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División de poderes

en México, 1997-2003: repensar el modelo

de frenos y contrapesos

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Primera edición, dic. 2009© Gabino Solano Ramírez© Instituto Internacional de Estudios Políticos Avanzados “Ignacio Manuel Altamirano”, Universidad Autónoma de GuerreroAvenida del Espanto 50, Fraccionamiento Hornos Insurgentes.Acapulco, 39350 Guerrero, México.Teléfonos: (744) 4 4575 03 y 4 45 75 04Fax: (74) 44 45 75 04

Derecho Reservados© Quadrivium Editores/Alfredo Castro, editorAmor Secreto 2, Fracc. Granjas MéridaTemixco, 62590 Morelos, MéxicoTel. (777) [email protected]

isbn: 978-607-00-2323-1

Impreso y hecho en MéxicoPrinted and Made in Mexico

Biblioteca UniversitasColección Ciencias PolíticasSerie: Instituciones políticas y formas de gobierno

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Gabino Solano Ramírez

PrólogoRosa Icela Ojeda Rivera

División de poderes en México, 1997-2003: repensar el modelo de frenos y contrapesos

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Prólogo

Hoy en día, a casi una década transcurrida del siglo xxi, la teoría de la división de poderes es cada vez más el centro de atención de especia-listas en la materia, particularmente en el entorno que demanda más democracia en los sistemas presidencialistas de América Latina. Es en este contexto que Gabino Solano Ramírez, ofrece en su obra División de poderes en México, 1997-2003. Repensar el modelo de frenos y contra-pesos, una reflexión ampliamente argumentada interpretando la teoría para aplicarla a un estudio de caso en el que propone un rediseño del marco institucional que regula las relaciones entre los poderes ejecuti-vo y legislativo con nuevas reglas del juego que hagan más gobernable el sistema político.

Actores políticos e instituciones fueron adaptándose a nuevos es-cenarios como ha sido la alternancia en el poder político en México en el ámbito federal y local, donde los partidos han modificado sustancial-mente su comportamiento en esquemas de poder con un ejecutivo más acotado y un legislativo proactivo como se ha dado desde 1997 cuando el partido del presidente no ha alcanzado mayorías parlamentarias. Su discurso y acciones políticas conllevan a revisar el clásico modelo de pe-sos y contrapesos que fue aplicado en la originaria nación estadunidense cuando marcó la pauta que luego intentaron seguir otros países de Amé-rica Latina.

El principal aporte de Gabino Solano en esta obra está en pun-tualizar la disfunción del modelo de frenos y contrapesos en el presi-dencialismo mexicano. La centralización del poder político en la rama ejecutiva no es ya el eje de la política como lo fue durante el periodo de hegemonía priísta y también quedó en el pasado el rol reactivo del poder legislativo, que apenas lo integraba una oposición incipiente dado que la mayor representación parlamentaria correspondía al par-

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8 Prólogo

tido en el gobierno. Su propuesta en este estudio es un ejercicio del poder político más democrático, requiriendo un rediseño institucional que reconozca autonomía a cada rama del poder político sin limitar sus funciones específicas.

Es sin duda un trabajo exhaustivo y coherente en el que el autor aborda desde los orígenes de la monarquía constitucional inglesa para marcar el principio institucional de la división de poderes, pasando por la herencia loockeana que otorgó supremacía al poder legislativo como única institución creadora de leyes con un ejercicio de poder limitado, además de una acción del ejecutivo bajo un estado de derecho en el que la ciudadanía pueda defender sus intereses. La evolución explicativa transita necesariamente hacia la revisión de las tesis de Montesquieu, quien advierte de la necesidad de un equilibrio entre dichos poderes para controlar su poder político y en donde ninguna de estas institu-ciones estaría por encima de la otra. Es un principio más bien en el que se espera la cooperación y coordinación entre ambos poderes. Tal es la cualidad fundamental del modelo de frenos y contrapesos.

Rescatar a los clásicos es un atributo muy oportuno de este trabajo porque gran parte de los pilares institucionales que rigen el comportamiento político-institucional tienen su origen en el legado de estos pensadores. Los cimientos del sistema presidencial que asu-mió México con sus muy variadas modalidades respecto a Estados Unidos son también parte de la teoría de la división de poderes que se recuperó de los federalistas del siglo xviii al proponer un gobierno republicano, federal y representativo. Es así como se configuraron las normativas y facultades de los órganos de gobierno, diseñando sabia-mente, mecanismos para limitar el poder excesivo tanto del ejecutivo como del legislativo.

Particularidades específicas del sistema presidencial en México se impusieron respecto al modelo clásico. El autor de este libro entrete-je elementos históricos y analíticos para explicar un presidencialismo sui generis mexicano, afirmando que el marco institucional no define por sí mismo la dinámica entre ejecutivo y legislativo, sino que son otros factores estructurales o políticos los que han hecho disfuncional al presidencialismo. Tales son las tesis que argumenta apoyándose en algunas líneas de análisis que sostienen teóricos especialistas en el tema

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prólogo 9

y refundando otras, y todas con la vertiente orientada a explicar la complejidad que representa la división de poderes en sus competen-cias e interacción política.

Sobradas son las razones que reafirman la calidad del trabajo de Gabino Solano, quien ve la necesidad de transitar del esquema de frenos y contrapesos del poder político a uno que conlleve a con-sensos mediante la cooperación interpartidaria, una premisa funda-mental en el proceso decisorio que impida los riesgos de ingoberna-bilidad como la parálisis o bloqueo político en la agenda de gobierno principalmente cuando el presidente no tiene los apoyos suficientes en la arena legislativa. De entre sus propuestas está el rediseño de las reglas del juego hacia un poder compartido donde el legislativo asu-ma una mayor participación en las acciones de gobierno, tales como la de crear la figura de gabinete, que de ser ratificada en el Congreso, éste se haría copartícipe de las decisiones y la cooperación puede ser incentivada, al igual que en el caso de la ratificación de los ministe-rios en el gabinete presidencial.

Estas y otras propuestas hace aquí el autor para hacer más efi-ciente el régimen político que está en consonancia con la democra-cia, adaptándose a los cambios internos en las instituciones políticas para renovar su desempeño en los marcos de una gobernabilidad compartida. Sin duda, los aportes que proporciona esta obra son indispensables para repensar el modelo de frenos y contrapesos en la perspectiva de preservar la autonomía del poder ejecutivo y del legislativo, pero siempre interactuando por un México más demo-crático.

Rosa Icela Ojeda Rivera

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Introducción

Los constituyentes mexicanos del siglo xix, inspirados en la experiencia estado-unidense, adoptaron —aunque no las adecuaran suficientemente—1 las principa-les instituciones del modelo federalista2 de división de poderes, de tal forma que el poder político se distribuyó formalmente de manera equilibrada y autónoma entre los poderes ejecutivo y legislativo. La Constitución mexicana vigente de 1917 ratifica, en buena medida, los principios constitucionales básicos de gobier-no conforme al esquema estadounidense de frenos y contrapesos: república federal y representativa, integrada por estados libres y soberanos; una estructura de dis-tribución del poder político equilibrada, autónoma y con facultades de interpe-netración parcial entre los poderes legislativo, ejecutivo y judicial; congreso bica-meral, ejecutivo monista con capacidad de veto; y un poder judicial relativamente independiente. Este esquema se complementa con mecanismos de elección de la representación política y de gobierno en modos y tiempos diferentes.

La implantación de este principio en México tuvo, sin embargo, efectos y trascendencias político-institucionales diferentes a la de Estados Unidos, mientras que en este país el régimen presidencial ha funcionado de acuerdo a una efectiva división de poderes, el presidencialismo mexicano “se funda en la concentración del poder” (Sartori, 2003: 221). ¿Por qué bajo una Constitución que es meramente presidencial, en México se desarrolla un tipo de presidencialismo?3 Esta cuestión ha sido ampliamente atribuida a los poderes extraconstitucionales que ejerció el

1 Tras su independencia, la mayoría de países latinoamericanos eligieron el régimen presidencial de gobierno —al modo estadounidense— “sin que a la elección del régimen político le haya precedido una discusión teórica, sobre la forma más conveniente de adaptarlo” (Ojeda y Ortega, 1998: 79).

2 Las ideas que dieron origen al modelo de frenos y contrapesos se recogen en la célebre obra El fe-deralista (2001). Sus creadores (J. Madison, A. Hamilton y J. Jay), bajo el seudónimo de Publio, los publicaron originalmente en tres periódicos de la ciudad de Nueva York para apoyar la ratifi-cación de la Constitución estadounidense, elaborada en la Convención de Filadelfia en 1787.

3 El término “presidencialismo” —con el que usualmente se designa al régimen de gobierno en México— por su carácter excepcionalmente fuerte, se utiliza para distinguirlo del régimen “pre-sidencial” clásico de tipo estadounidense. Miguel Carbonell explica esta diferenciación apoyán-

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presidente mexicano durante el régimen posrevolucionario. Con reformas legales y la concentración de poderes excepcionales, el presidente y su partido (durante la etapa hegemónica de gobiernos del Partido Revolucionario Institucional, pri)4 terminaron monopolizando los poderes estatales y, con ello, anulando, en los hechos, la división de poderes establecida en la ley fundamental (Carpizo, 2000; Cosío, 1996; Weldon, 2002). La inoperancia de la separación de poderes defor-mó el régimen presidencial de gobierno, transformándolo en un presidencialismo excepcionalmente fuerte, de tipo autoritario, que se caracterizó por la alta concen-tración del poder político en la institución presidencial.

El excepcional régimen autoritario mexicano tuvo en la periodicidad de las elecciones, el ritual electoral, un mecanismo esencial de legitimación. Sin embar-go, en los últimos decenios del siglo pasado, los propios procesos electorales refle-jarían las limitaciones de este arreglo político. En cada elección resultaba evidente que la pluralidad de expresiones políticas en México ya no podía ser amparada por un solo partido o una sola oferta política; las tensiones y el descontento social acu-mulado encontrarían en estos procesos el espacio público ideal de manifestación. El régimen político se cimbró justamente con la cuestionada elección presidencial de 1988, cuando tras una fractura de la coalición gobernante se conformó un gran movimiento opositor de centro izquierda en torno a la emblemática figura de Cuauhtémoc Cárdenas, quien finalmente argumentó que la elección había sido manipulada desde el gobierno para favorecer al candidato presidencial del pri, Carlos Salinas de Gortari. Tras las denuncias del fraude, resultó evidente que “las elecciones ya no eran factor de legitimación sino de crisis” (Ortega, 2001: 275). Desde el gobierno, Salinas de Gortari respondió al desafío opositor flexibilizando el control de los mecanismos de acceso al poder político a través de acuerdos con el conservador Partido Acción Nacional (pan). Así se realizaron sucesivas reformas a las reglas electorales que terminaron por matizar el carácter semiexcluyente y autoritario del régimen. La vía electoral fue el espacio por el cual transitó la incor-poración de reglas más inclusivas al sistema político mexicano.5

El pluralismo político empezó a reflejarse con mayor fuerza en la Cámara de Diputados, en los congresos y gobiernos locales, particularmente en los munici-pios. Este proceso se afianzó con las elecciones legislativas de 1997, cuando el pri perdió la mayoría absoluta en la Cámara de Diputados, y tres años después, con la alternancia en la Presidencia de la República, culminando así el mayor cambio político en la historia del México posrevolucionario: la transición a la democracia.

dose en una formulación de Maurice Duverger, transcribo la cita: “el presidencialismo constitu-ye una aplicación deformada del régimen presidencial clásico, por debilitamiento de los poderes del parlamento e hipertrofia de los poderes del presidente: de ahí su nombre. Funciona sobre todo en los países latinoamericanos que han [adoptado] las instituciones constitucionales de Estados Unidos” (Carbonell, 1994: 138).

4 Cosío Villegas (1996: 22) se refirió a estas dos instituciones como las piezas centrales del sistema político mexicano posrevolucionario.

5 Para un estudio amplio del proceso de reformas electorales véase La transición votada de Rogelio Ortega Martínez (2006).

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La presencia del primer gobierno dividido en 1997 pone fin a la larga época de gobiernos unificados o monopartidistas e incorpora a México al contexto de la lla-mada “normalidad latinoamericana”, donde el multipartidismo combinado con el sistema de gobierno presidencial produce regularmente gobiernos sin mayoría congresional (Jiménez, 2006).

El viejo modelo de convivencia y ejercicio del poder político se agotó, dando lugar a una etapa de mayor competencia por los espacios de gobierno y represen-tación política. En el ámbito federal, la poderosa presidencia imperial perdió pau-latinamente sus facultades metaconstitucionales, mientras que el poder legislativo, tradicionalmente subordinado a las decisiones del presidente, recuperó la posibi-lidad de actuar de manera autónoma y servir de contrapeso a las decisiones del ejecutivo, una práctica inherente al esquema de frenos y contrapesos, pero inexis-tente durante el régimen autoritario. En suma, el cambio político hizo posible el tránsito de una situación política caracterizada por la concentración de poderes en el vértice más alto del poder político o ausencia efectiva de división de poderes, a otra donde por efecto de elecciones más abiertas y competitivas el control de las instituciones se distribuye en diferentes agentes partidistas.

A esta transformación, sin embargo, no le acompañó una revisión profunda a las instituciones heredadas del antiguo régimen. De modo que a diez años de gobiernos divididos la discrecionalidad, las contradicciones y obsolescencias son características salientes del andamiaje legal mexicano. Es ampliamente reconocido que las instituciones políticas vigentes —las reglas del juego6— son instrumentos limitados, o con efectos perniciosos, para el adecuado funcionamiento del nacien-te régimen. Pero, sin duda, el problema de la falta de acuerdos sustantivos o de gran alcance entre los actores políticos es el más relevante, pues dificulta impulsar acciones de gobierno y conformar las mayorías legislativas indispensables para concretar los grandes desafíos de la agenda nacional (Castañeda, 2004; Galaviz, 2003; Woldenberg, 2003). Por tanto, el rediseño del marco institucional, que re-gula la relación entre los poderes ejecutivo y legislativo, constituye una dimensión importante por el impacto que tiene en el proceso decisorio gubernamental y la generación de mayorías en los cuerpos legislativos. Esto equivale a replantear el modelo de división de poderes vigente en México, tal como se ha venido discu-tiendo en América Latina desde los últimos decenios del siglo pasado; reflexionar sobre la pertinencia y consecuencias que han tenido las modificaciones realizadas al modelo de gobierno en algunos países latinoamericanos.

Este debate inició en América Latina tras la crítica seminal de Juan Linz relativa a la rigidez del régimen presidencial para enfrentar una potencial parálisis

6 Parece haber un acuerdo general según el cual las instituciones son básicamente las “reglas del juego” (Goodin, 2001; March y Olsen, 1989; North, 1984). Bajo esta concepción amplia Ma-nuel Palma-Rangel, citando a Przeworski, define a las instituciones políticas como el resultado de la interacción estratégica de actores políticos que compiten por intereses diferenciados. El consenso institucional tiene lugar cuando los actores están de acuerdo en supeditar sus intereses y valores a ciertas reglas del juego (Palma-Rangel, 2003: 193).

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gubernamental (Linz, 1990). Las respuestas que los estudiosos institucionalistas latinoamericanos han formulado al dilema de superar los conflictos de goberna-bilidad y mejorar el desempeño gubernamental en esta región se resumen en tres vertientes. En primer lugar, los que consideran que los regímenes presidenciales son viables en la medida que los presidentes son capaces de desarrollar su agenda en el Congreso, proponen fortalecer los poderes ejecutivos. Sin embargo, esta condición sólo suele conseguirse a través de gobiernos unificados o concentrando poderes legislativos en el ejecutivo. Lo que implica un mayor predominio de esta rama del poder político sobre las restantes (Mainwaring y Shugart, 2002).

En segundo lugar, los partidarios de mantener las instituciones de este mode-lo, sostienen que los controles mutuos —la política de los “poderes reactivos”—, son capaces de prevenir una tiranía de la mayoría, un “gobierno populista” y la formación de “coaliciones redistributivas” socialmente ineficientes. Aunque no precisamente imputables a este esquema de distribución de poderes, lo cierto es que estas dificultades son comunes en el presidencialismo latinoamericano.7

Un tercer enfoque, sostiene que los problemas del presidencialismo, atribui-bles al modelo de frenos y contrapesos, no se resuelven ni con la neutralización mutua de las instituciones ni con el dominio presidencial, sino dando un papel prioritario al Congreso. Lo cual significa reducir los mecanismos institucionales de bloqueo y adoptar fórmulas electorales más inclusivas para ambas instituciones (Colomer y Negretto, 2002; Valadés, 2002).

La línea argumental seguida en este trabajo se orienta en esta última posi-ción, bajo la premisa de que una adecuada configuración de las instituciones que organizan la interacción entre las ramas del poder político puede promover la construcción de acuerdos y limitar la probabilidad de parálisis decisional. Esto es, identificar las condiciones de un nuevo equilibrio institucional, a partir de instrumentos que acentúen los rasgos democráticos de ambas ramas del poder y, además, sean conducentes a la cooperación multipartidista. De modo que sin alterar sustancialmente el modelo de frenos y contrapesos, el equilibrio resulte funcional para la acción de gobierno. De acuerdo con Diego Valadés, esto sig-nifica transformar la estructura del poder sin debilitar a uno o a todos sus órga-nos sino racionalizar8 su ejercicio, garantizando relaciones más simétricas entre el ejecutivo y legislativo. Este equilibrio institucional —argumenta— “requiere de mecanismos eficaces que permitan controlar, sin bloquear, el ejercicio del poder que corresponde a cada órgano, en el que ninguno puede excederse sin que alguno de los otros actúe para corregir el exceso, pero en el que tampoco ninguno pueda

7 Los autores que defiende las bondades de este modelo se ubica dentro de la llamada escuela de la elección pública, que surge a raíz del clásico texto de J. Buchanan y G. Tullock El cálculo del consenso (1993).

8 “El concepto de racionalidad hace inoperante la disyuntiva constitucional entre gobierno fuerte o débil. Es una categoría diferente, conforme con la cual el baremo para medir la eficacia del gobierno no guarda relación con la mayor o menor fuerza de la institución, sino con la mayor o menor racionalidad con que la institución funciona” (Valadés, 2002: 678).

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omitir el cumplimiento de sus funciones sin que otro lo incite a hacerlo” (Valadés, 2002: 677). Como se aprecia, esto no significa apartarse del esquema de frenos y contrapesos, o alterar las condiciones de equilibrio y control institucional, sino de ajustarlo a las nuevas condiciones de pluralidad y exigencias de eficacia decisoria. Cabe decir que estos cambios se insertan en un proceso más amplio de rediseño normativo e institucional del Estado posautoritario en México, para adecuarlo a una lógica de funcionamiento democrático (Cansino, 2004: 58).

Con esta premisa, el propósito de este estudio es mostrar que el actual diseño institucional de división de competencias entre los poderes ejecutivo y legislati-vo dificulta regular adecuadamente el intercambio político, genera resistencias al cambio, una baja efectividad en cuanto a sus resultados y potencialmente pro-mueve una relación más conflictiva entre las instancias y actores con poder de veto.

La investigación se circunscribe en la lógica neoinstitucionalista, sustentada en la revalorización de la dimensión institucional como unidad de análisis en la ciencia política. El marco institucional entendido como el conjunto de reglas, normas prácticas informales y tradiciones, para explicar el funcionamiento de las organizaciones políticas. El análisis de las “reglas del juego” imprime mayor cer-tidumbre al estudio de las relaciones políticas y facilita entender los mecanismos de formación del consenso y la creación de metas colectivas en la sociedad. Dado que la configuración de instituciones nuevas y “mejores” constituye el problema central que enfrentan las sociedades a medida que emergen de un pasado “des-acreditado”, como es el caso de México, parece adecuado, entonces, adoptar una perspectiva de esta naturaleza (Goodin, 2001; Carrillo, 2001; Marsh y Stoker, 1997).

Las instituciones políticas, en este caso, asociadas al modelo de frenos y con-trapesos, sólo constituyen una parte de la explicación de los problemas de funciona-miento de la estructura de gobierno, pues influyen, además, otras variables, como la dimensión partidista, el desempeño económico, las tensiones sociales y hasta cul-turales. Indudablemente, el abordaje de estos temas escapa al objetivo del trabajo, pero son relevantes, porque determinan de alguna manera el comportamiento y las decisiones de los actores políticos con capacidad de veto.

En todo caso, la pretensión teórica del trabajo se circunscribe a identificar las limitaciones del modelo federalista de frenos y contrapesos en el novedoso contexto de gobiernos divididos en México. Aportar a la literatura que aborda las modificaciones esenciales que pueden transformar la rigidez de la estructura institucional de distribución de poderes, identificando aquellas modificaciones que mejor contribuyen a superar el dilema de la conformación de mayorías, a través del acuerdo político o, al menos, que promuevan la decisión en torno a los temas más trascendentes de la agenda nacional. Es un hecho que los problemas del país no se resuelven con redistribuir modelísticamente las facultades de las ramas del poder político, aun cuando éstas sean acertadas, o se redefina todo el entramado institucional del Estado mexicano, pero sí constituye uno de los ejes, tal vez el más importante, para limitar en clave democrática los potenciales pro-

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blemas de gobernabilidad del país. Por otro lado, también se requiere profundizar en las consecuencias que tendría en la práctica institucional la implementación de cualquiera de las medidas que aquí se sugieren, lo que implica el rediseño de los microprocesos político-institucionales tendiente a modificar la conducta y valores de los agentes responsables de esos organismos.

En el desarrollo de este estudio se ha seguido un método de tipo pluralista al combinar la descripción y la comparación diacrónica. En el plano descriptivo se revisa la evolución que ha tenido el principio de división de poderes a través de los principales esquemas teóricos, así como su implementación en los textos más relevantes de la historia constitucional mexicana. El caso objeto de estudio (la lvii y lviii legislatura) permite realizar un ejercicio comparativo entre las dos primeras legislaturas que han combinado mayorías diferenciadas y gobiernos de partidos distintos (el pri al frente del ejecutivo en la lvii y el pan durante la lviii legislatura), lo que hace posible evaluar el impacto del diseño institucional aquí estudiado en el resultado político.

El trabajo se divide en tres capítulos generales, a su vez, cada uno de ellos se subdivide en tres apartados. La temática tratada en cada capítulo está dividida de modo tal que el lector interesado podrá realizar una lectura separada de los tres apartados sin perder la secuencia del argumento central aquí tratado.

En el primer capítulo se aborda la evolución histórica del principio de divi-sión de poderes, el “principio institucional” de organización del poder estatal en-tre las dos instituciones más importantes del sistema político contemporáneo: el poder ejecutivo y el poder legislativo. A riesgo de simplificar, para la formulación clásica de este principio, se utiliza la clasificación binaria de Aguilar Rivera (2002) que identifica la oposición entre una interpretación funcional y otra fundada en un esquema de frenos y contrapesos; la primera tesis afirma que la división de poderes supone una separación funcional, donde cada rama de poder asume y ejerce sus funciones específicas sin interferencia de los otros poderes; y, la segun-da, asegura que los poderes del Estado se dividen bajo un esquema de controles y equilibrios mutuos, es decir, que cada rama pueda tener interferencia parcial en el funcionamiento de las otras, sin detrimento de su autonomía. La segunda inter-pretación es la más relevante, de modo que para describir el tránsito del denomi-nado modelo de límites funcionales al esquema de equilibrios y controles mutuos se incorporan las formulaciones clásicas de John Locke, para luego desarrollar la tesis seminal de Montesquieu, fuente de la segunda explicación, y de los federalistas estadounidenses forjadores del primer experimento constitucional inspirado en este principio.

La preocupación central que motivó a estos pensadores desarrollar un esque-ma institucional de esta naturaleza era la necesidad de garantizar la libertad polí-tica de los gobernados, frente a la tiranía y el despotismo de los gobernantes. Esta finalidad se lograría —argumentó Montesquieu— mediante la configuración de un gobierno moderado y representativo en el que distintos poderes realicen fun-ciones diferentes y se limiten recíprocamente entre sí. La vieja convicción de la tradición clásica —liberal, republicana y democrática— de que el poder político

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no debía estar concentrado, alcanzó su más clara expresión en las formulaciones de los “padres fundadores” del sistema político estadounidense. Los federalistas desarrollan una respuesta diferente al viejo dilema que sigue preocupando a los teóricos de las formas de gobierno: el deseo de crear una unidad política que fun-cione con la suficiente efectividad y, a la vez, limite y controle al poder creado, como garantía para la protección individual ante su eventual abuso.

La segunda parte está dedicada a exponer el marco histórico, normativo e institucional del poder político en México; particularmente aquellas institucio-nes que regulan la relación entre los poderes ejecutivo y legislativo. A manera de antecedente se realiza un breve recorrido histórico de la evolución del principio de división de poderes, sustentado en el modelo de frenos y contrapesos, en los principales arreglos constitucionales (las Constituciones de 1824, 1857 y 1917). En seguida se explican los mecanismos institucionales para el control del poder político, así como los “motivos” madisonianos que tienen los poderes ejecutivo y legislativo para contrapesarse mutuamente: la iniciativa legislativa, el poder de veto, el juicio político, las facultades legislativas extraordinarias y algunas reglas electorales.

En el tercer apartado se da seguimiento al trascendente cambio político de gobiernos unificados a gobiernos divididos inaugurados en México en 1997, así como las implicaciones que este proceso tiene para la relación entre los poderes ejecutivo y legislativo. Se precisan las limitaciones del diseño institucional para regular adecuadamente el intercambio político en un contexto multipartidista. Luego se hace una revisión del debate en torno a los cambios institucionales que se han propuesto en los últimos años para modificar el sistema de distribución del poder político mexicano. El sentido que orienta los cambios es reducir los meca-nismos de bloqueo sin detrimento del pluralismo político. Se realiza un recuento sobre las principales propuestas de modificaciones a las instituciones que regulan la relación entre los poderes legislativos y ejecutivos, así como a las reglas electo-rales para la integración de ambas instituciones. Al final, y a modo de conclusión, se tratan aquellas modificaciones esenciales sobre las que parece existir un cierto consenso, y que permiten afianzar los objetivos aquí trazados.

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****Por último, quiero agradecer a la Universidad Autónoma de Guerrero la

oportunidad que me brindó para realizar mis estudios de maestría en el Instituto Internacional de Estudios Políticos Avanzados, “Ignacio Manuel Altamirano”. Al claustro de profesoras y profesores del iiepa-ima, en particular a mi tutora, Rosa Icela Ojeda Rivera, por sus exigencias y profesionalismo para guiarme en el intrin-cado proceso de entender los procesos de reforma y cambio político-institucional en México; a Rogelio Ortega Martínez, director del instituto, por todo su apoyo para que este proyecto pudiera tener un final feliz; a Margarita Jiménez Badillo, Raúl Fernández Gómez, César Cansino Ortiz, Fernando Bazúa Silva, Secundino González Marrero, Narda Alcántara Valverde y Manuel Ángel Rodríguez, quienes en algún momento tuvieron la gentileza de leer y hacer valiosas sugerencias a los primeros reportes de este trabajo. A Lorenzo Ayora por su noble apoyo de revisión ortográfica.

En el plano personal, ningún trabajo es posible sin que se conjuguen virtuo-sas circunstancias, en mi caso sólo quiero mencionar dos: el hecho de que siendo rector de la Universidad Autónoma de Guerrero, Florentino Cruz Ramírez me haya apoyado para combinar centro de estudios y de trabajo; y, por supuesto, el incondicional sostén afectivo y solidario de mi querida esposa Martha Paulina Galeana Vázquez.

A todas y todos ustedes mi sincero reconocimiento, el trabajo que tienen en sus manos es, en gran parte, su obra, no obstante, los errores u omisiones son responsabilidad absoluta de quien suscribe.

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i. Evolución del principio institucional de división de poderes

La evolución del principio de división de poderes, en tanto proceso histórico, ha conformado una variedad de relaciones formales entre las ramas del poder polí-tico en diferentes sistemas constitucionales. Los procesos institucionales en que se insertan las formulaciones doctrinales de este principio son, esencialmente: la experiencia constitucional inglesa de los siglos xvii a xix, que tuvo su correspon-dencia en varios países de Europa continental, y la estadounidense de finales del siglo xviii, que influyó decididamente en la mayoría de los países de América Latina, luego de su independencia de la corona española.

En el caso de Inglaterra, significó un cambio político-institucional del pre-dominio de la monarquía a la preeminencia del Parlamento. Este proceso incluyó, primero, la limitación de los poderes legislativos del monarca, especialmente en el tema de los impuestos; luego, la independencia del Parlamento respecto de la Corona asumiendo plenos poderes legislativos; y, por último, la elección del primer ministro y el control del gabinete por el Parlamento. En Estados Unidos, esta evolución representó la sustitución del monarca por un presidente electo, que mantuvo el poder de nombrar y destituir al gabinete, pero, sujeto a controles institucionales por el Congreso, que es elegido por separado.

Así surgen los modelos clásicos de relación formal entre las instituciones políticas: parlamentarismo y presidencialismo. Cabe agregar que la posterior in-geniería constitucional creó una fórmula intermedia entre estos sistemas: el semi-presidencialismo. Bajo este diseño el primer ministro y su gabinete dependen de la Asamblea (como en los regímenes parlamentarios), pero el presidente es elegi-do directamente y tiene poderes ejecutivos importantes (como en los regímenes presidenciales). Esta fórmula “semipresidencial” fue experimentada por primera vez en Alemania (1918) y más tarde reinventada en Francia (1958-62) durante la instauración de la Quinta República (Colomer, 2001: 163).

Este estudio no pretende realizar un análisis exhaustivo de los orígenes doc-trinales de la teoría de división de poderes, como tampoco tratar los procesos institucionales a que dieron lugar, porque no es el objeto central del trabajo,

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sino centrarse sólo en las formulaciones de este principio que han resultado pa-radigmáticas para la teoría política y la construcción del Estado liberal, a saber: las aportaciones de John Locke, Montesquieu y los federalistas estadounidenses —Madison, Hamilton y Jay.9

1. John Locke: modelo de límites funcionales

John Locke (Wrington, Somerset, Inglaterra, 1632-1704) es considerado el principal ideólogo de la llamada Revolución Gloriosa inglesa de 1688; vivió uno de los periodos más álgidos de la historia de aquel país: la decapitación de Carlos I (1649) y la república de Cromwell; la restauración de la monarquía de los Estuardo en 1660 y, tras su caída en 1688, la instauración de la monarquía constitucional con Guillermo de Orange. De esta experiencia histórica Locke ex-trae sus primeras formulaciones teóricas que tendrían una doble finalidad, “tanto a combatir la constitución política de la monarquía absoluta como, y quizá sobre todo, a prescribir principios a aplicar en la conformación estructural y funcional del nuevo modelo político que debería construirse: el Estado liberal”10 (Blanco, 1988: 35). Propósitos que resultaban claramente prioritarios para el movimiento liberal inglés en los momentos previos al cambio político que dio lugar a la revo-lución de 1688.

En este apartado se explora, aunque brevemente, el contexto histórico de la Inglaterra que vive Locke; luego, el contexto analítico del que emerge la noción de separar los poderes del Estado, sin lo cual seguramente perdería significación y trascendencia la contribución lockeana al acervo de la ideología liberal y el consti-tucionalismo moderno; al final se expone con más detalle el esquema institucional de división de poderes que propone el filósofo inglés.

Contexto histórico

El largo proceso de acumulación de poderes en la Corona, es un hecho que transformó profundamente el sistema político inglés. Con la dinastía Tudor los monarcas se aseguraron definitivamente el monopolio de la violencia pública y privada. El descontento de los propietarios aristócratas ante el ilimitado poder regio derivó en la guerra civil a mediados del siglo xvii. Sin embargo, a pesar de que Cromwell eliminó la monarquía absoluta, con la ejecución de Carlos I y la proclamación de la República, la situación política de Inglaterra siguió siendo convulsa. A la inestabilidad política del primer experimento republicano contri-buyeron numerosos acontecimientos que terminaron en un nuevo intento de la dinastía Estuardo por restablecer el absolutismo.

9 Respecto a la paternidad de este principio Roberto Blanco Valdés, citando a Nuno Picarra, plan-tea que “no existen hoy discusiones de importancia respecto de la paternidad de ambos autores del principio de la separación de poderes, aunque sigue siendo objeto de debate el carácter de la aportación de Locke en relación con la de Montesquieu” (Blanco, 1998: 36).

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i. Evolución del principio institucional de división de poderes 21

La República de Cromwell, efectivamente, no logró resolver las dos cues-tiones centrales que habían suscitado la guerra civil: la religión y la propiedad. Después de la restauración de la monarquía en 1660, el Parlamento continuó preocupado por los mismos problemas. En primer término, lo relativo al asunto religioso siguió suscitando temores entre los segmentos liberales de la sociedad inglesa, por las simpatías de la familia real con la religión católica en detrimen-to de la protestante; y segundo, quizá de mayor relevancia para este estudio, lo relacionado con el derecho a las propiedades. Los ingleses querían estar seguros de que podían controlar el poder de los monarcas para aumentar los impuestos. Estas preocupaciones estaban fundadas en “la pretensión regia de ejercer un go-bierno por prerrogativa y de gravar con impuestos sin el consentimiento expreso del Parlamento, [esto] se consideraba, efectivamente, como un tipo de gobierno arbitrario; y éste último a su vez, se asociaba en la mente del pueblo [inglés] con el catolicismo” (Hampsher-Monk, 1996: 91), tal situación conduciría a un cre-ciente enfrentamiento entre la Corona y el Parlamento que derivaría en una nueva crisis revolucionaria.

La constitución mixta inglesa,11 que se adoptó con la restauración de los Es-tuardo, permitiría apenas un equilibrio inestable entre la Corona y el Parlamento. El compromiso entre la aristocracia y la nobleza aplazó la decisión definitiva entre el principio monárquico y el principio representativo, es decir, la definición acer-ca del fundamento de la autoridad legítima. Los círculos liberales, alrededor del conde de Shaftesbury12 —mecenas de Locke, de quien fue médico, socio político y amigo personal— defendieron en el Parlamento la cuestión de establecer límites a la prerrogativa regia, argumentando que “el poder de prerrogativa que tenía el

10 J. Locke identifica el término Estado con el de República para referirse al cuerpo político de una nación, cualquier comunidad política independiente. Dado que le otorga la supremacía en ese cuerpo político al poder legislativo sobre todos los demás poderes (en su clasificación, los otros poderes son el ejecutivo y federativo), la forma del gobierno civil que adopte cualquier Estado (democracia, oligarquía o monarquía) será de acuerdo a la característica que asuma ese poder (Locke, 1988: 77).

11 Inspirada en la teoría clásica del gobierno mixto —que plasmó Polibio en su Historia— es una fórmula institucional que buscó el equilibrio combinando lo mejor de las formas simples de gobierno: aristocracia, democracia y monarquía. De este modo el poder se distribuye, no de acuerdo a las funciones públicas —tal como lo prescribe el principio de división de poderes— sino a través de las fuerzas sociales o estamentos: el pueblo, la aristocracia y la nobleza, con el fin de contrarrestar la relativa inestabilidad que habían demostrado las formas de gobierno simple. Para Norberto Bobbio, esta teoría “afirma que el gobierno óptimo es aquel en el que el poder soberano está distribuido entre órganos distintos que colaboran entre sí, representando a cada uno de los tres diversos principios de todo gobierno [el monarca, los nobles y el pueblo]” (Bobbio, 1988: 131).

12 Acerca de la influencia de Shaftesbury —uno de los más importantes políticos ingleses del siglo xvii— en las ideas políticas liberales de Locke, Colomer escribe: “todo parece indicar que fue sobre todo el trabajo de Locke a su lado, confeccionando informes, discursos y leyes sometidas a deliberación parlamentaria, atendiendo a la correspondencia del político, asistiendo a sus mítines y convirtiéndose en el tutor de su nieto, lo que catalizó su pensamiento” (Colomer, 1991: 15).

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rey o, de hecho, cualquiera de sus otros poderes sólo habían de ser utilizados en función del interés público, siendo el Parlamento el único juez de ese interés” (Hampsher-Monk, 1996: 92).

La crisis revolucionaria estalló a raíz de la presentación de un proyecto de ley de exclusión de los católicos de la sucesión al trono de Inglaterra,13 cuya fi-nalidad era excluir a Jacobo, duque de York, por su inclinación confesional. La iniciativa implicaba que el Parlamento cambiara o dejara de lado una regla que era fundamental para el concepto mismo de monarquía: la sucesión hereditaria. El catolicismo de Jacobo y los intentos de algunos parlamentarios para excluirle condujeron al debate acerca de los fundamentos de la autoridad política y de la obligación. La cuestión relevante era si el Parlamento tenía el derecho o facultades para oponerse a un soberano y, de ser así, en qué circunstancias. El intento de ex-cluir a Jacobo finalmente fracasó cuando Carlos disolvió el Parlamento en 1679. Jacobo II, un rey católico, asumió finalmente la Corona en un nuevo intento por restaurar el absolutismo; a finales de su reinado había concentrado todos los ele-mentos de poder y prescindido de las instituciones representativas. Después de va-rias conspiraciones fracasadas, Shaftesbury y la mayoría de los liberales se exiliaron en Holanda, Locke siguió el mismo destino en 1683 para no regresar a Inglaterra hasta la salida de Jacobo II, con la gloriosa revolución de 1688 y la instauración de la monarquía constitucional encabezada por los Orange.

En la época de la “crisis de exclusión”, y sobre todo tras el fallecimiento del Conde de Shaftesbury en Holanda, Locke comenzó a trabajar lo que sería su obra intelectual más relevante para el propósito de este estudio: Dos tratados —o se-gundo ensayo— sobre el gobierno civil (publicado en 1690).14 En general sus obras políticas adquirieron gran influencia en la doctrina liberal, cuyas preocupaciones giraban en torno a los derechos del rey y del Parlamento; la crítica de la persecu-ción religiosa; los fundamentos de la obligación política; el problema de la obe-diencia individual a las leyes y los gobiernos y, correlativamente, de lo contrario a la obediencia, la resistencia. Como aquí se ha mencionado, es una época en que la teoría del gobierno mixto gozaba en Inglaterra de un notable arraigo, liberales y realistas actuaban en el marco de las limitaciones legales vinculada a la noción del equilibrio, por cierto inestable, de la Constitución inglesa. “Lores y Comunes estaban ‘coordinados’, entrelazados de un modo tan sutil que ninguna parte podía afirmar una primacía total, y tampoco ninguna parte podía actuar en ausencia de la otra. No obstante, al mismo tiempo y del mismo modo, cada parte era ‘inde-pendiente’ en su estatus o condición en el sentido de que no era responsable de las otras” (Hampsher-Monk, 1996: 96). Por consiguiente, aunque los opositores liberales reconocían la condición independiente del monarca —aunque “coor-dinada” respecto al Parlamento— deseaban poder emplazarle para que rindiera

13 Hecho conocido como la crisis de exclusión (Colomer, 1991: 15).14 Escritos también importantes fueron, entre otras obras, Carta sobre la tolerancia y Ensayo sobre

el entendimiento humano (publicados en 1689 y 1690, respectivamente).

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cuentas; igualmente, los realistas reconocían los límites constitucionales al poder del rey, pero se orientaban a reafirmar la primacía del absolutismo regio.15

El diseño político —por usar un término de la literatura politológica recien-te— inherente a la constitución mixta nació, según lo expone Roberto Blanco, “no de la exigencia de dividir el poder unitario del Estado sino, precisamente, de la idea opuesta, de la exigencia de componer una unidad política de los diversos estamentos y órdenes que servían de base a las monarquías feudo-estamentales”, es decir, alejada de toda voluntad de reparto del poder (Blanco, 1988: 47). De modo que la doctrina de la separación de poderes es formulada por primera vez durante la guerra civil y la experiencia republicana inglesa, como alternativa a la teoría del gobierno mixto. La disociación entre el principio de la división del poder y el diseño político de la monarquía inglesa culminó, con la revolución gloriosa, a favor de las aspiraciones liberales de abolir el derecho divino del rey —el absolutismo regio—, y establecer por vez primera el predominio parlamentario en un sistema político. En síntesis, siguiendo a Roberto Blanco, “la aprobación del Bill of Rights en 1689 significaría la definitiva instauración de la monarquía constitucional en Inglaterra y, con ella, el establecimiento del principio político-constitucional de la separación de poderes” (Blanco, 1988: 48).

Contexto analítico

John Locke forma parte de la tradición filosófica iusnaturalista o “escuela del derecho natural”, que trata el problema del fundamento y la naturaleza del Estado considerando al contrato social como el origen del poder político estatal. Locke aporta a esta escuela su concepción de que el origen convencional o contractual del poder político estatal16 es el consentimiento; éste —argumenta— constituye el único principio de legitimación de la sociedad política,17 es el fundamento de su autoridad y, por tanto, de la obligación de obediencia. En palabras de Locke: “cuando cualquier número de gentes hubieren consentido en concertar una co-

15 Entre las obras utilizadas para apoyar los argumentos de la supremacía regia, la más impor-tante fue la de Robert Filmer: Patriarca o el poder natural de los reyes, en donde asegura que la autoridad política es —correctamente comprendida— patriarcal. Locke replica a Filmer en sus ensayos, en el contexto ya mencionado de la crisis de exclusión y la disolución resultante del Parlamento inglés (Hampsher-Monk, 1996: 97 y ss).

16 La concepción lockeana de poder político, se circunscribe en la tradición clásica que distingue a esta categoría de otras que suponen el poder de un hombre sobre otro hombre: el poder pater-no y el poder despótico. De este modo, el poder político “es el que cada hombre poseyera en el estado de naturaleza y rindiera a manos de la sociedad, y, por tanto, de los gobernantes que la sociedad hubiere sobre sí encumbrado; y con ello el tácito o expreso cargo de confianza de que dicho poder sería empleado para el bien de los cesionarios y la preservación de la propiedad” (Locke, 1988: 106).

17 Igualmente la sociedad política en Locke “es aquella en que cada uno de los miembros haya abandonado su poder natural, abdicando de él en manos de la comunidad para todos los casos que no excluyen el llamamiento a la protección legal que la sociedad estableciera” (Locke, 1988: 49). Tema ampliamente abordado en el capítulo 8 del Ensayo.

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munidad o gobierno, se hallarán por ello asociados y formarán un cuerpo políti-co, en el que la mayoría tendrá el derecho de obrar y de imponerse al resto, […] lo que sólo ha de ser —aclara— por voluntad y determinación de la mayoría. Así pues, cada cual está obligado por el referido consentimiento a su propia restric-ción por la mayoría” (Locke, 1998: 57). El consentimiento es la característica esen-cial, que distingue a la sociedad política de la sociedad doméstica o la señorial, “lo que equivale a decir —sintetiza Bobbio— que el gobernante, a diferencia del padre y del señor, necesita que su autoridad haya sido consentida para que se considere legítima” (Bobbio, 1988: 116).

El objeto del contrato social es “transferir al Estado todos o algunos de los derechos que tiene el hombre en el estado de naturaleza, por lo que el hombre na-tural se convierte en hombre civil o ciudadano” (Bobbio, 1988: 124). Para Locke la transferencia de estos derechos es limitada, pues —argumenta— lo único que falta al estado de naturaleza para ser un estado perfecto es la presencia de un juez imparcial, de una persona que pueda determinar a quién asiste la razón y a quién no sin ser parte del asunto. De esta manera el ciudadano al entrar en el estado civil renuncia sustancialmente a un único derecho, el de tomarse la justicia por su propia mano, y conserva todos los demás, en primer lugar, y sobre todo, el derecho de propiedad, que entre otras cosas es garantía de otro derecho irrenunciable: la libertad personal.18

Fines y límites al poder político

Locke propone limitar el ámbito de competencias del estado civil a garanti-zar lo que considera como insuficiencias fundamentales del estado de naturaleza: a) la ausencia de decisión sobre las controversias entre los individuos, en un marco de imparcialidad y tolerancia; y, sobre todo, b) la falta de garantías para preservar la propiedad. La finalidad del poder político estatal es salvaguardar el derecho a la vida, la libertad y las posesiones de los seres humanos, en sus términos: “el fin mayor y principal de los hombres que se unen en comunidades políticas y se po-nen bajo el gobierno de ellas, es la preservación de su propiedad; para cuyo objeto faltan en el estado de naturaleza diversos requisitos”. Las cosas que faltan en el estado de naturaleza constituyen lo que podría denominarse como las funciones sustantivas del Estado: en primer lugar la función normativa, el establecimiento de “una ley, conocida, fija y promulgada” que permita resolver cualquier controver-sia; en seguida la función judicial, “un juez conocido e imparcial, con autoridad para determinar todas las diferencias según la ley establecida”; por último, la fun-ción coactiva, “el poder que sostenga y asista la sentencia, si ella fuere recta, y le dé oportuna ejecución” (Locke, 1988: 73-74; Blanco, 1998: 51).

18 La mayor preocupación de Locke, al justificar el tránsito de los hombres del estado de naturaleza al de sociedad, fue, sin duda, la preservación de la propiedad. La concepción de este derecho es, en el más amplio sentido, todo “aquello de que los hombres disfrutan sobre sus personas lo mismo que sobre sus bienes” (Locke, 1988: 107).

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En el razonamiento lockeano, sobre el origen y los fines del Estado, la ley tie-ne una posición sobresaliente como garantía no sólo de la propiedad sino también de otro bien supremo: la libertad. En tal sentido la libertad sólo es garantizada por la ley: “la libertad del hombre en sociedad consiste en no hallarse bajo más poder legislativo que el establecido en la nación por consentimiento, ni bajo el dominio de ninguna voluntad o restricción de ninguna ley, salvo las promulgadas por aquel según la confianza en él depositada” (Locke, 1988: 15). Para el filósofo inglés, la ley deberá ser general, abstracta y definida por la rama del poder preponderante o supremo en el gobierno civil: el poder legislativo.19 De este modo, una aspiración central en la construcción institucional lockeana es que la existencia y ejercicio del poder político estatal debe estar limitado por la ley. La concepción de un gobierno sometido al imperio de la ley —rule of law— tendría como corolario la posterior exigencia de separar los poderes del Estado.20

La afirmación de la supremacía del poder legislativo, por su facultad de hacer las leyes, sobre los otros poderes constitutivos del Estado no impedirá la existen-cia de limitaciones a su ejercicio. Esto pone de relieve para la línea argumental aquí sostenida, que para lograr el mantenimiento de los fines del Estado se exige inevitablemente la limitación del poder político en cualquier forma de gobierno. En el capítulo 11 del Ensayo, Locke aborda las limitaciones al supremo poder legislativo, en su propia formulación, éstas se concretan en torno a cuatro ele-mentos esenciales, que a su parecer todo gobierno legal y legítimo deberá poseer. En primer lugar, que “el poder legislativo ni es ni puede ser en modo alguno, absolutamente arbitrario sobre las vidas y las fortunas de las gentes”, pues, siendo un poder limitado a procurar el bien público de la sociedad, jamás puede tener el derecho de destruir, esclavizar o empobrecer premeditadamente a los individuos, lo cual se traduce en la necesidad de que el poder legislativo actúe guiándose “por leyes promulgadas y establecidas, que no han de variarse en casos particulares”, cuya primordial finalidad es la preservación de la libertad y la propiedad.

Una segunda limitación viene dada por el hecho de que la autoridad legis-lativa tiene que proceder por leyes generales y públicas, y sirviéndose de jueces autorizados, “no mediante decretos extemporáneos y arbitrarios”, de tal forma que los individuos que las deciden tienen que estar sujetos a esas mismas leyes que

19 El poder legislativo es moralmente superior porque establece las reglas a las que la comunidad debe adherirse como un todo. Sobre las propias limitaciones a este poder, así como el problema del control y la limitación del poder del Estado, Locke dedica los capítulos 11 y 12 de su Ensayo (pp. 79-90).

20 “Desde entonces puede decirse que el Estado de Derecho se fundamenta en la aspiración a que los hombres sean gobernados por leyes y no por otros hombres” (García, 2000). De acuerdo con Leo-nardo Morlino, el rule of law deberá contener algunas características fundamentales para cualquier orden civil (constituye, además, uno de los elementos claves para medir las calidades de las demo-cracias contemporáneas), “el gobierno de la ley no es sólo el reforzamiento de normas legales, sino que se refiere más bien al principio de la supremacía de la ley […], y supone al menos la capacidad, aún si es limitada, para hacer que las autoridades respeten las leyes y para tener leyes de dominio público, universales, estables y precisas no retroactivas” (Morlino, 2005: 40).

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gobiernan a cualquier otro; es, pues, la afirmación del principio de legalidad o, en términos recientes, del estado de derecho.

La tercera limitación se concentra en el principio de libertad económica, argumentando que “el poder supremo no puede quitar a hombre alguno parte alguna de su propiedad sin su consentimiento. Porque siendo la preservación de la propiedad el fin del gobierno, en vista del cual entran los hombres en sociedad, supone y requiere necesariamente que el pueblo de propiedad goce, [por lo] que a nadie asiste el derecho de quitárselos, sin su consentimiento” (Locke, 1988: 79). Esta limitación significa que el gobierno no puede apropiarse, a través del sistema de fiscalización, de las propiedades de los individuos.

Por último, Locke sostiene que el poder no puede delegar sus poderes, tal como sucede cuando se concentran facultades legislativas en las otras ramas del poder estatal, “el poder legislativo no puede ni debe transferir la facultad de hacer leyes a nadie más, ni transportarlo a lugar distinto del que el pueblo hubiere de-terminado” (Locke, 1988: 80-85).

