñas de Roberto Arlt, surgió en el seminario sobre las representaciones de Buenos Aires en la literatura argentina del siglo xx, dictado por Sylvia Saítta, a fines de 2004. Las clases me enseñaron distintas versiones escritas de la ciudad que Eze-quiel Martínez Estrada bautizó con precisión como «la cabeza de Goliat», y también ahondaron el surco de mi propio interés por las cartografías li-terarias, que se transformarían luego en el objeto de mis investigaciones centradas en la literatura patagónica. Arlt me ofreció nuevos modos de mi-rar e imaginar la historia de una Buenos Aires enhebrada conjuntamente por los hilos de la realidad y de la imaginación, como ocurría con mi propia experiencia en esa ciudad múltiple y partida.

El sexto capítulo, un abordaje hacia las novelas de Jesús Díaz, fue escrito a partir de un seminario sobre literatura cubana contemporánea, dictado por Claudia Gilman, durante principios de 2005. A la curiosidad suscitada por una literatura que hasta el momento desconocía en gran parte, se le sumó la inquietud por poner en vilo mis propios preconceptos sobre el vínculo entre la revolución cubana y el arte, o los artistas, para ser más precisa. De ese pro-pósito por asumir la sombra de la contradicción o por pisar el palito de mis simplificaciones previas sobre el tema partió la realización de este escrito que examina las representaciones del campo intelectual y literario en dos novelas del escritor cubano cuyas historias se sitúan principalmente en las décadas del 60 y 70, años en los que la política constituyó el principal criterio de legitimidad discursiva.

El séptimo capítulo, un estudio de la novela Estrella distante de Roberto Bolaño, se desarrolló en el marco de un seminario sobre la narrativa policial en Latinoamérica dictado por Roberto Ferro, a mediados de 2006. De los distintos modelos y genealogías de relatos que conocí en clase, y lugares de bifurcación e intersección, enseguida preferí dedicarme a conocer mejor aquel que cuestionaba los habituales roles del género policial y presentaba a las instituciones y actores con la función de resguardar la ley incumplién-dola, cuando el propio Estado era el criminal o el cómplice. Escogí enton-ces la novela del escritor chileno para conocer un modo de escenificar esa histórica y particular simbiosis entre política y delito, y para observar el modo en que la experiencia del horror repercute en la comunicabilidad y construcción del relato.

El octavo y último capítulo está dedicado al análisis de dos libros de poesía de la escritora argentina Graciela Cros y se relaciona directamente

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con la asunción de un lugar de enunciación propio, la centralidad de la vi-vencia en el horizonte de una lectura situada y la ponderación de una obra sobresaliente. La producción de Cros descalabra los estereotipos del regio-nalismo literario y estimula a revisar las tipificaciones con que la crítica literaria nombra, clasifica e interpreta la literatura que se escribe en el sur argentino.

Tal como señalé en un artículo reciente, advierto que toda cercanía exa-gerada a los espejos nos lleva a empañarlos y a enturbiar nuestro propio rostro, y la mirada para conocernos y reconocernos requiere del aprendiza-je de las distancias. Esta imagen me sirve para esclarecer el nacimiento de los distintos capítulos del libro y especialmente del final, referido a la lite-ratura que se produce con una gravidez particular en mi propio suelo. Esta compilación se arraiga a una intensa experiencia formativa que viví hace unos años, a casi dos mil kilómetros de casa, en una distancia temporal y espacial que me permite ratificar que demasiado lejos no podemos vernos, pero demasiado cerca tampoco.

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Prólogo

Silvia CasiniSilvia Bittar

En este libro Luciana Mellado estudia un corpus literario amplio y diverso, conformado por producciones del brasilero Joaquin Machado de Assis, de los cubanos José Martí y Jesús Díaz, del uruguayo José Rodó, del peruano José Mariátegui, del chileno Roberto Bolaño y de los argentinos Roberto Arlt y Graciela Cros. A través de sus distintos capítulos se proponen rela-ciones y tensiones entre el campo artístico y el campo sociopolítico proble-matizando la praxis literaria y los modos situados en que se concreta. Con una aguda mirada crítica reflexiona sobre la forma en que la literatura ha ido diseñando maneras de mirar y de pensar la cultura latinoamericana.

Los capítulos fueron elaborados a partir de algunos trabajos académicos de Mellado que han sido publicados en revistas y publicaciones universita-rias del extranjero y del país, bajo el persistente propósito de profundizar y ampliar las lecturas y la conciencia crítica sobre América Latina y su litera-tura. Su abordaje revisita el problema de la representación en la literatura y los vínculos de la escritura literaria con las formas de vida.

En el primer capítulo Mellado analiza dos cuentos de Machado de Assis, «El secreto del bonzo» y «La serenísima república», publicados en Papeles sueltos, una colección donde el escritor brasilero pone de relieve las contradicciones entre el ser y el parecer en la sociedad brasilera del siglo xix. La hipótesis desarrollada repara en la tensión entre el mundo inte-rior y el mundo exterior de los personajes y releva el valor de la apariencia y la opinión pública por sobre la autenticidad. La máscara y el disfraz son gestos de validación social. Precisamente, lo que el análisis muestra es la eficacia de la máscara para imponer significados en las versiones públicas de la verdad.

El segundo capítulo está dedicado al estudio del Ariel de José Rodó. En este apartado se pondera la mirada visionaria del pensador uruguayo, quien supo reconocer el riesgoso presente y el complejo futuro que acecha-ba a Latinoamérica en el incipiente siglo xx. Mellado analiza las formas en que el modernismo y el positivismo atraviesan y a la vez configuran el texto de Rodó en los temas, lógicas y discursos que, con diferentes genealogías, se reúnen en la formulación histórica de un programa estético y social.

En el capítulo tres se examinan las continuidades y rupturas discursivas en tres crónicas de José Martí, escritas a raíz del conflicto laboral suscitado en Estados Unidos a partir de los mitines y huelgas de mayo de 1886. Las

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crónicas estudiadas son «Grandes motines obreros», «El proceso de los sie-te anarquistas» y «Un drama terrible». Estas se incluyen en la serie Escenas norteamericanas, compilación de textos que fueron publicados en diversos medios de comunicación de América Latina. A través de un minucioso aná-lisis, se identifican variaciones en el discurso ideológico de Martí que impli-can una subversión interpretativa: desde una postura discursiva distante y enjuiciadora a otra cercana y afectiva. La lectura rigurosa de Mellado es el precedente de la filigrana deconstructiva que ofrece en este apartado.

En el capítulo cuatro, dedicado a Mariátegui, Luciana Mellado observa la ruptura de este intelectual con la tradición anterior, motivada por la bús-queda de una expresión y un pensamiento originales. Rastrea la concep-ción de literatura y de escritor que el peruano plantea desde el periodismo, donde él participa con un creciente compromiso social y en un contexto de permanente tensión. La hipótesis de base es que la representación maria-teguiana del arte y de la literatura se asienta en tres mecanismos discur-sivos. Por un lado, el autor incorpora la historicidad y la materialidad de los hechos artísticos y, por el otro, establece una jerarquía de valores sos-tenidos por el vanguardismo literario y político desde un posicionamiento socialista. Finalmente, Mariátegui propone ideas para la concreción de una renovación general de la cultura peruana.

En el capítulo cinco la investigadora examina los tópicos más significa-tivos de la espacialidad urbana a partir de la selección de doce aguafuertes porteñas escritas por Roberto Arlt en la década del 20. Luciana Mellado rastrea el mapa urbano representado, identifica los vínculos con el contex-to sociopolítico nacional y analiza las estrategias discursivas de las que se vale el autor para recrear el Buenos Aires de esa época. La investigadora, siguiendo a Ángel Rama, parte de la hipótesis de que las ciudades america-nas poseen una doble existencia, una real y otra imaginada. Estas se inter-conectan en un análisis que se abre en tres vertientes: la que problematiza la espacialidad pública ligada a la conflictividad histórica, la que dinamiza, el modo de mirar y narrar la ciudad de Buenos Aires y la que pluraliza y fragmenta el espacio urbano y social.

En el capítulo seis Mellado estudia las novelas Las iniciales de la tierra y Las palabras perdidas del escritor cubano Jesús Díaz. En estas dos novelas observa las continuidades y rupturas más significativas en el modo de pre-sentar y representar los campos intelectual y literario y las relaciones que se establecen entre estos y el campo político. Mellado advierte la particular relevancia de dichas relaciones en tanto ambas producciones tratan sobre la revolución cubana y su programa político. También, porque la época que describen corresponde principalmente a las décadas del 60 y 70, años en los que la política constituyó el principal criterio de legitimidad de las gramá-ticas textuales. Según la autora, la clave política para leer textos literarios

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se plantea como emergente en Las iniciales de la tierra y como dominante en Las palabras perdidas.

El capítulo siete aborda la novela Estrella distante, del escritor chileno Roberto Bolaño. Los tres apartados en que se divide analizan algunos prin-cipios constructivos del relato, a la vez que resaltan el uso de códigos no literarios que complejizan la novela. La estudiosa se detiene en el análisis de ciertos recursos que producen extrañamiento pero que, también, le per-miten al lector encontrar vínculos significativos entre los datos del relato. Para Mellado, la errancia de los personajes, su carácter fantasmagórico y los complejos circuitos semióticos de que participa la escritura de Bolaño forman parte de una estética particular que da cuenta del horror a partir de la sugerencia y de lo no dicho. El lenguaje también sufre los embates de la dictadura chilena.

El capítulo ocho está dedicado a Graciela Cros, una de las figuras pre-ponderantes del campo literario patagónico argentino, quien cuenta con una vasta obra publicada, una importante presencia en la literatura nacio-nal y una visibilidad emergente en el plano internacional. Este capítulo cie-rra el libro, y esto no es azaroso sino que implica darle un lugar de privilegio al pensamiento situado en la Patagonia. Justamente, en este último aparta-do Mellado hace una lectura crítica sobre los modos en que dos poemarios de la escritora barilochense representan discursivamente a la Patagonia a partir del cuestionamiento del regionalismo literario y de la construcción de una mitografía propia.

Tras una importante trayectoria de publicaciones y reconocimientos, Luciana Mellado, docente, investigadora y escritora, entrañable colega de la cátedra de Literatura Latinoamericana en la Universidad Nacional de la Patagonia San Juan Bosco, ofrece este trascendente libro de ensayos que abreva en importantes fuentes bibliográficas y actualiza marcos teóricos y abordajes críticos que resultan de insoslayable lectura.

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Capítulo 1 La apariencia y la simulación como verdad social en dos textos machadianos

Machado de Assis: una escritura plural para un Brasil plural

Joaquín María Machado de Assis fue cronista, cuentista, dramaturgo, poe-ta, novelista, crítico, ensayista, tipógrafo y reporter. Nació en 1839 en Río de Janeiro y murió en 1908 en esa misma ciudad. Este polifacético escritor lle-gó a ser el primer presidente de la Academia de Letras Brasilera y a contar con el apoyo temprano de sus compatriotas, que lo consideraban el mayor escritor del país, objeto de un respeto y admiración tal que, según Antonio Candido (1995), «ningún otro novelista o poeta brasileño conoció en vida, antes o después de él» (p. 18).1

Su color oscuro, su origen humilde, su carrera difícil y su enfermedad nerviosa son rasgos que permiten (re)conocer el mundo íntimo del autor, pero que no sobredeterminan su escritura o lugar social. Tal como señala Candido, en el análisis de Machado de Assis no debería exagerarse «el tema del genio versus el destino» (p. 18) puesto que el escritor nunca estuvo ins-talado en los márgenes de la cultura; al contrario, debería recordarse su «normalidad exterior y la relativa facilidad de su vida pública» (p. 18).

Cuentos Fluminenses (1869), Papeles Sueltos (1882), Varias Historias (1896), Páginas recogidas (1899) y Reliquias de Casa Vieja (1906) son algunas de las obras más importantes de Machado de Assis. De modo directo e indirecto, en ellas se problematiza la sociedad del Brasil «patriarcal de los Ochocien-tos» (Flores da Cunha, 1998, p. 91), un espacio en el que convivían, de un modo convulsionado y en ocasiones contradictorio, las conductas y creen-cias tradicionales junto a las modernas. La lengua, el ambiente de las histo-rias y los caracteres de los personajes machadianos representan la realidad nacional y, particularmente, el contexto del Imperio y de los primeros años de la República (cfr. Miguel-Pereira, 1988, pp. 59-60).

Puntualmente, el espacio social que el escritor desnaturaliza es Río de Janeiro, capital del Imperio y por mucho tiempo de la República, «la ciudad brasileña más grande de la época, la más trepidante, la más sofisticada» (Flores da Cunha, 1998, p. 99). También, la ciudad donde la concentración

1 La traducción de la bibliografía crítica en portugués es de la autora.

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y masificación de la población intensificaba y dejaba al desnudo las crisis de los contradictorios estatutos morales que regían los vínculos de sus ciu-dadanos. Las contradicciones y fisuras de la moralidad nacional emergen como problemáticas acuciantes en un país que sostenía como lógica social, además de la esclavitud, el favor: mecanismo rector de la vida material e ideológica brasileña y dispositivo reproductor de las relaciones productivas de base y sus asimetrías (cfr. Schwarz, 1992, pp. 9-32).

Suelen reconocerse en la escritura de Machado de Assis dos fases: una de tendencia romántica y otra de predominio realista, dos gramáticas de producción cuyo marco divisorio se encuentra en las Memorias póstumas de Brás Cubas (1881).2 Esta novela, que le permitió a la crítica hablar del autor como uno de esos extraños escritores «nacido dos veces», constituye, según Alfredo Bosi (1990), «una revolución ideológica y formal» (p. 197) que acen-tuó el desprecio por las idealizaciones románticas e hirió en su base el mito del narrador omnisciente, dejando surgir la conciencia del individuo débil y confundido.

Un año después de publicada esta novela bisagra, Machado de Assis da a conocer Papeles sueltos, una colección de doce cuentos donde busca captar «la contradicción entre parecer y ser, entre la máscara y el deseo, entre el rito, claro y público, y la corriente oculta de la vida psicológica» (Bosi, 1978, p. xiv); contradicciones todas propiciadas por un contexto que ponderaba el valor de la apariencia y la opinión pública. A esta colección pertenecen los dos cuentos que aquí se analizan:3 «El secreto del bonzo» y «La serení-sima república».4 En las siguientes páginas pretendemos caracterizar con mayor detalle el entramado de imágenes, temas y actores que se configuran alrededor de la articulación entre verdad social y conveniencia personal. Ambos textos tematizan y muestran la tensión entre el mundo interior y el mundo exterior de los personajes, así como el predominio de las opinio-nes irreflexivas, superficiales y tendenciosas «que son nada, pero una nada garantizada, exenta de los reveses de la contradicción» (Bosi, 1978, p. xix).

2 No todos están de acuerdo con esta divisoria de aguas. Flores da Cunha (1998), por ejemplo, considera la existencia de tres momentos en la cuentística de Machado de Assis: el primero va de 1858 a 1874, el segundo corresponde a un período de transi-ción entre 1875 y 1882 y, el último, se extiende desde 1883 a 1907 y no es tan diferente de los anteriores. Esta autora descarta la idea de la ruptura a favor de la continuidad.

3 Publicado en Revista Alpha (2.º semestre de 2007). Universidad de los Lagos, (25), 57-72.

4 Según explica Alfredo Bosi (1978) estos dos cuentos forman, junto con «Teoría del Figurón», una «trilogía de la Apariencia dominante» (p. xix).

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«El secreto del bonzo» y «La serenísima república»: dos máscaras para un rostro

«El secreto del bonzo» puede entenderse como «una variante del cuento filosófico del siglo xviii» (Bosi, 1978, p. xxi). Las acciones de sus personajes revelan cómo la verdad y la mentira no son, natural y evidentemente, esfe-ras antitéticas; por el contrario, son hechos del discurso que construyen de un modo estratégico los sujetos en sus relaciones con los otros. El cuento se presenta como un «capítulo inédito de Hernán Mendes Pinto», el cro-nista portugués que en las primeras décadas del siglo xvi viaja a la India y permanece en Oriente cerca de diecisiete años, escribiendo sus curiosas Peregrinaciones, testimonios de sus viajes publicados póstumamente en la primera década del siglo xvii.

El enfoque narrativo es el de un observador asombrado ante un mundo, el reino de Bungo, insólito por las ideas pregonadas por los bonzos en la plaza pública y también por la aprobación general y masiva de dichos dis-parates. Inicialmente, el narrador escucha, junto con su amigo Diego Mei-reles, cómo el bonzo llamado Patimau sostiene que los grillos «procedían del aire y de las hojas de coquero, en la conjunción de la luna nueva» (p. 118). Luego, presencia la alocución de otro bonzo, llamado Languru, que afirma haber descubierto el principio de la vida futura, «que era nada menos que cierta gota de sangre de vaca» (p. 119).

Ambos actos discursivos comparten características concernientes a su enunciación y recepción. En primer lugar, son actos públicos y masivos. Al-rededor de Patimau estaba aglomerado un auditorio que «según el cálculo más modesto, debía superar las cien personas, varones únicamente, y todos atónitos» (p. 118) y las palabras de Languru habían convocado a «una multi-tud de gente» (p. 119). En segundo lugar, el perfil de los oradores es similar: histriónicos e hiperbólicos en sus palabras y movimientos, ambos bonzos se arrogan la facultad de dar gloria al reino de Bungo y a su población con sus descubrimientos. Ambos localizan sus descubrimientos en el campo de la ciencia, definiéndose como eruditos y a sus enunciados como verdades a divulgar: Patimau legitimándose como «matemático, físico y filósofo» (p. 118) y Languru sosteniendo que su descubrimiento podía afirmase «con fe y verdad, por ser obra de experiencias reiteradas y profunda meditación» (p. 119). En tercer lugar, los bonzos obtienen la aprobación popular y un be-neficio material por los discursos pronunciados. Ambos fueron aclamados, venerados y conducidos en andas hasta el puesto de mercader donde le dieron refrescos, obsequios y los colmaron de salutaciones y reverencias.

La similitud que ambos actos discursivos revelan en su forma locutiva y en sus efectos perlocutivos es advertida por el narrador y su amigo Mei-reles, quienes se sorprenden «con la semejanza del caso» (p. 119), que no

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les parecía casual. El narrador evalúa en términos epistemológicos los dos casos y sostiene que no encontraba «ni racional o creíble el origen de los grillos, propuesto por Patimau, o el principio de la vida futura, descubierto por Languru» (p. 119). Este estado de incredulidad y desconfianza a partir del discurso de los bonzos, que al inicio caracteriza la mirada del narrador y de su amigo, muta a lo largo del relato, atravesando sucesivamente tres etapas: la del conocimiento de la doctrina pomadista, la de su aprobación y la de su ejecución.

Lo sucedido con Patimau y Languru funciona como preámbulo y mo-tivación para el discurso del tercero y más sabio de los bonzos, Pomada, quien se encarga de explicar la doctrina pomadista:

Si una cosa puede existir en la opinión, sin existir en la realidad, y exis-tir en la realidad sin existir en la opinión, la conclusión es que de las dos existencias paralelas la única necesaria es la de la opinión, no la de la realidad, que tan sólo es conveniente. (1978, p. 120)

La distinción entre lo real conveniente y lo aparente necesario que el bonzo postula –y que los personajes aceptan y adoptan para su convenien-cia– representa, tal como sostiene Bosi (1990), una «apología de la ilusión como único bien al que aspiran las gentes» (p. 203) y también muestra cómo las «criaturas de Machado de Assis, en su inmensa mayoría, sólo poseían de hecho el apoyo de la opinión» (Miguel-Pereira, 1988, p. 94).

En este cuento la oposición entre la verdad y la mentira surge de la in-teracción entre quienes producen los discursos y quienes los reciben y les dan crédito. Al respecto, el bonzo que da título al texto sostiene que «no hay espectáculo sin espectador» (p. 120). Así, las artificiales y excéntricas ideas de los seguidores de la doctrina solo se reproducen como verdades o cer-tezas por un auditorio que las avala como tales. De este modo, no solo los oradores operan como pomadistas, también llegan a serlo los ciudadanos del reino de Bungo. Estos, persuadidos y manipulados por la propaganda, le compran a Titané los peores calzados, valoran como extraordinaria la ejecución musical apenas mediocre del narrador y se dejan desnarigar por Diego Meireles convencidos de que este les sustituirá la nariz achacosa por otra sana, «pero de pura naturaleza metafísica» (p. 123).

La opinión es omnipotente en este cuento: ella es demiúrgica, es el princi-pio creador que no solo construye la apariencia de las cosas sino también su valor esencial. La práctica médica de Meireles no es exitosa porque transmu-ta lo enfermo en saludable, sino porque defiende la tranquilizadora norma-lidad de la comunidad de las anomalías individuales, imponiendo discursiva e imaginariamente los deseos de una opinión pública habituada a convivir con la palabra artificial que naturaliza, según las conveniencias, la mentira.

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En el acto de seguir sonándose la nariz, los enfermos mutilados le otorgan estatuto ontológico a sus narices metafísicas y le dan existencia social pero sobre todo muestran, tal como advierte Bosi (1978), cómo la vida social se asume como segunda naturaleza del cuerpo y cómo triunfa el signo público que silencia las vibraciones interiores extinguiendo su fuerza para hacerlas «entrar en consonancia con la conveniencia pública y soberana» (p. xi). A la necesidad de un aspecto uniforme y oportuno para el juego social responden las exigencias de las máscaras, de los disfraces que no pueden reafirmar la verdad individual y se limitan solo a generalizar los gestos sociales para ase-gurar la continuidad en el orden de la apariencia dominante.

Las máscaras de este cuento son, como las narices metafísicas, invisi-bles a los ojos, pero muy eficaces para imponer significados y valores de verdad en la opinión. Forman parte de los modos socializados del mentir y representan verdaderos desplazamientos metonímicos del personaje típi-co machadiano, el que «no se ata a principios morales sino en la medida en que estos le traen la consideración ajena, la única soldadura de su persona-lidad inconsistente» (Miguel-Pereira, 1988, p. 104).5 La naturaleza primera de los personajes, con sus subjetividades singulares, está vedada por una segunda naturaleza constituida por convenciones y hábitos impuestos por lo social: el alma externa (cfr. Bosi, 1999)6.

«El secreto del bonzo» problematiza la hipocresía de las versiones pú-blicas de la verdad a través de la ironía no condenatoria.7 Bosi (1999), en «A máscara e a fenda», afirma que es «preciso mirar hacia la máscara y hacia el fondo de los ojos que el corte de la máscara permite entrever. Ese juego tiene un nombre bien conocido: se llama humor» (p. 73). El humor, en este cuento, muestra las fisuras que se producen entre «la normalidad social de los hechos y su anormalidad esencial» (Candido, 1995, p. 27) y revela «un mundo bifronte y enigmático, debajo la aparente neutralidad de las histo-rias convencionales que todos podían leer» (Flores da Cunha, 1998, p. 44). Su humor, entonces, no es evasivo ni aplacador; por el contrario, es inquie-tante y turbador, tanto por la relevancia social de la temática que desde él se aborda como por la plural significación con que tiñe el texto.

5 Lúcia Miguel-Pereira (1988) señala, al respecto, que algunos llaman a eso pesimismo «pero hay también quien lo llama realismo. Con todo, unos y otros, reconocerán que la vida muestra comúnmente aspectos machadianos» (p. 104).

6 Bosi desarrolla esto, sobre todo, en el artículo «A máscara e a fenda».7 Candido (1995) señala que la técnica de Machado «consiste esencialmente en suge-

rir las cosas más tremendas de la manera más cándida (como los ironistas del siglo xviii)» (p. 27). Por su parte, Flores da Cunha (1998) sostiene que ella «serviría como antídoto inusitado a aquel amargor del escepticismo, posición filosófica tan común en su época» (p. 89).

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Un ejemplo de esta pluralidad de sentidos o ambigüedad la encontra-mos en la palabra bonzo, vocablo seleccionado por Machado de Assis para dar título al cuento. En el portugués tradicional bonzo significa ‘monje bu-dista’, pero en un registro peyorativo significa ‘disimulado’, ‘sonso’. Hacia este segundo significado se orienta el cuento cuyo protagonista, el bonzo Pomada, nos tienta a «apuntar el isomorfismo que une el nombre del bonzo con la doctrina que él pregona: pomada es lo que se unta sobre la piel, tal como la apariencia que recubre lo real» (Bosi, 1978, p. xxii). La idea de una segunda naturaleza es trabajada no solo en el plano actancial sino también, como aquí vemos, en el lexical. Este trabajo sobre las pequeñas unidades del texto es elaborado reflexiva e intencionalmente, tal como se desprende de la nota en que Machado recuerda que el bonzo de su escrito «se llama Pomada, y pomadistas, sus sectarios. Pomada y pomadistas son locuciones familiares de nuestra tierra: es el nombre local del charlatán y del charlata-nismo» (citado por Bosi, 1978, p. xxii).

El personaje Pomada se encuentra connotado desde su propio nombre y ese carácter de artificialidad se traslada a su discurso y al de sus seguido-res, de modo implícito e indirecto. El mensaje de que solo vale lo que puede ser apreciado, y solo en la medida en que lo es, repercute en el universo narrativo del cuento, en un Bungo ficticio que condensa muchas de las re-glas sociales del mundo extraliterario que el propio Machado experimentó y describió. Dicha repercusión atestigua el espíritu hegemónico de la época que propicia la adaptación pasiva al medio de «seres que, si alguna vez osan mofarse de lo eterno –y es esta toda la comunicación que con él tienen–, generalmente viven enfrascados en lo cotidiano, la única forma por la cual su mezquindad concibe la vida» (Miguel-Pereira, 1988, p. 96).

La apariencia dominante es expansiva en esta narración: afecta las re-laciones entre los personajes, sus acciones, sus motivaciones, sus discur-sos y hasta sus propios nombres. El egoísmo y la manipulación guía a los ciudadanos de Bungo, sean ellos los hacedores de las simulaciones o sus receptores. Con sentido práctico pero con poco o ningún sentido moral, los personajes de Machado de Assis se guían «mucho más por el recelo de la opinión que por imperativos de conciencia» (Miguel-Pereira, 1988, p. 134). Las ideas del bonzo sobre la primacía de la opinión por sobre el valor de la realidad y la autenticidad no representan tanto un descubrimiento perso-nal como el emergente de un paradigma social cuya meta es triunfar en la convicción de las apariencias y no en la verdad, paradigma que opera como matriz del sentir social que preexiste a Pomada y encuentra en su doctrina un lugar para reproducirse y legitimarse.

«La Serenísima República», otro de los cuentos machadianos regidos por la apariencia dominante, describe, al igual que «El secreto del Bonzo», cómo las relaciones entre los sujetos se hallan regidas por el engaño y el

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egoísmo. El texto, atravesado por «el espíritu de lo fantástico» (Flores da Cunha, 1998, p. 70), adopta la superestructura narrativa de una conferencia, dada por el canónigo Vargas. Este narrador repite no pocos procedimientos discursivos de los utilizados por los pomadistas, por ejemplo, el de arrogar-se una autoridad epistemológica superior devenida de sus autoadjudicados atributos científicos, el de invocar la gloria nacional como motivación de su accionar, el de describir y dar a conocer a la opinión pública un descubri-miento asombroso que la persuasión intenta tornar verosímil, entre otros.

El canónigo Vargas sabe que su enunciación es digna de sorpresa: «voy a asombraros, como habría asombrado a Aristóteles, si le preguntase: ¿crees que es posible dar régimen social a las arañas?» (p. 131). Con esta adverten-cia, adelanta el probable efecto perlocutivo de sus palabras. Además de esta extrañeza inicial, añade el carácter de increíble, en el sentido de irrealiza-ble, a la historia que narrará. Sostiene que Aristóteles respondería de modo negativo a la pregunta anterior puesto que «es imposible creer que jamás se llegaría a organizar socialmente ese articulado arisco, solitario, apenas dispuesto al trabajo, y difícilmente al amor» (p. 131).

Lo inverosímil, extraño e improbable de la organización de las arañas que el propio canónigo señala al inicio de su alocución son observaciones del sentido común que este altera al declarar que él había realizado «ese imposible» (p. 131). Ya en estos primeros párrafos observamos la utilización por parte de Machado del recurso filosófico, al modo de los fabuladores de la literatura clásica. Su narrador habla de los animales desde un enfoque narrativo que lo aproxima e involucra a su mundo, con lo que el texto consi-gue producir un efecto de sorpresa tanto en el auditorio ficticio de la fábula como en los receptores históricos del texto.8

Luego de describirle al auditorio las virtudes de la araña en compara-ción con otros animales, el narrador intenta legitimar sus apreciaciones sobre este animal acudiendo a las autoridades científicas más relevantes. El canónigo sostiene que el talento de las arañas es unánimemente reco-nocido. Según él, «desde Plinio hasta Darwin, los naturalistas del mundo entero forman un solo coro de admiración en torno a este bichito» (p. 132). El procedimiento, que este texto repite, de citar a prestigiosos pensadores, adjudicándoles falsamente la autoría de ciertos dichos que son útiles para el desarrollo argumentativo, supone la simulación en la enunciación. Aquí la simulación se sostiene a través de diversos mecanismos lingüísticos que

8 Al respecto, Alfredo Bosi (1978) explica que «el texto podrá producir un efecto de sorpresa al narrar situaciones corrientes en la sociedad a la que pertenecen, no los animales, sino los lectores. Y esa es la zona escondida o semivisible en el texto […]. Cuando el lector percibe el juego, la sorpresa cede lugar a la risa del desenmascara-miento» (p. xx).

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evidencian una fuerte conciencia metadiscursiva del narrador. Esta se pone en juego, por ejemplo, en las aclaraciones referidas al recorte verbal reali-zado9 y en la frecuente apelación a los destinatarios, tendiente a que estos mantengan la expectativa en el relato convenciéndose de su veracidad.10

Pero en «La Serenísima República» no solo se narra la simulación o el artificio verbal del orador sino, y más importante aún, la ejercida por los actores de una sociedad de arañas que, poseedoras del uso del habla, son organizadas socialmente por el narrador que les hace creer que es su dios y que implementa para ellas, a partir de la moral del terror, un modo de or-ganización política que desestima sus necesidades internas o espontáneas. De este modo, y como se observa ya a principios del relato, «el régimen público, pues, se impone desde afuera, a partir del contexto de coacción tramado por la ciencia manipuladora de este canónigo pre-behaviorista» (Bosi, 1978, pp. xx-xxi).

La asunción de la farsa como mecanismo hegemónico que organiza los vínculos en la sociedad de arañas comienza a desarrollarse, entonces, en el mismo momento en que surge la necesidad externa de dotar a los arácnidos de un gobierno idóneo, en cuya elección el canónigo vacila, para decidirse finalmente por adoptar para ellas «una república a la manera de Venecia» (p. 133). Dos motivos determinan su elección: por un lado, la falta de parecido de este gobierno con algún otro en vigencia, teniendo «la ventaja de un me-canismo complicado, lo que implicaba poner a prueba las aptitudes políticas de la joven sociedad» (p. 133); por otro lado, por «las diferentes modalidades electorales de la antigua Venecia, […] la de la bolsa y las bolas, empleada para iniciar a los hijos de la nobleza en el servicio del Estado» (p. 133).

Es precisamente la bolsa electoral, la modalidad con que se elige a quienes ocuparán los cargos públicos, el lugar material y simbólico donde se concentra y se proyecta toda la fraudulencia y el egoísmo de las arañas que, antropomorfizadas, muestran cómo los hombres, cuyas acciones estos

9 El canónigo reconoce que las circunstancias de enunciación lo obligan a limitar su alocución. Así sostiene, refiriéndose a las ideas de Plinio y Darwin, que «repetiría ahora esos juicios, si me sobrase el tiempo; los materiales, empero, exceden el plazo de que dispongo, obligándome a resumirlos» (p. 132). En otro momento el narrador dice: «Reservo para otro recinto la descripción técnica de mi léxico arácnido, y el análisis de la lengua» (p. 132).

10 Entre otros llamados a la atención del auditorio encontramos los siguientes ejem-plos: «Sé que un interés superior os trajo aquí; pero no por eso ignoro –ya que sería ingratitud ignorarlo– que un poco de simpatía personal se mezcla a vuestra legíti-ma curiosidad científica» (p. 131); «Señores, voy a asombraros» (p. 131); «Señores, cabe vencer los preconceptos» (p. 132); «Sí señores, descubrí una especie arácnida que dispone del uso del habla» (p. 132).

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animales representan y repiten, son objetos de la voluntad interesada y co-diciosa de otros hombres. Lo que este dominio fraudulento de unas arañas sobre otras evidencia es, tal como observa Antonio Candido (1995), uno de los demonios familiares de su obra, «una de las maldiciones ligadas a la falta de libertad verdadera, económica y espiritual» (p. 34).

«La Serenísima República» patentiza la idea de que las narraciones de Machado traen consigo un plus de significado ligado a lo no dicho y a las ambigüedades de sentidos dialécticos en relatos donde «paralelamente a lo que acontece, está siempre lo que parece estar aconteciendo» (Gotlib, 1995, p. 78). Lo que acontece en el cuento puede resumirse fácilmente: luego de definido, en la sociedad de arañas, el sistema electivo para las funciones públicas comienzan a realizarse distintos timos y estafas que corrompen el mecanismo y las propias bases de la organización. Lo que parece estar aconteciendo no es tan fácil de sintetizar: se trata, según reconoce el pro-pio Machado, de una parodia del pacto electoral brasileño, de una «alegoría política en torno de los modos de resolver o de no resolver el problema de la distancia entre el Poder y el Pueblo» (Bosi 1990, p. 203).

El modelo de funcionamiento inicial de la bolsa electoral, cuya fabrica-ción «fue una obra nacional» (p. 134), consistía en introducir en la bolsa una serie de bolas con los nombres de los candidatos, impresos por un oficial pú-blico llamado el «de las inscripciones», y luego sacar anualmente cierto nú-mero de elegidos para que ocupen las funciones públicas, tarea esta última que realizaba el oficial «de las extracciones». Tal como observa el narrador «la elección se efectuó al principio con mucha regularidad; pero, poco después, uno de los legisladores declaró que ella había estado viciada, por haber sido incluidas en la bolsa dos bolas con el nombre del mismo candidato» (p. 134). A esta trampa inicial le corresponde una solución formal: la asamblea decretó que la bolsa «hasta allí de tres pulgadas de ancho, tuviese ahora dos; limitán-dose la capacidad de la bolsa, se restringía el espacio para el fraude» (p. 134).

La solución antedicha no fue suficiente para evitar el fraude que se de-tectó en la siguiente elección, cuando «un candidato no fue inscripto en la bola correspondiente, no se sabe si por descuido o por decisión del oficial público» (p. 134). Nuevamente las autoridades no asumieron responsabi-lidad alguna ante la corrupción ni castigaron al miembro de su burocra-cia implicado en el problema. El encargado de las inscripciones alegó un posible descuido y la asamblea, «frente a un hecho psicológico ineluctable, como es la distracción, no pudo castigar al oficial» (p. 134), limitándose a revocar la ley anterior y restaurar las tres pulgadas.

Al igual que el primer hecho engañoso, esta trampa muestra cómo las prácticas electorales se vuelven un juego complicado «cuya forma es de-mocrática y cuya sustancia, oligárquica y fraudulenta» (Bosi, 1978, p. xxi) y también evidencia cómo se pondera la importancia de la forma por sí

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misma, que es un modo de enaltecer la lógica de la apariencia. La legis-lación nueva que pretendía impedir futuras fallas no fue, sin embargo, suficiente para evitar el siguiente fraude, cuyos prolegómenos abonan la lectura política del cuento. Antes de describir la trampa electoral, el narra-dor recuerda que los dos candidatos al puesto, Hazeroth y Magog, eran los jefes del partido rectilíneo y del partido curvilíneo respectivamente, y luego explica en qué consisten estas líneas partidarias. Dice, al respecto, que ellas obedecen a divisiones geométricas, que son las razones que dividen a las arañas en política. Así, las del partido rectilíneo «entienden que la araña debe hacer las telas con hilos rectos» (p. 134) y las del partido curvilíneo piensan lo contrario, «que las telas deben ser trabajadas con hilos curvos» (p. 134). A la desapasionada división geométrica que las separaba le adjudi-caron un estatuto simbólico: para unas la línea recta expresaba los buenos sentimientos, «la justicia, la probidad, la entereza, la constancia» (p. 134), mientras que la línea curva representaba sentimientos negativos «como la adulación, el fraude, la deslealtad, la perfidia» (pp. 134-135). Existían tam-bién otros dos partidos: uno mixto y menos exclusivista que «desbastó la exageración de unos y otros, combinó los contrastes, y proclamó la simulta-neidad de las líneas como la exacta copia del mundo físico y moral» (p. 135) y un cuarto partido que se limitaba «a negar todo» (p. 135).

Ahora bien, la minuciosidad descriptiva –que llega a bordear la redun-dancia– produce un efecto humorístico de extrañamiento, en el mismo sen-tido que observáramos en «El secreto del bonzo». Aquí, el narrador describe las trampas sin reflexionar sobre las causas profundas que las motivan ni sobre su propia incumbencia en el experimento y sus resultados. El canó-nigo se presenta como un observador ajeno a la historia que narra y no se reconoce como el protagonista involucrado que realmente es. Mientras los engaños que describe son cada vez más absurdos y exagerados, él perma-nece distanciado de toda autocrítica.

La razón por la cual ni Hazeroth ni Magog, representantes respectivos del partido rectilíneo y curvilíneo, fueron elegidos ha sido una trampa instrumentalizada a través de un uso tendencioso del lenguaje. Sus bolas fueron extraídas de la bolsa pero fueron descalificadas por faltarles a uno la primera letra del nombre y al otro la última. El beneficiado del error resultó ser «un argentario ambicioso, político oscuro, que se encaramó en seguida en el sillón ducal, para asombro general de la república» (p. 135). Ante el no-torio error, los vencidos exigieron una requisa que mostró que «el oficial de las inscripciones había viciado intencionalmente la ortografía de sus nom-bres» (p. 135). Sin embargo, la infracción no fue castigada porque se aceptó la justificación del oficial, quien sostenía que la trampa de los nombres solo había sido un problema de omisión, «delito, si lo era, puramente literario» (p. 135). El nuevo acto corrupto produjo una también nueva revisión de la ley

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electoral donde se decretó que la bolsa sería confeccionada en un tejido de red que permitiría leer las bolas por el público y los candidatos. Pero la regla que evitaría las trampas las favoreció y sirvió a un tal Nabiga para tener un lugar en la asamblea. En complicidad con el oficial de las extracciones, este personaje señalaba con un meneo de cabeza la bola que llevaba inscrita su nombre. De este modo, la idea de las redes fue desechada y se restauró por la asamblea el tejido espeso del régimen anterior, decretándose que «solo serían válidas las bolas cuyas inscripciones fueran incorrectas en el caso de que cinco personas jurasen que el nombre inscripto era realmente el del candidato» (p. 135).

El nuevo estatuto dio lugar a un acontecimiento también novedoso e imprevisto. Se trató de elegir un recolector de contribuciones que cobrase las rentas públicas bajo la forma de contribuciones voluntarias. Cáneca y Nebraska fueron los candidatos. La bola correspondiente a este último fue la extraída, pero como le faltaba la última letra se acudió a cinco testigos que juraron que el elegido era efectivamente Nebraska. Aun así, el otro can-didato requirió que se le dejara probar que la bola extraída no traía el nom-bre de Nebraska sino el de él. De este modo, el filólogo que lo asistía probó, luego de una extensa, engorrosa y endeble explicación lingüística, que lo que estaba inscrito en la bola era el nombre de Cáneca. Lo que el filólogo agrega a las cada vez más elaboradas trampas electorales es el valor relativo y tendencioso de la interpretación, la que desde ese momento es prohibida por la asamblea de arañas, que decide el corte de la bolsa «de media pulgada en la altura y otra media en la anchura de la bolsa» (p. 136).

La enmienda anterior «no impidió un pequeño abuso en la elección de dos alcaldes» (p. 136), abuso por el cual se restituyeron a la bolsa sus dimen-siones primitivas pero dándole, esta vez, una forma triangular. Al quedar muchas bolas en el fondo, esta forma se mostró ineficaz al igual que la forma cilíndrica, la de una ampolleta y la de un cuarto lunar creciente posterior-mente implementadas. La deshonestidad es leída por la comunidad de ara-ñas como un efecto formal y, a la vez, es minimizada por el narrador, quien aforísticamente recuerda que «la perfección no es de este mundo» (p. 136).

Al final del cuento aparece la figura de Erasmus, «uno de los más cir-cunspectos ciudadanos de mi república» (p. 136). Este destina a las diez arañas tejedoras «la fábula de Penélope, que hacía y deshacía la famosa tela, a la espera del esposo Ulises» (p. 136). Con ella las compara pues, según él, tienen «la misma castidad, paciencia y talentos» (p. 136). De este modo, re-comienda a las arañas rehacer la bolsa «hasta que Ulises, cansado de vagar, venga a ocupar entre nosotros el lugar que le cabe. Ulises es la Sapiencia» (p. 136). Con estas palabras, se manifiesta «la conciencia moral, jurídica e idealista, que siempre espera el perfeccionamiento del sistema democráti-co» (Bosi, 1978, p. xxi).

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La paciencia que se les pide a las arañas implica la puesta en juego, por un lado, de una utopía, consistente en la creencia del mejoramiento de los hábitos políticos y en la internalización definitiva del pacto social,11 y, por otro lado, de una tensión paradójica, puesto que el paradigma de la correcta moral política se encarna curiosamente en la figura de Ulises, el más astuto de los griegos. Esta última tensión es naturalizada en la sociedad de las ara-ñas puesto que en ella el equilibrio social se logra solo cuando el individuo asume verdaderamente su papel social. De este modo, y tal como observa Bosi (1978), la «norma, hipostasiada en el comportamiento y en la conciencia de cada uno, es la única garantía de una tranquila autoconservación» (p. xxi).

Textos machadianos: textos mundanos

En El mundo, el texto y el crítico, Edward Said (2004) sostiene que «los textos son mundanos, son hasta cierto punto acontecimientos, e incluso cuan-do parecen negarlo, son parte del mundo social, de la vida humana, y por supuesto, de momentos históricos en los que se sitúan y se interpretan» (p. 15). Este carácter mundano de todo texto literario es, como vimos, espe-cialmente notorio en «El secreto del bonzo» y «La Serenísima República». Ambos cuentos, leídos en el plano histórico, operan con un doble regis-tro: por un lado, refieren al Brasil decimonónico y al modus vivendi local; por otro lado, trascienden estos límites de lo nacional para referirse a un paisaje universal y extendido.12 La apariencia versus la esencia, la opinión pública versus la subjetividad, el artificio como modo de persuasión y la len-gua como mecanismo de manipulación constituyen tópicos con una larga presencia en la literatura y que en la escritura machadiana se estructuran con un singular trazado.

Los textos de Machado son mundanos en varios sentidos: por la te-mática, que lo conecta con el mundo de la vida; por los personajes, cuyas conductas y atributos son altamente representativos en términos sociales;

11 Al respecto, Bosi (1978) señala que «el progresismo cree en la evolución de las cos-tumbres políticas de las arañas y de los hombres, los cuales, después de pasar por las fases del terror teológico y de las oligarquías maliciosas, llegarán un día hasta la Sabiduría» (p. xxi).

12 Machado crea personajes y ambientes brasileños sin creerse obligado a hacerlos de modo pintoresquista. En él, la conciencia de la nacionalidad era total y por ello siempre era hombre de su tiempo y de su país aun cuando tratase de asuntos remo-tos en el tiempo y el espacio. Al respecto, Lúcia Miguel Pereira (1988) observa que Machado de Assis «pudo –el primero entre nosotros– ser universal sin dejar de ser brasileño» (p. 54).

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por el realismo de lenguaje de sus narradores y actores; y por la íntima conexión entre los problemas que aborda y los que el propio autor atra-vesó en su vida. A pesar de las advertencias de Cándido sobre no exagerar la importancia de la biografía para la interpretación de los textos de este escritor brasileño, no podemos dejar de advertir una relación evidente y fuerte entre el imaginario que estos dos textos (re)construyen y la propia experiencia vital del autor. Así, la extrema importancia que la apariencia y la opinión pública tienen en la vida social es ejemplificada textualmente en la doctrina de los bonzos y patentizada extraliterariamente en la escritura oficial de su deceso. Los bonzos persuaden al público sobre la veracidad de lo que es solo ilusión del mismo modo que las autoridades que certifican la defunción de Machado el 29 de septiembre de 1908. Estos lo describen del siguiente modo: «edad 69 años, viudo, natural de esta capital, funcionario público, color blanco, fallecido de arterioesclerosis» (Pinsard Caccese, 1978, p. 382). La adjudicación tendenciosa y artificiosa del color de piel por parte de las autoridades repite un procedimiento fundamental en los dos cuen-tos analizados: el de la invención de lo real por medio del lenguaje.

En los textos comentados la realidad no preexiste a la palabra; por el contrario, proviene de ella que, a la vez, la valida y la reproduce como verdad. En «El secreto del bonzo» la opinión funciona como un nido social seguro para los frágiles individuos; se expande y legitima a través de discursos persuasivos caracterizados por su superficialidad y por el egoísmo que los motiva, uno de los móviles más frecuentes de las actancias machadianas. La conveniencia personal transformada en realidad social es posible por el «egoísmo de la naturaleza, que sacrifica el individuo a la especie; egoísmo de la sociedad que, para mantener sus estatutos, no vacila en someter a las criaturas a situaciones de desgracia» (Miguel-Pereira, 1988, p. 77).

Al igual que en el relato del bonzo, «La Serenísima República» muestra el poder persuasivo e instigador de la palabra poniendo en evidencia sus procedimientos más fecundos: invocar la autoridad científica, el honor de la patria y el desinterés más desprendido. Los elementos anteriores, ver-daderos leitmotiv del discurso que condensa la opinión pública, provocan el efecto perlocutivo de la convicción popular, la que asume el valor de ne-cesariedad ante la devaluada axiología de la realidad. Las arañas se trans-forman, por el poder manipulador de la palabra del canónigo, en objetos. Luego, ellas convierten también a sus compañeras en objetos por el poder de las trampas y la simulación. Lo que se teatraliza es la reproducción de un orden corrupto, de una farsa política naturalizada para su preservación.

«El secreto del bonzo» y «La Serenísima República» suponen no tanto una imposición unidireccional de la tiranía de la apariencia sino su asun-ción extrema y total por parte de la sociedad. Esta segunda naturaleza, conformada por convenciones y signos sociales, aseguran a los individuos

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cierta estabilidad en un espacio social fuertemente homogeneizador y neu-tralizador de las diferencias.

Las versiones de la realidad se imponen, en el caso de los pomadistas, me-diante propagandas apócrifas (sobre los supuestos descubrimientos) y, en el caso del canónigo, mediante el terror y el malentendido (las arañas creen que Vargas es un dios). En ambos cuentos la sinceridad en el discurso es una norma eludida o directamente infringida. Pero, sobre esa falacia voluntaria de los hablantes no dirige Machado un ojo censor o condenatorio: más bien problematiza, a través del humor y la ironía, la hipocresía de las versiones públicas de la verdad, haciendo visible la notable arbitrariedad y el absurdo de los hechos considerados normales (por ejemplo, el del institucionalizado favor del que dependen todos los personajes de estos dos relatos).

El favor que rige las relaciones sociales de los personajes se articula en estos textos con una siempre renovada complicidad que, en el mundo de la vida que los cuentos representan, «tiene continuidades sociales más pro-fundas, que le dan peso de clase: en el contexto brasileño, el favor asegura-ba a las dos partes, en especial a la más débil, de que ninguna es esclava» (Schwarz, 1992, p. 18).13 Esta y otras trampas y ficciones sociales dominan-tes en el contexto de producción machadiana son singularizadas desde la óptica del humor y la ironía, óptica que permite la distancia narrativa nece-saria para desenmascarar las farsas planteadas en los textos, los que siem-pre pertenecen, como advierte Said, al mundo social y de la vida humana.

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13 Schwarz (1992) explica que el favor es «el mecanismo a través del cual se reproduce una de las grandes clases de la sociedad, envolviendo también otras, la de los que tienen» (p. 15). Y agrega que «con mil formas y nombres, el favor atravesó y afectó en el conjunto la existencia nacional, protegida siempre la relación productiva de base, esto último asegurado por la fuerza» (pp. 15-16).

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Capítulo 2 Narrar el problema obrero: permanencias y rupturas en tres crónicas martianas

Las crónicas periodísticas de José Martí

Las crónicas periodísticas constituyen una extensa zona de la producción textual de José Martí. A pesar de que la historia literaria centró su interés de un modo casi exclusivo en sus poesías, más de la mitad de la obra escri-ta por el cubano está compuesta por textos publicados en los periódicos, textos donde convergen el discurso periodístico y el literario a través de un lenguaje que sirve a la circulación de un sentido informativo y coyuntural, a la vez que adquiere una densidad estética que trasciende los límites de lo referencial. Esta focalización en los textos poéticos de José Martí responde a una operación selectiva e interpretativa de la crítica literaria que canoniza un determinado género y escritura en menoscabo de otra parte importante de la obra martiana ratificando, con ello, una concepción restringida de lo literario que tiende a excluir fuera de sus fronteras a las crónicas periodís-ticas (Rotker, 1992, pp. 110-121).

Este trabajo examina tres crónicas martianas, «Grandes motines obre-ros», «El proceso de los siete anarquistas» y «Un drama terrible», con el propósito de analizar las continuidades y rupturas discursivas más signi-ficativas que entre ellas existen en la representación del conflicto laboral y social suscitado en Estados Unidos a partir de los mitines y huelgas produ-cidas en mayo de 1886.1 Los textos fueron publicados en el diario La Nación de Buenos Aires los días 2 de julio y 21 de octubre de 1886 y 1 de enero de 1888 respectivamente. Pertenecen a las Escenas norteamericanas, una serie de crónicas sobre la vida norteamericana que José Martí escribió durante su exilio en Estados Unidos para numerosos periódicos latinoamericanos, en-tre ellos, La Nación de Buenos Aires, El Partido Liberal de México y La Opinión Nacional de Caracas.

Las tres crónicas seleccionadas elaboran narrativamente un mismo tema, el problema obrero en Estados Unidos, pero en conjunto muestran el desarrollo y el cambio de pensamiento y discurso del poeta. En el último texto, Martí reformula muchos de los significados desplegados en los dos

1 Publicado en Lectura y Signo. Revista de Literatura (2009). Universidad de León, (4), 1, 107-140.

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primeros, en los que es explícito el rechazo a la violencia que los obreros manifiestan en dichas huelgas. Este rechazo inicial va a la par de la confian-za en el sistema republicano y en su sistema de derechos que, en la última crónica, se revisa y cuestiona: el discurso político y social del narrador hace un viraje que permite visibilizar la ineficacia de la vía electoral para las cla-ses populares y la complicidad del Estado, la Iglesia y los capitalistas en el sojuzgamiento y la explotación de las clases subalternas.

El problema obrero en Estados Unidos. Entre serpientes y palomas

«Grandes motines obreros» narra las huelgas y otras acciones de lucha que, en Estados Unidos, realizan los trabajadores para la reducción de la jorna-da laboral a ocho horas. Los sujetos sociales que la crónica refiere y describe tienden a organizarse en dicotomías antitéticas: por un lado, se encuentra la sociedad americana en su conjunto y el propio enunciador, a quienes se presenta con espíritu moderador ante el conflicto obrero, y, por el otro lado, se hallan los trabajadores anarquistas y socialistas, a quienes se muestra con un ánimo de confrontación radical. Si bien las referencias a los actores se mantienen a lo largo de las tres crónicas, que repiten y comparten su repertorio actancial, el modo en que se construyen no es constante ni inva-riable, como veremos más adelante.

El mundo de los obreros aparece en «Grandes motines obreros» dividido en dos grupos antagónicos: por un lado, los violentos; por el otro, los modera-dos. La pertenencia a la clase obrera se fragmenta por el método de negocia-ción con las clases más altas, fragmentación asociada de modo directo y deter-minante a la nación de origen. A pesar de que, tal como admite Martí, «entre los que azuzan desde las tribunas a los trabajadores la noche de la reunión, no hay solo alemanes, no, sino patriarcas americanos, hombres de buena fe y habla profética» (p. 446), el grupo rechazado está conformado por anarquistas y socialistas que llegan a Estados Unidos de «la Europa iracunda» (p. 448).

Dice Martí: «Esos alemanes, esos polacos, esos húngaros […] no traían, al venir a esta tierra, […] aquella costumbre y fe en la libertad, aquel au-gusto señorío, aquella confianza de legislador que pervade y fortalece al ciudadano de las repúblicas» (p. 452). El distanciamiento que el cronista toma respecto de los inmigrantes descritos se evidencia en el pronombre demostrativo plural que se reitera en la enumeración. Lejos de ellos, los concibe alejados de las normas republicanas con las que él concuerda. Los inmigrantes que protagonizan y promueven las huelgas se constituyen en sujetos de carencia que provienen de espacios sociales de carencia. Así, Martí (p. 451) llega a sostener que:

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En Alemania, bien se comprende, la ira secular, privada de válvulas, es-talla. Allá no tiene el trabajador el voto franco, la prensa libre, la mano en el pavés, allá no elige el trabajador, como elige acá, al diputado, al senador, al juez, al Presidente: allá no tiene leyes por dónde ir, y salta sobre las que le cierran el camino: allí la violencia es justa, porque no se permite la justicia.

Privada de estados democráticos que, mediante el voto popular, legi-timen las autoridades gubernamentales, la legislación y la justicia social, Europa, el allá de la enunciación, es confrontada con Estados Unidos, el acá desde donde se pronuncia Martí, que se instituye como ejemplo positivo de organización social. Luego de preguntarse si la libertad mejora los destinos de los hombres sin violencia, Martí se responde: «parece que sí: parece que el ejercicio de sí mismos, acá donde es perfecto, ha enseñado a los hombres la manera de rehacer el mundo, sin amenazarlo con su sangre» (p. 447). La respuesta idealiza, de un modo hiperbólico, a la sociedad americana e in-terpreta su individualismo como motor del aprendizaje de la convivencia.

El punto principal que la crónica postula como diferencia entre el «acá» norteamericano y el «allá» europeo se halla en el reconocimiento de las libertades cívicas individuales que, en estos lugares, se respetan y desco-nocen respectivamente. La libertad es un valor supremo para Martí, quien llega a afirmar, en un registro aforístico, que «dos cosas hay que son glorio-sas: el sol en el cielo, y la libertad en la tierra» (p. 447). Las circunstancias de la enunciación de este texto enriquecen y completan la significación y la importancia que el cronista adjudica a la libertad que experimenta en Estados Unidos, país en el que vive exiliado durante una larga estadía que va desde 1880 a 1895. Dichas circunstancias son sintetizadas en una carta que le dirige a su amigo Manuel Mercado en 1886, el mismo año en que se publica la crónica que venimos comentando.2 Allí dice:

Bueno, pues: todo me ata a New York: las consecuencias de los errores políticos de nuestro país; –la cercanía a esa tierra mía, que no sabe de mí, y por la que muero […]. A otras tierras, ya sabe usted por qué no pienso ir. Mercado literario, aún no hay en ellas, ni tiene por qué haber-lo. En el mercado político yo no me he de poner. En el mercado judicial, los buenos abogados sobran […]. Pero mis instrumentos de trabajo que

2 Esta epístola de Martí tiene una gran importancia a la hora de comprender la permanencia del escritor en Nueva York porque amplía la explicación de su larga estadía en Norteamérica considerada solo en relación con su activismo político y su trabajo en las comunidades de emigrantes que serán la base del Partido Revolu-cionario Cubano fundado en 1892 (Ramos, 2003, p. 73).

