55044299 golondrina de invierno pdf

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    CARTA-DEDICATORIA

    Noviembre 30 de 1912. Querido Jorge Gustavo: No habrs olvidado que este libro debi llevar nuestras dos firmas. Yo te envi de Buenos Aires los borradores, confiado en que t tendras tiempo, ya que la voluntad es una de tus gran-des virtudes, para completar la obra. Era como si te hubiese en-viado el mrmol a medio desbastar, la creacin en germen, para que con el vigoroso cincel de tu estilo le dieses firma y vida bella. No pudo ser; pero como tampoco puedo conformarme con el fra-caso total de ese propsito fraterno, estampo tu nombre en la primera pgina de esta GOLONDRINA DE INVIERNO que, irona de las ironas, se echa a volar desde mi alero de uoa en pleno reinado de la primavera. Recuerdas cuando sobamos ambos nuestra primera novela? Las playas amadas de ese lugarejo coquimbano, las bri-sas salobres que en las tardes de paz oreaban nuestros cabellos de muchachos soadores, mientras en voz alta leamos o recit-bamos nuestros autores favoritos, no conservan ya las huellas de nuestros pasos, ni el eco de nuestras voces infantiles; pero al-

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    gn recuerdo nuestro no ir a golpear de cuando en cuando la puerta y la memoria de aquellos viejos pescadores a quienes ve-amos tejer sus redes bajo el sol amoroso, junto al quiltro familiar que nos adulaba, y entre el color radioso de pelargonias y gera-nios? Ah!, los aos han pasado y no en vano. Nuestros pro-yectos de colaboracin, incesantemente renovados, duermen no el sueo de la pereza y el olvido, sino el de la tregua. El hogar paterno se deshizo. La emigracin, el primer paso de la lucha nos empuj lejos del casern desolado. La peste blanca ha diezmado la alegre parvada que par-ti una buena maana, rumbo a lo desconocido del porvenir, con-fiada en el vigor de sus alas. El piano familiar ha callado. A veces un acorde de organillo, odo al pasar, nos pone tristes, porque nos reproduce instantneamente la escena de esos interiores apacibles del hogar provinciano. La risa ha huido de nuestro lado; preocupaciones graves han ensombrecido el gesto, otrora difano, de nuestros semblan-tes; el hogar, el terruo natal, son imgenes lejanas que se nos vuelven borrosas a travs del trfago de la lucha cotidiana. La tierra piadosa guarda los despojos de muchos de los seres que nos fueron ms queridos: padres, maestros, viejos amigos de quienes conservamos con mayor fidelidad la fisonoma que el nombre, ya no existen; slo existe la vida, la vida incomprensible y omnipotente a la cual nos hemos entregado con un ansia infini-ta de vencerla... y con la absoluta certeza de que acabar por vencernos. Una oleada de esa vida que dispone de nosotros es la que ha desviado nuestras rutas. Slo la comunicacin espiritual persiste. T, que en los tiempos difciles has sabido siempre ser la Mam Jacobo de este Petit-Chose, no me negars el derecho de referirme en pblico a todo ese pasado dulce y dramtico que ya no nos pertenece. Al dedicarte esta novela que, como tantas otras an en gestacin, debimos escribir juntos, la palabra deber me suena a seco, a poco fraternal. Despus de todo, aunque no

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    hayas trazado una sola de las frases de este libro, GOLONDRI-NA DE INVIERNO tiene mucho de ti; sus pginas son de amor, de ternura, de emocin sencilla, de poesa, y t no lo ignoras, no de otra cosa estaba hecha esa vida que he venido recordando, como quien hojea un lbum de familia... Publicada primero en folletines, esta novela ha tenido la suerte de ir penetrando, da a da, en muchos hogares y en mu-chos corazones. Algo me dice que de ninguna parte han de pros-cribirla. Nunca viene mal un rayo de sol, el canto de un pjaro o el perfume de una flor que se abre. Pero mi mayor orgullo sera que ocupara perpetuamente un lugarcito en tu biblioteca de hombre estudioso para que te sirva hoy de descanso en medio de tus laboriosas especulaciones, y maana llegue a ser la prefe-rida de tus hijas, a las que he visto emocionado en la gloria de su primera infancia y para las cuales no deseo otra herencia que la de tu bondad inmarcesible.

    Vctor Domingo.

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    P R I M E R A P A R T E

    DE VERANEO I

    En la vieja casa de campo, refaccionada cada ao y embelle-cida por el cario de su dueo, haba un gran silencio. Era un po-co ms de medioda. Acababa de terminarse el almuerzo, con la apacible familiaridad de costumbre, y los dos hermanos haban salido a tomar el fresco al corredor que daba al patio. Ya no can-taban las chicharras, y el viento era tan suave, que las hojas de los rboles, al moverse, apenas hacan ruido. En su jaula de ca-a, dos jilgueros dejaban or, muy de tarde en tarde, sus gorjeos agudos y vibrantes. Dardo, el galgo zorrero, dormitaba, totalmen-te echado sobre el piso, levantando a menudo la cabeza para espantar las moscas, y volver en seguida a su inmovilidad. El sol, un sol radiante de febrero, caa como una gloria sobre el paisaje. Entre los pmpanos del parrn envejecido, vease brillar, en apretados racimos, las uvas ya maduras. Del rosal traa el viento un olor tan penetrante, como cuando en un aposento se derrama un pomo de perfumes. Jos Antonio hojeaba los diarios llegados por el ltimo correo y Anita, sentada cerca de l, una pierna so-bre la otra y las manos cruzadas sobre las rodillas, miraba fija-mente a un punto lejano, en actitud meditativa. -Sabes? -dijo de pronto Jos Antonio- Joaqun tiene visitas. -Dice algo el diario? -pregunt Anita, con ese tono de curio-

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    sidad inmediata que tienen todas las mujeres para inquirir asun-tos de sociedad. -S. Quieres ver? Y le pas el diario. Anita ley, en efecto, la noticia de vida so-cial. Al vecino fundo de Painahun, de propiedad de don Joaqun Paredes, haba llegado desde la capital, a pasar la temporada de verano, la familia del senador Ocampo. -Trabajo para Rosario -dijo, pensando, como es natural supo-nerlo, en la duea de casa. Sigui un largo silencio. No se oa ms que el crujido de los diarios, al pasar entre las manos de Jos Antonio, y, de cuando en cuando, los gorjeos de los pajarillos en su jaula. El calor se haca enervante. Las enredaderas de los pilares parecan mus-tias de fiebre, y, en el suelo, se dira que hasta de los guijarros se escapaban chispas. Anita haba vuelto a su ensimismamiento soador. Sus ojos se clavaban en una lejana indecisa y pleg-banse sus labios como en un recogimiento de oracin. Su her-mosa cabeza rubia se inclinaba hacia adelante, dejando ver la nuca de un blanco mate limitado por el negro severo de la blusa de luto. -Me voy -dijo Jos Antonio-. A sos no se les puede dejar so-los mucho rato. -No vaya a hacerte mal el calor -objet Anita. -A m? Parece que no me conocieras... Das peores he re-sistido... Se puso de pie y golpe las manos. Como obedeciendo a una consigna, Dardo se haba incorporado tambin y miraba a su amo, bostezando largamente, Anita haba corrido a traer el som-brero de anchas alas y la manta de colores que usaba Jos An-tonio en sus faenas de campo, mientras l se acercaba a una si-lla en que se vean las espuelas. Por un lado del corredor apare-ci un huaso, haciendo, con sus pasos torpes, campanear las rodajas, y se llev las manos a la altura del guarapn. -Ya est listo el manco, patrn. Anita se volva tambin, y Jos Antonio terminaba de calzarse

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    las espuelas y las polainas. -Hasta luego, ata -dijo, tendiendo a su hermana las manos gruesas y speras, que ella estrech en las suyas, de una deli-cadeza de lirios. -Hasta luego, y vuelve cuanto antes. -Te sientes mal? -No. Es que voy a aburrirme de lo lindo. Salieron ambos por el pasadizo, hacia el lado de la carretera, a donde daba el frente de la casa. All esperaba el Mulato, atado al poste rabiando y pateando, molestado por las moscas, que el calor haca ms hostigosas. Jos Antonio mont y parti al galo-pe, seguido de Dardo, y Anita volvi al interior, despus de verlo perderse entre la polvareda, en un recodo del camino. Tena ella veinte aos y era cinco menor que su hermano. No haba conocido a su madre, que perdi al nacer, y su vida haba sido siempre un poco melanclica. Transcurrieron sus primeros aos en casa de unas tas viejas y regaonas, en la capital de la provincia, y, apenas cumplidos los diez, pusironla interna en el colegio del convento. All haba permanecido siete aos, los me-jores de su vida, sin ir a la hacienda, sino durante dos o tres me-ses del perodo de vacaciones, que le bastaban para reponerse, en su libre contacto con la naturaleza, de las asperezas de la vi-da claustral. Quiso siempre mucho a su padre y a su hermano; en ellos, que la idolatraban a su vez, puso todo el cario de su in-fancia y de su adolescencia. No era fuerte; pero tampoco tena mala salud. Era sencillamente delicada, como lo fue siempre su madre, de quien haba heredado la fina complexin y la pureza correcta y aristocrtica de las lneas. Dos aos antes, cuando, al fin, haban decidido dejarla vivir en el fundo, muri su padre, ya anciano, aunque en la plenitud de su vigor. Una apopleja violenta se lo llev en un cuarto de hora. Fue se el primer dolor de su vida, que hasta entonces haba si-do algo montona en su misma regularidad. Llor mucho, llor desesperadamente. Tuvo pensamientos de enclaustrarse para siempre, de profesar. Jos Antonio, con su tino de hombre prc-

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    tico, se lo impidi, consintiendo solamente, como compensacin, en que llevase luto por tiempo indefinido. Ahora, aquel gran dolor se haba amortiguado. Quedbale slo una secreta melancola, que en ocasiones llegaba hasta a inquietar a Jos Antonio. Aco-sbanla crisis de llanto inmotivado, y su hermano, que la espiaba con carioso inters, la sorprenda a menudo rezando o besan-do, entre lgrimas, estampas benditas, tradas del convento. Jos Antonio comprenda demasiado bien que aquella sole-dad y aquel retiro no eran lo ms apropiado para combatir seme-jante estado de nimo. Pero qu poda hacer? De buena gana la hubiera llevado a la ciudad, mas se lo impeda la atencin ne-cesaria de sus trabajos agrcolas. Ella no quera tampoco mover-se, ni mucho menos ir a vivir con sus tas, de las cuales conser-vaba un recuerdo muy poco agradable. Donde le gustaba ms pasar, de cuando en cuando algunas horas, era en Painahun, y Jos Antonio, que lo saba, la acom-paaba a menudo all. Joaqun y Rosario eran dos excelentes amigos y haca tiempo que sta vena instando a los hermanos a que fuesen a pasar una temporada con ellos. Sola ya, Anita se dirigi al saln y abri el piano, mudo desde el terrible da en que el padre cerrara los ojos para siempre. Sus dedos torpes insinuaron los primeros compases del Ave Mara de Gounod. Poco a poco, el encanto grave de aquella msica, en la silenciosa soledad del saln, entre los cuadros y los muebles fa-miliares, la fue sobrecogiendo. Durante todo aquel da haba es-tado ms soadora que nunca. Varias veces, en el curso del al-muerzo, Jos Antonio haba tenido que llamarle la atencin para que no dejara enfriarse los bocados. La poderosa virtud evocati-va de los sonidos obr en su espritu, y en un minuto pasaron por su imaginacin, en vertiginoso desfile, todas las horas de su vida, hasta el momento fatal en que quedara hurfana. Y de pronto, re-clinndola frente en el piano, dej de tocar y rompi en un sollozo inacabable.

