la crisis de la division de poderes *

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LA CRISIS DE LA DIVISION DE PODERES * Por el licenciado Felipe T E N A R A - MIREZ, Director del Seminario de Derecho Constitucional y Adminis- trativo y Profesor de la Escuela Na- cional de Jurisprudencia. La división de Poderes no es meramente un principio doctrinario, logrado de una sola vez y perpetuado inmóvil; sino una institución polí- tica, proyectada en la historia. De allí que sea preciso asistir a su alumbra- miento y seguir su evolución, si se quiere localizar en qué consiste la ruptu- ra de su trayectoria, es decir, la crisis de la institución. Desde Aristóteles hasta Montesquieu, todos los pensadores a quienes preocupó la división de Poderes, dedujeron sus principios de una realidad histórica concreta. De la comparación entre varias constituciones de su época, y teniendo en cuenta el Estado-ciudad realizado en Grecia, Aristó- teles diferenció la asamblea deliberante, el grupo de magistrados y el cuerpo judicial. l De las varias formas combinadas que descubrió en la constitu- ción romana, Polibio dedujo la forma mixta de gobierno. En presencia de la realidad francesa de su época, Bodino afirmó la existencia de cinco clases de soberanía, que por ser ésta indivisible incluyó en el órgano legislativo. En presencia del Estado alemán después de la paz de Wes- tfalia, .Puffendorf distinguió siete partes potenciales sumtni imperii. Y por último, infiriendo sus principios de la organización constitucional in- * Texto de la Conferencia pronunciada el 24 de Octubre de 1946 en el Ilustre y Nacional Colegio de Abogados. 1 ARIST~TELES; La Politica, libro VI, capítulos xr, XII y XIII. 2 POLIBIO; Historia de Rowa, libro VI, capítulo xr. 3 BODINO; LOS seis libros de la República; libro 1, capitulo x. 4 PUFFENDORF; JUS naturae, libro VII, capítulo IV. Esta revista forma parte del acervo de la Biblioteca Jurídica Virtual del Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM www.juridicas. unam.mx http://biblio.juridicas.unam.mx DR © 1947. Escuela Nacional de Jurisprudencia

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LA CRISIS DE LA DIVISION DE PODERES *

Por el licenciado Felipe T E N A R A - MIREZ, Director del Seminario de Derecho Constitucional y Adminis- trativo y Profesor de la Escuela Na- cional de Jurisprudencia.

La división de Poderes no es meramente un principio doctrinario, logrado de una sola vez y perpetuado inmóvil; sino una institución polí- tica, proyectada en la historia. De allí que sea preciso asistir a su alumbra- miento y seguir su evolución, si se quiere localizar en qué consiste la ruptu- ra de su trayectoria, es decir, la crisis de la institución.

Desde Aristóteles hasta Montesquieu, todos los pensadores a quienes preocupó la división de Poderes, dedujeron sus principios de una realidad histórica concreta. De la comparación entre varias constituciones de su época, y teniendo en cuenta el Estado-ciudad realizado en Grecia, Aristó- teles diferenció la asamblea deliberante, el grupo de magistrados y el cuerpo judicial. l De las varias formas combinadas que descubrió en la constitu- ción romana, Polibio dedujo la forma mixta de gobierno. En presencia de la realidad francesa de su época, Bodino afirmó la existencia de cinco clases de soberanía, que por ser ésta indivisible incluyó en el órgano legislativo. En presencia del Estado alemán después de la paz de Wes- tfalia, .Puffendorf distinguió siete partes potenciales sumtni imperii. Y por último, infiriendo sus principios de la organización constitucional in-

* Texto de la Conferencia pronunciada el 24 de Octubre de 1946 en el Ilustre y Nacional Colegio de Abogados.

1 ARIST~TELES; La Politica, libro VI, capítulos xr, XII y XIII. 2 POLIBIO; Historia de Rowa, libro VI, capítulo xr. 3 BODINO; LOS seis libros de la República; libro 1, capitulo x. 4 PUFFENDORF; JUS naturae, libro VII, capítulo IV.

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glesa, Locke y Montesquieu formularon la teoría moderna de la división de Poderes.

Pero si es verdad que estos dos Últimos doctrinarios adoptaron el mé- todo de sus predecesores, deduciendo una doctrina general de las reali- dades observadas, sin embargo hay en su teoría un elemento nuevo. Hasta entonces la diversidad de órganos y la clasificación de funciones parecían obedecer exclusivamente a la necesidad de especializar las actividades, esto es, a una mera división del trabajo. A partir de Locke, este motivo para fraccionar el poder público, aunque no desaparece, pasa a ocupar un lu- gar secundario. Y entonces surge como razón superior de dividir el poder, la necesidad de limitarlo, a fin de impedir su abuso,

Según Locke, "para la fragilidad humana la tentación de abusar del -

poder sería muy grande, si las mismas personas que tienen el poder de hacer las leyes tuvieran también el poder de ejecutarlas; porque podrían dispensarse entonces de obedecer las leyes que formulan y acomodar la ley a su interés privado, haciéndola y ejecutándola a la vez, y, en con- secuencia, llegar a tener un interés distinto del resto de la comunidad, contrario al fin de la sociedad y del E~tado".~ Y Montesquieu dice, en frase que ha llegado hasta nuestros días como médula del sistema: "Para que no pueda abusarse del poder, es preciso que, por disposición misma de las cosas, el poder detenga al poder.'

La limitación del poder público, mediante su división, es en Locke, y sobre todo en Montesquieu garantia de la libertad individual. "Cuando se concentran el poder legislativo y el poder ejecutivo en la misma persona o en el mismo cuerpo de magistrados - d i c e el pensador francés no hay libertad.. . ; no hay tampoco libertad si el poder judicial no está separado del poder legislativo y del ejecutivo. . . ; todo se habrá perdido si el mis- mo Cuerpo de notables, o de aristócratas, o del pueblo ejerce estos tres poderes."

El nuevo destino que se le dió a la separación de Poderes, al ponerla al servicio de la libertad, fué inspirado a Locke y a Montesquieu por la dramática conquista de las libertades públicas, en que empeñó su historia entera el pueblo inglés.

A la inversa de las naciones continentales, principalmente España y Francia, donde el absolutismo del monarca va segando con el auxilio de los nobles hasta el último vestigio de las libertades comunales, Inglaterra emprende la tarea de arrancar al rey, uno a uno, los derechos de la per-

5 LOCKE; Ensayo $obre el gobierno civil; capitulo xrL 6 MONTESQUIEU; Espfritu de las leyes; libro xr, capitulo vr.

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sona. A partir del siglo XIII, casi siete centurias tardó en consumarse la obra, pero en la prolongada gesta hay jornadas que alcanzan el ámbito de la epopeya.

