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COMENTARIOS PARA REFLEXIONAR COMPENDIO DE PRINCIPALES IDEAS Y PENSAMIENTOS VERTIDOS EN LIBROS Ó ARTICULOS RECIENTES PUBLICADOS POR INTELECTUALES, ACADÉMICOS Y FUNCIONARIOS QUE ENTENDEMOS AGREGAN PUNTOS DE VISTAS INTERESANTES AL ANÁLISIS E INTERPRETACIÓN DEL PANORAMA GLOBAL ACTUAL Y SUS TENDENCIAS. 30-Abril-2018

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COMENTARIOS PARA REFLEXIONAR

COMPENDIO DE PRINCIPALES IDEAS Y PENSAMIENTOS VERTIDOS EN LIBROS Ó

ARTICULOS RECIENTES PUBLICADOS POR INTELECTUALES, ACADÉMICOS Y FUNCIONARIOS QUE ENTENDEMOS AGREGAN PUNTOS DE VISTAS INTERESANTES AL ANÁLISIS E INTERPRETACIÓN

DEL PANORAMA GLOBAL ACTUAL Y SUS TENDENCIAS.

30-Abril-2018

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Estimados Asociados: En este 20º envío de nuestras "Cuestiones para Reflexionar" he seleccionado una serie de artículos vinculados a la globalización y al rol hegemónico de Estados Unidos y China, así como también al impacto en el empleo de las políticas públicas vinculadas a la tecnología y la automatización. En particular, se eligieron los siguientes textos: 1- ¿China realmente reemplazará la hegemonía económica de Estados Unidos? (Kenneth Rogoff)

2- La paradoja de las críticas a la globalización (Arvind Subramanian) 3- Historia de dos realidades (Javier Solana) 4- La automatización y el liderazgo estadounidense (Robert Skidelsky) 5- El futuro de la política tecnológica (Michel Boskin) Espero lo disfruten. Javier Mutal Hodara Director Coordinador CICyP [email protected] 1158318534 60092460

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Kenneth Rogoff

Kenneth Rogoff, Professor of Economics and Public Policy at Harvard University and recipient of the 2011 Deutsche Bank Prize in Financial Economics, was the chief economist of the International Monetary Fund from 2001 to 2003. The co-author of This Time is Different: Eight Centuries of Financial Folly, his new book, The Curse of Cash, was released in August 2016.

¿China realmente reemplazará la hegemonía económica de Estados Unidos?

En tanto China y Estados Unidos libran su último forcejeo comercial, la mayoría de los economistas dan por sentado que China alcanzará una supremacía económica global en el largo plazo, no importa lo que suceda ahora. Después de todo, con una población cuatro veces más grande que la de Estados Unidos, y un programa pensado para ponerse al día después de siglos de estancamiento tecnológico, ¿no es inevitable que China decididamente asuma la responsabilidad de ser una potencia económica hegemónica? No estoy tan seguro. Muchos economistas, entre ellos muchos de los mismos expertos que ven la inmensa fuerza laboral de China como una ventaja decisiva, también temen que los robots y la inteligencia artificial terminen robándose la mayoría de los empleos, y que la mayoría de los seres humanos mate el tiempo en actividades recreativas. ¿Qué sucederá? En los próximos cien años, ¿quién tomará el poder? ¿Los trabajadores o los robots chinos? Si los robots y la IA son los motores dominantes de la producción en el próximo siglo, quizá tener una población demasiado grande de la que ocuparse -especialmente una población que necesita ser controlada a través de límites a Internet y al acceso a la información- termine siendo más bien un estorbo para China. El rápido envejecimiento de la población de China exacerba el desafío. En tanto la creciente importancia de la robótica y la IA mitiga la ventaja industrial de China, la capacidad de liderar en el campo de la tecnología se volverá más relevante. Aquí, la tendencia actual hacia una mayor concentración del poder y del control en el gobierno central, en oposición al sector privado, podría afectar a China en tanto la economía global alcanza etapas superiores de desarrollo. La posibilidad de que China nunca pueda reemplazar a Estados Unidos como la potencia económica hegemónica del mundo es la otra cara del problema de la tecnología y la desigualdad. Todos en Occidente temen por el futuro del trabajo, pero en muchos sentidos es un problema mayor para el modelo de desarrollo chino que para el norteamericano. Estados Unidos necesita lidiar con el problema de cómo redistribuir el ingreso internamente, especialmente considerando la propiedad altamente concentrada de las nuevas ideas y la tecnología. Pero, en el caso de China, existe el problema adicional de cómo

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extender su franquicia de superpotencia exportadora a la era de las máquinas. Es verdad, es sumamente improbable que la postura bravucona del presidente Donald Trump genere un regreso masivo de empleos industriales a Estados Unidos. Pero Estados Unidos tiene el potencial de expandir el tamaño de su base industrial de todas maneras, en términos de producción si no de empleos. Después de todo, las plantas industriales de alta tecnología de hoy tienen una producción mucho mayor con muchos menos trabajadores. Y los robots y la IA inciden no sólo en la industria y en los autos sin conductor. Los robo-médicos, los robo-asesores financieros y los robo-abogados son sólo la punta del iceberg en la disrupción por parte de las máquinas de los empleos del sector de servicios. Sin duda, difícilmente se pueda decir que el ascenso de China sea un espejismo, y su éxito vertiginoso no se basa solamente en el tamaño de la población. India tiene una población similar (ambos rondan los 1.300 millones de habitantes), pero, por ahora al menos, está mucho más rezagada. Hay que darle crédito al liderazgo chino por el trabajo milagroso de sacar a cientos de millones de personas de la pobreza e introducirlas en la clase media. Pero el rápido crecimiento de China ha estado impulsado principalmente por un progreso y una inversión en tecnología. Y si bien China, a diferencia de la Unión Soviética, ha demostrado mucha más competencia en materia de innovación local -las empresas chinas ya están liderando el camino en la próxima generación de redes móviles 5G- y su capacidad para una guerra cibernética está plenamente a la par de la de Estados Unidos, mantenerse cerca de la vanguardia no es lo mismo que definirla. Los logros de China todavía provienen, en gran medida, de la adopción de tecnología occidental y, en algunos casos, de la apropiación de propiedad intelectual. No puede decirse que Trump sea el primer presidente norteamericano en quejarse de esta situación, y tiene razón de hacerlo (aunque iniciar una guerra comercial no puede ser la solución). En la economía del siglo XXI, otros factores, entre ellos el régimen de derecho, así como el acceso a energía, tierra cultivable y agua potable, también pueden volverse cada vez más importantes. China está siguiendo su propio camino y todavía puede demostrar que los sistemas centralizados son capaces de impulsar más, y más rápido, el desarrollo de lo que cualquiera habría imaginado, mucho más allá de ser simplemente un país con un ingreso medio en alza. Pero no puede decirse que la dominancia global de China sea la certeza predeterminada que tantos expertos parecen suponer. Es cierto, Estados Unidos también enfrenta enormes desafíos. Por ejemplo, debe diseñar una manera de conservar el crecimiento tecnológico dinámico al mismo tiempo que impide una concentración excesiva de riqueza y poder. Sin embargo, ser un poder hegemónico no requiere ser el país más grande del mundo -si así fuera, Inglaterra nunca habría gobernado gran parte del mundo como lo hizo durante más de un siglo-. China podría liderar el futuro digital si Estados Unidos no hace su parte, pero no se convertirá en la potencia global dominante sólo porque tiene una población mayor. Por el contrario, la era inminente de las máquinas podría ser un punto de inflexión en la batalla por la

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hegemonía.

**** Arvind Subramanian

Arvind Subramanian is Chief Economic Adviser to the Government of India.

La paradoja de las críticas a la globalización La mayoría de economistas están de acuerdo acerca de los beneficios de la integración global "real", es decir, de los prácticamente ilimitados flujos transfronterizos de bienes, mano de obra y tecnología. Pero están menos seguros en cuanto a la integración financiera global, especialmente de los flujos a corto plazo del llamado dinero caliente. Sin embargo, la reacción antiglobalización de hoy se centra principalmente en la integración real, y casi en su totalidad se olvida de los aspectos financieros. La reacción a la integración real recientemente ha impulsado a la administración del presidente estadounidense Donald Trump a recurrir al proteccionismo comercial unilateral, dirigido a China en particular. Tanto en Estados Unidos como en Europa se están levantando barreras contra la migración. Muchos gobiernos se están moviendo para imponer nuevos impuestos a las compañías de tecnología consideradas demasiado grandes o influyentes. En este contexto, extraña la ausencia de un mínimo de protestas contra la integración financiera. Después de todo, los flujos financieros regularmente han causado estragos en las economías ricas y pobres por igual en los últimos 40 años. Y ese daño no es ningún secreto: instituciones como el Fondo Monetario Internacional lo han destacado, añadiendo condiciones a su previo apoyo a la apertura financiera. La ausencia de resistencia a la integración financiera puede reflejar el núcleo del problema o, quizás más exactamente, la narrativa. Cuando se trata de integración global real, es fácil identificar a los perpetradores y las víctimas; con la integración financiera, no lo es. Consideren el libre comercio. Si bien en general es beneficioso, sus efectos distributivos adversos son innegables, y es fácil decir quién sale perjudicado (por ejemplo, trabajadores de países avanzados en industrias de menor valor agregado como el acero), y quién está haciendo el daño (países en desarrollo que puede producir y exportar el bien relevante más barato). Los perdedores pueden ser una minoría, pero pueden unirse para amplificar su voz y maximizar su poder de negociación, especialmente si están geográficamente concentrados. Con un objetivo claro, su indignación adquiere fuerza y legitimidad. Del mismo modo, la migración trae consigo ganancias importantes y, según muchos, pérdidas significativas. Entre los aparentes perdedores pueden incluirse los trabajadores domésticos que están (o creen que están) afectados

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por la competencia de los migrantes, o ciudadanos que sienten que su forma de vida, o incluso su identidad, se ve amenazada. No importa si estas afirmaciones son empíricamente verdaderas; encajan en una narrativa clara y convincente, en la que los inmigrantes son retratados como villanos. Tal narrativa, como hemos visto, es una herramienta de movilización muy efectiva en manos de políticos cínicos. Por supuesto, las crisis financieras -como las ocurridas en América Latina a principios de los años ochenta, en Asia oriental a fines de los noventa, en Europa oriental a finales de los años 2000 y en Europa en los años 2010- también tienen claras víctimas: los que pierden sus empleos, casas o ahorros para la jubilación. Pero no es tan fácil atribuir culpas. En el pasado -volviendo a la Edad Media, de hecho-, a menudo se ha culpado a los bancos. Pero las fuentes de los actuales flujos de dinero caliente no son fácilmente identificables. Los fondos de cobertura, fondos mutuos, compañías de administración de activos, fondos de pensiones y fondos de riqueza soberana operan en todo el mundo, en jurisdicciones legítimas y en lo que W. Somerset Maugham describió una vez como "lugares soleados para gente sombría". Incluso si los prestamistas pudieran identificarse fácilmente, no se les podría echar toda la culpa. Las transacciones financieras siempre involucran a los prestatarios y, a diferencia de los trabajadores siderúrgicos despedidos, los prestatarios incumplidos (individuos o países) rara vez son víctimas inocentes. En muchos casos, los grandes prestatarios han obtenido sus préstamos engañando a los prestamistas o usando conexiones políticas, como lo hicieron los compinches del ex presidente indonesio Suharto. Si bien las narrativas que muestran a villanos concretos y fácilmente identificables hacen que la integración real -a pesar de sus beneficios generales tangibles- sea difícil de mantener, la ausencia de narrativas comparables está permitiendo que la integración financiera no cese. Esto coloca al mundo en un camino donde hay menos integración de la buena, y más de la cuestionable. Alterar esta trayectoria requiere dos tipos de respuesta. Para apoyar la integración real, los responsables de las políticas públicas deben crear redes de seguridad social ambiciosas -incluso de manera radical-, que protejan a los perdedores inevitables, a la vez que destacan los beneficios generales que brinda dicha integración. Las acciones contra los perpetradores -por ejemplo firmas y países que roban descaradamente la propiedad intelectual- también pueden ser necesarias, a pesar de los costos potenciales. Mientras tanto, los responsables públicos deberán mejorar la gestión de la integración financiera, una tarea que puede ser aún más desafiante, ya que ningún grupo político lo está exigiendo. Dada la nebulosa financiera, casi de naturaleza fantasmagórica, que elude la construcción de una narrativa fácil, la tarea de moldearla será difícil. Pero estamos obligados a hacerlo.

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**** Javier Solana

Javier Solana was EU High Representative for Foreign and Security Policy, Secretary-General of NATO, and Foreign Minister of Spain. He is currently President of the ESADE Center for Global Economy and Geopolitics, Distinguished Fellow at the Brookings Institution, and a member of the World Economic Forum’s Global Agenda Council on Europe.

Historia de dos realidades “Era el mejor de los tiempos, era el peor de los tiempos; la edad de la sabiduría y también de la locura; la época de las creencias y de la incredulidad; la era de la luz y de las tinieblas; la primavera de la esperanza y el invierno de la desesperación.” Con estas memorables líneas da comienzo una de las novelas más famosas de la literatura universal: Historia de dos ciudades, de Charles Dickens. El clásico de Dickens está ambientado en las ciudades de Londres y París durante la época de la Revolución francesa. Dickens aborrecía la injusticia social que se derivaba del Ancien Régimeabsolutista, pero al mismo tiempo condenó los excesos de los revolucionarios franceses. Casi dos siglos más tarde, el antiguo primer ministro chino Zhou Enlai fue preguntado por su opinión acerca de la Revolución francesa, a lo que contestó que era “demasiado pronto para valorarla”. Poco importa que esta legendaria respuesta fuese tal vez fruto de un malentendido: voluntaria o involuntariamente, Zhou hizo un exquisito homenaje a la ambivalencia con la que Dickens retrató a la Francia revolucionaria. Como es bien sabido, muchos de los ideales asociados a la Ilustración inspiraron a los partidarios del derrocamiento de Luis XVI; unos ideales que, previamente, ya habían impulsado la Revolución americana. En paralelo, se estaba produciendo otra revolución de enorme trascendencia histórica, también íntimamente ligada a los valores ilustrados: la Revolución Industrial. La proliferación de regímenes políticos más liberales se combinó con la oleada de avances científicos y tecnológicos para inaugurar el período más próspero de la historia de la humanidad, del que somos beneficiarios. El economista Angus Maddison estimó que, entre el año 1 d.C. y el 1820, el Producto Interior Bruto per cápita a nivel mundial no llegó siquiera a duplicarse, mientras que entre 1820 y 2008 se multiplicó por más de 10. Este espectacular aumento del PIB per cápita ha ido acompañado de mejoras igualmente extraordinarias en multitud de indicadores socioeconómicos, incluyendo la esperanza de vida, que a día de hoy se sitúa globalmente en torno a los 73 años. Recordemos que, hace tan solo dos siglos, la esperanza de vida no superaba los 31 años. Por aquel entonces, la teoría microbiana de la enfermedad todavía no había sido aceptada por la comunidad científica, y era ortodoxo afirmar que el olor a carne de ternera causaba obesidad. En la actualidad, ese tipo de creencias nos

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parecen grotescas. La ciencia ha progresado a un ritmo trepidante, hasta el punto de que hoy no solo sabemos leer el genoma humano, sino que estamos aprendiendo a editarlo y a escribirlo. En estos y otros muchos logros se ampara Steven Pinker, profesor de psicología en Harvard, para proclamar que “la Ilustración está funcionando”. Pinker considera además que se ha producido un muy notable progreso moral en los últimos siglos, con avances que van mucho más allá de los que reflejan la gran mayoría de variables macroeconómicas. Según Pinker, estos avances incluyen unos derechos individuales y colectivos que vienen expandiéndose (tanto en términos sustantivos como en términos geográficos), así como una reducción generalizada de la violencia. La magnitud de los múltiples éxitos que hemos cosechado tiende a infravalorarse. Esto se debe a un sesgo cognitivo que nos hace recordar con gran nitidez las catástrofes y demás contratiempos que nos siguen afectando, y elevar estas excepciones a la categoría de norma. Este sesgo cognitivo es perjudicial para nuestra toma de decisiones, pero también sería perjudicial caer en una excesiva complacencia. Porque es evidente que no nos faltan motivos para la inquietud; de hecho, muchos de ellos pueden calificarse como efectos secundarios de la propia Ilustración. Tal y como describe el economista Angus Deaton en El gran escape, empezar a huir de las privaciones, las hambrunas y las muertes prematuras ha comportado que algunos Estados y grupos sociales encabecen la marcha, dejando a otros atrás. Afortunadamente, la desigualdad global parece haberse reducido gracias en parte a la integración de nuevos países —en especial China— en los flujos económicos transnacionales. Sin embargo, numerosos estudios alegan que la desigualdad dentro de los países va al alza. Amplios sectores de sociedades como la estadounidense se están viendo excluidos del acceso a los últimos tratamientos médicos, e incluso nuestros sistemas democráticos se están erosionando. El concepto de “los perdedores de la globalización” ha dado fuelle a movimientos de corte populista; claro ejemplo de ello es la presidencia de Donald Trump. Pero el caso es que muchas de las políticas de Trump —como las rebajas impositivas para las grandes fortunas— están llamadas a perpetuar los privilegios de las élites económicas. Al parecer, la administración Trump pretende disimular sus contradicciones presentando el auge de China como origen de todos los males económicos de Estados Unidos. El America first socava la cooperación global y da rienda suelta al miedo a lo ajeno, expresado a través del nacionalismo, una de las herencias más duraderas y potencialmente perniciosas de las revoluciones sociales de finales del siglo XVIII. Asimismo, el progreso científico-técnico que se derivó de la Ilustración ha revelado su faceta más oscura. Por ejemplo, las teorías de Einstein y el descubrimiento de la fisión en 1938 permitieron la generación de electricidad mediante energía nuclear, pero desembocaron también en los bombardeos de Hiroshima y Nagasaki, así como en los desastres de Chernóbil y Fukushima.

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Otros ámbitos plagados de riesgos son el de la ingeniería financiera, como demostró la crisis de 2008, y el cibernético, sobre todo en cuanto a la posible vulnerabilidad de infraestructuras estratégicas. Todos estos peligros se añaden a la que quizá sea la mayor amenaza para la humanidad: el cambio climático. La peculiaridad de esta amenaza es que, al menos hasta ahora, no se ha manifestado como un único choque repentino sino como un fenómeno acumulativo, que en su conjunto tal vez aún estemos a tiempo de frenar. Una de nuestras grandes esperanzas es que, del mismo modo que los avances tecnológicos nos metieron en este atolladero, dichos avances nos ayuden a salir de él. Eso mismo está ocurriendo en lo referente al agujero de la capa de ozono, de la mano de una regulación internacional eficaz, como fue el Protocolo de Montreal de 1987. El racionalismo científico tiene la virtud de proporcionarnos herramientas para remediar sus propios desmanes. Lo que resulta bastante menos prometedor es la actual ausencia de un liderazgo mundial convincente que sepa sacar el máximo partido a estas herramientas, apostando por una gestión colectiva y responsable de nuestros problemas transfronterizos. Sin este liderazgo, será harto complicado dar una respuesta optimista al dilema que planteó en su día Dickens: ¿estamos en el mejor de los tiempos, o en el peor de los tiempos?

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Robert Skidelsky Robert Skidelsky, Professor Emeritus of Political Economy at Warwick University and a fellow of the British Academy in history and economics, is a member of the British House of Lords. The author of a three-volume biography of John Maynard Keynes, he began his political career in the Labour party, became the Conservative Party’s spokesman for Treasury affairs in the House of Lords, and was eventually forced out of the Conservative Party for his opposition to NATO’s intervention in Kosovo in 1999.

La automatización y el liderazgo estadounidense Hasta no hace mucho, había dos explicaciones distintas del desempleo. La primera era la teoría keynesiana de la escasez de demanda, que sostiene que los trabajadores quedan “involuntariamente” desempleados cuando la sociedad no tiene dinero para comprar los bienes y servicios que producen. La segunda es la idea, generalmente asociada con la Escuela de Chicago, de que el desempleo es una elección voluntaria de ocio en vez de trabajo, cualquiera sea el salario ofrecido. Pero ahora comienza a cobrar vuelo una tercera explicación: que la reducción de oportunidades de trabajo a tiempo completo y de los salarios reales se debe a la automatización. La idea de que los robots se están quedando con los empleos de los seres humanos es sin duda una nueva variante del muy antiguo problema del desempleo tecnológico. Pero es una variante que merece atención, porque el problema no se puede resolver con las respuestas políticas convencionales. El discurso “oficial” sobre la tecnología considera que el cambio acelerado es

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inevitable. Según numerosas instituciones, centros de estudio, comisiones especiales y toda clase de organismos con nombre de sigla, la automatización y la inteligencia artificial (IA) pronto eliminarán o alterarán una cantidad grande pero impredecible de trabajos humanos. Al mismo tiempo, la adopción de las nuevas tecnologías se considera necesaria para el éxito geopolítico y competitivo de los países. De modo que los cambios en las pautas de trabajo previas deben ser aceptados y “mitigados”, adecuando la educación y los sistemas de seguridad social a las necesidades de un mercado laboral dominado por la automatización. Así dice un nuevo informe del Consejo de Relaciones Exteriores, titulado El trabajo por delante: máquinas, habilidades y liderazgo estadounidense en el siglo XXI. Como muchos otros informes recientes sobre el tema, este parte de supuestos tácitos (y en gran medida infundados) y llega a conclusiones anodinas. Por ejemplo, se nos dice que las posibilidades tecnológicas determinarán el futuro del empleo. Como la mayoría de los trabajos se automatizarán, total o parcialmente, toda resistencia es vana: la única opción es la adaptación (“mitigación”). Además, hay que adoptar con entusiasmo la innovación tecnológica, porque si no, los trabajadores “mejores y más brillantes” se irán en masa a trabajar para competidores extranjeros. También se nos dice que si Estados Unidos desacelerara unilateralmente el ritmo de la automatización, renunciaría a su posición dominante en la escena mundial. Sobre el supuesto de que China es un enemigo estratégico de Estados Unidos, es imperioso que el pueblo estadounidense acepte la innovación tecnológica para ganar la carrera por el liderazgo mundial. Finalmente, se nos dice que el trabajo es la fuente de la propia identidad. Así que en vez de desvincular la seguridad económica del empleo, el desafío es recuperar formas tradicionales pero más flexibles de empleo pago. De modo que hay que rechazar la idea de un ingreso básico universal, por su “enorme costo y el potencial desincentivo al trabajo”. Si uno acepta estas reglas básicas, entonces la única respuesta posible al avance de los robots es una política laboral activa que apunte a preparar a los trabajadores para competir con las máquinas: para resolver la precarización del mercado laboral, hagamos a la gente más precaria. En defensa del Consejo de Relaciones Exteriores, hay que decir que el informe roza un tema importante: la relación entre el desempleo cíclico y el problema a más largo plazo del desempleo tecnológico. Los autores aciertan cuando consideran que una política de “pleno empleo” es necesaria (aunque no suficiente) para que la gente acepte la automatización. E incluso señalan que la economía estadounidense sólo tuvo pleno empleo durante un 30% del período transcurrido desde 1980, contra 70% entre fines de los cuarenta y 1980. Dicen los autores: “En un momento cualquiera, es probable que haya millones de desempleados involuntarios buscando empleo, y en épocas de recesión y desaceleración económica, esas cifras se dispararán”.

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Sin embargo, para “mitigar” este problema, el informe propone más de las mismas políticas que nos trajeron adonde estamos. Es decir, la herramienta para aumentar el nivel de empleo ha de ser la política monetaria (aunque haya sido sistemáticamente incapaz de lograrlo). Además, “el Congreso y la administración Trump también deben usar la política fiscal con prudencia para mantener un sólido nivel de crecimiento y empleo”, aunque “el empeoramiento del déficit presupuestario federal (…) dificultará todavía más” el intento. Eso es todo en cuanto al uso de políticas macroeconómicas para confrontar el “desafío laboral”. En cambio, para preparar a la gente para el empleo algorítmico, sólo se nos dejan las medidas microeconómicas usuales, esto es, usar big data para emparejar a las personas con los empleos que necesitan para seguir siendo consumidores. Una vez más, se nos dice que los participantes del mercado laboral del futuro deben tener una educación dirigida al empleo y fondos de seguridad social portables que los ayuden a pasar de un entorno de trabajo automatizado al otro. En el caso de la educación, el informe exhorta a empleadores y universidades a trabajar juntos para crear “líneas de producción” de talentos. Por ejemplo, destaca los programas del Miami Dade College “en animación y desarrollo de videojuegos, en colaboración con empresas como Pixar Animation Studios y Google”. O el caso de Toyota, que “creó su propio programa avanzado de tecnicatura industrial para los estudiantes que buscan empleo en la empresa”. Y para asegurar la movilidad laboral, el informe reserva el sitio de honor a la “flexicuridad”, en la forma de beneficios portables (“asistencia de transición para los trabajadores”). Como es habitual, no intenta desvincular los beneficios del trabajo en sí, sino del “trabajo a tiempo completo para un solo empleador”. Al final, el informe nunca se decide respecto de si el empleo flexible de la “economía del trabajo temporal” representa escasez keynesiana de demanda, elección voluntaria de trabajo a tiempo parcial y autoempleo, o el avance no deseado de la automatización. Y si bien los autores admiten que la globalización y el dinamismo tecnológico dejaron a gran parte de la población y el territorio de los Estados Unidos desfavorecidos en cuanto a patrimonio, ingresos y autoestima, el remedio que proponen es redoblar los esfuerzos actuales para poner a los “rezagados” a la par. Personalmente, a partir de esos mismos hechos yo extraería una conclusión diferente. Si el objetivo es mejorar lo más posible la situación general, entonces es imprescindible cierta desaceleración de la globalización y de la automatización. Todos los ciudadanos tienen derecho a que no se los abandone, y la defensa de ese derecho no debe sacrificarse en nombre de cálculos en gran medida falaces sobre cómo puede afectar al liderazgo global estadounidense un freno a la automatización. ****

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Michael Boskin Michael J. Boskin is Professor of Economics at Stanford University and Senior Fellow at the Hoover Institution. He was Chairman of George H. W. Bush’s Council of Economic Advisers from 1989 to 1993, and headed the so-called Boskin Commission, a congressional advisory body that highlighted errors in official US inflation estimates.

El futuro de la política tecnológica La tecnología y las megaempresas tecnológicas generan cada vez más controversia. Crece la inquietud por el acceso de terceros a datos de usuarios de Facebook y su manipulación; ya antes de eso, había un encendido debate sobre la legitimidad de que los gobiernos puedan desbloquear dispositivos pertenecientes a sospechosos de terrorismo u otros delitos. Más en general, los cambios al empleo derivados de la tecnología son fuente de preocupación constante. Por todo esto, la política tecnológica está en el centro de la escena, como predije hace exactamente un año. El presidente y director ejecutivo de Facebook, Mark Zuckerberg, admitió en su reciente testimonio ante el Congreso de los Estados Unidos que se necesita alguna regulación de la industria, y que este momento es una ocasión para introducir nuevas políticas para el sector. La formulación de esas políticas (mediante legislación, regulación, acuerdos internacionales o medidas de comercio internacional y tributación) debe apuntar a limitar los defectos de la tecnología sin asfixiar la innovación. Para eso hay que tener presentes cinco aspectos relacionados. El primero es la privacidad. El 25 de mayo entrará en vigor la abarcadora nueva Regulación General de Protección de Datos (GDPR) de la Unión Europea, pero no dará protección a los usuarios no europeos. En el caso de Facebook, eso significa 1500 millones de usuarios; casi todos ellos aceptaron las condiciones de servicio de la empresa sin leerlas. Hay propuestas para que las empresas tecnológicas deban obtener autorización explícita (“opt-in”) de los usuarios antes de reunir sus datos, y para que los usuarios puedan recuperar o eliminar esos datos con facilidad. Pero hay que ver cómo responderían a esas reglas los clientes y las empresas, incluidas nuevas ingresantes. Para reunir más datos, tal vez las empresas ofrezcan a los usuarios otros incentivos, además de los servicios presuntamente gratuitos que ya proveen, y eso desacelerará o no el ritmo con que pueden mejorar los servicios o introducir funciones nuevas. La segunda cuestión es el poder de mercado. En los albores de Internet, la industria tecnológica, todavía en su infancia, pidió una política regulatoria e impositiva laxa para el sector. Pero ahora las cuatro empresas estadounidenses más grandes por valor de mercado (Apple, Google, Microsofty Amazon) son todas ellas tecnológicas (al momento de escribir estas líneas, Berkshire Hathaway le quitó el quinto puesto a Facebook). El diseño de políticas razonables en este frente demandará en

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primer lugar definir el mercado, y luego decidir qué nivel de concentración, y por cuánto tiempo, constituye una amenaza a la competencia. El sector tecnológico parece estar siguiendo un modelo clásico de destrucción creativa de Schumpeter, en el que sucesivas oleadas de ascenso monopólico generan fenómenos de desplazamiento: los teléfonos móviles reemplazaron a las líneas fijas; el correo electrónico, al correo postal; ahora las redes sociales y los mensajes de texto están ocupando el lugar de las llamadas telefónicas. En la actualidad, Apple y Google tienen un duopolio de los sistemas operativos para teléfonos inteligentes, pero compiten vigorosamente para mejorar sus funciones y lanzar nuevos productos. En tanto, las tiendas de aplicaciones de iOS y Android se han convertido a la vez en punto de entrada para muchas empresas pequeñas y en barrera contra el ingreso de nuevos proveedores de teléfonos inteligentes. Asimismo, Facebook y Google dominan el mercado de la publicidad digital, pero sus ganancias les permiten ofrecer servicios de correo electrónico y redes sociales aparentemente gratuitos que benefician a los consumidores. Mientras tanto, el gobierno de Estados Unidos está tratando de impedir la fusión de dos gigantes de las telecomunicaciones, AT&T y Time Warner, esta última, dueña de un estudio de cine, canales de televisión por cable y publicaciones impresas. Los reguladores temen que la fusión lleve a un aumento de precios, pero AT&T sostiene que enfrenta competencia directa de gigantes tecnológicos como Netflix y Amazon, que transmiten películas y programación original por Internet. (Amazon también domina en venta electrónica minorista e infraestructura de centros de datos.) De modo que lo que está en cuestión es si la competencia actual entre estas megaempresas sirve de contrapeso a su poder de mercado. El tercer aspecto tiene que ver con el control de la información. La conveniencia de los teléfonos inteligentes y de las redes sociales, sumada a su carácter adictivo, llevó a que muchas personas sólo lean noticias en plataformas virtuales como Facebook. Pero el modelo de publicidad microdirigida que usan Google y Facebook alteró la generación tradicional de ingresos de diarios y revistas, así como la cobertura de la actividad de los gobiernos subnacionales. Peor aún, los algoritmos de las redes sociales tienden a amplificar las exageraciones en detrimento de fuentes más creíbles; pero todo intento de eliminar lo que algunos consideren exagerado suscitaría temores de censura. Los conservadores, en particular, temen que la definición de lo que constituye un debate aceptable quede en manos de empresas de Silicon Valley con ideas progresistas. El cuarto tema es la concentración de la riqueza. Los fundadores de las megatecnológicas actuales ya están entre las personas más ricas del mundo; Jeff Bezos, de Amazon, encabeza la lista. Pero sus crecientes fortunas contrastan marcadamente con décadas de lento crecimiento de los salarios, lo cual es fuente de malestar político.