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son mi lengua y mi pluma, o habrían de quedarse en el mismo enco-gimiento en que están aquí, o habrían de usarse en pro o en contra de asuntos locales en que no tengo derecho ni voluntad de entrar, y en los que sin embargo, como ya me sucedió en Guatemala y en Venezuela, ni el silencio me es permitido. (Martí, citado en Ramos, 2003, p. 73)3

Dos libertades le permite Estados Unidos, particularmente Nueva York, a Martí : una es la libertad de expresión, que le está vedada en otros países donde, como él mismo dice, no le consienten ni su silencio; la otra es la libertad económica que le permite la existencia de un mercado literario se-parado de las instituciones del Estado. Esta separación, propugnada por el cubano, solo era posible en una ciudad como Nueva York:

Con el mismo movimiento que genera una «crisis», una «alienación» o un «exilio», es la condición de posibilidad de la autonomía del in-telectual de las instituciones tradicionales; autonomía que para el intelectual moderno, en contraste al letrado o escritor «civil», era indispensable. (pp. 73-74)

El contexto biográfico e histórico en que Martí escribe esta crónica no puede desestimarse puesto que este coadyuva a la significación que, en este escrito, adquiere el tema de la libertad. Su valoración y exaltación no surge solo como un modo de defensa ante la supuesta incapacidad de los huelguistas para comprenderla y adecuarse a sus reglas, sino también de los datos y percepcio-nes que le brindan al cubano sus experiencias personales y profesionales.

Los trabajadores radicalizados se presentan como antagonistas de la paz social, promotores de una virulenta violencia material y simbólica que se repudia. Martí es enfático a la hora de desvalorizar dicha clase. Por ejem-plo, luego de describir el arsenal y la bibliografía encontrados por la policía en distintos lugares de los anarquistas concluye: «¡Al más noble de espíritu, da arrebatos de ira esta perversión de la naturaleza humana!» (p. 450).

Estos trabajadores venidos de Europa oriental representan la fuerza destructiva de un orden social que Martí aprueba. ¿Cómo, en medio de las manifestaciones obreras, no iba a estar la policía rodeando las plazas y pronta a la carga si

todo el Este de la ciudad está sembrado de logias de socialistas alema-nes, que van a beber su cerveza, y a juntar sus iras acompañados de sus mujeres propias y sus hijos, que llevan en sus caras terrosas y en sus

3 La carta es del 22 de abril de 1886.

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manos flacas las marcas del afán y la hora de odio en que han sido en-gendrados? (p. 446)

Esto se pregunta el cubano, justificando, por un lado, la vigilancia poli-cial y, por otro lado, interpretando el odio como marca social e histórica del propio nacimiento de estos obreros inmigrantes.

«No tiene la capacidad de gobernar con justicia: y no debe gobernar el que no tiene la capacidad de convencer» (pp. 448-449) sentencia el cronista, luego de haber ofrecido sobrados ejemplos de la incapacidad de los huelguis-tas para persuadir sobre la validez de sus reclamos no solo a la élite dirigente sino a la sociedad en general. Al propio Martí no lo convencen las estrategias de lucha y el modo en que los trabajadores reclaman que su jornada laboral se reduzca a ocho horas diarias. «Es su derecho quererlo, y es justo; pero no es su derecho impedir que los que se ofrecen a trabajar en su lugar, trabajen» (p. 453), considera el cronista que, a través de la construcción adversativa, opone a la legitimidad de la demanda la ilegitimidad de coartar la libertad de trabajo. Enfrentados con sus otros compañeros obreros, los huelguistas serán contrapuestos también a los fabricantes que cierran sus talleres «por-que no pueden continuar produciendo con esta época de precios bajos, en condiciones que requerirían más gastos de producción» (p. 453).

Opuestos a las distintas capas sociales, cuyas actuaciones se justifican, los obreros radicalizados son cuestionados, además de por la violencia de sus actos, por la indeterminación y la diversidad de sus métodos. Ellos han hecho estallar «una fuerza que es acaso demasiado vasta y heterogénea, para que pueda echar toda por igual camino» (p. 445) advierte Martí al res-pecto, para luego criticar a los anarquistas que integran este movimiento:

No quieren ley, ni saben qué quieren […] con un desorden de medios y una confusión tal de fines que les priva de aquella consideración y respeto que son de justicia para toda especie de doctrinas de buena fe encaminadas al mejor servicio del hombre. (p. 452)

Rechazados ideológicamente, los inmigrantes anarquistas y también los socialistas serán desvalorizados en el plano estético. De ellos se ofrecen prosopografías connotadas que tienden a constituirse en retratos morales: «Esos trabajadores, en su mayor parte alemanes, se trajeron esa terquedad rubia, esa cabeza cuadrada, esa barba hirsuta y revuelta que no orea el aire y en que las ideas se empastan» (p. 452), dice Martí. La fisonomía, de este modo, es leída como signo de idiosincrasia. Schwab, por ejemplo, tenía «pelo y barba al descuido» (p. 453) y Most «una lengua grandaza como su barba» (p. 452). El desarreglo en la barba y en el pelo se corresponde con las ideas y estas, a su vez, son proyectadas al plano físico.

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El lugar de procedencia de los huelguistas, en particular, y el de los in-migrantes afincados en Estados Unidos, en general, es planteado como un hecho determinante y definitorio de su conducta social. Martí aconseja «a los pueblos que se acrecen con la inmigración de Europa ver en qué ayuda y en qué daña la gente que inmigra, y de qué países va buena, y de cuál va mala» (p. 451). Al maniqueísmo de este planteamiento se le suma una nota de xenofobia, cuando Martí refiere el peligro que corre Estados Unidos «de inyectarse en las venas toda esa sangre envenenada» (p. 452) de la inmigra-ción perniciosa. Según María Minellono (1994), el eco de estas ideas habrá sido «seguramente favorable entre los lectores argentinos del 80, a quienes estaba destinada la nota que se publicó en La Nación» (p. 248).

Esta desvalorización ideológica y física de los obreros que promueven las huelgas y los mitines es visible en las animalizaciones de las que son objeto. «Ese odio a todo lo encumbrado, cuando no es la locura del dolor, es la rabia de las bestias» (p. 451) sentencia Martí, valorando y deshumanizando la cólera de un sector de los trabajadores que están produciendo en «todo el país, aun en la gente de alma apostólica, una conmoción semejante, a la que produce en una calle pacífica la aparición de un perro atacado de hidrofobia» (p. 450). Visto como un animal, como un animal enfermo y peligroso, el movimiento activo de los trabajadores se aquieta luego de que las fábricas ofrecieran distintas respuestas al conflicto laboral. El último párrafo, que opera como conclusión evaluativa, repite la imagen de los obreros como animales peligrosos:

Es general esta tendencia al arbitramiento general, la atención al gran problema, la fe en la sensatez pública, y como cierto legítimo orgullo, que ya se nota, de ver como el aire de la libertad tiene una enérgica vir-tud que mata a las serpientes. (p. 456)

Lo que las animalizaciones muestran es que, tal como afirma Fina Gar-cía Marruz (1992), en su prosa norteamericana, Martí hace «que sean las imágenes mismas las que hablen: piensa con imágenes» (p. 179). Y en el mo-vimiento de pensar con imágenes, las relaciona, las superpone, las agrupa y las confronta. Esto último es lo que sucede frecuentemente alrededor de la imagen principal de los obreros radicalizados a la que se oponen la de los otros obreros moderados, la de los dueños de las fábricas, la de la policía y la de la sociedad en general.

La policía se presenta como un grupo de personajes épicos, cuya valentía es explícita y reiteradamente señalada. Su heroísmo se acentúa mediante el contraste de conductas, cuyo ejemplo más claro hallamos en la anécdota de los emborrachamientos de un grupo de huelguistas que, luego de realizar una serie de fechorías, huye del encuentro con la policía. La turba ataca, pri-mero, una farmacia y bebe allí todo «cuanto le supo a vino» (p. 455). Luego,

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caen en una cervecería para seguir bebiendo «en las gorras y en el hueco de las manos» (p. 455). Todo esto para después escapar mientras «los policías venían de otro encuentro, muchos de ellos manchados de sangre» (p. 455). Se enfrentan los cuerpos del desenfreno contra los cuerpos del deber que, a diferencia de los obreros, se comportan de un modo uniforme, en bloque: «¡Y en la noche de la bomba mortal, ni uno solo se hizo atrás, ni huyó la muerte!» (p. 455), expresa con énfasis Martí.

Además de los obreros moderados y radicalizados, además de la policía y los fabricantes, «Grandes motines obreros» describe a la sociedad norteame-ricana en general como un actor colectivo siempre contrario a las revueltas obreras. Martí señala que «opinión, gobierno, prensa, clero ¡qué! el trabajo mismo, se levantan contra las turbas de fanáticos que, en vez de emplear su fuerza en rehacer las leyes, fortalecen y justifican las leyes actuales con el espanto que inspiran sus crímenes» (p. 449). La enumeración de diferentes sectores sociales e instituciones muestra la extendida desaprobación públi-ca respecto de los hechos de violencia que protagonizan los obreros en las huelgas y en los enfrentamientos armados con la policía: «ni la policía, ni los jueces, ni el gran jurado, que es la opinión general, perdona a los que han ensangrentado a Chicago, ni a los que los imitan» (p. 449), enuncia Martí. Luego, continúa: «no ha habido una muestra de simpatía por los anarquistas presos» (p. 449). Lo que el cronista reitera a través de la enumeración es la di-versidad de grupos sociales confrontados con los huelguistas, grupos socia-les a los que se les adjudica ccompetencias legislativas y punitivas hegemóni-cas y oficiales. La cita generaliza la condena social y legitima a la posición del gran jurado como garante de justicia, lo que se resalta en «El proceso de los siete anarquistas» y se mitiga y cuestiona en «Un drama terrible».

Si bien el cronista rechaza la violencia de los métodos de los trabajado-res e incluso desestima e impugna sus sistemas ideológicos, en el caso de los anarquistas, no niega la validez de la demanda obrera ni postula que el estado de cosas dado, en términos sociales y económicos, es en Estados Unidos justo o igualitario. Contrario a ello, el cubano revela la antítesis y la asimetría que se produce entre la fortuna de unos pocos y la pobreza de muchos. Se ha visto, dice, que los obreros que se levantaron con la petición de la reducción de horas de trabajo carcomen, con «cordura de locos, los descansos de la fábrica desequilibrada, fábrica de mármol sobre lodo, en que ocupados en la busca de oro viven hoy los hombres» (p. 446). El cues-tionamiento al razonamiento obrero, que el oxímoron pone en juego, no afecta el reconocimiento de la justicia de sus demandas. El mármol de la fábrica, su riqueza, se asienta sobre el lodo, sobre la miseria del trabajador: este es su desequilibrio, el mismo que se señala nuevamente unas páginas más adelante cuando se enuncia que, así como la sociedad en general se opone a los métodos violentos de negociación utilizado por los obreros, la

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sociedad toda «acepta la revisión del sistema social de ahora, y va pensando en la manera de ir poniendo un poco del mármol que sobra en unas calles, en el lodo que sobra en otras» (pp. 447-448).

Ahora bien, si el mármol aparece en el texto de Martí como símbolo de la riqueza de los propietarios burgueses, el oro al que una de las citas anteriores hace referencia se asocia de un modo extendido al prominente ímpetu lucrativo de la sociedad norteamericana toda. El cubano desnatu-raliza el materialismo predominante en las ciudades estadounidenses. En gran parte, porque desde su propia experiencia no era una conducta ni un paradigma social predominante. Debe recordarse que, tal como observa García Marruz, el cubano llega a Nueva York «venido de la atmósfera es-tancada española, entre la indolencia indígena y la del patriciado criollo» (p. 175). Su modelo de organización social se lo brindan las viejas ciudades europeas, distantes todavía del vertiginoso crecimiento urbanístico e in-dustrial de Estados Unidos y de los esfuerzos individuales movilizados por la propiedad privada y el lucro. En enero de 1880 Martí llegó a Nueva York y se encontró «con gentes que no parecían perseguir con su actividad fin ul-terior alguno, con un idioma bárbaro, con un incesante canje comercial, de papeles por cosas» (García Marruz, 1992, p. 175). Seis años después, cuando escribe esta crónica, el cuadro social con el que se encuentra no solo no ha cambiado, sino que ha acelerado y profundizado el mercantilismo en las relaciones sociales.

En las crónicas martianas prima lo que hoy se califica como lenguaje poético, lenguaje que, al decir de Susana Rotker:

resplandece aunque la selección temática y la construcción textual de-pendan de las jerarquías establecidas por la actualidad y por la referen-cialidad. Resplandece, aunque las frases se hayan escrito con la premura del periodismo y la supuesta impureza de un trabajo asalariado y dirigi-do a un lector masivo. (1992, p. 201)

De entre los múltiples ejemplos de poetización de lo real que encontramos en esta crónica uno es sobresaliente. Se trata de la connotación que se le da a la luz, ligada a la razón y a la moral, y a la oscuridad, relacionada con la irraciona-lidad y el odio. De modo enfático Martí declara: «¡parece a veces que hay cierta fuerza moral en los rayos del sol!» (p. 445). Y esa iluminación que viene de la naturaleza, idealizada y sublime, no es valorada por los trabajadores:

Quieren que las horas de trabajo no sean más que ocho, no tanto para que pueda entrar alguna luz por el alma en las horas de reposo, como para que se vean obligados los fabricantes a emplear a los obreros que hoy no tienen faena. (p. 447)

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Las palabras oscuras de los líderes obreros a sus seguidores los distan-cian de la sensibilidad y la claridad espiritual asociada a la luz. En Nueva York, dice Martí, hubo «discursos más encendidos que las antorchas que iluminaban a los oradores, y más negros que su humo» (p. 446). Las palabras son acordes con «su oscuro entender» (p. 451) y con «la negrura de las minas hondas» (p. 446), lugar en el que simbólicamente se ubican.

«El proceso de los siete anarquistas», la segunda crónica de nuestro análisis, relata el proceso judicial de los siete anarquistas que arrojaron, en la huelga de la primavera en Chicago, una bomba que mató a cinco policías. El texto recuerda el crimen e informa sobre la constitución del jurado, el juicio y el veredicto final. Continúa la perspectiva descriptiva y reflexiva de «Grandes motines obreros», y hace foco en el repertorio de personajes con más detalle como el título indica. Repite este texto la idea de que en el mo-vimiento obrero coexisten, en conflicto, dos tendencias antagónicas: la de los moderados y la de los radicalizados, pacifistas y violentos, respetuosos e irrespetuosos de las leyes republicanas respectivamente.

«El proceso de los siete anarquistas» retrata a los anarquistas, esta vez procesados y condenados, de un modo detallado y explícitamente axio-lógico. Los deícticos funcionan, al igual que en la crónica anterior, como marcas de distanciamiento ideológico que refuerzan los calificativos nega-tivos. Martí se refiere a estos obreros como a «aquellos míseros, incapaces de llevar sobre su razón floja el peso peligroso y enorme de la justicia». A las predicaciones sobre los anarquistas que se ofrecen en un extenso primer párrafo se le suman otras referidas a su accionar:

Aquellos que construyeron la bomba, que convocaron a los trabajadores a las armas, que llevaron cargado el proyectil a la junta pública, que ex-citaron a la matanza y el saqueo, que acercaron el fósforo encendido a la mecha de la bomba, que la arrojaron con sus manos sobre los policías […] han sido condenados, en Chicago, a muerte en la horca. (p. 55)

La información de los hechos que se brinda a través de las oraciones subordinadas adjetivas cobra una acentuada vivacidad por su exposición sucesiva, comunicando una sensación de apresuramiento y de rapidez muy acorde con el ritmo de vida de la ciudad moderna y de la propia tarea perio-dística. El movimiento de este y otros pasajes muestra que, tal como obser-va García Marruz (1992), en la escritura martiana estadounidense «todo se inserta en un nuevo dinamismo» (p. 180).

Algunas de las predicaciones brindan datos objetivos sobre los anar-quistas –nombres, nacionalidades, hechos imputados y castigo asignado– pero una gran parte de ellas no son sino opiniones subjetivas sobre sus figuras que retoman las isotopías presentes en la crónica anterior acerca

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del odio y del trasplante inmigratorio negativo. Martí sostiene que ellos son «meras bocas por donde ha venido a vaciarse sobre América el odio febril acumulado durante siglos europeos en la gente obrera» (p. 55), y que «han traído de Alemania cargado el pecho de odio» (p. 55), expresión que repite casi literalmente una de la crónica anterior, en la que enunciaba que estos inmigrantes «se han venido de allá con un taller de odio en cada pecho» (p. 447). La procedencia europea de los anarquistas como factor explicati-vo y determinante de su comportamiento social es tan importante para el planteamiento del cronista que este, en el primer párrafo, llega a referirse a «aquellos siete alemanes» (p. 55) a pesar de que, líneas más adelante, rec-tifica esta información reconociendo que uno de ellos, el que está «casado con una mulata que no llora, es norteamericano, y hermano de un general de ejército» (p. 55).

Los anarquistas se dibujan por oposición a valores sociales y legales que en la crónica se admiten como válidos. A la paz social ellos le oponen la violencia que difunden y reproducen tanto a través de los enfrentamientos armados como de una labor pedagógica en la que enseñan y transmiten los instrumentos para echar abajo material y simbólicamente no solo el modo de organización laboral estadounidense sino también su orden social repu-blicano. Desde que llegaron, sostiene Martí, ellos «se pusieron a preparar la manera mejor de destruir» (p. 55): imprimiendo «libros en que se enseña la manera fácil de hacer en la casa propia los proyectiles de matar» (p. 56) y editando bibliografía doctrinaria.

«En libros, diarios y juntas adelantaban en organización armada y pre-dicaban una guerra de incendio y de exterminio contra la riqueza y los que la poseen y defienden, y contra las leyes y los que las mantienen en vigor» (p. 56), relata Martí, quien considera la agravación del ataque contra la po-licía por su carácter predeterminado. No fue, dice, un rechazo espontáneo a la violencia policial: «fue que, de meses atrás, tenían fábricas de bombas, y andaban con ellas en los bolsillos “en espera del buen momento”» (p. 56). Por ello, y por la instigación constante a la violencia a la que sometían a sus compañeros, es que, según el cubano, «no embellece esta vez una idea el crimen» (p. 56).

Al igual que en la crónica anterior, se invalida la representatividad de los líderes huelguistas y se los reconoce como falsos obreros que «dándose a sí propios como excusa de su necesidad de destrucción las agonías de la gente pobre, no pertenecen directamente a ella, ni están por ella auto-rizados, ni trabajan en construir como trabaja ella» (p. 58). La crónica no muestra a estos inmigrantes integrados a la sociedad americana, pero tampoco los muestra deseosos de estarlo. Se los describe desplegando su ímpetu destructivo apenas llegan a Estados Unidos. El hombre que hizo la bomba, por ejemplo, «no llevaba más que unos nueve meses de pisar esta

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tierra que quería ver en ruinas» (p. 55). Desconocía la diferencia que el cro-nista marca, en reiteradas oportunidades, entre las reglas del juego social de Norteamérica y las de Europa. Las soluciones a los conflictos sociales no pueden trasladarse porque estos dos espacios son antitéticos y, como en la crónica anterior, representan respectivamente el lugar de plenitud y el de la estrechez social.

Los inmigrantes que protagonizan el conflicto con la policía vienen de «países donde los que padecen no tienen palabra ni voto» (p. 56). Sus artículos y discursos no tienen en Estados Unidos, según el cronista, «aquel calor de hu-manidad que revela a los apóstoles cansados, a las víctimas que ya no pueden con el peso del tormento y en una hora de majestad infernal la echan por tierra» (p. 57). Perdieron legitimidad desde la perspectiva martiana al transgredir la legalidad republicana que su discurso invoca y pondera frecuentemente.

Los problemas de los trabajadores de uno y otro lugar no son compara-bles ni compatibles, y por ello «los obreros norteamericanos miraron como extraños a esos medios y hombres nacidos en países cuya organización des-pótica da mayor gravedad y color distinto a los mismos males que aquí los hábitos de libertad hacen llevaderos» (p. 58). Sujetos de distintos órdenes culturales, económicos y jurídicos, los obreros estadounidenses se ubican, a pesar de los problemas que los afectan, en un paisaje social civilizado y los obreros inmigrantes de Europa oriental se sitúan en la barbarie, planteada como un espacio simbólico de origen y de pertenencia.

La barbarie es el lugar de la carencia: no hay palabra, voto ni leyes. La civilización, por el contrario, es el lugar del derecho que, en la crónica, pre-supone la justicia social. A este respecto, es significativo que Martí señale que en Estados Unidos hasta «el más infeliz tiene en la boca la palabra libre que denuncia la maldad, y en la mano el voto que hace la ley que ha de volcarla» (p. 56). La libertad ciudadana norteamericana tiende a igualar los derechos de sus trabajadores mientras que el llamado de los anarquis-tas tiende a dividir el movimiento obrero. Quienes se reúnen para el sa-cudimiento público son «los fanáticos, los destructores y los charlatanes» (p. 58), en todo contrarios a la moderación y a la cordura de los obreros no politizados.

Los procedimientos antitéticos que separan a la Europa violenta y bár-bara de la América civilizada y democrática, y que oponen a los distintos grupos de obreros, son expansivos en esta crónica. En ella se tiende a dico-tomizar a toda la sociedad en general. Para el cubano, «andan por la vida las dos fuerzas, lo mismo en el seno de los hombres que en el de la atmósfera y en el de la tierra. Unos están empeñados en edificar y levantar: otros nacen para abatir y destruir» (p. 57). El antagonismo de los grupos sociales que las huelgas y los enfrentamientos armados exteriorizan responde, entonces, no solo a las divergencias ideológicas y socioeconómicas, sino también a

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disyuntivos despliegues de la espiritualidad humana que se visibilizan du-rante el conflicto obrero.

«Todas las grandes ideas de reforma se condensan en apóstoles y se petri-fican en crímenes, según en su llameante curso prendan en almas de amor o en almas destructivas» (p. 57) sentencia Martí. Sus palabras, en las que se su-perponen y convergen términos bíblicos con términos legales, ejemplifican cómo el discurso martiano «opera con fragmentos de códigos tradicionales, que sin embargo no implican su organicidad respecto a esas tradiciones» (Ramos, 2003, pp. 76-77). El maniqueísmo que la anterior expresión pone en juego revela, más que una operación de pensamiento, una operación enun-ciativa que, junto con las antítesis, profundiza discursivamente la división del movimiento obrero ya delineada en la crónica anterior.

Los «trabajadores cultos» (p. 58) no comprenden ni apoyan a los «ignoran-tes» (p. 58), cuyo accionar violento Martí condena, al igual que en «Grandes motines obreros», en consonancia con el rechazo público. Cuando los diarios dieron a conocer el veredicto del jurado, la condena a la horca de los siete anarquistas, «no se oía una sola protesta entre los que se acercaban ansiosa-mente a leer la noticia» (p. 57). Unos párrafos más adelante, el cronista agrega que «ni el curioso indiferente que se acercara hoy a las tablillas de los dia-rios hubiera podido oír a un solo trabajador ni comerciante, ni una palabra de condenación o de ira contra el acuerdo del jurado» (p. 58). Los ejemplos antedichos muestran, además del repudio social a los condenados, cómo la prensa escrita funciona como un espacio de articulación de lo público.

Martí relata cómo «hubo gran conmoción cuando se vio salir del tri-bunal, como si fuera montado en un relámpago, al cronista de un diario, –el primero de todos. Volaba. Pedía por merced que no lo detuviesen. Saltó al carruaje que lo estaba esperando» (p. 61). La escena marca, a través de la actuación del reporter, la relevancia que ya adopta en la prensa estadou-nidense la premura y el valor de la primicia noticiosa, además del interés informativo. Esta misma idea es abonada por el pasaje que relata cómo luego de conocer la sentencia, a la mulata de Parsons «los noticieros de los diarios se le acercan, más para tener qué decir que para consolarla» (p. 61). El periodismo –que en «Grandes motines obreros» aludía principalmente a la «prensa libre» (p. 451), ponderada como un derecho ciudadano– es perci-bido en esta crónica en relación con las leyes del intercambio económico y la competencia. Esto, por un lado, muestra la proletarización de los perio-distas (la que afecta al propio Martí) y, por otro, relativiza la objetividad de la información como verdad pública irrefutable.4

4 Esta reconsideración de la tendenciosidad periodística es interesante de observar puesto que no es frecuente en Martí, quien «rara vez criticó de frente la emer-gencia de la “información”, en tanto nueva mercancía de la emergente industria

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Así como Martí matiza en este texto la enaltecida descripción y valora-ción de la prensa que había construido en el texto anterior, también matiza la idealización de los Estados Unidos, sin por ello desarticular la antítesis que lo opone a la Europa cruel: «¡Aquí los corazones no son generalmente sensibles! ¡aquí no hace temblar la idea de un hombre muerto por el ver-dugo a mano fría! ¡aquí se habitúa el alma al egoísmo y la dureza!» (p. 57), declara con énfasis Martí. Los norteamericanos se constituyen, así, al igual que los obreros inmigrantes, en sujetos de carencia, pero no de una cultura democrática sino de compasión, misericordia y solidaridad. Su egoísmo, sin embargo, no es total: su compromiso social queda evidenciado en el sis-tema de jurados, dispositivo jurídico que involucra activamente a los ciuda-danos en la administración de justicia y los somete a amenazas y posibles desquites venidos del ámbito de los acusados. Aquí, como en todas partes, dice Martí, los jurados no son «como los jueces, que viven de la justicia y pueden afrontar los peligros que les vengan de ejercerla con la protección y paga del orden social que los necesita para su mantenimiento» (p. 59).

La crónica nos muestra un jurado ajeno a toda tendenciosidad y que presenta su veredicto como fruto de la comprobación de pruebas y no de la especulación y el prejuicio. Todo, dice Martí,

se fue probando: la premeditación, la manufactura de los proyectiles, la conspiración, las excitaciones del incendio y el asesinato, la publicación de claves en el diario con este fin, el tono criminal de los discursos en la junta de Haymarket, la preparación y lanzamiento de la bomba desde la carretera de los oradores. (p. 60)

La evidencia fue tanta que «anonadaba tanta prueba. Estremecía lo que se había oído y visto. Trascendía al tribunal el espanto público» (p. 60). Den-tro del tribunal, y como ya lo había hecho en la crónica anterior con otros personajes, el relato de Martí confronta a los actores que se comportan de un modo antagónico: «Sin miedo hablaron el fiscal y su abogado. Sin fortu-na ni solidez hablaron los defensores» (p. 60). La oposición se plantea como una descripción pero pone en juego una valoración que acentúa la distan-cia axiológica entre los enaltecidos defensores de los policías muertos en el atentado y los desacreditados defensores de los anarquistas inculpados del delito. Subyacente a esta contraposición, la crónica elabora otra dicotomía más amplia, la que se da entre el status quo ponderado y la desorganización social temida.

cultural. Incluso escribió por muchos años para Charles Dana, director del New York Sun, uno de los antecedentes principales de la prensa amarillista de Hearst y Pulitzer» (Ramos, 2003, p. 110).

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El caos social no concluye con el apresamiento de los siete anarquistas implicados en el crimen ni con la sentencia que los condena a muerte. Con-trario a esto, cuando se anuncia el veredicto, Martí señala:

En esta masa de millones hay todavía rincones vivos donde se hacen bombas, se reúnen en Nueva York dos mil alemanes a condolerse de los sentenciados, se sabe que no han cesado en Chicago, ni en Milwaukee, ni en Nueva York los trabajos bárbaros de estos vengadores ciegos. (p. 58)

El cubano se pronuncia contrario a los métodos violentos de negocia-ción en la lucha obrera, cuyos fundamentos y expresiones son motivo de reflexión y posicionamiento explícito. «El que más, el extranjero de alma compasiva, el pensador que ve en las causas, se entristecían y callaban» (p. 59) sostiene Martí, presentando, así, una autofiguración como pensador extranjero sensible a la realidad del país en el que reside. La estrategia lin-güística mediante la que se refiere a sí mismo es interesante porque, por un lado, se ajusta, a través de la tercera persona singular predicada, a cierto distanciamiento descriptivo frecuente en la escritura de los reporters; pero, por otro lado, y por la identificación de los atributos de esa tercera persona con el escritor cubano, sobreimprime a su discurso el subjetivismo de la mirada, típico del cronista modernista5. Entre el periodismo y la literatura, Martí delinea su figura de escritor y su lugar en la sociedad, es decir, su re-lación con aquellas instancias que podríamos llamar extraliterarias. La po-sición del cronista respecto de los líderes anarquistas –responsabilizados y condenados, en este texto, por la muerte de un grupo de policías– continúa la línea valorativa del texto anterior. De este repite, además, la construcción de prosopografías que acentúan y relacionan sus defectos estéticos con sus faltas éticas.

El retrato de Schwab, uno de los anarquistas procesados, evidencia el rechazo que su figura provoca en Martí. Schawb es presentado como un ser «desgarbado, repulsivo, de funesta apariencia; la mirada caída bajo los espejuelos, la barba silvestre, el pelo en rebeldía, la frente no sin luz, el conjunto como de criatura subterránea» (p. 60). En esta descripción opera una fuerte poetización del referente que es, tal como advierte Rotker (1992), «parte de la “literariedad” y de la condición de prosa poética de las crónicas modernistas» (p. 155).

La tercera crónica, «Un drama terrible», es la encargada de resemantizar muchas de las imágenes y de las valoraciones trabajadas por las dos ante-riores en relación con el conflicto obrero, sus causas, los actores implicados

5 Susana Rotker (1992) explica que «los cronistas modernistas acentuaron el subjeti-vismo de la mirada y sobrescribieron, para diferenciarse de los reporters» (p. 109).

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y las reglas sociales hegemónicas de la sociedad norteamericana. Este texto representa un cambio en la mirada del cronista respecto de los hechos que observa y narra, transformación que, por un lado, continúa con la autofi-guración de una autoridad narrativa reflexiva –«el pensador que ve en las causas» (p. 59)– pero que, por otro lado, subvierte y rompe la continuidad axiológica y los esquemas interpretativos utilizados en las referencias al juzgamiento judicial y social de los anarquistas, en particular, y a la lucha obrera, en general.

El procedimiento lingüístico con el que se construye la figura narra-dora es el mismo que se utiliza en «El proceso de los siete anarquistas»: el escritor se refiere a sí mismo a través de una tercera persona singular que proporciona a su texto la externidad enunciativa tan buscada por los reporters. El recurso, a su vez, le permite ofrecer manifiestas estampas de su subjetividad en un frecuente gesto modernista. En el primer párrafo de la crónica sostiene que:

Ni el miedo a las justicias sociales, ni la simpatía ciega por los que las inten-tan, debe guiar a los pueblos en sus crisis, ni al que las narra […]. No merece el dictado de defensor de la libertad quien excusa sus vicios y crímenes por el temor mujeril de parecer tibio en su defensa. Ni merecen perdón los que, incapaces de domar el odio y la antipatía que el crimen inspira, juzgan los delitos sociales sin conocer y pesar las causas históricas de que nacieron, ni los impulsos de generosidad que los producen. (p. 333)

Las predicaciones de la cita corresponden al pueblo norteamericano, a sus representantes y funcionarios y al propio cronista, a quien afectan las reglas morales que expresa en términos deónticos y negativos. El pasaje referido entrama una fuerte imagen de autor en la que convergen las la-bores de narrador y pensador. Los hechos, lejos de constituir una realidad autónoma, se articulan con la expresión que los informa y la reflexión que los explica. La presentación y organización discursiva de los acontecimien-tos se liga a un conjunto de postulaciones sociales que representan una innovación en el discurso martiano: la necesidad de equidad social ahora señalada revisa y relativiza la antes ensalzada organización social republi-cana, la categoría de delito social atenúa y contextualiza la responsabilidad y la criminalidad de los anarquistas –antes simples malhechores y, ahora, actores socialmente motivados.

En el párrafo inicial aparecen nuevas expresiones, por ejemplo, la de «justicias sociales», que se reiteran a lo largo de la crónica y que representan un elemento disruptivo con respecto a las crónicas anteriores, tanto a nivel del significante como del significado. Las variaciones en el plano léxico bien pueden interpretarse como proyecciones de las mutaciones en el paradigma

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interpretativo martiano que, al resignificar sus ideas, se vale, entre otras co-sas, de un nuevo vocabulario, mostrando el vínculo indisociable entre len-guaje y pensamiento. Nuevos modos de pensar los hechos, entonces, requie-ren nuevos modos de expresarlos y configurarlos discursivamente.

«Un drama terrible» tiende a la retrospección. Rememora los sucesos más cercanos en el tiempo, como la muerte y el entierro de los cuatro anar-quistas sentenciados en Chicago a la horca y del que por no morir en ella hizo estallar una bomba de dinamita en su propio cuerpo. A partir de allí, se desliza hacia atrás y recuerda la sentencia que «condenó a uno de los reos a quince años de penitenciaría y a pena de horca a siete» (p. 333), las voces que se alzaron en defensa de los condenados, la explotación e injusticia que viven los obreros en Estados Unidos, la constante represión que sufren por parte de la policía en sus manifestaciones, las primeras revueltas, la organi-zación anarquista y sus modos de entrenamiento y adoctrinamiento.

La crónica recuerda acontecimientos ya relatados en las crónicas ante-riores, por ejemplo, el inicio de las huelgas, los enfrentamientos entre tra-bajadores y policías y la reacción adversa de las fábricas que echaban a los obreros que presentaban su demanda. Pero agrega algunos incidentes que antes no fueron narrados y que revierten la versión de los hechos sostenida por la prensa oficial, el Estado y los dueños de las fábricas. Dos de ellos son fundamentales para explicar el cambio en el discurso y en el pensamien-to martiano: los sucesos ocurridos en el Camino Negro que lleva hacia la factoría McCormick y las anomalías y vicios que empañan el proceso a los anarquistas, condenados por la muerte de unos policías.

En el primero de estos hechos los trabajadores en huelga se enfrentan, por un lado, con los compañeros que continúan trabajando y, por el otro, con la policía. Los huelguistas señalan a «¡aquéllos, […] los que por el salario de un día ayudan a oprimir a sus hermanos!» (p. 345) y los apedrean. La policía llega entonces al lugar y abre fuego sobre la muchedumbre «que a pedradas y disparos locos se defiende» (p. 345). El resultado de ese choque es la muerte de seis obreros. El suceso obliga a revisar la dicotomía entre obreros ignorantes y cultos que las crónicas anteriores establecieron, así como la heroicidad de la policía.

El no acatamiento a la huelga no se presenta en «Un drama terrible» como un posicionamiento laboral surgido de la libre y deliberada elección de algunos trabajadores, sino que aparece, por el contrario, como una for-zada respuesta de aquellos «a quienes la miseria fuerza a servir de instru-mentos contra sus hermanos» (p. 344). No existe una real división entre los trabajadores: todos son víctimas de la misma explotación. Son los propie-tarios de las fábricas quienes provocan la desintegración del movimiento obrero, empleando para enfrentarse a quienes luchan contra el hambre a «las mismas víctimas desesperadas del hambre» (p. 344).

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La policía, por su parte, es revaluada a la luz de la nueva información que la muestra violenta y autoritaria, lejos de la figura conciliadora y mesu-rada que las crónicas anteriores habían desplegado hasta la idealización. La policía que mata a los seis obreros en McCormick es la misma que, en Chi-cago, se les echaba encima a los trabajadores que exigían sus derechos, «ga-nosa siempre de cebar sus porras en cabezas de gente mal vestida» (p. 339). Es la misma que «ebria del vino del verdugo como toda plebe revestida de autoridad» (p. 343) provoca con sus fiestas de sangre la decisión, en los más bravos, de armarse. Es la «que les da caza y muerte» (p. 343) a los huelguistas y, «con el orgullo de la levita de paño y la autoridad, temible en el hombre inculto, los aporrea y asesina» (p. 338).

La policía en Chicago no actuaba, como antes sostuvo el cubano, «con la calma de la ley, sino con la prisa del aborrecimiento» (p. 344) hacia los obreros, muchos de los que terminaban «magullados por la porra o atravesados por la bala policial» (p. 344). La admiración por su valentía, que en las crónicas ante-riores se construye y acentúa oponiéndola a sujetos considerados abyectos, se revierte totalmente. La cobardía de los policías se enfatiza al reiterar los ata-ques ilegales e ilegítimos que emprenden contra los niños hijos de obreros. La policía mataba, dice el cronista, «a veces a algún osado que le resistía con piedras, o a algún niño» (p. 339) y repite el dato páginas más adelante, ofre-ciendo un ejemplo concreto del criminal abuso de autoridad policial. A través de las palabras que un obrero le dirige al gobernador, Martí recuerda que, mientras siete anarquistas fueron condenados a la pena de muerte porque uno de ellos habría lanzado una bomba contra la policía, «los tribunales no han querido condenar a la policía de Pinkerton, porque uno de sus soldados mató sin provocación de un tiro a un niño obrero» (p. 350).

Además de revisar los antagonismos entre policías y obreros y modificar la caracterización y valoración de estos grupos, «Un drama terrible» cambia los términos con que se describen no solo a los anarquistas sino también a sus ayudantes, a su círculo íntimo de amigos y familiares. Mientras las dos crónicas anteriores acentuaban lo poderosamente dañino de este último grupo, esta retrata a los personajes ligados a los anarquistas como seres débiles guiados por la bondad y el amor. Al respecto, Martí sostiene:

La república entera ha peleado, con rabia semejante a la del lobo, para que los esfuerzos de un abogado benévolo, una niña enamorada de uno de los presos, y una mestiza de india y español, mujer de otro, solas con-tra el país iracundo, no arrebatasen al cadalso los siete cuerpos huma-nos que creía esenciales a su mantenimiento. (p. 334)

En la cita se plantea un enfrentamiento de fuerzas asimétrico: la bes-tialidad de la república combate la fragilidad y benevolencia del núcleo

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de actores cercanos a los anarquistas. La animalización que en los textos anteriores deshumanizaba a estos últimos ahora se desplaza a la sociedad norteamericana. El repertorio de valores que Estados Unidos desarrolla y jerarquiza se halla en las antípodas de los anhelados por el grupo más próximo a quienes juzga y condena. Esos valores, apreciados por Martí, son ejemplificados a través Howells, Adler y Train, las tres voces que «habían osado interceder, fuera de sus defensores de oficio y sus amigos naturales» (p. 334), en la defensa de los anarquistas procesados.

Howells era un «novelista bostoniano que al mostrarse generoso sacrificó fama y amigos» (p. 334), Adler era un «pensador cauto y robusto que vislumbra en la pena de nuestro siglo el mundo nuevo» (pp. 334-335) y Train era «un mo-nomaníaco que vive en la plaza pública dando pan a los pájaros y hablando con los niños» (pp. 334-335). Todos eran, como se desprende de sus descripciones, sujetos inofensivos, generosos hasta el altruismo o la locura, distantes de la violencia e identificados con la solidaridad y la concordia social.

Mientras en las dos crónicas anteriores Martí representaba simultá-neamente la voz popular y oficial, aquí se distancia del discurso del go-bierno y relativiza su validez epistemológica y su legitimidad social. La república, sintagma que reaparece con frecuencia en este texto, es vitali-zada y personalizada. Se le adjudica una voluntad arbitraria y propensa a acrecentar las injusticias:

Amedrentada la república por el poder creciente de la casta llana, por el acuerdo súbito de las masas obreras […], por el deslinde próximo de la población nacional en las dos clases de privilegiados y descontentos que agitan las sociedades europeas, determinó valerse por un convenio tácito semejante a la complicidad, de un crimen nacido de sus propios delitos tanto como del fanatismo de los criminales, para aterrar con el ejemplo de ellos, no a la chusma adolorida que jamás podrá triunfar en un país de razón, sino a las tremendas capas nacientes. (p. 334)

Responsabilizada la sociedad misma por la fragmentación y la prolife-ración de la inequidad social que la polariza, sus reglas sociales y económi-cas se asocian no como en los dos textos anteriores a la idea del bien común sino a los intereses de clase. Estados Unidos, dice Martí, «por el culto des-medido a la riqueza, ha caído, sin ninguna de las trabas de la tradición, en la desigualdad, injusticia y violencia de los países monárquicos» (p. 335). El materialismo desmedido que se critica a los norteamericanos es la plata-forma sobre la que opera la corrupción y parcialidad que practican la poli-cía, los funcionarios públicos, la prensa y los sectores más acomodados en relación con la lucha obrera, en general, y con el proceso y la condena de los anarquistas, en particular.

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Las autoridades públicas, a las que anteriormente no se habían respon-sabilizado del conflicto obrero, son criticadas. El gobernador de Chicago, por ejemplo, es descrito como un «anciano flojo rendido a la súplica y a la lisonja de la casta rica que le pedía que, aun a riesgo de su vida, salvara a la sociedad amenazada» (p. 334). La prensa, por su parte, exaspera a los anarquistas «con su odio en vez de aquietarlos con justicia» (p. 342) y tiene una fuerte responsabilidad en la negativa valoración social de las huelgas y los huelguistas. La prensa, tal como en esta crónica la describe Martí, no es una herramienta de comunicación fidedigna del conflicto obrero ni del proceso judicial de los anarquistas, sino un instrumento de manipulación informativa. Sobre este punto, Martí explica:

La prensa entera, de San Francisco a Nueva York, falseando el proce-so, pinta a los siete condenados como bestias dañinas, pone todas las mañanas sobre la mesa de almorzar, la imagen de los policías despe-dazados por la bomba; describe sus hogares desiertos, sus niños rubios como el oro, sus desoladas viudas. (p. 349)

Los periódicos funcionan entonces, al igual que los policías y algunas autoridades, como dispositivos de una voluntad sectorial capitalista, volun-tad que reacciona de un modo desmedido y despótico ante los reclamos más primordiales y legítimos de los obreros. Cada vez que ellos realizaban sus pedidos en Chicago, dice Martí:

Combinábanse los capitalistas, castígábanlos cegándoles el trabajo que para ellos es la carne, el fuego y la luz; echábanles encima la policía […]; reducíanlos al fin por hambre a volver a su trabajo, con el alma torva, con la miseria enconada, con el decoro ofendido, rumiando venganza. (p. 339)

Así como esta crónica modifica, con respecto a las dos anteriores, la in-terpretación del problema de los trabajadores en Estados Unidos y la opi-nión sobre los grupos implicados y sus razones, también revisa y redefine la postura sobre la inmigración. Los obreros inmigrantes no aparecen ahora, como sí lo hacían en los primeros textos comentados, como criaturas de un odio remoto: más bien, se los retrata como sujetos de derechos cuyas violaciones son las causas principales de la reacción anarquista. Ellos solo reaccionan y denuncian «con renovada ira los males que creían haber deja-do tras sí en su tiránica patria» (p. 335).

Martí sostiene que la república de Estados Unidos se ha convertido en «una monarquía disimulada» (p. 335) luego de que el país experimentara, entre otras cosas, «la guerra corruptora, el hábito de autoridad y domi-nio que es su dejo amargo, el crédito que estimuló la creación de fortunas

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colosales y la inmigración desordenada» (p. 335). La injusticia y tiranía de los poderosos acerca a América del Norte a la Europa más retrógrada y desarma la dicotomía que antes las oponía. Tal como redacta enfática-mente Martí, para los trabajadores inmigrantes, «¡América es, pues, lo mismo que Europa!» (p. 338).

«Un drama terrible» es la más extensa de las crónicas periodísticas ana-lizadas y es en la que mejor se transparenta la idea de Julio Ramos (2003) de que la lógica de construcción del significado periodístico se basa en «una acumulación de fragmentos de códigos, en que los lenguajes se sobreimpo-nen, yuxtaponen o simplemente se mezclan, con discursos de todo tipo y procedencia histórica imprecisable» (p. 124). Es precisamente lo que sucede en este texto, que incorpora, entre otras formas del lenguaje, frecuentes proposiciones enfáticas y preguntas retóricas más ligadas a la arenga pú-blica y política que a la crónica periodística. Aparecen breves alocuciones de los actores de los acontecimientos, muchas veces innominados y pro-venientes de la clase trabajadora; el poema «El Tejedor» de Henry Keine recitado por uno de los condenados y traducido y trascrito íntegramente; enunciados que tienden a teatralizar la narración a través de la escenifica-ción de las acciones y la espectacularización de los movimientos, los gestos y los parlamentos de los personajes.

Cada uno de los recursos enumerados tiene efectos específicos y en con-junto revelan una operación enunciativa mayor. Los énfasis y las preguntas retóricas usualmente destacan y acentúan las opiniones del cronista y las de los obreros, con los que el primero se conduele. Esto sucede, por ejemplo, cuando Martí, en clara defensa de la causa obrera, exclama:

¡Quien quiera saber si lo que pedían era justo, venga aquí; véalos volver, como bueyes tundidos, a sus moradas inmundas, ya negra la noche; véalos venir de sus tugurios distantes, tiritando los hombres, despeinadas y lívi-das las mujeres, cuando aún no ha cesado de reposar el mismo sol! (p. 344)

Y cuando se pregunta:

¿Quién que sufre de los males humanos […] no siente que se le inflama y extravía cuando ve de cerca, como si le abofeteasen, como si lo cubrie-sen de lodo, como si le manchasen de sangre las manos, una de esas miserias sociales que bien pueden mantener en estado de constante locura a los que ven podrirse en ellas a sus hijos y a sus mujeres? (p. 337)

Ejemplos como los anteriores, a los que se añaden las voces reproducidas de los protagonistas, se imbrican para el despliegue de una retórica de la ora-toria por la que Martí siente un particular apego (Rotker, 1992, pp. 157-158).

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Por otra parte, el hecho de que las palabras reproducidas correspondan en su mayoría al sector obrero fortalece y permite visibilizar otra versión de los acontecimientos. Esta estrategia enunciativa no representa solo una modifi-cación discursiva de Martí respecto de las crónicas anteriores sino también un cambio epistemológico, puesto que mientras en los dos textos anteriores la información provenía básicamente de los medios y el Gobierno, ahora pro-cede de los trabajadores.

La inclusión del poema de Henry Keine, así como la teatralización de los pronunciamientos obreros, subvierte la imagen negativa construida en los anteriores retratos físicos y morales de los líderes obreros y coadyuva a modelar una figura del héroe mártir en la que se engloban los anarquistas condenados a muerte, a quienes la crónica plantea como víctimas sociales, injusta e infundadamente castigadas, y a la vez como esforzados y conven-cidos líderes de la lucha obrera.6 El poema «El Tejedor» de Keine se iden-tifica con la historia de penurias del trabajador alemán que lo declama y con la de los otros trabajadores que comparten las evocaciones textuales a un mundo injusto y arbitrario. El momento en que Engel, «arrebatado por el éxtasis, recitaba “El Tejedor” de Henry Keine, como ofreciendo al cielo el espíritu, con los dos brazos en alto» (p. 351), establece el punto de mayor cercanía empática entre Martí y los prisioneros. El condenado devenido orador es descrito a través de la deriva metonímica de su voz «llena de fuer-za y sentido, la voz de uno, de estos hombres a quienes se supone fieras humanas, trémula primero, vibrante enseguida, pura luego y serena, como quien ya se siente libre de polvo y ataduras» (p. 351).

La idea de la no representatividad que las crónicas anteriores suponían a los dirigentes obreros es rebatida en esta otra que marca el acompañamien-to popular y multitudinario de las distintas medidas de lucha. La adhesión masiva se marca cuantitativamente y se traduce en cifras concretas. Así, fue-ron un «millón de obreros, repartidos por toda la república» (p. 344) los que decidieron demandar el cumplimiento de «las ocho horas legales» (p. 344); fue un grupo de «ocho mil» (p. 345) obreros huelguistas el que se acercó a la fábrica McCormick que continuaba trabajando; «en número de cincuenta mil» (p. 346), los trabajadores se agruparon, con sus mujeres y sus hijos, para oír «a los que les ofrecían dar voz a su dolor» (p. 346). Finalmente, fue una numerosa caravana la que acompañó el cortejo fúnebre; tras los ataúdes iban

6 Al respecto, Martí señala: «¿El proceso? Todo lo que va dicho, se pudo probar; pero no que los ocho anarquistas, acusados del asesinato del policía Degan, hubiesen preparado, ni encubierto siquiera, una conspiración que rematase en su muerte. Los testigos fueron los policías mismos, y cuatro anarquistas comprados, uno de ellos confeso de perjurio […]. Lo que sí se probó con prueba plena, fue que, según todos los testigos adversos, el que arrojó la bomba era un desconocido» (p. 348).

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las viudas y detrás de ellas «sociedades, gremios, vereins, orfeones, diputa-ciones, trescientas mujeres en masa, con crespón al brazo, seis mil obreros tristes y descubiertos que llevaban al pecho la rosa encarnada» (p. 355).

Los obreros, como se desprende de los ejemplos anteriores, ya no se pre-sentan segmentados ni se organizan en dicotomías maniqueas. Tampoco los huelguistas representan la otra cara de una sociedad pacifista sino que, por el contrario, son parte constitutiva de una sociedad compleja y frag-mentada, caracterizada por la desigualdad, la iniquidad y el autoritarismo. Un ejemplo de lo antedicho se encuentra en los frecuentes pasajes de esta crónica que relatan cómo el gobierno y los capitalistas, a través de la policía, despliegan en las plazas y otros lugares públicos un poderoso mecanismo de vigilancia, control y castigo del que son víctimas los obreros. Tal como se ve, la escritura martiana:

No decora, no resuelve las tensiones de la ciudad: al contrario –muy por el reverso de los patrones de la prosa estilizada que domina en la crónica modernista– parecería que la fragmentación del cuerpo del otro contami-na, con su violencia, el espacio mismo del discurso. (Ramos, 2003, p. 141)

Resignificación del conflicto obrero: de la distancia a la comprensión

Las tres crónicas periodísticas comentadas, cuyo carácter literario se de-riva «de la voluntad de escritura, del cómo se ha verbalizado su discurso» (Rotker, 1992, p. 113), tratan sobre la problemática obrera que, a partir de mayo de 1886, emerge con fuerza en Estados Unidos. Como vimos, preci-samos esta continuidad temática considerando la configuración discursi-va de los referentes, que fue modificándose en cada texto. No es la misma lucha obrera ni son los mismos obreros los descritos en la primera crónica que los apuntados en la última. Estas variaciones semánticas patentizan el hecho de que «el significado es siempre producido y no es jamás expre-sado simplemente» (Williams, 2000, p. 190). Si en los primeros dos textos el activismo obrero representaba una anomia social, en el tercero encarna la emergencia de un grupo y de una práctica social.7 Leídas en conjunto

7 Martí reconoce en la última crónica al movimiento obrero como un elemento social emergente en el sentido elaborado por Raymond Williams (2000), es decir, en el que define como emergentes aquellas experiencias grupales alternativas u opuestas a la formación cultural dominante que las rechaza a la vez que busca incorporarlas y adaptarlas a sus definiciones de lo social. Ver, al respecto, el capítulo «Dominante, residual y emergente» de su obra Marxismo y literatura.

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podemos observar que las crónicas realizan un movimiento de focalización temática y uno de aproximación axiológica y epistemológica en relación con los hechos relatados y los personajes descritos.

El primero de los movimientos recién aludidos parte en «Grandes mo-tines obreros» de un recorte narrativo general referido a las huelgas y otras acciones de lucha que los obreros realizan en Estados Unidos para reducir la jornada laboral a ocho horas. El relato se focaliza en los obreros como un actor colectivo. La segunda crónica se centra en el proceso judicial de los sie-te anarquistas responsabilizados de arrojar, en la huelga de la primavera en Chicago, una bomba que mató a un grupo de policías. La tercera, finalmente, ciñe aún más el foco de atención y se refiere a los procesados condenados a la horca y, con un detenimiento particular, a las reacciones que preceden a sus ejecuciones. El pasaje que las crónicas realizan va de la indistinción de los hechos y actores al reconocimiento de acontecimientos y sujetos únicos. Se parte de lo estereotípico para llegar a lo particular, de la masa al individuo.

El segundo de los movimientos antedichos, en consonancia con el primero, muestra que a lo largo de los textos se produce un acercamiento ideológico hacia el sector obrero y sus demandas. En la primera crónica dicho sector se percibe fragmentado en dos grupos antagónicos que re-ciben valoraciones antitéticas. Por un lado, se presentan los trabajadores moderados, pacifistas y conciliadores y, por otro, los radicales, violentos e irracionales, antagonistas del orden social. En la segunda crónica se continúa con esta línea axiológica que diferencia el mundo obrero de la sociedad en general. Se repite el uso de deícticos ligados a los huelguistas para marcar textualmente una toma de distancia ideológica. Sin embargo, en «El proceso de los siete anarquistas», a la vez que persiste el rechazo a los obreros activistas, se matiza la idealización de la organización republi-cana estadounidense de la crónica anterior. Se reconoce que los nortea-mericanos, como los inmigrantes, también son sujetos de carencia pero en otro orden –no como los primeros de una cultura democrática, sino de sensibilidad social–. Junto con la desidealización de los Estados Unidos, se produce una aproximación del cronista hacia los trabajadores: en la última crónica aparece un nuevo paradigma interpretativo que se proyecta en un repertorio léxico distinto. Se repiten con insistencia, entre otros términos antes infrecuentes en la escritura martiana, las palabras «víctima» y «justi-cia» para denotar la condición y la lucha social de los trabajadores.

El acercamiento axiológico a los trabajadores y la modificación de los esquemas explicativos del conflicto obrero, de sus necesidades y demandas, se manifiesta en la resemantización de los procedimientos discursivos me-diante los que se los describe. La animalización de los personajes, por ejem-plo, que en la primera crónica apunta a hacer bestiales a los huelguistas, peligrosos y dañinos para la sociedad, en la tercera crónica se utiliza para

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quitar rasgos humanos a la sociedad norteamericana. Así, la anterior con-notación negativa de los trabajadores activistas se subvierte. En «Grandes motines obreros» Martí celebra que el aire de libertad que impera en Esta-dos Unidos «tiene una enérgica virtud que mata a las serpientes» (p. 456), es decir, a los obreros anarquistas y socialistas. Pero luego, en un «Un drama terrible» recupera y transcribe, sin comentarios adversos, el discurso de un anarquista que recomienda a sus compañeros, luego de la ejecución de un grupo de ellos, ser «sagaces como las serpientes, e inofensivos como las pa-lomas» (p. 356).

También las descripciones de los anarquistas cambian a lo largo de las crónicas. En las dos primeras el rechazo ideológico repercute en y se articula con su desvalorización estética. Los tres textos ofrecen prosopo-grafías que tienden a constituirse en retratos morales que se resignifican conforme cambia la opinión de Martí sobre ellos, en una dirección que va desde el rechazo hasta el reconocimiento. Junto con esto observamos la modificación de la percepción y valoración del entorno que acompaña a los líderes procesados por la muerte de un grupo de policías. En las dos primeras crónicas estos eran considerados violentos criminales en los que preponderaba un odio irracional hasta las leyes republicanas. En la última, son retratados como frágiles seres cuyas demandas justas son desoídas por una república desequilibrada e injusta.

Los cambios axiológicos afectan los modos de procesar la información y sus fuentes. La tercera crónica representa una fuerte ruptura respecto de las anteriores. «Un drama terrible» revierte la versión maniquea de los he-chos que la prensa, el gobierno y los capitalistas difundían y que el propio Martí reproducía en los dos primeros textos. En cambio, retoma las voces de los trabajadores como fuentes fidedignas de su relato. Al incorporar nueva información, además, la crónica ofrece nuevos elementos a la luz de los cuales es necesaria la revisión de las explicaciones y las evaluaciones de los acontecimientos, de sus protagonistas y sus motivaciones. Esta crónica impugna la idealización de la valentía y entrega de los policías que aparece en las crónicas anteriores. «Un drama terrible» informa de su constante abuso de autoridad, refuta la idea de una república que propende a la jus-ticia y a la libertad y remarca su tendencia a la iniquidad, asociando la con-ducta de los funcionarios del Estado, así como las operaciones de la prensa, no con la persecución del bien común sino con los intereses de una clase, con la defensa de un sistema económico y social asimétrico que controla arbitraria e injustamente una voluntad sectorial capitalista.