Separación funcional y relación entre poderes

Las limitaciones antes enumeradas —la prohibición del ejercicio absoluto y arbitrario del poder legislativo, la afirmación de los principios de legalidad y liber-tad económica y la imposibilidad de delegar el poder legislativo— prefiguran la necesidad de establecer mecanismos institucionales que posibiliten la efectividad de tales limitaciones al poder político estatal,21 El planteamiento central de Locke respecto al problema del control y la limitación del poder terminará justificando la necesidad de separar las funciones de legislación y ejecución en dos órganos diferentes, que sirva para salvaguardar el cumplimiento de las finalidades por las que fue constituida la sociedad política: la conservación de la libertad y de la propiedad.22

Locke escribe sobre la necesidad de mantener al poder legislativo en su ámbi-to funcional, de tal forma que no pueda ejercer la ejecución de las leyes, “porque podría ser sobrada tentación para la humana fragilidad, capaz de usurpar el poder, que las mismas personas a quienes asiste la facultad de legislar, a ella unieran la de la ejecución para su particular ventaja, cobrando así un interés distinto al fin de la sociedad. Así, pues, en las repúblicas bien ordenadas, donde el bien del conjunto es considerado como se debe, el poder legislativo se halla en manos de diversas personas”. Igualmente exigirá que para cumplir las funciones del Estado, el po-der ejecutivo deberá estar funcionalmente definido por su misión de ejecución, separado de la función de legislar: “por disponer las leyes, de fuerza constante y

21 Temática tratada en el capítulo 12 del Ensayo (pp. 87-89).22 La justificación de la necesidad de separar los poderes legislativo y ejecutivo del Estado procede

del mismo pesimismo antropológico de tipo hobbesiano, en la tradición iusnaturalista (que también había servido a Locke para justificar el tránsito del estado de naturaleza al de sociedad): la posibilidad de abuso del poder por parte de sus titulares.

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duradera, y necesitar de perpetua ejecución, menester será que exista un poder inin-terrumpido que atienda a la ejecución de las leyes en vigencia. Así acaece que aparez-can a menudo separados el poder legislativo y el ejecutivo” (Locke, 1988: 87).

El diseño del Estado no se agota en la dicotomía legislativo-ejecutivo. Locke incorpora a estos poderes lo que él mismo llamará poder federativo, esto es, “el poder de paz y guerra, ligas y alianzas y todas las transacciones con cualquier per-sona y comunidad ajena a tal república”. A diferencia de la necesaria separación orgánica entre el poder ejecutivo y el poder legislativo, Locke plantea que el poder ejecutivo y federativo, por más que sean funcionalmente diferentes, deben atri-buirse a un órgano común: “esos dos poderes, ejecutivo y federativo, aun siendo realmente distintos en sí mismos porque uno comprende la ejecución de las leyes interiores de la sociedad sobre sus partes y, el otro, el manejo de la seguridad de in-tereses públicos en el exterior, con la consideración de cuanto pudiere favorecerles o perjudicarles, se hallan, sin embargo, casi siempre unidos” (Locke, 1988: 88). De ahí que la diferencia “entre los poderes ejecutivo y federativo es meramente funcional”, pues sólo refleja expresiones diferentes, uno interno y otro externo, del poder de ejecución (Blanco, 1988: 58).

Cabe mencionar la peculiar ausencia del poder judicial en la definición loc-keana de los poderes del Estado. Roberto Blanco, citando a Bobbio, argumenta que esta característica no es cualitativa, pues la función de establecer el derecho está dada a los legisladores, siendo irrelevante que éstos lo hagan de forma abs-tracta, y los jueces en casos particulares, de tal forma que legislativo y judicial representarían dos aspectos del mismo poder (Blanco, 1988: 58).

Por otra parte, en lo relativo a las relaciones que los poderes deben mante-ner en un Estado construido con arreglo al principio de separación de poderes,23 Locke reafirma la superioridad del poder legislativo, de modo que todos los demás poderes derivan y están subordinados a él. Sin embargo, al igual que enumeró sus limitaciones, también considera conveniente imponer restricciones a las relacio-nes entre éste y los otros poderes del Estado, especialmente el ejecutivo, definien-do así los diferentes elementos de la relación entre ellos.

Se pueden destacar dos facultades que otorga al poder ejecutivo en su relación con el legislativo: convocar a la legislatura, y determinar la dimensión territorial de la representación parlamentaria. Sobre la primera, Locke advierte de los peligros de una constante reunión del Parlamento, lo cual le lleva a justificar que la legislatura se reúna sólo de forma ocasional, bien de carácter ordinario, como lo establece la propia legislación, bien tras una convocatoria del ejecutivo.

Pues, cuando la regulación de las fechas para la reunión y sesiones del legislativo no apareció fijada por la constitución, cayó naturalmente aquélla en manos del ejecutivo; no como poder arbitra-rio […], sino con la confianza de que siempre fuera ejercido exclusivamente por el bien públi-co, según los acontecimientos y mudanzas de los negocios [del Estado que] pudieran requerir. Sin embargo, acotará enseguida, esto no significa conceder primacía alguna al ejecutivo (Locke, 1988: 95-96).

23 Cuestión que el autor desarrolla en el capítulo 13 del Ensayo (pp. 91-97).

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Respecto a la facultad de determinar la distribución de los distritos electo-rales, es un derecho que concibe como uno más de los poderes que debe tener el ejecutivo para actuar por el bien público frente a las cambiantes circunstancias de la sociedad, cambios que necesariamente se deben reflejar en la representación política.

Estas facultades, que Locke concede al ejecutivo para su ejercicio —aunque algunas sean en contra de lo escrito por la ley—, se circunscriben dentro de lo que genéricamente se conoce como “prerrogativa”, término con el cual se designa al “poder en manos de un príncipe para disponer lo necesario al bien público en los casos en que por efecto de inciertos e imprevisibles eventos, las leyes inalterables no se impondrían sin peligro. Porque ‘la prerrogativa’ no es más que el poder de causar el bien público sin letra de ley […], es poder arbitrario dejado, para cier-tas cosas, a mano de príncipes: mirando el bien, no al daño, del pueblo” (Locke, 1988: 97, 103 y 128). Por esto Locke justifica la necesidad de un poder ejecutivo que, por más que esté subordinado al control parlamentario, tenga facultades suficientes para el cumplimiento de sus funciones estatales. La prerrogativa, es un poder que tiene como finalidad compensar la rigidez de las leyes emanadas del legislativo.

El esquema lockeano de la relación entre poderes, sin duda, sienta las bases para la construcción de la estructura del Estado liberal —fundado en el sistema de control y límite al poder político—. El aporte que hace el filósofo de Wrington a ese fin resulta fundamental para el desarrollo de la filosofía política del liberalis-mo. Brevemente se puede resumir lo que de acuerdo a nuestro interés argumental es más relevante. En primer lugar, aquello que constituye la esencia de la crítica liberal a la monarquía absoluta, el rechazo de la legitimidad divina de los reyes,24 impedir la concentración del poder y la tiranía como forma de conservar la liber-tad y la propiedad —fin último de la constitución de la sociedad política— sólo es posible, entonces, bajo la constitución del gobierno de la ley, basado “en la aspiración de que los hombres sean gobernados por leyes y no por otros hombres” (García, 2000). Aunque limitada, es la idea de constituir un gobierno representa-tivo, que debe ejercerse con el consentimiento y la confianza de los gobernados.

En segundo lugar, Locke exhibe “la tensión inevitable que tiende a mani-festarse en el Estado entre sus dos poderes esenciales: la legislatura y el poder de ejecución”. La necesidad de separar los poderes del Estado llevará a la posibilidad de que se produzcan tensiones entre ellos, así por ejemplo, ante “la eventualidad de que el monarca se niegue a convocar al poder legislativo” o, si al hacer uso de sus prerrogativas, cabría siempre la preocupación de su legitimidad. Tal como él mismo se cuestionara, “¿pero quién será juez de cuando se hiciere o no uso recto de ese poder?”; más la respuesta que en seguida da es insuficiente como para en-

24 En los términos del multicitado Roberto Blanco: “la explicitación [lockeana] de la incompatibi-lidad entre la concentración absoluta del poder y la constitución de la sociedad política o, lo que es lo mismo, la afirmación radical de la consustancialidad existente entre separación de poderes y Estado liberal” (Blanco, 1988: 64).

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contrar algunas vías de solución al conflicto planteado: “respondo: entre un poder ejecutivo permanente, con tal prerrogativa, y un legislativo […], no puede haber juez en la tierra” (Blanco, 1988: 64).

Por último, Locke advierte sobre la posibilidad de que el poder político esta-tal (legislativo y/o ejecutivo) entre en conflicto con la sociedad, aunque la respues-ta a este conflicto es igualmente insatisfactoria: “no tendrá el pueblo otro remedio en esto, como en todos los demás casos sin juez en la tierra, que la apelación al cielo” (Locke, 1988: 103). En esta circunstancia, termina argumentando a favor del derecho que tendría el pueblo para apelar a la resistencia y a la revolución. Este derecho es “entendido como la prerrogativa que queda en manos de la ciudadanía cuando una mayoría de la población siente que sus intereses y derechos vitales han sido conculcados por el Estado, y como defensa frente a la tiranía” (Vallespín, 2000: 63).

En definitiva, el aporte central de la formulación lockeana es la idea de sepa-rar los poderes en órganos diferentes como mecanismo para preservar la libertad y la propiedad. La cuestión del equilibrio entre ellos, y de la consecuente exigen-cia de un sistema más efectivo de controles mutuos, está ausente en Locke. Tal formulación develará Montesquieu en el Espíritu de las leyes a mediados del siglo xviii. Temática a tratar en el siguiente apartado.

2. Montesquieu: equilibrio orgánico y funcional entre poderes

¿Cómo evitar que un gobierno traspase los límites que la propia naturaleza de su actividad exige? o más concretamente ¿cómo impedir la tiranía o el despotismo de los gobiernos? Son, quizá simplificando, las interrogantes fundamentales de las reflexiones teóricas del filósofo galo Charles-Louis de Secondant barón de la Brède y de Montesquieu (1689-1755).

La respuesta que el barón de la Brède construye a este respecto se condensa en su trascendente obra El espíritu de las leyes (publicada originalmente en 1748). En ella Montesquieu atribuye al despotismo el mayor de los males políticos, en-tendido como una situación política donde a raíz de la concentración de poderes reina el temor, “en el que un solo individuo gobierna sin reglas y sin leyes” (Aron, 1996: 40). El gobierno despótico25 se caracteriza por la falta de libertades, más no es inevitable. Los regímenes de libertad —argumentó— son posibles mediante un gobierno moderado y representativo, en el que distintos poderes realizan funcio-nes distintas, y resulte impensable gobernar sin leyes fijas o que una persona tenga en sus manos todos los poderes. Esta es la tesis comprendida en El espíritu de las leyes: la teoría de la división de poderes.

25 El modelo de despotismo que tiene como referencia Montesquieu son los imperios asiáticos. Su principal temor radicaba en la posibilidad de que la monarquía francesa —y en general las eu-ropeas de su época— tuviera como desenlace estas experiencias, sintetizada en su famosa frase: “todas las monarquías van a perderse en el despotismo, como los ríos en el mar”.

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30 División de poderes en México: repensar el modelo de frenos y contrapesos

La doctrina de la división de poderes del barón de la Brède, aunque difícil-mente se puede entender sin el contexto analítico e histórico en el que se enuncia, lo cierto es que se contiene esencialmente en el capítulo vi, libro xi, de El espíritu de las leyes, dedicado a explicar la Constitución de Inglaterra.26 Lo trascendente de esta parte de su obra es que ha ejercido, desde la época de su aparición, la mayor y más permanente influencia tanto en la teoría del Estado liberal como, segura-mente, en los debates y discusiones políticas del movimiento liberal en su crítica a la “tradición ideológica-política autocrática”, defensora del modelo de Estado autocrático precapitalista (Bazúa, 1993: 12).27

Para la mayoría de los estudiosos del más importante filósofo galo del siglo xviii 28, efectivamente no es posible entender la parte más relevante de El espíri-tu de las leyes sin considerar su estancia en Inglaterra, país a donde le lleva Lord Chesterfield en 1729 y en el que permanecerá hasta 1732. Después de su perma-nencia en aquella nación, retorna a Francia para culminar la redacción del célebre capítulo vi de su magna obra.

Contexto histórico

La importancia de las conclusiones que elabora Montesquieu a raíz de su estadía en Inglaterra ha llevado a sus estudiosos a la necesidad de desvelar lo que consideran la verdadera Constitución de aquel país. El acuerdo generalizado al que llega la mayoría de ellos es que el esquema constitucional inglés no corres-ponde totalmente con el descrito en El espíritu de las leyes, lo cual —señalan— “ha sido en una medida nada despreciable una de las causas de los muchos equívocos y confusiones que ha generado la interpretación de su obra” (Blanco, 1988: 71). Sin embargo, el propio Montesquieu precisaría el sentido de sus formulaciones: “no soy quien para examinar si los ingleses gozan ahora de libertad o no. Me basta de-cir que está establecida por las leyes, y no busco más” (Montesquieu, 1973: 114). Lo que Montesquieu escribió sobre la Constitución de Inglaterra es la forma en que los ingleses habían logrado imponer límites y controles al poder político: “he aquí, pues, la constitución fundamental del gobierno al que nos referimos: el cuer-po legislativo está compuesto de dos partes, cada una de las cuales tendrá sujeta a la otra por su mutua facultad de impedir, y ambas estarán frenadas por el poder

26 La relevancia de esta parte de su obra, escrita por Montesquieu poco después de su viaje a In-glaterra y las repúblicas europeas de su época, lo sintetiza magistralmente Roberto Blanco: “casi con seguridad, nunca tan pocas páginas de un libro han tenido tan decisiva influencia en el de-venir histórico como las dedicadas por el barón de Montesquieu a la Constitución de Inglaterra” (Blanco, 1988: 70).

27 Bazúa considera, entre otras cosas, al Estado autocrático precapitalista como un estado privado —o no público— en el que la interacción entre gobernante y gobernados se da en un contexto de ausen-cia de derechos por parte del gobernado mismo que detenta, casi sin límites, el gobernante.

28 En verdad resulta sorprendente la cantidad de escritos dedicados al clásico galo, sólo basta ver las innumerables referencias de las obras que para este estudio se están utilizan: Blanco, 1988; Vallespín, 1991; García 2000; Aron, 1996; Aguilar, 2002; Bobbio, 1998 y 2002; Hampsher-Monk, 1996.

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ejecutivo que lo estará a su vez por el legislativo” (Montesquieu, 1973: 113). De este modo creyó encontrar la respuesta constitucional contra el despotismo.

La realidad política inglesa, sin embargo, contrastaba con los juicios del filósofo francés. El sistema político de este país estaba evolucionando hacia la creciente subordinación política del monarca ante el Parlamento. Después de la Revolución Gloriosa de 1688 se había ido afirmando en Inglaterra claramente el predominio político del Parlamento, y con ello, el nacimiento del régimen parlamentario más longevo de la historia moderna. Un cambio en el que iban a tener un papel definitivo los nacientes partidos ingleses, a pesar del limitado sistema representativo.29 A esta evolución contribuyeron dos hechos decisivos: en primer lugar, la progresiva pérdida de la importante facultad regia de disolución del Parlamento; y en segundo lugar, el debilitamiento de la posición política del monarca, que iba a suponer la creciente consolidación del sistema de gobierno de gabinete, bajo la dirección de un primer ministro con responsabilidad política ante el Parlamento. Roberto Blanco (1988: 77), citando al historiador inglés G. M. Trevelyan,30 recapitula la situación política inglesa de aquella época:

la formación de ministerios, la disolución del Parlamento, el patronato de la Corona en la Iglesia y el Estado, todo pasó, en efecto, del monarca a los jefes whig.31 En ese sentido se estableció de hecho una oligarquía política después de 1714. Pero en otro aspecto el cambio fue un nuevo desarrollo del elemento popular en nuestra constitución, gracias al estableci-miento de la omnipotencia de los ministerios, dependiendo del voto de la Cámara de los Comunes, y a la reducción del poder del monarca hereditario (Blanco, 1988: 77).

Que el poder frene al mismo poder

Como se plantea al inicio de este apartado, la idea central inherente al pen-samiento político de Montesquieu es el enjuiciamiento del despotismo, como an-títesis de la libertad. “Su amor por la libertad política concuerda con la mejor tradición filosófica del siglo xviii”, de ahí su preocupación por la tendencia de las monarquías europeas a suprimir la libertad política y convertirse en gobiernos despóticos,32 donde han sido aplastados todos los poderes intermedios entre el

29 Es, efectivamente, la época en que emergía ese nuevo actor político que, a la postre, transforma-rían a las facciones tradicionales de la política inglesa. Los partidos se convirtieron, en la época posrevolucionaria, “en los únicos medios con que el gobierno del rey era viable bajo los sobera-nos de la casa de Hannover” (Blanco, 1998: 73).

30 La cita a G. M. Trevelyan remite al texto: Historia política de Inglaterra, en su edición del fce, 1984, p. 369. Trevelyan define a esa etapa de la historia inglesa —que conduciría a la vigente monarquía parlamentaria— como la del “apogeo de los abusos” (p. 366).

31 Los whigs, junto con los tories, representaban tradicionalmente a las dos principales expresiones, si se puede decir, partidistas en la Inglaterra de aquella época.

32 La original clasificación de las formas de gobierno de Montesquieu en despotismo, monarquía y república, constituye, sin duda, una tripartición distinta a la clásica formulación aristotélica de las tres formas puras y corrompidas, así como de la bipartita maquiaveliana entre principados y repúblicas (Bobbio, 2002: 126).

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rey y el pueblo y el derecho ha venido a ser idéntico a la voluntad del soberano (Sabine, 2000: 422). Tal situación, relataba en sus Cartas Persas (publicadas en 1721), se debe a que el poder no está nunca repartido de forma equitativa entre el príncipe y el pueblo, puesto que es muy difícil establecer el equilibrio, el poder ha de disminuir en un lado mientras aumenta en el otro, pero la ventaja corresponde habitualmente al príncipe, que está a la cabeza del ejército (Fetscher, 1991: 102).

A diferencia de los clásicos, que consideraban únicamente a la virtud o es-píritu público como condición previa de la república y la libertad, Montesquieu creyó, además, que “la libertad puede ser resultado no de una moralidad cívica superior sino de una organización adecuada del Estado” (Sabine, 2000: 422). Éste es el planteamiento inherente al multicitado Libro xi, De las leyes que dan origen a la libertad política en su relación con la constitución. Inspirado en la república anti-gua.33 Su estancia en Inglaterra le permitió revisar el argumento de la virtud para adoptar los elementos institucionales de la separación de poderes del gobierno in-glés, como rasgos característicos de la república moderna, garantes de la legalidad y la libertad.34 Como Locke, su razonamiento le llevó a justificar la necesidad de un sistema separado, pero —a diferencia de Locke— equilibrado en la distribución de poderes, capaz de garantizar la ley y la libertad política de los gobernados.

En la construcción teórica del filósofo francés es fundamental el nexo entre la ley y la libertad política. Esta última, afirma, “no consiste en hacer lo que uno quiera, [sino] el derecho de hacer todo lo que las leyes permiten, de modo que si un ciudadano pudiera hacer lo que las leyes prohíben, ya no habría libertad, pues los demás tendrían igualmente esta facultad”. La libertad, por tanto, consiste en la obediencia de la ley, considerada en su más amplia concepción como “las rela-ciones que se derivan de la naturaleza de las cosas”, de modo que una sociedad en la que haya leyes “nadie esté obligado a hacer las cosas no preceptuadas por la ley, y a no hacer las permitidas” (Montesquieu, 1998: 7). Pero, para garantizar que esto sea posible, y no solamente deseable, Montesquieu expresa su concepción de construir un sistema de poder que limite al mismo poder: “para que no se pueda abusar del poder es preciso que, por la disposición de las cosas, el poder frene al poder”.35 Finalidad que sólo podría lograrse dividiendo el ejercicio del poder en-tre sujetos políticos diversos.36 Moderar constitucionalmente el poder constituye

33 La república antigua que describieran los clásicos, en donde aun no existía como tal la institu-ción representativa sino una asamblea del pueblo, estaba inspirada en “una virtud superior, que sólo habían conocido los romanos —antes de las grandes conquistas— y que sólo se había dado en una ciudad-estado” (Sabine, 2000: 427).

34 Esto es lo que permite justificar a George H. Sabine la aparente contradicción entre su descrip-ción y la verdadera constitución inglesa: “las observaciones ocasionales acerca de Inglaterra con-tenidas en los libros I al X no sugiere en modo alguno la exposición de la constitución inglesa hecha en el libro XI” (Sabine, 2000: 423).

35 Finalmente el problema del control y de los límites del poder, origen de la división de poderes, llegará a convertirse en la cuestión esencial de la teoría del estado y, consecuentemente, de la teoría política liberal.

36 La concepción del gobierno moderado para Montesquieu es aquel “en el que distintos poderes

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así el mecanismo adecuado para evitar su abuso, pues, la libertad política no se encuentra más que en los estados moderados,37 que en la original clasificación de Montesquieu corresponde a los gobiernos republicano y monárquico. “Ahora bien, [la moderación] no siempre aparece en ellos, sino sólo cuando no se abusa del poder. Pero es una experiencia eterna —como planteaba igualmente Locke— que todo hombre que tiene poder siente la inclinación de abusar de él, yendo hasta donde encuentra límites. ¡Quién lo diría! la misma virtud necesita límites” (Montesquieu, 1998: 106).

En suma, siguiendo a G. H. Sabine (2000: 422), la obra fundamental de Montesquieu, El espíritu de las Leyes, se centra en dos puntos esenciales:

a) Desarrolla una forma de gobierno, otorgando a esta expresión su más am-plio sentido,38 entendida como “un todo que necesita al ajuste mutuo de todas las instituciones de un pueblo para que el gobierno pueda ser estable y ordenado”; y

b) Analiza las condiciones constitucionales de que depende la libertad. “Su finalidad práctica era descubrir los medios de restaurar las antiguas libertades de los franceses”.

Separación y coordinación entre poderes

Montesquieu creyó descubrir en Inglaterra al Estado con las instituciones representativas adecuadas para garantizar la libertad política. Tal es su interpre-tación de la Constitución inglesa: “existe también una nación en el mundo cuya constitución tiene como objeto directo la libertad política. Vamos a examinar los principios en que se funda: si son buenos, la libertad se reflejará en ellos como en un espejo”. Los principios que para él hacen posible la libertad en aquel país se basan en lo que constituye la característica fundamental de su gobierno: la sepa-ración de poderes. Este aspecto del esquema constitucional inglés Montesquieu lo explica en los seis primeros párrafos del famoso capítulo vi. Inicia su descrip-ción especificando cada uno de estos poderes: “hay en cada Estado tres clases de poderes: el poder legislativo, el poder ejecutivo de los asuntos que dependen del derecho de gentes y el poder ejecutivo de los que dependen del derecho civil”. En seguida enumera las funciones que tiene cada uno de ellos: “por el poder le-

realicen funciones diferentes y se limiten recíprocamente entre sí, impidiendo el abuso del poder y la tiranía”, es decir, el gobierno que se apega a la división de poderes y a la ley, mientras que por el contrario el gobierno despótico es el que opera “sin leyes ni frenos” (García, 2000).

37 Como señala Raymond Aron: “la distinción entre el gobierno moderado [y representativo] y el inmoderado probablemente es fundamental en el pensamiento de Montesquieu”, pues, se integra en la teoría de los dos tipos de gobierno desarrollada en los primeros libros (Aron, 1996: 42).

38 Sobre la concepción de “gobierno” en sentido ampliado o restringido, Fernández Santillán, citando a Norberto Bobbio, señala que, en primer lugar, este término surca los conceptos de poder, política y Estado; y, en segundo, que en su concepción amplia “se relaciona con la con-ducción general del Estado mientras que la restringida coincide con el poder ejecutivo” (Santi-llán, 2004: 3).

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gislativo, el príncipe, o el magistrado, promulga leyes para cierto tiempo o para siempre, y enmienda o deroga las existentes. Por el segundo poder, dispone de la guerra y de la paz, envía o recibe embajadores, establece la seguridad, previene las invasiones. Por el tercero, castiga los delitos o juzga las diferencias entre particula-res. Llamaremos a este poder, judicial y, al otro, simplemente poder ejecutivo del Estado”. En síntesis, cada poder debe corresponder, primero, a personas y cuerpos diferenciados —separación orgánica— y, segundo, que cada uno de ellos se carac-teriza por la función estatal que se le asigna —separación funcional (Montesquieu, 1998: 107).

La separación orgánica de los poderes antes descritos, en realidad, es una de las ideas más antiguas de la teoría política.39 El aporte de Montesquieu es haber-le asignado un significado más preciso. Este planteamiento ha sido interpretado adecuadamente como el mecanismo ideal para el mantenimiento de la libertad. Un fin que no se alcanzaría si, por el contrario, “el poder legislativo está unido al poder ejecutivo en la misma persona o en el mismo cuerpo”. Igual resultado se tendría si “el poder judicial no está separado del poder legislativo ni del ejecuti-vo” y, finalmente, “todo estaría perdido si el mismo hombre, el mismo cuerpo de personas principales, de los nobles o del pueblo, ejerciera los tres poderes: el de hacer las leyes, el de ejecutar las resoluciones públicas y el de juzgar los delitos o las diferencias entre particulares” (Montesquieu, 1998: 107).

En cambio, el planteamiento de separar los poderes del Estado por sus fun-ciones asignadas ha tenido diferentes interpretaciones a lo largo de la historia. Por un lado, se ha identificado con la idea de que estas funciones —de legislar, de ejecutar y de juzgar— deben ser exclusivas de cada rama del poder, esto es, sin participación alguna de un poder en las competencias específicas de otro, argu-mento que ha dado origen al denominado modelo de límites funcionales; y por otro lado, la afirmación de que la separación de funciones no excluye la idea de que debe existir una cooperación y/o coordinación permanente entre ellos, esta tesis constituye el fundamento del llamado modelo de frenos y contrapesos o de controles y equilibrios mutuos.

La primera interpretación “fue durante mucho tiempo la de los juristas” (Aron, 1996: 47). Los estudiosos del derecho constitucional interpretaron la tesis de división de poderes de Montesquieu como un sistema de límites funcionales. De acuerdo a la definición que se ha dado a este modelo se considera que,

en su forma más pura la teoría de la separación de poderes postula que el gobierno debe estar dividido en tres ramas que desempeñan las funciones ejecutiva, legislativa y judicial. Cada uno de estos departamentos debe limitarse a cumplir su propia función y no usurpar

39 Como ya se advirtió al inicio, no es interés de este trabajo abordar, más allá de John Locke, el origen del principio de la separación de poderes. Sólo como un fin argumentativo conviene mencionar que este principio se remonta a la idea de la forma mixta de gobierno, que está presente en las obras clásicas desde Platón y Aristóteles, particularmente utilizada por Polibio para explicar la relativa estabilidad del gobierno romano hasta antes de que éste se convirtiera en imperio. Para profundizar esta temática véase el texto de George Sabine (2000).

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las funciones de los otros. Las personas que ocupan los puestos en las tres ramas de gobierno no deben ser las mismas y no debe permitirse que un individuo sea miembro de más de un departamento al mismo tiempo (Aguilar, 2002: 22).

Esta rígida interpretación del sistema de división de poderes, como es de suponerse, ha sido objeto de serios cuestionamientos doctrinales, Roberto Blanco destaca la que en su momento hizo Charles Eisenmann, quien niega la versión de que Montesquieu hubiera creído necesario especializar funcionalmente los órga-nos del Estado. Para este autor, las proposiciones de Montesquieu:

No significan en absoluto que una misma autoridad —individuo o grupo— no deba parti-cipar más que en una sola función, tener atribuciones más que de una sola clase, no deba ser miembro de dos órganos u órgano de dos funciones, y, consecuentemente, que los órganos de dos de las funciones o de las tres no deban tener ningún elemento común, sino simple-mente y mucho más modestamente, que no es adecuado que dos cualesquiera de las tres funciones estén íntegramente reunidas en las mismas manos; fórmula de no acumulación mucho más limitada, como puede verse, que la primera; tal fórmula no postula —concluye Eisenmann— la especialización o separación funcional de las diversas autoridades, sino sim-plemente la no identificación del órgano de las tres o de dos de las tres funciones (Blanco, 1998: 80).

En este sentido se circunscribe la segunda interpretación, que desarrollaron exitosamente los federalistas, de que Montesquieu no formuló una separación ab-soluta entre los tres poderes, sino más bien la coordinación y el mutuo control, es decir, el establecimiento de todo un preciso sistema de frenos y contrapesos, fundado en el proceder ya mencionada de “que, por la disposición de las cosas, el poder fre-ne al poder” (Montesquieu, 1998: 106). Este modelo, a diferencia de la limitación funcional, simplemente postula que para garantizar la libertad es esencial lograr el equilibrio en la relación entre los poderes, lo cual es posible en un esquema donde “el poder debe estar distribuido entre varios cuerpos gubernativos de tal forma que se evite que cada uno de ellos abuse de los otros [así, —justifica—] una rama de gobierno puede entrometerse legítima y parcialmente en los asuntos de otra para equilibrar su poder” (Aguilar, 2002: 22-23). Con este argumento no se prohíbe, en absoluto, la intervención parcial de uno de los poderes en la función desempe-ñada principalmente por otro. Para G. Sabine (2000: 428), esta coordinación se establece claramente en El espíritu de las leyes, al disponer que el legislativo debiera reunirse cuando lo convocase el ejecutivo; éste conserva un veto sobre la legisla-ción; y el poder legislativo debía ejercer poderes judiciales extraordinarios.

Lo relevante, entonces, es determinar los mecanismos de coordinación en-tre los órganos del poder político. A explicar en qué consisten estos dispositivos, Montesquieu dedica buena parte del capítulo vi.40 En su descripción demuestra, en efecto, lo que cada uno de ellos puede y debe hacer en relación con el otro (Aron, 1996: 43).

Para lograr este sistema de coordinación e intervención parcial, Montesquieu plantea que es necesario combinar dos importantes facultades en cada rama del poder político. Primero, que cada órgano tenga el “derecho de ordenar por sí mis-

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mo o de corregir lo que ha sido ordenado por otro”, es decir, la facultad de estatuir, un poder positivo o activo en cada rama del poder, en su propia esfera de com-petencia. Segundo, que cada órgano tenga el “derecho de anular una resolución tomada por otro”, esto es, la facultad de impedir, un poder de control, reactivo o negativo, de un poder sobre la esfera recíproca de otro. De este modo, argumenta el filósofo francés: “aunque aquel que tiene la facultad de impedir tenga también el derecho de aprobar, esta aprobación no es, en este caso, más que la declaración de que no hace uso de su facultad de impedir, y se deriva de esta misma facultad” (Montesquieu, 1998: 110). A partir de la diferenciación de estas facultades —de estatuir y de impedir— se delimitan las relaciones que deberán tener los poderes del Estado, es decir, la coordinación entre los órganos con funciones estatales di-ferentes. Veamos algunas de ellas.

En primer lugar, está el hecho de que el poder legislativo depende, en su propia existencia material, del poder ejecutivo. “El cuerpo legislativo no debe re-unirse a instancia propia […] es preciso que el poder ejecutivo regule el momento de la celebración y la duración de dichas asambleas, según sean las circunstancias que él conoce” (Montesquieu, 1998: 111).

En segundo lugar, señala Montesquieu, que el ejecutivo posee un derecho de veto sobre las normas emanadas del poder legislativo:

si el poder ejecutivo no posee el derecho de frenar las aspiraciones del cuerpo legislativo, éste será despótico, pues, como podrá atribuirse todo el poder imaginable, aniquilará a los de-más poderes […] El poder ejecutivo, como hemos dicho, debe participar en la legislación en virtud de su facultad de impedir, sin lo cual pronto se vería despojado de sus prerrogativas.

Es decir, la coordinación que debe mantener el ejecutivo con el legislativo no consiste en que el primero participe en el debate de las decisiones políticas —la facultad de iniciar y aprobar leyes—, sino aplicando lo que se ha denominado su facultad de impedir, “ni siquiera es necesario que proponga, pues, como tiene el poder de desaprobar las resoluciones, puede rechazar las decisiones de las propues-tas que hubiera deseado no se hicieran” (Montesquieu, 1998: 111).

En tercer lugar, que al poder legislativo no es necesario dotarle de la facultad de impedir o vetar las decisiones del ejecutivo, en los términos de Montesquieu: “recíprocamente el poder legislativo no tiene que disponer de la facultad de conte-ner al poder ejecutivo, pues es inútil limitar la ejecución, que tiene sus límites por naturaleza”; en cambio, tendría mecanismos de control respecto a las acciones de gobierno, “pero si en un Estado libre el poder legislativo no debe tener el derecho a frenar al poder ejecutivo, tiene, sin embargo, el derecho y debe tener la facultad de examinar cómo son cumplidas las leyes que ha promulgado”,41 es decir, la potestad de fiscalizar las acciones de ejecución de las leyes (Montesquieu, 1998: 112).

40 De los 71 párrafos que contiene el capítulo vi, este tema se expone entre los párrafos 35 al 60.41 Por lo demás, este control no le permitirá la posibilidad de fincarle responsabilidad al titular del

poder ejecutivo, el monarca, no así a sus ministros, “como el que ejecutó no puede ejecutar mal sin tener malos consejeros que odien las leyes como ministros, aunque éstas les favorezcan como hombres, se les puede buscar y castigar” (Montesquieu, 1998: 112).

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Por último, señala la relación que debe mantener el poder judicial con el legislativo: “aunque, en general, el poder judicial no debe estar unido a ningu-na parte del legislativo, hay, sin embargo, tres excepciones, basadas en el interés particular del que ha de ser juzgado”. Estas excepciones son las siguientes: a) el establecimiento de un fuero especial para los nobles; b) el derecho de amnistía o indulto en manos del poder legislativo para flexibilizar el rigor y la rigidez de las leyes; y c) distribuir entre las dos cámaras del parlamento la facultad de conocer de los delitos políticos, situación en la cual el legislativo se convierte en juzgador (Montesquieu, 1998: 112).

El esquema de separación y coordinación entre los poderes aquí expuestos, constituyen los frenos y contrapesos que interpretaron originalmente los consti-tuyentes estadounidenses. Una estructura de gobierno orgánica y, como veremos enseguida, socialmente equilibrada, en donde los poderes estarán coordinados conforme a sus facultades de estatuir y de impedir. “Los tres poderes permane-cerían así en reposo o inacción, pero, como por el movimiento necesario de las cosas, están obligados a moverse, se verán forzados a hacerlo de común acuerdo” (Montesquieu, 1998: 113).

Más allá de la separación y el equilibrio orgánico

¿Qué representa la propuesta del equilibrio orgánico entre los poderes? ¿Cuál es el alcance de la propuesta constitucional de Montesquieu? Raymond Aron, como respuesta a estas cuestiones, señala que la idea esencial de Montesquieu no es la separación de los poderes en el sentido jurídico de la expresión, sino lo que podría denominarse el equilibrio de los poderes sociales (Aron, 1996: 45-47). Esta estructura constitucional, como condición de la libertad política, no es otra cosa que la expresión de un estado libre o de una sociedad libre, en la cual ningún poder puede extenderse ilimitadamente porque otros poderes lo contienen, gra-cias al equilibrio entre las clases sociales y entre los poderes políticos. Tal es, pues, la finalidad de la distribución-coordinación social de los poderes del Estado que Montesquieu sugiere como fundamental en un Estado moderado y libre —en donde el poder frena al mismo poder—, para que no haya un poder ilimitado. De modo que las funciones legislativa, ejecutiva y judicial se distribuyen equili-bradamente, por un lado, de manera orgánica en el Parlamento, la Corona y los Jueces y, de otro, entre las tres fuerzas sociales-estamentales: el pueblo, la nobleza y el rey.

Cabe aclarar que el poder judicial ya no figura dentro de la separación so-cial de los poderes estatales, es decir, no se le considera un poder político dado especialmente a un estamento social, limitándose a ser sólo “el instrumento que pronuncia las palabras de la ley”, quedando únicamente como auténticos poderes políticos a distribuir socialmente el de legislar y el de ejecutar. De esta forma, el poder ejecutivo “debe estar en manos de un monarca, porque esta parte del go-bierno, que necesita casi siempre de una acción rápida, está mejor administrada por una sola persona que por varias” (Montesquieu, 1998: 112). Por su parte, el

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poder legislativo deberá estar en varias manos. Montesquieu propone una distri-bución social-política entre el pueblo y la nobleza, de modo que con la representa-ción de intereses,42 por naturaleza, diversos entre ambos estamentos se terminará logrando el equilibrio orgánico y social.

La propuesta de Montesquieu, se limitó a “establecer una precisa conexión entre la mecánica política de la separación de los poderes y la constitución social que en cada momento histórico estaba en la base de esa mecánica política”, que en el caso de Inglaterra corresponde en ese momento a la monarquía moderada. El propósito de que no haya un poder político ilimitado encuentra en el filósofo francés una respuesta que vincula la estructura social con la estructura de gobier-no, bajo la premisa de que el problema de la separación de poderes no es un pro-blema lógico-jurídico, sino un problema político-práctico. Esto es, “un problema consistente en dividir entre sujetos políticos concretos y preexistentes —fueren los que fueren en cada coyuntura— las diversas funciones del Estado con la fina-lidad de lograr un equilibrio en la construcción de la dominación política estatal” (Blanco, 1998: 95). Este esquema de separación-coordinación, no obstante, deja-ría sin precisar la cuestión de refrenar y contrapesar el poder político; un desafío que encontraría en los federalistas estadounidenses una forma más compleja y efectiva de encararlo, tema del siguiente apartado.

3. El federalista: modelo de frenos y contrapesos

La vieja convicción de la tradición liberal, republicana y democrática, de que el poder político no debía estar concentrado alcanzó su más clara expresión en las formulaciones de los “padres fundadores” del sistema político estadounidense. La idea de que el gobierno debe ser limitado, acotando sus competencias y fa-cultades, constituye el principio fundamental de la estructura de distribución del poder político propuesto por la coalición dominante en la Convención Federal de Filadelfia, que elaboró la Constitución de los Estados Unidos de 1787. Sus forjadores, mejor conocidos como los “federalistas”, lograron crear mecanismos institucionales que, divididos y equilibrados, permitirían generar controles efecti-vos entre los poderes estatales.

42 El principio de la representación política es incipiente en Montesquieu, en el mismo capítulo vi expone su defensa del sufragio restringido, el carácter territorial y no nacional de la elección, la naturaleza representativa y no imperativa del mandato electoral. Esto se atribuye a que con-cibe al pueblo no como el conjunto de los ciudadanos sino sólo como un estamento frente al estamento nobiliario, en el que no entran “aquellos que se encuentran en tan bajo estado que se les considere carentes de voluntad propia” (Montesquieu, 1998: 109-110). La naturaleza del mandato representativo y no imperativo fue defendido antes por Edmund Burke, representante ante el parlamento inglés del condado de Bristol, en su celebre “Discurso a los electores de Bristol” en 1774.

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i. Evolución del principio institucional de división de poderes 39

La nueva Constitución estadounidense es ampliamente explicada y justifi-cada en El Federalista.43 En los clásicos escritos de esta obra colectiva, firmados bajo el seudónimo de “Publio”,44 J. Madison, A. Hamilton y J. Jay exponen lo que es considerado “el mejor comentario que se había escrito sobre los principios del gobierno, y guía indispensable en todo estudio serio de la ley suprema” esta-dounidense45 (El Federalista, 2001: xi). El Federalista, con base en la experiencia y tradición política de la Constitución inglesa, revoluciona las soluciones teóricas al perenne problema del gobierno expuesta hasta entonces por los pensadores que les precedieron. La nueva estructura de distribución del poder político, el nuevo plan de gobierno, interpreta originalmente la doctrina de división de poderes que había formulado el “oráculo” Montesquieu (El Federalista, 47: 205). Incorporan, además, un conjunto de “precauciones auxiliares”46 a la elección de representan-tes, para obligar al gobierno —en la interacción cotidiana de sus ramas ejecutiva, legislativa y judicial—, “a que se regule a sí mismo”, salvaguardando así la libertad y los derechos individuales (El Federalista, 47: 221). La idea de estos mecanismos era dar, más allá de la simple separación, jurisdicción parcial a los poderes del Es-tado sobre algunas importantes atribuciones de los otros, consagrando un sistema caracterizado por la “interpenetración parcial de poderes relativamente autóno-mos y equilibrados” (O’Donnell, 2001), popularizados como frenos y contrape-sos o de controles mutuos —checks and balances en su versión original—.

Los planteamientos que antecedieron al sistema de división de poderes federa-lista, tienen diferencias sustantivas: la que expone Polibio en su teoría del gobierno mixto sugiere una combinación de las mejores formas simples de gobierno, conforme a los estamentos sociales; la separación orgánica y funcional de Locke; y la propuesta de Montesquieu que busca un equilibrio mediante la organización-coordinación adecuada de los poderes del Estado, de acuerdo a las fuerzas sociales-estamentales. La propuesta de frenos y contrapesos, en cambio, propone complementar la divi-sión puramente formal de los poderes mediante controles institucionales endógenos que los equilibren. El resultado es un conjunto de disposiciones internas al sistema institucional que dan a cada rama del poder la posibilidad de controlar y contra-

43 El Federalista es una colección de artículos que, con el seudónimo de “Publio”, sus creadores (Hamilton, Madison y Jay) escribieron en tres periódicos de la ciudad de Nueva York para apo-yar la ratificación de la Constitución de Filadelfia y al mismo tiempo defenderla de sus críticos, denominados por tal razón antifederalistas. Debido al carácter colectivo y único de la obra, en el presente trabajo se cita como autor, el nombre del texto enseguida el número de escrito y la página respectiva; excepto las citas al prólogo y los apéndices de la obra, en donde se señala el año y la página.

44 Publio es el héroe romano que estableció la República expulsando a Tarquino, el orgulloso, y derrocando la monarquía, la cita es de Hampsher-Monk (1996: 242).

45 Gustavo R. Velasco, en el prólogo a la edición de El Federalista que se ha utilizado en este trabajo, recoge varios y los más diversos elogios al valor de esta obra para la teoría política y el constitucionalismo moderno.

46 Tales “precauciones”, que se sintetizan en el escrito num. 51 de El Federalista y que se verá más ade-lante en este capítulo, constituyen los motivos que tendrían los representantes con intereses diversos para oponerse mutuamente, en caso de cualquier desviación del papel propio del otro.

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pesar el poder de las restantes.47 Las disposiciones que permitirían tal equilibrio se complementa en una representación de intereses lo más diversa posible en cada rama del poder político y, además, en una distribución de funciones tal que permita a cada uno de los agentes estatales bloquear, en ausencia de acuerdo entre ellos, las decisiones de los otros.

James Madison, quizá el más influyente de los federalistas, es quien da forma a esta original propuesta. “Publio” formula una respuesta diferente al viejo dilema que sigue y seguirá preocupando a los teóricos de las formas de gobierno: el deseo de crear, por una parte, una unidad política que funcione con la suficiente efec-tividad como para lograr los fines deseados y, por otra, la necesidad de imponer límites y controles al poder creado como garantía para la protección individual ante su eventual abuso. Entre la necesidad de crear un orden político que supere la crisis institucional y económica en que se encontraban los trece estados confe-derados recién independizados de la Corona británica y la exigencia de mantener la libertad conquistada —ahora ante los riesgos que suponían los conflictos entre grupos o facciones que se disputaban el poder en los estados, así como los des-acuerdos entre las propias entidades confederadas que amenazaban la Unión—, los federalistas elaboran una Constitución con la que pretenden hacer frente al reclamo de preservar el bien público y asegurar los derechos privados. El resultado institucional es una mezcla compleja y en varios sentidos contradictoria de ele-mentos de control y de efectividad decisoria (O’Donnell, 2001).

Contexto histórico

Las circunstancias excepcionales que rodean la génesis de la Constitución estadounidense y la publicación de los 85 escritos que componen El Federalista obligan a un breve comentario relativo tanto al contexto en que surge, como so-bre algunos rasgos de sus creadores, con el fin de complementar la exposición del modelo aquí descrito.

A la independencia de las colonias británicas del norte de América so-brevino lo que los historiadores denominan el “periodo crítico de la historia norteamericana”.48 Los graves problemas que enfrentaban los estados de la Confe-deración —el desaliento, la confusión, el conflicto entre deudores y acreedores, la precaria situación económica y la ausencia de una autoridad nacional comúnmen-te respetada y obedecida— propiciaron una condición cercana a la anarquía.

La ruptura con Inglaterra derivó en una profunda crisis económica, política e institucional. Los comerciantes norteamericanos, al borde de la bancarrota por

47 La parte de El Federalista dedicada a exponer tanto la estructura del nuevo gobierno como la distribución de los poderes y su interacción se condensa del escrito 47 al 51 (pp. 204-223).

48 La cita de Velasco (El Federalista, 2001: viii) hace referencia a la obra que con ese título escribe el historiador norteamericano de esa época J. Fiske. Para un breve recuento del proceso inde-pendentista norteamericano véase el texto de Carmen de la Guardia (1992), y para un estudio más amplio la obra de Mario Hernández (1997).

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la restricción del comercio y el crédito con los ingleses, endurecieron a su vez sus exigencias con sus propios deudores, recurriendo a los tribunales para hacerlas efectivas. La reacción de las mayorías endeudadas en contra de las resoluciones judiciales generó sucesivos levantamientos y protestas que hicieron patente la de-bilidad de la organización institucional; las presiones a las legislaturas y el poder judicial lograron que la primera adoptara medidas legales que consistían en con-donar las deudas o, lo que fue más usual, la emisión de papel moneda para en-frentar las obligaciones más urgentes. Este y otros conflictos como la oposición de intereses entre las ciudades y el campo, entre los estados grandes y los pequeños, motivaron la convicción entre los actores políticos de que la estructura institucio-nal no ofrecía un mecanismo adecuado para la toma de decisiones.

Radicales, conservadores y liberales coincidían en la imperiosa necesidad de un cambio fundamental a la estructura institucional de la confederación. Con tal fin, el Congreso confederado convocó a una Convención federal, “con el objeto único y expreso de revisar los Artículos de Confederación49 y de presentar dic-tamen […] sobre las alteraciones y adiciones a los mismos que sean necesarios a fin de adecuar la Constitución federal a las exigencias del gobierno y al manteni-miento de la Unión” (El Federalista, 2001: 381). La Convención tendría lugar en Filadelfia en mayo de 1787.

La Convención, reunida del 14 de mayo al 17 de septiembre, “resolvió desde un principio que no bastaba, para alcanzar las finalidades que se le habían asignado, con reformar los “artículos de confederación y unión perpetua”, y sin perder tiempo en revisarlos se ocupó de construir un nuevo sistema de gobierno” (El Federalista, 2001: viii). Después de debate intenso y —por acuerdo de los propios participantes— a puerta cerrada, firmaron la nueva Constitución treinta y nueve de los cincuenta y cinco delegados de doce estados que asistieron. Conscientes de que la Convención carecía de facultades para su promulgación, los delegados recomendaron que para empezar a regir la Constitución “tenía que ratificarse a través de reuniones extraordinarias, convocadas a ese fin, en al menos nueve de los estados individuales”, esto es, una mayoría calificada de los estados miembros de la confederación deberían sancionar los acuerdos de Filadelfia (Hampsher-Monk, 1996: 234).

El debate por la ratificación de la nueva Constitución muestra con mucha claridad los planteamientos que dieron forma al sistema político estadounidense. Como era de esperarse la discusión era dispersa y fragmentada, centrada todavía en los diferentes estados. En el estado de Nueva York, que por su importancia y posición anticentralista la ratificación del texto constitucional resultaba esencial, los defensores de la Constitución dieron el mayor ejemplo de argumentación a fa-vor de los principios de gobierno en ella plasmados. Los federalistas —como se les

49 Los “Artículos de Confederación” es el documento que tras su independencia de la Corona inglesa los trece estados norteamericanos habían redactado para definir su identidad colectiva y sus relaciones. Algo parecido a un gobierno federal estuvo vigente hasta la Convención de Filadelfia, Pennsylvania, en 1787.

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conocería para la posteridad— a través de notas periodísticas, dirigieron al públi-co neoyorquino la justificación más autorizada de la nueva organización política frente a sus críticos. El triunvirato, formado por el virginiano James Madison y los neoyorquinos Alexander Hamilton y J. Jay, en sus escritos articulan, por un lado, la novedosa concepción de gobierno a la que se había llegado en la Convención y, por otro, la más sólida defensa de sus detractores, quienes publican igualmente sus críticas en periódicos de Nueva York. Finalmente este estado ratificó con sólo treinta votos a favor y veintisiete en contra el texto constitucional. “La constitu-ción había triunfado y por primera vez iba a ser posible emprender en gran escala, y en una forma tan clara que no dejara lugar a duda, el noble experimento del gobierno constitucional”50 (El Federalista, 2001: x).

Los autores de El Federalista forman parte de aquella extraordinaria gene-ración de políticos y estadistas que construyeron el nuevo orden constitucional estadounidense. James Madison, autor del llamado Plan de Virginia y considera-do el “padre de la Constitución”, en la Convención Constituyente su erudición y sus razonamientos lo convirtieron en uno de los miembros más influyentes de esa asamblea. El abogado neoyorquino Alexander Hamilton concibió la idea que diera origen a los escritos de El Federalista, durante la revolución fue secretario de George Washington, de quién también fue su secretario del Tesoro y principal consejero en los asuntos interiores durante el primer gobierno constitucional; de-bido a sus cualidades en la administración de aquel gobierno se piensa que “pro-bablemente los Estados Unidos no han tenido un administrador más brillante que el señor Hamilton cuando echó a andar la maquinaria del gobierno federal”. John Jay fue uno de los abogados más conocidos en su tiempo, “participó en los con-gresos de la época revolucionaria, posteriormente estuvo encargado de negocia-ciones diplomáticas con España y luego con Inglaterra, con la que firmó el tratado preliminar de paz, fue el primer presidente de la Suprema Corte y gobernador de Nueva York” (El Federalista, 2001: xiii-xiv). Los creadores de El Federalista junto con George Washington, Benjamín Franklin, Thomas Jefferson, John y Samuel Adams, Henry Knox, Thomas Paine y John Marshall son con mucha justicia llamados los “padres fundadores” del original sistema político estadounidense, sustentado en el régimen de gobierno presidencial.

50 Gustavo Velasco (El Federalista, 2001: x) hace notar que la influencia de los escritos de “Publio” en el público neoyorquino si bien es cierto fue importante, en realidad no fue el único factor decisivo para la ratificación, pues los federalistas perdieron las elecciones para la convención es-tatal, únicamente lograron designar a diecinueve delegados por treinta y ocho de sus adversarios. “Si Nueva York, finalmente, dio su aprobación al plan de Filadelfia, ello se debió, por una parte, al temor de quedarse solo y aislado, ya que entre tanto Nuevo Hampshire y Virginia habían ratificado aquel, con lo cual eran diez los estados a su favor y estaba asegurada su vigencia, y por otra, a las amenazas de secesión de la parte sur del estado, incluyendo el puerto de Nueva York”.