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Sin embargo, la destrucción creativa de la era digital también enriqueció a muchos trabajadores e inversores en el sector tecnológico, reduciendo al mismo tiempo las fortunas de aquellos a los que desplazaron. Destruyó y creó a la vez empleos bien remunerados. Y sobre todo, produjo bienes y servicios que nos benefician prácticamente a todos. Las políticas que busquen resolver estas inquietudes distributivas no deben suprimir el espíritu emprendedor ni desalentar el trabajo, el ahorro y la inversión, especialmente para los nuevos ingresantes al mercado. Por ejemplo, un impuesto a las plusvalías financieras, cualquiera sea su intención distributiva, equivale a gravar el hecho de volverse rico; pero el motor de la prosperidad general es incentivar a las personas a mejorar su fortuna. El último tema tiene que ver con la seguridad nacional y los intereses económicos nacionales. Este mes, varias empresas tecnológicas, entre ellas Microsoft y Facebook, declararon que no ayudarán a ningún gobierno a ejecutar operaciones ciberbélicas ofensivas, y que defenderán incondicionalmente a cualquier país o persona que sea blanco de ciberataque. ¿Incluiría eso ciberataques contra Corea del Norte o Irán con el objetivo de impedir un incidente nuclear? En relación con los intereses económicos, todos los gobiernos intentan sostener sus industrias nacionales mediante regulación, subsidios o barreras comerciales. Pero lo que hace China, acusada de robo de propiedad intelectual y transferencia forzada de tecnología, es totalmente diferente. Hace poco, ante la política china de ampliación de capacidades ciberbélicas e inversión en infraestructuras de telecomunicaciones esenciales, el gobierno de Estados Unidos decidió prohibir la venta de componentes estadounidenses a la megaempresa china de telecomunicaciones ZTE. En respuesta, China está poniendo trabas a la compra de la empresa holandesa de semiconductores NXP por parte del fabricante estadounidense de chips Qualcomm. Todos estos temas definirán el futuro de la política tecnológica, y con él, el de las futuras innovaciones y sus beneficios para la sociedad. ***

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COMENTARIOS PARA REFLEXIONAR

COMPENDIO DE PRINCIPALES IDEAS Y PENSAMIENTOS VERTIDOS EN LIBROS Ó

ARTICULOS RECIENTES PUBLICADOS POR INTELECTUALES, ACADÉMICOS Y FUNCIONARIOS QUE ENTENDEMOS AGREGAN PUNTOS DE VISTAS INTERESANTES AL ANÁLISIS E INTERPRETACIÓN

DEL PANORAMA GLOBAL ACTUAL Y SUS TENDENCIAS.

31-Mayo-2018

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Estimados Asociados: En este 21º envío de nuestras "Cuestiones para Reflexionar" he seleccionado una serie de artículos vinculados a las cripotomonedas, a la desvinculacion de Estados Unidos del plan de desnuclearizacion de Iran, al alza reciente del dolar a nivel global y las complejas negociaciones comerciales entre Estados Unidos y China. En particular, se eligieron los siguientes textos: 1- ¿Por qué reinventar la rueda monetaria? (Robert Skidelsky)

2- Una guerra que Trump elige hacer (Schlomo Ben-Ami) 3- El manejo de los peligros de un dólar en alza (Mohamed El-Erian) 4- Un enfoque bilateral para el dilema multilateral de Estados Unidos (Stephen Roach) Espero lo disfruten. Javier Mutal Hodara Director Coordinador CICyP [email protected] 1158318534 60092460

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Robert Skidelsky

Robert Skidelsky, Professor Emeritus of Political Economy at Warwick University and a fellow of the British Academy in history and economics, is a member of the British House of Lords. The author of a three-volume biography of John Maynard Keynes, he began his political career in the Labour party, became the Conservative Party’s spokesman for Treasury affairs in the House of Lords, and was eventually forced out of the Conservative Party for his opposition to NATO’s intervention in Kosovo in 1999.

¿Por qué reinventar la rueda monetaria? Las crisis siempre han sido tiempos de auge para la experimentación monetaria, y la debacle económica de 2008-2009 no ha sido la excepción. Este fenómeno recurrente se basa en la idea instintiva de que la causa de los males económicos siempre es monetaria, así que también ha de ser monetario el remedio. O hay demasiado dinero (y eso provoca inflación) o hay demasiado poco (y el resultado es depresión). Así que los reformadores monetarios (entre los que nunca faltan maniáticos y charlatanes) buscan “ordenar la oferta monetaria” y evitar que sus oscilaciones perturben la economía “real” (la producción y el comercio). Otra motivación de los reformadores monetarios es anticiparse a la necesidad de someter el orden establecido a cirugías más drásticas. Si las fluctuaciones monetarias son la principal causa de fluctuaciones económicas, y se puede garantizar una oferta monetaria adecuada para sostener la actividad económica normal, no habrá necesidad de que el gobierno interfiera. Esto es el núcleo de la doctrina de los economistas comprometidos con el libre mercado. Pocos se acuerdan de que el New Deal del presidente estadounidense Franklin D. Roosevelt comenzó con una flexibilización cuantitativa (FC). Cuando Estados Unidos todavía estaba dentro del patrón oro, el Tesoro compró grandes cantidades del metal para aumentar su precio y con él, el poder adquisitivo de los agricultores endeudados. En general, se considera que la intervención a gran escala del gobierno de FDR sobre el precio del oro (cuyas fluctuaciones llevaron a John Maynard Keynes a decir que era como si el patrón oro estuviera borracho) fue ineficaz. Pero para contrarrestar la debacle de 2008, el presidente de la Reserva Federal de los Estados Unidos (el monetarista Ben Bernanke) y otros directores de bancos centrales revivieron la idea, en la forma de compras masivas de títulos públicos. La “política monetaria no convencional” se convirtió en el mecanismo estándar de recuperación (Keynes sin duda hubiera dicho que ahora los que se habían emborrachado eran los bancos centrales). La mayor parte del dinero nuevo terminó usándose para atesoramiento o especulación, pero la FC consiguió evitar una política fiscal expansiva. Tras las dos crisis también hubo intensos pedidos de reforma bancaria. En 1933, en Estados Unidos se aprobó la Ley Glass-Steagall, que prohibió a los propietarios de bancos comerciales especular con los depósitos de sus clientes. Después de 2009, la Ley Dodd-Frank en Estados Unidos, el Informe Vickers en el Reino Unido y el Informe Liikanen en la Unión Europea también intentaron crear un sistema bancario más “resistente” a “perturbaciones”. Pero no se tuvo en cuenta que las perturbaciones en el sistema bancario fueron el efecto, no la causa, de las perturbaciones económicas: la idea fue “pongamos

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en orden el dinero y el sistema bancario, y ya no habrá perturbaciones”. Este es el contexto en el que hay que entender el auge de las criptomonedas (la última explosión de la manía monetaria). Estos “sistemas descentralizados de efectivo electrónico” intentan curar los males de la economía con medidas monetarias, pero esta vez, puenteando por completo a los bancos. “¿Para qué queremos a estos intermediarios enfermos” (preguntan los inventores de criptomonedas) “si podemos crear sistemas electrónicos de realización y almacenamiento de transacciones, seguros para sus usuarios e invisibles para quienes quisieran controlarlos?”. Los detalles técnicos de los nuevos sistemas de generación de efectivo son difíciles de entender; pero no lo es su inspiración. El nacimiento del bitcoin en enero de 2009 coincidió con la crisis bancaria, un período en el que muchos bancos quebraban o eran rescatados de la insolvencia con dinero de los contribuyentes. Es comprensible que la gente quisiera hallar una forma de mantener su dinero y sus transacciones monetarias lejos de la disfuncionalidad de los bancos y de la voracidad de las autoridades tributarias; la nueva criptomoneda ofrecía una solución. Hay muchos motivos para el atractivo del bitcoin (en especial, las oportunidades que ofrece a la especulación, el tráfico de drogas y el lavado de dinero). Pero más allá de los motivos más sórdidos, está el sueño de Friedrich Hayek de un mercado monetario libre. Hayek hizo su propuesta (permitir la emisión privada de monedas que compitan entre sí) en lo peor de la ola inflacionaria de mediados de los setenta, que atribuyó a que los bancos centrales habían creado demasiado crédito. Sostuvo: “Si queremos que la libre empresa (…) sobreviva, no tenemos otra opción que reemplazar el monopolio monetario del gobierno y las divisas nacionales por un sistema de libre competencia”. Según Hayek, no hay modo de evitar que el gobierno deteriore el valor de la moneda. “El gobierno fue, es y seguirá siendo incapaz de proveer dinero de calidad”. El bitcoin puede verse como un intento de usar las nuevas tecnologías para evitar la desvalorización de las monedas. Por ejemplo, la oferta total de bitcoins está fija, como sería el caso (más o menos) de una moneda respaldada por el oro. Paradójicamente, pese a que se crea de la nada, el bitcoin no permite “creación” de moneda. Debe ser “minado” en cantidades cada vez menores, hasta su total agotamiento en 2040, cuando habrá producido 21 millones de monedas digitales. Es decir, la oferta de la moneda es inelástica, de modo que mucho antes de que se agote la mina, tropezará con el mismo problema que tuvo el patrón oro: no proveer suficiente dinero para sostener a una población y una economía en crecimiento (y cualquier tendencia a atesorar bitcoins agravará este resultado). Además, las criptomonedas no ofrecen protección contra la inflación. Hayek creía que un sistema de competencia entre monedas llevaría finalmente al monopolio de la que mejor conservara su valor. Pero este proceso de descarte de monedas inflacionarias ya lo hemos vivido, y el resultado final fueron los bancos centrales. Es increíble que alguien crea necesario repetir la misma

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historia, sólo para terminar en el mismo lugar. El hecho es que las sociedades humanas no han descubierto un modo mejor de mantener el valor del dinero aproximadamente constante que delegar en los bancos centrales la tarea de controlar su emisión e intervenir directa o indirectamente en el volumen de crédito creado por el sistema bancario comercial. El diagnóstico hayekiano de la última crisis (exceso de creación de crédito bancario) es correcto hasta cierto punto. Pero basta preguntar por qué se produjo para comprender que no hay respuestas mecánicas a la pregunta ni soluciones mecánicas al problema. Aquello de “cuidad la economía, y el dinero se cuidará solo” no es del todo cierto, pero se acerca más a la verdad que la idea de que la reforma monetaria por sí sola es la cura de los problemas de una economía enferma.

**** Shlomo Ben-Ami Shlomo Ben-Ami, a former Israeli foreign minister, is Vice President of the Toledo International Center for Peace. He is the author of Scars of War, Wounds of Peace: The Israeli-Arab Tragedy.

Una guerra que Trump elige hacer La decisión del presidente Donald Trump de retirar a Estados Unidos del acuerdo nuclear de 2015 con Irán no es su primer abandono de un pacto internacional clave. Del Acuerdo Transpacífico al acuerdo de París sobre el clima, la destrucción de marcos multilaterales se ha vuelto una especialidad de Trump. Pero incluso para lo que es común en él, abandonar el Plan de Acción Integral Conjunto (PAIC), nombre formal del acuerdo con Irán, es demasiado. Ya hay quienes comparan la jugada con el malhadado intento del presidente George W. Bush de remodelar Medio Oriente con guerras en Afganistán e Irak. Igual que las aventuras militares de Bush, la estrategia de Trump para la región conlleva riesgos enormes, sobre todo porque arrojó lo poco que quedaba de la alianza transatlántica al abismo que hay entre la política estadounidense de la fuerza y el énfasis europeo en la diplomacia. La decisión de Trump no es sólo acerca de limitar el acceso de Irán a armas de destrucción masiva; más bien, el objetivo del presidente es lograr un cambio de régimen, que aparentemente espera conseguir agotando los recursos económicos y estratégicos de la República Islámica. Al reanudar las sanciones, Trump casi le esta rogando al pueblo iraní (que será el más afectado por la medida) que se rebele contra su gobierno. La anulación del PAIC por Trump deja a Irán dos opciones, ninguna de ellas buena. La primera es renegociar el acuerdo con los otros firmantes (China, Francia, Rusia, el Reino Unido, Alemania y la Unión Europea). El presidente iraní Hassan Rouhani ya insinuó esta posibilidad, pero el reinicio de las sanciones puede limitar su capacidad de seguir este camino. Obligadas a elegir, las empresas europeas sacrificarán sus negocios en Irán para mantener

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el acceso al mercado estadounidense. Y conforme la economía de Irán se desplome, los iraníes empezarán a repartir culpas. La segunda opción no es mejor. Los reformistas iraníes pueden capitular ante los halcones, descartar el PAIC, reanudar las actividades nucleares y acelerar el programa de misiles balísticos del país. Eso sería garantía casi segura de un ataque preventivo de Israel contra instalaciones nucleares iraníes (con la bendición, o la complicidad, de Estados Unidos). A continuación, Irán se sentirá libre de volver a lanzar a sus intermediarios contra Israel, comenzando con Hezbollah en el vecino Líbano. Y esto puede llevar a un conflicto generalizado con participación de otros aliados de Estados Unidos en la región, incluidos los sauditas y otras potencias árabes suníes. Por desgracia, el resultado que hay que evitar es exactamente el que la dirigencia de Israel parece decidida a producir. El mes pasado, el primer ministro israelí Binyamin Netanyahu acusó a Irán de no cumplir el acuerdo nuclear. En aquel momento, la estrambótica presentación que hizo Netanyahu (y encima en inglés) fue ridiculizada en Occidente; hoy parece más bien un presagio. De hecho, el dúo Netanyahu-Trump (responsable en gran medida de hundir el acuerdo nuclear) es una alianza explosiva de dos narcisistas, que dejaron a la política interna disfuncional de sus respectivos países dictarles la conducta internacional. En el caso de Trump, el objetivo parece ser la destrucción sistemática del legado del presidente Barack Obama, sin otro propósito que cumplir las promesas de la campaña electoral (que en cierto sentido, nunca terminó). Netanyahu, por su parte, está enamorado de la imagen que cuidadosamente se creó de aquel que salvará al pueblo judío de un segundo Holocausto. Enfrentado a problemas legales que ponen en duda su suerte política personal y pueden provocar su destitución, el belicismo se ha convertido en una estrategia para ganar la reelección. De hecho, el apoyo a Trump en Israel llegó a un nivel récord tras su decisión de retirarse del PAIC, y después de los masivos ataques militares de Israel contra blancos iraníes en Siria. La táctica de Netanyahu también sirve para distraer la atención internacional del problema palestino, que una vez más está entrando a una fase crítica. Israel tiene el ejército más poderoso de Medio Oriente, pero no se puede permitir a Netanyahu usarlo en beneficio político propio. La última vez que Israel libró una guerra interestatal fue en 1973, y el trauma de aquel combate perdura. Además, la fuerza militar por sí sola de poco sirvió para proteger las fronteras del país. La “doctrina Begin” (la estrategia israelí de hacer ataques preventivos para mantener el monopolio regional de las armas nucleares) no redujo los lanzamientos de cohetes de enemigos de Israel respaldados por Irán. Sólo una firme diplomacia internacional puede detener el descenso de Medio Oriente hacia la proliferación nuclear. Aun sin Estados Unidos, los otros firmantes del PAIC pueden salvar los principios centrales del acuerdo, dando

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apoyo a los líderes iraníes moderados en la reducción de los efectos de nuevas sanciones; también pueden ayudar a desactivar la crisis en la frontera norte de Israel, donde ya hay enfrentamientos directos entre fuerzas israelíes e iraníes. Para lograr un nuevo acuerdo que garantice la continuidad de la desnuclearización de Irán, ponga bajo vigilancia su programa de misiles balísticos y aliente una política exterior menos hostil, hay que dejar de lado sanciones y cambios de régimen. Lo más probable es que Trump oiga el mismo mensaje de su homólogo norcoreano, Kim Jong-un, antes de la reunión entre ambos líderes, prevista para junio. La ironía es que es exactamente la clase de “gran acuerdo” que Irán le propuso a la administración Bush en mayo de 2003. Bush rechazó la oferta y juró nunca más hablar con un miembro del “eje del mal”. Luego el ex vicepresidente Dick Cheney declaró (en referencia a Corea del Norte, otro miembro de aquel “eje” imaginario): los estadounidenses “no negociamos con el mal: lo derrotamos”. Pero al cambiar la diplomacia por la amenaza militar, la administración Bush cerró la puerta a una solución con Irán. Hoy que Trump adopta la misma táctica, nada indica que el resultado vaya a ser diferente.

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Mohamed El-Erian Mohamed A. El-Erian, Chief Economic Adviser at Allianz, the corporate parent of PIMCO where he served as CEO and co-Chief Investment Officer, was Chairman of US President Barack Obama’s Global Development Council. He previously served as CEO of the Harvard Management Company and Deputy Director at the International Monetary Fund. He was named one of Foreign Policy’s Top 100 Global Thinkers in 2009, 2010, 2011, and 2012. He is the author, most recently, of The Only Game in Town: Central Banks, Instability, and Avoiding the Next Collapse.

El manejo de los peligros de un dólar en alza El gobierno del presidente argentino Mauricio Macri solicitó al Fondo Monetario Internacional un préstamo con la esperanza de que dicho préstamo pueda derrotar una caída del peso que ha elevado las tasas de interés, y que desacelerará la economía y amenazará el programa de reformas. Este cambio de suerte de la economía refleja, en parte, aunque no totalmente, la presión generalizada provocada por la reciente apreciación del dólar de Estados Unidos – un proceso que está destinado a acelerarse, porque tanto la política monetaria como los diferenciales de crecimiento están favoreciendo a Estados Unidos. Desde hace un tiempo, la Reserva Federal de Estados Unidos sistemáticamente se ha adelantado a otros bancos centrales importantes en lo que se refiere a la normalización de la política monetaria – es decir, en cuanto a elevar las tasas de interés, eliminar las compras de activos a gran escala e iniciar el proceso multianual de achicamiento de su hoja de balance. Esto se amplificó este año por otro catalizador de la reciente apreciación del dólar: una divergencia creciente, y menos favorable, entre los datos económicos y las expectativas en el resto del mundo. Durante la mayor parte de 2017, los mercados se esforzaron por ponerse a la

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par de las señales de crecimiento fuera de Estados Unidos, mismas que fueron notablemente más favorables de lo anticipado. Como resultado, la medida más ampliamente seguida del índice del dólar ponderado por el comercio se depreció en un 10% el año pasado. Los flujos de capital hacia Europa y hacia las principales economías emergentes se recuperaron, ya que los inversores trataron de beneficiarse de la expansión, mientras disfrutaban de mayores rendimientos y de la posibilidad de obtener ganancias de capital provenientes de las fluctuaciones cambiarias. Sin embargo, en los últimos meses, los indicadores que miden las “sorpresas” económicas se han tornado negativos, a medida que el impulso del crecimiento se ha debilitado en Europa y más allá de este continente. Para citar un ejemplo dramático, los indicadores económicos en disminución causaron que la fijación implícita de precios de mercado de una elevación de las tasas de interés antes de la reunión de este mes sobre políticas del Banco de Inglaterra se desplomara desde el 90%, es decir de un nivel de casi certeza, al 20% en unos apenas unas pocas semanas. Ahora, hay menos capital externo que va tras el logro de ganancias en Europa y en las economías emergentes, y algunos capitales ya fluyeron de retorno a sus lugares de origen. Por lo tanto, se puede esperar que los factores económicos y financieros continúen impulsando la apreciación del dólar estadounidense. La única forma de aliviar esa presión al alza y mitigar los efectos de contagio es mediante respuestas políticas eficaces. La buena noticia es que hay suficientes herramientas para reducir el peligro de dislocaciones. Pero, existe la necesidad de una implementación más amplia dentro de las economías individuales y una mejor coordinación transfronteriza. Sin duda, algunos pueden ver la apreciación del dólar estadounidense como consistente con un reequilibrio a más largo plazo de la economía mundial. Pero, como lo demuestra la situación de Argentina, la apreciación excesiva y repentina de una moneda de importancia sistémica puede desequilibrar las cosas en otros lugares. Los mercados emergentes han sido durante mucho tiempo particularmente vulnerables a este fenómeno. En el período previo a la crisis financiera asiática de la década de 1990, muchas economías emergentes mantuvieron sus monedas rígidamente vinculadas al dólar, y los gobiernos tenían la tendencia de endeudarse fuertemente en dólares, a pesar de generar la mayor parte de sus ingresos en moneda nacional (lo que los economistas etiquetaron como “el pecado original”). A medida que el dólar se apreciaba en los mercados internacionales, estas economías se tornaron en menos competitivas y experimentaron un fuerte deterioro en sus posiciones de cuenta corriente. Las salidas de capital, tanto reales como potenciales, obligaron a los bancos centrales a elevar las tasas de interés locales, intensificando las presiones económicas contractivas y socavando la solvencia crediticia del sector empresarial nacional. La devaluación de la moneda tampoco se presentaba como una opción fácil que tomar, ya que iba a impulsar la inflación y elevar los costos del servicio de las

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deudas externas a niveles prohibitivamente altos. Muchos países en desarrollo ahora tienen tasas de cambio flexibles y, al pasar a fuentes domésticas de endeudamiento, han reducido los descalces de divisas asociados con sus pasivos. Sin embargo, quedan aún dos vulnerabilidades. En primer lugar, el reciente período extraordinario de volatilidad reprimida en los mercados financieros, las tasas de interés ultra bajas y la debilidad del dólar desataron otra oleada de flujos de capital hacia los países emergentes, incluidos los flujos de los denominados “dólares turistas”, que tienden a fluir de retorno ante la primera señal de problemas. En segundo lugar, fortalecidas por condiciones de financiamiento global excepcionalmente generosas, una cantidad creciente de empresas de los mercados emergentes han recurrido al endeudamiento externo en dólares, aumentando materialmente su vulnerabilidad financiera frente a tasas de interés más altas y fluctuaciones cambiarias adversas. Los cambios impulsados externamente en las variables financieras se han convertido en una fuente de graves peligros, especialmente en países como Argentina, que tienen un historial de mala gestión económica, grandes déficits de cuenta corriente, otros desequilibrios financieros y la costumbre de perseguir demasiados objetivos con muy pocos instrumentos. Teniendo en cuenta que las economías de los mercados emergentes aún están estructuralmente sujetas a peligros de contagio a corto plazo, generalmente es sólo una cuestión de tiempo hasta que los problemas de unos pocos países den como resultado un endurecimiento de las condiciones financieras para el tipo de activos en su conjunto. Más allá de desafiar la estabilidad de los mercados emergentes, una repentina y aguda apreciación del dólar estadounidense – y, específicamente, las pérdidas en competitividad comercial que causa dicha apreciación– amenaza con complicar las ya delicadas negociaciones comerciales. En especial, podrían verse en peligro los esfuerzos por modernizar el Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN) y por establecer relaciones comerciales más justas entre Estados Unidos y China. En este contexto, los responsables de la creación de políticas deberían implementar medidas que quiten la presión ejercida sobre los mercados cambiarios. Esto incluye, ante todo, políticas favorables al crecimiento, en particular para Europa, que, a pesar de las recientes ganancias económicas, enfrenta importantes obstáculos estructurales. Las economías emergentes, por su parte, deberían centrarse en mantener hojas de balance sólidas, mejorar su comprensión de las dinámicas del mercado y salvaguardar la credibilidad de las políticas. Las medidas a nivel de país deberían reforzarse mediante una mejor coordinación de las políticas mundiales, especialmente para ayudar a evitar o romper los círculos viciosos. El FMI, institución que pronto enfrentará más solicitudes de financiamiento, tiene un papel importante que desempeñar en este punto. El ejercicio de un poco de precaución hoy es obviamente preferible a arriesgar que ocurra un desastre que tendrá que ser arreglado más adelante.

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**** Stephen Roach Stephen S. Roach, former Chairman of Morgan Stanley Asia and the firm's chief economist, is a senior fellow at Yale University's Jackson Institute of Global Affairs and a senior lecturer at Yale's School of Management. He is the author of Unbalanced: The Codependency of America and China.

Un enfoque bilateral para el dilema multilateral de Estados Unidos La buena noticia es que Estados Unidos y China parecen haberse alejado del precipicio de una guerra comercial. Aunque vago en detalles, un acuerdo del 19 de mayo distiende la tensión y se compromete a continuar con la negociación. La mala noticia es que el marco de las negociaciones es defectuoso: un acuerdo con cualquier país hará poco por resolver los desequilibrios económicos fundamentales de Estados Unidos que han surgido en un mundo interconectado. Existe una desconexión de larga data entre las estrategias bilaterales y multilaterales para los problemas económicos internacionales. En mayo de 1930, unos 1.028 de los economistas académicos más prominentes de Estados Unidos escribieron una carta pública al presidente norteamericano Herbert Hoover instándolo a vetar el proyecto de ley arancelario Smoot-Hawley que estaba en discusión. Hoover ignoró el consejo, y la guerra comercial global que sobrevino después transformó en "enorme" una depresión común y corriente. El presidente Donald Trump tuvo una actitud comparable en cuanto a qué hace falta para "hacer que Estados Unidos vuelva a ser grande". Los políticos han favorecido durante mucho tiempo la perspectiva bilateral, porque simplifica la culpa: los problemas "se resuelven" apuntando a un país específico. Por el contrario, la estrategia multilateral atrae a la mayoría de los economistas, porque acentúa las distorsiones de la balanza de pagos que surgen a partir de los desfases entre el ahorro y la inversión. Este contraste entre lo simple y lo complejo es una razón obvia e importante por la cual los economistas suelen perder los debates públicos. La ciencia lúgubre nunca se caracterizó por la claridad. Este es el caso del debate en torno a Estados Unidos y China. China es un blanco político fácil. Después de todo, representó el 46% de la gigantesca brecha del comercio de mercancías de 800.000 millones de dólares de Estados Unidos en 2017. Es más, China ha sido acusada de violaciones atroces de las reglas internacionales, que van desde acusaciones de manipulación de la moneda y de un dumping subsidiado por el Estado del exceso de capacidad hasta ataques cibernéticos y transferencia de tecnología forzada. Igualmente significativo es el hecho de que China ha perdido la batalla en el terreno de la opinión pública -castigada por los responsables políticos occidentales, unos pocos académicos de perfil alto y otros por no haber estado a la altura del gran acuerdo sellado en 2001, cuando el país fue admitido en la

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Organización Mundial de Comercio-. Un artículo reciente de Foreign Affairs de dos altos funcionarios de la administración Obama lo dice todo: "El orden liberal internacional no ha sabido seducir o comprometer a China con la fuerza que se esperaba". Como sucede con Corea del Norte, Siria e Irán, la paciencia estratégica ha cedido lugar a la impaciencia, y la administración nacionalista de Trump encabeza las acusaciones contra China. El contraargumento de los economistas como yo que estamos focalizados en la estrategia multilateral suena a hueco en este clima. Rastrear el origen de los gigantescos déficits de cuenta corriente y comercial en una escasez extraordinaria de ahorro doméstico en Estados Unidos -sólo el 1,3% del ingreso nacional en el cuarto trimestre de 2017- poco cuenta en el ámbito de la opinión pública. De la misma manera, no ayuda cuando hacemos hincapié en que China no es más que una pieza grande de un problema multilateral mucho mayor: Estados Unidos tenía déficits de comercio de mercancías con 102 países en 2017. Tampoco importa cuando señalamos que corregir las distorsiones de la cadena de suministros -causadas por insumos de otros países que entran en las plataformas de ensamblaje chinas- reduciría el desequilibrio comercial bilateral entre Estados Unidos y China en un 35-40%. Por más defectuoso que pueda ser, el argumento político bilateral resuena en un Estados Unidos donde existe una enorme presión por aliviar la angustia de la clase media atribulada del país. Los déficits comerciales, sostiene el argumento, conducen a pérdidas de empleos y compresión de los salarios. Y, cuando la brecha del comercio de mercancías llegó al 4,2% del PIB en 2017, esas presiones no hicieron más que intensificarse en la recuperación económica actual. Como consecuencia de ello, poner a China en la mira tiene un enorme atractivo político. Ahora bien, ¿qué se puede hacer con el acuerdo del 19 de mayo? Más allá de un alto el fuego en los aranceles de represalia, existen pocos beneficios reales. Los negociadores estadounidenses están obsesionados con reducciones específicas de unos 200.000 millones de dólares en el desequilibrio comercial bilateral en un lapso de dos años. Dada la magnitud del problema multilateral de Estados Unidos, éste es un objetivo esencialmente absurdo, sobre todo a la luz de los enormes e inoportunos recortes impositivos e incrementos del gasto federal que Estados Unidos ha implementado en los últimos seis meses. Por cierto, como es probable que los déficits presupuestarios aumenten, la escasez de ahorros de Estados Unidos no hará más que agravarse en los próximos años. Eso apunta a crecientes déficits en la balanza de pagos y en el comercio multilateral, que son difíciles de resolver a través de acciones bilaterales específicas contra un solo país. Los negociadores chinos son más circunspectos: se resisten a metas de déficits numéricas pero se comprometen al objetivo conjunto de "medidas efectivas para reducir sustancialmente" el desequilibrio bilateral con Estados Unidos. La promesa vaga de China de comprar más productos agrícolas y energéticos de producción estadounidense se inspira en la estrategia de "lista de compras" de sus misiones comerciales anteriores a Estados Unidos. Desafortunadamente, la mentalidad de billetera abultada de una China

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necesitada de un acuerdo refuerza el discurso norteamericano de que China es culpable de lo que se la acusa. Aún si las estrellas estuvieran perfectamente alineadas y Estados Unidos no enfrentara una restricción de ahorro, buscar una solución bilateral predecible para el problema multilateral de Estados Unidos es forzar la credibilidad. Desde 2000, la mayor reducción anual del desequilibrio de comercio de mercancías entre Estados Unidos y China representó 41.000 millones de dólares, y eso ocurrió en 2009, durante los peores momentos de la Gran Recesión. El objetivo de lograr reducciones anuales consecutivas por el doble de esa magnitud es pura fantasía. Al final, cualquier esfuerzo por imponer una solución bilateral a un problema multilateral resultará contraproducente, con consecuencias inquietantes para los consumidores norteamericanos. Si no se aborda la escasez de ahorro doméstico, un enfoque bilateral simplemente traslada el déficit de una economía a otras. Allí reside el enredo más cruel de todos. China es el proveedor de bajo costo de Estados Unidos de productos de consumo importados. El acuerdo de Trump cambiaría la parte china del desequilibrio multilateral de Estados Unidos a importaciones de otras partes con costos más elevados -el equivalente funcional de una suba de impuestos a las familias estadounidenses-. Como podría preguntar el fantasma de Hoover, ¿qué tiene esto de maravilloso? ***

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30-Junio-2018

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Estimados Asociados: En este 22º envío de nuestras "Cuestiones para Reflexionar" he seleccionado una serie de artículos vinculados al conflicto USA-China, a la crisis política en Italia y sus implicancias para el futuro del euro, así como también acerca impactos potenciales en los mercados emergentes de la reciente suba de tasas en USA y un debate sobre si los nacionalismos tiene posibilidades reales de imponerse como formas de gobiernos estables en el tiempo. En particular, se eligieron los siguientes textos: 1- La forma del conflicto sino-norteamericano (Mixin Pei) 2- ¿Son los mercados emergentes el canario en la mina de las finanzas? (Kenneth Rogoff) 3- ¿Es posible salvar al euro? (Joseph Stiglitz) 4- El nacionalismo caerá en bancarrota (Anatole Kaletsky) Espero lo disfruten. Javier Mutal Hodara Director Coordinador CICyP [email protected] 1158318534 60092460

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Mixin Pei

Minxin Pei is Professor of Government at Claremont McKenna College and the author of China's Crony Capitalism.