    II

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    Jos Antonio volvi la cabeza, con ese instinto de hombre de campo que parece adivinar la presencia de ruidos extraos. Aca-baba de sentir, hacia la derecha, algo como la sombra de un ru-mor. -Es alguien a caballo -pens. En efecto, minutos despus desembocaba en la carretera sur-giendo de entre los cercos de zarzamoras, una ruidosa cabalga-ta: tres, cuatro, seis mujeres que, con la huasca en alto estimula-ban a las bestias en sus briosos galopes, sin cuidarse del viento que les haca flamear las faldas y el sombrero, ni de los torbelli-nos de polvo que se levantaban a su paso. -Veraneantes -dedujo el joven. Y sigui, interesado en la faena que haca ya buen rato le te-na en mitad del potrero, sobre su caballo marchador. En torno oleaba la alfalfa, de un verde alegre y vivaz, barnizado por el tor-nasol de la siesta. Un grupo de jinetes no era cosa que le obliga-se a distraerse. Hijo y nieto de hacendados, Jos Antonio trabajaba la tierra desde haca unos cuatro aos, con xito creciente. Resuelto a hacerse un agricultor a la moderna, estudi en el Instituto hasta obtener su ttulo de ingeniero agrnomo. Solo y libre al frente de sus vastas propiedades se consagr desde luego a innovar un poco en los anticuados sistemas de explotacin agrcola hasta entonces empleados en ella. De los viejos campesinos, sus abuelos, tena el entusiasmo tenaz para el trabajo, ese empuje decidido que haca a nuestros antiguos patrones de campo apearse del caballo y ayudar personalmente -poniendo el hombro si era necesario- a los carreteros perplejos delante del vehculo atollado. Y de l, propio suyo, contaba con la paciencia prctica con que le haban favorecido las aulas, su aspiracin al progreso en materia de industrias, su apego a las novedades tiles, a las que siempre resistieran sus antepasados. Como el ruido le haba antes preocupado, ahora el sbito si-lencia le llam la atencin. Tendi la vista hacia la carretera y vio

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    que la cabalgata se haba detenido. Las nubadas de polvo se desvanecan, doradas por el sol. Las mujeres, a las que desde esa distancia vea hermosas y atrayentes, parecan deliberar. El comprendi luego de qu se trataba. Haban encontrado el camino obstruido por una puerta de po-trero, de grandes varas sin labrar, y no saban si franquear el obstculo o volverse para tomar otro camino. Tal vez habran op-tado por lo ltimo, si Jos Antonio no se hubiese apresurado a di-rigirse hacia ellas, para preguntarles, sin gran ceremonia, pero con cortesa, si deseaban pasar. -S -contest una de las jvenes, que pareca la ms resuelta-. No sospechbamos dar con este inconveniente. -Es fcil allanarlo -observ l, acercndose ms. Se baj, corri los palos y la puerta qued libre. Impetuosa-mente se introdujo por all el grupo. La que haba hablado, juzg oportuno mostrarse agradecida, y adelant sola al paso de su cabalgadura. -No est prohibido el paso por aqu? -pregunt. -Oh, no! De ningn modo... -Entonces, debo darle las gracias. Pero a quin? Al seor administrador? Por un sentimiento de coquetera que no supo explicarse, Jo-s Antonio ocult su verdadera personalidad. -S, seorita -dijo-, para servir... El administrador. Ella le envi una sonrisa que le permiti lucir su dentadura, volvi bridas, y de un violento galope alcanz a sus compaeras. El joven hacendado la sigui con la vista como a una sombra. Cerr de nuevo la puerta, mont, y ech a andar pasito a pasito por el potrero verdegueante. Haba tal silencio, que se alcanzaba a percibir distintamente el crujir de la montura, y el tintineo de las rodajas campesinas. De temperamento apacible, aunque de inteligencia despeja-da, y naturalmente despierta, Jos Antonio no haba sabido ja-ms lo que era estar enamorado. Era un buen muchacho, cuya nica ambicin, hasta entonces, haba sido aprender muy bien lo

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    que le enseaban los profesores. Fuerte y gil, se conquist en-tre sus camaradas la fama de un pequeo atleta que fue, durante algn tiempo, su nico orgullo. Arrastrado por algunos de ellos, haba frecuentado en la capital los teatros de tandas, pero se po-da jurar que nunca le haba entusiasmado ms la primera tiple que el tenor cmico. A menudo, con su excelente voz de barto-no, sala tarareando los aires menos vulgares de la msica zar-zuela. No saba lo que eran enredos amorosos; su juventud se haba deslizado como el caudal de una vertiente desconocida, sin que la menor inquietud pasional le perturbara jams. Los amigos de las haciendas vecinas, entre ellos Joaqun Paredes, decan de l que era madera de soltern, y l mismo haba llega-do a convencerse de eso. El problema del matrimonio, que se nos presenta fatalmente, antes o despus de los veinticinco aos, le tena sin cuidado. Aquella tarde, por la primera vez en su vida, se le ocurri a Jos Antonio pensar en que sus afanes carecan de objetivo. -Tengo veinticinco aos, casi veintisis -pensaba. Mis campos prosperan, la suerte responde a mi trabajo, voy en camino de ser un hombre de fortuna. Y para qu? Para quin? Anita? Anita de un da a otro se casar... El caballo, su noble y dcil Mulato, iba a la marcha potrero arriba. l cerraba los ojos y vea, en su imaginacin, pasar una cabalgadura adorable, dos ojos grandes se fijaban en l, una voz de timbre grato y vibrador le halagaba el odo, volva l a encan-tarse ante una sonrisa de suavidad desconocida y dos filas de dientes bonitsimos. Turbado, ms que por aquellas divagaciones por la perpleji-dad en que le suma el no poder atinar con su origen, puso su caballo al galope y se entreg a pensamientos ms positivos. Record que, das atrs, haba quedado de tratar la venta de su cosecha de pasto con un comerciante de las cercanas y tom al punto la direccin conveniente, hundido en uno de esos clculos que hacen siempre sonrer al hombre de negocios. Estuvo de vuelta casi al caer la tarde y encontr muy triste a

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    Anita. Esto lo decidi a mostrarse alegre y vivaracho, y a gastar una locuacidad poco habitual en l. Anita le desconoci. Y l, si-guiendo la broma, le dijo: -Cmo no he de estar contento con el encuentro que he te-nido? -S? -Dicen que es de buen agero toparse en el camino con un curcuncho; pero yo creo que es mejor encontrarse con un pua-do de buenas mozas. Y a instancias de Anita, a quien por fin se le haba despertado la curiosidad, cont las incidencias del da. -Sern las visitas de Joaqun? -insinu Anita. -Probablemente. -Entonces las conoceremos. A Jos Antonio, sin saber l mismo por qu, le lati violenta-mente el corazn. Record la pregunta que le dirigiera la hermo-sa desconocida, respecto a su empleo en el fundo, e hizo hinca-pi en la naturalidad con que haba disimulado la verdad. "Sin duda me ha encontrado demasiado joven para propieta-rio -se dijo-. Y adems..., adems, la indumentaria que llevo est lejos de corresponder a lo que realmente soy". En efecto, sus gustos modestos le hacan preferir las ropas menos llamativas. Desde su definitivo alejamiento de la capital, vesta a la usanza del campo: manta de colores, chaqueta corta, pantalones de borln, y grandes polainas con correones que le cubran hasta ms arriba de las rodillas. Por qu, pues al da si-guiente, cuid de vestir su traje de los das festivos, que se en-contraba flamante, y por qu se alegr cuando Marcos, el viejo mayordomo, le dijo que las seoritas, a las que haba abierto la puerta del potrero en la tarde de la vspera, se hallaban vera-neando en el fundo de su vecino?

    III Dos das despus, acababa de visitar Jos Antonio las insta-

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    laciones para la prxima primera trilla y marchaba al trote de su Mulato por el camino real, cuando le alcanz un jinete, que hizo rematar su caballo junto a l. Volvi la cabeza, y reconociendo al recin llegado: -Hola, Fermn! -le dijo. -Perdone, su merc -respondi Fermn, llevndose respetuo-samente la mano al sombrero-. El patrn me mandaba a dejarle una carta a su merc... -S? -pregunt Jos Antonio, sin poder dominar un mpetu de secreta alegra. Fermn era el mozo de su vecino. -Te dijo que esperaras la respuesta? -prosigui mientras rompa el sobre. -No, seor. -Entonces, le vas a decir a Joaqun que luego ir la respuesta. El mozo torci brida, y Jos Antonio, caminando al paso, ley la carta, en la que su amigo, junto con comunicarle la noticia de hallarse favorecido con la presencia de numerosos huspedes santiaguinos, le anunciaba un "maln" de un da para otro. "No es que yo quiera abusar -terminaba la carta-, sino que tu fundo es de lo poco que hay que ver por estos lados." Jos Antonio dobl el papel con aire preocupado, y se lo guard. No era hombre que pusiera mal cariz a una recepcin en sus dominios. La hospitalidad es una virtud tradicional en los campos de Chile. Lo que le llevaba como distrado era la redac-cin de la respuesta que acababa de prometer, y se arrepinti -hombre poco ducho en letras- de no haber contestado verbal-mente por intermedio de Fermn. Celebrando ntimamente la oportunidad que se le ofreca de conocer y servir a la bella des-conocida de la otra tarde, no tard media hora en despachar a un sirviente, con una esquela breve, pero expresiva. El domingo prximo se trillara el trigo, una parte con yeguas, y la otra a m-quina. La ocasin no poda, pues, ser ms favorable. Le rogaba, s, a su amigo Joaqun, que no ponderara mucho los adelantos de la propiedad que iban a visitar a fin de evitar posibles desen-

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    gaos. -Valiente compromiso -dijo Anita, sonriendo, cuando se im-puso del contenido de la carta. -Hay que salir airoso -agreg Jos Antonio. Era jueves an, y el joven hacendado, a quin el tiempo se haca interminable, como a todos los que esperan, acort los d-as, emplendolos febrilmente en preparar su fundo para recibir dignamente a las visitas. La casa entera fue revuelta y sacudida. Francisca, la vieja cocinera, tan activa, aunque bastaba ella sola para el servicio de la casa, tuvo que admitir el auxilio de dos mu-jeres que el patrn hizo venir del pueblo. El estanque, los laga-res, el molino, las segadoras, todas las maquinarias fueron reco-rridas y aseadas, lo mismo que las bodegas en donde reposaban noblemente, en anchos toneles, los vinos de autntica cepa fran-cesa. Anita resplandeca en sus tareas directivas. Por primera vez iba a recibir en su calidad de duea de casa a personas desco-nocidas, a gente de la capital! Nada se le ocultaba de la impor-tancia de este acto y experimentaba las mismas sensaciones de miedo y de placer que la invadieron, aos atrs, en las vsperas de su primera comunin. Tener de visitas a santiaguinos! A cada rato, cuando menos se lo esperaba, una angustia, a la que le costaba sobreponerse, la haca palidecer. Comprendiendo que no le iba a ser posible negarse a tocar el piano, se ejercit dos horas todas las tardes. Los detalles de cocina casi no la inquieta-ban, porque Francisca era una admirable artista en culinaria crio-lla: por su parte, haba aprendido con las monjas a preparar man-jares exquisitos, que constituyeron, durante algunos aos, la gran debilidad del pap. Por los dems, el luto, que no le permita sa-lirse de cierta severa sencillez, prestaba singular realce a su per-sona y ella poda estar segura de resistir victoriosamente a las comparaciones. Jos Antonio, asimismo, se dispuso bien. Escarb el bal, hizo blanquear su sombrero, bruir sus espuelas, rasquetear cui-dadosamente cada maana sus caballos de montar. Desde la