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El texto

El Federalista, en tanto defensa de la Constitución estadounidense, trata una gran variedad de principios que fundamentan la organización del gobierno, muchos de ellos originales, otros, deudores de los pensadores ingleses J. Locke y D. Hume. Pero, en lo que cabe al principio de la división de poderes es indiscu-tible la influencia del “oráculo” galo Montesquieu. De los principios más rele-vantes podemos mencionar el de la construcción de la teoría del Estado federal, la distribución de facultades entre el gobierno general y los gobiernos locales, el sistema bicameral, la organización del poder ejecutivo, la clásica argumenta-ción a favor de dar facultades independientes al poder judicial —que ha dado origen al original sistema de revisión judicial— fundado en la idea de asegurar el equilibrio de todo el sistema. Como es de entenderse aquí no se pretende una exposición de todos ellos, para los propósitos del trabajo sólo se da seguimiento a aquellos que exponen la doctrina de los frenos y contrapesos, tarea que recayó principalmente en el político virginiano J. Madison.

De los principios antes señalados, aunque generalmente se reconoce la tras-cendencia de todos ellos, es indudable el valor y alcance que han tenido en la configuración del sistema político estadounidense el relativo al gobierno limitado, resaltado al inicio del presente trabajo, y el del sistema representativo. El plantea-miento de que las personas a quienes se confía el gobierno “deriven sus poderes de las masas de gobernados y los ejerzan únicamente durante cierto tiempo y [ade-más] el reconocimiento de una amplia medida de autonomía a las partes compo-nentes, puede ser la única manera de agruparlas en un conjunto más amplio; [de este modo] la separación de los poderes del gobierno resulta el régimen obligado en su variante del sistema llamado presidencial” (El Federalista, 2001: xxii).

La preocupación esencial de los federalistas era —en la mejor tradición li-beral y republicana— construir un modelo de gobierno que, en primer término, salvaguarde “el bien público y los derechos privados” de los conflictos faccionales y, a la vez, preserve “el espíritu y la forma del gobierno popular”. En el ensayo número 10, escrito por Madison, se señala que para alcanzar ese propósito, es indispensable contener “al espíritu faccioso [que] ha corrompido nuestra admi-nistración pública”, el conflicto entre facciones y partidos rivales —acusa— es la causa de que el bien público se haya descuidado. Los grupos en conflicto ac-tuaban, movidos por intereses o pasiones comunes, en contra de los intereses de la comunidad o los derechos de los ciudadanos. Para el político de Virginia resultaba claro que los modelos de gobierno adoptados por los estados,51 habían

51 Las primeras constituciones estatales norteamericanas, en palabras de Negretto (2003: 43), “fueron celosas en delinear con precisión las funciones de cada rama del poder, pero lo hicieron con el objeti-vo principal de fortalecer a las asambleas legislativas frente al ejecutivo” —si la lucha independentista fue precisamente contra el absolutismo de la Corona británica, era natural que quisieran fortalecer la representación legislativa. Sin embargo, “el gran defecto de este diseño, de acuerdo con los constitu-yentes de Filadelfia, fue no prever la posibilidad de que el parlamento mismo se erigiera en un poder absoluto que colocara bajo su influencia a las otras ramas del poder”.

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sido incapaces de dominar la violencia que generaban las facciones (El Federalista, x: 36-38). El limitado sistema institucional que habían adoptado las colonias tras su independencia, frente a las apetencias facciosas derivó en una especie de “despotismo parlamentario y excesos mayoritarios”, argumentaban los federalistas (Negretto, 2003: 43).

Madison, en línea con el pesimismo antropológico hobbesiano, estaba con-vencido de la imposibilidad de suprimir “las causas del espíritu de facción, de ahí —concluiría— que el mal sólo puede evitarse teniendo a raya sus efectos”, pues, las causas que las originaban se encontraban en la propia naturaleza del hombre (El Federalista, x: 38). Así, ante “el grave riesgo creado por la existencia de las fac-ciones, y dada la imposibilidad de eliminarlas, la única alternativa disponible era la de organizar las instituciones de modo tal de hacerlas resistentes frente a ellas, [evitando] que el sistema de gobierno quedase exclusivamente en manos de algu-nos de los diferentes grupos en que se dividía la sociedad” (Gargarella, sf.: 173). La alternativa era, pues, reorganizar el débil sistema institucional prevaleciente en la mayoría de los estados de la Unión. Pero, ¿qué medios harán posible alcanzar ese fin?, la respuesta se fincó en la construcción de una unidad política nacional fundada en un sistema representativo y federal, “una mezcla feliz alejada de con-sideraciones parciales, de orden temporal o local, [que encomienda] los grandes intereses generales a la legislatura nacional, y los particulares y locales a la de cada estado” (El Federalista, x: 38-40).

Un gobierno republicano, federal y representativo,52 con el quehacer frente al “interés humano”, constituye en esencia el remedio que inspiró a los padres de la Constitución estadounidense. Al contrario de pretender eliminar las facciones, pues “la extinción de los partidos supone necesariamente o bien una alarma uni-versal porque peligre la seguridad pública o bien la extinción absoluta de la liber-tad”, se argumentó que la gran diversidad de intereses —germen del pluralismo— representado en las instituciones, imposibilitaría el “advenimiento de uno que supere y oprima al resto” (El Federalista, l: 219). Un gobierno de esta naturaleza impedirá que cualquier facción mayoritaria pueda “ponerse de acuerdo y llevar a efecto sus proyectos opresores”, pues será contrarrestada por el propio “sistema de representación”, proporcionando un “remedio republicano para las enfermedades más comunes de ese régimen” (El Federalista, x: 38-40).

52 Hampsher-Monk (1996: 252) aclara la concepción federalista de estas expresiones. En el caso del término “república”, advierte que aun cuando es utilizado indistintamente para cualquier entidad política, en realidad los estadounidenses lo identifican con un “gobierno que fuera tole-rablemente popular y dedicado a la defensa de la libertad”. En tanto que la idea de un gobierno “federal” concierne a la misma cuestión de la separación de poderes, en este caso una separación vertical. En el escrito número 9 Hamilton defiende la necesidad de un gobierno nacional fuerte, federal, que viene a transformar la concepción lockeana del poder federativo. Mientras que la representación sigue siendo muy restringida para todos los habitantes de las trece colonias.

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Concepción federalista de la división de poderes

El diagnóstico madisoniano transforma la concepción funcional de la doctri-na de separación de poderes adoptada por los estados de la Unión desde 1776.53 Para Madison, la interpretación errónea de ese “principio fundamental” había de-rivado en los gobiernos estatales “una mezcla excesiva y aún de una consolidación real de los distintos poderes, y que en ningún caso se han tomado precauciones adecuadas para mantener en la práctica la separación delineada sobre el papel”. Apelando a Montesquieu, señala que los hechos que guiaron al filósofo galo —la Constitución británica— “nos obliga a percibir que los departamentos legislativo, ejecutivo y judicial de ningún modo se hallan totalmente separados y diferencia-dos entre sí”, por lo que al afirmar:

no puede haber libertad donde [estos poderes] se hallan unidos en la misma persona o en el mismo cuerpo de magistrados, no quería decir —con ello— que estos departamentos no deberían tener una intervención parcial en los actos del otro o cierto dominio sobre ellos, [lo que] no puede tener más alcance que éste: que donde todo el poder de un departamento es ejercido por quienes poseen todo el poder de otro departamento, los principios fundamenta-les de una constitución libre se hallan subvertidos (El Federalista, xlvii: 205-206, 209).

Al demostrar que los poderes del Estado de ninguna forma deben estar aisla-dos unos de otros, la cuestión siguiente —tratada en el escrito 48— consistiría en establecer medidas prácticas para que cada uno pueda defenderse contra las extra-limitaciones de los otros, evitando la acumulación de competencias por alguna de las ramas del poder estatal. De acuerdo a la experiencia de los gobiernos estatales, siempre estaría latente el peligro de los excesos mayoritarios y la invasión de fun-ciones por uno de los poderes del Estado a los restantes.54 El hecho de demarcar y separar las funciones de cada rama y someter cada uno de ellos al control del elec-torado —que por sí sólo es un freno importante— resultaría insuficiente “contra el espíritu usurpador del poder”, lo que puede conducir a la concentración tirá-nica de todos los poderes gubernamentales en las mismas manos. En este sentido, los límites constitucionales no serían más que “barreras de pergamino”, incapaces de hacer efectiva la separación de poderes y mantener el equilibrio constitucional del gobierno (El Federalista, xlviii: 210-213).

53 Según esta concepción “los departamentos legislativo, ejecutivo y judicial deben ser distintos y diferentes, [como] precaución esencial a favor de la libertad”. El argumento de que la libertad sólo se asegura bajo este sistema es utilizado por los antifederalistas para criticar la estructura de gobierno en la nueva Constitución estadounidense: “los varios departamentos del poder se hallan distribuidos y mezclados de tal manera que se destruye toda simetría y belleza en el arre-glo, exponiendo a ciertas partes esenciales del edificio al peligro de verse aplastadas por el peso desproporcionado de otras” (El Federalista, xlvii: 204).

54 Madison hacía énfasis no tanto de los potenciales excesos de la rama ejecutiva —cuestión am-pliamente documentada en la lucha independentista— sino del “peligro que representan para la libertad las usurpaciones legislativas, que al concentrar todo el poder en las mismas manos, conducen necesariamente a la misma tiranía con que nos amenazan las invasiones del ejecutivo” (El Federalista, 47: 210).

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La cuestión relevante es entonces ¿cómo mantener en la práctica la división necesaria del poder entre los diferentes órganos, tal como la establece la Constitu-ción? La respuesta consistiría en establecer un sistema de controles mutuos entre los poderes del Estado, como el “medio” para evitar las extralimitaciones de algún poder sobre otro. El argumento federalista parte de la convicción que la única forma de hacer efectiva la separación de poderes reside en dotar a los responsables de cada rama del poder de los medios constitucionales y los móviles personales necesarios para resistir las invasiones de los demás. “La ambición debe ponerse en juego para contrarrestar a la ambición. El interés humano debe entrelazarse con los derechos constitucionales del puesto”55 (El Federalista, li: 219). La premisa es que en la estructura interna del gobierno “los distintos poderes estuvieran parcial-mente separados y parcialmente vinculados entre sí”, por su mutua facultad de impedir y por el interés de hacerlo, en caso de desacuerdo. (Gargarella, sf.: 174). En la distribución de facultades gubernamentales que propone la Constitución, el poder se divide “primeramente entre dos gobiernos distintos, y luego la porción que corresponde a cada uno se subdivide entre departamentos diferentes y separa-dos”. De esta forma el poder político, además de estar limitado en su ejercicio por leyes, estará dividido en tres ramas —legislativa, ejecutiva y judicial— y atomizado en dos niveles de gobierno —federal y nacional. Así, “los diferentes gobiernos se tendrán a raya unos a otros, al propio tiempo que cada uno se regulará por sí mismo”, minimizando al máximo sus posibles arbitrariedades (El Federalista, li: 221).

Los “medios” y los “motivos”: las precauciones auxiliares

El medio constitucional que idearon los federalistas para prevenir la usur-pación por alguna rama del poder “consistió en otorgar a cada una de las auto-ridades estatales un poder de veto que sirviera, al mismo tiempo, como arma de defensa e instrumento de control sobre las demás” (Negretto, 2003: 44). De esa forma, propusieron dividir al peligrosamente preponderante poder legislativo56 en ramas diferentes, lo que perfecciona el sistema bicameral, “procurando, por medio de diferentes sistemas de elección y de diferentes principios de acción, que estén tan poco relacionados entre sí como lo permita la naturaleza común de sus funciones y su común dependencia de la sociedad” (El Federalista, li: 221). Para salvaguardar el equilibrio entre los estados de la Unión, el Senado tendría en su integración y competencias: una composición diferente a la Cámara de Repre-sentantes; representaría de forma igualitaria a la soberanía de los estados; ejercer responsabilidades especiales como la ratificación de los secretarios del gabinete y otros funcionarios superiores de la administración postulados por el ejecutivo; dar su consentimiento a la firma de tratados internacionales; juzgar al presidente en caso de faltas graves a la Constitución; y, de gran importancia, sin su acuerdo no

55 Aquello que Madison denomina la política de “suplir, por medio de intereses rivales y opuestos, la ausencia de móviles más altos” (El Federalista, li: 221). Las cursivas no son del original.

56 Como ya se ha mencionado una de las preocupaciones de los federalistas era la de contener el “espíritu faccioso” que había invadido al legislativo, de ahí que buena parte de las “precauciones” para prevenir la usurpación se centraran en este poder.

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se aprobarían cambios a la legislación, veto que también poseería la Cámara po-pular. Estas facultades —argumentan los federalistas— permitirían crear “motivos e intereses diferentes en sus titularidades, y controlar así, por rivalidad, cualquier desviación del papel propio del otro” (Hampsher-Monk, 1996: 288). Igualmente, la Cámara de Representantes asumiría competencias específicas, particularmente en lo relativo al gasto público; tendría una base popular, como el Senado, pero elegida en circunscripciones, modos y plazos diferentes.

El poder ejecutivo tendría, a su vez, sus propios medios defensivos. El ob-jetivo era fortalecer al presidente con recursos y poderes suficientes para resistir las extralimitaciones del legislativo,57 pero complementado con un mecanismo de equilibrios y controles a su actuación por los otros poderes —en especial el Senado y el poder judicial—. Madison, tomando como referencia la debilidad en que se encontraban los gobernadores estatales frente a sus legislaturas, propuso el veto eje-cutivo a leyes sancionadas por los legisladores, no sólo con el fin de resguardar a las minorías de las coaliciones mayoritarias sino para asegurar su autoprotección. Con tal finalidad los federalistas terminaron creando lo que hoy se reconoce como “la institución más original —y también la más poderosa— de la Constitución norte-americana”: la presidencia (De la Guardia, 1992: 4).

La Constitución estadounidense establece que el presidente de los Estados Unidos es el titular del poder ejecutivo, quien sería electo por un mandato fijo y con amplias facultades en política exterior y defensa. Como ya se ha señalado, para protegerse de las extralimitaciones del poder legislativo tendría derecho de veto o solicitud de reenvío para un nuevo examen parlamentario de las leyes, a menos que ésta sea requerida por una mayoría legislativa calificada de dos ter-cios; podría conceder indultos; designar a sus ministros y proponer al Senado los miembros de la Suprema Corte. Pero, la Constitución también regula sus límites, como la posibilidad de que el presidente —y en general todos los ministros y re-presentantes— pueda ser sujeto a “juicio de residencia o impeachment” (del latín: impedir) ante el Congreso (García, 2000); eventualmente podrá ser destituido del cargo por “traición, cohecho u otros crímenes, de acuerdo a las disposiciones legales ordinarias”; cumplir con el requisito de la confirmación senatorial para los cargos importantes; la prohibición de que miembros del Congreso desempeñen algún cargo en el gobierno; la obligación de informar al legislativo sobre el estado de la Unión, así como el control cotidiano de las acciones de gobierno por el le-gislativo (El Federalista, lxix: 292).

57 Hamilton fue el mayor defensor de un gobierno nacional fuerte. El gobierno monista, centra-lizado, fue duramente criticado por los antifederalistas; frente a sus críticos “Publio” aseguraba que “un ejecutivo vigoroso no resulta incompatible con el espíritu del gobierno republicano, [sino al contrario] un ejecutivo débil significa una ejecución débil del gobierno. Una ejecución débil no es sino otra manera de designar una ejecución mala; y un gobierno que ejecuta mal, sea lo que fuere en teoría, en la práctica tiene que resultar un mal gobierno (El Federalista, lxx: 297). Los federalistas eran conscientes de que sus argumentos tendrían que superar prejuicios sobre ejecutivos poderosos y centralizados que tenían sus raíces en la experiencia histórica es-tadounidense y que invariablemente fueron utilizados por los antifederalistas en su crítica a la nueva Constitución.

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El poder judicial, por su modo de designación y permanencia en el cargo, fue dotado de facultades independientes de las otras ramas del poder estatal. En tal sentido Hamilton aseguraba que “la independencia de los tribunales de justicia es particularmente esencial en una Constitución limitada”,58 como lo era la estadouni-dense, para proteger a esta ley fundamental y los derechos individuales.59 De ahí que la función más importante asignada a la Judicatura federal fue el control judicial de constitucionalidad, es decir, “el derecho de los tribunales a declarar nulos los actos de la legislatura, que son contrarios a la Constitución” (El Federalista, lxxviii: 331). La revisión judicial de las leyes, independiente a los poderes políticos, tendría como propósito asegurar el equilibrio de todo el sistema. Un mecanismo constitucional que permitiría la determinación definitiva de todos los puntos de conflicto entre poderes.60 Al igual que los demás poderes, también se limitó al poder judicial me-diante la intervención del presidente y del Senado en su nombramiento, dando a este último órgano la posibilidad de remover a los jueces en caso de mala conducta o delitos cometidos en ejercicio de sus funciones.

Los instrumentos de control antes descritos, perfeccionaron los mecanismos de control que delineó el “oráculo” Montesquieu. Estos instrumentos, sin embargo, serían insuficientes si los distintos departamentos estuvieran “motivados” por un mismo interés. La solución federalista consistió en procurar que en cada rama del poder estuvieran representados los más diversos intereses del electorado —en base a circunscripciones diferenciadas y elecciones no concurrentes, por ejemplo. Así, el presidente representaría la pluralidad de intereses del electorado nacional y sería elegido de manera indirecta por un colegio electoral para un periodo de cuatro años; los senadores, a su vez, representarán al electorado estatal, serían electos a tra-vés de las legislaturas locales por seis años y se renovarían en forma parcial en razón de un tercio bianualmente; mientras que los diputados representarían en forma directa e individual a los electores de su distrito y estarían sujetos a una renovación total cada dos años. De esta forma —argumentaba Madison— el presidente, los diputados y senadores responderían a distintos intereses y reflejarían, además, los potenciales cambios de preferencias del electorado a través del tiempo. Esto indu-ciría a los representantes a autorregularse, pues, para tomar decisiones y aprobar cambios en la legislación necesitarían el acuerdo de varios actores e instancias con mutua capacidad de veto o bloqueo.61

58 Para Hamilton la Constitución es un conjunto de normas “que contiene ciertas prohibiciones expresas aplicables a la autoridad legislativa, como por ejemplo, la de no dictar decretos que impongan penas e incapacidades sin previo juicio” (El federalista, lxxviii: 331).

59 El fundamento federalista se basaba en la concepción de “que era la Constitución —y no el go-bierno— la expresión fundamental de la voluntad del pueblo” (Hampsher-Monk, 1996: 299).

60 La historia del control judicial es, de cualquier modo, algo peculiar frente a las otras instituciones, “la Constitución norteamericana no consagró de modo explícito la revisión judicial, como sí lo había hecho con las demás herramientas nombradas, [este principio] tomó vida efectiva recién a principios del siglo diecinueve, y a partir del famoso caso ‘Marbury v. Madison” (Gargarella, sf.: 174).

61 Para una exposición más amplia sobre los actores e instancias con poder de veto en el sistema de frenos y contrapesos, véase la obra de Shugart (2001).

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La novedosa estructura de gobierno que idearon los federalistas combinó así los medios de control institucional y los motivos de intereses diversos en ella representados. “El sistema de frenos y contrapesos requería no sólo otorgar a las distintas ramas del poder una capacidad de veto relativamente simétrica en mate-ria de legislación, sino también los incentivos necesarios para ejercerla en caso de conflicto de intereses”, con el fin de asegurar un adecuado equilibrio de los con-troles endógenos —constitucionalmente dispuestos— que dan a cada rama del poder capacidad de bloqueo mutuo,62 en otros términos, garantizar el equilibrio de poderes en la estructura gubernamental tal como lo establece la Constitución. Finalmente, “la idea central del modelo de frenos y contrapesos fue proteger el statu quo haciendo posible el cambio legislativo sólo mediante amplias coaliciones en las que actores minoritarios tendrían un importante poder de negociación para proteger sus intereses frente a las decisiones de las mayorías”63 (Negretto, 2003: 45-46).

Este complejo esquema de controles entre los poderes estatales constituye el gran aporte institucional de los federalistas a la teoría política y constitucional moderna. La influencia de este modelo es de tal trascendencia que “institucio-nes como el veto ejecutivo, el bicameralismo con su esquema de idas y vueltas o ‘ping pong’ previo a la aprobación de cualquier ley, el impeachment y la revisión judicial” se fueron incorporando, paulatina y literalmente, a las Constituciones de todo el mundo, especialmente las que adoptaron la estructura de gobierno presidencial en América Latina (Gargarella, sf.: 174). La mayoría de los países latinoamericanos, México en particular, son ejemplos fehacientes del gran influjo que ejercieron los mecanismos institucionales del modelo de frenos y contrape-sos.64 Antes de abordar la evolución de esta forma de distribuir el poder político en México —tema de interés en este trabajo— es importante revisar brevemente algunas de las principales virtudes asociadas a este modelo, así como las críticas más comunes que se esgrimen en su contra a raíz de la experiencia de los regíme-

62 Así denominan los federalistas a los controles “internos” al sistema institucional, controles de cada rama del poder sobre las restantes, para diferenciarlos de los controles “exógenos” —que defendieron los antifederalistas—, los cuales son resultado principalmente del refrendo electo-ral de los votantes y mecanismos de relación directa desde los ciudadanos a los representantes, particularmente los diputados.

63 La influyente conclusión de Bernard Manin —citado por Negretto (2003: 47)— está planteada en los mismos términos: “el modelo de frenos y contrapesos fue pensado como un mecanismo tendiente a preservar la Constitución mediante un equilibrio endógeno”.

64 Aunque existen divergencias en cuanto al esquema de división de poderes que tras su inde-pendencia adoptaron las constituciones latinoamericanas. Para el caso mexicano, Aguilar Ri-vera (2002: 24 y ss.), asegura que a pesar de que adopta importantes disposiciones del modelo constitucional estadounidense, este principio fue más bien concebido de acuerdo al modelo de límites funcionales de la Constitución gaditana, pues, dieron una especialización funcional a cada rama del poder. Una estructura institucional que potencialmente tiene mayores efectos conflictivos para el sistema político, como lo muestra el predominio de la rama legislativa en la Constitución mexicana de 1857.

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nes presidenciales en Latinoamérica. Ahora poniendo el énfasis no tanto en su eficacia para limitar el poder político sino en el problema relativo a las decisiones que es capaz de generar.

3.1 Ventajas y problemas asociados al modelo federalista

La historia del principio de división de poderes, fundado en el sistema de fre-nos y contrapesos, en los países que lo adoptaron como modelo de gobierno —es-pecialmente en América Latina— es contrastante a la relativa estabilidad y exitoso desempeño de este esquema institucional en Estados Unidos. En la mayoría de los países latinoamericanos las situaciones de crisis entre poderes, como la parálisis ins-titucional o problemas de gobernabilidad,65 han derivado en decisiones unilaterales y en ocasiones extraconstitucionales, que han significado un alto costo en términos de desempeño institucional, legitimidad política y desarrollo social. Aunque sería un desacierto atribuir estos problemas exclusivamente a dicho diseño, los conflic-tos entre poderes, particularmente en contextos de gobiernos divididos, es decir, cuando el partido del presidente no posee una mayoría legislativa, muestran tanto sus limitaciones endógenas como su impacto negativo o perjudicial en el funciona-miento del sistema político-institucional.

Sin embargo, la diversidad política, contexto social y cultural, de los países que han adoptado este modelo de gobierno, dificulta captar en su totalidad la realidad de la relación entre los poderes del Estado, de modo que muchos de los conflictos asociados a este diseño pueden tener en realidad un origen estructural o político, no institucional; incluso si éste fuera el caso, un desfase de esta naturaleza puede ser atribuible a la ambigüedad de las reglas constitucionales que regulan esta relación, a las características del sistema electoral o a la fragmentación y cohe-sión del sistema de partidos. Finalmente, el marco institucional no define por sí mismo la dinámica global de la relación ejecutivo-legislativo, pues en la práctica las reglas formales podrían no respetarse, de ahí que éste constituya un problema práctico-político y no lógico-jurídico, aunque sin dejar de reconocer que el per-feccionamiento o modernización del ordenamiento legal sea una condición básica para el buen desempeño institucional.

Por tanto, cabe tomar con cautela las líneas generales del debate sobre las ven-tajas e inconveniencias del modelo federalista en la vida institucional latinoamerica-na. Tanto los argumentos que defienden este modelo, como sus cuestionamientos más significativos, son inevitablemente incompletos, pero su análisis es un referente valioso para facilitar una mejor comprensión de los problemas de gobernabilidad democrática en contextos de gobiernos deficitarios de resultados.

65 Gobernabilidad ha terminado por convertirse en un concepto polisémico, que de tan usado corre el riesgo de vaciarse de contenido explicativo. Aquí es entendido —de acuerdo con Bob-bio— en su concepción amplia, como la capacidad política de conducir al Estado. Mientras que por ingobernabilidad se considera una situación disfuncional que dificulta esa capacidad. Para un examen más amplio de estos términos véase la obra de Manuel Alcántara (2004).

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El argumento central que se esgrime a favor del modelo de frenos y contra-pesos es que el proceso de toma de decisiones y cambios al statu quo, en tanto que requiere el acuerdo de actores e instancias con intereses diversos, posibilita que los titulares del poder político se controlen mutuamente. La presencia de múltiples puntos de veto,66 y un conjunto de controles endógenos, asegura que cualquier ini-ciativa de ley tenga que ser procesada por varios agentes antes de resultar aproba-das, lo cual impide, teóricamente, que se tomen decisiones políticas “apresuradas” o se aprueben leyes “inconvenientes”.67 Un argumento similar al anterior se rela-ciona con la eficiencia social que se supone resulta al tomar en cuenta a un mayor número de grupos, sobre todo aquellos que formalmente están excluidos de la coalición dominante, lo que puede evitar decisiones colectivas arbitrarias. El que las decisiones tengan que ser más representativas permite incorporar algunos dere-chos e intereses de los grupos minoritarios, de forma que los acuerdos no mejoren la posición de un grupo o sector de la sociedad a costa de empeorar la de otros,68 sino que tengan, al menos, un carácter más pluralista o de mayor legitimidad.

Gabriel L. Negretto (2003: 48) complementa las bondades de este modelo con tres razones: primero, “que favorece la adopción de políticas moderadas, dado que actores con posiciones extremas están obligados a negociar entre sí y llegar a un compromiso para tomar una decisión”, es decir, induce relaciones cooperativas en-tre gobierno y oposición en un régimen presidencial democrático; segundo, “hace más creíbles y estables las decisiones una vez adoptadas, puesto que resulta difícil volver a formar una coalición capaz de alterar el statu quo”; y tercero, que provee a los ciudadanos de mayor información acerca de las políticas públicas; dado que el modelo requiere de un amplio debate entre agentes con intereses diversos, los temas incorporados a la agenda pública estarán sujetos a una intensa deliberación antes de decidir cualquier modificación o innovación de la política en curso.

Respecto a las críticas más comunes que se hacen al modelo de frenos y contrapesos, cabe señalar, en primer lugar, aquellas que desde su formulación ob-jetaron los antifederalistas en Estados Unidos: la excesiva asignación de facultades al poder ejecutivo, conocidos como los “controles endógenos” madisonianos; y el nuevo rol jurisdiccional de los conflictos constitucionales que asumía el poder judicial. La convicción antifederalista de preservar el predominio del poder legis-lativo radicaba en el carácter funcional atribuido a las ramas del poder político

66 Los puntos de veto suponen una instancia institucional o actor político específico con capaci-dad de detener una decisión política (Shugart, 2001: 156).

67 La obra clásica que asume esta posición es The calculus of consent de Buchanan y Tullock (1962), que forma parte de la escuela de elección pública, enfoque que estudia la forma en que los gobier-nos, bajo las presiones de los que desean ser reelegidos, deciden o actúan entre diferentes políti-cas, “se le llama pública porque se parte siempre del supuesto [de la existencia de un gobierno] democrático” (Bazúa y Valenti, 1993).

68 Este razonamiento es en esencia lo que plantea el principio de la eficiencia en el sentido de Pare-to, un criterio ampliamente conocido y que se utiliza para comparar los resultados de diferentes instituciones a la hora de evaluar su eficiencia: una institución es eficiente en el sentido de Pareto si no existe ninguna forma de mejorar el bienestar de un grupo de personas sin empeorar el de algún otro.

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y la preeminencia de la representación popular; en tanto que en el legislativo se depositaba el poder del pueblo, resultaba, entonces, inconsistentes las disposicio-nes federalistas de restarle prerrogativas o de imponerles mayores controles a su ejercicio.

La teoría política y constitucional reciente ha esbozado los alcances y limi-taciones de las reglas en que se articula la división de poderes en este modelo. La crítica más elaborada a esta forma de distribuir el poder político proviene de Juan J. Linz (1990), a partir de su influyente ensayo “Democracia: presidencialismo y parlamentarismo. ¿Hace alguna diferencia?”. Linz advierte que, dada la cantidad de mecanismos supramayoritarios, bajo situaciones de gobierno dividido este mo-delo puede producir una parálisis de gobierno si los partidos no logran arribar a acuerdos legislativos.69 Una parálisis prolongada de gobierno puede provocar a su vez, una crisis de régimen, de modo que la presencia continua de ejecutivos sin una mayoría legislativa ha sido el detonador de crisis políticas y del derrumbe de algunas democracias, el ejemplo más emblemático es la quiebra de la democracia chilena, durante el gobierno minoritario de Salvador Allende en 1973. La con-clusión linziana a estos problemas es radical: eliminar el origen separado de los poderes ejecutivo y legislativo, adoptando el régimen parlamentario de gobierno (Linz, 1990; Lujambio, 2002: 320).70

Aun cuando no todos los problemas del presidencialismo latinoamericano se pueden atribuir exclusivamente al esquema de frenos y contrapesos —agrega Negretto (2003: 55)— resulta evidente que éste permite “no sólo que surja un conflicto entre ramas separadas de poder, sino que el conflicto carezca, en ciertas circunstancias, de formas cooperativas de resolución”. La compleja interacción entre los poderes ejecutivo y legislativo —aunado a factores culturales, políticos y sociales— está en permanente conflicto, por el deseo de ambas ramas de “expan-dir sus esferas de influencia en áreas de jurisdicción compartida o allí donde la Constitución es ambigua en los límites precisos de una competencia”. La tensión por los espacios de poder necesariamente dificulta, en ciertas condiciones, la posi-bilidad de arribar a acuerdos entre las ramas del poder político, de modo que los

69 La parálisis de gobierno se refiere a la incapacidad del ejecutivo para conseguir la aprobación de sus iniciativas. Según Benito Nacif (2000) esto supone que “no existe un acuerdo entre los actores involucrados en el proceso de toma de decisiones respecto a una mejor alternativa para reemplazar la política en curso. Los mecanismos de frenos y contrapesos, como el veto presiden-cial, pueden dar lugar a formas más sofisticadas de parálisis. Sin embargo, [acota] la producción de un cambio de política no es necesariamente un éxito, así como de que el mantenimiento de una política no implica un fracaso”.

70 María Amparo Casar (2002: 351) sintetiza esta crítica: “en suma, los teóricos de los gobiernos divididos hablan de empate, conflicto, parálisis e incluso ingobernabilidad, agravadas en el siste-ma presidencial por la rigidez temporal, esto es, por el hecho de que ambos poderes son electos por un periodo fijo e inamovible, salvo circunstancias extraordinarias. [Pero], la experiencia de los países con gobiernos divididos parece contradecir lo que la teoría dicta”. En el mismo senti-do, estudios posteriores no muestran evidencias suficientes como para sostener que el derrumbe de los regímenes democráticos o la parálisis legislativa, tuviera como relación causal relevante la presencia de un presidente sin mayoría legislativa (Casillas, 2001: 23).

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desacuerdos siempre tendrán una alta posibilidad de presentarse (Negretto, 2003: 53; Krsticevic, 1992: 144).

Aunque buena parte de los institucionalistas latinoamericanos no compar-ten —parcial o absolutamente— los argumentos de Juan Linz, coinciden en ma-yor o menor grado sobre las mismas preocupaciones que motivaron las críticas del politólogo español a los regímenes presidenciales de América Latina: el riesgo de parálisis, crisis institucional e ingobernabilidad. Pero, a diferencia de Linz, la mayoría de los estudios recientes sobre las democracias presidenciales latinoame-ricanas consideran que los problemas inherentes al presidencialismo no los resuel-ve el parlamentarismo (Mainwaring y Shugart, 2002; Colomer y Negretto, 2002; Lanzaro, 2001; Carrillo, 2001). Estas investigaciones se han centrado en indagar sobre variantes institucionales al esquema de frenos y contrapesos, ya no sólo con la idea de evitar el abuso de poder, sino la de encontrar formas de cooperación y entendimiento entre los múltiples agentes con poder de veto, de modo que sea más funcional al desempeño gubernamental. La tendencia, según lo plantea Shugart (2001: 184), parece ir en el sentido de configurar una estructura de gobierno con cierto grado de agilidad y adaptabilidad, que pueda ofrecer compromisos creíbles y un proceso de formulación de políticas transparentes; un desafío que ya no es total-mente compatible con el esquema original de frenos y contrapesos que imaginaron los federalistas norteamericanos.

Con tal fin se han propuesto diversas modificaciones a los mecanismos ins-titucionales y a las reglas electorales inherentes al modelo de frenos y contrapesos que se pueden agrupar en tres tendencias.

1) Incorporar mecanismos institucionales, particularmente en el ámbito electoral y del sistema de partidos, que posibiliten la existencia de gobiernos uni-ficados como la elección presidencial mayoritaria, sin segunda vuelta; elecciones concurrentes para la presidencia y el Congreso, sin elecciones legislativas inter-medias; un sistema electoral de representación proporcional pero con distritos de baja magnitud para evitar la fragmentación del sistema de partidos; e incentivos para construir coaliciones mayoritarias entre el partido del presidente y partidos pequeños sin posibilidades presidenciales. Bajo esta premisa buena parte de estas investigaciones se han centrado en la búsqueda de diseños institucionales que pueden evitar la ocurrencia de los gobiernos divididos y fomentar la de los go-biernos unificados (Lujambio, 2002: 321). La consecuencia lógica de esta línea de investigación sería la de flexibilizar, probablemente a favor del ejecutivo, los fundamentos del modelo de frenos y contrapesos relativos a las precauciones auxi-liares madisonianas.

2) En segundo lugar, se ha buscado favorecer la concentración de poderes le-gislativos en el ejecutivo, otorgándole al presidente facultades de decreto, un fuerte poder de veto y mayor potestad en la presentación de iniciativas legislativas. El argu-mento que orienta a estas indagaciones considera que los regímenes presidenciales son viables en la medida que los presidentes son capaces de desarrollar su agenda en el Congreso. Con esta premisa en América Latina se han ensayado alternativas de modificaciones al diseño original de frenos y contrapesos en dos dimensiones.

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En primer lugar implementando medidas legales que le permitan al presidente y su partido obtener o construir artificialmente una mayoría congresional, con reglas electorales congruentes de carácter mayoritario, elecciones concurrentes, elevando las exigencias para la formación de nuevos partidos, umbrales altos para obtener representación en el Congreso y limitando las coaliciones. En una segunda dimen-sión, para el caso de que el presidente no tenga apoyo mayoritario en el Congreso, se ha dotado de amplios poderes legislativos al ejecutivo para salvar el bloqueo con-gresional en circunstancias que demanden cambio rápidos a la legislación, como el decreto y el veto parcial. No obstante, compensar la fragmentación partidista dotando de mayores poderes legislativos al presidente limita un sistema legítimo de representación; además, nada impediría la presencia de un Congreso fuerte, que en el ejercicio de sus responsabilidades de representación y control, entre en conflicto con el ejecutivo por la injerencia en las áreas de su competencia. (Mainwaring y Shugart, 2002; Colomer y Negretto, 2002; Aziz Nacif, 2002: 296; Sartori, 2003: 232; unesco, 2005).

3) J. Colomer y G. L. Negretto (2002: 79 y ss.), en contraste con las pro-puestas anteriores —modificar sólo las reglas electorales sin cambiar sustancial-mente el sistema de frenos y contrapesos o de procurar la concentración del poder en la presidencia—, argumentan a favor de dar un papel prioritario al Congreso. Señalan que para enfrentar con mayor éxito las implicaciones inherentes a la di-visión de poderes en situaciones de gobiernos divididos (parálisis institucional o ingobernabilidad), es necesario rediseñar el modelo tanto en aquellas reglas elec-torales que impactan en la conformación de las dos estructuras de poder, como redefiniendo los mecanismos de mutuo control. Sobre el primer punto, proponen que la representación electoral se organice mediante instituciones más inclusivas, conforme a reglas más pluralistas como la representación proporcional y eleccio-nes concurrentes con segunda vuelta,71 de forma que exista correspondencia entre las preferencias de los ciudadanos y las preferencias de los actores institucionales. Sobre las instituciones de control, plantean introducir fórmulas institucionales que reduzcan los mecanismos de bloqueo para la toma de decisiones efectivas y satisfactorias entre la rama ejecutiva y legislativa, es decir, disposiciones que a dife-rencia del modelo original sean capaces de incentivar una mayor cooperación in-terinstitucional, de modo que pueda modificarse con mayor celeridad el statu quo.

Por último, se reconoce, que el esquema de frenos y contrapesos no se ade-cua totalmente a la nueva realidad y desafíos del Estado contemporáneo (García, 2000). Los problemas sociales y políticos se agolpan frente a una estructura insti-tucional que, al parecer, “no cuenta con los instrumentos necesarios para dar una respuesta adecuada” (Galaviz, 2003). Además, el crecimiento del aparato estatal ha hecho más compleja la formulación y conducción de las decisiones políticas, 71 Cabe recordar que originalmente el modelo federalista concibió las llamadas “precauciones auxi-

liares” —elecciones no concurrentes y parciales o escalonadas—, como mecanismos orienta-dos a producir mayorías diferenciadas y frecuentemente cambiantes para cada rama del poder político, con la finalidad de alcanzar un equilibrio endógeno que asegurara la estabilidad del sistema.

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limitando el proceso para la toma de decisiones colectivas vinculantes. Por tanto, resulta pertinente ahondar en el debate y la reflexión teórica para reformular y re-diseñar esta forma de distribuir el poder político. La imperiosa necesidad de hacer más eficiente el proceso decisorio de la estructura gubernamental requiere, más que mecanismos de mutuo bloqueo —poderes reactivos que debido a su rigidez están asociados a los problemas de conflicto y potencial parálisis—, institucio-nes proactivas72 que sin descuidar el control del poder, sean capaces de construir acuerdos incluyentes y ofrecer resultados satisfactorios a las demandas sociales. Esto ha generado que la mayoría de los países latinoamericanos, excepto México y República Dominicana, hayan ensayado interesantes variantes a esta forma de distribuir el poder político; el problema es que en la mayoría de estos casos se ha buscado reforzar el predominio de alguna rama del poder político, lo que even-tualmente induce a una relación más conflictiva entre estas instancias (Colomer y Negretto, 2002: 80). El debate, por supuesto, esta muy lejos de ofrecer resultados concluyentes como para encontrar respuestas satisfactorias a las dificultades que actualmente enfrentan las instituciones de gobierno en esta región.

72 Los conceptos de poderes proactivos y poderes reactivos permiten identificar la naturaleza del ejercicio del poder presidencial frente al statu quo legislativo. Constituyen las reglas más rele-vantes para analizar las decisiones legislativas. En los términos de Shugart y Mainwaring (2002: 50) los poderes proactivos son aquellos “que permiten al presidente establecer —o tratar de establecer— un nuevo statu quo”, por ejemplo el poder de decreto o la iniciativa legislativa de carácter preferente; mientras que los poderes reactivos “permiten al presidente defender el status quo contra las tentativas de la mayoría legislativa por cambiarlo”, el ejemplo más común de estos poderes es el veto. En la medida que el ejecutivo carezca de suficientes poderes proactivos, aunque si tenga fuertes poderes reactivos, se verá limitado para determinar la agenda de cambios legislativos, pues sólo tendrá la capacidad de detener las decisiones congresionales, más no para definir el sentido de los cambios.

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II. El marco institucional de división de poderes en México

El diseño constitucional en México, con variantes y transformaciones, desde el Acta Constitutiva de la Federación de 1824 (antecedente inmediato de la Constitución Fe-deral de aquel año) hasta la vigente Constitución Política de 1917, se ajusta en general a la lógica del modelo federalista de división de poderes: separa el poder ejecutivo del legislativo; incluye una segunda cámara de representación territorial; otorga al ejecu-tivo poder de veto sobre las decisiones legislativas; prevé para el presidente, senadores y diputados una base de representación popular lo más diversa posible; establece un poder judicial relativamente independiente. En suma, distribuye de manera equilibra-da competencias entre las ramas del poder estatal.

Como es ampliamente reconocido, adoptado el principio de división de po-deres en el arreglo constitucional mexicano, tuvo, sin embargo, efectos y trascen-dencias político-institucionales distintas a la de Estados Unidos, pues mientras el régimen presidencial estadounidense ha funcionado de acuerdo a una práctica efectiva de división de poderes, el sistema presidencial mexicano se ha deformado en un tipo de presidencialismo exacerbado, que concentró —sobre todo durante la etapa hegemónica del Partido Revolucionario Institucional, pri— en la rama ejecutiva prácticamente todas las funciones estatales (Sartori, 2003: 221). La his-toria política mexicana —y de cierta manera la de América Latina— se caracteriza por la tendencia al desequilibrio en las ramas del poder político y la concentración de poderes estatales en la presidencia.

Es así como los mecanismos de control político y las “precauciones auxiliares” madisonianas para la efectiva división de poderes fueron en los hechos anulados por el predominio de la institución presidencial. Un diseño pensado para limitar y equilibrar el poder político terminó, por causas situadas más allá del marco constitucional, con-centrado en el poder presidencial (Carpizo, 2003).

En este apartado se expone, en primer lugar, la evolución de este principio en el marco constitucional mexicano; en seguida, se identifican los mecanismos consti-tucionales vigentes para el control del poder político, como la iniciativa legislativa y el poder de veto; y finalmente, se muestra las denominadas “precauciones auxiliares madisonianas”, complemento federalista para una efectiva división de poderes.

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1. División de poderes en los textos constitucionales

El sistema constitucional mexicano históricamente se ha caracterizado por una cierta discontinuidad,73 Sin embargo, desde los primeros arreglos constitucio-nales del México independiente ha prevalecido, no sin modificaciones, el princi-pio de la división de poderes. De forma esquemática es posible exponer —como lo abordan la mayoría de los textos relativos a este tema— la evolución de este “principio fundamental” de acuerdo a las tres constituciones más importantes en su historia de nación independiente: la Constitución Federal de 1824, la Consti-tución Política de 1857 y la vigente de 1917.

a) El Acta Constitutiva de la Federación de 1824, el antecedente inmediato de la primera Constitución de México tras su independencia de la Corona espa-ñola, establece la organización del incipiente Estado mexicano teniendo como modelos constitucionales el estadounidense de 1787 y el español de 1812.74 Una república representativa y federal; el régimen presidencial de gobierno y el prin-cipio de la división de poderes, que dispuesto en su artículo 9º señala: “el poder supremo de la federación se divide, para su ejercicio, en legislativo, ejecutivo y ju-dicial, y jamás podrán reunirse dos o más de éstos en una corporación o persona, ni depositarse el legislativo en un individuo” (Armienta, 2002: 32).

b) La Constitución Federal de los Estados Unidos Mexicanos de 1824 reafir-ma los principios constitucionales del Acta Constitutiva redactada algunos meses antes. En lo que cabe al principio de división de poderes, en ciertos aspectos se asemeja al texto constitucional estadounidense, pero también contiene importan-tes disposiciones gaditanas. La relación entre poderes, como en ningún otro texto constitucional, establecía una cuidadosa separación y un relativo equilibrio. Al igual que la ley fundamental estadounidense diseña un Congreso bicameral que se reuniría anualmente en un periodo ordinario de sesiones; prevé la existencia del Senado como cámara de representación territorial, que sería integrada de manera paritaria por los estados de la federación; instituye un ejecutivo unitario elegido de manera indirecta, así como la figura de vicepresidente. Como medida preven-tiva contra las extralimitaciones del poder legislativo dio al ejecutivo la capacidad 73 Después de su independencia México vivió, durante más de 50 años, una etapa de inestabilidad

y turbulencia política. Situación que se refleja en la cantidad de arreglos constitucionales que se conocen de aquella época, Lorenzo Córdova (1994: 26), citando a Emilio Rabasa, expone que “en los veinticinco años que corren de 1822 en adelante, la nación mexicana tuvo siete Congresos Constituyentes, que produjeron, como obra, una Acta Constitutiva (la de 1824), tres constituciones (la federal de 1824 y las centralistas de 1836 y de 1843) y una Acta de Reformas (que reintroduce el federalismo al restablecer, en 1847, la Constitución de 1824 reformada)”.

74 La también denominada Constitución gaditana estuvo vigente durante un breve periodo en lo que fue la Nueva España y aún después de su independencia (Carpizo, 2000: 41; Marván, 1997; 42). La Constitución de Cádiz, sin embargo sólo establece una división funcional entre las ramas del poder, a diferencia de la estadounidense que contempla, además, todo un sistema de frenos y contrapesos; esta diferencia es fundamental, pues influyó en la configuración de las características de la división de poderes en los arreglos constitucionales mexicanos, sobre todo los de 1824 y 1857 (Aguilar, 2002: 24).

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de vetar sus leyes, en su artículo 55 establece que los proyectos de ley pasarían al presidente, quien tenía diez días para hacerles observaciones; si el presidente devolvía un proyecto dentro de esos diez días, éste se discutía de nuevo en las dos cámaras, y para devolvérselo al presidente, antes debía ser aprobado por las dos terceras partes de los legisladores presentes. Si no se lograba esa votación, no se podía volver a proponer el proyecto sino hasta el año siguiente (Carpizo, 2000: 85). Igualmente dio al ejecutivo la facultad de convocar al Congreso a sesiones extraordinarias, si así lo estimaba conveniente; además, a diferencia del presidente estadounidense, el ejecutivo mexicano contaría con importantes funciones legis-lativas —derivada de la Constitución gaditana— como la facultad de iniciar leyes y de emitir reglamentos de la legislación vigente. Por otro lado, el presidente no era responsable políticamente ante el Congreso, no obstante que podría ser sujeto de juicio político por la comisión de ciertos delitos.

Estas disposiciones constitucionales han sido fundamentales y de gran tras-cendencia para la vida político-institucional en México. A pesar de que la Cons-titución de 1824 apenas estuvo vigente hasta 1835, en ocasión de otros arreglos institucionales al que dio lugar la convulsión política por los conflictos faccionales y hasta teleológicos que caracterizaron a la joven nación independiente.75 Así, entre 1824 y la Constitución de 1857 se sucedieron experimentos institucionales centralistas e imperiales, de corte militaristas, que llevaron al fracaso inicial el tras-plante de las instituciones norteamericanas —y en ciertos aspectos gaditanos— a un contexto social, épocas y exigencias diametralmente opuestas (O’Gorman, 1999). A modo de ejemplo, entre los defectos institucionales asociados a la adop-ción e insuficiente adaptación del modelo federalista resalta el establecimiento de la vicepresidencia, una institución que además de conferirle permanencia al lado del presidente y derecho a sucederle en cualquier caso, se elige de manera sepa-rada, asignándose al candidato perdedor en la contienda presidencial, es decir, al rival del presidente. Las consecuencias de esta medida fueron funestas para la estabilidad política del país, el vicepresidente generalmente conspiraba para con-seguir la presidencia, objetivo que generalmente conseguía a través de rebeliones y asonadas militares. Esta figura fue finalmente suprimida por el Acta Constitutiva y de Reformas de 1847.

75 En poco más de cincuenta años de vida independiente fueron constantes los cambios institu-cionales, fruto en gran parte de los conflictos faccionales entre dos expresiones políticas que se disputaban tanto la conducción del nuevo Estado, como la orientación de la identidad histórica en la nación mexicana. La tendencia liberal que veía en Estados Unidos —en su condición de ex colonia— la ejemplar, moderna y exitosa organización política (republicana, federal y repre-sentativa) cuya experiencia era, por tanto, digna de ser emulada. Mientras que una tendencia conservadora pugnaba por mantener la vigencia de los valores y principios en que se había sustentado la sociedad colonial, salvo en lo tocante a la independencia y sin excluir el progre-so en lo compatible con aquellos valores y principios. El conflicto aunque se inclina a favor de los liberales, dejaría inconclusa la identidad y configuración del Estado nacional mexicano (O’Gorman, 1999: 30).

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c) Las Bases Constitucionales expedidas por el Congreso Constituyente de 1835, así como las Leyes Constitucionales de 1836, a pesar de que adoptaron una estructura de gobierno centralista, mantuvieron la división de poderes y el sistema bicameral del poder legislativo (Armienta, 2002: 34). Posteriormente, el Acta Constitutiva y de Reformas de 1847 restablecería, en la parte relativa a la organización y separación de los poderes estatales, algunas disposiciones de la Constitución de 1824. Durante este tramo de la historia constitucional mexicana es recurrente la inestabilidad política e institucional, la polarización del conflicto por la conducción y definición de la identidad histórica de la nación mexicana entre una tendencia centralista-conservadora y otra de influencia liberal-republi-cana parecía poner en riesgo la vigencia misma de la independencia recientemente lograda. Es una etapa social y políticamente convulsa que en los hechos hacía inoperantes el esquema institucional de división de poderes, asociados al modelo de frenos y contrapesos, en cambio el ejercicio del poder se caracterizó por un paulatino proceso de centralización en la institución presidencial.76

d) Constitución Política de la República Mexicana de 1857. Con este diseño constitucional inicia formalmente la denominada República restaurada. Los críti-cos de esta Constitución suelen asociar la quiebra de aquella experiencia republi-cana a las disfunciones de su estructura de gobierno. Sus defensores, en cambio, argumentan que aquel texto constitucional refleja la mejor aspiración de acotar el excesivo poder presidencial, otorgando mayores facultades de control al legis-lativo y de un ejercicio republicano-federal del poder político.77 La vigencia de esta estructura institucional finalizó con las reformas de 1874, que reintrodujeron disposiciones del arreglo constitucional de 1824.

