juana manuela gorriti lo íntimo fragmentos

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1 Juana Manuela Gorriti Lo íntimo (fragmentos) La tierra natal; Lo íntimo, Juana Manuela Gorriti Fondo Nacional de las Artes, Buenos Aires Prólogo ¡Cuántos viejos, en estos últimos tiempos, han pasado delante de mí, camino de la eternidad, dejándome rezagada! Asombra verme salir de zambullones terribles, que diariamente matan a tanta gente joven, con una fortaleza que parecería milagrosa, si no tuviera causa muy natural: la prolongada lactancia. Engolosinada con este primer alimento de la infancia, hasta la edad de siete años, merodeaba, no solo en los pechos de mi madre, la leche que daba a mis hermanos menores, sino en los de mi hermana y de las criadas, en perjuicio de los hijos que amamantaban. Pero ¡ah! como todo pecado tiene su castigo, este latrocinio fortificó mi cuerpo de manera que, heme aquí, escollo solitario en medio del mar de generaciones nuevas, cuyo paso tal vez estorbó a través del tiempo y del espacio.

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Juana Manuela Gorriti

Lo íntimo (fragmentos)

La tierra natal; Lo íntimo, Juana Manuela Gorriti

Fondo Nacional de las Artes, Buenos Aires

Prólogo

¡Cuántos viejos, en estos últimos tiempos, han pasado delante de mí, camino de la eternidad, dejándome rezagada!

Asombra verme salir de zambullones terribles, que diariamente matan a tanta gente joven, con una fortaleza que parecería milagrosa, si no tuviera causa muy natural: la prolongada lactancia.

Engolosinada con este primer alimento de la infancia, hasta la edad de siete años, merodeaba, no solo en los pechos de mi madre, la leche que daba a mis hermanos menores, sino en los de mi hermana y de las criadas, en perjuicio de los hijos que amamantaban.

Pero ¡ah! como todo pecado tiene su castigo, este latrocinio fortificó mi cuerpo de manera que, heme aquí, escollo solitario en medio del mar de generaciones nuevas, cuyo paso tal vez estorbó a través del tiempo y del espacio.

Huésped retardado en la jornada de la vida, avergüénzome de ocupar todavía, en perjuicio de otro, un puesto en el hogar...

Huyendo del intolerable Yo, eliminé de mis libros y hasta de ¨El mundo de los recuerdos¨ muchos sucesos inseparablemente ligados al enfadoso pronombre, resuelta a pasarlos en silencio, por más que anhelara confiar a un oído amigo, gratas ó dolorosas memorias...

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Lo Intimo son observaciones y apreciaciones de la autora a través del tiempo, con el criterio de una larga y variada existencia, hoy próxima a concluirse.

Julio 1982

La autora

¡Orcones! Hogar paterno, montón informe de ruinas, habitado solo por los chacales y las culebras, ¿qué ha quedado de tu antiguo esplendor? Tus muros yacen desmoronados, los pilares de tus galerías se han hundido, cual si hubieran sido edificados sobre un abismo. Apenas si las raíces sinuosas de una higuera y el bronceado tronco de un naranjo, señalan el sitio de tus vergeles. A la ruidosa turbulencia de tus fiestas, han sucedido el silencio y la soledad. Tus avenidas están desiertas, y la yerba del olvido crece sobre tus umbrales abandonados. Un día la fatalidad penetró en tu alegre recinto, arrebató a tus huéspedes desprevenidos, los esparció a los cuatro vientos del Cielo.

—¿Qué fue de ellos?

Unos, cayeron agobiados de cansancio; los otros, marchan aún en las penosas sendas de la vida. Si un día los llamaras, algunos responderían con un gemido; por los más, hablaría solo el silencio de la tumba. Es fama que sus almas, bajo el blanco sudario de los fantasmas, vagan en la noche, renovando entre tus escombros el simulacro de su pasada existencia.