Junto con los cambios anteriores, la tercera crónica visibiliza la redefi-nición de la inmigración y la dicotomía América-Europa. En «Grandes mo-tines obreros» y en «El proceso de los siete anarquistas» las identidades de los sujetos se diferenciaban principalmente según los perfiles ideológicos

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dicotomizados y determinados por la nación de origen. En «Un drama te-rrible», en cambio, la identidad se liga a la noción de clase. Esta categoría es explicativa tanto de la aceptación y de la preservación del status quo por parte de los grupos acomodados como de las medidas de lucha implemen-tadas por los obreros como grupo subalterno.

Por otra parte, el acá geopolítico de la enunciación se define, como seña-lamos antes, en relación con las propias experiencias biográficas de Martí en Estados Unidos, país que le ofrece la oportunidad de desarrollar con libertad su tarea de escritor y que le proporciona una visión positiva de su organización social. Dicha visión es difundida por los periódicos oficiales. En la primera crónica estos son exhibidos por Martí como herramientas transparentes de divulgación pero, en la tercera crónica, aparecen como máquinas de manipulación de la información. La oposición, en los dos pri-meros textos, entre una Norteamérica idealizada y una Europa retrógrada desprovista de mecanismos democráticos y reglas de consenso social da paso, en el último, a una equiparación entre estas sociedades: ambas ofre-cen a los obreros la misma explotación y marginación.

Por último, los tres textos analizados tienen varias continuidades, típi-cas de las crónicas modernistas: hay una fuerte impronta de la subjetividad y una constante poetización de lo real. La sobreescritura es otra, así como la explícita autofiguración del escritor en pensador, cronista y literato. Por último, vale destacar la oscilación entre las técnicas de descripción y narra-ción más realistas, cercanas a la objetividad pretendida por los reporters, y la poetización de los referentes.

Lista de referencias bibliográficas

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Ramos, J. (2003). Desencuentros de la modernidad en América Latina. Literatura y política en el siglo xix. México: fce.

Rotker, S. (1992). La invención de la crónica. Buenos Aires: Ediciones Letra Buena.Williams, R. (2000). Marxismo y literatura. Barcelona: Ediciones Península.

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Capítulo 3 El modernismo y el positivismo en el Ariel de José Rodó

Una doble mirada para una compleja realidad

El modernismo y el positivismo constituyen dos módulos hermenéuticos vigentes a fines del siglo xix y a principios del xx en el Río de la Plata, con distintos niveles de penetración. Ambos modelan las significaciones del Ariel de José Enrique Rodó, texto que este trabajo analiza con el objetivo principal de identificar cómo opera discursivamente cada una de estas perspectivas interpretativas.1

La primera edición del Ariel salió de la imprenta en febrero de 1900 y se constituyó, en el transcurso de algunos años, en uno de los primeros éxitos de una literatura latinoamericana que empezaba a cobrar conciencia de sí como una unidad. Escrito en un contexto caracterizado por el apogeo de las tendencias capitalistas a la monopolización, a la competencia impe-rialista por los enclaves coloniales, a una notoria ampliación de demandas de bienestar y a una difusa masificación de las prácticas sociales, el texto adopta una doble perspectiva para interpretar esta realidad de intensa mo-dernización nacional e internacional: la positivista y la modernista. Las dos miradas frente a la modernidad responden a su rostro también dual que, por un lado, instrumentaliza el saber ofreciéndole al hombre las pautas para controlar y mejorar el mundo natural y social pero, por otro, comienza a barajar las cartas del mercantilismo y la vulgarización. Mientras el en-sanchamiento del conocimiento científico despierta en Rodó confianza y adhesión, con las que teje tópicos y argumentos afiliados al discurso po-sitivista, los efectos de un exacerbado utilitarismo generan en el escritor uruguayo una desconfianza y un rechazo que lo van a remitir directamente al discurso modernista.

El Ariel de Rodó abreva en las imágenes poéticas que le ofrece el mo-dernismo y, al igual que este, rechaza el realismo mimético como única matriz estética y el utilitarismo como motivación humana privilegiada. El primer rechazo se materializa a través de varias estrategias retóricas que enriquecen las posibilidades figurativas del lenguaje operándose, así, una poetización constante en el entramado de tópicos rodonianos. El segundo

1 Publicado en Revista Alpha (julio de 2006). (22), 75-88.

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enfrentamiento se plasma en la reivindicación de dos culturas ejemplares: la helénica y la cristiana, ambas presentadas como poseedoras de una es-tética social que conjuga lo noble con lo bello y que ofrece una suma de excelencias que el texto pretende armonizar.

El modernismo en el Ariel: imágenes poéticas y pedagógicas

El Ariel, como otras obras modernistas, objeta los descuidos y la vulgaridad de expresión y se esfuerza por renovar las imágenes en una producción que, lejos de limitarse al refinamiento, quiere ser original y sorprendente. Dos formas narrativas, de las múltiples que incorpora el texto, pueden infor-marnos sobre su modo de poetizar las imágenes y problemas que aborda: la alegoría de la enajenada que cree que va a casarse y el cuento simbólico del rey hospitalario. Ambos relatos revelan la preocupación por la construcción de la obra como artificio y la importancia dada a la imaginación para servir tanto al embellecimiento artístico como a los fines persuasivos que el Ariel no oculta (Rodó, 1967).

Ahora bien, ¿qué términos aparecen en la alegoría de la alienada, cómo lo hacen y qué función cumplen? Dos son los personajes que se presentan: la loca, protagonista del breve relato, y su prometido, personaje secundario que solo se menciona. A ella se le asigna una serie de calificativos referidos a su figura y a su accionar. A él, inicialmente, se lo revela como el «prometido ilusorio». Su fuerza radica en ser objeto de deseo, fuerza movilizante para «aquella pobre enajenada» (p. 208) cuya conmovedora locura pasa a tomar un tono melancólico cuando la tarde le advierte que el novio esperado no ha llegado. Pero no hay en la historia un final disfórico porque la expectativa de la boda reaparece, una y otra vez, con la cándida confianza de la mujer. Las adjetivaciones del narrador diseñan una valoración que, en ningún caso, refiere negatividad o indiferencia; por el contrario, su figura se ha cargado de un sentimentalismo hacia el que no se ejerce ninguna crítica o censura sino que se le dirige una mirada piadosa. Como si fuera necesario reforzar-la, esta mirada se hace explícita y explicativa una vez terminado el relato.

Las calificaciones operan junto con otros recursos significativos. Por ejemplo, a través de la metáfora se presenta la corona de desposada de la loca como un «juguete de su ensueño» (p. 208). El cromatismo que afecta al personaje, de «frente pálida» (p. 208), y al paisaje, las «sombras de la tarde» (p. 208), coincide con el decaimiento emocional de la protagonista por la frustración. Por último, el tocado, tejido «de las almas de cada primavera humana» (p. 208), representa la esperanza de la que, por antonomasia, la ju-ventud estaría dotada. Todos estos recursos del lenguaje pueden asociarse

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con el modernismo que, al proponerse encontrar expresiones adecuadas para una nueva sensibilidad, busca, como lo hace Rodó en este caso, trans-mitir efectos impresionistas –sensaciones y sentimientos–, enriquecer la dimensión pictórica de las imágenes mediante el uso del color e incorporar símbolos que desmaterialicen el mundo para idealizarlo.

La alegoría es total puesto que cada uno de los elementos que participan en ella y le son constitutivos conforman una unidad, un conjunto de símbo-los que se armonizan para estampar uno más general. Su significación, le-jos de la arbitrariedad del signo lingüístico, permite comparar al personaje de la enajenada con la humanidad, por la semejante obstinación en renovar constantemente la esperanza. Posibilita esta porfía no solo el carácter de la animada novia sino el consorte imaginado, que actúa como una meta, un ideal que ejercita la fe. Pero la eficacia de este ideal puede morir y, para reorganizarlo, hará falta la acción renovadora de la juventud, el otro perso-naje que aparece terciando en esta relación. La juventud será la encargada de «provocar esa renovación, inalterable como un ritmo de la Naturaleza» (p. 208), objetivo que presupone una correspondencia entre el juvenilismo y el optimismo.

Según Carlos Real de Azúa (1985), la imagen de la enajenada no es una in-vención del autor sino de Jean-Marie Guyau, «una de las autoridades máximas para el Rodó de esos años» (p. xi) quien, junto con Ernest Renán, será uno de los pensadores más citados en el texto. Guyau sostiene la convicción románti-ca del escritor como heredero de las autoridades espirituales tradicionales, en sus funciones de guía de la sociedad. Este convencimiento también lo mues-tra el uruguayo al ofrecernos esta alegoría, claramente con fines didáctico-moralizantes, como programa conveniente a seguir, como actitud a emular. La intertextualidad revela, por otra parte, el conocimiento de una bibliografía doctrinal europea que opera como un marco conceptual extrapolado para in-terpretar los asuntos regionales, adelantando, así, «la integración de América Latina en el discurso intelectual de Occidente» (Rama, 1995, p. 88).

El cuento del rey hospitalario, la otra imagen que nos interesa, no surge de pensadores maestros franceses ni de otros predicadores laicos, sino del recuerdo de Próspero que, como él mismo nos dice, la evoca de un «em-polvado rincón de [su] memoria» (p. 215). La narración cuenta con todas las partes estructurales de un relato: la introducción, la complicación y el desenlace. La primera de ellas es respetuosa de la convención: se presenta el marco espacio-temporal que, en este caso, es lo suficientemente concreto como para ubicarlo en un horizonte de experiencias y, a la vez, lo suficien-temente indefinido como para no limitarse a una referencia empírica sin-gular, constrictiva para la imaginación.

La historia está ubicada en el pasado y en el lejano Oriente –«indetermina-do e ingenuo donde gusta hacer nido la alegre bandada de los cuentos» (p. 215).

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Es protagonizada por un rey patriarcal a quien llamaban «el rey hospitalario» por su inmensa piedad y generosidad, la que llegaba al punto de convertir su palacio en la «casa del pueblo» (p. 215). Pletórico de belleza natural y artificial, el palacio estaba abierto a la multiplicidad de gente que lo visitaba: pastores, ancianos, grupos de mujeres, niños; y, también, a la presencia de vientos, aves y plantas que «parecían buscar […] la amistad humana en aquel oasis de hos-pitalidad» (p. 215). Este colorido bullicio, público y exterior, se contrapone a la ascética sala «oculta a la mirada vulgar» (p. 216) donde nadie podía ingresar salvo el mismísimo rey: allí encontraba la paz, el silencio y la soledad necesa-rios para reposar, meditar y volverse hacia lo interior.

El fallecimiento del rey complica el relato ya que representa un cambio de estado, una alteración del cuadro narrativo que difícilmente podemos llamar conflicto, puesto que no involucra una oposición o antagonismo entre fuer-zas. Igualmente, la muerte desencadena la clausura de ese espacio que viene a simbolizar una espiritualidad reflexiva, personal e intransferible. El cuento trabaja materializando abstracciones, ideas, valores que luego, como sucede en la alegoría anterior, son explicados y desarrollados. Así, representa tanto la sociabilidad como la intimidad y las diferencia, siendo la primera «como la casa del monarca confiado a todas las corrientes del mundo» y, la segunda, «la celda escondida y misteriosa que desconozcan los huéspedes profanos y que a nadie más que a la razón serena pertenezca» (p. 216).

Muchos son los elementos modernistas que se aprecian, ya sea en el in-terior de su estructura narrativa como en la explicación epilogal posterior. La elección de Oriente como escenario y el palacio de un rey como marco interior revelan una preferencia por los espacios exóticos y pintorescos. El modo en que se construye el recinto del monarca muestra también una predilección por la estética de este movimiento cuyo culto a la belleza con-jugaba, con frecuencia, lo natural y lo artificioso, percibiéndolos a través de una exacerbación de imágenes sensoriales.

En este relato se repiten imágenes visuales a través de distintos sin-tagmas, por ejemplo, los que señalan la amplitud que tienen los accesos de ingreso al recinto real: «abiertos pórticos», «puertas anchurosas», «francas ventanas» (p. 215). Otras imágenes se aplican a la «barba de plata» (p. 215) del rey y a los vientos que, personificados, entran a su palacio: «empinán-dose desde el vecino mar, como si quisieran ceñirle en un abrazo, le salpi-caban las olas con su espuma» (p. 216). Hay, también, imágenes auditivas ofrecidas por los «rústicos conciertos» (p. 215) de los pastores, las «bandas bulliciosas» (p. 215) de los niños y la carga de «armonías» que las corrientes de aire llevan al alcázar real. Los aromas de una fragancia natural, una vez dentro de la celda privada del rey, ambientarán y propiciarán el autocono-cimiento, ofreciendo «el perfume sugeridor del adormecimiento penseroso y de la contemplación del propio ser» (p. 216).

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La temática principal que plantea el cuento –y que una exégesis posterior tratará de remarcar– es la del ocio noble, idea alta y aristocrática que el texto rescata por dos vías: la modernista y la helénica. La primera de ellas aparece de modo tácito y es contemporánea y regulativa de la gramática de produc-ción rodoniana, afectada –como la de otros escritores latinoamericanos de la época– por la amplia influencia del modernismo, movimiento unánime en su conjunto que, además de sus búsquedas formales, representó «un intento poderoso para formar parte del mundo y del tiempo, para hacer resonar en esta América todas las voces significativas de la hora y para sonar junto a ellas» (Martínez, 1972, p. 85). El modernismo valorará el ocio tanto por sus cualidades intrínsecas como por las que lo diferencian y oponen al utilitaris-mo, cuya impugnación no alcanzará a manifestarse totalmente en el Ariel. En la actualidad de la enunciación se avala la «moderna creencia en la dignidad del trabajo útil» (p. 217) pero esta se complementa, en un enlace armónico, con la alta idea del reposo. Para rechazar un mundo mercantilizado, Rodó apelará al registro aristocratizante modernista «tras la búsqueda de algunos espacios eventualmente protegidos de la conversión en valores de cambio» (Terán, 1985, p. 98), como el que le ofrece la Grecia clásica.

Este espacio corresponde a la segunda vía, explicitada en el relato. El mundo clásico griego concebía el ocio como «el más elevado empleo de una existencia verdaderamente racional, identificándolo con la libertad del pensamiento emancipado de todo innoble yugo» (p. 216). En la historia del rey, la acción del reposo reflexivo se ubica en la celda real, privada y escondi-da, lugar interior que posibilita y favorece las acciones específicas de «pen-sar, soñar, admirar» (p. 216), funciones cognitivas ligadas a la cultura griega como modelo a emular. Real de Azúa (1985) explica que las culturas perifé-ricas finiseculares se veían a sí mismas como «un discipulado muy atento de ciertos periodos cenitales del pasado fijados para siempre, cuajados suprahistóricamente en una ejemplaridad sin mácula» (p. xix). En el caso del Ariel, Grecia –y en particular Atenas– representa, junto con el primer cristianismo, ese pasado idealizado que debe recuperarse, actualizarse.

El modernismo «crea una singular mitología temática de evasiones exó-ticas» (Martínez, 1972, p. 82) que lo remiten con frecuencia al mundo grie-go, parnasiano y renacentista, al que Rodó vuelve para trazar una síntesis de la civilización helénica que no se agota en un propósito evasivo sino que sirve, a su vez, a los fines interpretativo y pragmático. Rodó instala, a través de Próspero –herramienta de su voluntad discursiva–, un mensaje doc-trinario, aunque compuesto con cierto eclecticismo. En este, la cultura se escinde de la economía y el ocio del negocio2, y encuentra en Grecia, como

2 Esta escisión traerá, según Terán (1985), consecuencias teóricas ya que «si am-bas esferas pueden efectivamente escindirse, eso significa que no todo el modelo

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en el cristianismo primitivo, uno de los modelos históricos cuyos valores habrán de servir a la juventud, investida con las máximas capacidades de renovación social. Tal idea inaugurará un «discurso alusivo a los jóvenes en la cultura y la política latinoamericanas que se transformará en voluntad colectiva años más tarde» (Terán, 1985, p. 98). El autor del Ariel busca en ese pasado un modelo de organización social, una jerarquía de valores que le permita llevar a cabo la «cura de almas», fórmula dilecta de Rodó que tra-duce el proyecto de su generación: asumir «en reemplazo de los sacerdotes, la conducción espiritual» (Rama, 1995, p. 87) de la sociedad, componiendo una especie de catequesis laica.

Dicha conducción opera a través de una pedagogía de ejemplificaciones moralizadoras, como las del cuento y la alegoría comentados, que legitiman a la prosa artística y que, junto con otras figuras, alientan una máxima con-fianza en la potencia esclarecedora de las imágenes bellas, confianza ligada tanto al esteticismo modernista como «al aparato de persuasión que en la “forma bella” se confiaba y que parecía tan inseparable del impacto que se pretendía lograr» (Real de Azúa, 1976, p. 14). De este modo, en el texto de Rodó la estética se hace parte de la ética: «el que ha aprendido a distinguir lo delicado de lo vulgar, lo feo de lo hermoso, lleva hecha media jornada para distinguir lo malo de lo bueno» (p. 219).

El positivismo en el Ariel: argumentos y adaptaciones

Con el desplazamiento de lo bello hacia lo virtuoso el discurso rodoniano se abre a otra sensibilidad de época: la positivista, cuya difusión, a fines del xix, alcanzó en Latinoamérica altos niveles de penetración. A través del discurso de Próspero, se reconoce que el siglo xix «asumió personalidad e indepen-dencia en la evolución de las ideas» (p. 79), desarrollo coincidente con la he-gemonía positivista que edificó todo un sistema de creencias a partir de «los conceptos de la razón, el individuo, el progreso, la libertad, la naturaleza, y el endiosamiento de la ciencia» (Oddone, 1986, p. 224). Estas ideas aparecen en el Ariel, pero sin el fondo ético utilitario de dicha filosofía que se adecuó a la manera de pensar de la sociedad burguesa de nuestro continente.

Los rasgos del pensamiento positivista se afirman en el discurso rodo-niano, por ejemplo, cuando se acude a Comte para recordar cómo el filóso-fo advertía sobre la necesidad de una organización social que concentrara el poder en un estrato no masivo. El filósofo positivista «buscaba en los

norteamericano deberá ser condenado, sin más, al rechazo. Por el contrario, se tra-tará de integrar aquel materialismo sin alma, en una justa medida, en el espirituali-zado universo latinoamericano».

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principios de las clasificaciones naturales el fundamento de la clasificación social que habría de sustituir a las jerarquías recientemente destruidas» (p. 227). El argumento apela al modelo de las ciencias naturales y presupo-ne, al menos, dos cosas: que este modelo permite alcanzar la verdad –en-tendida como un valor sustraído de la historia– y que sus mecanismos de análisis pueden trasladarse a las ciencias sociales.

La tendencia biologicista del positivismo aparece en el Ariel con fre-cuencia. Se trata de un evolucionismo social que justifica, dando un tono elitista a gran parte de la obra, la supervivencia de los más aptos, el triunfo de los mejores, pues en ellos, al igual que en la naturaleza, han operado diversos mecanismos de adaptación y selección que, según se plantea en la obra, la degeneración democrática destruye. Traído el problema de la de-mocratización a Latinoamérica, la voz magistral de Próspero se encarga de ofrecernos un programa que enmendaría los dispositivos negativos que la democracia despliega para mediocrizar la sociedad y hundirla en un utili-tarismo divorciado de los altos ideales.

El proyecto de reforma política que se esboza en el Ariel responde a un diagnóstico cultural de los pueblos latinoamericanos en el que se expone, por un lado, los puntos negativos de sus organizaciones sociales, que los someten «en el porvenir a los peligros de la degeneración democrática» (p. 224), y, por otro lado, los puntos programáticos propiamente dichos. Los primeros se refieren tanto al fenómeno de la migración masiva, al «pre-suroso crecimiento de nuestras democracias por la incesante agregación de una enorme multitud cosmopolita» (p. 224), como a la dificultad de las sociedades locales para homogeneizar, en una base nacional, esa multipli-cidad identitaria que «se incorpora a un núcleo aun débil para verificar un activo trabajo de asimilación» (p. 224). Una vez trazado este cuadro, se cons-truye la propuesta remediadora que retoma dos tópicos clásicos del positi-vismo biologicista: la selección y la adaptación, principios de una doctrina evolucionista que se trasladan a la sociedad para explicar la supervivencia de los más aptos.

Ya para fines del xix, esta perspectiva cuenta con una gran popularidad en el Río de la Plata y su influencia es evidente en el casi idéntico planteo que sobre el tema realizan dos intelectuales argentinos de la época: Ernesto Quesada y José María Ramos Mejía. Ellos, al igual que Rodó, establecen una adhesión primera y general a la explicación darwiniana.3 Con diferentes

3 La adhesión general no significa una aceptación total puesto que, en ocasiones, estos pensadores relativizan y cuestionan los alcances del darwinismo. Así lo hace Quesada cuando critica la extensión irreflexiva de las conclusiones darwinianas a la sociología, la que habría visto en ellas un nuevo «ábrete sésamo» con el que renovar violentamente todos las ramas del conocimiento humano.

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matices, los tres trasladan este planteamiento al mundo social donde, entre otras ideas, aparece la de la adaptación para la supervivencia. En el sujeto social, la supervivencia ya no se confinaría a un reajuste biológico confor-me a las exigencias de un ambiente natural, sino a un reacomodamiento constante a las leyes y principios culturales, los que entablan una estrecha dialéctica. Como observa Quesada (1907), «la historia y la experiencia ense-ñan que el hombre no ha existido, ni existe, fuera de la sociedad, de manera que el estado social influye en su desenvolvimiento: luego, no hay antago-nismo entre sociedad e individuo sino íntima compenetración» (p. 234).

El progreso será, desde la perspectiva de estos rioplatenses, el efecto de la selección social. En este sentido, la adaptación –posible a través de la educación– tendrá un papel fundamental: permitirá a sociedades trasplan-tadas como las nuestras civilizarse y dejar atrás la barbarie de la multitud, la masa anónima, que «no es nada por sí misma» (p. 225), según Rodó. En la opinión de Ramos Mejía (1989), la masa está constituida por individuos anónimos, sin fisonomía moral, «cuya mentalidad superior evoluciona len-tamente, quedando reducida su vida cerebral a las facultades sensitivas» (p. 20). A este dominio cuantitativo de la muchedumbre –este «dominio innoble», se dirá en el Ariel– no corresponden propiedades cualitativas: hay un vacío moral que la educación debe modificar, instruyéndola en –y adaptándola a– modos de pensar y de sentir conformes a los ideales de una cultura letrada que, quizá, no pretende tanto masificar la educación como extraer de una población profusa y problemática las autoridades intelec-tuales capaces de dirigirla.

Próspero, manifiesto alter ego de Rodó, nos lo dice explícitamente:

Gobernar es poblar, asimilando en primer término, educando y seleccio-nando después. Si la aparición y el florecimiento en la sociedad, de las más elevadas actividades humanas, de las que determinan la alta cultura, requieren como condición indispensable la existencia de una población cuantiosa y densa, es precisamente porque esa importancia cuantitativa de la población […] posibilita la formación de fuertes elementos dirigen-tes que hagan efectivo el dominio de la calidad sobre el número. (p. 225)

La ligazón de un elitismo letrado con cierto mesianismo se verá tam-bién en Ramos Mejía, quien, desconfiado al igual que el uruguayo de la ma-sificación democrática, explica:

Las tendencias de nivelación […] han difundido el concepto equivocado de que todos somos aptos para todo, y siéndolo, justo es que nos baste estirar la mano para obtener con tal facilidad lo que otros obtienen con el talento o la virtud. (1904, p. 23)

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De ahí a instalar la necesidad de los superhombres nietzscheanos hay un paso que no dan ambos rioplatenses. En Los simuladores del talento, Ramos Mejía enaltece lo que Nietzsche llamó la moral de los héroes o superhéroes, opuesta a la de los esclavos quienes para vivir, a diferencia de los primeros, solo saben y pueden simular (pp. 12-13). En cambio, Rodó critica al autor de Zaratustra porque su antiigualitarismo reivindicó derechos que consideró inherentes a las superioridades humanas con «un abominable, un reaccio-nario espíritu; puesto que, negando toda fraternidad, toda piedad, pone en el corazón del superhombre a quien endiosa un menosprecio satánico para los desheredados y los débiles» (p. 230). Rodó no apuntará al individualismo ni al mesianismo elitista, en que puede devenir la exageración de este plan-teamiento, sino a la falta de espíritu religioso y al alejamiento de los valores colectivistas del cristianismo, legado de una tradición hispana que se hon-ra. A la vez, hay una confrontación con el individualismo norteamericano (anglosajón), cuyos valores religiosos provenientes del protestantismo se desestiman porque conforman solo «una fuerza auxiliatoria de la legisla-ción penal, que evacuaría su puesto el día que fuera posible dar a la moral utilitaria la autoridad religiosa que ambicionaba darle Stuart Mill» (p. 239).

Las proposiciones científicas que se intercalan a lo largo del Ariel tien-den a descontextualizar sus análisis al desconocer las particularidades histórico-sociales de las distintas culturas. Ocurre en varias zonas de la obra, en particular, cuando se intenta definir el mejor tipo de democracia apelando a la «ciencia nueva» que, «fuente de inagotables inspiraciones morales […] nos sugiere, al esclarecer las leyes de la vida, cómo el principio democrático puede conciliarse en la organización de las colectividades hu-manas, con una aristarquía de la moralidad y la cultura» (p. 230). El orden social referido no tiene referencia empírica; surge de una teorización que dota al modelo de una validez universal, aplicable tanto a una comunidad nacional europea como a una latinoamericana. Pero esta universalización es, en realidad, una europeización, perspectiva común en el pensamiento intelectual rioplatense y que el texto del uruguayo adopta al asumirse discí-pulo de una literatura europea «de circunstancia».4

La ciencia se representa en la producción de Rodó desde la típica episte-mología moderna que, además de presuponer un sujeto caracterizado por su masculinidad, por su blancura y por su europeidad, utiliza categorías de conocimiento que, creadas en Europa, forman parte de la modernidad y fueron construidas en complicidad con la expansión colonial. Una de es-tas categorías es la de progreso que, enunciada repetidamente en el Ariel,

4 Roig (1986) entiende que «el acentuado “europeísmo” que ha caracterizado a ciertas élites intelectuales de Argentina y Uruguay no tiene una presencia equivalente en na-ciones en las que se encuentran vigentes tradiciones culturales no europeas» (p. 47).

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se liga a la ciencia entendida como su criterio de legitimación. «La ciencia nueva habla de selección como de una necesidad de todo progreso» (p. 227), dice Próspero, quien adjunta a la idea de desarrollo, la idea de necesidad de la selección. Así, según Próspero, «la ciencia muestra cómo en la inmensa sociedad de las cosas y los seres, es una necesaria condición de todo pro-greso el orden jerárquico» (p. 230). Entonces, la relación progreso-razón no es casual; obedece «al proyecto histórico que se abre en Occidente con la Modernidad. Su significación y alcance se identifican con el signo de ese proyecto» (Regnasco, 1991, p. 248). La confianza moderna en una razón expansiva se revela constantemente en la obra que ve el futuro sujeto al dominio del hombre, a su voluntad de poder, a través de la democracia y de la ciencia, planteadas como «los dos insustituibles soportes sobre los que nuestra civilización descansa; o, expresándolo con una frase de Bourget, las dos “obreras” de nuestros destinos futuros» (p. 228).

El valor de la ciencia es tan alto en el imaginario rodoniano que llega a sacralizarse cuando, recordando las afirmaciones de un libro de Henri Berenguer, se nos dice que ella «realza, no menos que la revelación cristiana la dignidad de los humildes» (p. 230), para luego hacer notar cómo sus des-cubrimientos del mundo físico y sus principios pueden iluminar nuestro conocimiento sobre la sociedad y permitirnos inferir reglas equivalentes. La revelación de la ciencia es la que «atribuye, en la naturaleza, a la obra de los infinitamente pequeños, a la labor del nummulite y briozóo en el fondo obscuro del abismo, la construcción de los cimientos geológicos» (p. 230). Además, así como reconoce la tarea fundamental de tan microscópicos seres para la edificación de un medio ambiente que tiende a la evolución selectiva, la ciencia, «llegando a la sociología y a la historia, restituye el he-roísmo, a menudo abnegado de las muchedumbres, la parte que le negaba el silencio en la gloria del héroe individual» (p. 230).

En suma, a pesar de la desconfianza típicamente moderna en el discur-so de la ciencia –en particular, la positivista–, en el Ariel, Rodó repara en la peligrosidad del imperialismo de la razón científica, en la paradoja de una ciencia que es sojuzgadora y liberadora a la vez. Lo hace cuando concede a los americanos del Norte la distinción de haber enriquecido la dimensión técnica instrumental de la ciencia, a la vez que los critica por haber elidido su dimensión ética. Ellos, reconoce:

La han agigantado en los dominios de la utilidad, y han dado al mundo en la caldera de vapor y en la dínamo eléctrica, billones de esclavos in-visibles que centuplican, para servir al Aladino humano, el poder de la lámpara maravillosa. (p. 235)

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Sin embargo, esta enumeración de aplicaciones científicas estadou-nidenses revela una paradoja. Mientras los objetos están hiperbolizados, sea a través de calificaciones positivas o por referencias lexicales a grandes cantidades, les está negada la mínima participación en un sistema teórico que ofrezca principios de explicación e intervención social. Nuevamente, la negación del otro –el reconocimiento de sus límites– opera como la afirma-ción, por contraste, de las propias posibilidades, los propios logros.

Son muchos los componentes del repertorio positivista que el texto de Rodó incluye, los que se edifican y difunden a través de un lenguaje y unas figuras altamente simbólicas. La constancia e intensidad de estas figuras dan cuenta de una elección formal de presentación de contenidos que vio-la las restricciones de una textualidad científica. Pero, además, revela un marco interpretativo que encuentra en la estetización, preferentemente modernista, no solo un procedimiento discursivo privilegiado, una disposi-ción o sintaxis de las formas, sino un contenido semántico y pragmático. Se trata de un esquema conceptual que, como no podría ser de otra forma, liga las ideas con el modo de expresión, de manera que un plano es inseparable del otro: lo que se dice y cómo se lo dice no son, ni pueden ser, realidades autónomas. El modernismo se instituye, entonces, en la óptica hegemónica del Ariel, mientras que el positivismo cumple un papel un tanto circunstan-cial que consiste en recuperar, a través de unos términos y unos plantea-mientos argumentativos específicos, la extendida sensibilidad del campo intelectual de la época.

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Capítulo 4 El diseño discursivo del proyecto artístico y político de Mariátegui (1924-1930)

La escritura de Mariátegui en el campo literario y político peruano de los años 20

La producción de José Carlos Mariátegui surge en una sociedad moldeada por la consolidación del capital monopólico imperialista, la reconstitución de los movimientos de clases y de sus modos de relación con el Estado y el desarrollo del debate ideológico-político (Quijano, 1979, pp. xi-xv) dentro de las clases dominantes, primero, y, luego de las grandes huelgas de los años 1918 y 1919, dentro de la clase media y de la clase obrera en formación. Esta última aparece como una fuerza nueva y combativa en el campo político del Perú, solo al término de la guerra de 1914, a causa de una mayor explotación, de las fervientes esperanzas despertadas por la revolución bolchevique y de la agitación universitaria impregnada de revolucionarismo (Moretic, 1970, p. 60). En este contexto de permanente tensión social y cultural se sitúa la es-critura de Mariátegui, socializada desde sus inicios a partir de la tribuna que le ofrece el periodismo, al que ingresa tempranamente y en el cual desarrolla su labor con un creciente y progresivo compromiso social.1

Con un discurso que confronta la posición ideológica sostenida por Au-gusto Leguía, este joven periodista es enviado a Europa como agente de propaganda del Perú –eufemismo que encubría la deportación por su mi-litancia política–. Su estadía en el viejo continente, desde 1919 hasta 1923, es un período durante el cual, debido a las circunstancias de posguerra que vive Europa y a su sensibilidad y experiencia, pudo adquirir rápidamente

1 Mariátegui (1979) adjudicaba a los periódicos un posicionamiento ideológico, por el que toda actividad periodística era un modo de intervención en el campo político. Estando en Europa, en 1921, el peruano afirma que dentro «de la lucha de clases no caben periódicos independientes, periódicos neutrales. Todos los periódicos tienen filiación. Todos los periódicos son sectarios. Todos los periódicos son políti-cos» (p. 302). Esta cita, perteneciente al artículo «La prensa italiana», publicado en El Tiempo el 10 de julio, es recogida por Elizabeth Garrels en la «Cronología» que aparece en los 7 ensayos de interpretación de la realidad peruana (1979) de Mariátegui.

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una conciencia política marxista2, por un lado, y compenetrarse con el mo-vimiento artístico, por el otro, con muchas de cuyas personalidades logra entrevistarse.

En marzo de 1923 Mariátegui regresa al Perú, donde dicta un ciclo de conferencias titulado «Historia de la crisis mundial» en la Universidad Popular González Prada. Dichas conferencias representan la primera apli-cación, en el Perú, de la teoría marxista en el análisis de los problemas so-cioeconómicos (Garrels, 1979, p. 306). Esto se hace notorio en la intención de Mariátegui de trabajar por la organización de un partido de clase desde la dirección de Claridad, diario que ya desde el quinto número se subtitula «Órgano de la Federación Obrera Local de Lima y de la Juventud Libre del Perú». En 1924 sufre la amputación de un pierna y comienza a colaborar en Mundial, revista limeña del mismo tipo que Variedades, en la que había empezado a trabajar desde 1922. En 1925 funda la casa editora Minerva, publica su primer libro La escena contemporánea (recopilación de artículos periodísticos) y, en septiembre del mismo año, comienza a publicar en Mundial la serie «Peruanicemos el Perú».

Hagamos un breve repaso de los hechos biográficos más significativos de Mariátegui desde la inauguración en 1926 de la revista mensual Amauta hasta su muerte ocurrida en abril de 1930. En junio de 1927 es reducido a prisión por seis días, los talleres de la Editorial Minerva son cerrados y Amauta es clausurada hasta diciembre como consecuencia del llamado «complot comunista» inventado por el Gobierno para reprimir a la izquier-da. En 1928 ayuda a fundar el Partido Socialista del Perú, del cual es nom-brado secretario general, y publica la serie de artículos titulada «Defensa del marxismo» y 7 ensayos de interpretación de la realidad peruana. Comienza a publicar Labor, periódico de información y de extensión de la revista Amau-ta. En 1929 publica en Mundial su novela corta La novela y la vida: Siegfried y el profesor Canella y ayuda a fundar la Confederación General de Trabajadores del Perú. Es nombrado, desde el Congreso Antiimperialista de Fráncfort en Alemania, miembro del Consejo General de la Liga Antiimperialista y encargado de organizar una sección de la liga en el Perú. En septiembre del mismo año, Labor es clausurado por el Gobierno. Mariátegui se dispo-ne a trasladarse a la Argentina para poder seguir publicando Amauta sin la constante vigilancia sufrida bajo el régimen de Leguía. El 16 de abril de

2 Dicha conciencia marxista es presentada en diversa bibliografía como el resultado de su estancia y aprendizaje en Europa. Así sucede, por ejemplo, en el apartado «La experiencia europea y el aprendizaje marxista (1919-1923)» de Aníbal Quijano, en el prólogo de Mariátegui José Carlos, óp. cit. y en José Carlos Mariátegui. Su vida e ideario. Su concepción del realismo de Yerco Moretic (1970).

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1930, muere. El último número de Amauta sale entre agosto y septiembre del mismo año.3

Esta apretada recapitulación de la obra mariateguiana tiene la función de enmarcar el corpus que hemos seleccionado para este trabajo: los textos de Mariátegui escritos durante el período 1924-1930 y publicados en las re-vistas Variedades, Mundial y Amauta.4 De la ingente producción del peruano en estos años hemos elegido un conjunto de veinte artículos que presentan, directa o indirectamente, como tópicos principales de reflexión y análisis, la tradición y la innovación en el arte, la función de la literatura, las ten-siones entre lo nacional y lo extranjero, el pasado y el presente, la política y la literatura. Es decir, aquellos que se desenvuelven, e implican un debate, en el campo cultural. Estos artículos, enumerados por orden de aparición, son: «Poetas nuevos y poesía vieja» (Mundial, Lima, 31 de octubre de 1924), «Pasadismo y futurismo» (Mundial, Lima, 28 de noviembre de 1924), «La unidad de la América indo-española» (Variedades, Lima, 6 de diciembre de 1924), «Lo nacional y lo exótico» (Mundial, Lima, 9 de diciembre de 1924), «Un Congreso de escritores hispano-americanos» (Mundial, Lima, 1 de ene-ro de 1925), «El problema primario del Perú» (Mundial, Lima, 6 de febrero de 1925), «¿Existe un pensamiento hispano-americano?» (Mundial, Lima, 1 de mayo de 1925), «El ibero-americanismo y pan-americanismo» (Mundial, Lima, 8 de mayo de 1925), «Nacionalismo y vanguardismo» (Mundial, Lima, 27 de noviembre de 1925 y 4 de diciembre de 1925), «El grupo suprarrealista» (Variedades, Lima, 24 de julio de 1926), «Presentación de “Amauta”» (Amauta, Lima, septiembre de 1926), «La evolución de la economía peruana» (Amau-ta, Lima, octubre de 1926), «Arte, revolución y decadencia» (Amauta, Lima, noviembre de 1926), «José Sabogal» (Amauta, Lima, febrero de 1927), «Polé-mica finita» (Amauta, Lima, marzo de 1927), «La batalla de Martín Fierro» (Variedades, Lima, 24 de septiembre de 1927), «Heterodoxia de la tradición» (Mundial, Lima, 25 de noviembre de 1927), «La tradición nacional» (Mundial, Lima, 2 de diciembre de 1927), «La batalla del libro» (Mundial, Lima, 30 de marzo de 1928), y «El balance del suprarrealismo» (Variedades, Lima, 19 de febrero de 1930).

En la selección del corpus de estudio convergieron dos criterios: uno temático y otro histórico. Con respecto al primero, los textos que relevamos incorporan un conjunto de figuras e imágenes referidas a la cultura y al

3 Las tres fuentes principales de consulta para la brevísima recapitulación bibliográ-fica de Mariátegui fueron los libros de Yerko Moretic y Elizabeth Garrels ya citados y la publicación de Antonio Melis «José Carlos Mariátegui hacia el siglo xxi» que aparece en los Cuadernos de Recienvenido (publicación de curso de posgraduación en Literatura Española e Hispanoamericana, Universidad de San Pablo, Brasil, 1996).

4 De los distintos capítulos del libro, este texto es el único inédito hasta ahora.

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arte en relación con otros campos, en particular con el sociopolítico, pro-blematizando, sobre todo, la praxis literaria y sus productos. Con respecto al segundo, los textos se enmarcan y responden a un contexto particular, el de la década del veinte, que en Perú se caracteriza, como ya observamos, por la implantación de un capitalismo monopólico imperialista, causante de una gran exclusión socioeconómica y de la pérdida de autonomía polí-tica. En el plano internacional, los años veinte atraviesan bruscas mutacio-nes provocadas, entre otras cosas, por la segunda revolución industrial y técnica, la masificación de la sociedad, el progreso científico y la Primera Guerra Mundial. Todos estos hechos operan una transformación del campo artístico europeo que inicia, en las dos primeras décadas del siglo xx, un profundo cuestionamiento de los valores heredados, rebelándose contra una cultura que considera anquilosada. Este carácter reformista y crítico del pasado en el terreno del arte también se observa en las vanguardias la-tinoamericanas de la misma época que, a la vez que impugnan la retórica fastuosa del modernismo5, sientan las bases para romper totalmente con la tradición artística inmediata. Para esto, producen una copiosa cantidad de manifiestos, proclamas y debates en los que se busca la originalidad y la insurgencia en la expresión y en la forma. En definitiva, se trata de un espíritu radical que, según Fernández Retamar, es alimentado además por la revolución mexicana de 1910 y, principalmente, por la repercusión de la Revolución Rusa de 1917 (1986, p. 328).

Nuestro objetivo principal es rastrear la concepción de la literatura y del escritor que los artículos de Mariátegui de la década del 20 construyen y analizar las estrategias discursivas más significativas de dicha construc-ción. Nos proponemos, también, describir y analizar las relaciones inter-textuales que puedan establecerse entre ellos, así como las relaciones que entablan con el contexto en el que surgen o al que remiten.

Nuestra hipótesis principal es que la representación mariateguiana del arte y de la literatura se asienta en tres mecanismos discursivos principales, sustentados en decisiones ideológicas. En primer lugar, el autor incorpora constantemente la historicidad y la materialidad de los hechos artísticos, tendiendo a ofrecer descripciones, así como explicaciones, del estado de la cuestión de un campo cultural preciso –el peruano, por ejemplo– como

5 El modernismo peruano tiene una particularidad que es necesario marcar y es que, tal como reconoce Yerko Moretic, «se manifestó allí con retraso, y debido a esto, había aparecido mezclado con los primeros brotes vanguardistas» (p. 161). Por otra parte, Mariátegui no rechaza todo planteamiento modernista: nos lo demuestra su admiración por Abraham Valdelomar (1888-1919), uno de los poetas modernistas más representativos de inicios de siglo, quien, en 1916, creó la revista Colónida, en la que Mariátegui participó.

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espacio de intersección de múltiples campos de praxis humana que lo posi-cionan como heterónomo. Otra estrategia consiste en manifestar explícita-mente, a través de calificativos y de diversas modalidades axiológicas, una jerarquía de valores intelectuales y espirituales del vanguardismo literario y político que, progresivamente, se asumirán como un posicionamien-to socialista. Y, por último, un tercer procedimiento en la enunciación de Mariátegui consiste en proyectar no una reforma particular o parcial de la literatura sino una renovación general de la cultura peruana y, a la vez, proponer algunas ideas para su concreción.

Sobre estos tres procedimientos, interdependientes, puede agregar-se que: en el primero, a través de discursos descriptivos y explicativos, el autor se apega a los referentes extratextuales del mundo de la vida, y en este sentido, ofrece una mirada documentalista testimonial que se detiene, reiteradamente, en algunos elementos de la formación histórico-cultural nacional e internacional, situados en un contexto histórico e ideológico. En el segundo, a través de discursos marcadamente valorativos, la escritura de Mariátegui asume, entre otras operaciones, la labor de proponer una postura en el mundo de la cultura que es, a la vez, política y artística. En el tercero, a través de constantes proyecciones y propuestas, la producción mariateguiana trabaja con las posibilidades performativas del lenguaje que le permiten no solo aludir a ciertas parcelas de la realidad literaria o social sino también construir, desde dentro, una alternativa cultural.

Temas, imágenes y procedimientos en la producción discursiva de Mariátegui

Son muchos y diversos los temas e imágenes que frecuenta y construye Ma-riátegui en sus artículos, pero podemos identificar algunos tópicos signifi-cativos que se repiten con insistencia, formando una cartografía discursiva construida sobre la aplicación de los tres mecanismos antes aludidos: la descripción/explicación, la valoración y la proyección/propuesta. El primer artículo publicado de nuestro corpus, «Poetas nuevos y poesía vieja», an-ticipa ya desde el título uno de los tópicos recurrentes de Mariátegui: la tensión entre conservación y renovación en el arte. En este texto, el escritor se refiere a un hecho literario concreto acontecido en Perú: los juegos flo-rales, competencia literaria que el artículo se encarga de describir, explicar y valorar negativamente, son señalados como «una ceremonia provinciana, cursi, medieval […], una costumbre extranjera y postiza» (p. 21). Pero no son los juegos florales, como un hecho puntual, el principal objeto de reflexión del peruano, sino la serie de figuras y tópicos con que se asocia, por ejemplo, la pugna entre la innovación y el tradicionalismo, la problematización de la

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literatura peruana y la reflexión sobre las diferencias que existen entre ella y otras literaturas.

«Poetas nuevos y poesía vieja» diferencia dos grupos: los poetas viejos y los poetas nuevos. La distinción no se basa en parámetros cronológicos sino estético-espirituales. Los primeros son los vigilantes de un orden de cosas que los juegos florales representan: el pasadismo, la clausura localis-ta, la vulgaridad y la neurastenia. Los segundos representan la moderni-dad, la apertura cosmopolita y la preocupación social. La escritura de los poetas viejos se mostró en los juegos florales que «reunieron, sobre la mesa del jurado, un muestrario exiguo de baratijas sentimentales, de ripios vul-gares y de trucos desacreditados» (p. 22). Contrarios a esta gramática de la repetición, los poetas nuevos rechazaron estos juegos; «los más íntimos, los más recatados, los más originales, les han rehusado hurañamente su contribución» (p. 22).

Junto a la descripción de la práctica estética que corresponde a los jue-gos florales, Mariátegui nos ofrece algunos argumentos que explican la pobreza artística de la literatura que allí se destina y premia, y que persiste, en general, en el Perú. Uno es el condicionamiento socioeconómico de un medio en el que la gente tiene «muy modestos horizontes espirituales y materiales» y es afectada por «la pobreza, la anemia, la limitación, el pro-vincianismo del ambiente» (p. 24). Otro es la tradición literaria: la pobla-ción «está además demasiado nutrida de malas lecturas españolas» (p. 25). Finalmente, Mariátegui reconoce que «el clima y la meteorología deben influir también en esta crónica depresión de las almas. La melancolía pe-ruana es la neblina persistente e invencible de un trópico sin gran sol y sin grandes tempestades» (p. 23).

La literatura peruana se define también en la comparación con la litera-tura europea, de la cual Mariátegui rescata y valora algunas nuevas corrien-tes y tendencias. En «Poetas nuevos y poesía vieja» se mencionan el futuris-mo, el dadaísmo, el cubismo, los que «son en las grandes urbes un fenómeno espontáneo, un producto genuino de la vida» que no puede asimilarse en el Perú, «un ambiente provinciano» (p. 26). De este modo, la novedad de la vanguardia europea es, para Mariátegui, «una moda que no encuentra aquí los elementos necesarios para aclimatarse» (p. 26). Los distintos ismos dan lugar a una poesía que es «el efluvio lírico del espíritu humorista, escéptico, relativista de la decadencia burguesa» (p. 26). Esta poesía «sin solemnidad y sin dramaticidad, que aspira a ser un juego, un deporte, una pirueta, no flo-recerá entre nosotros» (p. 26), sostiene Mariátegui, que conecta la literatura peruana con la pulsión internacional a través de su comparación con los ismos europeos, y la vincula con la subcontinental al aludir al modernismo, movimiento cuyo discurso fue, como dijimos, fuertemente impugnado por las vanguardias locales en la década del veinte.

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El modernismo, para Mariátegui, «no es sólo una cuestión de forma, sino sobre todo de esencia. No es modernista el que se contenta de una audacia o una arbitrariedad externas de sintaxis o de metro» (p. 26). Desestimado el artificio por sí mismo, el peruano distingue apariencia de sustancia y se pre-gunta: ¿para qué transgredir la gramática si los ingredientes espirituales de la poesía son los mismos de hace veinte o cincuenta años? (p. 26). El interro-gante anticipa la constante asociación de praxis artística con compromiso espiritual, es decir, con compromiso cívico, político y reformista, con la res-ponsabilidad social del escritor.

En «Poetas nuevos, poesía vieja», dicha responsabilidad emerge en dos momentos que ejemplifican el carácter pragmático del discurso del perua-no. En uno de ellos una breve oración, marcada con una fuerte modalización deóntica, condensa la propuesta: «Hay que ser moderno espiritualmente» (p. 26). En el otro, el rasgo programático no aparece como deber sino como posibilidad, como futuro deseado. Dice Mariátegui:

Algunos artistas de la nueva generación comprenden ya que la torre de marfil era la triste celda de un alma exangüe [sic] y anémica. Aban-donan el ritornello gris de la melancolía, y se aproximan al dolor social que les descubrirá un mundo menos finito. De estos artistas podemos esperar una poesía más humana, más fecunda, más espontánea, más biológica. (p. 27)

La enumeración de la proposición recolecta las cualidades de la nueva poesía ponderada. En este primer artículo, además, se despliega un conjun-to de temas –los ismos europeos, el modernismo, la vanguardia y el tradicio-nalismo– que serán recurrentes en los artículos posteriores.

«Pasadismo y futurismo», texto escrito poco tiempo después, desarrolla una oposición que afecta el campo artístico y espiritual de la literatura y la cultura peruanas. Se sostiene que «la nostalgia del pasado es la afirma-ción de los que repudian el presente» y que «ser retrospectivos es una de las consecuencias naturales de ser negativos» (p. 30). A lo largo del texto, la significación de las dos definiciones antedichas será, por un lado, amplia-da mediante predicaciones que rechazan la melancolía como perspectiva histórica y, por otro lado, particularizada en su alcance, ceñida a la realidad nacional peruana.

Dice Mariátegui que el «pasadismo que tanto ha oprimido y deprimido el corazón de los peruanos es, por otra parte, un pasadismo de mala ley» (p. 30), y es de mala ley porque la retrospección es selectiva, elige el pretérito virreinal y niega el período incásico. La literatura que manifiesta nostalgia por el pasado colonial es, entonces, una «literatura decadente, artificiosa» (p. 30) y mentirosa; es falsa porque «se ha complacido de añorar, con inefable

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y huachafa ternura, ese pasado postizo y mediocre» (pp. 30-31), pasado cu-yos vestigios son insignificantes considerando, como lo hace el peruano, que «la colonia no nos ha legado sino una calesa, un caserón, unas cuantas celosías y varias supersticiones» (p. 31). Todas las críticas anteriores le sir-ven al escritor para argumentar las elecciones de «los literatos e intelectua-les que, movidos por un aristocratismo y un estetismo ramplones, han ido a abastecerse de materiales y de musas en los caserones y guardarropías de la colonia, han cometido una cursilería lamentable» (p. 32).

Al igual que en «Poetas nuevos y poesía vieja», en «Pasadismo y futu-rismo» lo peruano se define tanto por las características propias de su for-mación histórico-cultural nacional como por las relaciones que entabla con Europa como alteridad central. Mientras el Perú silencia su milenario pasa-do incásico e idealiza, a través de una literatura nostálgica y falaz, el breve pasado colonial, «las aventuras y los chismes de una época sin grandeza» (p. 31), Europa es dueña de una inmensa historia que dejó valiosos testimo-nios en el terreno de la cultura. Por ejemplo, como señala Mariátegui, en cualquier pequeña aldea europea existen, «como vestigios de trescientos o doscientos años de historia medieval, un conjunto maravilloso de monu-mentos y de recuerdos. Y es natural. Cada una de esas ciudades era un gran foco de arte y de cultura» (p. 32).

El espacio cultural peruano, al elegir una historicidad apócrifa, la del virreinato, se instala como el espacio de la carencia. «Si por historicismo se entiende la aptitud para el estudio histórico, aquí no hay ni ha habido historicismo» (p. 33), sentencia Mariátegui quien, sin embargo, reconoce la existencia de «algunos trabajos parciales de exploración histórica», pero ningún «trabajo de síntesis» (p. 33). Lo que denuncia el peruano es la falta de un espíritu conciliador que reconozca otras influencias y otras historias en la conformación identitaria del Perú, particularmente, la indígena, tra-dición sobre la que reflexionará con insistencia. El hecho de que los estu-dios históricos sean, como advierte el autor, «casi en su totalidad, inertes o falsos, fríos o retóricos» (p. 33), permite observar dos cuestiones: primero, que el campo cultural peruano como zona de carencia se asocia no tanto a la falta de capacidad intelectual como a la falta de voluntad y, segundo, y más importante, que los estudios de la realidad peruana son un núcleo problemático en el pensamiento de Mariátegui. Este presupone el análisis de los hechos sociales y sus modos de comprensión ligados a la historicidad particular de un pueblo y a sus necesidades sociales.

El análisis situado, historiado, explica, entre otras cosas, la necesidad de definir los términos que ofrece el artículo. Por ejemplo, el concepto de por-venirismo, que si bien, como reconoce Mariátegui, suena menos adecuado que futurismo, tiene sentido en un país que llamó futurista a un «partido de carne, mentalidad y traje conservadores» (p. 30). Esto explica por qué el

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autor desacreditó la palabra futurista, aunque no su significado, que es el eje de la propuesta que sostiene el texto. El mensaje de Mariátegui recupera, en su aspecto programático, la actitud iconoclasta en la poesía, en el arte y en el pensamiento que los jóvenes peruanos «gradualmente, van adquirien-do» (p. 34). El carácter progresivo del aprendizaje señala la confianza en la nueva generación, a la que se destina la propuesta de destruir la tradición pasadista que uniformiza una historia encubridora del indio, que festeja una pompa inexistente y alimenta «prejuicios y supersticiones» (p. 34). La propuesta tiene una explicación: sucede, según el autor, que «no se puede afirmar hechos o ideas nuevas si no se rompe definitivamente con los he-chos e ideas viejas» (p. 34). A este argumento de tipo general lo enriquece otro coyuntural, particular, peruano, y es que «el pasado, sobre todo, dis-persa, aísla, separa, diferencia demasiado los elementos de la nacionalidad, tan mal combinados, tan mal concertados todavía. El pasado nos enemista. Al porvenir le toca darnos unidad» (p. 34).

«Pasadismo y futurismo», publicado en noviembre de 1924, y «Lo na-cional y lo exótico», publicado en diciembre del mismo año, señalan una preocupación temprana por las tradiciones nacionales entendidas como fuerzas selectivas del pasado, impuestas por los grupos de poder. Tres años después, a fines de 1927, encontramos dos textos, «Heterodoxia de la tradi-ción» y «La tradición nacional», que patentizan la importancia y la proyec-ción que el pasado y la tradición del Perú tuvieron en el ideario de Mariá-tegui. En el primero de los artículos de 1927, el peruano ofrece la siguiente definición:

La tradición es, contra lo que desean los tradicionalistas, viva y móvil. La crean los que la niegan para renovarla y enriquecerla. La matan los que la quieren muerta y fija, prolongación de un pasado en un presente sin fuerza. (p. 161)

Mariátegui sostiene una caracterización afirmativa referida a lo que la noción definida «es», y niega una presuposición sobre lo que un grupo so-cial «desea» que signifique dicha noción. Lo que se asevera es la vitalidad dinámica de la tradición y lo que se rechaza es su estatismo, su inercia his-tórica. El fragmento citado muestra, además, una oposición intergrupal, un conflicto entre los tradicionalistas y los reformistas, grupo al que aquí se alude de modo implícito pero que a lo largo del texto se nombra explícita y generalmente bajo el rótulo de «revolucionarios». Los verdaderos revolu-cionarios, nos dice el autor, «no proceden nunca como si la historia empe-zara con ellos. Saben que representan fuerzas históricas, cuya realidad no les permite complacerse con la ultraísta ilusión verbal de inaugurar todas las cosas» (p. 162). La descripción se enuncia en términos negativos, señala

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lo que el grupo enaltecido no se permite hacer. El mandato intelectual refe-rido afecta tanto la praxis (las actividades de intervención sobre la realidad) como las concepciones de mundo (los modos en que se percibe e interpreta la realidad) de los intelectuales revolucionarios, y se contrapone puntual-mente con una escuela de vanguardia, el ultraísmo, aunque de un modo más general y profundo se enfrenta con un sector hegemónico del campo cultural, el de los tradicionalistas.

