goethe, johann w. von - viajes italianos (sicilia)

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150 J. W. GOETHE.—OBRAS COMPLETAS SICILIA Travesía, jueves 29 de marzo. No soplaba esta vez, como la última que zarpó el paquebote, un propicio y fresco viento Nordeste, sino, por desgracia, un ti- bio aire Sudoeste, de la parte contraria, y que es el que más dificulta la navegación, y así pudimos saber por experiencia cuán sujeto está el viajero por mar a los capri- chos del tiempo y del aire. Impacientes pa- samos la mañana, tan pronto en la orilla co- mo en el café, hasta que, por fin, a eso de mediodía, subimos al barco, y coa un tiem- po bellísimo gozamos del más espléndido panorama. No lejos del Molo estaba an- dada la corbeta. A pesar del claro sol es- taba la atmósfera neblinosa, por lo que los rocosos muros de Sorrento, que quedaban en sombra, mostrábanse de un azul bellísi- mo. Luminoso y animado refulgía Nápoles con toda clase de colores. Hasta ponerse el sol no se movió el buque, y eso muy lentamente, de su sitio, y el viento contra- rio echónos hacia Posilipo y su cabo. Toda la noche prosiguió el barco su tranquila marcha. Está hecho en América, es un velero rápido, dotado por dentro de lin- dos camarotes y literas separadas. El pa- saje, decorosamente alegre; cantantes de ópera y bailarines que van contratados a Palermo. Viernes, 30 de marzo. Al clarear el día nos hallábamos entre Ischia y Capri, a una milla de distancia, poco más o menos, de esta última. El sol remontábase majestuosamente por detrás de los montes de Capri y Capo Minerva. Kniep dibujaba asiduamente los contornos del litoral y de las islas y sus diversos aspectos, y lo lento de la travesía pres- tábase a su labor. Con viento flojo y me- diano proseguimos nuestra derrota. A las cuatro dejamos ya de ver el Vesubio, mientras que aún seguíamos viendo Capo Minerva e Ischia. Pero también éstos des- aparecieron de nuestra vista al caer la tarde. Hundióse el sol en el mar con cor- tejo de nubes y dejando una larga estela que quizá cogiese millas, toda refulgente de purpúreo brillo. También dibujó Kniep este fenómeno. Ahora ya no se veía tie- rra alguna a nuestro alrededor; el hori- zonte era un circulo de agua; la noche, clara y bellamente iluminada por la luna. Pero apenas habría gozado unos mo- mentos de tan espléndido panorama cuan- do me acometió el mareo. Trasladéme, pues, a mi camarote, tendime en posición horizontal, abstúveme de toda comida y bebida, salvo pan blanco y vino tinto, y me sentí a poco enteramente bien. Ais- lado del mundo exterior, di rienda suelta al interior, y como era de prever una tra- vesía lenta, conságreme a la importante distracción de una ruda tarea. De todos mis papeles, sólo llevara a bordo conmigo los dos primeros actos del Tasso (1), es- critos en prosa poética. Estos dos actos, casi idénticos a los actuales tocante a plan y desarrollo, pero escritos diez años atrás, tenían algo de blandengue, de nebuloso, que no tardó en desaparecer no bien hice prevalecer la forma con arreglo a nuevas ideas y di cabida en ellos al ritmo. * Sábado, 31 de marzo. Surgió limpio el sol del mar. A las siete alcanzamos un buque francés que había zarpado dos días antes que el nues- tro, que hasta ese punto era mejor vele- ro, y, sin embargo, no veíamos aún el término de nuestra travesía. Diónos algún consuelo la isla de Ustica (2), que, por desgracia, quedaba a nuestra izquierda, (1) En realidad, los dos actos del Tasso fue- ron escritos de 1780 a 1781. . (2) La isla de Ustica es la más occidental de las islas Lípari, todavía más que Palermo.

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Goethe, Johann W. Von - Viajes Italianos (Sicilia)

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Page 1: Goethe, Johann W. Von - Viajes Italianos (Sicilia)

150 J. W. GOETHE.—OBRAS COMPLETAS

S I C I L I A

Travesía, jueves 29 de marzo.

No soplaba esta vez, como la última que zarpó el paquebote, un propicio y fresco viento Nordeste, sino, por desgracia, un ti­bio aire Sudoeste, de la parte contraria, y que es el que más dificulta la navegación, y así pudimos saber por experiencia cuán sujeto está el viajero por mar a los capri­chos del tiempo y del aire. Impacientes pa­samos la mañana, tan pronto en la orilla co­mo en el café, hasta que, por fin, a eso de mediodía, subimos al barco, y coa un tiem­po bellísimo gozamos del más espléndido panorama. No lejos del Molo estaba an­dada la corbeta. A pesar del claro sol es­taba la atmósfera neblinosa, por lo que los rocosos muros de Sorrento, que quedaban en sombra, mostrábanse de un azul bellísi­mo. Luminoso y animado refulgía Nápoles con toda clase de colores. Hasta ponerse el sol no se movió el buque, y eso muy lentamente, de su sitio, y el viento contra­rio echónos hacia Posilipo y su cabo. Toda la noche prosiguió el barco su tranquila marcha. Está hecho en América, es un velero rápido, dotado por dentro de lin­dos camarotes y literas separadas. El pa­saje, decorosamente alegre; cantantes de ópera y bailarines que van contratados a Palermo.

Viernes, 30 de marzo.Al clarear el día nos hallábamos entre

Ischia y Capri, a una milla de distancia, poco más o menos, de esta última. El sol remontábase majestuosamente por detrás de los montes de Capri y Capo Minerva. Kniep dibujaba asiduamente los contornos del litoral y de las islas y sus diversos aspectos, y lo lento de la travesía pres­tábase a su labor. Con viento flojo y me­diano proseguimos nuestra derrota. A las cuatro dejamos ya de ver el Vesubio, mientras que aún seguíamos viendo Capo

Minerva e Ischia. Pero también éstos des­aparecieron de nuestra vista al caer la tarde. Hundióse el sol en el mar con cor­tejo de nubes y dejando una larga estela que quizá cogiese millas, toda refulgente de purpúreo brillo. También dibujó Kniep este fenómeno. Ahora ya no se veía tie­rra alguna a nuestro alrededor; el hori­zonte era un circulo de agua; la noche, clara y bellamente iluminada por la luna.

Pero apenas habría gozado unos mo­mentos de tan espléndido panorama cuan­do me acometió el mareo. Trasladéme, pues, a mi camarote, tendime en posición horizontal, abstúveme de toda comida y bebida, salvo pan blanco y vino tinto, y me sentí a poco enteramente bien. Ais­lado del mundo exterior, di rienda suelta al interior, y como era de prever una tra­vesía lenta, conságreme a la importante distracción de una ruda tarea. De todos mis papeles, sólo llevara a bordo conmigo los dos primeros actos del Tasso (1), es­critos en prosa poética. Estos dos actos, casi idénticos a los actuales tocante a plan y desarrollo, pero escritos diez años atrás, tenían algo de blandengue, de nebuloso, que no tardó en desaparecer no bien hice prevalecer la forma con arreglo a nuevas ideas y di cabida en ellos al ritmo.

*

Sábado, 31 de marzo.

Surgió limpio el sol del mar. A las siete alcanzamos un buque francés que había zarpado dos días antes que el nues­tro, que hasta ese punto era mejor vele­ro, y, sin embargo, no veíamos aún el término de nuestra travesía. Diónos algún consuelo la isla de Ustica (2), que, por desgracia, quedaba a nuestra izquierda,

(1) En realidad, los dos actos del Tasso fue- ron escritos de 1780 a 1781. .

(2) La isla de Ustica es la más occidental de las islas Lípari, todavía más que Palermo.

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AUTOBIOGRAFÍA.—VIAJE8 ITALIANOS.—II. SICILIA 151

cuando, lo mismo que a Capri, hubiéramos debido dejarla a la derecha. A eso de mediodía se nos puso el viento entera­mente en contra y no podíamos movemos de nuestro sitio. Empezó a encresparse el mar, y a bordo todo el mundo estaba in­dispuesto.

Yo permanecí en mi postura habitual, y refundí mentalmente la obra entera. Trans­currían las horas, y no me habría perca­tado de ello a no ser porque el tuno de Kniep, en cuyo apetito no hacia mella al­guna la marejada, de paso que me traía de cuando en cuando pan y vino, ponderá­bame con maligna alegría la excelente me­sa de a bordo, la Jovialidad y buen hu­mor del bravo capitán y su pesar porque yo no compartiese con ellos mi ración. También la transición de la broma y ale­gría a la desazón y enfermedad, y el mo­do como ésta se manifestaba en los dis­tintos miembros del pasaje dióle materia para donosas descripciones.

A las cuatro de la tarde, el capitán im­primió al buque otro rumbo. Volvieron a arriar las grandes velas y pusieron proa derechamente a la isla de Ustica, por de­trás de la cual podíamos divisar con gran alegría las montarías de Sicilia. Mejoró el viento y bogamos más rápidamente hacia Sicilia, pudiendo ver de pasada algunas islas. El poniente resultó nublado, y la bruma ponía su capuz sobre el fulgor del cielo. Toda la tarde tuvimos viento más propicio. A medianoche empezó el mar a picarse.

*

Domingo i de abril.

A las tres de la madrugada, violento temporal. Entre dormido y despierto pro­seguía yo elaborando mis planes dramá­ticos, en tanto a bordo había gran rebu­llicio. Tuvieron que recoger velas, y el buque fluctuaba sobre las encrespadas olas. Al clarear el día amainó la tormenta y despejóse la atmósfera. Ahora teníamos la isla de Ustica enteramente a nuestra izquierda. Vimos un sapo enorme flotando

en lontananza, y gracias a nuestros an­teojos pudimos comprobar que era un pun­to vivo. A eso de mediodía pudimos dis­tinguir con toda claridad las costas de Sicilia, con sus estribaciones montañosas y sus ensenadas; pero éramos juguete del viento e íbamos de acá para allá. A me­diodía estuvimos ya más cerca de la cos­ta. La parte occidental de ésta, desde las montañas lilibeas hasta Capo Gallo, po­díamos verla con toda claridad, pues ha­cia un tiempo despejado y un sol brillante.

A entrambos lados, por la parte de proa, acompañaba al barco una tropa de delfines, llevándole siempre delantera. Daba gusto ver cómo ora nadaban, cubiertos por las claras, diáfanas olas, ora con sus aletas dorsales, escamas y colas, de reflejos ver­des y áureos, rebullíanse, saltando sobre el agua.

Como estábamos con exceso bajo el do­minio del viento, enderezó el capitán la proa en derechura a una ensenada inme­diatamente detrás de Capo Gallo. No des­perdició Kniep la buena ocasión de dibu­jar con bastante detalle los variadísimos panoramas. Al ponerse el sol volvió el capitán a llevar el barco a alta mar, y puso proa al Nordeste para alcanzar la altura de Palermo. Yo me atreví varias veces a salir a cubierta, pero sin dejar de darles vueltas a mis poéticos planes en el pensamiento, señoreándome bastante bien de toda la obra. En el cielo nublado, una luna clara, cuyo reflejo en el agua era infi­nitamente bello. Los pintores, con miras al efecto, suelen hacemos creer que el re­flejo de las sidéreas luces en el agua al­canza su mayor anchura en la inmediata vecindad del espectador, donde tiene la máxima energía. Pero aqtií era en el ho­rizonte donde más ancho veíamos el re­flejo, que, cual afilada pirámide, terminaba al pie del barco en cabrilleantes olas. El capitán cambió todavía varias veces de rumbo durante la noche.

*

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Lunes 2 de abril, a las ocho de la mañana.

Nos encontramos enfrente de Palermo. Esta mañana se presentó para mi muy agradable. Pues el plan de mi drama ha­bía progresado bastante estos días en el vientre de la ballena. Sentíame bien y po­día contemplar desde cubierta atentamente las costas sicilianas. Kniep seguía dibu­jando con denuedo, y su hábil exactitud convirtió varias hojas de papel en muy estimables monumentos de este retrasado desembarco.

*

Palermo, lunes 2 de abril.

Por último, tras muchos esfuerzos y apuros, llegamos, a las tres de la tarde, a puerto, y allí ofreciósenos una vista su­mamente grata. Totalmente restablecido, experimentaba yo el mayor placer. Orien­tada la ciudad al Norte, sita al pie de altas montañas, sobre ella, con arreglo a la estación del año, fulgiendo el sol. Veía­mos las partes claramente sombreadas de todos los edificios, iluminados por el re­flejo. A la derecha, Monte Pellegrino, mostrando a plena luz sus airosas formas; a la izquierda, la playa, que se extiende hasta lejos, con sus golfos, istmos y es­tribaciones montañosas. Lo que además ha­cia un efecto gratísimo era el tierno verdor de los garbosos árboles, cuyas copas, ilu­minadas por detrás, columpiábanse a uno y otro lado, cual grandes enjambres de vegetales luciérnagas, delante de los som­bríos edificios. Un aire diáfano hacía que azuleasen todas las sombras.

En vez de l anzarnos, impacientes, a la ribera, quedámonos a bordo hasta que nos echaron de allí; ¿dónde habríamos podido esperar hallar tan pronto una atalaya se­mejante, un tan feliz momento?

Cuando la extraña puerta de la ciu­dad (1), que consta de dos ingentes co-

158 J. W. GOETHE.—C

(1) Porta Felice, de estilo barroco. Santa Ro- salía es la patrona de Palermo; fué en vida so- brina del rey normando Guillermo II, y su fiesta cae en julio, del 11 al 15.

luranas, que por arriba no pueden cerrar­se a fin de que por ella pueda pasar, el día de su sonada fiesta, el paso de Santa Rosalía, alto como una torre, condujéron- nos a la ciudad y luego a una gran fon­da (1). El dueño, un viejo simpático, de antiguo acostumbrado a ver extranjeros de todas las naciones, condújonos a un gran aposento, desde cuyo balcón pudi­mos otear el mar y la rada, la montaña gran aposento, desde cuyo balcón pudi­mos ver nuestro barco y formar juicio de nuestra primera atalaya. Muy satisfechos del emplazamiento de nuestra habitación, apenas si reparamos en que en el fondo de la misma había una alcoba de piso elevado, cubierta con unas cortinas, don- de se extendía amplísima cama, que, os­tentando dosel de seda, compaginaba a maravilla con el resto del arcaico y mag­nifico moblaje. Tan lujosa alcoba llenónos de confusión, hasta cierto punto, y siguien­do la tradición, preguntamos al fondista

las condiciones. A lo que replicó el viejo que no ponía ninguna, siendo su único deseo que lo pasásemos bien en su casa. Podíamos servimos también de la antesa­la, que, fría y oreada, y animada por va­rios balcones, lindaba inmediatamente con nuestro aposento.

Estuvimos recreándonos en la perspec­tiva infinitamente diversa y tratamos de desenmarañarla gráfica y pictóricamente al detalle, pues aquello ofrecía una cose­cha ilimitada al artista.

El claro fulgor de la luna atrájonos todavía por la noche a la rada, y a nues­tro regreso túvonos aún largo rato al bal­cón. Hacia una luz extraordinaria y un sosiego y gracia grandes.

IRAS COMPLETAS

(I) Actualmente una casa particular, el nú- mero 12 de la Vía Vittorio Emmanuele, donde en 1879 pusieron una lápida recordando que en ella vivió Goethe. Pero, según G. Pittre (W. Goethe en Palermo, en la primavera de 178 7. Pa- lermo, 1908). no fué por Porta Felice por donde Goethe entro en Palermo, sino por Porta delle Legne o del Carbone, actualmente desapare- cida, y la casa donde se alojó, la actual casa Gra- mignani, en la calle de Porto Salvo, junto al puerto.

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AUTOBIOGRAFÍA.—VIAJES ITALIANOS.—EL SICILIA 153

Palermo, martes 3 de abril.

Lo primero que hicimos fué examinar más a fondo la ciudad, que resulta fácil de otear, pero difícil de conocer, fácil, porque la cruza una calle (1) de una le­gua de larga, desde la puerta de abajo a la de arriba, desde el mar hasta las montañas, y a esta calle viene a cruzarla casi en su mitad otra, siendo fácil de dar con lo que sobre esas líneas se encuen- tra, mientras que, por el contrario, el co­razón de la ciudad despista al extranje­ro, que sólo se orienta en ese laberinto con ayuda de un guia.

Al atardecer concedimos nuestra aten- ción a la hilera de coches del consabi­do paseo de la gente de viso, que, sa­liendo de la ciudad, dirígese a la rada para respirar aire fresco, distraerse y, si a mano viene, hacer el amor.

Dos horas antes que anocheciese sa­lió la luna llena, la cual prestó al atar- decer una magnificencia indecible. La si­tuación de Palermo, cara al Norte, hace que la dudad y su ribera guarden muy rara relación con las grandes siderales lumbreras, cuyo reflejo nunca se ve en el agua. De ahí que hoy, que hacía un día clarísimo, encontrásemos el mar de un azul oscuro, fosco y amenazante, al revés que en Nápoles, donde, a partir de mediodía, brilla siempre alegre, diáfa­no y lejano.

Kniep habíame dejado boy dar solo muchas vueltas y hacer muchas conside radones para ir él a sacar un apunte exac­to de Monte Pellegrino, la más bella de todas las montañas del mundo.

Palermo, 3 de abril.

He aquí aún algo compendioso, suple­mentario y confidencial:

Zarpamos de Nápoles el jueves 29 de

(1) La calle de Toledo, llamada así, como la de Nápoles, por el virrey don Pedro de To-

ledo (1532-2.), hoy Vittorio Emmanuele. La otra q u e cruza es la Vía Macqueda.

marzo, al ponerse el sol, y al cabo de cuatro días, a las tres de la tarde, des­embarcábamos en Palermo. Un breve Diario que va adjunto expone en térmi­nos generales la suerte que corrimos. Nunca he emprendido viaje alguno con tanta tranquilidad como éste; jamás he tenido un tiempo más plácido que durante esta travesía, muy prolongada por un viento contrario, y eso que iba encama­do en un camarotito estrecho, donde tuve que pasarme los primeros días por ha­berme dado muy fuerte el mareo. Ahora pienso tranquilamente en vosotros, pues si algo hay para mi decisivo es este viaje.

Quien no se haya visto rodeado por todas partes de mar no puede formarse idea del mundo ni de su relación con él. Como dibujante de paisajes, esta grande y sencilla linea me ha inspirado pensa­mientos de una novedad absoluta.

Hemos tenido, según indica el Diario, grandes alternativas en el curso de esta breve travesía y experimentado en pe­queño el sino del marinero. Por lo de­más, no hay palabras con que elogiar la seguridad y comodidad de este paquebo­te. El capitán es un hombre muy bueno y simpático.

El pasaje era una compañía de tea­tro, todos bien educados, amables y sim­páticos. Mi artista, que viene conmigo, es hombre jovial, bueno y fiel, que dibu­ja con el mayor esmero; ha ido dibujando todas las islas y costas, según se nos presentaban a la vista, y os dará mucho gusto cuando lo lleve allá todo. Además, para abreviar las largas horas de la tra­vesía, me ha explicado el mecanismo de la acuarela, que ahora en Italia goza de mucha boga, asi como el empleo de der- tos colores para producir determinadas tonalidades, en las que, de no conocer el secreto, haríamos una mezcolanza mortal. Ya en Roma había yo experimentado mucho de esas cosas, pero nunca de un modo coherente. Los artistas lo han es­tudiado en un país como Italia según es. No hay palabras para expresar la clari­dad vaporosa que en torno a las costas

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154 J. W. GOETHE.—OBRAS COMPLETAS

se cernía cuando una tarde bellísima pu­simos proa a Palermo. La limpidez de los contornos, la suavidad del conjunto, la gradación de los tonos cromáticos, la ar­monía de cielo, mar y tierra. Quien tal ha visto no lo olvida ya en toda su vida. Ahora es cuando yo comprendo los lien­zos de Claudio Lorrain y abrigo la es­peranza de extraer algún día, en el Nor­te, del fondo de mi alma, siluetas de esta mansión feliz. ¡Si siquiera saliese todo lo cominero tan limpiamente depurado de ahí como la pequeñez de los techos de paja de mis ideas sobre el dibujo! Ya veremos hasta dónde llega el poder de esta reina de las islas.

Fáltanme palabras para expresar el recibimiento que nos ha hecho, con mo­reras de un verdor flamante, oleandros siempre verdes, vallados de limoneros, etcétera. En un jardín público (1) hay grandes planteles de ranúnculos y ané­monas. Por si fuere poco, remóntase la luna llena por detrás de una montaña y riela en el mar; ¡qué placer, después de cuatro días y cuatro noches de verse za­randeado por las olas! Perdonad que ga- rrapatee estas líneas con una pluma des­picada, que mojo en la misma caja de tinta china de donde mi compañero de viaje saca sus dibujos. Pero os llegará como un susurro, en tanto preparo para cuantos me aman otro recuerdo de es- tas mis felices horas. No quiero decir ahora lo que haya de ser, asi como tam- poco cuándo lo recibiréis.

*

Palermo, martes 3 de abril.

Esta carta, queridos míos, está llama­da a haceros partícipes, en cuanto posible fuere, del más bello deleite; debería trans- mitiros la pintura de esta incomparable bahía, que abarca una gran masa acuá­tica. Del Este acá, donde una montaña

(1) Refiérese a la Flora o Villa Giulia, situa- do junto a la Marina, que data de 1777.

más lisa (1) se adentra en el mar, pa­sando por muchas abruptas rocas bien conformadas y pobladas de árboles, has­ta las casuchas de los pescadores en el suburbio, y luego pasando por la misma ciudad, cuyas casas extremas miran todas, como la nuestra, al puerto, hasta la puer­ta por donde entráramos.

Sigue luego hacia el Noroeste, rasan­do con el desembarcadero habitual, don­de hay fondeados varios barcos, hasta llegar al verdadero puerto junto al Molo, donde tienen su paradero los buques de mayor calado. Levántase allí, para prote­ger a todos los barcos, al oeste de Mon­te Pellegrino, en sus bellas formas, de­jando antes entre ella y la verdadera tie­rra firme un ameno y feraz valle, que se extiende hasta el otro lado del mar.

Dibujaba Kniep, esquematizaba yo, am­bos con gran placer, y ahora que llega­mos muy contentos a casa no nos senti­mos ninguno de los dos con fuerzas ni gusto para reproducir y ejecutar. Así que nuestros bocetos quedarán en tal estado para lo futuro, y esta hoja os dará sim­plemente testimonio de nuestra incapaci­dad para captar debidamente estos ob­jetos o, más bien, de nuestra fatuidad al quererlos conquistar y señorear en tan escaso tiempo.

*

Palermo, miércoles 4 de abril.

Por la tarde visitamos el feraz y ame­no valle que, bajando de las montañas meridionales, pasa por delante de Paler­mo, surcado por el serpenteante río Oreto.

También aquí requiérense ojos de pin­tor y mano experta para sacar un cua­dro, y, sin embargo, pescó Kniep un pun­to de vista allí donde el agua se pre­cipita sofrenada por una antigua y casi derruida presa, sombreada por un ame­no plantel de árboles, y detrás el valle

(1) La estribación montañosa de la parte Este es Monte Catalfano, con el cabo Zafferano. y el valle es la famosa Conca d'Oro, donde As- drúbal tuvo una batalla con los romanos.

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AUTOBIOGRAFÍA.—VIAJES ITALIANOS.—II. SICILIA 155

hacia arriba, despejado, y algunas casas de labor.

Un bellísimo tiempo primaveral y una feracidad desbordante derramaban el sen­timiento de una tonificante paz por todo el valle, que el torpe del guia me echa- ba a perder con su erudición (1), refi­riéndome prolijamente cómo Aníbal sos­tuvo aquí antaño una batalla y las enor­mes hazañas bélicas que en este lugar se registraron. Yo le atajé de malos modos aquella fatal evocación de semejantes fú­nebres espectros. Ya tenemos bastante que lamentar, opiné yo, con que de cuando en cuando chafen los sembrados, si no los elefantes, si caballos y hombres. Por lo menos, no debía espantarse a la imagina­ción y sacarla de sus plácidos sueños con tales visiones macabras.

Admiróse mucho él de que yo desde­ñase la evocación clásica en semejante lugar, y en verdad no pude hacerle com­prender de un modo claro el efecto que me produce tal mezcolanza de pasado y presente.

Pero todavía hube de parecerle más extravagante al tal sujeto cuando me puse a buscar piedras por todos los sitios poco profundos, de los que muchos deja el rio en seco, guardándome diversos ejempla­res de las mismas. Tampoco logré hacer­le entender que como más pronto puede formarse idea de una región montañosa es examinando las variedades de piedras que ruedan al cauce de los ríos, y que allí también había obligación de formarse, por entre las ruinas, una idea de aquellas siempre clásicas alturas de la antigüedad.

También recogí un botín bastante co­pioso de aquel río, pues me traje de allí unas cuarenta piezas, que ciertamente se pueden ordenar bajo pocas rúbricas. Las más son una variedad de piedra que lo mismo puede tomarse por jaspe o cuar­zo compacto que por arcilla pizarrosa.

(1) La erudición del guía sólo puede refe- rirse a la batalla que en la primera guerra pú- nica (251 a. J. C ) sostuvo, en las inmediaciones de Panormo, Asdrúbal (no Aníbal) con Cecilio Metalo, saliendo derrotado.

Yo las encontré ya redondas, ya informes, ya en forma de rombo, de muchos colo­res. Había allí, además, muchas varieda- des de cal más antigua, no pocas brec­cie, a las que servia de argamasa la cal, pero cuyas partes ligadas eran tan pron­to jaspe como cal. Tampoco faltaban ejemplares de concha caliza.

A los caballos les dan aquí como pien­so cebada, paja y salvado; en primavera les dan cebada espigada en verde, para refrescarlos, per rinfrescar, según dicen. Como no tienen prados, carecen de heno. En la montaña hay algunos pastizales, y también en los campos de labor, pues de­jan una tercera parte en barbecho. Tie­nen pocas ovejas, cuya raza procede de Berbería, y también, en general, más mulos que caballos, por soportar mejor aquéllos que éstos el pienso caliente.

* * *

La llanura en que radica Palermo, asi como extramuros la región Ai Colli y parte de la Bagaria (1), tiene en su fon­do concha caliza, de la que está edifica­da la ciudad, por lo que se advierten tam­bién grandes canteras en estos parajes. En las inmediaciones de Monte Pellegri­no alcanzan una profundidad de más de cincuenta pies. Las capas inferiores son más blancas de color. Encuéntranse allí mucho coral y concha petrificados, sobre todo grandes conchas de peregrino. La capa superior está mezclada con arcilla roja, y contiene poca o ninguna concha. En la parte más arriba de todo hay ar­cilla roja, cuya capa, sin embargo, no es consistente.

De entre todo esto surge Monte Pelle- grino; es de antigua cal, muestra muchas hendiduras y grietas, que, bien miradas, aunque muy irregulares, tiran a guardar el orden de los bancos. La piedra es fuer­te y sonora.

*

(1) Bagaria es la región en torno a Bagaría o Bagheria, al este de Palermo.

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156 J. W. GOETHE.—OBRAS COMPLETAS

Palermo, Jueves 5 de abril.

Recorremos particularmente la ciudad Su arquitectura recuerda, en su mayoría la de Nápoles; pero hay monumentos pú­blicos como, por ejemplo, fuentes, aún más distantes del buen gusto. No hay aquí, como en Roma, un genio artístico que presida al trabajo; sólo la casualidad da forma y vida a la obra arquitectónica Una fuente (1), que todos los isleños ad­miran, difícilmente existiría de no haber en Sicilia un mármol bello y abigarrado y no haber gozado en ella antaño de fa­vor un escultor experto en plasmar figu­ras de animales. Difícil es describir esa fuente.

En una plaza de regulares dimensio­nes álzase una obra arquitectónica re­donda, que no alcanza siquiera la altura de un piso, con zócalo, muros y cornisa de mármol de colores; en el muro vense alineadas varias hornacinas, de las que se destacan, plasmadas en mármol blanco, toda suerte de cabezas de animales que, alargando sus cuellos, miran hacia abajo; hay allí caballos, leones, camellos, elefan­tes, que alternan unos con otros, y ape­nas podría uno esperarse detrás de todo aquel parque zoológico una fuente, a la que conducen, por sus cuatro costados, peldaños para los que se han dejado los oportunos huecos, y que permiten coger el agua que pródigamente se derrocha.