¡Ah! yo también, sombra viviente entre esas vanas sombras, yo también voy allí con el recuerdo, a reconstruir mi vida despedazada por tantos dolores y extraer del delicioso oasis de la infancia, algunos rayos de luz, algunas flores, para alumbrar y perfumar mi camino. ¡Ah! cuántas veces huyendo del desolado presente, he tenido necesidad de refugiarme como a mi único asilo, en las sombras del pasado, y evocar las nobles acciones de los muertos, para olvidar las infamias de los vivos; asirme a la memoria de las virtudes de aquéllos, para perdonar a la providencia los crímenes de éstos; colocar en la balanza la deslealtad, la perfidia, la cobardía y la impiedad con que los unos han escandalizado y entristecido mi juventud, y la

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lealtad, la fe, el heroísmo y la piedad con que los otros ungieron mi infancia, para poder decir: Dios es justo!...1

***

La que esto escribe nació en la frontera de Tucumán y en el recinto de un campamento. Pasé los primeros años de mi infancia en la soledad de los campos, donde mi padre, coronel en el ejército patriota, había juzgado necesario relegar su familia, pues las ciudades eran entonces el teatro de la guerra.

Crecí entre los rebaños, sin otra sociedad que los pastores y los soldados de mi padre.

Era éste un guerrero piadoso y severo observador de la justicia y del deber, y, por consecuencia, sus compañeros de fatigas y de gloria eran como él, justos, piadosos, valientes y leales.

***

Si algo hubiera quedado de la casa paterna, de ese hogar destruido, yo lo conservaría cual estaba, sin tocar ni cambiar nada, como en mi alma se conservan las creencias de mis padres.

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***

El día que cumplí seis años fue para mí de duelo. Anunciáronme que era necesario abandonar mi vida agreste, libre como los vientos, y cambiar los inmensos horizontes en que la pasaba, por el estrecho recinto de un colegio dirigido por monjas!

¿Qué iba a ser de mí, pobre gacela acostumbrada a vagar, saltando de las selvas a los prados?

¿Qué iba a ser de mí entre aquellas figuras severas é impasibles, cuyo principal conato sería ahogar mi querida turbulencia é imponerme su propia inmovilidad?

—¡Adiós! —decía yo, con el corazón desolado, a lo largo de las colinas, en las orillas del arroyo y en los campos, esmaltados con millares de flores— adiós, sitios queridos que es preciso dejar; ¡adiós! me llevan lejos, muy lejos; pero mi alma vendrá siempre a llorar errante bajo las sombras de nuestros frondosos árboles...

—¡Adiós, mi lindo caballos! ¿quién te dará en adelante pan y azúcar en las palmas de las manos?... y tú, mi ligero avestruz, que llevándome sobre tus alas, corrías desafiando en velocidad a los vientos, abandona estos lugares donde en vano me buscarás y vuelve a reunirte a los tuyos en las llanuras de Valbuena...

Hicieron venir de Salta a máma Dolores para que me llevara. Era ésta una hermana natural de mi abuelo; pero más lo parecía de Luis XIV, tal era su orgullo y la aristocrática arrogancia de su porte. Alta y seca persona de cincuenta años, de ojos pardos, abultados y saltones, de grande y corva nariz a la que se adhería, por medio de un profundo canalete que hendía su labio superior, una boca a la vez severa y desdeñosa. Su rostro moreno, bilioso, se coloreaba en frecuentes accesos de ira con tintes purpúreos que iluminaban sus duras facciones con un resplandor siniestro.

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Nunca vi mirada de desprecio parecida a la suya; y todo cuanto Homero dice de la cólera de Júpiter, era nada, comparado con la cólera de máma Dolores. ¡Ay de quién ella aborrecía! pero ¡ay también de aquel a quién amaba!

Su cariño era una punta acerada que hería sin descanso, a toda hora, a todo propósito, a quién lo había inspirado: podía con razón decir que se hallaba poseído del demonio; de un demonio para el cual no había exorcismo que valiese: máma Dolores aborrecía y amaba hasta la muerte.

Decíase que había sido una de las jóvenes más lindas y amables de su tiempo, pero su natural acritud había borrado de tal manera en ella la benevolencia, esa base de toda gracia en la mujer, que no solo me era imposible creer que había sido linda, sino que aún dudé mucho tiempo de que hubiera sido joven.

Esta terrible persona, llegó por fin con majestuoso aparato.

A su arribo fue investida de facultades extraordinarias sobre mí, el más indómito de los indómitos hijos de los bosques. Pero, ella estaba tan segura de si misma, que no vio en su misión la menor dificultad; descansó tres días, y al cuarto volvió a entrar en el coche llevándome en pos de si como un pobre corderillo; hízome sentar a su lado, cerró despiadadamente la portezuela en los ojos llorosos de las criadas que se habían agrupado en torno mío, y dio con tono áspero la orden de partir.

