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1. Nadó ciento cincuenta brazadas mar adentro y otras tantas de regreso, como cada mañana, hasta que sintió bajo los pies los guijarros redondos de la orilla. Se secó utilizando la toalla que estaba colgada en el tronco de un árbol traído por el mar, se puso ca- misa y zapatillas, y ascendió por el estrecho sendero que remontaba la cala hasta la torre vigía. Allí se hizo un café y empezó a trabajar, sumando azules y grises para definir la atmósfera adecuada. Durante la noche —cada vez dormía menos, y el sueño era una duer- mevela incierta— había decidido que necesitaría to- nos fríos para delimitar la línea melancólica del hori- zonte, donde una claridad velada recortaba las siluetas de los guerreros que caminaban cerca del mar. Eso los envolvería en la luz que había pasado cuatro días re- flejando en las ondulaciones del agua en la playa me- diante ligeros toques de blanco de titanio, aplicado muy puro. Así que mezcló, en un frasco, blanco, azul y una mínima cantidad de siena natural hasta que- brarlo en un azul luminoso. Después hizo un par de pruebas sobre la bandeja de horno que usaba como paleta, ensució la mezcla con un poco de amarillo y trabajó sin detenerse durante el resto de la mañana. Al cabo se puso el mango del pincel entre los dien- tes y retrocedió para comprobar el efecto. Cielo y mar www.alfaguara.santillana.es Empieza a leer... El pintor de batallas

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Page 1: El pintor de batallas - Web oficial de Arturo Pérez-Reverte · había menos turistas a bordo de la golondrina, y pron- ... ses que soplaban en invierno, encajonados por las bo-cas

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Nadó ciento cincuenta brazadas mar adentroy otras tantas de regreso, como cada mañana, hastaque sintió bajo los pies los guijarros redondos de laorilla. Se secó utilizando la toalla que estaba colgadaen el tronco de un árbol traído por el mar, se puso ca-misa y zapatillas, y ascendió por el estrecho senderoque remontaba la cala hasta la torre vigía. Allí se hizoun café y empezó a trabajar, sumando azules y grisespara definir la atmósfera adecuada. Durante la noche—cada vez dormía menos, y el sueño era una duer-mevela incierta— había decidido que necesitaría to-nos fríos para delimitar la línea melancólica del hori-zonte, donde una claridad velada recortaba las siluetasde los guerreros que caminaban cerca del mar. Eso losenvolvería en la luz que había pasado cuatro días re-flejando en las ondulaciones del agua en la playa me-diante ligeros toques de blanco de titanio, aplicadomuy puro. Así que mezcló, en un frasco, blanco, azuly una mínima cantidad de siena natural hasta que-brarlo en un azul luminoso. Después hizo un par depruebas sobre la bandeja de horno que usaba comopaleta, ensució la mezcla con un poco de amarillo ytrabajó sin detenerse durante el resto de la mañana.Al cabo se puso el mango del pincel entre los dien-tes y retrocedió para comprobar el efecto. Cielo y mar

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coexistían ahora armónicos en la pintura mural quecubría el interior de la torre; y aunque todavía que-daba mucho por hacer, el horizonte anunciaba unalínea suave, ligeramente brumosa, que acentuaría lasoledad de los hombres —trazos oscuros salpicadoscon destellos metálicos— dispersos y alejándose bajola lluvia.

Enjuagó los pinceles con agua y jabón y los pu-so a secar. Desde abajo, al pie del acantilado, llegabael rumor de los motores y la música del barco de tu-ristas que cada día, a la misma hora, recorría la costa.Sin necesidad de mirar el reloj, Andrés Faulques supoque era la una de la tarde. La voz de mujer sonaba comode costumbre, amplificada por la megafonía de a bor-do; y aún pareció más fuerte y clara cuando la embar-cación estuvo ante la pequeña caleta, pues entonces elsonido del altavoz llegó hasta la torre sin otro obstá-culo que algunos pinos y arbustos que, pese a la ero-sión y los derrumbes, seguían aferrados a la ladera.