La Constitución de 1857 adoptó el principio de división de poderes, pero bajo una concepción de estricta separación, propia de un esquema de límites fun-cionales, incluso dando mayor preponderancia al poder legislativo. Esta estructura de gobierno efectivamente ubicó al Congreso en el centro del poder. El Senado fue eliminado por considerarlo un cuerpo aristocrático, así como el veto presidencial a las leyes dictadas por el legislativo unicameral; instituyó, además, que importantes funciones ejecutivas fueran validadas por el Congreso. Era, pues, una estructura ins-titucional que interpreta erróneamente el principio de la división de poderes, dado

76 Para una exposición más amplia de este inestable periodo, como una de las causas explicativas de la concentración del poder político, véase el ensayo “El sistema presidencial en México, orígenes y razones” de Lorenzo Córdova (1994).

77 Un crítico clásico del arreglo constitucional de 1857 es Emilio Rabasa, sus cuestionamientos están condensados en el ensayo La Constitución y la dictadura (publicada en 1912). Igualmente crítico, pero con un enfoque centrado en el esquema de división de poderes, es el ensayo de Aguilar Rivera (2002): “Oposición y separación de poderes”. Por otro lado, el defensor por excelencia de esta Constitución fue don Daniel Cosío Villegas. Tanto en La Constitución de 1857 y sus críticos, escrito en ocasión del centenario de aquella Constitución en 1957, como en La historia moderna de México, una monumental obra de diez tomos (el primero se publicó en 1955 y el último en 1972), Cosío reivindica el aporte de los liberales de la Reforma, aquellos hombres que parecían gigantes, los que habían escrito —decía— la única página brillante de nuestra historia.

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que ofrecía incentivos para la usurpación funcional del Congreso en las acciones del ejecutivo, potenciando los conflictos entre estos poderes. En línea con el argumento madisoniano, en un esquema de límites funcionales o de separación pura nada im-pedirá que el departamento que es inherentemente más poderoso invada a los otros, así los límites constitucionales “contra el espíritu usurpador del poder” no fueron más que “barreras de pergamino” ante los conflictos faccionales de aquella época (El Federalista, xlviii: 210-213).

De esta manera la oposición entre las ramas de gobierno, en una estructura institucional desequilibrada y una situación de gobiernos con mayoría dividida78 —situación en la cual el presidente no tiene asegurada la mayoría o el control del Congreso—, se tradujo en una conflictiva relación entre las ramas del poder po-lítico que dificultaron la acción de aquellas administraciones. A tal punto que los presidentes apelarían la mayor parte de este periodo a sus facultades extraordina-rias para hacer avanzar sus programas de gobierno. Esta estructura contribuiría de alguna forma a la polarización de la vida política, institucional y social de México en aquella época o, al menos, fue insuficiente para asegurar el equilibrio institu-cional —después de todo la crisis política en México acumulaba más de medio siglo.79 La vigencia constitucional de estas reglas no rebasarían los diez años. En 1874 se restableció el Senado y el veto presidencial, éstas y otras instituciones, sin embargo, quedarían sin efecto práctico apenas dos años más tarde, con el inicio de la dictadura porfiriana.80

e) La Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos de 1917 re-tomó en buena medida los principios constitucionales de gobierno de 1824: Re-pública federal y representativa, integrada por estados libres y autónomos; una estructura de distribución del poder político conforme al principio de división de poderes; un Congreso bicameral; un ejecutivo monista con capacidad de veto; y

78 Aguilar Rivera (2002: 19) distingue el término “mayoría dividida” con el de “gobierno dividi-do” en base a la característica de los actores políticos. Sugiere que el primero es más apropiado para explicar los agrupamientos que tienen lugar en un sistema político basado en facciones —articulados en torno a clubes políticos o caudillos— como lo era México en el siglo xix y las primeras décadas del xx. Mientras que el segundo, se ajusta a la dimensión partidista de los sistemas políticos contemporáneos. De este modo “mayoría dividida” es una situación en la cual el ejecutivo y el Congreso se encuentran en oposición, ya fuere en asuntos particulares o en políticas generales, y el presidente no tiene asegurada la mayoría o el control del legislativo; en tanto que un “gobierno dividido” es aquel donde el partido al que pertenece el ejecutivo no cuenta con el control mayoritario en el Congreso.

79 Más allá de los defectos de la Constitución de 1857, la inestabilidad política de aquella época no se explica sin tomar en cuenta los diversos acontecimientos históricos que convulsionaron este periodo de la historia de México. Tales son los casos de la Guerra de Reforma, de 1858 a 1860; la intervención francesa en 1862; y el imperio de Maximiliano de Habsburgo de 1863 hasta 1867, año en que finalmente el presidente Juárez restaura la República e inicia formalmente la vigencia de esta Constitución que duraría hasta 1876, con el inicio del porfiriato (Armienta, 2002: 37).

80 Una época que el historiador Enrique Krauze (2002) denomina como de “domesticación” de los poderes legislativo y judicial, por la dictadura porfirista.

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un poder judicial independiente. Además, la representación política sería elegida en modos y tiempos diferentes. Sin embargo, la coalición dominante acaudillada por Venustiano Carranza en el constituyente de Querétaro —convencidos de que una de las causas de la ruptura institucional fue la existencia de un poder ejecutivo débil en la Constitución de 1857— amplió considerablemente las facultades de la institución presidencial. Esto ha generado, en algunos estudiosos, la idea de que esta legislación había dispuesto una presidencia excepcionalmente fuerte como en realidad lo fue por el resto del siglo pasado. Lo cierto es que la fortaleza del poder presidencial, como se verá más adelante, se debió más a la dimensión política-partidista que a sus facultades constitucionales (Carpizo, 2000; Cosío, 1996).

Justo por el carácter presidencial de la nueva Constitución, el Congreso y el poder judicial contarían con facultades independientes como para hacer efectiva la división de poderes en el gobierno nacional81 (Marván, 2002: 128). El cons-tituyente de Querétaro de 1917, mantuvo el espíritu de las Reformas de 1874 y retomó algunas disposiciones de la Constitución de 1824. Respecto al poder legislativo, estableció un solo periodo ordinario de sesiones; la obligación de los secretarios de despacho de presentar informes directamente al Congreso, así como la posibilidad de que cualquiera de las cámaras pudieran citarlos cuando se discu-tiera un asunto de su incumbencia; definió, además, la reelección indefinida de los legisladores, que sólo estaría vigente hasta 1933.

En lo que cabe al poder ejecutivo, tendría la facultad de vetar las decisiones del legislativo, sólo superable por el voto de las dos terceras partes de los miem-bros de cada una de las cámaras; además, la responsabilidad de convocar a sesio-nes extraordinarias del Congreso; introdujo el informe presidencial por escrito; también conservó las facultades que habían distinguido al presidente desde 1824: la iniciativa de ley, la de emitir reglamentos y la libertad de nombramiento de los secretarios de despacho; finalmente, los constituyentes remarcaron la irrespon-sabilidad política del ejecutivo, “estableciendo que sólo podría ser acusado por traición a la patria y delitos graves del orden común y que únicamente podría ser juzgado por el Senado” (Marván, 1997: 79-80).

La Constitución de 1917 mejoró el control legislativo del poder judicial. Los magistrados serían elegidos por el Congreso a propuesta de las legislaturas esta-tales; tendrían inamovilidad —a partir de 1923—, y sólo podrían ser removidos mediante un juicio político. En 1928, con el obregonismo, “los jueces pasaron a ser nombrados por el presidente y confirmados [o rechazados] por el Senado” (Weldon, 2002: 193). Al inicio del sexenio cardenista (1934-1940) se modificó el carácter vitalicio de los jueces de la Suprema Corte, aquella reforma establecía el nombramiento de los jueces por un periodo de seis años, justo el tiempo del mandato presidencial.82 En 1994, el sistema de integración de la Corte fue refor-

81 Lo que también se denomina división horizontal de poderes, en contraposición a la división vertical del poder, que constituye la distribución de competencias entre los estados de la federa-ción y los poderes de la Unión.

82 J. Weldon (2002: 194) subraya que aunada a esta reforma, la de 1933 había hecho coincidir

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mado nuevamente para permitir una mayor participación de la cámara alta en la selección de los jueces. El presidente envía una terna al Senado, que por mayoría de dos tercios deberá elegir al magistrado; de no hacerlo en un plazo de 30 días, el presidente puede elegir uno de los nombres de la terna; si el Senado rechaza toda la lista, el ejecutivo debe enviar una segunda terna, y si el Senado rechaza esta segunda lista, entonces el presidente designará como juez de la Corte a uno de los miembros de esa terna. Los magistrados de la Suprema Corte permanecerán en el cargo por un periodo de 15 años, sin la posibilidad de ser reelectos (Weldon, 2002: 194).83

En este diseño constitucional, como es evidente, prevalece la concepción de la autonomía y, de cierto modo, el equilibrio entre las ramas del poder político. La concentración de poderes en la institución presidencial, la limitación de las liber-tades, en suma el “hiperpresidencialismo”, fue un proceso posterior. Con reformas legales y la concentración de poderes “extraconstitucionales”, el presidente y su par-tido hegemónico84 terminaron monopolizando las facultades estatales y, con ello, anulando, en los hechos, la división de poderes establecida en la ley fundamental (Carpizo, 2000; Cosío, 1996; Casar, 2002b; Weldon, 2002; Hurtado, 2001).

Pero, ¿por qué se desarrolla el presidencialismo85 con una Constitución que es meramente presidencial? (Weldon, 2002: 176). Las variables que hicieron po-sible que un diseño constitucional pensado para limitar y equilibrar el poder po-lítico haya dado lugar a la subordinación de los poderes a la rama ejecutiva del gobierno, hacen particularmente excepcional al régimen político mexicano.86 La

con el mandato presidencial los periodos legislativos, “así, un presidente contaría con una nueva Corte Suprema, un nuevo Senado y una nueva Cámara de Diputados al inicio de su mandato”. A partir de entonces, y quizá hasta 1994, el poder judicial estaría notablemente subordinado al ejecutivo.

83 La reforma de 1994 crea, además, el Consejo de la Judicatura Federal, que está integrado por el presidente de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, dos jueces federales, un juez de dis-trito, dos magistrados nombrados por el Senado y uno nombrado por el presidente. Los jueces federales y de distrito son a partir de 1995 nombrados por este Consejo por periodos de seis años; si son nombrados nuevamente, o promovidos a cargos más altos, se vuelven vitalicios bajo condiciones de buena conducta (Weldon, 2002: 193).

84 Cosío Villegas (1996: 22) se refirió a estas dos instituciones como las piezas centrales del sistema político mexicano posrevolucionario.

85 El término “presidencialismo”, con el que usualmente se designa al régimen de gobierno en México, se utiliza para distinguirlo, por su carácter excepcionalmente fuerte, del régimen “pre-sidencial” clásico de tipo estadounidense. Miguel Carbonell (1994: 138) explica esta diferencia-ción apoyándose en una formulación de Maurice Duverger. Se transcribe la cita: “el presidencia-lismo constituye una aplicación deformada del régimen presidencial clásico, por debilitamiento de los poderes del parlamento e hipertrofia de los poderes del presidente: de ahí su nombre. Funciona sobre todo en lo países latinoamericanos que han transportado las instituciones cons-titucionales de Estados Unidos a una sociedad diferente”.

86 Modelo y realidad en el México posrevolucionario, en palabras de González Casanova (2002: 23) “son dos caminos distantes. […] La dinámica política, la institucionalización del cambio, los equili-brios y controles, la concentración y distribución del poder hacen de los modelos clásicos [de división de poderes] elementos simbólicos que recubren y sancionan una realidad distinta”.

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inoperancia de la división de poderes deformó el régimen presidencial de gobier-no, transformándolo en un presidencialismo excepcionalmente fuerte, de tipo autoritario, que se caracteriza por la alta concentración del poder político en la institución presidencial. El proceso que dio lugar a este resultado es una mezcla compleja de factores institucionales, partidistas, históricos y hasta culturales, pero que abordarlos en su conjunto no es el propósito del trabajo. De ahí que sólo se puntualizan, más adelante, aquellos elementos institucionales de la relación entre poderes que nos sirven para ilustrar —comparativamente— la inédita situación de pluralidad, alternancia y gobiernos divididos que generó el cambio político en México a partir de 1997.

Después de casi tres periodos legislativos de gobiernos de minoría, ha gana-do en consenso y legitimación la necesidad de construir un nuevo equilibrio ins-titucional, que sea capaz de albergar virtuosamente los cambios experimentados en el régimen político. Se reconoce que algunas reglas, pensadas para funcionar en otras circunstancias, resultan obsoletas ante el desafío de consolidar el proceso de democratización, generando desequilibrios institucionales insostenibles y cos-tosos en términos de eficacia decisoria. Como antes se ha advertido, aquí se da seguimiento únicamente a aquellas propuestas de cambios institucionales que im-pactan en la estructura de distribución del poder político, es decir, en el ejecutivo y legislativo —como es evidente se obvia el estudio del poder judicial.87 Antes, cabe analizar con más detalle el marco normativo vigente de la relación entre estas instituciones de representación política.

2. Mecanismos constitucionales para el control del poder político

Michelangelo Bovero (2002: 19), un crítico de la forma de gobierno presidencial,88 plantea que justamente es la naturaleza de la relación entre los po-deres ejecutivo y legislativo como se distinguen los regímenes de gobierno. Para el filósofo italiano esta relación se puede analizar desde dos dimensiones:

Por un lado, atendiendo a la respectiva fuente de legitimación de los dos órganos (es decir, se trata de contestar a la pregunta: ‘¿quién tiene el poder de instituir y eventualmente destituir a qué órgano?’); por otro lado, atendiendo a las respectivas funciones de competencia (es decir, se trata de contestar a la pregunta: ‘¿quién tiene el poder de decidir tal cosa?’, o sea ‘¿a qué órganos corresponden qué competencias?’).

87 Sin duda, es indispensable incorporar al poder judicial en el estudio de la relación entre los poderes estatales, pues redefinir el modelo de frenos y contrapesos vigente en México será in-completo si no se considera la función jurisdiccional de este departamento en relación con los actos de los poderes restantes. Es, pues, una tarea pendiente.

88 Bovero (2002: 18), al argumentar en contra de los procesos de presidencialización de los regí-menes parlamentarios, utiliza de ejemplo la inestable experiencia italiana. Su crítica al gobierno presidencial es definitiva, en realidad —afirma— “la única reforma verdaderamente democráti-ca del presidencialismo sólo puede ser su abolición”.

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Desafortunadamente —agrega— los politólogos críticos del presidencialis-mo han puesto más énfasis en la primera dimensión, sobre la legitimidad de ori-gen de ambas ramas del poder político, relegando a un segundo plano lo esencial para el rendimiento de los gobiernos, esto es, la forma cómo se distribuyen las competencias para tomar las decisiones políticas.

En una estructura de gobierno presidencial clásica,89 atendiendo a la primera dimensión, los poderes políticos son autónomos en el origen y de sobrevivencia separada. Respecto a la segunda, corresponde a la estructura de distribución de facultades entre las ramas del poder político definir cómo se toman las decisiones colectivas vinculantes. El modelo de frenos y contrapesos, que aquí seguimos, se distingue de otras formas de distribución de poderes por atribuir de manera equi-librada las competencias políticas estatales entre el ejecutivo y el legislativo —y de éstos con el poder judicial—, con la finalidad de que un departamento sirva de contrapeso al otro; evitando, así, el predominio y abuso de alguna rama del poder sobre las restantes. Este mecanismo, sin embargo, dificulta en ciertas circunstan-cias90 un efectivo proceso decisional entre ambas instituciones (Lujambio, 1993; Palma-Rangel, 2003).

La distribución del poder político en México, con algunas variantes, se ajusta en general a la lógica de este modelo. De modo que la relación entre las ramas del poder político fue concebida para compartir las tareas de gobierno y, al mismo tiempo, limitarse mutuamente en su ejercicio. En palabras de Casar (2002b: 74), contrapesarse “gracias a la independencia de origen constitutivo y a que fueron dotados de los medios necesarios para llevar a cabo sus funciones”.

Los mecanismos constitucionales más importantes que regulan y limitan, cumpliendo en buena medida funciones de control, la relación entre estos depar-tamentos son, por parte del legislativo: la iniciativa legislativa, la aprobación del presupuesto anual, la ratificación de nombramientos y acuerdos internacionales y la responsabilidad política —que en realidad es sólo de tipo penal. Cabe aclarar que en virtud de ser un Congreso bicameral el procedimiento legislativo contiene importantes controles a su ejercicio. Mientras que el ejecutivo interviene en el procedimiento legislativo en base a tres mecanismos: la iniciativa de ley, el dere-cho de veto y la publicación de la ley; además de la facultad reglamentaria, que no se considera propiamente una actividad legislativa (Carbonell, 2002 y 1994; Huerta, 2001; Carpizo, 2000).

89 De acuerdo a la definición de régimen presidencial hecha por Scott Mainwaring y Shugart (2002: 21), esta forma de gobierno contiene dos rasgos fundamentales: primero, “el origen separado (es decir, la elección popular del presidente) y —segundo— la supervivencia separada (o sea, que ni el ejecutivo ni el legislativo pueden recortar el mandato del otro)”. Ésta es una definición elemental, pues contiene características en las que coinciden todos los estudiosos de los regímenes de gobierno; pero tiende a relegar, según critica Bovero (2002), el estudio de las dificultades que presenta el presidencialismo para la toma de decisiones. Cuestión de la mayor relevancia ante los desafíos que actualmente enfrentan las estructuras estatales.

90 Factores como el multipartidismo, la polarización ideológica y un cuestionable diseño institucional hacen particularmente difícil la combinación la relación entre los poderes ejecutivo y legislativo.

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2.1 Facultades del poder legislativo en relación con el ejecutivo

El poder legislativo mexicano es bicameral, lo integran dos cámaras: una de diputados y otra de senadores, ambas se eligen bajo el principio de elección directa y un sistema electoral combinado.91 La Cámara baja se integra por 500 diputados, 300 electos por el principio de mayoría relativa en distritos uninomi-nales y 200 según el principio de representación proporcional en cinco distritos o circunscripciones plurinominales; esta Cámara se renueva en su totalidad cada tres años, con la posibilidad de que los diputados se reelijan pasando un periodo de ejercicio legislativo.

La integración del Senado mexicano contiene variantes al principio de re-presentación territorial de los estados federados que inspiró la creación federalista. Lo conforman 128 senadores, en cada estado se eligen dos senadores según el principio de mayoría relativa y uno es asignado a la primera minoría, de acuerdo a la fórmula de candidatos que encabece la lista del partido político que ocupó el segundo lugar en la elección; los treinta y dos senadores restantes son elegidos según el principio de representación proporcional, mediante el sistema de listas cerradas en una circunscripción plurinominal nacional. La cámara alta se renueva en su totalidad cada seis años y sus integrantes pueden ser nuevamente electos pasando un periodo.

Entre los recesos legislativos se crea una Comisión Permanente, que realiza las funciones, aunque limitadas, de Congreso. La integran 37 legisladores, 19 di-putados y 18 senadores, nombrados por sus respectivas cámaras; una de sus facul-tades es convocar al Congreso a periodos de sesiones extraordinarias (artículo 67 constitucional); con todo, sus funciones se encuentran limitadas a actos de orden administrativo y otros de alguna relevancia para el orden institucional.

La función legislativa, en lo relativo a los mecanismos de control respecto del poder ejecutivo, sea de manera exclusiva por cada una de las Cámaras o de manera conjunta —como un solo cuerpo, de manera simultánea o sucesiva—, se establece en los artículos 73, 74 y 76 constitucionales,92 así como en las leyes

91 Clasificar el sistema electoral mexicano para la representación legislativa es todavía objeto de debate. Sin entrar a esa polémica, lo cierto es que de entre los dos sistemas electorales clásicos —de mayoría y de representación proporcional—, el mecanismo mexicano para transformar los votos en escaños legislativos, en todo caso, combina ambos principios. El mexicano es un “sis-tema electoral combinado”, afirma Dieter Nohlen durante la conferencia: “sistemas electorales en América Latina”, que dictó en la Universidad Americana de Acapulco en el verano de 2003. Hasta la reforma política de 1977 —cuyo antecedente es la reforma electoral de 1963, cuando se incorporan a la Cámara baja los llamados “diputados de partido”—, el sistema electoral po-dría definirse como mayoritario; a partir de aquel año paulatinamente se introdujeron al sistema electoral reglas pluralistas, como una forma de atemperar su carácter mayoritario, y mitigar los señalamientos al régimen político: autoritario, no competitivo y cerrado o semiexcluyente. Por esta vía, se accedía a dar representación legislativa a la oposición.

92 En adelante cuando se hace referencia a un artículo constitucional, se entiende que es de la Constitución vigente, la mención generalmente se hará entre paréntesis, por ejemplo para citar el artículo 10: (artículo 10), sin agregar el término constitucional.

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orgánicas del Congreso de la Unión y de la entidad de Fiscalización Superior de la Federación.93 Esta función “se realiza esencialmente en relación con tres aspectos: el control de legislación, el control presupuestal y el control político”. Es perti-nente resaltar que el control legislativo radica en el hecho de que el modelo de frenos y contrapesos da jurisdicción parcial a los poderes del Estado sobre algunas importantes atribuciones de los otros, es decir, “se basa en la posibilidad de que ambos poderes realicen conjuntamente una función” (Huerta, 2001: 128).

De entre los mecanismos constitucionales de control respecto al ejecutivo, la Cámara de Diputados posee de manera exclusiva la facultad de examinar, dis-cutir, modificar y aprobar anualmente el Presupuesto de Egresos de la Federación (artículo 74);94 vigilar el ejercicio de la cuenta pública a través de la entidad de Fiscalización Superior de la Federación (artículo 79); declarar si se procede o no penalmente contra los servidores públicos por la comisión de ciertos delitos du-rante el tiempo de su encargo —juicio de procedencia— (artículo 111); y actuar como órgano de acusación ante el Senado en los juicios políticos a los titulares del servicio público por violaciones graves a la Constitución (artículo 110).

En tanto que las principales facultades constitucionales exclusivas del Sena-do son: en materia de política exterior, aprobar los acuerdos y tratados internacio-nales que celebra el ejecutivo (artículo 76); ratificar los nombramientos presiden-ciales del procurador general de la república, agentes diplomáticos, mandos supe-riores de las fuerzas armadas y empleados superiores de hacienda (artículos 89); además se erige en jurado de sentencia para conocer en juicio político de las faltas u omisiones que cometan algunos servidores públicos, aplicando la sanción95 co-rrespondiente mediante resolución de las dos terceras partes de los miembros pre-sentes en sesión (artículo 76). Por otro lado designa a los ministros de la Suprema Corte de Justicia de la Nación a través de un procedimiento de mutuo control con el ejecutivo: el presidente somete a la consideración del Senado una terna, quien deberá designar, con el voto de las dos terceras partes de los senadores presentes, al ministro que cubrirá la vacante, dentro del plazo improrrogable de treinta días; de no resolver el Senado dentro este plazo, el presidente designará, dentro de dicha terna, al nuevo ministro; en caso de que la totalidad de la terna sea rechazada, el presidente de la república deberá someter una nueva, y si esta segunda terna fuera rechazada, el presidente podrá designar la persona que dentro de dicha terna elija (artículos 76 y 96).

93 Este órgano de fiscalización del poder legislativo sustituyó en el 2000 a la Contaduría Mayor de Hacienda. Esta reforma mejoró sustancialmente los mecanismos de control del ejercicio del gasto público federal (publicado en el Diario Oficial de la Federación el 29 de diciembre del 2000).

94 El artículo 74 de la Constitución fue reformado en abril del año 2004 —publicado en julio de ese mismo año en el DOF— para darle a la Cámara de Diputados la facultad de modificar el Presupuesto de Egresos de la Federación (PEF) que anualmente le remite el ejecutivo.

95 Las sanciones consisten en la destitución del servidor público y en su inhabilitación para desem-pañar funciones, empleos, cargos o comisiones de cualquier naturaleza en el servicio público.

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Las funciones constitucionales de control que poseen de manera conjunta ambas cámaras respecto al ejecutivo (sean de tipo legislativas, presupuestal o polí-ticas) son esencialmente las siguientes:

a) La iniciativa de leyEl procedimiento legislativo para la creación de leyes, aun cuando es fa-

cultad originaria del poder legislativo —conforme al principio madisoniano de interpenetración parcial entre poderes—, normalmente establece la intervención del poder ejecutivo.96 Así el derecho de iniciar leyes o decretos en México com-pete tanto a los diputados y senadores del Congreso de la Unión —además de las legislaturas estatales— como al presidente de la república97 (artículo 71). Las iniciativas de ley “representan la expresión normativa de las decisiones políticas y de los programas de gobierno” (Valadés, 2003: 91). Los proyectos de ley se remi-ten directamente a las comisiones legislativas para su estudio, análisis y dictamen correspondiente, es decir, se incorporan inmediatamente a la agenda legislativa; de resultar aprobado, el proyecto se presentará al pleno legislativo respectivo para su sanción correspondiente. En el caso de una reforma constitucional requiere de una mayoría de dos tercios en cada cámara del Congreso de la Unión, seguidas de su aprobación en la mayoría de las legislaturas estatales (artículo 135). Cuando es una reforma a la legislación ordinaria el proyecto sólo requiere la aprobación de ambas cámaras, luego, el proyecto aprobado se remite al presidente, quien, si no tuviere observaciones que hacer, lo publicará inmediatamente (artículo 72 inciso a); de no publicarlo, el ejecutivo deberá devolverlo dentro de los diez días siguien-tes a la cámara de origen para que sea reexaminado; si ambas cámaras rechazan el veto con una mayoría de dos tercios, la ley es nuevamente enviada al presidente para su promulgación98 (artículo 72 inciso c).96 Miguel Carbonell (1994: 147), citando a Hans Kelsen, precisa que un procedimiento legislativo

“típico”, se caracteriza por “un acuerdo coincidente de las dos cámaras del parlamento, la san-ción del monarca, la publicación del acuerdo sancionado por el parlamento y, en ciertos casos, el transcurso de un cierto lapso de tiempo”.

97 Como se verá en seguida, en realidad esta facultad, inherente al proceso legislativo, fue asumida casi de manera exclusiva por los presidentes de la época del autoritarismo hegemónico. En tér-minos de González Casanova (2002: 31, 212), en aquellos años nuestro Congreso no legislaba: “su función era más sencilla, servía para poner a prueba a los futuros líderes y para publicitar cambios; de ahí que de las iniciativas presentadas por el ejecutivo, la inmensa mayoría eran aprobadas, inclusive sin discusión alguna”. Afortunadamente, la pluralidad que ha invadido el Congreso, cuyos inicios se remonta a la reforma política de 1977, esta tendencia se ha venido revirtiendo. A partir de 1997, con la primera legislatura de mayoría opositora, la aprobación de las iniciativas requiere ahora la construcción de coaliciones mayoritarias, lo que sólo es posible a través de la negociación y el entendimiento entre los actores políticos con capacidad de veto.

98 La ley se considera aprobada si el presidente no la devuelve al Congreso dentro del plazo de diez días, esto significa que el presidente no tiene un veto implícito o también llamado de “bolsillo”. Sin embargo, esta disposición se superpone con el requisito de la publicación de la ley por el presidente, pues no parece totalmente claro que procedería si el presidente no publica una legis-lación, cuyo veto ha sido superado por las dos terceras partes del Congreso. Véase los temas “El derecho de veto” y “La publicación” tratados en seguida.

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b) Responsabilidad políticaEl régimen presidencial —a diferencia del parlamentario— tiene como uno

de sus rasgos distintivos la no responsabilidad política del presidente ante el poder legislativo. En México, de acuerdo al procedimiento de juicio político establecido en la Constitución (artículo 108), la única responsabilidad que le es exigible al presidente es de tipo penal, dado que sólo podrá ser acusado durante su encargo por traición a la patria y delitos graves del orden común. Pero, en materia civil, ningún funcionario público tiene fuero constitucional, ni inmunidad,99 esto es, como ciudadano puede procederse contra el presidente por los delitos que come-tiese durante su encargo, pero difícilmente por responsabilidades u omisiones al frente del gobierno.

El procedimiento de juicio político y la posibilidad de destituir al presidente queda en manos del Congreso, siguiendo las siguientes etapas:

1. “Acusación de la Cámara de Diputados;2. La Cámara de Senadores se erige en jurado y resuelve;3. Votación de dos terceras partes de los miembros presentes en sesión;4. Determinación de la sanción, que puede consistir en destitución e inhabilitación;5. La resolución de la Cámara de Senadores es inatacable” (Huerta, 2001: 134-135).

Por otro lado, una obligación del presidente es la de presentar un informe anual al Congreso sobre el estado general de la administración pública (artículo 69). En realidad el informe presidencial constituye un acto ceremonial, el legislativo no ejerce ninguna función de control. Más allá de hacer pública la gestión realizada por el ejecutivo, no puede imponer sanciones a las acciones realizadas; incluso el pre-sidente está ausente cuando los líderes de las fracciones parlamentarias intervienen para manifestar su posición en torno al documento del informe.

Otra forma de control político que tiene el legislativo sobre el presidente es la de concederle permisos para ausentarse del territorio nacional (artículo 88). Pensada originalmente para limitar la agenda en temas estratégicos de la política exterior del presidente, esta facultad dificulta la posibilidad de que el ejecutivo salga al extranjero, aun cuando se trate de temas secundarios y hasta protocolarios que no tienen implicación directa ni sustantiva con la política exterior.

El Congreso también interviene en el sistema de suplencia en caso de falta del presidente, ya sea provisional o absoluta (artículos 84 y 85). La Constitución, sin embargo, no establece un procedimiento de sucesión automática. El Congreso tiene la facultad para conceder licencia al presidente de la república y de consti-tuirse en colegio electoral para designar al ciudadano que deba sustituirlo, ya sea

99 El fuero, según Huerta Ochoa (2001: 134), es “una legislación particular que protege a un determinado grupo o clase; [mientras que] la inmunidad implica la imposibilidad de iniciar la acción penal en contra de una determinada persona por determinación de ley, [es decir], existe una cierta inmunidad al cargo”, por lo que ésta durará únicamente mientras ostente el encargo.

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con el carácter de sustituto, interino o provisional, en los términos de los artículos 84 y 85 constitucionales (artículo 73, fracción xxvi).

El procedimiento que seguirá el Congreso para cubrir la falta absoluta del presidente será, dependiendo del momento en que ésta ocurra, la siguiente:

1). Si es dentro de los dos primeros años de su mandato: a) el Congreso, en sesiones, se constituirá en colegio electoral, y con un quórum de al menos las dos terceras partes del total de sus miembros, nombrará en escrutinio secreto y por mayoría absoluta de votos, un presidente interino, y b) si el Congreso no estuviere en sesiones, la Comisión Permanente nombrará un presidente provisional y con-vocará a sesiones extraordinarias al Congreso para que éste designe al presidente interino y expida la convocatoria a elecciones presidenciales dentro de los diez días siguientes a la designación, la fecha de la elección deberá ser entre catorce y dieciocho meses posterior a la fecha de la convocatoria.

2). Si la falta ocurre durante los últimos cuatro años del mandato: a) el Congreso, en sesiones, designará al presidente sustituto que deberá concluir el periodo, y b) si el Congreso no estuviese reunido, la Comisión Permanente nom-brará un presidente provisional y convocará al Congreso a sesiones extraordinarias para que se erija en colegio electoral y haga la elección del presidente sustituto. Por último, en el caso de que al comenzar un periodo constitucional el presidente electo no se presente a asumir sus funciones, o la elección no estuviere hecha y declarada el 1 de diciembre, cesará en sus funciones el presidente cuyo periodo haya concluido y se procederá de acuerdo al procedimiento anterior —número 1 (artículo 84). Cuando la falta del presidente fuese temporal, y por más de treinta días, el Congreso o la Comisión permanente designará un presidente interino por el tiempo que dure dicha falta. Si la falta, de temporal se convierte en absoluta, se procederá como dispone el artículo 84 (Huerta, 2001: 136-137).

Además, cuando el Congreso está en receso, entre los periodos ordinarios de sesiones, la Comisión Permanente posee la facultad de convocarlo a sesiones extraordinarias sin que medie la intervención del ejecutivo (artículos 67); la parti-cipación del presidente se limita a emitir la convocatoria a las sesiones extraordi-narias, previo acuerdo de la Comisión Permanente (78 fracción iv, y 89 fracción xi). Esta disposición da al legislativo posibilidad de influir en la definición de los temas de la agenda pública.

2.2 Facultades legislativas del poder ejecutivo

La institución presidencial tiene, indudablemente, un espacio central en el sistema político mexicano. En el titular de la presidencia, llamado presidente de los Estados Unidos Mexicanos, se deposita el poder ejecutivo (artículo 80). La Constitución otorga al presidente mexicano facultades en el proceso legislativo —además de las de gobierno, administración y de justicia—, pero que requieren la participación del Congreso, como lo establece el modelo federalista de frenos y contrapesos. Así, las principales atribuciones constitucionales del presidente en materia legislativa que comparte con el Congreso son: la iniciativa de ley (artículo

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71 fracción i); el derecho de veto (artículo 72); la publicación de la ley (artículo 72 inciso a); la celebración de tratados internacionales (artículos 89 fracción x y 76 fracción i); y las facultades extraordinarias para legislar, previo acuerdo del poder legislativo (artículos 29, 49, 73 fracción xxx). Por otro lado, el presidente también posee competencias para emitir decretos regulatorios (no legislativos) para implementar la legislación existente, tales son los casos de la facultad regla-mentaria (artículo 89 fracción i); para medidas de salubridad (artículo 73 frac-ción xvi); y de regulación económica (artículo 131 segundo párrafo), (Carbonell, 1994: 145).100

El presidente interviene en el procedimiento legislativo en tres momentos: a través de la iniciativa, el veto y la publicación de la ley. Tanto la iniciativa como el veto constituyen la columna vertebral de la relación ejecutivo-legislativo.

a) La iniciativaEl presidente mexicano, a diferencia del estadounidense, tiene el poder de

iniciar legislación en forma directa, una facultad compartida con los legisladores federales y las legislaturas estatales (artículo 71). La iniciativa es el primer paso en la elaboración de una ley, de ahí su relevancia, pues permite al ejecutivo participar plenamente en la creación de leyes para modificar el marco normativo y, por tan-to, definir la agenda pública.

En México esto ha sido tan decisivo que de hecho “entre 1926 y 1997, el presidente [poder ejecutivo] fue el responsable de la mayor parte de la legislación aprobada” (Weldon, 2002: 182). La aprobación en el Congreso, casi sin debate, de las iniciativas presidenciales ha sido posible gracias a la absoluta coincidencia de intereses entre ambas ramas del poder ejecutivo y la presencia de un partido y un sistema de partido hegemónico, cuyo liderazgo asumía el propio presidente. En tal sentido, argumenta Carpizo (2000: 190), el Congreso jugó un papel de subordinación respecto al ejecutivo, convirtiéndose en un simple tramitador de las iniciativas del presidente. Así pues, una atribución esencialmente legislativa se convirtió en un instrumento fundamental del poder ejecutivo. “Sin embargo, ello no significa que las iniciativas presidenciales sean aprobadas sin modificaciones” (Weldon, 2002: 186). Dado que el proceso legislativo para la creación de una ley prevé —antes de presentarse el proyecto al pleno de la Cámara correspondien-te— su examen previo en comisiones, esta instancia generalmente realiza modifi-caciones a las iniciativas, lo que vuelve menos visible la frecuencia con que estos cambios ocurren y los ocasionales fracasos de las iniciativas presidenciales.101

100 “Sin que esto signifique —agrega Carbonell— que el presidente no esté sujeto a otros límites que son aplicables a toda producción normativa, como el principio de jerarquía de normas (ar-tículo 133), o el de competencia cerrada (artículo 124)”.

101 Las modificaciones a las iniciativas presidenciales hechas en comisiones es una tendencia que apenas se pueden tener datos de las últimas décadas del siglo pasado. Así sucedió con muchos de los detalles de las reformas electorales de 1986, 1990 y 1993; la reforma al artículo 130, que liberalizó las relaciones entre la Iglesia y el Estado; y la reforma al poder judicial de 1994-1995 (Weldon, 2002: 186).

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Una facultad exclusiva que posee el presidente es la de presentar anualmente al Congreso el proyecto de ley de ingresos, y específicamente a la Cámara de Di-putados el Presupuesto de Egresos de la Federación, pef (artículo 74). La iniciati-va presupuestal puede ser modificada por los diputados, sin embargo, de acuerdo a una resolución de la scjn del año 2005, el ejecutivo podrá, a su vez, realizar observaciones a las modificaciones hechas por los legisladores. En todo caso la introducción exclusiva del presupuesto es una competencia sujeta al escrutinio legislativo, el presidente se verá limitado sobre todo “a la hora de moldear el re-sultado en caso de que desee modificar el statu quo” presupuestal, aprobado por el legislativo (Shugart y Mainwaring, 2002: 57).

Por otro lado, el artículo 49 constitucional otorga al presidente facultades extraordinarias, aunque limitadas a lo dispuesto en los artículos 29 y 131, como excepción al principio de división de poderes. El legislativo ejerce, sin embargo, funciones de control respecto de dichas facultades: aprueba el decreto de sus-pensión de garantías y hace la delegación correspondiente para legislar durante situaciones de emergencia, previstas en el artículo 29; además verifica el uso que el presidente haga de sus facultades extraordinarias; y revoca la suspensión de ga-rantías (artículo 72, fracción F), (Huerta, 2001, 131).

Cabe resaltar que a diferencia de algunos presidentes latinoamericanos como el argentino, brasileño y colombiano (Shugart y Mainwaring, 2002: 53), el eje-cutivo mexicano no posee la facultad legislativa de decreto, es decir, el poder de legislar por sí mismo sin la participación del Congreso o, en los términos de Sartori (2003: 179), de “gobernar legislando”. Finalmente, es una posibilidad que se restringe a ciertas áreas de políticas, previstas en el artículo 29, y a un procedi-miento limitado por el Congreso (artículo 49).

b) El derecho de vetoEl veto ejecutivo, en términos de Shugart y Mainwaring (2002: 50), es un

poder reactivo o negativo, pensado para preservar “el statu quo contra las tentativas de la mayoría legislativa por cambiarlo, se trata de un instrumento que permite al presidente obstaculizar el cambio”, a menos que el Congreso logre superar el ve-to.102 Constituye un acto negativo del proceso legislativo porque a diferencia de un acto positivo, como la iniciativa de ley, tiende a detener la entrada en vigor de un proyecto de ley o decreto aprobado por el legislativo. En suma, es considerado el principal contrapeso del presidente frente a eventuales excesos del legislativo, cuyo uso o amenaza de uso resulta fundamental para su defensa.

102 Originalmente, el principal temor de los federalistas norteamericanos radicaba en la excesiva supremacía de la legislatura, de ahí que fortalecieron el veto ejecutivo contra las disposiciones legislativas, tal como lo adoptó la Constitución mexicana de 1824. Sin embargo, esta circuns-tancia parece estar rebasada, como señala O’Donell (2001): “a lo largo del tiempo, con el creci-miento del aparato estatal, resultó que a menudo la amenaza más seria consiste en la trasgresión y/o corrupción por parte del ejecutivo y por burócratas estatales no electos”.

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De acuerdo con Giovanni Sartori (2003: 177-178), se distinguen tres clases de veto: el veto de bolsillo, el veto parcial y el veto global. El veto de bolsillo es un veto fuerte, totalmente negativo, que “le permite a un presidente simple y sencillamente negarse a firmar una ley [...]. Es una clase de veto definitivo, porque no puede evi-társele. Si un presidente decide no actuar, esto es, no firmar una ley, es como si la propuesta nunca hubiera existido y nadie puede hacer nada al respecto”.

Mientras que el veto parcial le permite al presidente modificar una ley, publi-cando sólo las disposiciones de su interés y rechazando las partes con las que disienta; constituye “un poder muy activo”, pues, aunque puede ser anulado, “es el veto que los presidentes más necesitan y el que más desean” para crear legislación.

El tercero “el veto global es el menos efectivo de los poderes de veto”, con-siste en la facultad de rechazar un proyecto de ley en su totalidad; el presidente debe decidir si impugna toda la propuesta o si la acepta con las modificaciones que le hicieron los legisladores, de vetar el proyecto el Congreso puede anularlo, generalmente con el acuerdo de sus dos terceras partes, con lo que la ley se con-siderará aprobada.

El veto en México es una institución que, en los términos actuales y de acuerdo al modelo norteamericano, lo encontramos por primera vez en la Cons-titución de 1824. El artículo 72 de la Constitución vigente establece, no sin al-gunas ambigüedades, lo relativo a este procedimiento: inciso a), un proyecto de ley aprobado por el Congreso de la Unión, deberá remitirse al ejecutivo para su publicación, quien, de no tener observaciones, deberá hacerlo inmediatamente; cuando el ejecutivo no aprueba los cambios legislativos, tiene un plazo de diez días para devolver el proyecto a la cámara de origen para su reevaluación (inciso c); de no regresar el proyecto en ese plazo al Congreso, se considerará aprobado (inciso b). Si el proyecto devuelto es ratificado por las dos terceras partes de ambas cámaras del Congreso, el ejecutivo está obligado a promulgar la ley.

El presidente mexicano posee un veto global —no parcial, ni de bolsillo—, pues aunque la Constitución le permite desechar en todo o en parte un proyecto de ley, no le da facultades para publicar solamente la parte del proyecto que él aprueba; debiendo regresar, si así lo decide, el proyecto completo al Congreso para un nuevo dictamen y de resultar nuevamente aprobado por una mayoría ca-lificada tiene el deber de promulgarla. Igualmente, no tiene la facultad de ignorar una ley aprobada por el Congreso —denominado veto de bolsillo—, pues cuenta con un plazo perentorio de diez días para regresarla al legislativo, de lo contrario ésta se considerará aprobada.

El veto ejecutivo no procede en los siguientes casos (artículo 72, fracción J): cuando se trata de competencias específicas exclusivas de algunas de las cámaras en funciones de cuerpo electoral o de jurado; acusaciones a altos funcionarios por delitos oficiales; convocatorias a sesiones extraordinarias de la Comisión Perma-nente; aquellas facultades del Congreso reunido en asamblea única; ni respec-to a las leyes orgánicas que regulan la estructura y funcionamiento interno del Congreso; como tampoco las reformas constitucionales (Carbonell, 1994: 153; Carpizo, 2000: 89). Cabe decir que el tema del veto presidencial a enmiendas

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constitucionales es objeto de debate entre los juristas en torno a su procedencia; sin embargo, como las reformas a la Constitución siguen un proceso supramayo-ritario si el veto procediera éste estaría superado anticipadamente. En todo caso es una disposición que necesita precisarse.

De acuerdo con Weldon (2002: 187-188), entre 1917 y el 2000, se habrían registrado aproximadamente 246 vetos en México, la mayoría de ellos ocurrieron durante las dos primeras décadas de la Constitución vigente, es decir, hasta antes de que se institucionalizara la hegemonía del ejecutivo sobre las demás ramas del poder político, con el cardenismo. Situación que contrasta con la ausencias de vetos presidenciales entre 1969 (siendo presidente Gustavo Díaz Ordaz) y 2001, cuando el, entonces, presidente Vicente Fox vetó la ley de derechos y culturas indígenas.

c) La publicaciónEl acto legislativo para la creación de una ley culmina con su publicación

en el Diario Oficial de la Federación, dof,103 como requisito de entrada en vigor. Esta responsabilidad recae en el ejecutivo (artículo 89, fracción i). “De modo que hasta que esté hecha la publicación y transcurrido el plazo de entrada en vigor, ya se contará con una ley perfecta en cuanto a sus requisitos formales de validez” (Carbonell, 1994: 154). Esto crea una situación notoriamente ambigua, pues “el presidente legalmente no puede vetar leyes por segunda vez, está obligado a pu-blicar o promulgar las leyes que son aprobadas por el Congreso. Sin embargo, si se niega a publicar una ley, la legislación no puede ser aplicada” (Weldon, 2002: 187-188). Para Miguel Carbonell (1994: 156), en cambio, no existe ninguna imprecisión, debido a que la publicación no encierra una facultad sino que es un deber, y si el presidente “transgrede esta obligación será sujeto de juicio político en los términos del título iv de la Constitución”. Lo innegable es que numerosos proyectos de ley aprobados por el Congreso han quedado sin efectos, debido a que el presidente, por razones que aquí no es relevante exponer, decidió no pu-blicarlos. Esta imprecisión legal constituye un ejemplo más de la obsolescencia de gran parte de los mecanismos de control del poder político.

Para concluir, resulta evidente que gran parte de las disposiciones que regu-lan los poderes ejecutivos y legislativos no están claramente definidas en el marco legal, se superponen, o entran en conflicto generando una relación conflictiva y/o bloqueos entre poderes que no tienen solución normativa104.

103 El Diario Oficial de la Federación es “el órgano del gobierno constitucional de los Estados Unidos Mexicanos, de carácter permanente e interés público, cuya función consiste en publicar en el territorio nacional, las leyes, decretos, reglamentos, acuerdos, circulares, órdenes y demás actos expedidos por los poderes de la federación” (dof, 24 de diciembre de 1986), (Carbonell, 1994: 155).

104 De acuerdo con Viviana Krsticevic (1992: 144), “la indeterminación de funciones no es propio de nuestro sistema ya que ocurre lo mismo con el sistema norteamericano, pero las característi-cas [particulares] del nuestro hacen especialmente más conflictiva la relación”.

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La singular combinación de facultades legales y metaconstitucionales atri-buidas al presidente mexicano durante el régimen autoritario, impide conocer con certeza si los vetos ejecutivos o la omisión presidencial a publicar una ley, sucedidos en ese periodo, estuvieron fundados en el marco normativo o en sus poderes extralegales. A modo de ejemplo se registraron constantes vetos al pre-supuesto entre 1917 y 1934; además, numerosos proyectos de ley que habiendo superado el veto, el presidente simplemente no los publicó, por lo que quedaron sin efecto, tales son los casos de los proyectos sobre pensiones para funcionarios y empleados del poder legislativo de 1935 y para incorporar el voto femenino en la Constitución durante el sexenio cardenista.105 En todo caso la legislación en esta materia es ambigua, superpone disposiciones contradictorias que merecen ser revisadas, de lo contrario los desacuerdos entre ambos poderes derivarán en sucesivas controversias constitucionales.

En este contexto, el escrutinio del marco constitucional tiene que ajustarse a los cambios políticos observados en los últimos años. Los primeros gobiernos divididos han expuesto las dificultades que significa la vigencia de reglas pensadas para una realidad política diferente. Los mecanismos constitucionales para el con-trol del poder político constituye una muestra de la necesidad de reconvertir, en clave democrática, el entramado institucional y normativo heredado del régimen autoritario (Cansino, 2004).

3. Más allá de los límites constitucionales

Las “precauciones auxiliares” madisonianas.

El diseño de las “precauciones auxiliares” madisonianas, procura una ade-cuada diversificación de intereses en la estructura de gobierno, de modo tal que la ambición presente en una rama del poder pueda contrarrestar la ambición de las restantes. Así el modelo, entre otras cosas, provee a presidentes, senadores y diputados una base de representación popular lo más diversa posible. En lo que cabe al esquema mexicano, el sistema electoral106 difiere del esquema federalista esencialmente en dos dimensiones: el carácter mixto del sistema de integración del Senado y la no reelección consecutiva de los legisladores.

a) La creación del Senado en los países con sistema federal —al modo esta-dounidense—, corresponde a la idea de integrar a la estructura de gobierno una segunda cámara de representación territorial, que represente equitativamente a los estados soberanos de la federación, sean éstos grandes o pequeños. El Senado teóricamente es un elemento institucional trascendental para la cooperación en-

105 Debo esta mención a Rosa Icela Ojeda, politóloga especialista en estudios sobre feminismo. 106 Por supuesto que el tema electoral en el cambio político en México es un asunto de la mayor

relevancia. Objeto de sucesivas reformas en las últimas décadas del siglo pasado, ha sido, según Rogelio Ortega (2001: 11): “el eje central del cambio político”; de ahí que la transición a la de-mocracia en México, a diferencia de otras experiencias, haya sido “esencialmente electoral”.

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tre el gobierno nacional y los gobiernos estatales, a condición de tener “poderes legislativos y una mayoría política diferenciada de la cámara baja”, variables que distinguen al bicameralismo incongruente. Estas condiciones de asimetría sólo se cumplen en cámaras altas de representación territorial en un Estado federal y elec-ciones no-concurrentes respecto a la cámara baja (Colomer, 2001: 209; Colomer y Negretto, 2002: 108). Normalmente el sistema bicameral combina el principio de “una persona un voto”, que representa a la totalidad de los ciudadanos, para la cámara baja, y la soberanía de las subunidades territoriales, que expresa el pacto federal, en la cámara alta (Reynoso, 2004: 93). 107

El principio territorial del Senado mexicano, que supone el sistema federal de organización del Estado, ha tenido modificaciones a partir de las reformas elec-torales de 1993 y 1996. En la primera de ellas se introdujo en la cámara alta la representación por minoría, elevando de dos a cuatro el número de senadores por estado, tres se asignaban al partido mayoritario y el restante a la primera minoría. La reforma de 1996, mantuvo el número total de senadores, pero modificó el sistema de asignación y reparto: redujo a tres los senadores por estado (dos se asignan al par-tido mayoritario y el tercero al segundo partido), al mismo tiempo que implantó un sistema de representación proporcional, mediante una lista nacional, para distribuir los 32 escaños restantes (Ortega, 2001; Reynoso, 2004).

La incorporación del principio de representación proporcional y de mino-ría en el Senado mexicano surgió, al igual que las sucesivas reformas electorales, como respuesta a la búsqueda de legitimación de un régimen autoritario que, en los términos poliárquicos de Dahl, mantenía cerrado el espacio a la competencia electoral y era excluyente del debate público. Para Rogelio Ortega (2001: 174), esta situación expresó, al menos hasta los años noventa, “la débil [en realidad nula hasta 1988] presencia de la oposición en la cámara alta”, circunstancia que no correspondía con el mayor pluralismo político que emergía en el país por aquellos años.