El camino que llevábamos costeaba las colinas, atravesaba los mistolares, vadeaba el río, esos sitios donde mi vida se había deslizado aérea, como el vuelo del ave; y mientras lloraba amargamente contemplando al través de una nube de lágrimas esos escenarios de mi felicidad pasada, mi compañera me decía con voz agria:

—¿Por qué llorar tanto, niña? ¿Te llevan a algún presidio? Vas a un colegio, donde se hallan muy contentas cien otras como tú. Ya es tiempo de estudiar. ¿Querías pasar la vida entre los guanacos?

Nada mas lógico que estas reflexiones; pero no es con lógica que se enjugan las lágrimas. Así, lejos de consolarme, máma Dolores exasperó mi dolor hasta convertirlo en un profundo aborrecimiento.

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Dediqueme desde entonces a hacerla rabiar y esto me sirvió de distracción. No perdía ocasión de contrariarla. Ya me sentaba sobre sus vestidos, que ella llevaba siempre muy almidonados, y los ajaba; ya me apoyaba contra el bolsillo del coche, donde guardaba ella los libros y quebrabas sus anteojos; ya, fingiéndome impelida por vaivenes del carruaje me arrojaba sobre ella a riesgo de romperme la cabeza contra su grande nariz.

Un día que nos detuvimos para almorzar a la sombra de un bosquecillo, máma Dolores, después de recomendarme que no me alejara de su lado, recostose sobre el césped y se quedó dormida.

Por mucho deseo que yo tuviera de hacer una pequeña correría en aquellos sitios desconocidos, no me atreví a desobedecerla, porque su mal humor después del sueño era terrible. Quedeme allí, siguiendo con triste mirada la marcha de una larga hilera de hormigas que cargadas de botín entraban en su morada.

De repente, mis ojos se fijaron con interés en la superficie del hormiguero. Cubríala una arcilla obscura mezclada de madera pulverizada, enteramente semejante al rapé que usaba máma Dolores. Desvié mis ojos del hormiguero para volverlos hacia ésta. Dormía profundamente con su caja de tabaco al lado. La tentación era muy poderosa para que yo pudiera resistirla. Alceme sobre las puntas de mis borceguíes y llegando así hasta la almohada donde reposaba la terrífica cabeza, tomé con mano resuelta la caja, vacié el tabaco que contenía, llenela rápidamente de la consabida tierra y la devolví al lado de su formidable dueña. No de allí a mucho, el bramido de una vaca despertó a máma Dolores, que como acontece siempre, lejos de presentir mi criminal travesura, nunca estuvo tan amable ni tan contenta de mí. Sonriome con gracia, al encontrarme en el mismo sitio, y abriendo con gusto su caja de tabaco sorbió tranquilamente, con asombro mío, una gran dedada de tierra del hormiguero.

Su nariz adobada con rapé durante cuarenta años, se había vuelto poco susceptible en achaques de olfato y repitió una y otra vez sorbos de tierra, hasta darme un remordimiento profundo que me hizo arrebatarle la caja de la mano y vaciarla por la portezuela del carruaje confesando mi travesura.

Aconteciome entonces, lo que todas las veces que me he abandonado a un sentimiento generoso: máma Dolores no creyó mi primera falta para dar todo su valor a la segunda; y ensañándose por mi crimen de lesa percepción nasal, me llenó de injurias, y estuvo tres días sin hablarme...

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Entre tanto llegamos a Salta.

Los cuidados que mi compañera me prodigaba eran tan punzantes y fatigosos, que pedí con instancia entrar inmediatamente en el colegio para separarme de ella...

¡Pobre máma Dolores! ¡cuántas veces después que he conocido el mundo, su helada indiferencia ó su interesado amor, cuántas veces he echado de menos tu espinoso, pero sincero cariño!

¡Cuántas veces me he reprochado amargamente el haber retrocedido ante la corteza de hierro que encerraba tu alma noble y generosa!

***

Don Ignacio de Gorriti, natural de Pamplona, tuvo en su matrimonio con Doña Feliciana de Cueto, natural de Jujuy, diez hijos, Juan Ignacio, José Ignacio, Francisco, Celedonio, Ana, María Antonia, Isabel, Juana, Josefa y Angela.

El primogénito Juan Ignacio, presbítero, fue canónigo de la catedral de Salta; José Ignacio, concluidos sus estudios, se graduó en derecho en la ciudad de Córdoba, donde hizo aquéllos; después, fue a graduarse en teología a la universidad de Chuquisaca; iniciada la causa de la Independencia, se consagró al servicio de su patria y perseveró en él, hasta el último día de su vida.

