hacia otra cultura arquitectónica

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7 Mayo, 2005. Nº 1. LARS Hacia otra cultura arquitectónica Juan Antonio Ramírez No cayeron solamente dos torres de oficinas gigantescas el 11 de septiembre de 2001. Persiste en la memoria el impacto de los aviones y conservamos vivo ese sentimiento mez- clado, entre el horror y la fascinación, que experimentamos ante aquel derrumbe colosal. Ya nada volverá a ser igual, nos dijimos entonces; es imposible que el mundo no saque de esto algunas lecciones. Pensábamos en el ámbito político y económico, por supuesto, pero no sólo en ello. ¿Podía permanecer incólume tras el desastre el universo de la arqui- tectura? No se trata de inventarse culpas retrospectivas y de atribuir a los símbolos la dudosa responsabilidad de haber sido elegidos por los verdugos, sino de otra cosa ligera- mente diferente. Hablo de una creencia compartida por muchos: la práctica arquitectó- nica vigente hasta entonces implicaba una visión teórica y cultural de la disciplina que parecía agotada y tenía que cambiar. Quizá sea demasiado pronto (no han pasado cuatro años), o no seamos capaces todavía de evaluar transformaciones significativas que se están operando en algún lugar, de notar la existencia de semillas que germinan bajo nuestros pies y no han emergido a la superficie, pero lo cierto es que el discurso público de la dis- ciplina ha mostrado en estos últimos años una alucinante voluntad de persistencia en las viejas tendencias, una obcecada aspiración a permanecer en las vías muertas y en los erro- res cometidos. Ese sostenella y no enmendalla que vemos en el discurso de algunos políti- cos correosos parece tener su correspondencia en el ámbito de la arquitectura, también. Sabemos que la crítica arquitectónica ha venido estando acorde con la educación, básicamente formalista, del arquitecto profesional. Por eso se ha detectado en las últimas décadas una sucesión de modas estilísticas comparable a la que puede percibirse, hasta los años noventa, en el ámbito de las artes plásticas: primero tuvimos la postmodernidad revivalista, con aquella apoteosis de frontones, óculos, cornisas y columnas pseudoclási- cas de varia condición; luego fuimos acuchillados con las puntiagudas angulaciones y las fracturas infinitas de la deconstrucción, con plantas irregulares y alusiones (general- mente poco irónicas) al constructivismo y al expresionismo; conocimos después un neominimalismo radical, con depuradísi- mas geometrías, formas muy simples con superficies cuidadísimas que evocaban a veces algunos episodios del racionalismo de entreguerras. No ha sido raro ver combina- ciones eclécticas de estas tendencias, y en eso estamos ahora, más o menos, con varios miles de profesionales empeñados en recombinar de modos diferentes los principales hallazgos formales que difunden las revistas del sector y los libros especializados. Algunos estudios o figuras individuales parecen gozar de una situación privilegiada, y el firmamen- to de la profesión resplandece con unas pocas estrellas rutilantes (esta metáfora celestial es muy frecuente) sobre un fondo de múltiples astros menores y de vagos puntos lumi- nosos. El brillo de cada uno es de intensidad variable pero parece difícil desprenderse de la impresión de que todo es aproximadamente lo mismo: aquel estilo internacional con el que soñaron Philip Johnson y Henry-Russel Hitchcock en su célebre exposición del MoMA, en los años treinta, ha alcanzado ahora su verdadera confirmación. Cayeron todos los bastiones de la otredad, y si nuestros arquitectos pueden trabajar ahora en China, por ejemplo (además de en África o en América Latina), es porque se han impues- to en todas partes los mismos supuestos y los mismos lenguajes. Estamos remitiéndonos a la globalización efectiva de la cultura arquitectónica, lo cual no afecta solamente a los lenguajes formales sino a otras cosas también importantes: materiales, relaciones con la industria, procedimientos constructivos, métodos de traba- jo, entramado financiero de los proyectos, modos de relación entre el diseñador-construc- tor y el cliente, etc. Cuando se examinan estas cosas con una perspectiva histórica descu- brimos que no ha habido muchos cambios, y las supuestas revoluciones de las últimas décadas nos parecen mucho más modestas de lo que sugiere el ruido mediático con el que se han anunciado. ¿Es realmente tan trascendental la introducción de algún nuevo mate- rial (como el titanio con el que se recubrió el Museo Guggenheim de Bilbao), o el pro- tagonismo del ordenador en el diseño de estructuras especialmente complejas? Ya sabe- mos que se acortan plazos y se facilitan los procesos (concepción y ejecución), sobre todo para edificios atrevidos, pero no parece que la informática esté propiciando por sí misma un cambio de paradigma. Lo hemos visto con los proyectos que se elaboraron para sus- tituir en la zona cero de Nueva York a las destruidas torres gemelas: más de lo mismo. La pulsión del gigantismo había venido siendo una constante desde los inicios de la llama- da Escuela de Chicago, exacerbada en los años treinta-cuarenta, con una especie de cul- minación en los sesenta-setenta. Corregiremos inmediatamente, pues esa tendencia no ha culminado aún, aparentemente: cada cierto tiempo se diseñan torres