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    vspera se ola a fiesta en el fundo. Joaqun haba vuelto a en-viar recado, por el que se supo que se hallara all con su comiti-va en las primeras horas de la maana. -Esta bien. Saldr a esperarles -respondi Jos Antonio. Anita se qued, atareadsima siempre, ultimando los prepara-tivos. Por todas partes no se vean ms que flores, muchas flo-res... Los rosales, como si hubiera sabido el papel simptico que habra de tocarles desempear, amanecieron cuajados. La polvareda de la cabalgata les anunci desde lejos. -All vienen! -grito el joven hacendado, sin poder contenerse. Al alba se haba levantado y hecho ensillar su Mulato. Haca ya una hora larga que les esperaba, a la sombra de unos lamos, en mitad del camino. La maana estaba hermosa, una verdadera maana de esto, hacia las charcas doradas por los primeros ra-yos. La tierra, apenas humedecida de roco, enviaba a la atms-fera su generoso vaho de verdura. Jos Antonio, firme en su montura, con la manta terciada so-bre el hombro, senta que jams haba estado tan de acuerdo su corazn y el campo. "Es ella!", murmur sintiendo un estremecimiento interior que no pudo reprimir. S, era "ella", al frente de un grupo de jinetes, como un gene-ral en jefe. El viento le haca ondear el sombrero de anchas alas, anudado a la cara con un lazo de gasa blanca, cuyos extremos flotaban tambin como banderolas. l comprendi que le haba reconocido. Se sonroj, pues, cuando la oy gritar, a unos cuan-tos pasos ya: -Siempre galante el seor administrador! Vamos a saludar-lo... La cabalgata hizo alto y "ella" los present a todos, sobre la marcha, contando al punto, en voz alta, las atenciones que das atrs haba recibido de parte del seor administrador. -Iremos al paso -dijo enseguida-, para que nos alcancen los rezagados... -Y Joaqun? -pregunt Jos Antonio, extraado de no ver en

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    el grupo a su vecino. -Pero si l es jefe de la retaguardia! -Estamos muy lejos an? -pregunt unos de los jvenes de la comitiva-. El sol pica. -Cuestin de unas cuantas cuadras -respondi Jos Antonio-. Pero ya habr algo para pasar el calor... La retaguardia, entretanto, ganaba terreno. Apenas la divisa-ron, surgi entre todos la idea de ir a su encuentro. Reson el camino, bajo el tumulto de la cabalgata que daba una brusca media vuelta, y momentos despus se confundan vanguardia y retaguardia en un solo pelotn. -Mi querido Jos Antonio! -Hola, Joaqun...! Los dos amigos cambiaron un rpido y efusivo apretn de ma-nos, y Jos Antonio se adelant a saludar al "Estado Mayor", que ocupaba un carruaje. Los nios de Joaqun, que venan en otro, le gritaron: -Viva Jos Antonio..! -Pero no pasa un da sobre ustedes -dijo el joven, por decir algo, refirindose a su vecino y a la esposa de su vecino que, en realidad, se presentaba llena an de juventud y de viveza, a pe-sar de su naciente obesidad, fruto al parecer de una maternidad regular e infatigable. -No vengas con galanteras -replic Joaqun-. T s que eres joven... Y a propsito, qu haces aqu? Tu terreno est all, lo ves? adelante, con la gente joven! Y dirigindose al grupo de los de a caballo, grit: -Pero, qu significa esto? Han olvidado ustedes las leyes de la cortesa? Aqu tienen ustedes al dueo de casa, a nuestro anfitrin, con los viejos. "Ella" se destac entonces del grupo y se acerc a los carrua-jes del "Estado Mayor". -Es usted? -pregunt, no sin cierta malicia-. No le perdonar nunca la broma que nos ha jugado... Figrese usted, Joaqun, que ha venido hacindose pasar por el administrador de su

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    hacienda! Joaqun ri de muy buena gana. -Y en realidad, seorita -insisti Jos Antonio-, yo soy el admi-nistrador... Eso lo sabe todo el mundo. No es verdad, Joaqun? -S -respondi el interpelado-, es la verdad. Desde que no hay nadie que administre el fundo como t... -Jos Antonio -dijo Rosario-, y por qu no vino usted con Anita? No est bien acaso? -No, est mejor que nunca. Es que le ha dado todo su carc-ter a su papel de duea de casa, y ha preferido esperarnos all. -Al pie del can -observ gravemente un caballero de atilda-da figura que vena sentado junto a Rosario. Traa entra las manos un bastn con puo de oro, y su fisono-ma, encuadrada en hermosa barba de un gris casi blanco, era de un atractivo indiscutible. Sus ojos azules, vivos todava, hablaban de una larga historia de aventuras donjuanescas. Haba sido militar, luego diplomtico, y era en la actualidad polti-co de fila. Representaba en el senado a una de las provincias del extremo sur, la nica que, casualmente, no haba siquiera visita-do. -Pap, nosotros vamos a galopar -le grit "ella"-. Los vamos a dejar atrs. -Como quieras, hija, con tal que no te ocurra nada... -Qu me va a ocurrir. En todo caso, vamos con Jos Anto-nio... Dispnseme que le trate as -agreg en voz ms baja, diri-gindose a su acompaante-. Yo trato de ganarme su confianza porque creo que vamos a ser buenos amigos... -Y yo no slo se lo dispenso, sino que se lo agradezco -repuso l. -Galopemos? Y sin esperar respuesta, azot a su caballo y adelant al ga-lope. Jos Antonio, clavando las espuelas, le dio alcance. Un mi-nuto despus, toda la bandada se haba lanzado casi a escape y atronaba el camino con el estruendo de los cascos. La atmsfera se llenaba de gritos. Aquella cabalgata ciudadana era un mensa-

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    je de la ciudad a los campos, una reconciliacin entre los artifi-cios mundanos y la libre vida de la naturaleza. Los caballos es-pumajeaban. De los ranchos prximos sala uno que otro perro flaco a ladrar rabiosamente a la comitiva, y de ambos lados del camino se escapaban volando, despavoridas, bandadas de diu-cas y chincoles. La tierra entera pareca participar de aquel jbilo vibrante. Algo como una inmensa risa retozaba en los aires... Sin saber cmo, Jos Antonio y "ella" formaron pareja y fue-ron adelantndose al grupo general. Cuando vieron que los se-paraba una distancia demasiado grande, pusieron los caballos al paso, y conversaron, segn la frase de "ella", como buenos ami-gos. Lo curioso era que l no conoca su nombre, ni hallaba, tampoco, la manera de averiguarlo. -Creo recordar que la otra tarde andaba usted con ms com-paa -haba dicho Jos Antonio. -S, eran unas amigas de Santiago que veranean cerca de Painahun... Nos gust tanto su fundo. Cmo se llama? Los Rosales, no? que estuvimos tentadas de cometer una ligereza. -Una ligereza? -S, con el agregado de que fui yo la de la ocurrencia. Casi nos detuvimos a la puerta de la casa, a presentarnos solas! -Y por qu no lo hicieron? -No habra sido propio... Ahora lo veo bien. Pero le entusias-ma a una tanto, que cualquier locura es de explicarse... Ella hablaba del campo con esa efusin admirativa propia de la gente que se ha habituado a la vida artificial de las ciudades, y para quien la tierra, la vida rural, no es admisible ms que por los meses de verano. -Es cierto -deca l, feliz de que le tocara un tema que le per-mitiese hablar con menos vacilacin. Porque, aunque inteligente, se cortaba a menudo delante de las mujeres. La falta de todo roce mundano le quitaba desenvol-tura a su lenguaje, lo que le haca interrumpirse a s mismo, no dando nunca con la frase apropiada, temiendo siempre salir con algo inoportuno. Y adelante de esa mujer, cuya sola presencia le

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    turbaba, haca vanos esfuerzos por hablar, sin que se le notara el temblor de la voz. De pronto, un ruido de galope les hizo volverse. Un jinete de los del grupo vena hacia ellos, un joven montado perfectamente a la inglesa, de cara rapada y diminuto jipijapa echado atrs. -Se ha adelantado usted mucho, Chela -dijo, cuando les al-canz. El tono de su voz revelaba indiferencia. Sin embargo, su acti-tud tena algo impertinente. -S? -replic ella-. Eso quiere decir que nos entendemos muy bien con este caballero... Jos Antonio enrojeci. Todos callaron. Alguien que no era Carlos ni Chela repeta mentalmente este gracioso diminutivo: Chela! Precioso nombre, ciertamente. -Molesto? -pregunt el recin llegado. -Por qu? De ningn modo, Carlos -dijo ella. Jos Antonio lo mir con fijeza. Pens que aquel deba ser el novio, o, por lo menos, el "pololo" oficial de su pareja. El silencio habra llegado a hacerse embarazoso, si no se hubieran hallado a un paso de las casas del fundo. -Ya estamos; pie a tierra -dijo Jos Antonio. Y se apresur a ayudar a desmontar a su compaera. Los mozos haban acudido y amarraron las cabalgaduras al poste. -Los esperamos, no le parece? -pregunt ella. -Sin duda. Anita, con la faz radiante, apareci en aquel momento en la puerta. -Es su hermana? -pregunt Graciela, con viveza, acercn-dose a ella. -S -dijo Jos Antonio. E iba a hacer las presentaciones de acuerdo con las frmulas usuales, cuando Graciela la tom de las manos y exclam: -Qu linda es! Vamos a ser muy amigas, no? Los dos hermanos se vieron confusos ante aquel cordial arranque, tan hermoso en una mujer como Graciela, que llegaba

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    all con toda la terrible aureola de su mundanismo aristocrtico. -Amigas, s -dijo Anita-. Me haca mucha falta! -No es usted celoso, seor hermano? -Eso, segn -respondi sonriendo el joven hacendado. -Tiene razn para serlo -agreg Chela-, porque Anita es una monada. Le sobraba razn a Rosario para alabarla tanto. -Rosario es demasiado amable. -Es justiciera -rectific Carlos, adelantndose con galantera y tendiendo la mano a tiempo que deca: -Carlos Larraeta, un servidor y amigo. -Tanto gusto... -Mi primo -explic Graciela. Llegaba, a la sazn, el grueso de la cabalgata: luego se vio venir tambin a los carruajes, y se form junto a la casa de Los Rosales, de ordinario tan quieta y silenciosa, el grato bullicio de una reunin que se iniciaba en la mayor armona. Todos se hac-an lenguas de la belleza de Anita, y Joaqun, gran bromista y ca-samentero a ultranza, pronostic desde luego que ms de alguno de los presentes habra de quedar engarzado en los hermosos ojos de la duea de casa.

    IV -Adelante! Adelante! -grit Jos Antonio-. Aqu hace mucho sol. Entraron todos bulliciosamente y l se qued para dar las r-denes a Marcos, que apareci en esos momentos. -Que desensillen y pongan los caballos a la sombra. Jos Antonio entr, a su vez, y los hall a todos cmodamen-te instalados en el corredor. -Qu rico olor a rosas! -se oa decir. Un vientecillo maanero traa hasta ellos las fragancias del jardn y del huerto y entre todas, como la nota dominante de una orquesta, las del rosal que circundaba el patio con una doble hile-ra de verde coronada de rojos pomposos infinitamente variados.