Celedonio murió en los primeros años de su juventud; Francisco, más bien conocido con el nombre de Pache, fue desde sus primeros años soldado de la Independencia; hízose después caudillo federal en los partidos de la guerra civil y murió joven todavía en 1830.

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De los cuatro hermanos quedaron solo dos; Juan Ignacio, el canónigo, que ejerció durante su vida entera grande influencia en las decisiones de los congresos desde Salta hasta Buenos Aires y en la administración de los gobiernos que manejó a pesar de su estado eclesiástico, y José Ignacio, guerrero y caudillo en la guerra de la Independencia, consejero, administrador y defensor perpetuo de la provincia de Salta hasta el día en que, derrotados los ejércitos unitarios, el país en poder de los enemigos vencedores, hubo de abandonar la patria y tomar el camino del destierro donde muy luego se abrió para él el sepulcro.

El canónigo Gorriti emigró como los suyos, y murió en Sucre llegado a una grande vejez, muchos años después que su hermano.

En el cementerio de Sucre, capital de Bolivia, y en la sacristía de la capilla de aquel lugar fúnebre, se ven las lápidas de tres sepulcros, abiertos en el muro fronterizo al altar; en ellas, léese tres veces repetido el nombre de Gorriti.

JUAN IGNACIO DE GORRITI

JOSE IGNACIO DE GORRITI

y entre estos dos sepulcros el de

ISABEL DE GORRITI

la menor de los hijos de Don Ignacio de Gorriti, apegada con filial afecto a su hermano canónigo, compañera suya durante toda su vida y tomando parte activa en la política de éste.

***

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En noviembre de 1931, Quiroga bajó con su ejército de los llanos de la Rioja a Tucumán, donde se hallaba reunido a las órdenes del general Alvarado el ejército unitario.

Al saber la aproximación de Quiroga, Alvarado situó su ejército en el sitio de la ciudadela y allí esperó.

Al mismo tiempo, por una estrategia hábil, pero que fue fatal al éxito de sus armas, desprendió una división de mil hombres y la mandó a las órdenes del general Gorriti por el camino de los valles, a apoderarse de la Rioja que Quiroga acababa de dejar, y situarse allí con la idea de tomar al enemigo entre dos fuegos.

El general Gorriti efectuó aquella marcha con habilidad notable de silencio y celeridad.

Entre tanto, Quiroga a marchas forzadas llegó a Tucumán. Alvarado le presentó batalla.

Sabido era de los suyos, y temido con aprensión supersticiosa, el número desgraciado que perseguía al general Alvarado, a pesar de todo su relevante mérito en todas las empresas militares que acometía.

En esta ocasión aquel funesto sino cumpliose también; el feroz tigre de los llanos, después de una batalla reñida y sangrienta, derrotó al ejército unitario, cuyos restos reunieron y salvaron con una pronta retirada cuatro valientes jefes: Videla Castillo, Pedernera, Achá y Roca; el vencedor los perseguía de cerca, pero ellos con hábiles maniobras, ora deteniéndose en una espera que hacía suponer fuerzas que no tenían, ora en marchas de increíble celeridad, llegaron a Salta donde combinaron un plan de defensa, colocando sus fuerzas en la estrecha quebrada de Humahuaca.

El general Gorriti se halló, por tanto, solo a retaguardia del enemigo, que después de su victoria despachó contra él fuerzas considerables. Gorriti no quiso hacer una resistencia inútil, abandonó la Rioja y por caminos extraviados fue a reunirse a sus compañeros.

Al abandonar Salta, éstos publicaron un bando aconsejando a los habitantes de la ciudad que huyeran para librarse del degüello que el feroz vencedor venia ejecutando a su paso.

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El terror dejó desierta la ciudad, abiertas sus puertas al saqueo y al incendio, sus moradores, faltos de vehículos y cabalgaduras, pudieron apenas, abandonándolo todo, escaparse con sus hijos.

Y, así, a vanguardia de sus protectores, llegaron con ellos a Tumbaya, primera garganta de la quebrada de Humahuaca.

Á vista de aquellos peñascales áridos, los soldados, hijos todos de las llanuras floridas de Salta y Tucumán, creyéronse en Bolivia: una odiosa sospecha contra sus jefes surgió entre ellos, viéronse destinados por aquéllos a las filas del ejército boliviano; detuviéronse de repente y declararon a sus jefes que se volvían a sus hogares.