de oficinas multifun- cionales más altas que las anteriores, siguiendo sus mismas premisas ideológicas, es decir, con idénticas aspiraciones a las de los proyectos anteriores. ¿Dónde está la revolución en la idea de Libeskind (con o sin los retoques espúreos) para sustituir a las torres del World Trade Centre? La carga emblemática bienpensante es ahora mayor, sin duda, pues se pre- tende que la nueva obra sea un memorial de la hecatombe, pero lo cierto es que no deja- mos de encontrarnos ante otro gran rascacielos, el más alto del mundo, nuevamente, para mayor gloria retórica y beneficio económico de las compañías correspondientes. Así que, con independencia de lo que afirmen sus promotores, ese edificio será interpretado como otra nueva Torre de Babel, otro símbolo ominoso del mismo imperio que acaba de ree- legir para un segundo mandato al presidente menos dotado intelectual y moralmente de toda la historia norteamericana. La divisa es clara: no rectificar, reiterarse hiperbólicamen- te en las posturas adoptadas, y justificar la obcecación haciendo creer que cualquier cam- bio de rumbo sería una muestra de debilidad frente al enemigo. Erre que erre, error tras error, encadenados como cerezas saliendo de este cesto (más bien caja de Pandora) que es el (des)orden mundial a principios del siglo XXI. La arqui- tectura que estamos padeciendo no abandona su elitismo formalista, su vieja ambición de continuar erigiendo los escenarios solemnes y refinados (es decir, intimidatorios) donde se escenifican los fastos del poder. Sus hermosos ejercicios estilísticos disimulan a duras penas su vergonzoso entreguismo a los intereses de explotadores, verdugos y fun- damentalistas de varios pelajes, gentes que no tendrían inconveniente en promover (¿lo están haciendo ya?) mil actos terroristas más si incrementaran con ello sus beneficios materiales y avivaran sus delirantes fantasías mesiánicas. Se puede entender que algunos profesionales proclamen cínicamente lo de el que paga manda, pero creo que la asunción generalizada de ese aserto por todo el sector implicaría la muerte de la arquitectura, que quedaría reducida a mera decoración, a inerte correa de transmisión de ideas y pulsiones elaboradas en otro lugar. El sueño profesional del verdadero arquitecto es otra cosa. Vitruvio dirigió al César sus Diez libros de arquitectura,y dejó allí sentada la idea de que su mayor gloria sería servir a los designios imperia- les; pero la anécdota del arquitecto Dinócrates, dirigiéndose a Alejandro Magno con un proyecto fantasioso de ciudad que se debería tallar en el Monte Athos, mostraba sutilmente que la misión más noble de este tipo de profesionales era maquinar mundos alternativos, cosas que no existen pero que bien podrían llegar a materializarse. El arquitecto como pensador, como motor de trans- formaciones técnicas, estéticas, económicas y sociales. De ahí que la época contemporá- nea se haya inaugurado con un sólido maridaje entre la idea de la revolución y la del cam- bio arquitectónico. Kaufmann vinculó claramente a sus tres héroes dieciochescos (Ledoux, Boullée y Lequeue) con la Revolución Francesa, y todos conocemos el impor- tante papel jugado por los ideales transformadores en los arquitectos del expresionismo alemán, del constructivismo ruso o de La Bauhaus. Cuando Le Corbusier planteó su alternativa “arquitectura o revolución” estaba haciendo un juego perverso de inversiones, un guiño a los poderes conservadores de los años veinte que venía a significar: “no tenéis más remedio que aceptar la nueva arquitectura y sus implicaciones si queréis evitar la experiencia traumática de una violenta subversión”. Pero parecía obvio que una cosa iba con la otra, que la arquitectura sólo amortiguaría los efectos violentos de un cambio social global que se percibía como algo inminente e inexorable. ¿Se han tomado los poderes actuales en serio esta propuesta y están apoyando ya con todas sus fuerzas a la primera instancia de aquella disyuntiva? La conversión de la arqui- tectura en colosal espectáculo mediático sugiere una respuesta afirmativa, reorientada en el peor sentido posible. No es que la arquitectura conjure con sus valores funcionales y sus virtualidad innovadora los efectos violentos de la revolución (como parecía propug- nar Le Corbusier) sino que su imagen brillante y superficial, su vacuo gigantismo, el lujo esteticista de su apariencia, suplantan a la voluntad real de transformación. Es el mismo artificio de la publicidad que sustituye la pulsión libidinal profunda, el objeto del deseo, por el producto que se vende. Tras el 11 de septiembre de 2001 (y tras nuestro 11 de marzo de 2004), todo sigue igual. La ideología de la arquitectura no toma en serio las ver- daderas necesidades colectivas, sigue sin querer asumir que hace falta un nuevo paradig- ma. Es una culpa colectiva, pues nadie debería lavarse las manos ante unos profesionales formados para servir como fieles camareros las demandas de los poderosos. Hoy, más que nunca urge el trabajo de todos para reafirmar la idea de que la arquitectura no puede abandonar su vocación política ni su inalienable dimensión cultural. La arquitectura que estamos padeciendo no abandona su vieja ambición de continuar erigiendo los escenarios solemnes y refinados donde se escenifican los fastos del poder. Opinión