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    -Qu preciosidad! -dijo Graciela con un gesto acariciador. Los hombres apuraban vasos de espumante cerveza y ellas, aleccionadas por Chela, mordan uvas, inclinndose para evitar que el zumbo les manchara la pechera de la amazona. El joven hacendado encontr que era aqul un rasgo encantador. En rea-lidad, l estaba contentsimo de que se hubiera salvado tan sin sentir esa distancia de frialdad y embarazo que suele producirse al comienzo de toda reunin social. -Muy dije su casita, amigo mo -opin don Javier que, como buen poltico, era ducho en el arte de conquistarse simpatas. -Es muy vieja, seor, pero yo la quiero mucho, y la cuido co-mo cuidara a mi mujer... si alguna vez llegara a casarme. -Bravo! As me gustan los hombres -exclam Chela, que haba alcanzado a or la ltima frase-. La verdad, Jos Antonio, tiene usted cara de marido carioso... -Defindame, Joaqun -dijo el joven, sin atinar decididamente con la rplica. -Qu quieres que diga yo? Fuiste carioso como hijo, lo eres como hermano y como amigo: lo ms probable es que lo seas tambin como marido. -No volver a buscarte otra vez para abogado! Y encarndose con la situacin, Jos Antonio agreg: -En realidad, seorita, yo considero que no se puede tratar si-no con cario a la mujer que es nuestra compaera... -Todos piensan lo mismo, mi amiguito -repuso ella-, antes de las indispensables bendiciones. -Pero otra cosa es con guitarra! -exclam Carlos, intervinien-do desde lejos. La conversacin sigui animada, vivaz, llena de discreteos, sin una sola de esas pausas desconcertantes, que revelan la de-sazn de los nimos. Habanse formado, como era natural, di-versos grupos y en todos ellos imperaba idntico entusiasmo. El primo Carlos iba de uno a otro, tentando chistes y lanzando pu-llas intencionadas, y recibiendo a veces verdaderas granizadas de bromas que le hacan huir apabullado. Tena Carlos la inso-

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    lencia decorativa e inocente de un mozo que, poseyendo exce-lente natural, ha recibido de prestado una segunda modalidad. Sufra de la debilidad de querer ser malo. Cultivaba la irona, aunque en el fondo era piadoso, y, como buen dandy, nada le llamaba aparentemente la atencin. Don Javier segua con Joa-qun deshilvanando su eterna madeja de combinaciones polti-cas, y, al efecto, vena interesndose por saber qu fuerza elec-toral representaban Los Rosales y Painahun. Quizs le convi-niera, para el prximo perodo, aceptar la candidatura a senador por la provincia... Don Javier era viudo y, con sus cincuenta aos, gozaba de excelente salud. Perteneca a las filas del partido libe-ral histrico, de ese partido que ha dado tantos supremos magis-trados a la Repblica. La poltica constitua para l un nobilsimo deporte, un ejercicio que pona en actividad todas sus facultades, an en pleno vigor. Rosario y la seora Irene, mam de Carlos, dignsima seora muy pagada de sus abolengos, conversaban asuntos propios de su edad y de su estado: enfermedades, falle-cimientos, matrimonios, viajes, todo el movimiento demogrfico de la buena sociedad del pas. Y ms lejos, los jvenes, los que haban sido la vanguardia de la caballera, se entregaban a la charla con una prodigalidad fcilmente explicable, si se observa que el mayor de ellos era Jos Antonio. Anita, encantada de Chela, no la abandonaba ms que para preocuparse de ciertos pormenores domsticos. Los nios haban desaparecido y pro-bablemente saqueaban la arboleda. Destacbase en el grupo juvenil un muchacho de fisonoma un poco grave, de ojos grandes y oscuros, de cabello largo y on-dulado, que hablaba poco y fumaba incesantemente, apartndo-se para ello hacia el lado del patio. Se llamaba Flix, y era estu-diante de medicina. -Cmo va esa "memoria"? -le pregunt Chela, aprovechando un segundo de relativo silencio. -Algo adelanta, pero no tanto como yo quisiera -constest l-. El campo me pone perezoso. Flix estaba por "recibirse", y preparaba, a la sazn, la "me-

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    moria" reglamentaria, la cual habra de versar sobre la degenera-cin entre los intelectuales. Tema tan vasto y complejo le traa verdaderamente preocupado. Como interno del Manicomio, haba tenido ocasin de tratar personalmente a varios escritores y artistas atacados de diversas neurosis. Esto le haba sugerido la idea de su tesis, pero ahora iba tomndole el peso. -Quiere que le diga una cosa? -insisti Chela- No se enoja? -Es la primera condicin del mdico, Chela: no saber enojar-se. -Bueno, pues: iba a decirle que, en vez de tratar de la dege-neracin entre los intelectuales, poda usted ocuparse de un te-ma ms entretenido. -Por ejemplo? -De la influencia del tabaco en los estudios superiores. Todos rieron, comprendiendo el alcance de la alusin. Flix sonri; pero, en conformidad a su carcter, no tom la cosa en broma. -Y sabe -dijo- que puede usted tener razn? Todos los estu-diante somos, en general, muy fumadores... La "memoria" poda titularse... "De las relaciones entre la nicotina y la Universidad..." -Le veo un solo inconveniente -observ Carlos, que llegaba precisamente a tiempo para imponerse del asunto. -Un inconveniente? -S, y es que tambin fumamos mucho los que hemos dejado ya de ser estudiantes. Y se fue satisfecho de su salida, que nadie celebr. A Jos Antonio haba llegado a molestarle un poco aquel mozo eterna-mente zumbn, aquel primo tan dueo de s mismo que se meta en todos los grupos, sin formar parte de ninguno. -Despus de todo -dijo Flix, como para terminar-, el abuso del tabaco no viene siendo ms que una forma de degeneracin. Ser, pues, un captulo de mi "memoria". -Usted no fuma, Jos Antonio? -pregunt Chela. -Muy poco; pero el cigarro es necesario, a veces... -Cundo? -inquiri el estudiante, interesado de veras.

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    -Cuando estoy triste, preocupado... -Ven ustedes como tengo razn? Hay veces que, sin saber uno por qu, parece que algo nos falta, sentimos una ansiedad inmotivada, y echamos mano al cigarrillo. -Pero tambin tiene usted penas, seor hacendado? Cre que no las haba por aqu... -Pregnteselo usted a Anita. -Las penas no le faltan a nadie -dijo Anita-; pero nosotras no nos desahogamos con el humo. -A propsito -salt Flix-, recuerdo un epigrama que dice... Todos se dispusieron a escuchar. Y Flix recit: "Dices que tus penas sanas con el cigarro, y presumo que son penas muy livianas cuando se van con el humo." -Muy bien! Muy Bien! -Los poetas tienen fama de embusteros -apunt Chela-, pero ste ha dicho la verdad. Francisca apareci en ese momento en el patio y Anita com-prendi que haba llegado la hora suprema del almuerzo. Toc en el brazo a Jos Antonio, y se puso de pie. El joven se incorpo-r tambin y grit con voz entera: -Seores, a la mesa! -Ya era tiempo, vecino! -exclam alegremente Joaqun. Los dueos de casa haban tenido la esplndida idea de dis-poner la mesa bajo el emparrado, armando al efecto una carpa que tena por techo el frondoso follaje, de un verde magnfico, que dejaba asomar, de trecho en trecho, la mancha tentadora de los racimos. Anita hizo traer jofainas llenas de agua fresca, y to-dos cumplieron rpidamente con los deberes del tocador. -Un aperitivo? -ofreci Jos Antonio. -Qu aperitivo, amigo mo! -observ don Javier-. Eso queda para la ciudad, donde la anemia y los negocios acaban con el

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    apetito. Pero aqu., aqu no hay mejor aperitivo que el sol y el ai-re. Todos estuvieron, aparentemente, de acuerdo con esa doctri-na. Pero Carlos dijo por lo bajo a Jos Antonio que l echaba de menos su combinacin cotidiana de vermouth y bitter, y se hizo servir disimuladamente una copita. -Me ro yo del sol y del aire libre. Miguel, un muchacho gordo y risueo, asinti con su opinin.

    V -Qu almuerzo campesino aqul, bajo el parrn vetusto! Se concedi a don Javier la presidencia de la mesa, como el ms caracterizado, y despus se fueron matizando los asientos, se-gn la tradicional costumbre, a razn de un hombre por cada mu-jer. Para que se sirviesen ms a sus anchas y no estorbasen a los grandes, se hizo a los nios ocupar la mesa del pellejo, y se estara con ellos Anita, a quin su condicin de duea de casa obligada a menudo a dejar vaco su sitio. No falt, ciertamente, seora que cuidase de contar si haba trece alrededor de la me-sa y suspirase con gran alivio al darse cuanta de que no... Pero apenas empezaron las sirvientas a pasar los hermosos platos de cazuela de ave, don Javier exigi un poco de atencin. -Es posible -dijo- que dejemos sola con los nios, en la me-sa del pellejo, a nuestra gentil duea de casa? Protesto, protesto, enrgicamente, y si no hay ningn caballero bastante corts para hacerle compaa, yo declino el honor de la presidencia y me voy all... -No, yo! -grit Joaqun. -Yo! -exclam Carlos. Y se oyeron unos cuantos gritos ms que reclamaban para s tan agradable sacrificio. Pero Flix, sin decir palabra, tom su plato y su cubierto y fue hacerse un sitio entre los nios. Anita se haba ruborizado, y, sonriendo, miraba a todos lados, sin atinar con la frase que la salvar del apuro.

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    -Bravo! Viva la medicina...! -Bien por la gente lista! -Por qu se ha molestado usted? -pregunt Anita al estu-diante. -Molestia? -replic l-. Cree usted realmente que ser para m una molestia? Ella no contest. En el fondo estaba encantada de aquella fe-liz e inesperada combinacin del azar. Naturalmente, no tena tampoco por qu ser desagradable para Flix. -Haremos cuenta -dijo el estudiante, sin asomo de atrevimien-to- de que somos pap y mam... A ver cmo hacemos entender a estas criaturas... Anita celebr la ocurrencia recordando que ms de una vez, por la poca de vacaciones, haba jugado a pap y mam con Jos Antonio, valindose de sus muecas y de los chicos de la servidumbre. -Muchachos! A estarse muy quietos -grit l al infantil con-curso-. Tengo yo una mano... Casualmente, Jos Antonio y Chela haban quedado juntos, Joaqun, mostrndoles con un gesto rpido e indicando tambin la bella pareja que hacan Anita y Flix, guiaba a su mujer el ojo. Carlos se esforzaba en hacer chistes de dudoso resultado, y Rebeca, su hermana menor, una morenucha insignificante, cla-vaba sus ojos efusivos alternativamente en Jos Antonio, en F-lix o en Miguel, cuyo papel se reduca a rer ruidosamente por to-do lo que se dijera. Don Javier, que en la ciudad andaba perpe-tuamente quejndose de dolencias graves al estmago, coma vorazmente, con verdadera glotonera. -Esto est delicioso -repeta entre un bocado y otro-. Decidi-damente, para comer la clsica cazuela hay que venir al campo... -Hay que venir a Los Rosales! -rectific Joaqun. Anita no haba alcanzado a or el cumplido y Jos Antonio le llam la atencin. -Te alaban la cocina- le dijo. -Ah! Gracias... Le pasaremos el elogio a Francisca, porque

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    no me gusta vestirme con plumas ajenas. -Plumas ajenas seran las de las gallinas -dijo Carlos-, puesto que se las han quitado... Y esper que celebraran la ocurrencia. Pero en aquel preciso instante, don Javier, fuera de s ante el magnfico cuadril que ve-a ante su plato, dio la voz de orden, con tanta majestad como en aos atrs lo hiciera tal vez en las revistas militares de septiem-bre: -Muchachos, sin temor, a puro dedo... Y dio el ejemplo, con un empuje igual al que podra emplearse en atacar una trinchera a bayoneta calada. -Pap... -le objet Chela. -Qu? Acaso pretendes venir aqu con remilgos ciudada-nos? -No es eso, pap -dijo ella-, sino que como te veo engullir tan sin cuidado, me acuerdo de tu dispepsia... -Ha visto, Joaqun? Ha visto que placer el de amargarle a uno, en lo mejor, el bocado? Qu dispepsia ni qu nada! -En todo caso, tenemos el doctor a la mano -le replic Joa-qun. Se refera, como se comprende, a Flix, que en esos instan-tes se hallaba atareado en la quirrgica operacin de trinchar el pavo asado. -A usted aluden -le dijo Anita. -Qu dicen? -Que hay aqu un doctor y que lo tenemos a la mano... -S, mdico cirujano -dijo l entonces-, y buena prueba estoy dando de mis conocimientos anatmicos. -Flix -apunt Carlos- hace cuenta ahora de que se halla en clase y efecta la diseccin de un cadver. Semejante observacin no pudo menos de producir un esca-lofro. Pero Carlos, lejos de comprender que haba estado torpe, sigui sonriendo, sinceramente satisfecho de la impresin deplo-rable que lea en todos los semblantes. Se hizo un breve silencio, y Anita lo interrumpi hbilmente, ordenando servir las empana-