Algo por el estilo pasa con las igle­sias, donde aún sobrepujan el amor al lujo de los jesuítas, pero no por efecto de ningún principio o plan, sino por obra del acaso, al modo de un artesano de hoy, tallista de figuras o adornos, dorador, la­queador o marmolista, que quisiese poner en ciertos lugares aquello que fuera ca­paz de producir sin gusto ni dirección.

Al lado de esto adviértese una facultad de imitarlo todo, y aquellas cabezas de animales, por ejemplo, muestran un tra-

(1) La referida fuente está en la Piazza Pre- toria ante el Ayuntamiento, y es obra de los es- cultores florentinos Camillani y Varherino, da ndo aproximadamente del año 1550.

bajo bastante bueno. Esto es, ciertamen­te, lo que suscita la admiración del vulgo, cuyo único goce estético consiste en ha­llar lo copiado comparable al modelo.

Al atardecer hice un alegre conoci­miento, pues habiendo entrado en la lar­ga calle en una tiendecilla para comprar algunas menudencias, al plantarme ante el mostrador para contemplar los artículos, levantóse una racha de viento que, arre­molinándose a lo largo de la calle, acu­muló en seguida una cantidad infinita de polvo en todos los tenderetes y ventanas. "¡Por todos los santos! ¿Queréis decirme —exclamé—a qué se debe que esté tan sucia vuestra ciudad y si es que no hay f orma de arreglarlo? Esta calle compite en longitud y belleza con el Corso, de Roma.

A entrambos lados, losas que todo due­ño de tienda o taller tiene primorosas a fuerza de barridos; pero es el caso que todo lo echáis allá al arroyo, que por esa razón está cada vez más sucio, y cada vez que se levanta viento os devuelve la cochambre que sobre esta calle principal arrojáis. En Nápoles hay unos borriqui- tos encargados de acarrear diariamente a jardines y campos la basura de la ciudad; ¿por qué no existe o no se toma aquí al­guna medida análoga?" “¿Qué le vamos a hacer? Lo que arrojamos al arroyo pú­drese en seguida, amontonado a la puerta misma de nuestras casas. Ahí puede usted ver pilas de paja y caña, de desperdicios y toda clase de basura, y todo eso se seca ahí y vuelve a nosotros en forma de polvo.

Todo el santo día estamos luchando con eso. Pero vea usted: nuestras lindas, activas, bonitas escobas no hacen más que aumentar, hasta gastarse, la basura acumulada ante nuestras puertas."

Y aunque parezca broma, así era, real­mente. Tienen unas lindas escobas, de palma, que con una ligera modificación podrían servir de abanicos, las cuales se desgastan con facilidad, dejando sus pe- dazos a miles en la calle. A mis reiteradas preguntas sobre si no sería posible tomar

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AUTOBIOGRAFÍA..—VIAJES ITALIANOS.—II. SICILIA 157

alguna medida contra aquello, contestóme diciendo que la gente decía que precisa­mente a aquellos que tendrían la misión de velar por la limpieza no podría obli­gárseles, atendida su gran influencia, a in­vertir debidamente los dineros, habiéndo­se de tener, además, en cuenta la rara circunstancia de que, al quitar de alli aquellas inmundicias, quedaría al descu­bierto el mal estado del piso, con lo que también saldría a relucir la mala adminis­tración de otros fondos. Pero todo esto, añadió con expresión zumbona, eran chis- morreos de la gente mal pensada, siendo él de la opinión de quienes decían que la nobleza conservaba esa blanda cama para sus carrozas, a fin de que el tradicional paseo de por la tarde se realizase cómo­damente sobre aquel piso elástico. Y, ya de vena, el hombre siguió bromeando so­bre otros abusos de policía para demos­trarme, a fin de que rae sirviera de con­suelo, que el hombre siempre tiene humor bastante para divertirse con aquello que no puede evitar.

*

Palermo, 6 de abril (I).

Santa Rosalía, patrona de Palermo, es tan universalmente conocida por la des­cripción que Brydone (2) ha hecho de sus fiestas que seguramente gustarán los amigos de leer algo referente al lugar en que es especialmente venerada.

Monte Pellegrino, una gran mole ro­cosa, más ancha que alta, está situado al extremo noroeste del golfo de Pa­lermo.

No hay palabras con que describir su bella forma; lina imperfecta reproduc­ción encuéntrase en el Voyage pittoresque

(1) Este trozo se publicó primero en e1 nú- mero de octubre del Mercurio, de Wieland, con el título de Santa Rosalía corno primera parte de los Auszüge aus einem Reisejournal. ( 2 ) Patricio Brydone, naturalista (1741-1818), viajó por Italia de 1767 a 1771 y describió sus impresiones en cartas a Guillermo Beckford, origen de su obra A tour through Sicily and Malta.

de la Sicile (1). Compónese de piedra caliza gris de la época remota. Están las rocas totalmente peladas, sin que medre en ellas árbol ni mata alguna, cubriendo apenas algo de hierba y musgo sus lisas partes.

En una cueva de este monte descubrié­ronse a principios del siglo pasado las piernas de la santa (2), que fueron tras­ladadas a Palermo. Su presencia libró a la ciudad de la peste, y desde aquel mo­mento quedó Santa Rosalía proclamada patrona del pueblo; labráronle capilla e instituyeron en su honor brillantes fies­tas.

Los devotos iban asiduamente en pere­grinación a la montaña, y con grandes dispendios hicieron un camino, que, al modo de un acueducto, descansa sobre columnas y arcos y trepa en zigzag por entre dos quiebras del monte.

Al lugar de la romería siéntale mejor la humildad de la santa que en él bus­cara refugio que no la pomposa fiesta instituida para honrar su completo de­sasimiento del mundo. Y puede que en toda la cristiandad, que desde hace die­ciocho siglos viene fundando su riqueza, su lujo y sus fastuosas diversiones en la pobreza de su primer fundador y de sus más fervientes adeptos, no tenga otro lu­gar sagrado que mostramos merecedor de ser adornado y honrado por modo tan inocente y sentimental.

Luego que se sube a la montaña, tuér­cese hacia un pico rocoso, donde nos en­contramos frente a un abrupto muro de piedra, en el que juntos se alzan la iglesia y el convento.

La parte exterior de la iglesia no tiene nada de atrayente ni sugestivo; abrimos la puerta sin expectación, pero no bien entramos recibimos la más rara sorpresa. Nos hallamos en un vestíbulo que abarca toda la anchura del templo y se abre ha­cia la nave. Vense en el mismo las con-

(1) Obre del abate de Saint Non (París, 1781-86).(2) ese descubrimiento verificóse en 1624.

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sabidas pilas de agua bendita y algunos confesonarios. La nave de la iglesia es un patio abierto, cerrado a la derecha por abruptas rocas, y a la izquierda por una prolongación del vestíbulo. Está techado con losas algo pendientes, para que pue­da escurrir por ellas el agua de la lluvia, y poco más o menos en su medio hay una fuentecita.

La cueva misma ha sido transformada en coro, sin quitarle nada de su tosca forma natural. Súbese a él por algunos peldaños; en seguida tropezamos con el gran pupitre, con el libro de coro y los sillones correspondientes a entrambos la­dos. Allá en lo hondo, en la oscuridad de la cueva, hállase el altar mayor, en el centro.

Nada, según queda dicho, han cam­biado en la cueva; pero como allí las ro­cas están continuamente rezumando, fué menester desecar el terreno. Lo que hi­cieron empleando unas canales de plomo colocadas en los ángulos de las rocas, ligándolas entre si de modo diverso. Y como son anchas por arriba y agudas por abajo, y también están dadas de un color verde sucio, parece cual si la cueva por dentro estuviese plantada de pitas. Es­curre el agua, ya hacía un lado, ya por detrás, en una limpia fuente, de la que beben los devotos, que también emplean ese agua contra toda suerte de enferme­dades.

Cuando estaba yo contemplando atenta­mente esas cosas acercóseme un cura y preguntóme si era algún genovés que de­seaba mandar decir unas misas. Contes- téle yo que había venido a Palermo en compañía de un genovés, que al otro día, con motivo de la fiesta, subiría a la mon­taña. Debiendo quedarse siempre en ca­sa uno de nosotros, aquel día me había tocado a mí subir para ver aquello. Re­plicóme entonces mi interlocutor que po­día proceder con entera libertad, mirarlo bien todo y hacer mis devociones. Indi­cóme especialmente un altar sito a la iz­quierda dentro de la cueva, cual cosa particularmente sagrada, y se alejó.

Por los resquicios de una gran reja de metal muy labrada vi refulgir lámpa­

ras con muchos floripondios al pie del altar; arrodilléme muy arrimado a ella, y miré por las rendijas. Había por dentro otra reja, de fino alambre entretejido, de suerte que sólo podía distinguirse como a través de una gasa lo que detrás había. Al fulgor de algunas discretas lámparas columbré una bella mujer.

Estaba como arrobada, entornados los ojos, apoyada indolentemente la cabeza sobre su diestra mano, adornada con pro­fusión de sortijas. No podía yo contem­plar bien la imagen, que parecíame ate­sorar un particularísimo encanto. Son sus vestiduras de metal dorado, que imita bastante bien una tela ricamente recamada de oro. Cabeza y manos son de blanco mármol, y aunque no podría decir que son de gran estilo, sí son, no obstante, de un trabajo tan natural y agradable, que cree uno que la figura va a respirar y moverse.

Tiene a su lado un angelote, que pa­rece darle aire con una vara de azucenas.

A todo esto habían llegado ya los sacerdotes a la puerta, sentádose en sus sillas y puéstose a cantar vísperas.

Sentéme yo en un banco frente al altar y estuve un rato escuchándoles; luego tornéme al altar, hinquéme de rodillas y traté de ver con más claridad la imagen de la santa. Y abandonéme por comple­to al hechizo de la encantadora ilusión de la figura y del lugar.

Retumbaba ahora en la cueva el cán­tico de los sacerdotes, manaba el agua en la fuente situada junto al mismo altar, y las colgantes rocas del atrio, de la ver­dadera nave de la iglesia, daban todavía mayor recogimiento a la escena.

Reinaba un gran silencio en aquella as­pereza que parecía muerta de nuevo, una gran pulcritud en un antro salvaje; el oropel del culto católico y, sobre todo, del siciliano, todavía aquí próximo a su natural sencillez; la ilusión que inspiraba la figura de la bella durmiente, todavía seductora aun para unos ojos expertos...

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En resumen: que me costó trabajo arran- car de allí, de suerte que llegué ya muy entrada la noche a Palermo.

*

Palermo, sábado 7 de abril.

En el jardín público que linda con la rada he pasado en silencio las más gratas horas. Es aquél el lugar más admirable del mundo. De estructura regular, parece cosa de hadas; con datar de hace poco tiempo, remóntanos a la antigüedad. Ver­des cenefas sirven de marco a plantas exóticas; limoneros en espaldera acóplan- se formando amables galerías cubiertas de fronda, altos muros de oleandros, adorna­dos por miles de rojas flores parecidas a claveles, encantan la vista. Arboles ente­ramente exóticos, desconocidos para mi, aún sin hoja, procedentes, sin duda, de más ardientes países, extienden extrañas ramas. Un banco, levantado por detrás del terreno liso, permite contemplar una ve­getación tan singularmente entretejida, y encamina, finalmente, las miradas a gran­des fuentes, donde peces de oro y plata muévense con mucho garbo, y ora se es­conden entre musgosas cañas, ora vuelven a reunirse en tropel, atraídos por el cebo de una miga de pan. Muestran las plantas un verdor al que en modo alguno estamos acostumbrados, y que unas veces tira más a amarillo y otras más a azul que el nuestro. Pero lo que a todo confería la gracia más singular era un fuerte vapor que se difundía de un modo uniforme so­bre todas las cosas, produciendo el notable efecto de que l os objetos, aunque sólo estuviesen a unos pasos de distancia unos de otros, destacábanse con toda claridad con un viso azul claro, hasta el punto de acabar perdiendo su natural color o mos­trándose a los ojos muy cargados de azul.

Qué raro encanto no habrá de prestar semejante atmósfera a las cosas más dis­tantes, buques, estribaciones montañosas, harto lo notará quien tenga ojos de pin­tor, pues se pueden distinguir y hasta me­

dir exactamente las distancias, por lo que también nos resultó sumamente encantador un paseo por las alturas. No veíamos ya nada de Naturaleza, sino sólo cuadros, como si el pintor más asistido del arte los hubiera ido graduando con transpa­rentes colores.

Pero la impresión de aquel jardín ma­ravilloso quedóseme grabada en lo más hondo; las negruzcas olas en el horizonte nórtico, sus embates contra las sinuosi­dades del golfo, hasta el peculiar olor del anhelante mar, todo aquello trájome al pensamiento y a la memoria la isla de los venturosos feacios. Al punto apresuréme a comprar un Homero (1), a leer aquel canto con sumo fervor y a improvisar una traducción para Kniep, que harto se me­recía descansar tranquilamente con un va­so de vino al lado de sus serios esfuer­zos del día.

*

Palermo, 8 de abril, domingo de Pascua.

Ahora estalla el ruidoso alboroto por la resurrección del Señor, al clarear el día. Petardos, tracas, cohetes, buscapiés quemáronse a expensas del público era­rio, ante el atrio de la iglesia, en tanto los fieles apretujábanse para entrar por las puertas de par en par. Repique de campanas, armonía del órgano, cantos co­rales de las procesiones y de los coros sacerdotales que salían a su encuentro, eran realmente como para asordar los oídos de quien no estuviera acostumbrado a semejante ruidoso modo de rendir culto a Dios.

Apenas terminada la primera misa, cuando dos muy acicalados correos del

(1) Ese ejemplar de Homero consérvase en la Biblioteca de Goethe. Homeri opera, Tom. I I Odyssea,, graece et latine, curante Steph. Berg- lero (Patavii, 1777). Dicho canto es el séptimo de la Odisea, que tiene por tema la descripción del jardín de Alcinoo, un paso que Goethe, en el año 1790, tradujo tan bellamente en hexáme- tros alemanes.

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virrey (1) visitaron nuestra fonda, con el doble objeto de felicitar a todos los extranjeros con motivo de la fiesta, a cambio de una propina, e invitarme luego a mi a comer, por lo que tuve que ser más rumboso.

Después de invertir la mañana en vi­sitas a las distintas iglesias y observar las caras y fachas de la gente, dirigíme al palacio del virrey (2), que radica en el cabo superior de la ciudad. Habiendo llegado harto pronto, encontré aún de­sierto el gran salón, donde un hombrecito bajo y despabilado, que al punto recono­cí por un maltés, vino a mi encuentro (3).

Al saber que yo era alemán, pregun­tóme si no podía darle noticias de Erfurt, donde había pasado una temporada muy agradable. Contestando a sus preguntas por la familia von Dacheröd (4) y por el coadjutor de Dalberg (5), pude darle amplios informes, de lo que se alegró sobre manera, preguntándome después por el resto de Turingia. Con delicado interés preguntóme por Weimar. “¿Cómo le va —dijo—al hombre que en mi tiempo, jo­ven y aturdido, era allí el amo del cota­rro? (6). He olvidado su nombre, pero bastará decir que es el autor del W er- ther."

Tras una pausa, cual si hiciera memo­ria, contestéle: “¡La persona por la que tiene la bondad de preguntarme soy yo!" Con el más visible indicio de asombro

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(1) El virrey era relevado cada tres años. A la sazón gobernaba Francisco d’Aquino, prín- cipe de Caramanico (1785-1788).

(2) El palacio del virrey es el Palazzo Reale, en la gran Piazza della Vittoria.

(3) Trátase de un tal conde de Statella, que de allí a poco estuvo en Weimar y llevó a la se- ñora von Stein recuerdos de Goethe.

(4) La fa milia de von Dacheröd es la familia del presidente de Cámara Carlos Federico von Dacheröd, de la que procedía Carolina von Da- cheröden, la esposa de Guillermo von Hum- boldt.

(5) El coadjutor Carlos Teodoro von Dal- berg (1744-1817), que murió siendo arzobispo de Regensburg.

(6) L it., que producía la lluvia y el buen tiempo. Der... daselbst Regen und schönes Wetter machte.

echóse atrás y exclamó: " ¡Debe de haber cambiado mucho!"... " ¡Oh, sí!—respon- díle—. Entre Weimar y Palermo he ex­perimentado muchos cambios."

Llegó en aquel momento el virrey con su séquito, mostrando en su porte esa de­corosa desenvoltura que a tal señor cua­dra. No se abstuvo, sin embargo, de son­reírse del maltés, que seguía expresando su asombro al encontrarme allí. En la me­sa hablóme el virrey, Junto al cual tenía yo mi asiento, del objeto de mi viaje, y aseguróme que daría órdenes de que me lo dejasen ver todo en Palermo y me atendiesen de todas las maneras durante mi viaje por Sicilia.

*

Palermo, lunes 9 de abril.

Hoy han sido la comidilla de todo el día las extravagancias del príncipe de Pallagonia (1), que eran muy distintas de lo que por lectura y referencia nos ima­ginábamos. Pues aun teniendo el máximo amor a la verdad, vese en aprieto quien quiere referir absurdos, ya que tiene que dar una idea de ellos y, por ende, hacer algo de lo que en realidad es una nonada que pretende ser tenida por algo. Y así tengo que echar aún por delante otra reflexión general: que ni lo de más pé­simo gusto ni lo más excelente brotan por modo enteramente inmediato de nin­gún hombre ni de ninguna época, sino que más bien podría asignárseles a am­bas cosas, si se repara en ello, el árbol genealógico de la tradición.

Aquella fuente que dije de Palermo (2) pertenece al número de los antepasados de la locura pallagónica, sólo que ésta se desenvuelve aquí en su propio terreno con la máxima libertad y amplitud. Trataré de desentrañar el proceso de su origen.

COMPLETAS

(1) Fernando Francisco Gravina Cruyllas y Agliata, príncipe de Pallagonia, cuya villa, con todas sus fantásticas locuras arquitectónicas, radicaba en el pueblo de Bagaria, al este de Palermo.

(2) La de Piazza Pretoria, ya descrita.

J. W. GOETHE.—OBRAS

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AUTOBIOGRAFÍA.—VIAJES ITALIANOS —II. SICILIA 161

Cuando en estos países encuéntrase un palacio de recreo más o menos en el cen­tro de toda la propiedad, siendo, por tanto, preciso, para llegar a la señorial mansión, pasar por campos de labor, huertas y demás útiles instituciones agrí­colas, acredítanse de más económicos que la gente del Norte, que suele dejar un gran trecho de buena tierra para jar- din, a fin de halagar los ojos con plantas que no rinden utilidad alguna. Por el con­trario, estos hombres meridionales limí- tanse a levantar dos tapias, por entre las cuales se llega al palacio, sin que se pue­da ver lo que haya a derecha e izquierda. Suele empezar este paso con un gran za­guán y también con un vestíbulo abo­vedado, yendo a terminar en el zaguán del palacio. Pero para que entre esas tapias no falte también algún pábulo a los ojos, son arqueadas por arriba, con adorno de arabescos o pedestales, sobre los que, acá y allá, si a mano viene, po­nen algún jarrón. Enjalbegan las paredes, las dividen en cuarteles y las pintan. El patio del palacio forma un redondel de casitas de un solo piso, donde viven criados y gañanes; el palacio, de for­ma cuadrangular, está dominando todo aquello.

Este es el estilo de la estructura, se­gún tradicionalmente se observa, y tal debe de haber sido aquí también, hasta que el padre del príncipe edificó el pa­lacio, según su gusto, si no óptimo, por lo menos pasable; Pero el actual propie­tario, sin abandonar esas reglas generales, dió rienda suelta a su capricho y pasión para entregarse a formas deformes y de mal gusto, de suerte que se le hace dema­siado honor atribuyéndole siquiera una pizca de fantasía.

Entramos, pues, en el gran vestíbulo, que empieza en la linde de la propiedad, y nos encontramos con una ochava, de- demasiado alta para su anchura. Cuatro enormes gigantones, con polainas moder­nas abrochadas, sostienen la cornisa so­bre la cual precisamente enfrente de la

puerta de acceso, ciérnese la Santísima Trinidad.

El camino que al palacio conduce es más ancho que lo que se acostumbra; las tapias hanse transformado en un alto zó­calo todo corrido, sobre el que notables basamentos levantan en alto raros gru­pos de figuras, en tanto varios jarrones llenan el espacio que entre unos y otros queda. El mal efecto de estas chapuce­rías, obra de los picapedreros más vul­gares, agrávase todavía por el hecho de haber empleado como el más suelto ma­terial toba conchífera, aunque también, si hubiesen empleado un material mejor, aún habría resaltado más el nulo valor de la forma. He dicho grupos, pero me serví de una expresión falsa y en este caso impropia; pues esas composiciones no son fruto de una reflexión y ni siquiera del capricho, sino que parecen más bien echa­das allí al tantún, como los dados. Cada tres forman siempre el adorno de un pe­destal cuadrado, teniendo sus bases dis­puestas de suerte que llenan entre las tres, en distintas actitudes, el espacio.

Los mejores grupos compónense, por lo general, de las figuras, cuyas bases ocu­pan la parte delantera y mayor del pe­destal, y son en su mayoría monstruos con figura de bestias y hombres. Pero para llenar el espacio trasero del pedestal son menester aún otras dos figuras, que, de mediano tamaño, suelen representar un pastor o pastora, un caballero o dama, un mono o perro bailando; pero aún que­da en el pedestal otro hueco, que, por lo general, llénalo un enanillo, que de esa gentecilla es corriente echar mano para bromas sin ingenio.

Pero para dar cumplida cuenta de los elementos que integran la locura del prín­cipe de Pallagonia, daré aquí el siguiente inventario: Hombres: mendigos de uno u otro sexo, españoles ídem, moros, turcos, corcovados, toda suerte de tipos contra­hechos, enanos, murgantes, polichinelas, soldados vestidos a la antigua, dioses y diosas, sujetos vestidos a la antigua moda francesa, soldados con cartucheras y po-

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lainas; mitología con bufonescos suple­mentos: Aquiles y Quirón alternando con Polichinela. Animales: sólo partes de los mismos, caballos con manos de hombre, cabezas equinas sobre cuerpos humanos, simios deformes, muchos dragones v ser­pientes, toda suerte de patas en figuras de toda clase, duplicidad o trueque de cabezas. Jarrones: toda suerte de mons­truos y arabescos, que terminan por abajo en panzas y pies de jarrón.

Figuraos ahora semejantes figuras he­chas en montón, concebidas sin pizca de discreción ni tino y puestas allí revueltas sin elección ni plan; imaginaos esos zóca­los, esos pedestales y esos vestiglos en fila que se pierde de vista, y experimen­taréis la desagradable sensación que ha de acometer a quienquiera se vea obli­gado a pasar por esta carrera de baquetas.

Nos aproximamos al palacio y fuimos recibidos por los brazos de un vestíbulo semicircular; los quicios de la puerta se­mejan los de una plaza fuerte. Encontra­mos allí, incrustada en el muro, una figura egipcia, una fuente sin agua, un monu­mento, jarrones desparramados al tuntún, estatuas deliberadamente puestas boca abajo. Penetramos en el patio del palacio, y nos encontramos con lo tradicional: un redondel cercado de casitas, curvado en semicírculos más pequeños, para que nada falte en punto a variedad.

Gran parte del suelo cúbrelo la hierba. Vense allí, como en el atrio de derruida iglesia, jarrones de mármol con raros ara­bescos, que datan de los tiempos del pa­dre (1), enanos y demás vestiglos de época moderna, revueltos a la buena de Dios, sin que hasta el presente hayan podido encontrar sitio, y hasta pasamos por delante de un cenador abarrotado de jarrones antiguos y otros objetos de pie­dra con arabescos.

Pero lo repelente de semejante modo de pensar, tan falto de gusto, manifiéstase en sumo grado en el detalle de que las comisas de las referidas casitas cuelguen

(1) Del actual príncipe.

oblicuamente de esta o la otra parte, de suerte que se nos hiere y atormenta ese sentido de la plomada y la perpendicular, que es peculiar del hombre y constituye la base de toda euritmia. Y por si fuere poco, también esas hileras de tejados apa­recen guarnecidas de hidras y pequeños bustos, de coros de cantarines simios y demás sandeces. Dragones alternando con dioses, y un Atlante que, en vez de la bóveda del cielo, carga con un tonel de vino.

Pero si pensáis libraros de todo eso, acogiéndoos al palacio, que, construido por el padre, muestra una traza exterior relativamente discreta, os encontráis no lejos de la puerta de entrada con la ca­beza, coronada de laurel, de un empera­dor romano, puesta sobre un cuerpo de pigmeo, que descansa sobre un delfín.

Ya dentro del palacio, cuyo exterior hace esperar un interior pasadero, empieza a hacer locuras la fiebre del príncipe. Las patas de las sillones no están serradas por igual, de suerte que no hay donde sentarse, y el castellano os previene que aquellas sillas ocultan pinchos bajo su tapizado de terciopelo. En los rincones yérguense candelabros de china, que, mi­rados de cerca, adviértese están amaña­dos con distintas fuentes, tazas superiores e inferiores, que no tienen nada que ver unas con otras. No hay lugar alguno donde no salte a la vista alguna arbitra­riedad. Hasta la inestimable perspectiva del mar, por sobre las estribaciones de la montaña, resulta deslucida por unos cris­tales de colores, que a través de una fal­sa tonalidad enfrían o encandecen la cam­piña. Debo hacer mención aún de un ga­binete, artesonado con doradas molduras

j antiguas ensambladas. Centenares de mo­delos distintos, todas las más diversas gradaciones de un dorado más antiguo o más flamante, más o menos polvoriento y deteriorado, cubren aquí, apretujándose, las paredes todas y hacen la impresión de un fragmentado baratillo.

Para describir la capilla sería menester todo un pliego. Pueden verse en ella re­

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unidos toda suerte de esos desvaríos, que sólo pueden albergarse hasta ese ex­tremo en el espíritu de un beato. A vues­tro juicio dejo imaginar cuántas imágenes apayasadas de una devoción mal enten­dida pueden hallarse allí. Pero no puedo callarme lo mejor. Porque pegando con el techo hay un crucifijo de talla de bas­tante tamaño, pintado del natural, la­queado y a trechos dorado. En el ombli­go del Cristo hay metido un gancho, y una cadena que de él cuelga va sujeta a la cabera de un tío arrodillado en actitud orante, y que se cierne en el aire, y que, pintado y laqueado como todas las de­más imágenes de la iglesia, debe de re­presentar un símbolo de la continua de­voción del dueño de la finca.

Por lo demás, el palacio no está ter­minado del todo; un gran salón, dispuesto por el padre con abigarrado lujo, aunque, sin embargo, no feamente decorado, ha quedado sin rematar, del mismo modo que la infinita locura de su dueño tampoco re­conoce término.

Por vez primera notéle impaciencia a Kneip, cuyo sentido artístico rayaba en desesperación en aquella casa de locos; y tiró de mí cuando trataba de represen­tarme y esquematizar por separado los elementos de aquel caos. Harto condes­cendiente, avínose, por fin, a pintar una de aquellas combinaciones, la única que, por lo menos, daba una suerte de visión. Representa una mujer-yegua que, sen­tada en un sillón, juega a las cartas con un caballero vestido a antigua usanza, con cabeza de hipogrifo, adornado de co­rona y gran peluca, y recuerda el blasón, siempre notabilísimo a pesar de todas las locuras de la casa Pallagonia: un sátiro teniéndole un espejo a una mujer con cabeza equina,

Palermo, martes 10 de abril.

Hoy subimos a la montaña para ver Monreale (1), Un camino magnífico, que

(1) Abadía de benedictinos, al sudoeste de

el abad de aquel monasterio mandó tra­zar en tiempos de exuberante riqueza; an­cho, de cómoda subida, con árboles de cuando en cuando, pero, sobre todo, gran­des fuentes de surtidor y grifo, con unos arabescos y adornos casi pallagónicos, pero que, a pesar de ello, calman la sed de hombres y bestias.

El convento de San Martín, sito en lo alto, es un edificio respetable. Un sol­terón solo, según por el príncipe de Pa­llagonia puede verse, ha producido rara vez algo discreto, mientras que muchos solterones juntos han producido las obras más grandiosas, según atestiguan iglesias y cenobios. Aunque las comunidades reli­giosas realizaban tamañas obras solamen­te porque todavía más que ningún padre de familia estaban seguras de contar con una prole ilimitada.

Permitiéronnos los monjes ver sus co­lecciones. Atesoraban muchas cosas bellas en punto a antigüedades y objetos de la Naturaleza. Pero lo que especialmente agradónos fué una medalla con la efigie de una joven diosa que no podía menos de mover a admiración. De buen grado nos hubieran aquellos buenos hombres fa­cilitado una reproducción; pero no tenían a mano nada que hubiera podido servir de molde.

