la medicalizaciÓn de la muerte y el valor de la

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NATALIA VALLEJO ULLOA LA MEDICALIZACIÓN DE LA MUERTE Y EL VALOR DE LA CONVERSACIÓN HOSPITALARIA SOBRE EL BUEN MORIR PONTIFICIA UNIVERSIDAD JAVERIANA Facultad de Filosofía Instituto de Bioética Bogotá, 02 de junio de 2021

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Page 1: LA MEDICALIZACIÓN DE LA MUERTE Y EL VALOR DE LA

NATALIA VALLEJO ULLOA

LA MEDICALIZACIÓN DE LA MUERTE Y EL VALOR DE LA

CONVERSACIÓN HOSPITALARIA SOBRE EL BUEN MORIR

PONTIFICIA UNIVERSIDAD JAVERIANA

Facultad de Filosofía

Instituto de Bioética

Bogotá, 02 de junio de 2021

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LA MEDICALIZACIÓN DE LA MUERTE Y EL VALOR DE LA

CONVERSACIÓN HOSPITALARIA SOBRE EL BUEN MORIR

Trabajo de grado presentado por Natalia Vallejo Ulloa,

bajo la dirección del Profesor Luis Fernando Cardona,

como requisito parcial para optar al título de Magistra en Bioética

PONTIFICIA UNIVERSIDAD JAVERIANA

Facultad de Filosofía

Instituto de Bioética

Bogotá, 02 de junio de 2021

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TABLA DE CONTENIDOS

AGRADECIMIENTOS ................................................................................................................................. 4

INTRODUCCIÓN ......................................................................................................................................... 5

CAPÍTULO 1 LA MEDICALIZACIÓN DE LA MUERTE ..................................................................... 9

1.1. LA MEDICALIZACIÓN DE LA MUERTE ............................................................................................. 9

1.1.1. El concepto de “medicalización” .......................................................................................... 11

1.1.2. El triunfo técnico sobre la muerte ......................................................................................... 14

1.1.3. La fragmentación de la muerte .............................................................................................. 16

1.1.4. La gestión de la muerte.......................................................................................................... 20

1.2. CRÍTICAS A LA MUERTE MEDICALIZADA...................................................................................... 24

1.3. RESPUESTAS A LA MEDICALIZACIÓN ........................................................................................... 26

1.3.1. La protección de la autonomía del paciente.......................................................................... 27

1.3.2. El cuidado al final de la vida ................................................................................................. 30

1.4. CUESTIONES ABIERTAS ................................................................................................................ 33

CAPÍTULO 2 EL OCULTAMIENTO DE LA MUERTE ...................................................................... 36

2.1. LA PÉRDIDA DE LA FAMILIARIDAD CON LA MUERTE .................................................................... 36

2.2. EL OCULTAMIENTO DE LA MUERTE ............................................................................................. 43

2.2.1. La distancia con el cuerpo que muere ................................................................................... 43

2.2.2. La discreción del duelo y el dolor ......................................................................................... 46

2.2.3. La muerte de la muerte: un nuevo horizonte de expectativas ............................................... 50

2.3. LA PARADOJA DEL OCULTAMIENTO ............................................................................................. 54

CAPÍTULO 3 LA CONVERSACIÓN HOSPITALARIA SOBRE EL BUEN MORIR ....................... 61

3.1. EL ROL DEL MORIBUNDO ............................................................................................................. 63

3.2. LA AGENCIA PASIVA DEL MORIBUNDO ........................................................................................ 70

3.3. VIVIR BIEN PARA MORIR BIEN...................................................................................................... 77

CONCLUSIONES ....................................................................................................................................... 79

BIBLIOGRAFÍA ......................................................................................................................................... 81

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AGRADECIMIENTOS

Son muchas las personas que, de alguna manera, han contribuido a este proyecto. Ante todo,

quisiera agradecer a mi abuela Neyla, quien inspiró las inquietudes que dieron lugar a este trabajo

y cuyo recuerdo está presente en cada palabra. También a mis padres, a Jonathan y a Camila por

su cálido apoyo, importantes comentarios e infinita paciencia. A todos mis profesores y

compañeros de la Maestría, en particular Felipe, Juan y María Fernanda, con quienes tuve

discusiones enriquecedoras que han ampliado mi perspectiva del mundo y me han ayudado en el

proceso de encontrar mi lugar en el extenso mundo de la bioética. Finalmente, y de manera muy

especial, a mi tutor Luis Fernando Cardona, cuyo apoyo y tutoría en los últimos años ha sido

fundamental no solo para la escritura de este trabajo, sino para mi comprensión del quehacer de la

filosofía y de esta como modo de vida.

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INTRODUCCIÓN

Desde la antigüedad, los filósofos han defendido que el problema de la vida bien vivida, y por lo

tanto de la ética, no tiene que ver solo con la vida misma, sino también –y especialmente– con la

muerte. Para Sócrates, la filosofía, como arte de vivir bien, es igualmente el arte de ‘aprender a

morir y permanecer muertos’. Para Aristóteles, solo después de la muerte se puede afirmar que un

hombre ha sido feliz y que ha llevado una buena vida. Heidegger, siglos después, defendió que la

autenticidad del ser humano depende de su condición de ser para la muerte, y que es en la

conciencia de su mortalidad donde radica la clave de su libertad. La muerte, así entendida, no

representa el fin de la vida humana, sino su posibilidad y fundamento. Solo en relación con ella es

posible hablar de una buena vida, de una vida virtuosa y significativa tanto para el individuo, en

el despliegue de sus potencialidades, como para su comunidad.

Estas comprensiones han adquirido nuevas dimensiones y relevancia ética en las

sociedades contemporáneas, particularmente a partir de la segunda mitad del siglo XX. Gracias a

los progresos técnicos de la medicina científica y la salud pública, la vida puede ser cuidada y

prolongada como nunca. El conocimiento sobre las causas y procesos fisiológicos de la muerte nos

permiten retrasarla y, aunque sea temporalmente, vencerla. Los triunfos médicos sobre la

enfermedad y la muerte han alimentado las ilusiones de vencer definitivamente a estos enemigos

eternos de la especie humana usando la técnica como su principal arma. En consecuencia, aunque

la muerte siga siendo el destino compartido de todos los seres humanos, ya no significa ni acontece

de la misma manera. La medicalización de la muerte ha traído consigo no solo un cambio de

paradigma en su comprensión, sino también una burocratización e institucionalización de sus

procesos que han transformado de raíz su experiencia y recepción en la sociedad. Se la ha

trasladado de las comunidades y tradiciones culturales a hospitales, instituciones especializadas y

organismos públicos de toma de decisión. Por ello, su presencia en la vida cotidiana de las personas

es cada vez más escasa y evitada.

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Sin embargo, las mismas tecnologías que nos han traído más salud y años de vida también

han conducido a una reducción en la calidad de vida de muchas personas, particularmente en sus

últimos años de vida. Desde los años sesenta se reclama que la medicina, en su búsqueda incesante

por la supervivencia, le empezó a arrebatar la dignidad a la vida y a la muerte y creó innumerables

conflictos éticos en el cuidado de las personas al final de la vida. El uso excesivo de métodos de

resucitación, de ventilación mecánica y alimentación artificial, entre otros, fomentaron el

cuestionamiento sobre los límites de la curación y la necesidad de pensar no solo en la buena vida,

sino también en la buena muerte. De esta manera, en los éxitos tecnológicos del siglo XX hemos

reencontrado la paradoja señalada desde hace siglos por los filósofos: que la vida bien vivida no

depende tanto de tener más tiempo de vida como de tener una buena muerte. Es decir, que es más

importante morir bien que vivir durante más tiempo.

Hace 6 años, en el 2015, viví en carne propia las complejidades éticas y humanas del

cuidado de las personas al final de la vida durante el proceso de muerte de mi abuela materna. Tras

años de enfermedad, incontables intervenciones médicas, y una vida conviviendo con una

enfermedad psiquiátrica, mi abuela murió a sus 85 años en una institución para el cuidado de la

tercera edad, al lado de su hija –mi madre–, y de su enfermera. Como consecuencia del último de

múltiples derrames cerebrales a lo largo de cinco años, pasó sus semanas finales postrada en su

cama, con la mitad de su cuerpo paralizado y sin poder moverse, comer o comunicarse. En su

último día fue reanimada en varias ocasiones antes de que, finalmente, la dejaran ir en paz.

Esta difícil experiencia, común a muchas personas en el mundo hoy, marcó la vida de mi

familia y la mía. Durante los últimos años de su vida, vimos a mi abuela debilitarse, perder su

autonomía y su conciencia. Fuimos testigos de su sufrimiento y cargamos juntos el sentimiento de

impotencia que produce el no saber qué más hacer para ayudar. Sabíamos que estaba en sus últimos

años de vida, pero solo hasta el final, cuando ya estaba gravemente enferma, empezamos a hablar

sobre su muerte. Nunca pudimos discutir esto con ella, no solo porque el final siempre parecía

lejano, sino porque ella temía también profundamente a la muerte y se rehusaba a hablar de ella.

Su temor era tan intenso que una y otra vez la vimos acercarse a la muerte y aferrarse a la vida con

todas sus energías, sobrecogida por lo que pudiese pasar una vez Dios se la llevase. Murió después

de mucho luchar, cuando finalmente el tiempo y la enfermedad le permitieron entregarse y

descansar.

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Particularmente mi madre, como su principal cuidadora, se enfrentó a difíciles preguntas

que no estaba preparada para responder, así como a las consecuencias físicas y emocionales de

cuidar a alguien gravemente enfermo. ¿Qué intervenciones valdría la pena realizarle o no? ¿Cómo

saber cuándo era el momento de parar? ¿Cuál era el mejor modo de cuidarla y brindarle bienestar

en sus momentos de mayor fragilidad? ¿Cómo encontrar un balance entre su estancia en su hogar

y el cuidado especializado que al final requirió las 24 horas del día? ¿Cómo ayudarle a morir bien

y dignamente aún en su precaria situación? ¿Cómo acompañarla en el momento de la muerte?

Estas preguntas, que son muy frecuentes en estos casos hoy, encierran un profundo valor ético

pues comprometen todo el ser de aquel que se las hace. A pesar de la importancia de las preguntas,

en ese momento no encontramos quién nos ayudara a tener conversaciones abiertas sobre la

finalidad del cuidado y el final de la vida que facilitaran la toma de decisiones o brindaran alivio

al sentimiento de impotencia que nos invadía. Desafortunadamente, esta es la situación en la que

muchas personas mueren y ven morir a sus seres queridos hoy.

El presente trabajo tiene como objetivo analizar el problema del buen morir en la actualidad

a la luz de la medicalización de la muerte y los obstáculos culturales que lo dificultan con el fin de

sugerir caminos y preguntas que puedan ayudar a las personas a recibir mejor la muerte. Se hablará

principalmente de la muerte por enfermedad y vejez, y no de las muertes violentas, puesto que son

las condiciones en las que la mayoría de las personas fallecen hoy en el mundo. También se limitará

el alcance al mundo moderno occidental en el que la ciencia médica y la industria de la salud han

adquirido una indiscutible influencia en el manejo de la muerte.

Para llevar a cabo esta investigación, en el primer capítulo se examinará el problema de la

medicalización de la muerte en el siglo XX, resaltando cómo la preeminencia del discurso médico

ha transformado su experiencia y recibimiento en la sociedad. En este capítulo se identificarán

también las críticas a la muerte medicalizada y las soluciones que se han planteado para

humanizarla y procurar un buen morir en el contexto médico. Puesto que el problema de la muerte

no es solo un asunto clínico que acontece en el escenario del hospital, en el segundo capítulo se

explorará el ocultamiento de la muerte como una característica de las actitudes frente a ella en

occidente desde principios del siglo XX, actitudes que han inundado hoy nuestra cotidianidad.

Finalmente, en el tercer capítulo se indagará cómo este ocultamiento y la medicalización continúan

entorpeciendo el buen morir para sugerir cuál podría ser una mejor disposición frente a la muerte

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y el cuidado de los moribundos. Consideramos que esta disposición se enmarca en el escenario de

la conversación hospitalaria sobre el buen morir. Hospitalario no significa aquí aquella

conversación que ocurre en el espacio del hospital, sino que se refiere a la disposición de acogida

que se debe tener en la vida al buen morir. No solo se trata de una conversación sobre lo que nos

aflige, o las condiciones ideales en las que quisiéramos fallecer, sino también sobre las formas en

las que conducimos nuestra vida como individuos y en comunidad para relacionarnos con la

mortalidad y tener un buen morir. Esta conversación es un asunto ético, pues versa sobre el modo

de conducir nuestra vida según la virtud y la responsabilidad de cuidado con el otro.

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CAPÍTULO 1

LA MEDICALIZACIÓN DE LA MUERTE

En este capítulo, se expondrá el problema de la medicalización de la muerte en el siglo XX, las

críticas y problemas éticos a los que condujo y las soluciones que se han planteado para humanizar

la muerte en el contexto médico. Con este objetivo, en primer lugar, profundizaremos en el

concepto de “medicalización” para analizar, desde allí, los desarrollos técnicos que en la primera

mitad del siglo XX permitieron un “triunfo” técnico sobre la muerte, la comprensión de la muerte

que introdujo la medicina científica de la mano de estas nuevas tecnologías y sus consecuencias

tanto en la atención de pacientes al final de su vida como en la relación médico-paciente. En

segundo lugar, se recogerán las principales críticas que despertó la muerte medicalizada a partir

de los años sesenta para, en tercer lugar, detenernos en los dos caminos propuestos para devolverle

la dignidad a la muerte en el contexto médico: la protección de la autonomía del paciente y la

creación de servicios de cuidados paliativos. Finalizaremos con algunas reflexiones sobre estas

soluciones y las cuestiones que permanecen abiertas.

1.1. La medicalización de la muerte

El anhelo de cuidar la salud y la vida que se encuentra en el centro de la práctica médica

ineludiblemente ha encontrado su límite en el destino compartido de todos los seres vivos: la

muerte. Por ello, bajo el precepto antiguo de ‘tratar lo curable y no prometer tratar lo incurable’,

durante muchos años la medicina limitó su tratamiento de los moribundos, argumentando que

estos, al no tener posibilidades de mejoría, estaban por fuera de sus posibilidades de intervención.

El médico hipocrático, por ejemplo, debía abstenerse de tratar a personas incurables y

desahuciadas. Como ‘amigo de la naturaleza’ (Physis), el médico incurriría en una ‘desmesura’

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contra la divinidad de la Physis y, por lo tanto, contra su arte, si pretendía transgredir sus límites

atendiendo a enfermos intratables (Laín Entralgo, 2018). Su acción terapéutica era más exitosa

entre más silenciosa fuese, entre mejor pudiese trabajar con la naturaleza y desaparecer en su fluir

mientras le ayudaba a recuperar su equilibrio perturbado (Gadamer, 2001).

Con las transformaciones de la medicina y la influencia de la moral cristiana el médico en

Occidente pasó a ser de un ‘amigo de la Physis’ a un ‘amigo del enfermo’, adoptando la filantropía

y la caridad como ejes fundamentales de su quehacer (Laín Entralgo, 1964). Esta relación se

mantendría en la Edad Media, tiempo en el que la muerte fue recibida como un evento comunitario

en el que varias personas jugaban roles distintos, usualmente determinados por la cultura y la

religión. Al menos hasta el siglo XVII, cuando la familia asumió un rol más dominante en los ritos

mortuorios, era el mismo moribundo quien presidía la ceremonia pública de su fallecimiento

(Ariès, 2011). La muerte anunciaba su llegada a la persona, a través del cuerpo o de un sentimiento

profundo. Entonces, el moribundo se disponía a preparar y esperar su muerte, frecuentemente en

casa rodeado de su familia, amigos y otros miembros de su comunidad. Entre estos, el sacerdote

jugaba un papel importante en el acompañamiento del agonizante, guiándolo en el proceso de

muerte para asegurar la salvación de su alma. El galeno, usualmente también amigo de la familia,

hacía presencia acompañando al moribundo y aliviando sus sufrimientos, cuando fuera posible y

su técnica lo permitiese. Sin embargo, su función principal en el lecho de muerte de su paciente

era ante todo moral y no técnica, tal como la del sacerdote (Ariès, 2011).

La relación del médico con la muerte solo cambió radicalmente hasta el siglo XX, cuando

la consolidación epistémica y social de la medicina como ciencia condujo a una medicalización de

la muerte que implicó una transformación nunca vista de las actitudes de los seres humanos frente

a la muerte. Esta fue una “revolución brutal de las ideas y de los sentimientos tradicionales” (Ariès,

2011, pág. 83). Gracias a las nuevas tecnologías médicas que surgieron en los siglos XIX y XX,

la medicina pudo intervenir directamente en los procesos de la ‘muerte natural’ y conseguir por

primera vez, postergarla (Mohammed et al., 2020). La inevitabilidad que antes caracterizaba la

muerte y la dejaba por fuera del arte médico empezó entonces a ser cuestionada. Aunque aún no

fuese posible un triunfo definitivo en la guerra contra la muerte, con la ayuda de la ciencia el

equipo médico especializado pudo ganar batallas que de ahí en adelante le permitieron prolongar

la vida del paciente, así fuese un poco más. Progresivamente, estas nuevas técnicas y tratamientos

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fueron transformando todo el proceso de fallecimiento, convirtiéndolo en un asunto casi

estrictamente médico y desplazando los roles que en él jugaban el moribundo, su familia, la

religión y la comunidad.

A continuación, explicaremos brevemente el concepto de ‘medicalización’ para luego

detenernos en algunos de los elementos característicos de la medicalización de la muerte en el

siglo XX, principalmente, las tecnologías que permitieron la prolongación de la vida, la nueva

comprensión de la muerte y la atención médica de los moribundos.

1.1.1. El concepto de “medicalización”

El concepto de ‘medicalización’ fue introducido en las décadas de 1960 y 1970 por pensadores y

críticos sociales como Michel Foucault, Ivan Illich y Thomas Szasz, entre otros, para describir el

proceso a través del cual diversos problemas humanos (típicamente no-médicos) llegan a ser

definidos y tratados como problemas médicos (Sadler et al., 2009). La noción ha sido utilizada

para explorar el modo en el que la racionalidad médica ha absorbido identidades sociales (como

género y orientación sexual) y experiencias humanas en otro tiempo ‘normales’ (como la locura,

el envejecimiento y la muerte), incorporándolas en su lenguaje técnico como condiciones

fisiológicas tratables mediante terapias médicas o farmacéuticas (Mohammed et al., 2020). La

‘medicalización’ también señala el proceso cultural a través del cual las personas del común

internalizan racionalidades y vocabulario médico desde donde interpretan y viven sus conductas,

cuerpos e identidades (Mohammed et al., 2020).

Los procesos de medicalización están estrechamente vinculados a la constitución de la

medicina moderna como ciencia y al cambio de paradigma sobre la relación del ser humano con

la naturaleza que requirió el nacimiento de las ciencias modernas tras la Ilustración. En su texto

La época de la imagen del mundo, el filósofo Martin Heidegger (1998) explica este cambio como

una transformación en la concepción que el ser humano tiene de lo real, un giro que denomina ‘la

conquista del mundo como imagen’. El hombre, que por mucho tiempo se concibió como

espectador y guardián de la naturaleza, asume una nueva perspectiva en la que se encuentra a sí

mismo frente a una totalidad representable que tiene el poder de objetivar y captar

cuantitativamente en un saber certero con el cual puede transformarla (Vallejo, 2017). Lo ‘real y

verdadero’ pasó entonces a ser aquello que es susceptible de ser representado, calculado y reducido

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a un análisis causal y cuantitativo para su uso (Thomson, 2005); en otras palabras, aquello que

puede ser conocido por la ciencia y transformado por la técnica.

Así, en la Era Moderna la ciencia se convierte en el vehículo a través del cual el ser humano

sale al encuentro con este nuevo mundo y lo hace suyo. Para Heidegger (1998), la esencia de esta

ciencia moderna es la investigación, lo que, en términos generales, tiene tres implicaciones. En

primer lugar, que el conocimiento científico requiere de la aplicación rigurosa de un método que

hace posible la objetividad y veracidad de los resultados de la investigación. Este método consiste

en un ‘proceder anticipador’ que se proyecta rigurosamente a un sector ya abierto de lo ‘ente’,

utilizando lo conocido para fundamentar lo desconocido y a su vez garantizando lo ya conocido a

través de la experimentación sobre lo desconocido (Heidegger, 1998). En segundo lugar, que la

investigación y sus resultados se organizan institucionalmente a través de una comunidad de

científicos que brindan legitimidad al conocimiento adquirido y movilizan el progreso de la ciencia

gracias a la especialización de su trabajo. Para asegurar la objetividad, la ciencia modera asume el

carácter de empresa donde el sabio es reemplazado por el investigador y el método adquiere

primacía sobre lo ‘ente’ (Heidegger, 1998). Finalmente, la ciencia requiere del uso de la técnica

moderna como instrumento predilecto para emplazar a la naturaleza y hacer salir de ella lo oculto

en forma de datos y materias extraíbles para su conocimiento y transformación (Heidegger, 1994).

El uso de la técnica es parte fundamental del saber de la ciencia moderna, que se caracteriza por

ser un saber-hacer que a su vez potencia el poder-hacer del hombre (Gadamer, 2001).

Así como las ciencias exigieron un nuevo paradigma, el nacimiento de la medicina

moderna requirió de un cambio de perspectiva, de una nueva mirada sobre su objeto de estudio: el

cuerpo enfermo. Este giro inició en el siglo XVI con los estudios anatómicos de Andreas Vesalio,

padre de la anatomía moderna, que en 1543 publicó el primer estudio exhaustivo de anatomía

basado en la disección de cadáveres humanos y al que tituló De humani corporis fabrica (Sobre la

estructura del cuerpo humano). Con este texto, el anatomista revolucionó el conocimiento sobre el

cuerpo y los métodos para alcanzarlo, desafiando tanto la tradición médica de Hipócrates y Galeno,

en las que usualmente se estudiaba anatomía por analogía y a través de textos, como la sacralidad

del cadáver defendida por la Iglesia Católica. Vesalio consideraba que solo a través de la

experiencia directa, aquella adquirida no solo por los ojos sino también por las manos en el

contacto con el cadáver, era posible alcanzar un conocimiento anatómico legítimo (Bergman &

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Afifi, 2016). Esto inauguró una nueva tradición en la enseñanza de la medicina occidental, en la

que la investigación constante del cuerpo humano progresivamente cobró protagonismo como el

camino predilecto para el estudio de las verdades del cuerpo1 (Porter, 2004; Mandressi, 2005).

Mas la disección no solo hizo posible que la mirada del hombre se posara en partes del

cuerpo que permanecían ocultas bajo la piel, sino que fue el inicio de un modo de mirar que

permitiría la transformación del individuo en objeto de estudio científico y de la medicina en

ciencia. En términos de Heidegger, podríamos hablar de la conquista del cuerpo como imagen,

como una realidad representable y medible, es decir, reducible a datos para su escrutinio y uso. La

enfermedad, antes atribuida al mal y a la acción de entidades invisibles, se volvió legible a la nueva

racionalidad de la ciencia y a la nueva mirada clínica del siglo XVIII (Foucault, 2012). Esto fue

condición del desarrollo de las ciencias biológicas y el saber médico en los siglos siguientes a

Vesalio, que a su vez continuaron ampliando el horizonte de percepción del cuerpo por medio de

la investigación cada vez más especializada de sus partes. Con la conquista de nuevas teorías y la

creación de tecnologías de vanguardia, la mirada médica fue profundizando en la totalidad del

cuerpo buscando llegar a todos los rincones del sujeto.

Con el desarrollo de este modo de mirar y los nuevos modos de practicar la medicina

basados en el examen físico, la nueva ciencia médica empezó a adquirir un nuevo rol en la

sociedad. En los siglos XIX y particularmente en el XX, el hospital dejó de ser un espacio de

caridad y convalecencia para convertirse en un centro científico y de enseñanza en el que se cuenta

con las más avanzadas tecnologías para hacer investigación y salvar vidas. El médico pasó a ser

mucho más que un ‘médico’ en sentido estricto y se convirtió también en científico e investigador.