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    das que, desde los azafates en que las traan las sirvientas, es-parcan su suave y apetitoso olor. -Bravo! Admirable! -grit don Javier, echando largas miradas de ansiedad a la rubicunda superficie de las empanadas, que ya crea sentir crujir entre sus dientes de viejo lobo poltico. -Admirable! -repitieron todos. Y se bebi una copa general por los dueos de casa. Jos Antonio choc con su vecina de mesa, y se sorprendi el mismo ante el temblor de su mano, que arranc al cristal un ruido entre-cortado. Flix terminaba en ese momento el trinchado del pavo. Por fcil que hubiera parecido la tarea para l, no haba dejado de fatigarle un poco. Estaba congestionado y como haca un gran calor, hasta sinti la frente humedecida. -Tanto trabajo -le dijo Anita. -No, ninguno. Despus de la sabrosa ave de corral, que todos celebraron, vise aparecer un plato que tuvo el honor de ser saludado con tri-ples y estruendosos hurras: la fuente de humitas. Don Javier agot el vocabulario de sus ditirambos, y se repiti la racin, de-clarando que aqullas no podan sentarles mal ni a los ngeles del cielo, y que en su juventud l se haba soplado, de una sen-tada, una docena. Realmente las humitas estaban deliciosas. El fragante olor del maz cocido y preparado con arte habilidoso por Francisca era como vaho purificador de la tierra cariosa que quera ofrecer a aquellos hijos de la ciudad, sus renegados, lo mejor de su seno. Todos confesaron a una que no podran ser-virse nada ms y que aunque les trajeran sesos de ruiseores no los probaran. Sin embargo, a instancias de Anita y de Jos An-tonio, que se mostraban confundidos de la pobreza del men, no falt quien aceptara algunas frutas y hasta un trozo de torta dul-ce. De repente, Jos Antonio se levant y tom de un rincn una botella. Son un estampido y un tapn vol a perderse entre los pmpanos. Joaqun dijo: -Pero has destapado champaa, loco...?

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    -No -respondi el joven-, es chicha embotellada. Quiero feste-jarlos con un producto legtimo del fundo. Y empez a vaciar en las copas un lquido espumoso y trans-parente como el champaa. Los hombres lo paladearon deteni-damente y con fruicin. Don Javier manifest que era una cosa exquisita, que nada poda envidiar a los productos franceses, y hasta sugiri la idea de una fabricacin en grande escala, con la proteccin, por supuesto, de los poderes pblicos. -Somos un pas vincola -deca-. Tenemos los vinos mejores de la Amrica. Pues, estimulemos la produccin, favorezcmos-la. Usted hace bien, Jos Antonio, en practicar estos ensayos. Es usted un pionner! Y le golpeaba amistosamente el hombro. Porque, superfluo parece decirlo, ya todos se haban puesto de pie, y el comedor se hallaba en ese perodo que, ausentes las mujeres, pertenece por completo a la charla de los hombres solos. Jos Antonio les dej un momento para dar algunas rdenes. Ya eran las dos de la tarde y se acercaba el momento de partir. -Apurarse! Apurarse! -dijo en medio del corredor, golpeando las manos-. No hay que perder el tiempo. Del lado del parrn, llegaba el murmullo de la conversacin de sobremesa, avivada seguramente por el dulce vapor de la chicha embotellada, y hacia el lado donde quedaban las habitaciones se perciban risas agudas y frases reticentes que envolvan aca-so un comentario picaresco. Chela y Anita aparecieron en el pa-sadizo enlazadas por los hombros, listas ya. Eran dos de las gracias clsicas: al verlas, Jos Antonio lo pens, pero se guard bien de decirlo. El contraste entre las dos bellezas le hizo obser-var una vez ms cun bonita y seductora era la gentil amazona de la otra tarde. Anita, rubia, de aspecto lilial, de aire sosegado y melanclico, completaba el encanto poderoso de su nueva ami-ga, que era ms alta, ms fuerte, de pelo oscuro y rasgos acen-tuados. Chela era la mujer moderna, gil de espritu y de cuerpo, deportista, duea siempre de s misma, que se impone siempre sin hacerlo pesar demasiado, por el solo prestigio de su juventud

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    y de su sexo. En la belleza de la una haba algo de soador y de mstico -acaso la orfandad, prolongndose ms all de la adoles-cencia- y la de la otra tena mucho de imperativo y victorioso. Los ojos de aqulla proponan o rogaban; los de sta resolvan y or-denaban. Una era la flor del campo cultivada en la paz espiritual del convento; la otra era la flor de la metrpoli, bella por s y ms bella por todos los refinamientos de la cultura selectiva. Ninguna de las dos haba amado todava, pero mientras Anita soaba, acaso un poco romnticamente, Chela se contentaba con discre-tear y con rer. -Jos Antonio, Graciela quiere recorrer el jardn... -le dijo Ani-ta. -Sus rosas tienen una fama! -agreg ella. -No valen nada; pero vamos... -Esto es una maravilla, Jos Antonio! Qu cosa tan linda! -Aceptara usted una? -No se vaya a clavar... Gracias. -Elija... La que ms le guste. -S, elija -agreg Anita-, mientras vuelvo con las tijeras. Y corri hacia las habitaciones. -Me las llevara todas, todas -exclam Graciela, abarcando el rosal con un gesto amplio de sus brazos divinos. -La felicidad sera para ellas... -Y para usted no? -Fue lo que quise decir. Anita volva ya, y Graciela no se haba decidido por ninguna. Al fin dijo. -Esta... Una igual no he visto nunca. Y Jos Antonio cort una rosa de magnfico granate, opulen-ta, esponjosa, semejante a una dalia, cuyos ptalos abigarrados estuviesen veteados de amarillo. Limpia ya de las espinas, qued prendida sobre el pecho de Graciela. "Las dems se moran de envidia" -pens Jos Antonio-, pero por nada del mundo se habra atrevido a decirlo. Y miraba a la flor, encendida, vibrante sobre la tela gris de la

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    pechera, mecindose como con voluptuosidad al comps de la respiracin de aquella que la haba condenado a muerte. La casa tron por un momento al estrpito de la cabalgata que se pona en movimiento, y qued luego en el silencio ms profundo.

    VI Aquel da fue todo de triunfos para Jos Antonio. Se admir la disposicin de sus instalaciones, no se dej rincn del fundo sin visitar. El ansia de ver y de curiosear que caracteriza a los foras-teros, hizo que el joven hacendado, a pesar de su modestia, se viese obligado a entregar su propiedad por aquel da a los ojos extraos y aceptar los elogios que, por cierto, no se escatimaron. La trilla tuvo un xito colosal. Todos, ellas especialmente se declararon por el sistema antiguo. Fue en vano que Jos Antonio les hiciera ver la economa de tiempo y de dinero que significaba el funcionamiento de las gigantescas trilladoras. La verdad es, por otra parte, que en stas no pudieron meter manos, y en cam-bio se dieron, los ms valientes, el placer de corretear un rato a las yeguas por dentro de la era. Carlos, que se las daba de gran jinete, estuvo a punto de ser vctima de su imprudencia. Afortunadamente para l, cay lejos sobre un mullido colchn de la parva, y todo no pas de un susto. Se paraliz momentneamente la faena y el mozo se levant re-volcado y cubierto de paja, Flix le declar que lamentaba su buena suerte, pues habra deseado hacer conocer a los presen-tes, en forma prctica, que saba vendar una herida y entablillar un pie luxado. A Carlos no le hizo mucha gracia la broma de su amigo. El fundo entero estaba de fiesta. De las propiedades cercanas y hasta del prximo poblado haban acudido familias, con el pre-

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    texto de la trilla, pero sin otro objeto que divertirse bebiendo, can-tando y bailoteando. Por todas partes se vean grupos de tres, cuatro o diez personas que, aprovechando de la sombra de al-gn sauce, se haban constituido alrededor de un mantel muy bien provisto y engullan fiambres, vasos de mote y hasta cazue-la de ave y mate en leche. No faltaban -qu haban de faltar!- guitarras ni acordeones, y los aires briosos de la cueca o el son decidor de las tonadas erraban por la atmsfera como risotadas o como requiebros. Todo el campo, en torno de la faena de la tri-lla, presentaba un aspecto de vibrante animacin. Haba polvo, dorado de sol, ruido de caballos, gritos, interjecciones, msica popular, llameante color de ropas charras sobre la mancha verde y amarilla del suelo. Y, sigilosamente, merodeaba por all, llevado con alegra de mano en mano, el diablillo del alcohol, chispeando en la cerveza y en el vino. Por all una vieja frea empanadas, al lado de un quiltro flaco que se lama el hocico, embriagado con el olor de la grasa, o algn humilde hijo de Mercurio, empedernido mercachifle, pasaba pregonando sus monitos de dulce o gritando ante los grupos de aldeanos endomingados. -Juar, juar, nios, y cubrir las pintas! Como en la maana, Jos Antonio era el caballero de Gracie-la. Al principio, recordando l las obligaciones que le impona su condicin de festejante, la dejaba por momentos sola para estar con las personas graves de los coches. Pero Joaqun, que ya se haca ciertos maliciosos clculos para el provenir, le dijo, por lo bajo, en tono amistoso, pero con firmeza: -No te preocupes ms que de ti. De lo dems me encargo yo. Y l naturalmente, se haba dejado convencer, Flix acompa-aba a Anita. Fue como una prolongacin natural de su comuni-dad en la mesa del pellejo. A ella le gustaba mucho galopar y a menudo tenan que poner los caballos al paso para dejar que les alcanzase el grueso de la reunin. Estos eran los momentos que aprovechaban para conversar, Anita le cont con entera senci-llez, a grandes rasgos, su vida solitaria y sin accidentes. El le habl a su vez de sus estudios, de sus proyectos, de las inquie-

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    tudes que solan invadirle respecto de su porvenir. -Pero, no va usted a titularse de un momento a otro? -No son inquietudes econmicas -le dijo l-. Yo no soy rico; pero si mi familia, y eso me tiene sin cuidado. Es otra cosa... no sabra explicarme. Permaneci silencio, con los ojos fijos en un punto lejano del camino. Era un ser algo extrao este estudiante. El que ya iba a obtener su ttulo de mdico despus de brillantsimos estudios, no habra sabido, realmente, explicar de qu ni por qu sufra. El saba ms bien que nadie que la palabra neurastenia no signifi-caba nada. Acaso con un sabio, con un siclogo, con algn pro-fundo experimentador de almas, Flix hubiera llegado a esponta-nearse, para inquirir el origen secreto de su mal; pero qu poda decirle a aquella nia que no haba conocido de la vida ms que su casa rural y su celda del claustro? Para qu desnudar su al-ma ante aquellos ojos ingenuos? -Ser usted lo que llaman un desencantado? -pregunt ella. -Tal vez -respondi Flix. Y temeroso de que ella fuera a tomarle por alguna vctima de traiciones amorosas, agreg: -Un desencantado intelectual, seorita, un desengaado de los libros y de la ciencia, un sediento de ideal que no puede aceptar ideal ninguno, porque ninguno llega a satisfacerle. Ve usted qu cosa rara? -No ha querido usted, pues, nunca? -Yo? Lo dijo con un tono de tan sincero asombro que Anita se con-venci de que, realmente, a su compaero le pareca absurda la sola idea de que se creyera que haba estado alguna vez enamo-rado. -Siempre fui enemigo del pololeo -explic l- por innata repul-sin de mi carcter. Nunca tuve preferencia por ninguna amiga. No he sabido jams lo que es querer, lo que en las novelas se llama amor. Y ahora... Hubo una pausa, Anita aguardaba.