Se inicia el brillante torneo con la Carta Magna, lograda del rey Juan por los barones, donde se asienta el principio que habría de infor- mar al derecho público contemporáneo : "Ningún hombre libre será puesto en prisión, desterrado o muerto, si no es por un juicio legal de sus pares y conforme a la ley del país."

Es verdad que el precepto sólo protegía a los hombres libres; pero estaba llamado a cubrir a la nación entera, cuando los pecheros se con- virtieran en hombres libres. La limitación en el número de los favorecidos por la garantía del "debido proceso legal" se explica si se tiene en cuenta que la Carta Magna fué conquista de los nobles; pero en Inglaterra la nobleza, que como dice Maurois, fué de servicio más que de nacimiento, tuvo el acierto de unirse con el pueblo en la empresa de reivindicar SUS

derechos frente a la Corona, por lo que tarde o temprano el pueblo ten- dría que recibir su parte en las conquistas logradas en común.

De todas maneras la Carta Magna consagró los dos principios esen- ciales de que se iba a nutrir el constitucionalismo del futuro: el respeto de la autoridad a los derechos de la persona y la sumisión del poder pú- blico a un conjunto de normas, que en Inglaterra integraban el "common law". En torno de esos dos principios se debate, a partir de la Carta, la historia inglesa; cada rey, hasta el siglo xv, juró respetarlos; postergados bajo la dinastía de los Tudores, resurgieron bajo Jacobo 1 para poner en jaque el derecho divino de los reyes. Y fué entonces cuando los pro- clamó el Justicia Mayor del Reino, Lord Eduardo Coke, en frases lapi- darias, amajestadas ahora por el tiempo y la victoria.

En un conflicto de jurisdicciones, el rey Jacobo 1 declaró que podía fallar personalmente en cualquiera causa, sustrayéndola del conocimiento de los jueces ordinarios, a quienes consideraba sus delegados. Coke se opuso y la historia ha conservado, en los documentos que se cambiaron entre sí, el diálogo intrépido que sostuvo el Justicia con su rey.

"De acuerdo con la ley de Inglaterra -dijo el Justicia-, el rey en persona no puede juzgar causa alguna; todos los casos, civiles y penales, tendrán que fallarse en algún tribunal de justicia, de acuedo con la ley y la costumbre del reino." A lo que respondió el rey: "Creo que la ley se funda en la razón; yo, y otros, poseemos tanta razón como los jueces.

"Los casos que ataííen a la vida, a la herencia, a los bienes o al bien- estar de los súbditos de Su Majestad -replicó Coke-, no pueden deci- dirse por la razón natural, sino por la razón artificial y el juicio de la ley,

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la cual es un arte que requiere largo estudio y experiencia, antes de que un individuo pueda llegar a conocerla a fondo."

.Esta respuesta ofendió al rey, quien dijo que en tal caso, ''61 estaría sometido a la ley, lo cual era traición sostener". Allí estaba la tesis fun- damental del absolutismo; frente a ella, Coke no evadió la afirmación de la monarquía constitucional: el rey no está sometido a ningún hombre, pero sí está "bajo Dios y la ley".

He allí las dos tesis en pugna, expuestas con magistral concisión en el momento mismo en que se juega el destino de las libertades inglesas.

De las ideas de Coke surge nítidamente la diferencia de funciones y de órganos. Porque si sólo los jueces y no el rey, podían fallar las causas civiles y penales, quería decir que la función jurisdiccional estaba enco- mendada a un órgano independiente del monarca, titular éste de la fun- ción gubernativa. Y si el rey mismo estaba bajo la ley, entonces la ley, emanada del parlamento, era ajena y aun superior a la voluntad del so- berano.

La supremacía absoluta de la ley, que pregonaba Coke, engendró al- ternativamente, en los años sucesivos, el absolutismo regio, el absolutismo parlamentario y la dictadura de Cromwell, lo que permitió advertir que era necesario establecer una fórmula armónica de equilibrio entre el poder que hace la ley y el que la ejecuta. Esto fué lo que buscó Cromwell en su "Instrumento de Gobierno", estatuto que inspiró a Locke su teoría de la división de Poderes.

Para Locke, tres son los Poderes: el legislativo, que dicta las normas generales; el ejecutivo, que las realiza mediante la ejecución, y el federa-

. tivo, que es el encargado de los asuntos exteriores y de la seguridad. Los dos últimos pertenecen al rey; el legislativo corresponde al "rey en par- lamento", según la tradición inglesa.

Cuando años más tarde Montesquieu llegó a Inglaterra, el Acta de Establecimiento de 1700 se había preocupado por la independencia de los jueces, problema este Último que en Francia había interesado al filósofo. No es de extrañar, por lo tanto, que al revaluar la teoría de Locke, Mon- tesquieu fijara su atención en la situación de los jueces, que había pasado inadvertida para aquél.

Situado en este punto de vista, Montesquieu pensó que aunque la justicia es aplicación de leyes, sin embargo "la aplicación rigurosa y cien- tífica del derecho penal y del derecho privado, constituye un dominio

7 Las frases textuales están tomadas de WALTER LIPPMAN; Retorno a la Libertad; México. 1940, p. 384.

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absolutamente distinto, una función del Estado naturalmente determinada por otras leyes". La novedad de Montesquieu con respecto a Locke, no así en relación con Aristóteles, consiste en haber distinguido la función jurisdiccional de la función ejecutiva, no obstante que las dos consisten en la aplicación de leyes.

Por otra parte, Montesquieu reunió en un solo grupo de funciones las referentes a las relaciones exteriores (que en Locke integraban el poder federativo) y las que miran a la seguridad interior (que constituían el poder ejecutivo de Locke).

Por último, Montesquieu respetó la función legislativa, tal como Locke la había explicado, aunque sin advertir la intervención del rey en la actividad parlamentaria, que era peculiaridad del sistema inglés.

Después de distinguir las tres clases de funciones, Montesquieu las confirió a otros tantos órganos, con la finalidad ya indicada de impedir el abuso del poder. Y así surgió la clásica división tripartita, en Poder Legislativo, Poder Ejecutivo y Poder Judicial, cada uno de ellos con sus funciones específicas.