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Columna de opinión escrita por Juan Antonio Ramírez, quien fuera Catedrático de Historia del Arte de la Universidad Autónoma de Madrid.

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  • 7Mayo, 2005. N 1. LARS

    Hacia otra cultura arquitectnicaJuan Antonio Ramrez

    No cayeron solamente dos torres de oficinas gigantescas el 11 de septiembre de 2001.Persiste en la memoria el impacto de los aviones y conservamos vivo ese sentimiento mez-clado, entre el horror y la fascinacin, que experimentamos ante aquel derrumbe colosal.Ya nada volver a ser igual, nos dijimos entonces; es imposible que el mundo no saquede esto algunas lecciones. Pensbamos en el mbito poltico y econmico, por supuesto,pero no slo en ello. Poda permanecer inclume tras el desastre el universo de la arqui-tectura? No se trata de inventarse culpas retrospectivas y de atribuir a los smbolos ladudosa responsabilidad de haber sido elegidos por los verdugos, sino de otra cosa ligera-mente diferente. Hablo de una creencia compartida por muchos: la prctica arquitect-nica vigente hasta entonces implicaba una visin terica y cultural de la disciplina quepareca agotada y tena que cambiar. Quiz sea demasiado pronto (no han pasado cuatroaos), o no seamos capaces todava de evaluar transformaciones significativas que se estnoperando en algn lugar, de notar la existencia de semillas que germinan bajo nuestrospies y no han emergido a la superficie, pero lo cierto es que el discurso pblico de la dis-ciplina ha mostrado en estos ltimos aos una alucinante voluntad de persistencia en lasviejas tendencias, una obcecada aspiracin a permanecer en las vas muertas y en los erro-res cometidos. Ese sostenella y no enmendalla que vemos en el discurso de algunos polti-cos correosos parece tener su correspondencia en el mbito de la arquitectura, tambin.