La crítica a los ultraístas apunta, más bien, al hecho de que al exacerbar estos la conciencia de lo novedoso, desestimaron el anclaje histórico de sus obras y al pasado como fuerza configurativa. Pero la que hace a los tradi-cionalistas es mucho más importante puesto que sus falencias o aporías no afectan a una pequeña franja de la sociedad letrada sino a toda ella en general. Dice Mariátegui:

El tradicionalismo –no me refiero a la doctrina filosófica sino a una acti-tud política o sentimental que se resuelve en mero conservantismo– es, en verdad, el mayor enemigo de la tradición. Porque se obstina interesa-damente en definirla como un conjunto de reliquias inertes y símbolos extintos. Y en compendiarla en una receta escueta y única. (p. 163)

El tradicionalismo conservador pretende homogeneizar la cultura y localizarla en un pasado clausurado. Sus operaciones son opuestas a la ver-dadera tradición que es, según Mariátegui, «heterogénea y contradictoria en sus componentes» (p. 163). La tradición que estos conservadores reco-nocen pertenece al mundo de los objetos, no al de los sujetos. En ella ingre-san, como vimos recién, «reliquias» y «símbolos»; ella es concebida «como un museo o una momia» (p. 164). Lo que en realidad parece obtenerse al momificar y uniformizar el pasado es el silenciamiento de todo conflicto sociohistórico, así como la apropiación e imposición de las representacio-nes culturales hegemónicas. Mientras la tradición de los conservadores cosifica lo vivido, deshumaniza e iguala las distintas memorias, la noción de Mariátegui surge «como resultado de una serie de experiencias –esto es de sucesivas transformaciones de la realidad bajo la acción de un ideal que la supera consultándola y la modela obedeciéndola–» (p. 163). La realidad, entonces, se vuelve subjetiva y susceptible de cambios. Esta posibilidad de modificación social es uno de los puntos sobre los que más trabaja el texto, que propone como artífices de dicha renovación a los revolucionarios que «encarnan la voluntad de la sociedad de no petrificarse en un estadio, de no inmovilizarse en una actitud» (p. 164).

El texto no formula una propuesta, ni proyecta un porvenir posible; sin embargo, subyace cierta predictibilidad, un modo de anticipar ciertos desenlaces sociales según se entienda la tradición. En dos mecanismos se

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asienta, principalmente, este discurso mariateguiano acerca del futuro: la antinomia de los grupos descritos y la seguridad en el planteo de los re-sultados a los que lleva seguir uno u otro modelo de tradición. El prime-ro de estos mecanismos polariza el debate: identifica al grupo rechazado, los tradicionalistas, y al celebrado, los revolucionarios, como modelos de interpretación y organización social que deben combatirse y fortalecerse, respectivamente. Los miembros del segundo grupo son quienes, según Mariátegui, construyen la tradición de la época, y «sin ellos, la sociedad acusaría el abandono o la abdicación de la voluntad de vivir renovándose y superándose incesantemente» (p. 165).

El segundo mecanismo se observa, por ejemplo, cuando en «Heterodo-xia de la tradición» se plantea la necesidad de una inteligencia renovadora y revolucionaria. El artículo otorga al espíritu creador, en el campo de la cultura, el carácter de imprescindible y vital. Las afirmaciones taxativas son: primero, que sin este espíritu las comunidades se paralizan por una sensación de acabamiento o derrota y, segundo, que cuando esto ocurre «se constata, inexorablemente, su envejecimiento y su decadencia» (p. 164). La modalidad epistémica de certidumbre se manifiesta explícita y lexicalmen-te, y deja ver cómo no solo se aseveran ideas sino también relaciones entre ellas, en este caso un vínculo causal. La certeza de dicha relación es la que se proyecta en el futuro, al que de un modo sutil y complejo se dirige el texto.

En «La tradición nacional», Mariátegui constata la presencia de un es-purio tradicionalismo y formula, de un modo general, los requisitos para abordar de manera plena el problema de la tradición en el Perú. Afirma que «para nuestros tradicionalistas, la tradición en el Perú es, fundamental-mente, colonial y limeña. Su conservatismo pretende imponernos, así, una tradición más bien española que nacional» (p. 167). Lo que rechaza el autor es el carácter excluyente, osificador y homogeneizador de esta tradición. Excluyente, porque descarta lo que no es hispano, las raíces incásicas de la mayoría popular del país; osificador, porque se empeña «en quererla [a la tradición] inmóvil y acabada» (p. 169); y homogeneizador, porque preten-de hacer desaparecer las diferencias culturales imponiendo un tradición única e importada de Europa, particularmente, de España. La mentalidad colonial en el Perú fortalecía una conciencia nacional criolla que «obedecía indolentemente al prejuicio de la filiación española» (p. 167), metrópoli de referencia que, por un lado, era fundacional y, por otro, modélica.

«La historia del Perú empezaba con la empresa de Pizarro, fundador de Lima» (p. 167), sostiene en este artículo Mariátegui, señalando cómo toda tradición y cultura anteriores se anulan y pasan a ubicarse fuera del tiem-po histórico de la comunidad nacional, fuera de la cronología de la forma-ción identitaria del Perú. Así, como señala el autor, «el Imperio Incaico no era sentido sino como prehistoria. Lo autóctono estaba fuera de nuestra

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historia y, por ende, fuera de nuestra tradición» (p. 167). Pero esta expulsión de lo autóctono en la consideración de lo nacional no se reconoce en el ar-tículo como paradigma interpretativo dominante o exclusivo; al contrario, esta tendencia conservadora se plantea en decadencia y convive con otra, la revolucionaria.

El conservadurismo para definir lo nacional, nos dice el autor, «empe-queñecía a la nación, reduciéndola a la población criolla o mestiza. Pero, impotente para remediar la inferioridad numérica de ésta, no podía durar mucho» (p. 167). Una vez consignado su acabamiento, Mariátegui identifica la emergencia de una posición cultural revolucionaria que ha reivindicado el pasado incásico y vencido al colonialismo «sobreviviente aún, en parte, como estado social –feudalidad, gamonalismo–, pero batido para siempre como espíritu» (p. 168). Además de describir y valorar los componentes y el resultado de la lucha cultural en el Perú, «La tradición nacional» propone un modo de abordar, de secuenciar, el estudio de la tradición. Al respec-to, dice que «cuando se nos habla de tradición nacional, necesitamos es-tablecer previamente de qué tradición se trata» (p. 170). Lo que deja ver el enunciado es la necesidad de plantear todo análisis en términos concretos y diferenciales, de pensar la pluralidad en términos de especificidad.

En 1925, dos años antes de publicar este artículo, Mariátegui ya ha desnaturalizado y pluralizado la nacionalidad peruana en «Nacionalismo y vanguardismo»6, texto en el que el autor advertía el declive del tradicio-nalismo colonialista y el ascenso de una tendencia ideológica renovadora, cuya fuerza le permitía afirmar que «lo más nacional del Perú contemporá-neo es el sentimiento de la nueva generación». Esta ejercía un vanguardis-mo que no se reducía a la experimentación formal ni a la emulación de un cosmopolitismo europeizante; por el contrario, tenía como reclamo capital «la reivindicación del indio» (p. 97).

Al darle al mundo indígena un lugar principal en su ideario, el vanguar-dismo peruano adquiere un carácter popular ya que «el problema indíge-na se presenta como el problema de cuatro millones de peruanos», de «las cuatro quintas partes de la población del Perú» (p. 98). Mariátegui describe y valora la labor reconstructiva de esta generación nueva que «propugna la reconstrucción peruana sobre la base del indio», y que rescata «nuestro verdadero pasado, nuestra verdadera historia» (p. 99). Mientras esta co-rriente ideológica, valorada positivamente, se reconoce como inclusiva y revisionista, su antípoda, la tendencia a un tradicionalismo conservador, es definida como exclusiva y dogmática.

6 Este artículo de 1925 fue difundido inicialmente en dos partes: una aparecida el 27 de noviembre, titulada «Nacionalismo y vanguardismo», y otra publicada el 4 de diciembre con el título «Nacionalismo y vanguardismo en la literatura y en el arte».

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El conservatismo solo concibe una peruanidad: la formada en los moldes de España y Roma, señala Mariátegui, advirtiendo luego que esta concepción de la nacionalidad tiene dos graves consecuencias. Primero, al limitar el pasado del Perú a los cuatro siglos del virreinato español, se niega el pasado milenario del incanato, generador de la cultura de una mayoría poblacional. Segundo, al adjudicarse la antigüedad de la latinidad, se incu-rre en un artificio o simulación de apropiación de un glorioso pasado con el que el Perú, como país en formación, no puede identificarse totalmente.

El modelo a seguir en el plano sociocultural que el texto sugiere lo brin-dan los nacionalistas revolucionarios que, apoyados por la masa popular, representan «uno de los movimientos más extensos de esta época» (p. 102). Este grupo reivindica la idea de nación como encarnación del espíritu de libre determinación de los países, idea que, según el autor, «tiene este valor en todos los pueblos que, explotados por algún imperialismo extranjero, lu-chan por su libertad nacional» (p. 102). El vanguardismo, como se despren-de de este y otros enunciados, se define como un modo de comprensión y como una praxis cultural y política.

La unión del espíritu nacionalista con el revolucionario político al que adhiere Mariátegui se reitera en el campo de la literatura, por ejemplo, cuando afirma que «lo más nacional de una literatura es siempre lo más hondamente revolucionario» (p. 103). Esta idea recibe una amplia explica-ción cuyo punto más sobresaliente radica en comprender el antagonismo estético-político entre las escuelas viejas y las nuevas, dado que remiten a tiempos distintos. Las primeras «se contentan de representar los residuos espirituales y formales del pasado», las segundas buscan «sus puntos de apoyo en el presente». Por lo tanto, la nación no puede vivir en el estatismo de «los repetidores y rapsodas de un arte viejo». Ella vive, según el peruano, «en los precursores de su porvenir mucho más que en los supérstites de su pasado» (p. 103). Luego de estas reflexiones sobre la perspectiva temporal que el arte escoge adoptar, Mariátegui pasa a describir el futurismo, escuela a la que le reconoce dos virtudes: la de demostrar un profundo amor por su patria, Italia, y la de renovar la literatura y el arte de la época (p. 104). Pero su adhesión al fascismo es criticada por el peruano quien, para explicar este desenlace, jerarquiza a la relación entre los campos de la praxis política y artística. Al establecer que «el futurismo se hizo fascista porque el arte no domina a la política» (p. 104), el autor jerarquiza el poder de dos ámbitos que, si bien se reconocen interdependientes, ejercen poderes asimétricos.

En «Nacionalismo y vanguardismo» se establece el carácter nacional de todo vanguardismo y, para ejemplificar esta aseveración, se acude al caso argentino. Los mejores poetas de su vanguardia, nutrida de estética euro-pea, «siguen siendo los más argentinos» (p. 106). El martinfierrismo siente, a la vez, las cosas del mundo y las del terruño, conjunción que Mariátegui

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explica a través de la idiosincrasia del artista, de su personalidad, la que «no se realiza plenamente sino cuando sabe ser superior a toda limitación» (p. 104). El ejemplo de la trascendencia de estos límites en el Perú es César Vallejo. De él, dice Mariátegui, «lo que más nos atrae, lo que más nos emo-ciona tal vez […] es la trama indígena, el fondo autóctono de su arte. Vallejo es muy nuestro, es muy indio» (p. 107). La presencia de lo local, de lo ver-náculo en la literatura, no representa una clausura artística. Su aparición no prescinde de una óptica estética universal, del tránsito por «caminos cosmopolitas y ecuménicos» a través de los cuales, según Mariátegui, «nos vamos acercando cada vez más a nosotros mismos» (p. 107).

La síntesis de un arte autóctono y una proyección internacional la encuentra Mariátegui en Sabogal, artista cuya obra se describe en «José Sabogal», artículo donde se rescata el mundo incaico no solo desde el dis-curso sino también desde paratextos que funcionan como documentos y lo muestran sinecdóquicamente. Las obras de este pintor que, junto con este artículo, se reproducen en Amauta son: Los pongos, Sacsayhuaman, Cholito cuzqueño, Balcón de Herodes, India Ccolla y Chutillo. La importancia de estas deriva de su carácter fundacional; ellas pertenecen a quien, según Mariá-tegui, «es, ante todo, el primer pintor peruano. Antes de él, habíamos teni-do algunos pintores, pero no habíamos tenido, en verdad, ningún “pintor peruano”» (p. 9). Ahora bien, ¿en qué consiste este rasgo particular de las creaciones de Sabogal?

Según Mariátegui, en sus obras «renacen elementos del arte incaico», tanto en su contenido humano, «sus temas vernáculos», como en su expre-sión formal, «la riqueza plástica de lo autóctono». Pero no logra su maes-tría por una mejor o más pulida técnica, sino porque «siente sus temas. Se identifica con la naturaleza y con la raza que interpreta en sus cuadros y en sus xilografías» (p. 10). Será esta compenetración con el mundo indígena, esta relación vital y emocional que el artista entabla con él, la característica singular que rescata el director de Amauta quien, para describir el valor de Sabogal, recurre a la comparación entre un indigenismo profundo y otro superficial:

Después de él, se ha propagado la moda del indigenismo en la pintura; pero quien tenga mirada penetrante no podrá confundir jamás la pro-funda y austera versión que de lo indio nos da Sabogal con la que nos dan tantos superficiales explotadores de esta veta plástica, en la cual se ceba ahora hasta la pintura turística. (p. 10)

La obra de José Sabogal aparece como un ejemplo cuyo valor se agiganta en un contexto en el que, según Mariátegui, «se constata la decadencia, la disolución del arte occidental» (p. 9). La figura del autor es exaltada a través

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de un gran número de calificativos positivos. Se dice que él tiene un «espí-ritu fuerte y hondo de constructor, de creador, dotado de una sensibilidad genial» (p. 9). Su valor se explica apelando no solo a sus dotes artísticas indi-viduales sino a su aprendizaje en Europa, lugar que, sin europeizarlo, le ha permitido acceder al «trato directo con las escuelas y artistas de Europa, el estudio personal de los maestros de todos los tiempos», todo lo que, según Mariátegui, enriqueció su temperamento y templó su técnica, tallada por el paradigma de una revolución artística.

El arte y la cultura del Perú son problematizados y vinculados tanto a las tradiciones nacionales como a las internacionales, siendo las del propio sub-continente las que más parecen preocupar a Mariátegui, quien se interesa en varios artículos por las raíces históricas de la desunión y desarticulación social latinoamericanas. Esta temática aparece en el artículo «La unidad de la América Indo-española», donde se reflexiona sobre el pasado subcon-tinental compartido por los pueblos hispanoamericanos, cuyos vínculos participan de una pendular trama de uniones y divisiones. Al inicio el texto, Mariátegui repara en la unidad impuesta por la conquista española que «uniformó la fisonomía étnica, política y moral de la América Hispa-na», y luego señala cómo la posterior generación libertadora «sintió in-tensamente la unidad sudamericana» y opuso a España «un frente único continental» (p. 13).

La descripción histórica que Mariátegui ofrece nos indica que, impues-ta primero y luego sentida, la unidad subcontinental se estableció gracias a una dialéctica, diferenciada, con dos países europeos: España y Francia. Ambos estuvieron unidos primero por un hispanismo que rechazaríamos en el período de emancipación y, luego, por el «humor revolucionario» (p. 13) que la Revolución francesa propagó por Latinoamérica, en el movi-miento independentista de las poblaciones criollas. Los datos que abundan en la descripción van ordenándose lineal y cronológicamente para tor-narse explicativos del presente hispanoamericano que, tal como se plan-tea en el texto, encuentra a nuestros pueblos dispersos. La explicación de esta disgregación también la encuentra el autor en el pasado, luego de la emancipación de España, cuando se abandonó el ideal americanista y «las antiguas colonias quedaron bajo la presión de las necesidades de un tra-bajo de formación nacional» (p. 14). Este volver la mirada hacia adentro de cada nación, junto con «pleitos absurdos y guerras criminales desgarraron la unidad de la América Indo-española» (p. 14), al tiempo que los pueblos se desarrollaban de modo diferenciado.

Lo interesante de la exposición anterior es que establece una lógica cau-sal que acude a lo político pero sin que esto satisfaga por completo la expli-cación. No lo propone como un criterio único o exclusivo para dar cuenta de la desintegración latinoamericana ya que, tal como aclara Mariátegui,

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no es la «diversidad de horario político» (p. 14) la causa de la dispersión de los pueblos, sino la «imposibilidad de que entre naciones incompletamente formadas […] se concerte y articule un sistema o un conglomerado interna-cional» (p. 14). A partir de lo antedicho, Mariátegui incorporará la dimen-sión económica a su planteamiento.

Según el peruano, es «una causa específica de dispersión la insignifi-cancia de vínculos económicos hispano-americanos. Entre estos países no existe casi comercio, no existe casi intercambio» (p. 14). A la falta de relacio-nes comerciales entre países se le suma, con una importancia decisiva, un modelo y una posición en la red económica mundial: la de naciones agroex-portadoras, productoras de materias primas, dependientes de Europa y Es-tados Unidos, países industriales a donde envían sus productos y de donde reciben maquinarias y manufacturas. Mariátegui sostiene que nuestros países actúan «económicamente como colonias de la industria y las finan-zas europea y norteamericana» (p. 15). Inserto ya dentro de una concepción materialista de la historia, el autor explicita la interdependencia entre po-lítica y economía, elementos que son «consustanciales y solidarios» (p. 15).

«La unidad de la América Indo-española» ofrece, además de una des-cripción y explicación histórica del pasado y el presente político-económico hispanoamericano, un panorama cultural. Es en este aspecto que aparece la figura del intelectual como la encargada de expresar la identidad hispano-americana. Él es definido como un transgresor que se ubica en un tiempo de viva intercomunicación subcontinental, «la que ha establecido entre las juventudes hispano-americanas la emoción revolucionaria» (p. 17). La valo-ración de su rol es simultánea a la de la historia latinoamericana, que «con la revolución mexicana, con su suerte, con su ideario, con sus hombres» posibilita el sentimiento de solidaridad entre «todos los hombres nuevos de América» (p. 17). La exaltación de una confraternidad espiritual produce, en este texto, no un programa propiamente dicho, sino una proyección, una anticipación cargada de anhelo colectivista que Mariátegui enuncia de este modo: «los brindis pacatos de la diplomacia no unirán a estos pueblos. Los unirán en el porvenir, los votos históricos de las muchedumbres» (p. 17). Así, mediante la prolepsis, traza la imagen de una futura (re)unión hispa-noamericana como resultado de la voluntad popular integracionista.

En «Lo nacional y lo exótico» reaparece la tensión entre introspección nacional y apertura internacional. Mariátegui critica la dicotomía entre exotismo y nacionalismo que instalan quienes rechazan todo aporte cos-mopolita y se clausuran en lo exclusivamente peruano, sin antes definir ni reflexionar sobre la peruanidad. En realidad, estos actores se sitúan en el conservatismo ideológico puesto que, como señala el autor, «sólo re-chazan las importaciones contrarias al interés conservador. Las importa-ciones útiles a ese interés no les parecen nunca malas, cualquiera que sea

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su procedencia» (p. 35). Esta patriotería es injustificada ya que se asienta sobre bases confusas e irracionales, «se apoya en algunos frágiles lugares comunes. Más que una tesis es un dogma» (p. 35). Nuevamente, como en «Pasadismo y futurismo», del discurso de Mariátegui emerge una postura historizante que, por un lado, busca sus argumentos en el estudio concre-to de los problemas socioculturales y, por el otro, interconecta la realidad nacional con la internacional, en particular con la de los países centrales.

El modo de conocer descrito como válido se infiere como la contracara del modo de conocer impugnado. Este último, el de los conservadores auto-denominados nacionalistas, se sostiene en abstracciones surgidas de pre-conceptos sin comprobaciones empíricas ni análisis concretos. Sus «afir-maciones son demasiado vagas y genéricas». La peruanidad a la que ellos aluden «es un mito, una ficción», por dos razones: la negación del pasado y la negación del presente. La primera consiste en ignorar el aporte de la cultura incásica que la conquista española aniquiló, sobre cuyos estratos se asentaron los aluviones poblacionales de la civilización occidental modifi-cando al Perú, que «es todavía una nacionalidad en formación». La segunda radica en negar la contribución de Europa y de la civilización occidental en general a la conformación de la realidad peruana. Sucede que, tal como plantea Mariátegui, «la realidad nacional está menos desconectada, es me-nos independiente de Europa de lo que suponen nuestros nacionalistas. El Perú contemporáneo se mueve dentro de la órbita de la civilización occi-dental», cuyos aportes se enumeran en el interior de las siguientes pregun-tas retóricas: «¿Existe hoy una ciencia, una filosofía, una democracia, un arte, existen máquinas, instituciones, leyes, genuina y característicamente peruanos? ¿El idioma que hablamos y que escribimos, el idioma siquiera, es acaso un producto de la gente peruana?» (p. 36).

Los procesos independentistas latinoamericanos son favorecidos, en el planteamiento mariateguiano, por la adopción de una fértil idea extranje-ra: «la idea de la libertad no brotó espontáneamente de nuestro suelo; su germen nos vino de fuera. Un acontecimiento europeo, la revolución fran-cesa, engendró la independencia americana» (p. 37). Será la independencia la que acelere la asimilación de la cultura europea en cada país hispanoa-mericano que depende, según el peruano, «directamente de este proceso de asimilación» (p. 38). Perú tomó de Europa y Estados Unidos todo lo que ha podido y sus vínculos con estas potencias son tan fuertes que cuando «se ha debilitado nuestro contacto con el extranjero, la vida nacional se ha depri-mido» (p. 38). En «Lo nacional y lo exótico», Mariátegui no solo constata la estrechez de relaciones entre países, sino que propugna como obligación la tarea doble del conocimiento y de la apertura. «El Perú es un fragmento de un mundo que sigue una trayectoria solidaria» (p. 38), por lo que para com-prender su realidad debe conocerse lo peruano no aisladamente, sino en

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relación con el plano internacional en el que se inserta y con el que entabla las más variadas y complejas relaciones. El autor agrega a su análisis una propuesta de praxis sociopolítica en la que «las relaciones internacionales de la inteligencia tienen que ser, por fuerza, librecambistas» (p. 40). La aper-tura delineada, entonces, amplía el foco de observación para el análisis de la realidad nacional y revela una posición ideológica que, transparentada en la máxima de que «un pueblo con voluntad de renovación y de crecimiento no puede clausurarse» (p. 40), apuesta por el internacionalismo.

La propuesta internacionalista, constante en el discurso de Mariátegui, está ligada a la adopción de premisas marxistas, que influyeron en la cultu-ra y en el movimiento obrero latinoamericanos entre 1920 y 1940.7 Al igual que muchos intelectuales latinoamericanos, por aquellos años el peruano puso en equilibrio el ideal internacional con el ideal nacional e impulsó la construcción de un internacionalismo latinoamericano. Este interés apa-rece, entre otros, en el artículo «Un Congreso de escritores hispano-ame-ricanos», cuya reflexión inicial gira sobre la propuesta del escritor Edwin Elmore de realizar un congreso libre entre intelectuales hispanoamerica-nos que opere como instrumento para la organización del pensamiento subcontinental.

La idea de Elmore atrae a Mariátegui quien opina que ella «merece ser seriamente examinada y discutida en la prensa» (p. 17), en un debate al que «deben concurrir todos los que puedan hacer alguna reflexión útil» (p. 18) que problematice el tema y no se limite a la mera adhesión irreflexi-va. El autor dice que «una recolección de pareceres, más o menos unáni-mes y uniformes sería, sin duda, una cosa muy pobre y muy monótona» (pp. 18-19). Esta cita nos permite ver cómo Mariátegui entiende la cons-trucción y el funcionamiento del campo cultural: afirmando el valor del disenso, de una pluralidad cuyos intereses o ideologías en conflicto deben batallar en un espacio dinámico y tensionado por las disímiles fuerzas en juego. El intelectual, de este modo, no puede mantenerse neutral en los conflictos ideológicos ni debe tolerar al adversario. Por el contrario, debe confrontarlo continuamente.

«Un Congreso de escritores hispano-americanos» identifica y describe al grupo antagonista que hace peligrar el encuentro planificado por Elmore:

7 Noel Salomón (1986) explica que «pensadores como José Ingenieros y Alfredo Pala-cios (en Argentina), Vasconcelos (en México), Haya de la Torre y Mariátegui (en el Perú), no se explican sin acudir al marxismo, hayan sido ellos verdaderos marxistas o no[…]. Cada uno de ellos se vinculó, a su manera, con el movimiento internacional del socialismo o del comunismo y, por tales contactos, contribuyeron a la forma-ción en su continente de una conciencia internacionalista de inspiración obrera» (pp. 192-193).

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el de los escritores caracterizados como «gente figurativa e histrionesca» (p. 19), «fauna de grafómanos y rectores tropicales y megalómanos, que tan propicio clima encuentra en nuestra América» (p. 20). Este sector intelec-tual, ampliamente desvalorizado, es aquel que disocia la discursividad de la vitalidad, la palabra del acto. Esta desunión recibirá la crítica de Mariátegui quien, en el caso específico del congreso aludido, señala el peligro que la presencia e intervención de estos antagonistas acarrea: la de su desnatu-ralización «por las especulaciones del íbero-americanismo profesional» que «traería aparejada ineluctablemente la de sus fines y la de su función» (p. 19). Desvirtuado el fin fundamental de la unión y el conocimiento real de los pueblos, de allí «podría salir todo, menos un esbozo vital de orga-nización del pensamiento hispano-americano» (p. 20). En este artículo, lo hispanoamericano no es una noción que tenga un concreto correlato en la realidad intercultural de los países que lo conformarían. Más bien, apare-ce como una ilusión, un concepto «de uso externo que todos sabemos tan artificial y tan ficticio; pero que muy pocos nos negamos explícitamente a sostener con nuestro consenso» (p. 20). Lo hispanoamericano se ubicaría en el plano del discurso y no en el de la historia, puesto que quienes apelan a esta idea suelen crear «ficciones y mitos, que no tienen siquiera el mérito de ser una grande, apasionada y sincera utopía» y que no consiguen, «abso-lutamente, unir a estos pueblos» (p. 21).

El sector intelectual criticado se ubica en las antípodas de aquel en el que se sitúa Mariátegui. Según el peruano, «los hombres que representan una fuerza de renovación no pueden concertarse ni confundirse, ni aun eventual o fortuitamente, con los que representan una fuerza de conser-vación o de regresión. Los separa un abismo histórico» (p. 20). Además, sus palabras y sus esquemas explicativos difieren, «hablan un lenguaje diverso y no tienen una intuición común de la historia» (p. 20). Una vez descritos los términos de esta disputa en el seno del campo cultural, Mariátegui esboza su propuesta:

Pienso que hay que juntar a los afines, no a los dispares. Que hay que aproximar a los que la historia quiere que estén próximos. Que hay que solidarizar a los que la historia quiere que sean solidarios. Esta me pa-rece la única coordinación posible. La sola inteligencia con un preciso y efectivo sentido histórico. (p. 21)

El enunciado anterior pone en juego dos tópicos programáticos fre-cuentes en el discurso del autor: uno, el de una perspectiva historizante, insinuada en dos artículos anteriores, «Pasadismo y futurismo» y «Lo nacional y lo exótico»; otro, el de un constante ejercicio intelectual selec-tivo-confrontativo, que aparece con clara fuerza proyectiva en el primer y

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séptimo número de Amauta, «Presentación…» y «Polémica finita». Antes de comentar estos textos, tracemos, aunque solo sea someramente, una carac-terización general de la revista que Mariátegui funda y dirige.

La aparición de Amauta constituye un suceso único en las letras hispa-noamericanas.8 La revista, que alcanzó los treinta y dos números entre sep-tiembre de 1926 y septiembre de 1930, colaboró con el despliegue orgánico del movimiento renovador peruano más importante y fue un foco indis-cutible de irradiación cultural, en Perú y en toda Latinoamérica. Desde su inicio, la revista se propuso fusionar las tendencias de renovación artística y política, contribuyendo, entre otras cosas, a formar un espíritu indoame-ricano fundado en la reivindicación de los valores autóctonos. La elección del nombre es significativa ya que la revista, que en un primer momento debía llamarse Vanguardia, será bautizada con una palabra que en el len-guaje incaico del antiguo Perú significa ‘sabio’ o ‘sacerdote’. El cambio de tí-tulo, posiblemente sugerido por el pintor indigenista José Sabogal, muestra con claridad «la voluntad de anclar el cosmopolitismo de las vanguardias a las raíces culturales del Perú» (Melis, 1996, p. 364).

Amauta no solo revalora el pasado cultural más remoto del Perú, tam-bién se preocupa por el presente de la cultura nacional e internacional. Del mismo modo que se compromete con una retrospección selectiva, se mues-tra abierta a las manifestaciones artísticas contemporáneas más innova-doras del Perú, Latinoamérica y Europa. Impulsa y difunde a escritores singulares que se destacan por una intensa búsqueda de experimentación formal. Por poner algunos ejemplos: Carlos Oquendo de Amat, de Perú; Ed-wards Bello, de Chile; los martinfierristas, de la Argentina; los surrealistas franceses.9 Amauta es, además, una herramienta estratégica fundamental para el programa mariateguiano de acumulación de fuerzas en el terreno político y cultural. Su utilidad radica en ofrecer un espacio de debate que no solo constata una serie de conflictos socioeconómicos de un mundo fragmentado y excluyente, sino que promueve una praxis transformadora a través del múltiple aporte de textos y autores que apuestan al cambio social, a la posibilidad de subvertir un orden anquilosado e injusto. Refiriéndose a la literatura, a la pintura, a la música, al psicoanálisis o al marxismo, los

8 En dos textos de Antonio Melis se repara en esta singularidad de Amauta: en la pági-na 15 del texto ya citado y en su artículo «La experiencia vanguardista en la revista Amauta», publicado en las Actas del Coloquio Internacional de Berlín (1991).

9 Según Melis (1996), «Amauta se propone como un espacio de acogida y maduración de todas las experiencias más vitales. Desde este punto de vista, representa un mo-mento mágico en la historia de la cultura peruana contemporánea, que hasta hoy no se ha vuelto a repetir con la misma riqueza» (p. 16).

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intelectuales y artistas que participan en Amauta conforman una unidad en la pluralidad, con una clara tendencia revolucionaria.

En «Presentación de “Amauta”»10 se repara en el gran alcance de su re-presentatividad, puesto que la revista «no representa un grupo. Represen-ta, más bien, un movimiento, un espíritu», a cuyos agentes «se les llama, vanguardistas, socialistas, revolucionarios». La enumeración integra dis-tintos actores entre los que existen, según Mariátegui, «algunas discrepan-cias formales, algunas diferencias psicológicas», por sobre las que «todos estos espíritus ponen lo que los aproxima y mancomuna: su voluntad de crear un Perú nuevo dentro del mundo nuevo». Los intelectuales y artistas que participan en la revista, entonces, comparten un propósito colectivo de renovación general, política y artística a la vez. Este carácter grupal permite el nacimiento de Amauta que, como plantea Mariátegui, no surge de súbito por su sola determinación, sino de la articulación de su esfuerzo individual «con el de otros intelectuales y artistas que piensan y sienten parecidamen-te» a él. Por este motivo, la voz de la revista no es personal sino que es «la voz de un movimiento y de una generación».

«Acordarnos y conocernos mejor nosotros mismos» es el primer obje-tivo que el grupo que Mariátegui representa se propone conseguir. Esta apuesta a la (re)unión y solidaridad de los «elementos» es paralela y simul-tánea a los propósitos de distinción, selección y exclusión, puesto que el peruano sostiene:

Al mismo tiempo que atraerá a otros buenos elementos, alejará algunos fluctuantes y desganados que por ahora coquetean con el vanguardis-mo, pero que apenas este les demande un sacrificio, se apresurarán a dejarlo. amauta cribará a los hombres de la vanguardia –militantes y simpatizantes– hasta separar la paja del grano. Producirá o precipitará un fenómeno de polarización y concentración.

La intención de un proceso de apertura y selección cruza todo el modo de organización de la revista, que «no es una tribuna libre abierta a todos los vientos del espíritu», ni se inscribe en la concepción de «una cultura y un arte agnósticos». Asumida como «una fuerza beligerante, polémica», Amauta no hace ninguna concesión a la tolerancia, a la que define como un «criterio generalmente falaz». Instalada a partir de una voluntad de confrontación, en la que «hay ideas buenas e ideas malas», la revista, al igual que Mariátegui, «rechaza todo lo que es contrario a su ideología así como todo lo que no traduce ideología alguna». En esta

10 Toda la presentación, que es un único texto a dos columnas, está en una sola página, la número 1.

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«Presentación…» se da a conocer el objetivo principal de la revista, que es «el de plantear, esclarecer y conocer los problemas peruanos desde puntos de vista doctrinarios y científicos». El saber y la construcción de conocimiento son, entonces, un problema fundamental planteado desde una perspectiva que pretende sintetizar lo local y lo universal. Mariáte-gui declara que Amauta considerará «al Perú dentro del panorama del mundo» y que «vinculará a los hombres nuevos del Perú, primero con los de los otros pueblos de América, en seguida con los de los otros pueblos del mundo» (p. 1). De este modo, su actitud internacionalista se equilibra con el ideal nacional; actitud común, como advierte Salomón, a muchos intelectuales latinoamericanos durante la década que va de 1925 a 1935 (Salomón, 1986, p. 193).

«Estudiaremos todos los grandes movimientos de renovación políticos, filosóficos, artísticos, literarios, científicos. Todo lo humano es nuestro», sostiene el director de la revista. De este modo, muestra que la totalidad es una preocupación y un presupuesto, una tarea y un derecho. Sus declara-ciones universalistas no presuponen una renuncia a lo local o regional, sino una apertura al mundo en el que lo local o regional se ensamblan. Hay que recordar que un año antes de esta presentación, en 1925, Mariátegui era quien exhortaba a sus compatriotas diciéndoles: «Peruanicemos al Perú». En la «Presentación de “Amauta”» hallamos, entonces, una descripción del estado de la cuestión en el campo cultural peruano –la maduración de una tendencia renovadora– y una valoración de dicho campo: positiva para las corrientes reformistas y negativa para las conservadoras. A todo esto, debe-mos sumar las expectativas verbalizadas, las líneas generales de reflexión y de intervención propugnadas. Mariátegui se niega a rotular estas líneas como programa, puesto que estos le parecen «absolutamente inútiles». Sin embargo, la «Presentación…» transparenta un explícito contenido progra-mático al proponer un conjunto de medidas para la praxis cultural así como una serie de fundamentaciones que establecen su necesidad para el desa-rrollo artístico y social del Perú.

En «Polémica finita», artículo aparecido en el séptimo número de Amau-ta, su director refuta algunas opiniones de Luis Alberto Sánchez respecto de la significación de la revista. Los defectos que este último le endilga son bá-sicamente tres: el academicismo, la indeterminación ideológica por la diver-sidad de intelectuales que participan y el dogmatismo. A cada una de estas acusaciones responde Mariátegui. Sobre el primer punto aclara que:

Llamar académica a «Amauta», que ha sido unánimemente calificada en América y España como una revista de «vanguardia» […], es una de-masía y un capricho verbales, tan subjetivos, tan exclusivos de Sánchez, que no vale la pena controvertirlos. Esta revista, «académica» según

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Sánchez, tiene ya algunos millares de lectores, hecho que basta para desmentir su opinión. (p.6)

La explicación ofrecida se funda en la evaluación de la comunidad le-trada nacional e internacional y en la del público lector en general. La acep-tación de estos dos grupos se traduce en el consumo masivo de la revista, respuesta que, se presupone, es antagónica a la que reciben los productos académicos, destinados a una minoría. La amplia recepción de Amauta y su generalizada calificación de vanguardista operan como fundamentos legi-timadores de su carácter innovador y reformista, cualidades que se enfren-tan al academicismo al que se le adjudican, implícitamente y por contraste, las características de conservador y antipopular.

Respecto del segundo planteo, Mariátegui explica:

«amauta» ha publicado artículos de índole diversa porque no es solo una revista de doctrina –social, económica, política […]– sino también una revista de arte y literatura. La filiación o la posición doctrinal no nos preocupan, fundamentalmente, sino en el terreno doctrinal. En el terre-no puramente artístico, literario y científico, aceptamos la colaboración de artistas, literatos, técnicos, considerando solo su mérito respectivo, si no tienen una posición militante en otro campo ideológico. (p. 6)

El autor reconoce dos criterios: el de la pluralidad disciplinar, que permite presentar una diversidad de temas desde diferentes campos del conocimien-to, y el de la excelencia, que permite seleccionar aquellos artículos cuyos auto-res se distinguen en el área en que se desenvuelven. A estos dos parámetros de selección se le suma un tercero, que tiene como función valorizar los textos. El autor acepta un amplio espectro de obras pero aclara que prefiere, «por su-puesto, la de los artistas y escritores que están integralmente en nuestra mis-ma dirección» (p. 6); esta dirección es la que sigue «una revista de definición ideológica, de concentración izquierdista» (p. 6) que hermana praxis artística con praxis política. «Somos los vanguardistas, los revolucionarios. Los que te-nemos una meta, los que sabemos a dónde vamos», señala su director.

En relación con el tercer punto, Mariátegui dice:

Que «amauta» rechace todo lo contrario a su ideología no significa que lo excluya sistemáticamente de sus páginas, imponiendo a sus colaborado-res una ortodoxia rigurosa. Este principio, que reafirmamos, nos obliga solo a denunciar y controvertir las ideas discrepantes peligrosas. (p. 6)

En este sentido, Amauta opera como un campo de atracción y de polariza-ción intelectual que enfrenta posiciones ideológicas diversas, permitiendo,

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al interior de la revista, el disenso, el cual no acarrea ninguna renuncia. Se-gún Mariátegui, los que dan a Amauta «tonalidad, fisonomía y orientación» son los que tienen «una filiación y una fe, no quienes no las tienen». A estos últimos los admite como «accidentales compañeros de viaje» puesto que no presentan un peligro para la integridad y homogeneidad de la revista. No habría entonces intolerancia puesto que, como se aclara, Amauta deja oír di-versas voces, y tampoco habría dogmatismo porque ella, según su director, «en cuanto concierne a los problemas peruanos, ha venido para inaugurar y organizar un debate; no para clausurarlo» (p. 6).

Los términos y las significaciones de este debate ya habían sido esclare-cidos, en gran parte, en un artículo previo titulado «Arte, revolución y deca-dencia», publicado en el tercer número de Amauta. Allí, Mariátegui se propo-ne esclarecer un frecuente equívoco: la identificación, sin mayor análisis, del arte nuevo con el arte revolucionario. Desde el inicio, el texto reconoce un antagonismo que se intensifica discursivamente, ofrece argumentos y fun-damentos de dicha oposición y propone ciertas prácticas poéticas y políticas a la vez que desestima y critica otras. El primer rasgo, temático, pone en juego la confrontación como regla cardinal en las interrelaciones que se dan en el campo cultural; el segundo, estratégico, le da un carácter constatativo y explicativo al texto, de modo que lo valorado se derive de lo documentado; el tercero, proyectivo o programático, señala, a la vez, lo necesario y lo deseable –con un explícita modalidad deóntica– y lo innecesario y lo indeseable.

En este artículo, Mariátegui sostiene, como una de las premisas princi-pales, la siguiente idea:

No todo el arte nuevo es revolucionario, ni es tampoco verdaderamente nuevo. En el mundo contemporáneo coexisten dos almas, la de la revo-lución y la de la decadencia. Sólo la presencia de la primera confiere a un poema o a un cuadro valor de arte nuevo. (p. 3)

El autor señala, de este modo, el contraste principal del texto; lo sitúa en un tiempo histórico moderno y en el plano abstracto de una espiritualidad dual y antinómica que precede a los objetos artísticos donde esta se mate-rializa. Los ideales de estas dos almas son antitéticos: si uno es aceptable, el otro no lo es. El autor explica que «la distinción entre las dos categorías coetáneas no es fácil. La decadencia y la revolución, así como coexisten en el mismo mundo, coexisten también en los mismos individuos» (p. 3). Pre-cisamente, el espíritu decadentista y el revolucionario participan de una tensión en el mundo de la vida y en el mundo de las ideas que obliga a los intelectuales a elegir cuál de los dos guiará su trabajo, puesto que, si bien ambos conviven en el campo cultural, estos son mutuamente excluyentes.

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Mariátegui interpreta la declinación de la cultura occidental como re-sultado de la «decadencia de la civilización capitalista» que se manifiesta en «la atomización, en la disolución de su arte». De este modo, lo que se constata es una crisis: el agotamiento de un modelo –el del arte burgués– y de una «literatura sin absoluto» y el nacimiento y desarrollo de otro paradigma alternativo, el de las vanguardias, que edifican el cubismo, el dadaísmo, el impresionismo, entre otras escuelas que «al mismo tiem-po que acusan una crisis, anuncian una reconstrucción». Aisladamente, explica Mariátegui, ellas no ofrecen una fórmula pero todas concurren para brindar valores y principios que colaboran en su conformación. El sentido revolucionario de estas tendencias no se encuentra en la creación de una nueva técnica ni en la destrucción de otra vieja, sino en «el repu-dio, en el desahucio, en la befa del absoluto burgués» (p. 3). Lo que recha-zan, plantea el texto, no son solo las reglas económicas de un particular y hostil sistema de relaciones de producción, sino las de una organización sociopolítica que no parece perseguir el bien común. Los vínculos entre el arte y la política se plantean como inevitables, y esta idea la demuestra Mariátegui aludiendo, por ejemplo, tanto a los futuristas rusos que han adherido al comunismo como a los futuristas italianos que han adherido al fascismo.

La política, a la que Mariátegui eleva y siente como una religión, acre-cienta su valor en la coyuntura de la decadencia observada. Así, «Arte, revo-lución y decadencia» sentencia que «en las épocas románticas o de crisis de un orden, la política ocupa el primer plano de la vida» (p. 7). Primacía de lo político que ejemplifican positivamente los miembros de la revolución su-prarrealista, Louis Aragon, André Breton y otros, todos los que están «mar-chando hacia el comunismo» (p. 7). El espíritu revolucionario es, entonces, total. No escinde la praxis poética de la praxis política; ambas se solidarizan en la búsqueda de un cambio absoluto, contrario a los valores que sostiene la burguesía en la cultura y el arte. La operación surrealista, que este artículo de noviembre de 1926 describe, ya ha sido condensada en una explicación previa, la aparecida en «El grupo surrealista», publicado cuatro meses antes, donde se sostiene que «los suprarrealistas pasan del campo artístico al cam-po político. Denuncian y condenan no solo las transacciones del arte con el decadente pensamiento burgués. Denuncian y condenan, en bloque, la civi-lización capitalista» (p. 185).

Las distintas conciencias políticas, y los valores que defienden, permi-ten distinguir, según Mariátegui, opuestas tendencias en el arte nuevo: la revolucionaria y la decadente, las que muchas veces la crítica no diferencia debido a la adopción de un equívoco difundido por Ortega y Gasset en el mundo hispano. Esta confusión consistiría en no poder distinguir, en el arte moderno, los elementos revolucionarios de los elementos decadentes,

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en tomar como propios de una tendencia ciertos rasgos que corresponden típicamente a la otra. Por ejemplo, no se puede pretender, como lo hizo Or-tega y Gasset, que «la nueva inspiración es siempre, indefectiblemente có-mica» (p. 3). Lo que critica Mariátegui es la identificación total entre los pla-nos formales y espirituales. Puede haber, sostiene, un nuevo procedimiento o una nueva técnica, pero la renovación formal no basta para construir un arte nuevo; para crearlo es necesario, además, una voluntad de renovación espiritual y política. Esta reforma consiste en la propuesta comunista que fundamenta el marxismo, cuya conceptualización coincide en mucho con la enunciada, décadas después, por Alain Badiou (1990), quien lo define «como una doctrina revolucionaria, si no históricamente confirmada […], por lo menos históricamente activa» (p. 18).

El espacio social privilegiado en que se proyecta la posible reforma po-lítica/estética esbozada en casi todos los artículos de Mariátegui es Hispa-noamérica, colectivo sobre el que se reflexiona en «¿Existe un pensamiento hispanoamericano?» y en «El ibero-americanismo y pan-americanismo», dos textos escritos en mayo de 1925, con pocos días de diferencia. El primero de ellos reconoce, de modo explícito y como disparador textual, la idea del congreso de intelectuales iberoamericanos abordada en un artículo previo, «Un Congreso de escritores hispano-americanos», texto que ya comentamos páginas atrás. «¿Existe un pensamiento hispanoamericano?», entonces, vie-ne a completar el anterior, a desarrollarlo y a problematizar la idea de una formación artístico-intelectual en la región. El segundo de ellos se encarga, por su parte, de oponer dos modos de relaciones culturales internacionales: uno verticalista, el del panamericanismo, y otro horizontal, el del hispanoa-mericanismo. Dichos vínculos culturales estarían atravesados, además, por modelos políticos y económicos propugnados que tienden a polarizarse: el del imperialismo norteamericano y el del iberoamericanismo popular. Sin embargo, como veremos más adelante, la oposición planteada en el texto no dicotomiza los términos desde una perspectiva geográfica sino artística e ideológica.

En «¿Existe un pensamiento hispanoamericano?», Mariátegui critica el optimismo y la exaltación con que el pensamiento hispanoamericano se va-lora. Utiliza como ejemplo de esta exacerbación el mensaje que Alfredo Pa-lacios le dirigió a la juventud universitaria, refiriéndose al valor y potencia de nuestro pensamiento. Lo que discute el peruano no es tanto su riqueza sino la jerarquía que Palacios le da sobre el pensamiento del viejo continen-te, del que, según el socialista argentino, es independiente. Mariátegui rela-tiviza la supuesta supremacía del pensamiento latinoamericano en el plano internacional al localizar su importancia en el futuro y no en el presente de la enunciación; construye, de este modo, la idea de una intelectualidad en construcción, ni plena ni concluida.

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El autor no puede negar la hegemonía intelectual de Europa a pesar de la crisis del capitalismo que atraviesa, al igual que toda la civilización occidental.11 Constata que, a pesar de la guerra y de la posguerra, el viejo continente conserva su poder de creación y ejerce una profunda influencia en América, hacia donde exporta un sinfín de cosas: ideas, libros, máqui-nas y modas. Valorada por su capacidad de renacer, Europa representa el pensamiento consolidado que, nutrido de las sólidas tradiciones y escuelas de sus naciones, alimenta la producción intelectual de nuestro continente, la cual, según Mariátegui, carece de rasgos propios y está en proceso de elaboración, al igual que el continente y la raza.

Para definir la fisonomía de la intelectualidad propia, el peruano acu-de, como lo ha hecho antes, a una matriz europea que estima, sobre todo, por su capacidad de renovación. Su valoración de lo europeo no es euro-peizante, aunque así lo han juzgado con frecuencia por oponerse a la nor-teamericanización, rechazo que se patentiza en «El ibero-americanismo y pan-americanismo». Allí afirma que «antes de una gran Democracia, como les gusta calificarlos a sus apologistas de estas latitudes, los Estados Unidos constituyen un gran Imperio» (p. 27) que se expande e invade Latinoamé-rica con victorias políticas y económicas que «le asegurarán, poco a poco, la adhesión, o al menos la sumisión, de la mayor parte de los intelectuales» (p. 28). La denuncia que en este artículo enuncia Mariátegui nos muestra que su concepción, identificada con el socialismo científico como teoría universal, incluye un rechazo al eurocentrismo como actitud de depen-dencia ideológica y al americanocentrismo como postura anticultural de rechazo a los aportes de la cultura-civilización (Salomón, 1986, p. 193).

En «¿Existe un pensamiento hispanoamericano?», Mariátegui no solo no asimila de modo directo y total el modelo cultural europeo al hispanoa-mericano sino que se detiene en una de las particularidades de este último: el mundo indígena. En el Perú, este es silenciado por una intelectualidad cuestionada, según indica José Arico (1999), por «haberse constituido a es-paldas de esa realidad o, mejor aún, ignorando totalmente su presencia» (p. 177). Contrario a esta intelectualidad, Mariátegui encuentra en este uni-verso uno de los ejes fundamentales de su obra e insistirá en una operación de rescate del incanato. Al prestar atención al tema indígena, «peruaniza» la reflexión sobre la nacionalidad, puesto que se detiene en una especificidad del país andino: la presencia de una mayoría indígena. Reconocer su aporte a la cultura del Perú es, para el autor, fundamental para la construcción de

11 Yerco Moretic (1970) señala que «tan excesiva confianza en la inminente caída de la so-ciedad capitalista europea no fue por cierto error exclusivo de Mariátegui: se encuentra en las formulaciones de todos los pensadores revolucionarios de la época» (p. 77).

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una nacionalidad que está, en el caso peruano, en formación. Al respecto, Melis advierte:

El concepto general de nacionalidad en formación se concreta en el caso representado por un país dividido entre sus dos componentes princi-pales y no integrados. La peruanización del Perú, entonces, tiene como piedra de toque la capacidad de asumir el problema indígena como eje de la edificación nacional. (1991, p. 13)

En «El ibero-americanismo y pan-americanismo», Mariátegui enuncia las bases no ya para la construcción de una identidad y de un campo cultural estrictamente nacionales sino, más bien, internacionales e hispanoamerica-nistas. El texto sostiene y describe, como ya dijimos, la oposición entre dos modos de vinculación cultural internacional: uno verticalista, el de la imposi-ción de valores mercantilistas, que «se apoya en los intereses y los negocios», y el otro horizontal, basado «en los sentimientos y las tradiciones» (p. 28). Estos dos estilos se ligan, superficialmente, a dos geoculturas: la iberoame-ricana y la norteamericana. Sin embargo, estas no se plantean como totali-dades uniformes sino como unidades plurales que contienen en sí mismas diferencias que exceden toda simplificación binaria o maniquea. Mariátegui plantea, de este modo, un iberoamericanismo apócrifo y otro verdadero, así como unos valores norteamericanos negativos y otros valiosos.

El iberoamericanismo simulado es aquel erigido como oficial, el que según Mariátegui «será siempre un ideal académico, burocrático, impo-tente, sin raíces en la vida» (p. 30). El otro, el auténtico, será el que «debe apoyarse en las muchedumbres que trabajan por crear un orden nuevo» y el que «como ideal de los núcleos renovadores, se convertirá […] en un ideal beligerante, activo, multitudinario» (p. 30). En ambos casos, ya para refe-rirse a aquel aprobado, ya para referirse al impugnado, el autor despliega una descripción que, conformada por la enumeración de calificaciones, se torna evaluativa y explicativa. Lo que se explica, por su parte, tiene validez profética, como lo muestra el futuro al que recurrentemente apunta la mor-fología verbal. Lo que se constata, el falso y el verdadero iberoamericanis-mo, se proyecta temporalmente. En el primer caso, el futuro representa una continuidad temporal conservadora, el mantenimiento de un orden desca-lificado. En el segundo caso, el futuro significa la posibilidad de un cambio, la destrucción de un orden infértil, exclusivo y excluyente, y la implantación de otro, fértil, popular e inclusivo.

Pero no se satisface Mariátegui con señalar la posibilidad de un porvenir mejor sino que enuncia una serie de proposiciones encargadas de estable-cer las condiciones y tareas que deben realizarse para la consecución de los cambios anunciados y propugnados en el artículo. Dice el autor, entre otras

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cosas, que para la solidaridad internacionalista la nueva generación hispa-noamericana «debe definir neta y exactamente el sentido de su oposición a los Estados Unidos» (p. 29). Los hombres nuevos de la América indoibérica «pueden y deben entenderse con los hombres nuevos de la América de Waldo Frank» (p. 30) y el trabajo de la nueva generación iberoamericana «puede y debe articularse y solidarizarse con el trabajo de la nueva generación yanqui» (p. 30). En su confrontación explícita con los Estados Unidos, Mariátegui se inscribe en una tradición antiimperialista latinoamericana que comienza a partir de la guerra hispano-norteamericana en 1898. Como observa Terán (1985), esta tradición conforma la idea de Latinoamérica «en relación con ese “hermano enemigo” que toda una capa de intelectuales iba a convertir en objeto privilegiado de sus análisis y preocupaciones» (p. 109).12

La propuesta mariateguiana establece simultáneamente las posibilida-des y los deberes para la reforma en el campo cultural internacional, estan-do ligada a la solidaridad entre los afines, entre quienes comparten un afán renovador que, reconocido como vanguardista, es llevado a cabo por acto-res revolucionarios. Si el concepto de vanguardia, en el texto, se mantiene relativamente apegado a los límites del campo artístico, el de revolución servirá para ensanchar su significación hacia el campo intelectual y polí-tico-cultural en general. El escritor peruano diagnostica una perspectiva similar en la creación artística de las diferentes geoculturas. Así, declara:

Hoy la misma inquietud que agita a la vanguardia de la América Española mueve a la vanguardia de la América del Norte. Los problemas de la nueva generación hispano-americana son, con variación de lugar y de matiz, los mismos problemas de la nueva generación norteamericana. (p. 29)

Mariátegui no solo diagnostica similitudes en las preocupaciones y di-ficultades sino que propone el derecho a la universalización del discurso revolucionario y antiimperialista. Así, un norteamericano, Henry Thoreau, quien es homenajeado por los revolucionarios de Europa, «tiene también derecho a la devoción de los revolucionarios de Nuestra América» (p. 29) y, del mismo modo, «la América de Waldo Frank es también, como nuestra América, adversaria del Imperio de Pierpont Morgan y del Petróleo» (p. 30). Los puntos en común muestran que la oposición que plantea el artículo no

12 Lo notable del primer antiimperialismo latinoamericano, que finaliza con la Primera Guerra Mundial y las reformas universitarias –al que adscribe y continúa, en líneas generales, Mariátegui–, es que «por sobre las determinaciones nacionales, las in-flexiones de la discursividad latinoamericana conducían a la obtención de la imagen positiva o invertida de sus propios destinos a partir de una imitación abstracta o de una negación imaginaria del imperialismo norteamericano» (Terán, 1985, p. 109).

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es entre Norteamérica y Latinoamérica sino entre aquellos a quienes «los comunica y los mancomuna la misma emoción histórica» –los vanguardis-tas, los revolucionarios– y aquellos que no la sienten, sean estos norteame-ricanos, latinoamericanos, o «la España reaccionaria de los Borbones y de Primo de Rivera» (p. 30). En «El ibero-americanismo y pan-americanismo», entonces, el peruano internacionaliza la propuesta de un pensamiento renovador en términos artísticos y políticos, basado en lo popular –en las «muchedumbres» o en lo «multitudinario»–, que se desenvuelve como una praxis activa y combativa.

La España que rechaza Mariátegui en mayo de 1925, en «El ibero-americanismo y pan-americanismo», es la misma que rechazará dos años después en «La batalla de Martín Fierro» a raíz de «la anacrónica preten-sión de La Gaceta Literaria de que se reconozca a Madrid como “meridiano intelectual de Hispanoamérica”» (p. 116). Esta España, conservadora en el arte y la política, tiene ansias imperiales y pretende imponerse en el campo cultural hispanoamericano que, a través de sus intelectuales, ofrece resis-tencia y busca la emancipación. Ya el título del artículo, «La batalla de Mar-tín Fierro», revela la concepción de la cultura como campo de lucha y de enfrentamientos, los que, en este caso, se dan entre un grupo vanguardista e hispanoamericano y otro conservador y español. A la descripción valo-rativa del antagonismo antedicho acompañan, principalmente, otras dos acciones: la denuncia y la propuesta.