Luego que nos lo enseñaron todo, no sin establecer tristes parangones entre el antiguo y el presente estado, lleváronnos a un reducido y simpático salón, desde cu­yos balcones disfrutábase de encantadora perspectiva; habla allí una mesa servida para nosotros dos, y nos dieron muy bien de comer. A los postres vino el abad, acompañado de los monjes más antiguos: sentóse con nosotros y permaneció allí cosa de media hora larga, haciéndonos muchas preguntas en todo ese tiempo. Despedímonos luego en los términos más afectuosos. Los más jóvenes nos acompa-

Palermo, fundada en 1174 por Guillermo II. El camino fue ordenado en 1760 por el arzobispo Testa di Monreale.

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J. V. GOETHE —OBRAS COMPLETASñaron todavía a la sala de la colección y finalmente al coche.

Volvimos a casa con otra disposición de espirito que ayer. Hoy teníamos que lamentar una gran obra, que precisamente en estos tiempos decae, mientras que en el otro sitio medra con lozana pujanza una empresa de mal gusto.

El camino a San Martín (1) sube por la antigua montaña caliza. Quiebran las rocas y sacan de ella una cal muy blanca. Para tostar la cal emplean una variedad de hierba fuerte y larga, que secan en gavillas. Prodúcese aquí la piedra calcá­rea. Hasta en las más abruptas alturas hay aluviones de arcilla roja, que aquí forma terraplén, cuanto más alta, más ro­ja, y un tanto ennegrecida por la vege­tación. En lontananza columbré una mina, que parecía enteramente cinabrio.

Alzase el monasterio en el centro de la montaña caliza, que abunda mucho en manantiales. Las montañas circundantes están bien labradas.

*

Palermo, miércoles 11 de abril.Después de haber contemplado dos

puntos principales fuera de la ciudad, trasladémonos al Palacio (2), donde el atareado correo enseñónos las salas y su contenido. Con el consiguiente espanto vimos que el salón donde antaño esta­ban expuestas las obras antiguas se ha­llaba ahora en el mayor desorden, por traer entre manos un nuevo decorado ar­quitectónico. Habían quitado de su sitio a las estatuas, cubiértolas con paños y tapádolas con andamias, de suerte que pese a toda la buena voluntad de nuestro guía y algún esfuerzo de los artesanos, sólo pudimos formamos de ellas una idea muy incompleta. Lo que más diéronme que hacer fueron l os dos cameros (3) de

(1) Convento de benedictinos, fundado por Gregorio el Grande Actualmente instituto de Educación Agrícola.(2) El Palazzo Reale.(3) De ambos carneros u no se conserva

bronce, que, aun vistos en aquellas cir- cunstancias, edificaban altamente el sena­do artístico. Están echados, con una pata alargada y con las cabezas vueltas a dis- tinto lado, como haciendo contraste: pode­rosos ejemplares de la familia mitológica, dignos de llevar sobre sus lomos a Frixos y Helias. Las lanas, no cortadas y ri­zadas, sino largas y a ondas. Ambos carneros están plasmados con gran ver­dad y elegancia, de la mejor época grie­ga. Deben de haber estado antaño en el puerto de Siracusa.

Condújonos luego el guía fuera de la ciudad a las catacumbas (1), que, dispues­tas con sentido arquitectónico, no son en modo alguno canteras utilizadas para en- terramientos. En una toba bastante endu­recida y su muro verticalmente trabajada hay troneras abovedadas, que encierran féretros, muchos apilados unos sobre otros, todo desmedido, sin ninguna ayuda de fábrica. Los ataúdes de encima son más pequeños, y en los espacios sobre las columnas han habilitado sepulturas para niños.

*

Palermo, jueves 12 de abril.Hoy nos enseñaron el gabinete de Me­

dallas del príncipe Torremuzza (2). Hasta cierto punto fui allí de mala gana. En­tiendo muy poco de esos achaques, y conocedores y aficionados sienten horror por el viajero simplemente curioso. Pero como alguna vez hay que empezar, alla- néme y saqué de ello mucho recreo y uti­lidad. ¡Cuánto ganamos con sólo ver a la ligera de cuántas ciudades estaba sem-

todavía en el Museo Nacional de Palermo; el otro quedó destruido durante la revolución de 1848.(1) Estas catacumbas estaban delante de

Porta d’Ossuna, junto al Corso Alberto Ama- deo; databan de antes de Jesucristo, fueron des- cubiertas en 1785 y actualmente están evacuadas.

(2) Gabriel Lanceletto Castello, príncipe de Torremuzza ( 1727- 94), tratadista de Numismá- tica e inscripciones. Vivía generalmente en su finca de Bagaria, y Goethe no llegó a conocerlo personalmente.

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brado el mundo antiguo, y de las que aun la más pequeña nos ha legado, si no una serie completa de la historia del arte, cuando menos algunas épocas de la mis­ma en valiosas monedas! En esos cofres sonríenos una infinita primavera de flores y frutos del arte, de un género de vida llevado en un sentido superior, y ¡cuántas otras cosas todavía! El lustre de las ciu­dades sicilianas, hoy empañado, vuelve a lanzar flamantes destellos desde esos plas­mados metales.

Nosotros por desgracia, en nuestra ni­ñez sólo poseímos las monedas familiares que nada dicen, y las monedas imperiales, que repiten hasta el empacho un mismo perfil; efigies de soberanos que no pueden considerarse precisamente como dechados de humanidad. ¡Qué lástima que hayan limitado nuestra niñez a la informe Pales­tina y a esa Roma, baturrillo de figuras! Sicilia y la nueva Grecia hácenme conce­bir ahora esperanzas de una pujante vida.

El que a vista de estos objetos me en­tregue a consideraciones generales es una prueba de que aún no entiendo mucho de esta materia, pero poco a poco, en esto como en lo demás, ya se andará todo.

*

Palermo, Jueves 12 de abril.

Esta tarde se me logró aún un deseo, y, por cierto, que de un modo especial. Habíame parado en la gran calle sobre la acera, junto a la tienda de marras, y bromeaba con el dueño, cuando de pronto llegó un correo, alto, bien vestido, y, acercándose a mí, presentóme aprisa una argéntea bandeja, en la que había una poca calderilla y unas cuantas monedas de plata. No sabiendo yo de qué se tra­tase, bajé la cabeza y me encogí de hom­bros, que son los signos habituales con que salimos del paso cuando no entende­mos o no queremos entender algún re­querimiento o solicitud.

Con la misma rapidez con que vinierafuése entonces el hombre, y pude ver que en la acera opuesta de la calle había unos

compañeros suyos ocupados en la misma operación.

—¿Qué significa eso?—preguntéle al comerciante, que, con un discreto, por no decir furtivo gesto, indicóme un caballero largo y flaco, vestido a lo cortesano, que con mucho decoro y calma paseaba arri­ba y abajo, por sobre la basura de la ca­lle. Rizado y empolvado, bajo el brazo el sombrero, vestido de seda, estoque al cinto, calzaba limpios zapatos adornados con he­billas de hueso, iba grave y tranquilo el anciano de un lado para otro, y todas las miradas convergían en su persona.

—Ese es el príncipe Pallagonia—díjome el comerciante—, que de cuando en cuan­do recorre la ciudad recaudando donati­vos para los esclavos cristianos de Ber­bería. En realidad, poco es lo que logra sacar, pero de todos modos mantiene el re­cuerdo de la cosa, y es frecuente que al morir aquellos que se retrajeron en vida leguen sumas respetables para ese obje­to. Ya lleva muchos años el príncipe de ser presidente de esa institución y ha llevado a cabo muchas cosas buenas.

—En eso—exclamé yo—debía haber invertido esos caudales que derrochó en los desvaríos de su finca. Ningún prínci­pe del mundo habría podido entonces igualársele.

A lo que repuso sinceramente el comer­ciante:

—¡Pues así somos todos! ¡No nos due­le el dinero que gastamos en nuestras lo­curas; pero para nuestras virtudes trata­mos de sacarle los cuartos al prójimo! (1).

*

Palermo, viernes 13 de abril.

Muy asiduamente nos ha preparado el camino en el reino mineral de Sicilia el conde de Borch (2), y quien después de

(1) La pintura que Goethe hace del prín- cipe Pallagonia concuerda en absoluto con la de otros viajeros, como Brydone y Bartels.

(2) El conde de Borch era naturalista. Ade- más de sus Lettres sur la Sicile et sur l'tile de Malthe, écrites en 1777 (Turin, 1782, 2 vo|.) ha-

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él visite la isla, animado del mismo sen­timiento, debe darle las gracias. Estimo tan grato como obligado honrar aquí la memoria de un precursor. Yo también soy simplemente un precursor de otros que ha­brán de seguirme, así en la vida como en el viaje.

La actividad del conde paréceme, sin em­bargo, más considerable que su saber; procede con un cierto desenfado, opuesto a la modesta seriedad con que deben tra­tarse objetos principales. Pero su libro en cuarto, dedicado por entero a la mi­neralogía siciliana, me ha sido de gran utilidad, por lo que podía estar apercibi­do a visitar con provecho a los lapidarios, que más atareados antaño, cuando aún debían cubrirse iglesias y altares con már­moles y ágatas, aún siguen, no obstante, trabajando en su oficio, A ellos encargué- les muestras de piedras blandas y duras; pues principalmente distinguen mármoles y ágatas, porque la diferencia de sus res­pectivos precios rígese por esa diferencia. Pero además de esos dos materiales, en­tienden también mucho de otro, producto de la ignición de sus hornos de cal. En­cuéntrase en éste, después de quemado, una especie de líquido cristalino, de un azul que va desde el tono más claro al más oscuro y aun al más negro. Tallan esa masa, como la demás piedra, en lá­minas sutiles, que se estiman luego en ra­zón de su grado de color y pureza, y se emplean felizmente en el chapeado de al­tares, sepulcros y otros monumentos re­ligiosos.

No hay lista ninguna colección com­pleta, cual yo la deseara; tendrá que en­viármela a Nápoles. Las ágatas son de la mayor belleza, sobre todo aquellas en las que vetas de jaspe amarillo o rojo alter­nan con cuarzo blanco, como congelado, por lo que producen el más bello efecto.

Una imitación exacta de esas ágatas, en el reverso de pequeños discos de cris-

bía escrito también una obra sobre mineralogía siciliana, Littologie sicilienne ou conaaissance de la nature des pierres de la Sicile (Roma, 1778).

tal, ejecutada con colores laqueados, es lo único discreto que aquel día pude sa­car en claro de todo aquel caos pallagó- nico Esas tablillas resultan para decora­do aún más bellas que la auténtica ágata, pues ésta hay que componerla con muchos trocitos pequeños, mientras que a las otras puede dárseles al tamaño que quiera el arquitecto. Esa obra de arte merece con harta razón que se la imite.

*

Palermo, 13 de abril.

Italia sin Sicilia no deja imagen en el alma; aquí es donde está la clave de todo.

El clima no se puede ponderar lo bas­tante; estamos ahora en un tiempo de llu­vias, pero siempre con intermitencias; truena y relampaguea y todo verdea pu­jante. El lino ha echado ya parcialmente nudos, y lo demás está en flor. Cree uno ver en los valles pequeños estanques, que tan bellamente parecen allá abajo los campos de lino de un azul verdoso. Ob­jetos encantadores hay sin cuenta Y mi compañero es un chico excelente, el ver­dadero Hoffegut asi como yo sigo repre­sentando fielmente el papel de Treu- freund (1). Ha hecho ya bellos dibujos y aún falta lo mejor. ¡Qué feliz perspectiva volver luego a casa cargado con tales tesoros!

De lo que aquí se come y bebe aún no he dicho nada, y, sin embargo, no es ningún capitulo despreciable. La fruta de jardín es magnífica, sobre todo las ensa- ladas son tan tiernas y sabrosas como la leche; compréndese de sobra que los anti­guos la llamasen lactuca. Aceite, vino, to­do es muy bueno, y aún podría ser me- jor si pusiesen más esmero en su adere­zo. Pescado, el mejor, el más tierno. Tam­bién hemos tenido esta temporada buena carne de vaca, aunque otras veces no da pie para el elogio.

Ahora, de la mesa de mediodía, ¡a la

( 1) Personajes del cuento de Goethe Lospájaros.

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ventana, a la calle! Indultaron a un reo, cosa que siempre hacen en honor de la Pascua que nos trajo la salvación. Una cofradía conduce al reo al pie del mismo patíbulo, levantado por fórmula, y allí, ante la escalerilla, ha de rezar una ora­ción y besar luego aquélla, hecho lo cual vuelven a llevárselo. Este de ahora era un guapo mozo de la clase media, con el pelo rizado, frac blanco, sombrero blanco, todo blanco. Llevaba el sombrero en la mano, y con sólo que le hubieran prendido acá y allá cintas de colorines ha­bría podido salir de pastor en cualquier bailable.

*

Palermo, 13 y 14 de abril (1).

Pero estaba escrito, sin duda, que poco antes del final habría de ocurrirme una extraña aventura, que voy a relatar acto seguido sin omitir detalle.

Ya durante todo el tiempo que aquí llevo había oído hablar mucho en nuestra mesa redonda de Cagliostro (2), y contar su origen y su sino. Los palermitanos es­taban contestes por unanimidad en que había nacido en su ciudad un tal José Balsamo, que luego, andando el tiempo, hiciérase famoso por sus timos, hasta que al final lo desterraron. Pero tocante a que el referido sujeto fuera la misma persona que el conde Cagliostro, andaban divi­didas las opiniones. Algunos, que le habían conocido, creían reconocer su figura en ese grabado en cobre (3) que es harto co­nocido entre nosotros, y que también ha llegado hasta Palermo.

En el curso de esas conversaciones in- _____

(1) Esta parte t iene como fundamento el artículo de Goethe «Arbol genealógico de José Balsamo, llamado Cagliostro, con algunas noti- cias sobre su familia», que aún vive en Palermo, leído por su autor en 13 de marzo de 1792 en la Sociedad de los Viernes.

(2) Alejandro Cagliostro es el más célebre aventurero del siglo (1743-95); Schiller utilizó su figura en Él vidente (1789), y Goethe, en El gran copto (1791).

(3) Se refiere al grabado que acompañaba su Mémoire justificanti, escrita por él mismo en la Bastilla.

vocó uno de los huéspedes los desvelos que un jurisperito palermitano (1) se ha tomado con la mira de dilucidar la cues- tión. El Gobierno francés habíale encar­gado de rastrear los orígenes de un hom­bre que había tenido el descaro de sol­tar a la faz de Francia o, mejor dicho, a la del mundo todo, con ocasión de un importante y peligroso proceso, las más necias patrañas.

El tal jurisconsulto, según decían, ha­bía trazado el árbol genealógico de José Balsamo, y enviado a Francia una Me­moria, acompañada de testimonios fidedig­nos, y allí seguramente la darían a la pu­blicidad.

Manifesté yo el deseo de conocer a ese jurisperito, del que, además, hablaban muy bien, y el narrador ofrecióseme a anunciarle mi visita y llevarme a verlo.

Días después fuimos allá, y lo encon­tramos atendiendo a sus clientes. Luego que los hubo despachado y tomamos el desayuno, trájonos un manuscrito que con­tenía el árbol genealógico de Cagliostro, los necesarios documentos justificativos y una Memoria, todo lo cual había sido re­mitido a Francia.

Mostróme el árbol genealógico y dióme las explicaciones oportunas sobre el mis­mo, de las cuales mencionaré aquí sola­mente lo preciso para formarse más fá­cilmente una idea de él.

El bisabuelo de José Balsamo por parte de madre fué Mateo Martello. El apelli­do de su bisabuela se desconoce. De ese matrimonio nacieron dos hijas, una llama­da María, que casó con José Bracconeri y fué abuela de José Balsamo. La otra, llamada Vicenta, casó con José Caglios­tro, natural de un villorrio, La Noara, distante ocho millas de Mesina. Obser­varé aquí que en Mesina viven dos fun­didores de campanas del mismo apellido. La tía abuela fué luego madrina de José Balsamo, al cual le pusieron el nombre de

(1) El barón Antonio Vivona. educado en Francia y representante jurídico de esta nación en Sicilia.

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su marido, al que él agrególe finalmente el aditamento de Cagliostro, tomado de su tío abuelo.

El matrimonio Bracconeri tuvo tres hi­jos: Felicidad, Mateo y Antonino.

Felicidad casó con Pedro Balsamo, hijo de un cintero de Palermo, Antonino Balsa­mo, que probablemente era de origen ju­dio. Pedro Balsamo, el padre del famoso José, quebró y pasó a mejor vida a los cuarenta y cinco años. Su viuda, que aún vive, dióle, además del referido José, una hija, Juana José María, que casó con Juan Bautista Capitummino, que hubo en ella tres hijos y después murió

La Memoria, que su amable autor nos leyó, y, cediendo a mi ruego, dejóme unos días en mi poder, basábase en parti­das de bautismo y de casamiento, amén de otros documentos acreditativos, cuida­dosamente allegados. Contenía, poco más o menos, los pormenores (según infiero de un extracto que por entonces saqué), que ya nos diera a conocer las actas del proceso de Roma (1); que José Balsamo nació en Palermo a principios de junio de 1743; que fué su madrina de bautismo Vicenta Martello, esposa de Cagliostro; que en su juventud tomó el hábito de los Hermanos de la Caridad, orden religiosa consagrada especialmente a asistir enfer­mos; que no tardó en mostrar mucho in­genio y destreza para la Medicina, pero que a causa de su mal comportamiento hubo de ser expulsado de la orden, dedi­cándose luego, en Palermo, a actuar de mago y descubridor de tesoros ocultos.

No dejó tampoco de poner a contribu­ción su gran habilidad para remedar toda suerte de letras (continúa la Memoria). Falsificó, o más bien inventó, un antiguo documento, que vino a poner en litigio la propiedad de algunos bienes. Fué some­tido a indagatoria, encarcelado; fugóse de

(1) Ese proceso puso fin a las patrañas de Cagliostro. Fué condenado a muerte por orden del Papa, pero en 1791 le conmutaron la pena por la de cadena perpetua, en el Fuerte de San Leone, en las cercanías de Urbino, donde falle- ció en 1795.

la prisión y se le reclamó por edicto. Hizo un viaje a Roma por Calabria, y en Ro­ma casó con la hija de un talabartero (1). De Roma tornó a Nápoles con el nombre de marqués de Pellegrini. Tuvo la osadía de presentarse nuevamente en Palermo, donde lo reconocieron y encarcelaron, li­brándose de la prisión de un modo que vale la pena de ser referido con todos sus detalles.

El hijo de una de las primeras familias principescas de Sicilia y gran terratenien­te, que desempeñaba cargos de importan­cia en la corte napolitana, unía a una gran fuerza física y un genio indomable toda esa arrogancia a que el hombre rico y poderoso, falto de cultura, créese au­torizado.

Supo doña Lorenza ganarse su afecto, y en él cifró el supuesto marqués de Pe­llegrini su salvación. Mostraba pública- mente el principe proteger a los recién llegados consortes; pero ¡cuál no sería su rabia al ver que nuevamente, a instancia de la parte, perjudicada por su engaño, habían metido a José Balsamo en chiro- na! Buscó distintos medios de sacarlo de allí, y como no se le lograran, llegó a amenazar en la antesala del presidente de la Audiencia al abogado de la parte con­traria con que habría de pasarlo muy mal si en el acto no pedia la excarcelación de José Balsamo. Negóse a ello el abo­gado, y entonces el príncipe lo cogió, lo aporreó y tirólo al suelo, donde lo pisoteó, y costando Dios y ayuda que no siguiera maltratándolo cuando el presidente en persona, atraído por el alboroto, acudió a poner paz.

No se atrevió el presidente, hombre flojo y falto de independencia, a castigar al agresor; asustáronse la parte contraria y su abogado, y Balsamo fué puesto en libertad, sin que en las actas se encuen- tre constancia alguna de su excarcelación,

(1) La mujer de Cagliostro se llamaba Lo- renza Feliciana, y como el matrimonio vivía cerca del gran hospital para peregrinos Trinità di Pellegrini, de ahí que Balsamo tomara el tí- tulo de marqués de Pellegrini.

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ni de quién la ordenara, ni cómo se lleva­ra a cabo.

A raíz de eso ausentóse Balsamo de Palermo e hizo varios viajes, de los que el autor de la Memoria sólo podía dar referencias incompletas.

Terminaba la Memoria con una sagaz demostración de ser Cagliostro y Balsa­mo una misma persona, tesis que enton­ces era más difícil de sostener que ahora, que estamos ya al tanto de toda la his­toria.

De no haber tenido razones para pen­sar en aquel tiempo que en Francia da­rían a la estampa la Memoria y acaso a mi regreso la encontrase ya publicada, me habría permitido sacar copia de ella e in­formar antes a mis amigos y al público de más de un pormenor interesante.

Pero las más de las cosas y con creces que aquella Memoria pudiera contener hémoslo sabido de una fuente que, por lo demás, suele serlo de errores. ¡Quién ha­bría creído que por una vez habría Ro­ma de contribuir tanto a ilustrar al mun­do y desenmascarar a un petardista, co­mo lo hiciera con la publicación de ese extracto de las actas del proceso! Porque aunque ese escrito pudiera y debiera ser mucho más interesante, siempre será un bello documento en manos de todo hom­bre sensato, que por fuerza ha de ver con disgusto el que engallados, semiengaña- dos (1) y engañadores honrasen por es­pacio de largos años a ese hombre y sus mamarrachadas, sintiéranse elevados por su amistad con él sobre otros mortales, y desde las alturas de su credulidad mira­sen con piedad, cuando no con desdén, la sana razón humana.

¿Quién no callaba de buen grado duran­te ese tiempo? Y también yo mismo, sólo ahora que ya todo eso pasó y está fuera de toda duda, puedo decidirme a comu­nicar, para complemento de esas actas, lo que me es conocido.

(1) Del número de los semiengañados era Lavater, según se infiere de su correspondencia con Goethe.

Al hallarme en el árbol genealógico con que aún vivían tantas personas, y sobre todo la madre y las hermanas de Balsa­mo, expreséle al autor de la Memoria mi deseo de ver y conocer a los familiares de hombre tan singular. Contestóme que seria difícil lograrlo, pues esas personas, pobres, pero honradas, hacían una vida muy recoleta, no tenían costumbre de re­cibir extranjeros y semejante suceso da­rla pie para que se manifestase de todos modos el carácter zumbón de los natura­les del país; pero prometióme enviarme a su pasante, que tenia entrada en la ca­sa, y por cuyo medio habla podido alle­gar él los datos y documentos que para trazar el árbol genealógico le sirvieran.

Presentóseme al siguiente día el pasan­te, y me expuso algunos reparos respecto a la empresa.

—Hasta ahora—díjome—evité siempre el ponerme nuevamente delante de esas personas, y hasta para hacerme con sus partidas de casamiento y de bautismo y demás documentos y sacar de ellos co­pias legalizadas tuve que valerme de una treta especial. Y fué que les hablé de cierta beca para familias que estaba va­cante no sé dónde, y les di a entender que muy bien podría obtenerla el joven Capitummino (1); sino que a ese fin ha­bía que empezar por hacer el árbol ge­nealógico, para ver hasta dónde podía te­ner derecho, a ella el muchacho; después de lo cual habría que realizar unas ges­tiones, de las que yo me encargaría, siempre que, a cambio de mis desvelos, prometiesen darme una módica parte de la cantidad que habrían de percibir. De muy buen grado vinieron los pobres en ello; facilitáronme los papeles necesarios, sa­cáronse copias, hízose el árbol genealógi­co, y desde entonces me guardo muy bien de que me vean el pelo. Hará unas sema­nas dime de manos a boca con el Capitum-

(1) El joven Capitummino era José, sobrino da Cagliostro, según el Arbol genealógico. La vieja Capitummino es la hermana de Cagliostro Juana Josefa María.

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mino viejo, y tuve que disculparme con él. alegando lo despacio que van esas cosas.

Así dijo el pasante. Pero como yo no desistiese de mi propósito, tras alguna de­liberación convinimos en que yo me ha­ría pasar por un inglés (1) y le llevaría a la familia noticias de Cagliostro, que a la sazón había pasado de la Bastilla a Londres (2).

A la hora concertada, que serían las tres de la tarde, nos encaminamos allá. Estaba sita la casa en la esquina de una callejuela, no lejos de la calle principal, llamada Il Cassare (3). Subimos una mí­sera escalera, y nos encontramos de bue~ ñas a primeras en la cocina. Una mujer de mediana edad, recia y metida en car­nes, sin ser gruesa, ocupábase en aquel momento en fregar los platos. Vestía pul­cramente, y al entrar nosotros levantó un pico del delantal para ocultarnos la par­te sucia. Miró con alborozo a mi guía y dijo:

—Signor Giovanni, ¿nos trae usted buenas noticias? ¿Ha conseguido usted algo?

Respondió él:—Nuestro pleito sigue en tal estado;

pero aquí tiene un extranjero que le trae recuerdos de su hermano y podrá contarle a usted cómo se encuentra actualmente.

Eso de que le llevaba recuerdos no en­traba enteramente en nuestro trato; pero, en fin, ya estaba hecho el exordio.

—¿Conoce usted a mi hermano? — pre­guntóme la mujer.

—Toda Europa lo conoce—respondí- le—, y creo le alegrará a usted saber que actualmente se encuentra a salvo y muy bien, ya que hasta ahora habrá usted estado preocupada con su suerte.

(1) Goethe adoptó el nombre de W ilton, según carta que la madre de Balsamo, Feli- cidad, dirigía, por su conducto, a aquél.

(2) Por decreto del Parlamento, de 31 de mayo de 1786, fué puesto en libertad Caglios- tro, que estaba preso en la Bastilla por su com- plicación en el famoso proceso del collar, pero a condición de salir de Francia.

(3) Il Cassaro o de Toledo.

—Pero pasen ustedes adentro—dijo—;en seguida soy con ustedes.

Y en unión de mi acompañante pasé a la sala.

Era ésta tan grande y alta de techo, que entre nosotros habría pasado por un salón; pero parecía ser casi la única ha­bitación de toda la familia. Una sola ven­tana daba luz a las grandes paredes, que antaño estuvieran pintadas, y de las que colgaban denegridas imágenes de santos en dorados marcos. Veíanse allí viejas sillas de pleita, de antaño dorados respal­dos, y los ladrillos del piso mostrábanse levantados en muchos sitios. Fuera de eso, todo respiraba limpieza. Nos acerca­mos a la familia, que estaba reunida en el otro pico de la habitación, junto a la úni­ca ventana.

En tanto mi guia explicábale a la vieja Balsamo (1), que estaba sentada en el rincón, el motivo de nuestra visita, repi­tiéndole varias veces las palabras por ra­zón de su sordera, tuve yo tiempo de exa­minar la sala y las demás personas. Jun­to a la ventana hallábase una chica de unos dieciséis años, muy desarrollada, cuyas facciones habían vuelto inexpresi­vas la viruela, y a su lado un joven, cuyo antipático rostro, desfigurado también por la misma enfermedad, hubo de chocarme. Sentada o más bien tendida en un sillón, frente a la ventana, había una persona enferma, muy estrafalaria, que parecía atacada de una suerte de modorra.

Luego que se hubo explicado mi guía, nos instaron para que tomásemos asiento. Hízome la vieja varias preguntas, que tu­vieron que traducirme antes de contestar­las, pues el dialecto siciliano no me era familiar.

Yo, en tanto, contemplaba a la vieja con placer. Era de mediana estatura, pero bien formada; sus regulares facciones res­piraban esa paz de que generalmente go-

(1) La madre de Cagliostro. La chica, de unos dieciséis años, es, según el árbol genealó- gico, Teresa o Antonieta Capitummino; al mu- chacho se le designa más adelante como un amigo de la familia.

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zan las personas privadas del oído; tenía un timbre de voz suave y agradable.

Contesté a sus preguntas con palabras que también tuvieron que serie traducidas.

La lentitud de nuestro diálogo dióme ocasión de medir mis palabras. Contéle que en Francia habían puesto en libertad a su hijo, y que éste se encontraba en Inglaterra, donde había sido bien recibi­do. La alegría de que ella dió muestras al oír esas noticias iba acompañada de expresiones de cordial piedad, y como ha­blaba entonces algo más alto y claro, pu­de entenderla mejor.