Se profesionalizó y se reguló la labor de la medicina y la enfermería, proceso acompañado por el

surgimiento de cientos de trabajos nuevos relacionados (por ejemplo, en administración de la

salud, salud pública e ingeniería biomédica, entre otros) que se volvieron parte fundamental del

aparato burocrático e industrial del cuidado de la salud, incluso estando al margen del tratamiento

1 Para ilustrar esto, Porter (2004) cita las siguientes palabras del anatomista del siglo XVIII Xavier

Bichat: “«Puedes estar tomando notas de la mañana a la noche durante veinte años en la cabecera del enfermo y

todo lo que conseguirás será un fárrago de síntomas […] una serie de fenómenos incoherentes». Pero si empiezas

a abrir cadáveres, de golpe «esa oscuridad desaparecerá enseguida»” (págs. 125-126).

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directo a los pacientes2. El paso de la medicina a convertirse en ciencia dio lugar, así, a la gran

industria de la salud moderna que hace parte esencial de las economías mundiales y que incluye la

industria farmacéutica, los fabricantes de aparatos de diagnóstico, instrumentos de laboratorio y

dispositivos terapéuticos, el personal médico, equipos hospitalarios, financieros corporativos,

aseguradoras, abogados, firmas de relaciones públicas y contables (Porter, 2004).

Esta configuración científica y social de la medicina respalda la legitimidad de su saber y

hacer y contribuye a la difusión del discurso médico como ‘verdad’ sobre el cuerpo, la salud y la

vida en la sociedad, generando también estructuras sociales y burocráticas, que lo legitiman y

proyectan. Conduce, además, a una colonización de la mirada científica médica más allá de la

ciencia, que tiende a conquistar todos los aspectos de la vida traduciéndolos a la racionalidad

médica y estableciendo nuevas líneas de conducta, tanto para los gobiernos en la administración

de la población, como para los individuos que se ven a sí mismos desde esta perspectiva y ceden

al equipo médico experto su capacidad de lidiar consigo mismos, su enfermedad y su dolor. Así,

“la civilización médica ha transformado el dolor, la enfermedad y la muerte, de experiencias

esenciales con las que cada uno de nosotros tiene que habérselas, en accidentes para los que debe

buscarse tratamiento médico” (Illich, 1975, págs. 115-116).

1.1.2. El triunfo técnico sobre la muerte

Como pudo verse, el proceso de medicalización de la muerte se encuentra asociado a las

tecnologías e intervenciones médicas que empujaron las fronteras de la muerte y permitieron el

ingreso de la racionalidad médica en su terreno. Pues bien, solo en el último siglo, la expectativa

de vida de la población mundial ha aumentado hasta 30 años y se espera que lo siga haciendo de

dos a tres años cada década (Deaton, 2015). Este cambio se empezó a dar en la segunda mitad del

siglo XIX, inicialmente en los países más ricos, después de que los experimentos de Pasteur

cimentaron la teoría microbiana de las enfermedades. En las décadas posteriores, la nueva

evidencia sobre las causas de la enfermedad condujo al desarrollo de vacunas, antibióticos y

2 Según Porter (2004), a finales del siglo XX, de los 4.5 millones de empleados involucrados en el

cuidado de la salud en Estados Unidos, solo 17% eran médicos. Estima que 9 de cada 10 del porcentaje restante

son empleados de la corporación médica moderna que nunca tratan directamente a los enfermos.

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antivirales que, impulsados por la implementación de medidas de salud pública eficaces (como la

vacunación rutinaria masiva y la adopción de buenas prácticas de higiene públicas) han reducido

drástica y rápidamente la mortalidad en todo el mundo (Deaton, 2015).

Un claro triunfo de la vida y la medicina, el aumento en la esperanza de vida ha significado

que la mayoría de los niños pueden llegar a la vida adulta y desarrollarse. Las enfermedades

transmisibles, que antes eran las primeras causas de muerte en todas las edades, han cedido su

espacio a enfermedades no transmisibles asociadas a estilo de vida y vejez. Sin embargo, aunque

vivimos más tiempo, no necesariamente vivimos más sanos. Por el contrario, el éxito de la

medicina del siglo XX ha venido acompañado de que la gente se sienta, en general, peor. Según

Porter (2004), en 1930 el estadounidense promedio visitaba al doctor 2.9 veces al año, y en el 2000

este número se había doblado. Atribuye esto a que, aunque las personas en general estuviesen más

sanas, los individuos se volvieron más sensibles a sus síntomas y, por ello, más dispuestos y

‘entrenados’ a buscar ayuda experta aún para afecciones menores (Porter, 2004). Nuestras vidas

son más largas y la medicina, en sus diversas manifestaciones, ha asumido un lugar cada vez más

constante e imprescindible en ellas.

En adición a los tratamientos y políticas públicas que han extendido la expectativa de vida,

después de la II Guerra Mundial se descubrieron métodos eficaces y sofisticados para salvar a

personas de la muerte en sus momentos más críticos. Dentro de estos, se destacan métodos como

la reanimación cardiopulmonar y el uso de desfibriladores para superar paros cardiacos, que fueron

llamados por los medios en los años sesenta como la “recuperación de la vida después de la muerte”

(Vanderpool, 2004). También se encuentran otras técnicas de soporte vital que fueron refinadas a

mediados de siglo como los ventiladores mecánicos y las sondas de alimentación, así como las

transfusiones de sangre, los trasplantes de órganos y otras intervenciones quirúrgicas. Estas

técnicas requirieron a su vez la creación de las Unidades de Cuidados Intensivos, la primera de las

cuales se inauguró en 1953 en Dinamarca en medio de una epidemia de polio (Kelly et al., 2014),

para asegurar el cuidado y seguimiento de pacientes en estado crítico. Gracias a estos desarrollos,

desde 1960 la posibilidad de prolongar la vida de las personas dejó de estar solo en la reducción

de la mortalidad de jóvenes por enfermedades transmisibles, sino en extender también la vida (y

la vejez) de los mayores de 60 (Emmanuel, 2014).

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La capacidad de dilatar el momento de la muerte brindó una nueva relevancia al imperativo

médico de proteger la vida. Entre las décadas de 1940 y 1960, en particular, muchos médicos

sintieron que debían hacer todo lo posible por conseguir la supervivencia de sus pacientes y no

permitir que muriesen, incluso en casos de pronósticos nefastos (Vanderpool, 2004). Este nuevo

poder técnico sobre la muerte fue la clave de su medicalización, pues el médico se convirtió en el

guardián de las tecnologías para alejar la muerte y su lugar de trabajo, el hospital, el espacio

predilecto para el triunfo de la vida. El enfermo grave le fue entregado a los expertos, y fue

separado de su familia y su comunidad por la esperanza de que pudiese regresar al mundo de los

vivos. Esta esperanza, sin embargo, no es ya solo la confianza en los poderes actuales de la

medicina, sino la esperanza en la capacidad técnica creciente de la medicina que, lo que no puede

curar hoy, sin duda lo podrá curar mañana. En palabras del bioeticista Daniel Callahan (2018), “si

los médicos antiguos creían que tenían el deber de mantener las esperanzas de los pacientes, el

deber de mantener la esperanza de que la investigación logrará curas médicas y progresos en el

saber es ahora su hermano gemelo” (pág. S82)3. La muerte (o su evitación) se convirtió, así, en un

asunto primordialmente médico.

1.1.3. La fragmentación de la muerte

Con la técnica médica, los límites entre la vida y la muerte, que nunca han sido absolutos, se

desvanecieron aún más. Como se mencionó anteriormente, en siglos pasados se creía que las

personas presentían en la enfermedad o a través de una intuición profunda que la muerte se

acercaba y entonces se disponían a prepararse para su llegada (Ariès, 2011). La Muerte se

anunciaba a sí misma, tocaba la puerta y no había otra opción que abrirle. Aunque se la esperase

como una figura envuelta en una capa negra o como un llamado de Dios, se sabía que llegaría y

que, tras su visita, nos llevaría con ella para nunca volver. Hoy morimos, pero ya no es la Muerte

la que nos lleva. Como afirma Illich (1975), “la muerte se ha desvanecido hasta convertirse en una

figura metafórica y las enfermedades mortíferas han ocupado su lugar” (pág. 180).

3 La traducción es mía. Cita original en inglés: "If ancient physicians believed they had a duty to sustain

patient hopes, the duty to sustain research hopes for medical cures and research breakthroughs is now its twin

brother" (Callahan, 2018, pág. S82).

Page 17: LA MEDICALIZACIÓN DE LA MUERTE Y EL VALOR DE LA

17

Este proceso empezó con el cambio de paradigma sobre la naturaleza y el cuerpo que marcó

el inicio de la medicina moderna. El estudio anatómico del cuerpo permitió su conocimiento y una

mejor comprensión de los procesos localizados de la enfermedad. En consecuencia, en el siglo

XVIII, la muerte empieza a ser comprendida como un proceso. De acuerdo con el trabajo de Laura

Bossi (2017), Buffon fue el primero en describir la muerte de esta manera en su Historia natural

del hombre, al escribir que: “El cuerpo muere entonces poco a poco y por partes, su movimiento

disminuye por grados; la vida se apaga por matices sucesivos y la muerte no es más que el término

final de esta secuencia de grados, el último matiz de la vida” (Bossi, 2017, pág. 17)4.

Ahora, debido a las convicciones que la medicina moderna tiene sobre la enfermedad, la

comprensión de la muerte como proceso implicó a su vez su comprensión como problema técnico.

Como lo explica Pedro Laín Entralgo (1964), la medicina de los siglos XIX y XX se caracteriza

por llevar en su seno, cada vez con mayor determinación, las siguientes tres creencias: primero,

que “no hay enfermedades mortales o incurables «por necesidad»”, pues lo que la técnica no pueda

curar hoy, lo podrá hacer mañana; segundo, que “no hay enfermedades de aparición «necesaria»”

ya que “todas en principio son evitables”; y, tercero, que “el progreso de la técnica permite una

penetración asintótica en la realidad de la alteración morbosa” (pág. 203). Estas creencias han

alimentado la utopía de una sociedad exenta de la enfermedad y, en consecuencia, de la muerte. Si

la muerte es el desenlace de una sumatoria de fallos, entonces su llegada puede ser retardada y,

por qué no, evitada por completo en el futuro. Hablando de las posibilidades futuras de la

tecnología, el historiador Yuval Harari (2016) expresa el horizonte de esta perspectiva de la

siguiente manera:

Los hombres siempre mueren debido a algún fallo técnico. El corazón deja de bombear la sangre.

La arteria principal se obtura con depósitos grasos. Células cancerosas se extienden por el hígado.

Gérmenes se multiplican en los pulmones. ¿Y qué es responsable de todos estos problemas

técnicos? Otros problemas técnicos. […] Y cada problema técnico tiene una solución técnica. No

hemos de aguardar el Segundo Advenimiento para vencer a la muerte. Un par de frikis en un

laboratorio pueden hacerlo. Si tradicionalmente la muerte era la especialidad de sacerdotes y

teólogos, ahora los ingenieros están tomando el relevo. (págs. 33-34)

4 Cita tomada del libro de Laura Bossi (2017) titulado ‘Las fronteras de la muerte’ quien toma la cita

original de: Buffon, Histoire naturelle de l’Homme, 2 vols., Plassan, París, 1793.

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18

La fragmentación de la muerte en sus procesos llevó a su vez a la distinción de dos tipos

de vida y, por lo mismo, dos tipos de muerte. Se trata de la separación propuesta inicialmente por

el anatomista Xavier Bichat en el siglo XVIII entre la vida del organismo y la vida de los órganos

y, consecuentemente, entre la muerte total y la muerte superficial (o clínica) (Bossi, 2017). Mas

esta diferenciación no cobró importancia sino hasta mediados del siglo XX, cuando los desarrollos

técnicos de la medicina discutidos en la sección anterior hicieron posible la conservación artificial

de la circulación, la respiración y la nutrición, aun en la presencia de un daño cerebral irreversible.

Durante muchos siglos el signo característico de la muerte fue el paro cardiaco. Desde 1950 este

signo dejó de ser inequívoco: se empezaron a ver casos de personas en estado de coma, en las que,

aunque su corazón aún latía, la ausencia absoluta de conciencia y cualquier otra actividad cerebral

hacía cuestionar que aún estuviesen con vida. ¿Se podía hablar de vida humana cuando el cuerpo

conservaba sus funciones biológicas básicas, pero no había posibilidad de retorno a la conciencia?

En estos casos, ¿cuál era la diferencia entre la vida y la muerte?

La pregunta por el estado vital de los pacientes en coma irreversible se hizo más relevante

a la luz del rápido desarrollo a mediados de siglo de las tecnologías de trasplantes de órganos. En

particular, el primer trasplante exitoso de corazón llevado a cabo en 1967 por Christiaan Barnard

revolucionó el estado de la medicina al abrir posibilidades nunca imaginadas para la prolongación

de la vida. Esta tecnología, sin embargo, condujo a problemas éticos complejos sobre las

condiciones requeridas para que fuese moral y legalmente aceptable la remoción de órganos de

una persona, aun fallecida, para dárselos a otra (Porter, 2004). Fue entonces cuando, en 1968, se

propuso en Estados Unidos la creación de una nueva definición médica y legal de la muerte, que

fuera más allá de la muerte total del organismo, para darle cabida a la ‘muerte encefálica’5, donde

hay una ‘pérdida completa e irreversible de la actividad cerebral’, aunque se mantengan otras

funciones biológicas (Bossi, 2017, pág. 25)6.

5 La idea de la muerte encefálica también remite a la reducción de la ‘persona’ al cuerpo y,

particularmente, al cerebro y las conexiones neuronales durante el siglo XX tal como lo trabaja el filósofo Robert

Redeker (2014) en su libro Egobody.

6 Laura Bossi (2017) profundiza en las controversias generadas por la introducción de esta definición

de la muerte. En particular, la autora sostiene que la historia de estos ‘nuevos’ criterios de muerte obedece a una

“lógica pragmática y utilitarista en la que “un fin noble, ‘salvar vidas’, se ha puesto como escudo para esconder

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19

La muerte devino, así, en un proceso complejo cada vez más lejano de las personas

ordinarias. Estas, que antes no tenían mucha dificultad para declarar cuándo una persona había

muerto, ahora dependen de expertos que determinen si un paciente se encuentra bien y con vida,

apenas con vida, o definitivamente muerto, aunque parezca vivo (Dugdale, 2015). El ‘gran

acontecimiento de la muerte’ se disolvió en pequeñas etapas y varias muertes, de las que al final

“no sabemos cuál constituye la muerte auténtica” (Ariès, 2011, pág. 86). Junto con la muerte se

disuelve también el moribundo, que no es diferente ya a un enfermo grave que quizás aún puede

ser salvado. Ni la persona ni su familia pueden saber a ciencia cierta sobre el estado de su cuerpo

sin la ayuda del equipo médico experto.

Al volverse enfermedad, la muerte entró al dominio del quehacer médico y, junto a la

esperanza de controlar el desenlace de todas las enfermedades, ha dado lugar al mito de la medicina

también tiene poder sobre la muerte (Illich, 1975). Sin embargo, debido al rápido progreso en el

diagnóstico, tratamiento y prognosis de un gran número de enfermedades, incluso para los médicos

cada vez es más difícil poder reconocer cuándo una enfermedad grave es realmente mortal (Ariès,

2011). En la lucha por la salud y la prolongación de la vida, la muerte se ha perdido en el horizonte

y se ha convertido en el resultado accidental de la enfermedad, un resultado contingente y

eventualmente evitable. Es lo que ocurre cuando la medicina falla, y por ello queda por fuera de

su perspectiva científica (Callahan, 1993). Entonces, ¿cómo puede esta medicina cuidar de la

muerte y los moribundos que no reconoce? En palabras de Callahan (2000):

A pesar de sus grandes triunfos, la medicina contemporánea no sabe qué hacer con la muerte. El

final de la vida representa un preocupante y particularmente reciente, vacío en su pensamiento. La

muerte no tiene un lugar establecido en la teoría médica, a pesar de que permanece omnipresente

en su práctica. Es el enemigo, parado fuera de los muros, al que hay que luchar y rechazar. Pero

¿qué debe hacer la medicina cuando la muerte finalmente gane? ¿Debería entender que la muerte

debe suceder y sucederá, o tratarla solo como un revés temporal? (pág. 14)7

los objetivos menos confesables: la experimentación de una nueva biología de los órganos, la fascinación por

las proezas técnicas y, sin duda también, el sueño de desaparecer la muerte, de poder un día curarlo todo” (pág.

91).

7 La traducción es mía. Cita original en inglés: "For all its great triumphs, contemporary medicine does

not know what to make of death. The end of life represents a troubling, and peculiarly recent, vacuum in its

thinking. Death has no well-understood place in medical theory, even if it remains omnipresent in practice. It is

the enemy, standing outside the walls, to be fought and repulsed. But what is medicine to do when death finally

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1.1.4. La gestión de la muerte

El dominio técnico sobre la muerte y su comprensión como un proceso susceptible de ser

intervenido médicamente hizo que el cuidado de la muerte se desplazara del hogar al hospital. Solo

allí se dispone de las condiciones técnicas y salubres para atender al enfermo de gravedad y

brindarle alguna esperanza de supervivencia. La atención que recibe el enfermo, sin embargo, dista

mucho del cuidado que podía recibir siglos atrás del médico de familia.

Según Laín Entralgo (1964), conforme a las nuevas disposiciones científicas de la medicina

a lo largo del siglo XIX surge un nuevo tipo de médico y, con él, una nueva relación médico-

paciente. En esta época, aunque en un principio solo en el espacio hospitalario, aparece la figura

del médico científico: el experto investigador que utiliza su mirada objetiva y sus herramientas

técnicas para categorizar, diagnosticar y tratar la enfermedad. Este nuevo médico es un “hombre

volcado al cuidado técnico del enfermo”, un ‘naturalista’ “a quien atrae o entusiasma el

conocimiento objetivo de la realidad sensible” y cuyo objetivo no es tanto ser un ‘médico’ en

sentido estricto, sino ser un ‘hombre de ciencia’” (Laín Entralgo, 1964, pág. 207). Un tipo de

galeno conocido por sus espectaculares diagnósticos, pero a quien frecuentemente se le olvidaba

hablar del tratamiento, pues su objeto no es el paciente que sufre, sino los signos y síntomas que

manifiesta y el misterio de su causa. En la novela La muerte de Iván Illich, publicada finales del

siglo XIX, Tolstói (2017) describe de la siguiente manera el primer encuentro del protagonista con

este tipo especialista:

El médico dijo que tal-y-cual mostraba que el enfermo tenía tal-y-cual; pero que si el

reconocimiento de tal-y-cual no lo confirmaba, entonces habría que suponer tal-o-cual. Y que si se

suponía tal-o-cual, entonces…, etc. Para Iván Illich había sólo una pregunta importante, a saber:

¿era grave su estado o no lo era? Pero el médico esquivó esa indiscreta pregunta. Desde su punto

de vista era una pregunta ociosa que no admitía discusión; lo importante era decidir qué era lo más

wins? Should it understand that death must and will happen, or treat it as a temporary setback only?" (Callahan,

2000, pág. 14).

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probable: si riñón flotante, catarro crónico o apendicitis. No era cuestión de la vida o la muerte de

Iván Illich, sino de si aquello era un riñón flotante o una apendicitis. (pág. 53)8

Ahora bien, con esto no se quiere señalar que todos los médicos del siglo XX se hayan

tornado en científicos fríos desprovistos de empatía con sus pacientes. Laín Entralgo (1964) aclara

que, si bien la secularización e industrialización de la sociedad y la medicina favorecieron el

surgimiento de formas de ejercer la disciplina al margen de su vocación social de cuidado, una

nueva forma de filantropía laica siguió siendo el fundamento del ejercicio de muchos profesionales

de la salud en este tiempo. Esta clase de médico, formado también bajo una concepción científico-

natural de la medicina, mantuvo como prioridad el contacto humano con su paciente, poniendo al

enfermo por encima de la enfermedad, consciente de que su tacto y su presencia son tan curativos

como su saber (Laín Entralgo, 1964). En contraste con la anterior imagen de Tolstói, en su texto

Con una sola pierna el neurólogo y escritor Oliver Sacks (2010) describe su sanador encuentro

con un cirujano de este tipo justo antes de una cirugía que le producía temor así:

De todos los médicos que había visto en la vida, o que habría de ver después, la imagen de este

joven cirujano noruego es la que persiste en mi mente con mayor intensidad y afecto, porque

defendía, utilizando su propia persona, la salud, el valor, el humor, y una relación empática activa

y maravillosa con los pacientes. No hablaba como un libro de texto. Apenas habló…, actuó. Saltó

y bailó y me enseñó sus heridas, mostrándome al mismo tiempo su perfecta recuperación. Su visita

me hizo sentir infinitamente mejor. (pág. 40)

Según Laín Entralgo (1964) aunque estos dos modos de la relación médico-paciente en la

Modernidad difieran en su fundamento (el primero siendo el interés propio del médico –científico

o económico– y el segundo filantrópico) ambos médicos comparten una misma relación con su

disciplina. Como nos recuerda el autor, “el médico es amigo de su arte a través de su filantropía,

y amigo del enfermo a que ha de atender […] a través de su amor al hombre y de su amor a la

medicina” (Laín Entralgo, 1964, pág. 202). En la era de la medicina moderna, el amor del médico

por su arte se basa en su compromiso con la vocación científica y técnica de su saber. El médico

moderno “ve su saber como una constante creación de hazañas que le permiten penetrar

asintóticamente en la estructura de la naturaleza –en este caso, la naturaleza del hombre sano y del

hombre enfermo– y gobernarla técnicamente «desde arriba»” (pág. 202). Como hombres de

8 Según Phillipe Ariès (2011), esta es la primera aparición del “médico científico” en la literatura

moderna.

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ciencia, para ambos tipos de médicos el paciente pasa de ser un sujeto que sufre a ser un objeto

cognoscible. Incluso cuando se trata de un médico filántropo, que conserva la dimensión del

enfermo como persona libre y autónoma, el fundamento científico de su saber lo lleva a “partir al

enfermo en dos mitades científicamente inconexas entre sí, lo que en el enfermo es «objeto» […]

y lo que en el enfermo es «persona»” (Laín Entralgo, 1964, págs. 212-213).

Aunque a principios del siglo XX hubo en algunos países europeos un rechazo por la

medicina científica, pues se temía que rompiera el vínculo entre médico y paciente y redujera la

persona a un objeto, este modelo de hacer medicina se extendió rápidamente en el mundo,

empezando por Estados Unidos (Porter, 2004). El médico científico, que hacía uso de nuevos

instrumentos técnicos para examinar a sus pacientes, empezó a gozar de mayor credibilidad y

respeto. La efectividad de sus intervenciones, con las que curaba más enfermedades que nunca, le

brindó un nuevo estatus social y una nueva legitimidad institucional a pesar del rechazo de algunos.

Sin importar cómo fuese la relación del médico con sus pacientes ni lo que pensara el público, esta

medicina funcionaba: la gente estaba más sana y vivía más.

Esta relación entre el médico-científico, poseedor del conocimiento verdadero sobre la

enfermedad, y el enfermo pasivo que, al menos en teoría, puede ser sanado independientemente

del trato médico, se vuelve dramática de cara a la muerte. Como se dijo anteriormente, hacia 1940

los médicos tendieron a hacer todo lo posible por salvar de las garras de la muerte a sus pacientes,

insistiendo en continuar con intervenciones heroicas independientemente de la gravedad del

pronóstico (Vanderpool, 2004). Esto llevó a que, en muchos casos, la muerte encontrara a los

pacientes ya privados de su conciencia, dormidos con fármacos para que tolerasen los intensivos

tratamientos médicos llevados a cabo para prolongar su vida. La familia a su vez veía entrar a su

pariente enfermo a una UCI, entregándoselo a los expertos sin poder diferenciar si tenía esperanza

de salvación o no, si podían esperar que saliera de allí vivo o muerto (Dugdale, 2015).

Así, en palaras de Ariès (2011), el dominio técnico y epistemológico de la medicina sobre

el proceso de muerte llevó en la primera mitad del siglo XX a una auténtica alienación del

moribundo. Por un lado, para su cuidado fue sacado del hogar y llevado al hospital. La agencia

que alguna vez tuvo para determinar las condiciones de su muerte le fue arrebatada, pues ahora su

tratamiento estaba sometido a las normas y estructuras de la institución hospitalaria. Su

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distanciamiento de su espacio familiar aumenta si debe ser internado en una UCI, donde, sobre

todo en los momentos más críticos, carece casi por completo de contacto con su familia.