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    -Ahora -termin Flix- deseara amar. Debe ser tan hermoso desdoblarse en otro ser, sentir de veras y hondamente, todo es lo que nos pintan los autores! Crame que a veces pienso que soy un alma vieja metida en un cuerpo joven... Call advirtiendo que se meta por el delicado sendero de las confidencias y temiendo acaso que su compaera juzgara hijas de estudiada afectacin tales palabras. Pero ella era demasiado campesina para no estimar sincera semejante confesin, que sa-la a los labios del joven estudiante con un ardor cordial. Anita pens que era cierto que existan ciertas enfermedades del alma, de las cuales algo haba odo y ledo ella, sin que pudiera tomarlo muy en serio: Flix debera ser uno de esos enfermos. -No cree usted? -pregunt-. No tiene fe? -La fe religiosa? -replic... -S, la fe en Dios y en su divina Providencia. Flix no sonri, porque la sinceridad de Anita era tan honda que la ms leve sonrisa habra equivalido a una blasfemia. -Quisiera creer, como quisiera amar! -dijo. -No s cmo se puede vivir con el alma completamente vaca -coment ella-. Ahora s que lo creo a usted verdaderamente desgraciado. Pero en lugar de sentir temor por la proximidad de un incr-dulo, como se lo insinuaran las Hermanas, se vio invadida por una profunda y compasiva ternura por aquel mozo que era indu-dablemente bueno y que acaso no mereca el castigo que pesa-ba sobre l. E, inmediatamente, obedeciendo a uno de esos im-pulsos repentinos de las naturalezas vehementes, se form la re-solucin de convertirlo, de salvarlo, de empapar de nuevo aquella alma rida en los divinos jugos de la fe. Le pareca empresa dig-na de ella, que se vera enaltecida a los ojos del seor. -Por qu todo me inquieta y nada me satisface? -pensaba l- Conozco muchos que han perdido la fe y estn perfectamente tranquilos. Hay miles de personas que no sienten amor, ni siquie-ra afecto por nadie ni por nada y viven sin mayores cuidados. A m, en cambio, todo tiene el prurito de preocuparme. Por qu,

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    durante la trilla, he recordado mi iniciacin en ciertas doctrinas humanitarias? Por qu he pensado que no deb abandonar-las...? Hace dos mil aos que Jesucristo predic su evangelio y siguen habiendo sobre la tierra las mismas injusticias y los mis-mos dolores. -Es cierto que entonces los estudios quitan la fe? -pregunt Anita, que haba seguido el curso de sus pensamientos. -Es posible -respondi l-. Y en cambio, es bien poco lo que dan... -y, despus de una pausa agreg-: Pero, qu psimo compaero le ha tocado! Qu va a pensar usted de m, que no s conversar ms que filosofas! -Poco honor me hace, si cree que yo preferira que me dijese usted galanteras. -Pues es usted muy distinta de cuantas mujeres he conocido, lo cual constituye un motivo ms para que yo la admire. Y esto no es incurrir en el desliz de galantearla. -Casi empezaba usted a parecerse a los dems... Callaron. Pero el silencio entre ellos no tena nada de emba-razoso. Se dijera que conversaban mentalmente. Ambos saban que uno y otro pensaban en lo mismo, que su imaginacin giraba alrededor de unas mismas ideas. -Por qu tan callados? -les dijo una voz femenina, al lado suyo. Era Graciela que, junto con Jos Antonio, les haban alcanza-do de un galope. -La culpa es ma -dijo Flix- que ni en el campo puedo des-prenderme de la mana de hacer anlisis sicolgicos. -Ah, Flix, incorregible Flix! Estoy por darle razn a mi pa-p... -Por qu? -pregunt Anita. -Pap dice que, del tercer ao arriba, todos los estudiantes de medicina andan destornillados. -Quitndole lo absoluto a esa afirmacin -dijo Flix con toda seriedad-, es la verdad pura. -Quieren que galopemos? -propuso Chela.

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    -Galopemos. Y en la fila cuatro, yendo ella al centro, avanzaron a galope tendido. La tarde caa ya y el campo empezaba a llenarse de esa placidez que precede a la llegada de la noche. El aire ola a cha-cra y a jardn. Producase un imperceptible apagamiento en los ruidos de la fiesta rural del da, y el tinte vibrante de los pastiza-les y las sementeras iba suavizando sus tonos. Llegaban distin-tamente a los odos los sones del canturreo en alguna ramada no lejana: "La mujer es estopa y el hombre es fuego..." El camino se vea invadido por la gente que regresaba ya, al-gunos en coche, a caballo, en carretela, y otros sencillamente a pie. En algunos vehculos se cantaba al son de los acordeones. Junto a una pirca, con la botella en la mano, un roto, que tena la mona filosfica, lloraba lastimosamente. -Me ha hecho acordarme esto, al fin de un 19 de septiembre en el Parque Cousio. -En pequeo, s -dijo Jos Antonio. Flix, desinteresndose en general del espectculo, observa-ba a ese desarrapado que monologaba llorante ante la botella vaca. -Al fin, se es ms lgico -murmur al odo de su compaera-. Se ha divertido, pero ya no se divierte...

    VII -Pero qu pcaros! -exclam de pronto Jos Antonio con ale-gre sorpresa. -Quines? -pregunt Chela. -Nada. no ven ustedes all amarrados los caballos de Carlos y Miguel? -En efecto.

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    Los dos jvenes, aburridos el primero de andar en grupo sin objetivo fijo, y fastidiado el otro del asedio infatigable de la tierna y fecha Rebeca, haban optado por divertirse de su cuenta y riesgo, separndose del resto de la comitiva. Nadie, por lo de-ms, se haba preocupado de su ausencia. Y ahora sus caballos aparecan atados a los horcones de una ramada. -Qu ocurrencia han tenido! -exclam Flix. -Yo acabo de tener otra mejor! -agreg, al punto, Graciela. -Que les vayamos a ver? -Eso! Torciendo bridas y se detuvieron junto a la ramada, en los precisos momentos en que Miguel se levantaba con un gran vaso en la mano gritando: aro!, y Carlos le dibujaba admirables gua-ras a su pareja. Tocbase una cueca en arpa y guitarra y era aqul el pasaje culminante de la picaresca danza popular. Dos huasos achispa-dos tamboreaban en la caja de los instrumentos y otros palmo-teaban con furor, sembrando el aire con interjecciones robustas. Chillonas voces de viejas seguan con los versos por todo lo alto, pero la letra se perda entre el barullo estrepitoso del acompa-amiento, que atronaba la ramada. Carlos, entusiasmado, pasaba cariosamente el pauelo por el cuello de su compaera de bailes y ella, una huasita nada mal parecida, bajaba los ojos ruborosa. -Quin dijo miedo! -gritaba Miguel, pasando el vaso. Carlos iba a tomarlo, cuando observ, por el silencio que sbi-tamente se produjo, la presencia de sus amigos. A pesar de su s'en fichisme de dandy, de su cinismo de buen tono, no dej de cortarse, y ya pareca que iba a balbucir alguna explicacin, cuando Jos Antonio, tomndole el peso a la situacin que se creaba, salud con campechana cordialidad a los dueos de ca-sa: -Qu hubo, viejo Ramn! Se divierten? -Se hace lo que se pue, patrn. Aqu los caballeritos han quero acompaarlos...

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    -Bravo! As me gusta... -Carlos, entretanto, se haba repuesto. Era el mejor partido que poda tomar. Sin dejar el vaso, se acerc a los jinetes y, pa-rodiando a los huasos, se afirm en los pechos del caballo que montaba Anita y le brind, con exagerado acento de borracho: -Hgame la gracia, patroncita! Acptele a un pobre un trago que le quiere ofrecer... -Geno el futre diablo! -murmur uno de los concurrentes. Anita se turb y no saba si tomar el vaso o rerse de la trave-sura de Carlos. Jos Antonio le dijo por lo bajo: -Prueba. Le gustar mucho a esta gente. Anita tom el enorme vaso con las dos manos y apur un sorbo con el mismo gesto del que se sirve una droga. -Bravo la patroncita! -dijeron varias voces. Todos tuvieron que imitarla, y la remolienda continu sin ma-yores incidentes. Los paseantes reanudaron la marcha en medio de entusiastas aclamaciones de despedida, y la ramada volvi a crujir entre el barullo de una cueca con tamboreo y huifa, bailada por un futre santiaguino y una huasa de los campos del sur. To-dos, con excepcin de Flix, comentaban la incidencia con frases regocijadas. El estudiante guardaba silencio, porque a l, lejos de agradarle aquel espectculo, le haba hecho una impresin pe-nosa. Siempre le puso triste la alegra popular. El socialismo evanglico de sus aos veintenarios se sublevaba en l. No po-da soportar con serenidad que el pueblo riera su miseria. Como Jos Antonio y Chela adelantasen, Anita aprovech la ocasin para preguntarle: -Se ha puesto usted triste? -Qu quiere que le diga? -respondi l-. Me parece un sar-casmo que esa gente se alegre de tal modo... -Por qu? -replic ella, extraada hasta lo indecible. -Por qu? No sabra explicrselo en pocas palabras... Como creo que seremos muy amigos y que alguna vez hemos de volver a conversar, se lo dir ms tarde. -Pero los pobres tambin tienen que alegrarse -insinu ella.

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    -Es que no debera haber pobres. Anita no hall qu replicar. Pero esta frase, en el recogimiento cada vez ms grave de la tarde, qued resonando en su interior. Tena razn su amigo Flix: no debera haber pobres sobre la tie-rra. -La tierra es tan grande -pens- y hay poca gente en ella, que lo que produce debera bastar de sobra para todos... Y pens tambin que si pesaba sobre el estudiante la desgra-cia o el pecado de su incredulidad, tena, en cambio, la virtud de ser compasivo. -Siempre los ha habido -dijo-. Fueron los predilectos de Cris-to. -Siempre los ha habido, y acaso siempre los habr. Precisa-mente, por haberlos preferido fue crucificado aquel dulce filsofo. Qu tenan de extrao para Anita las palabras de Flix? En el fondo era muy sencillo todo lo que deca; pero la conmova a ella, la haca estremecer y la desconcertaba. Nadie, ni la madre superior ni el padre confesor ni su hermano Jos Antonio, que solan disertar con mucho juicio, haban tenido como aquel mu-chacho el don de hacerla sentir, sin revelar el menor esfuerzo ni la ms leve intencin. En la quietud del momento, bajo el cielo que empezaba a estrellarse, ella perciba sus frases ntidas, cla-ras, armoniosas, con algo del rumor de los grandes rboles del camino, o del arroyo que cantaba entre las piedras a lo lejos, la turbaba aquella voz y habra deseado estar siempre escuchn-dola... Jos Antonio y Chela hablaban cosas ms frvolas y menos trascendentales. El hubiera deseado no decir una palabra, satis-fecho con la gloria de ir a su lado. Pero, temeroso de hacer un mal papel, se empeaba en llevar la conversacin por el terreno de lo fcil y seguro. -Su primo parece un mozo divertido. -Oh! a l no le da nada de nada. Es un filsofo prctico. -Hermosa manera de vivir. -Su frmula es "pasarlo bien".