«Este lugar se llama cala del Arráez, y fue refu-gio de corsarios berberiscos. Sobre el acantilado pueden veruna antigua atalaya de vigilancia, construida a principiosdel siglo XVIII como defensa costera, con objeto de avisar alas poblaciones cercanas de las incursiones sarracenas...»

Era la misma voz de todos los días: educada,con buena dicción. Faulques la imaginaba joven; sinduda una guía local, acompañante de los turistas en elrecorrido de tres horas que la embarcación —una go-londrina de veinte metros de eslora, pintada de blancoy azul, que amarraba en Puerto Umbría— hacía entrela isla de los Ahorcados y Cabo Malo. En los últimos

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dos meses, desde lo alto del acantilado, Faulques lahabía visto pasar con la cubierta llena de gente provis-ta de cámaras de fotos y de vídeo, la música veraniegaatronando por los altavoces, tan fuerte que las inte-rrupciones de la voz femenina constituían un alivio.

«En esa torre vigía, abandonada durante muchotiempo, vive un conocido pintor que decora su interiorcon un gran mural. Lamentablemente, se trata de unapropiedad privada donde no se admiten visitas...»

Esta vez la mujer hablaba en español, pero enotras ocasiones lo hacía en inglés, italiano o alemán.Sólo cuando el pasaje era francés —cuatro o cinco ve-ces aquel verano—, tomaba el relevo en esa lenguauna voz masculina. De cualquier modo, pensó Faul-ques, la temporada estaba a punto de acabar, cada vezhabía menos turistas a bordo de la golondrina, y pron-to aquellas visitas diarias se convertirían en semanales,hasta interrumpirse cuando los maestrales duros y gri-ses que soplaban en invierno, encajonados por las bo-cas de Poniente, ensombrecieran mar y cielo.

Volvió a centrar su atención en la pintura,donde habían aparecido nuevas grietas. El gran pano-rama circular aún estaba pintado en zonas disconti-nuas. El resto eran trazos a carboncillo, simples líneasnegras esbozadas sobre la imprimación blanca de lapared. El conjunto formaba un paisaje descomunal einquietante, sin título, sin época, donde el escudo se-mienterrado en la arena, el yelmo medieval salpicadode sangre, la sombra de un fusil de asalto sobre unbosque de cruces de madera, la ciudad antigua amu-rallada y las torres de cemento y cristal de la moderna,

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coexistían menos como anacronismos que como evi-dencias.

Faulques siguió pintando, minucioso y pacien-te. Aunque la ejecución técnica era correcta, no setrataba de una obra notable, y él lo sabía. Gozaba debuena mano para el dibujo, pero era un pintor me-diocre. Eso también lo sabía. En realidad lo había sa-bido siempre; pero el mural no estaba destinado a otropúblico que a él mismo, poco tenía que ver con el ta-lento pictórico, y mucho, sin embargo, con su memo-ria. Con la mirada de treinta años pautados por el so-nido del obturador de una cámara fotográfica. De ahíel encuadre —era una forma de llamarlo tan buenacomo otra cualquiera— de todas aquellas rectas y án-gulos tratados con una singular rigidez, vagamentecubista, que daba a seres y objetos contornos tan in-franqueables como alambradas, o fosos. El mural abar-caba toda la pared de la planta baja de la torre vigía,en un panorama continuo de veinticinco metros decircunferencia y casi tres de altura, sólo interrumpi-do por los vanos de dos ventanas estrechas y enfren-tadas, la puerta que daba al exterior y la escalera decaracol que llevaba a la planta de arriba, donde Faul-ques tenía dispuesta la estancia que le servía de vivien-da: una cocina portátil de gas, un pequeño frigorífico,un catre de lona, una mesa y sillas, una alfombra y unbaúl. Vivía allí desde hacía siete meses, y había em-pleado los dos primeros en hacerlo habitable: techoprovisional de madera impermeabilizada sobre la torre,vigas de hormigón para reforzar los muros, postigosen las ventanas, y el despeje del conducto que salía de

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la letrina horadada en la roca, a modo de estrechosemisótano, para desembocar en el acantilado. Teníatambién un depósito de agua instalado afuera, sobreun cobertizo de tablas y uralita que le servía al mis-mo tiempo de ducha y de garaje para la moto de cam-po con la que, cada semana, bajaba al pueblo en bus-ca de comida.