Veintidós siglos después de Aristóteles, reencarnaba en el genial fi- lósofo francés la teoría de la división de poderes. Llegaba con la oportu- nidad suficiente para suscitar la inquietud de un mundo que nacía a la vida de la libertad y del derecho. Se presentaba como fruto de la expe- riencia secular del pueblo inglés y en su éxito debía contar también el estilo seductor de que exornaba Francia a su pensador ilustre, el quid divinznn que como signo de distinción ponen los dioses en la frente de los elegidos. Pero si tanto debe a Montesquieu el derecho púbico, cumpie a la justicia rendir al precursor de la doctrina el homenaje que nuestro tiempo le ha negado. Desde el fondo de la antigüedad, Aristóteles parece presidir todavía las más altas conquistas de la filosofía y de la política; hontanar perenne para el pensamiento occidental, a él regresan las gene- raciones cuantas veces sienten cantar en su sangre una nueva primavera.

El pueblo inglés no suele construir arquetipos, a los cuales deba ple- garse su organización política; sino que, procediendo a la inversa, debe extraer de la experiencia la organización que mejor responda a sus ne- cesidades y a su índole; de allí la flexibilidad de su constitución.

8 ESMEIN; Elements de Droit Constitutionnel; 8+ ed.; tomo I, p. 497.

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Esta táctica de ir de los hechos a las instituciones, permitió dotar a aquel país de un conjunto de instituciones políticas, que eran a su vez hechos reales y vivientes.

La organización plítica, así nacida y elaborada espontáneamente, me- recía ser organizada ella misma en doctrina. Tal fué el propósito de Mon-

1 tesquieu. Pero a partir de ese momento, la doctrina que era un a poste- rior; respecto al proceso constitucional de Inglaterra, se convirtió en el a priori fundamental del derecho político de Europa y de América.

Inglaterra siguió fiel a su método experimental y en ella para nada influyó Montesquieu; las demás naciones hicieron, no del método inglés, sino de las instituciones inglesas elaboradas con ese método, el paradigma a que debía aspirar su organización política. La realidad se sometía al ideal y en lugar de constituciones espontáneas y flexibles, se iban a expe- dir constituciones rígidas y escritas, donde quedaran fijados para siempre

. los postulados de Montesquieu. A partir de 1776, en que aparecen las primeras constituciones de los

Estados que iban a integrar la Unión Americana, todos los documentos constitucionales de la Europa continental y de América acogen la división de poderes como elemento esencial de su organización. Y no satisfechas con instituir los tres Poderes, algunas de las primitivas constituciones formulan doctrinariamente el principio. Así la Constitución de Massachu- setts, de 1780, declara que el motivo de separar los Poderes en una rama legislativa, otra ejecutiva y otra judicial, es asegurar que su gobierno sea de leyes y no de hombres. Y en la Declaración de los Derechos del Hom- bre y del Ciudadano, que votó la Asamblea Constituyente de Francia en 1789, se asienta esta categórica afirmación: "Toda sociedad en la cual la garantía de derechos no está asegurada ni la separación de Poderes determinada, no tiene constitución."

A pesar del éxito sorprendente que alcanzó en el derecho positivo, la doctrina de Montesquieu ha tenido desde su cuna hasta nuestros días numerosos impugnadores.

No interesa a mi propósito, ni estaría a mi alcance, estudiar en todos sus aspectos la división de Poderes; por lo que habré de tener en cuenta tan sólo, por estar relacionada con la crisis actual de la institución, una de las objeciones que se formulan en contra de la doctrina de Montesquieu.

Notables autores sostienen que por no haber conocido en su integri- dad la organización constitucional de Inglaterra, Montesquieu incurrió en el error de sustentar una separación rígida de los tres Poderes, puramente mecánica y no orgánica.

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En efecto, en el supuesto de que Montesquieu hubiera postulado la absoluta independencia entre si de los tres órganos, su doctrina no res- pondía a la realidad inglesa, pues aunque en su tiempo no aparecía aún el gobierno de gabinete, que es de intima colaboración entre el legislativo y el ejecutivo, sin embargo debía haber observado que ya por entonces la función legislativa pertenecía al "rey en parlamento", lo que era incom- patible con la diferenciación neta de los órganos y las funciones.

Es difícil, a mi ver, defender con éxito la tesis de que Montesquieu edificó su sistema sobre la base de que los tres órganos debían combinar entre sí sus actividades. Con esfuerzos de dialéctica, y torturando textos aislados del autor francés, Hauriou y Fischbach sostienen lo contrario.

Cualquiera que haya sido el pensamiento de Montesquieu, es lo cierto que a partir de Kant y Rousseau se advierte la tendencia entre los pen- sadores a atenuar la separación de los Poderes. Kant sostiene que "los tres Poderes del Estado están coordinados entre sí . . . cada uno de ellos es el complemento necesario de los otros dos.. . se unen el uno al otro para dar a cada quien lo que es debido". l1 Más radical, Rousseau afirma la sumisión del ejecutivo al legislativo, porque el gobierno, titular del po- der ejecutivo, no es más que el "ministro" del legislador, un "cuerpo in- termediario", colocado entre el soberano y los súbditos y que transmite a éstos las órdenes de aquél. l2

En el derecho alemán, Jellineck sostiene que la doctrina de Montes- quieu "establece Poderes separados, iguales entre si, que se hacen mu- tuamente contrapeso y que aunque es verdad que tienen puntos de contac- to, son esencialmente independientes los unos de los otros.. .n i examina la cuestión general de la unidad del Estado y de las relaciones de los di- ferentes Poderes del Estado con esta unidad". l3

En el derecho francés, Duguit asienta: "Teóricamente, esta separa- ción absoluta de poderes no se concibe. El ejercicio de una función cual- quiera del ~ s t a d o se traduce siempre en uná orden dada o en una con- vención concluida, es decir, en un acto de voluntad o una manifestación de su personalidad. Implica, pues, el concurso de todos los órganos que constituyen la persona del Estado." l4

9 HAURIOU ; Primifiios de Derecho Público y Constitucional ; Madrid, 1927 ; p. 379.

10 F I S C H B A C H ; Teorla general del Estado; Edit. Labor; Barcelona; p. 93. 1 1 Citado por D E LA B I G N E DE VILLANUEVE; La fin de principe de Separation

des Pouvoirs; París, 1934; p. 29. 12 R o u s s ~ n u ; Contrato Social; 11, 11. 13 Cita de De la BIGNE DE VILLANUEVE; 06. cit., p. 37 Vid. J E L L I N E K ; Teoria Gene-

ral del Es tado; Ed. Albatros, Buenos Aires, 1943 ; p. 492. 14 D U G U I T ; La séfiaration des pozwoim et 1'Assemblée nationaie de 1789; p. 1.

