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Pontificia Universidad Javeriana
Facultad de Filosofía
Seminario de énfasis Michel Foucault: Vigilar y castigar
María Cristina Conforti Rojas
Mariana Acevedo Vega
Exposición 2 – Primera parte del capítulo No. 2: “La resonancia de los suplicios” (1983, p. 38-52) (2009, p. 58-82)
12 de agosto de 2015
El cuerpo supliciado: la era de la tortura publica
En el capítulo anterior, “El cuerpo de los condenados”, Foucault presentó el objetivo
central que tiene esta investigación:
“El objetivo de este libro [será realizar] una historia correlativa del alma
moderna y de su nuevo poder de juzgar; una genealogía del actual complejo
científico en el que el poder de castigar se apoya, recibe sus justificaciones y
sus reglas, extiende sus efectos y disimula su exorbitante singularidad (…) En
síntesis, tratar de estudiar la metamorfosis de los métodos punitivos a partir de
una tecnología política del cuerpo donde pudiera leerse una historia común de
las relaciones de poder y de las relaciones de objeto” (Foucault, 2009, pp. 32-
33).
Esta investigación se realiza a través del estudio de una microfísica del poder en donde se
hacen presentes las estrategias mediante las cuales éste se manifiesta. Es decir, en las
disposiciones, maniobras, tácticas, técnicas y funcionamientos que los aparatos y las
instituciones ponen en juego y que ejercen sobre los cuerpos. Todo esto, no tiene como
objetivo realizar un estudio de la prisión, sino de la tecnología disciplinaria, es decir, de la
“razón punitiva” y de sus metamorfosis durante la historia, teniendo en cuenta sus
intenciones y el tipo de cálculo que se manifiesta en su ejercicio y actividad en los
procedimientos realizados sobre los cuerpos (Dreyfus & Rabinow, 2001). De esta manera,
la tecnología política del cuerpo es un estudio del saber calculado, organizado y
técnicamente reflexivo que se ha producido no para entender el funcionamiento mismo del
cuerpo, sino para ejercer sobre él una economía política. Es allí, en el estudio de las
metamorfosis de la racionalidad punitiva, donde podemos realizar un estudio del alma
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moderna, como señala Foucault (2009): “la historia de esta ‘microfísica’ del poder punitivo
sería entonces una genealogía o una pieza para una genealogía del ‘alma’ moderna. En
lugar de ver en esta alma los restos reactivados de una ideología, se reconoce en ella sobre
todo el correlato actual de cierta tecnología del poder sobre el cuerpo” (Foucault, 2009, pp.
38-39).
En este orden de ideas, este segundo capítulo tiene como propósito analizar “la primera
época penal retratada por Foucault, a saber, la era de la tortura publica” (Merquior, 1988, p.
160). Hay que hacer énfasis en que esta primera parte del capítulo, correspondiente a esta
exposición, tiene un carácter sumamente expositivo. El autor dedica todo su esfuerzo a
exponer las prácticas, las técnicas, los funcionamientos de toda la red de producción de
verdad en esta era de la tortura, pero sin dejar de lado su propósito central: mostrar que hay
una síntesis de todo el procedimiento judicial: suplicio, producción de verdad, y castigo en
el cuerpo del acusado. Por esta misma razón, esta exposición se centrará en ver cómo cada
uno de estos momentos hace parte de ésta síntesis en el cuerpo del acusado.
1. Suplicio
En esta primera parte se encuentra una exposición de formas que se presentan bajo la
Ordenanza de 1670 y, por tanto, de las formas generales de la práctica penal que rigieron
hasta poco antes de la Revolución Francesa. En La Ordenanza se habla sobre las penas y su
jerarquía, en las que el castigo físico tiene un lugar fundamental. Por otra parte, también se
habla de la existencia de penas ligeras, que no aparecen en la Ordenanza, pero que son
frecuentemente aplicadas. De cualquier manera, en ambas hay un componente que siempre
está presente: el suplicio. El suplicio es una técnica que, como explica Foucault (2009),
“[es] inexplicable, quizá, pero ciertamente no irregular ni salvaje” (p. 43), es una pena que
no puede considerarse como cualquier castigo corporal, pues en ella está inscrita toda una
economía de poder. Así pues, el suplicio debe cumplir con tres (3) requisitos para que
pueda considerarse como tal: en primer lugar, debe contener cierta cantidad de sufrimiento.