Las grietas preocupaban a Faulques. Demasia-do pronto, se dijo. Y demasiadas grietas. La cuestiónno afectaba al futuro de su trabajo —ya era un traba-jo sin futuro desde que descubrió aquella torre aban-donada y concibió la idea— sino al tiempo necesariopara ejecutarlo. Con ese pensamiento deslizó, inquie-to, las yemas de los dedos por el abanico de minúscu-las hendiduras que se extendían por la parte más aca-bada del mural, sobre los trazos negros y rojos querepresentaban el contraluz asimétrico, poliédrico, delos muros de la ciudad antigua ardiendo en la distan-cia —el Bosco, Goya y el doctor Atl, entre otros: ma-no del hombre, naturaleza y destino fundidos en elmagma de un mismo horizonte—. Aquellas grietasirían a más. No eran las primeras. El refuerzo de la es-tructura de la torre, el enfoscado de cemento y arena,la imprimación de pintura acrílica blanca, no basta-ban para contrarrestar la vetustez del tricentenarioedificio, los daños causados por el abandono, la in-temperie, la erosión y el salitre del mar cercano. Eratambién, en cierto modo, una lucha contra el tiempo,cuyo carácter tranquilo no ocultaba la inexorable vic-toria de este. Aunque ni siquiera eso, concluyó Faul-ques con añejo fatalismo profesional —grietas había

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visto unas cuantas en su vida—, tuviese excesiva im-portancia.

El dolor —una punzada muy aguda en el cos-tado, sobre la cadera derecha— llegó puntual, sin avi-sar esta vez, fiel a la cita de cada ocho o diez horas. Faul-ques se quedó inmóvil, conteniendo la respiración,para dar tiempo a que cesara el primer latido; luegocogió el frasco que había sobre la mesa e ingirió doscomprimidos con un sorbo de agua. En las últimassemanas había tenido que doblar la dosis. Al cabo deun momento, más sereno —era peor cuando el dolorvenía de noche, y aunque se calmaba con los compri-midos lo dejaba desvelado hasta el alba—, recorrió elpanorama con una lenta mirada circular: la ciudad le-jana, moderna, y la otra ciudad más cerca y en llamas,las abatidas siluetas que huían de ella, los sombríos es-corzos de hombres armados en un plano más próxi-mo, el reflejo rojizo del fuego —trazos de pincel fino,bermellón sobre amarillo— deslizándose por el metalde los fusiles, con el brillo peculiar que el ojo del in-fortunado espectador protagonista capta inquieto, ape-nas abre la puerta, cloc, cloc, cloc, ruido nocturno debotas, hierro y fusiles, preciso como en una partiturade música, antes de que lo hagan salir descalzo y le cor-ten —le vuelen, en versión actualizada— la cabeza.La idea era prolongar la luz de la ciudad incendiadahasta el amanecer gris de la playa, que con su paisajelluvioso y el mar al fondo moría, a su vez, en un atar-decer eterno, preludio de esa misma noche o de otraidéntica, bucle interminable que llevaba el punto dela rueda, el péndulo oscilante de la Historia, hasta

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lo alto del ciclo, una y otra vez, para hacerlo caer denuevo.

Un conocido pintor, había afirmado la voz.Siempre decía eso con las mismas palabras mientrasFaulques, que imaginaba a los turistas apuntando ha-cia la torre los objetivos de sus cámaras, se preguntabade dónde habría sacado aquella mujer —el hombreque hablaba en francés nunca mencionaba al habi-tante de la torre— tan inexacta información. Quizá,concluía, sólo se trataba de un recurso para dar másinterés al paseo. Si Faulques era conocido en determi-nados lugares y círculos profesionales, no era por sutrabajo pictórico. Después de unos primeros escar-ceos juveniles, y durante el resto de su vida profesio-nal, el dibujo y los pinceles habían quedado atrás, lejos—al menos así lo estuvo creyendo él hasta una fechareciente— de las situaciones, los paisajes y las gentesregistradas a través del visor de su cámara fotográfica:la materia del mundo de colores, sensaciones y rostrosque constituyó su búsqueda de la imagen definitiva,el momento al mismo tiempo fugaz y eterno que lo ex-plicara todo. La regla oculta que ordenaba la impla-cable geometría del caos. Paradójicamente, sólo desdeque había arrinconado las cámaras y empuñado denuevo los pinceles en busca de la perspectiva —¿tran-quilizadora?— que nunca pudo captar mediante unalente, Faulques se sentía más cerca de lo que duran-te tanto tiempo buscó sin conseguirlo. Quizá despuésde todo —pensaba ahora— la escena no estuvo ja-más ante sus ojos, en el verde suave de un arrozal, enel abigarrado hormigueo de un zoco, en el llanto de