En el contexto de la transición a la democracia, la reforma de 1996 significó una fuerte polémica. Para algunos estudiosos la creación de la lista nacional “altera los fundamentos federales del Estado mexicano” (Ortega, 2001: 233); en igual sentido, Marván Laborde (1997: 124) sugiere que estas reformas fortalecen el centralismo del sistema político, es decir, limitan la distribución vertical del poder: “el Senado se ha desarrollado esencialmente como una instancia colegisladora que atempera a la cámara popular, cuyos intereses coinciden o se relacionan con los

107 Reynoso, agrega, que las instituciones bicamerales tienen sus orígenes más allá del moderno federalismo estadounidense. “El bicameralismo fue puesto en práctica primero en los estados unitarios como un método de representación de las clases sociales [estamentales]. La adopción del criterio de representación territorial se expandió en muchos sistemas políticos, no sólo fe-derales, dando lugar a la representación de las subunidades territoriales de forma igualitaria, lo que trajo aparejada otra modalidad constitutiva de las instituciones bicamerales: la idea de re-presentación territorial que distingue al federalismo moderno. No obstante, existen otras formas de articulación federal que no se ajustan al modelo estadounidense, y que sin embargo permiten una articulación integral de la organización federal”.

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del gobierno nacional o con los de las direcciones nacionales de los partidos”. Para otros, en cambio, no se modifica el criterio de representación territorial, pues se mantienen los tres senadores por estado; en todo caso, argumenta Reynoso (2004: 96), la lista plurinominal proporcional es un complemento correctivo —tal como sucede en cualquier sistema electoral mixto— que se ajusta al principio de repre-sentación equitativa, dado que “permite mejorar la representación de las fuerzas políticas que operan el ámbito del Estado federal y que no logran suficiente éxito en el plano de los estados subnacionales”. En todo caso, es una polémica que prác-ticamente ha salido de la agenda pública, debido a la preeminencia de otros temas de mayor impacto, particularmente los relativos a la relación entre las ramas del poder y la reelección consecutiva de los legisladores.108

b) La no reelección inmediata de diputados y senadores en México, se ha convertido en un icono del desfase institucional y normativo, no sólo respecto al modelo federalista de frenos y contrapesos, sino también ante la nueva realidad política del país.109 La no reelección del presidente se estableció en 1917 —con un fallido intento reeleccionista de Álvaro Obregón en 1928— y en 1933 se amplió a los miembros del Congreso; su vigencia finalmente constituye algo más que una excepción a los cambios en las reglas electorales.110 Por razones históricas y políticas, durante mucho tiempo se evitó tratar el tema de la reelección, aquellos argumentos, sin embargo, ya no son totalmente válidos, ante una realidad más compleja y una sociedad más demandante de responsabilidad y resultados de sus instituciones de gobierno, particularmente de la representación política. De ahí que, como se argumenta más adelante, la reelección legislativa constituye un tema prioritario en la agenda de reformas constitucionales.

108 En el documento final de la Comisión de Estudios para la Reforma del Estado, que coordinó Porfirio Muñoz Ledo (2001: 174-173); en lo relativo a la relación entre los órganos del poder, del apartado “forma de gobierno y organización de los poderes públicos”, destacan 13 propues-tas de amplio consenso y no aparece el tema de la representación política en el Senado, no así la reelección inmediata de diputados y senadores.

109 De América Latina sólo en México y Costa Rica está vigente el principio de no reelección in-mediata de los legisladores. En el caso de México, la no reelección es una norma definitiva para el presidente de la República y los ejecutivos estatales; mientras que para los legisladores (locales y federales) y presidentes municipales la reelección es posible pasando un periodo legislativo o de gobierno en el caso de los ayuntamientos. Cabe decir, además, el principio de no reelección se ha convertido en un elemento de la cultura política nacional, de talante autoritario si se quiere. Varias generaciones de mexicanos fueron educados con la frase “sufragio efectivo, no reelección”. Un lema de la revolución de 1910, convertido en lema de oficial de gobierno.

110 “Bajo esta limitación —ridiculiza Sartori (2003: 230)— un miembro del Congreso es básica-mente alguien que está buscando un trabajo temporal y que tiene tres o seis años para encontrar otro”.

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Las “barreras de pergamino”

El modelo federalista de división de poderes, como se ha dicho, no se reduce a su distinción normativa, sino que además promueve la estabilidad institucional estable. Esto, entre otras cosas, a través de disposiciones que permiten la interpe-netración parcial entre las ramas del poder político, un complejo equilibrio que impida el ejercicio excesivo de las facultades de una rama, o la anulación de otra (Huerta, 2001: 180). De lo contrario, diría Madison, los límites constitucionales no serán más que “barreras de pergamino” ante el espíritu usurpador de los titu-lares del poder político.

El diseño constitucional mexicano de 1917, ajustándose al esquema fede-ralista, distribuyó de manera equilibrada el ejercicio del poder político entre el ejecutivo y el legislativo, de tal modo que ninguno de estos poderes podría ignorar o imponerse al otro. Así, los mecanismos constitucionalmente dispuestos para su mutuo control, permitirían la estabilidad institucional del sistema. El régimen posrevolucionario, efectivamente, no derivó en rupturas institucionales, como muchos países latinoamericanos, pero, tampoco se tradujo en una efectiva auto-nomía y equilibrio entre poderes; al contrario, prevaleció, al menos hasta 1988, la absoluta subordinación de los órganos del Estado al ejecutivo.

Es un amplio consenso que durante este periodo la estabilidad institucional se había fundado en una cierta eficacia de carácter autoritaria, teniendo como ejes la concentración del poder político en la institución presidencial y apoyada en un partido hegemónico disciplinado: pnr/prm/pri. Un régimen político cerrado, no competitivo, que con algunas medidas legales y extraconstitucionales, generó un predominio abrumador del ejecutivo. La concentración de facultades —formales e informales— anuló en los hechos las disposiciones madisonianas para el control del poder político.

Jorge Carpizo (2000: 190) habría de clarificar las causas de esta supremacía ejecutiva. El jurista mexicano señala que el extraordinario poder del presidente en México no se debe a sus facultades normativas, sino a las que provienen del sistema político, por ello denominadas metaconstitucionales, como la jefatura real de su partido (el pri); designar a su sucesor, a gobernadores estatales y senadores; así como la mayoría de los diputados federales y los principales presidentes municipales.

La crisis de legitimación del régimen político posrevolucionario y las presio-nes —internas y externas— por flexibilizar los mecanismos de control coerciti-vos, propiciaron, a partir de los años sesenta, un paulatino, dilatado y controlado proceso de liberalización y posterior apertura del régimen autoritario a la partici-pación de organizaciones de izquierda en la Cámara de Diputados, proceso que inicia con la reforma política de 1977 que da lugar a la Ley Federal de Organiza-ciones Políticas y Procedimientos Electorales, lfoppe. En 1979, por primera vez en muchos años, se presenta legalmente a unas elecciones legislativas el Partido Comunista Mexicano, pcm. La periodicidad de las elecciones (o ritual electo-

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ral) constituiría para el régimen autoritario, en los términos de Ortega (2001: 40), “un mecanismo de legitimación que contribuyó a su permanencia”. Facto-res económicos, sociales y culturales, coyunturales y estructurales, germinaron el malestar social y apuntalaron la capacidad competitiva de las oposiciones sobre todo en elecciones locales; lo que evidenció no sólo las debilidades de “la apertura controlada iniciada en 1977, [para] retardar y/o neutralizar el descontento social acumulado”, sino también el carácter semiexcluyente y autoritario del régimen (Cansino, 2000: 175).

El régimen político se cimbró en las elecciones presidenciales de 1988, “las elecciones ya no eran factor de legitimación sino de crisis” (Ortega, 2001: 275). A aquel decisivo hecho histórico se encadenaron reformas a la legislación electoral que cambiarían los fundamentos autoritarios del régimen político. La posibilidad de celebrar elecciones crecientemente limpias y competitivas, diversificó el mapa de la representación política en el país. Los principales partidos opositores, pan-prd, ganaron espacios en el Congreso de la Unión, legislaturas locales y gobiernos estatales; inició, así, la era de una mayor distribución del poder político. Este proceso se afianza, acaso definitivamente, con la elección intermedia de 1997, cuando el partido del presidente perdió por primera vez la mayoría absoluta en la Cámara de Diputados; y con ello una prolongada etapa de gobiernos unificados en el ámbito nacional. El pri finalmente, dejaría al panista Vicente Fox la pre-sidencia de la república en la elección del 2000, conservando apenas la primera mayoría en el Congreso de la Unión. Así concluyó exitosamente la larga transi-ción a la democracia del régimen político mexicano, lo cual hizo posible la plena vigencia del principio institucional de división de poderes. En palabras de Alonso Lujambio (2000: 21 y 27): una transición que “supone la creciente distribución del poder entre partidos, [es decir], el paso del ejercicio monopólico del poder, al ejercicio del poder compartido”.

Por la vía electoral, se transformaron las dos piezas centrales del antiguo régimen, responsables mayores de la ausencia efectiva de división de poderes: la predominante institución presidencial y el partido hegemónico. Estas institucio-nes dieron lugar a circunstancias totalmente distintas —en realidad inciertas—, por un lado, un ejecutivo que habiendo perdido sus facultades metaconstitucio-nales, tiene que sujetarse a sus límites constitucionales; y por otro, un partido gobernante que lejos de ser hegemónico, apenas conquistaba la primera minoría en ambas cámaras legislativas. La ausencia de mayoría del partido del presidente en el Congreso, lo que se conoce como un gobierno dividido, constituye una ex-periencia novedosa en México —de escasos tres periodos legislativos—, con im-plicaciones político-institucionales de gran trascendencia: en primer lugar, rompe con los fundamentos coercitivos de la antigua eficacia autoritaria; y, en segundo, permite que afloren nítidamente los desafíos y resistencias latentes durante la era del poder concentrado.

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Las nuevas condiciones políticas de pluralidad y competencia muestran las dificultades institucionales que en el naciente ambiente democrático representa la distribución del poder político entre el ejecutivo y el legislativo. Por esto, re-sulta indispensable repensar el esquema federalista de distribución de facultades entre ambas ramas del poder estatal. Sin perder de vista que la necesidad de estos cambios se inserta en un proceso más amplio de rediseño normativo e institucio-nal del Estado contemporáneo, definido en México como la Reforma de Estado (Cansino, 2004; Galaviz, 2003; Muñoz Ledo, 2001).

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iii. Repensar el modelo de frenos y contrapesos

El debate sobre las ventajas e inconveniencias del esquema de equilibrios y contro-les que definen la relación entre los poderes ejecutivo y legislativo, es un proceso al que México se incorpora tardíamente. La relativa estabilidad institucional del régimen político posrevolucionario y la ausencia de gobiernos minoritarios limitó la discusión sobre la pertinencia del modelo federalista de división de poderes, tal como se venía realizando en los sistemas presidenciales de América Latina desde los últimos decenios del siglo pasado (Linz, 1990; Krsticevic, 1992; Mainwaring y Shugart, 2002; Lanzaro, 2001).

El propósito de este apartado es dar cuenta de las implicaciones que han tenido lugar para la relación entre los poderes ejecutivo y legislativo a partir del cambio político de gobierno unificado a gobierno dividido en México en 1997. Se precisan las limitaciones del diseño institucional para regular adecuadamente el intercambio político en un contexto multipartidista, después se hace una revisión del debate en torno a los cambios institucionales que se han propuesto en los úl-timos años para modificar el sistema de distribución del poder político mexicano, reconociendo que las disfunciones de este esquema pueden estar obstaculizando la posibilidad de alcanzar los grandes acuerdos que requiere el país, especialmente los relativos al ámbito político-institucional y económico.

Bajo esta premisa, se realiza un recuento sobre las principales propuestas de modificaciones a las instituciones que regulan la relación entre los poderes legislativos y ejecutivos, así como a las reglas electorales para la integración de ambas instituciones, enfatizando aquellas propuestas sobre las que parece existir un cierto consenso y que orientan los objetivos de este trabajo. Antes de exponer los planteamientos centrales en que se ubica esta discusión, se abordan primero las causas e implicaciones que el tránsito de gobiernos unificados a gobiernos dividi-dos ha significado para la interacción entre los poderes políticos.

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1. Del poder concentrado al poder dividido: su impacto en la relación ejecutivo-legislativo.

Las elecciones legislativas de 1997, cerraron un ciclo de más de sesenta años de gobiernos unificados en México. Una época en la que el presidente mexicano contó con mayoría disciplinada de su partido en el Congreso,111 situación que le garantizó la aprobación de sus propuestas legislativas. A la pluralidad legislativa se agregó tres años después la alternancia en la presidencia de la República, culmi-nando así el mayor cambio político en la historia del México posrevolucionario: la transición a la democracia.

El modelo de convivencia posrevolucionario finalmente daba lugar a una novedosa situación de pluralidad en la representación política y, a un ejercicio, cada vez más efectivo de los mecanismos de control constitucional de los poderes estatales. Como es ampliamente aceptado, el predominio del poder ejecutivo, so-bre las otras ramas del poder político, se fundó en las facultades metaconstitucio-nales del presidente, de modo que al desaparecer éstas, por efecto del cambio po-lítico, se diluyó la poderosa presidencia “imperial”. “Casi de la noche a la mañana —recapitula Sartori— un hiperpresidente fue sustituido […] por un presidente relativamente débil”, con facultades legales muy limitadas para implementar ac-ciones de gobierno a través de la legislatura en funciones, es decir, con el apoyo del Congreso (Sartori, 2003: 224). Por su parte el legislativo, tradicionalmente subordinado a las decisiones del presidente, recuperó la posibilidad de actuar de manera autónoma y servir de contrapeso a las decisiones del ejecutivo, una prác-tica inherente al esquema de frenos y contrapesos, pero inexistente durante el régimen autoritario.

El cambio político mostró con mayor fuerza los numerosos desafíos de una situación social compleja y cambiante. Resultaba claro que los problemas políti-cos, económicos, culturales, normativos e institucionales resultaban incompatibles con las “reglas del juego” del régimen político posrevolucionario. En el núcleo de todas las dificultades se sitúan los asociados a la construcción del nuevo régimen político, es decir, al problema de la instauración democrática, definido por César Cansino como “el diseño, la negociación y la puesta en práctica del nuevo entrama-do institucional y normativo acorde con la nueva realidad democrática”. Un dilema cuya magnitud supone necesariamente “una profunda reforma del Estado112 que

111 En la Cámara de Diputados el partido del presidente tuvo mayoría calificada, necesaria para reformar la Constitución, hasta el año de 1988 (66 por ciento), y absoluta a 1997 (50 por ciento más uno). Mientras que en la Cámara de Senadores el pri mantuvo una mayoría calificada hasta este último año. Para ampliar la información véase el cuadro 1.

112 Para César Cansino (2004: 58), uno de los politólogos mexicanos que más ha trabajado las cuestiones relativas al tema de Reforma de Estado en el México posautoritario significa “el rediseño normativo e institucional de nuestro ordenamiento político en su conjunto con el fin de adecuarlo a una lógica de funcionamiento claramente democrático que hoy, por las fuertes herencias autoritarias del pasado, sólo se asoma de manera contradictoria y parcial”. En síntesis, la configuración de una nueva constitucionalidad.

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conduzca a buen término los consensos fundamentales conseguidos a lo largo de la transición democrática” (Cansino, 2004: 15).

Uno de los puntos centrales de la Reforma del Estado, es el relativo a la estructura de gobierno y organización de los poderes estatales —el plan de go-bierno—, particularmente, lo que es la línea argumental aquí seguida: la relación entre los poderes ejecutivo y legislativo. Por el impacto que esta relación tiene en el resultado político a nivel de las instituciones de gobierno y más ampliamente del régimen político, resulta relevante un adecuado rediseño de las instituciones que regulan su interacción: el veto, la iniciativa legislativa, los controles legislati-vos y las reglas electorales que definen su integración.

Como se afirmó antes, la lógica de este esquema es limitar el poder políti-co y mantener el equilibrio y autonomía entre poderes, por ello se le atribuyen potenciales problemas de “parálisis, conflicto y excesiva tendencia a proteger el statu quo, sobre todo, en contextos de gobiernos divididos como el que novedo-samente tenemos en México. El cuestionamiento central a este modelo es que implica una estructura de distribución de poderes demasiado rígida, como para enfrentar y resolver en forma eficiente y legal los desacuerdos potenciales entre el ejecutivo y el legislativo (Negretto, 2003: 71; Sartori, 2003, 232). A un decenio de gobiernos divididos en México, si bien no se ha registrado una parálisis legis-lativa o ingobernabilidad, se reconoce que las instituciones políticas —las reglas del juego—113 aún vigentes del antiguo régimen, son instrumentos limitados, o con efectos perniciosos, para funcionar adecuadamente en un contexto multipar-tidista. De modo que el andamiaje institucional parece ser insuficiente para dar respuesta satisfactoria al cúmulo de demandas sociales, problemas que impactan negativamente en el desempeño de la estructura de gobierno. Si esto es atribuible o no al sistema de reglas fundadas en el esquema de frenos y contrapesos está aún sin respuesta satisfactoria, lo cierto es que el problema de la falta de acuerdos fundamentales entre los actores políticos es el de mayor relevancia, pues dificulta “impulsar acciones de gobierno y conformar las mayorías legislativas indispensa-bles” para despejar los desafíos acumulados de la agenda nacional (Galaviz, 2003: prólogo). Tales circunstancias reflejan “una maquinaria de gobierno incompleta o por lo menos deficiente que necesita de urgentes reparaciones”, sobre todo sí como se vislumbra en el corto plazo prevalecen, por un lado, los gobiernos minoritarios y, por otro, las posiciones políticas de resistencia a revisar integralmente el marco constitucional y normativo vigente (Sartori, 2003: 225; Álvarez, 2002: 17).

113 Las instituciones son definidas normalmente como “reglas del juego”. Generalmente, se distingue entre reglas “formales” e “informales”, las primeras están formalizadas como leyes u otras regula-ciones escritas; mientras que las reglas informales son “rutinas”, “costumbres”, “procedimientos de conformidad”, “hábitos”, “estilos de decisión” o incluso “normas sociales” y “cultura”. De acuerdo con esta concepción amplia de las instituciones, la inmensa mayoría de la población casi siempre actúa de acuerdo con normas predefinidas de conducta, y la mayoría de esas normas no están for-malizadas (Goodin, 2001; Carrillo, 2001; March y Olsen, 1989). En esta perspectiva, Fernando Carrillo (2001: 10) define a las instituciones políticas como “el resultado de la configuración de las relaciones de poder donde la historia y la cultura desempeñan un papel esencial”.

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En la compleja estructura de gobierno mexicano, la relación entre poderes fue relativamente simple durante el régimen autoritario, pues, la excesiva concen-tración del poder en la institución presidencial anuló en los hechos la división de poderes. Cuando la pluralidad política se reflejó en las diferentes instituciones, la relación ejecutivo-legislativo se tradujo en un complicado y delicado mecanismo de controles y balances mutuos, una situación que supone mayores dificultades para el ejercicio de gobierno, y —paradójicamente— obstáculos para el proceso de rediseño institucional en clave democrática, por las características singulares que ha seguido la transición mexicana, donde los actores políticos relevantes del antiguo régimen aún conservan importantes instancias con poder de veto. Así, el tránsito de una situación política caracterizada por la concentración de poderes en el mismo partido disciplinado —propia de un gobierno unificado— a otra, donde por efecto de elecciones más abiertas y competitivas el control de las instituciones se deposita en diferentes partidos —característica de un gobierno dividido— está asociado a un proceso complejo de cambios que no se limitan exclusivamente al contexto político-institucional de las instituciones de gobierno, sino también a los procesos, reglas y estructuras del régimen político. Por ello, el proceso de transformación de los gobiernos unificados a los gobiernos divididos en el México contemporáneo se encuentra acotado temporalmente por la democratización del régimen político y el surgimiento de un sistema de partidos competitivo, sucesos que sólo han existido en México en los últimos decenios del siglo pasado.114 Sin profundizar en los temas relativos a la transición democrática y al surgimiento del sistema de partidos competitivo, es un consenso que la transición democrática permitió una mayor competencia política y la incorporación de los partidos opo-sitores a las instituciones de gobierno, hasta que finalmente la pluralidad política terminó con el predominio presidencial y su partido (pnr-prm-pri) sobre el Con-greso en las elecciones legislativas de 1997.

La coincidencia entre régimen autoritario y gobierno unificado prevaleció nítidamente en México al menos hasta 1988, cuando el pri perdió la mayoría calificada en la Cámara de Diputados. Por tanto, resulta procedente referirnos a esta situación política como de autoritarismo unificado, bajo el supuesto de que “un régimen autoritario es siempre un gobierno unificado y altamente concentra-do” (Colomer, 2001: 178). Esto nos permite identificar tanto al tipo de régimen político como el carácter concentrado de las instituciones de gobierno en un solo partido.

Durante el periodo comprendido entre 1988 y 1997 el partido gobernante pri, aunque pierde la mayoría calificada de dos tercios en la Cámara de Diputa-dos, todavía conservó la mayoría absoluta (del 50% más uno), situación política

114 “Sin embargo, la oposición entre ramas de gobierno no es reciente: se remonta al siglo dieci-nueve, cuando se realizaron los primeros experimentos republicanos en el país”, pero que al estar ausente la dimensión partidista en el sistema político, a aquella situación política se le identifica como de “mayoría dividida”, dado que “el presidente no tuvo asegurada la mayoría o el control de la asamblea legislativa” (Aguilar, 2002: 19).

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que se adecua a las características de los gobiernos unificados. Durante estos años, el pri estableció acuerdos legislativos con el Partido Acción Nacional, pan, para aprobar cambios constitucionales, que requieren mayoría calificada de dos tercios. Esta situación permitió flexibilizar los mecanismos de control gubernamental so-bre procesos políticos relevantes para el mantenimiento del régimen autoritario; el gobierno paulatina y selectivamente cedía espacios a la oposición, especialmente en el manejo de las instituciones electorales y reconocimiento de triunfos en go-biernos locales; también se aprobaron cambios constitucionales en áreas sensibles para el viejo régimen, como el carácter de la propiedad del ejido y la relación Estado-Iglesia. Así, como se detalla más adelante, entre 1991 y 1997 se aprobaron la mayor cantidad de reformas constitucionales desde que inició el proceso de liberalización y apertura del régimen político mexicano en 1977.

A partir de 1997, cuando el partido gobernante pierde la mayoría absoluta en el Congreso, inició la inédita experiencia de gobiernos divididos en México. La Cámara de Diputados, “paulatinamente comenzó a asumir las funciones que toda asamblea legislativa debe cumplir: representar, legislar y actuar de contrapeso frente al ejecutivo” (Casar, 2000: 183). De forma que el tema relativo a la relación ejecutivo-legislativo, cobró vigencia y con ello un buen número de politólogos mexicanos se dedicaron a indagar sobre las causas, pero sobre todo sobre las im-plicaciones que los gobiernos divididos tienen en la relación entre estas dos estruc-turas de poder.115 Lo que equivale a replantear el modelo de división de poderes sustentado en el esquema de frenos y contrapesos vigente en México.

1.1 Gobierno unificado

Gobierno unificado es una situación política donde un solo partido político tiene poderes legislativos y ejecutivos absolutos. En un sistema presidencial y es-tructura federal como el mexicano, significó que el partido del presidente tuviera una mayoría en la asamblea legislativa y controlara todos los gobiernos regionales o locales, básicamente mediante el control de los jefes ejecutivos regionales o lo-cales (Colomer, 2001: 164). En este contexto, las diferentes instituciones estatales estuvieron en manos de un partido, de tal manera que el poder estatal se concen-tró en relativamente pocos actores, especialmente en aquellos que detentaron la

115 Cabe mencionar que la experiencia de gobiernos divididos en México, así como su estudio y análisis, inició en los estados del interior de la república (Lujambio, 1996 y 2000; Balkin, 2004). De acuerdo con Casillas (2001: 23), los recientes estudios sobre gobiernos divididos en el país se pueden clasificar en distintas perspectivas, ilustrativa más no exhaustiva encontramos tres líneas de trabajo: una línea de investigación político-institucional sobre la relación ejecu-tivo-legislativo, en la que participan Alonso Lujambio, María Amparo Casar, David Pantoja Morán, Gabriel Negretto, Josep Colomer y Margarita Jiménez; una más, concentrada en los cambios y dinámica del poder legislativo: Benito Nacif y Jeffrey Weldon; y una tercera jurídico-institucional, referida al rediseño de nuestro sistema presidencial en la que participan entre otros Jorge Carpizo, Diego Valadés y Miguel Carbonell.

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institución más relevante, en el caso aquí tratado: la Presidencia de la República. La coincidencia de dos tendencias concentradoras del poder político en México: una estructura institucional mayoritaria y la hegemonía de un partido político, permitieron al poder presidencial asumir facultades superiores a las establecidas en la Constitución y, por tanto, su preeminencia sobre los otros poderes.

Cabe distinguir las características de un gobierno unificado según el tipo de régimen político.116 Siguiendo a Colomer, un régimen autoritario es por de-finición un gobierno unificado y altamente concentrado. La forma autoritaria de organización, selección de la clase dirigente y ejercicio del poder distingue las características de la relación entre poderes por la ausencia efectiva del principio de división de poderes y el predominio ejecutivo y de su partido en todas las estruc-turas de poder. En tal situación el pluralismo es acotado, generalmente a un solo partido; un pequeño grupo ejerce el poder dentro de límites formalmente mal definidos pero en realidad bastante previsibles en cuanto al resultado político; la rendición de cuentas es prácticamente inexistente (Linz, 1996).

En un régimen democrático, los procedimientos político-institucionales democratizadores tienden a reflejar en el juego político fórmulas pluralistas, un control más eficaz sobre las decisiones gubernamentales y una relación más equi-librada entre instituciones. Esto permite, independientemente si el partido del presidente mantiene o no una mayoría legislativa, esperar una relación entre po-deres conforme al principio de división de poderes, constitucionalmente estable-cido. Más allá de la voluntad política de los actores que detentan las instituciones estatales, es posible que tanto el gobierno como el Congreso puedan activar las disposiciones diseñadas para limitarse mutuamente.

Las causas que pueden originar gobiernos unificados en una democracia son diversas, entre otras cosas: puede atribuirse al grado de homogeneidad de la socie-dad; a la tendencia centrista y mayoritaria del arreglo institucional; a un liderazgo fuerte; a la eficacia organizativa, que por razones de acción colectiva supone una ventaja de la rama ejecutiva del gobierno sobre el legislativo; a las reglas electorales que en el caso de un ejecutivo monista tiende a reproducir la lógica de ganador absoluto/perdedor absoluto sobre la lógica de ganador parcial y de negociación propia de asambleas multipartidistas.

En la lógica de dividir y contrapesar los poderes estatales, con el propósito de limitar sus potenciales abusos, la presencia de gobiernos unificados supone la po-sibilidad del predominio de alguno de los poderes, así como riesgos de un ejercicio despótico del poder. Por tal motivo, los federalistas estadounidenses adoptaron un conjunto de “precauciones auxiliares”, de tipo pluralistas, para elegir los diferen-tes cargos públicos. Sin embargo, con los procesos de democratización recientes, la preocupación clásica por el despotismo parece ceder lugar al propósito de un ejercicio de gobierno orientado a resultados, que exige una mayor coincidencia en

116 Para un estudio detallado sobre la tipología, características y dinámica de los regímenes políti-cos cfr el texto clásico de Leonardo Morlino: Cómo cambian los regímenes políticos (1985).

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la conformación de la voluntad política reflejada en las instancias de autoridad. El mayor dilema de los sistemas políticos vigentes es cómo articular la pluralidad política con la exigencia de dar respuesta a un cúmulo de demandas sociales. Se trata ya no sólo de limitar el poder sino de cooperar en la conformación de coali-ciones en torno a los grandes asuntos de las agendas nacionales. En tal sentido, la presencia o no de gobiernos unificados puede tener un papel menos relevante al que le atribuyeron los creadores del modelo de frenos y contrapesos.

Autoritarismo unificado: 1934-1988

En el caso de México, la evolución de los gobiernos unificados al modo de los regímenes democráticos se asocia a la liberalización y apertura del régi-men político, así como a la institucionalización de un sistema de partidos más competitivo. Por ello, habrá que distinguir claramente dos tipos de gobiernos de un solo partido: en primer lugar, tenemos una especie de autoritarismo unifica-do, que inició probablemente con la institucionalización del presidencialismo y el partido hegemónico durante el gobierno cardenista (1934-1940), culmina en 1988 cuando el desafío opositor significó para los actores del régimen, flexibilizar sus posiciones en torno a reformas que habrían de transformar gradualmente su carácter autoritario; un segundo periodo, puede distinguirse entre 1988 y 1997, el reconocimiento, aunque selectivo, de una mayor pluralidad política y las su-cesivas reformas electorales dieron lugar a un sistema de partido predominante, este cambio permitió una mayor influencia de los opositores al régimen pero, sin la posibilidad de dirigir por sí solos reformas al statu quo sin la aprobación del partido gobernante, que aún controla la mayoría absoluta en el Congreso, por ello es posible designar a esta etapa como de gobiernos unificados, aunque todavía no claramente democráticos.

El autoritarismo unificado supone una estructura institucional no-competi-tiva, semiexcluyente y altamente concentrada. La absoluta coincidencia de inte-reses entre las instituciones políticas, implicó que durante casi seis décadas no se hicieran efectivas las disposiciones constitucionales de división de poderes: tanto en el ámbito de las relaciones “horizontales”, es decir, entre las ramas del poder político del gobierno nacional; como a nivel de las relaciones “verticales” entre los poderes de la Unión y los gobiernos regionales y locales, esto limitó la organiza-ción efectiva del Estado federal mexicano.

En esta situación la relación entre los poderes ejecutivo y legislativo es de un dominio absoluto por parte del primero. Para la mayoría de los estudiosos del tema, la explicación de este hecho reside no tanto en el diseño constitucional, las facultades formales de ambas instituciones, sino en poderes metaconstitucionales atribuidos al presidente mexicano (Weldon, 2002; Carpizo, 2000; Casar, 1999). Las consecuencias esperadas del modelo de división de poderes constitucional-mente dispuestas no estuvieron presentes, en cambio presenciamos la concentra-ción del poder político en la rama ejecutiva del gobierno, un tipo de autoritarismo unificado “que se explica por la existencia de un partido y un sistema de parti-

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do hegemónico que permitieron al ejecutivo penetrar las instituciones políticas y definir no sólo su composición sino su comportamiento”. En este sentido, las facultades informales extraordinarias del presidente no se originaron únicamente en el hecho de que su partido controlara abrumadoramente el Congreso, éstas fueron más bien generadas por factores político-partidistas y de “un conjunto de arreglos institucionales que establecieron una estructura no equitativa de acceso y distribución del poder” (Casar, 2002b: 74, 42). Estas fueron esencialmente las siguientes: i) un partido altamente centralizado y disciplinado capaz de controlar la selección de candidatos; ii) la jefatura real de su partido (el pri) por parte del presidente; y iii) la cláusula de la no-reelección.117 La institucionalización de este conjunto de reglas generaron los incentivos suficientes para que las decisiones le-gislativas fueran orientadas o definidas conforme a los lineamientos del ejecutivo mexicano. Así, en lugar de separación de poderes, en la práctica tuvo lugar una concentración o fusión de poderes en torno a la presidencia, reconocido como el vértice más alto del poder en México (Sartori, 2003; Nacif, 2002; Carpizo, 2000; Casar, 1999: 93).

A pesar de que son pocas las investigaciones empíricas que ofrezcan datos indiscutibles sobre el comportamiento legislativo, tres indicadores ilustran bre-vemente la debilidad y subordinación del poder legislativo durante este periodo. En primer lugar, el hecho de que el presidente, al menos hasta 1982, haya sido el principal promotor de iniciativas de ley, con tasas de aprobación cercanas a 100 por ciento (véase el cuadro 2). Segundo, respecto al poder de veto, se han presen-tado pocos conflictos abiertos entre el ejecutivo y el Congreso, pues entre 1937 y el 2000 apenas se tiene registro de 67 vetos ejecutivos —de los 247 que hubo des-de 1917—, ninguno de ellos fue revocado por el Congreso; entre 1969 al 2000 el ejecutivo no vetó ningún acuerdo legislativo. Por último, en lo relativo al proceso presupuestario, el Congreso prácticamente no desafió la autoridad presidencial, aprobó prácticamente sin modificaciones el gasto federal anual, renunciando a ejercer lo que se conoce como “poder de bolsa”.

Es una etapa en la que el Congreso abandonó sus funciones fundamentales de legislación, contrapeso y vigilancia del poder ejecutivo (Weldon, 2002: 189; Casar, 1999: 91). Esta situación se refleja en la composición del Congreso, hasta las elecciones de 1988 “los partidos de oposición nunca lograron, en conjunto, más de 30 por ciento de los escaños en la Cámara de Diputados y nunca obtu-

117 Casar considera sólo las características que tienen implicaciones en la relación entre poderes, de ellas únicamente las dos primeras forman parte de las facultades metaconstitucionales que según Jorge Carpizo (2000: 190 y ss.) favorece la concentración de poderes a favor del ejecutivo y que, por tanto, contribuyó a anular la división de poderes en México durante el régimen au-toritario, a saber, i) la jefatura real del pri por parte del presidente, ii) designar a su sucesor, iii) designación y remoción de los gobernadores, iv) nombrar a los senadores así como la mayoría de los diputados federales y los principales presidentes municipales. Igualmente, Benito Nacif (2002) enumera tres condiciones necesarias que permitieron la ausencia efectiva de división de poderes, o fusión de poderes: la existencia de un gobierno unificado; la disciplina partidista de los legisladores del partido del presidente; y el liderazgo presidencial sobre su partido.

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vieron un solo escaño en la cámara de Senadores” (Casar, 1999: 97). Durante este periodo, la relación entre poderes se caracterizó por una relativa estabilidad basada no en el marco constitucional sino en el predominio metaconstitucional de la rama ejecutiva del gobierno, lo que derivó en la ausencia efectiva de división de poderes.

Gobiernos unificados: 1988-1997

Por gobiernos unificados se identifica la situación política que ocurre en México entre 1988 y 1997. Como aquí se ha subrayado, este hecho está asociado a los cambios graduales que experimentó el régimen político, particularmente en los ámbitos electoral y partidista. Las sucesivas reformas a las reglas electorales “terminaron por configurar un sistema electoral y unos comicios razonablemente libres y justos”. El establecimiento de fórmulas pluralistas diluyó la hegemonía del pri dando lugar “a una situación de partido predominante que concluyó en 1997” (Ortega, 2001: 275).

El pluralismo político118 modificó no sólo la composición del Congreso, sino también el comportamiento que había caracterizado a las relaciones —en el nivel horizontal y vertical— entre las instituciones del poder estatal. En lo que corres-ponde a la relación horizontal entre poderes, particularmente relevantes fueron los cambios que experimentó la Cámara de Diputados, por las implicaciones que tuvo el papel de la oposición frente al ejecutivo.119 La cámara baja se reconoce como “el ámbito institucional que ha funcionado como motor de la transforma-ción democrática de México, [pues] es el espacio que institucionalizó el pluralis-mo en los ámbitos colegiados de representación política”. Un proceso que inició en 1962, con la introducción de los llamados “diputados de partido” y se acentuó con la reforma política de 1977, que introdujo el principio de representación pro-porcional; a partir de 1988, especialmente entre 1991 y 1997, ahí se incrementó el poder negociador de las oposiciones en los procesos de reforma constitucional, que tiene como corolario el fin del predominio abrumador del ejecutivo sobre el Congreso. Es, pues, un cambio entendido como parte de un “proceso de racio-nalización del poder [informal] del presidente mexicano” (Lujambio, 2000: 30, 33).

118 De acuerdo con Jorge Lanzaro (2001: 23), el pluralismo político concierne estrictamente a la estructura institucional de la actividad política y al régimen de gobierno, “remitiendo preci-samente al grado de pluralidad y de dispersión en los ejercicios de la competencia y del poder político”.

119 En realidad las modificaciones graduales que va experimentando la relación entre poderes durante ese periodo todavía no son suficientemente estudiadas, pues la atención se centra en los problemas de legitimación del régimen político, sobre todo en los mecanismos de acceso al po-der político —las reglas electorales—, relegando los inherentes al proceso decisorio que suponen los esquemas de división de poderes en los regímenes democráticos.

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En relación al mecanismo de asignación de los escaños para la representación popular, la Cámara de Diputados tiene una fórmula más proporcional a partir de la reforma de 1986 (300 escaños uninominales y 200 plurinominales), pero sal-vaguardando una mayoría legislativa al partido mayoritario, al menos hasta 1993, gracias a la introducción de la llamada cláusula de gobernabilidad, “según la cual el partido mayoritario obtendría la prima suficiente para disponer de la mayoría absoluta en la Cámara”, con esta regla el pri ganó 260 de los 500 escaños en 1988. Esta cláusula fue nuevamente modificada en 1991 para garantizar una mayoría extraordinaria al partido ganador, sin embargo, debido a que el partido mayori-tario obtuvo el 63 por ciento de los escaños no fue necesaria su aplicación.120 Las críticas a esta cláusula llevaron al pri a proponer su cancelación en el contexto de la reforma electoral de 1993, finalmente se transformó en una cláusula de sobre-rrepresentación, sujeta al porcentaje de votos obtenidos por el partido mayoritario, de este modo se asignaría, “para un máximo de 60 por ciento de los votos, un máximo de 300 diputados, por encima de 60 por ciento, el tope subía a 315, y de ahí ningún diputado adicional”; con esta legislación en 1994 el pri obtuvo 300 escaños (60 por ciento) con casi el mismo porcentaje de los votos que tuvo en 1988 (cuando logró 260 diputados), con el cambio de fórmula de asignación este partido obtenía 40 escaños adicionales. En 1996 se introdujo la regla de sobrerre-presentación vigente, según la cual el partido político ganador obtiene la mayoría legislativa si alcanza el 42.2 por ciento de los votos, es decir, se asignarían artifi-cialmente ocho puntos de sobrerrepresentación al partido más votado; dado que hasta la elección de 2003 el partido mayoritario no ha alcanzado este porcentaje, aún no se aplica esta disposición (Weldon, 2002: 196; Casillas, 2001: 20; Ortega, 2001: 63, 169, 229).

Estos cambios se reflejaron en la composición del Congreso. A partir de las atípicas elecciones de 1988, el pri perdió por primera vez la mayoría necesaria en la Cámara de Diputados para modificar la Constitución; en la siguiente elección de 1991 logró recuperarse, obteniendo el 64 por ciento de las diputaciones; y tres años después el 60 por ciento (véase cuadro 1). Durante este periodo la oposición obtuvo en promedio el 40 por ciento del total de escaños en la Cámara de Diputados, aun-que su presencia en la cámara alta apenas representó en 1994 la cuarta parte de los asientos senatoriales (Ortega, 2001: 278; Casar, 1999: 100).

Paulatinamente, también se fue modificando lo relativo al comportamiento y la productividad de la actividad legislativa. Tomando en consideración las mis-mas variables respecto al periodo anterior. Las iniciativas de ley presentadas por la Cámara de Diputados son ya durante esta etapa fundamentalmente de la opo-sición —una tendencia que había iniciado en 1982—, el número total de inicia-tivas superó incluso a las que presentó el ejecutivo, quien apenas realizó el 29 por

120 Según esta segunda cláusula de gobernabilidad el partido que ganara al menos 35 por ciento de los votos obtenía una mayoría parlamentaria a partir de asignarle escaños extras por cada punto porcentual de sufragios hasta el 60 por ciento, donde el sistema se volvía proporcional (Weldon, 2002: 196).

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ciento durante la liv legislatura (1988-1991); también se registró un considerable crecimiento de la tasa de aprobación de las iniciativas de oposición, “de un siete por ciento durante el periodo de 1982 a 1985 a 26 por ciento durante el periodo de 1991 a 1994”; en cambio el ejecutivo mantuvo una tasa de aprobación cercana a 100 por ciento (Casar, 1999: 97).

En cuanto al carácter de las reformas aprobadas, este periodo se caracteriza como el más productivo en materia de reformas constitucionales, pues, de los 143 artículos reformados a la Constitución de 1988 a 2006, 96 fueron apro-bados durante la lv y lvi legislatura (1991-1997), durante la segunda parte del gobierno salinista y la primera mitad del mandato presidencial de Ernesto Ze-dillo. Los datos indican que la presentación de una serie de reformas que por su trascendencia significaban potenciales conflictos (la relación Estado-Iglesia, los derechos de propiedad agrarios, las instituciones económicas y electorales) fueron presentadas cuando el entonces presidente Carlos Salinas gozaba de los mayores niveles de aceptación a su gestión; de la misma manera, cuando Ernesto Zedillo debía enfrentar una fuerte crisis económica al inicio de su mandato. Los cambios realizados a la Constitución fueron definidos de acuerdo a las negociaciones y concesiones que hiciera el ejecutivo no sólo con la oposición (particularmente el pan) sino al interior del propio partido gobernante, lo que explica la ausencia de vetos ejecutivos a las reformas legislativas, pues dada la composición del Congreso ninguna reforma podría pasar sin la aprobación presidencial.

También en este periodo los presupuestos anuales de egresos fueron puntual-mente aprobados, en mayor medida gracias a la alianza que mantuvo el ejecutivo con el grupo legislativo del pan, lo que implicó que tanto el presidente Carlos Salinas como, sobre todo, Ernesto Zedillo tuvieran que negociar algunas asigna-ciones del gasto federal con un partido diferente al suyo.

El liderazgo del presidente sobre su partido y los acuerdos alcanzados con el pan, aunque superaron la dificultad de que el partido gobernante no tuviera mayoría calificada en el Congreso, fueron factores insuficientes para profundi-zar en la dinámica de reformas sobre temas que al menos declarativamente eran prioritarias en la agenda presidencial, tal es el caso del sector energético, fiscal y laboral. Aún durante el auge del poder presidencial con Carlos Salinas, el empuje pluralista de Zedillo o, posteriormente, el bono democrático de Vicente Fox, no se avanzó en temas básicos para la transformación de las reglas que regulan el proceso político, económico y social en México, definido más ampliamente como la reforma de Estado. Lo anterior supone una compleja realidad de acuerdos polí-ticos y de intereses, particularmente al interior de la clase gobernante, más allá del arreglo institucional, lo que dificulta explicar la parálisis legislativa exclusivamente en términos modelísticos o de la estructura de gobierno. Esto, por supuesto, esca-pa al propósito de este trabajo.

Los cambios registrados durante este periodo, aunque todavía parecen no ser sustanciales, nos indican el inicio de transformaciones fundamentales en la relación ejecutivo-legislativo. Los cambios institucionales al posibilitar una mayor plurali-dad en la composición del Congreso, modificaron el predominio ejecutivo en la

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actividad legislativa, sin que esto signifique haber alcanzado todavía una relación equilibrada, de controles y contrapesos mutuos, tal como lo establece el modelo de frenos y contrapesos. Finalmente, este objetivo se ha logrado en la medida que avanza el proceso de democratización limitando los poderes metaconstitucionales del presidente y haciendo posible la presencia de gobiernos minoritarios.

1.2 Gobierno dividido

Gobierno dividido es una situación política en la que diferentes actores po-líticos tienen poder en instituciones relevantes. En el marco de un sistema presi-dencial y estructura federal, es posible que el gobierno se encuentre dividido en dos dimensiones: de manera horizontal o nacional, cuando el partido del presi-dente no tiene mayoría en el Congreso;121 y vertical o federal, cuando el partido del gobierno central no controla la mayor parte de los gobiernos regionales o locales (Colomer, 2001: 179). Los gobiernos políticamente divididos no son ho-mogéneos, de modo que pueden existir configuraciones diferentes según las carac-terísticas de tres variables institucionales: el carácter bicameral o unicameral del poder legislativo; la combinación de reglas electorales mayoritarias y el calendario electoral; y el grado de fragmentación del sistema de partidos. Lo anterior puede originar que el control del Congreso y de los gobiernos locales por un partido diferente al ejecutivo puede ser total o parcial, es decir, “dependiendo del sistema de partidos y el sistema electoral, pueden existir múltiples combinaciones de go-biernos no unificados” (Casillas, 2001: 15).122 El modelo más simple de gobierno dividido es aquel donde el Congreso es controlado por un partido distinto al del presidente. Mientras que los casos más complejos se presentan cuando el partido del presidente no ostenta la mayoría en el Congreso y, además, ningún partido político alcanza la mayoría legislativa, a esta clase de gobierno dividido se le deno-mina gobierno de minoría.

121 En el mismo sentido, Alonso Lujambio define como gobiernos divididos aquella situación donde “el partido del presidente no cuenta con el control mayoritario, esto es, con por lo menos cincuenta por ciento más uno de los escaños de la asamblea legislativa o en una de dos cámaras, si se trata de un sistema bicameral (2002:319).

122 Para un estudio más amplio de los diferentes tipos de configuraciones de gobiernos divididos en regímenes presidenciales, numerosos autores nos remiten a la obra clásica de Fiorina Morris (1992): Divided Government, Macmillan, Nueva York; los textos de Mattew S. Shugart y John M. Carey, (1992): Presidents and Assemblies. Constitucional Design and Electoral Dynamics, Cambridge, Cambridge University Press; y Mark P. Jones (1995), Electoral Laws and the Survival of presidencial democracias, Notre Dame, University of Notre Dame Press; el ensayo de M. S. Shugart (1995): “The Electoral Cycle and institucional Sources of Divided Presidencial Government”, en el núm. 89 de la American Political Science Review. Para un examen más reciente centrado en las dificulta-des del presidencialismo latinoamericano en contextos de gobiernos divididos véase las obras de Scott Mainwaring (2002) y Jorge Lanzaro (2001). En México, dada la novedad de este fenómeno, los estudios inherentes a las causas e implicaciones de los gobiernos divididos son incipientes y no totalmente concluyentes, algunos trabajos pioneros son los de Alonso Lujambio (2002, 2001, 1996), María Amparo Casar (2000), Benito Nacif (2004) y Margarita Jiménez (2004).

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Sin examinar detenidamente los autores relativo a las diversas configura-ciones de gobiernos divididos en democracias presidenciales, esquemáticamente estas situaciones políticas registran una tendencia distinta en Estados Unidos y la mayoría de los países latinoamericanos, esto parece reflejar las diferentes forma-ciones sociales y la manera cómo —en cada caso— la clase política ha resuelto el hecho de la pluralidad y la formación de la voluntad política. Estados Unidos, que se identifica como una sociedad más homogénea, ha desarrollado fórmulas insti-tucionales concentradoras: un formato bipartidista y un sistema electoral mayori-tario. Según información disponible, entre 1832 y 1992 más del 40 por ciento de las elecciones han tenido como resultado gobiernos políticamente divididos.

En América Latina, la asimetría y diversidad de sus sociedades se ha combi-nado con una pluralidad de arreglos institucionales mayoritarios y proporciona-les, por ejemplo: la representación proporcional, elecciones no concurrentes y en algunos casos un legislativo unicameral. El resultado político ha sido la tendencia a la fragmentación del sistema de partidos y una mayor presencia de gobiernos de minoría. Los datos indican que desde mediados del siglo pasado aproximadamen-te el 60 por ciento de los gobiernos han funcionado sin contar con una mayoría legislativa en el Congreso, en ocasiones sin alcanzar un tercio de los asientos legis-lativos (Mainwaring y Shugart, 2002: 255; Lujambio, 2002: 319; Casillas, 2001: 15).123

De acuerdo con estos datos resulta evidente —y ampliamente reconocido—, por un lado, la extraordinaria ocurrencia de gobiernos no unificados en las demo-cracias presidenciales; y por otro, las notables diferencias, tanto en su origen como en los resultados. La inestabilidad de las democracias en América Latina contrasta con el relativo éxito de la experiencia estadounidense. A pesar de que la mayoría de los países latinoamericanos comparten una historia común de rupturas insti-tucionales, los gobiernos no unificados han tenido configuraciones diversas, lo que ha merecido un notable esfuerzo por explicar las causas de las dificultades del presidencialismo en la región (Mainwaring y Shugart, 2002; Lanzaro, 2001).124

La obra politológica sobre los gobiernos divididos se ha centrado esencial-mente en dos grandes áreas de investigación: una relacionada con los factores que lo originan, sean de carácter institucional o partidista; y otra relativa a su impacto en la relación entre los poderes estatales (particularmente ejecutivo-legislativo), en cuanto a la generación de leyes, la aprobación del gasto público y el proceso de elaboración de políticas.

En lo que cabe a la primera línea de trabajo, las variables institucionales que inciden en la generación de un gobierno dividido están directamente rela-cionadas a las reglas electorales, el pluralismo político y la estructura del poder

123 Alonso Lujambio (2002) y Carlos E. Casillas (2001), recogen estos datos de la obra de Fiorina Morris (1992), citada en el pie de página anterior.

124 La división de poderes en las democracias presidenciales latinoamericanas tienen en realidad diversas configuraciones. De acuerdo con Lanzaro (2001), no se concreta en un modelo único y registra evoluciones significativas, en varios casos con saldos positivos.

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legislativo. Carlos E. Casillas (2001), con datos de Fiorina Morris y claramente centrado en el caso estadounidense, distingue cinco factores que pueden origi-nar gobiernos divididos, algunos vinculados al sistema electoral y otros a ele-mentos no institucionales inherente al comportamiento de los votantes: 1) el voto dividido o cruzado, situación en la que el votante elige un partido para la presidencia y otro para el Congreso, hecho que sólo es aplicable en elecciones concurrentes; 2) el peso de las agendas local y nacional, un fenómeno que su-pone una diferenciación clara para el elector entre las prioridades locales y los grandes temas nacionales, esto supone a un votante que mantiene un vínculo más estrecho con sus representantes a quienes puede sancionar, reeligiéndolo o no, en la elección próxima; 3) el ciclo electoral, que comúnmente se cumple en elecciones intermedias o no-concurrentes, cuando el ejecutivo de alguna forma es evaluado por los electores, o al final del primer mandato, en el caso de que sea posible la reelección presidencial y el ejecutivo se presente nuevamente en las boletas electorales; 4) la diferencia de expectativas electorales en la elección de legisladores y ejecutivo, lo que supone un elector racional que decide ad-ministrar el sentido de su voto, conforme a los costos y beneficios de dividir el poder en actores políticamente distintos; y 5) un ejercicio de moderación político-partidista que los votantes hacen mediante el sufragio al decidir por la alternancia en los cargos públicos, bajo la idea nuevamente de que un elector racional desearía un nuevo equilibrio en el sistema de partidos, después de un largo periodo de dominio monopartidista.