Por otro lado, bajo el cuidado médico, el paciente se fue convirtiendo en un “menor de

edad”, un niño sin agencia alguna frente a su condición. En la búsqueda incesante de la vida, que

es también un ocultamiento de la muerte, el moribundo no solo desaparece pare los ojos del experto

médico, sino también para sí mismo. Como lo muestra Ariès, desde finales del siglo XIX se

presenta un nuevo fenómeno en la historia de las actitudes frente a la muerte: el engaño del

paciente. El equipo médico, con apoyo de la familia, le empieza a ocultar al enfermo la realidad

de su diagnóstico para protegerlo, privándolo del “derecho, antaño esencial, de conocer su muerte,

de prepararla, de organizarla” (Ariès, 2011, pág. 234). Relatando la enfermedad de su personaje

Ivan Illich, Tolstói (2017) enseña el drama que vive el enfermo al presentir la verdad que todos a

su alrededor le ocultan. Según cuenta, por mucho tiempo, el tormento principal de Ivan Illich, más

que su enfermedad, era la mentira:

[…] la mentira que por algún motivo todos aceptaban, según la cual él no estaba muriéndose, sino

que sólo estaba enfermo, y que bastaba con que se mantuviera tranquilo y se atuviera a su

tratamiento para que se pusiera bien del todo. Él sabía, sin embargo, que hiciesen lo que hiciesen

nada resultaría de ello, salvo padecimientos aún más agudos y la muerte. Y le atormentaba esa

mentira, le atormentaba que no quisieran admitir que todos ellos sabían que era mentira y que él lo

sabía también, y que le mintieran acerca de su horrible estado y le aprestaran –más aún, le

obligaran– a participar en esa mentira […]. Veía que el hecho atroz, horrible, de su gradual

extinción era reducido por cuantos le rodeaban al nivel de un incidente casual, en parte indecoroso

[…]. Veía que nadie se compadecía de él, porque nadie quería siquiera hacerse cargo de su situación

(Tolstói, 2017, pág. 77)

La agencia que antes tenía el moribundo y su familia de cara a la muerte, ha pasado a las

manos del médico que toma las decisiones necesarias para alcanzar la curación siempre deseada.

De esta manera, la muerte del siglo XX es un fenómeno técnico que se alcanza por el “cese de los

cuidados, es decir, de manera más o menos confesada, por una decisión del médico y de su equipo”

(Ariès, 2011, pág. 85); un acontecimiento gestionado por expertos dentro del andamiaje

burocrático y científico de la medicina moderna, y en el que, como afirma Gadamer (2001), ha

desaparecido la experiencia de la muerte, el morir.

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1.2. Críticas a la muerte medicalizada

No pasó mucho tiempo después de la creación de las UCI y de la implementación de las técnicas

de soporte vital para que la muerte medicalizada empezara a ser ampliamente criticada en todo el

mundo. El deber que sintieron muchos médicos de salvar la vida de sus pacientes a toda costa,

haciendo uso su poder técnico recientemente adquirido, llevó al uso indiscriminado y excesivo de

tratamientos invasivos que fueron rápidamente reconocidos como una transgresión de la dignidad

humana. Como lo cuenta Vanderpool (2004), a finales de la década de los cincuenta se empezaron

a difundir de manera masiva historias detalladas del sufrimiento inacabable de pacientes en manos

de los médicos. Al describir una de estas historias, publicada en una revista de 19579, este autor

escribe:

Recuentos gráficos de intentos de prolongar la vida se volvieron noticia en los cincuenta. Ninguna

historia fue más influyente que la de la angustia de una viuda sobre el tratamiento de su esposo en

un hospital metropolitano en 1957. “Si usted está muy enfermo”, decía la viuda, “la medicina

modera puede salvarlo. Si usted va a morir, puede impedir que lo haga durante mucho tiempo”.

Lamentaba el uso de “todas las últimas drogas maravillosas, los trucos y la hechicería artificial”

que “privaron a la muerte de su dignidad”. Tras rogarle a un médico que “cesara la tortura”, le

dijeron que “tenían que mantener la vida”. (Vanderpool, 2004, pág. 1428)10

Además de la inconformidad del público plasmada en los medios de comunicación, en las

décadas de 1960 y 1970 aparece lo que algunos autores han denominado el Death and Dying

Movement (Dugdale, 2015). Un ‘movimiento’ que, aunque no posee ninguna unidad ideológica o

de cualquier otro tipo, señala la confluencia de textos publicados casi sincrónicamente en varios

países del mundo sobre los problemas de la muerte en el siglo XX escritos por autores provenientes

de diferentes campos profesionales. En mayor o menor grado, algunos de estos textos han

cambiado el modo de pensar la muerte en la época contemporánea, tanto en las ciencias sociales

como en las profesiones de la salud, e iniciaron una conversación sobre la muerte que aún hoy

9 El autor toma el recuento del relato de la viuda de: “A Way of Dying.” 1957. Atlantic Monthly, January,

pp. 53–55.

10 La traducción es mía. Cita original en inglés: “Graphic accounts of attempts to prolong life became

news in the 1950s. No story was more influential than that of a widow’s anguish over her husband’s treatment

in a metropolitan hospital in 1957. “If you are very ill,” the widow said, “modern medicine can save you. If you

are going to die it can prevent you from so doing for a very long time.” She lamented the use of “all the latest

wonder drugs, the tricks and artificial wizardry” that “deprived death of its dignity.” Upon begging a doctor to

“cease this torture,” she was told that “they had to maintain life” (Vanderpool, 2004, pág. 1428).

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continua. Entre los más importantes se encuentran: The Pornography of Death (1963) del

antropólogo Geoffrey Gorer, Awareness of Dying (1965) de los sociólogos Barney G. Glaser y

Anselm L. Strauss, Sobre la muerte y los moribundos (1969) de la psiquiatra Elisabeth Kübler-

Ross, Historia de la muerte en Occidente (1975) del historiador Phillipe Ariès (quien también tiene

otras publicaciones previas sobre el mismo tema), Némesis medica: la expropiación de la salud

(1976) del crítico social y filósofo Ivan Illich, y los diversos textos, como Care of the Dying (1976),

de la enfermera, médica y escritora Cicely M. Saunders, fundadora del primer hospicio moderno.

Aunque las críticas al contexto de la muerte en el siglo XX son de diversa naturaleza,11

muchas de las preocupaciones expresadas con mayor recurrencia, particularmente en Estados

Unidos e Inglaterra, tuvieron que ver con la muerte en los hospitales. Había inquietudes sobre el

modo de morir en las instituciones, el trato inhumano de los equipos médicos, la crueldad de la

muerte solitaria y el deterioro de la relación médico-paciente por el tabú frente a la muerte (Ariès,

2011). Se empezó a discutir sobre la futilidad de los tratamientos frente a la inevitabilidad de la

muerte y la negligencia hacia las personas moribundas (Clark, 2002). Los resultados temibles de

la insistencia médica en la vida despertaron en la sociedad la pregunta por el valor en sí de la

supervivencia. La medicina estaba creando condiciones en las que para muchos no era digno

permanecer con vida y que conducían, inevitablemente, a una mala muerte: una muerte en soledad,

sin agencia ni ningún tipo de control sobre el cuerpo o el entorno y muchas veces en la inconciencia

requerida para la intervención intensiva del cuerpo, aun cuando ya no hubiera nada que hacer.

Como lo anota el bioeticista Ezekiel Emanuel (2014), puesto que no se ha ralentizado el

envejecimiento, la medicina de la segunda mitad del siglo XX e inicios del XXI no ha prolongado

tanto la vida, como sí ha prolongado y ralentizado la muerte. Muerte que ahora va llegando lento,

conquistando el cuerpo parte por parte, mientras lucha con una medicina que, aunque gana muchas

batallas, eventualmente pierde la guerra. Y todo esto, ¿a qué costo?

¿Es entonces preferible una muerte más temprana, que una vida prolongada

indefinidamente con medios artificiales? Pero ¿en qué momento deja de ser digna y deseable una

11 La dimensión cultural de las críticas a la muerte moderna se revisará en el capítulo segundo.

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vida? ¿Cuándo detener los tratamientos médicos para evitar llegar a ese punto? ¿Quién debe tomar

la decisión? ¿Cómo puede esa persona saber que es el momento adecuado?

Esta es la ironía del progreso científico, que entre más sabe y más puede, más daño puede

causar y más conflictos éticos crea. El hospital moderno, recinto de la medicina científica y sus

poderes de salvación, mostró otra de sus dimensiones como un espacio sombrío de condena y

humillación. El médico, experto en curar el cuerpo, se enfrentó a los límites éticos de su saber, que

no le daban potestad ni certeza sobre el ‘bien’ vida de sus pacientes. El ‘triunfo’ técnico sobre la

muerte, al fragmentarla y volver muchos de sus procesos asunto de decisión humana, la tornó más

compleja que nunca, tanto a nivel individual como a nivel social, pues, ¿quién puede aspirar a la

verdad en materias de vida y muerte? Daniel Callahan (1993), quien trabajó extensivamente este

tema, afirma:

¿Acaso no […] tenemos en nuestras manos exactamente lo que necesitamos para mejorar la

posibilidad de una muerte pacífica? La respuesta […] es sí y no. Sí, tenemos mucho más

conocimiento ahora que antes de la medicina moderna. Pero no, ese conocimiento no ha hecho que

la muerte sea un evento más pacífico, ni en realidad ni como previsión. El conocimiento biológico

y las habilidades tecnológicas mejoradas han servido para hacer nuestra muerte más problemática:

más difícil de predecir, más difícil de manejar, la fuente de dilemas morales y elecciones

desagradables, y espiritualmente más productiva de angustia, ambivalencia e incertidumbre12. (pág.

33)

1.3. Respuestas a la medicalización

Estas críticas abrieron discusiones éticas de difícil resolución que aún hoy persisten y hacen parte

del día a día de la bioética, la ética médica y el derecho. De igual manera, despertaron un nuevo

interés en la experiencia de la muerte y de los moribundos que desde los cincuenta ha conducido

a debates públicos y académicos sobre temas como el cuidado al final de la vida y la eutanasia, a

12 La traducción es mía. Cita original en inglés: “Do we not […] have at hand exactly what we need to

enhance the possibility of a peaceful death? The answer […] yes and no. Yes, we do have much more knowledge

than we did prior to modern medicine. But no, that knowledge has not made death a more peaceful event, either

in reality or in anticipation. The enhanced biological knowledge and technological skill have served to make our

dying all the more problematic: harder to predict, more difficult to manage, the source of more moral dilemmas

and nasty choices, and spiritually more productive of anguish, ambivalence, and uncertainty” (Callahan, 1993,

pág. 33).

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27

numerosos estudios clínicos y sociales y a nuevas regulaciones en todo el mundo (Clark, 2002).

En consecuencia, en las últimas décadas se han conseguido cambios importantes a nivel

internacional que han mejorado las condiciones de muerte de muchos y brindado a las personas

más opciones respecto al cuidado al final de su vida. Algunos de los avances más importantes en

esta materia pueden ser recogidos en dos categorías: la protección del paciente y su autonomía y

la creación de estructuras de cuidado al final de la vida.

1.3.1. La protección de la autonomía del paciente

El debate sobre la mala muerte en los hospitales y la futilidad médica, motivado en gran parte por

casos llevados a la corte, mostró la necesidad de incluir al paciente en la toma de decisiones

médicas complejas que tendrían un impacto en su vida. Esta discusión se encuentra enmarcada en

un proceso social más amplio, en el cual la medicalización de la muerte solo representa una

pequeña parte. Según Laín Entralgo (1964), la objetivación del enfermo de la medicina occidental

provoca una verdadera crisis de la relación médica en la primera mitad del siglo XX que conduce

a la progresiva “introducción del sujeto en el pensamiento y en el quehacer del médico” (pág. 214).

Para el autor, esta crisis es antecedida por la “rebelión del sujeto” que estalla con la revolución

político-social de Francia en el silgo XVIII cuando empieza a tomar fuerza el reclamo generalizado

por la protección de las libertades individuales. Esta ‘rebelión’ se traslada a la medicina desde

finales del siglo XIX con las exigencias de las clases bajas por igualdad en el acceso a servicios

de calidad para el cuidado de la salud. La creciente autodeterminación del individuo como sujeto

de derechos en una sociedad democrática llevará, en el contexto médico, a su concepción como

“titular de una objetividad –a la postre, de una realidad somática, de un cuerpo– injustamente

tratada por las formas de la asistencia médica vigentes en el siglo XIX y en los primeros decenios

del siglo XX” (Laín Entralgo, 1964, pág. 215).

Este proceso de “introducción del sujeto en la medicina” se acelera tras la finalización de

la Segunda Guerra Mundial en 1949 y ante las barbaries evidenciadas durante la guerra. Los

procesos institucionales que se inician en ese momento en todo el mundo para la regulación y

protección de los derechos básicos universales de las personas afectan a la medicina de dos

maneras. En primer lugar, las injusticias cometidas en nombre de la verdad y la ciencia por

investigadores médicos Nazis en pacientes sometidos hicieron patente la necesidad de regular la

investigación biomédica. Esto llevó a la creación del Código de Núremberg en 1948 y la

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28

Declaración de Helsinki en 1964 con el objetivo de establecer una regulación ética de la

investigación biomédica en seres humanos. Adicionalmente, en 1948 la Asociación Médica

Mundial adoptó la Declaración de Ginebra, una actualización del juramento hipocrático que

reafirmaba la vocación humanitaria de la profesión médica.

En segundo lugar, y de manera paralela, los casos de abusos y maltrato médico en los

hospitales, sumados a la nueva cultura de libertad, justicia e igualdad en los sesenta, así como a

las reflexiones de la incipiente disciplina bioética, llevaron a la creación de los derechos de los

pacientes en 1973. En este año, la Asamblea Americana de Representantes de la Asociación

Americana de Hospitales aprobó la primera Carta de Derechos del Paciente (Gómez-Ullate, 2014),

la cual fue inspiración para otras asociaciones en el resto del mundo. Según un artículo publicado

por el New York Times apenas unos días después de la aprobación de la carta, el documento de

doce puntos representaba el fin de la medicina paternalista que ya venía siendo desafiada por los

pacientes que demandaban un rol más importante en la toma decisiones sobre su salud (Altman,

1973). Si bien el documento no pretendió ser una enumeración exhaustiva de todos los derechos

de los pacientes, sí fue la primera manifestación de la libertad y la autonomía en el ámbito de la

atención médica mediante la formulación del concepto del consentimiento informado (Gómez-

Ullate, 2014).

La creación de los derechos de los pacientes también está vinculada al desarrollo de la

bioética en la década de los setenta y, en particular, a la postulación del respeto a la autonomía

como uno de los principios éticos básicos de la práctica médica. La autonomía cobra particular

protagonismo en la bioética con la formulación del paradigma de los principios realizada en 1979

por los filósofos Tom Beauchamp y James Childress. Influenciados por el Informe de Belmont de

1974, los autores plantearon en su libro Principios de ética biomédica cuatro principios generales

para orientar moralmente las decisiones de los investigadores y los clínicos en biomedicina: 1) el

respeto a la autonomía, 2) beneficencia, 3) no-maleficencia y 4) justicia. Entendida de manera

general como la capacidad que tienen las personas de auto determinarse, libres de influencias

externas o internas, la autonomía se ha convertido desde entonces en el pilar de la ética médica y

de la protección de los pacientes en todo el mundo. Aunque los filósofos no plantearon un orden

lexicográfico de los principios, en palabras de Ferrer y Álvarez (2003): “no cabe duda de que el

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29

respeto por la autonomía juega un papel central en su sistema, como en toda la bioética

contemporánea, que es hija –o, quizá, nieta– de la modernidad” (pág. 125).

Para Laín Entralgo (1964), los cambios que permitieron que el paciente asumiera un lugar

más dominante en el cuidado de su salud transformaron sustancialmente la relación médico-

paciente, que adquirió cuatro características novedosas. Primero, al convertirse el enfermo en un

derechohabiente, la atención médica deja de ser “pura beneficencia hospitalaria” y adquiere una

connotación contractual y jurídicamente mediada. Segundo, esto lleva a que el paciente busque la

atención médica ante toda posible dolencia, a diferencia de épocas anteriores donde solo se atendía

al médico en casos graves. Tercero, la enfermedad deja de ser comprendida solo como calamidad,

y se convierte también en un recurso, por ejemplo, en tanto asistencia gratuita o indemnización.

Finalmente, hay una privatización del cuerpo, que pasa a ser dominio de la persona y deja de ser,

como era antes, res publica disponible para la enseñanza e investigación clínica.

En relación con el problema de la muerte medicalizada, el respeto por la autonomía ha sido

uno de los pilares de las reformas médicas en el tema. En el debate entre la conveniencia de las

tecnologías que prolongan la vida y la dignidad del paciente no hay respuesta certera. La

‘dignidad’, finalmente, es un concepto subjetivo, determinado según el sistema de valores de cada

persona, en relación con su contexto y su cultura. Así, la dignidad que algunos pueden encontrar

en la lucha por la supervivencia a toda costa, para otros puede ser una fuente de humillación y

dolor inagotable. Por eso, el debate de la futilidad médica ha llevado a un cambio de enfoque que

pone en el centro de la discusión el respeto por la autonomía de cada persona, esto es, por el

derecho individual de determinar el sentido de la ‘dignidad’ al final de la vida. Este cambio

consiste en la reformulación de los fines de las intervenciones médicas: más que curar, se trata de

beneficiar al paciente como un todo.

De esta manera, la introducción de la autonomía y los derechos de los pacientes en el

problema de la medicalización de la muerte ha desplazado el problema de las decisiones al final

de la vida del médico a la voluntad jurídica paciente. En consecuencia, se asume que, para poder

evitar una ‘mala’ muerte o una muerte indigna según la valoración individual de cada persona,

cualquier intervención médica debe partir del consentimiento y la aceptación total de la persona,

quien también tiene derecho a decir que no. El equipo médico debe esforzarse no solo porque el

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30

paciente y su familia entiendan y acepten las intervenciones que es preciso realizar, sino porque

cualquier camino terapéutico que se tome esté alineado con las metas vitales de la persona. Esto

no quiere decir, sin embargo, que el paciente tenga la potestad de demandar cualquier tipo de

tratamiento en contra del mejor consejo médico, pues muchas veces son los enfermos o sus familias

quienes exigen todo tipo de intervenciones para salvar la vida sin considerar las consecuencias. Se

trata de una negociación constante entre médico y paciente sobre las posibilidades, las previsiones

y las metas de ambos en dirección a alcanzar el mayor bien para el paciente. Será este último, o

sus representantes, quien determine qué es lo mejor para sí mismo y cómo aspira a vivir y morir.

En términos concretos, la protección de la autonomía del paciente se materializa no solo

en las conversaciones con el equipo médico, sino también a través de documentos que le dan peso

legal a sus preferencias en caso de que este llegue a perder su autonomía o su capacidad de

comunicación. Entre estos se encuentran, por ejemplo, los consentimientos informados, las

voluntades anticipadas y las órdenes de no resucitar.

Aunque nos desviaría del propósito general de este capítulo profundizar en el principio del

respeto a la autonomía de los pacientes y en los debates éticos que ha despertado, es importante

mencionar que el concepto ha sido ampliamente cuestionado dentro y fuera de la bioética. En

particular en las últimas décadas se ha cuestionado la supuesta la universalidad y transculturalidad

de la autonomía, y se ha contextualizado las condiciones circunstanciales que la hacen, o no,

posible. Como la filósofa Corine Pelluchon (2013), muchos han cuestionado también que sea

legítimo y ético reducir el sentido de la dignidad a la plena posesión de razón y autonomía. En

consecuencia, se ha promovido el uso de conceptos como el de “autonomía relacional” para dar

cuenta de la interdependencia de los seres humanos que nunca se autodeterminan a sí mismos

totalmente. Con esto se busca progresar en el camino de la protección de las personas y de su

dignidad, sin tener que asumir para ello el pleno ejercicio de la autonomía.

1.3.2. El cuidado al final de la vida

Además de las medidas tomadas para respetar la autonomía del paciente, la preocupación por la

atención negligente de los moribundos en los hospitales despertó la conciencia de la importancia

de brindar un cuidado específicamente diseñado para sus necesidades y de la interdependencia

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31

entre su sufrimiento físico y mental (Clark, 2002). Esto condujo a la creación del “Movimiento

Hospice” y a la posterior creación de los servicios de cuidados paliativos.

El “Movimiento Hospice” fue iniciado por la enfermera, médica y escritora Cicely M.

Saunders, quien, en 1967, fundó en Londres el primer hospicio moderno llamado St.Christoper’s

Hospice. Tras su experiencia como enfermera durante la guerra y su posterior trabajo con enfermos

de cáncer, Saunders decidió dedicar su vida al cuidado de los moribundos. Según cuenta en varios

de sus escritos, su inspiración para crear un hogar para pacientes con enfermedad terminal le vino

de un joven polaco judío al que atendió en 1948 y con el que discutió la necesidad de un lugar

dedicado al cuidado de personas en el final de su vida. Poco antes de morir, el joven le donó 500

libras para que creara este espacio y le dijo: “yo seré una ventana en tu hogar”, afirmándole también

que lo único que buscaba de ella, más que su cuidado especializado, era “su mente y su corazón”

(Saunders, 2001).

Desde la Edad Media, los hospicios ya existían en Europa como lugares, normalmente

dirigidos por órdenes religiosas, en los que se ofrecía refugio, sanación y descanso a viajeros

cansados y heridos (Doyle & Barnard, 2004). Hacia el siglo XIX, el nombre empezó a ser utilizado

para denominar los hogares dedicados al cuidado de los moribundos. El St.Christoper’s Hospice,

así como todos los hospicios que le siguieron, se diferenciaba de sus antecesores por la insistencia

de Saunders en ofrecer un acompañamiento integral a las personas fundamentado científicamente.

Su enfoque incluía el tratamiento sistemático del dolor, la atención a las necesidades sociales,

emocionales y espirituales del paciente y su familia, y la enseñanza y entrenamiento a nuevos

profesionales (Clark, 2011).

La premisa del movimiento iniciado por Saunders era que los pacientes debían ser cuidados

y atendidos como personas hasta el ultimo momento de su vida. Incluso cuando se agotan las

opciones de tratamientos activos, el clínico no puede dejar desahuciado al paciente: aunque no

siempre se pueda curar, siempre se puede cuidar. La meta de los hospicios era, en palabras de

Saunders (1980), brindar “la ayuda que permita al paciente no solamente morir en paz, sino

también vivir como él mismo hasta que muera y no como lo que ha sido denominado un «residuo

que no se queja»” (págs. 3-4). Se trataba de brindarle al paciente las condiciones para que este

pudiese mantener la mejor calidad de vida hasta el final, y de ayudarle a determinar, en sus

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32

términos, cómo quisiera morir. Para conseguir esto, los hospicios debían ofrecer un tratamiento

sintomático efectivo del dolor del enfermo, pero no solo en su dimensión corporal. Saunders

introdujo el concepto de “dolor total” para referirse a las diferentes facetas del sufrimiento de estos

pacientes: física, mental, social, y espiritual. Los equipos interdisciplinares de los hospicios eran

entrenados, por lo tanto, para tratar a sus pacientes no solo con analgésicos y el conocimiento

técnico disponible, sino, ante todo, con su comprensión humana y presencia, que es lo que muchas

veces más se necesita (Saunders, 1980). En palabras de Saunders (1980):

“No siempre nos damos cuenta de lo mucho que podemos hacer con ir simplemente a ver al

paciente, incluso en los casos en que no tengamos nada que ofrecer, ni siquiera en el aspecto, ya inaplicable, de un tratamiento radical. No comprendemos lo que piden de nosotros los pacientes

con enfermedad terminal. Por lo general son demasiado realistas para esperar que les liberemos de

la dura realidad que les aflige; en vez de ello, nos piden comprensión y que nos ocupemos de sus

dolores y síntomas. Sobre todo, nos piden que les tomemos en consideración como personas”. (pág.

3)

Los estudios de la autora sobre el cuidado de los pacientes terminales son contemporáneos

al trabajo de la psiquiatra Elisabeth Kübler-Ross en Estados Unidos. Después de dictar un

seminario para estudiantes de teología en el que se tenían conversaciones con pacientes que estaban

cerca a la muerte, en 1969 Kübler-Ross publica los resultados de esta experiencia en su libro Sobre

la muerte y los moribundos. Aunque las conclusiones de la doctora posteriormente fueron

cuestionadas, este texto marcó un hito en el estudio de la psicología de los moribundos y su modelo

de las cinco etapas del duelo fue implementado en todo el mundo durante décadas. El propósito

del texto, en palabras de la autora, no era convertirse en un manual para el tratamiento de los

pacientes moribundos, sino exponer la conversación con ellos como una nueva oportunidad para

“reconsiderar al paciente como ser humano, hacerle participar en diálogos, y aprender de él lo

bueno y o malo del trato que se da al paciente en los hospitales” (Kübler-Ross, 2014, pág. 12).