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un niño o en el barro de una trinchera, sino dentro desí mismo: en la resaca de la propia memoria y los fan-tasmas que jalonan sus orillas. En el trazo de dibujo ycolor, lento, minucioso, reflexivo, que sólo es posiblecuando el pulso late ya despacio. Cuando los viejos ymezquinos dioses, y sus consecuencias, dejan de inco-modar al hombre con odios y favores.

Pintura de batallas. El concepto resultaba im-presionante para cualquiera, perito en el oficio o no; yFaulques se había aproximado al asunto con toda laprudencia y la humildad técnica posibles. Antes decomprar aquella torre e instalarse en ella, pasó añosacumulando documentación, visitando museos, es-tudiando la ejecución de un género que ni siquiera lehabía interesado en la época de estudios y aficionesjuveniles. De las galerías de batallas de El Escorial yVersalles a ciertos murales de Rivera o de Orozco, delas vasijas griegas al molino de los Frailes, de los librosespecializados a las obras expuestas en museos de Eu-ropa y América, Faulques había transitado, con la mi-rada singular que tres décadas capturando imágenesde guerra le dejaron impresa, por veintiséis siglos deiconografía bélica. Aquel mural era el resultado finalde todo ello: guerreros ciñéndose la armadura en te-rracota roja y negra, los legionarios esculpidos en lacolumna Trajana, el tapiz de Bayeux, el Fleurus de Car-ducho, San Quintín visto por Luca Giordano, las ma-tanzas de Antonio Tempesta, los estudios leonardes-cos de la batalla de Anghiari, los grabados de Callot,el incendio de Troya según Collantes, el Dos de Ma-yo y los Desastres vistos por Goya, el suicidio de Saúl

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por Brueghel el Viejo, saqueos e incendios contados porBrueghel el Joven o por Falcone, las batallas del Bor-goñón, el Tetuán de Fortuny, los granaderos y jinetesnapoleónicos de Meissonier y Detaille, las cargas decaballería de Lin, Meulen o Roda, el asalto al conven-to de Pandolfo Reschi, un combate nocturno de Mat-teo Stom, los choques medievales de Paolo Uccello ytantas obras estudiadas durante horas y días y mesesen busca de una clave, un secreto, una explicación oun recurso útil. Cientos de notas y de libros, miles deimágenes, se apilaban alrededor y dentro de Faulques,en aquella torre o en su memoria.

Pero no sólo batallas. La ejecución técnica, laresolución de las dificultades que planteaba semejan-te pintura estaba en deuda, también, con el estudio decuadros con motivos diferentes a la guerra. En al-gunas inquietantes pinturas o grabados de Goya, enciertos frescos o lienzos de Giotto, Bellini y Piero dellaFrancesca, en los muralistas mejicanos y en pintoresmodernos como Léger, Chirico, Chagall o los prime-ros cubistas, Faulques había encontrado solucionesprácticas. Del mismo modo que un fotógrafo se en-frentaba a problemas de foco, luz y encuadre plantea-dos por la imagen de la que pretendía apropiarse, pin-tar suponía también enfrentarse a problemas solublesmediante la aplicación rigurosa de un sistema basadoen fórmulas, ejemplos, experiencia, intuiciones y genio,cuando se disponía de él. Faulques conocía la manera,controlaba la técnica, pero carecía del rasgo esencialque separa la afición del talento. Consciente de ello,sus primeros intentos por dedicarse a la pintura se