Sus jefes, acostumbrados a la obediencia de una severa disciplina, quisieron resistir, pero la consideración de la suerte que con aquella resistencia aguardaba a las familias que huían bajo su protección, los obligó a ceder y siguieron adelante entre aquella multitud de desgraciados que sin pan ni esperanza, salvaban de la muerte atroz con que los amenazaba el vencedor, que había ya invadido sus ciudades y entregádolas al saqueo y al incendio.

Los sublevados se quedaron en un alto de algunas horas antes de volver sobre sus pasos, en la misma hora en que el general Gorriti por los caminos de travesía ya indicados, llegaba a Tumbaya.

Sus soldados, imbuidos por los sublevados en los motivos de su rebelión, detuviéronse también.

Al verlos el general Gorriti, volviose a ellos y con esa voz de extrema sonoridad que tantos triunfos le había dado en la tribuna y en el ejército: ¨Soldados —les dijo— vuestros compañeros han inutilizado el plan de defensa que teníamos; nosotros, solos, nada podríamos contra un enemigo vencedor y poderoso; ¿queréis quedaros, queréis seguir conmigo el camino del destierro? ¡Oh! no, volved a vuestras familias, que hace largo tiempo están abandonadas, que el Dios Omnipotente os bendiga por vuestra abnegación y vuestro sacrificio. Adiós¨. Abrió los brazos y cerrándolos sobre el pecho, envioles el abrazo de despedida y siguió su camino, alejándose de aquella patria amada a la que había sacrificado reposo y fortuna y que no debía volver a ver más. ¡Qué diferencia entre el escéptico presente y aquellos tiempos de heroísmo y de fe!

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Don José Ignacio de Gorriti casó en 1802 con Doña Feliciana Zuviría y tuvo por hijos a Ramón, Pedro, Tadeo, Rafael, Mariana, Juana María, Juana Manuela, que esto escribe, y Carmen.

Vivíamos entre los muertos.

Ramón, el primero, y Pedro, el segundo, apenas si tiempo tuvieron para manifestarse amantes hijos y buenos hermanos; murieron a los diez y ocho años uno, y veinte el otro, favorecidos por el amor de los gauchos con quienes rivalizaban, a oculta de mis padres, en el manejo del lazo y las boleadoras, y en tumbar y domar un potro...

Tadeo, tercer hijo de aquel matrimonio, poseía una rara inteligencia y un talento particular para los negocios. Lejos de la patria, en el destierro, se dedicó al comercio.

Volviendo de un viaje al Brasil, donde había efectuado un cambio valioso de productos bolivianos por una gran cantidad de oro en polvo y piedras preciosas, fue asesinado en el camino por sus compañeros para robarle...

Era Rafael a la edad de diez y ocho años todo un buen mozo. Nunca vi en persona alguna sonrisa a la vez tan picaresca y bondadosa como la suya; ilustrado é inteligente, era el encanto de cuantos le trataban, para ponderar la gracia y profundidad de una frase, solían decir: esta es a lo Rafael Gorriti.

Pero ¡ay! que las más brillantes cualidades tienen siempre delante un horizonte obscuro que las amenaza. Rafael era, en sus sentimientos, extremado hasta la exageración.

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Y ese era el horizonte obscuro que amenazaba a Rafael. La amistad era para él un culto; el amor una adoración idólatra: eso le perdió.

Amó a una mujer, la hizo su esposa y se entregó a su voluntad con la sumisión de un esclavo, hizo cuánto ella anheló; bueno ó malo, para él era una ley que lo llevó a los mayores desaciertos; inteligente y laborioso, habíase hecho una fortuna que ella con sus consejos descabellados disipó.

Un día este amor comenzó a decrecer y se convirtió en indiferencia, después en odio y una separación tuvo lugar.

¿Qué hubo en ello?

¡Quién sabe si la inferioridad de esa mujer fea y vulgar, no se apareció una vez a sus ojos desilusionados! Lo cierto es que todo entre ellos acabó: ella se fue por un lado con la gente de su clase y él volvió a la esfera de donde había salido...

Entre tanto me decía, en una de sus cartas, ¨aunque sea haciendo sacrificios muy superiores a mis fuerzas y duplicando mis privaciones, procuraré aumentar mi trabajo, pagar cuanto antes lo que debo, y reunir algún dinero para ir a reunirme a ti...¨

Pasaron años, Rafael apareció de repente enamorado de otra mujer y la llevó consigo a habitar una posesión rural que había adquirido en una provincia de Bolivia.