Mariátegui denuncia, en particular, la voluntad de La Gaceta Literaria de transformar a Madrid en referente intelectual pero, en general, denun-cia «cualquiera tentativa de restauración conservadora» (p. 116). Luego de constatar el problema elabora su propuesta de acción. Esta se sintetiza en el siguiente fragmento: «Contra la tardía reivindicación española, debemos insurgir todos los escritores y artistas de la nueva generación hispanoa-mericana» (pp. 116-117). La cita muestra tres puntos importantes: primero, una forma de quehacer intelectual activa, el enfrentamiento, la insurgencia a las reglas de un campo literario conservador; segundo, la manifestación de una conciencia de grupo a través de un nosotros inclusivo que alude, si-multáneamente, a una pertenencia geocultural –Hispanoamérica– y a una ideológica –la vanguardia–; y, finalmente, el carácter deóntico explícita y lexicalmente marcado en el «debemos», el que, por su forma plural, le da a la obligatoriedad del mandato un carácter colectivo.

Quienes conforman el grupo retratado son los escritores agrupados en torno a la revista Martín Fierro, que expresan una rotunda negativa al planteamiento de La Gaceta de Madrid. Además de un cuadro de este gru-po vanguardista, Mariátegui nos ofrece en este artículo un análisis de la función que su periódico tiene en la Argentina y en Hispanoamérica en general. Sin dudas, hubo una función revolucionaria aunque «tendería a

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devenir conservadora si la satisfacción de haber reemplazado a los valores y conceptos de ayer por los de hoy, produjesen una peligrosa y megalómana superestimación de estos» (pp. 115-116). Mariátegui no solo se refiere a un presente artístico que se aprueba y celebra sino también a un futuro posible que se desaprueba y cuya existencia potencial depende de una exagerada valoración de lo nuevo y de una incapacidad retrospectiva.

Precisamente, es el rescate del pasado una de las operaciones de los martinfierristas que Mariátegui realza. Este afirma que «Martín Fierro […] ha reivindicado, contra el juicio europeizante y académico de sus mayores, un valer del pasado. A esta sana raíz debe una buena parte de su vitalidad» (p. 116). Y esta capacidad de mirar hacia atrás parece servirle al autor para establecer una identificación entre la vanguardia argentina y la peruana, que también recupera las raíces históricas de su pueblo. El paralelismo establecido es notorio, por ejemplo, en la importancia dada al título de la revista argentina. Para referirse a este, el autor recupera las palabras de su director Evar Méndez, quien explica que «Martín Fierro […] tiene por nom-bre el de un poema que es la más típica creación del alma de nuestro pue-blo. Sobre esa clásica base, ese sólido fundamento –nada podría impedirlo–, edificamos cualquiera aspiración con capacidad de toda altura» (p. 116). El título de la revista sintetiza un ideario y anuncia una línea artística com-prometida con las raíces identitarias nacionales. Su significatividad como indicador de una posición estético-ideológica también se verifica en el pri-mer número de Amauta, donde Mariátegui explica que el nombre de esta revista «no traduce sino nuestra adhesión a la Raza, no refleja sino nuestro homenaje al Incaismo. Pero específicamente la palabra “Amauta” adquiere con esta revista una nueva acepción. La vamos a crear otra vez» (p. 1).

El artículo valora la capacidad combativa de los martinfierristas, «su tradición que es tradición de lucha» (p. 116), y también su capacidad de fu-sionar lo internacional con lo nacional, valoración que se desplegó en «El ibero-americanismo y pan-americanismo», artículo ya comentado. Pero según Mariátegui, no es solo la vanguardia argentina, como fenómeno ar-tístico, la que transforma al país en un lugar propicio para situar el centro cultural de Hispanoamérica. Como plantea el autor, «Buenos Aires, más conectada con los demás centros de Sudamérica, reúne más condiciones materiales de Metrópoli. Es ya un gran mercado literario. Un “meridiano intelectual”, en gran parte, no es otra cosa» (p. 118). Sobre las condiciones materiales que le permiten a Buenos Aires constituirse como un campo de gravitación de la cultura continental vuelve a reflexionar en «La batalla del libro», publicado seis meses después de «La batalla de Martín Fierro».

En «La batalla del libro», Mariátegui describe un hecho puntual refe-rido al campo literario argentino: la Exposición Nacional del Libro orga-nizada en Mar del Plata por el editor Samuel Glusberg. El peruano valora

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este hecho, al que considera «la manifestación más cuantiosa y valiosa de la cultura argentina», y lo interpreta como un síntoma de la maduración literaria del país:

Ha encontrado, de pronto, en esta exposición, el vasto panorama de su literatura. El volumen imponente de su producción literaria y científica le ha sido presentada, en los salones de la exposición, junto con la exten-sión y progreso de su movimiento editorial. (p. 118)

A la vez que reconoce el desarrollo de la literatura argentina, el autor constata el predominio editorial de España, que mantiene una hegemonía en el mercado hispanoamericano a pesar del esfuerzo de ciertos países por posicionarse (p. 118). La explicación de esta preponderancia hispana la en-cuentra Mariátegui en las tradiciones y los hábitos del comercio literario que favorecen al libro español, cuya «circulación está asegurada por un co-mercio mecanizado, antiquísimo» (p. 119).

Al igual que en «La batalla de Martín Fierro», Mariátegui augura un fu-turo promisorio para la literatura argentina como hecho estético y también comercial. Asegura que una sede para el mercado editorial hispanoameri-cano «tiene que surgir, a plazo más o menos corto, en Buenos Aires. Las edi-toriales argentinas funcionan sobre la base de un mercado como el de Bue-nos Aires, el mayor mercado de Hispanoamérica» (p. 119). El desarrollo de las editoriales argentinas se explica como el resultado tanto de su riqueza económica como de su madurez cultural y opera, en el discurso de Mariáte-gui, como un ejemplo de lo que se puede y debe hacer. El autor sostiene, con un nosotros inclusivo, que «de sus experiencias podemos y debemos sacar, además, algún provecho en nuestro trabajo nacional» (p. 120).

La comparación con el caso argentino le permite a Mariátegui caracte-rizar, por contraste, el campo literario peruano en lo que se refiere a publi-cación, circulación y difusión de obras. Este campo se describe como un espacio social de escasez y disfunción; allí, observa el autor, «el hombre de estudio carece […] de elementos de información. No hay en el Perú ni una sola biblioteca bien abastecida. Para cualquier investigación, el estudioso carece de la más elemental bibliografía» (p. 120). Luego de señalar estas in-suficiencias, el autor insiste: «Tenemos por resolver nuestros más elemen-tales problemas de librería y bibliografía» (p. 120). Este breve enunciado pa-rece operar como una sentencia que, por un lado, revela el carácter proyec-tivo y deóntico del enunciado y, por otro, el carácter grupal del compromiso requerido para solucionar las fallas en el circuito editorial peruano.

Las falencias editoriales que se denuncian corresponden a una realidad nacional sobre la que, como vimos, se cavila constantemente, asociándola a las particularidades de su configuración sociopolítica y económica. Entre

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estas, sobresale la presencia indígena, sobre la que Mariátegui reflexiona en «El problema primario del Perú». Allí, el autor sostiene que «el problema de los indios es el problema de cuatro millones de peruanos. Es el problema de las tres cuartas partes de la población del Perú. Es el problema de la ma-yoría» (p. 41). En síntesis, el mundo indígena constituye «el problema de la nacionalidad» (p. 42), razón por la que su ignorancia supone una crítica en términos tanto éticos como intelectuales. Mariátegui entiende que «la escasa disposición de nuestra gente a estudiarlo y a enfocarlo honradamente es un signo de pereza mental y, sobre todo, de insensibilidad moral» (p. 42). A los enunciados hasta aquí citados agrega otros marcados deónticamente:

Una política realmente nacional no puede prescindir del indio, no pue-de ignorar al indio. El indio es el cimiento de nuestra nacionalidad en formación. La opresión enemista al indio con la civilidad. Lo anula, prácticamente, como elemento de progreso. Los que empobrecen y de-primen al indio, empobrecen y deprimen a la nación. (p. 44)

La solución a la marginalidad del indio no se resuelve, según el perua-no, solo con su incorporación al campo de la cultura nacional, sino al de la sociedad y al de la economía. La solución, dice Mariátegui, «tiene que ser una solución social. Sus realizadores deben ser los propios indios» (p. 45), grupo pauperizado por la República que «ha agravado su depresión y ha exasperado su miseria» y que «ha significado para los indios la ascensión de una nueva clase dominante que se ha apropiado sistemáticamente de sus tierras» (p. 42). Con la denuncia de la expropiación de la tierra indígena aparece una perspectiva de análisis que incorpora lo económico como fun-damento para comprender lo social. Así, plantea que «en una raza de cos-tumbres y de almas agrarias, como la raza indígena, este despojo ha cons-tituido una causa de disolución material y moral. La tierra ha sido siempre toda la alegría del indio» (p. 42).

Una vez constatada la relación causal entre la organización económica y la social, Mariátegui esboza en este artículo, de modo general, pautas pro-gramáticas que apuntan a la solución del problema del indio. Sostiene que «solo cuando el indio obtenga para sí el rendimiento de su trabajo, adqui-rirá la calidad de consumidor y productor que la economía de una nación moderna necesita en todos los individuos» (p. 44). De este modo, apuesta no tanto por el integracionismo del indígena a la economía nacional sino por la subversión de un orden económico con una división rígida y capitalista del trabajo. La interpretación del problema del indio pone en evidencia el conflicto de las relaciones de producción y, enmarcada en un pensamiento marxista, cuestiona una tradición de pensar lo nacional fuertemente con-solidada (cfr. Aricó, 1999, pp. 177-178). Mariátegui encuentra las raíces del

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atraso de la nación, así como las de la exclusión de las masas indígenas de la vida política y cultural, en la estructura agraria peruana. De ahí que, según Aricó (1999), «indague en la identificación y superposición del problema del indio y de la tierra el nudo de una problemática que solo una revolución socialista puede desatar» (p. 180).

En «La evolución de la economía peruana», Mariátegui reitera su in-quietud por la exclusión del indígena en los planes de construcción del país así como por la asociación economía-historia. Sostiene allí que «en el plano de la economía se percibe mejor que en ningún otro hasta qué punto la Conquista escinde la historia del Perú» (p. 29). El texto nos retrotrae al pasado para ofrecernos una explicación histórica de la realidad peruana contemporánea del escritor:

Hasta la Conquista se desenvolvió en el Perú una economía que brotaba espontánea y libremente del suelo y la gente peruana. En el Imperio de los Incas, agrupación de comunas agrícolas y sedentarias, la más inte-resante era la economía. Todos los testimonios históricos coinciden en la aserción de que el pueblo incaico –laborioso, disciplinado, panteísta y sencillo– vivía con bienestar material. Las subsistencias abundaban; la población crecía. (p. 29)

Al describir el incanato se repara en su prosperidad económica, la que se liga al compromiso con el trabajo que asumen los miembros de la co-munidad. Dicho compromiso deriva de la organización colectivista que los reúne y que, según el peruano, «había desarrollado extraordinariamente en ellos, en provecho de este régimen económico, el hábito de una humilde y religiosa obediencia a su deber social». A la constatación retrospectiva de este estado de equilibrio ideal, Mariátegui agrega la descripción de su ocaso, fruto del accionar de los conquistadores españoles que «destruyeron sin poder naturalmente reemplazarla esta formidable máquina de produc-ción». La conquista española será entonces, en su discurso, un elemento explicativo de cómo la «sociedad indígena, la economía incaica, se descom-pusieron y anonadaron completamente» (p. 29).

La cronología de la destrucción, que se inicia con la conquista, incor-pora el período virreinal, en el cual los «españoles empezaron a cultivar el suelo y a explotar las minas de oro y plata» y en el que sobre «las ruinas y los residuos de una economía socialista, echaron las bases de una economía feudal». El modelo de producción colonial representa, para Mariátegui, las bases históricas de la nueva economía peruana, las raíces de un proceso que «no ha terminado todavía», y en el que «una economía feudal deviene, poco a poco, en economía burguesa. Pero sin cesar de ser, en el cuadro del mundo, una economía colonial» (p. 29). En «La evolución de la economía

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peruana», entonces, el peruano ofrece una descripción histórica en la que señala continuidades entre un pasado y presente coloniales. Presenta la economía como factor explicativo del tipo de formación nacional y valo-ra profusamente las tendencias organizacionales que en ella interactúan: confronta el colectivismo del incanato al individualismo de la burguesía, que es incipiente en la conquista y en la colonia y que madura en el Perú moderno.

Así como Mariátegui se retrotrae al pasado incaico para recuperar ideas, valores y prácticas sociales positivas, útiles para pensar y construir el presente, también se conecta con otros integrantes del campo intelectual contemporáneo, con quienes comparte el afán de renovación social. Los referentes privilegiados por el autor para concretar las posibilidades de la revolución en el arte y en la política son los miembros del surrealismo, mo-vimiento sobre el que Mariátegui reflexiona ampliamente en dos artículos de nuestro corpus: «El grupo suprarrealista» y «El balance del suprarrealis-mo». El primero apareció en julio de 1926, dos meses antes que el primer número de Amauta, y el segundo en febrero de 1930, dos meses antes de la muerte de Mariátegui. Las fechas de publicación muestran la importancia y la proyección que el tema tuvo en la producción del peruano. En «El grupo suprarrealista» se describe y define la «insurrección suprarrealista», que no es «un simple fenómeno literario, sino un complejo fenómeno espiritual. No una moda artística sino una protesta del espíritu» (p. 185). A la vez que se define el surrealismo, se define otra vanguardia con la que se relaciona y cuya importancia se rescata: el dadaísmo, reconocido por Mariátegui como el origen del suprarrealismo.

El dadaísmo no fue, para el autor, una escuela o una doctrina, sino «una protesta, un gesto, un arranque», cuyo carácter reactivo a un estado de cosas osificado potenció la voluntad de experimentación. Al reaccionar contra el intelectualismo del arte contemporáneo, sostiene Mariátegui, este movimiento ya estaba sentando las bases de una nueva teoría estética, que no se tornaría una tesis o un credo, pues su humorismo se lo impedía. El dadaísmo, constata el peruano, «subsistió como un club de snobismo y extravagancia literarias, acaudillado por Tzara y Picabia; pero murió como movimiento» (p. 185). Esta muerte, sin embargo, no representa el acaba-miento total del espíritu dadaísta sino su transformación y desplazamien-to a «Bretón, Aragón, Eluard y Soupault» (p. 185), quienes «no renegaron del dadaísmo, sino lo superaron cuando concibieron el programa de la “revolu-ción suprarrealista”» (p. 186).

El suprarrealismo pudo ser lo que no fue el dadaísmo: un movimiento y una doctrina caracterizados por su antirracionalismo, vinculado con la filosofía y psicología contemporáneas, por una espiritualidad y un accio-nar ligados a un nuevo romanticismo y por «su repudio revolucionario del

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pensamiento y la sociedad capitalistas» (p. 186), rechazo a la burguesía que coincide históricamente con el comunismo. De este modo, el suprarrealis-mo se propondrá como ejemplo de síntesis de una tendencia artística y una tendencia política.

Si, como vimos, en «El grupo suprarrealista» la comparación principal a partir de la que puede definirse este grupo es el dadaísmo, en «El balan-ce del suprarrealismo» se lo confronta con el futurismo italiano, no tanto para establecer continuidades –como se hizo en el primer artículo– sino para señalar rupturas y diferencias. El futurismo italiano, sostiene Ma-riátegui, «ha entrado hace ya algún tiempo en el “orden” y la academia; el fascismo lo ha digerido sin esfuerzo, lo que no acredita el poder digestivo del régimen de las camisas negras, sino la inocuidad fundamental de los futuristas» (p. 187), quienes pasaron del enfrentamiento a la representa-ción de una mentalidad conservadora y renunciaron a las iniciales ansias renovadoras, más teatrales que reales según Mariátegui. La claudicación de su revolucionarismo estaba augurada en su propio nacimiento ya que, según el peruano, el futurismo «estaba viciado originalmente por ese gusto de lo espectacular, ese abuso de lo histriónico […] que lo condenaban a una vida de proscenio, a un rol hechizo y ficticio de la declaración» (p. 187). Si en el origen de esta escuela estaba el germen de su propio fracaso, en el surgi-miento del suprarrealismo está el principio de su grandeza. Su nacimiento difiere de los otros programas artísticos porque no es un producto nacido de la mente de unos pocos, instantáneamente, sino que tuvo un proceso de formación colectiva –valorado por el peruano– que consta de tres momen-tos: la infancia dadaísta, «una crisis de pubertad» y su edad adulta, cuando «se ha afiliado a una doctrina» (p. 188) y demostrado su responsabilidad política y sus deberes civiles. Esta última etapa del suprarrealismo es la que justifica la aprobación y la aceptación total de Mariátegui quien, al igual que el movimiento francés, subordina y suscribe su ideario al programa de la revolución presente: el programa marxista de la revolución proletaria.

Posturas y valores geoculturales en la concepción intelectual de Mariátegui

Los veinte artículos abordados en este trabajo, escritos por Mariátegui du-rante los años que van de 1924 a 1930, publicados en las revistas Varieda-des, Mundial y Amauta, nos permiten cartografiar una parte sustantiva de su concepción literaria e intelectual, así como las acciones predominantes de su discurso: la descripción/explicación, la valoración y la proyección/propuesta. Estas, de modo directo o indirecto, se ocupan de presentar y representar a los mismos referentes, a los que podemos agrupar según su

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ubicación geocultural y según el campo de la praxis humana al que per-tenezcan. Las distinciones geoculturales nos permiten analizar las pro-ducciones según el espacio social y nacional que problematizan. A partir de aquellas, distinguimos tres grupos de textos: los referidos a la realidad peruana, los centrados en la realidad latinoamericana y, finalmente, los que se ocupan de la realidad internacional, particularmente de la europea y norteamericana. Por su parte, los diferentes campos de acción aludidos, historificados discursivamente, posibilitan observar cuatro grupos, según prime en ellos lo político, lo económico, lo social y lo artístico intelectual. Las divisiones y agrupaciones que marcamos en este recorrido no deben hacernos olvidar que, tal como planteamos en la introducción, Mariátegui privilegia los espacios de intersección y de heteronomía social. Por esta razón, nuestra clasificación es más bien tendencial y expositiva que cate-górica y explicativa.

A la literatura del Perú se la describe, se la explica, se la valora y se pro-pone modificarla en varios textos de nuestro corpus, entre ellos en «Poetas nuevos y poesía vieja», en «Pasadismo y futurismo», en «Nacionalismo y van-guardismo» y en «La batalla del libro». Lo que estos tres primeros artículos constatan son tensiones no resueltas en la cultura y el arte nacionales, entre grupos antagonistas que, si bien reciben distintos nombres, representan dos fuerzas sociales irreconciliables: la conservadora y la renovadora. El primer artículo enfrenta los poetas viejos a los poetas nuevos, el segundo opone los intelectuales pasadistas a los porveniristas y, el tercero, los nacionalis-tas conservadores a los nacionalistas integracionistas. En todos los casos, la valoración es explícita y antitética. El grupo rechazado está asociado al pasadismo, la decadencia, la clausura localista, la vulgaridad, la retros-pección selectiva de un pasado apócrifo, la negación y el silenciamiento del mundo indígena. Por su parte, al grupo exaltado y propugnado se le reconocen una serie de cualidades como la modernidad, la tendencia iconoclasta, la apertura cosmopolita y la preocupación social. El carácter proyectivo de los textos se liga a la praxis y a la mentalidad de los actores culturales valuados positivamente, quienes abren el camino hacia una posible reforma general. La temática de los primeros textos denota, por un lado, una clara filiación nacional y, por otro, una posición fronteriza, puesto que las imágenes y las figuras que ellos entretejen se ubican en el intersticio de varios campos convergentes: el literario, el social y el políti-co. Un cuarto campo, el económico, solo se hace explícito en el artículo «La batalla del libro», donde Mariátegui plantea una carencia nacional referi-da no ya a la literatura como hecho estético sino como hecho comercial: la falta de un mercado editorial en el Perú. Esta escasez en el aspecto mate-rial de la cultura afecta las tareas intelectuales de los estudios que, como dijo Mariátegui, carecen de la más elemental bibliografía.

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Con una apertura que desplaza el foco de atención de la cultura letrada nacional a la historia de la cultura nacional, la «Heterodoxia de la tradi-ción», «La tradición nacional» y «El problema primario del Perú» descri-ben distintas operaciones de recuperación y legitimación de la memoria histórica y del propio pasado peruano. En un lado ubican las estrategias homogeneizadoras, naturalizadoras y extranjerizantes y, en el otro, a las pluralizadoras, historiadoras y revalorizadoras de lo autóctono. En la des-cripción de cada una de las tendencias se funde lo constatativo y lo valora-tivo. Lo que propone Mariátegui al presentar las dos tradiciones y los dos sectores que la representan, los conservadores y los revolucionarios, es una polarización del debate, como tantas otras veces. De esta manera, empuja al lector a adoptar, al mismo tiempo, una postura de confrontación con el primer grupo y otra de adhesión con el segundo grupo.

Este último hallará en el indio un aporte ineludible para la peruanidad en construcción. Su marginación en el campo de la cultura nacional y de la economía encuentra sus causas, según Mariátegui, en los procesos de conquista y colonización española. Estos impulsaron la expropiación de tierras comunales, la destrucción de una economía agraria y la imposición de una economía feudal que cosificó al indígena. En su atraso Mariátegui encuentra la explicación del atraso del Perú. Por ello, el problema indíge-na surge, en la enunciación del peruano, como el problema nacional por excelencia. Al mismo tiempo, se vuelve fundamental acercar e incorporar su universo simbólico al del imaginario nacional. José Sabogal, a quien se le dedica un artículo, representaría este acercamiento, esta preocupa-ción por lo local y vernáculo –de fondo incásico–, que puede articularse y enriquecerse con la óptica universal desarrollada a partir del contacto con las vanguardias europeas. Según Mariátegui, el mundo indígena que este pintor y Cesar Vallejo, entre otros artistas peruanos, rescatan, no será solo un hecho del campo cultural sino también de los campos social y económico. Estos, en un tiempo pretérito, cristalizaban un colectivismo, una conciencia social y una espiritualidad cuya idealización y reivindica-ción se agigantan al contrastarlos con el individualismo y el materialismo hegemónicos en el Perú y en todo occidente. Estos dos impedimentos para el desarrollo de una nacionalidad dinámica e inclusiva son juzgados verdaderos mientras que otros, asociados a una discursividad política y artística conservadora, se identifican como falsos.

Un obstáculo falso para el desarrollo y la formación de una nacionalidad es el cosmopolitismo, la apertura hacia lo universal que Mariátegui valora positivamente y propugna en varios textos, como en «Lo nacional y lo exó-tico». Aquí, la introspección nacional no excluye la apertura a lo internacio-nal y la cartografía en que se ubica al Perú se compone de una geopolítica global, eminentemente occidental, y de una local, en la que sobresale la

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presencia del mundo incásico. De la descripción de un estado de cosas en la historia peruana, el autor pasa al diseño de su propuesta ideológica: la apuesta por el internacionalismo del campo letrado, que lo acerca a los van-guardistas, y la del campo socioeconómico, que lo aproxima a los marxistas.

Amauta incorpora esta tensión entre un adentro y un afuera naciona-les. En su «Presentación…» y en el artículo «Polémica finita» Mariátegui plantea la necesidad de revalorar el pasado cultural más remoto de un adentro peruano y de considerar su presente como nación en formación. Del mismo modo, establece la necesidad de reconocer y rescatar los apor-tes positivos que surgen del contacto con un afuera internacional. Estos textos, que tienden a moverse desde la retrospección a la proyección, plantean además la necesidad de una práctica intelectual confrontativa y polemizadora que afirme la posibilidad de un cambio social y niegue la validez del orden establecido. Se enriquecen por la pluralidad temática y disciplinar que la revista propicia, bajo una dirección ideológica que se explicita como izquierdista.

Sobre Latinoamérica como unidad subcontinental que se aspira a for-talecer, se reflexiona en varios artículos: por un lado, constatan la desunión y desarticulación social del subcontinente, y por otro, proponen el fortale-cimiento de sus lazos. En «La unidad de la América Indo-española», por ejemplo, se describe la pendular trama de uniones y desuniones entre los pueblos hispanoamericanos. Para dicha descripción se incorporan referen-cias a varios campos: el político, el económico y el social. Los dos primeros, «consustanciales» según el autor, explican la disgregación latinoamericana por los antagonismos y enfrentamientos históricos de sus estados y gobier-nos y por la falta de vínculos comerciales. Esta falta condena al subconti-nente a profundizar su dependencia económica respecto de las metrópolis europea y norteamericana. La posibilidad integracionista emerge en el ter-cer campo, el social, a través de las muchedumbres, de la masa multitudina-ria que comparte un sentimiento de confraternidad espiritual. Sobre este sentir el texto asienta su propuesta colectivista de unión subcontinental. El carácter popular y horizontal de esta unión se debe mucho a la adopción de premisas marxistas, las que, como observamos en el desarrollo, fueron influyentes no solo en el pensamiento de Mariátegui sino en la de la intelec-tualidad de toda América Latina entre 1920 y 1940.

Sobre este fondo ideológico debe entenderse «Un Congreso de escrito-res hispano-americanos», «¿Existe un pensamiento hispanoamericano?», «El ibero-americanismo y pan-americanismo» y «La batalla del libro». Estos textos plantean y valoran dos modos de relaciones culturales internaciona-les, uno verticalista y otro horizontal. En el primero se incluye a la España conservadora de Primo de Rivera y a los Estados Unidos de Norteamérica; en el segundo, a un sector progresista de Hispanoamérica. El verticalismo

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es impugnado: el primero, por su mediocridad intelectual y su conservadu-rismo político; el segundo, por su individualismo mercantilista y su con-ciencia pequeño burguesa. Ambos son rechazados, además, por sus afanes imperiales con desigual fortuna. El modelo cultural horizontal no es, como el anterior, fácil de concretar: es el propuesto, el ideal, y su posibilidad se deriva, en el caso latinoamericano, de una intelectualidad en construcción, ni plena ni concluida.

No obstante, el rechazo de las tradiciones norteamericana y europea por parte de Mariátegui es relativo y parcial. Él no desestima toda la ideolo-gía surgida de estas naciones, sino la que se opone a la suya, vanguardista y antiimperialista en el arte y la política. Sí acepta, difunde y propugna a aquellos intelectuales, escritores y artistas que, sin pertenecer necesaria-mente a la patria chica, el Perú, o a la patria grande, Latinoamérica, com-parten su «emoción histórica» revolucionaria. Este es el caso, por ejemplo, de los surrealistas franceses, referentes privilegiados por el autor para pa-tentizar las posibilidades de la revolución en el arte y en la política. Sobre ellos reflexiona Mariátegui en «El grupo suprarrealista» y en «El balance del suprarrealismo», principalmente, donde exalta la «insurrección supra-rrealista» entendida como un complejo fenómeno espiritual que, al igual que el peruano, repudia el pensamiento y la sociedad capitalistas. Este fe-nómeno, además, se identifica con y se inscribe en una doctrina política, el comunismo, y se sustenta teóricamente en el marxismo. En la década del veinte, esta línea contaba con un crédito histórico producto de su poder de estructuración de la historia real. Como diría Badiou, poseía referentes que «transmitían la convicción de que la Historia trabajaba en el sentido de la credibilidad del marxismo» (1990, p. 20).

Lista de referencias bibliográficas

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Badiou, A. (1990). ¿Se puede pensar la política? Buenos Aires: Ediciones Nueva Visión.Fernández Retamar, R. (1986). Intercomunicación y nueva literatura. En C. Fernández

Moreno (compilador), América Latina en su literatura (pp. 317-331). México-París: Siglo xxi Editores y unesco.

Garrels, E. (1979). Cronología. En J. C. Mariátegui, 7 ensayos de interpretación de la realidad peruana. Caracas: Biblioteca Ayacucho.

Melis, A. (1996). José Carlos Mariátegui hacia el siglo xxi. En Cuadernos de Recienvenido, Publicación de curso de posgraduación en Literatura Española e Hispano-Ame-ricana, Universidad de San Pablo, Brasil.

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Capítulo 5 Aguafuertes porteñas: cartografía de una ciudad en movimiento

La ciudad en las aguafuertes porteñas de Roberto Arlt

La producción de Roberto Arlt se inscribe y se escribe en una sociedad cuya urbanización proviene, de modo central, de la masa inmigratoria que no pudo absorberse completamente en el mundo de la producción agrícola que la oligarquía del ochenta planificó para la Argentina. Desde los inicios de esta década, Buenos Aires comenzó a vivir, como otras ciudades latinoa-mericanas, una serie de mutaciones: aumentó y se diversificó su población, se multiplicó el tipo de actividades y trabajos, se cambió la estructura social y edilicia y se modificaron las costumbres y modos de pensar de los diferen-tes grupos sociales (Romero, 2001, p. 247). Esto, en un país que, en la década iniciada bajo la presidencia de Hipólito Yrigoyen, empieza a perfilar, con una progresiva gravedad, conflictos socioeconómicos y políticos que ter-minarán con el golpe de Estado de 1930, punto de inicio de la denominada Década Infame.

Los años veinte, en cuyos dos últimos años se publicaron las aguafuertes arltianas que abordaremos, están enmarcados por la Revolución Rusa y el final de la Primera Guerra Mundial, por un lado, y por el crac del 29 y el gol-pe militar en la Argentina, por el otro. El país no vivió directamente los dos primeros hechos pero sus ecos llegaron con fuerza, de modo que los cambios artísticos y filosóficos convulsionaron el generalizado optimismo de la dé-cada anterior. La crisis de 1929 mostró la vulnerabilidad y la superficialidad sobre las cuales se sostenía el equilibrio socioeconómico del país, sometido a las fluctuaciones económicas del exterior debido a la fuerte dependencia del capital extranjero y de sus inversiones. El cuadro de situación que se confi-gura a fines de la década del veinte presenta, entre otros problemas, la caída vertiginosa de las exportaciones, la baja del precio de los cereales, la evasión de capitales, la depreciación del peso, la desocupación y la disminución de salarios. En este sentido, el golpe de 1930 puede interpretarse, siguiendo a Raúl Crisafio (1993), como «la representación final de la incapacidad de la burguesía de paliar los efectos de la coyuntura» (p. 39). En este contexto de cambio y crisis debe situarse la escritura de Arlt, quien se incorpora al cuerpo de redactores de El Mundo antes del primer número, que sale el 28 de mayo de 1928. Allí escribirá diariamente una nota periodística cuyo espacio

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comenzará a llamarse, a partir del 5 de agosto de ese año, «Aguafuertes por-teñas», título que variará en lo sucesivo, desde su aparición hasta la muerte del escritor el día 26 de julio de 1942 (Saítta, 2000, pp. 56-63).

En este trabajo,1 nos interesa centrar nuestra atención en doce aguafuer-tes porteñas que fueron escritas durante 1928 y 1929 y que proponen, como uno de sus tópicos más significativos, la espacialidad urbana, al tiempo que priorizan el tratamiento de los lugares públicos. En la selección del corpus de análisis, entonces, utilizamos dos criterios, el histórico y el temático. Los tex-tos que relevaremos responden al contexto particular de la década del veinte y traman un conjunto de figuras e imágenes espaciales de la ciudad de Bue-nos Aires. Estos textos son: «Pasaje Güemes» (7 de setiembre de 1928), «Las cuatro recovas» (17 de enero de 1929), «El desierto en la ciudad» (26 de enero de 1929), «La calle Florida» (3 de febrero de 1929), «Elogio de la vagancia» (18 de marzo de 1929), «Corrientes, por la noche» (26 de marzo de 1929), «Pueblos de los alrededores» (31 de marzo de 1929), «En las calles de la noche» (16 de junio de 1929), «Molinos de viento en Flores» (10 de setiembre de 1928), «El placer de vagabundear» (20 de setiembre de 1928), «El espíritu de la calle Co-rrientes no cambiará con el ensanche» (25 de julio de 1928) y «El conventillo de nuestra literatura» (21 de diciembre de 1928).2

Nuestro objetivo es rastrear la cartografía urbana que, en los años veinte, las aguafuertes porteñas de Roberto Arlt crean y recrean, así como analizar las estrategias discursivas más significativas con que dicho mapa urbano se construye e identificar sus vínculos con el contexto sociopolítico nacional. Estos objetivos están orientados a una reflexión sobre la repre-sentación arltiana de Buenos Aires. Nuestra hipótesis principal es que, tal como sostiene Ángel Rama (1995) en La ciudad letrada, las ciudades ameri-canas tienen, además de su vida material, una existencia simbólica ligada al orden de los signos en general y a la escritura en particular. Esta última asume, entre otras operaciones, la labor de describir y explicar las perma-nencias y cambios de la ciudad física, así como la de establecer valores, car-tografías y una historia –un pasado, un presente y un futuro– con los que se crea, a la vez, una representación del espacio y unas raíces identificadoras de los ciudadanos.

1 Publicado en Nombre Falso, Revista digital de Comunicación y Sociología de la Cul-tura, en diciembre de 2005.

2 Las primeras ocho aguafuertes fueron tomadas de Aguafuertes Porteñas. Buenos Aires, vida cotidiana (Buenos Aires, Alianza, 1993). La novena, la décima y la undécima de Aguafuertes porteñas (Buenos Aires, Losada, 2004). Y la última de Aguafuertes porteñas: cultura y política (Buenos Aires, Losada, 2003). A final de las citas de las aguafuertes señalaremos entre paréntesis solamente los números de página.

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Esta hipótesis principal puede desglosarse en otras tres, más particula-res, que retoman ese doble carácter de la vida urbana en Latinoamérica y pretenden analizar los vínculos entre la ciudad real y la ciudad imaginada, que se proponen en la producción de Arlt. La primera de estas hipótesis es que las aguafuertes porteñas problematizan, desde los dos primeros años de su aparición (1928 y 1929), la espacialidad pública de la metrópolis al ligarla a una serie de conflictos sociohistóricos, políticos y económicos que los textos visibilizan reiteradas veces. En el período que abarca nuestro aná-lisis, Buenos Aires se presenta, al igual que otras capitales latinoamerica-nas, como una sociedad masificada y escindida que deja grandes márgenes para la exclusión, márgenes en los que Arlt se detiene y en los que se ubican principalmente las clases populares y los inmigrantes, los dos grupos cuya presencia sobresale en los textos que nos ocupan.

Los diversos problemas de la época que abordan las aguafuertes porte-ñas son enfocados desde una perspectiva que es, al igual que la vida de la ciudad, doble. Por un lado, se apega al mundo social, a la ciudad real, y, en este sentido, podemos hablar de una mirada documentalista, testimonial. Por otro lado, no se limita a la mimesis realista y genera, en cambio, múl-tiples significaciones a partir de un trabajo sobre la polisemia y las posi-bilidades figurativas del lenguaje –y su performatividad– que le permiten instalar, discursivamente, la ciudad representada. En otras palabras, nues-tra hipótesis atiende tanto al contenido como a la forma de las aguafuertes.

La segunda hipótesis que sostenemos es que, en estas producciones, hay un modo de mirar la ciudad que es dinámico desde dos puntos de vista: el del observador y el de lo observado. El narrador arltiano es, principalmente, un caminante cuyo desplazamiento dota de movimiento a lo observado, es decir, a una ciudad en cuyo dinamismo convergen, entre otros fenómenos, la explosión demográfica, nuevos modos de estratificación social y la inten-sa modernización de una Buenos Aires en constante mutación.

La tercera de estas hipótesis es que Buenos Aires no aparece en las aguafuertes como una ciudad única y uniforme sino plural y multiforme. Su presentación se realiza, sobre todo, a través de sinécdoques y antítesis que acentúan la imagen de una metrópolis fragmentada y en conflicto. Las calles y los barrios urbanos son los espacios privilegiados; a partir de estos se muestra no solo una cartografía física sino una sociocultural que recupe-ra como coordenadas las ideas de centro y periferia.

Primera hipótesis: Buenos Aires, ciudad problematizada

Las aguafuertes porteñas seleccionadas para este trabajo problematizan la espacialidad pública de la metrópolis ligándola a una serie de conflictos

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sociohistóricos, políticos y económicos de los años veinte, en los que la masa de la población de Buenos Aires, como la de otras ciudades latinoa-mericanas, constituía una suerte de fusión entre los grupos inmigrantes, los sectores populares y la pequeña clase media. Esta masa poblacional era heterogénea y marginal y se diferenciaba de la sociedad tradicional y nor-malizada, frente a la cual aquella se mostraba como un conjunto urbaniza-do en distinto grado y anómico (Romero, 2001, p. 336).

Las problemáticas de los inmigrantes, uno de los tres grupos aludidos cuya aparición y características transforma la ciudad, aparecen reiteradas veces en las aguafuertes porteñas, sobre todo en aquellas que fueron es-critas durante el primer período de inmigración de ultramar, el que se ex-tiende hasta 1930 y solo se interrumpe durante la Primera Guerra Mundial (Barbosa, 2000, p. 30). En «Las cuatro recovas» aparece esa ciudad porteña y cosmopolita. Allí se describe la recova del Paseo Colón, «la calle donde viven las mujeres de los hombres que, con un baúl enjuto, vinieron a hacer la América desde Croacia o Bulgaria» (p. 13). En esta calle convergen dos espacios: el del presente de los personajes y el de sus nostalgias. El primero corresponde al mundo urbano, a una Buenos Aires expulsiva que les niega toda posibilidad de ascenso social3; el segundo corresponde a un mundo rural, lugar lejano que se abandonó pero al que no se puede dejar de evocar. La forastera de esta aguafuerte «se acuerda de la aldea remota, del olor del establo, de las vacas que pacían en las montañas» (p. 13). Su recuerdo nos conduce al campo, ámbito alejado de las grandes ciudades cuya economía monetaria es dirigida por intereses que distan mucho de los de estos inmi-grantes rurales (Williams, 2001, p. 354).

Sin trabajo en la nueva ciudad, los inmigrantes pobres de la recova del Paseo Colón –comerciantes y pequeños burgueses también, como los «gallegos almaceneros» que habitan la Recova de Mataderos o los judíos comerciantes que copan la calle Corrientes de Pueyrredón a Callao– deben convertir y adaptar el valor de sus prácticas sociales y de sus objetos a la so-ciedad mercantilizada de la ciudad.4 El inmigrante que «bebe el dinero que sacó de una joya de familia» (p. 13), por ejemplo, trastocará el valor afectivo

3 Según José Luis Romero (2001), fue «la posibilidad y la esperanza del ascenso social lo que promovió la inmigración: del extranjero hacia los diversos países latinoame-ricanos, y dentro de ellos, de las regiones pobres hacia las ricas, o de los campos hacia las ciudades. La intensa movilidad geográfica correspondía a las expectativas de movilidad social que crecían hasta un grado obsesivo» (p. 270).

4 Susana Barbosa observa que «los inmigrantes que llegaron a Argentina en grandes masas pertenecían en su mayoría a los estratos más pobres de los países expulsores. La rama de actividad preponderante era la agricultura y el nivel económico-social era predominantemente de niveles poco favorecidos» (2000, p. 33).

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de ese objeto, despojándolo de los significados de pertenencia y tradición que poseían en el campo para asignarle uno monetario, acorde a las nuevas necesidades de consumo que la metrópolis impone. Los «hombres extran-jeros que fuman una pipa y juegan a los naipes» como el que apuesta «la auténtica ropa de hilo» que su esposa trajo de Europa (p. 13), confiarán en ganar dinero a través del juego. Vemos, por un lado, cómo este deja de ser un pasatiempo vinculado al ocio para adquirir relaciones con el negocio, con la posible ganancia material y, por el otro, cómo los sujetos pierden el control sobre sus propias vidas entregándose a una especie de azar del que parecen depender.

De la recova del Paseo Colón se nos dice que es «triste y larga como el vía crucis» (p. 13). Esta valoración negativa, reforzada por la comparación con una imagen popular y trágica del relato bíblico, se intensifica al declarar esta recova «la calle más triste del mundo». En este espacio humanizado, los caserones tienen «muros enfermos» y en ellos se desplazan, animaliza-dos, inmigrantes de la recova, «criaturas albinas que […] se arrastran como caracoles» (p. 13). Los extranjeros, entonces, se deshumanizan en este lugar hostil donde sus bienes y sus modos de comprensión y de participación social pierden los valores de origen. Esta pérdida involucra, además, la del sentido de pertenencia a un espacio y a una comunidad puesto que los in-migrantes que confluían en la ciudad no conformaban inicialmente gru-pos cohesionados; eran más bien personas aisladas que convergían en una metrópoli donde alcanzaban un primer vínculo por esa única coincidencia (Romero, 2001, p. 331).

Buenos Aires era, entonces, el lugar de reunión de miles de seres dis-persados que la modificaron tanto cuantitativa como cualitativamente, dotándola de un característico cosmopolitismo en el que Arlt se detendrá con frecuencia y al que ubicará especial y principalmente en la calle Co-rrientes. En «El espíritu de la calle Corrientes no cambiará con el ensan-che», por ejemplo, se reconoce que ella «tiene una serie de aspectos a lo más opuestos», es decir, una diversidad cultural que permite diferenciar cuatro tramos con distintas fisonomías sociales y espaciales. El primero va «desde Río de Janeiro a Medrano»: «es la calle de las queserías, los depósitos de cafeína y las fábricas de molinos» y de «numerosas fábricas de aparatos de viento», a las que le siguen «las fundiciones de bronce» (p. 149).

Arlt valora, y no solo describe, a estos dos últimos negocios. A ambos les critica su «abundancia alarmante», preocupación que se revela también al indicar las diez cuadras que llegan a ocupar las fábricas de aparatos de viento. Junto a la desvaloración de la cantidad y extensión de estas cons-trucciones aparece la incertidumbre: el observador se extraña por el fenó-meno –«es curiosísimo»– y se pregunta «¿qué es lo que ha conducido a los industriales a instalarse allí?, pudiendo esgrimir como única respuesta la

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incertidumbre de un “¡Vaya a saberlo!”» (p. 149). Las modalidades para des-cribir este primer tramo de la calle Corrientes dejan ver una presuposición, la que ubica diferencialmente en el espacio las construcciones edilicias se-gún el tipo de actividad que en ellas se sostenga, diferenciando espacios comerciales de espacios industriales. Corrientes se presupone una calle típicamente comercial, cuyas ofertas pueden adquirir las clases medias y populares. Esta presuposición pone en juego, entonces, la idea de un espa-cio que se delimita económica y socialmente a la vez.

El segundo tramo de Corrientes va de Medrano a Pueyrredón. Este será descrito como el lugar de la carencia, donde «la calle ya pierde personali-dad» y «se convierte en una calle vulgar, sin características». La negatividad de este espacio irá asociada a la marginalidad económica de una zona que se percibe como «el triunfo de la pobretería» (p. 149). En el tercer tramo, que va desde «Pueyrredón a Callao», la calle se transfigura y «se manifiesta con toda su personalidad» (p. 150). Al igual que en los tramos anteriores, en este se muestra una calle típicamente comercial en la que «triunfa el comercio de paños y tejidos», cuyos dueños, turcos o israelitas, representan a los in-migrantes que, a diferencia de los aludidos con anterioridad, poseían un capital que pudo prosperar a partir de la concentración en torno a un grupo y el establecimiento de vínculos de cooperación y solidaridad.

La hegemonía es israelí ya que «el turco domina poco allí», donde el pri-mer grupo asentó distintos centros culturales, recreativos y gastronómicos como el teatro judío, el café judío y el restaurante judío, así como centros re-ligiosos y económicos como la sinagoga y el Banco Israelita. Lo dicho mues-tra que, tal como sostiene Barbosa, la agrupación por nacionalidades del in-migrante, en Buenos Aires, se vio reforzada por la creación de centros cuya cohesión estaba dada por «la lealtad común a la nación de origen» y cuyos móviles eran asistenciales, de protección, recreación o educación (Barbosa, 2000, p. 31). A estos podríamos sumar, en base a los lugares enumerados en la aguafuerte, los de lucro y enriquecimiento material.

Pero, a pesar de que Arlt rescata este tramo, exaltando las bondades del comercio israelita, «abigarrado y fantasioso» –contrapuesto al «de la calle Talcahuano o Libertad, con su ropavejero y sastre como único comerciante» (p. 150)–, el más valorado será el que comienza en Callao y termina en Es-meralda, el que se presenta como «el cogollo porteño, el corazón de la urbe» (p. 150). Este tramo estará ligado, en repetidas ocasiones, a una idea de lo verdadero, lo auténtico.

«La verdadera calle Corrientes comienza para nosotros en Callao», es-cribe Arlt. Unas oraciones más adelante, refuerza esta idea mediante la predicación «la verdadera calle» (p. 150), breve sintagma que condensa en el adjetivo una serie de presupuestos que podemos problematizar, pregun-tándonos, por ejemplo, ¿con qué criterios se define el carácter verdadero

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de esta calle? Corrientes es verdadera para el sentimiento urbano, es «la calle que se quiere, que se quiere de verdad», es «porteña de todo corazón» (p. 150). Apegada a un modo o a una estructura de sentir, no se la define, a diferencia de los tramos, principalmente por sus características económi-cas, sociales o étnicas, sino por sus supuestos atributos espirituales, que representan lo típicamente porteño.

Esta porteñidad, que Arlt resume en la expresión «ese espíritu nuestro» (p. 150), impregna esta calle en donde la vida social que se desarrolla coin-cide con una subjetividad ciudadana que se reivindica y en la que sobre-salen como rasgos la alegría y la despreocupación. Estos rasgos permiten diferenciar la calle Corrientes no solo de las otras sino de todo el resto de la ciudad, «seria y grave», a la cual este reducto idealizado parece decirle «se me importa un pepino de la seriedad. Aquí la vida es otra» (p. 151). Esta espiritualidad corresponde a una calle y a una ciudad representadas que encuentran su autenticidad en valores planteados como esenciales. Este esencialismo se empeña en dibujar una Buenos Aires fija, inmutable, que bien puede responder a la necesidad de mantener cierta certeza y seguridad sobre los espacios físicos y sociales de una ciudad real donde estos mutan profunda y aceleradamente. El disparador de la aguafuerte que analizamos es, justamente, un cambio previsto, el ensanche de la calle Corrientes, me-tamorfosis material que solo puede alterar su apariencia porque «aunque le poden las casas hasta los cimientos y le echen creolina hasta la napa de agua, la calle seguirá siendo la misma» (p. 150).

La multiplicidad cultural y social como rasgo identitario porteño, mani-fiesta en esta calle céntrica, reaparece en «Corrientes, por la noche», agua-fuerte en la que se la describe como el lugar de encuentro y cruce de «una humanidad única, cosmopolita y extraña» (p. 32), cuya heterogeneidad pro-cede tanto de la diversidad de inmigrantes como de los nuevos trabajos que aparecían y se desarrollaban en la Buenos Aires de la época. Estas nuevas fuentes de trabajo aparecían, según Romero, a veces espontáneamente y otras como el producto del ingenio de los buscavidas, conocedores de la vida urbana. La ciudad que crecía ofrecía nuevas posibilidades, por ejemplo «se podía ser portero en una oficina pública, mozo de café o de restaurant, acomodador en teatros o cines, cochero o chofer, mensajero o lustrabotas o vendedor de billetes de lotería o innumerables cosas más» (Romero, 2001, p. 270). Muchas de estas son nombradas y descritas por Arlt en «Corrientes, por la noche»: «Vigilantes, canillitas “fiocas”, actrices, porteros de teatro, mensajeros, revendedores, secretarios de compañías, cómicos, poetas, la-drones, hombres de negocios innombrables, autores, vagabundas, críticos teatrales, damas del medio mundo» (p. 32). Todas estas figuras conforman, entre otras, una sociedad plural caracterizada por la dispersión de clases di-ferentes, fenómeno que no era nuevo «pero nunca había tenido caracteres

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tan netos y evidentes» (Romero, p. 354) como en las ciudades latinoameri-canas de las primeras décadas del siglo xx.

La clase media, sus posibilidades y expectativas, se expandieron en estas décadas por la necesidad creciente de, entre otras cosas, más buro-cracia, más servicios, más funcionarios, más militares y más policías. Sus miembros aparecen en varias aguafuertes. En «Corrientes, por la noche» sobresalen principalmente los empleados de la esfera del espectáculo y los pequeños propietarios, cuya mención directa está eludida pero implicada en las alusiones a una serie de propiedades comerciales: las peluquerías de mujeres, las casas de departamentos, «los bodegones donde se comen “ma-carroni”», las librerías y los «estudios fotográficos» (pp. 33-34), entre otros negocios que se emplazan en la calle. Este espacio se presenta, así como las actividades y profesiones que allí se ejercen, a través de una enumeración caótica que da cuenta de su multiplicidad y pluralidad; esta disposición de los componentes espaciales en yuxtaposiciones nos permite observar mezclas que son arbitrarias solo superficialmente, ya que todos los lugares enunciados tienen, al menos, dos cosas en común.

Primero, todos son espacios donde prevalecen los vínculos sociales y comerciales. En el interior de estos lugares se reproducen las posibilidades de entrecruzamiento social que el espacio público de la calle propicia, por ejemplo, cuando en ella diversos sujetos urbanos se dan la mano o cuan-do, en sus negocios, «todos confraternizan en la estilización que modula una luz súper eléctrica» (p. 33). Ahora bien, si Arlt celebra este espacio y sus posibilidades relativas de integración, así como de trastocamiento de las jerarquías sociales, es porque opera como un reducto opuesto a la creciente desintegración urbana: Corrientes es una «calle única», una «calle absurda» (p. 34) que no traduce las normas sociales previsibles de la ciudad real, que no ofrece este cuadro igualitario como imagen común y generalizada y, sí, por el contrario, profundiza en el espacio las diferencias entre las distintas clases. El tratamiento de esta calle céntrica bien puede interpretarse como la repetición de un interés manifiesto en gran parte de las aguafuertes arl-tianas, el interés por un universo estructuralmente periférico y por excep-cionalidades sociales (Rivera, 1986, p. 29).

Segundo, todos son espacios de tránsito y no de permanencia; no son viviendas o construcciones previstas para el habitar. Lugar de paseo, tra-bajo o placer, y frecuentemente de todo esto junto, el paisaje urbano de la calle descrita en «Corrientes, por la noche» tiene en lo nocturno su especi-ficidad y su límite. Describir la imagen de esta calle en la noche lleva a Arlt a reparar, con frecuencia, en la iluminación callejera, cuyo tratamiento deja ver algunas significaciones ligadas a la modernización urbana que, profunda y velozmente, afecta a Buenos Aires. En «Corrientes, por la no-che», la calle:

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Enciende a las siete de la tarde todos sus letreros luminosos y, enguir-naldada de rectángulos verdes, rojos y azules, lanza a las murallas blan-cas sus reflejos de azul de metileno, sus amarillos de ácido pícrico, como el glorioso desafío de un pirotécnico. (p. 32)

Más adelante, continúa:

Al amanecer se azulea y oscurece porque la vida solo es posible al res-plandor artificial de los azules de metileno, de los verdes de sulfato de cobre, de los amarillos de ácido pícrico que le inyectan una locura de pirotecnia y celos. (p. 35)

La pirotecnia que Arlt percibe en esta calle céntrica es la que le permite alumbrar los sujetos, los objetos y los espacios que valora positivamente. También, es la que deja en la oscuridad a los que no son bien valorados. Todo lo que es iluminado muestra que, como sostienen Jorge Liernur y Gra-ciela Silvestri:

En la noche la metrópolis existe solo en lo que se prefiere de ella. Sus lugares adquieren con la iluminación jerarquías que por unas horas cancelan la igualación del día; la pobreza, la fealdad, el defecto, la irre-gularidad desaparecen, y triunfa la ilusión en la atmósfera fantástica de la luz. (1993, p. 34)

La intensa luminosidad y la variedad cromática de Corrientes plantean el espacio como un escenario espectacular o teatral donde la carnavalización se hace posible debido al carácter excepcional del entrecruzamiento social y la valoración positiva de los propietarios y sus comercios que, tal como sostiene Diana Guerrero, no es común en el discurso arltiano. En este se rechaza la mez-quindad que prima en el comportamiento y en las creencias de la pequeña bur-guesía, cuyo ambiente cotidiano se despliega en una vida monótona y cobarde (Guerrero, 1986, p. 48). Esta imagen negativa de lo burgués es la que aparece en «Pasaje Güemes», el «pasaje mercantilero» (p. 5) que no se asume como un locus propio, puesto que se «respira allí una atmósfera neoyorquina». El pasaje se presenta como una «Babel de Yanquilandia transplantada a la tierra criolla» (p. 6). En él se distinguen, entonces, dos espacialidades: la empírica, corres-pondiente a Buenos Aires como lugar de emplazamiento físico, y la simbólica, correspondiente también a una urbe, Nueva York, ciudad extranjera que se asocia a un conjunto de valores negativos derivados del mercantilismo con que usualmente se identifica a esta metrópoli en particular y al país en general.

El pasaje Güemes, a diferencia de la calle Corrientes, es el lugar en el que Arlt sitúa la otredad de una clase y de un espacio que rechaza. La burguesía

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es la que instala absurdas ofertas comerciales, por ejemplo, las «cigarreras que cuestan doscientos cincuenta pesos» (p. 6), cuyo precio, según Arlt, ni Henri Ford pagaría. Por el predominio de esta lógica materialista, el pasaje se transforma en un espacio económico que enseña y ofrece, desde las vitri-nas que quieren «llamar la atención de los pobres y los ricos» (p. 6), produc-tos de un lujo y una banalidad cuya alta estima solo puede explicarse por las peculiaridades del pasaje. Este se instala como un espacio social selectivo cuyos consumidores pertenecen a un grupo acomodado. En otras palabras, el pasaje aparece como un espacio ideológico donde se observan «corbatas y escritorios que cuestan una fortuna, lapiceras de oro macizo, con las cuales solo se pueden escribir tonterías» (p. 8), elementos todos que lo condenan a ser el lugar de la frivolidad y la ostentación material. En «El Pasaje Güe-mes», Arlt declara cierto interés en las miradas oblicuas que, desde abajo de la calle, las muchachas dirigen a los empleados de los edificios. Luego, le parece que «el resto es de un aburrimiento cosmopolita» (p. 8), declaración que distancia al cosmopolitismo de ser un rasgo positivo de la metrópoli. En todo caso, se lo valorará en relación con las particularidades físicas, so-cioeconómicas e ideológicas de ese espacio urbano.

La burguesía superficial y calculadora del pasaje Güemes adquiere, como ya vimos, el rostro de la alegría y la despreocupación en la calle Co-rrientes, donde además de una extensa clase media, se presentan persona-jes pertenecientes a las clases populares y a grupos marginales. El primero de estos grupos, amplio y diverso, incluye, en «Corrientes no cambiará con el ensanche», «desde el lustrabotas que os ofrece un “quinto” hasta la mani-cura que en la puerta de una barbería conversa con un cómico» (p. 151), así como diarieros, actrices y un «cabo [que] hace la venia» (p. 34), entre otros personajes populares que se incorporarán en «Corrientes, por la noche». La representación de los trabajadores urbanos sostenida en las aguafuertes arltianas de la década del veinte se distancia, en parte, de los atributos que caracterizaban al proletariado de la época. Mientras Arlt retrata obreros generalmente indiferentes a conflictos de clase o laborales, los obreros ar-gentinos –que llegan, durante la segunda década del siglo xx, aproxima-damente al medio millón– poseen un alto nivel de conciencia de clase y de combatividad, como lo demuestran las huelgas y disturbios ocurridos en 1919 y en 1921, en Buenos Aires y la Patagonia (Gnutzmann, 1987, p. 343).