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habían detenido de forma temprana. Ahora, sin em-bargo, gozaba de los conocimientos adecuados y de laexperiencia vital necesaria para enfrentarse al desafío:un proyecto descubierto a través del visor de una cá-mara y fraguado en los últimos años. Un panoramamural que desplegase, ante los ojos de un observadoratento, las reglas implacables que sostienen la guerra—el caos aparente— como espejo de la vida. Aquellaambición no aspiraba a obra maestra; ni siquiera pre-tendía ser original, aunque en realidad lo fuese la sumay combinación de tantas imágenes tomadas a la pintu-ra y a la fotografía, imposibles sin la existencia, o la mi-rada, del hombre que pintaba en la torre. Pero el muraltampoco estaba destinado a conservarse indefinida-mente, o a ser expuesto al público. Una vez acabado, elpintor abandonaría el lugar y este correría su propiasuerte. A partir de ahí, quienes iban a continuar el tra-bajo serían el tiempo y el azar, con pinceles mojados ensus propias, complejas y matemáticas combinaciones.Eso formaba parte de la naturaleza misma de la obra.

Siguió observando Faulques el gran paisaje cir-cular hecho en buena parte de recuerdos, situaciones,viejas imágenes de nuevo devueltas al presente en co-lores acrílicos, sobre aquella pared, tras recorrer duran-te años los miles de kilómetros, la geografía infinitade circunvalaciones, neuronas, pliegues y vasos sanguí-neos que constituían su cerebro, y que en él se extin-guirían, también, a la hora de su muerte. La primeravez que, años atrás, Olvido Ferrara y él habían habla-do de la pintura de batallas fue en la galería del pala-cio Alberti, en Prato, frente al cuadro de Giuseppe Pi-

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nacci titulado Después de la batalla: una de esas espec-taculares pinturas históricas de composición perfecta,equilibrada e irreal, pero que ningún artista lúcido,pese a todos los adelantos técnicos, resabios y moder-nidad interpuesta, se atrevería nunca a discutir. Quécurioso, había dicho ella —entre cadáveres despoja-dos y agonizantes, un guerrero remataba a culatazos aun enemigo caído semejante a un crustáceo, comple-tamente cubierto con casco y armadura—, que casitodos los pintores interesantes de batallas sean ante-riores al siglo XVII. A partir de ahí nadie, excepto Goya,se atrevió a contemplar a un ser humano tocado deveras por la muerte, con sangre auténtica en vez de ja-rabe heroico en las venas; quienes pagaban sus cuadrosdesde la retaguardia lo consideraban poco práctico.Luego tomó el relevo la fotografía. Tus fotos, Faul-ques. Y las de otros. Pero hasta eso perdió su honra-dez, ¿verdad? Mostrar el horror en primer plano ya essocialmente incorrecto. Hasta al niño que levantó lasmanos en la foto famosa del gueto de Varsovia le ta-parían hoy la cara, la mirada, para no incumplir lasleyes sobre protección de menores. Además, se aca-bó aquello de que sólo con esfuerzo puede obligarsea una cámara a mentir. Hoy, todas las fotos dondeaparecen personas mienten o son sospechosas, tantosi llevan texto como si no lo llevan. Dejaron de ser untestimonio para formar parte de la escenografía quenos rodea. Cada cual puede elegir cómodamente laparcela de horror con la que decorar su vida conmo-viéndose. ¿No crees? Qué lejos estamos, date cuenta, deaquellos antiguos retratos pintados, cuando el rostro

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humano tenía alrededor un silencio que reposaba lavista y despertaba la conciencia. Ahora, nuestra sim-patía de oficio hacia toda clase de víctimas nos liberade responsabilidades. De remordimientos.