A todo esto había entrado la hija y co- locádose junto a mi guía, el cual le re­pitió palabra por palabra cuanto yo aca­baba de decir. Se había puesto un pulcro delantal, y recogídose el pelo en la rede­cilla. Cuanto más la miraba yo y la com­paraba con la madre, tanto más me cho­caba lo distintas que eran. Viva sana sensualidad respiraba la figura toda de la hija, que podría tener unos cuarenta años. Con sus despiertos ojos azules mi­raba cautamente en torno suyo, sin que en ellos pudiera yo descubrir el menor aso­mo de burla. Sentada parecía más alta de lo que era cuando se levantaba; tenía en la silla una actitud marcada, pues echa­ba el cuerpo hacia adelante y ponía las manos sobre las rodillas. Por lo demás, su forma de cara, antes chata que aguda, recordábame la efigie de su hermano, que conocemos por el grabado en cobre. Hí- zome muchas preguntas sobre mis viajes, sobre mi proyecto de ver a Sicilia y que­dóse convencida de que habla de volver allí para celebrar con ellos la fiesta de Santa Rosalía (1).

Habiendo vuelto entre tanto a hacerme varias preguntas la abuela, mientras yo atendía a contestárselas, púsose la hija a hablar en voz baja con mi guía, hasta el punto de que hube de preguntar de qué estaban hablando. A lo que aquél con­testóme que la señora Capitummino le

(1) La fiesta de Santa Rosalía cogía del 11 al 15 de julio.

decía que aún le debía su hermano cua­renta onzas, que con motivo de su preci­pitada salida de Palermo habíale desem­peñado varias cosas, sin que hasta la fecha hubiera tenido noticias suyas ni re­cibido de él dinero ni ayuda de ninguna clase, aunque, según oyera decir, nadaba en la abundancia y llevaba vida de prin­cipe. ¿No querría yo encargarme de re­cordarle a mi regreso la deuda de buena forma, y recabar de él una pensión o, me­jor todavía, llevarle y entregarle una car­ta? Ofrecime a ello de buen grado. Luego preguntóme que dónde vivía yo y adonde podría dirigirme la carta. Excusé darle mis señas, y le prometí volver yo mismo al otro día por la tarde a recoger la mi­siva.

Expúsome luego su apurada situación; era viuda con tres hijos, dos hembras, una de las cuales estaba educándose en el convento, y la otra era la que se hallaba presente, y un varón, que en aquel mo­mento estaba en el colegio. Además de esos hijos tenía a su cargo a su abuelita, y por si eran pocos, había recogido a aquella pobre persona enferma, con lo que se había echado una carga más encima, no bastando apenas su trabajo para man­tenerse ella y mantener a los suyos. Cier­to que sabía que Dios no deja esas bue­nas acciones sin recompensa; pero, a pe­sar de todo, gemía muchas veces bajo el agobio de aquella carga que ya hada mucho tiempo que pesaba sobre ella.

Terciaron también los jóvenes en la con­versación, que se hizo más animada. En tanto yo conversaba con los otros, oí que la vieja preguntaba a su hija si también yo profesaba su santa religión. Pude no­tar que la hija de un modo discreto re­huía contestar a aquella pregunta, dicién­dole a la madre, según pude entender, que el extranjero parecía buena persona y no estaba bien interrogar a nadie sobre ese particular.

Al oír que yo estaba ya en vísperas de partir de Sicilia arreciaron en sus ins­tancias y me rogaron volviese por allá

otra vez, ponderándome especialmente los

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paradisíacos días de la fiesta de Santa Rosalía, que no tenían par en el mundo.

Mi acompañante, que hacia ya rato quería retirarse, puso por fin término al palique con un gesto, y prometió volver al otro día, por la tarde, para recoger la carta. Celebré luego que hubiese salido todo tan bien, y nos separamos muy sa­tisfechos uno de otro.

Ya podéis imaginaros la impresión que me haría aquella pobre, piadosa y buena gente. Había satisfecho ya mi curiosidad; pero su modo de conducirse, natural y bueno, despertó en mí un interés que lue­go hubo de acrecerse con la reflexión.

Pero acto seguido vino a desazonarme la preocupación por el día siguiente. Era natural que aquel acontecimiento, que en los primeros instantes les causara sorpre­sa, les diese en mi ausencia mucho que pensar. Por el árbol genealógico sabía yo que aún vivían varios miembros de aque­lla familia; natural era que llamasen a sus amigos para hacerse repetir en su pre­sencia lo que el día antes oyeran con asombro de mis labios. Yo ya había lo- grado mi objeto, y sólo me faltaba, pues, poner remate a la aventura de un modo hábil. Asi que al otro día, inmediatamente después de comer, fuíme allá derecho yo solo. Asombráronse al verme llegar. Aún no habían escrito la carta, me dijeron, y algunos parientes suyos deseaban también conocerme, y a ese fin se personarían allí aquella tarde.

Expliquéles yo que tenía que partir al otro día muy de mañana, y que aún ha­bía de hacer varias visitas y ultimar el equipaje, y que por esa razón había pre­ferido ir a verlos antes de la hora fijada, que no dejar de ir en absoluto.

En esto llegó el hijo, al que no había yo visto el día antes. Parecíase a su her­mana en desarrollo y complexión. Traía la carta, que, según es costumbre en aque­llas tierras, había mandado escribir fuera de casa a un memorialista. Mostraba el muchacho ser de condición apacible, tris­te y modesta; informóse acerca de su tío; preguntóme por sus riquezas y dispendios,

y dijo tristemente que cómo podía tener tan olvidada a su familia. “Nuestra ma­yor dicha sería—dijo—que viniera por aquí alguna vez y quisiera hacerse cargo de nosotros; pero—prosiguió—, ¿cómo es que le ha revelado a usted que tiene aún parientes en Palermo? Porque dicen que en todas partes nos niega y se las da de haber nacido en noble cuna.” A esa pre­gunta, a que diera pie la indiscreción de mi guía durante la primera visita, respon­dí en unos términos que hacían verosímil el que su tío, si bien tenía razones para ocultarle al público su origen, no proce­diese asi con sus amigos y conocidos.

La hermana, que llegara en el curso de este diálogo, y que debido quizá a la presencia del hermano, y también a la ausencia del amigo del día antes, había cobrado más ánimos, púsose a hablar con mucho garbo y animación. Rogáronme mucho que cuando le escribiera a su tío se los recomendase, y también me instaron a volver por allá, luego que hiciese aquel viaje a Grecia, para pasar con ellos la fiesta de Santa Rosalía.

La madre expresóse de acuerdo con sus hijos. “Caballero—dijo—, aunque verda­deramente no esté bien que yo, teniendo una hija mayorcita, admita hombres ex­traños en mi casa y haya sobradas razo­nes para guardarse asi del peligro como de la murmuración, usted será siempre bien recibido aquí si vuelve por esta ciu­dad."

“¡Oh, sí! — insistieron los chicos—. Nosotros le llevaremos al señor a ver los festejos, se lo enseñaremos todo y nos pondremos en las tribunas, desde donde mejor puede verse la ceremonia. ¡Cuánto van a gustarle las grandes carrozas y las vistosas iluminaciones!"

A todo esto ya había la abuelita leído y releído la carta. Al oír que me disponía a despedirme, levantóse y entregóme el papel doblado. “Dígale usted a mi hijo —empezó con noble vivacidad, mejor di­cho, con una suerte de exaltación—, díga­le usted a mi hijo la gran alegría que nos ha proporcionado usted con sus noticias.

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AUTOBIOGRAFÍA.—VIAJES ITALIANOS.—II. SICILIA 173

Dígale usted que yo le llevo aquí dentro de mi corazón—y abrió los brazos y vol­vió a juntarlos sobre su pecho—, que to­dos los días pídoles a Dios y a su santa Madre por él, que yo les envío mi ben­dición a él y a su esposa y que sólo de­seo verlo antes de morir, con estos ojos que por él han vertido tantas lágrimas."

La misma belleza del italiano favorecía la elección y noble empleo de aquellas palabras, secundadas, además, por los vi­vaces gestos con que aquella gente suele prestar a sus expresiones un encanto in­creíble.

No sin emoción despedíme de ellos. Diéronme todos la mano, acompañáronme hasta la puerta los chicos, y en tanto ba­jaba yo las escaleras saltaron al alféizar de la ventana de la cocina, que daba a la calle, llamáronme a voces, enviáronme sa­ludos con la mano y volvieron a repetir­me que no dejase de volver por allí. Al torcer yo la esquina aún seguían en la ventana.

No necesito decir que el interés que aquella familia me inspiró movióme a de­sear vivamente serles útil y acudir en ayuda de sus necesidades. Habíala yo vuelto a engañar, y sus ilusiones de una inesperada ayuda llevaban camino de ver­se nuevamente chasqueadas por la curio­sidad de la Europa del Norte.

Mi primera intención fué enviarles, an­tes de partir, aquellas cuarenta onzas que el fugitivo dejárales a deber y encubrir mi obsequio diciéndoles que esperaba que él me las devolviese; pero al echar mis cuentas, ya en casa, y revisar mi caja y mis papeles, hube de advertir, natural­mente, que en un país donde, por la falta de comunicaciones, las distancias se hacen casi infinitas, iba yo mismo a verme apu­rado si me arrojaba a querer enmendar con cordial arranque los yerros de un pí­caro.

Al atardecer fuíme aún a ver a mi co­merciante, y preguntéle qué tal resultarla la fiesta del día siguiente, con motivo de la cual habla de recorrer la ciudad una gran procesión en la que el propio

virrey iría acompañando a pie al Santí­simo. La menor ventolera envolvería en densas nubes de polvo a Dios y a los hombres.

Mi jovial interlocutor contestóme que la gente de Palermo confía mucho en el milagro. No era la primera ni la única vez que en casos análogos había descar­gado un fuerte aguacero y limpiado, por lo menos en parte, aquellas calles, ge­neralmente en cuesta, despejándole a la procesión el camino. Ahora también, y no sin fundamento, alentaban la misma espe­ranza, pues el cielo estaba aborregado y prometía lluvia para la noche.

*

Palermo, domingo 15 de abril.

¡Y así sucedió, en efecto! Violentísimo aguacero descargó el cielo la pasada no­che. Inmediatamente que amaneció echéme a la calle para ser testigo del prodigio. Y, realmente, era bastante raro. La corriente de la lluvia, encauzada entre las contra­puestas aceras, habíase llevado por delan­te, calle abajo, la basura más liviana, ya al mar, ya a las alcantarillas, en cuanto no estaban cegadas, y echado el grueso de la inmundicia de un lado a otro, dibu­jando con ello raros y primorosos mean­dros sobre el pavimento. A la sazón an­daban ocupados cientos y cientos de hombres, armados de palas, escobas y horquillas, en la tarea de ensanchar aque­llos sitios limpios y unirlos entre si, api­lando la basura que aún quedaba, ya a esta, ya a la otra parte. Lo que hizo, pues, que al salir la procesión se hallara, efec­tivamente, con un primoroso y serpen­teante camino ya trazado por entre la ciénaga, por el cual pudieran pasar sin tropezar ni mancharse el clero, con sus largos hábitos, y la nobleza, que iba a pie, con el virrey a la cabeza. A mi me parecía estar viendo a los hijos de Israel cuando la mano del ángel abrióles un ca­mino enjuto por entre las olas del mar, y,

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merced a ese símil, ennoblecíame el into­lerable espectáculo de ver a tantos hom­bres devotos y decentes pasar rezando y haciendo alarde por aquella avenida de húmedas inmundicias...

Por las aceras, ahora como siempre, podía discurrirse sin riesgo; pero en el interior de la ciudad, adonde precisamente nos llevó hoy el deseo de ver distintas cosas hasta allí preteridas, era imposible cruzar las calles, aunque tampoco allí se habían dormido tocante a barrer y apilar la basura.

Aquella fiesta diónos ocasión de visitar la iglesia mayor (1) y contemplar las co­sas notables que encierra, y también, ya que estábamos puestos a ello, ver otros edificios, de los cuales nos gustó mucho una casa morisca (2), bien conservada..., no grande, pero si con salas hermosas, amplias y bien proporcionadas y armonio­sas, que no habría resultado habitable en un clima del Norte, pero que allí, en el Sur, era una mansión muy apetecible. Los arquitectos podrían damos su plano y di­seño.

También vimos en un nada grato local diversos restos de antiguas estatuas de mármol, que no tuvimos la paciencia de descifrar.

*

Palermo, lunes 16 de abril.

Puesto que estamos ya amagados de una próxima partida de este paraíso, es­peraba encontrar hoy, una vez más, en el jardín público, un cumplido solaz, leerme mi tarea de la Odisea, dar un paseo hacia el valle, al pie de la montaña de Santa Rosalía; seguir pensando en el argumento de Nausicaa y ver si se le puede sacar una faceta dramática. Todo lo cual cum­plióse, si no muy felizmente, por lo me-

(1) Alude a la catedral con los majestuosos sepulcros de los Hohenstaufen, Enrique VI y Federico I I.

(2) La tal casa es la finca de recreo cons- truida en el siglo XII por el rey normando Gui- llermo I, llamada la Zisa, al oeste de la ciudad, frente a Porta d'Ossuna.

nos con bastante comodidad. Tracé el plan y no pude menos de abocetar y po­ner por obra algunos pasos que de modo especial me atraían.

*

Palermo, martes 17 de abril.

Es una verdadera desgracia el verse perseguido y tentado por múltiples genios. Salí esta mañana de casa con el firme, tranquilo propósito de proseguir mis en­sueños poéticos, y me encaminé al jardín público; pero antes que pudiera darme cuenta echóme la garra otro espectro, que ya estos días atrás me andaba rondando. Las muchas plantas que yo hasta ahora sólo viera en cubas y macetas y lo más del año tras cristales, yérguense aquí ale­gres y lozanas a la intemperie, y al lle­nar cumplidamente su destino se nos ha­cen más comprensibles. A vista de tantas nuevas y renovadas formas vegetales vol­vió a acometerme otra vez la antigua manía de si no podría yo descubrir entre aquel tropel de plantas la planta primi­tiva. ¡Porque tiene que haber una planta así! ¿Cómo, si no, podría yo reconocer que esta o la otra forma es una planta, de no estar todas ellas plasmadas según un modelo?

Esforcéme por indagar en qué se di­ferenciaban unas de otras las múltiples divergentes formas. Y siempre hube de encontrarlas más semejantes qué diferen­tes, y si quería poner en su lugar mi terminología botánica, no había inconve­niente, pero aprovechaba tampoco nada y sólo servía de inquietarme, sin prestarme ayuda. Estropeóseme mi buen plan poéti­co, desapareció el jardín de Alcinoo y surgió en su lugar un jardín mundano. ¿Por qué habremos de ser tan distraídos los modernos, por qué han de acuciarnos pretensiones que no podemos alcanzar ni cumplir?

*

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AUTOBIOGRAFÍA—VIAJES ITALIANOS.—II. SICILIA 175

Alcamo, miércoles 18 de abril.

Salimos temprano de Palermo. Kniep y el vettturino portáronse de lo lindo ha- ciendo y cargando el equipaje. Subimos despacio por la espléndida calle, que ya conocíamos de cuando visitamos San Mar- tino, y admiramos de nuevo una de las suntuosas fuentes que orillan el camino, siendo así que nos habían inculcado de antemano la idea de las modestas cos­tumbres de este país. Pues nuestro palafre­nero llevaba un barrilete de vino pendien­te de unas correas, cual suelen llevarlo nuestras cantineras, y que parecía con­tener vino suficiente para algunos días. Así que nos asombramos al ver que se dirigía a uno de los muchos grifos de fuente, destapaba el barrilete y lo ponía al chorro. Con asombro verdaderamente alemán preguntárnosle qué estaba hacien­do, ya que el barrilete estaba lleno de vino. A lo que con toda flema contestó­nos que había dejado sin llenar un tercio del mismo, y como nadie bebía vino sin mezclar, era mejor mezclarlo todo de una vez, pues así combinábanse mejor ambos líquidos y no estaba uno seguro de en­contrar en todas partes agua. En el en­tretanto había colmado ya el barrilete, y no tuvimos más remedio que avenir­nos a aquella costumbre, propia de las bodas del antiguo Oriente (1).

Al llegar a las alturas que se elevan a espaldas de Monreale vimos comarcas maravillosas, de estilo más bien históri­co que económico, por la parte de la de­recha hasta el mar, que por entre las más admirables estribaciones montañosas tra­zaba a lo largo, de arboledas y peladas riberas, su recta horizontal, y así resuel­tamente tranquilo formaba magnifico con­traste con las salvajes rocas calizas. Kniep no pudo menos de dibujar algu­nas en pequeñas dimensiones.

Ahora estamos en Alcamo, plácido y pulcro pueblecito, cuya bien habilitada fonda es digna de encomio a título de

bien emplazada, ya que desde allí puede visitarse con toda comodidad el aparta­do y aislado templo de Segesta.

Alcamo, jueves 19 de abril.

La grata estancia en un tranquilo pue­blo montañés nos atrae, y formamos pro­pósito de pasamos aquí todo el día. Así que hemos de hablar lo primero de los acontecimientos de ayer. Va de antes ne­gábale yo originalidad al príncipe de Pa- llagonia; ha tenido precursores y encon­trado modelos. En el camino de Monrea­le hay dos monstruos junto a una fuente, y sobre el pretil unos jarrones que no pa­recen sino encargados por el mismo prín­cipe.

A espaldas de Monreale, cuando se deja el bello camino y se mete uno por aquellas pedregosas montañas, encuéntran­se arriba, sobre el lomo de aquéllas, ten­didas orilla del sendero, piedras que por su peso, traza y temple semejan piedras ferruginosas. Todas las superficies de tie­rra están labradas y rinden más o menos fruto. La piedra caliza muéstrase roja, y lo mismo la tierra desgastada en tales lu­gares. Esa tierra roja, de arcilla caliza, está muy extendida; el suelo es pesado, sin que debajo haya arena; pero produ­ce un trigo excelente. Encontramos año­sos y muy recios olivos, pero mutilados.

Al abrigo de oreado vestíbulo, conti­guo a la pésima posada (1), tomamos un ligero refrigerio. Los perros devoraban ávidamente las mondas de nuestro embu­tido, y un mendigo joven llegóse también a la husma de las cáscaras de manzana que nosotros tirábamos y él engullía con apetito; mas no tardó otro mendigo vie­jo en echarlo de allí. La rivalidad profe­sional se da en todas partes. Envuelto en harapienta toga, iba el mendigo viejo de acá para allá, ni más ni menos que un escudero o camarero. Ya antes de eso

(1) La referida posada debe buscarse en(1) Alusión a las célebres bodas de Can á . Partinico.

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había tenido yo ocasión de observar que, cuando se pide en una posada algo que allí no hay, mandan a un mendigo a bus­carlo a la tienda

Pero generalmente no hemos menester de tan poco grata servidumbre, ya que nuestro vetturino desempeña a la perfec­ción los diversos oficios de... mozo de cuadra, cicerone, guardia, recadero, coci­nero y todo.

En las altas montañas sigue encontrán­dose siempre el olivo, el algarrobo y la haya. Su labranza divídenla también en tres años. Habas, trigo y descanso, a propósito de lo cual, dicen: “El estiércol obra más milagros que los santos. La

v id es muy despreciada.Ocupa Alcamo una posición magnífi­

ca en lo alto y a alguna distancia del gol­fo; lo espléndido de la comarca nos cau­tivó. Encopetadas cumbres con sus co­rrespondientes hondos valles, pero ampli­tud y variedad. Por detrás de Monreale éntrase en un hermoso doble valle, en cuyo medio elévase aún un espinazo rocoso. Los feraces campos muéstranse verdes y plácidos, mientras en el ancho camino resplandecen ásperos matorrales y zarzas, como delirantes, cuajados de flor; las len­tejas, enteramente amarillentas, cubiertas de flores de mariposa, sin que se vea hoja verde; el espino albar, dando mata con mata; los áloes elévanse a lo alto y les apunta la flor; ricos tapices de verdes tréboles, la orquídea alada (1), el rodo­dendro, el jacinto de cerradas campani­llas, la borraja, el ajo y el asfódelo.

El agua que baja del Segesta (2) arrastra, además de piedras calizas, mu­chos trozos de compacto cuarzo, que son muy fuertes, de un azul oscuro, rojos, amarillos y pardos, con los más diversos matices. También adheridos como ganga encontré cuarzo o pedernal en las rocas calizas, con tabiques intermedios de cal. De tales formaciones encuéntranse lomas enteras aun antes de llegar a Alcamo.

*

(1) La Ophyris insectifera, de Linneo.(2) El río Gaggera.

Segesta, 20 de abril.

El templo de Segesta no llegó nunca a verse terminado, y nunca allanaron el piso de la plaza que lo rodea, limitán­dose a igualar el contorno, sobre el que habían de erguirse las columnas, pues hasta ahora hállanse las gradas en mu­chos sitios nueve y hasta diez pies so­terradas, y no hay colina alguna en don­de hubieran podido desprenderse piedras y tierras hasta abajo. También reposan las piedras en su posición natural, no en­contrándose por debajo de ellas vestigio de ruinas.

Las columnas tiénense en pie todas; dos que se habían caldo hanlas levanta­do otra vez no hace mucho. Hasta qué punto habían de tener zócalo las colum­nas resulta difícil precisarlo ni darlo a entender con claridad sin un diseño. Tan pronto parece que las columnas se alzasen sobre la cuarta grada, debiendo entonces haber otra que descendiese hacia el inte­rior del templo, tan pronto aparece divi­dida la grada superior, pareciendo como si las columnas tuvieran basamento, o vuel­ven a estar colmados esos espacios inter­medios, encontrándonos entonces en el primer caso. El arquitecto podrá determi­nar esto con más exactitud.

Los costados tienen doce columnas, sin contar las de las esquinas; las caras fron­tera y trasera, seis, incluyendo las de los ángulos. Desparramados juntó a las gra­das del templo yacen todavía los apare­jos de que se servían para acarrear las piedras, lo cual prueba que el templo no llegó a estar terminado. Pero lo que más testimonio da de ello es el suelo, que de los costados hacia dentro está marca­do en algunos sitios con planchas; pero en el centro todavía se levanta la tosca roca caliza sobre el nivel del labrado piso, que nunca, por consiguiente, pudo estar enlosado. Tampoco se advierte huella al­guna de vestíbulo interior. Todavía me­nos estuvo revestido el templo de estuco, aunque se deja inferir que tuvieron esa intención, pues en las planchas de los

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AUTOBIOGRAFÍA.—VIAJES ITALIANOS.—II. SICILIA

capiteles hay salientes donde, quizá, ha­bía de adherirse aquél. Todo ello está la­brado en una piedra caliza parecida al tra- vertín, ahora muy desgastada. El corte de la piedra que une las partes es sen­cillo, pero bello. La restauración de 1781 hizo mucho bien al edificio. Las grandes piedras especiales de que habla Riede- sel (1) no las pude encontrar; puede que se emplearan en la restauración de las columnas.

Singular es la situación del templo, al extremo de dilatado y largo valle, en lo alto de aislada colina; pero, aun ro­deado de rocas, abárcase desde allí un vasto panorama de tierra, pero sólo un pico del mar. Descansa la comarca en melancólica feracidad, todo cultivado y apenas alguna vivienda. Por sobre los cardos en flor revoloteaban incontables mariposas. El hinojo salvaje, de ocho a nueve pies de alto, seco, del año ante­rior, aparecía tan abundante y en apa­rente orden, que habría podido tomárse­le por la instalación de una almáciga. Zumbaba el viento en las columnas como en un bosque, y las aves de rapiña gra­vitaban chillando sobre la armazón.

La fatiga de merodear por las nada vistosas ruinas de un teatro (2) quitónos las ganas de visitar las ruinas de la ciu­dad. Al pie del templo vense grandes trozos de aquel cuarzo compacto, y el camino de Alcamo hállase mezclado con infinitas formaciones del mismo. A tra­vés del cuarzo ábrese paso una parte de tierra gredosa, que hace más esponjoso el piso. En el hinojo fresco noté la di­ferencia entre las hojas de arriba y las de abajo, y, sin embargo, siempre se tra­ta del mismo órgano, que va desarrollán­dose desde lo sencillo a lo diverso. Es­cardan aquí con mucho afán, y se ve a

(1) El barón Juan Germán von Riedesel. autor de Viajes por Sicilia y Grecia (Zurich, 1771>

(2) El teatro de Se gesta está ahora ya des- cubierto y bien conservado. Está a unos diez minutos de distancia del templo, en una loma que pertenece a Monte Barbero. Allí encuén­tra nse las ruinas de la ciudad.

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los hombres recorrer todo el campo como dando una batida. También pueden ver­se insectos. En Palermo tan sólo vi gusa­nos, lagartijas, sanguijuelas, caracoles de colores, no tan bellos como los de nuestra tierra, mejor dicho, simplemente grises.

*

Castel Betrano, domingo 21 de abril.

De Alcamo a Castel Betrano (1) se llega por junto a la montaña caliza, pa­sando por lomas de greda. Entre las abruptas, estériles montañas calizas, am­plios valles con traza de colinas, todo cultivado, pero apenas un árbol. La lo­ma gredosa, llena de grandes guijarros, que hablan de antiguas corrientes mari­nas; el suelo, bellamente amalgamado, más liviano que hasta aquí, debido a su par­te de arena. Teníamos Salemi a nuestra derecha, a una hora de distancia, y allá llegamos atravesando rocas yesosas que cubrían la cal; el terreno, cada vez más primorosamente amalgamado. En lontanan­za déjase ver el mar occidental. En el primer término, el terreno muy montuo­so. Encontramos higueras en cierne; perolo que mayor gusto y asombro causa­ba eran las inabarcables masas de flores que habían arraigado en el amplísimo camino, y en grandes, abigarradas exten­siones, lindando unas con otras, se dife­renciaban y repetían. Las más bellas cam­panillas, malvaviscos y malvas, múltiples variedades de trébol, predominaban, al­ternando, y por entre ellos asomaban el ajo y la flor mariposa. Y por este abiga-

rrado tapiz atravesábamos a caballo, siguiendo incontables senderillos que lo cruzaban. De cuando en cuando bellas vacas de un rojo pardusco, apacentando, de poca alzada, pero de traza airosa, con cuernecillos de forma particulamente linda.

(1) Castel Betrano hállase en el extremo sudoeste de Sicilia y es hoy el punto de donde parten los que van a visitar las ruinas del templo de Selinunt.

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Las montañas, al Nordeste, muéstrense todas alineadas, destacando del conjunto una sola cumbre: el Cuniglione. Las lo- mas gredosas a cusan poca agua, y tam­poco debe de llover aquí mucho, no en- contrándose ningún manantial ni cosa análoga.

Por la noche ocurrióme una singular aventura. Habíamonos tendido en la ca­ma, muy rendidos, en un albergue, por cierto, muy agradable, cuando a eso de medianoche despertéme y vi la más gra­ta aparición: un lucero tan hermoso cual nunca creyera haber visto. Recreéme en aquella visión agradable, augurio de toda suerte de bienes; pero no tardó en des- aparecer aquella lumbrera espléndida, de-jándome a solas en la oscuridad. Al cla- rear el alba fué cuando advertí el moti­vo de aquella maravilla: era que había una rendija en el techo y una de las más bellas estrellas del cielo pasara en aquel instante por mi meridiano. Pero los via­jeros interpretaron a su favor, con toda seguridad, aquel fenómeno de la Natu- raleza.

*

Sciacca, 22 de abril.

El camino, desde aquí, sin interés des­de el punto de vista mineralógico, avan­za siempre por sobre lomas gredosas. Llégase así hasta la ribera del mar, don­de se destaca alguna que otra peña ca­liza. Todo tierra llana, infinitamente feraz: cebada y avena de lo mejor; plantacio­nes de salsola kali; los áloes han echa­do ya varas de fruto más altas que ayer y anteayer. Las múltiples variedades de trébol no nos dejan. Finalmente, llegamos a un bosquecillo, lleno de matorrales; sólo algún que otro árbol, y, por último, tam­bién ¡hasta corcho!

*

Girgenti, 23 de abril, noche (1).

De Sciacca aquí, recias jornadas. In­mediatamente ante el referido lugar con-

(1) Girgenti es la Acragas de los griegos, la Agrigentum de los romanos, que, destruida en

templamos las termas (1): una fuente de agua caliente brota de las rocas, con un fuerte olor a sulfuro; el agua tiene un gusto muy salado, pero no a podrido. ¿No se producirá el vapor sulfuroso en el mo­mento de manar el agua? Algo más arri­ba hay una fuente fría, inodora. En lo más alto radica el monasterio, donde es­tán los baños de vapor, de los que se ele­va en el puro aire un vapor fuerte.