El uso de tal sufrimiento no puede ser medido con exactitud, pero sí puede ser jerarquizado
y comparado en sus procedimientos. De esta manera, la sentencia de muerte no es
considerara simplemente como la privación de la vida de manera indolora (como en la
guillotina); sino que tiene tener dentro de sí un uso gradual del sufrimiento hasta terminar
con la vida del supliciado: “la muerte-suplicio es un arte de retener la vida en el dolor
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subdividiéndola en ‘mil muertes’ y obteniendo con ella, antes de que cese la existencia, la
más exquisita agonía” (Foucault, 2009, p. 43). En segundo lugar, este arte de producción de
sufrimiento tiene que estar sometido a reglas. De modo que, existe un código jurídico del
dolor en donde no se deja al azar la forma en la que se lleva a cabo el castigo, sino que éste
está sometido a normas y limites escrupulosos: “número de latigazos, emplazamiento del
hierro al rojo, duración de la agonía en la rueda o en la hoguera y el tipo de mutilación que
imponer” (Foucault, 2009, p. 43). En tercer lugar, el suplicio debe formar parte de un ritual.
Éste tiene que cumplir con dos exigencias: en primer lugar, y como resultado del castigo, el
supliciado debe ser señalado de manera que quede un signo en su cuerpo, el cual no debe
borrarse, pues parte de su función es mantener siempre presente aquella exposición ante la
tortura, el sufrimiento y la picota que tuvo lugar en el castigo. Y, en segundo lugar, el
suplicio debe ser resonante y debe ser comprobado por todos los que lo presencian como un
triunfo de la justicia: “el hecho de que el culpable gima y grite bajo los golpes no es un
accidente vergonzoso, es el ceremonial mismo de la justicia manifestándose en su fuerza”
(p. 44). Así pues, el suplicio debe contener dentro de sí estas tres formas que tienen siempre
en común el uso del cuerpo del supliciado.
2. El procedimiento: secreto, escritura y pruebas
Ahora bien, el procedimiento criminal, hasta el momento de la sentencia, debía ser llevado
en secreto tanto para el público como para el acusado. El saber del proceso se mantenía
reservado para los investigadores y el juez, dejando totalmente apartado al acusado quien
solamente era escuchado hasta la última instancia del proceso. En cambio, los magistrados
recibían toda clase de denuncias anónimas y tenían acceso a los interrogatorios a los
acusados cuando ellos lo decidieran. Todo ese material lo transmitían al juez de manera
escrita y muy secretamente en informes. Según Foucault (2009): “La forma secreta y escrita
del procedimiento responde al principio de que, en materia penal, el establecimiento de la
verdad era para el soberano y sus jueces un derecho absoluto y un poder exclusivo” (p. 45).
Ésto considerando que el manejo de la justicia no podía quedar en manos de la multitud,
pues el derecho a castigar pertenecía única y exclusivamente al soberano y a quienes lo
representaban; en esto podía manifestar todo su poder. Por esta razón se dice que: “ante la
justicia del soberano, todas las voces deben callar” (Foucault, 2009, p. 45), pues es en el
secreto del procedimiento en donde se reserva el poder del soberano a dictar justicia de
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manera unívoca en su poder absoluto, produciendo verdad, por tal poder, en ausencia del
acusado y de la multitud.
Sin embargo, este poder del soberano no dejaba de lado un modelo riguroso de
demostración penal que prescribía cuáles debían ser la índole y la eficacia de las pruebas en
contra del acusado. Este modelo consiste en una “aritmética modulada por una casuística,
que tiene por función definir cómo se puede construir una prueba judicial” (Foucault, 2009,
p. 47), de manera que, las pruebas construidas fueran operatorias para la definición de la
pena. La división entre pruebas plenas y semiplenas permite, en primer lugar, definir el
efecto judicial, es decir, una prueba plena puede tener como sentencia cualquier castigo,
incluyendo la muerte, pero una semiplena no. Y, en segundo lugar, puede haber una
combinación entre pruebas de acuerdo con reglas precisas de cálculo, de manera que dos
pruebas semiplenas puedan constituir una prueba plena y demás. Como resultado tenemos,
por un lado, el sistema de producción de pruebas legales hace que la verdad en el sistema
penal sea algo sumamente complejo que solamente está a la mano de los especialistas, de
manera que se inscribe aún más en el secreto. Por otro lado, toda sentencia, al ser obtenida
en estos términos de cálculo y en el absoluto secreto, es sospechosa de ser injusta aún
cuando el acusado sea culpable. Algo le falta para que no quede duda de que la legitimidad
de esa verdad. Sin embargo, ese es precisamente el problema: la construcción de la prueba
consiste en una producción de verdad que se encuba en el mismo poder absoluto y que
nunca sale de él. El saber y la verdad se producen de manera secreta y escrita en ausencia
del acusado, esta producción de verdad queda completamente en manos del soberano.