Si bien el modelo de Saunders gozó de reconocimiento casi inmediato, los diferentes

significados de la palabra “hospice” en francés y español llevaron a que en 1974 se empezara a

preferir el término de “cuidados paliativos” para referirse al cuidado integral de pacientes

terminales (Doyle & Barnard, 2004) y a la nueva especialidad médica que le correspondería. Con

el desarrollo y la implementación los servicios de cuidado paliativo en hospitales de todo el mundo,

el campo ha ido evolucionando para incluir mucho más que el cuidado de pacientes en etapa

terminal. Se busca que también incluya el cuidado de pacientes con enfermedades progresivas y

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33

avanzadas, con el fin de mejorar la calidad de vida para ellos y sus familias. Sin embargo, la

especialidad ha tenido dificultades para dejar de ser asociada a las fases terminales de la

enfermedad (Doyle & Barnard, 2004), y en muchos países sus servicios siguen estando restringidos

a pacientes en las últimas etapas de su vida. En Colombia, por ejemplo, que poco a poco ha ido

ampliando el alcance de estos servicios, el Ministerio de Salud define los cuidados paliativos,

citando a Saunders, como “los cuidados apropiados para el paciente con una enfermedad terminal,

crónica, degenerativa e irreversible donde el control del dolor y otros síntomas, requieren además

del apoyo médico, social, espiritual, psicológico y familiar, durante la enfermedad y el duelo”

(Minsalud, 2018); y sus servicios están delimitados para pacientes con enfermedades crónicas

incurables y evolutivas en estado avanzado o terminal.

Los servicios de cuidados paliativos han tenido una buena acogida desde su creación. Para

el 2014 se estimaba que estos servicios eran prestados en más de 136 países del mundo y que

estaban en desarrollo en al menos otros 45 (Reville & Foxwell, 2014). En los últimos años, la

Organización Mundial de la Salud (2020) ha defendido que el acceso a cuidados paliativos es una

cuestión de derechos humanos y que debería ser garantizado a las más de 40 millones de personas

del mundo que se estima los necesitan. Este número seguirá creciendo a medida que la población

continúe envejeciendo y, por lo tanto, también aumente la prevalencia de enfermedades crónicas.

Aunque estos servicios hayan cambiado sustancialmente desde la creación del primer hospicio

moderno por Saunders, su propósito y sus principios mantienen, al menos en teoría, el mismo

espíritu que en su inicio: el acompañamiento integral de pacientes y sus familias.

1.4. Cuestiones abiertas

Sin lugar a duda, estas medidas han tenido un impacto positivo en la muerte de cientos de personas

en las últimas décadas. No obstante, los retos de la medicalización de la muerte continúan. Con la

protección de la autonomía del paciente y la creación de servicios integrales para su cuidado, se

ha buscado trabajar con la medicina moderna, poniendo sus mejores cualidades al servicio del ser

humano, evitando simultáneamente caer en sus excesos. Pero aún con esto, dentro de la medicina

y la cultura contemporánea continúa una tendencia que empuja el progreso en la dirección contraria

(Clark, 2002).

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34

Aún hoy son muchas las personas en el mundo que mueren luchando una larga y trágica

batalla contra la enfermedad y la muerte. La mayoría de las personas en los países occidentales

mueren en hospitales o en otras instituciones para el cuidado de la salud. Muchos lo hacen tras

años de luchar con enfermedades crónicas y degenerativas. A pesar de los intentos por aumentar

el alcance de los servicios de cuidados paliativos integrales, la limitación de recursos y la

resistencia que tanto médicos como pacientes tienen frente a ellos por su vínculo cercano a la

muerte restringen su crecimiento. De los pocos que tienen acceso a estos servicios, normalmente

lo tienen en los últimos meses de vida, cuando ya es difícil que puedan tener un verdadero impacto

en su calidad de vida. De hecho, una de las grandes críticas a los cuidados paliativos es que con

frecuencia se limitan al manejo del dolor físico, brindando a los pacientes alivio para los extremos

dolores de su enfermedad, a veces hasta llevarlos a la inconciencia, pero dejando de lado las

dimensiones psicológicas, sociales y espirituales de su sufrimiento.

Para Clark (2002) y Callahan (2000), igual que otros autores, uno de los obstáculos más

grandes para el éxito de estas medidas y la humanización de la muerte hoy, es la persistencia de la

creencia de que todas las causas de la muerte pueden se pospuestas, resistidas o evitadas. Callahan

(2000) atribuye esto a la pasión por el control del ser humano moderno, la cual:

Está presente vívidamente en los miedos, ansiedades e indignación de un público que cada vez

siente más terror frente a la perspectiva de una vida que vaya a terminar despojada de su dignidad,

víctima de la cruda y cruel naturaleza, o de la burocracia médica impersonal, o de médicos

nerviosos, o de familias dominadas por la culpa, o de todo esto junto. (pág. 17)13

Para el autor, la gran limitación de los intentos por humanizar la muerte se encuentra en

que no se ha combatido esta creencia, ni el terror general de nuestra sociedad frente a la muerte.

Aún se persiste con fuerza en la ilusión de dominio sobre la naturaleza del hombre moderno que

vimos al principio de este capítulo. Por un lado, esa ilusión ha continuado en la idea de que la

tecnología médica tiene el potencial de superar todas las enfermedades y la muerte, aunque aún le

falte tiempo. Esto ha llevado a lo que el autor llama el technological brinkmanship, esto es, el

13 La traducción es mía. Cita original en inglés: “The passion for control is vividly present in the fears,

anxieties, and indignation of a public that has become increasignly terrorized at the prospect of a life that will

end stripped of dignity, the victim of a ray and cruel nature, or impersonal medical bureaucracies, or nervous

doctors, or guilt-ridden families, or all of them together” (Callahan, 2000, pág. 17).

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fuerte impulso clínico de empujar la tecnología lo más lejos posible para salvar una vida, antes de

que sea prudente detener los tratamientos para mantener una calidad de vida decente. Por otro lado,

continúa la creencia de que podemos, en el mejor uso de nuestras facultades, comprender esa

tecnología lo suficientemente bien como para poder determinar el momento adecuado de detener

los tratamientos (Callahan, 2000). Pero tomar decisiones sobre la vida y la muerte, aún con la

mayor reflexión ética y asesoría de comités de bioética en los hospitales, no se ha hecho más fácil.

Entre más posibilidades de tratamiento y más temor a la muerte haya, más difícil será determinar

con exactitud cuándo ha sido suficiente.

Un ideal de ‘buena’ muerte que se ha ido construyendo es la muerte que se da en las

circunstancias que ‘yo’, según mi tradición y mis preferencias, elijo. Es paradójico que esa elección

de la muerte se pretenda hacer en un contexto en el que prima la búsqueda incesante por negarla.

Pero el problema, como empezamos a ver, nunca ha sido solo médico. Esta cuestión nos lleva a la

otra cara de la medicalización que quedó esbozada pero que exploraremos en el segundo capítulo:

el ocultamiento cultural de la muerte.

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CAPÍTULO 2

EL OCULTAMIENTO DE LA MUERTE

Habiendo explorado ya el proceso de medicalización de la muerte en el siglo XX desde la

perspectiva de la medicina científica, ahora nos centraremos en la otra cara de la medicalización:

las actitudes culturales frente a la muerte. Como veremos, ambas dimensiones están

intrínsecamente vinculadas. Tanto su separación como su orden en este trabajo tienen una finalidad

estrictamente explicativa. No partimos del presupuesto de que es la tecnología y el desarrollo

científico de la medicina los que han afectado de manera unidireccional a la cultura. Ambos

elementos se condicionan mutuamente: la cultura hace posible el surgimiento y la aceptación de

nuevas tecnologías, y estas, a su vez, modifican la cultura.

Con el objetivo de profundizar en la especificidad de las actitudes frente a la muerte hoy,

nos detendremos, en primer lugar, en algunas consideraciones históricas que nos permitirán ver

algunos de los cambios más significativos de estas, especialmente la progresiva pérdida de la

familiaridad con la muerte. En segundo lugar, exploraremos algunas características de estas

actitudes en el último siglo y la tendencia al ocultamiento de la muerte. Finalmente, nos

ocuparemos de la paradoja que implica el ocultamiento de la muerte.

2.1. La pérdida de la familiaridad con la muerte

A pesar de lo ineludible de la muerte, nuestra relación con ella está en permanente cambio. Como

vimos en el capítulo anterior, en los años sesenta se despertó un renovado interés por la muerte

que llevó a la publicación de un gran número de escritos y estudios sobre el tema. Junto a la

preocupación por las condiciones indignas en que las personas estaban muriendo en los hospitales,

estos textos evidenciaron un nuevo fenómeno cultural: la muerte, que en otro tiempo estaba tan

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37

presente en la vida de las personas, se empezó a desvanecer de la vida cotidiana para convertirse

en algo “vergonzante y objeto de tabú” (Ariès, 2011, pág. 83). Según Ariès (2011), el primero en

hacer manifiesto este cambio fue el sociólogo inglés Geoffrey Gorer quien, en su ensayo de 1955

titulado The Pornography of Death, mostró cómo en el siglo XX la muerte reemplazó al sexo como

principal tabú de la sociedad. En palabras del autor:

Antes a los niños se les decía que los traía la cigüeña, pero asistían al gran momento del adiós en

la cabecera del moribundo. Hoy en día, son iniciados desde la más tierna edad en la fisiología del

amor, pero, cuando dejan de ver a su abuelo y se extrañan, se les dice que reposa en un bello jardín

entre flores. […] Cuanto más se liberaba la sociedad de las constricciones victorianas en relación

al sexo, tanto más rechazaba los asuntos de la muerte. (Ariès, 2011, pág. 89)

La nueva tendencia para el ocultamiento de la muerte difiere drásticamente de la antigua

familiaridad con la muerte que se vivió durante siglos en Occidente y que aún perdura en algunas

culturas del mundo. En su libro Historia de la muerte en Occidente, Ariès (2011) explora la

progresiva pérdida de esa familiaridad a través de un recuento de las prácticas de entierro y los

rituales de fin de vida de comunidades europeas y estadounidenses a lo largo de mil años, desde la

introducción del cristianismo hasta la época presente (Kastenbaum & Moreman, 2018). En su

análisis, divide las actitudes frente a la muerte en cuatro periodos que dan cuenta de las

transformaciones por las que han pasado. Estos son: (1) ‘la muerte domesticada’, (2) ‘la propia

muerte’, (3) ‘la muerte del otro’ y (4) ‘la muerte vedada’.

El historiador denomina al periodo de mayor familiaridad con la muerte la época de la

‘muerte domesticada’, la cual duró más de un milenio hasta el siglo XII. En este tiempo, la muerte

era un acontecimiento esperado y tolerable, que afirmaba y fortalecía los vínculos comunitarios de

solidaridad social y que era aceptado sin un temor paralizante (Callahan, 2000). Para ilustrar este

recibimiento de la muerte, Ariès (2011) utiliza como ejemplo las narraciones de muertes de

caballeros medievales. Según estas historias, los caballeros no morían sin saberlo primero: se creía

que la muerte se anunciaba a través de signos naturales, como la enfermedad, o incluso a través de

una convicción íntima. La conciencia de la proximidad del deceso era fundamental para el buen

morir, pues le permitía al moribundo prepararse y esperar pacientemente en su lecho. Se

consideraba una tragedia cuando la muerte acontecía de manera súbita y sin advertencia. Morir

bien implicaba poder prepararse y llevar a cabo una suerte de ceremonia pública en la que familia,

amigos y vecinos se reunían alrededor del moribundo para darle un último adiós. Todo este proceso

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38

y los ritos que seguían tras la muerte para el cuidado del cadáver eran llevados a cabo de manera

ceremonial, sin un carácter dramático o excesivamente emocional (Ariès, 2011).

Un bello ejemplo de una muerte antigua como la describe Ariès se encuentra en la biografía

de Guillermo el Mariscal (1145? – 1219), un reconocido caballero inglés, escrita por el historiador

francés Georges Duby (2010). En ella se relata cómo el Mariscal, un hombre de avanzada edad

(mucho más de lo esperado en la época) presiente que ha llegado el momento de su muerte cuando

un día, de repente, se desploma. Duby (2010) afirma que “esto lo veía venir, y desde hace un

tiempo, sin decir nada, se preparaba para su última aventura” (pág. 8). Cuando su salud empeora

y los médicos “afirman que renuncian”, el Mariscal pide que lo lleven a su casa donde “sufrirá más

a gusto” (pág. 8). Convoca allí a un gran grupo de personas, como sus hijos, esposa, amistades y

los caballeros de su casa, pues “es preciso este numeroso entorno para el gran espectáculo que va

a comenzar, el de la muerte principesca” (pág. 8). Empieza un largo proceso en el que, primero,

pone en orden su hogar y distribuye sus pertenencias según la ley, quitándose con ello ‘la carga

que le pesa’, y, segundo, se hace cargo de su alma, entendiendo que se prepara para abandonar su

cuerpo cada vez más enfermo de tal manera que pueda “elevarse más rápido y más alto” (pág. 12).

El Mariscal y su corte esperan su muerte por más de dos meses, mientras pacientemente lo

acompañan y lo lloran.

Cuando finalmente cede su cuerpo y fallece Guillermo el Mariscal, aún “no es el final del

espectáculo: el alma ha partido, pero el cuerpo sigue estando aquí. Ofrecido a las miradas, en el

centro de la escena, juega todavía su papel" (Duby, 2010, pág. 29). Se realizan misas a su nombre

y su cuerpo permanece una noche en una iglesia, donde “está seguro”. La fiesta funeral se lleva a

cabo al día siguiente. En ella concurren sus familiares, amigos, todos los condes de la región y

otros altos personajes. Al término de la ceremonia, como afirma Duby (2010), el cuerpo del

Mariscal, que se encuentra tumbado sobre el féretro, aunque mudo, ‘hablaba’ todavía y mostraba

como en un espejo a los asistentes una “imagen de lo que cada uno de ellos sería ineluctablemente

un día” (pág.30).

Para Duby, como para Ariès, este tipo de muerte contrasta radicalmente con las actitudes

contemporáneas frente a la muerte. Para Ariès (2011), la familiaridad y proximidad, atenuada e

indiferente, que caracteriza la relación con la muerte en la Antigüedad, se opone a la nuestra “en

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39

virtud de la cual la muerte da miedo hasta el punto de que ya no nos atrevemos a pronunciar su

nombre” (pág.33). Duby (2010) concuerda con esto y por ello encuentra gran valor en recordar

hoy muertes como la del Mariscal. En sus palabras:

Nosotros, que ya no sabemos lo que es la muerte suntuosa; nosotros, que escondemos la muerte,

que la callamos, la evacuamos lo más rápidamente posible como un asunto molesto; nosotros, para

quienes la buena muerte debe ser solitaria, rápida, discreta, aprovechemos que la grandeza a que el

Mariscal ha llegado le coloca ante nosotros con una luz excepcionalmente viva, y sigamos paso a

paso, en los detalles de su desarrollo, el ritual de la muerte a la antigua, que no era una escapada,

una salida furtiva, sino una lenta aproximación, reglamentada, gobernada, un preludio, una

transferencia solemne de un estado a otro estado superior, una transición tan pública como lo eran

las bodas, tan majestuosa como la entrada de los reyes en sus villas. La muerte que hemos perdido

y que, muy posiblemente, nos falte. (págs. 9-10)

Tras varios siglos de una muerte domesticada, Ariès (2011) identifica cómo, a partir del

siglo XII, se empieza a dar un cambio en las actitudes frente a la muerte, que caracteriza como la

toma de conciencia sobre ‘la propia muerte’. En este momento, comienza a haber una creciente

preocupación por la singularidad de cada individuo y su destino personal en el momento final de

la vida. En sus palabras, “la muerte se convirtió en el lugar donde el hombre tomó, mejor que en

ningún otro, conciencia de sí mismo” (Ariès, 2011, pág. 56).

La previa familiaridad con la muerte implicaba la aceptación de esta como un destino

colectivo e inevitable, parte del orden natural de todas las cosas. Paulatinamente, sin embargo, la

sociedad fue adquiriendo una conciencia de la muerte como un hecho individual. Contribuyeron a

este cambio acontecimientos como la Peste Negra y la Guerra de los Cien Años, así como otras

calamidades que “habían acentuado la conciencia de la fragilidad de los seres y el temor a una

desaparición prematura. La suma de estos factores originó en la sociedad una sensación de

indefensión ante un hecho ineluctable” (Ruiz García, 2011, pág. 316). Como consecuencia,

empezó a cobrar protagonismo la búsqueda de medios para alcanzar la salvación eterna del alma

propia, camino en el que el momento de la muerte era decisivo.

Como afirman Ariès (2011) y Ruiz García (2011), en el plano doctrinal del cristianismo

este cambio se manifiesta en la transformación de la acepción y la iconografía del Juicio Final, el

cual pasó de representar la idea de un juicio colectivo al final de los tiempos, a designar la creencia

en un juicio individual del alma al momento de la muerte. Se vuelve dramático el modo como el

moribundo se prepare y reciba su muerte, pues se considera que esta es la última gran prueba, la

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40

última gran tentación de la que todo depende. En coherencia con estas preocupaciones, surgen en

los siglos XV y XVI los tratados sobre la manera de ‘morir bien’, las Ars moriendi14, donde se

instruye a las personas sobre los procedimientos a seguir para tener una ‘buena muerte’ según los

preceptos del cristianismo. En estos textos, según Ariès (2011), se encuentra una nueva iconografía

en la cual el Juicio Final es representado en la habitación del moribundo. Así, en estas imágenes

se puede ver al moribundo acostado en su lecho de muerte rodeado tanto de sus amigos y parientes,

como de seres sobrenaturales:

De un lado, la Trinidad, la Virgen y toda la corte celestial; del otro, Satán y el ejército de los

demonios monstruosos. Así pues, la gran concentración que en los siglos XII y XIII tenía lugar al final de los tiempos se produce a partir de ahora, en el siglo XV, en la habitación del enfermo […]

Dios y su corte están allí para constatar cómo el moribundo se comportará en el momento de la

prueba que se le propone antes de su postrer suspiro y que va a determinar su suerte en la eternidad.

Dicha prueba consiste en una última tentación. (Ariès, 2011, págs. 48-49)

Junto a las Ars moriendi, surge en el arte y la literatura de la época el cadáver, el transi, la

carroña, la cual trae consigo la conciencia de la corrupción en la vida y el cuerpo (Ariès, 2011).

Esto se manifiesta particularmente en la poesía en los siglos XV y XVI, donde se expresa un nuevo

horror a la muerte y a la descomposición del cuerpo que se empieza a hacer evidente desde mucho

antes de la muerte, en la enfermedad y la vejez.

La toma de conciencia frente a la propia muerte como un momento personal para rendir

cuentas y una última gran prueba da inicio, para Ariès (2011), al acercamiento de la muerte a la

idea del fracaso. El hombre de finales de la Edad Media se sabe mortal, y se sabe malogrado por

ello. Las imágenes de los transis muestran una nueva asociación entre “las amenazas de la

descomposición y la fragilidad de nuestras ambiciones y de nuestros lazos” (Ariès, 2011, pág.

14 Se conoce como Ars moriendi a dos textos escritos en el siglo XV donde se expone la doctrina de la

Iglesia respecto a la muerte y se dan consejos a las personas sobre el ‘buen’ modo de morir para alcanzar la

salvación eterna. El primer texto publicado se titula Tractatus o Speculum artis bene moriendi y se compone de

seis capítulos que abordan, en palabras de Ruiz García (2011), las siguientes cuestiones: “(1) Elogio de la muerte.

(2) Tentaciones que asaltan al moribundo y el modo de superarlas. (3) Preguntas que hay que hacerle al enfermo

para reafirmarle en la fe y conseguir el arrepentimiento de sus pecados. (4) Necesidad de imitar la vida de Cristo.

(5) Comportamiento que han de adoptar los laicos que acompañan al moribundo […]. (6) Recitación de oraciones

por parte de los presentes en favor del expirante” (pág. 318). La buena acogida que tuvo el tratado entre los fieles

llevó a la creación de un segundo texto en el que se recogen los elementos esenciales del primero, tomando como

eje central su segundo capítulo. Este se conoció bajo el título de Ars moriendi, y se trata “de una especie de guía

destinada a mostrar las prácticas, los rezos y las actitudes que debían adoptar el enfermo, sus familiares y el

sacerdote llamado para atender espiritualmente al moribundo” (Ruiz García, 2011, pág. 318).

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41

148). La muerte empieza a ser perturbadora por la posibilidad que trae del fracaso de la vida, pero

sigue conservando su familiaridad en la vida cotidiana de las personas.

Esto cambia a partir del siglo XVI, cuando se gesta un giro en las actitudes frente a la

muerte, que se expresa en un nuevo interés por la ‘la muerte del otro’ en el arte y la literatura. La

importancia que en siglos anteriores se le dio a la propia muerte, se desplaza ahora a la muerte de

los demás, la cual se convierte en un objeto de fascinación. Por un lado, las representaciones de la

muerte empiezan a ser cargadas con un sentido erótico. La asociación de la muerte al amor, de

Tánatos a Eros, en los temas erótico-macabros del imaginario del siglo XVI al XVIII, dan cuenta

“de una complacencia extrema en los espectáculos de la muerte, del sufrimiento y de los suplicios”

(Ariès, 2011, pág. 64). Por otro lado, se observa un nuevo gusto mórbido por el “espectáculo físico

de la muerte y el sufrimiento”. El cuerpo muerto se convierte en objeto de curiosidad científica y

deleite en el que “es difícil establecer la frontera entre la fría ciencia, el arte sublimado –el desnudo

casto– y la morbidez” (Ariès, 2011, pág. 142). Las imágenes de transis comidos por gusanos eran

reemplazados en las tumbas por imágenes de cuerpos desnudos, las personas adineradas buscaban

poseer bellas ilustraciones anatómicas que no estaban reservadas solo para las clases de anatomía,

y aficionados de la disección conseguían cadáveres para intervenirlos a su gusto.

El interés mórbido y erótico por la muerte introduce en el terreno de lo imaginario la idea

de que la muerte representa un desgarro, una ruptura con la vida. Como el acto sexual, la muerte

se convierte en una transgresión que “arranca al hombre de su vida cotidiana, de su sociedad

razonable, de su trabajo monótono para someterlo a un paroxismo y arrojarlo a un mundo

irracional, violento y cruel” (Ariès, 2011, págs. 64-65). Es en este momento cuando se empieza a

desvanecer la antigua familiaridad con la muerte, que empieza a ser reemplazada por el pavor y la

obsesión frente a la muerte.

La noción de la muerte como ruptura se trasladará al mundo de lo real en los siglos XVIII

y XIX. Los temas eróticos se transforman y abren el paso a la muerte romántica: aquella

profundamente conmovedora y admirada por su belleza. Ariès (2011) recuerda las palabras de una

adolescente francesa de principios del siglo XIX que, aún tras la muerte de la mayoría de su familia

por tuberculosis, en sus diarios escribe: “Morir es una recompensa, puesto que es el cielo… La

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idea favorita de toda mi vida [de niña es] la muerte que me hizo siempre sonreír... Nada ha podido

jamás hacer lúgubre a mis ojos la palabra muerte” (pág. 66).

Lo conmovedor del morir es acompañado por una nueva expresión de la emocionalidad

alrededor del lecho de muerte. El protagonismo que antes tenía el moribundo en sus últimos

momentos, ahora lo comparte con los asistentes, quienes pasan de tener un comportamiento pasivo

y sobrio, a manifestar de manera excesiva su duelo con gritos, desmayos y llanto. La solemnidad

de las ceremonias de antaño es reemplazada por una dramatización y sentimentalidad nuevas que

dan cuenta de la incorporación en la vida de las personas de la idea de la muerte como un desgarro,

como una ruptura frente a la cual era necesaria la expresión de los grandes afectos y amores. Esto

hizo que, sobre todo en el siglo XIX, la escena del adiós adquiriera una importancia inaudita (Ariès,

2011). El luto empezó a ser exagerado, llevado con una ostentación que antes no poseía, dejando

ver la expresión más espontánea de una grave herida. De manera consecuente, el culto a las tumbas

y los cementerios se aumenta en países como Francia, Italia y España como una forma de poder

localizar y mantener la cercanía con los muertos. Para Ariès (2011) todos esto significa que, en el

siglo XIX, “a los supervivientes les cuesta más que en otro tiempo aceptar la muerte del otro. La

muerte temida no es entonces la muerte de uno mismo, sino la muerte del otro” (p.72).