La forma del conflicto sino-norteamericano Para la mayoría de los observadores de la guerra comercial que se desarrolla entre Estados Unidos y China, el casus belli es la convergencia de las prácticas comerciales injustas de China con el credo proteccionista del presidente norteamericano, Donald Trump. Pero esta lectura deja de lado un acontecimiento crítico: la muerte de la política de compromiso de larga data de Estados Unidos con China. Las peleas comerciales no son nada nuevo. Cuando los aliados entran en ese tipo de disputas -como lo hicieron Estados Unidos y Japón a fines de los años 1980- se suele suponer que el verdadero problema es económico. Pero cuando suceden entre rivales estratégicos -como Estados Unidos y China hoy- es probable que el problema sea más complejo. En los últimos cinco años, las relaciones sino-norteamericanas han cambiado fundamentalmente. China se ha vuelto cada vez más autoritaria -un proceso que culminó con la eliminación de los límites a los mandatos presidenciales en marzo pasado- y ha adoptado una política industrial estatista, encarnada en su plan "Hecho en China 2025". Es más, China ha seguido construyendo islas en el Mar de la China Meridional para cambiar las realidades territoriales en el lugar. Y ha avanzado con su iniciativa Un cinturón, una ruta, un desafío ligeramente velado para la primacía global de Estados Unidos. Todo esto ha servido para convencer a Estados Unidos de que su política de compromiso con China ha fracaso por completo. Aunque Estados Unidos todavía tiene que formular una nueva política para China, la dirección de su estrategia es clara. La última Estrategia de Seguridad Nacional de Estados Unidos, dada a conocer en diciembre pasado, y la Estrategia de Defensa Nacional, difundida en enero, indican que Estados Unidos ahora ve a China como una "potencia revisionista" y está decidido a contrarrestar los esfuerzos chinos para "desplazar a Estados Unidos en la región Indo-Pacífico". Es ese objetivo estratégico el que está detrás de las recientes medidas económicas de Estados Unidos, que incluyen la demanda extravagante de Trump de que China recorte su superávit comercial con Estados Unidos en 200.000 millones de dólares en dos años. Además, el Congreso de Estados Unidos está por promulgar un proyecto de ley que restringe las inversiones chinas en Estados Unidos, a la vez que se están trazando planes para limitar las visas a estudiantes chinos que estudian ciencia y tecnología de avanzada en universidades estadounidenses. El hecho de que la actual disputa comercial vaya más allá de la economía hará que sea mucho más difícil de manejar. Si bien China podría estar en condiciones -con concesiones sustanciales y una buena dosis de suerte- de

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evitar una guerra comercial devastadora en el corto plazo, la trayectoria de largo plazo de las relaciones entre Estados Unidos y China casi con certeza se caracterizará por una escalada del conflicto estratégico, y potencialmente hasta una guerra fría hecha y derecha. En este escenario, contener a China se convertiría en el principio organizador de la política exterior de Estados Unidos, y ambas partes verían la interdependencia económica como un lastre estratégico inaceptable. Para Estados Unidos, permitir que China siga accediendo al mercado y a la tecnología de Estados Unidos sería comparable a entregarle las herramientas para derrotar a Estados Unidos económicamente -y luego geopolíticamente-. Para China, también, la desvinculación económica y la independencia tecnológica de Estados Unidos, aunque costosas, serían consideradas vitales para la estabilidad, y para garantizar los objetivos estratégicos del país. Separados económicamente, Estados Unidos y China tendrían muchos menos motivos para ejercer restricciones en su competencia geopolítica. Sin duda, una guerra caliente entre dos potencias con armas nucleares seguiría siendo improbable. Pero casi con certeza entrarían en una carrera armamentista que alimentaría el riesgo global general, extendiendo a la vez su conflicto estratégico a las zonas más inestables del mundo, potencialmente a través de guerras por intermediarios. La buena noticia es que ni Estados Unidos ni China quieren verse inmersos en una guerra fría tan peligrosa y costosa -una guerra que probablemente duraría décadas-. En este contexto, un segundo escenario -un conflicto estratégico controlado- es más probable. En este escenario, la desvinculación económica ocurriría de manera gradual, pero no por completo. A pesar de la naturaleza antagonista de la relación, ambas partes tendrían ciertos incentivos económicos para mantener una relación funcional. De la misma manera, si bien ambos países competirían activamente por una superioridad militar y por aliados, no se involucrarían en guerras por intermediarios ni ofrecerían apoyo militar directo a fuerzas o grupos involucrados en un conflicto armado con la otra parte (como los talibán en Afganistán o los militantes uigures en Xinjiang). Este tipo de conflicto con certeza implicaría riesgos, pero serían manejables -siempre que ambos países tuvieran un liderazgo disciplinado, bien informado y con una mentalidad estratégica-. En el caso de Estados Unidos, sin embargo, hoy ese liderazgo no existe. La estrategia errática de Trump hacia China demuestra que no tiene ni la visión estratégica ni la disciplina diplomática como para diseñar una política de conflicto estratégico controlado, mucho menos una doctrina (como la creada por el presidente Harry Truman en 1947) para perseguir una guerra fría. Esto significa que, al menos en el corto plazo, la trayectoria más factible de las relaciones sino-norteamericanas es hacia un "conflicto transaccional", caracterizado por frecuentes disputas económicas y diplomáticas y por una maniobra cooperativa ocasional. En este escenario, las tensiones bilaterales

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continuarán creciendo, porque las disputas individuales se arreglan de manera aislada, en base a un quid pro quo específico, y así carecen de toda coherencia estratégica. Así, no importa cómo se desarrolle su actual disputa comercial, Estados Unidos y China parecen avanzar a la deriva hacia un conflicto de largo plazo. No importa qué forma adopte ese conflicto, conllevará costos elevados para ambas partes, para Asia y para la estabilidad global.

**** Kenneth Rogoff Kenneth Rogoff, Professor of Economics and Public Policy at Harvard University and recipient of the 2011 Deutsche Bank Prize in Financial Economics, was the chief economist of the International Monetary Fund from 2001 to 2003. The co-author of This Time is Different: Eight Centuries of Financial Folly, his new book, The Curse of Cash, was released in August 2016.

¿Son los mercados emergentes el canario en la mina de las finanzas? ¿Son las crisis cambiarias y de deuda en gestación en Argentina y Turquía hechos localizados sin implicaciones más amplias? ¿O señales anticipadas de alarma respecto de fragilidades más profundas en mercados globales de deuda sobrecargados, que salen a la luz conforme la Reserva Federal de los Estados Unidos sigue normalizando las tasas? El aumento de tipos de interés también puede poner a prueba la estabilidad en algunas economías avanzadas, especialmente en Italia, donde los votantes (en particular los del sur, menos desarrollado) optaron decididamente por un gobierno populista disruptivo. La economía de Italia es diez veces más grande que la de Grecia, y un default de su deuda haría saltar toda la eurozona. De hecho, el gobierno de coalición populista que acaba de asumir el poder insinuó que buscará una quita en algunos de los pasivos ocultos que tiene Italia con el sistema euro a través del Banco Central Europeo (no incluidos en la deuda pública oficial del país, que supera el 130% del PIB). La buena noticia es que una crisis global de deuda con todas las letras es relativamente improbable. Incluso con cierta desaceleración reciente del desempeño de Europa, el panorama económico mundial en general se mantiene firme, y la mayoría de las regiones del mundo todavía crecen a buen ritmo. Aunque es verdad que varias firmas de mercados emergentes han acumulado cantidades preocupantes de deuda externa denominada en dólares, muchos bancos centrales extranjeros rebosan de activos en dólares, especialmente en Asia. Además, el Fondo Monetario Internacional tiene recursos suficientes para manejar una primera oleada de crisis, incluso si incluyera, por ejemplo, a Brasil. La principal preocupación no es que el FMI no pueda proveer fondos, sino que repita el error que cometió en Grecia, al no imponer un acuerdo realista a deudores y acreedores. En cuanto a Italia, lo más probable es que Europa halle

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el modo de conceder transitoriamente al nuevo gobierno una parte del margen fiscal adicional que busca, aun cuando los funcionarios de la eurozona no pueden de ningún modo permitir que la endeudada Italia destruya la moneda común. La razón más importante para ser optimistas, a pesar de todo el ruido político circundante, es que el tipo de interés real a largo plazo en todo el mundo sigue siendo extremadamente bajo. Incluso en medio de tanta inquietud por el endurecimiento de la política de la Reserva Federal, las letras del Tesoro de los Estados Unidos a 30 años indexadas por inflación todavía pagan alrededor del 1% (muy por debajo de los rendimientos reales a largo plazo, que en promedio rondan el 3%). Mientras el panorama global subyacente que ofrecen los tipos de interés siga siendo tan benigno, no hay motivos para creer que esté a punto de desatarse una superoleada de impagos de bonos. Es notable hasta qué punto el FMI (que vigila las crisis de deuda y financieras del mundo) viene subiendo de tono sus advertencias. Tras años de decir que los países avanzados ya no necesitan preocuparse por sus niveles prácticamente inéditos de deuda pública (el total de deuda de los gobiernos ya supera en promedio el 100%), el FMI comenzó a advertir que muchos países pueden verse sin espacio de maniobra fiscal si llegara a producirse de aquí a poco tiempo otra recesión. El problema no es sólo la deuda contabilizada, sino también los pasivos ocultos derivados, sobre todo, de programas de atención de la salud y pensiones enormemente subfinanciados (deudas implícitas que en muchos casos superan con creces los números oficiales). La investigación reciente respalda con datos firmes la visión del FMI. Los países con niveles de deuda históricamente altos muestran (en promedio) un crecimiento considerablemente peor cuando enfrentan perturbaciones importantes, y la relación a largo plazo entre alto endeudamiento público y crecimiento es claramente negativa. Por supuesto, esto no dice absolutamente nada acerca de las consecuencias económicas de reducir activamente la carga de deuda pública, lo que popularmente se conoce como “austeridad”. Una recesión profunda es momento para que los países usen sus reservas de emergencia, no para que las acumulen. Es verdad que algunos, en la derecha y la izquierda, piensan que “esta vez es diferente” para las economías avanzadas. No habiendo (en su opinión) un peligro realista de que se produzca una guerra o crisis financiera a gran escala en un futuro cercano, restringir demasiado la deuda pública o las promesas de pensiones es una locura. Pero este modo de pensar es peligroso incluso para Estados Unidos, pese a que este país cuenta con más espacio fiscal por su condición de emisor de la moneda de reserva internacional. Cualquier economía puede vérselas con una perturbación realmente grande, y esta puede surgir de fuentes que normalmente no se tienen en cuenta. Por ejemplo, es probable que los riesgos derivados de ciberataques (especialmente iniciados por actores estatales), pandemias y, sin duda, crisis financieras sean mucho mayores de lo que se quiere admitir. No es difícil imaginar una desaceleración temporal de la economía china que altere los mercados

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mundiales. Y si lo totalmente inesperado se hace realidad, algo que podemos anticipar es que los gobiernos con acceso firme a los mercados financieros internacionales tendrán a su disposición mejores opciones de respuesta. Incluso suponiendo que lo más probable es que una eventual crisis de bonos emergentes quedará contenida, los temblores actuales deben obrar como advertencia, incluso para las economías avanzadas. Al fin y al cabo, ningún país, por más rico que sea, debería apostar su futuro a la perspectiva de que el actual entorno de tipos de interés ultrabenignos dure para siempre. Los economistas que afirman que la deuda de las economías avanzadas es totalmente “segura” suenan espeluznantemente parecidos a los que hace una generación proclamaban la “Gran Moderación”, que supuestamente reduciría en forma permanente la volatilidad cíclica. Y en muchos casos, son las mismas personas. Pero como vimos hace un decenio, y volveremos inevitablemente a ver, cuando se trata de crisis de deuda y financieras globales, no estamos en el “fin de la historia”.

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Joseph Stiglitz Joseph E. Stiglitz, a Nobel laureate in economics, is University Professor at Columbia University and Chief Economist at the Roosevelt Institute. His most recent book is Globalization and Its Discontents Revisited: Anti-Globalization in the Era of Trump.

¿Es posible salvar al euro? Puede que el euro esté acercándose a otra crisis. Italia, tercera economía más grande de la eurozona, eligió un gobierno que, en el mejor de los casos, puede describirse como euroescéptico. No debería sorprender a nadie. La reacción de Italia es otro episodio predecible (y predicho) en la larga saga de un sistema monetario mal diseñado, en el que la potencia dominante (Alemania) impide reformas necesarias e insiste en políticas que agravan los problemas básicos, con una retórica aparentemente dirigida a inflamar pasiones. A Italia le fue mal desde la creación del euro. Su PIB real (deflactado) en 2016 fue el mismo que en 2001. Pero tampoco le fue bien a la eurozona en conjunto. De 2008 a 2016, su PIB real sólo aumentó un 3% en total. En 2000, un año después de la introducción del euro, la economía de Estados Unidos era sólo 13% más grande que la de la eurozona; en 2016 era 26% más grande. Tras un crecimiento real cercano al 2,4% en 2017 (insuficiente para revertir el daño de un decenio de malos resultados), la economía de la eurozona comienza nuevamente a perder ímpetu. Si a un solo país le va mal, la culpa es del país; si les va mal a muchos, la culpa es del sistema. Y como explico en mi libro El euro: cómo la moneda común amenaza el futuro de Europa, el euro era un sistema prácticamente diseñado para fracasar: eliminó los principales mecanismos de ajuste de los gobiernos (tipos de interés y de cambio) y, en vez de crear instituciones nuevas que ayudaran a los países a enfrentar la diversidad de situaciones en que se encuentran, impuso nuevas restricciones (basadas a menudo en teorías

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económicas y políticas desacreditadas) al déficit, a la deuda e incluso a las políticas estructurales. Supuestamente, el euro traería prosperidad compartida, lo que afianzaría la solidaridad y promovería el objetivo de integración europea. Pero en realidad, hizo exactamente lo contrario: frenó el crecimiento y sembró la discordia. El problema no es falta de ideas sobre cómo seguir. El presidente francés Emmanuel Macron, en un discurso pronunciado en la Sorbona en septiembre pasado y otro en mayo al recibir el Premio Carlomagno por sus contribuciones a la unidad europea, articuló una visión clara para el futuro de Europa. Pero la canciller alemana Angela Merkel echó un balde de agua fría sobre sus propuestas, al sugerir, por ejemplo, sumas de dinero ridículamente pequeñas para áreas donde se necesitan inversiones con urgencia. En mi libro, destaco la necesidad urgente de contar con un esquema compartido de garantía de depósitos para prevenir corridas contra los sistemas bancarios de los países débiles. Aunque Alemania parece consciente de que una unión bancaria es importante para el funcionamiento de una moneda única, su respuesta hasta ahora ha sido similar a la de San Agustín: “Oh, Señor, hazme casta, pero no todavía”. Al parecer, lo de la unión bancaria es una reforma para emprender en algún momento futuro, sin importar cuánto daño se haga en el presente. El problema central de las uniones monetarias es cómo corregir desajustes cambiarios como el que ahora afecta a Italia. La respuesta de Alemania ha sido echar la carga sobre los países débiles, que ya sufren alto desempleo y bajas tasas de crecimiento. Y ya sabemos cómo termina: más dolor, más sufrimiento, más desempleo y menos crecimiento todavía. Incluso si en algún momento el crecimiento se recupera, el PIB nunca llega al nivel que hubiera alcanzado con una estrategia más sensata. La alternativa es trasladar una parte mayor del peso del ajuste a los países fuertes, que tienen salarios más altos y una demanda más sólida sostenida por programas de inversión pública. Ya hemos visto muchas veces el primer y segundo acto de este drama. Un nuevo gobierno asume con promesas de negociar mejor con los alemanes para poner fin a la austeridad y diseñar un programa de reforma estructural más razonable. Si los alemanes ceden aunque sea un poco, igual no alcanza para cambiar el rumbo económico. El sentimiento antialemán aumenta, y cualquier gobierno (de centroizquierda o centroderecha) que insinúe la necesidad de hacer reformas pierde el poder. Avanzan los partidos antisistema, surge el estancamiento político. La dirigencia política de toda la eurozona está entrando en un estado de parálisis: los ciudadanos quieren permanecer en la Unión Europea, pero también quieren el fin de la austeridad y el regreso de la prosperidad. Se les dice que no pueden tener ambas cosas. Esperando todavía un cambio de ideas en el norte de Europa, los gobiernos en problemas mantienen el rumbo, y el sufrimiento de sus pueblos aumenta.

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La excepción es el gobierno socialista del primer ministro portugués António Costa, que llevó a su país a un renovado crecimiento (2,7% en 2017) y alcanzó un alto nivel de popularidad (en abril de 2018, el 44% de los portugueses calificaba el desempeño del gobierno como superior a las expectativas). Puede que Italia sea otra excepción, pero en un sentido muy diferente. Allí hay oposición al euro tanto desde la izquierda cuanto desde la derecha. Ahora que la ultraderechista Liga está en el poder, podría ocurrir que su líder Matteo Salvini (un político experimentado) ponga realmente en práctica la clase de amenazas que en otros países los novatos tuvieron miedo de implementar. Italia es suficientemente grande, y tiene abundancia de economistas buenos y creativos, para manejar un abandono de facto del euro, con la institución en la práctica de un sistema bimonetario flexible, que tal vez ayude a restaurar la prosperidad. Iría contra las reglas del euro, pero la carga de un abandono de jure, con todas sus consecuencias, se trasladaría a Bruselas y Frankfurt; en tanto, Italia podrá contar con que la parálisis de la UE evite la ruptura final. Cualquiera sea el resultado, la eurozona quedará hecha pedazos. Pero no tiene por qué ser así. Alemania y otros países del norte de Europa pueden salvar al euro, si muestran más humanidad y más flexibilidad. Pero tras haber visto muchas veces los primeros actos de este drama, no confío en que vayan a cambiar el argumento. **** Anatole Kaletsky

Anatole Kaletsky is Chief Economist and Co-Chairman of Gavekal Dragonomics. A former columnist at the Times of London, the International New York Times and the Financial Times, he is the author of Capitalism 4.0, The Birth of a New Economy, which anticipated many of the post-crisis transformations of the global economy. His 1985 book, Costs of Default, became an influential primer for Latin American and Asian governments negotiating debt defaults and restructurings with banks and the IMF.

El nacionalismo caerá en bancarrota

Nacionalismo versus globalismo, no populismo versus elitismo, parece ser el conflicto político definitorio de esta década. Casi en todas partes donde miremos -en Estados Unidos o Italia o Alemania o Gran Bretaña, para no mencionar China, Rusia y la India-, un aumento significativo del sentimiento nacionalista se ha convertido en el principal impulso de los acontecimientos políticos. Por el contrario, la supuesta rebelión de la "gente común" contra las elites no ha sido demasiado evidente. Los multimillonarios se han apropiado de la política estadounidense en la presidencia de Donald Trump, profesores no electos dirigen el gobierno "populista" italiano y, en todo el mundo, se han recortado los impuestos a los ingresos cada vez más altos de financistas, tecnólogos y gerentes corporativos. Mientras tanto, los trabajadores rasos se han resignado a la realidad de que la vivienda, la educación y hasta la atención médica de alta calidad están, irremediablemente, más allá de su alcance. El predominio del nacionalismo sobre el igualitarismo es particularmente

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sorprendente en Italia y Gran Bretaña, dos países que alguna vez se destacaron por su sentido flemático de la identidad nacional. Las banderas en Gran Bretaña brillan por su ausencia inclusive en edificios gubernamentales y, hasta el referendo del Brexit, la gente allí estaba tan relajada sobre su nacionalidad que ni siquiera le preocupaba ponerse de acuerdo sobre el nombre del país: Reino Unido, Gran Bretaña, o Inglaterra, Gales y Escocia. Los italianos eran aún menos nacionalistas. Desde la fundación de la Unión Europea, los italianos han sido los mayores defensores del federalismo. Las encuestas de opinión demuestran que, hasta hace poco, los votantes tenían más confianza en los líderes de la UE en Bruselas que en su propio gobierno en Roma. Los italianos son apasionados de su cultura, su historia, su comida y su fútbol, pero su patriotismo ha estado dirigido principalmente hacia las regiones y las ciudades, no hacia el estado nación. Prefieren estar gobernados desde Bruselas que desde Roma. El partido Liga de extrema derecha, el miembro joven del nuevo gobierno de coalición de Italia, todavía se llamaba Liga del Norte hasta este año. Uno de sus eslóganes favoritos era "Garibaldi no unió a Italia; dividió a África" y su principal reclamo político era la abolición del país. En su reemplazo, el partido exigía la creación de un nuevo país llamado Padania que separaría a las prósperas regiones del norte de la corrupción y la pobreza de Roma y de otros lugares del sur. ¿Qué es lo que explica, entonces, el repentino predominio del nacionalismo? El nuevo nacionalismo en Italia, Gran Bretaña o inclusive Estados Unidos no tiene mucho de patriotismo positivo. Por el contrario, el surgimiento del sentimiento nacional parece, en gran medida, un fenómeno xenófobo, como lo definió estupendamente el sociólogo checo-norteamericano Karl Deutsch: "Una nación es un grupo de personas vinculadas entre sí por un error común sobre sus ancestros y un desprecio común por sus vecinos". Los tiempos difíciles -bajos salarios, desigualdad, carencias regionales y austeridad poscrisis- provocan una búsqueda de chivos expiatorios, y los extranjeros siempre son un blanco tentador. No hay nada de patriota en la beligerancia de Trump contra los inmigrantes mexicanos y las importaciones canadienses, o las políticas nativistas del nuevo gobierno italiano, o la declaración más famosa de Theresa May después de ser nombrada primera ministra del Reino Unido: "Si creen que son ciudadanos del mundo, no son ciudadanos de ninguna parte. No entienden lo que significa la ciudadanía". Ahora, algunas buenas noticias para quienes todavía estamos orgullosos de ser "ciudadanos del mundo": el esfuerzo xenófobo por culpar a los extranjeros de las penurias económicas está condenado al fracaso. Consideremos el esfuerzo poscrisis para desviar la furia popular ante el colapso de la economía fundamentalista de mercado contra los "banqueros codiciosos". Este esfuerzo finalmente fracasó, en parte porque los banqueros tienen enormes recursos para defenderse, cosa que no sucede normalmente

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con los extranjeros. Pero el repudio a los banqueros no logró atenuar la furia pública principalmente porque atacar a las finanzas no hizo nada para mejorar los salarios, disminuir la desigualdad o revertir el desinterés social. Lo mismo es válido para los ataques actuales contra la influencia extranjera, a través de la inmigración o el comercio. Gran Bretaña, por ejemplo, se está despertando gradualmente al hecho de que las cuestiones europeas no tienen nada que ver con los genuinos reclamos políticos que motivaron una gran parte del voto a favor de "Irse". En cambio, las negociaciones por el Brexit ahora dominarán y distraerán a la política británica por muchos años, o inclusive décadas. Y la confrontación nacionalista de Gran Bretaña con el resto de Europa les ofrecerá a los políticos de todos los partidos excusas interminables para no mejorar la vida cotidiana. En los próximos meses o años, los votantes en Estados Unidos e Italia aprenderán la misma lección. Allí también, buscar chivos expiatorios en las influencias extranjeras, ya sea a través del comercio o la inmigración, no hará nada para mejorar los niveles de vida o abordar las causas del descontento popular. Italia tiene reclamos legítimos contra la UE: políticas hipócritas e injustas en materia de asilo y rescates marítimos, reglas fiscales contraproducentes y políticas financieras económicamente analfabetas. Pero el nuevo gobierno también está explotando el surgimiento nacionalista para atacar reformas que no tienen nada que ver con Europa y son vitales para el éxito económico de Italia. Los sucesivos gobiernos italianos desde la crisis financiera han sentado gradualmente las bases para reformas bancarias, de las pensiones y del mercado laboral. Estos cambios han creado las condiciones para la recuperación económica, que comenzó el año pasado, luego de una década de recesión; pero han sido políticamente impopulares y hoy se los denuncia como símbolos de la opresión extranjera elitista. Si el nuevo gobierno abandona los tres proyectos de reforma, los italianos pueden abandonar la esperanza de una recuperación económica, quizá por otros diez años. Estados Unidos también descubrirá que atacar los intereses extranjeros no es ninguna panacea y puede agravar las dificultades. Trump piensa que sus medidas contra las importaciones de China, Alemania y Canadá afectarán a estos socios comerciales y crearán empleos norteamericanos. Esto podría haber sido cierto cuando la economía de Estados Unidos padecía crecimiento débil y deflación. Pero en un mundo de fuerte demanda y creciente inflación, los exportadores alemanes y chinos encontrarán nuevos mercados para sus productos, mientras que a los fabricantes estadounidenses les costará reemplazar a los proveedores extranjeros. BMW y Huawei estarán bien, mientras que los aranceles actuarán como un impuesto a los consumidores norteamericanos, a través de precios más altos, y a los trabajadores, las empresas y los propietarios de hogares de Estados Unidos, a través de crecientes tasas de interés.

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Lo opuesto de nacionalismo populista no es elitismo globalista; es realismo económico. Y, al final, se impondrá la realidad.

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COMENTARIOS PARA REFLEXIONAR

COMPENDIO DE PRINCIPALES IDEAS Y PENSAMIENTOS VERTIDOS EN LIBROS Ó

ARTICULOS RECIENTES PUBLICADOS POR INTELECTUALES, ACADÉMICOS Y FUNCIONARIOS QUE ENTENDEMOS AGREGAN PUNTOS DE VISTAS INTERESANTES AL ANÁLISIS E INTERPRETACIÓN

DEL PANORAMA GLOBAL ACTUAL Y SUS TENDENCIAS.

31-Julio-2018

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Estimados Asociados: En este 23º envío de nuestras "Cuestiones para Reflexionar" he seleccionado una serie de artículos vinculados a las potenciales consecuencias de la política exterior implementada por el Gobierno de Estados Unidos y cómo China busca adecuarse al nuevo contexto. En particular, se eligieron los siguientes textos: 1- La visión de Xi Jinping para la gobernanza global (Kevin Rudd) 2- El peligro de Trump para la recuperación global (Nouriel Roubini) 3- ¿El fin de la OTAN? (Carl Bildt) 4- Europa: ¿amiga o enemiga de Estados Unidos? (Jean Pisani-Ferry) Espero lo disfruten. Javier Mutal Hodara Director Coordinador CICyP [email protected] 1158318534 60092460

Kevin Rudd

Kevin Rudd, former Prime Minister of Australia, is President of the Asia Society Policy Institute in New York and

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Chair of the Independent Commission on Multilateralism.