Las aguafuertes arltianas de los años veinte no tienden a reparan en el carácter contestatario y combativo de los obreros y sus problemas se des-lindan, generalmente, de antagonismos sociales o de clase. De este modo, por ejemplo, cuando aparece la imagen del trabajador explotado, no se la liga con la figura del explotador ni se cuestiona explícitamente la distri-bución de la riqueza. La responsabilidad de los grupos acomodados en el empobrecimiento de las clases bajas es frecuentemente eludida. De este

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modo, la injusticia y precariedad laboral sufre una desantropomorfización y una espacialización, por ejemplo, cuando las «agencias de colocaciones entreabren su bocaza explotadora» (p. 12) en el Paseo de Julio, una de «Las cuatro recovas» presentadas como «los cuatro puntos cardinales de la mise-ria urbana» y señaladas como «el museo de la pobreza» (p. 12). Todos estos espacios se presentan desde una perspectiva en gran parte fatalista, ya que no se contemplan las posibilidades de transformación por parte de los sec-tores populares. Esta mirada pesimista minimiza la voluntad y la capaci-dad de cambiar las reglas del juego social en el que se inscriben los obreros y percibe, en el proletariado, resignación e inmovilidad, características que tiñen la idiosincrasia de los trabajadores que circulan en las aguafuertes arltianas y que se patentizan en «El conventillo de nuestra literatura».

En la aguafuerte antedicha, Arlt critica a los escritores argentinos –espe-cialmente a Lugones– que, a diferencia de los escritores del grupo de Boedo, no reparan en «la mugre que hace triste la vida de esta ciudad» (p. 54), la que toma cuerpo en los conventillos «donde, en cuartujos horribles, sobre cue-vas de ratas, viven decenas y decenas de familias» (p. 55) de trabajadores. La incomprensible resignación de estos lleva al cronista a preguntarse:

¿Cómo es que esta gente puede resistir la vida en estas condiciones? ¿Cómo estas mujeres jóvenes, estos proletarios que no parecen brutos, se resignan a vivir años y años en dieciséis metros cuadrados de piso podrido, con techos donde pululan las pulgas y las arañas, a la sombra de una muralla alquitranada que es cien veces más detestable que la de una fábrica, soportando la convivencia obligada con toda clase de individuos?

La extensa pregunta no solo expone una problemática, sino que nos ofrece la descripción de un espacio social y un conjunto de presuposicio-nes referidas a quienes lo habitan. Arlt no se pregunta por qué existen los conventillos como espacios de precariedad, incomodidad y peligrosidad –aunque reconoce como factor causal la irresponsabilidad y «la incuria de nuestros políticos coimeros» (p. 55)–; él se pregunta por el cómo, por el modo en que se vive o sobrevive en «esas viviendas sórdidas donde florece la flor de la miseria» (p. 56). La descripción del conventillo se realiza me-diante sintagmas donde los adjetivos calificativos son negativos, por ejem-plo, el «piso podrido» y la «muralla alquitranada», cuyo carácter detestable es magnificado al ser «cien veces más detestable que la de una fábrica» (p. 55). Si la descripción de la espacialidad del conventillo se basa en la ob-servación directa de Arlt como cronista, la descripción de sus habitantes se basará principalmente en una serie de creencias y presupuestos sobre las clases populares: la gente que vive en los conventillos «puede resistir»,

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ellos «se resignan», «soportando» la hostilidad del espacio. A través de estos términos, Arlt deposita en los personajes, entre los que se incluye explícita-mente a los trabajadores, un estoicismo inmovilizante, común a todas las aguafuertes de los veinte. Como ya dijimos, en la Buenos Aires de esos años sucedía otra cosa: los trabajadores empezaban a adquirir una conciencia que les permitía, poco a poco, integrarse y abandonar el viejo sistema pa-ternalista, para dejar de tener con sus empleadores la relación ambigua del señor con su criado y para identificar –y demandar– derechos sociales que no se agotaban en lo laboral.

La desigualdad de una sociedad fuertemente estratificada, tema que se aborda en «El conventillo de nuestra literatura», se tiende a minimizar, como ya vimos, en «Corrientes, por la noche», aguafuerte que elude el desempleo, un problema socioeconómico que ya se agudizaba en los años veinte y que aparecerá con mucha frecuencia en «Corrientes no cambiará con el ensan-che», donde el problema de falta de trabajo se visibiliza en el hombre que «trota calles buscándose la vida» (p. 149) y que, con su deambular, muestra la dificultad para acceder a la estabilidad laboral. También se ve, por ejemplo, en la tragedia que ciertas damas «pasan a la hora del plato de lentejas» (p. 151). Estos personajes no responden a la figura de vagos, no tienen la voluntad ni la despreocupación de la vagancia, a ellos los invade la misma tristeza de los habitantes de «Las cuatro recovas», la tristeza «de los bolsillos sin dinero», «de los inmigrantes sin esperanza», «de los vencidos sin refugio» (p. 12), de los que buscan una inserción social que no encuentran. Desplazados de la capa popular de la sociedad, ellos no recalan en el mundo del delito; repre-sentan a un elevado número de habitantes que no pueden conseguir trabajo en una ciudad que, al igual que todo el país, comienza a sentir notablemente la crisis económica, crisis que se intensificó con la cesantía masiva que se produjo a los cinco meses del comienzo del segundo gobierno de Yrigoyen, en octubre de 1928 (Gnutzmann, 1987, p. 344).

El crecimiento cuantitativo y cualitativo de la ciudad modificó la fi-sonomía de las clases media y popular, pero también a los sectores más marginales, los que crecieron y cambiaron de modalidad. Estos margina-les aparecen en varias aguafuertes escritas a fines de los años veinte, por ejemplo, en la Recova del Once, una de «Las cuatro recovas» donde «una vieja con un niño en el brazo, otro de una mano y un tercero tirándole de la cola del vestido, pedigüeñea» (p. 15), y donde los «vagos que piden limosna parece que allá abajo les van a poner el cuchillo al pecho» (pp. 14-15). Estas citas ilustran cómo, en la metrópoli, disminuye la cantidad de mendigos resignados e inofensivos y crece la de los agresivos, en una ciudad donde también crece la mala vida que, como entiende Romero (2001), «tomaba un aire más áspero y cruel, como se iba haciendo áspera y cruel la nueva mise-ria urbana» (p. 272).

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La Buenos Aires de los años veinte era una ciudad masificada que, por este carácter, favorecía la despersonalización de los sujetos y la sensación de anonimato, malestar que, en las aguafuertes porteñas, se asocia a los sentimientos de soledad y abandono. Sobre estos se reflexiona en «El de-sierto en la ciudad», aguafuerte donde podemos diferenciar dos partes: una predominantemente descriptiva y la otra predominantemente reflexi-va. En la primera, Arlt describe a un hombre de unos treinta años al que ve sentado en el banco de una plaza. Observa su conducta y de ella infiere las causas de su manifiesta tristeza y las cavilaciones sobre un posible futuro. En la segunda parte Arlt reflexiona sobre la ciudad, a la que compara con un desierto que acrecienta el individualismo y la indiferencia.

«El desierto en la ciudad» se refiere a un espacio urbano que es «como un desierto donde no cabe esperar piedad ni socorro de nadie» (p. 16). La comparación de la metrópoli con un desierto, que ya se establece desde el título de la aguafuerte, pone a rodar la paradoja de un lugar que está lleno y a la vez vacío: lleno de personas pero vacío de relaciones solidarias entre ellas. Buenos Aires es un «desierto de interminables calles rectas, de innu-merables casas de puertas abiertas o cerradas» (p. 16), pero ni las muchas calles ni las muchas puertas pueden obrar como canales de comunicación verdadera porque su apertura es solo superficial, pura apariencia. No pue-de importar entonces que las puertas estén abiertas «si es como si estuvie-ran cerradas con siete cerrojos» (p. 17).

Esta ciudad-desierto porteña propicia la aparición del hombre Robin-son Crusoe, «hombre abandonado por todos sus semejantes», «incompren-dido» y «desdichado» (p. 17). Las características que lo definen apuntan en dos direcciones: al ámbito de las relaciones interpersonales y al de las emo-ciones. Ambos ámbitos se hallan problematizados: en el primer caso, por la existencia de vínculos negativos que se manifiestan en la alusión constante al abandono social y, en el segundo caso, por la naturaleza principalmente subjetiva del problema de la masificación urbana. El abandono de los otros al hombre solitario que «tiene que exclusivamente apoyarse en sí mismo» (p. 17) daña la sociabilidad de este individuo, quien se refugia en la natu-raleza. Así, el hombre que Arlt describe estaba en la plaza «como quien ha sido abandonado en una isla desierta, donde todo gesto no encontrará sino la reprobación de las nubes o la admiración de los pájaros. Nada más» y el hombre Robinson Crusoe «quiera o no, tiene que […] convertirse en una especie de oso solitario, de fiera domada que esconde sus lágrimas» (p. 17).

Arlt no presenta el problema de la masificación centrándose en ella como hecho objetivo, sino como experiencia subjetiva de soledad que afecta de manera crítica las emociones y sentimientos de los sujetos. Así, la so-ledad corresponde a una vivencia personal como la del hombre de la pla-za que «tan solo se sentía» (p. 15), la del hombre Robinson Crusoe que «se

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siente solo, aislado, perdido» (p. 17) y la de «un hombre que se siente en la mala» (p. 18) y exaspera su delirio en las plazas públicas. El sentimiento de incomprensión que afecta a estos personajes, así como los de indiferencia, individualismo e incomunicación, muestran que las nociones de identidad y comunidad empiezan a complejizarse a medida que aumenta la escala y la complejidad de la organización social (Williams, 2001, p. 215).

Los problemas del espacio urbano y social que las aguafuertes retoman no se limitan a ser reproducidos denotativa y miméticamente; por el con-trario, son relacionados y reelaborados desde un lenguaje poliédrico, diná-mico y subjetivo. Su multiplicidad explica la tendencia a la enumeración, muchas veces caótica por la diversidad de elementos constitutivos del espa-cio y por el carácter fuertemente dinámico que este tiene, y que proviene de que los lugares no son escenarios estáticos sino que por el contrario actúan, siendo animizados, animalizados y humanizados.

Segunda hipótesis: Buenos Aires, ciudad dinámica

Nuestra segunda hipótesis es, como ya dijimos, que en las aguafuertes por-teñas escritas en los años veinte hay un modo dinámico de mirar la ciudad que responde tanto a la perspectiva móvil del observador como a la natura-leza también móvil de lo observado, la ciudad. La percepción de esta se ha asociado tradicionalmente con un caminante, con un hombre que pasea a pie, como si estuviera solo, por sus calles (Williams, 2001, p. 291). Esta figura reaparece en Roberto Arlt, quien se instala, simultáneamente, como narra-dor y como personaje en la mayoría de las aguafuertes porteñas. Por otra parte, estos textos formaban parte de un periodismo que, tal como explica Sylvia Saítta (1998), colaboraba en la reestructuración y renovación de la construcción discursiva de la metrópoli y ampliaba las fronteras que mar-caban la transformación de la gran aldea en ciudad (p. 189).5

Arlt descubre la ciudad a través del viaje. Él es el caminante cuyo deambu-lar desencadena la narración y es un paso previo a ella. Esta perspectiva signi-fica un cambio respecto de la mirada de los viejos periodistas que redactaban sus notas encerrados en una redacción. Compartimos con Saítta la idea de

5 Sylvia Saítta (1998) explica que «en este proceso de ampliación textual que acom-pañan los procesos de modernización que se abren en 1880, la prensa escrita juega un rol importante ya que la avidez de un nuevo público junto con nuevos pactos de lecturas, abren la posibilidad de reconocer otras dimensiones tópicas –centralmen-te los “bajos fondos” de la ciudad– en crónicas y notas cuyo referente principal son los arrabales, los barrios alejados del centro o el puerto, en las cuales se escruta el Buenos Aires menos visible» (p. 189).

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que el cronista de las Aguafuertes porteñas es un ejemplo del repórter moderno que, además de transitar por el espacio que registra, recupera y se apropia de distintas narraciones que en él circulan: anécdotas, rumores, confidencias entretejidas con discursos sociales «provenientes del periodismo, los nuevos saberes tecnológicos, la literatura o la política» (Saítta, 1993, p. 65).

El caminar por la ciudad le brinda a Arlt las imágenes urbanas que sus aguafuertes representan y también el conocimiento con que legitima su validez. Como crónicas de lo cotidiano, las aguafuertes testimonian la ex-periencia nómade que se convierte en materia prima para una subjetividad que busca la revelación (Rodríguez Pérsico, 1993, p. 5) y encuentra placer deambulando por la ciudad, vagando por ella. Este deambular urbano es abordado en «El placer de vagabundear» y es retomado en «Elogio de la vagancia», dos aguafuertes que lo definen, describen y valoran. En «El pla-cer de vagabundear» se diferencian dos tipos de vagos, el «de botines des-tartalados, pelambre mugrienta y enjundia con más grasa que un carro de matarife», y el «vagabundo bien vestido, soñador y escéptico», entre los que «hay más distancia que entre la Luna y la Tierra» (p. 92). En el primero, la falta de higiene en el cuerpo y la vestimenta parece encubrir otras faltas, la de ciertos valores exaltados como positivos y que son propios del segundo tipo de vago, el que tiene «excepcionales condiciones de soñador», está «por completo despojado de prejuicios» y es «un poquitín escéptico» (p. 92). Las particularidades de esta última figura se derivan, fundamentalmente, de un modo o perspectiva de ver el mundo más que de una posición social.

Los personajes arltianos, y el propio Arlt-narrador, no se caracterizan por la quietud. A ellos se asocian, recurrentemente, las acciones de caminar, va-gar, errar y viajar. El cronista de las aguafuertes recorre, como vimos, entre otros espacios, distintas calles y pasajes a los que describe y sobre los que re-flexiona. Así, por ejemplo, describe su tránsito por el Paseo de Julio, la Recova del Paseo Colón, la Recova de Mataderos y la de Once, en «Las cuatro recovas»; su entrada y visita al Pasaje Güemes en la aguafuerte homónima; su recorri-do por la calle Corrientes en «Corrientes, por la noche» y en «El espíritu de la calle Corrientes no cambiará con el ensanche». Los lugares aludidos en estos textos se construyen desde una perspectiva vivencial –aunque no aparezcan en todos, explícitamente, palabras o expresiones referidas al desplazamien-to espacial del narrador– por lo que es posible reconocer la experiencia del caminante a través de las sensaciones e imágenes con las que se expresan. Por ejemplo, las imágenes olfativas aparecen con los «olores de brea» (p. 12) que Arlt siente en la Recova de Plaza Once, con los «olores de pizza [que] cruzan con relentes de pimentón» (p. 12) la Recova del Paseo de Julio y tam-bién cuando afirma que en el Pasaje Güemes «se respira […] una atmósfera neoyorquina» (p. 6). Las imágenes auditivas se corresponden con los sonidos que el cronista escucha en la modernizada metrópoli donde puede oír desde

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«el zumbido de […] ascensores» (p. 6), en el Pasaje Güemes, hasta el crujido «de la cadena de la grúa eléctrica» (p. 33), en «Corrientes, por la noche», calle en la que además escucha «las orquestas malandrines [que] hacen ruidos endiablados en los fuelles» (p. 151)6. Pero no todo lo que Arlt escucha en sus recorridos pertenece a un espacio urbano modernizado, también oye la per-sistencia de lo rural en la ciudad, por ejemplo, cuando oye cómo en la recova de Mataderos «desde lejos llega el mugido de las reses» (p. 14).

La mirada de Arlt, entonces, no se deposita sobre un espacio fijo ni obe-dece a una perspectiva fija desde donde se ve el mundo; por el contrario, sus desplazamientos espaciales, sus movimientos, son constantes, lo que bien podría funcionar como una típica marca del sujeto urbano descentra-do, del homo errans arltiano que, como sostiene Guillermo García (2000), está desorientado al no estar anclado a un lugar (pp. 107-108). Es el vago que las aguafuertes rescatan, con el que Arlt se identifica, el que se enfrenta a la vo-rágine de una ciudad que promueve el activismo y el productivismo. Este vago es siempre un observador atento ya que, como se nos dice en «Elogio de la vagancia», «en todo vago, aun el más atorrante, hay una naturaleza con-templativa» (p. 29). La ciudad y su vida cotidiana se transforman para él en un espectáculo, en un mundo para ser recorrido y mirado.7 Así, el vago de-vendrá en el balconeador, el observador que hallamos entre los «gritones de las bañaderas de excursión» que, sin ganas de trabajar, «se quedan mirando; adormilados como lagartos al sol», y cada «vez que pasa una sirvienta, res-pingan en el asiento. Luego, como las fieras somnolientas, se vuelven a tirar y contemplan el paisaje bostezando, abriendo las fauces desmesuradamente» (p. 29). La animalización que sufren los personajes los instala en el mundo de la naturaleza y los distancia del mundo de la cultura, cuyas leyes son puestas en tela de juicios por el vago contemplativo que, como el lustrador de calza-do, ante su trabajo miserable llega a preguntarse si no es preferible robar. Luego, no solo pone en suspenso el valor social del trabajo sino del sistema productivo todo, al confesar que, en realidad, lo que le gustaría hacer es nada.

El conocimiento de la observación directa, de la experiencia de vagabun-dear, es la base de la epistemología del artista que Arlt propone y que valora por sobre la religiosa y la científica. En «El placer de vagabundear», ante la multiplicidad de historias que se cruzan en la vorágine de la ciudad, el profe-ta se indigna, el sociólogo «construye indigestas teorías» y solo el vagabundo

6 En «El espíritu de la calle Corrientes no cambiara con el ensanche».7 Guillermo García (2000) reconoce que en el discurso arltiano el vagar «remite a una

clase de sujeto que solo mira y camina o, en otros términos, se asiste a la conforma-ción de un personaje, coincidente en muchas ocasiones con la voz narrativa del tex-to […] reducido a una pura mirada en movimiento al margen de cualquier circuito productivo» (p. 108).

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se regocija con un placer que crece al encontrar en la gran urbe un mundo secreto y nuevo (p. 93). Lo secreto se oculta en los espacios privados, hay «dra-mas escondidos en las siniestras casas de departamentos», pero también en los espacios públicos, cuando los asaltantes «meditan sus trapacerías detrás del cristal turbio, siempre turbio, de una lechería» (p. 93). También guardan secretos los cuerpos humanos, particularmente los rostros, que son la facha-da que el cronista cree poder leer cuando, con énfasis, expresa:

¡Cuántas historias crueles en los semblantes de ciertas mujeres que pa-san! ¡Cuánta canallada en otras caras! Porque hay semblantes que son como el mapa del infierno humano. Ojos que parecen pozos. Miradas que hacen pensar en las lluvias de fuego bíblico. (p. 93)

Los secretos de la ciudad no son, entonces, infranqueables para el cro-nista que puede encontrar signos y señas imperceptibles para otros. Arlt ve una diversidad de tipos humanos y expresa que «sobre cada uno se puede construir un mundo». Al fin todos «llevan escrito en la frente lo que piensan, como aquellos que son más cerrados que adoquines, muestran su pequeño secreto… el secreto que los mueve a través de la vida como fantoche» (p. 93).

Por otra parte, lo nuevo es típico en la metrópoli descrita en las agua-fuertes. En «El placer de vagabundear», por ejemplo, se afirma que las calles de la ciudad están «llenas de novedades […] para un soñador irónico y un poco despierto» (p. 92), y se plantea cómo dichas novedades afectan tanto a las edificaciones físicas como a las sociales, es decir, a todo aquello que emerge de una renovada cartografía social cuya inestabilidad y cambios constantes exacerban el malestar de los ciudadanos, los que comienzan a comportarse con un desenfreno sorpresivo.

El desenfreno puede manifestarse ya en la riña de una señora que se da «cachetadas con su vecina, mientras un coro de mocosos se prende de las po-lleras de las furias» (p. 92), ya en la actitud de «un hombre que piensa matar-se» y «ofrece su suicidio como un espectáculo admirable y en el cual el precio de la entrada es el terror y el compromiso en la comisaría seccional» (p. 93). Ambas imágenes ejemplifican, además, cómo las esferas de lo público y de lo privado comienzan a problematizarse en una ciudad que, en los años veinte, vive intensos procesos de cambio social que la modifican y la renuevan a un ritmo acelerado, procesos que anteriormente consideramos y entre los que sobresalen la explosión demográfica y la modernización de Buenos Aires.

Buenos Aires fue la ciudad latinoamericana más poblada a fines de los años veinte, lo que la llevó de ser la «gran aldea» a una metrópoli8. Su

8 Buenos Aires tenía 677 mil habitantes en 1895 y tocaba los dos millones en 1930 (Romero, 2001, p. 251).

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característico cosmopolitismo hizo común imaginarla como una Babel moderna en la que, a medida que aumentaba la población, se hacían más difíciles las relaciones sociales. Romero (2001) explica que:

En rigor, el crecimiento demográfico –especialmente el provocado por las migraciones extranjeras– había cambiado la fisonomía de las so-ciedades en el transcurso de medio siglo, y en los años que siguieron a la primera guerra mundial era visible que no existía un nuevo carta-bón para entender las transformaciones que se habían operado. Las ciudades fueron, sobre todo, la pantalla en la que los cambios sociales se advirtieron mejor y, en consecuencia donde quedo más al desnudo la crisis del sistema interpretativo de la nueva realidad. Se entrevió que no se la entendía y no pudiendo captarse el nuevo y diferenciado conjunto como tal, se hizo hincapié en cada uno de sus grupos. Enton-ces se descubrió que la ciudad no era un conjunto integrado sino una yuxtaposición de grupos de distinta mentalidad.(p. 317)

Esta desintegración del paisaje urbano se registra en las aguafuertes porteñas que reparan en el carácter heteróclito y multiforme de los espa-cios físicos y sociales. La diversidad multiplica las diferencias y dificulta percibir la unidad de la ciudad, todo lo que afecta la constitución de una identidad porteña, cuyos sentidos se inscriben en un territorio que se pre-senta inseguro y movedizo. El problema de las identificaciones sociales en la Buenos Aires del veinte nos lleva a preguntarnos, según Adriana Rodrí-guez Pérsico (1993), por «la distribución, la pertenencia y el derecho a ejer-cer el poder sobre determinados espacios» (p. 6).

Ahora bien, ¿cómo resuelve Arlt, en su escritura, la dificultad que la sociedad de la ciudad real tiene para integrar espacios e identidades? Arlt responde a la complejidad de la metrópoli mediante la expresión estilizan-te de prototipos urbanos (Barbosa, 2000, p. 23), mediante la simplificación clasificatoria que le permite reconocer, describir y analizar diversos tipos sociales que sitúa en espacios también tipificados. Así, las calles serán una «vidriera de tipos», por allí pasará la multitud que el cronista-observador de las aguafuertes intenta clasificar, mostrando, por un lado, la búsqueda de un fundamento objetivo que permitiría registrar perfiles y predecir con-ductas y, por otro, el intento de fijar diversos perfiles de los habitantes de la ciudad en expansión (García, 2000, pp. 109-110).

En el pasaje Güemes, descrito en la aguafuerte homónima, hallamos a «las muchachas de los quioscos», grupo criticado por su pobreza intelectual y espiritual. Arlt ignora «si hacen o no el amor», pero cree «que no se divier-ten mucho» y que «todo lo que esa gente tenga que decir lo puede expresar en una hora y tres minutos» (p. 7). La desvaloración de estas empleadas está

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sujeta a un espacio también desvalorado, el Pasaje Güemes, espacio en que se acentúa lo que de mercantil y materialista tiene la nueva sociedad. Pero apenas se sale de este espacio, la valoración cambia. En «Corrientes, por la noche», por ejemplo, también aparecen, como en el Pasaje Güemes, di-versos comercios y empleados, pero esta vez estos últimos no reciben un particular tratamiento que los revele como objeto de crítica o rechazo.

Lo dicho hasta aquí nos muestra, primero, que la función social del trabajo es un criterio que permite diferenciar y definir tipos; segundo, que en la valoración de los tipos sociales participa también la pondera-ción de los espacios en los que estos se ubican; tercero y último, que la mirada escrutadora del narrador paseante es la que ordena y representa el entorno novedoso, multitudinario y heterogéneo. El segundo punto puede ejemplificarse aún más claramente si, por ejemplo, nos detenemos en el inmigrante como tipo y observamos las diferencias que, al interior del grupo, se plantean según el lugar físico y social ocupado. De este modo, se distinguen los prósperos israelitas ubicados en la calle Corrientes, en el tramo que va desde Pueyrredón a Callao9, de los inmigrantes pobres de las «Cuatro recovas». Los primeros se ubican en el centro de la ciudad mientras los segundos están condenados a supervivir en la periferia urbana y a cons-tituirse, tal como propone Barbosa (2000), en «tipos desviados». Aparecen así no porque se aparten de un modelo puro sino porque su falta de inser-ción social los desplaza hacia abajo, al margen, al suburbio. Espacio de ese todo contrahecho del que ellos no son más que partes (Barbosa, 2000, p. 27).

El dinamismo de la sociedad que el cronista –observador y caminan-te– halla en la ciudad es fruto, además de su masificación, de su moderni-zación. Esta ofrece a Arlt nuevos materiales para construir su literatura. Los elementos que Arlt descubre en la ciudad e incorpora en su escritura son discursos ajenos al campo de los escritores, fragmentos de ciudad que ellos conocían menos, saberes sin prestigio: cómo organizar un prostíbu-lo o fundir metales, cómo encontrar oro o ganar dinero fuera de la oscura rutina del trabajo, cómo combinar el saber técnico con la fabulación (Sarlo, 1997, p. 43). Al reparar y al trabajar estas novedades urbanas, Arlt realiza, al menos, dos cambios: primero, comienza a construir un perfil del subur-bio10, lugar en el que pocos se detenían; segundo, a partir de ese perfil, re-elabora la ciudad resaltando las cosas invisibilizadas por la mirada de los escritores que eran sus contemporáneos. En las aguafuertes, Arlt descubre

9 En «El espíritu de la calle Corrientes no cambiará con el ensanche» (Arlt, 2004, p. 150).10 Arlt no fue, sin embargo, el fundador literario del suburbio puesto que la invención

poética de este comienza bastante antes, a comienzos de siglo, con Carriego. Hacia 1928 el suburbio ya está en las letras de los tangos, en la literatura social de Boedo y también, aunque de otro modo, en la poesía de Borges (Barbosa, 2000, p. 22).

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en la metrópoli la belleza de lo público y la belleza del vicio, dos temas que, como observa Beatriz Sarlo (1997), «ya habían perseguido a los escritores europeos, también sensibilizados por la revolución tecnológica de las cons-trucciones, desde mediados del siglo xix» (pp. 46-47).

La calle Corrientes sintetiza la «experiencia de la ciudad» moderniza-da, la que el cronista, dispuesto a negociar con la mezcla, percibe como un espacio de alta tensión, de desorden paroxístico que se retrata desde una estética barroca (Sarlo, 1997, p. 48). De día, la calle mezcla lo viejo con lo nue-vo, al exhibir, «entre edificios viejos que la estrechan, […] las fachadas de los edificios de departamentos nuevos» (p. 151). De noche, la calle se transfor-ma en un espectáculo, visualmente enmarcado por una intensa luz eléctrica que cumple, al menos, dos funciones. Primero, ilumina el espacio público como un escenario, con «todos sus letreros luminosos» (p. 32), a la vez que lo estiliza con su cromatismo, «con sus reflejos de azul de metileno, sus ama-rillos de ácido pícrico» (p. 32). El carácter teatral del espacio representado también embellece a los sujetos. El uso generalizado de la luz eléctrica a ini-cios de los años veinte11 permite, en «Corrientes, por la noche», que «todos confraternizan[en] en la estilización que modula una luz supereléctrica» (p. 33). La segunda función de la intensa y rica luminosidad eléctrica de la calle Corrientes, espacio del centro donde se instalan distintos emprendi-mientos del comercio y el espectáculo, consiste en representar el espacio público urbano como un espacio modernizado donde se materializa la idea de que la modernidad y su carácter metropolitano son impensables sin una iluminación intensa que establezca un continuum vital, una transformación y aceleración del ritmo natural de la vida antigua, a través de una luz ar-tificial que llega a todos los rincones y hace de la ciudad un espectáculo permanente (Liernur y Silvestri, 1993, p. 33). Los cambios cuantitativos y cualitativos de la ciudad, su masificación y modernización, por ejemplo, le imprimen un dinamismo al espacio urbano que solo puede acrecentar la perspectiva también dinámica del cronista arltiano que conjugará en su figura, como vimos, las imágenes de observador y caminante que se pondrán en juego en un discurso basado primordialmente en la experien-cia de la ciudad.

11 Los primeros ensayos de uso de la electricidad para iluminación artificial de la ciu-dad datan de 1882. El nuevo sistema sucedía al de gas y al de faroles con velas de sebo, pero el empleo de electricidad para la iluminación de la ciudad de Buenos Ai-res se produjo con relativo retraso. La tendencia favorable a la electricidad registró un decisivo punto de inflexión entre 1907 y 1912, cuando se instalaron las primeras grandes usinas. Fue recién en 1920 cuando se sustituyó definitivamente el gas por la electricidad (Liernur y Silvestri, 1993, pp. 9-95).

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Tercera hipótesis: Buenos Aires, ciudad plural y multiforme

La ciudad que aparece en las Aguafuertes se construye a través de sinécdo-ques que contemplan sus partes: sus barrios, sus calles y sus plazas, entre otras. Estos espacios sociales y públicos no son planteados solo como un decorado que ambienta las acciones de los sujetos; por el contrario, ellos mismos son personificados y, con esta operación, se le imprime al paisaje urbano, por un lado, un carácter activo y, por otro, un carácter múltiple y cambiante, como los individuos que pueblan esa metrópoli también múlti-ple y cambiante, que Arlt se encarga de organizar y simplificar a través de tipificaciones espaciales (García, 2000, pp. 110-111).

En «Las cuatro Recovas», por ejemplo, la del Paseo de Julio se presen-ta como «la recova canalla» y la del Paseo Colón como la «calle más triste del mundo» (p. 13). La calle Florida, en la aguafuerte homónima, se percibe como «la calle más despersonalizada que tiene Buenos Aires», tan «ñoña como la inofensiva Agua Florida». La calle Corrientes tiene, como se seña-la en «El espíritu de la calle Corrientes no cambiará con el ensanche», un «espíritu», una «personalidad» y una «idiosincrasia» (p. 149) que permiten describirla, en «Corrientes, por la noche», como una calle vaga que «rezuma cordialidad por todos sus poros» y es «amablemente acogedora, como una mujer trivial, y más linda por eso» (p. 32).

La espacialidad social es humanizada ya sea por personificaciones como las citadas anteriormente o por otros recursos discursivos. Así, cuando el cronista observa, en «Molinos de viento en Flores», «un moli-no de viento desmochado», con «algunas paletas torcidas [que] colgaban del engranaje negro, allá arriba, como la cabeza de un decapitado» (p. 12), ofrece una comparación que, por un lado, humaniza lo percibido, y, por otro, alude a la desarticulación de un espacio, a su muerte. Esta inter-pretación es reforzada si notamos que, inmediatamente después de esta comparación, Arlt evoca el pasado barrio de Flores con un pensamiento tan seguro de su belleza pretérita como de su inexorable desaparición.

La idea de enfermedad es otro aspecto ligado a la humanización. En la Recova del Paseo Colón, una de «Las cuatro recovas», encontramos casero-nes con «muros leprosos» (p. 13), lepra que también afectará el espacio de los conventillos –descritos en «El conventillo de nuestra literatura»– «don-de la mugre ha llenado de lepra las paredes» (p. 55). En ambas apariciones la mención de la enfermedad sirve para dar una imagen visual de la humedad y el descascaramiento de las paredes, así como para vincularla a la suciedad y a la pobreza. Pero la falta de salud no se restringe al espacio que ocupan las clases marginales o bajas: por el contrario, termina afectando a toda la ciudad, en cuyo corazón «estaba ese cáncer que se llama conventillo» (p. 56),

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espacio que, irreductible a lo físico, remite al lugar social de la marginación, de la exclusión que el escritor debe denunciar. Dice Arlt: «¿Cómo no hablar de estas cosas? ¡Caramba! Si son las que saltan ante la sensibilidad de todo hombre que tenga un poco de corazón» (p. 56).

Los espacios sobre los que Arlt trabaja pertenecen a una periferia que se amplía a lo largo de su producción. Según Rodríguez Pérsico (1993), el autor de las Aguafuertes «realiza una operación desacralizadora que consiste en la centralización de los márgenes, en convertir lo que es socialmente fronte-rizo en elemento simbólico fundamental» (p. 9). Los espacios privilegiados por el discurso arltiano están en los márgenes sociales, aunque se ubiquen en el centro físico de la ciudad, y son espacios, generalmente, expulsivos. Arlt le sugiere al lector, en la aguafuerte «En las calles de la noche», que «recorra […] los barrios de Palermo, las calles perdidas de los alrededores de Parque Patricios, Balvanera, alrededores de Once» y le adelanta que lo que encontrará son «puertas cerradas por todas partes» (p. 42). Lo que estas puertas clausuradas muestran es la dificultad que tienen los caminantes nocturnos y solitarios de Buenos Aires para encontrar un espacio que los reciba y les ofrezca refugio y consuelo.

Estos hombres de la multitud no limitan su búsqueda a un espacio físico que les sea funcional en un sentido práctico –por ejemplo, para dormir–. Arlt ejemplifica cómo la relación con un espacio no se restringe a la comodidad que este pueda ofrecer. En esta misma aguafuerte, Arlt narra el caso de un amigo, al cual «la miseria lo llevo una noche a uno de esos hoteluchos», tan baratos como pobres, del que huyó, luego de imaginar «la caravana de des-dichados que por allí había pasado». Si bien la comodidad de este espacio, «donde se desprendían lonjas de empapelado descubriendo una capa más antigua de papel floreado» (p. 44), es mínima, la elección de «dormir en una plaza» no se funda en criterios prácticos sino en parámetros emocionales: era «preferible el techo de la noche a aquella cerrazón maldita» (p. 44). La imagen de lo cerrado reaparece varias veces en «En las calles de la noche»: en la habitación del hotelucho recién señalada, en las puertas de la calle de los distintos barrios porteños y también en la imagen de los templos, espacio espiritual que se demanda pero que se niega a los hombres que encuentran «esas enormes puertas cerradas y, afuera, la desolación» (p. 43).

En «El desierto en la ciudad», escrito unos meses antes que la aguafuer-te recién comentada, Arlt ya se había detenido a describir el afuera urbano como un espacio común, extendido y negativo. Común, por la previsible uniformidad del lugar abordado: las plazas, «oasis de la civilización» que, en Buenos Aires, son «feas» y «las que más predisponen al suicidio» (p. 17). Extendido, porque al generalizar la desvaloración de estos espacios, la re-presentación negativa de uno de ellos puede extenderse a la totalidad, con lo que se diseña un paisaje urbano que despliega y reproduce su hostilidad

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y que se evoca como «el más abominable lugar de sufrimiento que hay so-bre la tierra» (p. 18).

Así como las calles céntricas de la ciudad tienden a anular las posibilida-des de encuentro, comunicación y solidaridad, los barrios también empie-zan a participar de los problemas suscitados por la masificación, la desper-sonalización y el creciente materialismo urbano. En «Molinos de viento en Flores», el barrio de Flores se percibe como un espacio social cuyos valores morales positivos, como la cordialidad y la hospitalidad, se han perdido. En esta aguafuerte, evocación del Flores de antaño, Arlt lamenta no solo el cambio edilicio sino fundamentalmente el moral:

La gente vivía otra vida más interesante que la actual. Quiero decir con ello que eran menos egoístas, menos cínicos, menos implacables. Justo o equivocado se tenía de la vida y sus de sus desdoblamientos un crite-rio más ilusorio, más romántico. Se creía en el amor. (p. 14)

La mutación negativa de la idiosincrasia del barrio estará ligada, en-tre otras cosas, a una nueva distribución del espacio: se reemplazarán las construcciones amplias del Flores de «las enormes quintas solariegas», del barrio que era «espacioso», por «chalecitos que ocupan el espacio de un pa-ñuelo» (p. 12), por «casas de departamentos o casitas ideales para novios», por «edificios de tres pisos» (p. 13). Esta insistencia discursiva en la redis-tribución espacial pone de manifiesto un cambio que se estaba viviendo en la ciudad real. El intenso crecimiento poblacional cambiaba la fisonomía de los barrios y las formas de vecindad, a lo que había que agregar el enca-recimiento de la tierra urbana que Arlt señala en dos oportunidades. En la primera, expresa que, en un pasado cercano, «la tierra […] no valía nada» y, en la segunda, explica que los vecinos no están «como para romanticismo. Allí, la vara de tierra cuesta cien pesos. Antes costaba cinco y se vivía más feliz» (p. 14). La cita anterior muestra el vínculo que establece Arlt entre la pérdida de felicidad y el creciente materialismo que comienza a caracteri-zar a Buenos Aires.

Las relaciones directas, la tranquilidad y la inocencia que se empiezan a perder en los barrios de la ciudad todavía se hallan en los lugares descri-tos en «Pueblos de los alrededores», los que se definen por oposición a la metrópoli. Ellos son «pueblos para soñar, pueblos de serenidad» (p. 38), y es esta última característica la que reitera una isotopía en la que convergen el silencio, el orden, la tranquilidad, la poca densidad poblacional y la limpie-za. El silencio se asocia tanto a la ausencia de los ruidos de la apabullante ciudad industrializada como a la presencia de un vínculo que la moderni-dad rompió: el que nos une al ritmo de la naturaleza. L idea es trabajada por Arlt en esta aguafuerte, en la que repite literalmente la expresión «hay

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tantos árboles en estos pueblos que de cada hoja cae un silencio». En ella también enumera de modo indiferenciado los componentes naturales y las construcciones del hombre, para recrear, con tintes pictóricos casi moder-nistas, un lugar ameno:

Calles en las que el paso del transeúnte resuena nítido y claro, frentes de ladrillos, rojos y sombríos, faroles en los muros, fachadas de color rosa, de color azul […], jardincitos, horizontes, horizontes por todos los cos-tados, encrespados de nubes, con cresterías de eucaliptos, con losanges de oro, lagos de nácar, montañas de algodón. (pp. 52-53)

El orden y la mesura de los pueblos también se valoran por comparación con la ciudad. Mientras que en el pueblo la ubicación de las construcciones es planificada –«La Iglesia aquí, enfrente la comisaría, más allá la Munici-palidad, la plaza, tres cuadras más lejos el paso a nivel de la línea de ferroca-rril»–, en la ciudad se estilan «arquitecturas improvisadas», con viviendas que son «cuevas de cuatro por cuatro» con «balconcitos para pigmeos». Y nuevamente, así como la antítesis silencio del pueblo/ruido de la ciudad se asocia al grado de urbanización, la antítesis planificación espacial de la ciudad/ improvisación arquitectónica del pueblo se asocia al grado de pro-greso como objetivo de la modernidad. Así lo explica Arlt:

Nosotros, hombres de ciudad, estamos acostumbrados a un espacio de dieciséis metros cuadrados. A la oscuridad de los departamentos. Y a todo lo francamente abominable que el progreso, la tacañería de los propietarios, y los digestos municipales han amontonado sobre nues-tras cabezas. En cambio estos pueblos … (p. 53)

Pero no será en los pueblos donde Arlt encontrará el espacio propio sino en las calles, particularmente en una de ellas, la calle Corrientes. A la que contrapone con otra, que será su antítesis: Florida, calle expulsiva y desper-sonalizada que evitan «los desdichados», «los miserables que albergan un proyecto» y «los soñadores que llevan un mundo adentro». En ella no en-tran «todos aquellos que necesitan de la calle para desparramar su angustia o para recogerla en un ovillo nervioso» (p. 22).

Luego de compararla con otras, se concluirá que aquella calle es «la más despersonalizada», «la más conocida e insignificante». Arlt explica esta ca-racterística extensamente y señala, entre otros argumentos, que «hay de todo como en farmacia. Y ese poco es pretencioso con tendencias al lujo» y «la enorme vulgaridad de sus tiendas con liquidaciones». Es a la vez el espacio de la ampulosidad y de la carencia. Abundan en ella los comercios, vidrieras, escaparates, teatros, bares automáticos, pero carece de espíritu:

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le falta «ese no sé qué» que, tanto en las mujeres como en las calles, pone su encanto finísimo y particular; esa atmósfera extraña, singular y per-ceptible que, de pronto, nos encanta sin que podamos definir de qué ángulo o de qué gesto se escapó esa poderosa atracción que nos seduce. (De «La calle Florida», 1993, p. 34)

La valoración de Florida es, como dijimos, opuesta a la que recibe la calle Corrientes, la «que más que calle parece una cosa viva». Si la anterior pro-duce indiferencia, esta despierta un sentido de pertenencia, ella es «calle nuestra, la sola calle que tiene alma en esta ciudad, la única que es aco-gedora, amablemente acogedora» (de «Corrientes, por la noche», p. 43). El recurso que más utiliza para describirla es la enumeración caótica, la yux-taposición de elementos disímiles que conviven en una extraña comunión. El cronista enumera la profusa población de la calle así como los objetos y lugares que la conforman. La idea de la mezcla se acentúa hasta convertirse en un cambalache donde conviven, por ejemplo, en una librería «volúme-nes hinchados de pornografía junto a la millonésima edición de Martín Fierro». La calle de la multiplicidad es también la calle carnavalizada que permite que se truequen las jerarquías, que se inviertan los papeles: en las «peluquerías de mujeres […] entran y salen hombres»; todo «pierde su valor. Todo se transforma»; las reglas sociales pueden ser violadas por «diarieros que se tutean con mujeres admirablemente vestidas», por «señores con dia-mante en la pechera que le estrechan la mano al negro de un dancing». Tal como sostiene Romero, en el Buenos Aires del veinte, Corrientes es uno de los terrenos donde la cultura del centro y las culturas marginales se entre-cruzan y compenetran sin conflictos.12

La ciudad imaginada en diálogo con la ciudad real

En las Aguafuertes porteñas se establecen correlaciones explícitas entre la ciudad imaginada y la ciudad real al desarrollarse algunas características coyunturales de la Buenos Aires de los años veinte que, por un lado, se ad-vierten como problemáticas, y, por el otro, se problematizan. Los rasgos que la ciudad de Buenos Aires exhibía en la segunda década del siglo xx y que las aguafuertes trabajadas documentan son: la heterogeneidad de la masa poblacional –conformada principalmente por los inmigrantes, las clases

12 La idea es planteada por José Luis Romero en «La ciudad burguesa», artículo que aparece en Buenos Aires. Historia de cuatro siglos (1983), y es citada por Sylvia Saítta en la «Introducción» que escribe a la edición Aguafuertes Porteñas. Buenos Aires, vida cotidiana (1993).

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populares y la clase media–, las escisiones socioeconómicas intergrupales e intragrupales, el ensanchamiento de los márgenes sociales, el cosmopoli-tismo, los procesos de modernización y la masificación social.

La heterogeneidad de la población pone en juego problemas también heterogéneos y particulares a cada grupo. Entre los inmigrantes se dis-tinguen los pobres de los prósperos. Los primeros son originarios de un mundo rural alejado de la economía monetaria y encuentran en el mundo urbano un lugar que les obliga a trocar sus valores y prácticas y les niega la oportunidad de la pertenencia y del ascenso social. Los segundos –por ejemplo, los israelitas de la calle Corrientes–, son comerciantes que pueden acomodarse y adaptarse socialmente porque poseen algún capital y sobre todo un grupo que los cohesiona. Las diferencias entre estos subgrupos se visibilizan en la dispar ubicación que tienen en el espacio social de la metrópoli: mientras los inmigrantes prósperos se ubican en el centro de la ciudad, los otros son expulsados a sus márgenes.

La clase media, al igual que el grupo de inmigrantes, también es sus-ceptible de distinciones. Los comerciantes y pequeños propietarios que se localizan en Corrientes reciben una valoración positiva excepcional. Frecuentemente, la burguesía será denostada por Arlt, como ocurre en la aguafuerte «Pasaje Güemes», donde la imagen de lo burgués se asocia a lo norteamericano y a un conjunto de rasgos negativos, entre los que sobre-salen el mercantilismo exacerbado y un frívolo y superficial consumismo.

Todos los inmigrantes no son iguales en las aguafuertes, tampoco lo son los comerciantes. Los trabajadores urbanos y las clases populares, por el contrario, tienden a igualarse, a uniformarse, y se distancian, en el discur-so arltiano, de los atributos que caracterizaban al proletariado de la época. Como hemos señalado anteriormente, Arlt retrata a obreros indiferentes, pasivos, despojados de la combatividad que manifestaron durante la se-gunda década del siglo xx.

Los inmigrantes, junto con la multiplicidad de nuevos trabajos y activi-dades que aparecen en la ciudad modernizada, dotan a Buenos Aires de un característico cosmopolitismo que Arlt ubica en la calle Corrientes, espacio que se exalta a partir de la reivindicación de una subjetividad ciudadana que tiene como rasgos principales la alegría y la despreocupación. Esta ca-lle se enviste de una espiritualidad que condensaría lo típicamente porteño, autenticidad planteada desde una perspectiva esencialista que, como ya dijimos, se empeña en dibujar una Buenos Aires fija. Probablemente, esto responda a la necesidad de mantener cierta certeza sobre los espacios de una ciudad real que muta profunda y aceleradamente.

La despersonalización de las relaciones sociales en la Buenos Aires del veinte es planteada a partir de la experiencia de pérdida que viven los ciudadanos de una metrópoli cuyo crecimiento hace más complejas las

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relaciones interpersonales y genera un creciente anonimato. En «El desier-to en la ciudad» Arlt reflexiona sobre los sentimientos que prevalecen entre las personas y sobre la falta de comunicación. En esta ciudad-desierto por-teña aparece el «hombre Robinson Crusoe», un incomprendido, un fruto de la indiferencia urbana, cuya sociabilidad se halla dañada y encuentra refugio en la naturaleza.

Todos los espacios de las aguafuertes se vinculan con la experiencia de los personajes y se construyen principalmente desde esta. Son espacios a los que pertenecen los sujetos o los grupos, son los lugares en los que se desplazan, se comunican, se relacionan, se ensimisman; son ámbitos que los acogen o que los expulsan. El paisaje urbano que diseñan estos espacios de la experiencia retoma, como probamos, constantes referencias a la Bue-nos Aires de los años veinte, en sus aspectos físicos, sociales, económicos y políticos. Esto da cuenta del carácter testimonial e informativo del discurso arltiano, que documenta el rostro de una ciudad real, múltiple y cambiante como las identidades que en ella circulan y que se van estableciendo.

Pero el espacio urbano referido en los textos no preexiste totalmente a las aguafuertes. Más bien, adquiere plena existencia a través de una escri-tura que crea y difunde su representación. Las aguafuertes porteñas serán un magnífico medio para instalar y para transmitir una serie de imagina-rios referidos a Buenos Aires a miles de lectores de El Mundo, provenientes de los sectores medios urbanos, que permitirán a Arlt consolidar un público y legitimar su lugar de enunciación (Saítta, 1993, p. 59). La invención de la ciudad se configura a través de un lenguaje que es, como ya desarrollamos, poliédrico, dinámico y subjetivo. Es poliédrico porque lo observado no tiene un único lado, sino varios, y la necesidad de darlos a conocer a todos se traduce en frecuentes enumeraciones que tienden a ser caóticas por la di-versidad de elementos y perspectivas relativos al espacio que se nombran. Es dinámico porque sus lugares son móviles, realizan actancias, son ani-mizados, animalizados y humanizados, vinculándose con personajes que interactúan en ellos y con ellos. Es subjetivo porque su construcción no es ajena a las constantes y explícitas modalidades axiológicas que revelan los valores y disvalores adjudicados por el emisor a un espacio que es físico, pero fundamentalmente social.

Por otra parte, hemos visto que la ciudad arltiana es descrita y narrada por un hombre que camina. Arlt es el cronista viajero cuyo deambular, por un lado, desencadena la narración, y, por otro lado, representa un cambio respecto de la inmovilidad del periodista tradicional que redactaba sus notas desde el encierro en una redacción. El cronista de las aguafuertes porteñas es ejemplo del repórter moderno que, además de circular por el espacio que registra, se apropia de distintas narraciones que en él circu-lan. El deambular urbano referido en las aguafuertes diferencia dos tipos

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de vagancia, una abúlica, y la otra fructífera, valorada en relación con el ejercicio de la imaginación. El constante movimiento que caracteriza a los personajes de las aguafuertes relevadas, y al propio Arlt, pone en juego una serie de imágenes sensoriales que surgen del contacto de los sujetos con el paisaje urbano recorrido, sentido y contemplado. De la misma manera, los personajes arltianos no encuentran en la metrópoli un centro fijo de pertenencia, por eso no pueden más que desplazarse en la vorágine urbana que mueve y los conmueve.

Al activismo que la ciudad real promueve, las aguafuertes que aquí analizamos contraponen el espíritu contemplativo y reflexivo del vago con el que Arlt se identifica. Este personaje transforma la ciudad y su vida co-tidiana en un espectáculo para ser, además de recorrido, mirado. El vago balconeador será un observador, en ocasiones, animalizado porque en el ambiente de la naturaleza encuentra una libertad que le niegan las reglas de un ambiente social altamente productivista y alienante. El vago contem-plativo tiende a ubicarse, al igual que el hombre anónimo que se abandona en las plazas públicas, en el mundo de la naturaleza. Ambos desplazamien-tos señalan la dificultad que encuentran los sujetos para adaptarse a un espacio urbano que instala nuevas y complejas reglas de juego social.

El conocimiento de la observación directa, fruto del vagabundear, es la base de la epistemología del artista que Arlt propone. El vagabundo goza al encontrar en el espacio urbano un universo secreto y nuevo. Lo secreto se oculta en los espacios privados, en los espacios públicos, en los rostros que operan como una fachada que el cronista cree poder leer y clasificar en una diversidad de tipos humanos. Lo nuevo afecta la fisonomía física y social de la ciudad, cambiando la relativamente estable cartografía social de la gran aldea por la inestable de la metrópoli. Esta metamorfosis alimenta un malestar ciudadano que se revela en el desenfreno sorpresivo y frecuente de los personajes de las aguafuertes porteñas.

La explosión del paisaje urbano fragmenta la ciudad que aparece en las aguafuertes porteñas de 1928 y 1929. Esta se percibe de manera multifor-me y disgregada, como el producto de una cultura dinámica que afecta la constitución de la identidad porteña. Al igual que los espacios, esta identi-dad explota en diferencias, en complejidades que Arlt simplifica y organiza a través de la construcción de tipos urbanos –a los que sitúa en espacios también tipificados. La modernización que atraviesa Buenos Aires a finales de los 20 le ofrece a Arlt nuevos materiales para incorporar a su literatura. Estos materiales, desprestigiados por la cultura letrada, forman parte de la ciudad real que Arlt visibiliza a través de su escritura, donde se resalta el espacio en el que pocos se detenían: el del suburbio.

Pero además de representar los márgenes urbanos, las aguafuertes porteñas escritas a fines de los años 20 configuran la ciudad desde la calle

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Corrientes, desde el centro donde se manifiesta claramente la modernización urbana. Allí, el cronista encuentra un lugar público cuya tecnificación, con-densada en la iluminación eléctrica, modifica los ciclos naturales de la vida antigua e impone los de una modernidad sin noche, sin oscuridad y sin des-canso. La intensa y cromática luz eléctrica de la calle Corrientes convierte el espacio en un escenario teatral donde actúan sujetos también teatralizados.

La ciudad que emerge de las aguafuertes analizadas se construye a tra-vés de sus partes. Conocemos Buenos Aires a través de sus calles, barrios y plazas, partes todas de un paisaje activo y animado. A través de esta an-tropomorfización, el espacio urbano se reconoce enfermo de una miseria e inequidad que el escritor, según Arlt, debe denunciar. Los espacios pri-vilegiados en el discurso arltiano se ubican en los márgenes sociales. Los hombres no encuentran un lugar de pertenencia en el adentro angustiante de las pensiones miserables, pero tampoco lo descubren en el afuera de las plazas, que los enfrenta con la soledad y la indiferencia.

Las posibilidades de encuentro y de comunicación entre los ciudadanos tienden a ser menores en el espacio público. En este se incluyen los barrios que, a fines de la década del 20, ya experimentan algunos problemas deriva-dos de la masificación y el creciente materialismo urbano. En «Molinos de viento en Flores», el barrio se percibe como un locus social deteriorado, que ha perdido valores morales. La mutación negativa del barrio halla entre sus causas una retasación y una redistribución espacial que encarece la tierra urbana y, por ello, reemplaza las construcciones amplias por las pequeñas edificaciones. Estas modificaciones cambian la fisonomía de los barrios y las formas de vecindad, y en ellas Arlt se detiene.

Las relaciones directas, la tranquilidad y la inocencia que se empiezan a perder en los barrios de la ciudad todavía se encuentran en los lugares descritos en «Pueblos de los alrededores». Definidos por oposición a la metrópoli, permiten soñar a los hombres; en ellos encuentran serenidad, silencio, orden, poca densidad poblacional y limpieza, cualidades de las que carece el espacio urbano. Los pueblos y la ciudad aparecen como antítesis: los primeros son fruto de una planificación racional y la segunda de una improvisada y avara disposición de los espacios. En los pueblos hay un im-ponente silencio, contrario al ruido que inunda la ciudad por su concentra-ción poblacional y la modernización.

No será en los pueblos, como ya dijimos, donde Arlt encontrará el es-pacio propio, sino en las calles, particularmente en Corrientes. La calle Corrientes es un lugar vivificado que despierta el sentido de pertenencia y acrecienta la sensación de bienestar ciudadano. Se contrapone a otro espacio: Florida, calle expulsiva y despersonalizada que se muestra como la sede pública de la ampulosidad y de la carencia. Lugar donde abunda el comercio pero se carece de espíritu, donde Arlt experimenta el rechazo.

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Corrientes, por el contrario, será el lugar amado por quienes no le temen a las diferencias ni al entrecruzamiento de esas diferencias. Arlt solo puede presentarlas a través de enumeraciones caóticas referidas a una pródiga y heteróclita población: luces eléctricas, ruidos, música, edificios, comercios, alcohol, máquinas y hombres.

Todo junto y todo mezclado parece ser el lema de Corrientes, una calle carnavalesca que permite que se truequen las jerarquías, se inviertan los papeles y se suspendan las distinciones socioeconómicas. Por estas razones Arlt la exalta no sin idealizarla: valora, sobre todo, la posibilidad que ella ofrece para cultivar y entablar relaciones directas entre sujetos diferentes, en una metrópoli en que la masificación acentúa la despersonalización y la escisión social debilita la comunicación y la integración.

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Capítulo 6 Representaciones del campo intelectual y literario en Las iniciales de la tierra y Las palabras perdidas de Jesús Díaz

La Revolución cubana: de la devoción a la denuncia

Las iniciales de la tierra (editado en 1989) y Las palabras perdidas (1992) narran la vida de distintos jóvenes cubanos y problematizan, a través de ellas, la relación de la literatura con la política y específicamente con la Revolución.1 La vida de Carlos Pérez Cifredo, en Las iniciales, y de los Güijes, en Las pala-bras, se presentan a través de diversos y múltiples episodios cuya linealidad cronológica se quiebra constantemente al incorporarse recuerdos, sueños, pensamientos y escenas cotidianas de los personajes que se repiten, se al-ternan y expanden a lo largo de los relatos.2

Los frecuentes movimientos narrativos (cambios de foco, de tema, de escenario e incluso de registro lingüístico) acompañan las también móviles concepciones políticas y artísticas de los protagonistas. Sus cambios en el plano de las ideas son, en cada novela, particulares. En Las iniciales se pro-blematiza principalmente el rol del intelectual en la política y las reflexio-nes sobre lo literario ocupan una posición lateral, mientras que en Las pa-labras, si bien la preocupación por lo político representa una continuación respecto de la novela anterior, la problematización se centra en el campo literario. En este sentido, es válido recordar que mientras todos los Güijes son escritores –dos de ellos, además, «instructores» de literatura y filosofía en la universidad–, Carlos Pérez Cifredo no es un intelectual propiamente dicho aunque reflexione y opere eventualmente como tal, sobre todo du-rante su permanencia en la universidad como estudiante de arquitectura y activista político.