El mar arrastra aquí únicamente for­maciones de cal; el cuarzo y cuarzo com­pacto quedan cortados. Observé los ria­chuelos: Calata Bellotta (2) y Macaso-li (3) sólo acarrean formaciones calizas; Platani, mármol amarillo y pedernal, los eternos compañeros de esa noble piedra caliza. Llamaron mi atención pequeños tro­zos de lava; pero no pienso que haya en esta región nada de volcánico, creyendo más bien que se trata de residuos de piedras de molino o que han ido a bus­car esos fragmentos lejos de aquí para el referido empleo. En Monte Allegro (4) todo es yeso; yeso compacto y selenita, rocas enteras delante o entre la cal. ¡Qué admirables los yacimientos rocosos de Ca­lata Bellotta!

*

Girgenti, martes 24 de abril.

Un tan magnífico espectáculo de pri­mavera como el de hoy, al salir el sol, no lo habíamos visto en toda nuestra vi­da. Descansa la nueva Girgenti sobre el alto y primitivo burgo, en un ámbito lo bastante grande para albergar vecinos. Desde nuestras ventanas veíamos la dila-

406 por los cartagineses, no volvió nunca a reco- brar su antiguo esplendor.

(1) Las termas selinuntinae de los antiguos. El Convento lo es de carmelitas, en lo alto de Monte San Calogero. Los baños de vapor, las Stufe di San Caloger radican en notables antros del monte.

(2) Calata Bellotta llámase hoy Caltabellota, nombre árabe que significa Castillo de la Bellota.

(3) El río Macasoli se llama hoy Macazzolo.(4) Monte Allegro es una ciudad doble que

coge montaña y valle.

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AUTOBIOGRAFÍA.—VIAJE8 ITALIANOS.—n. SICILIA

tada, amplia y suave pendiente de la an­tigua ciudad, enteramente cubierta de jardines y vides, bajo cuyo verdor ape­nas descubríase huella alguna de los an­tiguos grandes y populosos barrios de la ciudad. Sólo hada el extremo meridional de aquella verdegueante y florecida ex­tensión velase sobresalir el templo de la Concordia, y al Este, las pocas rui­nas del de Juno; las demás ruinas de otro? edificios sagrados, situadas en linea recta con relación a las demás, no las colum­bra la vista desde arriba, sino que tiende más allá, hada el Sur, en dirección a la ribera, que aún se dilata cosa de media hora hasta llegar al mar. Vedado nos es­tuvo hoy aventurarnos descendiendo por entre ramas y cepas, por aquellos campos tan magníficamente verdes y floridos, pues nuestro gula, un curita simpático (1), ro­gónos que ante todo dedicáramos el día a la dudad.

Empezó por hacemos contemplar las calles, enteramente bien labradas, lleván­donos luego al punto superior, donde el panorama resultaba todavía más esplén­dido, por la mayor amplitud y anchura, y, finalmente, para solaz artístico, a la iglesia mayor. Contiene ésta un bien con­servado sarcófago (2): Hipólito, con sus compañeros de cacería y sus caballos, vese detenido por la nodriza de Fedra, que le entrega una tablilla. Fué aquí la intención principal reproducir bellos ado­lescentes, por lo que la vieja, muy peque- ñina y enana, aparece allí como una obra secundaria, que no debe estorbar. A mí me parece no haber visto nada más mag­nífico en punto a labor de medio relie­ve, que, al mismo tiempo, está perfecta­mente conservado. Por lo pronto, debo tenerlo por ejemplo de la más graciosa época griega.

A épocas más remotas hízonos remon­tamos la contemplación de un ánfora,

(1) Don Miguel Bella, anticuario.(2) Este sarcófago procedía de los sepulcros

de Agrigento, y está ahora en la sala capitular de la catedral. No servia en aquel tiempo de altar, sino de baptisterio.

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preciosa, de principales dimensiones y per­fectamente conservada. Además, parecía haber incrustados acá y allá, en la nueva iglesia, muchos restos de arquitectura.

Como no hay aquí posada, alojónos en su casa una familia amiga, destinán­donos una alcoba de piso elevado, con­tigua a una gran sala. Separábanos una cortina verde a nosotros y nuestro ba­gaje de los miembros de la familia, que en el salón grande fabricaban macarro- nes, por cierto que de los más finos, blan­cos y pequeños, de los que se cotizan más caros; aquellos que, luego que han tomado la forma de varillas largas como miembros, cógenlos las muchachas y les dan vueltas entre sus agudos dedos has­ta imprimirlos forma de espiral. Sentá- monos junto a los bellos chicos, hicimos que nos explicaran su trabajo, y nos di­jeron que los hacen del trigo mejor y más pesado, que llaman grano forte. En la operación interviene más obra manual que de máquinas y moldes. Y véase cómo nos prepararon también el más ex­celente plato de macarrones, lamentando, sin embargo, no tener de repuesto ni si­quiera un plato de la clase más perfecta, que no siendo en Girgenti, o, por mejor decir, en su casa, no se elabora en parte alguna. Tocante a blancos y tiernos, no parecían tener rival.

También acertó nuestro guía toda la tarde a calmar la impaciencia que nos impulsara allá abajo, conduciéndonos otra vez hacia las alturas para mostramos es­pléndidas atalayas y enumerándonos, en tanto oteábamos su situación, todas las co­sas notables que al otro día habríamos de ver de cerca.

*

Girgenti, miércoles 25 de abril.

Al salir el sol ya bajábamos por lu­gares donde a cada paso era más pic­tórico el ambiente. Consciente de mirar por nuestro bien, llevónos el hombrecillo sin parar a través de la espléndida vege­tación, por junto a miles detalles, cada uno de los cuales ofrecía escenario a al­

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guna idílica escena. Lo desigual del te­rreno contribuía también no poco a ello, pues ondulaba por sobre ocultas ruinas, que pudieron recubrirse de tierra feraz tanto mejor cuanto que los antiguos edi­ficios componíanse de una ligera toba con­chífera. Y de esta suerte llegamos al cabo oriental de la ciudad, donde las ruinas del templo de Juno (1) deterióranse cada vez más de año en año, debido a que el aire y la intemperie se van comiendo la piedra más suelta. Para hoy sólo estaba indicada una somera inspección; pero ya Kniep eligió los puntos desde los cuales había de sacar mañana sus dibujos.

Álzase ahora el templo sobre una roca desgastada por la intemperie; desde aquí extiéndense las murallas de la ciudad en línea recta hacia el Oriente (2), sobre un yacimiento calizo, que cae a plomo so­bre lisa ribera que el mar abandonara en época más o menos remota, luego de ha­ber plasmado esas rocas y lo que queda a sus pies. Parte talladas en la roca, parte con ellas labradas, eran las murallas, por detrás de las cuales sobresalía la serie de templos. No es de asombrar, pues, que la parte baja de Girgenti, así como la que trepa y la más alta, todas juntas, ofrezcan desde el mar una vista importante.

El templo de la Concordia (3) ha re­sistido muchos siglos; su esbelta arqui­tectura aproxímale ya a nuestra escala de lo bello y grato, y se halla respecto a los de Pesto en la misma relación que las figuras de los dioses respecto a las de los titanes. No me lamentaré porque el

(1) El templo de Juno data del siglo v antes de Jesucristo y es de estilo dórico, como todos los templos de Sicilia.

(2) La expresión «al Este» no es exacta. De- biera decir al Oeste, pues si no, resulta en con- tradicción con lo dicho anteriormente al Este, las pocas ruinas del templo de Juno.

(3) El templo de la Concordia es de época algo posteriora la del de Juno. Sobre su nombre discrepan las opiniones, según puede verse en Münter, Houel, Brydone, Swinburne, etc. Des- de la Edad Media hasta los tiempos modernos había sido capilla de San Gregorio delle Rape (de las zanahorias), y a eso debe su buen estado de conservación.

reciente laudable propósito de conservar este monumento haya sido llevado a la práctica de un modo falto de buen gusto, supliendo las fallas con yeso de una des- lumbrante blancura, con lo que este mo- numento resulta, en cierto modo, estro­peado para la vista; ¡tan fácil como ha­bría sido darle al yeso el color denegrido de la piedra! Ciertamente, al mirar la cal conchífera tan quebradiza de columnas y muros maravilla que haya durado tanto tiempo. Pero su constructor, contando con una posteridad semejante, había to­mado ya sus medidas, y aún se ven ves­tigios de un fino enjalbegado en las co­lumnas, destinado a halagar la vista y garantizar su duración.

La siguiente estación fué en las rui­nas del templo de Júpiter (1). Yacen éstas ocupando un gran trecho, cual la masa ósea de un esqueleto colosal, por dentro y por debajo de varias fincas pequeñas, atravesadas por vallados y cubiertas de vegetación rastrera y alta. Todo elemen­to plástico ha desaparecido en ese batu­rrillo, salvo un enorme triglifo, y un frag­mento de una media columna correspon­diente al mismo. Medí el primero con los brazos extendidos y no pude abarcar­lo; pero del estriado de la columna pue­de dar idea el detalle de que, puesto en pie dentro de ella, llenábala con el cuer­po cual pequeña hornacina, dando con ambos hombros en la piedra. Veintiún hombres, formando corro, formarían, aproximadamente, la periferia de tamaña columna. Nos retiramos con la sensación desagradable de no tener el dibujante nada que hacer allí.

El templo de Hércules (2), por el con­trario, permite descubrir aún huellas de su antigua simetría. Las dos columnas que acompañaban al templo de una y otra parte yacen en la misma dirección que

(1) El templo de Júpiter era el más grande de todos. No estaba aún terminado, cuando en 406 (a. J . C.) quedó destruido. .

(2) Él templo de Hércules formaba parte de la serie de templos que va de Este a Oeste, por delante del de Júpiter.

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cuando erguíanse en su sitio, de Norte a Sur; aquélla, cuesta arriba; ésta, cuesta abajo, de una colina. Puede que esta úl­tima se produjera por efecto del derrum­bamiento de las celdas. Las columnas, probablemente ligadas por el maderamen, desplomáronse de repente, derribadas, qui­zá, por la furia de un temporal, y aún yacen tumbadas en forma regular, desme­nuzadas en las piezas que las componían. Ya Kniep afilaba mentalmente sus lápi­ces para dibujar con exactitud esas rui­nas.

El templo de Esculapio (1), al que da sombra un algarrobo bellísimo y está co­mo incrustado en una pequeña casa de labor, brinda una grata estampa.

Bajamos luego al sepulcro de The- ron (2), y celebramos la presencia de ese monumento, que tantas veces viéramos, en reproducciones, sobre todo por servir de primer término a un panorama ma­ravilloso, pues se abarcaba con la vista de Oeste a Este, siguiendo el yacimiento rocoso, sobre el que podían verse los cuarteados muros de la ciudad, así como también a través y por encima de ellos, las ruinas del templo. Gracias a la mano de artista de Hackert ha pasado a ser este panorama una estampa halagüeña; tam­poco Kniep dejó de sacar allí un apunte.

Girgenti, jueves 26 de abril.

Al abrir yo los ojos ya estaba Kniep apercibido a emprender su gráfica joma­da, en compañía de un chico, que ha­bía de enseñarle el camino y cargar con sus papeles. Yo gocé de la esplendidísima mañana asomado a la ventana, teniendo a mi lado a mi secreto, callado, pero no mudo amigo. Por efecto de piadosa re-

(1) El llamado templo de Esculapio hállase extramuros de la antigua ciudad, hacia el mar.

(2) El sepulcro de Theron lleva ese nombre arbitrariamente, pues el referido tirano de Acra- gas murió en 473 (a. J. C.). Su arquitectura, sin embargo, es de la última época griega o la pri- mera romana.

verencia no he nombrado hasta aquí al mentor, al que de cuando en cuando vuel­vo la vista y escucho; es el muy exce­lente de Riedesel, cuyo librito llevo en el seno cual breviario o talismán. Muy de buen grado heme mirado siempre al es­pejo en aquellas criaturas que poseen lo que a mí me falta, y eso mismo hago ahora: plan tranquilo, seguridad del fin, medios primorosos y adecuados, prepara­ción y conocimiento previos, devoción fervorosa a un maestro que ilustra, a Winckelmann; todo esto me falta a mí, con cuanto de ello se deriva. Y, sin em­bargo, no puedo reprocharme el que haga por levantarle el velo, tomar por asalto o por ardid aquello que durante mi vida me fuera negado por el modo corriente. Ojalá y aquel hombre excelente pudie­se sentir en este instante, en medio del mundanal tráfago, cómo un secuaz agra­decido celebra sus méritos, solo, en el solitario lugar que también para él tenía tantos encantos, hasta hacerle desear aca­bar allí sus días, olvidado de los suyos y de ellos olvidado (1).

Atravesé luego el camino de ayer en unión de mi curita, contemplando los ob­jetos por varios lados y visitando de cuando en cuando a mi aplicado amigo.

Llamóme mi guía la atención sobre una bella obra de la antigua y poderosa ciu­dad. En las rocas y murallas que a Gir­genti servían de baluarte encuéntranse se­pulturas destinadas, probablemente, a brin­dar paz eterna a los ciudadanos valerosos y beneméritos. ¿Dónde mejor podían dar­les sepultura para su propia gloria y eternamente viva emulación?

En el amplio espacio que se extiende entre las murallas y el mar vense aún los restos de un pequeño templo, que se ha conservado cual cristiana capilla. Tam­bién allí muéstrense las medias columnas

(1) Las frases de agradecimiento de Goethe iban dirigidas a un muerto, pues el barón von Riedesel había fallecido en Viena en 1785, sien- do embajador de Prusia. En su libro expresa el deseo de vivir en Girgenti. El referido libro es- taba dedicado a Winckelmann.

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bellísimamente ligadas a los sillares del muro y fundidas con ellos, lo que resul­ta gratísimo a la vista. Creemos percibir exactamente el punto en que el orden dó­rico recibió su plena medida.

Vimos, además, allá arriba muchos sen­cillos monumentos de la antigüedad, y lue­go, con más atención, el modo que ahora tienen de guardar el trigo en grandes si­los subterráneos. Sobre las clases burgue­sa y clerical hablóme largo y tendido mi buen viejo. Pero no le oí nada que va­liera la pena recogerse, La conversación cuadraba muy bien con las sin cesar des­gastadas ruinas.

*

Las capas de tierra calcárea caen todas liada el mar. Admirables bancos rocosos, desgastados por arriba y por abajo, y de los que se han conservado parcialmente las partes superiores y delanteras, de suer­te que semejan flecos colgantes. Mal ha­yan los franceses que han hecho la paz con los berberiscos y son culpados de trai­cionar a los cristianos con los infieles.

De la parte del mar acá había una antigua puerta tallada en la roca (1). Los muros que aún subsisten descansan gradualmente en las rocas. Nuestro ci­cerone se llama don Miguel Bella, ar­queólogo, y vive junto al maestro Ce­llo, en las inmediaciones de Santa María.

Para plantar las habas proceden en la siguiente forma: hacen en la tierra hoyos debidamente distanciados entre sí, echan en ellos un puñado de estiércol, aguardan a que llueva y luego plantan las habas. La paja de las habas la que­man, y con sus cenizas hacen colada para la ropa. No emplean nunca el jabón. Que­man también las cáscaras de la almendra, y úsanla en vez de sosa. Lavan primero la ropa con agua y luego con esa lejía.

*

(1) La llamada Porta Aurea, la puerta me- ridional de la ciudad antigua, que conducía al antiguo puerto.

El orden de sus siembras es: habas trigo y tumenia; cada tres años dejan el terreno para pastos. Al decir habas, ha de entenderse aquí habas verdes (1). Sus trigos son de una belleza infinita. La tu- menia, cuyo nombre debe derivarse de bimenia o trimenia, es una magnífica dá­diva de Ceres; viene a ser una suerte de trigo de verano, que en cosa de tres meses madura. Siémbranlo de primeros de enero a junio, alcanzando siempre ma­durez en el periodo determinado. No ne­cesita mucha lluvia, pero sí mucho calor; al principio echa una hoja muy tierna; pero luego va ésta creciendo con el tri­go y acaba por hacerse muy recia. Siem­bran el trigo en octubre y noviembre, y para junio está maduro. La cebada que siembran en noviembre ha madurado ya a primeros de junio, más aprisa en la ri­bera, más despacio en la montaña.

*

Ya está maduro el lino. El acanto ha desplegado su bellas hojas. La salsola fructicosa crece exuberante.

En las colinas no labradas medra pro­fusamente el pipirigallo. Parte de él lo arriendan y lo llevan en gavillas a la ciudad. También venden agavillada la avena, que separan del trigo.

Hacen unas primorosas particiones con bordillos en la tierra, donde plantan coles, para que por ellas corra el agua.

Las higueras habían echado ya toda su hoja y apuntaban su fruto. Para San Juan estarán maduros, y luego volverán a echar fruto. El almendro está cuajado de colgante fruto; un algarrobo desmocha­do sostiene vainas infinitas. La uva para comer cuelga de emparrados, que se apo­yan en altos pilares. Plantan en marzo los melones, que para junio maduran. En las ruinas del templo de Júpiter medran ale­gremente, sin pizca de humedad.

*

(1) Puffbohne, no bohne, que también puede significar judías, alubias, etc.

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El vetturino engulló con gran apetito alcachofas y colinabos crudos, aunque debo confesar que son mucho más tier­nos y jugosos que los nuestros. Cuando se pasa por un campo de labor dejan los campesinos que coma uno cuanto quie­ra, por ejemplo, de habas.

*

Como me llamaran la atención unas piedras negras y duras, que semejaban lava, díjome mi arqueólogo que procedían del Etna, habiendo de ellas también en el puerto o, mejor dicho, embarcadero.

*

Aves no abundan mucho en esta tie­rra; codornices. Las aves de paso son: rui­señores, alondras y golondrinas. Rinnine, pajarillos negros, que vienen de Levante, empollan en Sicilia y siguen adelante o atrás. Ridene, que vienen en diciembre y enero de Africa, abátense sobre el Acra- gas (1) y luego prosiguen su vuelo ha­cia los montes.

*

Una palabra aún sobre el ánfora de la catedral. Muestra aquélla la figura de un héroe, armado de todas armas, cual extranjero, en pie ante un anciano sen­tado, al que corona y cetro califican de rey. A espaldas de este último yérguese una mujer, con la cabeza baja, apoyada en la mano izquierda la barbilla, en ac­titud atenta y reflexiva. Enfrente y por detrás del héroe déjase ver otro anciano, también con corona, hablando con un hombre armado' de pica, que debe de ser un individuo de la guardia. Parece como si el viejo hubiera introducido al héroe y le dijera al guardia: "Déjale hablar con el rey, que es hombre de pro.”

El rojo parece ser el fondo del ánfo-

(1) El Acragas es el río de Girgenti, que ahora se llama de San Blagio.

ra, y sobrepuesto el negro. Sólo en las vestiduras de la mujer parece estar el rojo sobrepuesto al negro.

*

Gírgenti, 27 de abril.

Como Kniep quiere dar cima a todos sus proyectos, tiene que estarse dibujan­do sin parar, en tanto yo voy de acá para allá con mi viejecito de guía. Va­mos paseando hacia el mar, desde donde Girgenti, según nos aseguran los antiguos,, ofrecía una linda vista. Tendí la mirada a la undosa lejanía y mi guía me hizo fijar la atención en una larga faja de nu­bes, que parecían acumularse hacia el Sur en una línea horizontal, al modo de mon­tañera crestería; aquello, según me dijo, indicaba la africana costa. Pero a mí habíame chocado, por lo raro, otro fenó- meno, y era un estrecho arco de liviana nube, que levantándose con él un pie so­bre Sicilia, doblábase luego alto en el azul y purísimo cielo, y parecía posar el otro, por la parte del Sur, en el mar. Muy bellamente colorido por el sol poniente, y sin apenas movimiento, resultaba para la vista un tan raro como placentero fe­nómeno. Aquel arco, aseguráronme, iba derecho rumbo a Malta, y allí tendría probablemente posado su otro pie, sien­do aquél un fenómeno que se daba con harta frecuencia. Especialmente raro se­ria que la recíproca fuerza de atracción de ambas islas se manifestase de ese modo en la atmósfera.

En el curso de aquella conversación volvió a planteárseme la pregunta de sí tenía intención de visitar a Malta. Pero las dificultades y riesgos ya considerados seguían siendo los mismos, y decidimos dar orden a nuestro vetturino de ende­rezar el rumbo hacía Mesina.

Pero aquí, de pasada, se ha de vol­ver a hablar de cierto tenaz capricho. Porque era el caso que por el camino que hasta allí siguiera había yo visto pocas tierras trigueras, estando, además, el horizonte limitado doquiera por mon-

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tañas cercanas y remotas, de suerte que a la isla parecían faltarle terrenos, no comprendiendo uno la fama de especial- mente privilegiado por Ceres que de an­tiguo goza este país. Al informarme so­bre el particular, contestáronme que para revistar aquello, en vez de cruzar por Siracusa, debía ir a campo traviesa, que de ese modo me echaría a la cara bas­tantes trigales. Seguimos aquella invita­ción y renunciamos a Siracusa, ya que, al fin y al cabo, no ignorábamos que de esa ciudad magnifica no quedaba ya sino el pomposo nombre. Además, que desde Catania se la podía visitar fácilmente.

*

Caltanisetta (1)r sábado 28 de abril.

Hoy, por fin, podemos ya decir que nos hemos formado un concepto intuiti­vo de por qué Sicilia mereció el honroso título de granero de Italia. Un trecho des­pués de haber dejado Girgenti empezó la tierra feraz. No se trata de grandes ha­zas, sino de lomos de montañas y colinas que corren unos hacia otros en suaves repechos, sembrados, por lo general, de trigo y cebada, que brindan a la vista una masa de ininterrumpida fertilidad. Apuran y escatiman de tal modo el te­rreno dejado para esas siembras, que en parte alguna se ve un árbol, y es más, hasta los pueblecillos y caseríos radican en los lomos de las colinas, donde el te­rreno resulta ya de por sí inaprovecha­ble por una serie de rocas calizas que hasta allí se extienden. Viven allí las mu­jeres todo el año ocupadas en hilar y tejer, en tanto los hombres sólo van a verlas en la época propia para el laboreo del campo, sábados y domingos, pasan­do el demás tiempo abajo, donde por las. noches se recogen en chozas de cañas.Y de esa suerte vimos colmados plena­mente nuestros deseos, y hubiéramos que­rido disponer del carro alado de Tripto- lemo para huir de aquella monotonía.

Cabalgábamos luego bajo el caliente brillo del sol, a través de aquella feraci­dad salvaje, y alegrémonos de llegar fi­nalmente a la bien situada y bien cons­truida Caltanisetta, donde, no obstante, nos esforzamos también en vano por ha­llar un mediano albergue. Alójanse los mulos en cuadras magníficamente above­dadas, duermen los mozos sobre el trébol, pero el extranjero tiene que proveer a su alojamiento desde lo primero a lo último. Luego que se encuentra cuarto, hay que proceder a su limpieza. No hay sillas ni bancos; tienes que sentarte en unos ta­buretes bajos de madera recia, y en pun­to a mesas, no hay que hablar.

Si queréis utilizar aquellos taburetes como pies de cama, tenéis que ir a una carpintería y alquilar tantas tablas como sean precisas, mediante cierta cantidad. El gran saco de yute que Hackert nos prestara fuénos muy útil en aquella oca­sión, previamente relleno de paja.

Pero ante todo hubimos de preocupar­nos del yantar. Habíamos comprado en el camino una gallina; salió el vetturino en busca de arroz, sal y especias; pero como era la primera vez que hada este viaje, estuvimos largo rato sin saber dón­de nos guisarían el ave, pues la posada no tenía en absoluto condiciones para ello. Por último, avínose un ciudadano ya viejo a facilitarnos, a cambio de mó­dico estipendio, fogón y leña, así como enseres de cocina y de mesa, y mientras se hada el guiso, llevónos en su compa­ñía a dar unas vueltas por la dudad, vi­niendo a parar, por fin, al mercado, don­de los vecinos más principales del pueblo, siguiendo antigua costumbre, estaban sen­tados a la redonda, conversando, como también lo hicieron con nosotros.

Tuvimos que hablarles de Federico II, y su interés por ese gran monarca era tan vivo, que les ocultamos su muerte, pues no quisimos granjeamos la antipa­tía de nuestros huéspedes con tan infaus­ta nueva.

(I) Caltanisetta hállase situada al nordeste de Girgenti, en el interior de Sicilia. *

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Caltanisetta, sábado 28 de abril.

Apéndice geológico. De Girgenti en adelante, bajando por las rocas conchí­feras, déjase ver una tierra blancuzca, que en seguida puede reconocerse; vuel­ve a encontrarse la antigua cal, e inme­diatamente el yeso en ella. Amplios, lla­nos valles, terrenos de labor hasta en la cumbre y a veces sobre ella misma; cal antigua, amalgamada con yeso desgasta­do. Acúsase luego una piedra caliza nue­va, suelta, amarillenta, que se deshace fá­cilmente; en los campos de labrantío pue­de reconocerse con toda claridad su color, que tira con frecuencia a oscuro y hasta a violeta. Aproximadamente a la mitad del camino vuelve a acusarse el yeso. A veces crece encima de él un bello sedum violeta, casi rosa, y en las rocas calizas, un musgo hermosamente amarillo.

Vuelve a dejarse ver con frecuencia aquella piedra caliza friable, sobre todo hacia Caltanisetta, donde forma yaci­mientos, que contienen alguna que otra concha; luego muéstrase rojizo, casi como minio, con algo de violeta, según ya lo pude ver arriba, en las inmediaciones de San Martino.

Formaciones de cuarzo sólo las encon­tré a cosa de mitad de camino, en un vallecillo, que, cerrado por tres de sus costados, quedaba abierto en demasía ha­cia el Este y del lado del mar.

A mano izquierda, en lontananza, desta­cábase la alta montaña de Camareta (1) y otra que semejaba un cono apuntalado En toda la mitad del camino, ningún árbol Los sembrados mostraban magnifico as pecto, aunque no estaban tan altos como en Girgenti y en la ribera, pero de una gran pulcritud; en los trigales, que se ex­tendían hasta perderse de vista, ninguna mala hierba. Al pri ncipio no veíamos más que campos verdagueantes, luego tierras

(1) La montaña de Camerata es el Piso di Camareta, o Monte Gemini, de 1576 metros de altura; el cono apuntalado, el Monte di Re- veto, junto a Campo Franco.

de labor, y en los lugares húmedos algo de pastizales. También descollaban álamos. Inmediatamente a espaldas de Girgenti en­contramos manzanos y perales, y, además, en las cimas y en las inmediaciones de los escasos pueblecitos, algunas higueras.

Estas treinta millas, así como todo lo que a diestro y siniestro pude recono­cer, son de cal antigua y nueva, con ve­tas yesosas. Al desgaste y fusión de es­tos tres elementos tiene que agradecerle la tierra su fertilidad. Poca arena podrá con­tener, pues apenas rechina entre los dien­tes. Mañana comprobaremos una sospe­cha sugerida por el río Achates (1).

Muestran los valles una bella forma, y aunque no son enteramente llanos, no se advierte, sin embargo, huella alguna de torrentes, salvo algún que otro ria­chuelo apenas perceptible, pues toda el agua corre inmediatamente a verterse en el mar. Sólo se ve algo de trébol rojo, desaparecen las palmas rastreras y lo mismo todo rastro de flores y arbustos de la parte Sudoeste. Al cardo borriquero sólo se le permite invadir el camino; todo el resto pertenécele a Ceres. Por lo demás, tiene este país gran semejanza con las montuosas y feraces tierras alemanas, por ejemplo, con la comprendida entre Erfurt y Gotha, sobre todo si se atiende a los Gleichen (2). Muchas cosas tuvieron que reunirse para hacer de Sicilia una de las regiones más fértiles del mundo.

En el curso de toda la jornada vense pocos caballos, pues están arando en unión de los bueyes, y está prohibido sa­crificar vacas ni terneras. Cabras, asnos y mulas sí encontrábamos muchos. Los caballos son en su mayoría tordos, con patas y crines negras, y encuéntrense las cuadras más lujosas con lugares para echarse, separados por muros. Abonan la tierra para habas y lentejas; los demás frutos crecen después de ese cultivo. Al

(1) Goethe no vuelve luego a insistir sobre esa conjetura..

(2) Los Gleichen son los tre s conos monta- ñosos que hay cerca de Gotha.

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pasar, ofrécenle al viandante cebada, en la espiga, aún verde, atada en gavillas, y también haces de rojo trébol.

En la montaña encima de Caltaniset­ta encontramos piedra caliza firme, con petrificaciones; las grandes conchas ya­cen abajo; las pequeñas, arriba. En el pa­vimento de la ciudad encontramos caliza con pectinitas.

*

Al 28 de abril.