Por su parte J. Colomer (2001: 179), en un estudio más elaborado, señala que comúnmente el voto dividido y las elecciones no-concurrentes, tanto a nivel horizontal como vertical, crean incentivos en los votantes para elegir partidos diferentes en distintas instituciones, esto también supone un elector racional y suficientemente informado. En la relación horizontal entre poderes, la represen-tación proporcional en las elecciones legislativas tiende a producir efectos multi-partidistas que eleva la probabilidad de que ningún partido alcance la mayoría en el Congreso. Respecto a la división vertical, es relevante el grado de autonomía de los gobiernos locales y la no-concurrencia de las elecciones con el gobierno na-cional. Por último —señala Colomer—, el sistema bicameral del poder legislativo reúne algunos elementos que elevan la probabilidad de que se generen gobiernos divididos. De acuerdo a la configuración institucional de la cámara alta el bica-meralismo puede ser de tipo simétrico o incongruente. En el primer caso, “la segunda cámara no representa preferencias de los votantes muy diferentes de las representadas en la cámara baja”, de modo que no tiene un papel decisivo en caso de desacuerdo. En tanto que el bicameralismo incongruente (asimétrico) supone que la segunda cámara sí es un una instancia fuertemente decisiva, dado que tie-ne a la vez poderes legislativos y una mayoría política diferenciada de la cámara baja, situación que se cumple en cámaras altas de representación territorial en estados federados. El bicameralismo asimétrico suele requerir “distritos regionales diferentes y elecciones populares no-concurrentes capaces de producir ganadores distintos de los de la cámara baja”, en tal circunstancia una decisión bicameral

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equivale al requerimiento de una supermayoría, incluso si cada una de las cámaras toma decisiones por la regla de la mayoría simple. Una mayoría inclusiva como ésta mejora la pluralidad en la toma de decisiones, pero tiende a limitar los cam-bios, favoreciendo la preservación del statu quo.

En lo que cabe al impacto de los gobiernos divididos en la relación Ejecuti-vo-Legislativo, los resultados más polémicos sobre este fenómeno son los que se han realizado sobre América Latina, dado que se ha vinculado con las dificultades y rupturas institucionales que comúnmente se han sucedido en esta región. Mien-tras que los estudios hechos sobre la experiencia estadounidense se han circunscri-to a indagaciones sobre temas específicos, más no por ellos irrelevantes, como la eficacia y efectividad del gobierno, la productividad del trabajo legislativo, los ve-tos presidenciales y el manejo del déficit público. Cuestiones que de algún modo están presentes en la política interna de este país, aún en situaciones de gobiernos unificados (Casillas, 2001: 21-22).

El debate, aunque está lejos de ofrecer resultados incontrovertibles, muestra avances sustanciales. En primer lugar, el problema se enfoca desde una perspectiva distinta, del énfasis inicial en la forma de evitar la ocurrencia de los gobiernos divididos, al suceder estos de manera recurrente actualmen-te, las indagaciones se centran en la búsqueda de nuevos mecanismos para enfrentarlos con mayor eficacia. En segundo lugar, y derivado en gran parte por este cambio de perspectiva, para finales del siglo pasado se cuenta con estudios importantes sobre la ocurrencia de este fenómeno en Estados Unidos y América Latina, que además de ilustrar sus desafíos centrales, clarifican al-gunas perspectivas de modificaciones a la estructura de distribución del poder político entre la rama ejecutiva y legislativa del gobierno presidencial.

Lo anterior resulta útil para entender buena parte de los desequilibrios ins-titucionales y problemas políticos que, tras la novedosa experiencia de gobiernos divididos, enfrenta la incipiente democracia presidencial mexicana. En seguida, se aborda el impacto que ha tenido en la relación ejecutivo-legislativo la presencia de esta situación política. Más adelante se revisan los términos en que se ha de-sarrollado el debate sobre las alternativas de modificaciones al sistema vigente de división de poderes.

Los primeros gobiernos divididos: 1997-2003125

México es un caso excepcional en términos de la problemática relativa a los gobiernos sin mayoría, pues es hasta 1997 cuando ocurre el primer gobierno dividido de su historia posrevolucionaria. A pesar de que el arreglo constitucional formalmente establece la división de poderes, debieron pasar 80 años para que se presentara una situación política de esta naturaleza.

125 Una versión preliminar de este apartado fue publicado en forma de artículo en el número 138 de la revista El Cotidiano, julio-agosto, 2006, uam, México, páginas: 51-62.

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Las experiencias de gobiernos divididos que se han registrado en el gobierno nacional de México, se ajustan al tipo de gobiernos de minoría, debido al hecho de que ningún partido político ha podido alcanzar una mayoría congresional ab-soluta. El fenómeno se acentúa en el plano vertical, pues hasta el 2004 el partido gobernante pan apenas había ganado en un tercio de los treinta y dos ejecutivos estatales que comprende el país. En el ámbito de los estados de la federación, hasta el 2003 en dieciséis gobiernos locales se habían registrado la experiencia de go-biernos divididos, alternando entre los principales partidos políticos nacionales: pan, pri y prd (Balking, 2004: 195).

La particularidad mexicana radica en el hecho de que la inexistencia de go-biernos divididos estuvo asociada, al menos hasta 1988, a la concentración del poder en la institución presidencial. Como se reconoce, el sistema de partido hegemónico mexicano inhibió la presencia de gobiernos divididos, pero ello no explica satisfactoriamente la ausencia de una efectiva división de poderes, pues, esto último parece tener una relación causal con la preeminencia del ejecutivo en las decisiones políticas. Los poderes metaconstitucionales y la ambigüedad de las reglas de competencia política le permitían al titular del presidente definir la com-posición mayoritaria de su partido en el Congreso, asegurar la disciplina partidista de los legisladores126 y el liderazgo sobre su partido. Esto dio como resultado que durante muchos decenios estuvieran ausentes de la vida política nacional tanto el ejercicio real de la división de poderes, como la posibilidad de que un partido distinto al pri alcanzara la mayoría legislativa.

Cabe diferenciar los conceptos de gobierno dividido y división de poderes. Mientras que el primero hace referencia a una situación política específica de mayorías diferentes en las instituciones políticas, el segundo describe un principio general de distribuir el poder político entre los poderes del Estado. En tal sentido, Casar (2002a: 358) aclara que no puede plantearse una identidad entre gobierno dividido y división de poderes y, contrariamente, entre gobierno unificado y au-sencia de división de poderes, pues son conceptos que se refieren a realidades dis-tintas, y el uno no implica o anula necesariamente al otro. “La división de poderes existe o no existe, independientemente de la composición del Congreso y de qué partidos dominen las ramas ejecutiva y legislativa”.

El paulatino proceso de democratización del régimen político mexicano per-mitió que la pluralidad política estuviera representada en el Congreso, posibili-tando la presencia mayoritaria de actores diferentes al que controla el ejecutivo, y, por tanto, el ejercicio de los mecanismos de control constitucional entre estas ins-tituciones. Por ello, es perfectamente probable que se presenten tanto gobiernos divididos como gobiernos unificados, sin detrimento de la división de poderes, pues este principio está garantizado por el marco constitucional. Con esto no se

126 Debido a la naturaleza bicameral del Congreso mexicano, la disciplina partidaria tiene una doble condición. En primer lugar, es necesario que los grupos parlamentarios voten de manera cohesiva; y en segundo lugar, que voten de manera coherente, es decir, que los grupos parlamen-tarios del mismo partido voten en la misma dirección en ambas cámaras (Nacif, 2002).

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pretende afirmar que el actual diseño institucional no sea perfectible. Particular-mente, en este trabajo se argumenta a favor de modificar las disposiciones norma-tivas —constitucionales o reglamentarias— que regulan la relación entre el poder ejecutivo y el poder legislativo, especialmente cuando es previsible que el partido gobernante sea minoritario en el Congreso y se reconoce que la ambigüedad legal puede generar problemas de definición de los límites específicos de competencia de cada rama del poder estatal.

La crítica relativa a las causas y consecuencias que la presencia de gobiernos divididos ha tenido en la vida político-institucional en México, como es de supo-nerse, es relativamente reciente.127 Alonso Lujambio (1996) realizó el primer estu-dio comparado relevante sobre la ocurrencia de este fenómeno en las entidades de la República mexicana, un trabajo sobre las primeras once experiencias estatales de gobiernos no-unificados que se sucedieron entre 1989 y 1997. Guardando las asimetrías, la investigación de Lujambio arrojó las primeras aproximaciones sobre las implicaciones que tendría en el gobierno nacional la eventual presencia de una mayoría política diferente en la presidencia y el Congreso.

En la medida que los resultados en el plano estatal no derivaron en paráli-sis legislativa o crisis institucional, los estudios posteriores alentaron una visión moderada sobre la nueva situación política de gobiernos divididos que se vive en México desde 1997. Aquí sólo se da seguimiento a aquellos factores atribuibles al contexto institucional, sin dejar de reconocer que, probablemente, sea más rele-vante indagar sobre las causas en el plano de la competencia político-partidista.

Factores institucionales

El diseño institucional mexicano, en correspondencia con el complejo es-quema de frenos y contrapesos, reúne las condiciones necesarias como para ge-nerar, ceteris paribus, de manera recurrente gobiernos políticamente divididos. Aunque las reglas del juego tiendan a producir mayorías diferentes o unificadas en la presidencia y el Congreso, una explicación más acabada de estos fenómenos tiene que considerar otros factores que influyan en la correlación de fuerzas repre-sentadas en el Congreso, como la fragmentación social, el multipartidismo y la cultura política, pero abordarlos rebasa los objetivos de este trabajo.

Como se detalla en la segunda parte de este trabajo, los constituyentes mexi-canos crearon una estructura de gobierno fragmentada, equilibrada, autónoma y federal, esto es, con múltiples instancias con poder de veto.128 Así, en el plano horizontal, el poder ejecutivo se deposita en el presidente de la República pero

127 Hasta 1997 eran escasos los estudios dedicados a indagar bajo perspectivas diversas las implica-ciones para el régimen político mexicano la eventual presencia de un gobierno dividido (Casar, 2002b; Lujambio, 1993 y 1996; Aguilar, 1994).

128 De acuerdo con Shugart (2001: 156), una instancia de veto es un actor institucional con facul-tades para bloquear una decisión. El sistema de división de poderes se distingue por la presencia de múltiples instancias de veto.

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con importantes atribuciones legislativas; mientras que el poder legislativo, de carácter bicameral, posee facultades en materia de control y vigilancia de los actos del ejecutivo.

En lo que cabe al origen de ambas instituciones, la elección del presidente se realiza por el principio de mayoría simple, sin posibilidad de reelegirse. En un ambiente pluralista esta regla generalmente produce un ganador apoyado sólo por una minoría de los votantes, como sucedió con la elección de Vicente Fox, quien apenas alcanzó el 40 por ciento de la votación nacional, lo cual no necesariamente tiene implicaciones negativas aunque tiende a disminuir el respaldo presidencial en el Congreso. Mientras que para la elección de los legisladores se ha configurado un sistema electoral que combina el principio de representación por mayoría y el de representación proporcional, lo que ha mejorado sustancialmente la plu-ralidad en los órganos de representación y, por tanto, elevado la probabilidad de que se generen mayorías congresionales diferentes al ejecutivo. En lo que cabe al calendario de las elecciones para la presidencia y el Congreso se ha adoptado un mecanismo mixto, con elecciones concurrentes cuando se realiza el cambio de gobierno y no-concurrentes a la mitad del mandato presidencial, cuando se renueva únicamente la Cámara de Diputados.129 Aunado a estas disposiciones, los componentes del sistema electoral,130 aunque tienen una fuerte tendencia mayo-ritaria, también establece criterios que operan a favor de una mayor pluralidad en la representación política: la circunscripción electoral, la forma de la candidatura, la estructura del voto, la barrera legal y la fórmula electoral; estas variables pueden perfeccionarse si el propósito es inhibir la conformación de una mayoría legislati-va por un solo partido.

Aunque es muy reciente la experiencia mexicana de gobiernos divididos como para precisar las causas que lo originan, cabe destacar brevemente la pre-sencia de algunos factores que de acuerdo con Colomer (2001) y Casillas (2001) pueden producir este fenómeno. Esencialmente se refieren al voto dividido y las elecciones no concurrentes. En lo que cabe al primer factor, la presencia de dos boletas para elegir presidente y legisladores eleva las probabilidades de que mu-chos votantes puedan dividir su voto y producir un gobierno dividido, como ocu-rrió, por ejemplo, en las elecciones presidenciales del 2000 con el famoso “voto útil”, que diera al ex presidente Vicente Fox más votos que a su partido para el Congreso. Los electores dieron al pan la presidencia y al pri la primera minoría en el Congreso. El fenómeno se atenuó en las elecciones federales del 2006, el

129 Como resultado de las sucesivas reformas electorales, en algunas ocasiones las elecciones para el Senado se han efectuado parcialmente en elecciones no concurrentes, sin embargo, esta excep-cionalidad se corrigió finalmente en las elecciones generales del 2006.

130 Para un examen más amplio de los componentes teóricos del sistema electoral véase el texto de Dieter Nohlen (1999) y Xavier Torrens (1996). Mientras que para una lectura de la evolución del sistema electoral mexicano, como eje central del cambio político en este país, la tesis docto-ral de Rogelio Ortega (2001).

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pan conservó la presidencia y obtuvo la primera minoría en el Congreso, pero, sin alcanzar los votos suficientes para tener mayoría absoluta.131

Respecto a las elecciones no concurrentes, cabe subrayar que es un meca-nismo pensado por los federalistas norteamericanos para producir diversas ma-yorías simultáneas y frecuentemente cambiantes en las distintas instituciones. Indudablemente, las elecciones separadas crean mayores oportunidades de que los votantes elijan opciones diferentes para la presidencia y el Congreso, elevan-do la incidencia de los gobiernos divididos, como ha sucedido en la mayoría de las elecciones de este tipo en Estados Unidos (Colomer y Negretto, 2002: 93). En México, en las últimas dos elecciones intermedias (1997 y 2003) que se han celebrado bajo reglas más democráticas, ocurrió que los votantes han disminuido su apoyo al partido gobernante respecto a la elección concurrente, que ha visto descender notablemente su presencia legislativa en la Cámara de Diputados. En el caso del pri en 1997 se transformó de un partido predominante en primera minoría, mientras que el pan en el 2003 vio acentuada su condición de segunda minoría legislativa (véase cuadro 1).

Cabe agregar que tras la gradual apertura política, el pluralismo de la socie-dad mexicana se ha traducido en un sistema de partidos pluripartidista modera-do, centrado en tres grandes partidos nacionales (pri, pan y prd) y tres partidos pequeños (pvem, pt y Convergencia ppn).132 Esta situación ha multiplicado el conjunto de actores con poder de veto133 en la estructura institucional. Dado que los cambios legislativos en cualquier democracia requieren de una mayoría en el Congreso que lo respalde, el sistema de partidos es un factor relevante en el grado de separación de poderes y, por tanto, en el funcionamiento del proceso decisional.134 En un escenario de gobierno de minoría, como el mexicano, la pro-babilidad de modificar el estatus normativo o introducir cambios de políticas está sujeta a la formación de coaliciones multipartidistas mayoritarias. Una coalición mínima ganadora supone un acuerdo entre los actores involucrados en el proceso

131 Los datos completos de los resultados electorales y la composición del Congreso se pueden encontrar en la página electrónica del Instituto Federal Electoral: http://www.ife.org

132 Diversos autores señalan que para la clasificación de los sistemas de partidos no es relevante solamente su número, ni siquiera el número de los importantes, sino las pautas de comporta-miento. En el caso mexicano es ampliamente aceptado que hemos transitado de un sistema de partido hegemónico a un sistema de partido predominante, y a partir de 1997 tenemos un sistema pluralista moderado. De acuerdo con Leonardo Valdés (1995), este sistema se distingue por la conformación de una coalición gubernativa frente a una coalición opositora, que luchan fundamentalmente por posiciones centristas, lo que disminuye la fragmentación político-ideo-lógica entre los partidos. El problema sobreviene cuando las coaliciones legislativas se alejan del centro, lo que puede elevar el grado de polarización del sistema de partidos y transformarlo en uno de pluralismo polarizado.

133 Un actor con poder de veto, es un actor específico —una persona u organización que pueda considerarse unitaria—, que ocupa una instancia de veto (Shugart, 2001: 156).

134 M. Duverger (2002), es quien originalmente asegura que el grado de separación de poderes depende mucho más del sistema de partidos que de las disposiciones previstas por las constituciones.

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de toma de decisiones para reunir los votos necesarios que permitan aprobar una iniciativa de ley135 (Nacif, 2002).

Un sistema pluripartidista multiplica los actores con poder de veto, pero es muy probable que limite la modificación del statu quo, pues al mismo tiempo que otorga a la oposición legislativa una influencia decisiva en la generación de leyes y políticas, los cambios no se pueden realizar sin la participación del presidente y su partido.136 Con todo lo relevante que es la dimensión partidista para la definición de los actores reales con poder de veto en el proceso institucional, la principal preocupación en este trabajo es la parte institucional del proceso, específicamente los problemas relativos a la estructura de distribución del poder político. Bajo la premisa de que la actual estructura institucional, que regula la relación entre los poderes políticos del estado (ejecutivo y legislativo), tiene que adaptarse a los cam-bios que se han sucedido en la dimensión partidista, es decir, ajustarse a la nueva realidad política de pluralidad y competencia.137

Implicaciones en la relación ejecutivo-legislativo

Como resultado de la inédita composición de la lvii Legislatura (1997-2000), particularmente la Cámara de Diputados, se transformó —acaso definitivamen-te— el equilibrio que el régimen posrevolucionario mexicano había establecido en la relación entre los poderes ejecutivo y legislativo. La necesidad de arribar a un nuevo equilibrio institucional, que albergue virtuosamente la novedosa pluralidad legislativa, ha marcado la pauta de numerosos y diversos trabajos de investigación en los últimos años (Jiménez, 2004; Casar, 2002a; Mora-Donatto, 2002; Muñoz Ledo, 2001; Lujambio, 2001). La mayor parte de estos estudios resaltan las di-ficultades que el desfase institucional en la estructura de gobierno significa para construir acuerdos entre múltiples actores con poder de veto, así como para dar cierta celeridad y transparencia al proceso decisional.138

135 Una coalición mínima ganadora es el conjunto de votos necesarios para aprobar una iniciativa de ley. De acuerdo con la Constitución mexicana, las hay de dos tipos: 1) una mayoría en la Cá-mara de Diputados, una mayoría en el Senado y el presidente; y 2) de dos tercios de la Cámara de Diputados y dos tercios del Senado (Nacif, 2002: 8).

136 De ahí que se afirme que los gobiernos divididos, en situaciones no cooperativas de la opo-sición, tiendan al conflicto entre poderes, la parálisis y eventualmente la ruptura institucional (Linz, 1990).

137 Para un examen más amplio de los actores partidistas con poder de veto en el nuevo contexto de gobiernos divididos, véase el trabajo de Benito Nacif (2000). Y desde una perspectiva del comportamiento político-institucional de la oposición legislativa la tesis doctoral de Margarita Jiménez (2004).

138 La preocupación se remite a las dificultades de desempeño de la acción de gobierno. Así lo plantea Shugart (2001: 143): “el proceso de globalización actual exige una estructura de go-bierno con cierto grado de agilidad y adaptabilidad, que pueda ofrecer compromisos creíbles y un proceso de formulación de políticas transparentes a las entidades de crédito e inversores nacionales e internacionales”.

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Desde la perspectiva aquí seguida, a continuación se enumeran las principa-les consecuencias políticas e institucionales que el gobierno dividido ha significa-do para la interacción entre estos poderes.

1. En primer lugar, este cambio político ubica a México en el contexto de la llamada “normalidad latinoamericana” (Jiménez, 2004: 26). En los diferentes re-gímenes presidenciales de América Latina coinciden dos circunstancias: a) una de carácter político, un sistema de partidos pluralista que produce de manera regular gobiernos sin mayoría en el Congreso; b) y otra relativa al marco institucional, dado que la relación entre el ejecutivo y el legislativo está orientada para el control y el mutuo bloqueo, es un diseño que carece, en ciertas circunstancias, de formas cooperativas para resolver las tensiones que surjan entre las ramas del poder polí-tico (Negretto, 2003: 55). Los críticos del presidencialismo —particularmente de los mecanismos de bloqueo y reglas supramayoritarias— asocian tal situación con los problemas de gobernabilidad e inestabilidad política en la región.

El principal argumento en contra de este modelo institucional está vinculado al riesgo de que, en condiciones de gobierno dividido, suceda una parálisis gu-bernamental y/o ruptura del orden constitucional, derivado de conflictos que no tienen una solución normativa. Esta tesis fue formulada originalmente por Juan Linz (1990), el politólogo español señala que en un régimen presidencial con ma-yoría dividida los partidos de oposición no tienen incentivos para cooperar con el partido del presidente en el ámbito legislativo, por dos razones: a) si ellos cooperan y el resultado de dicha cooperación es exitoso, los beneficios político-electorales del éxito tienden a ser capitalizados por el presidente y su partido; y b) en el caso de que el resultado de dicha cooperación fracase, todos los miembros de la coalición comparten los costos políticos con el presidente y su partido. Por tanto, si de una coalición exitosa no procede ninguna ganancia en términos electorales y un fraca-so sólo produce costos, lo racional es oponerse al presidente en lugar de cooperar con él. La parálisis institucional será, entonces, el resultado final siempre que el partido del presidente no cuente con una mayoría parlamentaria. Esta crítica ha sido acotada por Alonso Lujambio (2001: 260) en el sentido de que los gobiernos divididos no necesariamente producen el resultado esperado por Linz, pues esta argumentación no toma en cuenta otras variables que pueden influir en la decisión de los partidos opositores de cooperar o no con el presidente y su partido, entre otras: el número de partidos con ambición presidencial; el timing de las decisiones parlamentarias a lo largo del mandato legislativo; la disciplina partidaria; y otras variables contingentes como el desempeño económico, la popularidad de los can-didatos presidenciales y la habilidad de los liderazgos partidistas legislativos.

En México, sin embargo, la parálisis institucional ha sido una amenaza am-bigua. Los estudios recientes sobre las relaciones entre los poderes ejecutivo y legislativo, en contexto de gobiernos divididos, rechazan la tesis linziana de que los gobiernos sin mayorías estén obstaculizando el proceso político-decisional. Margarita Jiménez (2006) y Benito Nacif (2004) sostienen que a pesar de la plu-ralidad política en el congreso mexicano, pues, al menos durante la lvii y lviii (1997-2003) legislaturas, la cooperación entre la oposición y el presidente y su partido se han mantenido en niveles relativamente aceptables. Hasta el 2003, la

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colaboración se ha mantenido en los temas mínimos necesarios para garantizar el funcionamiento básico del gobierno, como es el caso de la aprobación presupues-tal. Igualmente, tampoco se han registrado consensos congresionales que sean sistemáticamente vetados por el ejecutivo.

En definitiva, los conflictos entre poderes y la parálisis gubernamental no es el resultado estrictamente necesario en un gobierno presidencial, de la misma forma que tales dificultades —cuando se presentan— tampoco pueden atribuirse exclusi-vamente al diseño de separación de poderes de frenos y contrapesos. Tal es el sentido del debate posterior a la crítica linziana, el alcance de la parlamentarización del go-bierno presidencial es visto con muchas reservas, enfocándose a encontrar fórmulas de distribución del poder político que hagan más gobernable la pluralidad política y, al mismo tiempo, generen un mayor desempeño gubernamental de las democracias presidenciales (Lanzaro, 2001; Shugart, 2001; Muñoz Ledo, 2001).

2. En 1997, tras el fin de una larga etapa de dominio presidencial sobre el Congreso, asistimos a un nuevo equilibrio institucional.139 Los partidos de oposi-ción adquirieron poder legislativo de tal modo que sin su participación el presidente no puede hacer avanzar sus propuestas, de la misma manera que la oposición no puede realizar cambios legislativos sin el respaldo del presidente y su partido. En otros términos, bajo las nuevas circunstancias los cambios legislativos requieren la construcción de coaliciones multipartidarias, objetivo que pasa por la negociación y el acuerdo entre múltiples actores con ideología e intereses políticos diferentes (fundamentalmente los partidos de oposición, el presidente y su partido). De esto se desprende que el poder del presidente y su partido se haya transformado de una posición predominante a ser esencialmente “negativo”, pues a diferencia de los go-biernos unificados sólo puede influir en los cambios legislativos de manera limitada, es decir, puede utilizar su poder de veto para mantener la continuidad de la política en curso o dejar que el Congreso los apruebe cuando cualquier modificación del statu quo les represente una ganancia, pero no determinar o controlar la orientación de los cambios como en el pasado.

La Constitución mexicana establece dos procesos distintos para introducir cambios legislativos: el constitucional y el regular. El proceso constitucional está diseñado para promover la estabilidad política, imponiendo requisitos suprama-yoritarios y multiplicando las instancias con capacidad de veto. Cualquier inicia-

139 Por mucho tiempo, el dominio presidencial sobre el proceso legislativo hizo irrelevante la distribución constitucional del poder político. A partir de que esta facultad metaconstitucional del ejecutivo desaparece, tenemos una nueva situación política en la que el proceso legislativo se tiene que ajustar a reglas que de alguna forma fueron pensadas para una realidad política diferente. De acuerdo con Nacif (2000), “la Constitución estructura el proceso de formulación de políticas gubernamentales, define las etapas por las cuales una iniciativa puede convertirse en política gubernamental, determina qué órganos participan en el proceso y, finalmente, confiere y delimita la autoridad de los actores participantes […] En la práctica, los poderes ejecutivo y legislativo son actores que comparten poder y se interrelacionan en el proceso de formulación de políticas. Los resultados de esa interacción pueden ser: la introducción de una nueva política o la continuidad de la política en curso”.

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tiva de reforma constitucional debe ser aprobada por una mayoría calificada de dos terceras partes en la Cámara de Diputados y el Senado, así como por la mitad más una de las legislaturas estatales. El proceso regular es, en cierto sentido, más sencillo, es suficiente que una mayoría absoluta en la Cámara de Diputados, en el Senado y el presidente de la República estén de acuerdo para que se produzca un cambio al statu quo (Nacif, 2000). Esta situación supone poderes razonablemente equilibrados para ambas estructuras de autoridad. Presidente y legisladores tienen la facultad de iniciar leyes, más no para decidir por sí solos su aprobación. Cuan-do el presidente propone el Congreso puede enmendar la iniciativa y aprobarla en sus términos, y el presidente puede vetar, en última instancia, las piezas aprobadas por el Congreso. Cuando el Congreso propone el ejecutivo puede vetar el cambio de legislación sólo si su partido cuenta con más de un tercio de los legisladores en alguna de las dos cámaras.

El proceso legislativo en realidad es mucho más complejo, los mecanismos institucionales que regulan las relaciones entre la presidencia y el Congreso son sólo una parte del problema, además, son relevantes las transformaciones de las diversas fuentes del cambio legislativo. Cabe aclarar que aquí no se pretende abor-dar el estudio de las instancias generadoras del cambio legislativo, sólo destacar que la configuración de estas instituciones tiene implicaciones autónomas sobre el proceso de formulación y creación de leyes. De modo ilustrativo, se puede señalar, que el carácter colectivo del Congreso significa que sus decisiones sean determina-das por un mayor número de variables, entre otras: las preferencias de políticas de las fracciones legislativas, la ubicación del statu quo y el número de partidos repre-sentados en el Congreso. Pero, también son variables relevantes la conformación de los gobiernos y los poderes constitucionales y partidarios del presidente.140

El cambio en la conformación del Congreso en 1997 ha significado que los sucesivos presidentes (Ernesto Zedillo 1994-2000, Vicente Fox 2000-2006, este último aún con la segunda minoría congresional) y sus respectivos partidos ten-gan el poder de detener cualquier iniciativa aprobada por la oposición, pues con el respaldo de al menos un tercio de los votos en alguna de las dos cámaras, el veto presidencial es insuperable (Nacif, 2004: 16).

Como se aprecia en el cuadro 1, en la lvii Legislatura la fracción legislativa del último presidente del pri, Ernesto Zedillo, contó con la primera minoría en la Cámara de Diputados (y la mayoría absoluta en el Senado); mientras que en el 2000 el pan, el partido del primer presidente no priista Vicente Fox, apenas ob-tuvo la segunda minoría (en ambas cámaras del Congreso). El mismo escenario se reprodujo en la elección para renovar la Cámara de Diputados en el 2003, donde incluso disminuyó en más de cincuenta escaños la fracción legislativa del pan, in-crementándose la representación legislativa de los principales partidos opositores pri y prd.

140 Desde una perspectiva de los cambios y dinámicas del poder legislativo véase el trabajo de Benito Nacif (2004); y para un análisis más exhaustivo de las transformaciones de la institución presidencial el trabajo de J. Weldon (2002).

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104 División de poderes en México: repensar el modelo de frenos y contrapesos

Cuadro 1: Composición de la Cámara de Diputados por partido (1988-2006)Partido liv

1988-1991lv

1991-1994lvi

1994-997lvii

1997-2000lviii

2000-2003lix

2003-2006pan 101 (20.2) 89 (17.8) 119 (23.8) 121 (24.2) 205 (41.0) 149 (29.8)pri 260 (52.0) 320 (64.0) 300 (60.0) 239 (47.8) 208 (41.6) 224 (44.8)prd - 41 (8.2) 71 (14.2) 125 (25.0) 54 (10.8) 97 (19.4)pvem - - - 6 (1.2) 17 (3.4) 17 (3.4)pt - - 10 (2.0) 7 (1.4) 8 (1.6) 6 (1.2)psn - - - - 3 (0.6) -pas - - - - 2 (0.4) -Convergencia - - - - 1 (0.2) 5 (1.0)fdn* 139 (27.8) - - - - -pps - 12 (2.4) - - - -parm - 15 (3.0) - - - -pfcrn - 23 (4.6) - - - -s/p** - - - 2 (0.4) 2 (0.4) 2 (0.4)

total 500 (100) 500 (100) 500 (100) 500 (100) 500 (100) 500 (100)

Fuente: La información, para la liv, lv y lv legislaturas se obtuvo de la tesis doctoral de Rogelio Ortega (2001); en tanto que para la lvii, lviii y lix en la página electrónica de la Cámara de Diputados (http://www.diputados.gob.mx). Los datos entre paréntesis corresponden al valor relativo respecto al número total de diputados por partido en la Cámara de Diputados.

*fdn = El Frente Democrático Nacional fue una coalición electoral que postuló al candidato opositor Cuauhtémoc Cárdenas para la elección presidencial de 1988; la integraron los partidos Mexicano Socialista, pms, Auténtico de la Revolución Mexicana parm, el Frente Cardenista de Reconstrucción Nacional, pfcrn y Popular Socialista, pps. Como resultado de esta alianza, en 1989 el pms cedió su registro para el nacimiento del prd.

Otros partidos: pan: Partido Acción Nacional; pri: Partido Revolucionario Institucional; pvem: Par-tido Verde Ecologista de México; pt: Partido del Trabajo; psn: Partido de la Sociedad Nacionalista; pas: Partido Alianza Social; y Convergencia: Convergencia Partido Político Nacional.

**S/P = Diputados sin partido se denomina a los legisladores que han renunciado a la militancia de los Grupos Parlamentarios que los propusieron, sin integrarse a otro existente (Ley Orgánica del Congreso General, locg, artículo 31).

3. En el plano del proceso legislativo, la nueva correlación de fuerzas en el Congreso permitió que se modificaran algunas pautas tradicionales de comporta-miento entre legisladores y ejecutivo.

Los gobiernos divididos multiplicaron las fuentes relevantes del cambio le-gislativo, dando lugar a un mayor número de actores con capacidad de veto o de contrapeso. Así, el ejecutivo ha reducido sustancialmente su agenda legislativa, mientras que los partidos de oposición contribuyen con la mayor parte de la pro-ducción legislativa, de esta forma el poder legislativo “recobra su función legisla-dora después de un largo letargo de subordinación frente al ejecutivo” (Jiménez, 2004: 207). En el cuadro 2 se ilustra esta novedosa conducta, ahí se distingue el cambio en la contribución de cada fuente al volumen de legislación aprobada entre 1988 y 200, bajo gobiernos unificados y gobiernos divididos.

Los datos muestran que el volumen total de legislación aprobada por la Cá-mara de Diputados no disminuyó sustancialmente a partir del surgimiento de los gobiernos divididos al pasar de un 44% en la lvi Legislatura a un 27% en la lvii, estos datos fundamentan la tesis de que los gobiernos divididos no necesariamen-te derivan en parálisis legislativa o gubernamental. La transformación más rele-vante fue, sin duda, la multiplicación de las fuentes del cambio legislativo. Esto se observa en la reducción a casi un tercio de la agenda legislativa del presidente, que pasó de 135 iniciativas presentas en la lv Legislatura (coincidente con un im-

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iii. Repensar el modelo de frenos y contrapesos 105

portante número de reformas realizadas durante la segunda parte del sexenio pre-sidencial de Carlos Salinas, lo que contribuyó que el pri haya obtenido el 60% de los escaños en la Cámara de Diputados) a 52 en la lviii (la primera legislatura de mayoría opositora); en tanto que los legisladores multiplicaron en más de nueve veces su contribución en las iniciativas de ley presentadas. El ejecutivo, en cambio, mantuvo altos índices de aprobación de sus proyectos de ley —con excepción de la lvii legislatura— por arriba del 95%.

Cuadro 2: Producción legislativa en la Cámara de Diputados por fuente de origen (1988-2003)

Fuenteliv 1988-1991 lv 1991-1994 lvi 1994-1997 lvii 1997-2000 lviii 2000-2003

Pres. Aprob. Pres. Aprob. Pres. Aprob. Pres. Aprob. Pres. Aprob.

Ejecutivo 85 82 (96) 135 82 (96) 84 83 (98) 44 36 (82) 52 50 (96)Legislativo 209 49 (23) 161 41 (25) 165 25 (15) 510 116 (23) 1077 185 (17)Partido del presidente

19 6 (31) 35 15 (43) 19 7 (37) 84 21 (25) 276 55 (20)

Oposición 190 43 (23) 126 26 (20) 146 18 (12) 426 95 (22) 801 130 (16)Total 294 131 (44) 296 123 (42) 249 108 (43) 554 152 (27) 1129 230 (20)

Fuente: Benito Nacif (2004: 19, 23) y Margarita Jiménez (2004: 199). Esta clasificación no distingue la contribución de las legislaturas estatales a la producción legislativa, lo que para el propósito de este estudio no es relevante, al resaltar aquí más bien la participación que en este proceso han tenido el ejecutivo y el Congreso.

Pres. = Iniciativas presentadas por fuente. Aprob. = iniciativas aprobadas, en números absolutos y relativos (entre paréntesis).

Partido del Presidente: el pri durante la lv, lvi y lvii legislaturas; y el pan para el lviii periodo legislativo (el gobierno del presidente Fox culmina con la lix legislatura en el 2006).

Oposición: Los partidos opositores fueron durante la lv legislatura: pan, prd, parm, pps, pfcrn; en la lvi: pan, prd, pt; para la lvii: pan, prd, pvem, pt; y por último en la lviii Legislatura: pri, prd, pvem, pt, psn y Convergencia.

Sin embargo, es notable que durante los dos gobiernos divididos de referencia la aprobación de reformas constitucionales haya mostrado una sensible desacelera-ción con respecto a la lv y lvi legislaturas de gobiernos unificados. De 96 artículos reformados entre 1991 y 1997 disminuyó a 35 con los dos primeros gobiernos divididos. También fue relevante el fracaso de algunas iniciativas prioritarias en la agenda presidencial durante este periodo, como son las llamadas reformas estructu-rales en torno a los temas fiscal y energético; el carácter polémico de estas iniciativas generó una fuerte confrontación entre los principales partidos políticos que derivó en la ausencia de acuerdos. Esta circunstancia resulta congruente con la hipótesis de la rigidez del modelo presidencial en situaciones de mayorías divididas.

Cabe aclarar que los datos disponibles no indican la relevancia de la legisla-ción aprobada,141 es decir, del impacto de estos acuerdos en la modificación del

141 Los datos sobre el proceso legislativo que aportan Jiménez (2004) y Nacif (2004: 19) están simplificados, tratan a todas las iniciativas de ley como si tuvieran el mismo valor. En realidad, las iniciativas son muy diferentes entre sí, tanto en su contenido como en su extensión e im-portancia, además, no toman en cuenta las enmiendas a las que hayan sido objeto tanto en las comisiones como en el pleno de la Cámara de Diputados.

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statu quo, aunque es conocido que las principales reformas económicas sucedieron durante la lv legislatura, con un presidente que había fortalecido su poder de ne-gociación tras la victoria de su partido pri en las elecciones legislativas de 1991. También, es muy probable que los actores políticos con poder de iniciativa hayan adecuado su agenda legislativa al nuevo equilibrio de poderes, anticipando no introducir iniciativas con bajas probabilidades de apoyo (Nacif, 2004: 22).

4. Los gobiernos divididos generan, por sobre cualquier otra dificultad, la necesidad política de formar mayorías multipartidarias para respaldar los cambios legislativos. Daniel Chasqueti (2001: 321) califica a este problema como el mayor desafío para la estabilidad democrática del régimen presidencial.

142 La información disponible sobre las coaliciones multipartidistas se remite a 1988, cuando se introdujo en la Cámara de Diputados el sistema de votación electrónica. En cuanto a la disci-plina y cohesión de las fracciones parlamentarias, Casar (2000: 200) atribuye este comporta-miento partidista a tres factores institucionales: la no reelección consecutiva de los legisladores; el control centralizado de candidatos por parte de los líderes de los partidos; y la inexistencia de candidaturas independientes.

Cuadro 3. Reformas constitucionales por periodo legislativo, 1988-2006

Periodo legislativo Núm. de artículos reformados*1988-1991 (liv) 101991-1994 (lv) 421994-1997 (lvi) 541997-2000 (lvii) 222000-2003 (lviii) 132003-2006 (lix) 2

143

Fuente: Banco mundial, México (2007).*Excluye artículos transitorios (nota del original).

La incidencia y el tamaño de las coaliciones mayoritarias en el Congreso mexicano es un indicador que revela la dinámica cooperativa entre la oposición y el presidente y su partido, así como el nivel de disciplina y cohesión partidista.142 Como ya se ha expresado anteriormente, Por otro lado, las variaciones observadas en el tamaño de las mayorías suponen que además de las instituciones —el veto y la iniciativa legislativa— que regulan este proceso, intervienen factores como las preferencias de políticas de las fracciones parlamentarias y el presidente respecto al statu quo, elementos que pueden influir, o no, hacia posiciones centristas de los actores políticos.

Sin profundizar en esta temática, este comportamiento cooperativo se es-tudia tradicionalmente conforme a la dimensión de preferencias de políticas que cubre el eje ideológico izquierda-derecha desde un enfoque espacial. Tal forma de plasmar las preferencias permite definir el comportamiento de los actores políticos al momento de introducir una modificación al estatus, los diferentes resultados de equilibrio, así como el grado de polarización del sistema de partidos. En este sen-tido, Margarita Jiménez (2004: 353) argumenta que la proximidad ideológica en-

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iii. Repensar el modelo de frenos y contrapesos 107

tre los actores políticos con capacidad de veto en México “facilitó la cooperación para integrar coaliciones de votación legislativa”. Los datos que respaldan esta afir-mación muestran que a pesar de la pluralidad legislativa los partidos de oposición en los dos gobiernos divididos de referencia tuvieron incentivos suficientes para cooperar con el presidente, al menos en los temas básicos para el funcionamiento del gobierno como lo es el presupuesto federal, no así —se insiste— en los temas sustantivos y de mayor impacto para el país, pero también de mayor polarización ideológica, particularmente las reformas económicas para fortalecer el sistema fis-cal y la participación de los particulares en el sector energético.

La coalición más consistente que respaldó los cambios legislativos, en ambos casos de gobiernos divididos, fue la que formaron el pan y el pri, ambos partidos en su calidad de oposición, en la lvii y lviii legislaturas respectivamente, “fueron los que fungieron como el pivote para impulsar la producción legislativa”. La relación pan-prd fue la menos próxima de las coaliciones legislativas. En tanto que el binomio pri-prd, a pesar de la falta de coincidencias durante los gobiernos unificados, en algunos casos relativos a la política social “otorgó los mínimos votos para integrar coaliciones ganadoras, anteponiendo la gobernabilidad a la parálisis política” (Jiménez, 2004: 354-5).

5. Y la última perspectiva, los acuerdos multipartidistas —no sin dificultades y en ocasiones de último momento— se han logrado construir aun en la parte más sensible de la relación entre los poderes: la definición del gasto público. Como se muestra en el cuadro cinco, entre 1997 al 2004 el presidente y su partido logra-ron la cooperación necesaria para la aprobación del Presupuesto de Egresos de la Federación, pef. Sin embargo, como se explica más adelante, la ambigüedad de algunas reglas institucionales que regulan este proceso, específicamente: el alcance del veto ejecutivo al presupuesto aprobado por el legislativo y la capacidad de la Cámara de Diputados para reformar el proyecto de presupuesto enviado por el ejecutivo, llevaron al conflicto entre el ejecutivo y la mayoría legislativa de opo-sición durante la aprobación del presupuesto del año 2005. Este presupuesto fue aprobado sólo por una coalición opositora y el ejecutivo se inconformó por las modificaciones hechas a su proyecto original, el conflicto derivó en una contro-versia constitucional que dejó irresuelto el fondo del conflicto: la indefinición de las reglas que regulan el proceso presupuestario. El verdadero problema no es que los diputados hayan votado un presupuesto diferente al enviado por el presidente, sino la dificultad de que las reglas de interacción procesen adecuadamente las di-ferencias en un contexto conflictuado por las tensiones asociadas a la competencia electoral presidencial del año 2006.

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1.3 El desfase institucional

La incapacidad de legislar sobre algunos problemas sustantivos de la agenda nacional muestran las limitaciones de este arreglo institucional, así como la abso-luta necesidad de adecuarlo a la nueva situación política que vive el país. Como se reconoce, la peculiaridad de la transición mexicana es su carácter gradual, cen-trado en el ámbito electoral, que en términos generales significó un cambio sin quiebra del marco constitucional, pero también sin una reforma a fondo de las reglas de funcionamiento del viejo régimen.143

Así, se han acumulado los desacuerdos o la no definición respecto a una agenda de temas estratégicos para el futuro del país como el sector energético, la hacienda pública, el marco de las relaciones laborales, la competencia política y las telecomunicaciones. Además de otros temas relevantes que igualmente enfren-tan los costos de la parálisis legislativa y que expresan claramente los problemas institucionales del Estado mexicano: el sistema de seguridad social, la iniciativa sobre derechos y cultura indígena, el equilibrio entre poderes, la reforma al poder judicial y las relaciones entre el gobierno nacional y los gobiernos locales o federa-lismo. Incluso la legislación electoral, eje del cambio político, demostró durante el competido proceso de sucesión presidencial del 2006, sus limitaciones para regu-lar la competencia política, particularmente en lo relativo al control del gasto para el financiamiento de las campañas, los procesos intrapartidistas de selección de candidaturas, la participación de grupos de interés, el manejo de recursos públicos y la debilidad de los mecanismos de rendición de cuentas de los partidos políticos. Estos problemas pueden alentar mayores niveles de disenso a los registrados tras las elecciones del 2006 o, lo que sería más grave, revertir los avances del proceso democrático. A modo de ejemplo, tres dificultades apuntan en esa dirección.

Cuadro 4: Coaliciones multipartidistas ganadoras en la Cámara de Diputados por número de escaños (1997-2003)

Escaños de la lvii Legislatura Escaños de la lviii Legislaturapri/pan 238+117 = 355 pri/pan 211+206 = 417pri/prd 238+125 = 363 pri/prd 211+50 = 261pan/prd/pt 117+125+11 = 253 pan/prd/pt 206+50+7 = 263pan/prd/pvem 238+125+8 = 254 pan/prd/pvem 206+50+17 = 273

Fuente: Margarita Jiménez (2004: 340) y Benito Nacif (2004: 25).Nota: estos datos se muestran con la finalidad de ilustrar el comportamiento cooperativo entre los

partidos representados en el Congreso. Para un examen más amplio, véase el texto de Margarita Jiménez (2004: 239)

143 Esto ha generado que “las instituciones no reconvertidas del viejo régimen han comenzado a mostrar en el nuevo patrones anómalos de comportamiento, desde la parálisis [en los te-mas sustantivos] hasta la sobrecarga de roles, pasando por el traslape de funciones, que más que apuntalar a nuestra joven democracia, abonan a la ingobernabilidad y la inestabilidad” (Cansino, 2004: 16).

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iii. Repensar el modelo de frenos y contrapesos 109

a) En el plano de la relación entre poderes, en 2005, por primera vez en los años de gobiernos divididos, estuvo en riesgo la implementación del presupuesto de egresos, y con ello se pudo paralizar el funcionamiento básico del gobierno. A partir de que los diputados, ejerciendo sus facultades, modificaron el pef de aquel año, el ejecutivo decidió rechazar las modificaciones, enviando a los di-putados sus observaciones al pef, señalándoles un conjunto de irregularidades que a su consideración cometieron en la asignación de los recursos, y que, por tanto, deberían modificar, entre otras: contradicciones técnico-presupuestarias, reducciones y asignaciones que violan el Plan Nacional de Desarrollo, invasión de atribuciones del ejecutivo y la inconstitucionalidad de algunas disposiciones que contravienen las leyes federales de ingreso, presupuesto y planeación. Los legisla-dores, por su parte, se negaron a revisar las observaciones hechas por el presidente, argumentaron que el ejecutivo federal no está facultado para vetar el presupuesto, pues de acuerdo al artículo 72 constitucional sólo puede hacer observaciones a resoluciones emanadas de ambas cámaras, mientras que el proceso presupuestario es unicameral.

El presidente interpuso una controversia constitucional ante la Suprema Corte de Justicia de la Nación, buscando, fundamentalmente, que este órgano resuelva respecto a dos ámbitos del proceso presupuestal que no están claramente definidos en la Constitución: 1. la facultad del ejecutivo para vetar el presupuesto; y 2. anular las partidas presupuéstales reasignadas por la Cámara de Diputados, lo que significa precisar los alcances de la facultad legislativa para modificar el pef sin afectar las potestades del gobierno en la programación del gasto.

Respecto a la primera parte de la demanda, el 12 de mayo del 2005 los ministros de la Corte, actuando como tribunal constitucional, resolvieron por mayoría mínima (seis ministros a favor y cinco en contra) que no obstante care-cer de facultad expresa, el presidente sí puede vetar el Presupuesto de Egresos del 2005 que aprobaron los diputados, invalidando, con ello, la decisión legislativa de

Cuadro 5: Aprobación de presupuestos bajo gobiernos divididos por año fiscal (1998-2005)

Año fiscal Votación Coalición

a favor en contra1998 341 132 pri+pan1999 340 127 pri+pan2000 465 8 Mayoría de todos los partidos2001 480 - Unanimidad2002 417 - Unanimidad2003 427 41 Mayoría de todos los partidos, excepto prd2004 370 93 Mayoría de todos los partidos, excepto prd2005 323 137 Mayoría de todos los partidos, excepto pan2006 367 92 Mayoría de todos los partidos, excepto prd

Fuente: Carlos Enrique Casillas (2005: 8); Gaceta Parlamentaria de la Cámara de Diputados.

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rechazar las observaciones del ejecutivo; en sesión posterior (17 de mayo de 2005) los ministros decidieron que el presupuesto es un acto administrativo y no una norma general, derivando en la nulidad de las partidas objeto de observaciones y la convocatoria a la Cámara de Diputados a revisarlas en un periodo extraor-dinario, ajustándose al procedimiento ordinario que establece la Constitución en materia de veto ejecutivo. La corte, sin embargo, no precisó qué procedería en caso de que la Cámara de Diputados no acepte las observaciones que hizo el presidente Vicente Fox al presupuesto, pero tampoco logre la mayoría calificada de dos terceras partes para rechazarlas.

En cuanto a la segunda parte de la controversia, los ministros decidieron, por ocho votos contra tres, no pronunciarse sobre la facultad de la Cámara de Diputados para modificar la iniciativa presupuestal del ejecutivo, es decir, no de-finieron si esta facultad es absoluta o si los diputados tienen que ajustarse a límites legales cuando reasignan gasto, lo que de no precisarse en el texto constitucional bien podría ser objeto de una controversia posterior.144

La evidente ambigüedad del marco jurídico en esta materia es una muestra de que el desfase institucional dificulta regular adecuadamente “las condiciones del intercambio político” o los procedimientos que procesan el pluralismo polí-tico. Tal responsabilidad de alguna manera ha recaído en la Suprema Corte de Justicia de la Nación, con todas las consecuencias que significa sobrecargar los roles y las funciones de este poder, que además enfrenta sus propias limitaciones al no “disponer de mejores instrumentos de control de constitucionalidad”, como los tiene un Tribunal Constitucional en lo relativo al “régimen de las controver-sias constitucionales y las acciones de inconstitucionalidad”, que normalmente se presentan entre los poderes ejecutivo y legislativo (Carbonell, 2005).

b) En segundo lugar, en el plano de la competencia democrática, el juicio de procedencia aprobado por el pan y el pri en la Cámara de Diputados al principal aspirante opositor a la presidencia de la República, el entonces jefe de gobierno del Distrito Federal Andrés Manuel López Obrador. Por su potencial polarizador y deslegitimador de la elección presidencial del 2006, “el desafuero” del gobernan-te capitalino puso en riesgo los fundamentos democráticos de las reglas del juego electoral, penosamente alcanzados.145 Más allá de las consecuencias que este he-

144 La información aquí vertida se ha tomado de diversas publicaciones periodísticas del mes de mayo de 2005 (El Financiero, Reforma y La Jornada), así como de las revistas Este País y Voz y Voto de enero de 2005.

145 En las principales encuestas realizadas sobre este tema, la idea más difundida entre los ciuda-danos mexicanos era que el “desafuero” de López Obrador no era más que el pretexto legal del gobierno federal y su partido, en alianza con el pri, para inhabilitar de sus derechos políticos al precandidato presidencial puntero en las intenciones de voto, y como consecuencia eliminarlo de la posibilidad de participar en el proceso electoral del 2006 como candidato presidencial (Juárez, 2005: 9). Se trató, pues, de un problema eminentemente político que finalmente tuvo una salida de esta naturaleza con la decisión del presidente Vicente Fox de aceptar la renuncia del procurador general de la República, Rafael Macedo de la Concha, y la revisión jurídica del caso “El Encino”, eje de la demanda legal contra el, entonces, jefe de gobierno capitalino.