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En el derecho italiano, Groppali considera que "esta concepción pura- mente estática debía estar en contraposición con la dinámica de la vida estatal, que es movimiento, acción, espíritu de iniciativa frente a h s situa- ciones nuevas que se determinan en el tiempo y por las que el gobierno, una vez que han sido fijados sus poderes legislativamente, debe tener au- tonomía de iniciativa y libertad de acción en los límites del derecho". l6

En el derecho español, Posada dice lo siguiente: "Los problemas po- 1 liticos y técnicos actualmente sobrepasan, y mucho, la doctrina de separa- ción de Poderes, que, por otra parte, no ha podido realizarse prácticamente 1 nunca, por oponerse a ello la naturaleza de los Estados, organismos y no mecanismos, y la índole de las funciones de gobierno que piden, con apre- mio, gran flexibilidad institucionaL" le

En el derecho norteamericano, Woodrow Wilson clama contra la pul- verización del poder que realiza la Constitución de aquel país y dice al respecto: "El objeto de la Convención de 1787 parece haber sido sim- plemente realizar este funesto error (la separación de poderes). La teoría literaria de los frenos y de los contrapesos es simplemente una exposición exacta de lo que han ensayado hacer los autores de nuestra Constitución ; y estos frenos y contrapesos han resultado nocivos, en la medida en que se ha pretendido aplicarlos en la realidad." l7

Pero entre los autores modernos, es sin duda De la Bigne de Ville- neuve quien, desarrollando una idea de Santo Tomás de Aquino, formula mejor que otros la tendencia a resolver en colaboración y no en disloca- ción la actividad de los tres Poderes. "No separación de Poderes estatales -d ice , en su libro El fin del principio de Sepmacidn de Poderes-, sino unidad de poder en el Estado . . . Diferenciación y especialización de fun- ciones, síntesis de servicios, asegurada por la unidad del oficio estatal supremo, que armoniza sus movimientos.. . Esto es lo que expresaba Augusto Comte, en una fórmula espléndida, cuando interpretando el pen- samiento del sabio Aristóteles, que veía como rasgo característico de toda organización colectiva 'la separación (o, mejor, la distinción) de los ofi- cios y la combinación de los esfuerzos', definía al gobierno como la reac- ción necesaria del conjunto sobre las partes."ls

Tal tendencia a vincular entre sí los órganos del Estado, la reaIi- zan las constituciones modernas con una gran variedad de matices, todos

15 GROPPALI; Doctrina general del Estado; México, 1944; p. 238. 16 POSADA; La crisis del Estado y el Derecho Politico; Madrid. 1934; p. 77. 17 WILSON ; Congrerskmal gobernnent ; p. 290. 18 MARCEL DE LA BIGNE DE VILLENUEVE; La fin de principe de Srparation des

Pouvoirs; París, 1934; p. 128.

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los cuales caben entre los dos sistemas colocados en los puntos extremos: el sistema parlamentario inglés, que realiza el máximo de colaboración, y el sistema presidencial norteamericano, donde la independencia entre sí de los poderes ha sido tan enérgicamente denunciada por Wilson.

Pero el esfuerzo tesonero para unificar a los tres poderes, no ha ser- vido ciertamente para alcanzar de manera plena la finalidad que le dió Montesquieu a su doctrina, que es impedir el abuso del poder.

El abuso se manifiesta cuantas veces se rompe el equilibrio entre los poderes, por la predominancia de uno solo, lo que ocurre con más frecuen- cia respecto a los dos poderes políticos y rivales, como son el legislativo y el ejecutivo.

El fracaso práctico que se atribuye a la división de poderes, consiste en su incapacidad para evitar radicalmente la ruptura del equilibrio. Bajo la influencia de las ideas de Rousseau, el siglo XIX consagró la supremacia de la asamblea deliberante; como reacción opuesta, a partir de la primera guerra mundial se ha tratado de fortalecer al ejecutivo. El mundo ha osci- lado así de la dictadura de la convención a la dictadura del hombre fuerte. Nuestra historia nos presenta al respecto ejemplos fehacientes. El Cons- tituyente de 56 maniató al ejecutivo frente al Congreso : don Emilio Rabasa dedicó una de sus mejores obras (La Constitución y la Dictadztra) a probar la necesidad de fortalecer constitucionalmente al ejecutivo, para evitar el golpe de Estado y la dictadura personal, haciéndose eco en este punto de las ideas expresadas por don Sebastián Lerdo de Tejada en su Circular de 67 ; tales ideas cristalizaron en la Constitución, principalmente al debilitar al Congreso mediante la implantación del bicamarismo y al fortalecer el veto del Presidente de la República. Pero a pesar de todas las preocupa- ciones constitucionales, México ha vivido habitualmente un sistema real de sumisión del Congreso al ejecutivo.

En un intento más de alcanzar el deseado equilibrio, la Constitución de Estados Unidos instituyó, además de la de Montesquieu, otras dos clases de división del poder: la clasificación en Poder Constituyente y Poderes Constituídos, derivada de la naturaleza rígida de la Constitución y la propia del sistema federal, que distribuye las competencias entre los Poderes centrales por una parte y los Estados-miembros por la otra.

No es posible tocar aquí el sistema federal, por estar reservado el presente estudio a la división tripartita. Pero sí es indispensable aludir a la existencia del Poder constituyente y a la supremacía de su obra, que es la Constitución, por la intima relación que guardan con el equilibrio de los tres Poderes tradicionales.

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Con este motivo hemos de mencionar nuevamente a Lord Coke, cuyas ideas no se limitaron a proclamar la independencia de los jueces y la su- misión del monarca a la ley, sino que incluyeron la supremacía del common Caw sobre las leyes del parlamento, la competencia de los jueces para de- clarar la oposición de la ley secundaria respecto de la ley superior y, en consecuencia, la invalidez de aquélla frente a ésta.