A espaldas de Caltanisetta despéñan- se las montañas de un modo brusco en múltiples valles, que vierten sus aguas en el río Salso. La tierra es rojiza, muy arcillosa; mucho campo queda inculto; en el labrado muéstrase bien el fruto, aunque retrasado en comparación con la región que dejamos atrás.

*

Castro Giovanni, 29 de abril.

Hoy hemos tenido ocasión de notar mayor feracidad y mayor ausencia de gente. Llovió y se hizo muy molesto el viaje, ya que hubimos de vadear varios riachuelos muy crecidos. Orillas del fiume Salso, donde en vano se busca un puente, sorprendiónos una rara costumbre. Había allí apercibidos unos hombres forzudos, que siempre de dos en dos asían de la bestia con jinete y bagaje, y tirando de ella por entre una profunda parte del río, conducíanla hasta una gran superficie gre­dosa; luego que toda la partida estuvo congregada ya allí, atravesamos en la misma forma el segundo brazo del río, donde los hombres, nuevamente haciendo fuerza y empujando, mantenían a las bes­tias en el camino recto y las ayudaban a resistir el embate de la corriente. En la orilla de acá hay algo de maleza, que se vuelve a perder en seguida campo aden­tro. El fiume Salso acarrea granito, una transición al gneis, mármol con breccio y de un solo color.

Luego echémonos a la cara los lomos montañosos, que se yerguen aislados, so-

bre los cuales descansa Castro Giovan­ni (1), y que confieren a la región un grave y raro carácter. En tanto seguía­mos sobre nuestras cabalgaduras el lar­go camino, que a entrambos lados for­maba pendiente, encontramos el monte, compuesto de cal conchífera; recogié­ronse grandes conchas solamente calci­nadas. No se ve Castro Giovanni hasta que se está ya enteramente arriba y sobre el lomo del monte, pues está sito en la falda rocosa mirando al Norte. El sin­gular pueblecito, la torre y, a mano iz­quierda, a alguna distancia, el lugarejo de Caltascibetta (2) yérguense muy gra­vemente unos frente a otros. En la lla­nura veíanse las habas en plena flor; pero ¿quién habría podido holgarse de aquella vista? Eran horribles los cami­nos, todavía más horribles por haber es­tado antiguamente enlosados, y llovía sin parar. La antigua Enna dispensónos una acogida muy poco amistosa: un cuar­to en planta baja, con visillos sin venta­nas, de suerte que o teníamos que estar en tinieblas, o arrostrar nuevamente los cha­parrones de que acabábamos de librar­nos. Consumiéronse algunos restos de nuestras provisiones, y pasamos una no­che perra. Hicimos voto solemne de no fiarnos más de nombres mitológicos (3) para fijar metas a nuestras jomadas.

*

Lunes, 30 de abril.

De Castro Giovanni para abajo con­duce una tosca, incómoda escalera, y tuvimos que tirar de los caballos. La at­mósfera, delante de nosotros, estaba cu­bierta abajo de nubes, lo que daba lugar a un raro fenómeno allá en lo más alto.

(1) El antiguo Enna, da Castrum Ennae, desfigurado por los árabes en Casr*Janni, de donde se derivó después el actual nombre de Castro Giovanni.

(2) Caltascibetta está situado sobre Monta Artesino, que tiene 478 metros de altura.

(3) Enna es un nombre mitológico, pues allí se localiza el rapto de Proserpina.

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Era una cosa veteada de rojo y gris, que parecía ser algo corpóreo; pero ¿cómo podía haber nada corpóreo en los cie­los? Nuestro guía explicónos el fenóme­no diciéndonos que lo que causaba nues­tra admiración era una parte del Etna, que se transparentaba por entre los des­garrones de las nubes; nieve y lomos de montañas formaban, alternando, aquellas vetas, no tratándose siquiera de la más alta cumbre.

Teníamos a nuestras espaldas la abrup­ta roca del antiguo Enna, y cruzábamos largos y desiertos valles; estaban allí in­cultos y despoblados, abandonados al ga­nado que apacienta, y que era de un bello color pardusco, de poca alzada, cuerna diminuta, tan airoso, esbelto y despabila­do como cervatillos. Aquellos buenos ani­malitos tenían en verdad pasto de sobra; pero enormes matas de cardo borriquero se lo reducían y poco a poco estropea­ban. Hallan aquí esas plantas la mejor ocasión para medrar y propagarse y abarcan un terreno increíble, que basta­ría para los pastos de un par de grandes haciendas. No siendo de un verdor pe­renne, habría que extirparlas ahora, se­gándolas antes de dar flor.

En tanto nosotros meditábamos estos agrícolas planes de guerra contra los car­dos, hubimos de observar, para nuestro bochorno, que, a pesar de todo, no eran enteramente inútiles. En una posada ais­lada, donde dimos pienso a las bestias, nos encontramos con un par de nobles sicilianos que, con motivo de un pleito, cruzaban el país con dirección a Paler­mo. Con el consiguiente asombro vimos a aquellos dos graves sujetos, armados de agudos cuchillos de mesa, plantados de­lante de una mata de los referidos cardos, cortando las sumidades de esas plantas que pugnan por elevarse, hecho lo cual cogían con las yemas de los dedos aquel espinoso fruto, lo mondaban y engullían so meollo con delectación. Estuvieron ocu­pados en esa tarea largo rato, en tanto nosotros hadamos colación con vino, esta vez puro, y un buen pan. Preparónos el

vetturino varios de aquellos frutos, y nos aseguró que eran un bocado sano, fres­co; pero los encontramos tan insípidos como los colinabos crudos de Segesta.

De camino, 30 de abril.

Llegamos al valle por donde serpentea el río San Paolo, encontramos la tierra compuesta de una cal rojinegra y friable; mucho barbecho, dilatadísimos campos, un hermoso valle, muy ameno por el río. El terreno barroso, bien amalgamado, tie­ne a veces veinte pies de profundidad, y es en su mayoría uniforme. La cosecha mostrábase lozana, pero de cuando en cuando impura, y comparada con la de la parte meridional, muy retrasada. Acá y allá, casitas; ningún árbol, como inme­diatamente al pie de Castro Giovanni. Orillas del río, muchos pastizales, limi­tados por enormes matas de cardos. En las formaciones fluviales, otra vez el cuarzo, ya sencillo, ya en forma de breccio..

Molimenti (1), un pueblecito nuevo, muy cucamente situado en el centro de bella campiña, orillas del río San Paolo. Los trigales de sus inmediaciones mos­traban un aspecto sin rival, para segar­se ya el 20 de mayo. No se advierte en toda la región el menor indicio de natu­raleza volcánica, ni tampoco acarrea el río ninguna formación de esa índole. El terreno, bien amalgamado, antes pesado que ligero, acusa en conjunto un color café oscuro, tirando a violeta. Todos los montes que cierran el río a la izquierda son de piedra caliza y arenosa, cuya al­ternancia no pude observar, y que, sin embargo, al desgastarse, han deparado al valle de abajo su grande y absolutamen­te uniforme fertilidad.

*

(1) Molimenti es de identificación difícil para los comentaristas.

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Martes 1 de mayo.

A través de valle tan desigualmente labrado, pero tan bien predestinado por la Naturaleza para general fertilidad, des­cendimos sobre nuestras cabagalduras, molestos hasta cierto punto, porque tras aguantar tantos sinsabores, no sacáramos fruto para nuestros fines pictóricos. Ha­bía dibujado Kniep una muy sugestiva lejanía; pero como los términos medio y delantero fuesen muy horribles, añadióle, bromeando con mucho gusto, un primer término poussiniano, que a él no le cos­tó nada y que resultó una estampa de todo punto linda. ¡Cuántos viajes pic­tóricos no contendrán semejantes verda­des a medias!

Nuestro arriero, con el fin de quitar­nos la murria, prometiónos para la tar­de una buena posada, y, con efecto, con­dújonos a una construida hacia algunos años, que, situada en ese camino, a rela­tiva distancia de Catania, tenía que re­sultarle gratísima al viajero, y aquí lle­vamos ya doce días, medianamente ins­talados. Pero hubo de chocarnos una ins­cripción trazada en la pared a lápiz, con bella letra inglesa, y que decía lo siguien­te: "Viajero, sea quien fueres, guárdate en Catania de la posada El León de Oro, pues es peor que si cayeres en las garras de ciclopes, sirenas y escilas, todos juntos."

Y aunque, desde luego, pensáramos que el bienintencionado admonitor podía haber exagerado algo mitológicamente el peligro, hicimos resolución de huir de El León de Oro, que como tama­ño monstruo nos pintaban. Así que al preguntarnos el arriero dónde nos pen­sábamos alojar en Catania, respondímos­le: "¡En cualquier parte menos en El León!, oído lo cual propúsonos hospe­darnos donde él mismo guardaba sus bes­tias, sólo que tendríamos que comer por nuestra cuenta como hasta allí. Nosotros nos avenimos a todo, pues nuestro único afán era librarnos de las garras de El León.

* * *

Hacia Ibla Mayor (1) acúsanse forma­ciones de lava, que acarrea el agua que baja del Norte. En el trayecto encuéntra­se caliza, con amalgamas de toda clase de formaciones, cuarzo compacto, lava y cal; luego, cenizas volcánicas endurecidas, cu­biertas de toba caliza. Las colinas gredo­sas, mezcladas, continúan sin intermiten­cia hasta Catania, y hasta esta última y más allá también encuéntranse las co­rrientes de lava del Etna. A la izquierda dejamos un probable cráter. (Inmediata­mente al pie de Molimenti estaban car­dando el lino.) Hasta qué punto ama la Naturaleza lo abigarrado, déjase ver aquí, donde se recrea en la lava de tonos gri­ses, azules y negros, recubierta de un musgo amarillo subido, sobre el que lo­zanea un sedum de un hermoso rojo y otras lindas flores violeta. Un esmerado cultivo acredítase en los plantíos de pi­tas y cepas. Luego apretújanse enormes corrientes de lava. Motta (2) es una be­lla y sugestiva roca. Los habares alcan­zan aquí grandísima altura. Los terrenos cambian, ya gredosa, ya muy mezclados.

El vetturino, que haría mucho no veía esta vegetación primaveral de la parte Sudoeste, prorrumpió en grandes excla­maciones ante la lozanía de aquellos sem­brados, y con ufano patriotismo pregun­tónos si en nuestro país los había iguales. Aquí lo sacrifican todo a ese fin, siendo contados los árboles que se ven, por no decir que no se ve ninguno. Muy sim­pática nos pareció una zagala de airoso y esbelto palmito, antigua amiga de nues­tro vetturino, que se acercó corriendo a su mula y pegó la hebra con él, sin de­jar de hilar al mismo tiempo su huso con todo el garbo posible. Empezaron luego a prevalecer flores amarillas. Hacia Mis­terbianco (3) volvieron a asomar las pi­tas en los vallados; pero en las inmedia­ciones de Catania aparecen cada vez más

(1) Ibla Mayor, la actual Paterno.(2) Motta Santa Anastasia con un castillo

antiguo, sobre el abrupto cono rocoso.(3) Misterbianco se encuentra a seis kiló-

metros a] oeste de Catania.

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AUTOBIOGRAFÍA.—VIAJES ITALIANOS.—II. SICILIA 189

regulares y hermosos los vallados de esas plantas de raras formas.

*

Colonia, miércoles 2 de mayo.

Nos encontramos muy a disgusto ver­daderamente en nuestra posada. La comi­da que el mozo de cuadra podía prepa­ramos no era de lo mejor. No habría sido, sin embargo, de despreciar una ga­llina con arroz, de no haberla puesto tan amarilla como incomible el exceso de aza­frán. Lo incómodo del lecho estuvo a punto de obligarnos a echar mano otra vez del saco de yute de Hackert, por lo que muy de mañana, al otro día, habla­mos con el amable posadero. Este lamen­tóse de no poder atendernos mejor. “Pe­ro allá arriba hay una casa donde tratan muy bien a los extranjeros, y éstos tienen toda suerte de motivos para encontrarse a gusto." Indicónos una gran casa de cha­flán, cuya cara, que miraba hacia nos­otros, prometíanos toda suerte de bienes. Dimonos prisa a subir allá, y nos topa­mos con un activo sujeto, que se nos dió a conocer como criado, y en ausencia del posadero nos destinó una hermosa sala contigua a un salón, asegurándonos que seríamos servidos por un precio muy mó­dico. En el acto, con arreglo a la costum­bre, nos informamos de lo que había que pagar por habitación, comida, vino, des­ayuno y demás. Todo era barato, así que nos apresuramos a trasladar allí nuestras poquedades (1) y a colocarlas luego en amplias y doradas cómodas. Kneip halló por primera vez ocasión de extender sus cartones; ordenó sus dibujos, y yo hice lo mismo con mis cosas dignas de obser­varse. Luego, satisfechos de las bellas ha­bitaciones, nos asomamos al balcón del salón para gozar del panorama. Después de contemplarlo y encomiarlo suficiente­mente, tornamos a nuestras ocupaciones, y cátate que sobre nuestras cabezas vemos

(1 ) Unsere Wenigkeiten.

cernerse amenazante un gran león de oro. Mirándonos uno al otro pensativos, son­reímonos y, finalmente, soltamos la car­cajada. Pero de allí en adelante mirábamos en torno nuestro, no fuese a mostrársenos por cualquier sitio alguno de los espanta­bles vestiglos homéricos.

Pero por parte alguna descubríase na­da de eso, sino que, por el contrario, en­contramos en el salón a una linda moci­ta, que andaba por allí con un crío de unos dos años, a la que en seguida echó un severo regaño el activo semiposadero. "Haces mal en echarme—dijo la mucha­cha—; el chico no está a gusto en casa no estando tú, y estos señores segura­mente me permitirán que aquiete al nene en tu presencia." No se dejó ablandar por ello el marido, sino que trató de echarla; pero el crío rompió a llorar, ya en la puerta, de un modo que partía los corazones, y entonces hubimos de terciar nosotros, rogándole muy seriamente que dejase estar allí a la linda damisela.

Advertidos por el inglés, no nos costa­ba ningún trabajo calar la comedia; ha­cíamos el papel de recién llegados, de ino­centes; pero él hacia valer del mejor modo posible su amorosa paternidad. El niño, en verdad, hacía muy buenas migas con él; probablemente, su presunta madre se lo habría metido de matute.

Y así, quedóse también ella allí con la mayor inocencia, luego que se hubo ido el consorte a llevarle una carta de reco­mendación al capellán del principe Bis­cari (1). Ella continuó distrayendo al crío hasta que el marido tornó de nuevo a darnos cuenta del despacho de su come­tido.

*

(1) Vicente, príncipe de Biscari (nacido en 1742); era entonces el personaje más distinguí- do y opulento de Catania. En su capellán, al que probablemente recomendaría a Goethe su colega de Girgenti, el arqueólogo Miguel Bella, debemos ver al culto botánico abate Sestini, al que Borch designa con estas palabras: L'anti- quare du Prince, jeune Florentin, doué de beau- coup de savoir et qui outre son étude principale, s'est encore beaucoup appliqué à la Botanique.

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Catania, Jueves 3 de mayo.

El abate que ya anoche estuvo a sa­ludarnos presentóse hoy de prima maña­na y nos llevó al palacio (1), edificado sobre un alto zócalo, donde vimos prime­ro el museo, en el que hay reunidas es­tatuas de mármol y bronce, ánforas y to­da suerte de antigüedades semejantes. Tu­vimos nuevamente ocasión de ampliar nuestros conocimientos; pero lo que sobre todo cautivó nuestra atención fueron los restos de un Júpiter, del que ya viera yo una reproducción en el taller de Tisch­bein, y que atesora más méritos de los que pudiéramos apreciar. Un sujeto de la casa facilitónos los datos históricos refe­rentes a su origen, y luego pasamos a un gran salón, alto de techo. Las muchas sillas que se velan allí adosadas a las pa­redes atestiguaban que solía servir de centro de reunión a numerosa sociedad. Tomamos asiento en espera de favorable acogida. A poco llegaron dos señoras y se pusieron a dar paseos de un pico al otro del salón. Hablaban de cuando en cuando entre sí. Al fijarse en nosotros le­vantóse el abate, imitéle yo e hicímosles a las damas una reverencia. Pregunté yo quiénes fuesen, y me dijeron que la más joven era la princesa y la de más edad una señora de la nobleza de Catania. Volvimos a sentamos, y ellas siguieron paseando por el salón como habrían po­dido hacerlo en una plaza pública

Condujéronnos a presencia del prínci­pe, que, según ya me previnieran, mos­trónos, en prueba de particular confianza, su colección de monedas, pues primero a su señor padre, y luego a él, se les ha­bían extraviado muchas piezas de ense­ñarlas, por lo que se había enfriado al­go su habitual buena disposición para ello. En esta ocasión pude yo parecer algo más entendido en la materia, pues en el

(1) El palacio Biscari hállase en el cruce de la vía Stesicoro Etnea y la vía Lincoln. Es de un solo piso, para poder resistir mejor los seís- mos.

examen de la colección del príncipe de Torremuzza habíame ilustrado. Aprendí allí también y ayudéme valiéndome bas­tante bien de aquel perenne hilo de Ariad­na de Winckelmann, que nos guía a tra­vés de las distintas épocas artísticas. El príncipe, enterado a fondo de aquellas co­sas, viendo que tenía que habérselas, no con entendidos, sino con aficionados aten­tos, nos instruía solícito respecto a cuan­to le preguntábamos.

Después de dedicar a aquel examen bas­tante tiempo, aunque, desde luego, harto poco, como siempre, estábamos ya a pun­to de despedirnos, cuando el príncipe lle­vónos a presencia de su madre (1), en cu­yas habitaciones podían verse las demás obras artísticas de menor cuantía.

Encontrémonos con una dama respeta­ble, naturalmente noble, que nos recibió con estas palabras: “Vean ustedes por aquí cuanto gusten, caballeros; aquí lo hallarán todo según mi esposo lo colec­cionó y ordenó. Débole esto a la bondad de mi hijo, que me consiente no sólo ocu­par las mejores habitaciones de la casa, sino que, además, no permite que se lle­ven de aquí ni extravíe absolutamente na­da de cuanto su padre allegara y expusie­ra; gracias a lo cual gozo de la doble pre­rrogativa de vivir con arreglo a la cos­tumbre ya de tantos años establecida y de ver como antaño y conocer de cerca a los excelentes extranjeros que vienen a ver nuestros tesoros desde tan remotos lu­gares.”

Luego ella misma nos abrió la vitrina en que se guardaban los trabajos en ám­bar. Distínguese el ámbar siciliana de la nórdica en que aquélla va subiendo des­de el color transparente y opaco de la cera y la miel, pasando por toda suerte de matices, de un amarillo saturado, has­ta el más bello rojo de jacinto. Había allí urnas, copas y otros objetos de esa

(1) La madre era Anna Merso e Bonnano, princesa de Poggio Reate. Su difunto marido Ignacio, príncipe de Biscari (1719-1786), era muy estimado dentro y fuera del país.

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AUTOBIOGRAFÍA.—VIAJES ITALIANOS.—n. SICILIA 191

materia que a veces habrían requerido grandes trozos de la misma dignos de ad­miración. Giraba la dama su mayor gus­to en aquellos objetos, así como en las conchas talladas que trabajan en Trapa­ni y en los codiciados trabajos en mar­fil, que son muy buscados, y sabía contar a propósito de ellos divertidas anécdotas. El príncipe llamónos la atención sobre los objetos más principales, y así se nos fue­ron varias horas, amenas e instructivas.

Habiendo oído entre tanto la princesa que éramos alemanes, preguntónos por los señores von Riedesel, Bartels y Mün- ter (1), a todos los cuales conocía, sa­biendo apreciar muy bien sus diferentes caracteres y modos de conducirse. Trabajo nos costó separarnos de ella, y también ella pareció dejamos ir mal de su grado. La vida en la isla tiene siempre algo de solitaria, y sólo se remoza y conserva merced a emociones efímeras.

Llevónos luego el abate al convento de benedictinos (2), y en él, a la celda de un hermano cuyo triste y reconcentrado aspecto, con ser sólo de mediana edad, no prometía ninguna amena conversa­ción. Pero era el hombre ingenioso, hábil y el único que sabía manejar el enorme órgano de la iglesia. Adivinado que hubo, más bien que escuchado, nuestros deseos, apresuróse a satisfacerlos en silencio; trasladámonos a la espaciosísima iglesia, que él, pulsando el magnífico instrumen­to, hinchió e hizo vibrar con sus sones, que iban, del más tenue susurro a los más fragorosos acordes, hasta el último rincón

Quien no hubiera visto antes a nuestro

(1) Riedesel había viajado en 1767 por Sici- lia. Münter había visitado a Catania en diciem­bre de 1785 y era el último extranjero que go- zara de la hospitalidad del difunto príncipe Ig­nacio. Juan Enrique Bartels (1761-1850), teó­logo y jurisconsulto, había estado en Catania en 1786. a raíz de la muerte del príncipe.

(2) El convento de benedictinos de San Ni- colás, llamado también de San Benedetto, era de dimensiones gigantescas. El órgano era obra de Donato del Piano, y data del siglo XVIII y aún hoy goza lama de ser uno de los más grandes y artísticos.

hombre habría podido creer que era un gigantón el que tal poder desplegaba; pe­ro nosotros, que ya estábamos al tanto de su persona, admirábamos únicamente el que no hubiera salido malparado hacía ya mucho tiempo en aquella lucha.

Catania, jueves 3 de mayo.

Apenas levantados de la mesa, llegó el abate con un coche, pues debía enseñar­nos la parte más extensa de la ciudad. Al montar en él sobrevino un raro con­flicto de etiqueta. Monté yo el primero con intención de dejarle la derecha; pero él, al subir, pidió expresamente que le cediese la izquierda; yo le rogué que pres­cindiese de tales cumplidos. “ Perdone us­ted—díjome—que tomemos asiento de ese modo, pues si me siento a su derecha cualquiera podrá creer que es usted quien me lleva, mientras que si me siento a su izquierda, estará claro que soy yo quien le llevo, es decir, yo , que, en nombre del príncipe, le enseño la ciudad.” Tales ra­zonamientos no admitían réplica; así que no hubo más remedio que ceder.

Subimos por calles (1) donde la lava, que en 1669 destruyera gran parte de la ciudad, continúa siendo perceptible hasta nuestros días. Habían trabajado la ígnea corriente, ya arrecida, como una roca cual­quiera y trazado y parcialmente labrado calles sobre ella. Yo recogí un fragmento indubitable de lava fundida, recordando que antes de mi salida de Alemania ya se había planteado el debate sobre la vulca­nidad de los basaltos (2). Y otro tanto hi­ce en varios sitios, a fin de procurarme diversas variedades.

Pero si los naturales del país, amantes del mismo, no se hubieran preocupado de reunir, ya por el propio lucro, ya por amor a la ciencia, que aquello que su región encierra de notable, tendría el via-

(1) La gran Strada Lincoln extiéndese sobre lava de 1669.

(2) Se refiere a la gran discusión entre vul- canistas y neptunistas.

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jero que atormentarse en vano mucho tiempo. Ya en Nápoles, aquel vendedor de lava recomendóme mucho con subidas ponderaciones viese aqui al caballero Gioe­ni (1). En su rica y lindamente dispuesta colección encontré las lavas del Etna, los basaltos que hay al pie del mismo, piedras cambiadas, más o menos fáciles de reconocer; todo me lo enseñaron con la mayor afectuosidad. Lo que más me movieron a admiración fueron unos ceo­litos (2), procedentes de las abruptas ro­cas que se alzan a orillas del mar, por ba­jo de Jaci.

Al consultar con el caballero respecto a los medios que debían emplearse para subir al Etna, no quiso oír hablar de se­mejante osadía de escalar la cumbre, so­bre todo en esta época del año. "Gene­ralmente—dijo, después de pedirnos per­dón—, los extranjeros que aquí vienen miran la cosa como sumamente fácil, mientras que nosotros, vecinos de la mon­taña, nos damos por muy satisfechos cuando un par de veces en la vida, apro­vechando las mejores ocasiones, podemos escalar la cumbre. Brydone, que fué el primero que con su descripción despertó el gusto por esas ascensiones al cráter, no llegó siquiera allí; el conde de Borch deja al lector en la incertidumbre, pero tampoco él pasó de cierta altura, y otro tanto podría decirse de otros muchos. En la actualidad hay mucha nieve por aba­jo y opone obstáculos invencibles. Sí quiere seguir usted mis consejos, monte usted a caballo mañana, a primera hora, y vaya hasta el pie del monte Rosso (3); escale usted esa altura; gozará desde allí de la más, espléndida perspectiva, y al mismo tiempo podrá observar la anti-

(1) El caballero José Gioeni era profesor de Historia Natural en la Universidad de Cata- nia; falleció en 1822. Era caballero de la Orden de Malta.

(2) Los ceolitos son formaciones cristalinas en las piedras volcánicas.

(3) Monte Rosso o, más exactamente, Monti Rossi son un doble cráter, producido por la erupción de 1669, y se llaman así por su color bermejo.

gua lava, que, saltando de allí en 1669 precipitóse, desgraciadamente, sobre la ciudad. El panorama es espléndido y diá­fano; y lo demás, más vale que se lo cuenten a uno.

*

Catania, viernes 4 de mayo.

Siguiendo el prudente consejo, pusímo­nos en camino a prima hora, y a lomos de nuestras muías, mirando siempre atrás, llegamos a la región de la, pese al tiempo transcurrido, aún indomable lava. Moles y picudas planchas salíannos al paso, y por entre ellas abríanse camino al acaso nuestras cabalgaduras. En la primera al­tura principal hicimos alto. Dibujó Kniep con gran precisión lo que hacia arriba te­níamos delante: las masas de lava, en primer término; la doble cima de monte Rosso, a la izquierda; precisamente enci­ma de nosotros, los bosques de Nicolosi, sobre los que descollaba la nevada cum­bre, apenas humeante. Acercémonos a la montaña roja y subí allá; compónese en­teramente de roja carbonilla volcánica, cenizas y piedras apiladas. Habría podi­do darse cómodamente la vuelta a la abertura de no haberlo impedido un re­cio viento matinal, que hacia malseguros nuestros pasos; si quería avanzar hasta cierto punto, tenía que quitarme la capa; pero entonces también el sombrero co­rría peligro de verse lanzado, y yo con él, al cráter. Así que me senté para re­concentrar la atención y otear la comar­ca; pero tampoco aquello me valió de nada, pues la tormenta venía del Este, extendiéndose por la espléndida campiña que a mis pies dilatábase cerca y lejos hasta el mar. La ribera que se extiende de Mesina a Siracusa, con sus curvas y senadas, mostrábase a mis ojos entera­mente despejada o sólo cubierta un poco por las rocas de la playa. Al volver aba­jo, enteramente ensordecido, Kniep, bien abrigado, habla aprovechado el tiempo y fijado con delicados trazos en el papel lo que a mí el violento huracán apenas me dejara ver y mucho menos apresar.

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Llegados de nuevo a las fauces del león encontramos al criado, que a duras penas hablamos logrado no nos acompañase. Aplaudió el que hubiéramos desistido de subir a la cumbre; pero nos propuso con muchas instancias para el día siguiente una lira por mar hasta las rocas de Ja­ci (1), diciendo ser aquélla la excursión más amena que desde Catania podía ha­cerse, llevando provisiones de comer y be­ber y también utensilios para calentarse. Ofrecióse su mujer a proveer a todo. Re­cordó, además, la alegría con que los in­gleses hadan esa excursión, llevando en una barca acompañamiento de música, placer que no podía encarecerse bastante.

Atraíanme poderosamente a mí las ro­cas de Jaci, pues estaba ansioso por ha­cerme con tan bellos ceolitos como los que viera en casa de Gioeni. En un pe­riquete podía concertarse la partida, re­husando la compañía de la mujer. Pero el genio admonitorio del inglés se impuso, y renunciamos a los ceolitos, quedando no poco ufanos por esa abstención.

*

Catania, sábado 5 de mayo.

Nuestro clerical acompañante no falló. Condújonos a ver los restos de arquitec­tura antigua, para lo cual, ciertamente, ha de llevar consigo el espectador un gran talento de restaurador. Enseñáronnos los restos de conducciones de agua, una nau­maquia y otras ruinas por el estilo, pero que, debido a la múltiple destrucción de la ciudad por corrientes de lava, seísmos y guerras, estaban tan hundidas y sote­rradas, que sólo un exactísimo conocedor de la arquitectura antigua podía sacar de ellas delectación y enseñanza.

Declinó el páter otra visita a la colec­ción del príncipe, y despedímonos con re­cíprocas expresiones de viva gratitud y afecto.