La visión de Xi Jinping para la gobernanza global El contraste entre el desconcierto que reina en Occidente (exhibido abiertamente en la cumbre de la OTAN y en la reunión del G7 celebrada el mes pasado en Canadá) y la creciente autoconfianza internacional de China se vuelve más evidente día a día. El mes pasado, el Partido Comunista de China (PCC) concluyó su “Conferencia central de trabajo relacionado con asuntos exteriores”, la segunda desde que Xi Jinping se convirtió en líder indiscutido de China en 2012. Estas conferencias no son un asunto de rutina; son la expresión más clara de la visión que tiene la dirigencia china del lugar de su país en el mundo, y también cuentan al mundo mucho sobre China. En la última edición de la conferencia, en 2014, se dio funeral al famoso dicho de Deng Xiaoping “oculta tu fuerza, espera el momento, nunca tomes la delantera”, para iniciar una nueva era de activismo internacional. En parte, este cambio reflejó la centralización del control en manos de Xi, la conclusión de la dirigencia china de que hay una merma relativa del poder de Estados Unidos y su visión de que China se ha vuelto un actor económico global indispensable. Desde 2014, China expandió y consolidó su posición militar en el Mar de China Meridional; tomó la idea de la Nueva Ruta de la Seda y la convirtió en una iniciativa comercial, de inversiones, de infraestructura y geopolítica/geoeconómica en general por valor de varios billones de dólares, en la que participan 73 países de gran parte de Eurasia, África y otras regiones. Y sumó a la mayor parte del mundo desarrollado al primer banco de desarrollo multilateral de gran escala fuera del sistema de Bretton Woods: el Banco Asiático de Inversión en Infraestructura. China también lanzó iniciativas diplomáticas fuera de su esfera inmediata de interés estratégico en Asia Oriental, y participó activamente en iniciativas como el acuerdo nuclear de 2015 con Irán. Construyó bases navales en Sri Lanka, Pakistán y Yibuti, y participa en ejercicios navales con Rusia en lugares tan distantes como el Mediterráneo y el Báltico. En marzo fundó su propia agencia de desarrollo internacional. Pero el surgimiento de una “gran estrategia” coherente (independientemente de si Occidente decide reconocerla como tal) no es lo único que cambió desde 2014. Para empezar, el énfasis en el papel del PCC es mucho más fuerte que antes. A Xi le preocupaba que el partido se había vuelto marginal en las principales discusiones sobre formulación de políticas en el país, de modo que reafirmó su control sobre las instituciones del Estado, dando precedencia a la ideología política sobre la tecnocracia. Xi está decidido a confrontar la tendencia de la historia occidental, verificar la derrota del “fin de la historia” de Francis Fukuyama, que debía culminar con el triunfo general del capitalismo democrático liberal, y asegurar la continuidad a largo plazo de un Estado leninista. Esta estrategia (el “Pensamiento de Xi Jinping”) ahora impregna todo el marco

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de política exterior de China. En particular, en la conferencia de política exterior del mes pasado tuvo un lugar destacado la idea de Xi de que el desarrollo histórico se rige por “leyes” (prescriptivas y predictivas) inmutables que es posible identificar. Si esto suena a materialismo dialéctico a la vieja usanza, es porque lo es. Xi adoptó como marco intelectual preferido la tradición marxista-leninista. Dado su énfasis en la existencia de leyes de desarrollo político y económico inexorables, la cosmovisión del materialismo dialéctico implica que nada de lo que acontece en el mundo es por azar. De modo que en opinión de Xi, si se aplica el marco analítico de Marx al período actual, se verá claramente que el orden global se encuentra en un punto de inflexión, en el que la decadencia relativa de Occidente coincide con circunstancias nacionales e internacionales fortuitas que permiten el ascenso de China. En palabras de Xi, “China ha tenido el mejor período de desarrollo de los tiempos modernos, mientras el mundo atraviesa los cambios más profundos e inéditos en todo un siglo”. Es verdad que ante China se alzan obstáculos formidables. Pero Xi concluyó que los obstáculos a que se enfrentan EE. UU. y Occidente son mayores. No hay modo de saber hacia dónde llevarán estas ideas la política exterior concreta de China. Pero el modo en que los estados unipartidistas (en particular, los estados marxistas) deciden conceptualizar la realidad es sumamente importante: es el modo en que el sistema se habla a sí mismo. Y el mensaje que Xi transmitió a la élite de la política exterior china es uno de gran confianza. En concreto, la conferencia central llamó a las instituciones a cargo de la política internacional del país y a su personal a adoptar la agenda de Xi. En esto parece que Xi tiene en la mira al ministerio de asuntos exteriores. El aparente malestar de Xi por la lentitud glacial del ministerio para la búsqueda de políticas innovadoras tiene un fuerte componente ideológico. A los diplomáticos de China se los exhortó a no olvidar que son ante todo “cuadros del partido”; esto indica que probablemente Xi alentará un mayor activismo del aparato de política exterior, para efectivizar al máximo su nueva visión global. El mayor cambio que surgirá de la conferencia del mes pasado tiene que ver con la gobernanza global. En 2014, Xi habló de una competencia inminente en torno de la estructura futura del orden internacional. Si bien no desarrolló esta idea, desde entonces se ha trabajado mucho en torno de tres conceptos interrelacionados: guoji zhixu (el orden internacional); guoji xitong (el sistema internacional) y quanqiu zhili (gobernanza global). Por supuesto, estos términos también tienen en inglés significados diferentes y superpuestos. Pero grosso modo, en chino el término “orden internacional” se refiere a una combinación de las Naciones Unidas, las instituciones de Bretton Woods, el G20 y otros organismos multilaterales (que China acepta), así como el sistema estadounidense de alianzas globales (que no acepta). El término “sistema internacional” se refiere más bien a la primera mitad de este orden internacional: la compleja red de instituciones multilaterales que actúan conforme a tratados internacionales y buscan gestionar los bienes comunes globales según el principio de soberanía compartida. Y “gobernanza global”

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denota la actuación real del “sistema internacional” así definido. La novedad sorprendente en los comentarios de Xi en la conferencia central fue su llamado a que ahora China “lidere la reforma del sistema de gobernanza global con los conceptos de equidad y justicia”. Esta ha sido, con diferencia, la declaración más directa de las intenciones de China en relación con esta importante cuestión hasta ahora. De modo que el mundo debe prepararse para una nueva ola de activismo de China en el ámbito de la política internacional. Como la mayoría de los demás países, China es muy consciente de la disfuncionalidad de buena parte del sistema multilateral actual. De modo que el deseo de Xi de liderar la “reforma del sistema de gobernanza global” no es accidental, sino reflejo de un creciente activismo diplomático en las instituciones multilaterales que busca reorientarlas en una dirección más compatible con lo que China considera sus “intereses nacionales centrales”. Xi recordó a la élite a cargo de la política internacional de China que esos intereses deben guiar totalmente la dirección futura de esa política (incluida la reforma de la gobernanza global). En este contexto, China también quiere un sistema internacional más “multipolar”, un eufemismo para referirse a un mundo en el que el papel de EE. UU. y Occidente esté sustancialmente reducido. El desafío para el resto de la comunidad internacional es definir qué tipo de orden global queremos ahora. ¿Qué quieren para el sistema internacional basado en reglas las instituciones actuales (como la Unión Europea, la Asociación de Naciones del Sudeste Asiático o la Unión Africana)? ¿Qué quiere exactamente EE. UU., con o sin Trump? ¿Y cómo preservar colectivamente los valores globales encarnados en la Carta de las Naciones Unidas, las instituciones de Bretton Woods y la Declaración Universal de los Derechos Humanos? El futuro del orden global está sumido en la incertidumbre. China tiene un guión claro para el futuro. Es hora de que el resto de la comunidad internacional elabore un guión propio.

**** Nouriel Roubini Nouriel Roubini, a professor at NYU’s Stern School of Business and CEO of Roubini Macro Associates, was Senior Economist for International Affairs in the White House's Council of Economic Advisers during the Clinton Administration. He has worked for the International Monetary Fund, the US Federal Reserve, and the World Bank.

El peligro de Trump para la recuperación global ¿Cómo está el panorama económico mundial hoy en comparación con hace un año? En 2017, la economía del mundo atravesaba una expansión sincronizada, con una aceleración simultánea del crecimiento en las economías avanzadas y en los mercados emergentes. En tanto, pese a esa aceleración, la inflación estaba dominada o incluso en caída (hasta en economías como Estados Unidos, donde los mercados de bienes y mano de obra comenzaban a mostrar

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estrechez de oferta). El fortalecimiento del crecimiento con una inflación todavía situada por debajo de la meta permitía mantener vigentes las políticas monetarias no convencionales (como en la eurozona y Japón) o revertirlas muy gradualmente (como en Estados Unidos). La combinación de crecimiento firme, baja inflación y flexibilidad monetaria implicaba poca volatilidad de los mercados. Y como también era muy poca la rentabilidad de los títulos públicos, los confiados “espíritus animales” de los inversores impulsaban la apreciación de numerosos activos de riesgo. Mientras las bolsas estadounidenses y del mundo ofrecían alta rentabilidad, los riesgos políticos y geopolíticos estaban mayoritariamente controlados. Los mercados dieron al presidente estadounidense Donald Trump el beneficio de la duda durante el primer año de su mandato; y los inversores celebraron sus políticas desregulatorias y de rebaja de impuestos. Muchos comentaristas llegaron a sostener que la década de la “nueva mediocridad” y del “estancamiento secular” estaba dando paso a una nueva fase óptima de crecimiento firme y sostenido sin excesiva inflación. Llegados a 2018, el panorama se ve muy diferente. La economía mundial todavía experimenta una tibia expansión, pero ya no hay crecimiento sincronizado. En la eurozona, el Reino Unido, Japón y varios mercados emergentes frágiles, hay desaceleración. Y si bien las economías de Estados Unidos y China siguen en expansión, la primera obra bajo el impulso de un estímulo fiscal insostenible. Peor aún, la importante cuota del crecimiento global que aporta “Chimerica” (China y Estados Unidos) enfrenta ahora la amenaza de una guerra comercial en aumento. El gobierno de Trump impuso aranceles a las importaciones de acero, aluminio y una amplia variedad de bienes chinos (que pronto serán muchos más), y está analizando imponer gravámenes adicionales a los automóviles importados de Europa y el resto del mundo. Y la negociación del TLCAN/NAFTA está estancada. De modo que el riesgo de una guerra comercial total es cada vez mayor. En tanto, en Estados Unidos la economía está cerca del pleno empleo y las políticas de estímulo fiscal, sumadas al encarecimiento del petróleo y de los commodities, presionan sobre la inflación, lo que obliga a la Reserva Federal a subir los tipos de interés más rápido que lo previsto, mientras ajusta su balance. Y a diferencia de 2017, el dólar estadounidense se está fortaleciendo, lo que aumentará todavía más el déficit comercial de Estados Unidos y generará más políticas proteccionistas si Trump (suponiendo que se mantenga fiel a su estilo) echa la culpa a otros países. Exclusive explainers, thematic deep dives, interviews with world leaders, and our Year Ahead magazine. Choose an On Point experience that’s right for you. Al mismo tiempo, la perspectiva de una inflación más alta llevó a que incluso el Banco Central Europeo analice la finalización gradual de las políticas

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monetarias no convencionales, lo que implicaría menos flexibilidad monetaria global. La combinación de dólar fuerte, tipos de interés más altos y menos liquidez no presagia nada bueno para los mercados emergentes. Asimismo, un crecimiento más lento, más inflación y una política monetaria menos flexible moderarán el entusiasmo de los inversores, conforme se endurezcan las condiciones financieras y aumente la volatilidad. Pese a las buenas ganancias corporativas (con el envión de las rebajas impositivas en Estados Unidos), los últimos meses la bolsa estadounidense y las de todo el mundo han estado oscilando, afectadas desde febrero por el temor a más inflación y aranceles a las importaciones, y por la reacción contra las grandes empresas tecnológicas. Al mismo tiempo crece la inquietud en relación con mercados emergentes como Turquía, Argentina, Brasil y México, y con la amenaza planteada por gobiernos populistas en Italia y otros países europeos. El peligro ahora es que se establezca un circuito de retroalimentación negativa entre las economías y los mercados. La desaceleración de algunas economías puede llevar a condiciones financieras todavía más restrictivas en los mercados de acciones, bonos y crédito, lo que a su vez puede limitar más el crecimiento. De 2010 a esta parte, las desaceleraciones económicas, los episodios de huida hacia activos seguros y las correcciones de los mercados han agudizado los riesgos de estandeflación (poco crecimiento y poca inflación); pero ante una caída simultánea del crecimiento y la inflación, los grandes bancos centrales acudieron al rescate con políticas monetarias no convencionales. Sin embargo, por primera vez en diez años, ahora los principales riesgos son estanflacionarios (menos crecimiento y más inflación). Estos riesgos incluyen: el posible shock de oferta negativo de una guerra comercial; un encarecimiento del petróleo, derivado de restricciones de la oferta con motivaciones políticas; y políticas internas inflacionarias en Estados Unidos. De modo que a diferencia de los breves períodos de huida del riesgo en 2015 y 2016 (que sólo duraron dos meses), los inversores están en modo de aversión al riesgo desde febrero, y los mercados siguen oscilando o en caída. Pero ahora la Reserva Federal y otros bancos centrales están empezando (o continuando) un endurecimiento de la política monetaria, y con la inflación en alza, esta vez no pueden acudir al rescate de los mercados. Otra gran diferencia en 2018 es que las políticas de Trump están creando más incertidumbre. No sólo inició una guerra comercial, sino que también está muy activo debilitando el orden económico y geoestratégico global creado por Estados Unidos después de la Segunda Guerra Mundial. Además, las modestas políticas de estímulo al crecimiento del gobierno de Trump ya están en el pasado, pero los efectos de políticas capaces de frenar el crecimiento todavía no terminan de sentirse. Las políticas fiscales y comerciales preferidas de Trump desplazarán a la inversión privada, reducirán la inversión extranjera directa en Estados Unidos y producirán más déficit externo. Su postura draconiana ante la inmigración disminuirá la oferta de mano de obra necesaria para sostener a una sociedad que envejece. Sus políticas ambientales dificultarán a Estados Unidos competir en la economía

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verde del futuro. Y su hostigamiento al sector privado hará dudar a las empresas de contratar personal o invertir en Estados Unidos. Con el tiempo, las políticas estadounidenses favorables al crecimiento quedarán sepultadas bajo las medidas que le son desfavorables. Incluso si el año que viene la economía estadounidense supera el crecimiento potencial, las medidas de estímulo fiscal irán perdiendo efecto hacia la segunda mitad de 2019, y la Reserva Federal subirá la tasa de referencia más allá del nivel de equilibrio a largo plazo al tratar de controlar la inflación; esto dificultará el logro de un aterrizaje suave. Para entonces, y en un contexto de proteccionismo creciente, es probable que la efervescencia de los mercados globales se haya convertido en más turbulencia, debido al serio riesgo de un estancamiento (o incluso una caída) del crecimiento en 2020. Ahora que el tiempo de la baja volatilidad ya pasó, parecería que la era actual de aversión al riesgo está para quedarse.

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Carl Bildt Carl Bildt was Sweden’s foreign minister from 2006 to October 2014 and Prime Minister from 1991 to 1994, when he negotiated Sweden’s EU accession. A renowned international diplomat, he served as EU Special Envoy to the Former Yugoslavia, High Representative for Bosnia and Herzegovina, UN Special Envoy to the Balkans, and Co-Chairman of the Dayton Peace Conference. He is Chair of the Global Commission on Internet Governance and a member of the World Economic Forum’s Global Agenda Council on Europe

¿El fin de la OTAN? ¿Qué queda de la OTAN y del orden transatlántico después de la tumultuosa semana del presidente norteamericano, Donald Trump, en Bruselas, el Reino Unido y Helsinki, donde defendió al presidente ruso, Vladimir Putin, contra acusaciones de una guerra cibernética de las propias agencias de inteligencia de Estados Unidos? Si miramos cómo se desarrollan los acontecimientos con lentes color de rosa, podríamos pensar que la alianza estratégica más importante de Occidente está más o menos bien, o inclusive que se está volviendo más fuerte. En verdad, la OTAN está en peligro, y su destino hoy está depositado en las manos desdeñosas de Trump. Antes y durante la cumbre de la OTAN, hubo mucho debate sobre el gasto militar de los estados miembro como porcentaje del PIB. Se espera que cada miembro incremente su gasto al 2% del PIB en 2024, pero Trump al parecer piensa que esto ya se debería de haber hecho. Y en la cumbre la semana pasada, de repente exigió un nuevo objetivo del 4% del PIB -que es más, inclusive, de lo que gasta Estados Unidos. Sin duda, en las últimas décadas, el principal foco de la OTAN fueron las operaciones de paz en sitios distantes, en lugar de su función central de defensa territorial. Para la mayoría de los estados miembro europeos, el dividendo de paz de las operaciones de la alianza justificaba los recortes en el gasto militar doméstico.

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Pero esta actitud cambió en 2014, cuando Rusia anexó a Crimea y lanzó incursiones militares secretas en el este de Ucrania. Desde entonces, los presupuestos de defensa de los estados miembro de la OTAN han aumentado aproximadamente el 4% por año en promedio, lo que hizo que el objetivo del 2024 se volviera decididamente alcanzable. Aún más importante,la queja de Trump de que Estados Unidos está asumiendo un porcentaje injusto de la carga para la defensa colectiva de la OTAN es discutible. Si bien el presupuesto militar de Estados Unidos equivale aproximadamente al 72% del gasto de defensa combinado de todos los estados miembro de la OTAN, alrededor de las tres cuartas partes del gasto militar estadounidense está destinado a regiones fuera de Europa. Cerca de la mitad del presupuesto de defensa de Estados Unidos se gasta en mantener una presencia en el Pacífico, y otra cuarta parte se gasta en operaciones en Oriente Medio, comando y control nuclear estratégico y otras áreas. Es más, si bien Estados Unidos ha aumentado sustancialmente sus desembolsos de defensa en Europa en los últimos años, vale la pena recordar que la mayoría de las fuerzas e instalaciones estadounidenses allí en verdad están dedicadas al arco geoestratégico de la India a Sudáfrica. Con instalaciones como Ramstein, Fairford, Rota, Vicenza y Sigonella, Estados Unidos durante mucho tiempo ha utilizado a Europa como un escenario de operaciones para desplegar fuerzas en otras partes. Y las instalaciones de alerta temprana y vigilancia que Estados Unidos mantiene en el Reino Unido y Noruega están allí para defender a Estados Unidos continental, no a Europa. El hecho es que el gasto total de defensa europeo es aproximadamente el doble de lo que Estados Unidos gasta en seguridad europea, y también alrededor del doble de lo que Rusia gasta en defensa, según estimaciones producidas por la Universidad Nacional de Defensa de Estados Unidos. La importancia esencial de las fuerzas de comando, control e inteligencia de Estados Unidos en Europa no debería minimizarse, pero al menos debería ponérsela en perspectiva. Si bien el ejército de Estados Unidos recientemente hizo rotar brigadas pesadas por toda Europa para ejercicios militares, sus tropas permanentes están equipadas sólo para intervenciones limitadas. Es por esta razón que la OTAN debe seguir mejorando su capacidad de defensa en Europa. Como mínimo, Europa necesita más fuerzas militares, y esas fuerzas tienen que estar equipadas para un despliegue rápido en zonas críticas. El nuevo comando de movilidad que se está estableciendo en Alemania es un primer paso alentador. Sin embargo, las ventajas de Rusia sobre la OTAN tienen menos que ver con los recursos que con el comando y el control. Individualmente, las fuerzas militares de Rusia están más integradas, y se pueden desplegar más rápidamente en cumplimiento de directivas estratégicas provenientes del Kremlin. Esa agilidad quedó ampliamente demostrada en Crimea en 2014 y en Siria al año siguiente.

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Por su parte, la OTAN no tiene una estructura de comando profundamente integrada para las fuerzas que le son asignadas. Pero eso prácticamente no importa si las decisiones políticas para desplegar fuerzas o lanzar operaciones no se toman a tiempo. En cualquier confrontación militar, la unidad de voluntades y la velocidad en la toma de decisiones a alto nivel determinan el resultado. El problema es que mientras que la capacidad militar de la OTAN en verdad está mejorando, su capacidad de toma de decisiones políticas se está deteriorando. Imaginemos qué sucedería si un estado miembro de la OTAN hiciera sonar la alarma sobre el lanzamiento por parte de Rusia de una operación militar secreta al estilo de Crimea dentro de sus fronteras. Luego, imaginemos que las agencias de inteligencia de Estados Unidos confirmaran que, en efecto, se está llevando a cabo un acto de agresión, a pesar de las desmentidas de Putin. Finalmente, imaginemos cómo podría responder Trump. ¿Llamaría a Putin para preguntarle qué está pasando? ¿Y Putin le haría otra "oferta increíble" para ayudar a los investigadores de Estados Unidos a llegar al fondo de la cuestión? Más concretamente: ¿Trump invocaría rápidamente el principio de defensa colectiva según el Artículo 5 del tratado de la OTAN? ¿O dudaría, cuestionaría la inteligencia, menospreciaría a los aliados estadounidenses y validaría las negativas de Putin? Estas son preguntas verdaderamente perturbadoras para hacer sobre un presidente norteamericano. Ahora penderán sobre la cabeza de Europa para siempre. **** Jean Pisani-Ferry

Jean Pisani-Ferry, a professor at the Hertie School of Governance (Berlin) and Sciences Po (Paris), holds the Tommaso Padoa-Schioppa chair at the European University Institute and is a Mercator senior fellow at Bruegel, a Brussels-based think tank.

Europa: ¿amiga o enemiga de Estados Unidos? Desde que Donald Trump asumió la presidencia de los Estados Unidos, en enero de 2017, su conducta ha sido asombrosamente errática, pero sus políticas fueron más coherentes que lo que preveía la mayoría de los observadores. La volatilidad de Trump fue desconcertante, pero en general actuó de conformidad con las promesas que hizo en la campaña y con ideas que sostenía mucho antes de que nadie considerara posible su elección. Esto ha llevado al surgimiento de una nueva industria informal dedicada a producir teorías racionales de la conducta aparentemente irracional de Trump. El desafío más reciente es encontrarle sentido a su postura ante Europa. En un mitín del 28 de junio, Trump declaró: “Amamos a los países de la Unión Europea. Pero está claro que la Unión Europea se creó para aprovecharse de

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Estados Unidos. Y ¿saben qué?, no podemos permitirlo”. Durante su reciente viaje al continente, calificó a la UE de “enemiga” y “posiblemente tan mala como China”. En relación con el Brexit, declaró que la primera ministra británica Theresa May debería haber “demandado” a la UE. Luego, el 25 de julio, llegó la tregua: Trump y Jean-Claude Juncker, presidente de la Comisión Europea, acordaron trabajar juntos en una agenda de libre comercio y reforma de la Organización Mundial del Comercio. Así que al parecer somos amigos otra vez (o acaso sólo estemos descansando hasta que se reanude la disputa). Pero subsisten las preguntas más profundas: ¿A qué se deben los reiterados ataques de Trump al aliado más antiguo y confiable de Estados Unidos? ¿Cuál es el motivo del profundo desprecio que aparentemente siente por la UE? ¿Qué sentido tiene que Estados Unidos intente debilitar a Europa, en vez de estrechar la cooperación para proteger sus intereses económicos y geopolíticos?. La actitud de Trump es particularmente sorprendente, dado que el veloz surgimiento de China como un rival estratégico es el principal problema de seguridad nacional de Estados Unidos. Contra lo que se esperaba, China no ha convergido con Occidente ni en lo político ni en lo económico, porque sigue dándole al Estado y al partido gobernante un papel coordinador mucho mayor. Geopolíticamente, China se ha lanzado a establecer redes clientelares, de lo que el ejemplo más visible es la Iniciativa de la Franja y la Ruta, y pretende “fomentar un nuevo tipo de relaciones internacionales” diferente del modelo promovido por Estados Unidos en el siglo XX. Al mismo tiempo, inició un importante proceso de acumulación militar. Es evidente que el principal desafío a la supremacía mundial de Estados Unidos no es Europa, sino China. La estrategia para China del expresidente Barack Obama combinaba el diálogo con la presión. Esto incluyó lanzar dos megaalianzas económicas sin participación de China o Rusia: el Acuerdo Transpacífico (con otros once países de la cuenca del Pacífico) y la Asociación Transatlántica de Comercio e Inversión con la Unión Europea. Pero Trump retiró a Estados Unidos del ATP y aniquiló la ATCI antes de que naciera. Después generó una fractura comercial con la UE. Y luego atacó a la UE y a sus estados miembros, especialmente Alemania. Hay tres explicaciones posibles. Una es la peculiar obsesión de Trump con los desequilibrios comerciales bilaterales. Según esta idea, Trump considera a Alemania, el resto de Europa y China como competidores igualmente amenazantes. Pero esto no tiene sentido económicamente para nadie más que él. Y el único resultado que puede esperar de esta estrategia es dañar y debilitar la vieja alianza atlántica. Sin embargo, a Trump se lo oye quejarse de ver Mercedes en las calles de Nueva York al menos desde los noventa. La segunda explicación es que Trump quiere evitar que la UE se posicione como un tercer contendiente en un juego trilateral. Si Estados Unidos pretende convertir la relación con China en una lucha bilateral por el poder, tiene buenos motivos para ver en la UE un obstáculo. Porque se rige por normas, la UE no puede sino oponerse a una idea puramente transaccional de las relaciones

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internacionales. Además, una Europa unida y con poder sobre el acceso al mayor mercado del mundo no es un jugador de poca monta. Pero con una UE disminuida, e incluso desbandada, los países europeos, débiles y divididos, no tendrían más alternativa que encolumnarse detrás de Estados Unidos. Finalmente, una lectura más política de la conducta de Trump es que está buscando un cambio de régimen en Europa. De hecho, no ha ocultado su creencia en que Europa está “perdiendo su cultura” porque permitió a la inmigración “cambiar su composición”. Y Stephen Bannon, ex director de estrategia de Trump, anunció que pasará la mitad del tiempo en Europa para ayudar a construir una alianza de partidos nacionalistas y obtener la mayoría en la próxima elección de mayo para el Parlamento Europeo. Hace unas semanas, sólo la primera lectura parecía creíble. Las otras dos se podían descartar como fantasías inspiradas por teorías conspirativas. Ningún presidente estadounidense presentó jamás a la UE como un complot para debilitar a Estados Unidos. De hecho, todos los predecesores de Trump de la posguerra se hubieran horrorizado ante la idea de una disolución de la UE. Pero el presidente estadounidense ha ido demasiado lejos para que Europa pueda descartar los escenarios más sombríos. Este es un momento crucial para la UE. La creación del bloque comenzó en los cincuenta bajo el paraguas de seguridad y con la bendición de Estados Unidos. Se ha ido construyendo desde entonces como un experimento geopolítico con protección de Estados Unidos y en el contexto de un sistema internacional liderado por este país. Por este motivo, sus dimensiones externas (económica, diplomática o de seguridad) siempre han sido secundarias respecto de su desarrollo interno. La reciente crisis indica que esto cambió. Europa debe ahora definir una postura estratégica frente a un Estados Unidos más distante y posiblemente hostil, y frente a potencias en ascenso que no tienen motivos para mostrarle amabilidad. Debe defender sus valores. Y debe decidir con urgencia qué hará en materia de seguridad y defensa, política para el vecindario y protección de la frontera común. Esta prueba es decisiva. Económicamente, la UE todavía tiene potencial para ser un actor global. Cuenta para ello con importantes activos: el tamaño de su mercado, la fuerza de sus grandes empresas, una política comercial unificada, una política regulatoria común, una única autoridad de defensa de la competencia y una moneda sólo superada por el dólar. Puede (y debe) usar esos activos para impulsar una remodelación de las relaciones internacionales que responda a los legítimos motivos de queja de Estados Unidos en relación con China y a las legítimas inquietudes de China respecto de su papel internacional. Europa ha liderado la lucha contra el cambio climático; puede hacer lo mismo en temas de comercio internacional, inversión y finanzas. El principal problema de Europa es político, no económico. El desafío que enfrenta llega justo cuando está dividida entre isla y continente, norte y sur, este y oeste. Y plantea preguntas fundamentales: ¿Qué define a una nación? ¿Quién debe hacerse cargo de las fronteras? ¿Quién garantiza la seguridad?

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¿Se basa la UE en valores compartidos o en un mero cálculo de intereses nacionales? Si la UE no logra redefinirse para un mundo que es fundamentalmente diferente al de hace diez años, es probable que no sobreviva como una institución significativa. Pero si lo logra, puede recuperar ante los ciudadanos un sentido de propósito y legitimidad erosionado por años de reveses económicos y políticos.

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COMENTARIOS PARA REFLEXIONAR

COMPENDIO DE PRINCIPALES IDEAS Y PENSAMIENTOS VERTIDOS EN LIBROS Ó

ARTICULOS RECIENTES PUBLICADOS POR INTELECTUALES, ACADÉMICOS Y FUNCIONARIOS QUE ENTENDEMOS AGREGAN PUNTOS DE VISTAS INTERESANTES AL ANÁLISIS E INTERPRETACIÓN

DEL PANORAMA GLOBAL ACTUAL Y SUS TENDENCIAS.

31-Agosto-2018

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Estimados Asociados: En este 24º envío de nuestras "Cuestiones para Reflexionar" he seleccionado una serie de artículos vinculados a las vulnerabilidades de las economías emergentes así como también del mercado accionario norteamericano. También una crítica a la política actual de la Reserva Federal y un artículo sobre la demanda de mayor proteccionismo en un mundo cada vez más globalizado En particular, se eligieron los siguientes textos: 1- Una Reserva Federal ahistórica (J. Bradford Delong) 2- Proteccionismo para liberales (Robert Skidelsky) 3- Vulnerabilidades emergentes en las economías emergentes (Michael Spence) 4- ¿Qué se avecina en el mercado bursátil estadounidense? (Martin Feldstein) Espero lo disfruten. Javier Mutal Hodara Director Coordinador CICyP [email protected] 1158318534 60092460

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J. Bradford Delong

J. Bradford DeLong is Professor of Economics at the University of California at Berkeley and a research associate at the National Bureau of Economic Research. He was Deputy Assistant US Treasury Secretary during the Clinton Administration, where he was heavily involved in budget and trade negotiations. His role in designing the bailout of Mexico during the 1994 peso crisis placed him at the forefront of Latin America’s transformation into a region of open economies, and cemented his stature as a leading voice in economic-policy debates.