Olvido no podía imaginarlo entonces —hacíapoco tiempo que viajaban juntos por guerras y mu-seos—, pero sus palabras, como otras pronunciadasdespués en Florencia ante un cuadro de Paolo Ucce-llo, habrían de resultar premonitorias. O tal vez lo quehabía ocurrido era que esas palabras y otras que vinie-ron después despertaron en Faulques, a partir de en-tonces, algo que venía incubándose desde hacía tiempo;quizás desde el día en que una foto suya —un joven-císimo guerrillero angoleño llorando junto al cadáverde un amigo— fue adquirida para promocionar unamarca de ropa; o desde otro día, no menos singular,en que tras detallado estudio de la foto del milicianoespañol muerto, de Robert Capa —indiscutido iconode la fotografía bélica honesta—, Faulques concluyóque en tantas guerras propias nunca había visto quenadie muriera en combate con las rodilleras de los pan-talones y la camisa tan impecablemente limpias. Esosdetalles y muchos otros, nimios o importantes, inclui-da la desaparición de Olvido Ferrara en los Balcanes yel paso del tiempo en el corazón y la cabeza del fotó-grafo, eran motivos remotos, piezas del complejo en-tramado de casualidades y causalidades que ahora lotenían frente al mural, en la torre.

Quedaba mucho por hacer —había cubiertoalgo más de la mitad del cuadro esbozado a carbonci-llo en la pared blanca—, pero el pintor de batallas es-

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taba satisfecho. En cuanto al trabajo de esa mañana,la playa bajo la lluvia y las naves que se alejaban de laciudad incendiada, aquel reciente azul brumoso enla melancolía del horizonte, casi gris entre mar y cie-lo, orientaban la mirada del espectador hacia ocultaslíneas convergentes que relacionaban las siluetas leja-nas erizadas de destellos metálicos con la columna defugitivos, y en especial con un rostro de mujer de ras-gos africanos —grandes ojos, el trazo firme de una fren-te y una barbilla, dedos que hacían ademán de velaraquella mirada— situado en primer plano, en tonoscálidos que acentuaban su proximidad. Pero nadie po-ne lo que no tiene, creía Faulques. La pintura, comola fotografía, el amor o la conversación, eran semejan-tes a esas habitaciones de hoteles bombardeados, conlos cristales rotos y despojadas de todo, que sólo po-dían amueblarse con lo que uno sacaba de su mochila.Había lugares de guerra, situaciones, rostros de fotoobligada como podían serlo, en otro orden de cosas,París, el Taj Mahal o el puente de Brooklyn: nueve decada diez fotógrafos recién llegados se atenían al ri-tual, en busca de la instantánea que los inscribiera enel club selecto de los turistas del horror. Pero ese nun-ca fue el caso de Faulques. Él no pretendía justificar elcarácter predatorio de sus fotografías, como quie-nes aseguraban viajar a las guerras porque odiaban lasguerras y a fin de acabar con ellas. Tampoco aspirabaa coleccionar el mundo, ni a explicarlo. Sólo queríacomprender el código del trazado, la clave del cripto-grama, para que el dolor y todos los dolores fuesen so-portables. Desde el principio había buscado algo dife-

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rente: el punto desde el que podía advertirse, o al me-nos intuirse, la maraña de líneas rectas y curvas, la tra-ma ajedrezada sobre la que se articulaban los resortesde la vida y la muerte, el caos y sus formas, la guerracomo estructura, como esqueleto descarnado, eviden-te, de la gigantesca paradoja cósmica. El hombre quepintaba aquella enorme pintura circular, batalla debatallas, había pasado muchas horas de su vida al ace-cho de tal estructura, como un francotirador pacien-te, lo mismo en una terraza de Beirut que en la orillade un río africano o en una esquina de Mostar, espe-rando el milagro que, de pronto, dibujara tras la lentedel objetivo, en la caja oscura —rigurosamente plató-nica— de su cámara y su retina, el secreto de aquella ur-dimbre complicadísima que restituía la vida a lo querealmente era: una azarosa excursión hacia la muertey la nada. Para llegar a esa clase de conclusiones me-diante su trabajo, muchos fotógrafos y artistas solíanaislarse en un taller. En el caso de Faulques, su tallerhabía sido especial. Abandonando los estudios sucesi-vos de arquitectura y arte, con veinte años se habíaadentrado en la guerra, atento, lúcido, con la cautelade quien por primera vez recorre un cuerpo de mujer.Y hasta que Olvido Ferrara entró en su vida y salió deella, creyó que sobreviviría a la guerra y a las mujeres.