La muerte se convirtió entonces en un fenómeno temido, y con este miedo se pierde

finalmente la familiaridad. El temor se empezó a manifestar en las muestras excesivas de

emocionalidad en la despedida de los moribundos, pues los vivos temen la herida, la pérdida

irremediable del otro a quien se ama. También se mostró en la propagación epidémica del miedo

a ser enterrado vivos, a la ‘muerte aparente’, que se vivió en Europa desde 1850 (Bossi, 2017).

Así, detrás de la ostentosa presencia de la muerte en el siglo XIX, de los cortejos fúnebres, la

ampliación de los cementerios y la ropa de luto se escondía el terror a una muerte que rompe la

vida humana y sus proyectos. Temor que se gestó lentamente desde el siglo XVI, cuando la muerte

empezó a adoptar, poco a poco, un aspecto más lejano, y sin embargo cada vez más dramático y

tenso, hasta llegar finalmente al silenciamiento de la muerte que se hace manifiesto en el siglo XX.

Se trata del último giro en las actitudes frente a la muerte que estudia Ariès, y al cual denomina ‘la

muerte vedada’ o, como le llamaremos en la siguiente sección, la muerte oculta.

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2.2. El ocultamiento de la muerte

El miedo que Ariès vio formarse en las actitudes frente a la muerte de las sociedades occidentales

se manifiesta en el siglo XX como un deseo de lejanía y ocultamiento de ella, de postergar lo más

posible el encuentro inevitable con una realidad terrible e indeseable. La muerte se convierte en lo

terrible que debe ser ocultado: primero del enfermo, al que se le miente sobre la gravedad de su

estado para protegerlo y luego de la sociedad en general, cuya tranquilidad no se debe ser

perturbada por la muerte. A continuación, veremos en más detalle algunas de las manifestaciones

de esta tendencia al ocultamiento de la muerte.

2.2.1. La distancia con el cuerpo que muere

Quizás la expresión más indiscutible del ocultamiento de la muerte en el siglo XX es el

distanciamiento con el moribundo y los cadáveres que contribuyen a la continua pérdida de

familiaridad con la muerte. Un primer factor que explica este distanciamiento ha sido la rápida

reducción en las tasas de mortalidad de niños y jóvenes desde mediados del siglo XIX. El control

eficiente de enfermedades transmisibles ha permitido que la mayoría de las personas hoy puedan

crecer esperando vivir hasta su vejez. Por ello, la presencia de la muerte se ha vuelto menos

frecuente y, con ello, menos aceptada como un hecho natural de la vida, particularmente cuando

se da en personas jóvenes. Lundgreen y Hoseman (2010) recogen anécdotas según las cuales, a

principios de 1900 en Nueva York, aunque las madres sufrían con la muerte de sus hijos, estos

casos se aceptaban con resignación y tranquilidad pues era usual que muchos bebés murieran en

el verano y no había nada que se pudiese hacer al respecto. Hoy, en cambio, la poca frecuencia de

la muerte infantil ha contribuido a aumentar la angustia y el sufrimiento de los padres frente a estos

casos puesto que la enfermedad grave de sus hijos es completamente inesperada (Lantos, 2015).

Adicionalmente a esto, y como vimos en el capítulo anterior, la mayor distancia con los

moribundos obedece también a la medicalización del proceso de muerte que implicó un traslado

de los enfermos de gravedad del hogar al hospital y a otros sitios especializados. A pesar de los

intentos por ‘desmedicalizar’ la muerte, y de que la mayoría de las personas suelen afirmar que

quisieran morir en sus casas rodeados de su familia, todavía son más los que mueren en hospitales

o en otras instituciones para el cuidado de la salud (Llobet et al., 2020). En Estados Unidos, por

ejemplo, desde 1950 más del 50% de las personas fallecen en este tipo de instituciones. En el 2009,

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este porcentaje fue de 67% (25% en hospitales y 42% en otras instituciones) (Dugdale, 2015).

Según datos del DANE, en 2019 en Colombia aproximadamente el 67% de los fallecidos murieron

en hospitales o centros de salud, y solo el 26% en sus domicilios (DANE, 2020). El que el hospital

se haya convertido en el lugar predilecto para la muerte ha significado que hoy, como nunca,

morimos solos y lejos de nuestros seres queridos (Sulmasy & Rahn, 2001). Para la mayoría, ya no

hay lugar a una experiencia pública y comunitaria del proceso de muerte.

La distancia física con el moribundo se ve agudizada por el hecho de que el ser ‘moribundo’

se haya desdibujado. No solo se trata de que las personas ya no tengan un contacto tan frecuente y

cercano con los últimos momentos de vida de sus seres queridos al estar estos alejados en el

hospital, sino que cada vez se dificulta más la identificación del momento en el cual la persona

empieza a ser un ‘moribundo’ en vez de un ‘enfermo de gravedad’ con posibilidades de curación.

Como afirman Kastenbaum y Moreman (2018), en términos médicos la noción de ‘moribundo’ es

demasiado vaga para describir las diferentes trayectorias de los pacientes hacia la muerte. La

amplia disponibilidad de opciones terapéuticas que pueden prolongar la vida de personas con

condiciones críticas ha hecho que sea preferible el uso de términos como ‘persona con enfermedad

que limita la vida’ o ‘elegible para cuidados paliativos’ a los de ‘moribundo’ o incluso ‘persona

con enfermedad terminal’. La distinción también se dificulta por la reticencia de muchos médicos

de aceptar cuándo su paciente se está acercando a la muerte, pues persiste la asociación de la

muerte a un fracaso profesional. Adicionalmente, el que la muerte medicalizada suela llegar en

silencio, a través de un proceso lento en el que los pacientes se van sumiendo poco a poco en la

inconciencia, hace que, incluso al final de su vida, las personas carezcan de un espacio propio y

no dispongan del tiempo para un último adiós consciente con sus seres queridos.

A la distancia con el moribundo, se suma el distanciamiento con el cadáver. El lugar del

cadáver también ha pasado de estar en el hogar y en el centro de la comunidad a sitios

especializados, a empresas funerarias que se encargan de realizar los arreglos fúnebres y rituales

de manera higiénica y discreta. Este arreglo institucional de la muerte contribuye a que, a

diferencia de tiempos pasados, actualmente la mayoría de las personas puedan tener un contacto

mínimo con el cuerpo muerto a lo largo de sus vidas si así lo desean. Expertos transportan el

cadáver y lo preparan para tenga buen ‘aspecto’ y que su imagen en la muerte se acerque lo más

posible a la que se tenía en vida. Según Ariès (2011), si bien el aseo fúnebre es un rito tradicional

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presente a lo largo de la historia, su sentido ha cambiado en las sociedades contemporáneas. En

otras épocas, el objetivo de la preparación del cadáver era fijar una imagen de la muerte según las

creencias del contexto particular: fuera ayudar a que el muerto semejara la imagen ideal de la

muerte en “la actitud yacente que espera con las manos cruzadas la vida del siglo venidero”, o

quitarle de su rostro los restos de agonía que manchaban la belleza de su muerte (Ariès, 2011, pág.

249). Las nuevas técnicas de preparación y embalsamiento, por el contrario, buscan quitarle al

cadáver su aspecto característico, de tal manera que aparezca como un “cuasivivo”, agradable a

los que viven.

Para el filósofo Robert Redeker (2018), el alejamiento con el cuerpo muerto se manifiesta

de manera radical en la creciente tendencia a la cremación. Los muertos y sus cadáveres, afirma,

son demandantes: “exigen cuidados, seguimiento, visitas. Piden no ser olvidados” (pág.53). Por

esto, desde el inicio de la humanidad las sociedades han rendido, de una u otra forma, culto a los

muertos. Tal culto, para el autor, se ha realizado principalmente por dos razones: una metafísica,

para protegerlos y evitar que sean llevados por lo no humano y una política, para hacer posible el

gobierno de los vivos (Redeker, 2018). Si bien en diversas culturas la cremación de los cadáveres

se ha realizado con una intención espiritual alineada con la intención de culto y protección de los

muertos, principalmente la de la purificación por el fuego, la cremación moderna en Occidente

parece haber abandonado estos objetivos.

Para Redeker (2018), la popularización de la cremación muestra un deseo colectivo de

deshacerse de los muertos y desterrarlos al olvido, pues, en sus palabras, “los cadáveres apestan,

exponen su repugnante fealdad, y ocupan espacio; pero, somos higienistas y el espacio es costoso”

(pág. 56). El nuevo enfoque higienista hacia la muerte es también señalado por Ariès (2011) a

través de los estudios que Gorer realizó en la década de los sesenta en Inglaterra. Al investigar las

actitudes de los ingleses frente a la muerte, el sociólogo encontró que estos preferían la cremación

frente a otros métodos para disponer de los cadáveres, porque, por un lado, es un modo más

definitivo de despedirse de los muertos al ser el método más “sano y más higiénico” y, por el otro,

porque con ello se escapa del culto a los cementerios y a los muertos (Ariès, 2011). Para Ariès, la

cremación, realizada en este sentido, tiende a convertirse en la forma más eficaz de olvidar los

cuerpos, de hacerle quite a la muerte y a su recuerdo ritual.

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De acuerdo con los datos publicados en los últimos dos años por The Cremation Society

of Great Britain (2019) y la Cremation Association of North America (CANA) (2020), la

preferencia por la cremación sigue aumentando hoy en todo el mundo, en particular en

Norteamérica y Europa. Por ejemplo, en 2019 la prevalencia de este respecto a otros métodos de

disponer de los cadáveres en Canadá fue de 73.12%, y en Estados Unidos de 54.59%. La CANA

estima que para el 2023 estos números aumentarán a 76.9% y 59.4% respectivamente, aunque

podría ser más teniendo en cuenta el impacto que la pandemia de COVID-19 está teniendo en el

manejo de la muerte. Si bien en Colombia no se cuenta con datos unificados, en una entrevista

realizada a finales del 2019 al gerente de la empresa funeraria Los Olivos, este afirmó que en

Bogotá aproximadamente el 54% de los muertos son cremados y que se espera que este número

siga creciendo año a año (Portafolio, 2019).

Adicionalmente al argumento higiénico, la cremación es preferida y promovida en todo el

mundo hoy por ser considerada más amigable con el medio ambiente, por ser más económica y

por ocupar menos espacio que la inhumación tradicional (The Cremation Society of Great Britain,

2019). Aunque ciertamente estos son retos fundamentales que la sociedad global contemporánea

debe enfrentar en la construcción de un futuro sostenible, cabe preguntarnos qué lugar se le está

dejando a la muerte en ese futuro, si es que se le está dejando alguno. Esta pregunta es

particularmente relevante a la luz de la pandemia de COVID-19, por la cual la muerte se ha

convertido en un problema de salud pública y una fuente potencial de riesgo biológico, resultando

en experiencias de muerte en aislamiento absoluto, que no dejan a las familias ni siquiera el tiempo

y el espacio para despedirse del cuerpo o llevar a cabo ceremonias fúnebres según sus tradiciones.

2.2.2. La discreción del duelo y el dolor

Para Ariès (2011), la distancia que se ha tomado con los muertos y los moribundos no se debe a

una nueva indiferencia o insensibilidad ante estos. Quizás como consecuencia paradójica de la

exaltación de los sentimientos hacia la muerte en siglos anteriores, aunque a los hombres y mujeres

modernos les afecta profundamente la muerte, estos ya no aceptan la demostración pública de su

padecimiento. Como vimos, las manifestaciones del duelo en el siglo XIX se caracterizaron por su

ostentación y su espontaneidad. Mas no solo eran excesivas, sino que también estaban organizadas

en rituales que les daban un lugar y un tiempo. En algunos países como Estados Unidos e

Inglaterra, por ejemplo, los funerales eran llevados a cabo en casa. Después de una muerte, se

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ponía un lazo negro en la puerta del hogar para mostrar a la comunidad que la familia estaba de

luto. Si se trataba de la muerte de un niño, el lazo entonces era blanco (Lantos, 2015). Los dolientes

vestían de negro por un tiempo determinado y solían recluirse del resto de la comunidad para

manifestar la dificultad de olvidar a sus muertos y vivir como se hacía antes de su partida (Ariès,

2011).

Según el historiador, el dolor por la muerte del otro que se manifestaba en estas prácticas

fue demasiado, y, finalmente, “la familia no toleró el golpe que asestaba a un ser amado −y también

a sí misma− al hacer la muerte más presente, más cierta, al vedar toda simulación y toda ilusión”

(Ariès, 2011, pág. 232). Esto llevó a que, en el siglo XX, las expresiones rituales del duelo

empezaron a ser consideradas por muchos, particularmente en las clases altas y entre intelectuales,

como poco decorosas, cargadas de supersticiones y hasta morbosas. En su lugar, se impuso una

expectativa de silencio y discreción, en la que los dolientes debían llevar su pena en privado,

forzados a fingir indiferencia, y procurando no perturbar el fluir normal de la vida social. Ariès

(2011) llama a esto el nuevo estilo americano de la muerte, “en el que la discreción aparece como

la forma moderna de la dignidad" (pág. 235). En este modelo, la muerte aceptable sería, entonces,

aquella llevada con reserva y ecuanimidad, tanto por el moribundo como por sus familiares.

Aunque siga conservando la fuerza de su impacto emocional en los que quedan, la muerte ha

perdido su carga dramática.

El silencio al cual ha sido relegada la muerte también se observa en los eufemismos usados

para referirse a ella. El temor a utilizar la palabra ‘muerte’ y su reemplazo por expresiones como

“se fue de viaje” o “se marchó”, muestra que “la muerte ya no tiene morada en las palabras” ni en

el fluir normal de la vida (Redeker, 2018). Indica un deseo de ocultar la negatividad de la realidad

para darle espacio solo a lo positivo. Puesto que mencionar la muerte hoy desencadena reacciones

emocionales fuertes y una ruptura con la cotidianidad, es mejor callarla o disfrazarla (Callahan,

2000). Esto se puede ver en el modo en el que se le habla de la muerte a los niños. Estos, que antes

jugaban un rol esencial en los rituales mortuorios y solían estar presentes en el lecho del moribundo

hasta su fallecimiento, hoy son ‘protegidos’ de la muerte y alejados de ella. Se les habla con

eufemismos que aumentan su desconfianza hacia los adultos y hacen más difícil que puedan

tramitar el dolor que sienten por la pérdida de un ser querido (Kübler-Ross, 2014).

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El rechazo a las manifestaciones públicas de dolor no solo se limita al duelo de la muerte.

Según el filósofo Byung-Chul Han (2021), en las sociedades contemporáneas impera en todas

partes una fobia al dolor –la ‘algofobia’–, es decir, un “miedo generalizado al sufrimiento” (pág.

11). Su presencia, tanto a nivel individual como social, representa una limitación para las

posibilidades y aspiraciones del ser humano al restringir su capacidad de acción productiva en el

mundo. De manera similar a lo visto en el capítulo primero en relación con la muerte, el

surgimiento de la idea del dolor como negatividad que puede y debe ser eliminada por diversas

técnicas está relacionado con su medicalización (Vallejo, 2017). El triunfo sobre el dolor que

implicó el descubrimiento de la anestesia en el siglo XIX y el desarrollo de los analgésicos y la

medicina del dolor en el siglo XX, contribuyó a cimentar la idea de que el dolor es un fenómeno

estrictamente fisiológico que puede ser intervenido médicamente. Estos logros fueron celebrados

como una revelación y una liberación de la esclavitud del hombre frente al dolor que antes no le

daba respiro (Moscoso, 2011).

Mas el triunfo médico sobre el dolor no sólo abrió las puertas al rechazo sistemático del

dolor físico, sino también del emocional y el social. Como afirma Han (2021), la tolerancia al dolor

ha disminuido radicalmente y hoy se busca evitar cualquier estado doloroso: sean dolores del

corazón (los cuales también están buscando ser intervenidos medicamente) o conflictos sociales y

políticos que conduzcan a confrontaciones dolorosas. A nivel social, el dolor es interpretado como

un síntoma de debilidad que hay que eliminar optimizándolo, enmudeciéndolo y suprimiéndolo

para asegurar el funcionamiento eficaz de la sociedad del rendimiento. A nivel individual, esto se

traduce en una exigencia por ‘ser feliz’ como condición para poder alcanzar el bienestar, el éxito,

la autorrealización e, incluso, la salud y la longevidad (Ehrenreich, 2011). El sufrimiento es

separado del espacio público y trasformado en estados anímicos, en asuntos psicológicos, que

deben ser solucionados en privado por el individuo.

En su libro Sonríe o muere: las trampas del pensamiento positivo, la escritora

estadounidense Barbara Ehrenreich (2011), relata cómo se vio afectada negativamente por la

tendencia del pensamiento positivo en su experiencia como paciente de cáncer de mama. Según

cuenta, desde el momento en que fue diagnosticada sintió como un peso la gran avalancha de

campañas para la lucha contra el cáncer de mama y de testimonios positivos de mujeres que veían

en su enfermedad una oportunidad maravillosa para mejorar su vida y como una lucha de la cual

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saldrían victoriosas. La impresionó no solo la ausencia de narraciones que dieran lugar a los

sentimientos de rabia, dolor, impotencia y frustración que ella sentía con su cáncer, sino la presión

a mostrarse feliz y optimista constantemente. Sintió que el pensamiento positivo era casi

obligatorio en este mundo del cáncer, hasta el punto de que, si alguien se mostraba infeliz, entonces

debía disculparse como si hubiese cometido una traición contra las otras mujeres que padecen la

enfermedad. Se sentía sola en su sufrimiento, que no podía expresar, pues se arriesgaba a que su

dolor fuese interpretado como una señal de que se había rendido en la batalla contra el cáncer. Y

es que, dentro de la corriente del pensamiento positivo, el optimismo y la “felicidad” no son solo

preferibles, sino que son considerados necesarios para la curación de la enfermedad y la

conservación de la salud. La creencia de que los ‘malos pensamientos’ son la causa del ‘estrés’ y

de las enfermedades trasladan la responsabilidad de los padecimientos al mismo paciente que, si

tan solo se pudiese liberar de la negatividad, no tendría por qué enfermar y morir.

La expectativa de mantenerse optimista y la concepción de la vivencia de la enfermedad

como una ‘guerra’ que hay que ganar pone una presión sobrecogedora en los pacientes. Ehrenreich

(2011), ya una ‘superviviente’ del cáncer, se cuestiona con dolor qué lugar se le da dentro de las

campañas contra el cáncer a todas las mujeres que ‘perdieron la batalla’, cuando casi toda la

atención se pone en las que ‘ganaron’, en las valientes que no se dejaron vencer en una guerra que,

en realidad, no era suya. La escritora Susan Sontag (2017), en su conocido texto La enfermedad y

sus metáforas, expresa de manera similar su enfado con el uso de metáforas militares para referirse

al cáncer, pues arguye que estas tienen un efecto negativo que le impide a los pacientes hacerle

frente auténticamente a su enfermedad. La asociación de cáncer y muerte, entre cáncer y

sentimientos reprimidos o conflictos irresueltos, entre cáncer y una lucha por la vida, desmoralizan

al enfermo e infunden en él sentimientos de terror y culpa. En vez de persistir con tales recuentos

militares, la autora sugiere que sería mejor calmar la imaginación, enfrentarse a la enfermedad

como una ‘mera enfermedad’ producto del cuerpo, informarse bien y someterse a los tratamientos

disponibles.

El problema, cabe aclarar, no es el optimismo o la búsqueda de la felicidad. Tampoco lo es

el deseo de salud y de longevidad. El problema es que la sociedad actual se fundamenta, como lo

afirma Han (2021), en un paradigma de la positividad que busca la liberación de toda forma de

negatividad, incluyendo, por supuesto, el dolor, la enfermedad y la muerte. La ‘felicidad’ que se

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espera hoy, y que se pretende alcanzar mediante el pensamiento positivo, es una felicidad

cosificada y reducida a una suma de sensaciones positivas para asegurar el rendimiento de los

individuos (Han, 2021). Pero esto es una negación de la felicidad verdadera y profunda a la que sí

debe aspirar el ser humano. Una felicidad de la que no se puede disponer a voluntad, y a la que le

es inherente la negatividad de la que depende. En palabras de Han (2021):

la verdadera felicidad solo es posible en fragmentos […]. Es justamente el dolor lo que preserva a

la felicidad de cosificarse. Y le otorga duración. El dolor trae la felicidad y la sostiene. Felicidad

doliente no es un oxímoron. Toda intensidad es dolorosa. En la pasión se fusionan dolor y felicidad.

La dicha profunda contiene un factor de sufrimiento. (pág. 27)

2.2.3. La muerte de la muerte: un nuevo horizonte de expectativas

La muerte, como el dolor, ha sido retirada de la vida pública donde ya solo se expresa como datos

o imágenes en medios de comunicación. Pero estas imágenes ya no significan nada para la persona

que las ve. Son información que no tiene asidero en el espectador, quien, aunque se espante de lo

que ocurre afuera en el mundo, no es afectado por ello en la seguridad de su hogar. Según Redeker

(2018), la proliferación de las imágenes de la muerte en pantallas, videojuegos, cine y televisión

contribuye a que la muerte se retire cada vez más de la vida íntima de las personas. La televisión

tiene el efecto de volver lo real irreal, pues, en palabras del filósofo, “no refleja al mundo, no es

una ventana abierta al mundo, que lo deja tal como es, no, lo transforma: absorbe lo real en lo irreal

y cambia lo lleno en vacío” (pág. 117). La muerte que vemos, constantemente, es la muerte

impersonal, la muerte del otro que no le dice nada a la persona sobre sí misma, ni sobre su

mortalidad.

Además de la distancia propia de los medios de comunicación masiva, que vuelven la

realidad meros datos que por sí solos no significan nada, la muerte que se muestra no corresponde

con la muerte que la mayoría de las personas tienen en la actualidad. Según varios estudios

realizados en las últimas dos décadas, como los conducidos por Young et al. (2008) y Bomblitz y

Brezis (2008), la representación de las enfermedades y la muerte en los medios de comunicación

es desproporcionada respecto a las afecciones que verdaderamente padecen las personas en todo

el mundo. En términos generales, estos estudios coinciden que los medios suelen representar en

demasía las muertes violentas por terrorismo y homicidios. A pesar de que la primera causa de

muerte en el mundo son las enfermedades cardiovasculares, estas reciben poco cubrimiento en

comparación con el cáncer, la dolencia de la que más se habla en medios. También encontraron un

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cubrimiento desproporcionado de amenazas de epidemias y bioterrorismo, eventos que tienen

menor probabilidad de ocurrir y que, con la excepción de la pandemia de COVID-19 de los años

2020 y 2021, representan una proporción pequeña de las causas de muerte. Shen et al. (2017)

sugieren que la percepción del público se ve altamente afectada por los medios, y que, en general,

las personas consideran que las muertes que reciben un mayor cubrimiento mediático son más

graves y frecuentes que otras, aunque esto no tenga ninguna correlación con la experiencia y

muerte real de la gente.

La distancia que las sociedades contemporáneas han tomado con la muerte a través del

aislamiento de los moribundos y los cadáveres, del silenciamiento del dolor y el duelo y de la

desfiguración mediática de la muerte, ha permitido que, aunque la muerte siga siendo inevitable,

ahora las personas puedan vivir como si nunca tuviesen que morir. Aunque técnicamente

admitamos que moriremos, y por ello contratemos seguros de vida y cuidemos de nuestra salud,

en realidad, parece que no nos sentimos mortales (Ariès, 2011). Esto es posible no solo por el

ocultamiento de la muerte en la vida cotidiana, sino también por el nuevo horizonte de expectativas

de curación y prolongación de la vida que abrió la tecnología médica en el siglo XX.

Como vimos en el primer capítulo, la medicalización de la muerte ha implicado un cambio

radical en su comprensión. Con los progresos de la técnica, la medicina complejizó la muerte al

volverla asunto de decisión humana y al cuestionar su necesidad e inevitabilidad, ya que la muerte

fragmentada, reducida a sus procesos fisiológicos, puede ser solucionada técnicamente. La nueva

incertidumbre médica sobre la muerte ha creado innumerables conflictos éticos en la práctica.