*

(1) Se refiere a los siete Scogli de Ciclopi, llamados también los Faraglioni, y son, según la leyenda, las rocas que el tuerto Polifemo arrojó contra Ulises. Encuéntrense en las inme- diaciones de Aci Castello, al norte de Catania,

Taormina (1), domingo 6 de mayo.

Gradas a Dios que todo cuanto hemos visto hoy está ya suficientemente descrito, y más todavía que Kniep se propone pa­sarse mañana todo el día dibujando. Quien sube a las alturas de los muros de roca que no lejos de la marina se yerguen abruptos, encuentra dos cumbres unidas por un semicírculo. Cualquiera que fuere la forma que la Naturaleza diérele al pa­raje, el arte ha venido a secundarla, for­mando con ello un semicircular anfiteatro para los espectadores; muros y otras edifi­caciones anexas de ladrillo han suplido los corredores y atrios necesarios. Al pie del semicírculo escalonado construyeron trans­versalmente el escenario, uniendo con él entrambas rocas, y remataron de esa suer­te la más enorme obra de Naturaleza y arte.

Ahora bien: cuando se sienta uno allí, donde antaño se sentaban los espectado­res más encumbrados, fuerza es confesar que nunca habrá tenido a la vista el pú­blico de un teatro objetos semejantes. A la derecha, encima de las rocas más al­tas, álzanse castillos (2); más allá, abajo, tiéndese la dudad, y aunque estas edifi­caciones sean de época más moderna, ya hace tiempo también que están allí, en el mismo sitio. Vese luego todo el largo es­pinazo montañoso del Etna; a la izquierda, la costa hasta Catania o, mejor dicho, hasta Siracusa; luego cierra aquel amplio cuadro el enorme, humeante volcán, nada espantable, pues la sedante atmósfera nos lo muestra más lejano y benigno.

Cuando apartando la vista de aquel pa­norama se la vuelve a los pasillos conti­guos a la parte trasera del espectador, te­nemos todos los muros rocosos a nuestra

(1) Taormina es el antiguo Tauroménium con su célebre teatro de origen griego, pero res- taurado por los romanos, sito a 120 metros sobre el mar, en lo alto de abruptas peñas.

(2) Los castillos son el de Taormina, 396 metros sobre el mar, y más arriba las alturas de Mola, con el pueblo y un castillo, a 635 metros de altura.

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izquierda, y por entre ellos y el mar ser­pentea el camino de Mesina. Grupos y lomos de rocas hasta en el mismo mar; las costas de Calabria en la lejanía más remota, que sólo fijando mucho la aten­ción pueden distinguirse de las olas sua­vemente encrespadas.

Bajamos hada el teatro y nos detuvi­mos en sus ruinas, en las cuales un hábil arquitecto debía ensayar, cuando menos sobre el papel, sus dotes de restaurador, y tratamos luego de abrirnos por entre los vergeles un camino hada la dudad. Y allí fué donde pudimos ver qué impe­netrable baluarte representa un cercado de agavanzos prietamente plantados, a través de los cuales se adentra la vista, hacién­donos creer que también podremos pasar sin más estorbo sensible que las punzan­tes hojas de aquellas matas, encontrándo­nos luego, cuando pisamos aquellas hojas colosales, haciéndonos la ilusión de que habrán de aguantar nuestro pesó, con que se quiebran, y en vez de saltar por ellas hada el campo raso venimos a caer en los brazos de otra mata vecina. Conclui­mos, sin embargo, por salir de aquel la­berinto y nos solazamos un poco en la dudad; pero no pudimos separarnos de la campiña antes de ponerse el sol. De infi­nita belleza fué el espectáculo de aquellos campos sugestivos en todos sus detalles, sumiéndose poco a poco en las sombras.

*

Al pie de Taormina, Junto al mar, lunes 7 de mayo.

No tengo palabras con que alabar a Kniep, que fué una suerte agregármelo, pues me alivia de un peso que no habría podido soportar y me restituye a mi ver­dadera naturaleza. Ha ido allá a dibujar con todo detalle lo que viéramos. Habrá de afilar muchas veces sus lápices, y no comprendo cómo va a arreglárselas para salir del paso. ¡De buena gana habría vuelto a ver todo eso! Al principio sentí impulsos de irme allá con él; pero luego me sedujo la idea de quedarme aquí, pues

busco la estrechez como el pájaro que an­sía labrarse nido. Heme sentado en un huerto, malo y descuidado, encima de las ramas de un naranjo, y abismádome en mis fantasías. Eso de sentarse en las ra­mas del naranjo chocará a alguno; pero no obstante, es de todo punto natural pa­ra quien sabe que el naranjo, abandonado a su naturaleza, no tarda en bifurcarse por encima de la raíz en ramas que con el tiempo llegan a ser verdaderos troncos.

Estoy, pues, sentado, meditando el plan de mi Nausicaa, una concentración dramá­tica de la Odisea. No la tengo por impo­sible; sólo que no hay que perder de vis­ta la distinción fundamental entre drama y epopeya.

Ha vuelto Kniep de allá, contento y sa­tisfecho, trayendo consigo dos enormes ho­jas primorosamente dibujadas. A ambas las dará remate para eterna memoria de esa magnífica jornada.

No se ha de olvidar que en esta be­lla ribera, mirando bajo el cielo purísimo desde un pequeño altozano, veíamos ro­sas y oíamos ruiseñores. Estos se llevan cantando aquí, según nos aseguran, seis meses seguidos.

*

De memoria.

Si estuviera yo seguro ahora de que, mediante la presencia y actividad de un hábil artista y a mis propios desvelos, aunque aislados y flojos, me quedarían de las más interesantes regiones y sus partes estampas firmes y bien elegidas, ejecu­tadas en boceto y también a placer, cede- ría a un impulso que poco a poco se me despierta: el de animar este ambiente mag­nifico, el mar, las islas y puertos, con figuras poéticas dignas de ellos y formar­me sobre este lugar, y a expensas de él una composición en un sentido y en un tono como aún no la produje. La diafa­nidad del cielo, el hálito del mar, esos vapores que hacen que la montaña se con­funda hasta ser casi una misma cosa con el cielo y el mar, todo esto daba pábulo a mis propósitos; y en tanto, por aquellos

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hermosos jardines públicos vagaba por entre floridas cercas de oleandros, bajo emparrados de naranjos y limoneros fru­tecidos, y me detenía a ver otras flores y arbustos que no conocía, sentía en la for­ma más grata ese extraño influjo.

Convencido de que no podía haber pa­ra mi comento mejor de la Odisea que ese animado ambiente, procuréme un ejem­plar, y lo leía a mi modo con increíble interés. Pero pronto sentíme acuciado a hacer algo original, algo que, por raro que parezca a primera vista, fué adueñán­dose cada vez más de mi espíritu, hasta acabar por ocuparlo del todo. Pues con­cebí la idea de hacer una tragedia con el episodio de Nausicaa.

No podía prever de antemano yo mis­mo lo que iría a sacar de ahí, pero no tardé, sin embargo, en tener trazado el argumento. La idea principal era ésta: re­presento en Nausicaa a una excelente doncella, rodeada de muchedumbre de amigas, y que, sin sentir ninguna inclina­ción, tratara hasta allí con desvío a todos sus pretendientes, hasta que un raro ex­tranjero venía a impresionarla y sacarla de aquel estado, arrastrándola a una preci­pitada y comprometedora declaración de amor, cosa que hacía la situación perfec­tamente trágica. Argumento tan sencillo hablan de amenizarlo la riqueza de los motivos subalternos y, sobre todo, el ca­rácter marinero e isleño de la ejecución y su tono especial.

Empezaba el primer acto con el juego de pelota. Surgía el inesperado encuentro, y el escrúpulo de no conducir al extran­jero a la ciudad ella misma era ya un augurio de amor.

En e] segundo acto salía la casa de Al­cinoo y se dibujaban los caracteres de los pretendientes, terminando con la llegada de Ulises.

El tercero estaba enteramente consa­grado a dar a conocer la importancia del aventurero, y yo esperaba producir algo artístico y grato con. la relación dialoga­da de sus aventuras, que en cada uno de los oyentes había de suscitar distinta im­

presión. En el curso del relato erguíanse las pasiones, y en virtud de acciones y reacciones diversas acababa por estallar el vivo interés de Nausicaa por el ex­tranjero.

En el cuarto acto corroboraba Ulises fuera de la escena su bravura, en tanto las mujeres quedaban allí y se entregaban a la simpatía, la esperanza y demás tier­nos sentimientos. Ante las grandes venta­jas que el extranjero obtenía, acababa Nausicaa de perder todo freno y se com­prometía por modo irrevocable con sus paisanos. Ulises, que, entre inocente y culpable, daba lugar a todo aquello, aca­baba, finalmente, por anunciar su partida, no quedándole a la pobre muchacha otro recurso que buscar la muerte en el quin­to acto.

No había nada en toda esta composi­ción que yo no hubiera podido pintar por propia experiencia y del natural. Inspirar, aun en los viajes, aun en d peligro, amo­res que, aunque no llegaran a tener un fin trágico, podían ser, no obstante, harto dolorosos, arriesgados y perjudiciales; pin­tar con vivos colores, tan lejos de la pa­tria, objetos remotos, aventuras de viaje y peripecias de la vida para solaz de los circunstantes; ser tenido por los jóvenes por un semidiós y por las personas sensa­tas por un fanfarrón, y granjearse más de un favor inmerecido y más de un impre­visto obstáculo, todo ello atraíame tanto y hacía que yo me apegase de tal manera a ese plan, a ese proyecto, que en el cur­so de mi estada en Palermo, o, mejor di­cho, durante la mayor parte de mis de­más correrías por Sicilia, no hacía más que darle vueltas en mi imaginación.

Debido a lo cual también apenas sí sen­tía ninguna de aquellas incomodidades; pues en aquella tierra archiclásica sentía­me en una disposición de ánimo poética que hacía recogiera y guardase en un gra­to recipiente todo cuanto experimentaba, veía, observaba o me salía al paso.

Siguiendo mi laudable o censurable cos­tumbre, escribía poco o nada de aquello; pero lo elaboraba casi por completo hasta

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el más pequeño detalle en mi imaginación, donde habría de estarse, arrumbado por ulteriores distracciones, hasta ahora que evoco un ligero recuerdo de él.

*8 de mayo, camino de Mesina.

Tenemos a la izquierda altas rocas ca­lizas. Cobran color y forman bellas ense­nadas; sigue luego una variedad de pie­dra que podríamos llamar pizarra arcillosa o piedra gris. En los riachuelos encuén­transe ya formaciones graníticas. Las ama­rillas manzanas de Solanum, las rojas flo­res del oleandro alegran el paisaje (1). El río Nisi arrastra pizarra brillante, así como también los que le siguen.

*Martes, 8 de mayo.

Bajo el embate del viento del Oeste ca­balgamos por entre el ondulante mar a la derecha y los rocosos muros que anteayer viéramos precisamente desde arriba y que hoy están en guerra constante con el mar; cruzamos innumerables riachuelos, entre los cuales, uno más grande, el Nisi, os­tenta el honroso título de río, aunque esos riachuelos, así como los guijos que arras­tran, son más fáciles de vencer que el mar, que asaltaba violentamente la ribe­ra y en muchos sitios invadía el camino, yendo a estrellarse contra las rocas, salpi­cando de rechazo a los viajeros. Era aquél un espectáculo magnifico, y su rareza hí­zonos conllevar la molestia.

No dejaba yo tampoco de entregarme el examen mineralógico. Las ingentes ro­cas calizas, al desgastarse, ruedan hacia abajo, y sus partes blandas consúmense por efecto del embate de las olas, que dejan intactas las amalgamadas, más só­lidas, a lo que se debe que toda la ribera aparezca cubierta de abigarrados pederna­les, parecidos a cuarzos, de los que reco­gimos muchas muestras.

*

(1) Se refiere a los tomates, que, importa- dos como los agavanzos, de Sudamérica en el siglo XVIII, se volvieron silvestres en las costas de Sicilia.

Mesina, miércoles 9 de mayo.

Y de esta suerte llegamos a Mesina, y, a falta de otra cosa, nos allanamos a per­noctar la primera noche en el albergue del vetturino, con intención de trasladan nos a la siguiente mañana a un aloja­miento mejor. Esta resolución diónos in­mediatamente que entramos la tremenda impresión de una ciudad destruida, pues hubimos de cabalgar por espacio de un cuarto de hora por entre ruinas y más ruinas hasta llegar al albergue, que, sien­do lo único que volvieran a levantar de nuevo en medio de toda aquella desola­ción, sólo dejaba ver desde sus ventanas del piso alto un zigzagueante y devastado yermo. Fuera del contorno de aquella granja no se veía rastro alguno de hom­bre ni animal, y por la noche imperaba pavoroso silencio. Las puertas no se po­dían cerrar ni echarles el cerrojo; estaba aquello tan mal habilitado para humanos huéspedes como suelen estarlo esos alber­gues para bestias, y, sin embargo, dor­mimos plácidamente encima de un colchón que el servicial vetturino habíale quitado de debajo del cuerpo al patrón.

*

Jueves 10 de mayo.Hoy nos despedimos de nuestro buen

guia, recompensando con una decente pro­pina sus solícitos servicios. Nos despedi­mos afectuosamente, después que nos hu­bo buscado otro servidor, que en seguida debía llevarnos a la mejor posada y en­señarnos todas las cosas notables de Me­sina. El patrón, a fin de ver cumplido cuanto antes su deseo de verse libre de nosotros, ayudó a trasladar rapidísimamen­te cofres y demás bagajes a una simpá­tica casa, más próxima a la parte animada de la ciudad, pero fuera de esta misma. Pero sucedió lo siguiente: Después del enorme desastre que padeció Mesina, y que costó la vida a doce mil vecinos, no quedó vivienda suficiente para los treinta mil restantes; habíanse venido a tierra la mayoría de los edificios, y los demás, con

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sus muros cuarteados, no ofrecían un al­bergue seguro; así que diéronse prisa a edificar al norte de Mesina, en una vasta pradera, una ciudad de tablas, de la que podrá formarse en seguida una idea quien haya visitado en la época de las ferias el Römerberg de Francfort y el mercado de Leipzig, pues todas las tiendas y talleres dan a la calle y muchas operaciones rea­lízanse en el arroyo. Por esta razón son contados los edificios grandes, y aun ellos no están especialmente cerrados a la publi­cidad, pues los más de los vecinos pasan el tiempo a la intemperie. Así llevan ya viviendo tres años, y esa estructura de barracas, chozas o, mejor dicho, tiendas de campaña ejerce resuelto influjo sobre el carácter de los habitantes. El espanto de aquel enorme siniestro, el temor a otro análogo muévenles a gozar con plácida alegría de los placeres del momento. El temor a otro siniestro renovóse el 21 de abril, o sea hace unos veinte días, en que un sensible seísmo volvió a estremecer el suelo. Nos enseñaron una iglesuca, donde muchedumbre de personas, congregadas allí en aquel momento, sintieron esa con­moción. Algunas de las referidas perso­nas aún no se han repuesto del susto.

En la búsqueda y contemplación de esos objetos sirviónos de gula un amigo nues­tro, cónsul (1), que, sin pedírselo, tomóse muchos cuidados por nosotros, cosa más de agradecer en aquel yermo de ruinas que en parte alguna. También, al saber que deseábamos partir de allí pronto, púsonos al habla con el capitán de un buque mer­cante que estaba a punto de zarpar para Nápoles. Lo que era doblemente satisfac­torio, pues la bandera blanca asegura con­tra los piratas (2).

Precisamente habíamos manifestádole a nuestro buen gula nuestro deseo de verpor dentro una de aquellas cabañas más grandes, aunque de un solo pisó, y exa-

(1) Los exegetas goethianos no han podido averiguar de qué nación fuera cónsul el referido amigo, aunque consta que hablaba alemán.

(2) La bandera blanca, o sea la francesa, que arbolaba el buque. Francia estiba entonces en paz con loe piratas berberiscos.

AUTOBIOGRAFÍA.—VIAJESminar su instalación y extemporáneo atuen­do casero, cuando hubo de agregársenos un sujeto afectuoso, que no tardó en dar­se a conocer como maestro de francés, al que el cónsul, después de dar ambos un paseo, transmitió nuestra curiosidad por ver uno de aquellos edificios, rogándole nos llevara a su propia casa y nos pre­sentara a sus familiares.

Entramos en la choza construida y re­cubierta con tablas. Hacían la misma im­presión que aquellas barracas de feria en que por unos cuartos os enseñan fieras amaestradas o cosas por el estilo; habita­ciones visibles de la pared al techo, una cortina verde separaba el espacio prime­ro, que, no estando entarimado, ofrecía todo el aspecto de una era. Habla allí si­llas y mesas, pero no se veía ningún otro utensilio casero. La estancia recibía luz de arriba, merced a algunos casuales res­quicios de las tablas. Anduvimos por allí un rato, y examiné la cubierta verde y el maderamen interior del techo que por en­cima de ella se dejaba ver, cuando de pronto acá y allá de la cortina asomaron, atisbando curiosas, un par de lindísimas cabecitas femeniles de negros ojos y ne­gros bucles, que, inmediatamente advirtie­ron las habían visto, desaparecieron como relámpagos, aunque luego, a instancias del cónsul, transcurrido que hubo el tiempo necesario para componerse, volvieron a presentarse sobre unos emperifollados y ai­rosos cuerpecillos, destacándose muy gar­bosamente con sus trajes de colorines so­bre el fondo verde del cortinón.

Por sus preguntas pudimos inferir que nos miraban como a fabulosos seres de otro mundo, y en ese amable error pare­cieron confirmarlas aún más nuestras res­puestas. En donosos términos describióles el cónsul nuestra fabulosa aparición, y la charla se hizo muy agradable, cosién­donos trabajo despedirnos. Ya en la puer­ta calmos en la cuenta de que no había­mos visto las habitaciones interiores, y que las vecinitas nos habían hecho olvidar la estructura de la vivienda.

*

ITALIANOS.—n. SICILIA 197

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Mesína, jueves 10 de mayo.

Díjonos, entre otras cosas, el cónsul que, aunque no fuera absolutamente indis­pensable, no estaba de más visitar al go­bernador (1), que era un viejo estrafala­rio, capaz de favorecer o perjudicar a cualquiera por puro capricho o prejuicio; al cónsul apuntábale un tanto a su favor cuando le presentaba algún extranjero, y éste, además, no sabía nunca si por una u otra razón no habría de necesitar de él. Por dar gusto al amigo dejéme llevar allí.

Al penetrar en la antesala oímos allá dentro un alboroto horrible, y un correo, con aspavientos de polichinela, susurróle al oído al cónsul: “¡Mal día! ¡Hora de cuidado!" Nosotros, sin embargo, pasamos allá y nos encontramos al viejísimo del gobernador, vuelto de espaldas a nosotros, sentado a una mesa junto a la ventana. Tenía delante un, ingente rimero de car­tas amarilleantes, a las que iba cortando con gran flema las carillas no escritas, con lo que daba en seguida a conocer su cominero carácter. En tanto realizaba esa apacible operación no paraba de reñir e increpar de un modo terrible a un hombre de decorosa traza, que, a juzgar por su indumento, podía pertenecer a la Orden de Malta, y que se sinceraba con mucha se­renidad y precisión, aprovechando las po­cas claras que el otro le dejaba. El re­prendido e increpado trataba de alejar con mesura una sospecha que el gobernador parecía haberle echado en cara, como de que entraba y salía más de una vez de la ciudad sin su permiso, y de la cual se justificaba invocando su pase y sus noto­rias relaciones con Nápoles. Pero nada conseguía, pues el gobernador continuaba recortando sus viejas cartas y separando

(1) El gobernador de Mesina era desde 1783 el mariscal de campo don Miguel Odea, un irlandés, cuyo carácter describen en análogos términos otros viajeros de aquel tiempo. La es- cena tenía lugar en el palacio de Brunaccini, en el Corso Cavour.

cuidadosamente el papel en blanco, sin de­jar de gruñir al mismo tiempo.

Además de nosotros, eran testigos de aquella lidia (1) unas doce personas, que formaban corro y probablemente nos en­vidiarían nuestro sitio junto a la puerta, como buena ocasión para escurrir el bul­to si el iracundo personaje levantaba la muleta y se tiraba a matar (2). El cón­sul había puesto cara larga ante aquella escena; a mi servíame de alivio la bufo­nesca proximidad del correo, que fuera, ante el umbral, hacía por detrás de mí toda suerte de morisquetas cuando yo lo miraba, como para tranquilizarme y darme a entender que no era tan fiero el león como lo pintan.

Y, efectivamente, apaciguóse al cabo la tormenta y el gobernador terminó dicien­do que nada le impedía detener al infrac­tor y meterlo en chirona, pero que por aquella vez lo perdonaba, pudiendo con­tinuar en Mesina el par de días señala­dos, pero a condición de levantar luego el campo y no volver a aportar por allí. Con absoluta tranquilidad, sin inmutarse en modo alguno, despidióse el hombre, hi­zo una cortés reverencia a los presentes, sobre todo a nosotros, a cuyo lado tuvo que pasar para llegar a la puerta. Des­pués de volverse a mirarlo desabrido, aún refunfuñando, reparó el gobernador en nosotros, y recobrando en seguida la cal­ma, guiñóle el ojo al cónsul y nos acer­camos a él.

Un hombre de muchísima edad, con la cabeza encorvada, negros y hundidos ojos por debajo de grises hirsutas cejas, total­mente distinto del de antes. Hízome sen­tar a su lado, preguntóme, sin dejar por ello su incesante ocupación, por multi­tud de cosas, a las que contestéle, y final- mente añadió que en tanto permaneciese yo en Mesina tenía un cubierto en su me­sa. El cónsul, tan satisfecho como yo y todavía más, pues conocía mejor el peli-

(1) Tiergefecht, (2) Den Krückenstock erheben und dreinach-lagen sollte.

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gro que habíamos sorteado, bajó volando las escaleras, y a mí no me quedó la me­nor gana de volver a poner los pies en aquella guarida de leones.

*

Mesina, viernes 11 de mayo.

Por cierto que al abrir los ojos con un sol clarísimo y en un albergue más agra­dable, no dejamos de encontrarnos por ello en la infortunada Mesina. Singular­mente desagradable, es el aspecto de la lla­mada Palazzeta (1), una hilera en for­ma de hoz de verdaderos palacios, que por espacio de un cuarto de hora largo cie­rran y caracterizan la rada. Eran todos edificios de piedra de cuatro pisos, de los que muchas fachadas hasta la comisa principal aún se mantienen enteramente en pie, en tanto otros sólo subsisten hasta el tercero, segundo o primer piso, de suer­te que aquella en otro tiempo suntuosa serie de edificios muestra ahora una traza desdentada y acribillada sumamente des­agradable (2), pues por casi todas sus ventanas déjase ver el cielo azul. Las ver­daderas habitaciones interiores están todas derruidas.

La causa de ese raro fenómeno consiste en que después de las suntuosas obras ini­ciadas por los ricos, los vecinos menos acaudalados, compitiendo en punto a re­lumbrón, ocultaron sus antiguas casas, for­madas de grandes y pequeñas formaciones fluviales y abundante cal, tras fachadas nuevas, de sillares. Aquella disposición, ya mal segura de por sí, disuelta y des­menuzada por la enorme sacudida, hubo de derrumbarse, y se cuenta entre otros casos de salvaciones milagrosas, ocurridas en aquel inmenso desastre, el de un in­quilino de una de esas casas que estaba asomado en aquel terrible momento al hue-

(1) La Palazzata es el actual Corso Vittorio Emanuele, junto al puerto. Todavía Seume en- contró en 1802 la Palazzata en ruinas.

(2) La residencia más agradable, opina Düntzer, que era la Locanda, del príncipe Bo- racino, donde también viviera Bartels.

co de una ventana, y que mientras a sus espaldas derrumbábase todo el edificio, per­maneció incólume en aquella altura, y pu­do esperar tranquilamente el momento en que fueran a sacarle de su aérea prisión. Que aquella arquitectura tan pésima, por falta de canteras cercanas, fué la princi­pal culpable de la total ruina de la ciu­dad, lo está diciendo la subsistencia de los edificios sólidos. El colegio de los jesuí­tas y las iglesia, que son de firmes sillares, aún permanecen incólumes en su reciedum­bre primitiva. Pero, sea como fuere, es lo cierto que Mesina tiene un aspecto su­mamente desagradable y nos recuerda aquellos remotos tiempos en que sicanos y sículos abandonaron este suelo inquieto y labraron la costa occidental de Sicilia.

Después de pasar así la mañana, nos dirigimos a la posada para consumir fru­gal colación. Aún estábamos sentados, muy contentos, todos juntos, cuando irrumpió allí desalado un recadero del cónsul y anuncióme que el gobernador me daba su venia para curiosear por toda la ciudad, que me había invitado a su mesa y yo no había ido. El cónsul me rogaba por lo que más quisiera que fuera allá en el acto, hubiera o no comido, y hubiera ol­vidado la hora o lo hubiera hecho adre­de. Entonces fué cuando comprendí la li­gereza con que borrara de mi pensamiento la invitación del cíclope, satisfecho por haber escapado de sus garras la primera vez. No me dió tiempo el criado a pen­sarlo; sus razonamientos eran harto apre­miantes y atinados, pues, según decía, co­rría el cónsul peligro de que aquel dés­pota furioso se vengase en él y en toda su nación.

En tanto me vestía y arreglaba el pelo, hice de tripas corazón y seguí con alegre desparpajo a mi guia, invocando a mi pa­trón Ulises y rogándole me sirviese de medianero con Palas Atenea.

Llegado al cubil del león, condújome el chistoso correo a un gran comedor, donde habría unas cuarenta personas, sin que se oyese el menor ruido, sentadas en torno a una mesa ovalada. El sitio a la

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derecha del gobernador estaba vacío y a él me llevó mi guía.

Después de saludar al anfitrión y a sus huéspedes con una reverencia, excu­séme por mi tardanza con lo dilatado de la ciudad y las equivocaciones a que ya varias veces me había inducido la diferen­cia de horario. Contestóme él con cente­lleante mirada que cuando se está en país extraño debemos informamos de las cos­tumbres que en él rigen y adaptarnos a ellas. Respondile yo que así procuraba ha­cerlo siempre, sino que habíame encon­trado con que, pese a todos los esfuerzos, los primeros días de hallarnos en un país nuevo y en condiciones desconocidas so­líamos caer en ciertas faltas, que debían de parecer imperdonables, si no tuvieran en su abono para su disculpa el cansancio del viaje, la distracción producida por los objetos, la preocupación de un alojamien­to tolerable y hasta de un próximo viaje en perspectiva.

Preguntóme luego cuánto tiempo pen­saba estar aquí. Contestéle que mi deseo sería estar mucho tiempo, a fin de poderle mostrar mi agradecimiento por el favor que me dispensara, siguiendo al pie de la letra sus órdenes e indicaciones. Tras una pausa tornó a preguntarme qué era lo que había visto en Mesina. Hícele una breve descripción de mi mañana, con algunas observaciones, y agregué que lo que más me maravillara había sido la pul­critud y orden de las calles de esta aso­lada ciudad. Y realmente era digno de admiración el modo como habían descom­brado las calles todas, echando los es­combros en los mismos edificios derruidos, y alineando, en cambio, las piedras junto a las casas, con lo que dejaran libre el centro de las calles, nuevamente abierto al libre tránsito. Pude de pasada lisonjear a aquel hidalgo sin faltar a la verdad, asegurándole que los mesineses todos re­conocíanse deudores de aquel beneficio a su previsión. “Ahora lo reconocen—re­funfuñó él—; pero antes bien que protes­taban contra el rigor que era preciso emplear contra ellos en su propio bien."

Saqué yo entonces a colación sabias de­cisiones de los Gobiernos, de fines supe­riores, que sólo después podían ser com­prendidas y apreciadas, y otras cosas a este tenor. Preguntóme si había visto la iglesia de los jesuitas (1), a lo que le contesté que no; oído lo cual, brindóseme a enseñármela, y por cierto con todos sus accesorios.

Durante este diálogo, salteado de algu­nas pausas, pude ver cómo todo el mundo en la mesa guardaba absoluto silencio, sin hacer más movimiento que el necesario para llevarse los manjares a la boca. Y así permanecieron hasta que levantaron los manteles y sirvieron el café, pegados a la pared, en pie, cual muñecos de cera. Yo me dirigí al capellán de la casa, que era el designado para enseñarme la igle­sia, con objeto de darle gracias antici­padas por su molestia; él se echó a un lado, asegurándome humildemente que no hacía más que cumplir órdenes de su ex­celencia. Traté luego de entablar conver­sación con un joven extranjero que tenía al lado y que, aun siendo francés, parecía no llegarle la camisa al cuerpo (2), ya que mostrábase mudo y rígido como todos los demás, entre los que veía yo algunas caras que presenciaron el día antes pen­sativas la escena con el caballero de Malta.