El principio de una ordenación jurídica superior a la voluntad del parlamento, no estaba llamado a prosperar en Inglaterra, porque la flexi- bilidad de su Constitución iguala en categoría las leyes fundamentales y las ordinarias, emanación ambas del parlamento. Pero el principio de Coke iba a medrar admirablemente en los Estados Unidos, país de constitución escrita y rígida, que como tal no puede ser modificada por el órgano le- gislativo ordinario. De dos de los preceptos de la Constitución norteameri- cana (artículo VI, 2 y artículo 111, sec. 11, 1) dedujo el magistrado John Marshall la ineficacia de las leyes de la federación o de los Estados y . de los actos de gobierno, que fueren contrarios a la ley suprema, así como la competencia del poder judicial federal para conocer directamente o en apelación de los casos respectivos. Toda la estructura de Marshall des- cansaba sobre la existencia de un Poder constituyente, que otorga facul- tades, pero no las ejercita, y de los Poderes constituídos, que no pueden darse facultades, sino sólo ejercitar las recibidas del constituyente.

En nombre de la ley dispensadora de atribuciones, que es la Cons- titución, el Poder judicial federal ,es el llamado a mantener dentro del área escrita de su competencia a cada uno de los poderes constituídos. He allí cómo uno de los tres poderes de Montesquieu, el más débil, el menos apasionado, el que ni siquiera figura como Poder en la Constitución norteamericana, recibió la misión, en la doctrina Marshall, de vigilar y contener la actividad de los Poderes fuertes y adversarios.

¿Se había dado al fin con la anhelada fórmula de equilibrio? La respuesta no puede ser afirmativa para quienes, como Hauriou y Schmitt, le

señalan el peligro, varias veces convertido en realidad, de que la política contamine a la justicia y de que la Corte pardice la renovación legislativa.

Gobierno de los jueces se ha denominado al sistema, que deja en manos de la justicia más alta del país la dirección Última de la actividad del Estado. Propósito muy noble el de encomendar a magistrados indepen- dientes, a jueces que por definición son imparciales, tan delicada tarea;

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pero no cabe duda que tanta autoridad puede romper el equilibirio, en beneficio precisamente del órgano a quien incumbe guardarlo.

Y así es como el equilibrio de los tres poderes, el respeto exacto a sus respectivas facultades, no resulta automática, mecánicamente del solo hecho de que se fraccione el poder como lo proyectó Montesquieu o como lo han ensayado posteriormente las constituciones.

De esta inadecuación entre la institución y los resultados que de ella se esperaban, se ha inferido el fracaso de la división de poderes. Pero no se advierte que ni Montesquieu ni nadie puede garantizar que los frenos y contrapesos consignados en la ley sean necesariamente eficaces para de- tener una voluntad resuelta. Así como en el derecho privado, la ley es importante muchas veces para impedir que una de las partes abuse de la otra, en el derecho público no hay medio alguno para desarraigar la ambición humana, la codicia de mando, la audacia de un carácter que sabe saltar las barreras que se le ponen al paso. A pesar de la división de poderes, se puede abusar del poder; y, sin embargo, ha sido hasta hoy la división de poderes el mejor recurso para disminuir el abuso del poder.

Se puede discutir si los órganos del Estado han de ser dos, tres o más. Se puede hacer una redistribución total de las funciones. Se puede dar a los poderes, más que la facultad de "impedir", la atribución de "hacer". Esos y otros son problemas de índole técnica, cuya solución me- jorará el sistema, sin llegar a la perfección, que jamás se da en cosas del hombre. Pero cualquiera modificación técnica tendrá que dejar en pie el principio fundamental de Montesquieu: es preciso que por disposi- ción de las cosas, el poder detenga al poder.

En un libro reciente, el profesor de la Universidad de Harvard, Carl J. Friedrich asienta esta conclusión: "Sigue siendo válida la doctrina de que la creación de normas y su aplicación y la decisión de controver- sias acerca de la aplicabilidad de tales normas, deben confiarse en lo fun- damental a cuerpos diferentes.. . Las dificultades resultantes de la di- visión de poderes son grandes, pero las consecuencias de la concentración del poder son desastrosas. De alli que parezca de importancia primordial que continúe operando un sistema efectivo de división de poderes, aunque, desde luego, un sistema adecuado a las necesidades de una sociedad in- dustrializada." 20

Plenamente de acuerdo con la anterior conclusión, pienso sin embargo que los ataques de orden técnico que se enderezan contra la división de

20 FRIEDRICH; Teoría y realidad de la orgalzización constitucio.na2 democrática; p. 186.

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poderes, no son sino un disfraz, un carrzoufhzge del ataque .de fondo di- rigido contra la institución.

La crisis de la división de poderes, no es en verdad sino h crisis de la libertad. En el asalto total de la ciudadela de la libertad, que han emprendido las masas del mundo bajo la dirección de sus caudilios, ¿cómo se va a respetar el señero torreón que Montesquieu erigió como una de las principales defensas del conjunto?

La división de poderes comparte con las garantías individuales el lugar de honor en la defensa de la construcción política que levantó el siglo XIX. Perfilemos a grandes trazos el desquiciamiento del edificio, para relacionar la crisis de la división de Poderes con la crisis de la libertad.

Suelen confundirse y mezclarse cuatro conceptos que, aunque afines y próximos, tienen entre si connotadas diferencias: liberaíisaio, constitu- cionalismo, individualismo y democracia.

Nacidos casi simultáneamente y al calor del mismo ideal, aprovecha- ron en común mejores días, por lo que no es de ext- que ahora la derrota los iguale en el mismo destino de ignominia. Mas hagamos un esfuerzo para separarlos entre sí, como condición previa para enten- derlos y vdorizarlos.

Frente al abso~utismo, que ponía en manos del soberano todos los poderes, se erigió en el siglo XVIII el principio de la libertad. El fiberalismo fué e1 mantenedor de este principio. 1

Pero como históricamente la libertad se había proclamado contra el poder público, como reacción del súbdito contra el monarca absoluto, el h w i s m o se preocupó ante todo por resolver el problema del Estado en benefició de la libertad.

El principio liberal aplicado al Estado, engendró el constitucionalis- mo. No era debido destruir al poder público, pero sí era posible limitarlo. El constitucionalismo organizó al Estado, imponiéndole como limitación interna la división de poderes, que se formuló en la ley suprema llamada Constitución. El constitucionalismo es la sumisión del Estado al derecho.

La organización constitucional resolvía el problema político ; la doc- trina liberal completó el ideario, postulando el principio de libertad en lo social, mediante el individualismo. El individuo en libertad, limitada por el Estado únicamente para hacer posible la convivencia entre iguales, debía ser por sí sólo factor de orden y de progreso. Para completar el

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sistema protector de la libertad del individuo, se consignaron como li- mitación externa del Estado los derechos de la persona y se suprimió la asociación gremial. De este modo el individualismo consagró la plena auto- nomía de la voluntad individual en los contratos, en la propiedad, en la he- rencia, en la familia.