1 La revista Las iniciales de la tierra fue prohibida por el gobierno cubano y su edición estuvo vetada durante doce años, de 1973 a 1985, cuando una reivindicación de los in-telectuales cercanos al primer Caimán Barbudo y a Pensamiento Crítico permitió su publi-cación en La Habana y Madrid. Por su parte, Las palabras perdidas fue publicada en 1992 por la editorial Anagrama, estando el autor ya fuera de Cuba (Rojas, 2002, pp. 166-177).

2 Este trabajo fue publicado en Revista Alpha (1.º semestre 2007). Universidad de los Lagos, (24), 110-125.

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Las iniciales, leída frecuentemente como «la biografía del hombre cu-bano en Revolución» (Vasco, 1990, p. 281), reelabora y ficcionaliza algunas características del relato testimonial. La novela se focaliza en un personaje que protagoniza y testifica los acontecimientos históricos, políticos y eco-nómicos fundamentales de los primeros años de la Revolución cubana. Los episodios más significativos de la vida del personaje se van a articular con aquellos sucesos de la vida nacional. A través de su biografía, se narran las manifestaciones en contra de Fulgencio Batista durante el año 1956, el triunfo de la Revolución en 1959, la formación de milicias y las pruebas de iniciación en 1960, la movilización de enero del año siguiente, la ruptura con Estados Unidos, el combate de Playa Girón, la muerte de Ernesto «Che» Guevara, la zafra de los diez millones y la crisis de octubre.

Las palabras sintetiza, a través de la vida de los Güijes, una etapa de la historia cubana posterior a la narrada en Las iniciales y visibiliza, a través de la biografía del Rojo, el Gordo, Una y el Flaco, distintas respuestas intelec-tuales a un sistema cultural ya institucionalizado que limita y minimiza la libertad de expresión. Ya no se trata, como en la novela anterior, de retratar la construcción de un Estado revolucionario, sino de exponer algunos de sus excesos y arbitrariedades. Estos hechos provocan el distanciamiento moral de los intelectuales que protagonizan la novela respecto del comunismo, «justo cuando sienten que las demandas del poder imponen la renuncia a la búsqueda de una expresión en la alta literatura» (Rojas, 2002, p. 173).

Las palabras describe un régimen de vigilancia y control estatal que se ex-pande a todas las esferas de la vida social. La labor creativa se ve particular-mente afectada y reducida a los límites del arte oficial, única posibilidad y ga-rantía de circulación. Mientras Las iniciales desplaza al ámbito de lo privado aquellas ideas que se plantean como contradicciones ideológicas, Las palabras las sitúa en el ámbito de lo estatal. En la primera novela los antagonismos se establecen principalmente con Estados Unidos y el capitalismo imperialista; en la segunda, con la verticalización y ortodoxia de la Revolución.

El origen de clase aparece en Las iniciales como un factor explicativo de las ideas que profesan los personajes y de la dificultad o facilidad con la que acogen el pensamiento revolucionario en el campo cultural e intelec-tual.3 Los pobres, los negros, los excluidos adhieren con facilidad y felici-dad al ideario revolucionario que postula la igualdad social y los reconoce como ciudadanos de derecho. En cambio, los burgueses, como la familia del protagonista, solo ven en él la justificación de un proceso ilegítimo que les arrebata privilegios considerados válidos. A este sistema de valores fa-

3 Las iniciales concuerda, en este sentido, con la idea que Jesús Díaz expresa cuando declara tener «una obsesión, la de expresar la conexión de la lucha de clases y los destinos individuales» (Bejel, 1991, p. 53).

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miliares renuncia gradualmente Carlos Pérez Cifredo, emprendiendo un camino de politización que lo lleva a adoptar progresivamente el sistema ideológico de la Revolución.

Carlos se aleja de la estructura de sentimientos4 de su clase, la que va-lida, entre otras cosas, la defensa de la propiedad privada (su padre y su tío son propietarios y arrendadores de una finca; este último, además, es dueño de un matadero), el racismo y la explotación (su tío Manolo practica la usura con los negros del Vedado, donde él pasó su infancia; Chava es un esclavo de su bisabuelo que permanece con esa condición en su familia y Mercedes, la criada de la casa, había ido a trabajar sin sueldo a su hogar para rescatar una medalla de la Virgen de la Caridad y un cadenón em-peñados por su marido). Por otro lado, acepta, de un modo conflictivo y fluctuante, algunas premisas básicas de la Revolución: la socialización de la propiedad y del trabajo con vistas al bien común, tendiendo a eliminar las relaciones de sometimiento económico y social y la extensión de los dere-chos cívicos de los ciudadanos. Lo que implanta la Revolución es una nueva estructura de sentimientos que obliga al protagonista a redefinir los modos en que piensa e interviene tanto en el campo político como en el intelectual.

En Las palabras, los cuatro protagonistas son jóvenes que viven una ya instituida revolución. Su pertenencia de clase no se plantea como explica-tiva de sus conductas e ideologías y sus preocupaciones intelectuales no se corresponden, como en el caso de Carlos, con el deseo de ser fiel, de un modo ortodoxo, al ideario revolucionario.5 Las palabras complejiza la repre-sentación de la organización social cubana y de las relaciones interperso-nales por la mediatización e intervención de la máquina estatal tanto en el plano material como en el simbólico. Los Güijes cuestionan, impugnan y reelaboran algunas características del ideario revolucionario, básicamente la doble moralidad cívica de distintos estratos sociales.

En muchos momentos los personajes de Las palabras piensan o expre-san su desacuerdo con el orden político a la vez que señalan sus falencias. Así sucede, por ejemplo, cuando el Gordo piensa que la nivelación metodo-lógica que las autoridades quieren imponer en sus clases era:

4 Utilizamos este concepto de Williams porque, al igual que él, «estamos interesa-dos en los significados y valores tal como son vividos y sentidos activamente; y las relaciones existentes entre ellos y las creencias sistemáticas o formales…» (Cfr. Wi-lliams, 2000, pp. 154-155).

5 Creemos que, en Las iniciales, la irreverencia no equivale a la desesperanza, puesto que «incluso en el corazón del enfrentamiento entre el Carlos individuo y los patro-nes ideológicos del partido sigue presente el afán de preservar la fe en la Revolución y de salvaguardar el aura del proceso revolucionario» (Rodríguez Mourelo).

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más que un crimen, una estupidez por la que la patria se vería obligada a pagar durante decenios, como pagaría también por el fraude, las falsas promociones y la doble moral que eran el pan de cada día en nuestro sistema de enseñanza. (p. 98)

Su crítica, que comienza focalizándose en el ámbito de la educación, se expande hacia la realidad social cubana en general, donde «había cre-cido el índice de divorcios y suicidios, el contrabando de divisas, el robo, el mercado negro, la prostitución clandestina y la admiración bobalicona por todo lo extranjero» (p. 98). Esta posición crítica se repite al evaluar el campo literario nacional en el que ellos pretenden intervenir.

El Rojo y Una priorizan, por sobre todos los valores de la literatura, los estéticos y desplazan a un segundo plano los del mundo social. El Gordo y el Flaco, por su parte, invierten este orden y jerarquizan la referencia social por sobre la construcción artística. Todos tienen una concepción literaria que involucra una valoración tanto positiva como negativa. En varias opor-tunidades los personajes discuten y reflexionan sobre estos valores a la vez que contextualizan estos debates en el campo de la literatura nacional. El Rojo, por ejemplo, desea inventar un nuevo idioma para así poder «romper la prisión del realismo, la servidumbre de la anécdota, la miseria del color local» (p. 19), pobrezas que él asocia al conversacionalismo y coloquialismo que «banalizaban hasta el hastío la joven poesía cubana creando la deso-ladora impresión de que todos los poemas estaban escritos por el mismo pésimo poeta» (p. 20). El Gordo, en cambio, defiende el coloquialismo y critica la búsqueda del Flaco, a la que califica de «epigonal, falsa, vacía y extranjerizante» (p. 114). El Flaco quiere crear una novela total, «que inclu-ya todos los géneros literarios, poesía, cuento, periodismo, ensayo» (p. 38); busca que sus textos aporten «realmente algo nuevo» (p. 107) a la literatura cubana pero, según el Rojo, hay en su búsqueda un populismo soterrado que rechaza las renovaciones formales radicales y tiende a ser repetitivo. Una, por su parte, pretende escribir dos libros complementarios (un ensa-yo y un poemario) que funcionen como «homenajes personales a ciertas escritoras» (p. 183). Revisa y critica la concepción machista que prima en los ámbitos literarios, pero una vez que los Güijes la aceptan en su grupo le preocupa «obtener su admiración y su respeto y seguir disfrutando de aquel sentido tribal de la existencia» (p. 199).

Una escena de Las palabras, entre muchas otras, puede ejemplificar la heterogeneidad de gramáticas de escritura y la necesidad del consenso en los debates sobre literatura. Esta escena acontece en la heladería Coppe-lia, en la primera reunión convocada por el Gordo y el Flaco para estudiar proyectos de colaboraciones para la revista El Güije Ilustrado. Allí acuden «Jabatos, Paronomásicos, Independientes y Desconocidos» (pp. 171-172).

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Los Jabatos, cuyo cabecilla era el Rubito, eran contenidistas; los Paranomá-sicos, liderados por Adán Nada, eran formalistas; entre los Independientes se hallaba el Mulo Bebelagua; y entre los desconocidos, Una. El Rubito y Adán Nada leen sus poemas, transcritos en su totalidad, y son rechazados por los Güijes: el primero por banalizar a Vallejo, el segundo por reducir la literatura a la paronomasia. Solo Una va a recibir por su poema «Me con-fieso culpable ante los hombres» el apoyo y la aceptación general del grupo. Para el Rojo su texto era «bueno, sin dudas, especialmente porque tenía la admirable capacidad de hablar desde las cimas de la cultura y de la historia. Pero lo hacía en contra, con una ironía corrosiva» (p. 180). Para el Flaco «el poema de Una es gran literatura» (p. 181) cuyas reglas internas no van a especificarse de un modo explícito, pero que operan como meta a alcanzar en la escritura, meta que presupone originalidad, superación del realismo más ramplón e irresolución de la tensión entre localismo y cosmopolitis-mo. Tres características que operan en la selección que realizan los Güijes en esta oportunidad y sobre las que se reflexiona con insistencia a lo largo de la historia.

La aprobación consensuada es fundamental para participar de la revis-ta. Esta representa una de las pocas formas de dar a conocer y socializar las producciones de estos escritores jóvenes cuyas obras no encuentran cana-les de difusión pública. En este sentido, es significativo el lugar donde se lleva a cabo el encuentro y los debates en torno a los distintos significados de literatura. La heladería permite situarse en un ámbito distinto al estatal u oficial, lejos de sus normas y prescripciones. Ellos se ubican fuera de los espacios que ofrece el arte oficial para el debate, pero también de los que les brinda la bohemia literaria. Virgilio Piñeira les objeta el espacio físico pero también simbólico en el que se ubican, diciéndoles: «Jamás respetaré a una generación literaria que hace su bohemia en una heladería» (p. 212).

De la expansión a la retracción de los espacios y los discursos

El uso de los espacios varía notablemente de una novela a otra. En Las iniciales los debates de ideas se llevan a cabo principalmente en espacios estatales y públicos, mientras que en Las palabras se retraen al campo de lo privado, a la heladería Coppelia y a las casas de los Güijes y de Roque Dalton. En Las iniciales, el Instituto y la zona del parque aledaño a este son los lugares de encuentro y debate político a donde el protagonista asiste con más frecuencia, apenas iniciada la Revolución. Años más tarde, serán la Beca y la Universidad, donde Carlos vive y estudia arquitectura respecti-vamente. En todos estos lugares los jóvenes eligen a sus representantes por

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votación directa y debaten sus ideas. Los excesos de autoritarismo en las reuniones corresponden a algunos de ellos y no a las autoridades educati-vas o gubernamentales.

En Las iniciales se narran, por ejemplo, los debates entre distintos grupos de estudiantes que se realizan en el Instituto al que asiste Carlos. En ellos, como en Coppelia, se manifiesta la heterogeneidad de ideas y perspectivas referidas, en este caso, al campo político. La complejidad de los debates con-funde al protagonista que no tiene, como los personajes de Las palabras, un posicionamiento teórico más o menos coherente y fundamentado sobre el campo intelectual o político. Las polémicas que en el Instituto se llevaban a cabo se referían a «temas demasiado abstractos como para permitirle to-mar partido» (p. 117) y la diversidad de voces, por su parte, aumentaba su incertidumbre sobre el lugar ideológico en que debía situarse.

Él observa que todos estaban con la revolución pero que, a la vez, «se dividían en izquierdas y derechas, y se subdividían, como amebas, las iz-quierdas en Veintiséis, Directorio y psp, las derechas en auténticos y católi-cos, los católicos en progresistas reaccionarios» (p. 117). Las enunciaciones de cada grupo pujaban por dominar a los otros no solo en el terreno de las ideas, en el de las significaciones que debía adoptar la revolución, sino también por ganar los espacios de poder institucional. Tal como el protago-nista nota, «el objetivo real de estos debates era el de medir fuerzas y lograr adeptos para las próximas elecciones a la Asociación de Estudiantes, donde se definiría quién iba a controlar el Instituto» (p. 119). Esta voluntad de con-trol guía, en Las iniciales, a la mayoría de las discusiones y enfrentamientos entre los distintos sectores del estudiantado, tanto del Instituto como de la Universidad y del edificio de la Beca. La horizontalidad de sus relaciones se vuelve una interacción fuertemente limitada en otros espacios verticalistas de la novela, como la milicia y la zafra.

La unidireccionalidad del poder que predomina en estos últimos sitios de Las iniciales se intensifica en Las palabras, donde ya no es posible para los ciudadanos comunes debatir y polemizar los significados de la cosa pública en las instituciones estatales. Visibilizan con claridad este nuevo estado de cosas las reglas de organización que rigen en la Universidad. Todo un siste-ma de vigilancia y castigo se despliega en este espacio en el que predomina la jerarquía burocrática. Las autoridades son las que legislan y evalúan las formas y la funciones de los discursos, las que deciden sus circuitos de cir-culación, las que ejercen un poder punitivo. Tres ejemplos son ilustrativos al respecto. En el primero, el Rojo evoca la tarde de su primer recital de poe-sía cuando conoció al Flaco. Recuerda que «las autoridades universitarias habían intentado fiscalizar los textos, pero el Gordo y él rechazaron la pre-tensión y seguidos por un grupo de estudiantes ocuparon el anfiteatro. Allí leyeron sus primeros poemas e invitaron a un debate» (p. 18).

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La victoria de los subalternos (en este caso alumnos universitarios) sobre el poder de la máquina estatal es transitoria. Lo que sucede más frecuente-mente aparece en los otros dos ejemplos. Ambos son extensos pasajes que incorporan a la narración descripciones y diálogos atravesados por profu-sas modalizaciones axiológicas y deónticas. Una de ellas es protagonizada por el Gordo y el Ministro de Educación, la otra por el Flaco y el director de un periódico oficial. Ambos son sancionados por las ideas que predican y por las producciones discursivas donde las expresan: el Gordo, por publicar en La Ladilla Ladina el «Soneto al metodólogo», donde critica a quienes los suspendieron por no llevar en su clase un estricto método didáctico cuyas pautas eran, entre otras, poner la fecha de la clase en el extremo superior derecho de la pizarra, dividir la exposición en tres fases y hacer una pre-gunta de control cada quince minutos; el Flaco, por incluir en la revista El Guije Ilustrado textos y fotografías consideradas contrarrevolucionarias.

Estas dos reuniones repiten los discursos monológicos de la autoridad y sus componentes principales. Las dos tienen un inicio similar: los persona-jes pertenecientes a una intelectualidad subalterna son convocados por la autoridad, ingresan a sus oficinas, comienzan a experimentar sentimien-tos de miedo y angustia por los resultados del encuentro y se les notifica la censura de sus textos. El gesto de exponer a los subordinados las produccio-nes sancionadas se repite de un modo casi idéntico. El ministro «extrajo de su oscuro portafolio de piel el ejemplar de La Ladilla» (p. 94) donde estaba publicado el soneto. El director, por su parte, «suspiró mientras ponía sobre la mesa una carpeta llena de fotos y textos, en los que [el Flaco] reconoció de inmediato los originales del Güijes» (p. 317). Luego de que ambos Güijes son inducidos a realizar un mea culpa, se les comunica el castigo y se les permite retirarse.

De la apertura a la clausura cultural: logros y límites en la conformación de un público lector

En Las palabras, los ejemplos que acabamos de ver vienen a representar las conflictivas y asimétricas relaciones entre los intelectuales independientes y el poder político institucionalizado, promotor de un complejo repertorio de prohibiciones y castigos en el campo intelectual y político. La censura afecta tanto a aquellas producciones simbólicas y culturales producidas en la isla como a aquellas producidas fuera de ella. En este punto, aparece una ruptura entre una novela y otra: mientras en Las palabras Cuba apare-ce como un espacio cultural clausurado, en Las iniciales aparece como un lugar de apertura al mundo. En Las palabras se recuerda explícitamente, y en reiteradas veces, la prohibición de ciertos artistas foráneos –los Beatles,

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por ejemplo– y la infrecuente importación de libros extranjeros. Rojo, uno de los lectores más ávidos y cosmopolita de los Güijes, se pregunta en la li-brería «¿quiénes serán, santo dios, Ingemar Bachman, Mario Vargas Llosa, Slawomir Mrozek?» (p. 24). El desconocimiento respecto de otras literatu-ras nacionales produce, como se ve, el empobrecimiento del capital simbó-lico específico de los escritores cubanos, quienes desconocen el desarrollo y el estado actual de la literatura en otros países. Pero también afecta a las competencias del público lector cubano que, frecuentemente desconectado de los bienes simbólicos extranjeros, se presenta como el actor compulsivo de un irreflexivo consumismo libresco. Esto se pone de manifiesto en la escena de la librería donde «una suerte de locura se había apoderado de los compradores, que pugnaban por adquirir colecciones completas en las que se mezclaba el oro y el barro» (p. 24).

En Las iniciales, en cambio, la Revolución no había empobrecido en términos culturales a los ciudadanos ni los había apartado del mundo. Al contrario, lo que narra esta novela es el triunfo de la Revolución, durante sus primeros años, en el plano educativo. La Revolución democratiza las posibilidades y oportunidades de escolarización y amplía la destinación de las políticas de alfabetización. Los maestros voluntarios que aparecen, en varias ocasiones, en la novela, son valorados hasta la idealización, con-virtiéndose en verdaderos héroes revolucionarios. Carlos, por ejemplo, al recordar a su amigo Pablo piensa que este «seguramente habría tirado sus angustias a relajo si no estuviera en plena Sierra, de Maestro Voluntario, sirviendo a la Revolución en algo necesario, concreto y cierto» (p. 131). La misma heroicidad es la que tiñe la escena en que Gisela, la novia de Carlos, se marcha de La Habana para ser alfabetizadora en las afueras de la ciudad. Allí, en la estación de tren, la despidió «en medio de la algarabía de miles de alfabetizadores y familiares» (p. 232) que celebran la entrega de quienes van a llamarse «la vanguardia de la Revolución» (p. 233).

La Revolución promueve la democratización educativa y, a través de acciones concretas, la difusión y lectura de literatura nacional y extran-jera. Este es el caso de «la flamante imprenta nacional» (p. 264) que editó «más de cien mil ejemplares» (p. 265) de El Quijote. El libro es rechazado por el protagonista, quien encuentra en él un mensaje individualista y de exaltación de los valores burgueses. Pero circula profusamente, tal como el número de copias muestra, en distintos sectores de la sociedad cubana que puede conocer así un texto clásico de la literatura universal. A los pro-yectos del Estado para propiciar la publicación y difusión de obras de dis-tintos géneros se suman los proyectos grupales de socialización de obras. Por ejemplo, los que lidera Carlos, preocupado en «crear condiciones para la impresión de libros de textos» (p. 258). Pero a la amplitud de proyectos editoriales públicos y privados se le opone, en esta novela, la estrechez de

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criterios de lectura, sobredeterminada por las concepciones políticas más ortodoxas e intransigentes.

De los referentes políticos a los referentes literarios

La lectura en clave política de los textos literarios se plantea como emer-gente en Las iniciales y como dominante en Las palabras.6 A este respecto, es ilustrativa la lectura que Carlos realiza de El Quijote. Según este, el hidalgo:

Luchaba por la justicia sin conocer las leyes de la historia, ni tomar en cuenta a las masas, ni las condiciones objetivas y subjetivas, ni la co-rrelación de fuerzas entre explotados y explotadores, y confundía las contradicciones antagónicas con las no antagónicas, las principales con las secundarias, las internas con las externas. (p. 265)

La descripción apela a términos y valores de la teoría política y no alude en ningún momento a conceptos estéticos. La subordinación de lo artístico a las necesidades y creencias políticas se enfatiza al propugnar los valores de utilidad y verdad en el arte. Carlos coloca como autoridades intelectuales su-premas a Mao Tse-tung y a otros teóricos comunistas chinos. Cree que «en el librito sobre las conversaciones de Yenán estaba toda la verdad sobre el tema del arte expuesta en treinta páginas» (p. 265). Lo que valora de estos auto-res es «esa capacidad de síntesis, esa habilidad para liquidar de una manera breve y sencilla los problemas más complicados» (p. 265). En las dos novelas este tipo de textos (normativos, provenientes de la política y situados en la izquierda más ortodoxa) operan, junto con otros discursos pronunciados por las más altas autoridades de la Revolución, como el sustrato teórico sobre el que se edifica un sistema de prescripciones y valores que se desplazan desde el ámbito de la práctica política al de la práctica artística. Los discursos de Fidel y del Che se hallan sacralizados en ambas novelas. Fidel, a través de la mirada de Carlos, y el Che, desde la óptica del Flaco especialmente.

En Las iniciales se evocan varias alocuciones de Fidel.7 Por ejemplo, se recuerda cuando:

6 Las nociones de emergente y dominante aluden a la distinción de Raymond Williams basada en la tesis de «ningún modo de producción y por lo tanto ningún orden social do-minante y por lo tanto ninguna cultura dominante verdaderamente incluye o agota toda la práctica humana, toda la energía humana y toda la intención humana» (2000, p. 147).

7 Estos discursos aludidos en la novela fueron efectivamente pronunciados por Cas-tro. Las circunstancias de enunciación, además, se corresponden con las consigna-das en el texto que, en este punto, tiende a privilegiar la referencia histórica.

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Fundió la furia y la tristeza, los gritos y silencios del pueblo convirtién-dolos en una sola voz al entregar por vez primera la consigna que todos repitieron como guía y bandera de los múltiples combates por venir: ¡Patria o Muerte! (p. 152)

Se rememora el acto del estadio del Cerro cuando la multitud comienza a repetir el nombre de Castro, «quien se había ganado el derecho de hablar por todos porque representaba la esperanza de todos» (p. 155). En esta oca-sión «la patria se hizo de todos para siempre» (p. 155) luego de que Fidel informara la decisión de expropiar y nacionalizar un conjunto de empresas estadounidenses. Se evoca, también, el discurso del dirigente al frente de los estudiantes de arquitectura, cuando lee el testamento de José Antonio, héroe y mártir de la Revolución que había dirigido la escuela de arquitectu-ra. En todos los casos el líder político es considerado el enunciador legítimo de la voluntad popular y sus palabras se definen como aglutinantes, progra-máticas y representativas.

En Las palabras, el Flaco le recuerda al director el planteamiento teó-rico del Che en «El socialismo y el hombre en Cuba» (1965).8 Al intentar convencerlo para que apruebe la publicación del suplemento cultural le desarrolla la tesis de Guevara: «el pecado original de los intelectuales cu-banos era el no ser auténticamente revolucionarios. Pues bien, ellos, los jóvenes hijos de la revolución, sí lo eran» (p. 70). La cita de autoridad in-tenta legitimar un mensaje que pone en su centro el carácter novedoso y auténticamente revolucionario de una nueva generación de escritores surgida con la Revolución, escritores que no tenían «compromiso con el pasado y que podían decir la verdad porque tampoco tenían nada que per-der» (p. 70).9 Se trata, según el Flaco, de «un grupo en el que, por primera vez desde el año cincuentinueve [sic], las vanguardias artísticas y políticas se fundían en un todo indisoluble» (p. 70). Pero esta convergencia entre la voluntad política y la artística que el Flaco invoca como meta a seguir fun-ciona solo como un planteo circunstancial, como una maniobra discursi-

8 Este artículo fue enviado a Carlos Quijano y publicado el 12 de marzo de 1965 por el semanario uruguayo Marcha.

9 La idea de ruptura con el pasado prerrevolucionario y la idea de constituir una nove-dosa ciudadanía a partir de la Revolución se articulan y fundamentan en el mito de la transición que avala Guevara en este texto. El mito describe los reajustes sociocultu-rales necesarios para ir de la toma revolucionaria del poder a la construcción del so-cialismo. Puede considerarse una ficción que, tal como observa Gilman (2003), «urgía más a las cuestiones relativas a la identidad intelectual que a los programas estéticos, ya que establecía cierta causalidad en la cual experiencia y biografía se situaban en primer grado, y los productos estéticos como resultados de ambas» (p. 156).

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va de persuasión para conseguir la aprobación de la revista, supeditada a los criterios estéticos de los Güijes. Esta subordinación se manifiesta en la definición de poesía del Gordo: «una forma de conocimiento muchísimo más útil y profunda que la ciencia y la política» (p. 99), gracias a la cual «Cuba no se había revelado en la obra de un general, ni en la de un cientí-fico, sino en la de un poeta» (p. 99).

Los problemas y las adhesiones intelectuales de los Güijes provienen del campo del arte y la literatura y no de la política, como en el caso de Carlos Pérez Cifredo. En el ejemplo recién citado José Martí es el refe-rente al que deben sumarse, entre otros nombrados en Las palabras, Alejo Carpentier, José Lezama Lima, Nicolás Guillén y Eliseo Diego, los cuatro grandes escritores que, según los Güijes, protagonizan «el siglo de Oro de la literatura Cubana» (p. 211). La importancia de estos intelectuales es tal que no solo se atiende a sus libros sino a sus opiniones en el campo del arte y la cultura. Se vive, en el período histórico referido en la novela, una nueva visibilidad de los escritores, aquello que Gilman llama una «exten-sión de la obra literaria sobre el autor» (p. 148). La vida del escritor es in-separable de su obra y se convierte, como la literatura misma, en objeto de lectura. En este marco, los reportajes constituyeron un género altamente cultivado por las publicaciones culturales. Así lo muestran los Güijes, quie-nes entrevistan para su revista a los «cuatro monstruos» (p. 211) literarios antedichos.

El Gordo y el Rojo entrevistan a Lezama Lima, a quien llaman el «Poeta Inmenso». Este encuentro provoca mucha expectativa en los Güijes pues-to que «entrevistar al Poeta Inmenso podía ser algo tan lleno de sorpre-sas como explorar Urano» (p. 121). Todo en él es hiperbólico: su cuerpo, su asma, su apodo, incluso los efectos de adhesión poética que provoca en los Güijes, especialmente en el Gordo, la idealización de su figura. Él opera como máxima autoridad intelectual en el contexto narrado; era un rey al que sus discípulos llaman constantemente «maestro» y al que consideran «demasiado grande» (p. 132). Sus aportes al campo literario cubano son sin-tetizados en la novela. Lezama, el Inmenso, «había reinventado el idioma con el invencible corpus de su poesía» (p. 133) y «había fundado y dirigido una de las revistas literarias más admirables de su época» (p. 133). Pero su importancia no se reducía al ámbito de las letras nacionales: la publicación de Paradiso lo llevaría «a ocupar un lugar entre los grandes de este mundo» (p. 134). La posición esteticista y cosmopolita de Lezama era compartida, a grandes rasgos, por Carpentier, a quien se considera el «Gran Narrador» (p. 202) de Cuba. En la entrevista que los Güijes le realizan, en la helade-ría Coppelia, aquel despliega toda su erudición, señalando los lugares del mundo que responden al nombre de Cuba. Admirado por los concurren-tes, Carpentier expone, como antes lo hiciera Lezama Lima, su arte poética

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nutrida de revelaciones real maravillosas. «El cómo y el qué son indivisi-bles» (p. 206), dice el narrador.

Por su parte, Guillen, otro de los entrevistados por los Güijes, «había descubierto sonoridades inéditas en la lengua española tanto en rítmi-cos sones como en conmovedoras elegías y escalofriantes poemas sobre la Muerte» (p. 255). Su prestigio como escritor nunca se señala como un logro inmerecido pero se lo liga a las operaciones de «una crítica venal e ignorante» (p. 256) que alababa su poesía «mientras tendía un miserable manto de silencio sobre el trabajo de otros grandes» (p. 256). A Guillen «lo habían erigido Poeta Nacional» (p. 256) y dicha posición en el campo lite-rario e intelectual cubano representa, en cierta medida, el ingreso de su obra al canon literario oficial cuyas reglas y valores son cuestionados, en términos estéticos, a lo largo de la novela. Guillén es un escritor admirado pero problematizado puesto que su obra no resuelve la tensión entre el arte oficial y la vanguardia. Las frecuentes observaciones sobre su lugar de es-critor dentro del campo cultural que el Estado controla no se repiten en la referencia a los otros escritores. De Eliseo Diego, por ejemplo, nada se dice explícitamente sobre su posición. Su entrevista, llevada a cabo por el Gordo y Una, es la menos desarrollada de las cuatro. No se recapitulan sus logros literarios ni se resume su arte poética, pero sí se menciona una observación significativa del autor a los jóvenes escritores, a quienes les advierte que «han escogido un oficio difícil» (p. 266). Estas palabras son las últimas que el poeta les dirige y, en la novela, adoptarán una función proléptica que se actualizará y resignificará cada vez que los personajes experimenten las dificultades coyunturales del oficio: las prohibiciones y castigos de la más rígida burocracia estatal.

El camino por el que se pierden las palabras

La preponderancia legislativa de lo político sobre lo artístico que frecuente-mente se expone en Las palabras tiene una fuerza menor en Las iniciales. Si bien Pérez Cifredo llega a representar los excesos del autoritarismo, la verti-calidad y el pensamiento único, cuando preside la Federación de Estudian-tes, la lógica del consenso en las intervenciones artísticas y el respeto por el carácter específico y autónomo del arte pueden prevalecer por momentos. Así ocurre en la exposición de pinturas que se monta en el Rectorado a pe-sar de la previa prohibición de Carlos.

Bastante distinto es el mundo de los Güijes habituados a la censura. Múltiples son las prohibiciones, las persecuciones ideológicas y las sancio-nes ejemplificadoras que Las palabras refiere. Los Güijes son castigados por el contenido de su revista. El Flaco y el Gordo son separados de su trabajo

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en la universidad y «como castigo suplementario los mandan a un campa-mento de recogedores de café» (p. 333). El Rojo y Una se niegan a aceptar culpas pero tampoco pueden retomar sus proyectos de escritura. El Mulo Bebelagua es quizá uno de los personajes que mejor ejemplifica el régimen autoritario y homofóbico que la novela denuncia. Preso en las Unidades Militares de Ayuda a la Producción (umap), «unos campamentos donde meten a los maricones para convertirlos en machos» (p. 228), este personaje enfrenta no solo la persecución sino un orden carcelario que animaliza a los sujetos. Su cuento, «Fiesta Brava», es una alegoría de la umap y de la crueldad de sus prácticas.

Además de las medidas objetivas que coartan, entre otras libertades, las libertades de expresión, Las palabras describe los efectos simbólicos y subjetivos que la vigilancia ideológica estatal produce en los escritores: el miedo, la autocensura y el silencio son algunos de los más frecuentes. El miedo al castigo subyace en la decisión del Rojo de negarse a publicar el texto «Por una plaza humana» en El Güije Ilustrado. Arguye que «los caver-nícolas nunca nos publicarán ese trabajo, que si lo intentamos nos harán polvo y que no vale la pena arriesgarse por algo que no sea gran literatura» (p. 86). También está presente en la reunión del Ministro y el Gordo quien, al ver al primero mostrarle el ejemplar de La ladilla, «sintió un escalofrío […] y no pudo seguir ocultándose que la causa principal de su turbación era el miedo» (p. 95). El mismo miedo es el que lleva al Flaco a preguntarse en Rusia, pasados ya varios años de los incidentes con la revista, si «valdría la pena empeñarse en aquel trabajo de Sísifo por un libro que, [si] llegaba a imprimirse, le ocasionaría sin duda nuevas, mayores, incalculables des-gracias» (p. 187). El temor experimentado es, además, rechazado por los jóvenes escritores. El Flaco «odiaba al miedo. Estaba convencido de que ese era el verdadero pecado de los intelectuales y de que la revolución resultaría ahogada por la mediocridad y el oportunismo si ellos, los jóvenes, no logra-ban superarlo» (p. 85).

Ahora bien, si las producciones literarias y artísticas se asocian, para los Güijes, a la libertad de experimentación y expresión formal y concep-tual, para las autoridades del gobierno este discurso debe supeditarse al político, parámetro privilegiado para evaluar toda manifestación cultural. A este respecto, es ilustrativo el diálogo que el director mantiene con el Fla-co cuando le comunica la prohibición de El Güije Ilustrado. Él le recuerda al escritor cómo, durante la charla, había modificado su discurso sobre la contraportada de la revista al ser esta severamente criticada y tachada de contrarrevolucionaria. Lo que el Flaco había hecho era mentir sobre las fo-tos, negando que hubiesen sido autorizadas por él mismo para ser portada y contraportada de la revista. Sin embargo, el director le dice al respecto: «¿Mentiste? No, actuaste como un político simplemente» (p. 329). De este

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modo, la razón política se instala en un espacio de oportunismo, arbitra-riedad y manipulación que constriñe las posibilidades de los artistas e in-telectuales de intervenir libre y sinceramente en el campo de la cultura. La verdad y la justicia, valores revolucionarios que prevalecían en los primeros años narrados por Las iniciales, aparecen corrompidos en Las palabras. Se-guramente, no son ajenos al cambio de perspectiva en el tema de la censura las modificaciones que el autor experimenta en su propia vida y en su pen-samiento político. Mientras radicaba en Cuba, Díaz afirmaba que «en esta guerra ideológica los enemigos de la Revolución usan todos los poderosos medios a su alcance para mentir sobre nuestra verdadera situación» (Bejel, 1991, p. 56) y, después de exiliarse en Europa, sostenía que «la censura cuba-na se ejerce brutalmente, sin explicaciones» (El Mundo, 20/06/2006).

Lista de referencias bibliográficas

Bejel, E. (1991). Escribir en Cuba. Entrevistas con escritores cubanos: 1979-1989. Río Piedras-Puerto Rico: Editorial de la Universidad de Puerto Rico.

Díaz, J. (21 de febrero de 2002). Entrevista. El Mundo. Recuperado el 20 de junio de 2006 de http://www.elmundo.es/encuentros/invitados/2002/02/381/

Díaz, J. (1992). Las palabras perdidas. Barcelona: Ediciones Destino.Díaz, J. (1989). Las iniciales de la tierra. México: El Juglar Editores.Gilman, C. (2003). Entre la pluma y el fusil. Debates y dilemas del escritor revolucionario en

América Latina. Buenos Aires: Siglo xxi.Rodríguez Mourelo, B. (2004). Narrativa cubana de la diáspora. El ateje, Año III, (9). Recu-

perado el 6 de julio de 2006 de http://www.elateje.com/0309/Anteriores0309.htmRojas, R. (2002). Jesús Díaz: el intelectual redimido. istor, Año II, (10), 166-177.Vasco, J. (1990). Las iniciales de todos. Letras cubanas, Editorial Letras Cubanas, 277-281.Williams, R. (2000). Marxismo y Literatura. Barcelona: Ediciones Península.

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Capítulo 7 Estrella distante de Roberto Bolaño: la distancia que acerca

Narrar el horror. La experiencia y el relato desmembrados

La novela Estrella distante (1996) del escritor chileno Roberto Bolaño mues-tra cómo la experiencia del horror provoca una crisis de comunicabilidad que repercute en la organización discursiva de la violencia social. Los prin-cipios constructivos del texto permiten visibilizar, en el plano formal rasgos del contexto político y social representado narrativamente, del mundo his-tórico al que el narrador se acerca por los bordes e intersticios de un relato policial. De este modo, Bolaño logra verbalizar en una lengua desmembra-da la fractura del cuerpo social y acercarse al horror desde la distancia.

En Estrella distante Roberto Bolaño tematiza y problematiza la violencia desplegada y promovida por el terrorismo de Estado durante la dictadu-ra pinochetista. Con marcas de metaficción historiográfica, la narración ejemplifica que, tal como advirtió Walter Benjamín en El narrador (1936), la experiencia del horror provoca una crisis en las posibilidades de intercam-biar y transmitir discursivamente lo vivido.1 Esta crisis de comunicabilidad repercute en el modo en que este escritor chileno e itinerante, exiliado a comienzos del golpe militar en Chile, organiza discursivamente la expe-riencia del desarraigo y la brutalidad social.

Escrita sobre la matriz genérica del policial, la novela se organiza a través de diversos principios constructivos entre los que sobresalen la fragmentación, la superposición, la multiplicación y la errancia de voces narradoras. Estos principios, junto con otros provenientes de códigos no literarios, como los del cine y del video game, visibilizan la complejidad de la materia narrativa en los relatos del horror social e intensifican la dificultad

1 Refiriéndose a la gente que volvía del campo de batalla luego de la guerra, Benja-min (1986) sostenía que esta retornaba muda y «no más rica en experiencias trans-misibles sino más pobre» (p. 190). Así, «una generación que había ido a la escuela en tranvía a caballo, de pronto se encontró bajo el cielo abierto en un paisaje en que nada había quedado igual, salvo las nubes, teniendo bajo los pies, en un campo de fuerzas de corrientes y explosiones destructoras, el minúsculo y frágil cuerpo humano» (p. 190).

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para otorgarle un sentido; y esto es así porque, aunque pueda sonar pa-radójico, «de algún modo, socialmente, por una parte, es como si ya todo hubiera sido narrado y por otra, porque es como si los lenguajes de la na-rración se hubieran agotado» (Manzoni, 2002, p. 41).

Más que exponer en un primer plano y de modo directo los dispositivos de la represión militar, la novela sugiere un ambiente de extendido odio irracional que se desnaturaliza mediante la singularización de los perso-najes y de las acciones. Más que referir, desde la certeza, un mapa político nacional, Estrella distante ofrece fragmentos de un país escindido, con ciu-dadanos mutilados, literal y figuradamente, en un período histórico que se le escurre a las palabras. La narración, por lo tanto, no reunifica el paisaje social sino que acentúa su desarticulación. Condensa, en la figura de Carlos Wieder, poeta y responsable de crímenes y desapariciones efectuados du-rante los primeros años de la dictadura en Chile, la fuerza de la maldad en un marco social dominado por el autoritarismo.2

La máquina expresiva de Bolaño: disgregar y eludir para desnaturalizar

Varios son los rasgos y procedimientos textuales que contribuyen a desau-tomatizar los sentidos comúnmente atribuidos a la dictadura y a los pri-meros años de la posdictadura chilena y coadyuvan a producir el efecto de extrañamiento. Además de la ironía y el cinismo, funcionan en este sentido dos formas frecuentes de predicación que afectan el ritmo de la narración: una es extensiva y detallista y, la otra, sintética y elusiva. Se trata de dos movimientos narrativos que podríamos llamar, respectivamente, la disemi-nación de referentes anecdóticos y la elisión de referentes contextuales. El primero de estos movimientos narrativos se cristaliza, principalmente, de dos modos: como paradoja referida a la trayectoria vital de un personaje y como escenificación de formas del humor y del absurdo. El segundo, res-tringe las predicaciones descriptivas y explicativas de la historia sociopo-lítica chilena durante la dictadura, así como las referidas a las acciones y reacciones colectivas de la sociedad civil en su conjunto.

Las paradojas, que participan de la dispersión narrativa antes aludida, no se enuncian directamente ni de una sola vez. Por una parte, funcionan

2 Daniuska González (2003) sostiene que, en la escritura de Bolaño, el mal histórico «es un rayo potente que agrede sobre las historias y los personajes, sobre el contexto narrativo mismo. Como fractura –por separación– y, al unísono, como vínculo entre el lenguaje –esa lengua del mal– y el significado que tiene que ver con un sistema generador de representaciones e imágenes de la historia» (p. 34).

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como un procedimiento de escritura que esparce información, sobre un personaje o su entorno, disgregada del hilo argumental principal. Esta actúa, sugestiva e indirectamente, como señal o anticipación del destino final del personaje. Por otra parte, las paradojas promueven operaciones de lectura analépticas –reactualizan en retrospectiva lo ya leído– revelando vínculos significativos en los datos que inicialmente parecían inconexos o contrastantes. A modo de ejemplo, el carácter revelador de los datos mí-nimos o laterales de la biografías se torna significativo en la descripción de, entre otros, los personajes Juan Stein y Diego Soto, escritores que, en tiempos de Allende, dirigían talleres de poesía en la ciudad de Concepción. En el cuarto capítulo se describe la casa de Stein:

Una casita pequeña cerca de la Estación que Stein arrendaba desde sus tiempos de estudiante en la Universidad de Concepción y que, ya de profesor en la misma universidad, aún conservaba. La casa, más que de libros, estaba llena de mapas. (p. 58)

Los innumerables objetos que producen el atiborramiento y la saturación del espacio interior sorprenden al narrador y a su amigo O'Ryan, son leídos como signos extraños. Aquel declara: «eso fue lo primero que nos llamó la atención a Bibiano y a mí, encontrar tan pocos libros (en comparación, la casa de Diego Soto parecía una biblioteca) y tantos mapas» (p. 58). Inmedia-tamente después, el narrador enumera los mapas que encuentra en la casa:

Mapas de Chile, de la Argentina, del Perú, mapas de la Cordillera de los Andes […], mapas de México, mapas de la Conquista de México, mapas de la Revolución Mexicana, mapas de Francia, de España, de Alemania, de Italia […] y un mapa de la ciudad de Puerto Montt, en el sur de Chile. (p. 58)

La proliferación de mapas aludidos delata un impulso cosmopolita. El narrador desliza una hipótesis al respecto: Stein tenía «muchos mapas, como suelen tenerlos aquellos que desean fervientemente viajar y aún no han salido de su país» (p. 58). Esta conjetura presupone una relación com-pensatoria entre los mapas y el sedentarismo del personaje que se reformu-lará cuando, en este mismo capítulo, se narre su destino nómada y errante después del golpe militar.

Desaparecido, se teje un conjunto de suposiciones y figuraciones sobre su vida. La prensa –probablemente de Santiago, apunta el narrador– in-dicaba que Juan Stein formaba parte de un grupo de terroristas chilenos que habían entrado a Nicaragua por Costa Rica con las tropas del Frente Sandinista. A partir de ese momento las noticias sobre el profesor chileno no escasearon:

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Aparecía y desaparecía como un fantasma en todos los lugares donde había pelea, en todos los lugares en donde los latinoamericanos, des-esperados, generosos, enloquecidos, valientes, aborrecibles, destruían y reconstruían y volvían a destruir la realidad en un intento último abo-cado al fracaso. (p. 66)

En la cita anterior se hace explícito el carácter fantasmal de la figura de Stein y de sus itinerarios.3 La ausencia del desaparecido se traduce en la presencia y materialización de un proyecto político de resistencia re-gional diverso, por un lado, y en el propósito perseverante de transformar la realidad, por el otro. Las peripecias que se le adjudican a Stein son casi infinitas: se lo ve combatiendo en Nicaragua; se dice, entre muchas otras cosas, que es integrante «del comando que asesina a Somoza en Paraguay» (p. 67); «que está con la guerrilla colombiana» (p. 67); «que ha vuelto a África, que está en Angola o en Mozambique o con la guerrilla Namibia» (p. 67). Se lo ve en un recital de poesía argentina, uruguaya y chilena en el Centro Cultural de Managua, en exposiciones de pintura, en una función de teatro. Después «ya nunca más se le vuelve a ver por Nicaragua» (p. 68). Algunos di-cen que está con la guerrilla guatemalteca, «otros aseguran que lucha bajo la bandera del Frente Farabundo Martí» (p. 69). Finalmente, desaparece para siempre. Según Bibiano, fue asesinado «durante la última ofensiva del fmln, la que llegó a conquistar algunos barrios de San Salvador y que gozó de una amplia cobertura informativa» (p. 69).

Es inevitable vincular y contrastar la imagen del nómada después del golpe militar con aquel Stein anterior, sedentario e intelectual, en su pequeña casa de Concepción. Tampoco es posible desestimar como indicio de esa errancia, además de su judaísmo –señalado en repetidas ocasiones–, la presencia de los mapas que, al igual que sus viajes, aluden a un itinerario múltiple.

Ahora bien, así como Stein, paradójicamente, se desplaza desde el se-dentarismo hasta protagonizar la diáspora más errante, Soto se desliza, en el exilio, desde el solipsismo individualista hasta la solidaridad más desin-teresada. En el quinto capítulo, el narrador comenta un detalle, una imagen

3 No solo Stein aparece como un fantasma en la novela, también lo hacen otros per-sonajes, por ejemplo, el propio Wieder. Después de la noche de la exposición foto-gráfica, «las noticias sobre Carlos Wieder son confusas, contradictorias, su figura aparece y desaparece en la antología móvil de la literatura chilena envuelto en bru-mas» (p. 103), dice el narrador. En este sentido, Patricia Poblete Alday (2004) señala que el hecho de que la mayoría sean fantasmas «no hace de la obra de Bolaño una narrativa fantástica. La fantasmagorización se relaciona mucho más con el marco de referencia histórico, social, político, que con la afiebrada imaginación de un es-critor de ficciones» (p. 194).

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aparentemente insignificante, mínima, sobre cómo se figura a Soto en su exilio en Europa. Dice que no le «costaba nada imaginarlo en un conforta-ble piso de París o tal vez en una casa de alguno de los pueblos de los alre-dedores, leyendo en el silencio de su estudio insonorizado» (p. 77). Apenas unos renglones más adelante señala que imagina que alguien le cocinaba, su mujer o una empleada, y «Soto así podía leer en su estudio insonoriza-do» (p. 77). Esta repetición del espacio doméstico como un ambiente cerra-do que lo aísla del afuera mundano y silencia sus voces y ruidos, acentúa el carácter introspectivo e individualista del personaje, un sordo aislado voluntariamente del mundo. Sin embargo, esta imagen se reacomoda pá-ginas más adelante, cuando el escritor chileno defiende, en una estación de trenes, a una mujer a la que un grupo de jóvenes golpea salvajemente.

Los acontecimientos ocurren en una noche de invierno en la estación casi vacía de Persignan. La gente está en el bar o en la sala de espera y «Soto, no se sabe cómo, tal vez atraído por las voces, llega a una sala apartada» (p. 80), donde descubre a tres jóvenes neonazis pateando un bulto en el suelo:

Se queda detenido en el umbral hasta que descubre que el bulto se mueve, que de entre los harapos sale una mano, un brazo increíblemente sucio. La vagabunda, pues es una mujer, grita no me peguen más. El grito no lo escucha absolutamente nadie, sólo el escritor chileno. […] Deja caer en el umbral su bolso de viaje, los libros, y avanza hacia los jóvenes. Antes de trabarse en combate los insulta en español. El español adverso del sur de Chile. Los jóvenes acuchillan a Soto y después huyen. (p.80)

Estos hechos, que llevan a Soto a la muerte, lo muestran, contrariamen-te a su descripción antes trazada, como un sujeto con audición social. Él es el único que escucha el pedido de auxilio de la indigente y acude en su de-fensa. El lenguaje es fundamental en esta escena: la palabra devuelve una identidad convulsionada por y en el exilio. Los agresores encarnan el odio visceral a la alteridad inmigrante, alteridad de la que participa el exilado sudamericano. Al insultarlos, Soto utiliza la lengua vernácula y, con ello, recupera la pertenencia a un espacio simbólico y a una comunidad propios. Antes de morir, Soto retorna, a través del lenguaje, a su patria.

Como los ejemplos muestran, después del golpe militar, la vida de Stein y la muerte de Soto fuera de Chile se tornan paradójicas. Los gestos, actos y detalles mínimos de sus entornos se vuelven significativos en la interpreta-ción total de sus vidas y muestran que, tal como sostiene Ezequiel de Rosso, la máquina hermenéutica de Bolaño

persigue una sola cuestión, aquella que se pregunta constantemente por la causalidad de la narración, por la posibilidad de que todo lo que

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se cuenta sea producto de otra lógica, oculta y sin embargo central para los sentidos del relato. (2002, p. 143)

La expansión de lo insignificante también asume las formas del humor y del absurdo. Por ejemplo, en la precisión del informe del forense que rea-liza la autopsia de Soto. Allí se consigna con precisión lo que este comió y bebió en sus últimas horas de vida:

Soto cenó ensalada verde, un plato abundante de canelones, una enor-me (pero verdaderamente enorme) ración de helado de chocolate, fresa, vainilla y plátano y dos tazas de café negro. Consumió, asimismo, una botella de vino tinto italiano (un vino tal vez inapropiado para los cane-lones, pero yo no sé nada de vinos). (p. 79)

La precisión y el detalle en la descripción de los alimentos ingeridos por Soto y las disgregaciones, entre paréntesis, del narrador instalan un tono cómico que rompe la expectativa de continuidad dramática del tono trágico con que se narró la muerte violenta del personaje. Lo misma ruptu-ra se produce luego de que el narrador, recuperando el relato testimonial de Muñoz Cano, describe la exposición fotográfica organizada por Carlos Wieder. En esta historia, el artista-torturador, teniente de la fach (Fuerza Aérea Chilena), exhibe centenares de fotos de torturados y desaparecidos entre los que se encuentran las hermanas Garmendia, entre otras mujeres, cuyos retratos eran mayoritarios. «El escenario de las fotos casi no variaba de una a otra por lo que deduce es el mismo lugar. Las mujeres parecen maniquíes, en algunos casos maniquíes desmembrados, destrozados», re-fiere el narrador, recordando que Muñoz Cano no descartaba «que en un treinta por ciento de los casos estuvieran vivas en el momento de hacerles la instantánea». El orden de las fotos obedece a un plan, están organizadas siguiendo una línea argumental:

Las que están pegadas en el cielorraso son semejantes (según Mu-ñoz Cano) al infierno, pero un infierno vacío. Las que están pegadas (con chinchetas) en las cuatro esquinas semejan una epifanía. Una epifanía de la locura. En otros grupos de fotos predomina un tono elegíaco. (p. 97)

Puede verse entre las fotos, la de «un dedo cortado, tirado en el suelo gris, poroso, de cemento» (p. 98). El fondo pasa a ocupar el lugar del primer plano y las predicaciones del suelo subordinan la violencia de la mutila-ción. Cada foto, y todas en conjunto, componen la mise en scène del sadis-mo, la violencia y la ferocidad que no interpreta Wieder, escondido detrás

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de sus ojos.4 El narrador, por su parte, agrega observaciones (personales o paráfrasis de la autobiografía de Muñoz Cano) referidas a algún aspecto menor de la reunión o de sus participantes que rompen con la tensión dra-mática que el tema doloroso y el tono serio del discurso construyen. Así, por ejemplo, luego de referir las escenas antedichas, observa que el portazo que dio el capitán al marcharse del departamento donde se realizó la expo-sición fue un «detalle humorístico que ninguno apreció» (p. 101). Este gus-to por esparcir información insignificante que se hace significativa forma parte de la «bulimia argumental» de Bolaño, que no es particular de este libro sino de toda su producción, «que devora decenas y cientos de hilos temáticos, anecdóticos en cada libro» (Gandolfo, 2002, p. 117).

Por su parte, en Estrella distante lo eludido, coincidente muchas veces con lo elidido, atañe, como ya dijimos, al contexto sociopolítico chileno durante la dictadura. La irrupción de la dictadura en Chile se sintetiza, y se condensa, en una breve oración enunciada en el primer capítulo. El narrador recuerda que se ha reunido con la Gorda Posadas y con Bibiano para ir al cine y que «pocos días después llegó el golpe militar y la desbandada» (p. 26). A la brevedad de las referencias al contexto político nacional la acompañan modalidades de enunciación axiológicas que hacen explícito el rechazo al nuevo régimen. Así sucede, por ejemplo, cuando el narrador, estando detenido en el Centro La Peña, cree que el piloto que escribe poemas en el cielo se había vuelto loco, lo que no le pareció extraño porque «la locura no era una excepción en aquellos días» (p. 35). También ocurre en el cuarto capítulo, cuando el narrador relata la historia de Juan Stein y señala que ella es «desmesurada como el Chile de aquellos años» (p. 56).

El mismo movimiento de esquivar el discurso explicativo y la exégesis sobre la dictadura y de sintetizar en breves sintagmas las referencias, apa-rece en el relato sobre Petra, un niño sin brazos, homosexual, que creció en el Chile de Pinochet. El personaje intenta suicidarse pero recapacita y piensa que matarse «en esta coyuntura sociopolítica, es absurdo y redun-dante» (pp. 82-83). Su pensamiento puesto en discurso es revelador de la vida social de ese momento, donde la pulsión de muerte es lo frecuente. En este ejemplo, y en los anteriores, podemos ver cómo se esboza la atmósfera social de violencia y terror del país con la intensidad de lo no dicho, de lo sugerido, con el énfasis expresivo del discurso oblicuo.

4 Celina Manzoni (2002) advierte que «la fotografía es un arte de la mirada, pero tam-bién de la duplicación, y el autor de la fotografía es un doble de sí mismo que se oculta de muchos modos, pero también detrás de sus propios ojos» (p. 46).

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En Estrella distante, la historia del Chile de la dictadura no deviene en la crónica de unos hechos, no se organiza en una narración historiográfica de acontecimientos fácticos. Según Gónzalez5, en esta novela:

El autor ha jugado con la realidad histórica. De ella toma elementos, los maneja satíricamente, se ríe de ellos. Así, acentúa la elaboración imagi-naria de la historia a través de la irreverencia más absoluta, la decapita bajo la sonrisa inconmovible del verdugo. (2003, p. 43)

Para Bolaño, la historia es también un cuerpo amputado cuya mutila-ción rememora, por un lado, el dolor y la falta, y por otro lado, los fantas-mas, aquello que persiste en lo que falta. En la novela, la ausencia-presencia y la presencia-ausencia tensan tanto lo simbólico como lo real.

Protagonizar, conjeturar, recordar

Estrella distante nos presenta un narrador que, por un lado, tiende a borrar las huellas de su subjetividad y de sus actancias, situándose afuera del rela-to, y que, por otro lado, insiste en manifestarse a través de índices modali-zantes que lo revelan como sujeto que conoce aquello que relata. El borrado del enunciador no es permanente ni lineal en la novela. Inicialmente, en los cuatro primeros capítulos, se involucra con los sucesos que narra de un modo directo y personal. En los capítulos siguientes, desde el cuarto hasta el séptimo, desaparece del centro del relato para intervenir solo lateralmen-te como un testigo desmotivado y lejos tanto de la geografía que rememora como del interés por ella. En el capítulo ocho, reaparece en la primera ora-ción: «es entonces cuando aparece en escena Abel Romero y cuando vuelvo a aparecer en escena yo» (p. 121). Allí, en el centro de la historia va a cons-truir su protagonismo, desarrollando su pesquisa intelectual y encontran-do finalmente a Wieder.6

El narrador constantemente desestima la importancia de su biografía en el relato. Refiriéndose a su encierro en el Centro La Peña aclara: «Las

5 González reconoce que en la escritura de Bolaño «no se trata de lograr ni siquiera un paralelo entre el hecho histórico y el literario, sino de dinamitar la historia» (p. 34).