3. El cuerpo parlante y el cuerpo sufriente: la unión del engranaje para la
producción de verdad en el cuerpo del acusado
Esta máquina de producción de verdad, que no incluye hasta este momento al acusado, hace
necesaria la confesión. Ésta última cumple dos funciones fundamentales en la producción
de verdad: en primer lugar: “constituye una prueba tan decisiva que no hay necesidad de
añadir otras” (Foucault, 2009, p. 47), de manera que el acusador ya no tiene que presentar
pruebas más fuertes. Y, en segundo lugar, “el único modo en que la verdad asuma todo su
poder, es que el delincuente asuma su propio crimen y firme lo que ha sido sabia y
oscuramente construido por la instrucción” (Foucault, 2009, p. 48). De este modo, lo que se
presenta mediante la confesión es un complemento a la producción de verdad escrita y
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secreta, pues la confesión representa una verdad viva, fuera del papel, que se presenta de
manera parlante en el cuerpo del acusado.
A pesar de lo anterior, el papel de la confesión es ambiguo. Por un lado, ésta debe
considerarse tan solo como una prueba, la más fuerte, sí, pero tan sólo como una prueba.
Pues los casos en los que alguien se declara culpable sin serlo se presentan repetidamente,
por lo cual, la confesión siempre tiene que ir acompañada de una investigación que muestre
los indicios y presunciones complementarios a la confesión. Por otro lado, la confesión
aventaja a cualquier otra prueba al ser la forma en la que el acusado acepta y da legitimidad
a la acusación. Como explica Foucault (2009): “[la confesión] transforma una instrucción,
hecha sin él, en una afirmación voluntaria. Por la confesión, el propio acusado toma sitio en
el ritual de la producción de la verdad penal” (p. 48). Pero allí aparece otra ambigüedad,
pues tal afirmación voluntaria debe ser, por un lado, conseguida a toda costa en cuanto
representa la verdad viva y parlante que autentifica la instrucción escrita, oscura y secreta.
Pero, por el otro lado, la confesión debe estar inscrita dentro de unas garantías y unas
formalidades para que la legitimidad de la verdad se inscriba correctamente dentro del
procedimiento. De manera que, la confesión debe surgir de la siguiente manera: “que sea
‘espontánea’, que se haya formulado ante el tribunal competente, que se haga de modo
consciente, que no se refiera a cosas imposibles, etc.” (Foucault, 2009, p. 49). El problema,
entonces, sería pensar cómo se podría conseguir una confesión que esté inscrita dentro de
tales formalidades. Es allí donde aparece el uso del tormento.
A diferencia de la tortura, el tormento se caracteriza por no ser una practica sobre el cuerpo
de carácter salvaje y desenfrenada; por el contrario, su uso está puntualmente codificado y
obedece a procedimientos clara y específicamente definidos de la manera más estricta para
arrancar la confesión viva y parlante del acusado. De ésta manera, el mecanismo de
producción de verdad tiene dos elementos: por un lado, la investigación que es llevada de
manera escrita y secretamente por parte de los magistrados y la autoridad judicial. Por otro
lado, el acto de confesión realizado por el acusado. Estos dos elementos tienen como
engranaje el cuerpo del supliciado para la composición unitaria del mecanismo de
producción de verdad, pues el cuerpo parlante es el que le da una legitimación a la verdad
que se produjo de manera escrita al dar una confesión que aparece como “espontanea” ante
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el tribunal, pero que en realidad ha sido arrancada de su propio cuerpo sufriente por medio
del tormento.
Ahora bien, otra parte que debe ser estudiada en relación con la tortura y el tormento es el
componente de castigo que tiene dentro de sí. En el momento en el que surgía una
sospecha, no se consideraba al acusado inocente hasta demostrar su culpabilidad, por el
contrario, se le consideraba como “un poco culpable” y, por tanto, merecedor de un cierto
castigo: “la demostración en materia penal no obedece a un sistema dualista –verdadero o
falso– sino a un principio de gradación continua: un grado obtenido en la demostración
formaba ya un grado de culpabilidad e implicaba, por consiguiente, un grado de castigo”
(Foucault, 2009, p. 52). De esta manera, se torturaba al acusado con una doble función: por
un lado, como forma de “castigo parcial” al considerársele como “un poco culpable”. Por el
otro, el tormento, como ya se ha dicho antes, se utiliza como técnica para la extracción de la
confesión y producción de la verdad. En conclusión, el procedimiento penal, durante todo
el siglo XVIII, utilizará el cuerpo del acusado como cuerpo parlante y cuerpo sufriente para
la producción de verdad y para la ejecución del castigo mucho antes de dictar una sentencia
final. En este orden de ideas, se puede decir que es del cuerpo del acusado de donde se
extraen tanto la verdad como la agonía del castigo en una misma práctica de la técnica del
tormento.