Por último, el liberalismo, el constitucionalismo y el individualismo reconocían como premisa que la organización política toda entera emanaba de la voluntad popular. Era el pueblo quien expedía la norma organizadora del Estado, era el pueblo quien gobernaba por medio de sus representantes, era el pueblo el titular de la soberanía. Era, en fin, la democracia.

Por las vertientes de la historia habían llegado hasta el mediodía del siglo XIX, los cuatro conceptos que encarnaban dos aspiraciones su- premas del hombre: la libertad y la igualdad. Pero hemos de ver cómo entre aquellos conceptos había uno que iba a arrastrar en su fracaso a los demás.

El liberalismo acertó en lo político. El Estado desmembrado, mania- tado, es decir, constitucionalizado, dejó de ser un peligro para la libertad. Acertó también en que los límites impuestos al Estado debían ser fijados por el pueblo y no por la propia autoridad de nadie. Pero el liberalismo erró en lo social. La libertad, salvada de las intrusiones del poder público, naufragó en manos del individualismo rampante y agresivo. La técnica del maquinismo, al favorecer la acumulación en pocas manos de grandes capitales, favoreció la explotación de muchos por unos cuantos, realizada al amparo de la organización política, legalizada por ésta. La esclavitud económica contrastaba trágicamente con la libertad y la igualdad políticas y, en realidad, las anulaba.

Cuando los oprimidos se rebelaron contra esa situación, cuando in- vadieron el proscenio en coro tumultuario, como las masas anuncian siem- pre su presencia, confundieron en su reprobación el sistema político con el sistema económico, porque éste se habría desarrollado con el apoyo de aquél. Se lanzaron contra el Estado, impotente para impedir la injusticia social, y contra la organización constitucional que lo había atado. No dis- tinguieron, ni podían distinguir, el individualismo por una parte, y por la otra el liberalismo, el constitucionalismo y la democracia. Se negaron en junto todos estos valores, y la libertad, médula del sistema, se presentó en crisis.

Localizado así en el individualismo el elemento perturbador que ma- logró el sistema, podremos sin temor apreciar lo auténticamente humano, 10 espléndidamente vital que animaba en el fondo de la doctrina.

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Es mengua en nuestros días tributar siquiera sea la sombra de un elo- gio al sistema liberal. Pero cabe preguntarse si esta generación, que desertó de su destino, tien<tderecho a testar del ideario de la humanidad el prin- cipio nobilísimo que alentaba en lo íntimo de la democracia liberal.

Rescatar la personalidad y la conciencia de la intromisión arbitraria del que manda; salvar para cada hombre su propia vocación y su destino; poner la dignidad humana por encima de la voluntad del Estado; afirmar con el altivo castellano que el honor es patrimonio del alma y el alma sólo es de Dios : eso pregonó el liberalismo.

Respetar el derecho de los disidentes para pensar, para hablar, para creer'; dar a las minorías un lugar bajo el sol y sentirlas como miembros no mutilados de la patria; proclamar que la tolerancia no consiste en carecer de convicciones, sino en respetar las ajenas con el mismo vigor que po- nemos en la defensa de las propias: eso pregonó el liberalismo.

Y su acento quedó en los siglos, como límpida llamada de una campana en el amanecer. Desde que se escucharon a orillas del Tiberíades las ca- lientes palabras del Cristo, no había resonado en la historia humana voz tan generosa, ni se había trazado ademán tan hospitalario, ni había alentado la estirpe tan radiante simpatía.

Y sin embargo, si algo puede salvarse del desastre ha de ser a costa de rectificar el error del individualismo. He allí el problema, hasta ahora irresoluble, de la técnica constitucional.

El problema de las relaciones de los hombres entre si, es eminente- - mente social; pero en nuestro tiempo ha desembocado en la zona de lo

político. Por ser social, se le ha buscado una solución, se ha querido que

sea la sociedad misma, sin intervención del Estado, la que resuelva el conflicto entre la libertad y la igualdad, que planteó el individualismo.

En este aspecto, hay la solución liberal, aunque no individualista, que propone Walter Lippman en su libro Retorno a la libertad. "No es necesario -dice- escoger entre un Estado aumentado, y un individualismo que se defiende resueltamente y que no está sujeto a ningún control social. Ese di- lema que se supone inevitable y que provoca un antagonismo tan furioso de los partidos en nuestra sociedad, desconoce completamente uno de los más viejos, mejor establecidos y más acertados métodos de c-rd social en la w r i e n c i a humana; con control social, no de mtoridad saperior, que ordena a un individuo hacer esto y a aquel otro, lo demás allá; sino

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un control social por medio de un sistema jurídico que defina las obli- gaciones y derechos recíprocos de los individuos y los invite a exigir que la ley se cumpla, demostrando ante los tribunales judiciales que sus pretensiones o puntos de vista son fundados." "En una sociedad libre -agrega- el Estado no administra los negocios de los individuos; lo que hace es administrar justicia entre individuos que administran sus propios negocios." 21 Pero esa solución de Lippman de que un control social actué por la sola fuerza de la convicción, sin intervención del Estado, aunque aceptable en teoría, parece ineficaz para enfrentarse a una situación de emergencia, que es la que el mundo ha vivido desde la primera guerra mundial.

Otra solución consiste en dejar el control social en manos de las ma- sas, organizadas fuertemente en sindicatos y en centrales obreras. Des- pués de las varias actitudes que ha adoptado el sindicalismo, no cabe en realidad considerar su actual posición militante sino dentro de la tesis marxista. Así considerado, el sindicalismo es en aparariencia control so- cial, por cuanto se piensa que los débiles unidos puedan tratar como iguales con los fuertes; pero absorbida por el marxismo, la tesis sindica- lista dejó de ser solución puramente social para contaminarse de estatismo. E n Rusia, la dictadura del proletariado se ha convertido en la dictadura del Estado, encarnada en un solo hombre. En Estados Unidos y sobre todo en México, las organizaciones obreras desafían abiertamente al poder público mediante paros y huelgas ilegales, mediante la táctica de los hechos consumados, todo lo cual está de acuerdo con el programa que ehboró Marx y que presagia la agonía de un régimen.

Esas son las dos formas de control social que, por interesantes, vale mencionar. Como ninguna de las dos parece capaz de resolver la cuestión social sin contar con el Estado, se ha pensado en recurrir, como única solución, a la intervención directa y enérgica del poder público.