También ha contribuido a exacerbar la confusión del público general que teme a la muerte y no

sabe si debe aceptarla o rechazarla (Callahan, 2000). El ser humano siempre ha soñado con la

salud, la juventud, la longevidad y la inmortalidad, pero las biotecnologías han convertido esas

ilusiones en expectativas concretas que se espera sean cumplidas en el futuro cercano. De esta

manera, el temor creciente que Ariès (2011) encuentra en la historia de las actitudes frente a la

muerte, ha encontrado un paliativo en los nuevos horizontes abiertos por la técnica médica. El ser

humano moderno no solo oculta la muerte, sino que sueña con su erradicación.

La inmortalidad que anhela el hombre moderno difiere categóricamente de la inmortalidad

religiosa que antaño se predicaba. No se trata de una superación de la muerte post-mortem, de la

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confianza en la persistencia del espíritu, de aquello que subyace la materialidad y la explica. Los

hombres y las mujeres hoy sueñan con una inmoralidad ante-mortem, aquella que no les demande

pagar el precio de la muerte para obtener la vida eterna. Una inmortalidad que, en palabras de

Redeker (2018), no pasa por la espiritualidad sino “por la técnica, la farmacia, la informática y la

biotecnología” (pág. 41). Sueñan con ella no solo por las posibilidades de la técnica y su temor a

la muerte, sino también porque el hombre moderno ya no se ve a sí mismo como un alma con

cuerpo, sino como un Yo que es todo cuerpo. Para este nuevo hombre, que Redeker (2014)

denomina Egobody, el alma, la única capaz de la inmortalidad espiritual, ha sido reemplazada por

conexiones neuronales explicables fisiológicamente. De esta manera, el cuerpo, como totalidad

del Yo, se ha convertido en el vehículo predilecto para el perfeccionamiento del ser humano, el eje

determinante para la consecución de la felicidad, la virtud y la inmortalidad.

Este es el proyecto transhumanista, que busca el perfeccionamiento de la raza humana por

la intervención intensiva de la técnica para eliminar el envejecimiento, y mejorar

significativamente las capacidades físicas, psicológicas e intelectuales del ser humano (Del Águila

& Solana, 2015). Para Cordeiro y Wood (2019), promotores de este proyecto, el triunfo definitivo

sobre la muerte está cerca y ya nos encontramos “entre la última generación humana mortal y la

primera generación humana inmortal” (pág. 273). Según sus estimaciones, entre el 2020 y el 2030

se erradicarán la poliomielitis y el sarampión, se descubrirán las vacunas contra el sida y la malaria,

y se conseguirá la cura de la mayoría de los tipos de cáncer y la enfermedad de Parkinson. Afirman

que el progreso tecnológico seguirá siendo tan rápido que para el 2045 ya se habrá alcanzado la

cura del envejecimiento y la muerte se volverá opcional. Para los autores, “es nuestro deber moral

y nuestra responsabilidad ética acabar con la principal causa de sufrimiento en el mundo” puesto

que “día tras día, en todo el mundo mueren alrededor de 100.000 personas inocentes debido a

enfermedades relacionadas con el envejecimiento” (págs. 274-275).

Para Lucien Sfez (2008), en esto consiste la gran utopía del siglo XXI, la cual denomina la

utopía de la Gran Salud o de la salud perfecta, y que ha reemplazado a las utopías políticas y

sociales de los siglos anteriores. Ya el ser humano no sueña con una sociedad civilizada y

tecnificada que haya superado la barbarie. La experiencia de la Segunda Guerra Mundial hizo

manifiesto que nuestro verdadero enemigo se encuentra “en el interior del humano que quiere

destruir el equilibrio del planeta, en la ciudad, en nuestros genes” (Sfez, 2008, pág. 42). Por eso

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no solo basta con la superación de la muerte, sino que la vida humana que se inmortaliza debe ser

perfecta. Se debe alcanzar un nuevo tipo de hombre que, incluso antes del nacimiento, gozará de

la “Gran Salud” que le “quitará toda enfermedad hereditaria y toda predisposición a caer en

cualquier otra enfermedad” (Sfez, 2008, pág. 32). La salud de este nuevo hombre deberá estar a la

vez alineada con la del planeta, del cual también se buscará sacar todas las impurezas para asegurar

la salud y la inmortalidad de los individuos. Sin embargo, hay que cuestionarse si este ‘nuevo

hombre’, inmortal y que goza de la Gran Salud, sigue siendo hombre. En palabras de Redeker

(2018):

Deshacerse de la muerte es empezar a abandonar la humanidad. Es empezar a convertirse en otra

raza. Si la muerte se vuelve invisible, si se eclipsa de la vista y del pensamiento, de la ciudad, del

paisaje colectivo, entonces el hombre ya no puede estar dotado de un alma: se rebaja o se eleva,

como se quiera, al rango de autómata biológico. (pág. 156)

Ahora, el anhelo de inmortalidad no se refleja solamente en los postulados transhumanistas,

que representan su extremo radical. Para la mayoría de las personas hoy, el ocultamiento de su

mortalidad no se vive como una negación absoluta de la posibilidad de su muerte. Se trata de una

actitud un poco más modesta, de vivir sin tener que preocuparse por la muerte que, aunque sin

duda algún día llegará, lo hará en la lejana vejez, cuando ya se hayan cumplido todos los proyectos

personales y vivido todo lo que haya por vivir. Sin embargo, el ideal de “vida” que se promueve

es, para Redeker (2018), una “parodia de la inmortalidad” que se manifiesta en la búsqueda

constante de medios y técnicas para postergar la vejez y evitar a toda costa la enfermedad. Se trata

de la obsesión por la cosmética, el fitness, la cirugía plástica, las cremas anti-edad, y los

tratamientos farmacéuticos. En otras palabras, se trata de la búsqueda insistente por la salud, que

ha sido reivindicada como un derecho personal que debe ser garantizado por el Estado (Redeker,

2014).

Desde esta perspectiva, la inevitabilidad actual de la muerte da lugar a la expectativa de

que cuando llegue, lo haga lo más tarde y silenciosamente posible. Mientras haya vida, la medicina

debe contribuir a permitir al individuo vivir no solo más tiempo, sino hacerlo con más juventud y

buena salud. La tecnología deberá implementarse hasta el último instante, tratando de no cruzar

los límites mínimos de la dignidad humana (Callahan, 2000). Idealmente la muerte llegará en el

sueño, de repente, y ojalá sin el desgaste de una enfermedad.

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Por esto, Redeker (2018) encuentra en algunas justificaciones de la eutanasia, en apariencia

caritativas con el sufrimiento extremo del otro, una expresión del ‘inmortalismo transhumanista’

del hombre moderno que afirma “que la única vida que merece ser vivida es la vida incorruptible,

sana. En otras palabras, la vida potencialmente inmortal” (pág. 155). Critica, como muchos otros,

la equiparación que algunos defensores de la eutanasia hacen entre ‘eutanasia’ y ‘muerte digna’,

como si el dolor, el sufrimiento, la enfermedad y la vulnerabilidad no tuviesen dignidad. Si bien

en los países que han aprobado la eutanasia activa hasta el momento la legislación suele ser

bastante restrictiva en los criterios para la autorización del procedimiento, es notable el que la

mayoría de las peticiones realizadas para eutanasia no se realicen por la presencia de enfermedades

terminales y de dolor intratable, sino por temor a la pérdida futura de la autonomía y la capacidad

de disfrute de ciertas actividades (Pies, 2018).

Por lo anterior, no hay que confundir la abundancia de discusiones sobre la eutanasia como

el retorno de la muerte al debate público en la sociedad. Para Redeker (2018), se trata de todo lo

contrario. En sus palabras:

La eutanasia, muy extrañamente, tal vez paradójicamente, en la medida en que no tolera nada más

que la vida supuestamente digna de ser vivida es una negación de la muerte. La eutanasia mata a

humanos a la vez vivos y agonizantes para negar la muerte. Es una rebeldía contra la muerte. (pág.

155)

2.3. La paradoja del ocultamiento

Hasta ahora, hemos esbozado el ocultamiento contemporáneo de la muerte desde la perspectiva

histórica de Ariès, que ve en el siglo XX la pérdida radical de la familiaridad con la muerte que

antes era central en la vida de las personas. Sin embargo, como veremos a continuación, el temor

a la muerte trasciende sus expresiones históricas y, como lo han señalado muchos filósofos, hace

parte de la condición existencial del ser humano.

La muerte, en sí, no tiene sentido ni lo promete. Como afirma Redeker (2018),

“completamente desnuda, la muerte es para los hombres lo contrario del sentido. Les parece

absurda, injusta, escandalosa […] que carece de justificación y a veces incluso de nombre” (pág.

19). En la muerte el hombre se enfrenta a la posibilidad del fin del sentido, y es esto a lo que más

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teme. Desnuda, sin armamentos ni disfraces, pone al hombre frente al crudo hecho de su

vulnerabilidad profunda y esencial.

De acuerdo con el filósofo Hans Blumenberg (2003), el ser humano experimenta el

universo como un ‘absolutismo de la realidad’, esto es, como un todo que se le manifiesta como

carente de sentido y propósito, indiferente a sus intereses y supervivencia. Siguiendo la tradición

de pensadores como Gehlen, Plessner, y Cassirer, afirma que el hombre es un ser

fundamentalmente carencial y biológicamente desvalido que, en comparación con otros animales,

no cuenta con las condiciones físicas suficientes para asegurarse su supervivencia en la intemperie

(Hernández, 2015). Por ello, si fuese posible imaginar un estado de naturaleza hipotético del ser

humano, antes de la creación de la cultura y de su vida en sociedad, este sería un estado de total

angustia y perplejidad frente a la inminencia de su deceso como consecuencia de no tener a su

mano las condiciones necesarias para asegurarse su existencia (Blumenberg, 2003).

Para el filósofo, si hay algo característicamente humano es la capacidad que tiene de

saberse vulnerable ante el absolutismo de la realidad. Esta conciencia lo abre a la vez al terror y a

la salvación, pues implica una apertura tanto a la angustia de su inevitable pero impredecible

deceso, como a la posibilidad de anticiparse a lo que lo amenaza para asegurarse su supervivencia.

Frente a la inminencia de su mortalidad, el hombre tiene la posibilidad de la actio per distans, esto

es, de actuar desde la distancia que le permite su poder de anticipación para ganarle tiempo al

peligro. Esto lo realiza mediante la creación comunitaria de símbolos y lenguaje a través de los

cuales crea cultura e instituciones que le permiten orientar y regular su acción en el mundo. Por

medio de estos artificios, el hombre, en tanto animal symbollicum, puede habitar el mundo hostil

como si fuese comprensible y predecible, reemplazando lo inhóspito por lo que le es familiar. Esto

indica, en palabras de Blumenberg (1999), que la relación del ser humano con la realidad es

“indirecta, complicada, aplazada, selectiva y, ante todo, «metafórica»” (pág. 125).

De este modo, el hombre dispone de lenguaje e imaginación para hacerle frente a la

conciencia de su fragilidad y darle un rodeo a la realidad que, de ser vista en su desnudez, podría

sumirlo en una angustia paralizante. Por ello, Gadamer (2001) afirma que la experiencia de la

muerte ocupa un lugar central en la historia de la humanidad y en el surgimiento de la cultura.

Independientemente de las ideas sobre la vida y la muerte en las que se basaran las antiguas

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costumbres, todas las culturas comparten en su fundamento el intento de hacerle frente al absurdo

de la muerte. En palabras del filósofo, “todos los cultos testimonian que los hombres no podían ni

querían admitir el no-ser-más del muerto, su apartamiento, su definitiva no-pertenencia”

(Gadamer, 2001, pág. 79). Para el ser humano, la idea de su muerte como el fin absoluto de una

conciencia que se proyecta al futuro resulta incomprensible. Por ello, puesto que por sí misma la

muerte no tiene sentido, los hombres le confieren sentido espiritual y social por medio de filosofías,

religiones y cultura (Redeker, 2018).

Sin embargo, la mediación simbólica que le permite al ser humano darle un sentido y un

lugar a su existencia en el mundo no es una barrera inamovible. Si bien sus artificios metafóricos

operan como un velo que permite disfrazar la realidad para evitar el encuentro desnudo con ella,

se trata de un velo poroso, traslúcido, que hace posible el rodeo permitiendo tanto la toma de

distancia frente a lo terrible, como la conservación de una cercanía necesaria. La relación simbólica

con el absolutismo de la realidad, con el absurdo de la muerte, es por lo tanto dinámica y permite

un movimiento constante de distanciamiento y cercanía. No es un alejamiento que implique

represión ni ocultamiento total de la realidad innegable. Por el contrario, se trata de un mecanismo

que le permite al hombre llevar con sentido la conciencia sana de la realidad última de su finitud,

a la vez conservando una distancia suficiente para poder sobrevivir y proyectarse en el futuro.

Es el rodeo simbólico de la muerte lo que permite tener una relación de familiaridad con la

realidad hostil. En esto consiste la familiaridad y domesticación de la muerte que Ariès encuentra

en las culturas antiguas. No se trataba solo de la presencia constante de la muerte en la vida

cotidiana, sino también de la fuerza que tenían los recursos simbólicos y rituales de las sociedades

para hacerle frente. La muerte familiar es aquella que tiene sentido, cuya presencia, aunque

constante, pueda ser incorporada en la comprensión de una vida y, por ello, no sea solo ruptura,

no lance a los hombres al desespero del absurdo. Como afirma Illich (1975), “cada cultura

proporciona no sólo instrucciones para labrar la tierra y luchar, sino también una serie de reglas

con las cuales el individuo puede arreglárselas con el dolor, la invalidez y la muerte” (pág. 115).

El acercarse y alejarse de la muerte, que permite la familiaridad con ella, hace también que

la experiencia que el hombre tiene de esta sea siempre compleja y profundamente paradójica.

Redeker (2018) señala tres paradojas en la experiencia humana de la muerte. En primer lugar, la

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muerte es lo más trivial y a la vez lo más enigmático. Aun siendo un hecho necesario e inevitable

para toda forma de vida, del cual tenemos evidencia constante en nuestro entorno y nuestro cuerpo,

se presenta como enigma ante el ser humano. La muerte escapa su aparente trivialidad y permanece

oculta a la razón humana, que está orientada a la búsqueda de aquello que la experiencia de la

muerte le niega: unidad, continuidad e infinitud. La capacidad de anticipación de la conciencia es

a la vez una apertura al porvenir y certeza de su futuro cierre. La muerte, por ello, siempre se

presenta como el fin indeseado pero necesario a nuestras proyecciones. Aunque sepamos que la

muerte llegará, no podemos reducir la angustia que nos produce, ni abordarla de frente sin más.

Tampoco podemos negarla del todo, pues la muerte siempre nos acompaña, nos acecha (May,

2009). En palabras de Redeker (2018):

La anticipación, ligada al logos, es al mismo tiempo: apertura de la existencia a la existencia y

apertura de la existencia al cierre de la existencia, la muerte. […] Cada uno de nosotros anticipa

sus éxitos (invierte toda su vida en la llegada del por-venir) que la muerte puede interrumpir en un

minuto. Es así que, según Heidegger, el hombre es el ser que va al encuentro de la muerte; no el

ser que debe morir, sino el ser para quien la muerte es lo posible conocido e incierto en cada

segundo. (págs. 18-19)

En segundo lugar, la muerte es lo más anónimo y a la vez lo más personal. Todo cuanto

existe perece, toda vida llega a su final. La muerte es el destino colectivo compartido por todos.

Destino neutro e infinito que, además, es condición de la supervivencia de la especie, de su

regeneración y adaptación a un mundo siempre cambiante. Sin embargo, “nadie se conforma con

el sentido específico de la muerte, del sentido de la muerte para la especie, porque cada uno exige

sentido para su muerte, su propia muerte” (Redeker, 2018, pág. 21). El individuo experimenta su

muerte y la muerte de sus seres queridos como condenas personales, rupturas que marcan la vida

de manera indeleble. Por ello, para May (2009), el que muramos es el hecho más importante del

ser humano, el que tiene más peso sobre nuestra existencia. La muerte tiene el potencial de negar

todo en la vida y terminarlo abruptamente, pero el que seamos conscientes de esto contribuye a

que la muerte influya de manera decisiva en el modo como elegimos vivir y a qué le damos valor

en nuestro día a día.

Finalmente, la muerte es lo más repugnante y lo más fascinante. El hombre se distancia de

la muerte, la niega para poder vivir, por la angustia que le produce su presencia desnuda, augurio

del fin de sí y de todo lo que importa. También la repele por su manifestación en el cuerpo, en el

cadáver en descomposición. Incluso antes de la llegada de la muerte, su presencia se percibe y se

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rechaza en el cuerpo que se enferma, duele, envejece, huele y tiene aspecto indeseable. La muerte

nos repugna, pero también ha sido objeto de fascinación como lo vimos al principio de este capítulo

en los recuentos que hace Ariès de los temas erótico-macabros del siglo XVIII. La fascinación está

ligada al deseo que encuentra en la muerte también una oportunidad, un cierre que es apertura. En

palabras de Redeker (2018):

Quizás solo soportamos esta historia que es nuestra vida (Eros) porque sabemos que ella terminará

(Tánatos): el saber de la muerte, así como lo sugirió Lacan, es entonces lo que hace aceptable la

vida. El reto no es tanto el de aceptar la muerte como el de aceptar la vida. Heidegger y Fink

interpretan a Heráclito en este sentido: los dioses griegos envidian la vida de los hombres porque

esta concluye en la muerte. (pág. 27)

Las tres paradojas enunciadas por Redeker (2018), el que la muerte sea trivial y enigmática,

que sea anónima y personal y que sea repugnante a la vez que fascinante, indican aquello que

verdaderamente queda oculto en la relación del hombre contemporáneo con la muerte. El enigma

se pierde en la reducción biológica de la muerte y su fragmentación en procesos fisiológicos, así

como en la insistencia en la prolongación de la vida del cuerpo. Su anonimidad ha perdido

relevancia en la priorización de la historia individual de la persona que muere en un contexto de

pluralismo donde las narraciones culturales colectivas han perdido terreno. Su fascinación se ha

desvanecido en la repugnancia del cuerpo enfermo que se busca corregir, y en la sobre exposición

mediática de imágenes de la muerte que ya no significan nada. La paradoja del ocultamiento actual

de la muerte es que entre más hábiles nos volvemos en distanciarla de la vida cotidiana de las

personas, más nos distanciamos también de la capacidad de hacerle frente y darle sentido, de

acceder al lado luminoso que hace parte de su enigma. Por lo tanto, el ocultamiento actual termina

siendo un desnudamiento, un camino al sin sentido.

En el debilitamiento de las grandes estructuras de sentido en las sociedades

contemporáneas, particularmente en Occidente, el velo metafórico que hace posible la familiaridad

con la muerte ha perdido su fuerza. Como afirma Han (2020), el mundo hoy sufre de una carestía

de lo simbólico, que ha sido reemplazado por los datos y las informaciones. En este vacío

simbólico, en sus palabras, “se pierden aquellas imágenes y metáforas generadoras de sentido y

fundadoras de comunidad que le dan estabilidad a la vida. Disminuye la experiencia de la duración.

Y aumenta radicalmente la contingencia” (pág. 12). Para el filósofo, la pérdida de lo simbólico y

lo ritual se dan en el contexto de sociedades globalizadas capitalistas que han priorizado al

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individuo como unidad de producción de sentido y ‘autenticidad’ que solo puede ser accedido a

través del trabajo y el rendimiento personal. Las experiencias de dolor, sufrimiento, enfermedad y

muerte, en las que se pone en juego la vida misma, han sido privatizadas como acontecimientos

individuales, sin mediación comunitaria ni referencia política o pública (Cardona, 2021). Por ello,

las prácticas culturales que hacían posible a las personas arreglárselas con el sufrimiento y la

muerte, han sido reducidos a meros productos de la industria cultural. En palabras de Cardona

(2021), “la industria cultural estandariza los rituales que permitían antes que los individuos

relaboraran su vida y muerte en el seno de la comunidad. Hoy estas estrategias comunitarias de

delegación y de actio per distans son sustituidas por meros agenciamientos empresariales” (pág.

10).

En la ausencia de rituales y estructuras de sentido compartido, la vida queda completamente

desprotegida, expuesta al desamparo y a la intemperie trascendental (Han, 2020). La medicina

científica, aunque exitosa en el manejo de la enfermedad, no es fuente de sentido para el individuo

que la busca como paliativo para el sufrimiento frente al cual cada vez carece más de recursos

culturales para tramitarlo. Blumenberg advertía, por ello, del peligro que existe de la elevación de

la ciencia como fundamento de todas las dimensiones de la experiencia humana. La ciencia, a la

vez que permite la profundización en el conocimiento y dominio de la naturaleza, devela la

indiferencia del cosmos, el absolutismo de la realidad (Wetz, 1996). Esto no representa ningún

problema para la ciencia, que pretende un conocimiento objetivo de la realidad y no su

fundamentación metafísica. Sin embargo, sí es problemático para el ser humano que está orientado

a la búsqueda del sentido para hacerle frente a su vulnerabilidad (Vallejo, 2017). La ciencia es

insuficiente para aminorar la angustia existencial del hombre, especialmente desprovista de otras

herramientas simbólicas que la acompañen.

Así pues, la pretensión de ocultar la muerte en su totalidad hoy, y no solo de manera

simbólica, expone al ser humano al sin sentido de la muerte. Este sinsentido lo lanza a su vez de

manera más contundente a la búsqueda por la supresión técnica del sufrimiento y, con suerte, de

la mortalidad y el absurdo. Pero la medicina, practicada en este sentido, no actúa como paliativo

real, sino que aumenta la ansiedad frente a la muerte que se ve como un fracaso. En este círculo

vicioso, el buen morir se disuelve y cede su lugar a muertes que no pudieron ser evitadas, muertes

quizás menos dolorosas pero que no se sabe si son buenas y dignas, si realmente tienen sentido.

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Con el ocultamiento de la muerte estamos perdiendo la capacidad de ver el lado luminoso de la

muerte, de verla como una oportunidad, como un don que es la llave a lo más íntimo del ser

humano, al sentido profundo de la vida que se manifiesta no solo en su persistencia sino también

y, sobre todo, en su cierre.

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CAPÍTULO 3

LA CONVERSACIÓN HOSPITALARIA SOBRE EL BUEN MORIR

En el primer capítulo se exploró cómo la medicalización de la muerte durante el siglo XX despertó

un interés en la pregunta por el buen morir. ¿Cómo deberíamos atender a los pacientes al final de

su vida para que el manejo técnico no les arrebate su dignidad? ¿Cómo asegurar que se pueda

morir bien en el entorno clínico y social que ha transformado radicalmente el contexto en el que

las personas fallecen? Como vimos, una gran parte de las respuestas que la bioética ha sugerido a

estas preguntas, y que han llevado a soluciones en la práctica médica, tienen que ver con el respeto

por la autonomía del paciente y los cuidados al final de la vida. Así, frente al aumento del poder

médico sobre la enfermedad y la muerte y a la complejidad que estos fenómenos han adquirido, la

alternativa ha sido pasar de una medicina paternalista a una atención centrada en la escucha del

paciente. Según este nuevo modelo, las estructuras burocráticas y legales de la industria médica

deberían procurar, idealmente, atender a la salud de las personas según sus metas individuales y

su contexto cultural, protegiendo siempre su dignidad, autonomía y bienestar.

Sin embargo, como se vio en el segundo capítulo, el proceso de medicalización se ha dado

en el contexto más amplio del ocultamiento cultural de la muerte. La sociedad que desea

distanciarla y disimular su presencia para poder vivir como si no se tuviese que morir, encuentra

en la técnica médica un horizonte nuevo de expectativas sobre la futura superación de la

mortalidad. Esto a su vez alimenta la comprensión de la muerte como una realidad indeseada y

terrible que desgarra la existencia humana. Es un ocultamiento que no solo afecta a la muerte, sino

también al dolor, la enfermedad y todas las ‘negatividades’ de la vida humana que se ven como

obstáculos para alcanzar la felicidad aquí y ahora. El individuo es quien está a cargo de esta

búsqueda del bienestar y quien, con su voluntad y capacidad productiva, debe elegir la positividad

y tramitar sus padecimientos en privado, muchas veces sin la mediación comunitaria, simbólica y

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ritual. que antaño era fundamental para poder encarar lo incomprensible del dolor y la muerte y

brindarles un sentido y un lugar en la vida.