4. Ejecución de la pena: el cuerpo del condenado
Después del uso del mecanismo de producción de verdad en el cuerpo del supliciado, se
sigue, de manera inmediata, un nuevo uso de su cuerpo en una nueva etapa del
procedimiento penal, a saber, la sentencia y la ejecución de la pena: “el cuerpo del
condenado es de nuevo una pieza esencial en el ceremonial del castigo público.
Corresponde al culpable manifestar a la luz del día su condena y la verdad del crimen que
ha cometido” (Foucault, 2009, p. 53). En este orden de ideas, es en el ceremonial del
castigo que se practica sobre el cuerpo del acusado de donde surge a la luz aquella
investigación que estaba siendo llevada en la oscuridad y en el secreto por parte de la
instrucción judicial. Así, en el procedimiento que se practica en el cuerpo del supliciado,
aparece el acto de justicia que hasta ese momento estaba en reserva del soberano, de los
jueces y los magistrados. Es en ese preciso momento en donde la multitud empieza a jugar
el papel de testigo en el proceso judicial.
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Ahora bien, el proceso ceremonial en donde la ejecución de la pena se hace pública adopta
varios aspectos durante el siglo XVIII: en primer lugar, el condenado debe reconocer su
crimen haciéndolo visible en alguna parte de su cuerpo de manera que atestigua la verdad
de la justicia: “ya se trate simplemente de la picota o de la hoguera y de la rueda, el
condenado publica su crimen y la justicia que le impone el castigo, llevándolos físicamente
sobre su cuerpo” (Foucault, 2009, p. 53). En segundo lugar, se debe presentar ante el
público una nueva escena de confesión en donde la potencia y fuerza de la verdad sea
reafirmada una vez más. De esta manera, se publica la verdad por medio de la confesión del
acusado y, al mismo tiempo, el castigo se hace presente en el cuerpo del mismo; el suplicio
ha cumplido con su propósito: “la ceremonia penal, si cada uno de sus actores representa
bien su papel, tiene la eficacia prolongada de una confesión pública” (Foucault, 2009, p.
55). En tercer lugar, se hace uso del suplicio “simbólico” en donde la forma de la ejecución
remite a la índole del crimen. De aquí que se forme toda una teatralidad y una poética
dentro del suplicio, pues de cierta manera, se repite la forma del crimen en la pena de quien
lo cometió: “ante los ojos de todos, la justicia hace repetir el crimen a través de los
suplicios, publicándolo en su verdad y anulándolo a la vez por la muerte del culpable”
(Foucault, 2009, p. 55). Por último, el grito, el sufrimiento y el dolor que se presentan
resonantemente en el castigo se registran no solamente como el pago de la pena terrena,
sino también como parte de pago de la sentencia divina. En este orden de ideas, la muerte-
suplicio tiene la particularidad de ser un castigo en la tierra que sirve de anticipación al
martirio que debe esperar en el más allá: “la crueldad del castigo terreno se registra como
una rebaja de la pena futura: se dibuja en ella la promesa del perdón” (Foucault, 2009, p.
56).
5. Conclusión
A manera de conclusión podemos decir que, en esta primera época histórica estudiada por
Foucault, el cuerpo del acusado sirve de síntesis dentro de todas las practicas y rituales del
suplicio, de la producción de verdad y del castigo. Como lo dice Foucault (2009):
“Se cierra el círculo: del tormento a la ejecución, el cuerpo ha producido y
reproducido la verdad del crimen. O, mejor dicho, constituye el elemento que a
través de todo un juego de rituales y de pruebas confiesa que el crimen ha
ocurrido, profiere que lo ha cometido él mismo, muestra que lo lleva inscrito en
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sí, soporta la operación del castigo y manifiesta de la manera más patente sus
efectos. El cuerpo varias veces supliciado garantiza la síntesis entre la realidad
de los hechos y la verdad de la instrucción, entre los actos del procedimiento y
el discurso del criminal, entre el crimen y el castigo” (Foucault, 2009, p. 57).
BIBLIOGRAFÍA
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corregida ed.). (A. Garzón del Camino, Trad.) México: Siglo XXI.
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