    Sabemos que la crtica arquitectnica ha venido estando acorde con la educacin,bsicamente formalista, del arquitecto profesional. Por eso se ha detectado en las ltimasdcadas una sucesin de modas estilsticas comparable a la que puede percibirse, hasta losaos noventa, en el mbito de las artes plsticas: primero tuvimos la postmodernidadrevivalista, con aquella apoteosis de frontones, culos, cornisas y columnas pseudoclsi-cas de varia condicin; luego fuimos acuchillados con las puntiagudas angulaciones y lasfracturas infinitas de la deconstruccin,con plantas irregulares y alusiones (general-mente poco irnicas) al constructivismo yal expresionismo; conocimos despus unneominimalismo radical, con depuradsi-mas geometras, formas muy simples consuperficies cuidadsimas que evocaban aveces algunos episodios del racionalismo deentreguerras. No ha sido raro ver combina-ciones eclcticas de estas tendencias, y en eso estamos ahora, ms o menos, con variosmiles de profesionales empeados en recombinar de modos diferentes los principaleshallazgos formales que difunden las revistas del sector y los libros especializados. Algunosestudios o figuras individuales parecen gozar de una situacin privilegiada, y el firmamen-to de la profesin resplandece con unas pocas estrellas rutilantes (esta metfora celestiales muy frecuente) sobre un fondo de mltiples astros menores y de vagos puntos lumi-nosos. El brillo de cada uno es de intensidad variable pero parece difcil desprenderse dela impresin de que todo es aproximadamente lo mismo: aquel estilo internacional con elque soaron Philip Johnson y Henry-Russel Hitchcock en su clebre exposicin delMoMA, en los aos treinta, ha alcanzado ahora su verdadera confirmacin. Cayerontodos los bastiones de la otredad, y si nuestros arquitectos pueden trabajar ahora enChina, por ejemplo (adems de en frica o en Amrica Latina), es porque se han impues-to en todas partes los mismos supuestos y los mismos lenguajes.

    Estamos remitindonos a la globalizacin efectiva de la cultura arquitectnica, lo cualno afecta solamente a los lenguajes formales sino a otras cosas tambin importantes:materiales, relaciones con la industria, procedimientos constructivos, mtodos de traba-jo, entramado financiero de los proyectos, modos de relacin entre el diseador-construc-tor y el cliente, etc. Cuando se examinan estas cosas con una perspectiva histrica descu-brimos que no ha habido muchos cambios, y las supuestas revoluciones de las ltimasdcadas nos parecen mucho ms modestas de lo que sugiere el ruido meditico con el quese han anunciado. Es realmente tan trascendental la introduccin de algn nuevo mate-rial (como el titanio con el que se recubri el Museo Guggenheim de Bilbao), o el pro-tagonismo del ordenador en el diseo de estructuras especialmente complejas? Ya sabe-mos que se acortan plazos y se facilitan los procesos (concepcin y ejecucin), sobre todopara edificios atrevidos, pero no parece que la informtica est propiciando por s mismaun cambio de paradigma. Lo hemos visto con los proyectos que se elaboraron para sus-tituir en la zona cero de Nueva York a las destruidas torres gemelas: ms de lo mismo. Lapulsin del gigantismo haba venido siendo una constante desde los inicios de la llama-da Escuela de Chicago, exacerbada en los aos treinta-cuarenta, con una especie de cul-minacin en los sesenta-setenta. Corregiremos inmediatamente, pues esa tendencia no haculminado an, aparentemente: cada cierto tiempo se disean torres de oficinas multifun-

    cionales ms altas que las anteriores, siguiendo sus mismas premisas ideolgicas, es decir,con idnticas aspiraciones a las de los proyectos anteriores. Dnde est la revolucin enla idea de Libeskind (con o sin los retoques espreos) para sustituir a las torres del WorldTrade Centre? La carga emblemtica bienpensante es ahora mayor, sin duda, pues se pre-tende que la nueva obra sea un memorial de la hecatombe, pero lo cierto es que no deja-mos de encontrarnos ante otro gran rascacielos, el ms alto del mundo, nuevamente, paramayor gloria retrica y beneficio econmico de las compaas correspondientes. As que,con independencia de lo que afirmen sus promotores, ese edificio ser interpretado comootra nueva Torre de Babel, otro smbolo ominoso del mismo imperio que acaba de ree-legir para un segundo mandato al presidente menos dotado intelectual y moralmente detoda la historia norteamericana. La divisa es clara: no rectificar, reiterarse hiperblicamen-te en las posturas adoptadas, y justificar la obcecacin haciendo creer que cualquier cam-bio de rumbo sera una muestra de debilidad frente al enemigo.