Y allí, en la lucha por la vida, víctima de decepciones, felonías y penurias, luchó con gusto a pesar —decía— de que nada hay que pueda levantar la sentencia que pesa sin duda sobre nosotros y han sufrido ya nuestros padres y hermanos, apurando el cáliz hasta la muerte; nosotros, los que quedamos restos infelices del tremendo naufragio, no tenemos otro partido que tomar sino el de la resignación; inclinar la cabeza y sufrir los golpes, ese es nuestro patrimonio: suframos, pues, resignados, ya que la resignación es meritoria...

Poco después un joven bello, amabilísimo, pero careciendo de toda ilustración, se acercó a Rafael y se hizo su amigo.

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Condolido de tantas buenas cualidades fundidas en profunda ignorancia, Rafael se contrajo a ilustrarle, le enseñó a leer, escribir, contar y haciéndole así subir en la escala del saber, diole una educación que hizo de él otro hombre.

Embelesado con su obra, Rafael lo acercó a sí, diole parte en sus estudios y en sus negocios, que entonces andaban muy bien.

Un día que habían ido a pasar revista a una grande plantación de caña que Rafael tenía en unas tierras de su propiedad, almorzando entre el sembrio, él, su amigo y su querida, sintió de repente un agudo dolor en los ojos y en el pecho, que en pocos momentos lo mató sin que pudiera articular una palabra.

Era esto a corta distancia de Apolobamba, en cuyo cementerio sepultaron sus restos...

Un día yo, que llena de ansiedad esperaba noticia de mi hija enferma, a su regreso de Europa, recibo una carta de Apolobamba, en la que aquella mujer me noticiaba brutalmente la muerte de mi hermano...

Dos meses después recibo otra carta de Apolobamba; su inscripción era la letra de mi hermano, su sello era el suyo.

No ha muerto, he aquí una carta suya...

La abro; era de aquel joven amigo, a quién el educó y le dió parte en sus negocios; anunciábame su matrimonio con la mujer que había amado mi hermano, y que encinta de un hijo suyo, habíale dado a luz, y era heredero de sus bienes.

Un cuadro sombrío se presentó a mis ojos en la revelación de aquella carta: mi hermano había muerto víctima de la traición de su amigo y de su querida.

Mariana, quinta hija de Gorriti, era una fea encantadora, nada comparable a su gracia, nada a la belleza fulgurante de sus ojos negros sombreados de largas pestañas; su expresión habitual

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era el chiste y aunque algo malévolo, porque Mariana era naturalmente escéptica, por aquello mismo gustaba a la sociedad, que tanto gusta de lo malo.

Quizá por esta predisposición de su espíritu, Mariana quedó largos años soltera; era despreciativa y desalentaba a sus pretendientes.

Uno fue al fin tan constante y sufrido, que logró ablandar a aquella terca naturaleza; Mariana le concedió su mano y aquel matrimonio vivió feliz con esa felicidad relativa que derrama en un consorcio la superioridad del uno y la debilidad del otro.

Sin embargo, en el alma de Mariana había un culto: el amor maternal: idolatraba a su hijo y en él y por él vivía.

Pero ¡ah! poco debía durar al niño aquella madre incomparable. Un día Mariana con besos y abrazos despedía a su hijo, que un sirviente llevaba al colegio, le acompañó hasta la puerta y volvió a sentarse al lado de su mesa de costura; con un gorjeo cariñoso llamó a su mano a un jilguero negro que ella encontró un día en un bosque y que desde entonces, dócil y sumiso, acudía siempre a su voz.

La criada, que arreglaba la sala vecina, viola acariciar al avecilla y de la mano bajarla a sus rodillas donde le dio a picar yema en sus dedos, y en seguida vio a Mariana, apoyada la mano en la mejilla, quedar inmóvil como adormecida.

No vio más; una hora después, entrando a anunciarla una visita; y encontrándola siempre dormida, la espantó la extraña palidez que cubría su rostro y sin atreverse a tocarla, salió corriendo y dio de ello parte a la persona que llegaba; era ésta una amiga de Mariana, que entrando precipitadamente en el cuarto, la tomo en sus brazos.

Estaba muerta: fría ya con todos los indicios de una muerte instantánea, sin espasmos ni convulsiones.

¡Cosa extraña! desde ese mismo momento, el jilguero negro desapareció, sin que nunca se supiera qué fue de él.

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1 Sueños y realidades, de la misma autora.