Una Reserva Federal ahistórica Los cambios económicos sucedidos en el transcurso de los últimos 20 años han enseñado – o deberían haber enseñado – cuatro lecciones a la Reserva Federal de Estados Unidos. Sin embargo, la postura actual sobre políticas que toma la Fed plantea la interrogativa sobre si esta institución ha internalizado por lo menos alguna de las mencionadas lecciones. La primera lección es que, por lo menos mientras se mantenga la configuración actual de la tasa de interés, el objetivo de inflación adecuado para la Reserva Federal debería ser del 4% anual, en lugar del 2%. Un objetivo más elevado es esencial para tener suficiente espacio para hacer recortes de cinco puntos porcentuales o más en las tasas de interés nominales y seguras a corto plazo, recortes que son los que suelen utilizarse para amortiguar los efectos cuando una recesión golpea a la economía. La Reserva Federal protesta porque cambiar su objetivo de inflación, incluso una sola vez, erosionaría la credibilidad de su compromiso de garantizar la estabilidad de precios. Pero, la Fed puede pagar ahora o puede pagar más tarde. Al fin de cuentas, ¿de qué sirve la credibilidad hoy cuando significa adherirse tenazmente a una política que lo priva a uno de la capacidad de hacer su trabajo correctamente mañana? La segunda lección es que los dos coeficientes de pendiente en la ecuación algebraica que es la curva de Phillips – el vínculo entre la inflación esperada y la inflación actual, y la capacidad de respuesta de la inflación futura frente al desempleo actual – son, ambos, mucho más pequeños que los coeficientes en la década de 1970, o incluso en la década de 1980. El entonces presidente de la Fed Alan Greenspan reconoció esto en la década de 1990. De manera correcta él juzgó que presionar a favor de un crecimiento más rápido y un menor desempleo no significaba que se estaban tomando riesgos excesivos, sino más bien que se estaba cosechando frutos maduros. La Fed actual parece tener una opinión distinta. La tercera lección es que el vuelco de la curva de rendimiento en el mercado de bonos no es únicamente una señal de que el mercado piensa que la política monetaria es demasiado estricta; es una señal de que la política monetaria realmente es demasiado estricta. Las personas que pujaron al alza los precios de las Letras del Tesoro de Estados Unidos a largo plazo, anticipándose a los recortes de las tasas de interés cuando la Fed se excede y provoca una

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recesión son las mismas personas que ahora están en vilo preguntándose cuándo comenzar a recortar los planes de inversión ya que una recesión pronto producirá un exceso de capacidad. La Fed tiene hoy una “teoría del hábitat” acerca de por qué esta vez la situación es distinta – es decir, por qué las preferencias de los inversionistas por plazos de vencimiento determinados implican que un vuelco de la curva de rendimiento no significaría lo que siempre ha significado. Pero, en el año 2006, justo antes de que golpeara la crisis financiera, se suponía que también la situación era distinta. (Y, anteriormente hubo una gran cantidad de veces en las que se suponía que las cosas también iban a ser distintas). La historia sugiere que esta vez es muy poco probable que la situación sea distinta – y también sugiere que la situación no terminará bien, si la Fed continúa convencida y comportándose en otra forma. La cuarta lección refleja de manera similar cambios evolutivos que se remontan a más de 20 años atrás. En la década de 1980, no era disparatado argumentar que la próxima gran conmoción para la macroeconomía de Estados Unidos sería probablemente inflacionaria. Es mucho más difícil argumentar razonablemente eso hoy en día. Durante las últimas tres décadas y media, los principales impactos no han sido inflacionarios, como lo fueron las crisis petroleras de 1973 y 1979, sino más bien los impactos han sido deflacionistas, como por ejemplo la crisis de los instituciones de ahorro y crédito de Estados Unidos en los años ochenta y noventa, la crisis asiática de 1997, la debacle de las compañías puntocom de los años 2000, los ataques terroristas del 11 de septiembre de 2001, el colapso de las hipotecas subprime de 2007, misma que se inició en Estados Unidos, y la crisis de deuda europea de 2010. La ex presidenta de la Fed, Janet Yellen, me dijo en la década de 1990 que, en su opinión, dirigir el debate interno de la Fed dentro del marco de las reglas de las tasas de interés había aumentado enormemente la facilidad de llegar desde un acuerdo sobre la estructura y el estado de la economía hasta un consenso aproximado sobre cuáles serían las políticas adecuadas. Pero, al menos como yo lo veo, en este momento el proceso de la Fed de pasar de una visión realista de la economía a una política monetaria apropiada no parece estar funcionando correctamente, en lo absoluto. Tal vez es hora de que la Fed coloque sus discusiones internas dentro de un marco más explícito. Uno puede imaginar, por ejemplo, que la Fed adopte un método de “control óptimo”, mediante el cual se establezcan los parámetros de la política monetaria a través de la ejecución de múltiples simulaciones de un modelo macroeconómico que utilice distintas combinaciones de tasas de interés y herramientas de hoja de balance, con el propósito de predecir la inflación y el desempleo futuros. El problema con los métodos de control óptimos es que el mundo real no es un sistema cerrado en el que las relaciones económicas nunca cambian, o donde cambian en maneras totalmente predecibles. La política monetaria más efectiva – y, por lo tanto, la más creíble – refleja no sólo las lecciones de la historia, sino también la voluntad de reconsiderar los supuestos arraigados desde mucho

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tiempo atrás.

**** Robert Skidelsky Robert Skidelsky, Professor Emeritus of Political Economy at Warwick University and a fellow of the British Academy in history and economics, is a member of the British House of Lords. The author of a three-volume biography of John Maynard Keynes, he began his political career in the Labour party, became the Conservative Party’s spokesman for Treasury affairs in the House of Lords, and was eventually forced out of the Conservative Party for his opposition to NATO’s intervention in Kosovo in 1999.

Proteccionismo para liberales La repulsión que sienten los liberales hacia la política mendaz y grosera del presidente estadounidense Donald Trump se extiende a una rígida defensa de la globalización libremercadista. Consideran los liberales que el libre comercio de bienes y servicios y el libre movimiento de capital y mano de obra son inseparables del programa político liberal, así como el proteccionismo de Trump (resumido en el eslogan “Estados Unidos primero”) es inseparable de su aberrante programa político. Pero en esto hay un peligroso malentendido. En realidad, el mayor riesgo de destrucción del programa político liberal deriva de la hostilidad inflexible al proteccionismo comercial. El ascenso de las “democracias iliberales” en Occidente es, al fin y al cabo, resultado directo de las pérdidas (absolutas y relativas) sufridas por los trabajadores occidentales como consecuencia de la búsqueda de la globalización a toda costa. La opinión liberal en estas cuestiones se basa en dos creencias muy extendidas: que el libre comercio beneficia a todos los participantes (es decir, que a los países que lo adoptan les va mejor que a los que restringen las importaciones y limitan el contacto con el resto del mundo) y que la posibilidad de comerciar bienes y exportar capital libremente es un elemento constitutivo de la libertad. Los liberales suelen desestimar la poca firmeza del sustento intelectual e histórico de la primera creencia, así como desestiman el perjuicio que su compromiso con la segunda creencia causa a la legitimidad política de los gobiernos. Los países siempre han comerciado, porque los recursos naturales no están distribuidos igualmente en todo el mundo. “¿Sería razonable”, se preguntóAdam Smith, “prohibir la introducción de vinos extranjeros sólo con el fin de fomentar la producción de clarete o borgoña en suelo escocés?”. Históricamente, el principal motivo para el comercio internacional ha sido la existencia de ventajas absolutas, por las que los países compran al extranjero aquello que no pueden producir o sólo pueden producir a un costo exorbitante. Pero el argumento científico en favor del libre comercio depende de la doctrina, mucho más sutil y contraria a la intuición, de las ventajas comparativas, perteneciente a David Ricardo. Es evidente que ningún país puede producir carbón si no tiene yacimientos. Pero suponiendo posible la producción de

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ciertos bienes pese a alguna desventaja natural (por ejemplo, vino en Escocia), Ricardo demostró que si los países con desventajas absolutas se especializan en producir aquello para lo cual están menos en desventaja, entonces el bienestar total aumenta. La teoría de las ventajas comparativas extendió en gran medida el alcance potencial del comercio internacional provechoso, pero también el riesgo de que las importaciones destruyan producciones locales menos eficientes. Dicha destrucción se desestimó bajo el supuesto de que el libre comercio llevaría a una asignación más eficiente de recursos y a un aumento de la productividad (y con ella, de la tasa de crecimiento) “a largo plazo”. Pero la historia no termina aquí. Ricardo también creía que la tierra, el capital y la mano de obra (lo que los economistas llaman “factores de producción”) estaban indisolublemente unidos a cada país y no podían trasladarse por el mundo como si fueran mercancías. Escribió: “La experiencia (…) demuestra que la inseguridad, real o imaginaria, del capital, cuando no está bajo la inspección inmediata de su poseedor, junto con la resistencia natural de todo hombre a abandonar el país donde ha nacido y tiene sus relaciones y a confiarse con todos sus hábitos adquiridos a un gobierno extraño y a nuevas leyes, contiene la emigración de capitales. Estos sentimientos, que yo no quisiera ver debilitados, inducen a la mayor parte de los hombres que tienen capital a contentarse con un tipo inferior de beneficios en su país antes que buscar un empleo más ventajoso de su riqueza en un país extranjero.” Pero conforme el mundo se hizo más seguro, esta barrera prudencial a la exportación de capital desapareció. En nuestro tiempo, la emigración de capital llevó a la emigración de puestos de trabajo, conforme la transferencia tecnológica hizo posible el traslado de producción local al extranjero, agravando el potencial de pérdida de empleo. El economista Thomas Palley considera que el traslado de producción al extranjero es el rasgo distintivo de la fase actual de la globalización. Dice que es una “economía en barcazas”, donde las fábricas se van flotando de un país al otro en busca de menores costos. Se ha creado una infraestructura legal y política para sostener la producción en el extranjero y la importación de lo producido al país que exporta capital. Palley considera, con razón, que esta extranjerización es una política deliberada de las corporaciones multinacionales para debilitar la mano de obra local y aumentar beneficios. La capacidad de las empresas para redistribuir puestos de trabajo por el mundo cambia la naturaleza de la discusión sobre las “ganancias del comercio”. En realidad, ya no hay “ganancias” garantizadas, ni siquiera en el largo plazo, para los países que exportan tecnología y puestos de trabajo. Hacia el final de su vida, Paul Samuelson, decano de los economistas estadounidenses y coautor del famoso teorema de Stolper-Samuelson sobre el comercio internacional, admitió que si países como China combinan la tecnología occidental con menos costo de mano de obra, el comercio

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internacional deprimirá los salarios en Occidente. Es verdad que los ciudadanos occidentales tendrán bienes más baratos, pero ahorrarse un 20% haciendo la compra en Wal-Mart no compensa necesariamente la pérdida salarial. No es seguro que al final del túnel del libre comercio haya un cofre lleno de oro. Samuelson incluso se preguntó si no habrá cosas por las que se justifica tolerar “un poco de ineficiencia”. En 2016, The Economist concedió que entre “los costos y beneficios a corto plazo” de la globalización hay un “equilibrio más sutil que el que dan por sentado los manuales”. Entre 1991 y 2013, la participación de China en la exportación mundial de manufacturas creció del 2,3% al 18,8%; algunas categorías de la producción fabril estadounidense fueron totalmente desplazadas. Los autores aseveraron que “a la larga” Estados Unidos saldría ganando, pero tal vez antes de eso pasarían “décadas”, y las ganancias no se repartirían equitativamente. Hasta los economistas que admiten las pérdidas derivadas de la globalización rechazan el proteccionismo como respuesta. ¿Pero qué alternativa proponen? La solución preferida es hallar el modo de desacelerar la globalización, para dar a los trabajadores tiempo para recapacitarse o pasarse a actividades más productivas. Pero esto es poco consuelo para quienes se ven atrapados en viejas áreas industriales destruidas o transferidos a empleos poco productivos y mal remunerados. Está bien que los liberales ejerzan su derecho a atacar la política trumpista. Pero deberían abstenerse de criticar el proteccionismo trumpista hasta que tengan algo mejor que ofrecer.

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Michael Spence Michael Spence, a Nobel laureate in economics, is Professor of Economics at NYU’s Stern School of Business, Distinguished Visiting Fellow at the Council on Foreign Relations, Senior Fellow at the Hoover Institution at Stanford University, Advisory Board Co-Chair of the Asia Global Institute in Hong Kong, and Chair of the World Economic Forum Global Agenda Council on New Growth Models. He was the chairman of the independent Commission on Growth and Development, an international body that from 2006-2010 analyzed opportunities for global economic growth, and is the author of The Next Convergence – The Future of Economic Growth in a Multispeed World.

Vulnerabilidades emergentes en las economías emergentes Justo antes de que el colapso del banco de inversiones estadounidense Lehman Brothers iniciara una crisis financiera que se extendió a toda la economía mundial, la Comisión sobre Crecimiento y Desarrollo publicó una evaluación de las estrategias de crecimiento de las economías emergentes, con el objetivo de extraer las enseñanzas de las investigaciones y la experiencia previas. Más de una década después, muchas de esas enseñanzas (o casi todas) siguen desatendidas. En las economías emergentes, la clave para promover el desarrollo y aumentar los ingresos es un crecimiento medio o alto del PIB en forma sostenida. Por

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supuesto, es inevitable que en caso de crisis se produzcan grandes retrocesos, con largos períodos de recuperación que reducen drásticamente el crecimiento de los ingresos y de la riqueza. Pero diez años es mucho tiempo, y todavía hay mucha discrepancia entre lo que la experiencia dicta que las economías emergentes deberían hacer y lo que han estado haciendo. Los países que consiguieron sostener un crecimiento medio o alto lo hicieron con altos niveles de inversión pública y privada, financiada ante todo con ahorro interno. En cambio, mantener en forma persistente grandes déficits de cuenta corriente crea vulnerabilidades, y es común que haya problemas cuando cambian las condiciones financieras externas. Endeudarse en moneda dura extranjera es particularmente arriesgado, ya que la devaluación de la moneda local puede provocar un gran aumento de los pasivos. Por eso las economías emergentes deberían esforzarse en limitar los niveles de deuda, aunque hasta qué punto es esto necesario depende de la tasa de crecimiento, ya que un aumento importante y sostenido del PIB reducirá los ratios de apalancamiento. También importa el valor de la moneda local. Una subvaluación persistente, obtenida mediante la acumulación de reservas de moneda extranjera, reduce el incentivo a implementar reformas estructurales y aumentar la productividad. Es uno de los elementos de la muy conocida trampa de los ingresos medios. Además, la rentabilidad de esas reservas suele ser bastante baja, ya que en tiempos de crecimiento económico la moneda local se apreciará (incluso si se mantiene subvaluada) y esta pauta puede sostenerse por mucho tiempo. La sobrevaluación de la moneda conlleva riesgos más graves. Para empezar, afecta el crecimiento y el empleo en el sector transable, básicamente porque los términos de intercambio no coincidirán con los niveles de productividad de la economía. Además, una moneda sobrevaluada irá generalmente acompañada por un déficit de cuenta corriente y excesiva dependencia del capital extranjero para financiar la inversión. Si las condiciones financieras externas son favorables, es posible sostener esta pauta por algún tiempo. Pero la experiencia reciente muestra que un cambio en esas condiciones puede obligar a los países a permitir la devaluación o a demorarla usando las reservas de moneda extranjera del banco central para comprar grandes cantidades de moneda local. En cualquier caso, en algún momento los mercados imponen una devaluación, usualmente pronunciada. Eso lleva a una restricción del crédito, deterioro de balances (especialmente si empresas o bancos están endeudados en moneda extranjera) y contracción de la inversión, y el crecimiento resulta afectado. Estos desequilibrios son resultado de aplicar una estrategia no intervencionista en la gestión de la cuenta de capital, sobre el supuesto de que los incentivos del mercado de capitales siempre están en línea con las estrategias de crecimiento. Pero en realidad, es difícil encontrar algún ejemplo de un país que haya tenido crecimiento sostenido con esa estrategia. Aunque los mercados de

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capitales no son el enemigo, la coincidencia de intereses entre los inversores externos y las autoridades locales es, en el mejor de los casos, imperfecta. Los inversores sofisticados suelen decir que el crecimiento económico no determina la rentabilidad de las inversiones. Es una apreciación válida. La rentabilidad depende, entre otros factores, de la valuación de los activos financieros, que sólo en un modelo teórico simplificado dependerá exclusivamente del crecimiento de los flujos de efectivo subyacentes. Habrá quien diga que aunque las valuaciones y la dinámica de crecimiento subyacente pueden divergir en el corto y mediano plazo, convergerán a la larga. Puede que sea verdad, pero la mayoría de los inversores financieros no piensan en el largo plazo, y tampoco es el criterio que usan normalmente para recompensar a sus agentes. Los inversores financieros saben que tras un período de buena rentabilidad, la presencia de desequilibrios y riesgos puede obligar a huir de una inversión en cualquier momento. Como lo expresa el economista Robert Subbaraman, especialista en mercados emergentes, en el título de un informe reciente: “Disfruta la fiesta, pero no te alejes de la puerta”. Esto es comportamiento racional para los inversores, pero no colabora con el interés de las autoridades en obtener crecimiento sostenido. Por eso una gestión exitosa de la cuenta de capital debe centrarse en promover la estabilidad, controlar los riesgos y alinear los flujos del mercado de capitales con los objetivos de crecimiento económico y empleo. Después de la crisis, los bajísimos tipos de interés en las economías desarrolladas alentaron flujos de capitales hacia activos más rentables en los mercados emergentes, denominados en moneda local. Al mismo tiempo, muchas corporaciones de esos mercados se endeudaron en dólares o euros (en ocasiones, con escasos o nulos ingresos en dólares para hacer frente al pago de deudas en esa moneda). La experiencia muestra que es una estrategia arriesgada. Mientras los tipos de interés se mantengan muy bajos, las primas de riesgo implícitas en ellos (y en los precios de activos en general) no reflejarán una evaluación razonable de la evolución de los riesgos reales del sistema. Para los inversores cortoplacistas, es la fiesta perfecta (siempre que no se alejen de la salida). En muchas economías emergentes es imperioso rebalancear los modelos de crecimiento, con mayor énfasis en la resiliencia, y aplicar una estrategia más activa para la gestión de los flujos de deuda y capitales, y de sus efectos en los precios de los activos, los tipos de cambio y el crecimiento. De lo contrario, los peligros derivados de modelos de crecimiento insostenibles pueden cortar la fiesta de un momento al otro, con posibilidad de contagio financiero. En un contexto en el que la escalada de tensiones comerciales añade todavía más incertidumbre, los inversores están nerviosos y ya se acercan a la puerta. ****

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Martin Feldstein

Martin Feldstein, Professor of Economics at Harvard University and President Emeritus of the National Bureau of Economic Research, chaired President Ronald Reagan’s Council of Economic Advisers from 1982 to 1984. In 2006, he was appointed to President Bush's Foreign Intelligence Advisory Board, and, in 2009, was appointed to President Obama's Economic Recovery Advisory Board. Currently, he is on the board of directors of the Council on Foreign Relations, the Trilateral Commission, and the Group of 30, a non-profit, international body that seeks greater understanding of global economic issues.

¿Qué se avecina en el mercado bursátil estadounidense? El mercado bursátil de EE.UU. logró su ascenso más prolongado de la historia el 22 de agosto, en que el índice Standard and Poor’s 500 llegó a la cota de 230% desde 2009. Aunque no fue el mayor aumento en un mercado al alza, marcó el periodo más largo de subida de precios de las acciones. Varias fuerzas contribuyeron a esta impresionante racha de nueve años. El factor principal ha sido las tasas de interés extremadamente bajas de la Reserva Federal. La Fed redujo su tasa para los fondos federales de corto plazo a casi cero en 2008 y no la elevó sobre el 1% sino hasta 2017. Incluso hoy la tasa para los fondos federales es menor que la tasa de inflación anual. La Fed prometió además mantener baja la tasa de corto plazo por un largo tiempo, lo que ha hecho que las tasas de largo plazo se mantengan bajas. Con las tasas de interés tan bajas por tanto tiempo, los inversionistas a la búsqueda de mayores rendimientos compraron acciones, presionando al alza sus precios. Un modelo racional de precios de las acciones las hace equivaler al valor actual de los beneficios futuros. Las bajas tasas de interés elevaron el valor actual de los beneficios futuros, y la reforma a los impuestos corporativos promulgada a fines de 2017, junto con la desregulación de varios sectores, han hecho subir tanto los beneficios actuales como los que se esperan a futuro, contribuyendo al valor actual de los beneficios futuros. Pero incluso con los beneficios en aumento, las bajas tasas de interés han hecho que los precios de las acciones se incrementen más rápido que los beneficios. Como resultado, la relación entre precio y ganancias de S&P hoy es más de un 50% más alta que su promedio histórico. Puesto que el PIB real (ajustado a la inflación) crecerá más del 3% este año, la potencia de la economía estadounidense ha inducido a los inversionistas extranjeros a pasar sus fondos a valores estadounidenses. Y en los últimos meses, los hogares de EE.UU. que en el pasado no habían poseído acciones, se han subido al vagón de los valores por temor a quedarse marginados del mercado alcista. Pero, ¿qué se puede esperar en el futuro? Los auges de los mercados de valores no mueren de viejos: por lo general, los matan las subidas de las tasas de interés. Esto suele ocurrir cuando la Fed eleva la tasa de interés de corto plazo para detener o revertir el aumento de la inflación. Aunque la tasa inflacionaria preferida por la Fed –es decir, el precio de los gastos del consumidor- acaba de alcanzar su objetivo del 2%, otros indicadores del crecimiento de los precios están subiendo a mayor ritmo. El Índice de Precios

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al Consumidor (IPC) general es hoy un 2,9% más alto que hace un año. Incluso la inflación “dura”, que no incluye los más volátiles precios de la energía y los alimentos, ha aumentado un 2,4% desde el año pasado. Hoy la tasa de interés de corto plazo de la Fed es apenas un 1,75%, lo que implica que la tasa real es todavía negativa. El Comité de Mercado Abierto de la Fed ha proyectado ahora que elevará la tasa para los fondos federales a un 2,4% para fines de 2018, al 3,1% para fines de 2019 y al 3,4% para cuando acabe el año 2020. Mi impresión es que el mayor riesgo para el mercado bursátil es el alza futura en las tasas de interés de largo plazo. La tasa de interés para los bonos del Tesoro a diez años es hoy cerca de un 2,9%, lo que implica una tasa real de cero si se compara con el nivel actual del IPC. Históricamente, la tasa real del Tesoro a diez años se ha acercado a un 2%, lo que hace suponer que la tasa a diez años podría elevarse a un 5%. Existen tres factores para un aumento de la tasa de largo plazo. La subida proyectada por la Fed para la tasa que se aplica a los fondos federales presionará al alza la tasa de interés a diez años. Puesto que el índice de desempleo es de 3,9% y es probable que baje más en el año venidero, la tasa de inflación debería seguir subiendo. E incluso si eso no hace que la Fed eleve la tasa para los fondos federales a un ritmo mayor, la mayor inflación por sí misma hará que los inversionistas pidan mayores tasas de largo plazo para compensar la pérdida del valor real de sus fondos. Pero la causa principal del alza en la tasa a diez años probablemente sea el masivo déficit fiscal. El gobierno federal contempla endeudarse en más de 1 billón en 2019 y los años subsiguientes. La Oficina de Presupuestos del Congreso proyecta que la deuda federal pública crezca de cerca de un 78% del PIB actual a cerca del 100% a lo largo de la próxima década. Si bien hoy aproximadamente un 50% de la deuda pública estadounidense es de titularidad de extranjeros, informes recientes indican que los compradores foráneos están decidiendo quedarse al margen y que inversionistas locales están comprando casi la totalidad de la deuda nueva de gobierno. A medida que aumente la cantidad total de deuda, los inversionistas exigirán tasas de interés de largo plazo más altas para comprarla. En consecuencia, la tasa de interés de largo plazo se elevará por las cada vez más frecuentes subidas a las tasas de corto plazo a medida que la Fed normalice la política monetaria, la inflación aumente en respuesta a los mercados laboral y de productos más ajustados, y el rápido aumento de la deuda federal que deba ser absorbida por los inversionistas. El alza en las tasas de largo plazo reducirá el valor actual de los beneficios corporativos futuros y dará a los inversionistas una alternativa a las acciones, dando como resultado una baja en los precios de los valores. No sé cuándo ocurrirá, pero estoy convencido de que será así.

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COMENTARIOS PARA REFLEXIONAR

COMPENDIO DE PRINCIPALES IDEAS Y PENSAMIENTOS VERTIDOS EN LIBROS Ó

ARTICULOS RECIENTES PUBLICADOS POR INTELECTUALES, ACADÉMICOS Y FUNCIONARIOS QUE ENTENDEMOS AGREGAN PUNTOS DE VISTAS INTERESANTES AL ANÁLISIS E INTERPRETACIÓN

DEL PANORAMA GLOBAL ACTUAL Y SUS TENDENCIAS.

30-Setiembre-2018

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Estimados Asociados: En este 25º envío de nuestras "Cuestiones para Reflexionar" he seleccionado una serie de artículos vinculados al análisis de una posible crisis económica-financiera en USA para el año 2020 y a la guerra comercial entre USA y China y sus impactos en el sistema internacional. También un artículo sobre la situación crítica de Venezuela. En particular, se eligieron los siguientes textos: 1- La gestación de una recesión y crisis financiera en 2020 (Nouriel Roubini + Brunello Rosa) 2- El sistema de comercio internacional corre riesgo de desintegración (Anne Krueger) 3- Estados Unidos perderá la guerra comercial con China (Anatole Kaletsky) 4- Lo que revela la crisis en Venezuela (Richard Haass) Espero lo disfruten. Javier Mutal Hodara Director Coordinador CICyP [email protected] 1158318534 60092460

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Nouriel Roubini & Brunello Rosa

Nouriel Roubini, a professor at NYU’s Stern School of Business and CEO of Roubini Macro Associates, was Senior Economist for International Affairs in the White House's Council of Economic Advisers during the Clinton Administration. He has worked for the International Monetary Fund, the US Federal Reserve, and the World Bank. Brunello Rosa is co-founder and CEO at Rosa & Roubini Associates, and a research associate at the Systemic Risk Centre at the London School of Economics.

La gestación de una recesión y crisis financiera en 2020 A diez años del colapso de Lehman Brothers, todavía se debaten las causas y consecuencias de la crisis financiera, y si se aprendieron las enseñanzas necesarias para prepararnos para la próxima. Pero la pregunta más pertinente a futuro es qué activará la próxima recesión y crisis global, y cuándo. Es probable que la actual expansión global continúe el año entrante, dado que Estados Unidos mantiene un gran déficit fiscal, China aplica políticas fiscales y crediticias laxas, y Europa sigue en una senda de recuperación. Pero en 2020, estarán dadas las condiciones para una crisis financiera, seguida de una recesión global. Hay diez razones para esto. En primer lugar, las políticas de estímulo fiscal que en la actualidad elevan el crecimiento anual estadounidense por encima del nivel potencial de 2% son insostenibles. En 2020 el estímulo se agotará, y un ligero freno fiscal reducirá el crecimiento de 3% a un poco menos de 2%. En segundo lugar, como el estímulo se aplicó a destiempo, la economía estadounidense ahora está sobrecalentándose, con una suba de la inflación por encima de la meta. De modo que la Reserva Federal de los Estados Unidos seguirá subiendo la tasa de referencia desde el 2% actual a por lo menos 3,5% en 2020, y es probable que eso provoque un alza de los tipos de interés a corto y largo plazo, y también del dólar. En tanto, en otras economías importantes también hay un aumento de inflación, al que se suman presiones inflacionarias derivadas del alza del petróleo. Eso implica que los otros grandes bancos centrales seguirán a la Reserva Federal en la normalización de la política monetaria, lo que reducirá la liquidez global y generará presión alcista sobre los tipos de interés. En tercer lugar, es casi seguro que las disputas comerciales del gobierno de Trump con China, Europa, México, Canadá y otros países se agravarán, lo que llevará a menos crecimiento y más inflación. En cuarto lugar, hay otras políticas de Estados Unidos que seguirán añadiendo presión estanflacionaria y obligarán a la Reserva a subir todavía más los tipos de interés: la restricción de los flujos de tecnología e inversiones desde y hacia Estados Unidos, que afectará las cadenas de suministro; límites a la inmigración que se necesita para mantener el crecimiento conforme la población estadounidense envejece; el desaliento de inversiones en economía verde; y la falta de una política de infraestructura que permita resolver restricciones de la oferta.