6 Es importante observar que, en este punto «Bolaño pone en marcha uno de los mecanismos propios del policial: transformar al crimen político en una cuestión privada. Quien hace entrar al narrador en la historia son tanto un amigo (Bibiano O’Ryan) como un expolicía, Abel Romero (expolicía de Chile previo al golpe del 73), que buscan a Wieder por cuestiones de particulares, nunca por cuestiones de Esta-do» (De Rosso, 2002, p. 136).

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circunstancias de mi detención son banales» (p. 34). También resta impor-tancia a su situación personal después de contar que Soto, en París, progre-saba económicamente y se había casado con una francesa: «para entonces yo estaba en España, si es que importa la puntualización» (p. 76).

Las referencias al narrador durante su exilio son muy pocas. Sabemos que vivió en México, en Francia y luego se asentó en España; que se desem-peñó en trabajos ingratos; que estuvo enfermo; y que su situación económi-ca no es sólida en el presente de la enunciación. Esta evasión de lo biográfi-co se vincula con dos formas que predominan en la novela: el testimonio y la conjetura. Los muchos testimonios que proliferan en la novela recuperan las voces de los testigos y los protagonistas de la dictadura y el exilio. Es-tas voces participan de complejos circuitos semióticos, se presentan bajo distintas formas comunicativas: cartas, fotos, recortes de diarios, revistas, documentales de televisión, diálogos eventuales y libros. Estos signos no son transparentes sino elaboraciones expresivas complejas que mediatizan (en algunos casos en cadena como la foto de la foto de una torturada a la que se alude en el capítulo sexto) la experiencia de lo indecible.

Entrado el primer capítulo, se produce un punto de inflexión en la narra-ción: «A partir de aquí mi relato se nutrirá básicamente de conjeturas» (p. 29). Estas, provenientes de la imaginación del narrador, son las que permiten aventurar información no atestiguada ni documentada por los protagonis-tas o los involucrados; por ejemplo, el tiempo que pasó desde que las her-manas Garmendia se asentaron en Nacimiento hasta que llegó a buscarlas Wieder o la relación amorosa de una de las hermanas con Ruiz Tagle.

La imaginación, como modalidad del conocimiento del narrador, es la que le permite describir, por ejemplo, cómo era la vida burguesa de Soto en Europa, e incluso qué pudo haber sentido cuando escuchó a la vagabunda. Frecuentemente, lo imaginado, lo soñado y lo sabido se entrecruzan y el narrador no puede distinguir estos planos. «Tal vez lo adiviné o lo imaginé o lo soñé» (p. 87), apunta el narrador refiriéndose a la poesía que Wieder escribe mientras él está en el centro de detención La Peña. Luego, agrega una explicación contextual a su indeterminación: sucede que «las alucina-ciones, en 1974, no eran infrecuentes» (p. 92).

Los límites de la memoria personal, por su parte, también afectan a la precisión del relato y operan como huellas de una subjetividad donde se problematiza el significado del recuerdo. El narrador no puede indicar con exactitud la primera vez que vio a Wieder: «fue en 1971 o tal vez en 1972, cuando Salvador Allende era presidente de Chile» (p. 13), dice. No logra precisar cuándo empezó a compartir con este personaje el taller de Stein: Ruiz Tagle «se inscribió en el 71 o en el 72» (p. 15), señala al respecto. Tam-poco ubica con precisión la cronología de las desapariciones. Según él, por ejemplo, Soto «desapareció en los últimos días de 1973 o en los primeros de

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1974» (p. 74). El narrador olvida también el nombre de «la acróbata ermita-ña». Se «llamaba Lorenzo, creo, no estoy seguro, y he olvidado su apellido, pero más de uno lo recordará» (p. 81), dice. Es imprecisa su propia ubica-ción en el tiempo y el espacio durante su exilio. Cuando recibe la carta de Bibiano informándole sobre Stein, no recuerda «si vivía en México o en Francia» (p. 69). Ahora bien, como los ejemplos muestran, las lagunas en la memoria del narrador afectan datos secundarios y secundarizados en el relato autobiográfico que también trasunta la novela, pero no se proyectan en la propuesta discursiva de una política del olvido.

En su «Discurso de Caracas» (1999), donde agradece haber recibido el premio Rómulo Gallegos por su novela Los detectives salvajes, Bolaño sostiene que «la patria de un escritor no es su lengua o no es solo su lengua sino la gente que quiere, y a veces la patria de un escritor no es la gente que quiere sino su memoria» (citado en Manzoni, 2002, p. 211). El uso político de esta memoria, en Estrella distante, permite, a través de la mediación de la pala-bra, hacer de la experiencia del horror y la violencia social por el terrorismo de Estado una experiencia colectiva y pública.7 Por otro lado, además de la relectura, desde lo literario, de la historiografía de la dictadura chilena y los primeros años de la posdictadura,8 las recordaciones de los efectos y proyecciones del terror, el autoritarismo y la represión social permiten, por el carácter performativo del lenguaje, una reescritura del pasado que, en la novela, tiende a contrarrestar la propuesta de muchas políticas oficiales de las posdictaduras que propugnan el olvido y el perdón.9

Bolaño no se ajusta a la retórica de la transacción, pero tampoco a la de una versión única de la realidad, como si esta fuese uniforme y singular. Su literatura da cuenta de la dispersión y de las diferencias y, a su vez, permite «abandonar la ilusoria y antigua eficacia colocadas en las verdades dichas con estridencias, para adoptar en su lugar los lenguajes de la reflexión, no

7 Hablamos de «uso político de la memoria» para señalar su carácter performativo y no solo archivístico. Reconocemos, además, y de un modo general, que, tal como ob-serva Andreas Huyssen, «mientras los discursos de la memoria en ciertos registros parecen ser globales, en el fondo siguen ligados a la historia de naciones y estados específicos» (2007, p. 20).

8 En Estrella distante «la dictadura militar y las redes de individuos ligados a su status quo constituyen el marco de una narración orientada también a leer desde lo litera-rio, un pedazo de la historia» (Espinosa, 2002, p. 127).

9 Huyssen (2007) advierte que, tanto en Chile como en la Argentina, se están configu-rando, de un modo emergente, intentos por «crear esferas públicas para la memoria “real”, que contrarresten la política de los regimenes posdictatoriales que persiguen el olvido a través tanto de la reconciliación y de las amnistías oficiales como del silencio represivo» (p. 12).

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solo estética sino también ética y política» (Manzoni, 2002, p. 42). Los re-cuerdos y las imágenes del horror y la violencia social que Estrella distante pone a rodar tienen tal densidad y aristas discursivas que impiden la miti-ficación de la historia y la fosilización de cualquiera de sus versiones.

Lista de referencias bibliográficas

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Capítulo 8 Imágenes de autoría y experiencias del espacio en la poesía de Graciela Cros

Experiencias del espacio: viajes, encierro y extranjería

En el presente capítulo se desarrollará una lectura crítica sobre los modos en que Libro de Boock (2004) y Mansilla (2010), dos libros de poesía de la escri-tora argentina Graciela Cros, representan a la Patagonia y construyen una mitografía de la autora donde sobresalen la extranjería y los nombres pro-pios como tópicos, junto con un importante cuestionamiento al regiona-lismo literario.1 Dicho cuestionamiento se desarrolla de modo indirecto en estas dos producciones literarias. Por el contrario, se plantea directamente en un texto ensayístico llamado «Identidad y territorio» (2007) y en una en-trevista publicada bajo el título «El iceberg de Hemingway: lo no dicho que todo lo sostiene» (Mellado, 2014), a los que haremos alusión.

Graciela Cros es una de las figuras preponderantes en el campo literario patagónico actual. Autora de una vasta obra publicada, ha cobrado un im-portante protagonismo en la literatura nacional y una visibilidad emergen-te en el plano internacional. Nació en 1945 en Carlos Casares, una ciudad de la provincia Buenos Aires, y escogió vivir en Bariloche a partir de los años setenta. A la pregunta sobre su llegada a la Patagonia y el carácter de exilio interior de su migración, la escritora responde:

Yo viví «La noche de los bastones largos» en la Facultad de Filosofía y Le-tras de la Universidad de Buenos Aires; después de ese brutal episodio, en mi medio, ya sea en la figura de profesores o de compañeros, comenzó a registrarse un enrarecimiento del clima universitario, social y político que alumbró la idea del exilio. […] Algunos compañeros eligieron hacer frente a esa circunstancia histórica a través de la lucha y fueron pasando a la clandestinidad desde donde libraron su batalla y, muchos, dieron la vida por su ideal. Otros, subimos a un tren, un ómnibus, un avión, pusimos

1 Publicado con el título «Imágenes de autoría en la poesía de Graciela Cros: expe-riencias del espacio, legislaciones discursivas y nombres propios en Libro de Boock (2004) y Mansilla (2010)» en Hammerschmidt, C. (Ed.) (2016). Patagonia Literaria II. Funciones, proyecciones e intervenciones de autoría estratégica en la nueva literatura patagó-nica (pp. 521-545). Postdam London: Inolas.

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proa a la utopía, a la distancia; buscábamos respirar a cara descubierta, caminar bajo el sol, no escondernos ni borrar nuestros nombres. Vinimos a vivir la aventura de llegar a un país desconocido –aunque seguíamos dentro de la Argentina era otro país, el otro país, qué duda cabe, el que crece más allá de la avenida General Paz. (Mellado, 2014)

El sur argentino, ese otro país que la recibe, pasa a ser su lugar de enun-ciación, una realidad geocultural en cuya elaboración interviene una litera-tura que, según la escritora, en la Patagonia «demanda su derecho de habla. Busca hacerse visible y comienza a ponerse en estado de legibilidad para la crítica y el público lector» (2013, p. 135).

La poesía de Cros ofrece versiones de la Patagonia que se alejan de las postales turísticas literarias y que, a través de un registro de marcada ironía, desarman los estereotipos ligados a la región. «Soy un Producto Regional. / Un souvenir / Made in Patagonia / for export» (p. 31) dice la voz poética en Libro de Boock, sintetizando el estrecho vínculo entre el regionalismo folklorizante y el discurso del mercado y sus demandas de comerciabilidad y consumo.

Libro de Boock (2004) y Mansilla (2010) involucran un ejercicio de la mi-rada que fluctúa entre lo inmenso y lo pequeño, el detalle y la visión pano-rámica. Ambos libros ponen en acto, tras bambalinas o bajo la luz cenital, figuras de la región que se expanden, agrupan y modifican, revelando los vínculos entre el espacio y la identidad personal y social. En estos textos, el lugar adquiere protagonismo dentro de una escritura desobediente entre cuyos procedimientos sobresalen: la fragmentación, la polifonía, el pasti-che, el uso abrupto o discontinuo de mayúsculas, entre otros. Como señalé en un trabajo anterior, «Cros sabe, lo sabe su poesía, que el poder, siempre legión, se infiltra en el lenguaje que nunca es neutral ni universal. Donde crece la semejanza, ella cosecha la diferencia» (2015a, p. 147).

Ya desde el título, Libro de Boock nos ofrece un indicio de lectura. Boock es, tal como se informa en una nota al pie de las primeras páginas, «el nombre de uno de los primeros pobladores de Bariloche» (p. 5) y de la calle que lo recuerda en dicha ciudad, donde vive la autora. La residencia ad-quiere un valor literal y metafórico: alude, al mismo tiempo, a un espacio concreto y a otro abstracto, poético, que se acerca a la idea de un domicilio existencial.2 El libro anima la preponderancia del nombre propio, además,

2 Rodolfo Kusch (2012) sostiene que la cultura es, entre otras cosas, «el baluarte sim-bólico en el cual uno se refugia para defender la significación de su existencia». En este sentido, se trata «de lograr un domicilio existencial, una zona de habitualidad en la cual uno se siente seguro. En realidad de conceder sentido a lo que nos rodea y ello sirve de apoyo en tanto uno enfrenta a un interlocutor» (p. 74).

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anticipa la ponderación de la subjetividad en el marco de una semiosis social situada.

En la tapa del libro aparece una fotografía del frente de la casa de la es-critora. Esta imagen adelanta la presencia protagónica de una iconografía personal y poética que se emplaza en el sur del país. En esta misma línea, la elección del título presupone una ubicación y una pertenencia. En la entre-vista citada anteriormente, señala que en este libro hay:

una suerte de complicidad con el lector cercano, próximo, aquel que sabe de qué hablo cuando digo «Boock», apellido de uno de los primeros pobladores de Bariloche y no de una cerveza negra o la palabra libro en inglés mal escrita.

A ese lector cercano, localizado, la escritura de Cros hará guiños varia-dos, particularmente en los poemas que ironizan sobre la folklorización de la región.

Mansilla, por su parte, reitera la imagen del sur argentino como resi-dencia y lugar de enunciación pero, esta vez, ligada al poeta cuyo apelli-do da nombre al libro y a la primera parte, centrada en los diálogos que ambos mantienen a través del correo electrónico. Las conversaciones que recuerdan los poemas muestran cuadros de la vida cotidiana de los inter-locutores y, a partir de allí, plantean reflexiones sobre la memoria, el amor, la muerte, la poesía y el lenguaje. Los espacios aludidos pertenecen princi-palmente a pequeñas localidades y parajes de la Patagonia, especialmente de Neuquén, escenario central de los recorridos de Mansilla, escritor que encarna la figura del viajero.

La tapa de este libro reproduce el óleo «Retrato de Joseph Brummer», del pintor francés Henri Rousseau. Se trata de un hombre sentado en una silla, con un cigarro en la mano, ubicado en medio de una naturaleza verde. La imagen anticipa tres pautas compositivas del texto: la focalización en un personaje, el montaje de elementos disímiles y la presencia protagónica del paisaje. En gran medida, Mansilla es un epistolario que capta, como la propia tapa, un momento que el retratado, individualizado, pero a la vez convertido en modelo, exhibe; con la diferencia de que el libro no tiene un solo protagonista sino dos, Cros y Mansilla, ambos poetas, ambos patagóni-cos, y ambos modelados subjetivamente alrededor de sus respectivos viajes al Brasil y al interior de la Patagonia.

En Libro de Boock la experiencia subjetiva de lo espacial metaforiza la desorientación y la incomodidad, estados que aparecen con insistencia en la segunda sección del libro titulada «Aves», donde se ofrecen abundantes

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figuras de autor.3 Esta parte menciona profusamente, en imágenes de proyección autoral, pájaros para cuya descripción la poeta reconoce haber realizado un intenso trabajo de investigación: «casi me vuelvo ornitólo-ga», afirma en la entrevista de marras. Las aves –presencia significativa en la obra de Cros, cuya importancia se ratifica en la elección del título de su antología personal, Cantos de la gaviota cocinera (2013)– aportan las nociones del vuelo y la distancia y plantean un modo de habitar el espacio, en movimiento.

En Libro de Boock la voz poética registra un malestar existencial en relación con los lugares que ocupa. Afectada por «este mal de volverse y revolverse en busca de un lugar verdadero», «una Posición Propia» (p. 22), se autodefine como «una dama que sufre de Exclusión» (p. 36) y que desconoce el modo de orientarse y darle sentido a sus traslados: «Estoy haciendo / una maleta / y no aprendo / ni a irme / ni a volver»(p. 53). Los poemas resignifican y enriquecen la diferencia entre lugar y localización y ligan ambas ideas, en un sentido figurado, con el género y la puesta en discurso de una gramática lingüística y social que Cros conjuga en femenino. «Soy una dama que escupe en la calle» (p. 20) señala el contundente verso inicial del primer poema de «Aves». Esa dama que escupe en la calle incorpora una contradicción en el imaginario so-cial dominante y en su legislación cotidiana del comportamiento femenino, cuestionado permanentemente por la escritora.

En el libro Mansilla, nuevamente aparecen cuestiones e indagaciones sobre los espacios vividos y pensados, pero organizándose esta vez alre-dedor del discurso del viaje, que se presenta además como modalidad de vínculo e interacción con los otros. Los poemas describen viajes propios y ajenos, terrestres y aéreos, motivados por búsquedas, huidas y extravíos. «Boa viagem», por ejemplo, enumera, a través de topónimos, un detallado itinerario por tierras brasileras. Con un pasaje en la mano y su «conocida naturaleza-que-huye-de-lo-emocional» (p. 41), la poeta sale sin recorrido fijo, «rumbo a no sé dónde / dispuesta a circular por lo nuevo» (p. 41). La huida está presente en el origen del viaje pero es una búsqueda la que de-manda su continuidad. En los distintos lugares donde llega, donde se de-tiene, no encuentra aquello que busca. El sintagma «no estaba ahí, no es-taba» se repite en el octavo, el decimoprimero y el decimocuarto verso del poema. Su sujeto se desambigua en los dos últimos versos donde la forma pronominal de la primera persona singular emerge: «y yo no estaba ahí, / no estaba, tampoco estaba ahí» (p. 41). El tránsito por paisajes nuevos y

3 María Teresa Gramuglio señala que los escritores generalmente construyen, en sus textos, figuras de escritor que «suelen condensar, a veces oscuramente, a veces de manera más o menos explícita y aún programática, imágenes que son proyecciones, autoimágenes, y también anti-imágenes o contrafiguras de sí mismos» (1992, p. 37).

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desconocidos no viene acompañado por la emoción del descubrimiento: la que sale a buscar es la rastreada y en el final del camino no encuentra nada, ni a ella misma. Este poema no se ajusta al itinerario clásico de los viajes del héroe. Más bien, se trata de una anagnórisis fallida, donde no hay descubrimiento ni revelación propia o ajena.

«Restos diurnos», otro de los poemas que refiere un viaje propio–también solitario pero esta vez en avión– se inicia con la fantasía de una tragedia aérea, exacerbada por el alcohol que la poeta ingiere. La imagi-nación, que proyecta el titular de un periódico, «Nueva tragedia aérea en San Pablo / Más de 200 víctimas» (p. 55), es interrumpida por una importante turbulencia en el vuelo, es decir, por el ingreso de lo real. En ese momento, se resignificará la fantasía de la muerte y se suscitará una cavilación extendida entre los pasajeros, incluida la voz poética. Así lo re-gistra a través de un nosotros inclusivo que articula los tres versos finales: «Quedamos en suspenso / y nuestras pobres vidas / nos parecen glorio-sas» (p. 55). La generalización de una existencia insignificante se asume como propia y no deviene en autocompasión. Lo enunciado por el poema es el paréntesis de un viaje que no se centra en los paisajes recorridos ni el desplazamiento propiamente dicho, sino más bien en una suspensión, una demora que permite orientar, como una didascalia teatral, la repre-sentación dramática de la escena. El poema troca en consumidora a la viajera y la hace partícipe de la paradoja de todo viaje en avión: la gente se desplaza sin moverse.

Otra anécdota, relacionada con la anterior, y que nuevamente se desa-rrolla en el espacio aislado de un aeropuerto, reaparece en el poema «El día 36». Hay un diálogo tenso entre la hablante poética y un funcionario de migraciones a causa de una documentación vencida. En tres ocasiones se incorporan palabras en portugués, escritas en letra cursiva, que inte-gran el parlamento de ambos: fala, fica longe y você vai embora. Estas expre-siones funcionan como marcas directas del diálogo que se parafrasea. Al igual que en el poema anterior, la poeta juega con su imaginación: «Todas las fantasías paranoicas / de deportación / explotan en mi cabeza» (p. 43). Nuevamente, la proyección de la desgracia encarna su propia espectacu-laridad. En el poema anterior, la fantasía de la tragedia aérea se exhibe y resume en el titular de algún medio de comunicación, convirtiéndose a la vez en información y espectáculo. En este poema, son las películas cinematográficas conocidas por la autora las que alimentan el miedo: «Escenas de Carandiru, Expreso de medianoche / y aterradoras cárceles extranjeras / cruzan por mi mente intoxicada de cine» (p. 43).

La poeta incorpora la ficción como parte del caudal de su memoria y la desplaza hacia el ámbito de la experiencia personal. La ficción no es inocua, genera interpretaciones y sobreinterpretaciones que, como en el poema

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anterior, devienen en ironía y conformismo. Las dos últimas estrofas del poema hacen ostensible el pasaje de la perplejidad a la resignación:

Entre el miedo y la incertidumbrese filtra una pequeña idea, no es mucho, apenas algo. 36 días, un plazo, un límite, un final anunciado.

Guardo mi documento perecedero y salgo al hall del aeropuerto con la sensación del indultado a última hora,agradecida, casi eufórica, por este nuevo comienzo. (pp. 43-44)

La inclusión del adjetivo indultado, en masculino, asociable directamen-te al campo del derecho, refuerza la despersonalización del espacio en una sociedad disciplinaria. Salir del aeropuerto es salir de una especie de pri-sión, de ahí la gratitud entusiasta. Salir del aeropuerto es también ingresar a Brasil, espacio privilegiado de este libro, que aparece como tema y escena-rio en distintos poemas.

La atmósfera anímica del encierro, ligada a una modernidad urbana, aparece tanto en Mansilla como en Libro de Boock. Este último, centrado en una ciudad de la cordillera patagónica, problematiza el espacio de modo explícito en varias oportunidades y, significativamente, en el sintagma «mi jaulita ciudadana» que se reitera en los poemas 11 y 18. En el primero de estos textos, la voz poética dice:

Muero en mi jaulita ciudadanauna mañana de domingoy quedo en una bolsa de residuoshasta la recolección del lunes por la tarde. (p. 30)

La ciudad se asocia al aislamiento, es un lugar carcelario alrededor del cual se traza una isotopía negativa y fatal. El uso del diminutivo refuerza el efecto: contrasta las imágenes de pequeñez y soledad personal con la de la multitud urbana. Por otra parte, la ciudad es el lugar de la basura donde la identidad, presentada desde una animalización, se vuelve desecho.

En las dos últimas estrofas del poema 18, el yo lírico expresa:

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Paso los días en mi jaulita ciudadanay voy de la cavilación al tedio

Así esen esta extranjería. (p. 37)

La noción de extranjería propicia dos reflexiones: la que se interroga por las posibilidades comunicativas del lenguaje y la que se pregunta sobre la naturaleza de la literatura como práctica.

Las primeras estrofas del poema antedicho evidencian el primer sentido:

Soy una dama acostumbradaa vivir entre ExtrañosUsan idiomas que desconozcoy por educación sonrío si me miranpero no los entiendo

No sé en qué Dialecto hablan aquí. (p. 37)

La incomprensión lingüística potencia un extrañamiento discursivo. Lo que se afirma no entender es el dialecto que hablan en el lugar compartido que el deíctico final indica. El aquí fija una ubicación y reconoce una distan-cia: marca la existencia de un nosotros, con quien el yo poético no se identifi-ca, y de una otredad a la que este pertenecería. Cros revisita, en este sentido, la conocida afirmación de Arthur Rimbaud «Je est un autre»4. La poeta «chu-pa/la sustancia del Otro» (p. 28), internaliza su multiplicidad y se erige como su representante: «Otras hablan en mí/Yo hablo por Otras» (p. 32).

La extranjería reaparece como tema y modalidad de enunciación en Mansilla. En los poemas «Conto do vigário», «Invierno» y «Adélia», las tie-rras brasileras son el lugar donde se desarrollan experiencias de vida. El primer poema describe cómo un hombre mayor intercepta a la poeta en la calle y urde, sin éxito, la artimaña del «cuento del tío». Al reconocer que ella

4 La célebre frase aparece reiterada en las Lettres du voyant (en español, Cartas del viden-te) de Arthur Rimbaud, escritas en mayo de 1871.

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es foránea se precipita su hostilidad nacionalista e insultándola a gritos le dice que se vuelva a su casa, «que ahí no quieren basura de otros países» (p. 45). La anécdota no se clausura, sin embargo, en el testimonio individual de un rechazo xenófobo sino en la problematización de lo propio. En la úl-tima estrofa del poema puede leerse:

Él se va puteando todavía, y no sé si tomar su presunta desgracia como cierta o asimilar su furia nativa con la resignación del que está viviendo de prestado. (pp. 45-46)

En estos versos, la duda, como modalidad epistémica, impregna tanto la incertidumbre sobre la posible mentira del hombre, como sobre la inter-pretación de su cólera, que pone a rodar la paradoja entre ser propio de un lugar geográfico y vivir de prestado en un lugar social.

En «Invierno», la voz poética describe su estancia en una playa de Bra-sil. Nuevamente, como en el texto antes aludido, menciona explícitamente su extranjería lingüística como rasgo fuerte de su entorno comunicativo: «Perdido el arte de la conversación / por causa de la extranjería, / la lengua ajena me sostiene en vilo» (p. 37). El lugar referido es real pero a la vez es «un espejismo». Ese «pueblo de pescadores ruidosos / que ríen de cosas in-comprensibles» (p. 38) es una elección que la voz poética no comprende to-talmente. Si debe explicárselo, solo se le «ocurren razones poco valederas» (p. 38). Más que nada, es la afinidad poética con la literatura brasilera la que acerca a la escritora a los paisajes de ese país.

El poema «Adélia» ejemplifica lo antedicho. Se trata de un texto bivocal: por un lado, crece la voz poética que traduce un poema de Adélia Prado y, por otro lado, emerge la palabra de esta escritora brasilera, cuyos versos son citados, en cursivas y castellano, en la tercera estrofa: «Manchas de luz en la pared, / una jarra pequeña / con tres rosas de plástico» (p. 47). La lacónica descripción de la habitación donde trabaja alcanza para advertir imágenes cromáticas que contrastan –el mantel y la pared son blancas y las buganvilias rojas–; y anticipa otra disimilitud con que se enfrenta la tarea de traducción, la que se da entre las lenguas castellana y portuguesa. Hay expresiones en portugués que se traducen al castellano, como los versos citados del poema titulado «Formas», y hay expresiones en portugués que no se traducen, como «é a nossa ostra» y «e gostaria muito». Unas y otras se integran y entreveran en el poema que, al igual que otros del libro, formula la diglosia poética como principio constructivo.

«Una literatura menor no es la literatura de un idioma menor, sino la literatura que una minoría hace dentro de una lengua mayor» (p. 28)

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sostienen Gilles Deleuze y Félix Guattari (1990). La mayoría y la minoría, el centro y la periferia son polos que frecuentemente problematiza Cros en su escritura. Interrogada sobre la relación entre la literatura nacional y la llamada regional, la autora sostiene:

Podríamos preguntarnos nuevamente –y ser reiterativos– por el origen de la llamada literatura nacional, ¿cuál es?, ¿nacional es la de Buenos Aires?, ¿por qué?, ¿es la canónica? y ¿dictada por quién? En cuanto a marginalidad, sabemos y nos gusta repetirlo, que la periferia es nuestro centro, pero también sabemos que todo centro es también periferia de otro centro y así al infinito. (Mellado, 2014)

No hay localizaciones fijas, más bien una puesta en abismo de las re-laciones entre márgenes y centros. Pero sí hay el reconocimiento de una literatura mayor, la nacional, a la que le correspondería una lengua mayor, innominada, que se confronta con una literatura menor, escrita en un dia-lecto desde donde se dice nosotros y se dice acá, una identidad y un lugar de pertenencia:

En Libro de Boock, precisamente, fijé domicilio desde el título a manera de desafío, algo que a mí me interesa mucho en la expresión artística, el desa-fío, el riesgo; allí me planté y dije vivo acá, en esta calle, en esta ciudad, soy patagónica y hablo en «dialecto» ironicé, aludiendo a que la lengua también podía pensarse por fuera de la literatura llamada nacional. Antagonismo que, tomo un atajo, no creo sirva sostener por más tiempo. (Mellado, 2014)

El dialecto es el precipitado de una doble extranjería, del discurso y del determinismo territorial. Emergente de una lengua menor y poética, opera en la obra en general de Graciela Cros. En Libro de Boock, la voz poética reco-noce hablar «en dialecto sudaqués» (p. 26) y ser «monolingüe sudaca argen-to patagónica mapuche» (p. 26). Se presenta en otra ocasión como un «Cor-dero Patagónico/que bala en sudaqués / desde los platos» (p. 40) y se declara constructora de «artefactos/argento-patagónicos/mapuche-sudaqueses» (p. 44). En el poema 34 se define: «Soy la Cordelia / argento-patagónica / mapuche-sudaquesa» (p. 53).

Los atributos del dialecto que se reiteran son cuatro: argento-patagóni-co-mapuche-sudaqués. La repetición, además de una relevancia semántica, pone de manifiesto un tipo de articulación entre los componentes. Estos se encastran como partes de una nueva unidad, de un dispositivo unificado por esta lengua y literatura menores, en el sentido deleuziano. Los cuatro señalan diversas cartografías imaginarias y diferentes inscripciones: los gentilicios argentino y patagónico refieren a los mapas nacional y regional

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respectivamente, el etnónimo mapuche apunta a un contexto étnico cultural y el adjetivo sudaca o sudaqués indica una filiación geopolítica y recuerda un desprecio. A través de ellos, la Patagonia se afilia a diversos espacios con múltiples marcas de historicidad específica y diferencial, en posición limi-nar respecto de alguna hegemonía en posición central.

La reiteración de estos espacios e identidades no fortalece una hipótesis determinista ni se limita a la referencia de un territorio: se sujeta al ejerci-cio de la extranjería poética de Cros. «Creo que, por naturaleza, todo poeta es extranjero. La poesía es intemperie, bien lo sabemos, y es extrañeza, extranje-ría» (p. 20) dice en «Identidad y territorio» (2007). Su escritura poética tiende a romper la arbitrariedad del vínculo entre significante y significado y a ensan-char la grieta que hace visible la normalidad social como artefacto y artificio.

La desterritorialización del lenguaje, que Deleuze y Guattari (1990) se-ñalan como primera característica de una literatura menor es visible en su poesía. Se presenta como conciencia de aislamiento y diferencia, de otre-dad y de oscuridad. Dicha consciencia se observa claramente, por ejemplo, en el poema 17, con la siguiente autodefinición:

Soy una dama que sufre de ExclusiónUna Criatura SecundariaSoy un alga marina y su cenizaUna Kelper continentalintelectualemocionalLa Patagonia es mi islaEl Kelperato mi insigniaVivo en la cordillera. (p. 36)

La palabra kelper, del argot inglés, designa a los isleños que viven en las Malvinas, islas cuyos derechos de soberanía reclama históricamente la Ar-gentina. Las islas, actualmente bajo el dominio británico, están rodeadas por grandes algas marinas, que en inglés se llaman kelp, de donde deriva el gentilicio. El término lleva una carga peyorativa que recuerda la ciuda-danía de segunda clase que los isleños experimentan en su dependencia y sujeción a una metrópoli colonial. De allí que la palabra también se utilice para referir a sujetos discriminados por los gobernantes o que se sienten excluidos en su propia tierra. Esto revelaría la existencia de una estructura de sentimiento5 común a los patagónicos.

5 Raymond Williams llama estructura de sentimiento a «los significados y valores tal como son vividos y sentidos activamente; y las relaciones existentes entre ellos y las creencias sistemáticas o formales» (2000, p. 155).

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El poema pone de relieve, con la alusión a las algas, la genealogía del gentilicio. Resignifica, a través de la paradoja, las imágenes de lo continen-tal y de lo insular. Fuera del plano territorial, la insularidad designa otra subjetividad, marcada con la insignia del «Kelperato». La poeta está a-isla-da en una región y desde ese retiro ratifica su domicilio, la cordillera, lu-gar donde se reúne la reclusión y la comunicación. Esa distancia coloca la poesía de Cros en una posición foránea que la desplaza de las restricciones del regionalismo y le permite acceder a ciertos sentidos universales. Esa extranjería vuelve resistente su lengua a la traducción de los signos a una lengua franca y vehicular: «Mi Lengua está en penumbras/hablo en la Oscu-ridad» (p. 23). Su poesía nos acerca al sur con la visión de un caleidoscopio donde lo real se refleja recortado y reduplicado o, mejor dicho, astillado.

La ley del coirón y los nombres propios de la patria literaria

En agosto de 2007, tres años después de haber publicado Libro de Boock y tres años antes de publicar Mansilla, la autora explica en «Identidad y terri-torio», artículo compartido en el «xxv Encuentro de escritores patagónicos de Puerto Madryn», la presencia e incidencia de la que ella llama, de modo inaugural, la ley del coirón6. Dicha ley, que Cros invita a desobedecer en esa misma ocasión, dispone un uso estereotipado y obligatorio del paisaje. Desde esa gramática, los signos refuerzan una naturaleza típica, aldeana, y achatan la densidad multiforme de la escritura literaria.

En la entrevista «El iceberg de Hemingway: lo no dicho que todo lo sos-tiene», Graciela Cros recuerda el sentido original que le adjudicó a esta ley:

¿Qué decía acerca de esta supuesta ley? Sencillamente, yo llamaba a la «desobediencia literaria». Pedía que nos rebeláramos como escritores patagónicos a la obligatoriedad de la «Ley del coirón». Yo proponía la «insurrección», la rebeldía literaria, ante esta supuesta «ley». En el sen-tido de que no tengo que escribir un texto donde aparezca un coirón para mostrar mi pertenencia a la literatura patagónica. Yo, escritora patagónica, no adhiero a la literatura «pura naturaleza, puro paisaje», reniego de esta obligación de la «Ley del Coirón» que (extramuros Pa-tagonia) pareciera nos han querido imponer. Yo puedo hablar de las 21 lenguas mayas de Guatemala o de Itabira do Mato en Minas Gerais, y no por eso dejo de ser quien soy, la poeta de Bariloche que vive en la calle

6 El coirón es una gramínea perenne que forma matas, y es muy común en la estepa patagónica.

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Boock, provincia de Río Negro, Patagonia argentina. No necesito plan-tar un coirón en mis versos para pertenecer a la literatura patagónica.

Lo que la ley exige no es la presencia de una naturaleza regional en los textos literarios, sino un uso determinante del paisaje. La puesta en juego del lenguaje se realiza siempre en un espacio que es local y localizado. La Patagonia, en este sentido, es un suelo para quienes viven en ella pero no es necesariamente la ubicación desde donde dicen y se dicen, ni desde donde piensan y se piensan:

La Patagonia como lugar de residencia no cuenta como un criterio epistémico apriorístico para explicar ni ponderar la producción litera-ria e intelectual de la región. Ciertamente, los sujetos siempre estamos sujetados a condiciones materiales específicas para desarrollar nues-tras prácticas discursivas, y el domicilio geográfico y social las ofrecen pródigamente, pero ellas solo adquieren el peso de lo real, su gravidez, cuando existe una imaginación social y productiva, de la que participa eficazmente la literatura, que les crea efectos de realidad e incluso de legitimidad. (Mellado, 2015b, p. 66)

Entonces, ¿qué imágenes de la Patagonia promueve el pintoresquismo determinista que Cros critica? En primer lugar, plantea una identidad na-tural y homogénea que encubre la pluralidad sociohistórica de la región, es decir, los vendavales de la historia y la heterogeneidad y fragmentación social existentes. En segundo lugar, y en relación con lo anterior, opera una teatralización exacerbada de la Patagonia, convertida en un espectáculo para el consumo, y la exacerbación de alguna diferencia folklórica o exótica.

Esa escenificación, cuya visión como montaje Cros aumenta con el lente de la ironía, se patentiza en una sección del Libro de Boock titulada, sinto-máticamente, «Locaciones patagónicas». Esta parte incluye tres poemas: «1/estepa», «2/cordillera» y «3/fauna vulnerable». Los tres retratan escenas de distintos comercios locales que ofrecen mercancías típicas. El primer negocio anuncia en mayúsculas, en un pizarrón puesto en la vereda, «hay flechas / piezas de indio» (p. 90). El objeto cultural, símbolo de etni-cidad, es convertido en una mercancía de tipo decorativo. Las flechas per-tenecen a un tiempo histórico anterior al de su exposición y venta, pero los pueblos indígenas no se agotan en ese pasado. A través de un anacronismo estetizante, el breve anuncio niega el presente histórico de esos grupos y los uniformiza nominalmente en una identidad otra, la del indio, sin mayores precisiones sobre el pueblo puntual del que provendrían las flechas.

El segundo negocio es un almacén naturista cuya dueña «está vestida como una aldeana de los Alpes», inspirada por «su Idea de Montaña» (p. 91).

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En este caso, la localidad aparece teatralizada a partir del vestuario y, como en el ejemplo anterior, mediante un desplazamiento imaginario lo real es forzado a parecerse a lo simbólico. Todo ello, además, está atravesado y sos-tenido por la lógica económica de un vínculo comercial.

El negocio del tercer poema es una pescadería artesanal. En el local hay moscas, una colorida cortina de plástico y bachas de aluminio donde se ofre-ce el pescado. La teatralización es evidente y, como en el poema anterior, el vestuario es central. «El vendedor tiene un delantal blanco manchado de san-gre / Uno no espera ver sangre en las pescaderías» (p. 92). A la observación se agregan otras, de corte escenográfico: «La presentación no incluye claridad, todo luce fuera de foco y un poco nauseabundo» (p. 92). La compra, debido a la suciedad del lugar, no se realiza, como tampoco se realizó la compra de las flechas. La enunciadora reconoce que le dio «pudor entrar / Preguntar por los precios / Admirar la iniciativa del comerciante» (p. 90).

En los espacios donde se comercian estos productos presentados como patagónicos se generan cierta incomodidad e intercambios fallidos. Al final del último de los tres poemas, aparece en mayúsculas la siguiente exclama-ción: «¡ay, mis costas patagónicas! / ¡gringas costas gauchitas!» (p. 93).

«Locaciones patagónicas», la sección del libro recién comentada, critica en clave irónica el mandato del pintoresquismo, la jibarización de la repre-sentación limitada al gesto exhibicionista que se condensa en los carteles de los negocios mencionados en los poemas. En relación con esto, en «Iden-tidad y territorio», Cros se pregunta si al mudarse a Itabira, Minas Gerais, donde nació el poeta Carlos Drummond de Andrade, dejaría de ser una poeta patagónica. Y agrega:

¿De quién somos todos más parientes, nosotros, todos? ¿Del poeta Car-los Drummond de Andrade, nacido en Itabira, Minas Gerais? ¿O de una etiqueta que podemos cruzarnos en el pecho para que el vasto, vasto mundo nos vea en una vidriera adonde convergen las fantasías del ima-ginario global? (Cros, 2007, p. 20)

Revisión y desconfianza de los símbolos de lo regional e incomodidad ante la mercantilización y tipificación cultural son algunos de los planteos que el Libro de Boock realiza, a la vez que elabora diferentes universos poéticos. En el texto arriba citado, la poeta desconfía de la perspectiva territorial como clave de lectura de las prácticas poéticas y reconoce la existencia de una pa-tria discursiva y literaria. Esta se ensancha desde los textos hacia las lecturas, desde el signo hacia la interpretación y desde lo lingüístico hacia lo afectivo:

Sabemos que la patria de un escritor es su lengua, tanto se ha repetido que ya es casi un lugar común, y es cierto, pero quiero pensar que puede

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ser más que eso, puede ser también la gente que uno quiere, los amigos, los afectos, la historia compartida, o, simplemente, nuestra biblioteca. Esos libros que necesitamos para vivir. (Cros, 2007, p. 19)

La lengua se plantea como el lugar donde se desarrollan las pertenen-cias, arraigos y desplazamientos primordiales de la escritura, espacio que no le ofrece al poeta la comodidad de un ejido sino el desalojo, la extra-ñeza y la extranjería, tópicos que aparecen ostensiblemente en la obra de Cros. La patria literaria se expande a través de la intertextualidad y de las genealogías textuales y recupera una fratría poética.

En el Libro de Boock, esto se marca explícitamente en las notas paratex-tuales: hay, por ejemplo, notas al pie donde se señala la vinculación con una obra y/o un autor.7 Hay alusiones explícitas a otras obras y escritores. Se nombra al poeta italiano Montale, al poeta argentino Héctor Viel y su libro Crawl, a la poeta Bishop y su poema «El arte de perder», a Marianne Moore y, a través del personaje de Cordelia –figura central en una obra anterior de Cros–, a la tragedia El rey Lear de Williams Shakespeare.

Por otra parte, se plantea un juego especular y complejo entre paterni-dad y maternidad biográficas y literarias. La primera parte, titulada «Los animales que sufren», gira en torno a las figuras paterna y materna de la autora, mientras que en la cuarta y última parte del libro, titulada «Libro de Boock», se alude a la paternidad y maternidad simbólicas en los poemas «pater pound» y «Mamá Sigmund». Las afiliaciones sugeridas, además de ser polivalentes, son nervaduras que dibujan un nombre propio. El acento en el género sexual es ineludible: en este libro aparecen tres figuras que condenan la naturaleza de la poeta: La Loca, la Muda y la Cantora.

Por su parte, en Mansilla también se plantea una trama marcada por afiliaciones literarias y estéticas, que se condenan en nombres propios incluidos en varios poemas. Se menciona al novelista Osvaldo Soriano en «Un mail», el primer poema del libro; al escritor Leopoldo Marechal, cuya alma encuentra la hablante poética por los campos del Tuyú, donde lo es-cucha «como jinete extraviado / en la tormenta» (p. 13); al pintor Rothko cuyas pinturas semejan el cielo del sur, «amarillo en el centro / ocre arriba / y abajo» (p. 15); al poeta Carlos Drummond de Andrade, nombrado en el poema «A la nochecita» a propósito de la ciudad de Itabira do Mato –donde

7 En dos oportunidades se nombran, en nota a pie de página, producciones ajenas que han disparado la propia. El poema «Genealogía» surge de la lectura del texto «Nido de ballena», de Melissa Bendersky. El poema «Olga», a partir del libro El ojo de agua, de Javier Cófreces. También, en el cierre de la obra, se consigna que «hay citas y alusiones a libros anteriores de la autora», puntualizándose, y con datos de edición, La escena imperfecta (1996), Urca (1999) y Cordelia en Guatemala (2001).

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la voz poética reconoce nunca haber ido pero sueña ir–; y a las poetas Idea Vilariño y Adélia Prado, recordadas y citadas en los poemas «Invierno» y «Adélia», respectivamente.

Mansilla, a diferencia del Libro de Boock, se focaliza en un solo sujeto más que en una fratría. El texto ofrece varios gestos metaliterarios: en la primera parte, titulada como el libro, aparece una minuciosa prosopopeya del poeta Mansilla, convertido en arquetipo; en la segunda parte, titulada «Henderson y las oscuras», lo hace con la inclusión del poema de cierre, de título homónimo. En este, la voz poética recuerda unas vacaciones en la estancia Las Oscuras, en Henderson, provincia de Buenos Aires. Allí, des-pierta con una desbordante imaginación y comienza a escribir. Una de las marcas metaliterarias más ilustrativas es la inclusión del poema «Nombres propios»8 que se reproduce a continuación:

Nombres propios Urca, Cordelia, Boock, Elvis, Newton, Mansilla.Me gustan los nombres propiosmás que las elucubraciones. Detrás de un nombre propio hay una historia y me gustan las historias. Detrás de una historia hay elementos tangibles como los húmeros de Vallejo, en cambiodetrás de las elucubraciones suele haber paja que arde al primer fuego que cruza. (p. 53)

En el primer verso de este poema, que funciona además como una mise en abyme de todo el libro, se enumeran seis nombres propios que forman parte de los títulos de los siguientes libros de la autora: Urca (1999), Cordelia en Guatemala (2001), Libro de Boock (2004), La cuna de Newton (2007), Hacer la de Elvis (2009) y Mansilla (2010). La fórmula permite repasar una trayectoria y señalar un rechazo y una preferencia. Por un lado, se objeta la abstracción deshumanizante y, por el otro, se ponderan los nombres propios porque

8 Este poema funciona como un arte poética de la autora y utilizará el mismo título para el texto que aparece en la antología Cantos de la gaviota cocinera, publicada tres años más tarde, en 2013.

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remiten a subjetividades históricas, concretas y situadas. Por otra parte, la mención a los huesos de Vallejo, poeta mayor de la poesía latinoamericana, inviste el acto de nominación con el valor de la afiliación literaria.

Con el nombre propio aparece, además del rescate de lo tangible, la osci-lación entre la invención y el testimonio en la naturaleza de los sujetos des-critos. Esto afecta especialmente al personaje central, de apellido Mansilla: hay datos que remiten directamente a la vida y obra del escritor patagónico Raúl Mansilla9, amigo de Cros. En la entrevista titulada «La ruta líquida de Raúl Mansilla» (2010), publicada en el suplemento «Confines» del periódico Extremo Sur, se le pregunta al escritor qué piensa del título del libro de Cros. Él contesta:

«Mansilla» es, para Graciela Cros, una especie de apellido paradigmáti-co de por acá, del sur patagónico-chileno. Eso. Lo cierto es que también surgieron algunas cosas a partir de unos mails que nos mandamos. Gra-ciela es una persona muy generosa, sobre todo con los escritores más jóvenes, y una poeta admirable.

Por una parte, reconoce su presencia en el juego textual del libro pero, por otra, saca de foco su importancia individual. Ciertamente Mansilla es un apellido muy frecuente en el sur de la Argentina y de Chile. Además de Raúl, al menos hay otros dos importantes poetas de la región que lo com-parten: los chilenos Sergio Mansilla Torres y José Mansilla Contreras. Bajo este patronímico, al que nunca se le agrega un nombre de pila, convergen las figuras del viajero, del narrador que relata sus experiencias y del poeta que inventa mundos.

La primera de las imágenes antedichas es especialmente productiva en relación con la figuración de la Patagonia, escenario central de los recorri-dos de Mansilla. El poeta le escribe a la escritora varias veces contándole sus andanzas. Sus correos, a veces parafraseados o citados directamente en los textos, tratan sobre sus recorridos por pequeñas localidades de la Patagonia como Las Lajas, Buta Ranquil, Chos Malal y Picún Leufú. En el sur también viven y circulan los personajes con que Mansilla interactúa: en el poema «Otro mail» se mencionan «un amigo novelista» y «unas ami-gas y colegas» (p. 27) que van rumbo a Piedra del Águila; «una profesora de Letras» (p. 31) que vive en un barrio militar de la cordillera –donde el poeta espera a «Calula y la chica que viene del Huecú» (p. 31)–; entre otros.

9 Raúl Mansilla es un prolífico poeta e importante hacedor cultural. Actualmente re-side en Neuquén y ha publicado, entre otros libros, Las Estaciones de la Sed (1992), El Héroe del Líquido (1999), No eras un viajero inglés (2004), Ojos Rojos (2004) y Oralidad Esquizoide (2010).

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Mansilla deambula por el interior de la Patagonia, lejos de las ciudades. Sus desplazamientos no equivalen al vagabundeo del flâneur urbano. A dife-rencia del paseante solitario, Mansilla ejerce la sociabilidad de la literatura. En «Otro mail» cuenta que «tiene que dar una charla», «ir a un colegio / a conversar» (p. 27). En «Calula y la chica que viene del Huecú» también: dice que «va a dar una charla» (p. 32) en el pueblo cordillerano en el que está. Las menciones a estas prácticas de naturaleza pedagógica ubican al poeta en una trama geocultural concreta y ponderan su función formativa. Mansi-lla habla de literatura y la promueve con acciones concretas y originales: «Dice que va / a inaugurar una biblioteca / en Las Lajas / acompañado de motoqueros / y paracaidistas, / cosas de la Patagonia, agrega» (p. 11). Este escritor, cuyas anécdotas lo vinculan a un sujeto real que testimonia su experiencia, es también, y principalmente, un sujeto ideal e idealizado, «un fenómeno sobrenatural» (p. 35) que condensa los valores de la figura del poeta que Cros propone en este libro. El poema «Mansilla» sintetiza la construcción del arquetipo y revela su poder:

Dice ojos verdes y hay un desmayo momentáneo, generalizado, sin previo aviso todos perdemos la noción. Dice ojos rojos y los hombres experimentan un peso lapidario en el centro del pecho mientras las mujeres ejercemos la superstición y el rezo. (p. 23)

Estas estrofas, la segunda y la tercera del poema, condensan la naturale-za de su dominio: el poeta nombra lo real, y causa alteraciones en la percep-ción del mundo, modificaciones que impactan en la subjetividad e incluso en los cuerpos de un modo total. Nadie sale ileso de su decir poético y esto sucede, según la explicación que versos más adelante se brinda, porque «el poeta habla del nudo / que nos ata y no se ve / y todos lo sabemos» (p. 24). De este modo, su figura enlaza un modo de decir con un modo de ver, cuya fuerza desconoce el propio escritor referido porque «Mansilla es poeta / y como todos los poetas / ignora su poder» (p. 24).

Lista de referencias bibliográficas

Cros, G. (2004). Libro de Boock. Buenos Aires: En Danza.Cros, G. (2010). Mansilla. Buenos Aires: En Danza.Cros, G. (2015). Identidad y territorio. En L. A. Mellado (Comp.), Patagonia se dice en plural

(pp. 16-20). Comodoro Rivadavia: Edición de autor.

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Cros, G. (2013). Cantos de la gaviota cocinera. Madrid: Amargord.Deleuze, G. y Guattari, F. (1990). Kafka, por una literatura menor. México: Ediciones Era.Gramuglio, M. T. (1992). La escritura argentina. Santa Fe: Universidad Nacional del Litoral,

Editorial de la Cortada.Kusch, Rodolfo (2012). Esbozo de una antropología filosófica americana. Rosario: Fundación Ross.Mansilla, R. (Abril-mayo de 2010). La ruta líquida de Raúl Mansilla [entrevista realiza-

da por Tomás Watkins]. Suplemento Confines, Extremo Sur, segunda época, año III, (26). Recuperado el 1 de abril de 2015, de http://www.confinesdigital.com/conf26/la-ruta-liquida-de-raul-mansilla.html

Mellado, L. A. (2014). El iceberg de Hemingway: lo no dicho que todo lo sostiene, entre-vista a Graciela Cros. Argus-a, 3(12). Recuperado el 1 de agosto de 2014 de http://www.argus-a.com.ar/pdfs/entrevista-a-graciela-cros.pdf

Mellado, L. A. (2015a). El ojo de las distancias en Cantos de la gaviota cocine-ra de Graciela Cros. Jornaler@s. Revista de Estudios Literarios y Lingüísti-cos, 2(2), 142-148. Recuperado de http://issuu.com/jornalerosdigital/docs/09-cantos_de_la_gaviota_cocinera_de

Mellado, L. A. (2015b). La Patagonia como versión de una distancia. Revista Alpha, (41), 65-71.Williams, R. (2000). Marxismo y literatura. Barcelona: Ediciones Península.

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Acerca de la autora | 189

Acerca de la autora

Luciana Andrea Mellado es docente, investigadora y poeta. Se recibió de profesora y licenciada en Letras por la Universidad Nacional de la Patago-nia San Juan Bosco. Es magíster en Literaturas Española y Latinoamerica-na y doctoranda en Literatura por la Universidad de Buenos Aires. Vive en Comodoro Rivadavia.

En la Universidad Nacional de la Patagonia San Juan Bosco es profesora responsable de Literatura Latinoamericana i, Literatura Patagónica y Teoría Literaria ii en la carrera de Letras. Ha dirigido, codirigido e integrado proyec-tos de investigación sobre literatura latinoamericana y patagónica desde 1997.

Recibió numerosas becas, entre ellas de la Agencia Española de Coope-ración Internacional (2000) y del Fondo Nacional de las Artes (2006, 2009, 2011). Obtuvo el Premio Academia Argentina de Letras (2000) y el Premio del Fondo Editorial de Chubut en Crítica Literaria (2015).

Como crítica, publicó Cartografías literarias de la Patagonia en la narrativa argentina de los noventa (2015) y la compilación Patagonia se dice en plural (2015). Como poeta, publicó Animales pequeños (2014), El agua que tiembla (2012); Aquí no vive nadie (2010); Crujir el habla (2008) y Las niñas del espejo (2006).

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Lecturas descentradas : estudios de literatura latinoamericana desde el sur Luciana A. Mellado. - 1a edición Viedma : Universidad Nacional de Río Negro, 2017. 192 p. ; 23 x 15 cm. Aperturas (Artes, Letras y Cultura)

isbn 978-987-3667-61-9

1. Análisis Literario. 2. Crítica Literaria. 3. Literatura Latinoamericana. I. Título.cdd 807

© Universidad Nacional de Río Negro, 2017.editorial.unrn.edu.ar© Luciana A. Mellado, 2017.

Queda hecho el depósito que dispone la Ley 11.723. Diseño de colección: Editorial unrn Coordinación editorial: Ignacio Artola Edición de textos: Natalia Barrio Corrección de textos: Nadia Kopprio Diseño de internas: Sergio Campozano Imagen de tapa: Editorial unrn

Licencia Creative Commons.Usted es libre de: compartir-copiar, distribuir, ejecutar y comunicar públicamente esta obra bajo las condiciones de:Atribución – No comercial – Sin obra derivada

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Lecturas descentradasEstudios de literatura latinoamericana desde el surfue compuesto con la familia tipográfica Alegreya ht Pro y Alegreya Sansen sus diferentes variables.Se editó en diciembre de 2017 en la Dirección de Publicaciones-Editorial de la unrn.

Impreso en IntegralTech s.a.,provincia de Buenos Aires, República Argentina.

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Lecturas descentradasEstudios de literatura latinoamericana desde el sur

Luciana A. Mellado

Luciana Andrea Mellado es docente universitaria, investigadora y poeta. También es magíster en Literaturas Española y Latinoamericana y doctoranda en Literatura por la Universidad de Buenos Aires. Vive en Comodoro Rivadavia.Como crítica, publicó Cartografías literarias de la Patagonia en la narrativa argentina de los noventa (2015) y la compilación Patagonia se dice en plural (2015). Como poeta, publicó Animales pequeños (2014), El agua que tiembla (2012); Aquí no vive nadie (2010); Crujir el habla (2008) y Las niñas del espejo (2006).

Colección Aperturas

Antología de teatro rionegrino en la posdictaduraMauricio Tossi (Comp.)

Migraciones en la PatagoniaInés Barelli / Patricia Dreidemie (Comps.)

El inta en BarilocheSilvana López

Fronteras conceptualesFronteras patagónicasPaula Núñez (Comp.)

Cómo lograr el Estado de bienestar en el siglo xxiRoberto Kozulj

Parentesco y políticaClaudia Briones / Ana Ramos (Comps.)

Políticas de ciencia, tecnología e innovación en la Argentina de la posdictaduraAguiar / Lugones Quiroga / Aristimuño (Comps.)

Contribuciones a la Didáctica de la Lengua y la LiteraturaDora Riestra (Comp.)

Araucanía-NorpatagoniaPaula Núñez (Comp.)

Lotes sin dueñoPaolinelli / GuevaraOglietti / Nussbaum

Catálogo online:editorial.unrn.edu.ar

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Lecturas descentradasEstudios de literatura latinoamericana desde el sur

Luciana Mellado estudia un corpus literario amplio y diverso, conformado por producciones del brasilero Joaquin Machado de Assis, de los cubanos José Martí y Jesús Díaz, del uruguayo José Rodó, del peruano José Mariátegui, del chileno Roberto Bolaño y de los argentinos Roberto Arlt y Graciela Cros. A través de sus distintos capítulos se proponen relaciones y tensiones entre el campo artístico y el campo sociopolítico problematizando la praxis literaria y los modos situados en que se concreta. Con una aguda mirada crítica reflexiona sobre la forma en que la literatura ha ido diseñando maneras de leer y vivir la cultura latinoamericana.

Advierto que toda cercanía exagerada a los espejos nos lleva a empañarlos y a enturbiar nuestro propio rostro, y la mirada para conocernos y reconocernos requiere del aprendizaje de las distancias.

Esta compilación se arraiga a una intensa experiencia formativa que viví hace unos años, a casi dos mil kilómetros de casa, en una distancia temporal y espacial que me permite ratificar que demasiado lejos no podemos vernos, pero demasiado cerca tampoco.

Luciana A. Mellado

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