A pesar de los intentos por humanizar la muerte, aún hay mucho camino por recorrer. Como

lo afirma Clark (2002), hoy hay dos movimientos paralelos en la medicina y la sociedad que se

mueven en dirección contraria: uno hacia la aceptación de la muerte, principalmente en los

servicios de cuidados paliativos, y otro hacia su superación a través de la técnica y la

medicalización. Esta división también se expresa en la discrepancia que hay entre el ideal que las

personas tienen sobre la buena muerte y lo que de hecho termina ocurriendo al final de su vida. En

efecto, aunque son más las personas que afirman su anhelo de morir en casa, sin dolor y rodeados

de sus familiares, la mayoría sigue falleciendo en contextos altamente medicalizados (Llobet et

al., 2020) (incluso cuando mueren en casa). Esto se debe en parte a las barreras institucionales para

el acceso a servicios de salud de calidad, que son abundantes y afectan de manera

desproporcionada a las personas y países de más bajos recursos. Sin embargo, también obedece a

que el ocultamiento de la muerte y el rechazo a sus manifestaciones corporales en la enfermedad

y la vejez conducen a que las personas (y muchos profesionales de la salud) insistan en realizar

intervenciones médicas hasta el último momento sin dejar el espacio o el tiempo necesarios para

que se pueda morir bien.

Este capítulo versará sobre este último punto, es decir, sobre el modo en el que el

ocultamiento de la muerte y su medicalización interfieren con el buen morir y su preparación. Para

profundizar en este asunto, se explorarán dos conceptos que consideramos fundamentales para el

buen morir pero que actualmente son negados en la experiencia de la muerte, estos son: el rol del

moribundo y el sentido de la agencia del moribundo. A partir del análisis de estos dos elementos

se sugerirá la importancia de recuperar una disposición de acogida frente a la muerte a través de la

conversación hospitalaria como condición para la preparación del buen morir. Finalmente, se

terminará con una reflexión sobre cómo esta disposición frente a la muerte debe cultivarse y

ejercitarse a lo largo de toda la vida y no solo en su final.

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3.1. El rol del moribundo

El propósito de proteger los deseos del paciente sobre el cuidado que quiere recibir al final de su

vida recuerda el protagonismo que tenían los moribundos en la época que Ariès (2011) denomina

la ‘muerte domesticada’. Un ejemplo del rol central que asumía la persona en su lecho de muerte

se encuentra en la historia de la muerte de Guillermo el Mariscal, contada en el capítulo anterior.

Como se recordará, cuando el Mariscal presintió que su muerte estaba cerca, se preparó y se

dispuso a esperarla. Esto lo hizo en su hogar, donde fue cuidado y acompañado por su familia y

otros miembros significativos de su comunidad. Allí también fue visitado por el sacerdote, que

atendía a su espíritu, y el médico, que lo apoyaba con su técnica según fuera necesario. Todos

giraban en torno al moribundo en tanto protagonista de un importante y solemne evento: su

transición a otro estado del ser. La muerte fue esperada por todos con paciencia durante varias

semanas mientras el Mariscal se debilitaba y desvanecía lentamente. Sus acompañantes le

apoyaban respondiendo a sus necesidades de cada instante dejando a la naturaleza actuar sin buscar

postergar o anticipar el fallecimiento.

Esto coincide, a grandes rasgos, con las características de la ‘buena muerte’ a la que la

cultura moderna occidental aspira y que se ven reflejados en el proyecto de los cuidados paliativos.

Estas son, según Clark (2002): que la muerte sea indolora, que haya conciencia de su inminencia,

que se de en el hogar en la presencia de familia y amigos, que permita la resolución consciente de

conflictos personales y asuntos sin resolver, que potencie un crecimiento personal y que se de en

circunstancias coherentes con las preferencias y creencias del moribundo.

Todas estas condiciones de la buena muerte ideal requieren tiempo de preparación que para

Guillermo el Mariscal inició con el presentimiento de la llegada de la muerte. Se requiere tiempo

para hacerle frente a la realidad de la muerte y sentir la ira, el dolor y la frustración que muchas

veces anteceden la aceptación15. Tiempo para disponer de los asuntos pendientes y preguntarse a

sí mismo sobre lo que verdaderamente importa. Tiempo para conversar con los seres queridos y el

15 Según el trabajo de Elisabeth Kübler-Ross (2014), la aceptación es la última de las cinco etapas del

duelo por las que pasan tanto los dolientes como los moribundos en el proceso de aceptar la muerte. Las cinco

etapas son: negación, ira, negociación, depresión y aceptación.

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equipo médico para planear en conjunto lo que pueda ser planeado. Tiempo para reflexionar y

cerrar asuntos pendientes. Tiempo que, de cara a la muerte, es un privilegio y un don que le permite

al ser humano trascenderse y elevarse por encima de su ego en una genuina actitud de

desasimiento. En palabras de Han (2018):

La finitud eleva al hombre. Le posibilita una singular experiencia del tiempo como don. Quien tiene

el tiempo limitado no custodia el resto de su tiempo como su bien preciado, pues lo ha regalado

todo hasta el final, se ha vaciado a sí mismo. Consigo mismo él ya no se encuentra en casa, sino

como invitado. Esta singular figura del «estar consigo mismo como invitado» cuestiona

radicalmente la habitual economía doméstica, que es la economía de la posesión. (pág. 260)

Este tiempo del morir, antes puesto en marcha por el ‘anuncio’ de la muerte, hoy depende

del diagnóstico médico del estado terminal. Ya no hay cabida para un presentimiento profundo de

que el final se acerca, puesto que se considera que es el experto médico el único que puede

determinar con precisión la salud y enfermedad del cuerpo. Por eso actualmente hay una gran

diferencia en las posibilidades que tienen las personas de planear su muerte según la enfermedad

que padezcan. Los pacientes de cáncer, por ejemplo, son quienes más acceso tienen a programas

de cuidado integral al final de la vida como los cuidados paliativos (que además fueron creados

específicamente para atenderlos). Ellos, así como personas con otros diagnósticos terminales,

suelen tener la oportunidad de planear sus propias muertes, porque comprenden, en mayor o menor

medida, las posibles trayectorias de su enfermedad incluso antes de someterse a los tratamientos

disponibles y, en consecuencia, tienen tiempo para prepararse.

El caso no es el mismo para los que padecen una o más enfermedades crónicas y de

progresión lenta. En el vaivén de múltiples ingresos y egresos hospitalarios y la esperanza de que

la muerte aún esté lejos, puede que estas personas nunca se den cuenta de que han entrado en la

etapa final de su vida (Latham, 2015). Por ello, hoy muchos siguen muriendo en contextos

altamente medicalizados en los que se insiste en intervenciones curativas hasta el último momento,

facilitando una ‘muerte sin morir’ (death without dying) (Krawczyk, 2018). Como afirmó Gadamer

(2001) décadas atrás, “la prolongación de la vida termina siendo una prolongación de la agonía y

[…] la desaparición de la experiencia de la muerte” (pág. 78). Así, el proceso por el que muchas

personas mueren por enfermedad o vejez ocurre, según Krawczyk (2018), de la siguiente manera:

Imagínese en el siguiente escenario. Ha estado viviendo, posiblemente por años, con los síntomas

progresivos de una enfermedad grave. Quizás más de una. Se ha enfermado lo suficiente para

requerir hospitalización, probablemente no por primera vez. Quizás haya atravesado un episodio

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crítico previo, o varios, y a través de intervenciones médicas se ha recuperado lo suficiente. Usted

y su familia pueden esperar que este ciclo continúe indefinidamente. Puede que alguien le haya

dicho o no, en un lenguaje sencillo, que su enfermedad es terminal. O, aunque usted lo sepa, puede

que realmente no crea que este ingreso hospitalario en particular pueda ser el último. O tal vez

sospeche que lo puede ser, pero quiere “luchar” por su vida pase lo que pase, incluso porque no

quiere decepcionar a quienes lo aman. O tal vez no tenga mucha conciencia, al estar luchando con

el delirio o una demencia progresiva.16

Esto sucede, por ejemplo, con muchos pacientes de Alzheimer y otras formas de demencia

que, a pesar de ser unas de las causas más comunes de muerte en personas mayores de 70 en los

últimos años (Ritchie & Roser, 2018), siguen sin ser popularmente consideradas como

enfermedades terminales (Richards, 2018). Por ello, estos pacientes y sus familias suelen tener una

menor disposición a llevar conversaciones sobre las metas del cuidado con el equipo médico y a

acceder a servicios integrales que atiendan sus necesidades psicológicas y espirituales durante este

tiempo.

La medicalización ha borrado el hecho de que un diagnóstico es siempre más que una

información sobre el cuerpo. Respecto a la muerte, la confirmación de que se ha entrado en la

última etapa de la vida puede ser una condición necesaria para que se dé inicio al proceso final de

preparación, de darle cabida a la experiencia del morir que no puede ser reducida a un

acontecimiento fisiológico. Como lo afirman Kastenbaum y Moreman (2018), puede que nuestros

órganos fallen, pero el morir solo ocurre en el espacio de la vida personal y social, y, por lo tanto,

solo tiene inicio cuando las circunstancias nos obligan a hacerle frente al hecho de la inminencia

de la muerte. En la prevención por conversar abiertamente sobre el final de la vida, muchos

médicos, que temen quitarle la esperanza a sus pacientes o fracasar en su profesión, también les

quitan a las personas la oportunidad de morir bien y de disponer del tiempo que les queda como

un don. Como lo afirma el bioeticista Stephen Latham (2015):

16 La traducción es mía. Cita original en inglés: “Imagine yourself in the following scenario. You’ve

been living, possibly for years, with the advancing symptoms of a serious illness. Maybe more than one. You

become ill enough to require hospitalization, probably not for the first time. Perhaps you have lived through a

previous critical episode, or several, and through medical intervention have recovered at a lower baseline. You

and your family may expect this cycle to continue indefinitely. You may or may not have had anyone tell you,

in plain language, that your disease is terminal. Or, while you are aware, you don’t really think that this particular

hospital admission could be your last. Or perhaps you suspect it might be, but you want to “fight” for life no

matter what, or even because you don’t want to disappoint those who love you. Or maybe you don’t have much

awareness at all, struggling instead with delirium or advancing dementia”. (Krawczyk, 2018)

Page 66: LA MEDICALIZACIÓN DE LA MUERTE Y EL VALOR DE LA

66

Los equipos médicos pueden ayudar a los pacientes moribundos y a sus familias a alcanzar sus

valores elevados al animarlos a comenzar a reconocer el proceso de la muerte desde el principio.

Esto no tiene por qué implicar ningún consejo para aceptar la muerte o suspender las intervenciones

médicas. El objetivo es simplemente dar a las personas la oportunidad de prepararse para la muerte

tan pronto como parezca posible. Sé que mi padre y mi madre se habrían beneficiado de alguna

discusión sobre su muerte poco después del diagnóstico de Alzheimer de mi padre. Cuando pensé

en tener una conversación seria con mi papá sobre lo que significaba su vida para él y para mí, él

ya no tenía nada que decir, y eso es una pena. Por difícil que sea para todos los interesados, muchos

pacientes y sus familias se beneficiarían si los equipos médicos tuvieran la previsión y el coraje de

decirles que, aunque esto puede no ser el final, puede que sea el principio del fin. (pág. 45)17

El reconocimiento y aceptación de la proximidad de la muerte ponen en marcha una

movilización personal y comunitaria que es parte esencial del buen morir. Particularmente cuando

el final está cerca la persona puede entonces asumir el ‘rol del moribundo’, que debería ser

diferente al ‘rol del enfermo’ con el que hoy se confunde. El estar enfermo mantiene en el horizonte

la curación. Se cuida del afligido y se le permite ausentarse temporalmente de sus

responsabilidades sociales para que su condición mejore y, una vez reestablecido el equilibrio,

pueda regresar al mundo como antes (Noyes & Clancy, 2016). El moribundo, por el contrario, no

carga con la expectativa del regreso. Según sea su estado de salud, puede que aún tenga total

independencia para seguir asumiendo sus otros roles un tiempo y realizar las disposiciones

necesarias. Saber que el cierre se acerca le permite transferir sus compromisos a otros de manera

permanente, realizar un testamento, priorizar las cosas en su vida y participar en la toma de

decisiones sobre su salud si tiene la capacidad de hacerlo.

Para que la persona pueda asumir este rol, debería mantener algún nivel de conciencia de

lo que realmente le está sucediendo. Cuando los programas de cuidados paliativos se enfocan

solamente en el manejo del dolor físico, el paciente a veces es sumido en la inconciencia,

quitándole la capacidad de ser el protagonista de su muerte. Para Curlin (2015), lo que ocurre en

17 La traducción es mía. Cita original en inglés: “Medical teams might also help dying patients and their

families to achieve high values by encouraging them to begin recognizing the dying process early on. This need

not imply any advice to acquiesce to death or to cease medical interventions. The aim is simply to give people

the opportunity to prepare for death as soon as it seems to be a possibility. I know that my own father and mother

would have benefitted from some discussion about his death very soon after my father’s Alzheimer’s diagnosis.

By the time I thought to have a serious conversation with my dad about what his life meant to him and to me, he

no longer had anything to say, and that is a shame. As difficult as it may be for all concerned, many patients and

their families would benefit if medical teams had the foresight and the courage to tell them that, though this may

not be the end, it may be the beginning of the end” (Latham, 2015, pág. 45).

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67

estos momentos es una tensión entre dos bienes a veces irreconciliables: el alivio del sufrimiento

y la capacidad para participar conscientemente en las tareas del morir bien. Muchas veces solo se

tiene en cuenta el primero y se olvida que el único bien en juego al final de la vida no solo es la

ausencia de dolor. Puesto que muchos pacientes solo son remitidos a cuidados paliativos en los

últimos meses o semanas de su vida, normalmente los más críticos, es comprensible que

usualmente lo único que haya que hacer por ellos sea ayudarles a calmar los intensos dolores que

los aquejan. Sin embargo, iniciar las conversaciones sobre el cuidado al final de la vida antes de

llegar a estos momentos puede ser la clave para que ambos bienes no entren en conflicto y para

que las intervenciones que se realicen sean verdaderamente coherentes con el sentido de la

dignidad de la persona. Es importante no perder de vista que el propósito real de los cuidados

paliativos no debe ser ayudar a pacientes enfermos a morir, sino ayudar a personas que están

muriendo (Curlin, 2015).

El reconocimiento del moribundo también da tiempo y espacio a para que la familia y la

comunidad se organicen en torno a sus necesidades y preparen, en la medida de lo posible, las

condiciones de su muerte. Particularmente en contextos sociales más tradicionales, la comunidad

es la que posibilita prácticas, rituales y espacios de conversación y búsqueda de sentido que le

ayudan a la persona y a su familia afrontar su situación. Este apoyo es necesario para un cuidado

integral del paciente que difícilmente puede ser brindado en su totalidad por los equipos médicos,

sin importar qué tan interdisciplinares sean. Si bien es importante que los servicios de cuidados

paliativos integren en su perspectiva las dimensiones religiosas y psicológicas del paciente, la

presencia de la comunidad no debe ser suplantada por estos, pues se corre el riesgo de usurpar su

lugar imponiendo modelos de espiritualidad profesionalmente determinados, que sean ajenos a las

creencias y valores del paciente (Curlin, 2015).

La comunidad es imprescindible para el cuidado del moribundo en sus últimos días. La

realidad humana de la muerte implica que con ella llegan amenazas de sufrimiento intenso, la

agudización de las necesidades básicas de la persona y múltiples responsabilidades morales que

requieren una respuesta comunitaria al acompañamiento de los moribundos (Ridenour & Cahill,

2015). Esto es cierto particularmente ahora que, por las consecuencias de la prolongación médica

de la vida, la muerte puede ser muy larga y el paciente suele requerir de cuidados especializados

en su hogar durante muchos años. En su libro Una muerte muy dulce, Simone de Beauvoir (1982)

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68

destaca la importancia que su presencia y la de su hermana tuvo para que la muerte de su madre

fuera ‘dulce’, a pesar de la agonía y los martirios médicos a los que estuvo sometida durante

semanas por un mal diagnóstico y múltiples intervenciones de cuestionable utilidad. En sus

palabras:

Efectivamente, en comparación con otras, su muerte ha sido dulce. «No me dejéis librada a las

fieras.» Yo pensaba en todos aquellos que no pueden dirigir ese ruego a nadie: la angustia de

sentirse un objeto indefenso, enteramente a merced de médicos indiferentes y enfermeras agotadas.

Sin una mano en la frente cuando los posee el terror; sin un calmante cuando el dolor los tortura;

sin una charla engañosa para colmar el silencio de la nada. (pág. 127)

Ahora que la muerte se ha hecho más prolongada que antes, los cuidadores de los pacientes

graves y moribundos se ven forzados a asumir una carga física y emocional abrumadora. Según

estudios, más de la mitad de los familiares que asumen el rol de cuidador de una persona que está

muriendo sufren de ansiedad o depresión (Gott, 2018). Muchos de estos también se ven afectados

físicamente, sea por lesiones adquiridas en el manejo de los pacientes o por enfermedades crónicas

que resultan del estrés constante. A esto se suma la carga financiera que implica el cuidado de otro

y que es devastadora para muchas familias. Se estima que estas condiciones seguirán empeorando

en los próximos años puesto que los cuidados de la creciente población de personas en la tercera

edad van a seguir desbordando las capacidades de los sistemas de salud. Esto resalta la importancia

de que los programas de cuidado integral cubran no solo al paciente sino también a sus cuidadores,

así como el que se considere la creación de programas estatales para el reconocimiento económico

y social de estas labores que suelen pasar desapercibidas, pero que son imprescindibles.

El reconocimiento de que el ‘rol del moribundo’ y el morir tienen un carácter social y

existencial más que médico, también permite ver desde otra perspectiva el problema discutido en

el capítulo primero de la complejidad de la determinación clínica del momento de no retorno en el

que el cuerpo empieza a fallecer. El diagnóstico de una enfermedad terminal o la determinación

exacta de que se está muriendo no debería ser el punto de partida de conversaciones sobre el

cuidado al final de la vida, pues ya puede ser demasiado tarde. Por ello, muchos defensores de los

cuidados paliativos promueven que estos servicios se brinden a pacientes con enfermedades graves

o crónicas y no solo a los que ya han entrado a la fase terminal. Estudios sugieren que iniciar una

implementación temprana de estos servicios, de manera simultánea con intervenciones curativas,

no solo mejora la calidad de vida de los pacientes durante la enfermedad, sino que incluso puede

Page 69: LA MEDICALIZACIÓN DE LA MUERTE Y EL VALOR DE LA

69

ayudar a que vivan un poco más que aquellos a los que solo se les realizan intervenciones curativas,

sin otro tipo de acompañamiento (Land, 2011). Puesto que la muerte es siempre ‘lo posible

conocido e incierto en cada momento’, no se trata, como se dijo anteriormente, de saber con

exactitud cuándo llegará el final, sino de aceptar con tranquilidad que es posible que haya llegado

el principio del fin.

El antiguo precepto hipocrático de tratar lo curable y no prometer tratar lo incurable es

difícil de cumplir hoy puesto que cada día mejoran nuestras capacidades técnicas para curar. Sin

embargo, el hecho de que la muerte no se anuncie de manera tan contundente como antes no quiere

decir que debamos dejar de estar atentos a ella y preparados para recibirla. El ‘rol del moribundo’

no tiene que ver con estadísticas ni con cuánto tiempo de vida se tenga y por eso no se puede

relacionar solamente a un diagnóstico clínico. Se trata de una disposición de espera a una muerte

que inevitablemente se aproxima en el horizonte, aunque no sepamos cuándo. El médico cirujano

Paul Kalanithi (2016), que murió en el 2015 de cáncer de pulmón cuando solo tenía 38 años,

explica en sus memorias publicadas póstumamente cómo tras su diagnóstico, su relación con las

estadísticas médicas cambió radicalmente. Entendió entonces que los pacientes no buscan

realmente el conocimiento científico que los doctores poseen, sino “la autenticidad existencial que

cada persona debe encontrar por sí misma”. Frente a este deseo, “profundizar demasiado en las

estadísticas es como tratar de saciar la sed con agua salada”, pues “la angustia del encuentro con

la mortalidad no tiene remedio en la probabilidad” (págs. 134-135)18.

Darle lugar a esta dimensión humana y a la importancia del estarse muriendo en la consulta

médica no solo abre el espacio para que la persona pueda empezar a asumir el ‘rol del moribundo’,

sino que también le permite al médico asumir un rol distinto frente al paciente. Curlin (2015), por

ejemplo, menciona cómo uno de los aspectos más refrescantes de su trabajo como médico de

cuidados paliativos fue el hecho de que, en sus encuentros con pacientes, la expectativa de la

curación ya no estaba presente. El que todos acepten que el paciente está muriendo, así no sepan

18 La traducción es mía. Cita en original en inglés: “It occurred to me that my relationship with statistics

changed as soon as I became one. […] What patients seek is not scientific knowledge that doctors hide but

existential authenticity each person must find on her own. Getting too deeply into statistics is like trying to

quench a thirst with salty water. The angst of facing mortality has no remedy in probability” (Kalanithi, 2016,

págs. 134-135).

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exactamente cuándo, ayuda a que la medicina pueda orientarse para apoyar a la persona en el

manejo de sus aflicciones y en dirección a la consecución de sus fines. Como en el lecho de

Guillermo el Mariscal, el médico asume el rol de acompañante de un acontecimiento en el que la

persona es la protagonista. Aquí no hay lugar al fracaso técnico, solo a la presencia humana que

es sanadora en sí pues, en palabras de Cardona (2021), “cuando el saber hacer encuentra su límite,

el ethos de la compasión y el consuelo tienen la última palabra” (pág. 13).

Como se ha visto, el reconocimiento del rol del moribundo es una condición importante

para que el enfermo, su familia, su comunidad y el equipo médico puedan organizarse en torno a

la buena muerte. Hablamos de ‘rol’ para resaltar su dimensión social y su diferenciación con otros

momentos de la vida, como el estar enfermo. Quien asume el ‘rol del moribundo’ no es, por lo

tanto, solo quien tiene un diagnóstico terminal y se encuentra en sus últimos momentos de vida

médicamente hablando. Se trata de todo aquel que se aproxima a la muerte, así no se sepa cuándo.

En sentido concreto, el concepto se refiere a la importancia de iniciar conversaciones sobre el

cuidado al final de la vida, con tiempo, cuando se aproxima una amenaza: sea por edad o por la

presencia de una enfermedad grave o crónica, aunque haya posibilidades de curación. En sentido

general, el concepto remite a la actitud de apertura y acogida que es importante tener respecto a la

muerte. Aunque la muerte no sea inminente, reconocerla y disponerse a recibirla da el tiempo y

abre el espacio que se requiere para morir bien.

3.2. La agencia pasiva del moribundo

El tiempo de morir, aunque importante, es temido. Por eso, hay quienes afirman que los hombres

contemporáneos no le temen a la muerte, sino al proceso de morir. Temen el sufrimiento intenso,

los padecimientos del cuerpo, la pérdida de la autonomía y la dignidad, la discapacidad y la soledad

de los hospitales y hogares para la tercera edad. Se idealiza una muerte sin dolor, enfermedad o

envejecimiento y, por ello, se considera que la buena muerte es también aquella que llega durante

el sueño, sin aviso, agonía ni previsión. Sin embargo, estos ideales, que rara vez se cumplen de

manera natural, pueden ser un obstáculo para el buen morir y una causa de la constante búsqueda

de la medicalización al final de la vida.

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71

La sociedad que oculta la muerte es también aquella que oculta el envejecimiento y la

enfermedad como manifestaciones de la mortalidad indeseada. La autonomía y la capacidad

productiva del individuo hoy son valoradas por encima de todo como las cualidades que le dan

valía a las personas y son fuente de su dignidad. Para Redeker (2017), vivimos en un contexto en

el cual la juventud es idealizada y la vejez rechazada, incluso por las personas mayores que anhelan

con mantenerse jóvenes, así sea de espíritu, hasta el último momento. Se ha perdido la imagen

antigua de la vejez como una edad digna de respeto y llena de sabiduría venerable, como una puerta

a una parte de la condición humana que es esencial a nosotros pero que permanece oculta a la

juventud saludable.

El rechazo de la vejez no solo tiene como consecuencia el distanciamiento y reclusión de

los ancianos más enfermos del espacio público, sino también una mayor dificultad para aceptar la

pérdida de capacidades de acción a causa de enfermedad o vejez. Corine Pelluchon (2013) recuenta

su conversación con un hombre de 78 años con cáncer de estómago y su esposa durante una visita

que estos hicieron al médico por los dolores que lo aquejaban. Durante una corta ausencia del

médico en la sala de citas, el señor exclamaba:

No pensé que terminaría mi vida en semejante estado de degradación. Es un final de vida triste para

mí y mis seres queridos […]. Lo que me gustaría es que se le ponga fin a esto rápido y sin dolor

[…]. Ser viejo es algo miserable (pág. 266).