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En quinto lugar, es probable que el crecimiento en el resto del mundo se desacelere, sobre todo cuando otros países consideren adecuado tomar represalias contra el proteccionismo estadounidense. China debe frenar el crecimiento para hacer frente a su exceso de capacidad y de apalancamiento, o se producirá un aterrizaje forzoso. Y los mercados emergentes, que ya están en situación frágil, seguirán padeciendo el proteccionismo y el endurecimiento monetario en Estados Unidos. En sexto lugar, el crecimiento en Europa también será más lento, debido al ajuste de la política monetaria y a fricciones comerciales. Además, políticas populistas en países como Italia pueden llevar a una dinámica de deuda insostenible en la eurozona. El todavía irresuelto círculo vicioso (“doom loop”) entre los gobiernos y los bancos poseedores de títulos de deuda pública amplificará los problemas existenciales de una unión monetaria incompleta con una inadecuada mutualización de riesgos. En estas condiciones, otra desaceleración global puede incitar a Italia y otros países a abandonar la eurozona. En séptimo lugar, en las bolsas de Estados Unidos y del mundo sigue la efervescencia. Los ratios precio/ganancias en Estados Unidos están un 50% por encima de la media histórica, el capital privado está excesivamente sobrevaluado, y los bonos públicos también están demasiado caros en vista de sus bajos rendimientos y primas a plazo negativas. Y el crédito de alto rendimiento también se está volviendo cada vez más caro ahora que la tasa de apalancamiento corporativo en Estados Unidos alcanzó máximos históricos. Además, en muchos mercados emergentes y algunas economías avanzadas hay un claro exceso de apalancamiento. Los inmuebles comerciales y residenciales están demasiado caros en muchas partes del mundo. Conforme se sumen indicios de una tormenta global, en los mercados emergentes continuará la corrección de tenencias de acciones, commodities y renta fija. Y como los inversores previsores anticiparán una desaceleración del crecimiento en 2020, los mercados reajustarán en 2019 las cotizaciones de los activos de riesgo. En octavo lugar, una vez producida una corrección, habrá más riesgo de iliquidez y ventas a precio de remate o undershooting. No hay mucha actividad de creación de mercado y warehousing (preparación de activos para titulización) por parte de corredores/operadores. El exceso de transacciones de alta frecuencia/algorítmicas aumenta el riesgo de un derrumbe repentino. Y los instrumentos de renta fija se han concentrado en fondos de crédito dedicados abiertos negociables. De producirse una huida del riesgo, los sectores financieros de los mercados emergentes y de las economías avanzadas con inmensos pasivos en dólares ya no tendrán acceso a la Reserva Federal como prestamista de última instancia. Con la inflación en alza y una normalización de políticas en marcha, ya no se puede contar con el respaldo que los bancos centrales proveyeron en los años posteriores a la crisis.

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En noveno lugar, hace poco Trump atacó a la Reserva Federal con una tasa de crecimiento del 4%. ¿Qué no hará en el año electoral 2020, cuando es probable que el crecimiento haya caído por debajo de 1% y aparezcan las pérdidas de empleo? La tentación de Trump de fabricar una crisis de política exterior para crear una cortina de humo será grande, especialmente si este año los demócratas recuperan la Cámara de Representantes. Como ya inició una guerra comercial con China y no se atrevería a atacar a la nuclearizada Corea del Norte, el siguiente mejor blanco que le queda a Trump es Irán. Un enfrentamiento militar con ese país puede generar una perturbación geopolítica estanflacionaria similar a las crisis del petróleo de 1973, 1979 y 1990. No hace falta decir que eso agravaría todavía más la inminente recesión global. Finalmente, en cuanto se produzca la tormenta perfecta que acabamos de bosquejar, habrá una tremenda escasez de herramientas para enfrentarla. El margen para el estímulo fiscal ya está limitado por el inmenso endeudamiento público. Los abultados balances y la falta de espacio para bajar las tasas de referencia reducirán la posibilidad de seguir aplicando políticas monetarias no convencionales. Y en países con movimientos populistas resurgentes y gobiernos casi insolventes no habrá tolerancia a rescates del sector financiero. En Estados Unidos, en concreto, los legisladores han restringido la capacidad de la Reserva para proveer de liquidez a instituciones financieras no bancarias y extranjeras con pasivos en dólares. Y en Europa, el ascenso de partidos populistas dificulta implementar reformas en el nivel de la UE y crear las instituciones necesarias para combatir la próxima crisis financiera y recesión. A diferencia de 2008, cuando los gobiernos tenían las herramientas necesarias para evitar un derrumbe descontrolado, a la hora de enfrentar la próxima desaceleración las autoridades tendrán las manos atadas, con un endeudamiento general superior al de la crisis anterior. Cuando se produzca, la siguiente crisis y recesión puede ser incluso más grave y prolongada que la anterior.

**** Anne Krueger Anne O. Krueger, a former World Bank chief economist and former first deputy managing director of the International Monetary Fund, is Senior Research Professor of International Economics at the School of Advanced International Studies, Johns Hopkins University, and Senior Fellow at the Center for International Development,

Stanford University. El sistema de comercio internacional corre riesgo de desintegración Diez años después de la quiebra de Lehman Brothers, sabemos que la respuesta multilateral fue crucial para evitar que la “Gran Recesión” terminara siendo peor de lo que fue. En aquel momento se tambaleó el sistema financiero

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global. Pero hoy lo que está en riesgo es el sistema de comercio internacional. El mundo ha obtenido muchos beneficios del multilateralismo en los últimos setenta años. Tras la Segunda Guerra Mundial, Estados Unidos tuvo el buen gesto de abstenerse de represalias y de exigir reparaciones; en vez de eso, lideró la creación de las tres grandes instituciones económicas –el Fondo Monetario Internacional, el Banco Mundial y la Organización Mundial del Comercio (sucesora del Acuerdo General de Aranceles Aduaneros y Comercio, o GATT)– que forman la base del orden económico internacional todavía vigente. Cada una de estas instituciones ha hecho un importante aporte al crecimiento económico global, pero sobre todo la OMC. Gracias a la expansión de un sistema de comercio multilateral abierto bajo el GATT y la OMC, desde la Segunda Guerra Mundial el comercio internacional ha crecido 1,5 veces más rápido que el PIB global. Hoy el multilateralismo sigue siendo tan importante como durante toda la posguerra, pero la OMC enfrenta cada vez más amenazas, entre las que se destacan los ataques en curso del gobierno del presidente estadounidense Donald Trump, que está tratando de debilitar a la institución en letra y en espíritu. Cuando hace diez años se declaró la crisis financiera, muchos temieron que los países alzaran nuevas barreras comerciales como en los años treinta y en otras recesiones de la posguerra. Pero en general eso no ocurrió, porque la OMC y el G20 intervinieron para facilitar la cooperación multilateral. El volumen global de comercio se redujo muy poco en relación con lo que hubiera podido ser, y en 2011 se había recuperado al nivel anterior a la crisis. Las 164 economías integrantes de la OMC se han comprometido a apoyar un sistema multilateral abierto y a respetar normas y procedimientos compartidos cuyo propósito es ayudar al crecimiento de ese sistema. Estas normas cumplen para el comercio internacional el mismo papel que los códigos de comercio nacionales cumplen para los contratos y transacciones entre partes dentro de una jurisdicción dada. Según las normas de la OMC, las empresas que comercian con otros países están sujetas a las mismas regulaciones nacionales que las empresas locales, y tienen los mismos derechos ante los tribunales de aquellos países. Los gobiernos no pueden aplicar medidas discriminatorias contra otros miembros de la OMC; es decir, si aplican un beneficio a un socio comercial, deben extenderlo a todos. Sólo se permiten aranceles en ciertas circunstancias. Y toda supuesta infracción de las normas se remite al Órgano de Solución de Diferencias de la OMC. La garantía de que las empresas extranjeras recibirán un trato regulatorio y judicial justo por parte de los gobiernos de los estados miembros de la OMC es esencial; y el principio de no discriminación ha sido un elemento fundamental del sistema de comercio internacional desde su creación. Son las disposiciones

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que hacen realmente multilateral al sistema. En el marco de la OMC, el principio de nación más favorecida (NMF) permite negociaciones comerciales multilaterales entre iguales; estas han reducido el arancel promedio aplicado a bienes fabriles entre economías avanzadas, de más de 40% a fines de los cuarenta a cerca del 4% en la actualidad, con beneficios para todos los estados miembros. El mecanismo de solución de diferencias (MSD) de la OMC también es vital para el comercio internacional. Cuando las autoridades de un país consideran que un socio comercial está en infracción de normas mutuamente acordadas, pueden plantear el caso a la OMC, que designará un panel arbitral para estudiar los argumentos de cada lado y dictar sanciones cuando corresponda. Estados Unidos ganó más del 90% de los casos que inició. Como el muelle de un reloj mecánico, la OMC es el corazón del sistema de comercio internacional. No es visible, pero es absolutamente esencial para mantener el mecanismo andando. Y sin embargo, pese a la importancia vital de la OMC, hoy se la está debilitando. La amenaza más inmediata es al MSD. Para analizar una apelación se necesitan al menos tres árbitros, pero el gobierno de Trump ha bloqueado las nominaciones de todos los candidatos a reemplazar a aquellos cuyo mandato está próximo a caducar. La falta de quórum impedirá tratar las apelaciones, y es posible que algunos países empiecen a violar las normas de la OMC impunemente. Otra amenaza importante al marco de la OMC es el uso que hace el gobierno de Trump de la cláusula de seguridad nacional para justificar sus aranceles discriminatorios a las importaciones de acero y aluminio. Es evidente que países aliados como Canadá o Japón no plantean ninguna amenaza a la seguridad nacional de Estados Unidos; de modo que los aranceles estadounidenses son claramente contrarios al espíritu –y probablemente también a la letra– de las normas de la OMC. Esos aranceles ya han afectado el crecimiento global y debilitado a la OMC. En un mundo de cadenas de suministro transfronterizas y creciente interconectividad, la disrupción innecesaria del comercio de hierro y acero reducirá la producción no sólo en los países exportadores, sino también en Estados Unidos. Y la probabilidad de que otros países tomen represalias vuelve la situación más peligrosa. En cualquier caso, es casi seguro que los aranceles discriminatorios no cumplirán el objetivo declarado por Trump: reducir los desequilibrios comerciales bilaterales de Estados Unidos. El balance de cuenta corriente de cualquier país es la diferencia entre su ahorro interno (público y privado) y la inversión local, y un desequilibrio de cuenta corriente no se puede reducir sin aumentar lo primero o disminuir lo segundo. Cualquier intento de debilitar el comercio internacional –uno de los principales

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motores del crecimiento económico global desde el final de la Segunda Guerra Mundial– impondrá inevitablemente altos costos a todos, incluidos los simpatizantes de clase trabajadora de Trump. La comunidad internacional debe hacer frente a Trump y reafirmar los principios de un sistema multilateral abierto, antes de que sea demasiado tarde.

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Anatole Kaletsky Anatole Kaletsky is Chief Economist and Co-Chairman of Gavekal Dragonomics. A former columnist at the Times of London, the International New York Times and the Financial Times, he is the author of Capitalism 4.0, The Birth of a New Economy, which anticipated many of the post-crisis transformations of the global economy. His 1985 book, Costs of Default, became an influential primer for Latin American and Asian governments negotiating debt defaults and restructurings with banks and the IMF.

Estados Unidos perderá la guerra comercial con China Estados Unidos no puede ganar su guerra de aranceles contra China, sin importar lo que diga o haga el presidente Donald Trump en los próximos meses. Trump cree que lleva las de ganar en este conflicto, porque la economía estadounidense es fuerte y porque políticos tanto republicanos cuanto demócratas apoyan el objetivo estratégico de frustrar el ascenso de China y preservar el dominio global estadounidense. Pero irónicamente, esta aparente fortaleza es la debilidad fatal de Trump. Aplicando el principio de artes marciales de redirigir la fuerza del oponente en su contra, China puede ganar fácilmente la competencia arancelaria, o al menos pelearle a Trump un empate. Desde David Ricardo los economistas sostienen que restringir las importaciones reduce el bienestar de los consumidores y dificulta el crecimiento de la productividad. Pero la razón principal por la que Trump se verá obligado a ceder no es esa. Para evaluar las fortalezas respectivas en el conflicto sinoestadounidense, hay otro principio económico –poco invocado para explicar la futilidad de las amenazas arancelarias de Trump– mucho más importante que el concepto ricardiano de ventajas comparativas: la gestión keynesiana de la demanda. Aunque es indudable que las ventajas comparativas influyen en el bienestar económico a largo plazo, lo que determinará cuál de los dos países se verá más presionado a pedir la paz comercial en los próximos meses serán las condiciones de la demanda. Y atendiendo a este criterio, está claro que los aranceles de Trump perjudicarán a Estados Unidos pero no harán mella en China. Desde un punto de vista keynesiano, el resultado de una guerra comercial depende ante todo de si los contendientes están en recesión o tienen exceso de demanda. En una recesión, los aranceles pueden estimular la actividad económica y el empleo, aunque al precio de una menor eficiencia a largo plazo. Pero en una economía que opera en su pleno potencial o cerca (como es claramente el caso de Estados Unidos ahora), los aranceles sólo lograrán

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aumentar los precios y añadir presión alcista a los tipos de interés. En el nivel agregado, las empresas estadounidenses no hallarán trabajadores dispuestos a trabajar por sueldos bajos para reemplazar los bienes importados chinos; e incluso aquellas pocas empresas que encuentren en los aranceles un motivo para competir contra las importaciones de China tendrían que aumentar los salarios y construir más fábricas, lo que contribuiría a la presión alcista sobre la inflación y los tipos de interés. Dada la escasez de capacidad excedente, las nuevas inversiones y contrataciones necesarias para reemplazar los bienes chinos serían en detrimento de otras decisiones empresariales que eran más rentables antes de la guerra arancelaria con China. Así que a menos que las empresas estadounidenses estén seguras de que los aranceles continuarán por muchos años, no invertirán ni contratarán más trabajadores para competir con China. Suponiendo que las empresas chinas estén bien informadas y sean conscientes de esto, no reducirán los precios de sus exportaciones para absorber el costo de los aranceles de Estados Unidos. Eso obligará a los importadores estadounidenses a pagar los aranceles y trasladar el costo a los consumidores (lo que añadirá presión sobre la inflación) o a los accionistas reduciendo las utilidades. De modo que los aranceles no serán un “castigo” para China, como Trump parece creer, sino que perjudicarán ante todo a consumidores y empresas estadounidenses (como si fuera un aumento del impuesto a las ventas). Pero supongamos que los aranceles encarecieran tanto algunos productos chinos como para sacarlos del mercado estadounidense. ¿De dónde saldrán sustitutos importados a un precio competitivo respecto de los de China? En la mayoría de los casos, la respuesta es: de otras economías emergentes. Algunos bienes de baja gama, por ejemplo zapatos y juguetes, se comprarán a Vietnam o la India. El armado final de algunos equipos electrónicos e industriales se puede trasladar a Corea del Sur o México. Unos pocos proveedores japoneses y europeos serán capaces de desplazar a fabricantes chinos de productos de alta gama. De modo que en la muy limitada medida en que los aranceles resulten un “castigo” para China, el efecto sobre otros mercados emergentes y la economía global no será un “contagio” dañino, sino un ligero estímulo a la demanda, resultante del reemplazo de las exportaciones chinas a Estados Unidos. Es verdad que los exportadores chinos pueden sufrir ligeras pérdidas mientras otros productores aprovechan los aranceles estadounidenses para quitarles mercado. Pero usando la gestión de demanda para compensar la pérdida de exportaciones, China puede anular cualquier efecto sobre el crecimiento, el empleo y las ganancias corporativas. En tal sentido, el gobierno ya comenzó a estimular el consumo y la inversión locales mediante una expansión monetaria y una rebaja de impuestos. Pero las medidas de estímulo de China hasta ahora han sido cautas (como corresponde, teniendo en cuenta el impacto insignificante que los aranceles de

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Estados Unidos han tenido sobre las exportaciones chinas). Sin embargo, si empiezan a aparecer indicios de un debilitamiento de las exportaciones, China puede y debe compensar la pérdida con medidas adicionales para estimular la demanda interna; en principio, le bastaría aplicar un estímulo keynesiano a gran escala para evitar cualquier daño derivado de los aranceles. Pero ¿querrá el gobierno chino hacerlo? Aquí es donde, paradójicamente, el apoyo bipartidario en Estados Unidos a una “política de contención” en relación con China se vuelve en contra de Trump. Hasta ahora la dirigencia china no ha querido apelar abiertamente a estimular la demanda como arma en la guerra comercial, porque el presidente Xi Jinping tiene un fuerte compromiso con limitar el crecimiento de la deuda china y reformar el sector bancario. Pero es indudable que esos argumentos de política financiera contra la aplicación de una política keynesiana son irrelevantes ahora que Estados Unidos presentó la batalla arancelaria de Trump como la primera escaramuza de una Guerra Fría geopolítica. Es sencillamente inconcebible que Xi le dé más prioridad a la gestión del crédito que a ganar la guerra arancelaria y así demostrar la futilidad de una estrategia estadounidense de contención de China. Esto plantea la pregunta de cómo reaccionará Trump cuando sus aranceles comiencen a perjudicar a las empresas y a los votantes estadounidenses, mientras China y el resto del mundo no se dan por enterados. La respuesta probable es que seguirá el precedente de sus conflictos con Corea del Norte, la Unión Europea y México: propondrá un “acuerdo”, que no conseguirá sus objetivos declarados, pero le permitirá alardear de una “victoria” y justificar la beligerancia verbal que entusiasma a sus simpatizantes. La técnica retórica de Trump, sorprendentemente exitosa, de “empezar gritando y terminar mostrando bandera blanca” ayuda a explicar la coherente incoherencia de su política exterior. Es probable que la guerra comercial entre Estados Unidos y China ofrezca el próximo ejemplo. **** Richard Haass

Richard N. Haass, President of the Council on Foreign Relations, previously served as Director of Policy Planning for the US State Department (2001-2003), and was President George W. Bush's special envoy to Northern Ireland and Coordinator for the Future of Afghanistan. He is the author of A World in Disarray: American Foreign Policy and the Crisis of the Old Order.

Lo que revela la crisis en Venezuela El New York Times publicó recientemente que la administración del presidente norteamericano, Donald Trump, había mantenido reuniones con oficiales militares rebeldes de Venezuela que planeaban derrocar al gobierno de Nicolás Maduro. Finalmente, los responsables de las políticas de Estados Unidos tomaron distancia de la idea; pero, no sorprende, la reacción al artículo fue

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esencialmente negativa. Sin duda, existen buenos motivos para oponerse a un golpe en Venezuela respaldado por Estados Unidos. Muchos de quienes probablemente estarían involucrados tendrían mala reputación, dados sus vínculos con el narcotráfico y sus antecedentes de violaciones de los derechos humanos. Un golpe casi con certeza fracasaría, lo que le daría a un gobierno ya represivo un nuevo justificativo para perseguir a sus opositores. Otra opción sería una intervención armada liderada por los vecinos de Venezuela. Ellos se ven afectados adversamente por el flujo de refugiados, que ya asciende a 2-4 millones y crece a un ritmo de 50.000-100.000 personas por mes. Si estos países tomaran la delantera, no tendrían el bagaje político de una operación militar liderada por Estados Unidos. Pero este escenario también se puede descartar, debido al prejuicio regional contra las intervenciones militares y el hecho de que los vecinos de Venezuela carecen de los medios para llevar a cabo una intervención. El tamaño de Venezuela es aproximadamente el doble del de Irán, tiene unos 100.000 ciudadanos armados y el país está plagado de oficiales de inteligencia cubanos que colaboran con el régimen. Una intervención no sería tarea fácil. Los críticos de la intervención están a favor de imponer sanciones adicionales a los altos funcionarios. Esto está garantizado, pero no hay motivos para creer que esta medida sería decisiva, especialmente si se considera que China está ofreciendo cantidades gigantescas de crédito sin ningún tipo de restricción. Una segunda sugerencia, ofrecer un respaldo importante a los refugiados, sería costosa; admitir más no es una opción realista para muchos países. Por otra parte, esas políticas abordan los síntomas, no su causa. El futuro de Venezuela es sombrío. La economía se ha achicado a la mitad en los últimos cinco años; la producción de petróleo ha caído en un porcentaje similar. La infraestructura se desmorona. La inflación se acerca al millón por ciento. La pobreza es generalizada en un país que en algún momento estuvo entre los más ricos de la región y está sentado sobre las reservas petroleras más grandes del mundo. El crimen está en aumento, el sistema de atención médica está quebrado y el hambre es generalizada. Maduro, que recientemente obtuvo un segundo mandato de seis años como presidente en lo que la mayoría de los observadores consideraron una elección fraudulenta, ha creado una nueva asamblea constituyente (para sortear a la Asamblea Nacional controlada por la oposición) que está redactando una nueva constitución que cementaría aún más la dictadura. Se han reportado arrestos arbitrarios y tortura. Sigo planteando una pregunta que formulé públicamente y en privado en los últimos meses: ¿cuánto peor tienen que ponerse las cosas en Venezuela antes de que el mundo esté dispuesto a actuar? ¿Cuánta gente debe perder la vida? ¿Cuántos más tienen que convertirse en refugiados?

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Para estos interrogantes parece no haber respuestas. Pero, en algún momento, evitarlas se vuelve insostenible. La negación no es una estrategia. Mientras tanto, sin embargo, tenemos certeza al menos sobre tres cuestiones: Primero, la doctrina Responsabilidad de Proteger, o R2P, que la Asamblea General de las Naciones Unidas adoptó de manera unánime en 2005, en respuesta a la inacción del mundo cuando casi un millón de hombres, mujeres y niños fueron masacrados en Ruanda, está prácticamente extinguida. China y Rusia han dejado de respaldarla después de la intervención occidental en Libia en 2011, y llegaron a considerarla un pretexto para un cambio de régimen. El mundo no ha hecho mucho más que observar o, peor aún, participar en la destrucción de Siria, donde más de 500.000 personas han perdido la vida y una mayoría de la población se ha visto obligada a abandonar sus hogares. Esta es una gran tragedia, no sólo por razones humanitarias obvias, sino también porque la doctrina R2P introdujo un principio importante: que la soberanía conlleva obligaciones así como derechos, y que cuando no se cumple con estas obligaciones, los gobiernos pierden algunos de sus derechos soberanos. Hace falta un principio de estas características en un mundo donde gran parte de lo que ocurre al interior de los países afecta los intereses de otros más allá de sus fronteras, muchas veces de maneras fundamentales. Segundo, los gobiernos están perdiendo la guerra contra el crimen, las pandillas y los cárteles. En América Latina vive menos del 10% de la población mundial, pero allí se cometen aproximadamente un tercio de todos los asesinatos. A menos que esto cambie, la mejor gente comprensiblemente se marchará, al igual que la inversión. El crecimiento económico se desacelerará o directamente desaparecerá. Es un círculo vicioso, no virtuoso. Los gobiernos tendrán que fortalecer las fuerzas policiales y militares. Al mismo tiempo, los países externos que tengan un interés en la región tendrán que asistir, como se hizo con Colombia en las últimas décadas cuando enfrentaba un serio desafío armado desde el interior. Tercero, América Latina necesita reformar los organismos regionales existentes, empezando por la Organización de Estados Americanos, o desarrollar nuevas formas de cooperación regional. El requerimiento de consenso antes de que se pueda tomar una acción es una receta para el titubeo. Relacionada a los dos últimos puntos está la necesidad de repensar la seguridad de la región. América Latina ha evitado en gran medida la geopolítica y las guerras que han plagado a otras partes del mundo. Pero esta tregua de la historia ha terminado. Las amenazas a la estabilidad interna son grandes y están en aumento; y, como demuestra Venezuela, cuando se quiebra el orden interno, los flujos de refugiados, las pandillas y los cárteles de la droga ponen en riesgo la estabilidad regional. Es hora de que los líderes de la región hagan frente a su entorno de seguridad en rápido deterioro antes de que éste los supere.

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COMENTARIOS PARA REFLEXIONAR

COMPENDIO DE PRINCIPALES IDEAS Y PENSAMIENTOS VERTIDOS EN LIBROS Ó

ARTICULOS RECIENTES PUBLICADOS POR INTELECTUALES, ACADÉMICOS Y FUNCIONARIOS QUE ENTENDEMOS AGREGAN PUNTOS DE VISTAS INTERESANTES AL ANÁLISIS E INTERPRETACIÓN

DEL PANORAMA GLOBAL ACTUAL Y SUS TENDENCIAS.

30-Octubre-2018

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Estimados Asociados: En este 26º envío de nuestras "Cuestiones para Reflexionar" he seleccionado una serie de artículos vinculados al conflicto comercial entre Estados Unidos y China, las consecuencias de una posible crisis económica-financiera en USA, los impactos en la relación Estados Unidos-Arabia Saudita post el asesinato de Kashoggi y un análisis crítico a los negocios de blockchain. En particular, se eligieron los siguientes textos: 1- El daño colateral de la guerra fría sino-norteamericana (Minxin Pei) 2- Crisis financieras autocumplidas (J. Bradford DeLong) 3- La relación entre Estados Unidos y Arabia Saudita después de Khashoggi (Barak Farfi) 4- La gran mentira del blockchain (Nouriel Roubini) Espero lo disfruten. Javier Mutal Hodara Director Coordinador CICyP [email protected] 1158318534 60092460

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Minxin Pei

Minxin Pei is a professor of government at Claremont McKenna College and the author of China’s Crony Capitalism.

El daño colateral de la guerra fría sino-norteamericana Cada vez más la escalada de la contienda comercial entre Estados Unidos y China es vista como la campaña de inicio de una nueva guerra fría. Pero este choque de titanes, en caso de seguir escalando, le costará caro a ambas partes, al punto que incluso el ganador (más probablemente, Estados Unidos) quizás encuentre su victoria pírrica. Sin embargo, el que pagaría el precio más alto es el resto del mundo. En verdad, a pesar de la baja probabilidad de un choque militar directo entre Estados Unidos y China, una nueva guerra fría sin duda produciría un daño colateral de tan amplio alcance y tan severo que el propio futuro de la humanidad podría verse en peligro. Las tensiones bilaterales ya están contribuyendo a un desacople económico que está resonando en toda la economía global. Si el fin de la Guerra Fría en 1991 dio origen a la era dorada de la integración económica global, el comienzo de la nueva guerra fría entre las dos economías más grandes del mundo sin duda producirá división y fragmentación. Es fácil imaginar un mundo dividido en dos bloques comerciales, cada uno de ellos centrado en una superpotencia. El comercio entre los bloques podría continuar, o incluso florecer, pero habría pocos vínculos entre ambos, o tal vez ninguno. El sistema financiero global también se desharía. La administración del presidente Donald Trump ha demostrado lo fácil que es para Estados Unidos lastimar a sus enemigos (como Irán) utilizando las sanciones para negarles acceso al sistema de pagos internacionales denominado en dólares. Frente a esto, los adversarios estratégicos de Estados Unidos, China y Rusia –e inclusive su aliado, la Unión Europea-, están intentando establecer sistemas de pagos alternativos para protegerse en el futuro. Esta fragmentación económica, junto con las tensiones geopolíticas más profundas que trae aparejada una guerra fría, devastaría el paisaje tecnológico del mundo. Las restricciones a las transferencias de tecnología y asociaciones, que se suelen justificar por los temores en torno a la seguridad nacional, darían lugar a estándares opuestos e incompatibles. Internet se dividiría en dominios contrapuestos. La innovación se vería afectada, lo que resultaría en costos más elevados, una adopción más lenta y productos inferiores. Pero la primera área que se vería perjudicada por una fragmentación profunda serían las cadenas de suministro globales. Para no resultar afectadas por los aranceles estadounidenses, las empresas que fabrican o ensamblan productos destinados a Estados Unidos en China se verían obligadas a trasladar sus plantas de producción a otros países, más probablemente en el sur de Asia y

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en el sudeste asiático. En el corto plazo, semejante ola de traslados –China se ubica en el centro de las cadenas de fabricación globales- sería inmensamente disruptiva. Las cadenas de suministro fragmentadas que surgieran serían mucho menos eficientes, ya que ningún país puede igualar a China en términos de infraestructura, base industrial o tamaño y capacidad de la fuerza laboral. Sin embargo, si Estados Unidos y China en verdad decidieran entrar en una guerra fría prolongada, las consecuencias económicas –por más calamitosas que fueran- se verían empequeñecidas frente a otra consecuencia: la falta de una acción lo suficientemente fuerte como para combatir el cambio climático. Como están dadas las cosas, China produce más de 9.000 millones de toneladas métricas de dióxido de carbono por año, lo que la convierte en el mayor emisor del mundo. Estados Unidos ocupa un segundo lugar distante, con unos 5.000 millones de toneladas métricas emitidas cada año. Si estos dos países, que juntos son responsables del 38% de las emisiones globales de CO2 al año, no pueden encontrar un terreno común en materia de acción climática, está prácticamente garantizado que la humanidad perderá su última oportunidad de impedir un calentamiento global catastrófico. Una guerra fría sino-norteamericana haría que un desenlace de este tipo fuera mucho más factible. Estados Unidos insistiría en que China recorte drásticamente sus emisiones, porque es el contaminador número uno del mundo en términos absolutos. China respondería diciendo que Estados Unidos tiene una mayor responsabilidad en el cambio climático, tanto en términos acumulativos como per capita. En medio de una competencia geopolítica, ninguno de los dos países estaría dispuesto a ceder. Las negociaciones climáticas internacionales, de por sí monumentalmente difíciles, terminarían en un punto muerto. Aun si otros países pudieran ponerse de acuerdo sobre las medidas, el impacto sería insuficiente si no se sumaran Estados Unidos y China. La única esperanza que tendría la humanidad residiría en la innovación tecnológica. Sin embargo, esta innovación –incluido el rápido progreso de la energía renovable en los últimos diez años- ha dependido crucialmente del flujo relativamente libre de tecnologías entre fronteras, para no mencionar la capacidad única de China para escalar la producción y reducir los costos rápidamente. En medio de la fragmentación económica alimentada por la guerra fría –especialmente las restricciones antes mencionadas sobre comercio y transferencias de tecnología-, los progresos tan necesarios serían mucho más difíciles de lograr. Con eso, una solución tecnológica para el cambio climático, que ya es una apuesta arriesgada, efectivamente se convertiría en una quimera. Y la mayor amenaza existencial que enfrenta la humanidad se haría realidad. No es demasiado tarde para que Estados Unidos y China cambien el curso. El problema es que, al decidir si lo hacen o no, es probable que Trump y su

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contraparte chino, Xi Jinping, se concentren principalmente, si no exclusivamente, en los intereses nacionales y los cálculos políticos personales. Esta es una visión cortoplacista. Antes de que estos dos líderes condenen irreversiblemente a sus países a pasar las próximas décadas atrapados en un conflicto devastador y evitable, deberían considerar cuidadosamente lo que esto implicaría no sólo para Estados Unidos y China, sino para el mundo en su totalidad.

**** J. Bradford DeLong J. Bradford DeLong is Professor of Economics at the University of California at Berkeley and a research associate at the National Bureau of Economic Research. He was Deputy Assistant US Treasury Secretary during the Clinton Administration, where he was heavily involved in budget and trade negotiations. His role in designing the bailout of Mexico during the 1994 peso crisis placed him at the forefront of Latin America’s transformation into a region of open economies, and cemented his stature as a leading voice in economic-policy debates.