Miró con atención aquel otro rostro, o más biensu depurada representación pictórica en la pared. Ha-bía sido portada de varias revistas después de que él locaptase, casi por azar —el preciso azar, sonrió esqui-nado, del momento exacto—, en un campo de refu-giados del sur de Sudán. Un día de rutina laboral, de

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tenso y silencioso ballet, sutiles pasos de baile entreniños que morían extenuados ante los objetivos desus cámaras, mujeres enflaquecidas con la mirada au-sente, huesudos ancianos sin otro futuro que sus re-cuerdos. Y mientras escuchaba el zumbido del mo-tor de la Nikon F3 rebobinando la película, Faulquesvio de soslayo a la muchacha. Estaba tumbada en elsuelo sobre una esterilla, tenía una jarra desportilladaen el regazo y se tocaba la cara con gesto cansado, ex-hausto. Fue el ademán lo que llamó su atención. Conreflejo automático comprobó la escasa cantidad de pe-lícula que le quedaba en la vieja y sólida Leica 3MD conobjetivo de 50 milímetros que llevaba colgada al cue-llo. Tres exposiciones serían suficientes, pensó mientrasempezaba a moverse hacia la muchacha con suavidad,intentando no ser causa de que esta descompusiera elgesto —aproximación indirecta lo llamaría despuésOlvido, aficionada a aplicar una cínica terminologíamilitar al trabajo de ambos—. Pero cuando Faulquesya estaba pegado al visor y tomaba foco, la muchachaadvirtió su sombra en el suelo, retiró un poco la manoy alzó el rostro, mirándolo. Esa fue la causa de que éltomase dos exposiciones rápidas, apretando el obtura-dor mientras su instinto le decía que no dejara per-derse una mirada que tal vez nunca más volvería a es-tar allí. Después, consciente de que sólo tenía unaoportunidad más de fijar aquello en el gelatinobro-muro de plata de la película antes de que se esfumarapara siempre, rozó con un dedo el anillo para regularel diafragma y adecuarlo al 5.6 que calculó para la luzambiente, varió unos centímetros el eje de la cámara

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y disparó la última fotografía un segundo antes de quela muchacha volviera el rostro, cubriéndoselo con lamano. Después ya no hubo nada más; y cuando él,cinco minutos más tarde, volvió a acercarse con lasdos cámaras otra vez cargadas y a punto, la mirada dela muchacha ya no era la misma y el momento habíapasado. Faulques viajó de regreso con aquellas tres fo-tografías en el pensamiento, preguntándose si el reve-lado las haría aparecer tal y como las había creído ver,o las recordaba. Y más tarde, en la penumbra roja delcuarto oscuro, acechó la aparición de las líneas y los co-lores, la lenta configuración del rostro cuyos ojos lo mi-raban desde el fondo de la cubeta. Después, secas lascopias, Faulques pasó mucho rato frente a ellas, cons-ciente de que se había acercado mucho al enigma y suformulación física. Las dos primeras eran menos per-fectas, con un ligero problema de foco; pero la terce-ra resultaba limpia y nítida. La muchacha era joven ytranslúcidamente bella a pesar de la cicatriz horizontalque marcaba su frente y los labios cuarteados —comoahora las grietas aparecidas en la pintura mural— porla enfermedad y la sed. Y todo, la cicatriz, las grietas delos labios, los dedos finos y huesudos de la mano juntoal rostro, las líneas del mentón y la tenue insinuaciónde las cejas, el fondo del trenzado romboidal de la este-rilla, parecían confluir en la luz de los ojos, el reflejo declaridad en los iris negros, su fija y desesperada resig-nación. Una máscara conmovedora, antiquísima, eter-na, donde convergían todas aquellas líneas y ángulos.La geometría del caos en el rostro sereno de una mu-chacha moribunda.

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Trabajo
Cuadro de texto
Queda prohibida, salvo excepción prevista en la ley, cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública y transformación de esta obra sin contar con autorización de los titulares de propiedad intelectual. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (arts. 270 y ss. Código Penal).
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