Alejóse el gobernador, y al cabo de un rato díjome el cura que ya era hora de partir. Eché tras él, por consiguiente; los demás comensales habían ido desapa­reciendo unos tras otros. Condújome mi guía al atrio de la iglesia de los jesuitas, que, con arreglo a la consabida arquitec­tura de esos padres, elévase en los aires, suntuosa y en verdad imponente. Ya ve­nía a nuestro encuentro un llavero, el cual nos invitó a pasar; pero el cura me retuvo, previniéndome que antes debíamos

(1) El colegio e iglesia de los jesuitas, de San Gregorio, está en las alturas de la ciudad.La iglesia es obra de Andrés Calamech y data de 1542. Tiene una fachada barroca.

(2) Lit., nicht gar wohl in seiner Haut zu sein schien.

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aguardar al gobernador. No tardó en lle­gar éste, mandó parar el coche en la pla­za, no lejos de la iglesia, e hizo una seña, ante la cual reunímonos los tres junto al estribo de su coche. Dióle orden al llavero de enseñarme, no sólo la iglesia, sin ol­vidar detalle, sino también de contarme circunstanciadamente la historia de cada altar y demás fundaciones, debiendo, ade­más, abrir la sacristía y enseñarme todas las curiosidades que allí se atesoran. Era yo persona a la que quería honrar y que quería tuviera todas las razones para lue­go en su tierra hablar con encomio de Mesina. "No deje usted—díjome luego, sonriendo hasta donde sus facciones se lo permitían—, no deje usted, mientras esté aquí, de venir puntual a nuestra mesa, que siempre será bien recibido." Apenas tuve tiempo de responder respetuosamente. En seguida arrancó el coche.

Desde aquel momento ya pareció tam­bién más alegre el cura, y penetramos en el templo. El castellano capellán, que así debía llamarse en este maravilloso palacio secularizado, disponíase a desempeñar la misión que con tanto encarecimiento le encomendaran, cuando hicieron irrupción en el templo el cónsul y Kniep; diéronme sendos abrazos y mostraron apasionada alegría al verme en libertad, cuando ya me creían en la cárcel. Habían pasado torturas de infierno hasta que el despabi­lado correo, bien gratificado probablemen­te por el cónsul, fué a contarles, con acompañamiento de muchas payasadas, el feliz desenlace de la aventura, lo que les llenó de atolondrado alborozo y les hizo lanzarse en seguida en mi busca, pues sabían cuánto e stimaba el gobernador aquella iglesia.

A todo esto nos hallábamos al pie del altar mayor, oyendo la explicación de valiosas antigüedades. Columnas de la­pislázuli, uniformemente acanaladas de ba­rras de bronce dorado, pilastras y relle­nos de incrustaciones de estilo florentino; profusión de magníficas ágatas sicilianas, bronce y dorado, repitiéndose y uniéndolo todo.

Pero prodújose una rara fuga en con­trapunto, pues mientras Kniep y el cón­sul me referían la perplejidad en que les pusiera la aventura, el capellán, por su parte, hacíame notar las preciosidades de aquel bien conservado fausto, penetrado cada cual exclusivamente de su tema, lo que me proporcionaba el doble placer de poder apreciar todo el valor de mi libe­ración y de ver al mismo tiempo emplea­dos en la arquitectura aquellos productos de la montaña siciliana que tanto trabajo me habían ya dado.

El exacto conocimiento de las distin­tas partes que entraban a formar aquella magnificencia ayudóme a describir que el lapislázuli de aquellas columnas sólo era en realidad piedra calcárea, aunque, des­de luego, de tan bello color como nunca antes las viera y dispuestas por modo espléndido. Pero aun así no dejaban de ser dignas de todo honor aquellas colum­nas, pues supone una inmensa cantidad de esa materia la tarea de rebuscar frag­mentos de color tan bello y uniforme, y, además, resulta de suma importancia el trabajo de tallar, pulir y afinar las pie­dras. Pero ¿qué podía ponérseles por de­lante a aquellos padres?

Entre tanto no había dejado el cónsul de explicarme mi inminente sino. Porque el gobernador, enojado consigo mismo por haber yo sido testigo presencial desde mi llegada de su violento modo de con­ducirse con el casi maltés, habíase pro­puesto dispensarme a mi particular honor, y trazádose al efecto un plan, que desde el principio fallárale por mi falta de pun­tualidad. Tras larga espera, al sentarse, por fin, a la mesa, no había podido el déspota ocultar su impaciente enojo, de suerte que los comensales se temían una escena para cuando yo llegase o después de levantados los manteles.

Pero a todo esto seguía el capellán metiendo baza, abría los departamentos secretos, de bella estructura y decorosa y hasta lujosamente decorados, en los que aún quedaban muchos objetos del culto, y que guardaban armonía con todo lo

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demás en punto a forma y adornos. Me­tales nobles no vi en absoluto, y lo mis­mo puedo decir tocante a verdaderas obras de arte, antiguas y modernas.

Nuestra fuga italogermánica, pues el pater salmodiaba en el primero de esos idiomas, y Kniep y el cónsul en el se­gundo, tocaba ya a su fin, cuando hubo de llegarse a nosotros un oficial, que ya antes viera en la mesa del gobernador. Pertenecía a su séquito. Esto podía dar lugar a nueva inquietud, sobre todo cuan­do el referido oficial ofrecióse a conducir­me al puerto, donde me enseñaría lugares que de otra suerte eran inaccesibles para un extranjero. Miráronse uno a otro mis amigos, pero yo no pude excusarme de ir solo con él. A vueltas de algunas frases indiferentes pasé a hablarle en tono confi­dencial, y confeséle que estando a la mesa había podido advertir que varios comen­sales vecinos diéranme a entender en si­lencio por afectuosas señas que no me hallaba allí enteramente solo entre extra­ños, sino entre amigos, por no decir entre hermanos (1), por lo que no debía abrigar inquietud alguna. Consideraba, pues, un deber expresarle mi gratitud, rogándole se la transmitiese también a los demás amigos. A esto respondióme él que ha­bían procurado tranquilizarme, tanto más cuanto que conocían a fondo el carácter de su jefe y sabían que no corría yo pe­ligro alguno; un estallido como aquel de que el maltés fuera objeto solía ser muy raro, y el digno anciano recriminábase después a sí mismo por ello, guardábase de reincidir por una temporada y entre­gábase a una indolente seguridad de su deber, hasta que al cabo, sorprendido por un acontecimiento inesperado, volvía a in­currir en análogo arrebato. Añadió el buen amigo que tanto él como sus cama- radas no deseaban otra cosa que unirse a mí más a fondo, por lo que yo debía ser tan amable que me diese a conocer

(1) Con el nombre de hermanos alude Goe- the a los masones, que por aquella época esta- ban en pleno auge.

más concretamente, para lo cual tendría aquella noche la mejor ocasión. Decliné cortésmente aquel requerimiento, rogándo­le me perdonase un capricho que tenia de ser considerado en el curso de mi viaje como hombre y nada más, y que si por ese solo concepto acertaba a despertar confianza y simpatía, nada más grato y apetecible; pero que muchedumbre de ra­zones me vedaban entrar en otra suerte de relaciones.

No había de tratar de persuadirle, pues ni siquiera debía decir cuál era real­mente el motivo que me inspiraba. Pero parecióme harto notable el modo tan airo­so e inocente que los hombres bien pen­sados habían tenido de coligarse bajo un régimen despótico para prestarse mutua ayuda y prestársela también al extranjero. No hube de ocultarle que conocía de so­bra sus relaciones con otros viajeros ale­manes, extendíme en consideraciones sobre los laudables fines que con ello se alcanzarían, y púsele en siempre creciente asombro con mi confianzuda insistencia. Hizo él cuanto pudo por sacarme de mi incógnito, pero no lo logró, parte porque, recién salvado de un peligro, no quería exponerme sin ningún objeto a correr otro mayor, y parte también porque advertía que las ideas de aquellos buenos isleños eran tan distintas de las mías, que un trato más Intimo conmigo no podía ser­virles ni de alegría ni de consuelo.

En cambio, pasamos aquella tarde aún algunas horas con el simpático y activo cónsul, que también me explicó la escena con el maltés. No era éste, en realidad, ningún aventurero, sino simplemente un inquieto vagabundo. El gobernador, hom­bre de un gran linaje, muy respetado por su seriedad y firmeza, y estimado por ser­vicios de monta, gozaba fama, sin em­bargo, de ilimitada arbitrariedad, desen­frenada vehemencia y terquedad de bron­ce. Zumbón, a fuer de viejo y de déspota, más receloso que convencido de tener ene­migos en la corte, abominaba de aquellos individuos que iban sin descanso de acá para allá, tomándoles resueltamente por

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espías. Aquella vez habíasele atravesado el de la casaca roja, de suerte que tras una tregua bastante regular había tenido que ceder a la cólera para desahogar su bilis

*

Mesina y el mar, sábado 12 de mayo.

Esta mañana nos levantamos los dos de mal humor por haber cerrado el trato con el buque francés para nuestro viaje de regreso movidos a impaciencia por el primer salvaje aspecto de Mesina. Rema­tada favorablemente la aventura con el gobernador, puestos en relación con bue­nas personas, a las que no tenía yo más que darme a conocer más íntimamente, podíamos prometernos la más risueña perspectiva para una estada más larga en la ciudad y una visita a mi banquero, que vivía en el campo, en medio de la más placentera comarca. Kniep, entrete­nido con dos guapos chicos, no deseaba otra cosa sino que persistiera aquel antes aborrecido viento contrario. Hallábamo­nos entre tanto en una situación enojosa, pues teníamos que seguir con el equipaje hecho y apercibidos a partir al primer aviso.

Y como nos llegara ese aviso al me­diodía, hubimos de dirigirnos inmediata­mente a bordo, encontrando en la playa, entre muchedumbre de personas, a nuestro buen cónsul, del que nos despedimos, ex­presándole nuestra gratitud. También el correo amarillo abrióse paso hasta allí, para recoger el fruto de sus payasadas. Gratificámosle y le encargamos comuni­cara a su señor n uestra partida, excusán­dome de comparecer en su mesa, “¡Quien se va está disculpado!", exclamó el hom­bre, y haciendo una extraña pirueta, des­apareció.

Tenía el barco otra traza distinta de la corbeta de Nápoles; pero al alejarnos paulatinamente de la ribera embargó nues­tros ánimos la espléndida vista de la Pa- lazzata, la ciudadela y la montaña que a espaldas de la ciudad se yergue. Al otro

lado, Calabria. Luego, la despejada vista del estrecho, al Norte y al Sur, con una dilatada anchura, de bellas orillas a am­bos lados.

En tanto contemplábamos asombrados todo aquello poco a poco, llamónos la atención a mano izquierda, a regular dis­tancia, cierto movimiento de agua, y a la derecha, algo más cerca, una roca que se destacaba de la costa, aquélla como Caribdis, ésta como Escila . Se ha despo­tricado mucho a propósito de ambos nota­bles escollos, tan distantes uno de otro en la realidad y tan unidos en el poema, so­bre los desvaríos de los vates, sin tener presente que la fantasía de todos los hom­bres sin distinción, cuando quiere imagi­narse tales cosas principales, se las re­presenta más altas que anchas, con lo que confiere a la imagen más carácter, seriedad y dignidad. Millares de veces he oído quejarse a la gente de que un ob­jeto conocido de oídas no satisfaga ya cuando se le ve en la realidad, y la causa de ello es siempre la misma: imaginación y realidad condúcense entre sí como poe­sía y prosa, representándose aquélla las cosas potentes y abruptas, ésta siempre extendidas en la superficie. El más nota­ble ejemplo de ello nos lo ofrecen los paisajistas del siglo XVI comparados con los nuestros. Puesto un dibujo de Jodoco Momper (1) al lado de un apunte de Kniep, nos haría ver con toda claridad el contraste.

Con tales y semejantes pláticas nos en­treteníamos mientras, incluso Kniep, que ya tomara sus medidas para dibujarlas, no encontrábamos lo bastante, amenas aque­llas costas.

A mí volvió a acometerme la desagra­dable sensación del mareo, no viniendo allí a aliviar ese estado la travesía en un cómodo aislamiento, aunque había allí ca­marotes harto capaces para varias perso­nas y no había tampoco escasez de buenos

(1 ) Jodoco Momper es Joos de Momper, de Ámberes (1564-1634), pintor de la escuela flamenca. Sua paisajes son más fruto de la ima- ginación que del estudio de la Naturaleza.

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lechos. Volví a adoptar la posición hori­zontal en la que Kniep, solícito, alimen­tábame con vino tinto y buen pan. En tal situación no podía resultarme nada lisonjero todo nuestro viaje siciliano. A decir verdad, no hablamos visto nada, como no fuere inútiles esfuerzos del gé­nero humano para resistir al poder de la Naturaleza, al solapado embate del tiem­po y al encono de sus propias hostiles divisiones. Cartagineses, griegos y roma­nos, sin contar los muchos pueblos que siguiéranlos, habían edificado y destruido. Selinunte (1) yace metódicamente devas­tada; dos milenios no habían sido parte a derribar los templos de Girgenti, en tanto pocas horas, por no decir momentos, habían bastado para arruinar Catania y Mesina. Más no dejé enseñorearse de mi ánimo a estas consideraciones, realmente morbosas, propias de quien se ve zaran­deado de acá para allá por el oleaje de la vida.

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En el mar, domingo 13 de mayo.

Mi ilusión de llegar esta vez más pron­to a Nápoles, o verme libre antes del mareo, llevóse chasco. Varias veces in­tenté, animado por Kniep, salir a cubierta, pero el placer de tan varia belleza fuéme vedado, y sólo algunos incidentes hicié­ronme olvidar mi vértigo. Estaba todo el cielo cubierto de una nebulosa bruma blanquecina, por entre la que el sol, sin que se pudiera distinguir su disco, irra­diaba su fulgor sobre el mar, que mos­traba el más bello azul que puede verse. Un cardumen d e delfines acompañaba el barco, bogando y saltando, pero sin des­componer su formación. Parecíame como si el flotante edificio, visto por ellos desde la hondura y la distancia cual un punto negro, se les hubiera antojado algún cebo y pitanza grata. Los del barco, cuando

(1) Selinunte fué destruida dos veces por los cartagineses, en 409 y en 263 (antes de Jesu- cristo).

menos, no los trataban como a escolta sino como enemigos; a uno le clavaron el arpón, pero no lo pudieron izar a bordo. El viento manteníase contrario, no pudiendo burlarlo el barco sino bogando en distintas direcciones. Acrecióse la na­tural impaciencia, al asegurar pasajeros expertos que ni el capitán ni el timonel entendían su oficio, teniendo aquél más de mercader que de marino, y no pasando este otro de simple marinero, y siendo ambos indignos de que se les confiara el valor de tantas vidas humanas y tantas mercancías.

Yo les rogué a aquellas personas, por lo demás intachables, que se guardasen para ellas sus temores. Era grande el nú­mero de pasajeros, entre los que había mujeres y niños de diversa edad, pues todo el mundo habíase precipitado al bu­que francés, sin pararse a pensar en otra cosa sino en el salvoconducto de la ban­dera blanca. Yo hice presente que el re­celo y la inquietud habrían de poner a todos en el más penoso trance, cuando hasta allí cifraran su salvación toda en aquel paño incoloro y sin blasón.

Y realmente es bastante notable aquel pico blanco entre mar y cielo como de­cidido talismán. Pues mientras los que parten y los que se quedan salúdanse aún agitando blancos pañuelos, desper­tando con ellos un reciproco sentimiento, antes nunca experimentado, de afectos y amores, que se separan, en esa sencilla bandera conságrase simbolismo análogo, exactamente igual que si uno prendiera su pañuelo en un palo para anunciarle al mundo entero que por el mar les va un amigo.

Sostenido con vino y pan de cuando en cuando, pese al capitán, que exigía co­miese lo que había pagado, pude, sin em­bargo, sentarme sobre cubierta y terciar en muchas conversaciones. Kniep acertó a animarme no tratando de despertar mi envidia ufanándose de la excelente co­mida, como en la corbeta, sino declarán- dome feliz por no tener apetito.

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Lunes 14 de mayo.

Y así transcurrió la tarde, sin que se nos lograran nuestros deseos de arribar al golfo de Nápoles. Lejos de eso, cada vez nos veíamos más empujados hacia el Sudoeste, y aproximándose a la isla de Capri, alejábase el barco más y más de Cabo Minerva. Todo el mundo esta­ba disgustado e impaciente; pero nosotros, que contemplábamos la vida con ojos de pintor, nos dábamos por muy satisfechos, pues al ponerse el sol gozábamos del pa­norama más magnífico que en todo nues­tro viaje nos fuera deparado. A nuestra vista se ofrecían, engalanados con los co­lores más brillantes, Cabo Minerva y las montañas adyacentes, mientras las rocas que hacia el Sur descienden habían toma­do ya una tonalidad azul. Desde el cabo hasta Sorrento extendíase toda la costa iluminada. Podíamos ver el Vesubio, con una inmensa nube de humo apelmazada encima de él, y de la que una larga faja extendíase hada el Oriente, de suerte que podíamos barruntar una erupción fortísi­ma. A la izquierda quedaba Capri, pug­nando por elevarse rígida a la altura; pu­diendo distinguir con toda claridad, a través de la diáfana bruma azulenca, las formas de sus rocosos muros. Bajo un cielo limpio y sin nubes refulgía el plá­cido, apenas estremecido mar, que a favor de una absoluta calma yacía por fin a nuestros pies cual transparente lago. Ex­tasiábamonos ante tan inefable perspecti­va, y Kniep deploraba que todo el arte pictórico no bastase a reproducir aquella armonía, así como también que el más fino lápiz inglés en la mano más diestra fuese incapaz de reflejar aquellas líneas. Yo, en cambio, convencido de que un re­cuerdo todavía mucho más pobre que el que cabía esperar de aquel hábil artista habla de ser muy codiciable en lo futuro, exhortábale a aguzar por última vez ojos y mano, hasta que, al fin, logré persuadirle y trazó uno de sus más exactos dibujos, al que luego dió color, y que representa

un ejemplo de cómo para el arte gráfico no hay nada imposible.

Con ojos igualmente ávidos seguimos la transición de la tarde a la noche. Ante nosotros yacía entonces Capri enteramen­te oscura, y, para asombro nuestro, in­flamóse la nube del Vesubio, así como también su faja nubosa, tanto más cuanto que era más larga, hasta que finalmente vimos refulgir, por no decir relampaguear, un considerable trecho de la atmósfera en el fondo de nuestro cuadro.

Entregados a la contemplación de estas para nosotros tan gratas escenas no ha­bíamos reparado en que estábamos ama­gados de un gran desastre; pero el revuelo que entre el pasaje se produjo no nos dejó ignorarlo mucho rato. Aquella gente, más experta que nosotros en achaques marinos, dirigíanles al capitán del buque y a su timonel amargos reproches, echán­doles en cara que por culpa de su torpeza no sólo habían equivocado el estrecho, sino puesto también en grave riesgo a las personas, géneros y cuanto había en el barco. Informámonos de la causa de aquel alboroto, pues no comprendíamos qué de­sastre podría amenazamos, reinando aque­lla calma chicha. Pero precisamente esa calma era la que desazonaba a aquella gente. “Nos encontramos —decían— en mitad de esa corriente que se agita en torno a las islas, y a través de la cual se lanza hacia las abruptas rocas un oleaje tan lento como irresistible, lleván­donos allá donde ni siquiera hay un sa­liente de un pie de ancho ni ensenada donde podamos salvarnos."

Despertada nuestra atención por tales palabras, contemplamos con horror nues­tra suerte, pues aunque la noche no per­mitía distinguir el creciente peligro, de sobra advertíamos, no obstante, que el buque, fluctuando y cabeceando, íbase acercando a la costa, que, cada vez más oscura, teníamos delante, en tanto sobre el mar aún difundíase leve fulgor vesper­tino. No se notaba en el aire ni el menor movimiento; todo el mundo levantaba en alto pañuelos y cintas, pero ningún indi-

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cio del anhelado soplo se advertía. La multitud volvíase cada vez más alboro­tada y violenta. Ni siquiera se arrodilla­ban las mujeres con sus críos sobre cu­bierta, sino que, no permitiendo la angos­tura del espacio rebullirse en ella, yacían apretujadas unas contra otras. Ellas, más todavía que los hombres, que deliberaban buscando ayuda y salvación, recriminaban e insultaban al capitán. Reprochábanle ahora todo cuanto en el curso del viaje recordaran en silencio: que cobrárales un precio carísimo por un mal camarote, poca comida y un trato, si no hostil, por lo menos grosero. A nadie dignárase darle cuenta de sus actos, e incluso la tarde úl­tima guardara un tozudo silencio sobre sus maniobras. Luego pusiéronles a él y al timonel de tránsfugas del mostrador, que, sin entender jota de marinería, habíanse agenciado por pura codicia la propiedad de un barco, y ahora, por su incapacidad y torpeza, iban a dar al traste con cuan­tos en ellos pusieran su confianza. Ca­llaba el capitán y parecía cada vez más ensimismado, excogitando medios de sal­vación; pero yo, que desde chico tuve más horror a la anarquía que a la muerte misma, no pude callar por más tiempo, lleguéme a ellas y les hablé casi con la misma tranquilidad de espíritu que a los pájaros de Malcesina (1). Híceles notar que precisamente en aquellos momentos con sus gritos y alboroto ensordecían y aturdían a aquellos de quienes todavía era de esperar salvación, de suerte que no podían discurrir ni entenderse unos a otros. “Cuanto a vosotras—dije—, volved en vuestro juicio y elevad vuestras fer­vorosas plegarias a la Madre de Dios, en cuya mano está todo, para que inter­ceda con su Hijo y logre haga por vos­otras lo que antaño hiciera por sus após­toles cuando en el tormentoso mar de Ti- berí ades ya las olas invadían el barco y el Señor estaba durmiendo, hasta que, habiéndole despertado el clamor de los

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(1) Alusión al episodio que hubo de ocu- rrirle con el podestà de dicho pueblo.

acongojados y desvalidos pasajeros, man­dóle en el acto al viento se aquietase lo mismo que ahora podría ordenarle que se mueva, si tal fuere su santa voluntad."

Tales palabras surtieron el mejor efec­to. Una de las mujeres, con la que ya antes de eso conversara yo de temas mo­rales y religiosos, exclamó: Ah! il Barla­mé! benedetto il Barlamé! (1), y arrodi­lladas como ya estaban, rompieron a re­zar la letanía no ya con el consabido fer­vor, sino apasionadamente. Lo que podían hacer con tanta mayor tranquilidad, cuanto que la chusma del buque es­taba ya ensayando un medio de sal­vación que, cuando menos, saltaba a la vista, pues botaron al agua la barca, en la que podrían caber de seis a ocho personas, sujetáronla al buque con una re­cia soga, en tanto los marineros remando pugnaban por tirar de aquél. Por un mo­mento creyeron moverse dentro de la co­rriente, esperando verse a poco a salvo fuera de ella. Pero fuese -que aquellos es­fuerzos acreciesen el contrario poder de la corriente o por alguna otra razón, lo cierto es que de pronto barca y tripulación pendientes de la larga maroma, describie­re»! un arco a la zaga del buque, ni más ni menos que las cuerdas de una fusta cuando el cochero la enarbola. Hubo que renunciar, pues, a esa esperanza. Al­ternaban rezos y lamentaciones, y agra­vóse el espanto de la situación cuando allá arriba, en lo alto de las rocas, los cabreros, cuyas fogatas hacía rato vié­ranse brillar, pusiéronse a lanzar estentó­reos gritos de: “ ¡Abajo ha encallado un buque!" Proferían, además, otras palabras ininteligibles, en las que algunos que co­nocían la lengua creían percibir exclama­ciones de júbilo por el cuantioso botín que para la siguiente mañana prometíanse. Hasta la duda consoladora de si realmen­te se acercaba el buque tanto a las ro-

( 1) ¡Ah Barlamé, bendito sea Barlamé! Posi- b l emente se trata de San Barlaam, que con- virtió a la fe cristiana al príncipe indio Josafat, según la popular novela del medievo, que por aquella época estaba muy extendida en Italia, d o n d e a c a b a b a d e r e im p r im ir s e .

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cas; sólo hubo de disiparse a medias, pues la tripulación asió de grandes varas, para apartar con ellas al barco de las ro­cas en un caso extremo, hasta que final- mente también se quebrasen y toda es­peranza se perdiese. Cabeceaba cada vez más fuerte el buque, parecía aumentar la rompiente, y el mareo que en medio de todo esto había vuelto a tomarme, obligó­me a adoptar la resolución de retirarme abajo, a mi camarote. Tendíme medio atur­dido en mi colchón, pero con cierta grata sensación que parecía venir del mar de Tiberíades, pues con toda claridad cer­níase ante mis ojos la imagen de María, de la Biblia, ilustrada con viñetas en co­bre (1). Y he ahí cómo se conserva el poder de todas las impresiones plástico- morales cada vez más fuerte, siempre que el hombre queda enteramente abandonado a sí mismo. Cuánto tiempo permanecí en esa duermevela, cosa es que no sabría de­cir; pero hubo de despertarme un recio alboroto por encima de mi cabeza; pude percibir claramente que lo producían las grandes cuerdas que arrastraban sobre cubierta, de un lado para otro, lo que me hizo concebir la esperanza de si estarían haciendo uso de las velas. Pasado un rato bajó saltando Kniep y anuncióme que éra­mos salvos, que se había levantado un le­vísimo soplo de aire, y en ese momento hicieron por largar velas, habiendo él también puesto mano en la obra. Nos ale­jábamos a ojos vistas de las rocas, y aun­que no habíamos salido por completo de la corriente, esperábase, sin embargo, que la dominaríamos. Arriba todo estaba tran­quilo; luego llegaron también varios pa­sajeros, que nos anunciaron el feliz desen­lace y se acostaron.

Al despertarme en la mañana del cuar­to día de travesía sentíme remozado y sa­no, de igual modo que me encontrara por la misma época cuando el otro viaje por mar; de suerte que es probable que tam­

(1) Refiérese a la edición en folio de la ver- sión luterana de la Biblia, con 223 viñetas en cobre, editada en 1627 por Mateo Merián, el viejo (1593-1650), libro que Goethe había ho- jeado mucho en su infancia.

bién en otra travesía más larga, con un malestar de tres días, pagase yo mi tri­buto al Océano.

Desde cubierta vi con placer la isla de Capri a regular distancia a un lado, y a nuestro buque siguiendo un rumbo que autorizaba a esperar que podríamos sur- car el golfo, como así fué, al poco rato. Tuvimos luego la alegría, después de no- che tan dura, de admirar, a una luz opues­ta, los mismos objetos que la tarde antes nos encantaran. A poco dejamos tras nos­otros aquellas peligrosas islas de rocas. Si el día anterior habíamos admirado de le­jos la parte derecha del golfo, ahora te- níamos también enfrente los castillos y la ciudad, y a la izquierda, Posilipe y los istmos que se extienden hasta Prócida e Ischia. Todo el mundo estaba sobre cu­bierta, donde un sacerdote griego, muy engreído con su Oriente, contestando a preguntas de los naturales del país, que saludaban con arrobo su tierra espléndida y le preguntaban qué le parecía Nápoles comparado con Constantinopla, contestó­les en tono patético: Anche questa é una città! (¡Esta también es una ciudad!) Abordamos a su debido tiempo al puerto, lleno de gente; era aquél el momento de más tráfago de la jomada. No bien hu­bieron descargado nuestras maletas y de­más bagaje y depositádolos en la playa, cuando en el acto se apoderaron de ellos, a un tiempo mismo, dos mozos de cuer­da, y apenas les hubimos dicho que nos alojaríamos en casa Morisconi (1), cuan­do echaron a correr allá con su carga co­mo con una presa, al punto de no poder nosotros seguirlos con la vista a través de las populosas calles y las bulliciosas pla- zas. Kniep llevaba la cartera bajo el bra­zo, y siquiera habríamos salvado los di­bujos caso de que aquellos mozos de cuerda, menos honrados de lo que suelen serlo los pobres diablos de Nápoles, se nos hubieran llevado lo que la rompiente del mar respetara.

(1) Nombre de la fonda donde se alojó Goethe en su primer viaje, sita en el Largo de Caste o.