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iii. Repensar el modelo de frenos y contrapesos 111

cho tuvo para el precario equilibrio institucional, la decisión del gobierno federal de judicializar un conflicto político —que además tiene diversas interpretaciones jurídicas—, se considera un contrasentido a la lógica democrática de privilegiar la política, para explicar y para resolver los problemas —el que sea— en términos políticos (Casar, 2005: 17; Lujambio, 2005: 40).

c) La perspectiva de sucesivos gobiernos de minoría y una exacerbada com-petencia electoral, suponen dificultades mayores para una estructura institucional que —como se señala antes— aparentemente resulta infuncional en un contexto multipartidista competitivo.

Manuel Palma-Rangel (2003: 185-6), citando a Scott Mainwaring, señala las dificultades que significa para la relación entre los poderes ejecutivo y legis-lativo la combinación de un régimen presidencial de gobierno con un sistema multipartidista, como el que tenemos en México: primero, esta relación tiende al inmovilismo político dados los frecuentes desencuentros entre ambos pode-res; segundo, una mayor propensión a la polarización ideológica que los sistemas bipartidistas; y, finalmente, obstaculiza la creación de coaliciones legislativas ga-nadoras. En este sentido, el principal problema del diseño mexicano —concluye Palma-Rangel— es que no fomenta la existencia de acuerdos poselectorales, lo que dificulta el funcionamiento de la fórmula régimen presidencial-sistema mul-tipartidista; aunque, como hemos subrayado, esto sólo ha sucedido en México en el ámbito de las macrodecisiones políticas.

Lo anterior muestra que las instituciones heredadas del antiguo régimen no son totalmente compatibles con la situación política de pluralidad, autonomía y competencia que se vive en México. En este entorno, se reconoce que la discre-cionalidad, contradicción y obsolescencias del andamiaje legal mexicano están generando dificultades para construir acuerdos. Las diferentes visiones sobre la mejor forma de procesar las relaciones políticas, sociales y económicas en este país no están siendo debidamente encauzadas por un marco institucional que, cada vez más, parece ser una fuente seminal de conflictos que de colaboración entre las instancias y actores políticos relevantes. Por otra parte, también se reconoce que no existe un diseño institucional infalible para procesar los antagonismos políticos e ideológicos. Finalmente, los conflictos y los eventuales consensos irán delineando nuevas reglas de convivencia acordes a la realidad política nacional, éstas pueden ajustarse o no a los diferentes esquemas institucionales, como el que aquí se intenta configurar.

En suma, aun cuando el tránsito de gobiernos unificados a gobiernos dividi-dos no se tradujo en problemas de inestabilidad política entre poderes que ame-nazaran con parálisis institucional, este cambio mostró que la estructura institu-cional no está facilitando el debate y las decisiones políticas fundamentales sobre los grandes temas pendientes de la agenda nacional. La presidencia, excepcional-mente fuerte durante el régimen autoritario, al desaparecer sus facultades meta-constitucionales, resultó evidente la debilidad de sus atribuciones constitucionales para enfrentar, entre otras cosas, “el problema que supone no tener mayoría en el Congreso y tener que someter la legislación a un parlamento que no controla”,

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como en el pasado (Sartori, 2003: 221). El poder legislativo, por su parte, enfren-ta limitaciones institucionales que suponen dificultades para asumir plenamente sus funciones sustantivas de legislación, fiscalización y control político sobre las acciones del poder ejecutivo, pero, sobre todo, para expresar normativamente las demandas sociales.

Por ello, las normas y reglas que determinan la interacción entre los poderes ejecutivo y legislativo tienen que ser repensadas a la luz de las nuevas circunstan-cias políticas que se vive en México.146 Además de perfeccionar los mecanismos de control político —objetivo primordial del modelo de frenos y contrapesos—, se requiere innovar en incentivos institucionales que sin detrimento de la pluralidad política propicien la cooperación y el entendimiento en temas prioritarios para el país: el fortalecimiento fiscal del Estado, limitar la influencia de los poderes fácti-cos en las decisiones públicas, frenar la corrupción, la plena vigencia los derechos humanos, la transparencia de la competencia política, entre otros.

En seguida, se exponen los términos en que se ha desarrollado el incipiente de-bate en México sobre las alternativas de modificaciones o innovaciones al esquema institucional de distribución del poder político, enfatizando aquellas propuestas que tienden a flexibilizar la rigidez del modelo federalista de frenos y contrapesos.

2. Reformar las reglas que regulan la relación ejecutivo-legislativo: convergencias y desencuentros

A partir de los cambios políticos de los últimos años, en México se inició un interesante debate sobre la pertinencia de mantener —con revisiones, por su-puesto— o hacer modificaciones profundas al texto constitucional de 1917.147 La primera posición, que defiende la continuidad de la experiencia constitucional mexicana, se ajusta a la lógica gradualista que han tenido las reformas constitu-cionales de los últimos decenios, se centra en temas puntuales, toma en cuenta no sólo las necesidades reales de cambio sino su viabilidad. A esta tendencia se ubican la mayoría de los estudios institucionales recientes, siendo fortalecida por

146 La agenda de propuestas de modificaciones es amplia. Suprimir la no reelección consecutiva de los legisladores es el ejemplo más emblemático, además de normas que son inoperantes o confusas como el formato del informe presidencial, la fiscalización del gasto público, los límites que tienen los legisladores para hacer modificaciones a las partidas presupuestales y el carácter simétrico del bicameralismo.

147 Debido a la inoperancia de muchas disposiciones constitucionales y —por lo contrario— el ejercicio de atribuciones extralegales del ejecutivo en las decisiones políticas relevantes del sistema político mexicano, durante muchos años se desestimó la necesidad de hacer cambios sustantivos a la Constitución; casi desde la época de don Daniel Cosío Villegas se pensaba que bastaba con “aplicar” y respetar los preceptos constitucionales para que hubiera democracia y para que las cosas funcionaran. Tras el cambio político resultan evidentes las limitaciones del arreglo constitucional y normativo, de tal forma que se reconoce la necesidad de corregirlas; el debate, sin embargo, reside en la profundidad de las transformaciones constitucionales, pues se proponen desde cambios mínimos estratégicos hasta un nuevo marco constitucional.

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las dificultades político-institucionales que enfrentan los actores políticos para modificar el statu quo, a través de acuerdos legislativos de gran alcance (Sartori, 2003; Valadés, 2003; Woldenberg, 2004).

Bajo la premisa de que el gradualismo ha sido insuficiente para este propósito, otra posición defiende la tesis de una reforma integral al Estado mexicano. Esto es, la construcción de una nueva constitucionalidad, un nuevo entramado institucional y normativo, congruente con el desafío de encarar con acierto —y en clave demo-crática— los grandes problemas nacionales en un complejo contexto competitivo y plural (Cansino, 2004; Muñoz Ledo, 2001). Estos estudios han logrando identi-ficar un número importante de reformas puntuales que involucran buena parte de los artículos de la Constitución, así como todos los ámbitos de las instituciones y procesos políticos. Entre ellas ocupan un lugar relevante las relativas a la relación y equilibrio entre los órganos del poder, el proceso decisorio gubernamental, las rela-ciones sociedad-Estado-mercado y el federalismo. Los desacuerdos políticos que se han suscitado en los últimos años prácticamente han relegado la posibilidad de que en el corto plazo, se promueva una reforma de esta naturaleza.148

Ambas posiciones reconocen las limitaciones del entramado institucional para regular apropiadamente el pluralismo político, la baja efectividad en cuanto a sus resultados y las disfunciones en la relación y equilibrio entre poderes. Por ello, coinciden en la necesidad de reformas, la diferencia, sin embargo, reside en su profundidad, prioridades y trascendencia.

El notable deterioro de las instituciones políticas mexicanas149 y difícil pano-rama político nacional, tras los problemas que se han acumulado en los últimos años,150 han llevado el debate por las grandes reformas al ámbito del gradualismo,

148 Durante la redacción final de este trabajo el Congreso promulgó una “curiosa” ley ordinaria para la Reforma de Estado, conocida como Ley Beltrones —por el origen de la propuesta, atri-buida al senador Manlio Fabio Beltrones. Pero, todo parece indicar que el intento quedará en una reforma electoral para atender las impugnaciones al proceso electoral presidencial del año 2006. Deseable es partir de una interpretación equívoca y pensar que esta iniciativa rebasará el marco de lo formal para otorgar un significado trascendente de cambio político.

149 De acuerdo al informe del Banco Mundial “Nuevos indicadores de gobernabilidad”, el desem-peño de las instituciones públicas mexicanas durante el año 2004, retrocedió en cinco de seis variables que comprende el estudio, respecto al 2002. En efectividad gubernamental pasó de 65.7 a 56.7; en estabilidad política disminuyó de 52.4 a 43.7; en voz y rendición de cuentas, donde se mide la calidad de los derechos humanos, civiles y políticos, descendió de 59.6 a 56.8; en control de la corrupción el retroceso fue de 51 a 48.8; en el rubro Estado de derecho pasó de 47.4 a 45.9; sólo mejoró en el indicador calidad regulatoria, subiendo de 66.8 a 68 puntos (Monreal, 2005: 24).

150 A modo de ejemplo: el conflicto entre el gobierno federal y el del Distrito Federal durante el sexenio presidencial 2000-2006 y en lo que va del periodo 2006-2012; la ambigüedad del mar-co jurídico para resolver la controversia constitucional en torno al Presupuesto de Egresos del 2005; los juicios judiciales por el financiamiento ilícito a los principales partidos políticos pan, pri durante el proceso electoral presidencial del 2000; los desacuerdos legislativos en torno a las reformas energética y fiscal; los escándalos de corrupción; el crecimiento del narcotráfico y la inseguridad; el fenómeno migratorio; la pérdida de competitividad de la economía nacional.

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a la discusión sobre la necesidad de acordar una agenda mínima de reformas, una especie de blindaje institucional que tiene, al menos, dos interpretaciones. La primera, por efecto del cuestionado proceso presidencial del 2006, se restringe al ámbito electoral con el único y urgente propósito de detener el deterioro de las condiciones de gobernabilidad del país. La segunda, más amplia, incluye una agenda acotada de cambios estratégicos a la estructura institucional con el ob-jetivo —se argumenta— de desencadenar nuevas reformas que impacten en el rendimiento gubernamental (Castañeda, 2004; Valadés, 2003; Sartori, 2003). En todo caso es una discusión que no se contrapone, pues ambas se circunscriben en la lógica de cambios graduales e incrementales que buscan hacer más gobernable la incipiente democracia mexicana.

El objeto de este trabajo es dar cuenta de las propuestas de rediseño de las instituciones que regulan la relación entre los poderes ejecutivo y legislativo, pues una adecuada configuración de estas reglas puede mejorar la eficacia decisional y, al mismo tiempo, limitar en lo posible la probabilidad de conflicto y mutuo blo-queo que potencialmente puede surgir entre las ramas del poder político.151 Por tanto, y porque es posible circunscribirlo en el enfoque minimalista, cabe aclarar que cualquier reforma parcial —como las que aquí se proponen— no tendrá el impacto esperado si no es desde una perspectiva integral, es decir, a partir de una profunda revisión al arreglo institucional vigente.

Con esta finalidad, aquí se da seguimiento a aquellos temas de la agenda minimalista —relativos a las instituciones que regulan la relación entre las ramas del poder político— que pueden establecer una mejor distribución de los poderes constitucionales entre los poderes ejecutivo y legislativo, de modo que resulte funcional para la acción de gobierno. El propósito es reducir los mecanismos institucionales de bloqueo, sin detrimento de la pluralidad política o de favorecer artificialmente el predominio de alguno de los dos poderes, en los términos de Diego Valadés: “transformar la estructura del poder no significa debilitar a uno o a todos sus órganos sino racionalizar [su] ejercicio”.152 Son propuestas de reformas que buscan garantizar relaciones más simétricas entre el ejecutivo y legislativo, construir un nuevo equilibrio institucional a partir de instrumentos que acen-túen los rasgos democráticos de ambas ramas del poder y limiten las tensiones que favorecen la parálisis gubernamental o legislativa. Siguiendo a Valadés (2002: 677): “el equilibrio [institucional] requiere de mecanismos eficaces que permitan controlar, sin bloquear, el ejercicio del poder que corresponde a cada órgano […], en el que ninguno puede excederse sin que alguno de los otros actúe para corregir el exceso, pero en el que tampoco ninguno pueda omitir el cumplimiento de sus

151 Aunque también se reconoce que no existe una garantía institucional, universal e infalible, como para que cualquier tipo de gobierno funcione eficazmente.

152 “El concepto de racionalidad hace inoperante la disyuntiva constitucional entre gobierno fuer-te o débil. Es una categoría diferente, conforme con la cual el baremo para medir la eficacia del gobierno no guarda relación con la mayor o menor fuerza de la institución, sino con la mayor o menor racionalidad con que la institución funciona” (Valadés, 2002: 678).

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funciones sin que otro lo incite a hacerlo”. Como se aprecia, esto no significa ale-jarse del esquema de frenos y contrapesos sino de adaptar el diseño institucional mexicano a las nuevas condiciones de pluralidad y exigencias de eficacia decisoria, esto sin alterar las condiciones de equilibrio y control institucional.

2.1 Los poderes legislativos

Siguiendo la clasificación adoptada en la segunda parte del trabajo, se abor-dan primero las adecuaciones a los mecanismos de control del Congreso respecto de las acciones del poder ejecutivo, fundamentalmente en tres ámbitos: el control de legislación, el control presupuestal y el control político.

a) Control legislativoEl sistema de comisiones legislativasDe acuerdo con la Ley Orgánica del Congreso (loc, artículo 39 numeral 1),

las comisiones legislativas son aquellos órganos constituidos por el pleno de cada cámara, que a través de la elaboración de dictámenes, informes, opiniones o reso-luciones, contribuyen a que el Congreso cumpla sus atribuciones constitucionales y legales. Especialmente, la de traducir las demandas sociales en políticas públicas, a través de su expresión normativa, y la de servir de contrapeso a los otros poderes del Estado.

Es ampliamente aceptado que el trabajo más importante en una legislatura se lleva a cabo en las comisiones legislativas. En esta instancia se produce el mayor juego político; en donde se dictamina, modifica y decide sobre las iniciativas que eventualmente serán discutidas por el pleno de la cámara correspondiente. Pero, resultan sorprendentes las limitaciones normativas que en materia de control, eva-luación y fiscalización de las acciones de gobierno tienen las comisiones del Con-greso mexicano. Esta situación deja un amplio margen de influencia y control a los líderes de los grupos parlamentarios, incluso por encima de los responsables de las comisiones. Finalmente, la concentración de las decisiones parlamentarias y las limitaciones normativas deberán ser revisadas para mejorar el trabajo legislativo de todos los representantes.

Fortalecer la dinámica legislativa en comisiones, supone dotarles de autono-mía en el trabajo legislativo que desarrollan y, de ser posible, en el aspecto finan-ciero; otorgarles facultades de investigación en todos los ámbitos de la administra-ción pública federal (centralizada, descentralizada y paraestatal), para que puedan solicitar la opinión e información por escrito de sus miembros sobre temas de su competencia y acceder a la documentación de estas instancias; garantizar que el resultado de las investigaciones de estas comisiones no se concrete a informar al ejecutivo, como actualmente sucede, sino que se ejerciten las acciones y respon-sabilidades del caso; dotarlas de una estructura profesional que agilicen su fun-cionamiento; regular el trabajo de las comisiones durante los recesos legislativos; y, finalmente, clarificar los mecanismos de coordinación entre las comisiones de ambas cámaras cuando se reúnan en conferencia (Córdova, 2004: 94: Muñoz

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Ledo, 2001: Galaviz, 2003: ). En síntesis, eficientar el sistema de comisiones del Congreso mexicano, significa fortalecer la creación legislativa y el control de las acciones de gobierno.153

A pesar de que realizar estas reformas es competencia exclusiva de cada una de las cámaras, y no está sujeta al veto presidencial,154 forman parte de la agenda de cambios legislativos asociados a la relación entre poderes.

Tratados internacionalesLos tratados internacionales son, cada vez más, un aspecto íntimamente aso-

ciado al proceso legislativo, pues, tienen consecuencias normativas en la legisla-ción interna. Cabe distinguir los tratados de los acuerdos externos, el primero de éstos consiste en arreglos internacionales que firma el presidente y que requieren la aprobación del Senado; mientras que por el segundo se refiere a aquellos con-venios que celebran alguna entidad de la administración pública federal, estatal o municipal, con un gobierno extranjero, o con un organismo internacional regido por el derecho internacional (Muñoz Ledo, 2001: 267).

La creciente actividad legislativa internacional y la magnitud de asuntos acerca de los cuales se regulan procesos nacionales a través de acuerdos internacio-nales es muy extensa. Más allá de los ámbitos tradicionales de política exterior, los temas más relevantes son los acuerdos de libre comercio, cooperación económica, derechos humanos y medio ambiente. Los tratados constituyen una fuente de derecho que progresivamente se amplía en cuanto a sus contenidos, ya que en virtud de las cláusulas de recepción constitucional, las normas internacionales se integran al ordenamiento interno (Valadés, 2003: 93).

Estos procesos, sin embargo, no están suficientemente regulados por los ór-ganos de representación. En el pasado reciente, al menos hasta 1997, la hegemo-nía presidencial sobre el Congreso y el proteccionismo comercial, así como los vacíos constitucionales en esta materia (artículos 15, 18, 73 y 133) limitaron la participación del Senado en los acuerdos y convenciones internacionales; es reco-nocido que pocas veces los senadores hicieron observaciones o rechazaron algún tratado por no reunir los requisitos constitucionales.

153 En esta cuestión, la dinámica del trabajo de los comités legislativos en el Congreso de Estados Unidos, sería un buen modelo a seguir, con las singularidades del caso, por supuesto. Es notable el grado de autonomía que gozan las comisiones parlamentarias estadounidense, respecto de los dirigentes de los partidos —resultado que se asocia a la vigencia de la reelección legislativa en este país— de las mayorías congresionales y hasta del presidente, de modo que son un factor determinante en la toma de decisiones; además, tienen un alto grado de especialización; están facultadas para celebrar audiencias, deliberaciones y decidir sobre los asuntos a su cargo (Cór-dova, 2004: 82).

154 Las facultades de control legislativo respecto a la gestión, control y evaluación de los poderes de la Unión y de los demás entes públicos estatales, se fundamentan en la fracción xxiv del artículo 73 constitucional (Mora-Donatto, 2002: 409). La legislación ordinaria que las regula se establecen en la Ley Orgánica del Congreso.

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Con la apertura económica y la democratización del régimen político se im-pone la necesidad de actualizar el cuestionable marco institucional que regula la celebración de tratados (la Constitución y la ley para la celebración de tratados), entre las que sobresalen: fortalecer las limitadas facultades del Congreso en política exterior, económica y comercial; revisar el cumplimiento de las obligaciones inter-nacionales del país y su incorporación al orden jurídico positivo; articulando todas las cuestiones relativas a la celebración de tratados en un solo capítulo de nuestra ley fundamental, tal como lo tienen la mayoría de las constituciones modernas; también, sin modificar la fracción xxx del artículo 73 constitucional, se recomienda legislar sobre una nueva ley que regule los tratados, incorporando en ella los princi-pios y criterios fundamentales que normen la negociación de acuerdos económicos y comerciales; facultar al Congreso para estudiar el impacto de los tratados y hacer recomendaciones al ejecutivo; incluir procedimientos de consulta popular de los tratados que incidan en materias que afecten a la ciudadanía; además de otros deta-lles de implementación, interpretación y competencias de las ramas del poder po-lítico. Otra propuesta, que es necesario resaltar, consiste en facultar a la Cámara de Diputados para aprobar los tratados internacionales, al menos en aquellas materias que por su naturaleza afectan sus ámbitos de participación constitucional, particu-larmente en materia económica y comercial. El argumento es consistente: “no se justifica satisfactoriamente la exclusión de la Cámara de Diputados, en su carácter de representación nacional, del proceso de aprobación de instrumentos internacio-nales que inciden en materias en las que posee facultades exclusivas o compartidas con la colegisladora” (Muñoz Ledo, 2001: 257).

El factor externo, sin duda, ha sido y seguirá siendo una importante fuente de cambios a la estructura institucional nacional. Muchos de los ámbitos de la política nacional, en materia económica, democrática, seguridad y de derechos humanos, no se pueden explicar sin su relación con los tratados y acuerdos inter-nacionales que los gobernantes mexicanos han pactado con organismos y países extranjeros. Por ello resulta de fundamental importancia insistir en reformar las reglas que intervienen en este proceso, particularmente en lo relativo a las faculta-des de legislación y control que tiene el Congreso.

Ampliar la facultad de iniciativaEs muy frecuente la opinión de ampliar constitucionalmente la facultad de

iniciar leyes. Esto, como una forma de incorporar a más actores al proceso legis-lativo, tradicionalmente centralizado en los partidos políticos representados en el Congreso, el gobierno y las legislaturas locales. Las propuestas se centran en dos dimensiones: una, que se circunscribe a la relación entre poderes, propone otorgar esta facultad al pleno de ministros de la scjn, tratándose únicamente de la Ley Orgánica del Poder Judicial; y otra, que va más allá de los órganos de poder y del principio de la representación política, plantea otorgarla a grupos de ciudadanos que sumen algún porcentaje mínimo (por ejemplo, uno por ciento) del padrón electoral (Galaviz, 2003: 245).

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Ampliar la facultad de iniciativa a un mayor número de actores políticos es una práctica que han venido adoptando algunos países latinoamericanos: Perú, Ecuador, Nicaragua y Guatemala, pero sin limitar la facultad legislativa de su aprobación, pues, en ningún caso se obliga al poder legislativo a tratar sus proyec-tos, aprobarlos o modificarlos. En principio, este cambio es positivo, en tanto, no modifica la esencia de la función de crear leyes atribuida al legislativo y, al mismo tiempo, incorpora al ámbito de las propuestas de modificaciones al statu quo a nuevos actores. No obstante, nada parece garantizar que las iniciativas originadas desde ámbitos distintos a los tradicionales sean traducidas normativamente. De modo que parece tener un efecto más bien simbólico en el proceso legislativo.

Flexibilizar el monopolio partidista o gubernamental de iniciar leyes, dando a más actores esta facultad, no es relevante si no se traduce en producción legislativa. Por lo que si se amplía, o no, esta potestad a otras instancias y actores no tendrá un impacto relevante en la modificación del statu quo. Aunque, por otra parte, sí parece limitar la propia función representativa de los partidos políticos, como agre-gadores de intereses y demandas que requieren su expresión normativa. Lo mismo se puede argumentar en el caso de dotar al poder judicial de esta facultad en la re-gulación de su propio funcionamiento, pues, sólo serán los legisladores y ejecutivo quienes habrán de aprobarlas o rechazarlas, bajo el proceso legislativo vigente.

En síntesis, estas propuestas no parecen ser relevantes para mejorar el proce-so decisional, aunque pueden ampliar su legitimidad, al incorporar a más actores al proceso legislativo, si acaso avanzan las iniciativas así presentadas.

b) Control presupuestal: Modificaciones al proceso presupuestarioLa tributación y el gasto público constituyen “los únicos aspectos de la ac-

tividad del Estado constitucional democrático que corresponde exclusivamente a los órganos de representación”. El proceso presupuestal responsabiliza a los acto-res institucionales, directa y permanentemente, de la forma como se definen las políticas públicas y de gasto (Gutiérrez, 2001: 22). De ahí que sea el proceso más sensible en la relación entre los poderes estatales.

Normativamente, el Presupuesto de Egresos de la Federación, pef, junto a la Ley de Ingresos, forma parte del paquete económico que anualmente el eje-cutivo debe someter a la aprobación del Congreso (artículo 74). De acuerdo a la Ley de Presupuesto, Contabilidad y Gasto público Federal, en sus artículos 2 y 15, el pef establece las erogaciones por concepto de gasto corriente, inversión física, inversión financiera, así como pagos de pasivo o deuda pública, y por concepto de responsabilidad patrimonial que realizan las diferentes unidades de gobierno durante un ejercicio fiscal (del 1º de enero al 31 de diciembre). Tanto los ingresos como los egresos “son dos de los principales instrumentos de con-trol que poseen los parlamentarios frente a la autoridad ejecutiva. Se trata del “poder sobre el bolsillo”, que se traduce en la capacidad del órgano legislativo para incidir sobre los programas públicos mediante los tipos y montos del gasto gubernamental, y es un valioso mecanismo para dar dirección a los impuestos en su carácter recaudatorio o redistributivo” (Casillas, 2005: 5).

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La regulación constitucional de los temas relativos al manejo de los re-cursos fiscales (ingreso, asignación de partidas para el gasto y control del gas-to) refleja con mucha claridad el grave problema de la indeterminación de las competencias, los alcances y limitaciones, que en esta materia tienen los po-deres ejecutivo y legislativo. El proceso de elaboración, presentación, análisis y aprobación del Presupuesto de Egresos de la Federación, pef, es uno de los temas donde se registra un mayor rezago institucional, situación que bajo el contexto de gobiernos divididos eventualmente se puede traducir en una rela-ción más conflictiva entre los poderes del Estado. Gutiérrez (2001: 13) precisa los problemas vinculados a este cuestionable diseño normativo:155

La falta de conexión entre el presupuesto y los planes de gobierno, el tiempo (muy limitado) con que cuenta el legislativo para analizar la propuesta del ejecutivo, el carácter sorpren-dentemente unicameral del proceso, el aislamiento del sistema especializado de comisiones permanentes del proceso decisorio intracameral, la naturaleza administrativa y no legal del presupuesto, la oscuridad con que la norma fundamental aborda el tema del veto presiden-cial en la materia presupuestal y a la procedencia de que dicho veto fuese total o parcial, la indefinición constitucional respecto de la posibilidad de introducir reformas al presupuesto ya aprobado y en vigor, la pertinencia de establecer un mecanismo constitucional de recon-ducción presupuestal en caso de que se presente una parálisis institucional entre poderes.

Estos vacíos constitucionales son, cada vez más, evidentes a partir de que se modificó la hegemonía presidencial sobre el Congreso en 1997. Cuando la Cá-mara de Diputados empezó a asumir sus atribuciones en el proceso presupuestal —análisis, discusión, aprobación y modificación del presupuesto—, se mostraron las insuficiencias institucionales de este diseño para promover el acuerdo legislati-vo y evitar situaciones de parálisis institucional.

A pesar del limitado marco institucional, durante los primeros años fiscales bajo gobiernos divididos (1998-2004) no se produjeron disensos fundamentales entre los actores políticos que pusieran en riesgo la aprobación presupuestal156 (véase cuadro 4). Legisladores y ejecutivo habían mantenido, no sin dificultades, la certidumbre presupuestal al menos hasta el año 2004. Como se argumentó antes, el primer conflicto trascendente entre este órgano y el ejecutivo sobrevino a partir de que la mayoría opositora en la Cámara de Diputados modificó el pef del 2005,157 sin la participación del partido del presidente, pan, el veto ejecutivo puso

155 Probablemente el texto que, desde una perspectiva histórica y comparada, mejor contribuye al debate respecto al tema de las reformas al proceso presupuestario en México.

156 La puntual definición en torno al gasto público ha hecho posible, en parte, la ausencia de pa-rálisis institucional en México, al menos en la esfera mínima necesaria. Para Alonso Lujambio (2004: 23) esto “explica en buena medida que la clase política no haya iniciado formalmente y con profundidad un debate sobre la reforma más o menos profunda a la Constitución. Si la cosa funciona básicamente, ¿para qué cambiarla?”.

157 En julio del año 2004 entró en vigor la reforma al artículo 74 de la Constitución que otorga a la Cámara de Diputados la facultad de modificar el presupuesto; además de modificar las fechas de entrega del paquete económico (Ley de Ingresos y pef ) por el ejecutivo al Congreso (del

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en riesgo la continuidad presupuestal de aquellos programas cuyos montos fueron reasignados por los legisladores (aproximadamente el 1% del pef ). La Corte no definió la ambigüedad normativa que originó la controversia constitucional inter-puesta por el ejecutivo.

El debate en torno al diferendo presupuestal, más allá de los dos temas centrales que se discutieron en esta controversia (el veto ejecutivo en materia presupuestal y los alcances y limitaciones de los diputados para modificar el presupuesto), mostró la urgencia de una reforma que limite al máximo la incer-tidumbre institucional de este proceso. “Un nuevo planteamiento en cuanto a la intervención del Congreso en la elaboración del presupuesto, con un conjunto de nuevas reglas que auspicien una relación más simétrica con el gobierno”, que establezca mecanismos de emergencia para el caso de que el presupuesto no llegue a estar aprobado al iniciarse el año (Gutiérrez, 2001: 173). Cabe advertir, que el rediseño institucional del proceso presupuestal no significa eliminar la probabilidad de conflicto, pues el presupuesto es, sobre todo, un instrumento de intercambio político, donde el presidente, los diputados y los partidos bus-can resolver problemas básicos, cumplir compromisos de campaña y atender clientelas para ganar nuevos adeptos e impulsar las políticas que eventualmente tendrán una incidencia electoral, de ahí que la negociación en torno a las asig-naciones del gasto público suponga una continua tensión entre los actores polí-ticos por incidir en la orientación de las políticas públicas mediante las partidas del gasto gubernamental (Casillas, 2005: 6).

Parece haber cierto consenso en relación a un conjunto de modificaciones al arreglo institucional que regula el ámbito presupuestal, y que modifican de ma-nera importante la relación entre estos poderes. En seguida, se describen aquellas medidas que se consideran de mayor relevancia (Gutiérrez, 2001; Muñoz Ledo, 2001: 196; Elías Galaviz, 2003: 207):

a) Establecer un mecanismo constitucional de reconducción presupuestal, precisando que en caso de que el presupuesto no sea aprobado dentro del perio-do establecido continuará vigente aquél aprobado para el ejercicio fiscal anterior. Entre las distintas modalidades de reconducción algunas propuestas se limitan a un número reducido de rubros que se consideren como indispensables —deno-minados gastos obligatorios—,158 en tanto se apruebe el presupuesto para el año correspondiente; mientras que en otras se plantea extender la totalidad del presu-

15 de noviembre al 8 de septiembre) y aprobación, del 15 de diciembre al 15 de noviembre, excepto cuando es el primer año de gobierno se impone como fecha límite el 15 de diciembre para presentar la iniciativa (el nuevo gobierno entra en funciones el 1 de diciembre) y hasta el 31 para aprobarla (dof, 30 de julio de 2004).

158 Entre los denominados gastos obligatorios, Andrade (2002: 16) cita los siguientes: el gasto corriente; las remuneraciones de los servidores públicos; las obligaciones contractuales cuya suspensión implique responsabilidades y costos adicionales, incluyendo las correspondientes a la inversión pública; el pago de la deuda pública y los adeudos del ejercicio fiscal anterior; y las erogaciones determinadas en cantidad específica en las leyes.

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puesto del año anterior y, además, que ese presupuesto sea ajustado al incremento del índice nacional de precios.

b) En materia del veto ejecutivo, hasta antes del resultado de la contro-versia constitucional en torno al pef de 2005, se habían hecho planteamientos para revisar la improcedencia del veto y/o reglamentarlo. Como resultado de la decisión de la scjn, de reconocer al ejecutivo el derecho de veto al presupuesto de 2005, se requiere incorporarlo a la Constitución, precisando si la naturale-za de este veto es parcial o total, preferentemente adoptarlo como veto total. Asimismo, especificar que el presidente no posee un “veto de bolsillo”, para el caso de que no haya ejercido su facultad de veto. Dado que la promulgación es un requisito formal de validez de una norma, sin la cual no puede ser aplicada, se discute también la idea de dotar al Congreso de un mecanismo de publica-ción del presupuesto, para no trasladar dicho procedimiento a una controversia constitucional; esta propuesta, sin embargo, se considera a la lógica de inter-penetración parcial entre poderes, por lo que sería más funcional especificar la responsabilidad del presidente en caso de que omita publicar el decreto presu-puestal. Por último, es necesario precisar el procedimiento en caso de que el Congreso no supere el veto presidencial, pero no atienda las observaciones del ejecutivo.

c) En lo que cabe a los ajustes al presupuesto, una vez que ha sido aprobado y en vigor, se debe reglamentar la posibilidad de que los legisladores participen en el ajuste de las partidas presupuestales; esto para limitar la discrecionalidad del ejecutivo en la reasignación presupuestal cuando los ingresos sean superiores o menores a lo proyectado.

d) Eliminar el excepcional procedimiento unicameral del proceso presu-puestal, facultando al Senado de la República para que participe en su análisis y aprobación, reformar la fracción vi del artículo 73 constitucional a fin de señalar como facultad del Congreso el examen, discusión y aprobación del pef; además, explorar la posibilidad de que el proyecto presupuestal sea primeramente dicta-minado por comisiones de ambas cámaras en conferencia. Esta disposición haría procedente el veto presidencial, sin necesidad de reglamentarlo, como actualmen-te se requiere, pero haría de la aprobación presupuestal un complicado mecanis-mo supramayoritario, en el caso de que el Senado tenga una mayoría diferente a la Cámara baja.

e) Que las comisiones legislativas de la Cámara de Diputados, y en su caso del Senado, en coordinación con la Comisión de Programación, Presupuesto y Cuenta Pública, realicen reuniones durante el año anterior a la presentación del presupuesto con la oficina gubernamental correspondiente; además de asignar a estas comisiones la función de control evaluatorio del gasto público, y no sólo a la Entidad Superior de Fiscalización.

f ) Respecto al plazo para la deliberación legislativa del presupuesto, aún cuando se amplió en julio del año 2004, se puede explorar la opción de modifi-car el calendario del ejercicio presupuestal (por ejemplo del 1º de mayo al 30 de abril), para que el proyecto de presupuesto sea remitido al Congreso desde el pri-

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mer periodo ordinario y sea aprobado durante el segundo periodo.159 Cuando se trate de un cambio de administración, el proyecto podría ser enviado al Congreso al inicio del segundo periodo ordinario.

g) Clarificar la naturaleza jurídica del presupuesto, atribuyéndole, como la mayoría de los sistemas constitucionales, la naturaleza de ley; con todas las impli-caciones que esto traería en materia de veto presidencial y de procedimiento, así como la participación de la scjn, cuando sucediera el caso de una controversia constitucional.

h) Y en cuanto a la orientación del gasto público, aunque en algunos casos se recomienda incorporar a la Constitución montos específicos de gasto, Jerónimo Gutiérrez (2001: 162) argumenta que ello limitaría la facultad de los representan-tes de orientar con sus decisiones los programas públicos. En todo caso, sería más adecuado introducir estos compromisos en la legislación ordinaria, pero limitado a ciertos sectores, de modo que los representantes se responsabilicen directa e in-tegralmente de cuánto y cómo se gasta.

Lo más importante de estas modificaciones es que buscan limitar la incer-tidumbre sobre el riesgo de que se inicie el ejercicio fiscal sin un presupuesto aprobado por el Congreso, estableciendo las alternativas que se han de seguir ante un eventual conflicto entre poderes. Además, permitirían la participación de todos los representantes en la aprobación y eventual ajuste presupuestal, y que no haya restricciones para alguno de los actores participantes en la determinación del gasto.

c) Control políticoJefe de Gabinete y ratificación de los secretarios de despacho La tendencia concentradora y autoritaria del gobierno presidencial en Amé-

rica Latina, simbolizada por el ejercicio personal del poder, se ha venido atenuan-do con los procesos de democratización de los regímenes políticos. Siguiendo la vía de la desconcentración del poder, algunos experimentos constitucionales en esta región han avanzando paulatinamente hacia la delegación de funciones de gobierno y de administración; así como incrementando el número de funciona-rios ratificados por el Congreso.

1. Sobre el primer caso, con el propósito de flexibilizar la rigidez de los re-gímenes presidenciales, a través de mecanismos de tipo parlamentario, se ha pro-puesto incorporar una figura intermedia entre el ejecutivo monista y el colectivo congresional, en cuya designación participen ambas instancias. Así, diversos países han innovado instituciones con el fin de armonizar los intereses gubernamentales

159 Conforme a la Ley Orgánica del Congreso vigente (artículo 4, numeral 3), el primer periodo ordinario de sesiones inicia el 1º de septiembre y concluye como límite el 15 de diciembre, ex-cepto en el año que inicia su encargo el presidente de la República que puede terminar hasta el 31 de diciembre. El segundo periodo ordinario inicia el 1º de febrero y puede concluir hasta el 30 de abril. Las dos cámaras acordarán, en su caso, el término de las sesiones antes de las fechas indicadas. Si no estuvieran de acuerdo, el presidente resolvería el cierre de las sesiones.

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y legislativos; bajo las premisas de fortalecer la función legislativa de control polí-tico, superar los problemas de coordinación al interior del gabinete presidencial y reducir la concentración de facultades del presidente. Algunos de estos ejemplos son: Jefe de Gabinete (Argentina), Presidente del Consejo de Ministros (Perú), Ministros Coordinadores (Chile), Vicepresidente (Guatemala y Nicaragua), Vi-cepresidente Ejecutivo (Venezuela) y Consejo de Ministros (Uruguay), (Valadés, 2003: 32).

En el caso de México, dados los evidentes problemas de coordinación al in-terior del gabinete presidencial y el deterioro de las relaciones entre el presidente y el Congreso, la mayoría de los documentos aquí consultados recomiendan la introducción de una figura de esta naturaleza; incluso, los principales partidos políticos representados en el Congreso pri, pan y prd han presentado sendas iniciativas —con diferencias, por supuesto— para adoptarla constitucionalmen-te. De acuerdo con Galaviz (2003: 248), esta institución sería “responsable de conducir todas las relaciones del ejecutivo federal con los poderes de la Unión y los órdenes de gobierno, así como de coordinar el buen funcionamiento de la administración pública federal”. Diego Valadés (2003: 101), uno de los animado-res más fuertes de esta propuesta, afirma que ésta canalizaría institucionalmente “las tensiones que suelen acumularse a lo largo de un sexenio […], en tanto que se abriera la posibilidad de hacer ajustes en la integración de un gabinete en los términos propuestos”.

Ésta, como es de esperar, no es una propuesta uniforme, pues en algunos casos sólo se prevé la simple ratificación por parte del Congreso, un funcionario designado y removido por el presidente, pero ratificado por una de las cámaras del Congreso (Valadés, 2003); mientras que en otros casos, se plantea equipararla al Jefe de Gobierno de un régimen parlamentario, es decir, con responsabilidad política ante el legislativo (Castañeda, 2004; Álvarez, 2002). La figura de jefe de gobierno no parece viable ni funcional, al menos en el corto plazo, pues, implica abiertamente el cambio en la forma de gobierno; en el plano político, difícilmente se vislumbra un acuerdo en tal sentido. Además, el debate por la adopción del parlamentarismo en América Latina ha ilustrado las dificultades de su implemen-tación.

El hecho político de que el Congreso apruebe el nombramiento presidencial de una figura intermedia tiene, para sus promoventes, ventajas relevantes, parti-cularmente la de facilitar la cooperación política entre el Congreso y el gobierno; de modo que los legisladores tendrían en esta institución una interlocución po-tencialmente menos conflictiva para negociar beneficios importantes, sobre todo en materia presupuestal; en tanto que el ejecutivo podría mejorar la coordinación de su gabinete y fortalecer su relación con el Congreso (Valadés, 2003: 101; Mu-ñoz Ledo, 2001: 173). Así, sin alterar sustancialmente el esquema presidencial, se obtendría un equilibrio más distributivo.

Los efectos de incorporar esta figura al entramado institucional, son, no obs-tante, inciertos. Al menos en el plano político-institucional, nada garantiza que el carácter multipartidista del Congreso produzca acuerdos consensuados entre

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todos los actores partidistas y el gobierno en torno a su designación, tal como sucede con numerosas iniciativas. Falta, por un lado, un debate más amplio que incorpore las experiencias de los países que han adoptado esta institución; y, por otro, moderar las excesivas bondades atribuidas a esta figura, pues ningún cambio institucional sustituirá la eficacia y la responsabilidad de los actores políticos para generar acuerdos.

2. En otro punto, relativo a la intervención del poder legislativo en la desig-nación de funcionarios del gabinete presidencial, se han hecho propuestas para ampliar el número de funcionarios cuyo nombramiento sea ratificado por el Se-nado de la República, incluso algunos proponen que sean todos los miembros del gabinete (Galaviz, 2003; Muñoz Ledo, 2001). Hasta el periodo aquí estudiado, sólo son sujetos de ratificación el procurador general de la República, agentes di-plomáticos, mandos superiores de las fuerzas armadas y empleados superiores de hacienda (artículo 89 y 76). Cabe esperar que el hecho de que un mayor número de funcionarios requieran el visto bueno legislativo, esté vinculado a la propuesta de adoptar la figura de jefe de gabinete. Si esto no sucede, lo más probable es que se incorporen al sistema de ratificación legislativa a algunos funcionarios impor-tantes como los secretarios de Relaciones Exteriores y de Hacienda.

Éstas modificaciones a la designación del gabinete presidencial, aunque pro-mueve un mayor debate en torno a las figuras que han de ser designadas, no ten-drá un impacto positivo en el proceso decisional, sí, ya designados, el legislativo no tiene atribuciones para destituirlos por problemas en su desempeño.

Responsabilidad política y sustitución presidenciala) El presidencialismo tiene como una de sus características básicas la no

responsabilidad política del titular del poder ejecutivo ante el Congreso. En el caso del presidente mexicano esta disposición es aún más restrictiva, pues sólo puede ser acusado durante su encargo por traición a la patria y delitos graves del orden común, que difícilmente pueden ser tipificados (artículo 108). Diversas propuestas recogidas en Muñoz Ledo (2001: 188) y Galaviz (2003: 183) propo-nen reformas constitucionales para que el presidente de la República pueda ser sujeto de responsabilidad política en el caso de faltas graves a la Constitución; y, asociado a ello, establecer un mecanismo automático para la designación del pre-sidente sustituto, que genere certidumbre institucional, en caso de falta absoluta del presidente en funciones.

b) El sistema de sucesión presidencial (artículo 84), para cubrir la falta ab-soluta del presidente, no permite el nombramiento rápido de un sucesor. Esto genera un riesgo de crisis política-institucional que es necesario evitar. Bajo las nuevas circunstancias de pluralidad política es posible que no se alcance un acuer-do legislativo para nombrar al presidente sustituto. Por ello, se ha propuesto ade-cuar el mecanismo de sustitución presidencial a través de dos procedimientos: uno automático y otro provisional. En el primer caso se definiría constitucional-mente al sustituto, que pudiera ser el presidente de la Suprema Corte de Justicia, el presidente de alguna de las dos cámaras del Congreso, creando la figura de un

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160 El vicepresidente estadounidense es electo en la misma planilla junto con el presidente. “Histó-ricamente, el vicepresidente ha tenido una función de segundo plano, sin un peso político rele-vante”, entre sus escasas funciones sustituye automáticamente al presidente en caso de ausencia total debida a remoción, muerte o renuncia (Aguirre, 1999: 16).

161 Mientras perduró el régimen político posrevolucionario, se pensaba que sólo bastaba con que se respetaran los preceptos constitucionales para que las instituciones funcionaran adecuada-mente, de ahí que estuviera ausente del debate público el funcionamiento —y eventual trans-formación— de las instituciones políticas del país. Aunque muchos de los problemas políticos y sociales en México provenían de la no aplicación de la ley, las limitaciones institucionales no se podían advertir en tanto estuvieran vigentes las reglas no escritas del presidencialismo mexi-cano, las facultades metaconstitucionales del presidente, que se superponían con sus poderes formales.

vicepresidente, al modo estadounidense.160 En el segundo, se diseñaría “un pro-cedimiento para establecer una figura que ocupe la presidencia por un tiempo definido, así como una forma rápida y de consenso para elegir un sustituto perma-nente. En ambos procedimientos se propone precisar en la Constitución la figura de un presidente sustituto (automático o provisional) sin que medie un acuerdo congresional, lo cual puede disminuir la incertidumbre institucional, pues, con el actual procedimiento es posible una crisis de gobernabilidad, en caso de que los legisladores no se pusieran de acuerdo.

c) En lo que cabe a la responsabilidad de los servidores públicos, como casi todo el entramado institucional, las reglas que regulan el juicio político y declara-ción de procedencia adolecen de lagunas e imprecisiones que provocan conflicto de interpretación y dudas de procedimiento. Para clarificar este proceso se ha pro-puesto la necesidad de incorporar al marco constitucional y legal (la Ley Federal de Responsabilidades de los Servidores Públicos) “procedimientos perfectamente diferenciados y ágiles” en esta materia; además de revisar las facultades de la sec-ción instructora de la Cámara de Diputados para la declaración de procedencia; y establecer que no es el Ministerio Público sino “el juez de la causa quien solicite a la Cámara de Diputados la remoción de la inmunidad procesal penal del servidor público presunto responsable”; esto para que los juicios de procedencia tengan lugar hasta que el juez acredite la responsabilidad jurídica del inculpado (Muñoz Ledo, 2001: 189).

2.2 Los poderes ejecutivos

Iniciativa legislativaLa lógica del modelo de frenos y contrapesos es preservar el statu quo cons-

titucional, lo que hace del procedimiento legislativo para la creación de leyes un complicado proceso supramayoritario que dificulta hacer modificaciones al marco normativo. Siguiendo este sistema, los constituyentes mexicanos adoptaron aquel intrincado proceso de creación legislativa que se mantiene prácticamente inaltera-ble hasta nuestros días.161 Con los gobiernos divididos emergió un dilema central del proceso legislativo, y que vino a evidenciar las limitaciones institucionales de

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este procedimiento: la formación de acuerdos legislativos mayoritarios que den cauce a cambios a las “reglas del juego”. Es ampliamente aceptado que los proble-mas del país demandan cambios legislativos (mínimos o amplios), pero también que la estructura institucional vigente no facilita las transformaciones que se han ido proponiendo a lo largo de los últimos años. En este sentido, resulta necesario flexibilizar y agilizar el proceso de creación legislativa, incorporando una serie de instituciones que permitan mejorar el proceso decisorio, particularmente otor-gando al poder ejecutivo mayor participación en la determinación de las decisio-nes políticas, expresadas normativamente en la iniciativa de ley.

a) La propuesta más relevante es la “iniciativa legislativa de urgencia”, espe-cialmente para algunos temas de la agenda nacional, previamente establecidos. Esta medida, tal como existe en algunos países latinoamericanos (Brasil, Chile, Ecuador, Nicaragua, Paraguay, Perú y Uruguay), es una modalidad de la llamada “guillotina legislativa francesa” y consiste en que el poder legislativo estaría obli-gado a dictaminar —modificando, planteando una alternativa distinta o aproban-do— ciertas iniciativas presidenciales en un periodo de tiempo determinado, de no hacerlo así éstas automáticamente se convierten en ley. No obstante, los resulta-dos esperados de esta medida dependen de la capacidad de enmienda del Congreso y del método de aprobación de la iniciativa presidencial.

Si la iniciativa presidencial puede ser modificada libremente por el Con-greso y su aprobación requiere de un voto afirmativo de los legisladores (Brasil, Chile, Nicaragua y Perú), cabe esperar que el resultado no difiera demasiado del obtenido con un procedimiento legislativo ordinario. Sólo ocurrirá que los le-gisladores estarán obligados a dictaminar temas prioritarios para el ejecutivo. En cambio, cuando los legisladores carecen de la capacidad de modificar la iniciativa presidencial y ésta se considera aprobada en caso de ausencia de decisión en el Congreso (lo que se conoce como aprobación tácita), puede otorgar al presidente un excesivo poder de agenda, pues, basta la ausencia de suficiente oposición en la legislatura para que la propuesta sea aprobada, aunque no exista una mayoría legislativa de apoyo.

De este modo, los papeles se invierten en comparación con el procedimiento legislativo ordinario sometido a veto presidencial; el Congreso se convierte ahora en propiamente “reactivo”, ya que la restricción de enmienda obliga a los legisla-dores a elegir entre el statu quo inicial y la iniciativa de ley, es decir, una especie de poder de “veto total” de la propuesta presidencial, al igual que ocurre con las op-ciones del presidente en el proceso ordinario (Colomer y Negretto, 2002: 102).

El trámite legislativo preferente, constituye un fuerte incentivo para la co-operación entre los actores políticos con poder de veto, pero sólo en la medida en que la legislatura sea capaz de introducir enmiendas libremente, incluso com-binado con la regla de aprobación tácita, pues, obliga a legisladores y ejecutivo a tomar cualquier decisión respecto a temas considerados, anticipadamente, como de urgente resolución (Galaviz, 2003: 249; Carbonell, 2005).

b) La Constitución otorga al poder ejecutivo la facultad de emitir decretos regulatorios de la legislación vigente (artículo 89 fracción i). Esta regla, aunque

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relevante, tiene mucho menos poder respecto a los llamados decretos de conte-nido legislativo o “decretos de urgencia”, como los establecen las constituciones de Argentina, Brasil y Colombia (Colomer y Negretto, 2002: 104; Mainwaring y Shugart, 2002). A pesar de su aparente limitado poder, esta potestad es im-portante para el ejecutivo, pues, le abre la posibilidad de evitar al legislativo en temas polémicos, que generalmente suscitan posiciones y visiones distintas entre los actores políticos; a esto se suman los problemas de interpretación legal de la legislación.

Durante la época de hegemonía ejecutiva, el presidente mexicano hizo uso de esta facultad más allá del marco normativo, o apoyado en la ambigüedad del marco jurídico que regula este proceso, pues, incluso, llegó a emitir leyes bajo estas condiciones. Por ello, se proponen reformas que transparenten y mejoren el control legislativo de estos actos de gobierno, pues, los decretos de esta naturaleza terminan siendo el mecanismo ejecutivo para “saltar” las restricciones constitu-cionales en la regulación del sector energético, los derechos humanos y rendición de cuentas.

El propósito es que los reglamentos no excedan los términos ni los alcances establecidos en la ley; por ello, debe procurarse una redacción más precisa del texto constitucional, esclareciendo que esta facultad ejecutiva sólo podrá aplicarse para “satisfacer en la esfera administrativa la exacta observancia de las leyes”, así como de especificar las materias en que puede haber reglamentos autónomos o disposiciones generales autónomas. La pretensión es evitar posibles extralimita-ciones del poder ejecutivo en el ámbito de la creación de leyes, y de mejorar el control legislativo de los ámbitos de competencia potencialmente sujetos de de-cretos regulatorios. (Muñoz Ledo, 2001: 176; Galaviz, 2003: 218).