Tras permanecer un tiempo en silencio, pues Pelluchon se encontraba allí como

observadora solamente, la filósofa decidió intervenir y le dijo al hombre:

¿Por qué dice usted que no es bueno para nada? Está repitiendo los clichés que se oyen en todas

partes: hay que ser joven, sano, productivo, eficiente, autónomo. ¡Ese tipo de clichés no da ninguna

oportunidad a quienes son dependientes, a los enfermos, a las personas de edad y ni siquiera a los

discapacitados! El dolor aparece de un momento a otro, no avisa. Hay que tomar los momentos en

que no hay dolor diciéndose a uno mismo que son instantes preciosos, que le arrebatamos. Usted

tiene miedo porque no controla las oleadas de calor. Pero eso es así. Es necesario aprender a no

tener el control de nada y vivir el día a día. Vivir cada instante. […] Esas virtudes – dejar de querer

controlarlo todo, vivir el día a día, viajar ligero – son las que hace falta adquirir para envejecer bien

e incluso para vivir bien. Mire todas esas imágenes que nos hacen creer que la vida es dominio,

potencia. Nos venden eso para que seamos productivos. Pero es falso. Las personas de edad deben

ser testimonio de esa verdad, dársela a conocer a la sociedad […] Es necesario cambiar las propias

representaciones. De tanto interiorizar todas esas imágenes negativas de la vejez y de la

discapacidad que vienen de la ética de la autonomía, ya uno no puede soportarse cuando envejece.

(págs. 266-267)

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72

La muerte, en la enfermedad y la vejez, nos pone frente al límite de todas las fantasías

humanas de control que son exacerbadas por las capacidades de la técnica. Morir bien no solo

requiere de un reconocimiento de su realidad abstracta o de su proximidad, sino también humildad

y apertura a las manifestaciones concretas de su presencia. Requiere de un saber sufrir, de darle

espacio también al padecimiento frente al cual no hay acción posible. Por ello, la agencia y el

protagonismo del moribundo no pueden ser confundidos con un ejercicio de la autonomía o la

determinación de las condiciones ideales de muerte. La planeación que es posible para el

fallecimiento es siempre circunstancial. Se trata más de una adaptación constante a las condiciones

cambiantes del final de la vida y a las aflicciones presentes que al seguimiento de un plan o

protocolo ya determinado. Ni la protección de las preferencias del paciente o su familia, ni un

mayor conocimiento médico sobre la muerte pueden cubrir el vacío de la incertidumbre que

siempre acompaña la enfermedad y la muerte y que hace parte de su enigma.

Al final de la vida, la autonomía no es lo más determinante y esto es algo que se evidencia

en el cuidado de los moribundos. Según Pelluchon (2013), la idea de que frente a la muerte el ser

humano se autoafirma y retoma el control sobre su vida, atendiendo a lo que le es más propio por

medio de elecciones libres y fuertes solo es cierto en personas sanas que aún tienen la muerte lejos

de sí. Mas el caso es muy distinto para aquellos que ya se encuentran en los últimos momentos de

su existencia. En palabras de la autora: “para aquel que se encuentra al final de la vida lo que prima

no es la libertad, sino la humanidad” (pág. 232). El moribundo siente la necesidad de una

autenticidad desprovista de las ilusiones y creencias sobre sí que normalmente dan sustento a sus

proyectos y ambiciones. La libertad que afirma no es la del voluntarismo, sino la del abandono y

la desposesión que se revela en la insignificancia que para él adquieren los objetos intramundanos

y las representaciones y actividades profesionales por las cuales se definía (Pelluchon, 2013). Se

afirma la libertad del presente, de la relevancia infinita de cada instante que ya no es proyecto, sino

que simplemente es.

La agencia y el esfuerzo de retirada del moribundo supone “una pasividad más pasiva que

toda pasividad” (Pelluchon, 2013, pág. 233). La intención de éste de poner las cosas en orden no

tiene que ver con un proyectarse ni con un poder-hacer. Más bien, se trata de un acto de desapego

que le permite liberar sus cargas y concentrase en la vida que le queda, en la presencia de su estado

actual. Frente a la muerte, el individuo se trasciende y se encuentra con su realidad más íntima en

Page 73: LA MEDICALIZACIÓN DE LA MUERTE Y EL VALOR DE LA

73

el descubrimiento de que su humanidad y su dignidad le es dada por otro: un otro que le cuida y a

través del cual reestablece la confianza con la vida, un otro que con su presencia le muestra que

no ha sido abandonado y que su valor no se encuentra en lo que pueda o no pueda hacer, sino en

el simple hecho de existir, de estar ahí delante. Para Pelluchon (2013), en esta condición se revela

el que “la humanidad del hombre no se reduce a su capacidad de decidir de manera autónoma. El

hombre no se define esencialmente por el proyecto” (pág. 235), sino más bien por su fragilidad

constitutiva que interpela al otro.

Las reflexiones de Pelluchon (2013) nos invitan a cuestionar el valor que hoy se les da a

los documentos de voluntades o directivas anticipadas como instrumentos predilectos para

preparar el buen morir. Al fijar los deseos y proyecciones de sí que la persona tiene en un momento

determinado, las voluntades anticipadas pueden negar el dinamismo de la experiencia humana,

pues un protocolo refleja la dinámica del vivir. La autora resalta que es común que los moribundos

se sorprendan a sí mismos con las reacciones frente a la vida y sus dolencias que manifiestan

durante los últimos meses de su existencia. El que la experiencia de la enfermedad y el fin de la

vida sean individuales e impredecibles, hace que los sentimientos y las sensaciones de estos

pacientes muchas veces terminen siendo “distintos de los que experimentaban cuando estaban

sanos y se preguntaban cómo se comportarían cuando la muerte estuviera cerca” (Pelluchon, 2013,

pág. 234). Parte esencial del estar enfermo y del ser doliente es la pasividad transformadora que

no deja al ser inalterado. Con lo anterior no se quiere decir que los documentos no sean

importantes, pero sí que el buen morir no puede ser acotado por ellos.

La autonomía, por lo tanto, no es lo más importante de cara al buen morir. Mucho más

importante es el saber sufrir. Saber que consiste en poder darle un lugar al dolor, la enfermedad y

la muerte en la vida sin que rompa con su sentido. Se trata de empezar a reconstruir el velo frente

al absolutismo de la realidad discutido en el capítulo anterior. Un velo simbólico que nos permita

tener una relación con aquello que nos desborda, el enigma de la muerte, sin caer en el miedo

paralizante, pero tampoco en la negación absoluta. “¡Dime cuál es tu relación con el dolor y te diré

quién eres!”, decía el filósofo Ernst Jünger (1995, pág. 13). El dolor debe tener cabida en las ideas

que tenemos de nosotros mismos, pues en su negación no hay vida humana posible.

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74

En la aversión al dolor hay un ideal vacío que nos deshumaniza y merma el potencial

creativo de la existencia humana que tiende a la búsqueda del sentido y el bienestar en sentido

profundo, aun cuando todo está perdido 19 . Como afirma Redeker (2017), el dolor, como el

sufrimiento y la muerte, humanizan. Son infortunios que, aunque es normal que sean recibidos con

agobio, también deberían ser recibidos con alegría porque nos señalan nuestra realidad más íntima

al mostrarnos que “no somos ni dios ni ángel ni bestia sino hombre” (pág. 63). No se trata de

problemas o acertijos que deban ser resueltos, sino de condiciones de nuestra existencia con las

cuales debemos aprender a vivir y a través de las cuales encontramos el sentido de lo humano. Su

aceptación no es resignación frente a una realidad inevitable, sobre todo teniendo en cuenta que el

dolor es, en realidad, cada vez más evitable técnicamente. Su aceptación es acogida del enigma,

es presencia consciente con aquello que, aunque incómodo y doloroso, es parte esencial de nuestro

ser y la única verdadera puerta al sentido.

Tanto para poder morir bien, como para poder cuidar de los moribundos con la compasión

que merecen, es necesario, como afirma Pelluchon (2013), cuestionar tanto las representaciones

negativas del sufrimiento, la vejez y la discapacidad, como la ética de la autonomía que prima en

la cultura moderna y la bioética. Esta debería ser reemplazada por una ética de la fragilidad “que

invite a pensar la humanidad más allá o más acá de la autonomía de la voluntad” (Pelluchon, 2013,

pág. 236). En esta ética, la dignidad no depende de la capacidad de autodeterminación, sino que se

manifiesta en el encuentro desnudo con el otro que me interpela a que lo acoja en toda la realidad

de su ser y en la infinidad de formas en las que se manifiesta su valía. En particular cuando se está

frente a una persona que está muriendo, que está gravemente enferma o que tiene una autonomía

reducida, esta ética llama al médico y al cuidador a dejar fuera de la habitación de la persona “las

representaciones que le hacen valorar la calidad de vida de alguien de acuerdo a su productividad,

19 Tras su reclusión en un campo de concentración durante la Segunda Guerra Mundial, Viktor Frankl

(1979) reflexiona sobre la importancia de la búsqueda del sentido aun cuando se ha tenido la experiencia del

absurdo y la barbarie más radicales. En sus palabras: “La principal preocupación de los prisioneros se resumía

en esta pregunta: ¿Sobreviviremos al campo de concentración? De no ser así, aquellos atroces y continuos

sufrimientos ¿para qué valdrían? Sin embargo, a mí personalmente me angustiaba otra pregunta: ¿Tienen algún

sentido estos sufrimientos, estas muertes? Si carecieran de sentido, entonces tampoco lo tendría sobrevivir al

internamiento. Una vida cuyo último y único sentido consistiera en salvarse o no, es decir, cuyo sentido

dependiera del azar del sinnúmero de arbitrariedades que tejen la vida en un campo de concentración, no

merecería la pena ser vivida” (pág. 92).

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75

su racionalidad, su autonomía e incluso su capacidad de volverse sobre sí mismo y de proyectarse

en el futuro” (Pelluchon, 2013, pág. 243). Antes que nada, la dignidad es reconocida en el trato del

otro, en el acercamiento, en el respeto, la caricia y la ternura.

El acercamiento a quien se encuentra en su estado de mayor fragilidad debe ser pura

pasividad también. Es exposición a su subjetividad, a su dolor y su fragilidad frente a los cuales

no cabe ninguna reflexión ni voluntad. Es poder acompañar en silencio, en la acogida del otro

desde la fragilidad desnuda que se comparte. Esa pasividad es condición de poder estar presente

sin agendas, de poder volcarse totalmente al cuidado del otro como un fin en sí mismo. Para

explicar la labor de los cuidados paliativos, Cicely Saunders (2011) recordaba las palabras que

Cristo le dijo a sus apóstoles en el Huerto de Getsemaní: “Velad conmigo”. Esta frase sugiere que

el que acompaña a un moribundo debe estar con él, ante todo, desde la sencillez de su presencia y

un profundo respeto por la persona enferma. Cuando Saunders (2011) le preguntó al capellán de

su hospicio en qué se basaba para realizar su trabajo, este respondió sencillamente que “en el

quebrantamiento (interior)”. Con esto, explicaba “que él no tenía nada que decir salvo quedarse en

una actitud de escucha atenta. Sin duda, las palabras ‘velad conmigo’ no significan apartar o

explicar o incluso comprender, sino que significan sencillamente ‘estar ahí’” (pág. 83).

La proximidad silenciosa también es un regalo para el que acompaña, que al abandonar sus

representaciones sobre el deber ser del otro y entregarse a la presencia, experimenta también la

dignidad de su propia fragilidad. Como lo afirma Kübler-Ross (2014):

Los que tienen la fortaleza y el amor suficientes para sentarse junto a un paciente moribundo en el

silencio que va más allá de las palabras sabrán que ese momento no es espantoso ni doloroso, sino

el pacífico cese del funcionamiento del cuerpo. Observar la muerte pacífica de un ser humano nos

recuerda la caída de una estrella; en un cielo inmenso, una de entre un millón de luces brilla sólo

unos momentos y desaparece para siempre en la noche perpetua. Ser terapista de un paciente

moribundo nos hace conscientes de la calidad de único que posee cada individuo en este vasto mar

de la humanidad. Nos hace conscientes de nuestra finitud, de la limitación de nuestra vida. Pocos

de nosotros viven más de setenta años, y, no obstante, en ese breve tiempo, la mayoría creamos y

vivimos una biografía única, y unos urdimos en la trama de la historia humana. (pág. 346)

La ética de la fragilidad que propone Pelluchon nos remite al ethos de la hospitalidad que

debe estar en el centro de la práctica médica y de cualquier actividad de cuidado. La hospitalidad

es una experiencia ética fundamental del ser humano (Cardona, 2021). Junto a ella, también está

la hostilidad, como resultado natural de las confrontaciones constantes a las que nos vemos

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expuestos y que nos llevan al rechazo de lo distinto que es amenazante. Por ello, Derrida (2008)

habla de ‘hosti-pitalidad’, señalando que “nuestra experiencia ética debe tener en cuenta, en todo

momento, el umbral necesario en el cual lo extraño se revela en su familiaridad y lo más próximo

en su extrañeza” (Cardona, 2021, pág. 11). El ethos de la hospitalidad indica el gesto de acogida

que debe tener quien ejerce el rol de cuidador, acogida que es también disposición a hacer de lo

extraño algo familiar, a darle lugar a lo que no puede ser dominado ni comprendido. Como afirma

Cardona (2021), se trata de una hospitalidad que también es paliativa porque reconoce su

limitación frente a lo que está fuera de su dominio. La pasividad que se asume frente a lo que no

puede ser controlado, llama a nuevas formas de proximidad en la oscuridad. En sus palabras, “no

podemos cambiar todo lo que quisiéramos o todo lo que nos acontece, pero podemos, por lo menos,

sobreponernos a la soledad que envuelve la presencia de lo verdaderamente desconcertante, el

aislamiento extremo de todo aquel que sufre” (Cardona, 2021, pág. 13).

Este ethos de la hospitalidad y la cultura paliativa no deben ser exclusivos de las unidades

de cuidados paliativos. Para Callahan (1993), la muerte debería ser vista como el fin necesario e

inevitable del cuidado médico, tanto en el sentido de su terminación, como de su finalidad. Además

del cuidado de la salud para llevar una buena vida, la medicina se debería orientar, en todas sus

especialidades y a lo largo de toda la vida del paciente, a la búsqueda del buen morir. Ni la

superación de la muerte, ni la supresión total del dolor o la enfermedad deberían estar en el

fundamento del ejercicio de la medicina. Teniendo en cuenta el rol social que cumplen los

profesionales de la salud hoy, como los expertos sobre todos los asuntos del cuerpo, son ellos

quienes, más que nadie, necesitan adoptar una disposición de acogida a la muerte que les permita

ayudar a sus pacientes en el reconocimiento de su mortalidad y de los límites de la medicina.

En consecuencia, los profesionales de la salud deberían participar desde su formación

universitaria en discusiones sobre la mortalidad y la fragilidad esencial del ser humano, así como

las limitaciones naturales a su saber. Deben prepararse para poder tener conversaciones difíciles y

honestas con sus pacientes incluso cuando no hay riesgo de muerte inminente. La búsqueda de una

buena muerte no se puede limitar a la creación de protocolos o más servicios especializados que

separen la muerte del resto del ejercicio normal de la medicina. Se requiere poder tener

conversaciones ‘hospitalarias’ que propicien la disposición de apertura a la muerte en la sociedad

y que permitan crear una cultura de hospitalidad y hosti-pitalidad, esto es, un contexto de acogida

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con aquello que no entendemos, pero que hace parte esencial de nuestro ser. Estas discusiones

siempre serán difíciles e irresolubles, pues esa es la naturaleza del problema. Por ello, para

conversar sobre estos temas, los médicos y el personal de la salud en estas conversaciones deben

abandonar, al menos por un instante, su condición de expertos para encontrarse con sus pacientes

como amigos que buscan acompañarlos en el tránsito por la cruda verdad de la muerte que nos

deja desnudos al sentido.

3.3. Vivir bien para morir bien

Hasta ahora se ha hablado de las condiciones para el buen morir desde la perspectiva del cuidado

al final de la vida. Se ha planteado la necesidad de reconocer el rol del moribundo y de darle tiempo

a este, a su comunidad y al equipo médico para disponerse en conjunto a recibir la muerte. El

tiempo se gana a través de la conversación abierta, hospitalaria, sobre la muerte y las metas finales

del cuidado, así como de la admisión anticipada de su proximidad. Adicionalmente, se afirmó la

importancia de comprender la agencia y protagonismo del moribundo no solo desde la

determinación autónoma de las condiciones de su cuidado, sino desde la pasividad propia del que

sufre y el que lo acompaña. Frente a la enfermedad y el morir, se requiere aceptación y presencia

tranquila para darle espacio a sus procesos. La apertura al enigma de la muerte abre a su vez el

camino a un ethos de la hospitalidad que permite nuevas formas de acompañamiento desde la

compasión y no desde la intervención médica. Esta hospitalidad frente a la muerte es lo que se

requiere para que la medicalización pueda ceder su lugar a la vivencia del buen morir que el ser

humano anhela como el cierre con sentido de su vida.

La hospitalidad a la muerte implica también reconocer que morir bien nunca será una

certeza. Su ocurrencia es tanto un don como una tarea para el hombre. Tener una buena muerte

siempre será un regalo, un don recibido en medio de las contingencias de la existencia. No se trata

de un acontecimiento que podamos planificar con protocolos, documentos e instrucciones. Sin

embargo, morir bien también es una tarea ética puesto que, aunque no podamos gestionar la muerte

a nuestro acomodo, sí podemos prepararnos de manera virtuosa para ella.

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A lo largo de la vida, podemos disponernos para darle la bienvenida, para acogerla como

lo extraño que se vuelve familiar. Esto lo hacemos al darle cabida al dolor, a la enfermedad, a la

contingencia en nuestra vida. Aún en un contexto cultural en el que las estructuras del sentido

parecen debilitarse y no contamos con tantos recursos tradicionales para hacerle frente a nuestra

fragilidad, la disposición humana al sentido se encuentra siempre abierta por la vía del sentir, del

preguntar, del imaginar y, ante todo, del conversar. Acogemos la muerte tanto en la presencia

silenciosa del dolor propio y ajeno, como en las discusiones que tenemos en comunidad sobre el

sentido del sufrimiento, los fines de la vida, y el fundamento de nuestra humanidad. Esta es una

preparación que no puede esperar al final, cuando ya puede ser demasiado tarde. Séneca (2005)

pensaba que solo los hombres necios afirman que la vida es siempre demasiado breve frente a una

naturaleza despiadada que entorpece todos los proyectos humanos. En realidad, contamos con el

suficiente tiempo para llevar una buena vida y para tener una buena muerte, siempre y cuando

orientemos nuestro ser a la búsqueda del sentido y a lo que verdaderamente importa, a vivir de

acuerdo con la virtud, como lo predicaba Sócrates.

El arte de morir bien, por lo tanto, es en realidad un arte de vivir bien que se cultiva a lo

largo de toda la vida en el hogar y la comunidad. En esto consiste el sentido originario de la

filosofía y de la ética en su preocupación por la vida bien vivida. Sócrates fue testimonio de esto,

tanto en su vida como en su muerte. En el diálogo platónico Fedón (2014), donde se narran las

últimas horas de vida del filósofo antes de que tomara la cicuta, Sócrates se muestra sereno, incluso

feliz, mientras conversa con sus amigos sobre la naturaleza del alma y espera el momento de su

muerte. Se encontraba tranquilo y dispuesto para recibir su muerte, aunque le hubiese sido

impuesta por otros, pues descansaba en la convicción de que el ejercicio de la filosofía como arte

de vivir bien, al cual dedicó toda su vida, no es otra cosa sino una ‘preparación para morir y

permanecer muerto’.

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CONCLUSIONES

Este trabajo inició con la pregunta por el buen morir y sus posibilidades hoy. En la

búsqueda de una respuesta, en primer lugar, se discutió la historia de la medicalización de la muerte

que en el siglo XX la convirtió en un asunto principalmente médico. Ante el triunfo de las técnicas

médicas y la conquista de un saber científico sobre los mecanismos fisiológicos de la muerte, el

morir fue desplazado de los hogares y las comunidades a centros especializados en los que se

pueda cuidar la vida y postergar el momento del fallecimiento. Como objeto de intervención

médica, el morir se ha desvanecido y ha sido reemplazado por enfermedades y problemas técnicos

que, tarde o temprano, deben poder ser solucionados por la ciencia. Estos cambios han contribuido

a la creación de una gran industria de la salud que ha burocratizado e institucionalizado todos sus

procesos, así como a la transformación de la concepción que las personas tienen del morir como

un asunto técnico que debe ser manejado por expertos y frente al cual su agencia es limitada.

En segundo lugar, se exploró cómo la medicalización se enmarca en un proceso cultural

más amplio de ocultamiento de la muerte. La pérdida de familiaridad con ella, que se empieza a

dar desde el siglo XII, se afianza finalmente en el siglo XX cuando ocurre una revolución en las

actitudes frente a la muerte y ésta se convierte en un objeto de tabú, en una realidad innombrable

que debe ser ocultada del espacio público de la sociedad para evitar que desgarre el bienestar

compartido. La insistencia colectiva por el bienestar, la felicidad y la producción han puesto en un

segundo plano las dimensiones del sufrimiento, la enfermedad y la muerte, percibidas como

experiencias indeseables que deben ser tramitadas en privado. Esto, acentuado por el

debilitamiento de las estructuras compartidas de sentido, ha contribuido al fortalecimiento de la

utopía de la salud perfecta que se manifiesta en la cultura de la salud, del fitness, y el

antienvejecimiento como modos de ocultar la realidad de la muerte, y, en su expresión más

extrema, en los movimientos transhumanistas que buscan activamente la superación técnica del

envejecimiento y la muerte en el futuro cercano.

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Los ‘triunfos’ sobre la muerte también han empeorado las condiciones reales en las que las

personas mueren desde mediados del siglo pasado. Esto ha generado dos tendencias contrarias en

la medicina y la sociedad: una que tiende a la superación de la muerte y otra que busca su

humanización. Sin embargo, a pesar de los intentos por desmedicalizar la muerte, la mayoría de

las personas siguen falleciendo en contextos altamente medicalizados aun cuando lo hacen fuera

del hospital. Como se exploró en el tercer capítulo, esto se debe a que el buen morir requiere no

solo de mejores servicios para cuidar a los moribundos o documentos que protejan sus

preferencias, sino de una actitud diferente frente a la muerte que permita darle un lugar en la

existencia humana sin romper con su sentido. Actitud que se logra cuando conversamos

hospitalariamente, tanto en la esfera íntima como en la pública, sobre el valor de la vivencia del

buen morir.

Para ello, se requiere una ética de la fragilidad que cuestione la ética de la autonomía que

impera en la cultura hoy y que da contenido a la dignidad humana solamente desde el poder hacer.

Acoger la muerte implica también acoger la condición humana que trasciende su autonomía y se

encuentra en su vulnerabilidad esencial que interpela al otro y lo llama a la acción, al cuidado.

Implica un saber sufrir y un saber padecer que permite la aceptación y espera tranquilas de la

muerte, y que convoca a nuevas formas de proximidad humana donde el acompañamiento cede su

intención curativa y de intervención a la presencia silenciosa del otro que sana con solo estar y

acompañar.

Aunque no sea posible planificar la buena muerte, que siempre estará condicionada por la

contingencia de la vida, sí podemos prepararnos para ella en una disposición abierta a su acogida.

Por ello, más que un servicio o una especialidad médica, los cuidados paliativos invitan a una

cultura del cuidado, a un ethos de la hospitalidad que debe estar en el centro de todas las

interacciones humanas y, particularmente, en el fundamento de las profesiones de la salud. La

muerte debería recobrar un lugar en la vida cotidiana de las personas, debería hacer parte de las

conversaciones que tenemos sobre nuestros propósitos y los fines de la vida, pues es allí donde

empieza a cobrar sentido. También debe poder recobrar un lugar en la medicina y la bioética, cuyo

objetivo debe ser, desde el comienzo, no solo la protección de la vida, sino la preparación, a lo

largo de toda la vida, del buen morir. Preparación que sólo se logra en la vida misma realizada

virtuosamente.

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