Para ello el Estado tiene que dejar de ser abstencionista y reasumir los poderes de que el liberalismo lo había despojado. Las dictaduras y, aunque en menor grado, las mismas democracias anglo-americanas, han regresado a una etapa pre-liberal. El fantasma del despotismo estatal, con- tra el que se irguieron virilmente nuestros antepasados, se presenta otra vez en escena. El ideal de libertad, que durante más de una centuria galvanizó a la humanidad aparece como un fraude gigantesco. El desengaño ha hundido en el escepticismo a esta generación, desolada por dos guerras ecuménicas, privada de ideal y de ensueño.

21 LIPPMAN; 09. cit., pp. 299 y 301.'

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Dejemos a un lado los regímenes de dictadura.. No he de fijar aquí sus lineamientos, pues para hacerlo me bastaría con reproducir el perfil magistral que del fascismo y el comunismo trazó Jorge Gaxíola en la primera de estas conferencias. La dictadura es simplemente la negación de la división de poderes y es esta institución lo único que por ahora nos preocupa.

l

En la tarea de rescatar del naufragio los genuinos valores del siste- ma liberal, ¿podrá% participar con eficacia la institución política conocida con el nombre de división de poderes?

Para contestar a dicha interrogación, que nos sale al paso peren- 1

toriamente al final del camino recorrido, es preciso hacer una advertencia I previa.

Como antes se dijo, desde la primera guerra mundial, y salvo tem- poradas de aparente normalidad, el mundo ha vivido en un estado de , emergencia, que aumentó en el curso de la segunda guerra y que exhibe' síntomas de extrema gravedad en la presente postguerra.

Pues bien, aunque no estuvieran en crisis los principios fundamentales del constitucionalismo, la organización por éste instituida no podría con- servarse intacta en presencia de la situación anormal. El constitucionalismo 6rtodoxo ha admitido (entre nosotros desde la Constitución de 57) la posibilidad de que el poder que tiene la fuerza y la unidad, como es el ejecutivo, salte las dos barreras clásicas de la división de poderes y las garantías individuales, en casos de señalada gravedad y de acuerdo con los requisitos previstos en la Constitución.

En verdad que esa ruptura del equilibrio constitucional se lleva a cabo con el consentimiento de la Constitución y rodeada de precauciones ; pero de todas maneras, la sola posibilidad de que se presente y sea admi- tida por el constitucionalismo, nos revela que la división de poderes no puede quedar sin menoscabo cuando se impone una situación de ne- cesidad.

Lo anterior significa que la respuesta a la pregunta formulada tendrá que ser diferente, según que tenga en cuenta la situación actual, que por su naturaleza misma tiene que ser transitoria, o la normalidad que algún día habrá de restablecerse. 1

Pero aunque diversas, es evidente que 1á situación de ahora habrá de influir decisivamente, por su profundidad y duración, en la situación del futuro. Me parece, pues, de notoria importancia proponer medidas para el presente, sobre todo si se tiene en cuenta que sería temerario

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cualquier pronóstico respecto a la situación del mundo después de este colapso.

La división tradicional de los tres poderes está rota en nuestros días, debido al incremento desmesurado del órgano ejecutivo. El fenómeno se debe en parte a la reacción normal, provocada por el anterior predominio, también desmesurado, de la asamblea deliberante; los movimientos so- ciales, regidos por la ley kinética, según la cual una onda no puede de- tenerse rígidamente en el aire, oscilan con moviminto pendular, de extre- mo a extremo. Pero débese sobre todo el fenómeno a la necesidad de fortalecer al ejecutivo para hacer frente a un estado de crisis.

Reconocido que el equilibrio constitucional se ha roto en favor del ejecutivo, procuremos restaurarlo dentro del orden constitucional. Para ello, no tratemos de extirpar el fenómeno, no pretendamos restablecer mediante preceptos el equilibrio teórico y a veces utópico de las cons- tituciones de preguerra. Si tal hiciéramos, la realidad se burlaría una vez más de la teoría. E n lugar de exigir que el ejecutivo devuelva el poder adquirido, fortalezcamos constitucionalmente al ejecutivo.

Dentro de esa tendencia general, cada país habrá de buscar su pro- pia solución, y por eso debo referirme a México.

Conocida es de todos la palpitante incongruencia que siempre ha existido aquí, entre los ;mandamientos constitucionales y la realidad nacional. Respecto a las relaciones de los dos Poderes políticos, debo señalar otros tantos puntos de incongruencia, que interesan especialmente a mi objeto.

La Constitución de 57 quiso que la función legislativa correspondiera exclusivamente al Congreso. E n una serie de episodios singularmente interesantes, que va desde el triunfo de la República en 67 hasta la reforma de 1938, el ejecutivo fué substrayendo del Congreso la función legislativa. Dentro de la hipótesis del artículo 29, que permitía que el Congreso concediera autorizaciones al Presidente para hacer frente a una situación de grave peligro o conflicto, se entendió en un principio que dichas autorizaciones sólo podían ser de índole administrativa; poco des- pués Vallarta hizo triunfar la tesis de que, dentro de la misma hipótesis, tales autorizaciones podían implicar la delegación parcial de facultades legislativas; con el tiempo se hizo uso de la opinión de Vallarta fuera del . caso del artículo 29 y entonces el Congreso autorizó al ejecutivo para que expidiera leyes sin relación con ningún estado de emergencia. El Cons- tituyente de Querétaro pretendió volver al rigor de la teoría y en el artículo 49 consagró la antes dudosa tesis de Vallarta, al autorizar la

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delegación de facultades legislativas sólo en el caso del artículo 29. Pero la realidad siguió su rumbo y, pasando por encima del texto terminante y clarísimo, casi todas nuestras leyes vigentes se expidieron por el Pre- sidente de la República, en uso de facultades extraordinarias, que el eje- cutivo habia solicitado, que el Congreso le habia concedido y que la Supre- ma Corte había hallado constitucionales. No era ignorancia, no era ni si- quiera mala fe ; era el reconocimiento por los tres Poderes federales, por los juristas y por la nación entera de que un derecho consuetudinario, con la vida lozana y propia, se gestaba al margen de la Constitución.

La reforma de 39 pretendió ingenuamente rehacer el dique teórico que habia saltado la vida nacional y para eso no hizo sino repetir lo que ya estaba en el articulo 49: sólo en los casos de emergencia se pueden otorgar facultades legislativas al ejecutivo. Acabamos de presenciar cómo, mediante una maniobra, se volvió a eludir el estorboso mandamiento, cuando el Congreso ratificó de una buena vez, para seguir vigente a pesar de haber cesado el estado de emergencia, la legislación que el Presidente habia expedido con el único propósito de hacer frente a ese estado.