Crisis financieras autocumplidas La crisis financiera de 2008 y la recesión subsiguiente dejaron al 10% del Norte Global más pobre de lo que habría estado sin ellas, en base a pronósticos de 2005. Para quienes quieran entender mejor este episodio, hace mucho que recomiendo cuatro libros, en particular: Manías, pánicos y cracs, del economista del siglo XX Charles P. Kindleberger; Esta vez es distinto, de Carmen M. Reinhart y Kenneth S. Rogoff de la Universidad de Harvard; La gran crisis: Cambios y consecuencias, del analista económico del Financial Times Martin Wolf; y Salón de los espejos, de mi colega de la Universidad de California, Berkeley, Barry Eichengreen. Ahora, quiero agregar un quinto libro a la lista: A Crisis of Beliefs: Investor Psychology and Financial Fragility (Una crisis de creencias: Psicología y fragilidad financiera de los inversores), de los economistas Nicola Gennaioli y Andrei Shleifer. (Descargo total de responsabilidad: Shleifer fue mi compañero de cuarto en la Universidad y en el posgrado; al día de hoy, le atribuyo cualquier habilidad o reputación positiva que yo pueda tener). A Crisis of Beliefs es importante por tres razones. Primero, ofrece una réplica bienvenida para quienes sostienen que la década pasada fue un resultado inevitable de la burbuja inmobiliaria en Estados Unidos. Muchos expertos siguen insistiendo en que la deflación de la burbuja desató la crisis financiera. Pero la realidad es que la burbuja ya se había desinflado sustancialmente antes de que estallara la crisis. Recordemos que a mediados de 2008, los precios de la vivienda habían regresado a los niveles respaldados por sus valores subyacentes –o inclusive habían bajado aún más- y el empleo y la producción en la industria de la construcción residencial había caído a niveles muy por debajo de la tendencia. La tarea de reequilibrar valuaciones de activos y reasignar recursos

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económicos en todos los sectores ya se había realizado. Sin duda, todavía habría habido pérdidas de activos financieros por unos 750.000 millones de dólares en incumplimientos de pago de hipotecas de alto riesgo y préstamos hipotecarios. Pero eso es solamente un cuarto de lo que los mercados bursátiles globales perdieron en siete horas el 19 de octubre de 1987. En otras palabras, no habría sido suficiente como para hundir al sistema financiero global. Ben Bernanke, entonces presidente de la Reserva Federal de Estados Unidos, parecía confiado en el verano de 2008 en que la corrección en los precios de la vivienda no había desatado ninguna crisis financiera inmanejable. En aquel momento, estaba principalmente concentrado en los peligros de la creciente inflación. Y luego el mundo se vino abajo. La razón, demuestran Gennaioli y Shleifer, es que las creencias cambiaron. Los inversores llegaron a creer que los mercados financieros estaban agobiados por un riesgo sumamente elevado, debido a una cantidad de factores. El mercado interbancario se había congelado, los propietarios de viviendas dejaban de pagar sus hipotecas, Bear Stearns había colapsado, el Tesoro de Estados Unidos había intervenido para controlar a Freddie Mac y Fannie Mae y, por sobre todo, Lehman Brothers se había declarado en quiebra. Todo esto condujo a la corrida repentina de los sistemas bancarios paralelo y convencional, en tanto los inversores se agolparon para desprenderse de activos. El mayor riesgo que habían atribuido al sistema se hizo realidad. Al igual que las enfermeras de guardia en una sala de emergencia, rápidamente evaluaron al paciente y se dejaron llevar por su diagnóstico inicial como si no hubiera otra opción. Y, sin embargo, ninguna de las consecuencias de la crisis fue inevitable. Si la Fed hubiera tenido planes de contingencia para poner a instituciones demasiado grandes para quebrar bajo administración judicial y hubiera asumido los riesgos como último recurso, probablemente estaríamos viviendo en un mundo muy diferente hoy. A diferencia de quienes miran hacia atrás y concluyen que todo fue una consecuencia inevitable de la burbuja inmobiliaria, Gennaioli y Shleifer reconocen el papel central que jugó la contingencia en la crisis y sus secuelas. El segundo aporte importante de Gennaioli y Shleifer es demostrar que las “crisis de creencias” como la que precipitó el desastre de 2008-2009 están profundamente arraigadas en la psicología humana, a tal punto que nunca nos libraremos de ellas. Por ende, ni las políticas prudenciales ni las medidas de respuesta a las crisis deberían tratar estos episodios como casualidades o excepciones extraordinarias. Las crisis de creencia son manifestaciones de un malestar crónico que debe manejarse. En consecuencia, los bancos centrales y las autoridades fiscales no deberían utilizar el fin de una crisis como excusa para dar un paso atrás o soltar el volante. Cuando las creencias fundamentales han cambiado de manera permanente, no deberíamos esperar que el mismo cóctel de políticas que

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favoreció el pleno empleo, la baja inflación y el crecimiento equilibrado antes de la crisis siga funcionando después. Es más, las semillas de la próxima secuencia de Kindleberger –desplazamiento, optimismo, entusiasmo, crac, pánico, rechazo, descrédito- ya han sido plantadas por las mismas políticas que fueron necesarias para enfrentar la última recesión. La tercera razón por la que el libro de Gennaioli y Shleifer es importante es más técnica y se aplica directamente al campo de la economía. Los economistas han reconocido hace mucho tiempo que exigirle a un agente representante que tenga expectativas racionales del futuro tiende a generar modelos que son profundamente inaplicables en el mundo real. Pero, hasta ahora, ninguna estrategia alternativa ha ganado terreno. El marco de inversores parecidos a enfermeras de guardia de Gennaioli y Shleifer revela una gran promesa por ser considerado junto con otras estrategias de construcción de modelos. Desde hace diez años, la gente le viene buscando el lado positivo a los desastres de 2008-2018, con la esperanza de que este período dé lugar a una integración más productiva de las finanzas, la economía conductual y la ortodoxia macroeconómica. Hasta ahora, han estado buscando en vano. Pero con la publicación de A Crisis of Beliefs, todavía hay esperanza.

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Barak Farfi Barak Barfi is a research fellow at New America, where he specializes in Arab and Islamic affairs.

La relación entre Estados Unidos y Arabia Saudita después de Khashoggi El supuesto asesinato del periodista disidente saudí Jamal Khashoggi, un residente permanente de Estados Unidos, en el consulado del Reino en Estambul ha desatado una ola gigantesca de críticas. En el Congreso de Estados Unidos, demócratas y republicanos por igual han prometido poner fin a las ventas de armas a Arabia Saudita e imponer sanciones si se demuestra que su gobierno ha asesinado a Khashoggi. Pero es poco probable que los vínculos bilaterales se vean afectados de manera significativa, y mucho menos que se produzca una ruptura diplomática, aún si toda la evidencia apunta a un asesinato sancionado por el estado. Arabia Saudita esencialmente es demasiado crucial para los intereses norteamericanos como para permitir que la muerte de un hombre afecte la relación. Y en un momento en que nuevos aliados están trabajando con viejos lobistas para frenar el daño, es poco probable que el episodio conduzca a algo más que una pelea de amantes. El rol especial de Arabia Saudita en la política exterior norteamericana es una lección que los presidentes de Estados Unidos aprenden sólo con la experiencia. Cuando Bill Clinton asumió la presidencia, sus asesores se inclinaban por distanciar a la nueva administración de las políticas de George H.W. Bush. Entre los cambios que buscaba el asesor de seguridad nacional de Clinton, Anthony Lake, estaba poner fin al acceso irrestricto a la Casa Blanca

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del que gozaba el embajador saudí Bandar bin Sultan durante las presidencias de Reagan y Bush. Bandar iba a ser tratado como cualquier otro embajador. Pero Clinton rápidamente se volvió amigable con Bandar, y Bandar y la corte real se tornarían cruciales para las políticas regionales de Clinton, desde las conversaciones de paz árabe-israelíes hasta la contención de Irak. En 1993, cuando Clinton necesitó una cita del Corán para pronunciar junto con las del Antiguo y Nuevo Testamento para una ceremonia que marcaba un acuerdo palestino-israelí, recurrió al embajador saudí. Antes de asumir la presidencia, Donald Trump frecuentemente criticaba a los saudíes y amenazaba con interrumpir las compras de petróleo al Reino, agrupándolos con los aprovechadores que habían sacado ventaja de Estados Unidos. Pero después de que los saudíes lo agasajaron con danzas de espadas y le otorgaron el máximo galardón civil cuando visitó el Reino en su primer viaje al exterior como presidente de Estados Unidos, cambió el tono. Ni los atentados terroristas del 11 de septiembre de 2001 pudieron dañar la relación. Aunque el líder de Al-Qaeda, Osama bin Laden, un ciudadano saudí, reclutara a 15 de los 19 secuestradores en el Reino, altos funcionarios saudíes desestimaron las implicancias. En una entrevista de noviembre de 2002, el ministro del Interior saudí simplemente lo consideró “imposible”, antes de intentar redirigir la culpa acusando a los judíos de “explotar” los ataques y acusar a los servicios de inteligencia israelíes de tener relaciones con organizaciones terroristas. Los norteamericanos se rasgaron las vestiduras y parecía que la extraña alianza entre una democracia secular y una teocracia hermética, cimentada por intereses comunes durante la Guerra Fría, se hundía en el abismo que separaba sus valores. Pero la alianza no sólo sobrevivió; se profundizó. Bandar ofreció ideas y asesoramiento clave cuando el presidente George W. Bush planeaba la invasión de Irak en 2003. Hoy, los políticos norteamericanos están acentuando su retórica después de la desaparición de Khashoggi. Los turcos dicen que tienen audios y videos que revelan su muerte, y la senadora Lindsey Graham advirtió: “Si efectivamente sucedió, se pagará con un infierno”, mientras que el senador Benjamin Cardin ha amenazado con dirigir sanciones a las altas autoridades saudíes. Sin embargo, Arabia Saudita es importante en varios ámbitos como para que Estados Unidos la abandone fácilmente. Aunque Estados Unidos ya no necesita petróleo saudí, gracias a sus reservas de esquisto, sí necesita al Reino para regular la producción y así estabilizar los mercados. Los contratistas de defensa estadounidenses dependen de los miles de millones que el Reino gasta en equipamientos militares. La cooperación de inteligencia es crucial para detectar a los yihadistas y frustrar sus planes. Pero, más importante que todo, Arabia Saudita es el principal baluarte árabe contra el expansionismo iraní. El Reino ha respaldado a apoderados en el Líbano, Siria y Yemen para contener las maquinaciones de Irán. Cualquier medida para responsabilizar a los saudíes por la muerte de Khashoggi obligaría a Estados

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Unidos a asumir responsabilidades que prefiere delegar. Es un papel que Estados Unidos ha intentado evitar desde hace tiempo. Cuando el Reino Unido, el amo colonial y protector de la región, decidió que ya no podía hacer frente a esas cargas financieras, los líderes de Estados Unidos descartaron asumir su lugar. Los responsables de las políticas estaban demasiado concentrados en Vietnam como para contemplar una acción en otro escenario. Por el contrario, el secretario de Estado Henry Kissinger concibió una política por la cual Irán y Arabia Saudita, respaldados por equipos militares ilimitados de Estados Unidos, vigilarían el Golfo. Si bien Irán dejó de desempeñar su papel luego de la Revolución Islámica de 1979, los saudíes todavía lo hacen. Es una disyuntiva que Trump parece entender. Si bien prometió un “severo castigo” si los saudíes efectivamente asesinaron a Khashoggi, se negó a admitir una cancelación de los contratos militares y se lamentó, en cambio, por lo que su pérdida implicaría para los empleos norteamericanos. No son sólo los contratistas de defensa los que van a salir en apoyo de los saudíes. Antes de que Khashoggi se convirtiera en el tema del día de Washington, los saudíes les pagaron a unas 10 empresas de lobby no menos de 759.000 dólares por mes para alabar sus cualidades en los salones del poder de Estados Unidos. Pero tal vez sea el nuevo mejor amigo de los saudíes el que les arroje un salvavidas. Como Irán se ha convertido en la mayor amenaza para Israel, el estado judío ha hecho causa común con los saudíes. Quienes criticaban duramente a los saudíes como Dore Gold, el confidente del primer ministro Benjamin Netanyahu, ahora se reúnen con funcionarios del Reino. Luego del golpe militar de 2013 que derrocó al gobierno elegido democráticamente de Egipto, los líderes israelíes instaron a los funcionarios estadounidenses a abrazar a los generales. Probablemente hoy hagan lo mismo si el sentimiento anti-saudí en Estados Unidos pone en peligro su estrategia para Irán. La relación entre Estados Unidos y Arabia Saudita ha sido escabrosa, y sus reveses y escándalos han ocurrido fuera de la vista pública. Sin embargo, ha perdurado y ha prosperado. Esta vez también, luego de la desaparición de Khashoggi, los intereses comunes y la dependencia mutua casi con certeza prevalecerá por sobre el deseo de que los saudíes adopten los estándares esperados de otros aliados estrechos de Estados Unidos. **** Nouriel Roubini

Nouriel Roubini, a professor at NYU’s Stern School of Business and CEO of Roubini Macro Associates, was Senior Economist for International Affairs in the White House's Council of Economic Advisers during the Clinton Administration. He has worked for the International Monetary Fund, the US Federal Reserve, and the World Bank.

La gran mentira del blockchain

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Con la reducción del valor del bitcóin en alrededor de un 70% respecto del pico alcanzado a fines del año pasado, estalló la madre de todas las burbujas. Más en general, las criptomonedas han ingresado a un no tan críptico apocalipsis. El valor de las líderes, como Ether, EOS, Litecoin y XRP, se redujo en todos los casos más de 80%, miles de otras monedas digitales se derrumbaron entre un 90 y un 99%, y las restantes quedaron expuestas como simples fraudes. No debería sorprender a nadie: cuatro de cada cinco “ofertas iniciales de monedas” (ICO, por la sigla en inglés) fueron estafas desde el primer momento. Enfrentados al espectáculo público de la debacle del mercado, los impulsores de la tecnología huyeron al último refugio del criptosinvergüenza: la defensa del “blockchain”, el software de registro de transacciones distribuido en el que se basan todas las criptomonedas. Se lo proclamó como la posible solución de todo, desde la pobreza y el hambre hasta el cáncer, pero en realidad, es la tecnología más hiperpromocionada (y menos útil) de la historia de la humanidad. En la práctica, el blockchain no es más que una hoja de cálculo con título de nobleza. Pero se ha vuelto sinónimo de una ideología libertaria que trata a gobiernos, bancos centrales, instituciones financieras tradicionales y monedas del mundo real como malvadas concentraciones de poder que es preciso destruir. El mundo ideal de los fundamentalistas del blockchaines uno donde toda actividad económica e interacción humana estaría sujeta a una descentralización anarquista o libertaria; donde la totalidad de la vida social y política acabaría en registros públicos, presuntamente accesibles a cualquiera (sin necesidad de permisos) y confiables en sí mismos (sin necesidad de intermediarios creíbles, por ejemplo bancos). Pero en vez de iniciar una utopía, el blockchain ha generado una forma muy familiar de infierno económico. Unos pocos actores interesados, hombres y blancos (pues prácticamente no hay mujeres ni representantes de minorías en el universo del blockchain), haciéndose pasar por mesías de las masas empobrecidas, marginadas y no bancarizadas del mundo, pretenden haber creado de la nada miles de millones de dólares de riqueza. Pero basta considerar la masiva centralización del poder de las criptomonedas en sus “mineros”, plataformas de intercambio, desarrolladores y dueños de riqueza para ver que el blockchain no tiene nada que ver con la descentralización y la democracia, y sí con la codicia. Por ejemplo, un pequeño grupo de empresas (en su mayoría situadas en bastiones de la democracia como Rusia, Georgia y China) controlan entre dos tercios y tres cuartos de toda la actividad de criptominería, y todas suben rutinariamente los costos de transacción para aumentar sus abultados márgenes de ganancias. Al parecer, los fanáticos del blockchain pretenden que confiemos en cárteles anónimos no sujetos a legalidad alguna, en vez de bancos centrales e intermediarios financieros regulados. Algo similar se ha dado con el comercio de criptomonedas. Hasta el 99% de todas las transacciones se realiza a través de plataformas de intercambio

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centralizadas que son blanco de “hackeo” en forma periódica. Y a diferencia del dinero real, una vez hackeadas, las criptomonedas se pierden para siempre. Además, la centralización del desarrollo de criptomonedas (por ejemplo, los fundamentalistas otorgaron al creador de Ethereum, Vitalik Buterin, el título de “dictador benevolente vitalicio”) ya desmintió aquello de que “el código es ley”, como si el software en el que se basan las aplicaciones de blockchain fuera inmutable. Lo cierto es que los desarrolladores tienen poder absoluto para actuar como juez y jurado. Cuando alguno de sus pseudocontratos “inteligentes” (y llenos de errores) falla y se produce un hackeo a gran escala, se limitan a cambiar el código y “bifurcar” (fork) la moneda que fracasó para convertirla en otra por obra de mero arbitrio, lo que revela que todo el sistema “confiable” era indigno de confianza desde el inicio. Finalmente, en el criptouniverso la riqueza está incluso más concentrada que en Corea del Norte. Usando el coeficiente Gini (donde 1,0 quiere decir que una sola persona controla el 100% de los ingresos o la riqueza de un país), la puntuación de Corea del Norte es 0,86; el bastante desigual Estados Unidos tiene un 0,41; y la puntuación de Bitcoin es nada menos que 0,88. Debería quedar claro que la pretensión de “descentralización” es un mito propagado por los pseudomultimillonarios que controlan esta pseudoindustria. Ahora que los inversores minoristas que entraron engañados al mercado de criptomonedas perdieron hasta la camisa, los vendedores de humo que quedan están sentados sobre pilas de riqueza falsa que desaparecerán al instante en cuanto intenten liquidar sus “activos”. En cuanto al blockchain en sí, no hay institución alguna bajo el sol (banco, corporación, organización no gubernamental u organismo público) dispuesta a poner su balance o su registro de transacciones, negocios e interacciones con clientes y proveedores en sistemas de registro públicos, descentralizados, horizontales (peer-to-peer) y accesibles a cualquiera sin permisos. No hay ninguna razón valedera para registrar en forma pública información privada que es sumamente valiosa. Además, las “tecnologías de registro distribuido” (DLT) corporativas que algunas empresas usan en la práctica no tienen nada que ver con el blockchain. Son sistemas privados, centralizados y mantenidos en una pequeña colección de registros controlados. Para acceder a ellos se necesitan permisos, que sólo se otorgan a personas calificadas. Y tal vez lo más importante, se basan en autoridades confiables que han sentado su credibilidad con el tiempo. Es decir, son “blockchains” sólo de nombre. Es elocuente que todos los blockchains “descentralizados” terminen convertidos en bases de datos centralizadas y de acceso restringido en cuanto se los pone en práctica. En tal sentido, el blockchain ni siquiera es una mejora respecto de la habitual hoja de cálculo electrónica, que se inventó en 1979. Ninguna institución seria entregaría jamás la verificación de sus transacciones

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a un cártel anónimo que operara desde las sombras de las cleptocracias autoritarias del mundo. Por eso no sorprende que cada vez que se hicieron pruebas piloto de sistemas “blockchain” en entornos tradicionales, al final se los descartó o terminaron convertidos en una base de datos privada con acceso restringido: una mera hoja de cálculo Excel o base de datos con otro nombre.

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COMENTARIOS PARA REFLEXIONAR

COMPENDIO DE PRINCIPALES IDEAS Y PENSAMIENTOS VERTIDOS EN LIBROS Ó

ARTICULOS RECIENTES PUBLICADOS POR INTELECTUALES, ACADÉMICOS Y FUNCIONARIOS QUE ENTENDEMOS AGREGAN PUNTOS DE VISTAS INTERESANTES AL ANÁLISIS E INTERPRETACIÓN

DEL PANORAMA GLOBAL ACTUAL Y SUS TENDENCIAS.

30-Noviembre-2018

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Estimados Asociados: En este 27º envío de nuestras "Cuestiones para Reflexionar" he seleccionado una serie de artículos vinculados al conflicto comercial entre Estados Unidos y China, las consecuencias de una posible crisis económica en la eurozona y un análisis sobre las repercusiones globales del Brexit, en términos políticos y financieros. En particular, se eligieron los siguientes textos: 1- Por qué es inminente un alto el fuego arancelario entre Estados Unidos y China (Anatole Kaletsky) 2- La inminente crisis de la economía de la eurozona (Lucrezia Reichlin) 3- El Brexit y la economía global (Mohamed El-Erian) Espero lo disfruten. Javier Mutal Hodara Director Coordinador CICyP [email protected] 1158318534 60092460

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Anatole Kaletsky Anatole Kaletsky is Chief Economist and Co-Chairman of Gavekal Dragonomics. A former columnist at the Times of London, the International New York Times and the Financial Times, he is the author of Capitalism 4.0, The Birth of a New Economy, which anticipated many of the post-crisis transformations of the global economy. His 1985 book, Costs of Default, became an influential primer for Latin American and Asian governments negotiating debt defaults and restructurings with banks and the IMF.

Por qué es inminente un alto el fuego arancelario entre Estados Unidos y China La reunión entre el presidente norteamericano, Donald Trump, y el presidente chino, Xi Jinping, en la cumbre del G-20 en Buenos Aires esta semana es considerada como un momento decisivo para la economía mundial y los mercados financieros. Pero aún si no se llega a ningún acuerdo en la cumbre, hay por lo menos cuatro razones para esperar una disminución de la tensión en la guerra arancelaria de Estados Unidos y China. La primera, paradójicamente, es el reciente giro en la retórica estadounidense de un foco en los empleos norteamericanos a los objetivos explícitamente sinófobos de “contener” a China e impedir que se convierta en una potencia tecnológica que pueda desafiar la hegemonía global de Estados Unidos. Ahora que Xi toma conciencia de que está involucrado en una lucha generacional contra la contención de China, simplemente no puede permitirse perder esta escaramuza inicial de la Guerra Fría 2.0. Y Xi tiene muchas herramientas políticas a su disposición para garantizar que la economía china no sufra ningún daño serio como consecuencia de los aranceles estadounidenses. En la medida que los aranceles reduzcan las exportaciones de China, el gobierno y el banco central pueden compensar el impacto económico estimulando la demanda interna. La desaceleración del crecimiento económico chino este año se ha debido casi enteramente a decisiones deliberadas para desapalancar al sistema bancario, recortar el endeudamiento de los gobiernos locales, reducir la sobreinversión en infraestructura y frenar el alza de los precios de la vivienda ajustando la política monetaria. Todas estas políticas de austeridad se pueden aliviar o revertir fácilmente. Las dudas sobre la voluntad del gobierno chino de modificar la política económica y pasar del ajuste al estímulo han sido disipadas en las últimas semanas. Las claras manifestaciones de los hacedores de las políticas públicas, hasta del propio Xi, han indicado que China no permitirá que la economía siga debilitándose el año próximo, aun si esto significa aceptar mayores déficits presupuestarios o un alivio del desapalancamiento bancario y del ajuste monetario. Como dije hace dos meses, este cambio de política era previsible. Los gobiernos comprometidos en una guerra no se preocupan por los ratios de

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deuda-PIB o por los balances de los bancos.

Segundo, en tanto la capacidad y la voluntad de Xi de proteger a la economía de China de cualquier desaceleración futura se tornen evidentes, el cálculo político de Trump cambiará. Si Trump quiere un “gran éxito” en el comercio con China del cual hacer alarde de cara a las elecciones de 2020, tendrá que cerrar un acuerdo con Xi sin mucha demora. Esto es porque la próxima fase de la guerra comercial –cuando los aranceles aumentan del 10% al 25% y posiblemente se extiendan a todas las importaciones chinas- resultará más impopular entre los votantes estadounidenses y causará más daño a las perspectivas económicas de Estados Unidos que la actual falsa guerra, que ha consistido en más retórica que acción. El principal riesgo para la economía estadounidense no proviene de las represalias chinas contra los agricultores o las multinacionales de Estados Unidos, cosa que puede o no suceder, sino del efecto arancelario keynesiano. La creencia de Trump de que los aranceles de Estados Unidos actuarían como un impuesto a los exportadores chinos, creando al mismo tiempo empleos en Estados Unidos, puede haber sido válida en un momento de recesión y desempleo masivo. Pero ahora que la economía de Estados Unidos funciona a pleno empleo, no hay ningún margen significativo para que la producción doméstica sustituya a las importaciones chinas. Esto significa que el costo de los aranceles recaerá principalmente en los consumidores e importadores estadounidenses, haciendo subir la inflación y las tasas de interés de Estados Unidos, en lugar de perjudicar la actividad económica y los empleos chinos. Tercero, las negociaciones geopolíticas previas de Trump ofrecen claros precedentes para un alto el fuego temprano. En todas sus grandes confrontaciones diplomáticas –por las armas nucleares de Corea del Norte, por el muro fronterizo mexicano y por la revisión del Tratado de Libre Comercio de América del Norte-, el modus operandi de Trump ha sido escalar la retórica agresiva casi al punto de una guerra y luego, repentinamente, negociar una retirada táctica. El caso más reciente e inesperado fue el alivio de las sanciones a Irán para revertir el alza en los precios del petróleo por sobre 80 dólares. El estilo de negociación de Trump –“gritar fuerte y alzar una bandera blanca”, como yo lo defino- puede parecer incoherente y deshonesto, pero ha sido espectacularmente exitoso para él, si no para los intereses nacionales de Estados Unidos. Le ha permitido galvanizar a nacionalistas acérrimos al dar la impresión de que actúa más agresivamente que cualquier presidente anterior para “hacer que Estados Unidos vuelva a ser grande”, evitando al mismo tiempo cualquier riesgo militar o económico genuino que pudiera implicar costos o sacrificios serios para los votantes norteamericanos. Un acuerdo en la cumbre del G-20 sería coherente con este patrón de conducta. Pero también lo sería una ruptura en Buenos Aires, seguida de una breve extensión de los aranceles anti-China y luego, a los pocos meses o semanas, otra cumbre Trump-Xi y otra “retirada victoriosa”. Pensemos en los británicos en junio de 1940 al ver su retirada de Dunkirk como un gran triunfo.

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Finalmente, el hecho de que Xi no pueda permitirse perder esta primera etapa del conflicto entre Estados Unidos y China no significa que Trump deba aparecer como perdedor. Un empate o un alto el fuego sería perfectamente aceptable para China y casi con certeza satisfaría a Trump, a juzgar por la experiencia pasada. Trump podría recibir felicitaciones personales con un acuerdo que implicara algunas concesiones, tanto reales como aparentes, que Xi está dispuesto a hacer –sobre el tamaño del desequilibrio comercial, sobre las leyes de propiedad intelectual, sobre una mayor apertura del mercado a las multinacionales e instituciones financieras de Estados Unidos y demás. En verdad, China ya ha aceptado que podría cumplir aproximadamente con el 40% de las 142 demandas comerciales presentadas por Estados Unidos a comienzos de este año, y que podría negociar otro 40%. Es el 20% restante, que involucra a la tecnología y a los subsidios industriales, lo que no es negociable para China. Por supuesto, este 20% cubre la mayoría de las políticas que denuncian los sinófobos militantes, porque podrían permitir que China desafiara la hegemonía tecnológica y militar estadounidense en la segunda mitad de este siglo. Ahora bien, ¿a Trump realmente le importa lo que pueda suceder después de 2050? Suponiendo que le preocupa más lo que suceda en 2020, cuando deba enfrentar nuevamente a los votantes norteamericanos, su confrontación con China terminará dentro de no mucho tiempo.

**** Lucrezia Reichlin Lucrezia Reichlin, a former director of research at the European Central Bank, is Professor of Economics at the London Business School.

La inminente crisis de la economía de la eurozona La elección del Parlamento Europeo el próximo mes de mayo probablemente esté acechada por los demonios internos de Europa, desde el enfrentamiento con el gobierno populista de Italia por su presupuesto hasta el frente xenófobo que se ha formado en los países de Visegrado. La crisis de los partidos centristas tradicionales, que han sido esenciales a la hora de construir y mantener consenso en la Unión Europea –aunque hayan luchado por implementar reformas necesarias-, también dista mucho de estar resuelta. Pero si, tal como sugieren los indicadores actuales, Europa enfrenta una desaceleración económica, el discurso preelectoral podría cambiar significativamente. Hasta hace pocos meses, el discurso prevaleciente era que la crisis económica había terminado, inclusive para los países más afectados de la periferia de la eurozona. Como consecuencia de ello, los europeos habían virado su atención a otras cuestiones, como los refugiados y la seguridad, que amenazaban la estabilidad política y erosionaban el consenso para el proyecto europeo.