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    -Sin embargo, a menudo parece aburrido. -No le crea usted. Es pura "pose". Carlos es de los que se di-vierten de veras con cualquier cosa nueva... Y si llegara a abu-rrirse, se viene donde su prima Chela y le dice cuatro galanteras. -Pero eso no tendr nada de nuevo para l. -No, ciertamente. Pero est credo de que las tomo muy en serio y le basta para su gloria el que le tengan por mi pololo ofi-cial. -Ah! yo cre... -Habr credo usted lo que cree todo el mundo. Qu trabajo! Pero, ahora que ha conocido usted un poco a mi primo Carlos, se imagina que yo pueda tomarlo en serio? -No, es que... Jos Antonio se interrumpi, buscando en vano la frase que interpretara su pensamiento en una forma que no fuera grosera. Ella lo adivin y le dijo: -S, ya s. Le han dicho a usted que a nosotras las santiagui-nas no nos falta nunca un perrillo faldero ni un novio de pantalla. -Eso, precisamente, no. Pero cre que usted, entre todos los homenajes que deben rendirle, prefera los suyos. -Homenajes? No... Pasaron ya esos tiempos. E iba a decirle que si crea realmente esto, se hallaba en un error pues l, por lo menos, estaba dispuesto a ser su esclavo. Pero Cmo atreverse? La conversacin no sali de ese tono, gi-rando alrededor de unos mismos triviales asuntos, sin que ni l, poco experto en discreteos, ni ella, demasiado habituada a domi-narse, se dejaran arrastrar ms all de los lmites de lo corts y de lo atento. En vano la tarde se pona triste. En vano lucan los campos su decoracin prodigiosa de las horas crepusculares. El murmullo de los rboles, en la paz de los caminos, pasaba vo-lando por encima de su cabeza, y a su afectuosa insinuacin na-da responda en ellos. Pero a la vuelta, ya muy entrada la noche, sugestionado por una pregunta discreta, l habl un poco de su vida, de las tristezas que solan acometerle en la soledad y el re-tiro en que vegetaba... Chela divag, a propsito de esto, y dijo

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    algunas de esas vulgaridades que resultan preciosas en boca de las mujeres. -Oh! slo el que no quiere no se casa... No hay un hombre que viva solo porque no ha encontrado compaera... El callaba. Callaba, dulcemente emocionado por aquella voz que llegaba a l en medio del silencio de los campos. Se dejaba acariciar, hubiera deseado que nunca se interrumpiera el suave torrente de sus frases, Sentira "ella" lo mismo? Ah! no tener el corazn un lenguaje sin palabras, cuya expresin no requiriera un esfuerzo del cual l se senta incapaz... -Cundo volveremos a vernos? -dijo de pronto, asustndose de su propia audacia-. Quiero decir -rectific-, cundo tendr el placer de volver a verles por mi casa?. -Quin sabe! Cualquier da... Pero, por qu no va usted donde Joaqun? Son tan amigos! -Es cierto. -Adems tiene usted que llevarme a Anita, y lo ms a menu-do. Es muy dije, y yo voy a quererla mucho... -Es una chiquilla muy buena. -Se ha fijado usted cmo ha simpatizado con Flix? -Parece un buen muchacho. no? -Como usted lo ve, as es siempre. Y muy inteligente. Parece que en cuanto se reciba, el Gobierno va a mandarlo a Europa... -Debe ser estudioso. -Demasiado. El dice siempre que no sabe cmo se ha metido una biblioteca en la cabeza. Jos Antonio pens, al or esto, que l deba de haberse vuel-to un redomado huaso, puesto que cada vez lea menos. Su ali-mento intelectual se reduca, por entonces, al hojeo de los diarios y las revistas ilustradas, de tal o cual magazine y de algunos fo-lletos agrcolas de aplicacin prctica. Se sinti, pues, un poco disculpado cuando ella agreg este comentario: -Creo que Flix est un poco perturbado por su exceso de es-tudio. Desde luego, es un neurastnico terrible. -Neurastnico? -pregunt Jos Antonio.

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    El no saba precisamente en qu consista esta enfermedad, de la cual tanto oa hablar. De complexin sangunea, sus ner-vios le haban dejado en paz. Solan, como a su padre, acome-terle algunas rabietas por incidentes del trabajo, pero eran nubes de verano que se pasaban en seguida. -S, eso le hace parecer, a veces, un poco raro. Pero es un excelente muchacho, Anita... -Qu? -Anita tendra en l un compaero magnfico. -Oh, pero es adelantarse demasiado! Seguramente, ni se lo suean ellos... -Es una hiptesis, querido amigo, no se alarme usted. Lo de-ca para ver el efecto. No cree usted que Anita tiene derecho, lo mismo que usted, a sentir esas tristezas de que vena hablndo-me? -Ah!, s... Ya lo creo que s. -Bueno. Pues, yo me encargo de curarles a los dos... -A l y a ella? -No disimule usted... A ella y a usted. -A m tambin? -S, yo conozco una persona..., una persona que sera feliz con llegar a ser su ideal. -Usted? -No, no... No se trata de m. Qu gracia! -Me ha comprendido mal, seorita. Nunca pude atreverme a tanto... Deca si era usted la que conoca a esa persona. -Ah! Ha sido un quid pro quo. Pero, si yo le dijese que era yo? -Seorita!... Graciela sonrea, golpeando suavemente el cuello del animal con su junquillo. Jos Antonio, estremecido hasta lo ms hondo, no haba podido sino pronunciar esa palabra pobre, pero cordial expresin de su asombro, de su alegra y de su miedo. Como haban andado mucho rato al paso, los dos coches les haban al-canzado y aquel dulce dilogo que tan suavemente iba hacin-

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    dose confidencial, qued interrumpido, deshecho por la conver-sacin general que diriga don Javier, antiguo presidente de la Cmara. Parados en mitad del camino, encontr la comitiva a Anita y Flix, que en un silencio lleno de emocin parecan gozar de la dulzura del crepsculo, bajo la estrella tutelar de los idilios. Llega-ron todos juntos a la casa entre la algazara de los nios que cantaban canciones escolares. Ya, sentados a la mesa, se supo que Miguel y Carlos haban llegado tambin; pero no aparecie-ron. Don Javier sonri discretamente, evocando juveniles aventu-ras. -Ah!, nios, nios...

    VIII La casa est de nuevo silenciosa. Las visitas se han ido, des-pus de haberse hecho en el saln un poco de msica, sin baile, en atencin a que an llevaba luto la duea de casa. Y, mientras afuera, en el patio, la servidumbre pone un poco de orden en la vajilla, los dos hermanos conversan quedamente. Jos Antonio ha abierto la ventana que da al camino y por ella entra al aposen-to la suave claridad de la luna estival. Rasguea la guitarra y en-tona a la sordina una cancin melanclica, muy vieja: "Cmo se han ido volando ingratas las raudas horas del tiempo cruel..." Anita se ha apoyado en el marco de la ventana y miraba hacia el camino que blanquea bajo la luna como un largo trozo de lien-zo. La noche est tibia. Viene de all, de los potreros y las cha-cras, un viento levsimo, oloroso a vegetacin. Desde las vegas llega la letana dulce de las ranas. Qu paz! Qu frescura! -Linda noche, Jos Antonio -dice ella. -Y lindo da, Anita. -S, lindo da!

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    Jos Antonio deja la guitarra y va tambin a la ventana. Am-bos miran hacia all, adonde se perdi la cabalgata. Ambos pien-san en lo mismo. Por sus mentes desfilan, voltejeando locamen-te, las mismas o parecidas visiones. Pero un instintivo pudor, un temor infantil, les sella los labios. Una frase, una palabra, un ges-to bastaran para que el silencio se cambiase en una recproca confidencia, tierna, clida, efusiva. Pero esa frase no se pronun-cia, esa palabra no suena, ese gesto no se hace, y durante largo rato aquellas dos almas vuelan juntas, sin tocarse, por sobre la vasta quietud de los campos, bajo el plenilunio soador. Y uno piensa Graciela! y ve un rostro de divinos lineamientos, una bo-ca imperativa, una nariz recta, unos ojos esplndidos y enormes y oye la pregunta terrible, quemante como una chispa: "Y si yo le dijese que soy yo?" Mientras la otra piensa: Flix! y siente en s misma, en su corazn, la caricia extraa de una mirada melan-clica y el lento y suave divagar filosfico de un alma que, ciega, ha extraviado sus pasos de la cual ella ha de llevar de la mano por el buen camino. -No es mala la vida, no es cierto, Anita? -No, no... suele ser buena, Jos Antonio. Vuelven a callar. Baados de luna, los campos parecen entre-garse a la oracin y el xtasis. Todo es bello, todo puro. Los r-boles, al moverse y susurrar estn bendiciendo a la vida y el viento es como un duendecillo invisible que pasara soplndole como un abanico perfumado. Qu dulce resuena a lo lejos el gorgorear de las ranas! Jos Antonio, sintiendo los ojos hme-dos, mira de soslayo a su hermana, con la intencin de enjugr-selos disimuladamente; pero advierte que por las plidas mejillas de Anita corren, trmulas y transparentes dos lgrimas enormes.

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    S E G U N D A P A R T E

    LAS GOLONDRINAS I

    Joaqun y Rosario, sentados al lado afuera de su casa, entre-tenanse una maana en ver corretear a sus hijos, cuando de pronto, mirando a lo lejos, hacia el camino, divisaron dos jinetes que se acercaban, entre gran polvareda, a galope tendido. -Rosario, sern ellos? Mira! -S, parecen ellos -dijo Rosario-. Una, por lo menos, es mu-jer... S, son ellos! exclam Joaqun, reconocindoles. Eran, en efecto, Jos Antonio y Anita que, en cumplimiento de su palabra, venan a pasar a Painahun algunas horas. -Javier, gran novedad! -grit Rosario hacia el interior. Y se adelant con su marido a recibir a los visitantes que ya

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    estaban a veinte pasos de la casa. -Al fin se acordaron, ingratos! -les dijo Joaqun, parndose en mitad del camino. Ya bamos hacerles traer con la polica... -Si no hay aqu perros bravos! -agreg Rosario. Jos Antonio se disculpaba diciendo que apenas estaban a mircoles: es decir, que apenas haban pasado tres das desde la fecha en que l hizo la promesa. Luego, la trilla haba termina-do slo la vspera por la tarde... -Est bien, hombre, est bien. Ya s que si no has venido an-tes es porque te ha sido imposible... -No pesa usted una pluma... Y se lleg al caballo de Anita para ayudarla a desmontarse. Rosario abraz efusivamente a la linda nia, mirndola con carioso inters, sin acertar con lo que vea de nuevo en ella. Y era que Anita, a instancias de Jos Antonio, se haba decidido a abandonar el luto riguroso. Don Javier apareci a la sazn en la puerta, en correcto traje de estacin, con un gran sombrero en la cabeza y un diario entre las manos. -Tanto gusto, amigo Jos Antonio, Seorita, viene usted ms linda que nunca. -Don Javier... El que tiene una hija como Chela, no debe ad-mirarse de ninguna belleza... -Parece que Chela ha conquistado entonces a toda la fami-lia? -pregunt Joaqun a Jos Antonio, no sin alguna intencin. -A toda la hacienda, chico -respondi Jos Antonio con aplo-mo. La seora Irene se haba acercado tambin y sonrea con dignidad. Los nios, entusiasmados con el arribo de dos perso-nas que les eran tan familiares, haban rodeado a Anita y Jos Antonio, como lo hacan siempre. l tom en brazos a su predi-lecto, un pequen de largos rulos y muy parlador, lo levant en alto y le pregunt: -A ver, quin es el ms buen mozo de tus amigos? -Joch Too! -dijo el chico. Y don Javier, sonriendo entre sus graves patillas de un me-lanclico ceniza, advirti:

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    -Los nios y los locos dicen la verdad. -Y Chela, por qu no la veo? -pregunt Anita. -Ah! -respondi Joaqun-, la gente joven anda sublevada. Se han levantado al alba y se han ido al pueblo vecino para juntarse con no s qu amigos. -Pero, volvern pronto? -Ah! s, vuelven a almorzar. Momentos ms tarde lleg Marcos con un gran canasto. Ro-sario adivin al punto de qu se trataba. -Para qu fue a molestarse, Jos Antonio! -Molestia no ha sido ninguna, por el contrario. Ha sido un pla-cer. -Va a ver usted una maravilla, Javier. Don Javier se haba acercado, con un gesto gustador, Joa-qun retir el blanco mantel que cubra el canasto y apareci a la vista de todos un montn de rosas de los matices ms variados. Era en verdad una maravilla. El aire trascendi luego a rosas, como si estuviese aprisionado all todo un jardn. -Qu lindura! Pero qu lindura! -exclamaba Rosario. -No sabra escoger -deca la seora Irene. -Aunque no hubiera hecho otra cosa que cultivar sus flores, amigo Jos Antonio -observ don Javier-, ya habra merecido bien de la patria. -Oh!, seor, tanto como eso... -Quiere ayudarme, Anita? -dijo Rosario. -No, no, ustedes no -dijo Joaqun. Entre todos se llevaron el canasto al interior, y aquel da en la casa de Joaqun se desbord una catarata de rosas. Las hubo en el saln, en el comedor, en los dormitorios. El alma de los ro-sales inund las casas de Painahun. Por todas partes no se ola sino a rosas. Hartos de sol y de polvo, los viajeros volvan la ca-beza sorprendidos por las oleadas de aquella fragancia deliciosa. -Es un delicado gusto el de las flores -dijo con persuasivo acento el senador. -Son como la msica... ayudan a alegrar la vida. Por eso las

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    quiero yo tanto. -Y todo lo que contribuya a la alegra de la vida merece nues-tro respeto y nuestro afecto. -Adems, las rosas eran las flores predilectas de mi madre. El primer rosal de la casa fue plantado y cultivado por ella. Yo, mu-chas veces, y tambin Anita, le ayudbamos en su tarea... Natu-ralmente, despus he podido y debido mejorar el cultivo. -Admiro tu aficin -expres Joaqun-, pero no podra imitarla. Me falta la paciencia, aunque no el gusto. -Has dicho la palabra: paciencia. Podra estar das y das hablando de las flores y de los cuidados exquisitos que requie-ren, de las amarguras que cuesta un fracaso cien veces repetido; pero no quiero dar la lata..., son cosas a que no se les toma el gusto ms que cuando se llega a ser apasionado como yo. -Ah!, el da que conozca usted a un amigo mo, diputado al Congreso, -exclam don Javier-. Ese s que es un floricultor exi-mio! -Tiene rosas? -S, muchas, son su especialidad. Pero no creo que en esto le supere a usted. Usted tiene variedades que no haba visto antes en ninguna parte. -Ah, el viejo zorro poltico! -exclam Joaqun, palmoteando el hombro a don Javier-. No quiere quedar mal con nadie... -No, no, digo la verdad -afirmaba don Javier muy serio. Las seoras y Anita se haban ido, entretanto, a la arboleda con la gente menuda, y los tres hombres, a cabeza descubierta, para recibir libremente el aire de la maana, estaban solos en el corredor. Don Javier no dejaba de pensar que tanto Joaqun co-mo Jos Antonio seran una buena base de elementos para el caso posible de una candidatura senatorial por la provincia. Joa-qun, que en un tiempo fue calavern y despilfarrador y que, aho-ra casado y con un simptico principio de calvicie, se dedicaba a trabajar el ltimo pedazo de tierra que le haba permitido conser-var su loca juventud, acariciaba nuevamente el doble proyecto matrimonial de que ya haba hablado con Rosario, ideal casa-

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    mentera tambin, Y Jos Antonio? A pesar del evidente inters de una conversacin sobre las flores, sufra la decepcin de no haber encontrado a quien con ms ansias esperaba ver y ms de una vez se habra puesto de pie para salir a mirar el camino si no le hubiera detenido el temor a las bromas de su amigo. -Es usted hombre de humor, don Javier? -pregunt Joaqun, de improviso. -Eso, segn... -Tengo un proyecto. A ver qu dicen usted y Rosario, que son los ms remolones. Vamos a encontrar a los paseantes que ya han de venir de regreso. Ustedes van en coche y yo bajo a hacer ensillar mi caballo. -Vayan ustedes. Yo me quedo... Cuando le digo que todava sufro las consecuencias del domingo! Qu paseto, amigo! Se oy la voz de un chico en el fondo del patio: -Pap la llama...! Apareci Rosario, seguida de los dems. -Vamos al encuentro de los paseantes... T vas en coche con Irene y con tus nios. Qu te parece? -Que es una locura. Anda t con Jos Antonio y con Anita, Ja-vier se queda, no es as? -S, Rosario. Con el solcito ste, pocas bromas... -Yo me apego al Estado Mayor... -Qu le vamos a hacer! Joaqun hizo ensillar y diez minutos despus haban puesto en prctica la idea de dar un galopazo en busca de Chela, Rebe-ca, Carlos, Flix y Miguel, que slo Dios saba dnde andaban metidos. La humorada del hacendado no lo era sino en cierto modo, como que su verdadero propsito haba sido el de encon-trarse a solas con los dos hermanos, a fin de sondear sus pen-samientos y hacerles algunas recomendaciones pertinentes. Habilidosamente fue, pues, poniendo la conversacin en el tono amigable en que pocas confidencia son negadas. Y hablando siempre indirectamente, como si refiriera a una tercera persona, generalizando, traz a sus dos jvenes amigos un plan de con-

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    ducta que seguramente les llevara a buen fin. Trat de las dife-rencias entre la vida de la ciudad y la de los campos, de sus cos-tumbres e ndole tan opuestas, del espritu a menudo despectivo con que los santiaguinos juzgaban a esas provincias a donde vienen en la mejor poca del ao, a reponerse de los agotamien-tos en que los sume el invierno y, suavemente, sin violencia, fue particularizando para acabar en que ellos, sus amigos, no podr-an haber tenido ms acierto en la eleccin... Los dos hermanos oan todo esto con temor y con gusto, pero no osaban mirarse a la cara. Ellos, que haban tenido el pudor de no contarse nada creyendo que eran slo cosas por ellos soa-das en lo ntimo de su alma, y aquel hombre que de pronto, a la luz del da, en mitad del camino, les desnudaba su secreto, di-cindoles: "Ya ustedes no son libres y yo voy a ayudarles a que la esclavitud no les pese". Ambos estuvieron ms de una vez por protestar, por indicar a Joaqun que a qu vena todo aquello; pe-ro ninguno se senta capaz de disimular... -Esto tena que pasar alguna vez -dijo Joaqun- y es mejor que se haya producido simultneamente. As la operacin se har menos demorosa. Cuenten conmigo para todo... -Para todo? Pero si no hay nada! -salt al fin, Jos Antonio. -S, nada oficial, convenido. Pero s mucho adelantado. -Creo, Joaqun, que te dejas llevar demasiado lejos por tu de-bilidad... -No, no. Si tengo yo un olfato! Y entonces afirm, serio ya, y sin pizca de travesura, que l y Rosario estaban convencidos de que aquella naciente simpata, de cuya existencia no se poda dudar, era recproca. Y cont c-mo Chela y Flix estaban siempre recordndolos y cmo ambos, que no siempre haban hecho muy buenas migas, pues ella se burlaba sin disimulo de los sentimentalismos filosficos del estu-diante, se apartaban ahora a menudo para conversar de los nue-vos amigos de Los Rosales. -Yo les confieso sinceramente que me complacera infinito que esto tomara un viso serio. No siempre los idilios se inician en

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    circunstancias tan favorables... Rosario y yo pondremos de nues-tra parte todo lo que podamos. A ustedes les toca proceder con la discrecin necesaria. Jos Antonio le habra preguntado a su amigo si crea l de veras en la posibilidad de que Chela llegara a corresponderle al-guna vez; pero le cohiba la presencia de su hermana. Anita, por su parte, habra deseado objetar que Flix pareca un alma des-encantada, incapaz de amar y de creer: pero, delante de su her-mano, no se atrevera jams a hablar de tales cosas, y call. -Como estamos solos -termin Joaqun-, les hablo en este to-no, tan fuera de mi carcter... Recuerdan ustedes los versos de la cueca de la otra tarde? Carlos los repite a menudo: "La mujer es estopa y el hombre es fuego..." -Viene el diablo y sopla... Bueno. Yo estoy dispuesto, por es-ta vez, a ser el diablo! -Confiesa que es un papelito que te gusta! Rieron de buenas ganas y divisaron a lo lejos una gran polva-reda. -A que son ellos? Dmosle huasca -propuso Joaqun. Y los caballos, azuzados por el azote, partieron en un violento galope. Cmo gozaban de aquel suave vrtigo, en la maana plcida y tibia, los dos hermanos, bajo la presin de sus vagos pensamientos de amor, sorprendidos por la experiencia de su amigo! Y este amigo no se haba equivocado; este amigo haba ledo en sus corazones juveniles, como acababa de adivinar la proximidad de los seres predilectos en la lejana humareda de polvo que doraba el sol...

    II Regresaban ya, sin gran prisa, confundidos en un solo grupo, cuando el caracterstico ruido de un automvil en marcha les hizo

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    volver la cabeza. Son cmicamente la bocina, y casi enseguida tuvieron que abrirse, arrimndose a ambas pircas para dar paso al carruaje que avanzaba con una velocidad tremenda. -Qu brbaros! -dijo Joaqun. Parece que eligen la hora de mayor trnsito para dar toda la velocidad a la mquina. El aire qued lleno de polvo e impregnado de olor a nafta que-mada. -Esa no es gente de aqu. -Me extraa una cosa, Jos Antonio -habl Chela cuando de nuevo se hubo juntado a l. -Qu ser... seorita? -Chela, nada ms. Atrvase. No slo lo autorizo, sino que se lo exijo. -Bueno, gracias. Pero, qu ser? -Que siendo usted tan amigo de las innovaciones, no tenga un automvil... -Ah! culpe usted a esa bella y tmida seorita -exclam el jo-ven hacendado, mostrando con el gesto a su hermana que ca-balgaba junto a Flix. -Qu dices de m? -pregunt ella. -La culpa a usted de que en Los Rosales no haya todava un automvil -respondi Chela. -Ni falta que hace. -Pero, Anita, un automvil es una cosa muy linda y, adems, muy til. -No, es un carruaje muy antiptico. Ya ve usted ahora: casi nos atropella. Prefiero el caballo, y en ltimo caso, el coche. -Ve usted. Mi hermana s que es completamente retrgrada. -Que me den a m todos los progresos -arguy Anita, defen-dindose-, menos los que ponen la vida demasiado en peligro. -Est usted en un error Anita. El automvil no ofrece el menor peligro cuando se le maneja con prudencia. Verdad, Joaqun? Iba Joaqun a contestar cuando resonaron atrs, a lo lejos, largos gritos de alarma. -Guarda, guarda con el toro...!

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    Al mismo tiempo se oyeron ruidos de cascos y pezuas en el camino. Abrise el grupo de nuevo y un hermoso toro de gran al-zada y astas cortas pas entre los jinetes con la rapidez de un proyectil furiosamente acosado por una jaura. -Esto s que est bueno -exclam Carlos, con un acento cuyo temblor no denotaba precisamente gran seguridad de nimo. A escape pasaron enseguida algunos huasos, preparando la lazada, y Jos Antonio, a quien nadie haba visto apercibir