Como complemento de la renuncia voluntaria que hace el Congreso al transmitirle sus facultades al ejecutivo, aparece la otra realidad, con- sistente en que el ejecutivo es el Único que de hecho incia leyes ante las Cámaras y son aprobadas sus iniciativas sin discusión y sin enmienda.

Reconozcamos los hechos y tengámoslos en cuenta en la Constitu- ción, a pesar de que con ello se menoscabe la pureza de líneas de la clasificación tripartita. Pienso con Mirkine Guetzévitch 22 que la fun- ción legislativa en materia estrictamente técnica, debe dejarse al ejecu- tivo, a quíen bajo su responsabilidad ha de incumbir el nombramiento de comisiones de especialistas, encargadas de redactar los ordenamientos que requieren de especialización. Hay en cambio, otras leyes que, por afectar intereses políticos o sociales, deben ser aprobadas por el Órgano legislativo; pero aun respecto de dichas leyes, pienso que la iniciativa debe corresponder exclusivamente al ejecutivo, pues entre nosotros es inútil O

perjudicial la facultad de iniciar leyes, que tienen los demás titulares enumerados por el artículo 71 de la Constitución.

Aparte de la prerrogativa perfectamente ordinaria de expedir leyes de carácter técnico el ejecutivo puede conservar su actual facultad de re-

22 MIRKINE GUETZEVITCH ; Modernas tendencias del Derecho Co~ t i tuc iona l ; Madrid 1934; p. 202.

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cibir por delegación las atribuciones legislativas de que tenga a bien do- tarlo el Congreso para hacer frente a una situación extraordinaria.

No importa que en cualquiera de los casos anteriores se incremente la intervención del ejecutivo en la esfera legislativa. Ese medio de realizar el inevitable acrecentamiento del ejecutivo, es mucho menos peligroso que el de fortalecer su actividad gubernativa. En lugar de expedición de órdenes, expedición de leyes, aunque las leyes emanen del ejecutivo.

Urge, por otra parte, llevar a cabo una redistribución de facultades entre los dos poderes políticos. Nuestra Constitución ha sido siempre muy deficiente en este punto; ante el apremio de las circunstancias actua- les, el inadecuado reparto de facultades obliga muchas veces a violar el texto, para hacer posible la vida del Estado.

Esas son a mi entender las medidas indispensables que deben adoptar- se en las relaciones de los Poderes ejecutivo y legislativo. Por lo que hace al poder judicial, no hay sino desearle el intacto mantenimiento de su independencia, que constituye su prestigio y su fuerza y que es condición para que en nombre de la ley suprema pueda enjuiciar a los demás poderes.

Más que la separación concreta de Poderes que propuso Montesquieu, es el principio de su doctrina lo que importa salvar. Que por la naturaleza misma de las cosas el poder limite al poder, es la fórmula sencilla y genial que admite aplicarse por igual al mecanismo ideado por el pensador fran- cés que a cualquiera otro que invente el hombre, en su anhelo nunca cumplidamente satisfecho de impedir el abuso del poder. Pienso por eso que el principio de Montesquieu tiene que seguir señoreando cualquiera constitución política, que no se resuelva en dictadura.

Todavía en estos momentos en que el partido laborista inicia en In- glaterra el temerario ensayo de transformar el régimen capitalista en socialismo, se busca realizar el cambio dentro de normas rigurosamente constitucionales, lo cual significa entre otras cosas el respeto al principio de la división de Poderes. Cuando en el año pasado el partido laborista alcanzó el poder, en elecciones ejemplarmente limpias, el cerebro del partido, Harold Laski, anunció al mundo lo siguiente: "El Partido La- borista cree en la libertad de expresión y en la libertad de asociación. Cree también en el derecho constitucional y, por lo tanto, acepta la teoría clásica de que el partido del gobierno es el principio vital de todo régi- men representativo y que así como el partido conservador puede buscar los votos de los electores para sostener la propiedad privada de los medios de producción (lo cual es el capitalismo), de la misma manera el grupo

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socialista tiene derecho a tratar de ganar esos votos a fin de impulsar el desarrollo de la ley hacia el beneficio de la propiedad pública de los medios de producción (lo cual es el socialismo). Pero siempre ha man- tenido el criterio de que no tiene derecho a intentar estos cambios hasta que una e'fectiva mayoría electoral en la Cámara de los Comunes le dé la debida autorización." ?3

Si el laborismo inglés realiza su programa, si, como se propone, llega a la nacionalización de las industrias y al establecimiento de la propie- dad pública de la tierra, 2 mantendrá el respeto tradicional del pueblo inglés por las libertades humanas? O por el contrario, ¿utilizará el constitucio- nalismo como medio tan sólo para destruirlo con sus propias armas? Si tal hiciere, el laborismo podría hacer suya la ruda confesión de un diputado francés de las derechas, al dirigirse a los liberales: os exigimos la libertad en nombre de vuestros principios, para después suprimirla en nombre de los nuestros.

Más que del experimento ruso, el porvenir de la libertad en el mundo depende del ensayo que lleva a cabo el laborismo inglés. Está a prueba una tradición secular de libertad, que hasta ahora ha soportado todos los embates. Si sale triunfante en esta ocasión, su ejemplo servirá una vez más a las naciones que han hecho del pueblo inglés guía y maestro del derecho público.

Mientras tanto, debernos estar prevenidos en contra del natural desa- liento, que nace de tener que admitir la derogación transitoria de prin- cipios que nos parecían intocables. No podemos eludir la responsabilidad que nos depara la hora presente; no podemos invocar la libertad para dejar de cumplir los deberes solemnes que nos impone la historia. Arries- gar la vida para salvarla, es de valientes en los instantes de peligro; arriesgar la libertad para ganarla, es la tarea de los pueblos que se juegan su destino.

Esta generación habrá salvado su responsabilidad ante la historia, si consigue transmitir a las gentes del futuro un solo principio, el que está en la entraña del constitucionalismo, el que sedujo con sus pupilas hipnóticas a la doliente caravana de los humanos: el principio de la lega- lidad. Porque según la elegante paradoja del gran orador latino, que de- cora los muros de nuestra Corte de Justicia, la libertad sólo se encuentra en una servidumbre: la servidumbre de la ley.

23 Artículo publicado en el diario El Universal, de 25 de septiembre de 1945.

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