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Pero el crecimiento del PIB en la eurozona se ha venido desacelerando desde su pico en el tercer y cuarto trimestre de 2017. El persistente debilitamiento de la economía de la eurozona –inclusive en Alemania, el PIB se contrajo en el tercer trimestre de 2018- no es un buen presagio para la UE, que podría estar enfrentando crisis políticas y económicas mellizas. La pregunta obvia es por qué la recuperación de la eurozona está menguando, aún en un contexto de políticas monetarias expansivas y altamente favorables. En verdad, si el crecimiento realmente ha alcanzado su pico, esto implicaría que la tasa de crecimiento potencial de la eurozona es de alrededor del 1%. Esta tasa de crecimiento potencial de la producción –aproximadamente la mitad de la tendencia previa a la crisis- está asociada con una tasa de desempleo agregado de alrededor del 8%. El crecimiento cada vez más débil de la eurozona refleja problemas estructurales viejos y nuevos, el legado de la última crisis (que todavía gravita en la calidad de los activos de los bancos), altos niveles de deuda en algunos países y shocks externos que han afectado la demanda. En otras palabras, Europa enfrenta desafíos para su crecimiento potencial, así como fuerzas cíclicas negativas. Estas últimas, en particular, exigen una respuesta agresiva –sobre todo porque, si la economía de la eurozona fuera a entrar en una recesión en el futuro cercano, tendría herramientas políticas limitadas con las que hacerle frente. Si bien Europa tiene mejores herramientas de gestión de crisis de las que tenía cuando la última recesión golpeó en 2011, siguen siendo incompletas. Es más, el Banco Central Europeo tendrá menos espacio para utilizar la política monetaria para hacer arrancar la economía: las tasas de interés ya están en cero, y un nuevo programa de compra de activos inevitablemente sería polémico. La política fiscal está en una posición igualmente débil. Por supuesto, es esencial evitar que se repita el error que se cometió en 2009, cuando los líderes de la UE abrazaron una rápida consolidación fiscal antes de que la recuperación hubiera cobrado fuerza. Pero, para contrarrestar la desaceleración cíclica, haría falta más estímulo. Sin embargo, una nueva recesión haría que los mercados financieros estuvieran mucho más divididos según las líneas nacionales, fortaleciendo al mismo tiempo la correlación entre riesgo soberano y riesgo bancario. Muchos países tendrían un margen limitado para una política fiscal contra-cíclica, ya sea por las reglas de la UE en materia de deuda pública o porque la tolerancia del mercado de la deuda pública es más baja en una unión monetaria, como se tornó evidente desde 2010. Elevar las primas de riesgo mina el efecto expansionista de los déficits fiscales inclusive en épocas de recesión. Es más, dada la falta de alguna capacidad fiscal común, no existe ninguna institución o mecanismo que pueda aplicar el estímulo fiscal a la eurozona en su totalidad. Y no se pueden esperar reformas que aborden esta situación en los próximos meses.

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Normalmente, si la capacidad fiscal de un país está debilitada, su respuesta podría ser una coordinación de la política monetaria y fiscal. Para que eso funcione en la eurozona, todos los países miembro deben trabajar en conjunto. Es más, deberían ponerse de acuerdo sobre una postura política común en una de las miles de reuniones formales e informales de los jefes de Estado y los ministros de relaciones exteriores de la eurozona. Esto no nos dejaría mercados plenamente calmos, porque es poco probable que un acuerdo incluya una garantía conjunta ilimitada de nueva deuda emitida por países ya endeudados. Pero demostraría que los países de la eurozona reconocen la importancia de una coordinación en materia de políticas, ya sea una consolidación fiscal en los buenos tiempos como una política fiscal contra-cíclica en los malos tiempos para minimizar las posibilidades de una crisis de deuda en las economías más débiles de la unión monetaria. Más importante, esta coordinación de alguna manera serviría para reconstruir la confianza mutua, que lamentablemente viene escaseando en Europa. Esto podría representar una refutación poderosa de la táctica, adoptada por países como Italia, de confrontar de manera agresiva a las autoridades de la UE. Cuando los votantes de toda la UE se dirijan a las urnas en mayo, un mensaje de estas características podría ser un punto de inflexión.

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Mohamed El-Erian Mohamed A. El-Erian, Chief Economic Adviser at Allianz, the corporate parent of PIMCO where he served as CEO and co-Chief Investment Officer, was Chairman of US President Barack Obama’s Global Development Council. He previously served as CEO of the Harvard Management Company and Deputy Director at the International Monetary Fund. He was named one of Foreign Policy’s Top 100 Global Thinkers in 2009, 2010, 2011, and 2012. He is the author, most recently, of The Only Game in Town: Central Banks, Instability, and Avoiding the Next Collapse.

El Brexit y la economía global La cuestión singular del Brexit ha consumido al Reino Unido durante dos años y medio. El “si”, “cómo” y “cuándo” del retiro del país de la Unión Europea, después de décadas de pertenencia, ha dominado, entendiblemente, la cobertura noticiosa, y ha desplazado cualquier otro debate político. Por ejemplo, algo que se perdió en la confusión ha sido una discusión seria sobre cómo el Reino Unido debería impulsar la productividad y la competitividad en un momento de fluidez económica y financiera global. Al mismo tiempo, el interés del resto del mundo por el Brexit, comprensiblemente, ha amainado. Las negociaciones del Reino Unido con la UE han pasado por múltiples momentos de déjà vu, y el consenso es que las consecuencias económicas se sentirán de manera más aguda en Gran Bretaña que en la UE, para no mencionar países en otras partes. Aun así el resto del mundo enfrenta sus propios desafíos profundos. Los sistemas políticos y económicos están pasando por cambios estructurales de

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amplio alcance, muchos de ellos impulsados por la tecnología, el comercio, el cambio climático, la alta desigualdad y la creciente ira política. Al abordar estas cuestiones, los hacedores de políticas públicas en todo el mundo harían bien en tomar en cuenta las lecciones de la experiencia Brexit del Reino Unido. Cuando los británicos votaron por un margen del 51,9% vs. 48,1% para abandonar la UE, la decisión resultó un shock para los expertos, los analistas y los líderes del Partido Conservador y Laborista por igual. Ellos habían subestimado el papel de la “identidad” como una fuerza impulsora detrás del referendo de junio de 2016. Pero ahora, las ideas profundamente arraigadas de los votantes sobre la identidad, real o percibida, ya no se pueden desatender. Si bien las políticas disruptivas de hoy están alimentadas por el desencanto y la frustración económicos, la identidad es la punta de lanza. Ha expuesto y profundizado las divisiones políticas y sociales que son tan incómodas como inextricables. Los expertos también predijeron que la economía del Reino Unido sufriría una caída inmediata y significativa de la producción luego del referendo de 1016. En aquel momento, entendieron mal la dinámica de lo que los economistas llaman una “frenada brusca” –es decir, una disfunción abrupta y catastrófica en un sector clave de la economía-. Un ejemplo perfecto es la crisis financiera global de 2008, cuando los mercados financieros se frenaron como resultado de dislocaciones operativas y una pérdida de confianza mutua en el sistema de pagos y de acuerdos. El Brexit fue diferente. Como no se puede reemplazar algo por nada, no hubo un quiebre inmediato en el comercio entre el Reino Unido y la UE. A falta de claridad sobre qué tipo de Brexit terminaría materializándose, la relación económica simplemente siguió “tal cual”, y se evitó una alteración inmediata. Resulta ser que al hacer proyecciones macroeconómicas y de mercado para el Brexit hasta el momento, “corto versus largo” ha sido más importante que “blando versus duro” (“duro” en referencia al retiro total, y muy probablemente desordenado, del Reino Unido del mercado único europeo y de la unión aduanera). El interrogante no es si el Reino Unido enfrentará un ajuste de cuentas económico importante, sino cuándo. De todos modos, la economía del Reino Unido ya está experimentando un cambio estructural a ritmo lento. Existen pruebas de una caída en la inversión extranjera y esto contribuye al nivel de inversión desalentador de la economía en general. Es más, esta tendencia está acentuando los desafíos asociados con un crecimiento débil de la productividad. También existen señales de que las empresas con operaciones en el Reino Unido han comenzado a implementar sus planes de contingencia para el Brexit después de un período prolongado de espera, planificación y más espera. Además de trasladar inversiones fuera del Reino Unido, las empresas también empezarán a reubicar empleos. Y este proceso probablemente se acelerará aun si la primera ministra británica, Theresa May, logra que el acuerdo de salida que propuso sea aprobado en el Parlamento.

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El proceso del Brexit revela así los riesgos asociados con una fragmentación económica y política, y ofrece un anticipo de lo que le espera a una economía global cada vez más fracturada si esto continúa: concretamente, interacciones económicas menos eficientes, menor resiliencia, flujos financieros transfronterizos más complicados y menos agilidad. En este contexto, un autoseguro costoso va a reemplazar a algunos de los mecanismos de seguros combinados del sistema actual. Y será mucho más difícil mantener normas y estándares globales, para no hablar de buscar una armonización y coordinación internacional de las políticas. Es probable que el arbitraje tributario y regulatorio también se vuelva cada vez más común. Y la generación de políticas económicas se convertirá en una herramienta para abordar los temores de seguridad nacional (reales o imaginados). Todavía está por verse de qué manera esta estrategia afectará los acuerdos geopolíticos y militares existentes. Por último, también habrá un cambio en el modo en que los países buscan estructurar sus economías. En el pasado, Gran Bretaña y otros países se enorgullecían de ser “pequeñas economías abiertas” que podían apalancar sus ventajas domésticas mediante lazos inteligentes y eficientes con Europa y el resto del mundo. Pero ahora, ser una economía grande y relativamente cerrada podría empezar a parecer más atractivo. Y para los países que no tienen esa opción –como las economías más pequeñas del este de Asia- los bloques regionales cohesionados podrían ofrecer una alternativa útil. El desorden de la política partidaria británica ha hecho que el proceso del Brexit pareciera una disputa doméstica que a veces resulta inescrutable para el resto del mundo. Pero el Brexit ofrece lecciones importantes para y sobre la economía global. Lejos están los días en que la globalización económica y financiera acelerada y los patrones de crecimiento correlacionados prácticamente no eran cuestionados. También estamos en una era de fluidez tecnológica y política considerable. Las perspectivas de crecimiento y liquidez probablemente se vuelvan aún más inciertas y divergentes de lo que ya son. ****

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COMENTARIOS PARA REFLEXIONAR

COMPENDIO DE PRINCIPALES IDEAS Y PENSAMIENTOS VERTIDOS EN LIBROS Ó

ARTICULOS RECIENTES PUBLICADOS POR INTELECTUALES, ACADÉMICOS Y FUNCIONARIOS QUE ENTENDEMOS AGREGAN PUNTOS DE VISTAS INTERESANTES AL ANÁLISIS E INTERPRETACIÓN

DEL PANORAMA GLOBAL ACTUAL Y SUS TENDENCIAS.

31-Diciembre-2018

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Estimados Asociados: En este 28º y último envío de este año de nuestras "Cuestiones para Reflexionar" he seleccionado una serie de artículos vinculados a las perspectivas en la UE a partir del Brexit y la revuelta de los "chalecos amarillos", a la amenaza potencial en los mercados de deuda americanos y a un resumen de los principales eventos del 2018. En particular, se eligieron los siguientes textos: 1- Demasiadas expectativas para la economía de la UE (Mohamed El-Erian) 2- El mayor problema de deuda emergente está en Estados Unidos (Carmen Reinhart) 3- Obituario de un año aciago (Javier Solana) Espero lo disfruten. Javier Mutal Hodara Director Coordinador CICyP [email protected] 1158318534 60092460

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Mohamed El-Erian Mohamed A. El-Erian, Chief Economic Adviser at Allianz, the corporate parent of PIMCO where he served as CEO and co-Chief Investment Officer, was Chairman of US President Barack Obama’s Global Development Council. He previously served as CEO of the Harvard Management Company and Deputy Director at the International Monetary Fund. He was named one of Foreign Policy’s Top 100 Global

Thinkers in 2009, 2010, 2011, and 2012. He is the author, most recently, of The Only Game in Town: Central Banks, Instability, and Avoiding the Next Collapse.

Demasiadas expectativas para la economía de la UE La Comisión Europea, el Fondo Monetario Internacional y la OCDE predicen que en promedio, la economía de la Unión Europea crecerá un 1,9% el próximo año (una cifra que básicamente se condice con el promedio del 2% esperado este año). Pero puede que este cuadro resulte demasiado optimista, no sólo porque es probable que la tasa de crecimiento en sí decepcione, sino también porque hay una considerable presión a la baja sobre el potencial de crecimiento de la UE después de 2019, y no parece por el momento que la dirigencia europea esté preparada para contrarrestarla de manera eficaz. Si la UE fuera un equipo de fútbol, no perdería partidos por falta de plan de juego o capacidad adecuada. Con sus casi 19 billones de dólares, la economía de la UE sigue siendo la segunda más grande del mundo y constituye cerca de un quinto de la producción global. El problema es que el equipo como un todo no está jugando en forma coordinada, y cada uno de los grandes jugadores por separado enfrenta difíciles problemas internos. En el último año, se dieron pequeños pasos (por ejemplo, fortalecer la red de seguridad financiera colectiva) para mejorar la capacidad general de la UE para superar obstáculos. Pero la arquitectura general de la economía sigue incompleta. Los problemas más notables están en la eurozona, que enfrenta un lento progreso en la creación de una unión bancaria, una inadecuada coordinación de la política fiscal y divisiones políticas. Y las fuerzas de fragmentación seguirán fortaleciéndose. Para empezar, los partidos y líderes políticos populistas están aumentando su influencia, tras haber capitalizado difundidos temores identitarios y referidos a las migraciones (sumados al malestar con las élites tradicionales) para obtener apoyo, e incluso llegar al poder, en muchos países. Pero la transición de la campaña a la toma de decisiones (sea dentro de un parlamento o, como en Italia, dentro de la coalición de gobierno) resultó difícil para varios de los partidos antisistema, dada su falta de plataformas políticas integrales. Combinada con la elección para el Parlamento Europeo del año entrante, esta capa adicional de incertidumbre complica la coordinación y la toma de decisiones en el nivel regional, en un momento en que muchos gobiernos están absortos en la todavía irresuelta cuestión del Brexit. Esto los deja con menos recursos todavía para dedicarse a eliminar obstáculos al crecimiento de la productividad y a crear una economía más ágil capaz de responder al veloz avance tecnológico y a cambios en el entorno económico global.

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Tampoco ayuda el hecho de que el entorno de liquidez en Europa se esté volviendo menos favorable. El Banco Central Europeo ya redujo la compra de activos y se dispone a desarmar su masivo programa de estímulo a fines de este año. Su presidente Mario Draghi dio señales de que es probable que haya una suba de tasas al finalizar su mandato, en octubre de 2019. Pero aunque estos factores amenazan con agravar el desafío de fragmentación al que se enfrenta la economía de la UE, hasta un equipo desarticulado puede ganar el partido si sus jugadores estrella consiguen jugar suficientemente bien. Por desgracia, muchas de las mayores economías de la UE (Alemania, España, Francia, Italia, Polonia y el Reino Unido) se debaten en cuestiones internas que no admiten soluciones sencillas y que restringen la formulación de políticas en los niveles nacional y europeo. Francia está conmocionada por las protestas de los “chalecos amarillos” contra la agenda de reformas del presidente Emmanuel Macron. Alemania enfrenta una profunda transición política mientras la canciller Angela Merkel se prepara para retirarse al final de su actual mandato. Y el gobierno populista de Italia está enfrentado con la Comisión Europea por su proyecto de presupuesto para 2019 (que también se basa en supuestos optimistas respecto del crecimiento del PIB). En cuanto a Polonia, su gobierno abrazó la llamada “democracia iliberal”, y sigue políticas que en opinión de muchos son incompatibles con los valores y la visión de la UE. El gobierno de España, por su parte, todavía es débil. Y en el RU, las divisiones dentro del gobernante Partido Conservador obstaculizan el avance hacia un proceso ordenado de salida de la UE, lo que impide tomar medidas significativas que estimulen el crecimiento y la productividad. Como es improbable que estos desafíos se resuelvan pronto, todo indica que los principales motores del crecimiento europeo perderán fuerza en 2019. En tanto, la adopción de medidas políticas para promover el potencial de crecimiento a más largo plazo de la UE seguirá siendo la excepción, más que la regla. Y todo esto en un contexto económico y financiero externo más desfavorable. El motor exportador de la UE ya no tiene potencia suficiente para compensar el debilitamiento de los factores de crecimiento internos. Por si fuera poco, las exportaciones recibirán otro golpe por la desaceleración de China, que debilita la demanda externa. En tanto, es probable que en los mercados financieros continúe la volatilidad, en un contexto de desaceleración del crecimiento global, vulnerabilidades técnicas y el desarme de una política de expansión monetaria que mantenía la volatilidad reprimida mediante inyecciones cuantiosas y predecibles de liquidez por parte de los bancos centrales. De modo que al “equipo” de la UE le aguardan difíciles desafíos, tanto en el juego interno como en la competencia internacional. Pero no todo son malas noticias: técnicamente, la UE tiene a la vez un plan de juego y las fuerzas inherentes que necesita para ejecutarlo. La economía se recuperó de lo peor de la crisis financiera global. Se hicieron grandes esfuerzos para identificar las

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medidas necesarias para lograr un crecimiento fuerte e inclusivo, reducir la vulnerabilidad financiera y detener la erosión de los pilares de la prosperidad futura. Y la UE tiene mucha capacidad interna no aprovechada o subutilizada. Liberarla en el contexto de una estrategia coordinada puede mejorar considerablemente el desempeño económico de la UE y sus perspectivas. El éxito demandará líderes políticos capaces de inspirar a la ciudadanía y dispuestos a implementar iniciativas procrecimiento coherentes. Pero cuanto más tarden en aparecer esos líderes, más difícil será para la UE evitar la zona de descenso.

**** Carmen Reinhart Carmen M. Reinhart is Professor of the International Financial System at Harvard University's Kennedy School of Government.

El mayor problema de deuda emergente está en Estados Unidos Un tema recurrente en la prensa financiera durante gran parte de 2018 ha sido el creciente riesgo de los activos de mercados emergentes. Es verdad que las economías emergentes son un grupo muy variado. Pero los rendimientos de sus bonos soberanos han subido considerablemente, al menguar los flujos de capitales a esos mercados en un contexto general de percepción de deterioro de las condiciones. Históricamente, siempre ha habido una estrecha relación positiva entre los instrumentos de deuda corporativa estadounidense de alto rendimiento y los bonos soberanos de alto rendimiento de mercados emergentes. En la práctica, la deuda corporativa de alto rendimiento es el mercado emergente dentro de la economía estadounidense (llamémosla deuda emergente estadounidense). Pero este año estos dos mercados han tomado caminos separados Notablemente, los rendimientos de la deuda corporativa estadounidense no subieron a la par de sus homólogos de los mercados emergentes. ¿A qué se debe esta divergencia? ¿Será que los mercados financieros están sobreestimando los riesgos de los mercados emergentes de renta fija (de modo que sus rendimientos son “demasiado altos”)? ¿O están subestimando los riesgos de la deuda corporativa estadounidense de menor calidad (de modo que sus rendimientos son demasiado bajos)? Analizando en conjunto las tendencias actuales y los ciclos de los factores globales (tipos de interés en Estados Unidos, fortaleza del dólar y precios mundiales de los commodities) más una variedad de hechos económicos y políticos nacionales adversos que han afectado últimamente a algunos de los mercados emergentes más grandes, me inclino por la segunda interpretación. En lo que todavía es un entorno global de bajos tipos de interés, la perenne búsqueda de rendimiento halló una fuente comparativamente nueva y atractiva

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en el mundo de la deuda emergente estadounidense, en la forma de títulos con garantía sobre préstamos (CLO, por la sigla en inglés). Según la Asociación de Mercados Financieros y de la Industria de Valores, las nuevas emisiones de bonos corporativos de alto rendimiento “convencionales” llegaron a un máximo en 2017 y este año están bastante por debajo (un 35% durante noviembre). Ahora las emisiones se han trasladado al mercado de CLO, donde los montos pendientes se dispararon y alcanzan nuevos máximos casi todos los días. El S&P/LSTA US Leveraged Loan 100 Index muestra un aumento de cerca del 70% a principios de diciembre respecto de los mínimos de 2012, con máximos de emisiones en 2018. En la jerga especializada, el mercado emergente estadounidense está atrayendo grandes ingresos de capitales. Estos CLO tienen muchas semejanzas con los títulos con garantía hipotecaria que hace diez años sentaron las bases de la crisis de hipotecas basura. Durante aquel auge, los bancos armaban paquetes de préstamos y eliminaban el riesgo de sus balances, una conducta que con el tiempo impulsó un aumento del crédito de baja calidad, ya que los bancos no tenían que temer las consecuencias. Asimismo, para quienes buscan deuda empresarial y arman paquetes con CLO corporativos, el volumen es un objetivo en sí mismo, incluso si eso implica rebajar los criterios de calificación crediticia de los deudores. La proporción de “eslabones débiles”(deuda corporativa con calificación B- o inferior, con perspectivas negativas) dentro de la actividad general ha crecido marcadamente desde 2013-2015. Además, no sólo las emisiones más recientes proceden de deudores de menor calidad, sino que las cláusulas contractuales de estos instrumentos (pensadas para garantizar el cumplimiento de las condiciones y minimizar el riesgo de impago) también se han relajado. Las emisiones con cláusulas contractuales laxas están en aumento y ya equivalen a cerca del 80% del volumen pendiente. Como sucedió durante el auge de los títulos con garantía hipotecaria, hay una gran demanda de esta clase de deuda por parte de los inversores, con reminiscencias del “problema de ingreso de capitales” o de la fase de “bonanza” del ciclo de flujo de capitales. Un patrón recurrente en diversos momentos y lugares es que las semillas de las crisis financieras se siembran en los buenos tiempos (cuando se otorgan los malos préstamos). Y hoy estamos pasando por buenos tiempos, ya que la economía estadounidense está en el nivel de pleno empleo o cerca. La historia muestra que los grandes aumentos de ingreso de capitales suelen terminar mal. Diversos factores pueden convertir la fase de auge del ciclo en caída. En el caso de la deuda corporativa, el riesgo de impago es tanto mayor cuanto más aumenta el nivel de endeudamiento, se erosiona el valor de la garantía (por ejemplo, el precio del petróleo en el caso de la industria estadounidense del shale) o caen los precios de las acciones. Las tres fuentes de riesgo de impago son muy visibles hoy, y no habiendo garantías creíbles, el mercado de CLO (como muchos otros) es vulnerable a corridas, porque está dominado por instituciones bancarias informales poco reguladas.

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A esto hay que sumarle viejas y muy conocidas inquietudes sobre la banca informal en general, referidas a su creciente importancia y a la opacidad de sus vínculos con otras partes del sector financiero. Por supuesto, también se oye decir que una virtud de la financiación de deuda a través de los mercados de capitales en vez de los bancos es que la perturbación de una quita o revaluación abrupta no afectará el canal crediticio hacia la economía real tanto como en 2008-2009. Además, en comparación con los títulos con garantía hipotecaria (y del mercado inmobiliario en general), la escala de exposición de los hogares al mercado de deuda corporativa es de otro orden de magnitud. Diez años después del estallido de la burbuja de hipotecas basura, parece ocupar su lugar otra, un fenómeno al que Ricardo Caballero, Emmanuel Farhi y Pierre-Olivier Gourinchas comparan con esos juegos en los que hay que eliminar objetos que aparecen en forma aleatoria. Una economía mundial orientada a aumentar la oferta de activos financieros nos encadenó a un juego mundial de esperar a que en algún lugar aparezca la próxima burbuja. Como en el auge sincronizado en varios mercados avanzados de los títulos inmobiliarios residenciales antes de 2007, los CLO también se han vuelto muy populares en Europa. El mayor apetito inversor de obligaciones europeas de este tipo llevó, como era previsible, a un aumento de su emisión (que ha crecido casi 40% en 2018). Entre los compradores hay muchos bancos japoneses desesperados de hallar rendimientos más altos. Si las cosas se ponen feas, las redes para el contagio financiero ya están tendidas.

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Javier Solana Javier Solana was EU High Representative for Foreign and Security Policy, Secretary-General of NATO, and Foreign Minister of Spain. He is currently President of the ESADE Center for Global Economy and Geopolitics, Distinguished Fellow at the Brookings Institution, and a member of the World Economic Forum’s Global Agenda Council on Europe.

Obituario de un año aciago Desgraciadamente, el año 2018 no pasará a la historia por haber estado plagado de éxitos políticos y diplomáticos. Si 2017 ya nos había traído una notable erosión del orden internacional, hoy vivimos en un mundo todavía más caótico, más inflamable y más hostil. No es casualidad, al fin y al cabo, que estos tres adjetivos sean aplicables también al Gobierno de la primera potencia mundial. 2018 ha estado marcado por la llamada “guerra comercial” que ha puesto en marcha Estados Unidos, principalmente —pero no exclusivamente— contra China. Las disputas arancelarias han dejado muy tocada a la Organización Mundial del Comercio y han acentuado las suspicacias mutuas entre Washington y Pekín, que se dispararon con la llegada de la Administración Trump. Además, China eliminó a principios de año los límites a los mandatos presidenciales, avivando los temores de que la “nueva era” de Xi Jinping destierre por completo el liderazgo colectivo y la circunspección que propuso en su día Deng Xiaoping.

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Otro país reemergente en términos geopolíticos —aunque en su caso no lo sea en términos económicos— es Rusia. El pasado mes de marzo se celebraron elecciones presidenciales en ese país, en las que Vladimir Putin, como cabía esperar, se impuso sin mayores dificultades. Con una economía estancada, fruto de su excesiva dependencia de los hidrocarburos, Putin gusta de jugar la carta de la política exterior para apuntalar su popularidad doméstica. El episodio del envenenamiento de Sergei y Yulia Skripal en el Reino Unido consiguió lo propio justo antes de las elecciones, y la reciente escalada de tensiones con Ucrania en el Mar de Azov podría estar persiguiendo este mismo objetivo, entre otros. En un escenario de exacerbado militarismo ruso, si Estados Unidos y Rusia desecharan el Tratado de Eliminación de Misiles de Corto y Medio Alcance (Tratado INF) nos hallaríamos ante una complicación añadida, que afectaría muy especialmente a Europa. Mientras tanto, Oriente Próximo sigue siendo el principal foco de conflictos en el mundo. Si bien se ha confirmado durante este año el retroceso territorial del Estado Islámico (que no su derrota, pese a lo que asegure Trump), la guerra en Siria sigue cobrándose víctimas sin pausa. Tampoco ha menguado la tragedia humanitaria provocada por el conflicto yemení, aunque recientemente se han reanudado las negociaciones que habían encallado en 2016, produciéndose algunos avances significativos. En Afganistán, Estados Unidos sigue inmerso en la que suele considerarse como la guerra más larga de su historia, y se estima que el porcentaje de distritos controlados actualmente por los talibanes es el mayor desde que fueron derrocados en 2001. Más allá de los últimos movimientos que se han producido en estos tres conflictos, los fundamentos de la estrategia de la Administración Trump en Oriente Próximo han permanecido intactos a lo largo de 2018. Estados Unidos ha redoblado su apuesta por el eje formado por Israel, Arabia Saudí y los Emiratos Árabes Unidos, que se opone frontalmente a Irán. La apertura de la embajada estadounidense en Jerusalén coincidiendo con el 70 aniversario de Israel, el abandono del acuerdo nuclear con Irán (con la sucesiva y abusiva reimposición de sanciones extraterritoriales, que refleja la creciente militarización del dólar) y la tibia respuesta de Trump al asesinato del periodista saudí Jamal Khashoggi han sido sucesos destacados que se han derivado de este enfoque. El fracaso del mismo ha sido rotundo: Estados Unidos no ha conseguido otra cosa que azuzar a los sectores más militaristas de todos estos países. Israel e Irán, por ejemplo, han protagonizado este año la primera colisión directa de su historia. De un modo u otro, Trump también ha contribuido al avance del populismo en los últimos doce meses. En Latinoamérica, Andrés Manuel López Obrador y Jair Bolsonaro fueron elegidos presidentes de México y Brasil, respectivamente, poniendo de manifiesto que el término “populismo” engloba ideologías de distinto signo. Pese a que ambos reivindican el poder del “pueblo” frente al de las “élites”, el izquierdista López Obrador fue elegido en cierta medida como reacción contra Trump, mientras que el derechista Bolsonaro es más afín ideológicamente al presidente estadounidense y tiene el apoyo de amplios sectores de las propias élites brasileñas.

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Dice el controvertido filósofo Aleksandr Dugin, catalogado frecuentemente como uno de los ideólogos de referencia del Kremlin, que “el populismo debe unir la derecha de los valores con el socialismo, la justicia social y el anticapitalismo”. Dugin considera que el nuevo Gobierno italiano, que tomó posesión en junio, ilustra a la perfección su definición de “populismo integral”. Ávido de impulsar la agenda política de Luigi Di Maio y Matteo Salvini, el Gobierno de Giuseppe Conte emprendió en octubre una batalla presupuestaria contra la Unión Europea —que afortunadamente acaba de resolverse— apelando a una interpretación anticuada del concepto de “soberanía”. En su defensa de dicha interpretación, los líderes italianos coinciden con los partidarios del Brexit, una triste saga que avanza a marchas forzadas y cuyo desenlace es todavía incierto. Llegados a este punto, es de justicia resaltar una noticia inesperada, y claramente positiva, que nos regaló 2018: la distensión entre Estados Unidos y Corea del Norte. Gran parte del mérito de este acercamiento recae en Moon Jae-in, el moderado presidente de Corea del Sur, que aprovechó la celebración de los Juegos Olímpicos de invierno en la ciudad surcoreana de PyeongChang para tender la mano al régimen norcoreano. El subsecuente viraje de Trump hacia la vía diplomática —escenificado en su cumbre con Kim Jong-un— debe aplaudirse, aunque los progresos en lo referente a la desnuclearización de la península coreana han sido, por el momento, básicamente cosméticos. Otra buena noticia de los últimos meses han sido los resultados de las elecciones de medio término en Estados Unidos. Habiendo obtenido los demócratas el control de la Cámara de Representantes, Estados Unidos se ha asegurado mayores contrapesos a las políticas de Trump a partir de 2019. En el Congreso estadounidense se están produciendo ya movimientos, como las votaciones en el Senado a favor de retirar el apoyo a la ofensiva saudí en Yemen y de condenar (unánimemente) al príncipe heredero Mohámed bin Salmán por el asesinato de Khashoggi, que auguran un cierto cambio de tendencia en el año próximo. En Europa, que 2019 sea más positivo que 2018 dependerá esencialmente de que se den tres circunstancias: que seamos capaces de capear el Brexit, que Angela Merkel y Emmanuel Macron estén en disposición de unir sus fuerzas para reformar la Unión, y que las elecciones europeas de mayo dibujen un panorama razonablemente favorable para los defensores del Estado de derecho, la integración europea y el multilateralismo. Los que se oponen a estos principios han hecho gala de su empuje durante este año, pero sería un error infravalorar la voluntad que sigue existiendo —tanto en Europa como en el resto del mundo— de cultivar un espíritu de cooperación y concordia. ****