    Erre que erre, error tras error, encadenados como cerezas saliendo de este cesto (msbien caja de Pandora) que es el (des)orden mundial a principios del siglo XXI. La arqui-tectura que estamos padeciendo no abandona su elitismo formalista, su vieja ambicinde continuar erigiendo los escenarios solemnes y refinados (es decir, intimidatorios)donde se escenifican los fastos del poder. Sus hermosos ejercicios estilsticos disimulan aduras penas su vergonzoso entreguismo a los intereses de explotadores, verdugos y fun-damentalistas de varios pelajes, gentes que no tendran inconveniente en promover (loestn haciendo ya?) mil actos terroristas ms si incrementaran con ello sus beneficiosmateriales y avivaran sus delirantes fantasas mesinicas. Se puede entender que algunosprofesionales proclamen cnicamente lo de el que paga manda, pero creo que la asuncingeneralizada de ese aserto por todo el sector implicara la muerte de la arquitectura, que

    quedara reducida a mera decoracin, ainerte correa de transmisin de ideas ypulsiones elaboradas en otro lugar.

    El sueo profesional del verdaderoarquitecto es otra cosa. Vitruvio dirigi alCsar sus Diez libros de arquitectura, ydej all sentada la idea de que su mayorgloria sera servir a los designios imperia-les; pero la ancdota del arquitecto

    Dincrates, dirigindose a Alejandro Magno con un proyecto fantasioso de ciudad quese debera tallar en el Monte Athos, mostraba sutilmente que la misin ms noble de estetipo de profesionales era maquinar mundos alternativos, cosas que no existen pero quebien podran llegar a materializarse. El arquitecto como pensador, como motor de trans-formaciones tcnicas, estticas, econmicas y sociales. De ah que la poca contempor-nea se haya inaugurado con un slido maridaje entre la idea de la revolucin y la del cam-bio arquitectnico. Kaufmann vincul claramente a sus tres hroes dieciochescos(Ledoux, Boulle y Lequeue) con la Revolucin Francesa, y todos conocemos el impor-tante papel jugado por los ideales transformadores en los arquitectos del expresionismoalemn, del constructivismo ruso o de La Bauhaus. Cuando Le Corbusier plante sualternativa arquitectura o revolucin estaba haciendo un juego perverso de inversiones,un guio a los poderes conservadores de los aos veinte que vena a significar: no tenisms remedio que aceptar la nueva arquitectura y sus implicaciones si queris evitar laexperiencia traumtica de una violenta subversin. Pero pareca obvio que una cosa ibacon la otra, que la arquitectura slo amortiguara los efectos violentos de un cambio socialglobal que se perciba como algo inminente e inexorable.

    Se han tomado los poderes actuales en serio esta propuesta y estn apoyando ya contodas sus fuerzas a la primera instancia de aquella disyuntiva? La conversin de la arqui-tectura en colosal espectculo meditico sugiere una respuesta afirmativa, reorientada enel peor sentido posible. No es que la arquitectura conjure con sus valores funcionales ysus virtualidad innovadora los efectos violentos de la revolucin (como pareca propug-nar Le Corbusier) sino que su imagen brillante y superficial, su vacuo gigantismo, el lujoesteticista de su apariencia, suplantan a la voluntad real de transformacin. Es el mismoartificio de la publicidad que sustituye la pulsin libidinal profunda, el objeto del deseo,por el producto que se vende. Tras el 11 de septiembre de 2001 (y tras nuestro 11 demarzo de 2004), todo sigue igual. La ideologa de la arquitectura no toma en serio las ver-daderas necesidades colectivas, sigue sin querer asumir que hace falta un nuevo paradig-ma. Es una culpa colectiva, pues nadie debera lavarse las manos ante unos profesionalesformados para servir como fieles camareros las demandas de los poderosos. Hoy, ms quenunca urge el trabajo de todos para reafirmar la idea de que la arquitectura no puedeabandonar su vocacin poltica ni su inalienable dimensin cultural. n

    La arquitectura que estamos padeciendo no

    abandona su vieja ambicin de continuar

    erigiendo los escenarios solemnes y refinados

    donde se escenifican los fastos del poder.

    Opinin