El vetoEl veto presidencial es un fuerte instrumento de control político, pensado

para contribuir a evitar desequilibrios en el ejercicio del poder político. Tiende a proteger al ejecutivo contra las tentativas del Congreso por cambiar el statu quo sin su aprobación. El ejercicio del veto total consiste en regresar al Congreso ini-ciativas que a juicio del presidente no mejoran el orden legal vigente, cualesquiera que sean los objetivos y motivaciones. Teóricamente, es considerado el principal contrapeso del presidente frente a eventuales excesos del legislativo, cuyo uso o amenaza de uso resulta fundamental para su defensa.

Como aquí se ha precisado, las normas que regulan el veto presidencial en México (artículo 72 constitucional) contienen lagunas e imprecisiones jurídicas que hasta hace pocos años no representaban riesgo alguno, debido al dominio presidencial sobre el proceso político. Con las nuevas circunstancias políticas de pluralidad y gobiernos divididos, la ambigüedad del ejercicio de esta facultad ejecutiva, tendencialmente se puede traducir en conflictos insalvables entre las ra-mas del poder político. Ante tal disyuntiva, siempre será mejor evitar el conflicto que esperar a que se presente, como es el caso de la recién concluida controversia constitucional por la ambigüedad del marco normativo en torno al veto ejecutivo

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en materia presupuestal. Aunque la scjn resolvió favorablemente al ejecutivo, estableciendo, con ello, que los poderes deben actuar con reciprocidad e inter-penetración parcial entre ellos, dejó sin precisar que sucedería en caso de que el Congreso no supere el veto presidencial. De cualquier modo, es necesario incor-porar al texto constitucional que el ejecutivo podrá hacer observaciones a las mo-dificaciones aprobadas por el Congreso o, en su caso, por alguna de las cámaras (Andrade, 2002: 13).

Igualmente, algunos especialistas recomiendan precisar la procedencia del veto presidencial cuando se trate de un proyecto de reforma constitucional, dado que los artículos 72 y 135 no señalan nada al respecto. Sin embargo, al tratarse de un proceso supramayoritario (mayoría calificada de dos terceras partes en ambas cámaras del Congreso y el 50% + 1 de las legislaturas estatales) el veto a enmien-das constitucionales estaría superado por anticipado, al exigir la misma cantidad de votos que en su momento se requirió para la aprobación de las reformas; con todo, es conveniente clarificar esta disposición, de lo contrario podrían sucederse nuevos conflictos interinstitucionales, como el multicitado tema presupuestal.

Es ampliamente aceptado que el presidente mexicano únicamente posee un veto total (si alguna resolución de la Corte no resuelve otra cosa), es decir, que sólo puede regresar en su totalidad el proyecto de reformas al Congreso para un nuevo dictamen. Esto ha llevado a definir al presidente mexicano como constitucional-mente débil, respecto a la mayoría de ejecutivos en América Latina.

Por ello, diversos especialistas han argumentado sobre la pertinencia de in-corporar mayores poderes de veto al ejecutivo; aunque, otros estudiosos conside-ran que la permanencia del veto, en los términos citados, es un arreglo razonable-mente equilibrado.

Sartori (2003: 233) y Ugalde (2002: 657), por ejemplo, argumentan sobre la necesidad de “mejorar y actualizar los tipos de veto que posee el presidente mexicano”; con el fin de fortalecer la presidencia democrática recomiendan dotar al ejecutivo poderes de veto parcial que le permitan sacar adelante las prioridades de su agenda gubernamental. Carbonell (2005) y Colomer (2002: 188), en cam-bio, arguyen a favor de moderar o mantener el poder del veto ejecutivo vigente en la constitución, en todo caso precisarlo. En línea con este argumento, lo más relevante es dar al ejecutivo poderes proactivos, como la iniciativa legislativa de carácter preferente, antes que fortalecer sus poderes reactivos, como lo es el veto.

En definitiva, queda perfectamente claro que la revisión del veto debe in-corporarse urgentemente a la agenda legislativa y, como concluye Carlos Ugalde (2002: 657), “cuanto antes, mejor”.

Publicación de la leyLa publicación de una ley en el Diario Oficial de la Federación es respon-

sabilidad exclusiva del ejecutivo (artículo 89 constitucional, fracción i), cons-tituye un requisito formal de validez, sin el cual la legislación no puede ser aplicada. Sin embargo, como se argumenta líneas antes, existen imprecisiones

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162 Una primera versión de este apartado fue publicado como artículo en el núm. 33 de la Re-vista Altamirano, Congreso del Estado de Guerrero, abril de 2007, pp. 13-26.

163 Durante la fase final de este trabajo, el Congreso mexicano aprobó una nueva reforma electoral, que atiende, en parte, algunos de los aspectos aquí tratados. Por tener un impacto relativamente menor a esta temática, se decidió dejar en los términos originales el reporte de la investigación.

164 La agenda de reformas electorales es muy amplia. Diversas propuestas están vinculadas con el fortalecimiento de la representación política; de las instituciones creadas (los institutos, conse-jos y tribunales electorales); con la creación de mecanismos de democracia directa (referendo, plebiscito e iniciativa ciudadana); y aquellas relacionadas con el desempeño institucional, que, en parte, aquí se ha seguido.

en cuanto a la posibilidad de que el presidente omita publicar una ley aprobada por el Congreso y, en su caso, haber superado el veto presidencial. Dado que el presidente mexicano no posee “veto de bolsillo”, está obligado a publicar una ley o regresarla al Congreso para un nuevo dictamen en su totalidad, aunque él estuviera de acuerdo en algunas partes de la iniciativa aprobada. En caso de que el legislativo supere el veto presidencial, es decir, logre una mayoría calificada, la legislación se deberá publicar. Pero, no siempre ha sido así.

En el pasado, numerosos proyectos de ley no fueron publicados aun después de alcanzar el consenso legislativo; si este hecho fue un recurso metaconstitu-cional o estuvo fundado en el marco legal, resulta indispensable especificar el procedimiento en la Constitución, así como la responsabilidad en que incurriría el presidente ante el incumplimiento de esta obligación, o buscar un mecanismo alternativo de publicación.

Entre las opciones planteadas, se propone ampliar esta disposición al Con-greso, para que por conducto del presidente de alguna de las dos cámaras se ordene la publicación de leyes y decretos en el Diario Oficial o especificar un mecanismo más ágil de publicación (Galaviz, 2003: 206), y prever el posible incumplimiento por parte del ejecutivo, incorporando tal omisión dentro de las causales de juicio político al presidente.

Trasladar esta facultad al legislativo, puede generar un desequilibrio institu-cional más grave, ahora a favor del Congreso. Por lo que sería más conveniente mantener esta obligación en el presidente, precisando sus inconsistencias norma-tivas.

2.3 Las reglas electorales162

Las fórmulas institucionales que regulan las elecciones representaron el eje central del cambio político en México (Ortega, 2001). La última reforma electo-ral de 1996,163 no obstante, dejó irresuelto muchos aspectos de este proceso, en particular los vinculados al desempeño institucional.164

Siguiendo los propósitos de este trabajo, en este apartado interesa dar segui-miento a aquellas reglas que pueden influir o favorecer mejores formas de inte-

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racción entre los poderes ejecutivo y legislativo. En esta perspectiva, un arreglo electoral adecuado a las nuevas circunstancias de competencia política, debería ofrecer mejores incentivos para la colaboración entre los actores políticos con poder de veto. La lógica de los cambios a las reglas electorales y su impacto en el juego político deberá limitar la lógica conflictiva del ejercicio del poder, sin detrimento de la pluralidad y de los mecanismos de control político, es decir, no generando artificialmente gobiernos mayoritarios o unificados.

La modificación más urgente es, sin duda, restablecer en el texto constitu-cional la reelección consecutiva de los legisladores. También, se han incorporado al debate diversas propuestas tendientes a alterar la correlación de fuerzas en el Congreso, modificar el mecanismo de elección del ejecutivo, así como el calen-dario electoral.

Reelección legislativa Restaurar la reelección inmediata de los diputados y senadores, es uno de los

temas más discutidos en el debate acerca del fortalecimiento del poder legislativo, en lo relativo a su relación con el poder ejecutivo y la responsabilidad de los legis-ladores con sus representados.

Para la mayoría de los estudiosos, esta medida contribuyó en buena medida a la subordinación del Congreso frente al ejecutivo. Durante la era hegemónica del pri, la mayoría de los cargos legislativos y partidarios eran controlados o pa-saban por la aprobación del presidente, de tal modo que sus integrantes buscaban “congraciarse con quien podía proporcionárselos”; además, su excesiva rotación limitó la profesionalización de los legisladores en el trabajo legislativo (Sartori, 2003: 230). Por otra parte, la no reelección es un mecanismo que refuerza la centralización de los liderazgos partidarios, toda vez que son las direcciones de los partidos las que integran las listas de candidatos al Congreso; así, las decisiones y preferencias de los legisladores se orientan menos a los intereses de sus electores locales, pues su nominación está más vinculada a sus liderazgos nacionales. En las circunstancias actuales esta medida se ha convertido, en términos de Muñoz Ledo (2001: 193), “en una de las restricciones que más afectan la capacidad de influencia del poder legislativo en la orientación política de México”, y limitante de un mejor desempeño del legislador.

El debate respecto a la reelección consecutiva de los legisladores favorece, con amplitud, la implementación de esta medida. Entre las principales bondades que se le atribuyen resaltan: favorecer una mayor fortaleza del Congreso frente al ejecutivo; permitir la profesionalización de los legisladores y promover la ren-dición de cuentas ante sus electores; mejorar la autonomía de los representantes ante sus burocracias partidistas. Por último, la reelección legislativa permitiría restablecer la “carrera parlamentaria”, diputados y senadores legislarían con mayor conocimiento y podrían supervisar eficazmente las consecuencias de la legislación vigente (Muñoz Ledo, 2001: 193; Dworak, 2004: 232).

En tanto que el principal obstáculo a la reelección es la resistencia de los propios partidos políticos a perder una de sus atribuciones más poderosas, a saber,

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“la facultad de incluir o excluir de las listas a los candidatos” (Castañeda, 2004: 187). Las oligarquías partidistas temen perder facultades respecto a la nominación y futuro político de los legisladores. Entre los argumentos que se esgrimen para mantener esta restricción sobresalen: en primer lugar, los que afirman que de cual-quier forma la profesionalización de los legisladores es una realidad, pues un buen número de diputados y senadores cuentan con experiencia legislativa en los ámbi-tos federal y local; en segundo lugar, que con la reelección las negociaciones y las posiciones de los legisladores se vuelven más casuísticas, oligárquicas y asociadas a los intereses económicos predominantes en sus distritos (locales o extranjeros a través de empresas trasnacionales y/o el narcotráfico) que a los grandes intereses nacionales, es decir, la reelección generaría una asociación rígida entre el legis-lador e intereses particulares;165 y, por último, que esta medida inevitablemente lleva a otras formas de reelección, como es el caso del presidente de la República, lo que inmediatamente enfrenta mayores resistencias. Cabe decir que la no re-elección presidencial ha sido una institución que ha funcionado razonablemente bien como dique a las tentaciones dictatoriales y, además, facilitado la circulación de las élites al interior de la “familia revolucionaria”. Pero, de ninguna manera se puede concluir que la reelección legislativa implique de hecho, la reelección pre-sidencial; de cualquier forma es una posibilidad que se tendrá que evaluar en el futuro, siempre de acuerdo a las circunstancias políticas y épocas particulares.

Por otro lado, la posibilidad de que se elimine esta restricción supone ma-yores desafíos institucionales. De acuerdo al estudio prospectivo de Fernando Dworak (2004: 231 y ss.),166 la reelección legislativa requiere, además, un estu-dio detallado acerca de las consecuencias institucionales que tendría el restablecer la carrera parlamentaria. En principio, las reformas paralelas que sería necesario poner en marcha, la nueva vinculación de los legisladores con el electorado, los nuevos mecanismos de cabildeo, la reorganización de los partidos y del propio Congreso. Un cambio de tal naturaleza generará sinergias institucionales que, por necesidad, deben ser consideradas en forma integral, de modo que se maximicen sus bondades y minimicen los potenciales riesgos que esgrimen sus críticos.

En tal sentido Dworak plantea algunas preocupaciones que a su juicio se deben precisar, a saber: definir si se impondrán límites a la reelección, si es así ¿cuántas reelecciones?, ¿para que tipo de legisladores?, ¿cómo equilibrar, “por un lado, la lealtad al partido y la disciplina, y por el otro la especialización de los representantes y sus relaciones con su electorado”?, ¿de qué forma garantizar la

165 Versiones tomadas de los diarios La Jornada y El Financiero (de fecha 10 y 22 de febrero de 2005, respectivamente), a propósito del sentido del voto que emitirían los senadores opositores David Jiménez, pri, y Raymundo Cárdenas, prd, respecto a la iniciativa panista de aprobar la reelección consecutiva de los legisladores, presentada a finales de febrero de 2005. La iniciativa, finalmente, fue rechazada por apenas la mitad de los miembros del Senado, dado que constituye una reforma constitucional requiere la aprobación de una mayoría calificada de dos tercios en ambas cámaras y la mitad más uno de las legislaturas estatales.

166 Probablemente el trabajo más completo sobre la no reelección legislativa en México.

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cohesión de los grupos parlamentarios, evitando la defección?, ¿cómo regular el cabildeo y la relación entre los legisladores y los grupos de presión, para no gene-rar problemas como la corrupción?, y por último, en el tema de la gestoría de los legisladores,167 se debe “pensar hasta qué punto el congresista podría desarrollar una clientela, así como la forma en que el partido o el ejecutivo le cedería recur-sos”, como intercambio a su lealtad o abandono.

La revisión de estos temas supone elegir entre continuar en la lógica gra-dualista, que significa adoptar —si es el caso— primero la reelección legislativa y posteriormente aquellas disposiciones que enfrenten menores resistencias; o bien, legislar en torno a una solución integral de todos los temas pendientes vinculados con la materia. Esto significa discutir, además de las fórmulas de integración de las dos cámaras y el número total de sus integrantes, otros temas como la reelección inmediata de los legisladores locales y presidentes municipales.

En el mismo sentido, Elías Galaviz (2003: 245) y Porfirio Muñoz Ledo (2001: 194) exponen un buen número de disposiciones que se considera deben acompañar a la reforma reeleccionista, entre ellas cabe destacar: a) restringir la reelección a los legisladores electos en distritos uninominales (300 diputados fe-derales, 64 senadores y 670 diputados locales); y b) en lo que cabe al límite tem-poral, se argumenta entre la idea de establecer la reelección indefinida o limitarla a cierto número de periodos. Pero, si la pretensión es que la reelección constituya un incentivo institucional para los legisladores en desarrollar una verdadera carre-ra parlamentaria, sería más favorable optar por la ausencia de límites temporales, como existe en la mayoría de los regímenes democráticos (López Rubí, 2005: 32; Castañeda, 2004: 193; Dworak, 2004).

Calendario electoralEn lo que cabe a la periodicidad de las elecciones para la presidencia y el

Congreso, México tiene un mecanismo mixto, es decir, elecciones concurrentes en el caso del cambio de gobierno y no concurrentes a la mitad del mandato pre-sidencial. Como se describe con anterioridad, el “voto dividido” y las “elecciones no concurrentes” son variables que tienden a incrementar la posibilidad de que los votantes escojan diferentes partidos para diferentes cargos, lo que contribuye a generar un gobierno dividido. Sin duda, las elecciones no concurrentes crean mayores oportunidades de que los votantes puedan dividir su voto, de ahí que las elecciones concurrentes se presenten como una fórmula más aceptable para hacer compatible la composición partidista en los diversos cargos, aunque con frecuen-cia esto favorezca al partido del presidente y, por tanto, signifique una mayor probabilidad de predominio ejecutivo (Colomer, 2001; Casillas, 2001).

Otra variable, vinculada al calendario electoral, es el periodo del mandato para los cargos públicos. En México el periodo presidencial es de seis años, el de los dipu-tados tres y el de los senadores seis. Para algunos analistas, promotores de elecciones

167 Una característica acentuada en el legislador mexicano, al parecer, por la tradicional debilidad del Congreso en la creación legislativa y elaboración de políticas.

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concurrentes y frecuentes, sería deseable reducir el periodo presidencial a cuatro años y el de los diputados federales a dos, con la variante de introducir la reelección por más de un periodo o indefinida para los legisladores, y por una sola ocasión para el ejecutivo, al modo estadounidense. La bondad atribuida a este arreglo es que abriría la posibilidad de crear ocasiones más periódicas de debatir los temas políticos prioritarios o de coyuntura; que los votantes revelen sus preferencias políticas —que generalmente cambia con el transcurso del tiempo—, refrenden o modifiquen la política gubernamental en curso; y, a su vez, los representantes no se desvinculen de sus mandatos electorales iniciales (Colomer y Negretto, 2002: 95).

Para otros, en cambio, es impensable esta modificación, pues, favorecería un mayor predominio ejecutivo, en detrimento de la legitimidad que supone una ma-yor pluralidad, y de la propia lógica del modelo de frenos y contrapesos, por lo que resulta más funcional mantener el mecanismo vigente (Hurtado, 2002: 271).

En esta línea, también se puede ubicar el ámbito de las elecciones locales. La periodicidad con que anualmente se celebran elecciones para ejecutivos y Con-gresos estatales tiende a saturar la agenda pública nacional, los procesos locales se han convertido en verdaderas contiendas de impacto nacional, pues con fre-cuencia son fuente de conflictos entre los partidos políticos nacionales que se reflejan inevitablemente en la relación entre poderes, de modo que la lógica de la competencia electoral marca la pauta del debate sobre los temas y prioridades de la agenda gubernamental. Esto, lleva a los actores políticos a concentrarse en lo electoral, en la disputa por los cargos de representación popular, sus decisiones están determinadas por los tiempos electorales y los cálculos políticos de corto plazo, no hay, pues, el espacio ni los incentivos suficientes para la construcción de acuerdos de largo aliento.

Por ello, se han registrado propuestas en el sentido de establecer una sola fecha para todos los procesos de las entidades federativas y racionalizar los ca-lendarios electorales para todos los cargos. La última reforma electoral del 2007, atendió el segundo punto, limitó los tiempos oficiales de campaña para todos los cargos de elección popular, así como el periodo de precampañas intraparti-distas. Así, parece ser un arreglo mucho más racional para los propósitos aquí expuestos,168 sin necesidad de unificar todas las elecciones locales. Con todo, que-da pendiente, evaluar el impacto efectivo que esta reforma tendrá en los próximos procesos electorales.169

168 Hasta antes de la reforma electoral de 2007, los periodos de campañas electorales en México eran los más extensos del mundo —a ello habría que agregarle los tiempos no regulados oficial-mente, y que utilizan los precandidatos para ganar la nominación de sus respectivos partidos.

169 Otro dilema vinculado a los extensos tiempos de campaña es el relativo al financiamiento de estos procesos. En México está regulado que las campañas constitucionales deberán ser finan-ciados con recursos públicos, por cierto muy generosos, asignados a través del proceso presu-puestal. Sin embargo, no está debidamente legislado sobre el financiamiento privado y la fisca-lización del uso de recursos oficiales, esto ha derivado en constantes escándalos de corrupción y acusaciones de financiamiento ilícito de todos los partidos políticos. Un tema que, sin duda, es parte de la agenda pendiente en México.

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Fórmulas de representaciónLa representación proporcional se integró a las instituciones electorales

mexicanas desde 1977 (con la lfoppe). La reforma permitió ampliar la participa-ción de las minorías y reducir, en parte, las posibilidades de sobrerrepresentación del partido mayoritario; de ese modo, y gradualmente, se configuró un sistema electoral que combina los principios de mayoría relativa y el de representación proporcional.

A pesar de que es un arreglo que ha funcionado relativamente bien, con el cambio político de mayorías unificadas a divididas, se han planteado algunas al-ternativas de modificaciones, siempre en el ámbito de los poderes legislativo y eje-cutivo. Las opciones más frecuentes tienen que ver con la integración del Congre-so, pero también se han hecho observaciones al carácter mayoritario de la elección presidencial; aunque se reconoce que estas reformas no son de las más urgentes, sí parecen ser de interés de los principales partidos políticos nacionales, pues, su carácter excluyente puede favorecer la concentración del juego político partidista (González, 2005; Castañeda, 2004; Galaviz, 2003; Colomer y Negretto, 2002; Muñoz Ledo, 2001). Por lo anterior, las propuestas más debatidas no eliminan las fórmulas de representación proporcional, dado que la regla mayoritaria tiende a crear una mayoría legislativa de un solo partido con una minoría de votos popula-res, favoreciendo en exceso a los partidos mayoritarios. Pero, sí tienen el propósito de reducir los espacios de representación y, por tanto, demeritar el carácter inclu-yente de estas instituciones tan costosamente logrados.

Respecto al Congreso, se critica el excesivo número de diputados elegidos por el principio de representación proporcional (200), así como la lista de 32 senadores designados bajo este principio. Pedro J. González (2005: 27), por ejem-plo, argumenta que esta modalidad multiplica el número de partidos en el Con-greso y dificulta la construcción de mayorías; y, además, que el mecanismo de reparto de posiciones plurinominales a través de cinco distritos nacionales “se traduce en situaciones ventajosas para el partido con mayor número de diputados uninominales ganados y en la subrepresentación de los partidos más pequeños”.

170 De este modo, se propone reducir a cien el número de diputados plurinomi-nales, eliminar las listas de circunscripciones y sustituirlas por un solo listado na-cional, en cambio se sugiere adoptar una fórmula de distribución de escaños más proporcional, que corrija situaciones de sobre y subrepresentación, de forma que la suma de asientos legislativos de un partido corresponda al porcentaje de votos obtenidos (Galaviz, 2003: 245; González, 2005).

En el caso del Senado, se propone eliminar la figura de senadores plurino-minales, ya que, como se expuso con anterioridad, constituye una desviación del principio de elección territorial de la Cámara alta; además, el objetivo de mayor

170 “Con este sistema de reparto —agrega González (2004: 32)— en las elecciones legislativas de 2003, el pri con 36% de la votación, contó con 44.8% de las curules. En cambio, el pvem, el pt y Convergencia, que sumaron alrededor de 9% de la votación, contarán apenas con 5.6% de las curules” (la composición total de la Cámara de Diputados se puede consultar en el cuadro 1).

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iii. Repensar el modelo de frenos y contrapesos 135

pluralidad se cumple manteniendo la elección del tercer senador por estado pro-veniente del partido que haya ocupado la segunda posición (González, 2004: 28; Colomer y Negretto, 2002: 88).

Alonso Lujambio (2003: 190), en cambio, considera que reducir los espacios de representación en el Congreso es un contrasentido al proceso democrático de los últimos años en México. Resolver los problemas de la democracia mexicana —argumenta— no se logra excluyendo fuerzas políticas, pues, “en buena medida, la transición mexicana se hizo a través de reformas incluyentes, y no veo por qué la democracia mexicana no pueda vivir con esa ‘inclusividad’ que logró la transi-ción”.

En lo que cabe a la presidencia, con la idea de fortalecer al ejecutivo bajo la nueva situación de gobiernos divididos, se han hecho planteamientos en el senti-do de moderar el carácter mayoritario de su elección, por considerarse una “regla excluyente y propensa a producir resultados socialmente insatisfactorios”. Este argumento, se asocia a la experiencia de democracias presidenciales latinoameri-canas que han sustituido la regla de mayoría relativa por fórmulas más inclusivas de mayoría absoluta o mayoría especial (con un umbral del 40 o 45% de los votos populares para ganar y si ningún candidato lo alcanza tiene lugar una segunda vuelta entre los dos más votados) con segunda vuelta o ballotage171 (Hurtado, 1999: 35; Castañeda, 2004: 206).

A la segunda ronda electoral se le critica que promueve la fragmentación de las opciones partidistas en la primera vuelta y la disminución del tamaño del partido del presidente, lo que en ocasiones deriva en gobiernos con escasa repre-sentación legislativa (Mainwaring y Shugart, 2002; Hurtado 1999). Colomer y Negretto (2002: 92), en cambio, aducen que estas fórmulas promueven la for-mación de amplias coaliciones en la segunda vuelta, “en las cuales cada candida-to menor puede ser recompensado según el apoyo en votos populares que haya obtenido en la primera vuelta”, además que el amplio apoyo popular y partidario —artificialmente construido— del candidato ganador en segunda vuelta permite suponer que le facilitará “intentar construir una mayoría política consensual en torno a sus propuestas”.

Entre las reglas de mayoría absoluta y mayoría especial, se considera que esta última ofrece mayores incentivos que las primeras para formar coaliciones amplias desde la primera vuelta, dado que para ganar se establece un umbral relativamente bajo (menor al 50%), “se genera la idea entre electores y actores políticos de que existe una alta probabilidad de que la elección se decida en la primera vuelta, con

171 El ballotage supone un empate en unas elecciones que obliga a una segunda vuelta. Este meca-nismo es una creación de la República francesa vigente desde 1848 (salvo la elección de 1886), esta disposición se convirtió en una característica distintiva de su sistema de gobierno semipre-sidencial adoptado en 1962. En Francia su existencia se justifica para dotar al presidente de la legitimidad popular necesaria en caso en los que debe cohabitar en el gobierno con un primer ministro de un gobierno distinto al suyo que tiene mayoría en la asamblea legislativa” (Hurtado, 1999: 35).

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lo cual se estimula la concentración del voto en los candidatos con mayor opción”, lo que desincentiva la participación de candidaturas con muy poco apoyo. De hecho, la mayoría de las elecciones presidenciales celebradas en América Latina (Costa Rica, Argentina, Nicaragua) por reglas de mayoría cualificada no han re-querido una segunda vuelta. Mientras que en los países (Bolivia, Brasil, Ecuador, Guatemala, Perú, Uruguay) donde se elige al presidente por la regla de una mayo-ría absoluta generalmente sucede que tiene que celebrarse una segunda vuelta; y, además, que el partido del presidente no obtiene una presencia significativa en el Congreso (Mainwaring y Shugart, 2002; Molina, 2001).

Por último, el debate sobre la segunda vuelta en regímenes presidenciales como el mexicano está lejos de ser concluyente, las desventajas que se le imputan parecen ser suficientes como para detener cualquier modificación de esta natu-raleza. La regla de una mayoría especial, no obstante, constituye una alternativa interesante si se piensa que es necesario forjar electoralmente la formación de coaliciones multipartidistas; pero, tal objetivo será más viable si esta medida se vincula a otras disposiciones, como la obligatoriedad de que esas alianzas se refle-jen en la integración plural del gabinete presidencial, de lo contrario los partidos minoritarios no tendrán incentivos para coaligarse y presentarán sus propias can-didaturas.

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iv. A manera de conclusión

Las formulaciones clásicas del principio de división de poderes tuvieron como objetivo fundamental encontrar formas institucionales para controlar el poder político. Los filósofos John Locke y Montesquieu, así como los federalistas es-tadounidenses, aportaron las soluciones más consistentes al perenne problema de crear una unidad política que no derivara en la tiranía o el despotismo y, al mismo tiempo, permitiera alcanzar los fines sociales para los que fue creada. Estos fines son, en esencia: garantizar la libertad política, entendida ampliamente como garantía de los derechos de propiedad (Locke y Montesquieu), y hacer posible una mayor autonomía de los ciudadanos (el logro de la felicidad en los términos federalistas).

El modelo de frenos y contrapesos complementa la división formal de las funciones estatales, a partir de un sistema electoral que induce en cada rama de gobierno una representación de intereses lo más diversa posible, y una distribu-ción de funciones que permita a cada uno de los agentes estatales bloquear las decisiones de los otros, en ausencia de acuerdo entre ellos. La tesis central de este mecanismo es mantener la separación mediante el equilibrio, diversificar la repre-sentación entre varios agentes con mutua capacidad de veto, de tal forma que los representantes elegidos estén obligados a respetar la Constitución y a mantenerse dentro de los límites de sus funciones.

Las influyentes formulaciones del esquema federalista de división de poderes fueron incorporadas en la mayoría de las constituciones latinoamericanos, tras su independencia del dominio español. En el caso de México, desde entonces, ins-tituciones como el bicameralismo, federalismo, veto, juicio político y la revisión judicial de las leyes, son —con variantes y modificaciones—, parte de nuestra experiencia constitucional.

Repensar el esquema de equilibrios y controles que definen la relación entre los poderes ejecutivo y legislativo, es un debate al que México se incorpora tar-díamente. En América Latina, la discusión sobre las ventajas e inconveniencias del modelo de frenos y contrapesos, es un proceso que lleva casi tres decenios. El cuestionamiento central a este esquema es que implica una estructura de dis-

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tribución de poderes demasiado rígida, como para enfrentar y resolver en forma eficiente y legal los desacuerdos potenciales entre los actores e instancias con po-der de veto (Negretto, 2003; Sartori, 2003). Aunque la crítica no es definitiva, pues, se reconoce que no todos los problemas de funcionamiento institucional pueden atribuirse a este diseño, influyen, además, variables como el multipartidis-mo y la polarización ideológica, que es evidente demandan un análisis exhaustivo (Mainwaring y Shugart, 2002).

Las variantes institucionales a esta forma de distribuir el poder político, tien-den ya no sólo hacia la preocupación clásica de evitar el abuso de los gobernan-tes y el despotismo sino, además, a encontrar formas de cooperación entre los múltiples agentes con poder de veto. La premisa de partida, en los términos de Shugart (2001: 184), es configurar “una estructura de gobierno con cierto grado de agilidad y adaptabilidad que pueda ofrecer compromisos creíbles y un proceso de formulación de políticas transparentes”. Tal finalidad se propone alcanzar me-diante reglas de tipo parlamentario, que mitiguen el poder presidencial y suavicen las relaciones entre el poder ejecutivo y el poder legislativo al demarcar más ex-presamente los límites, y generar un sistema de mayor coordinación entre ambos órganos de gobierno” (Krsticevic, 1992: 150).

En el caso de México, el tránsito de una larga época de gobiernos unificados a gobiernos divididos en 1997, significó, por un lado, el fin del predominio meta-constitucional del poder ejecutivo sobre el Congreso y, por otro, la posibilidad de observar la práctica de los mecanismos constitucionales para el control del poder político. De acuerdo a la experiencia latinoamericana, era previsible esperar una relación potencialmente más conflictiva entre ambas instancias con poder de veto y dificultades para la construcción de mayorías legislativas. No obstante, a pesar de los evidentes problemas de indeterminación, superposición de funciones y la limitada efectividad en la toma de decisiones, no se ha producido una parálisis institucional, al menos en los temas básicos como el presupuesto, tal como lo advierten los críticos del modelo de frenos y contrapesos. Lo que se tiene es una parálisis decisional en el ámbito de los temas de gran alcance, tales como las refor-mas estratégicas que fortalezcan la competitividad de la economía y la capacidad recaudatoria del Estado mexicano; un nuevo equilibrio de poderes; y el federalis-mo son ejemplos de dificultades que no han tenido una solución normativa.

El diseño institucional de distribución de poderes en México, en un marco de pluralidad, ha demostrado ser insuficiente para generar mayorías congresio-nales que conduzca a buen término los grandes desafíos de la agenda nacional. Se requiere innovar en incentivos institucionales que propicien la cooperación y el entendimiento en un contexto multipartidista; así como la revisión de reglas que debido a su inoperancia, obsolescencia o indeterminación, dificultan procesar adecuadamente el juego político.

El propósito inherente al rediseño de las reglas que regulan la relación entre los poderes ejecutivo y legislativo, es transitar de un esquema pensado para frenar y contrapesar el poder político a otro que incentive la cooperación entre los actores políticos con capacidad de veto, con el fin de mejorar el proceso decisional y enca-rar los problemas de potencial parálisis, asociados al modelo federalista. Redefinir

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iv. A manera de conclusión 139

o incorporar al diseño institucional mecanismos de responsabilidad compartida o poder compartido,172 supone implementar formas consensuales de gobierno y de legislación, donde el legislativo participe de las acciones de gobierno (por ejemplo, ratificando a los miembros del gabinete) y el ejecutivo intervenga en la aprobación legislativa (que puede ser a través del trámite legislativo preferente).

De entre las propuestas que aquí se han expuesto, parece existir cierto con-senso sobre un pequeño conjunto de reformas esenciales, aunque no necesaria-mente se esté de acuerdo con ellas. Dado que las modalidades que asuman estas medidas implican variantes a la estructura de gobierno, esto no significa que se argumente a favor de un cambio al régimen de gobierno, por ejemplo a uno parla-mentario, es decir, abandonar la estructura de distribución de poderes sustentada en el modelo de controles y balances mutuos.

Entre las medidas que más se ajustan al propósito de reducir los mecanismos de bloqueo entre las ramas del poder político sobresalen:

Crear la figura de jefe de gabinete, para hacer corresponsable al Congreso en la acción de gobierno y mejorar la relación entre ambos poderes. Además, a través de esta institución se procesarían los problemas de coordinación al interior del gabinete presidencial. Es revelador que los principales partidos políticos repre-sentados en el Congreso, pri, pan y prd, hayan propuesto iniciativas con este fin, con muchos matices por supuesto. Pero, en realidad, ésta, no es una propuesta uniforme, pues se propone desde la simple ratificación por parte del Congreso hasta la de dotarle de facultades para que funcione como jefe de gobierno con responsabilidad política ante el legislativo, al modo parlamentario. En la medida que la ratificación del jefe de gabinete pase por un acuerdo político con una ma-yoría congresional, preferentemente de la Cámara de Diputados, se supone, in-centivaría la cooperación entre este poder y el ejecutivo. Los legisladores tendrían en el jefe de gabinete a un interlocutor confiable para influir en la orientación de las políticas públicas gubernamentales; mientras que el ejecutivo podrá negociar los temas que serán incorporados a la agenda legislativa. De este modo, sin alte-rar sustancialmente el esquema presidencial, potencialmente se tendría un mejor equilibrio entre ambos poderes. La crítica a esta propuesta se apoya en el aparente magro resultado que su implementación ha tenido en otros países, como Argen-tina, en todo caso, cabe profundizar en un estudio más detallado los posibles efectos que acarrearía su adopción en el marco institucional mexicano.

Otro incentivo institucional con mayores consensos es el llamado “trámi-te legislativo preferente”. Esta regla es una modalidad de la llamada “guillotina” legislativa francesa, y que actualmente la han adoptado, con diversos matices, al-gunos países latinoamericanos (Brasil, Chile, Ecuador, Nicaragua, Paraguay, Perú y Uruguay). Una variante de la iniciativa legislativa de urgencia, consiste en que

172 El poder compartido supone una situación de gobierno dividido con instituciones que tienen que colaborar en decisiones políticas, donde las negociaciones interinstitucionales pueden con-ducir a compromisos intermedios moderados, capaces de producir alta utilidad social (Colomer y Negretto, 2002: 164).

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el poder legislativo estaría obligado a dictaminar —modificando, planteando una alternativa distinta o aprobando— ciertas iniciativas presidenciales en un periodo de tiempo determinado, de no hacerlo así éstas automáticamente se convierten en ley. Pero, si la idea es promover la cooperación, esta forma de aprobación tácita se debe combinar con la posibilidad de que el legislativo pueda introducir enmien-das libremente a las iniciativas que le envía el ejecutivo con carácter preferente. Así, ambas instancias cuidarán que los temas a tratar, a través de una figura de esta magnitud, serían factibles de apoyo por una amplia coalición multipartidista.

Una medida que ha merecido mucha atención es la posibilidad de reducir la capacidad de bloqueo o de poderes “reactivos” que tienen la presidencia y el Congreso para su mutuo control político. El politólogo italiano Giovanni Sartori (2003: 234) por ejemplo, argumenta sobre la necesidad de “mejorar y actualizar los tipos de veto que posee el presidente mexicano”, con el fin de fortalecer la presidencia democrática; por el contrario Miguel Carbonell (2005) y Colomer y Negretto (2002), conforme a la experiencia latinoamericana, argumentan a favor de moderar el poder de veto del ejecutivo o mantenerlo en los términos que está actualmente, a 2008. En sus términos, sería más efectivo, compensar la relativa debilidad del presidente mexicano con mejores poderes “proactivos”, como la an-tes mencionada facultad de iniciativa legislativa de carácter preferente.

En lo que cabe al crucial proceso presupuestario, es ampliamente reconocida la necesidad de adoptar un mecanismo constitucional de reconducción presu-puestal, para eliminar cualquier incertidumbre respecto a la posibilidad de que el presupuesto de egresos no esté aprobado por el Congreso al inicio del año fiscal. Establecer las alternativas que han de seguirse ante un eventual conflicto entre poderes, como la intervención de la Corte o medidas administrativas que no de-tengan el proceso de gobierno. También, que no se restrinja la participación de todos los representantes en la aprobación y eventual ajuste del presupuesto, así como en la determinación de las partidas presupuestales, es decir, incorporar al Senado y definir la capacidad ejecutiva en materia de veto.

Una propuesta ampliamente discutida, también con muchas variantes, pero aún no aprobada, es la reelección consecutiva de los legisladores. A favor de esta reforma se ha argumentado con bastante amplitud, entre otras cosas: incentivaría la cooperación entre el Congreso y el ejecutivo, pues, en la medida que el ejercicio legislativo de los representantes populares tenga una perspectiva de largo plazo, crea mejores condiciones para el juego político; eleva el nivel de responsabilidad o de rendición de cuentas de los legisladores ante sus electores; promueve el profe-sionalismo de la actividad legislativa; y mejora la autonomía de los representantes ante sus burocracias partidistas.

Racionalizar los calendarios electorales y transparentar sus costos. Estas pro-puestas, en parte han sido atendidas por la última reforma electoral de 2007, no obstante, habrá que precisar el efecto de estas modificaciones en la competencia política, pues, aún quedaron algunos claroscuros, en particular, en el ámbito local, que como aquí se argumentó, son procesos que impactan en la agenda pública nacional.

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iv. A manera de conclusión 141

Los cambios básicos al esquema de distribución del poder político repre-sentan sólo una parte de la solución a los complejos problemas de interacción entre las ramas del poder político. Requieren, para ser pertinentes, considerar las sinergias (esperadas o no deseadas) que su implementación generaría en todo el entramado institucional y los microprocesos institucionales, una amplia tarea que ciertamente escapa a los propósitos de este trabajo. A modo de ejemplo, a nivel macro es preciso revisar el impacto que tendrían estas modificaciones en la dimensión partidista; en el eje vertical de la división de poderes o federalismo; en la reorganización del poder legislativo y la administración pública federal. A nivel micro, esto significa iniciar un proceso de rediseño para cada una de las medidas aquí propuestas, considerando sus posibles alcances y limitaciones; discutir prác-ticas institucionales y desde ahí proponer modificaciones a los procesos adminis-trativos, de gestión y de interacción tendientes a modificar las rutinas de los agen-tes responsables de esas instituciones. Esto, para que las prácticas institucionales alcancen los fines para los que fueron creadas las nuevas reglas (Castañeda, 2004; Valadés, 2003; Negretto, 2003; Colomer y Negretto, 2002; Carrillo, 2001; Lan-zaro, 2001). Por lo anterior, queda pendiente realizar un estudio comparado de las experiencias institucionales en los países latinoamericanos que han realizado cambios en el sentido aquí expuesto.

Por último, cabe señalar que no existe una garantía institucional, universal e infalible, como para que cualquier tipo de gobierno funcione eficazmente. Lo que aquí se propone apenas constituye los fundamentos de una relación menos conflictiva entre las ramas del poder político. Como señala María Amparo Casar (2002a: 368): “corresponde a los representantes de los poderes, mediante la refor-ma institucional y su actuación responsable, buscar un nuevo equilibrio en el que el proceso de gobierno pueda conducirse tanto en escenarios de unidad como en escenarios de división”.

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151

Anexos

1. Tablas

Tabla 1. Facultades “metaconstitucionales” del titular del poder ejecutivo en México durante el periodo del autoritarismo unificado (1929-1988)

Reglas informales DescripciónLiderazgo del partido gobernante

El presidente es el jefe indiscutible del partido, pnr/prm/pri.

Designar a su sucesor Entre 1929 y 1994 el presidente saliente nombró a su sucesor. La estructura formal de su partido generalmente acató la decisión presidencial.

Designar a gobernadores estatales, senadores, a la mayoría de los diputados federales y los principales presidentes municipales

La designación y remoción de los ejecutivos locales, así como de los legisladores federales era una facultad que habitualmente asumió el Presidente de la República; pero, en el caso de los legisladores, de algún modo, fue una potestad compartida con los sectores tradicionales de su partido, ctm-cnc-cnop.

Control mayoritario y disciplina de los legisladores en el Congreso

La subordinación de los legisladores y el control absoluto de la composición de ambas cámaras le permitieron al presidente no sólo la aprobación, casi sin debate, de casi el 100% de sus iniciativas legislativas, sino ser el principal actor “proactivo” de las iniciativas presentadas.

No intervención del ex presidente en la política del país

A pesar del extraordinario poder que concentraba el presidente mexicano, al final de su mandato no podía asumir ningún cargo público, opinar o participar indirectamente en el gobierno de su sucesor.

Fuente: (Carpizo, 2000: 190; Jiménez, 2004: 102)

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152 División de poderes en México: repensar el modelo de frenos y contrapesos

Tabla 2. Reglas que favorecieron la ausencia de división de poderes en México

Liderazgo presidencial sobre su partidoUn partido altamente centralizado y disciplinado capaz de controlar la selección de candidatosLa cláusula de la no reelecciónLa existencia de un gobierno autoritario y altamente unificado (o autoritarismo unificado)

Fuente: (Casar, 2002b: 42; Casar, 1999: 93; Nacif, 2002)Nota: Cabe distinguir estas reglas de las presentadas en la tabla 1, sobre los poderes “metaconsti-

tucionales” del presidente mexicano, pues aquí sólo se refieren a las características que hicieron posible la subordinación del Congreso frente al ejecutivo, por supuesto que, al menos, las dos primeras son parte de las facultades informales de este último poder.

Tabla 3. Facultades del presidente mexicano sobre la legislación

Proactiva Iniciativa legislativa en cualquier materia.Introducción exclusiva del pef, pero sujeto a la modificación de los legisladores.Facultad reglamentaria de la legislación vigenteAprobación de tratados internacionales

Reactiva Veto global, con excepciones y sujeto a la anulación de una mayoría calificada de dos tercios en ambas cámaras del Congreso.

Fuente: Elaboración propia

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Anexos 153

Tabla 4. Facultades del poder legislativo en su relación con el ejecutivo

Proactiva Iniciativa legislativa, excepto en la presentación del pef, del que, sin embargo, puede hacer modificaciones.

Reactiva Control legislativo: examinar, discutir, modificar y aprobar las iniciativas presentadas por el ejecutivo. Aprobar los tratados y acuerdos internacionales que celebra el ejecutivo y las medidas de urgencia que dicte el presidente en materia de salubridad y regulación económica.Control presupuestal: El Congreso aprueba la ley de ingresos de la federación, que presenta anualmente el ejecutivo; en el caso del presupuesto es aprobado exclusivamente por la Cámara de DiputadosControl político: El senado ratifica algunos nombramientos presidenciales: el del procurador general de la República, agentes diplomáticos y empleados superiores de hacienda; igualmente, designa a los ministros de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, de entre las propuestas que le envía el ejecutivo. El Congreso es responsable del juicio político y eventualmente destituir al presidente, así como del sistema de suplencia, en caso de falta provisional o absoluta del Ejecutivo.

Fuente: Elaboración propia

Tabla 5. Modelos de división de poderes

Modelo CaracterísticasModelo de límites funcionales La teoría de separación y especialización funcional prevé

que el gobierno debe estar dividido en tres ramas que desempeñan las funciones ejecutiva, legislativa y judicial. Cada una de estas debe limitarse a cumplir su propia función y no usurpar las funciones de las otras.

Modelo de frenos y contrapesos Este modelo simplemente establece que el poder debe estar distribuido entre varios cuerpos gubernativos de tal forma que se evite que cada uno de ellos abuse de los otros. De ahí que una rama de gobierno puede entrometerse legítima y parcialmente en los asuntos de otra para equilibrar su poder.Este esquema se distingue de otras formas de distribución de poderes porque complementa la división formal de las funciones estatales a partir de dos elementos:a) Un sistema electoral que induce en cada rama del gobierno una representación de intereses lo más diversa posible; yb) Una distribución de funciones tal que permite a cada uno de los actores políticos con capacidad de veto bloquear las decisiones de los otros, en ausencia de acuerdo entre ellos.

Fuente: (Negretto, 2003; Colomer y Negretto, 2002)

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154 División de poderes en México: repensar el modelo de frenos y contrapesos

Tabla 6. Reglas complementarias a la división clásica y tripartita de poderes

División entre poderes constituyentes y poderes constituidos

Aunque existe un debate para precisar estos principios en México, sin ahondar en ello, es decisiva la función de control o garantía constitucional que los tribunales constitucionales (en nuestro país esta es una función de la scjn) realizan, preservando las normas dispuestas por el poder constituyente frente a las normas elaboradas por los poderes ordinarios, en especial, el Legislativo.

División territorial o vertical del poder

El federalismo es un principio de integración de las subunidades territoriales al Estado nacional. La distribución constitucional de competencias entre las entidades federativas sirve no sólo para garantizar una esfera de decisión política autónoma, sino también para que esas entidades se controlen y contrapesen impidiendo el exceso y preservando el interés común a todo el Estado.

División de poderes en el tiempo

Este principio se basa en la alternancia tras la concurrencia electoral, y en la inevitable limitación temporal de los mandatos representativos. El control ante la opinión pública, como elector, es decisivo para la democracia, lo que permite la renovación de las elites y la circulación de los titulares de los cargos públicos representativos.

División supraestatal del poder Es hasta cierto punto una prolongación de la división territorial o vertical del poder. La integración comunitaria de los Estados europeos es el ejemplo más emblemático. Los Estados soberanos ven condicionado su poder no sólo hacia abajo con la distribución interna de competencias, también hacia arriba mediante la transferencia de soberanía o de competencias hacia la Unión Europea.

División de poderes entre partidos y Estado

La precariedad del balance de pesos y contrapesos entre los órganos constitucionales y las direcciones partidistas. Además de la ausencia de límites a la representación por partidos en los cargos públicos se suma la flexible regulación legal de las actividades esenciales de los partidos políticos. Carece de sentido un Estado de partidos en el que se legisla sobre casi todo menos sobre los partidos.

Fuente: (García, 2000)

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Anexos 155

2. Siglas

scjn: Suprema Corte de Justicia de la Naciónpef: Presupuesto de Egresos de la Federaciónlfoppe: Ley Federal de Organizaciones Políticas y Procedimientos Electoraleslocg: Ley Orgánica del Congreso General de los Estados Unidos Mexicanoss/p: Diputados sin partidoinehrm: Instituto Nacional de Estudios Históricos de la Revolución Mexicanacofipe: Código Federal de Instituciones y Procesos Electoralesife: Instituto Federal Electoraliis: Instituto de Investigaciones Socialesunam: Universidad Nacional Autónoma de MéxicoFlacso: Facultad Latinoamericana de Ciencias Socialescide: Centro de Investigación y Docencia EconómicaColmex: Colegio de Méxicofce: Fondo de Cultura EconómicaCepcom: Centro de Política Comparadaitam: Instituto Tecnológico Autónomo de MéxicoConaculta: Consejo Nacional para la Cultura y las Artesiiepa-ima: Instituto Internacional de Estudios Políticos Avanzados “Ignacio Manuel Altamirano”uag: Universidad Autónoma de Guerreropnr: Partido Nacional Revolucionarioprm: Partido de la Revolución Mexicanapri: Partido Revolucionario Institucionalpcm: Partido Comunista Mexicanofdn: Frente Democrático Nacional pms: Partido Mexicano Socialistaparm: Partido Auténtico de la Revolución Mexicanapfcrn: Partido Frente Cardenista de Reconstrucción Nacionalpps: Partido Popular Socialistaprd: Partido de la Revolución Democráticapan: Partido Acción Nacionalpvem: Partido Verde Ecologista de Méxicopt: Partido del Trabajopsn: Partido de la Sociedad Nacionalistapas: Partido Alianza Socialcppn: Convergencia Partido Político Nacionalcnc: Confederación Nacional Campesinactm: Confederación de Trabajadores de Méxicocnop: Confederación Nacional de Organizaciones Populares

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Índice general

Prólogo: Rosa Icela Ojeda Rivera /7

Introducción /11i. Evolución del principio institucional de división de poderes /19 1. John Locke: modelo de límites funcionales /20 Contexto analítico /23 Fines y límites al poder político /24 Separación funcional y relación entre poderes /26 2. Montesquieu: equilibrio orgánico y funcional entre poderes /29 Contexto histórico /30 Que el poder frene al mismo poder /31 Separación y coordinación entre poderes /33 Más allá de la separación y el equilibrio orgánico /37 3. El federalista: modelo de frenos y contrapesos 38 Contexto histórico /40 El texto /43 Concepción federalista de la división de poderes /45 Los “medios” y los “motivos”: las precauciones auxiliares /46 3.1 Ventajas y problemas asociados al modelo federalista /50

ii. El marco institucional de división de poderes en México /57 1. División de poderes en los textos constitucionales /58 2. Mecanismos constitucionales para el control del poder político /64 2.1 Facultades del poder legislativo en relación con el ejecutivo /66 2.2 Facultades legislativas del poder ejecutivo /70 3. Más allá de los límites constitucionales /75 Las “precauciones auxiliares” madisonianas. /75 Las “barreras de pergamino” /78

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iii. Repensar el modelo de frenos y contrapesos /81 1. Del poder concentrado al poder dividido: su impacto en la relación

ejecutivo-legislativo. /82 1.1 Gobierno unificado /85 Autoritarismo unificado: 1934-1988 /87 Gobiernos unificados: 1988-1997 /89 1.2 Gobierno dividido /92 Los primeros gobiernos divididos: 1997-2003 /95 Factores institucionales /97 Implicaciones en la relación ejecutivo-legislativo /100

1.3 El desfase institucional /108 2. Reformar las reglas que regulan la relación ejecutivo-legislativo:

convergencias y desencuentros /112 2.1 Los poderes legislativos /115 2.2 Los poderes ejecutivos /125 2.3 Las reglas electorales /129

iv. A manera de conclusión /137 Fuentes de información /143 Anexos /151 Siglas /155

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